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¿Cuál es la edad de nuestras células?

Somos organismos complejos, formados por decenas de billones


de células que, obviamente, no todas nacieron el mismo día que
figura en nuestra partida de nacimiento. Basta con comparar
nuestro peso corporal con el que teníamos al nacer para darnos
cuenta de que el número de células ha aumentado
considerablemente desde entonces, lo que viene a demostrar
que muchas de nuestras células son más jóvenes que nosotros.
Ahora bien, en nuestro cuerpo existen cerca de 200 tipos
celulares distintos y cada uno de ellos con su forma, cometido y
esperanza de vida. Lo sorprendente es que, para saber la edad
de nuestras células, los científicos utilizan métodos que conectan
la biología con, pásmense, la explosión de bombas atómicas
durante los años de la Guerra Fría. La Ciencia es una caja de
sorpresas.
Comencemos por un poco de biología.
Para conocer la edad de una célula habría que tener, en primer
lugar, alguna constancia del momento de su nacimiento y un
calendario. Nosotros lo tenemos fácil, al nacer nos inscriben en
un registro y ponen la fecha, luego sólo tenemos que usar el
calendario para saber nuestra edad. ¿Existe algún lugar donde
podamos leer la fecha de nacimiento de cada una de nuestras
células? Pues sí, existe.
Una célula es un organismo muy complejo en el que millones de
moléculas químicas, formadas por átomos de carbono,
hidrógeno, oxígeno, etc. Entre todas esas moléculas hay una que
se crea en el momento del parto – o de la división celular- y que
ya no cambia en el resto de su vida: La molécula de ADN. Una
vez formada, la molécula de ADN, esa que guarda codificada en
sus genes toda la información necesaria para crear a cada uno
de nosotros, se conserva tal cual. Tan solo al final de la vida de
la célula se modifica, bien porque la célula muere y el ADN se
deshace, o porque la célula se divide y saca una copia de sí
misma.
El ADN es una molécula larguísima que contiene una cantidad enorme de átomos, entre ellos, alrededor de 30.000
millones son de carbono. Fijaos lo grandísima que es esa molécula. Pero no todos los átomos de carbono son iguales.
Existe el carbono 12, que es el más común, pero también existe una variedad de carbono que es radiactivo y se conoce
como carbono 14 porque tiene dos neutrones más en el núcleo. En condiciones normales, el carbono 14 se crea en la
alta atmósfera por acción de los rayos cósmicos así que, aunque se va desintegrando con el tiempo, siempre hay una
cantidad más o menos constante en el ambiente.
En la atmósfera estos átomos están en forma de dióxido de carbono, una molécula que las plantas rompen mediante
la fotosíntesis para incorporar el carbono a sus tallos, hojas y raíces. Así pues, si en la atmósfera hay una pequeña
proporción de átomos de Carbono-14, éste pasará a formar parte de la planta, junto al carbono 12 que es el más
abundante. Posteriormente, nosotros nos alimentamos de las plantas e incorporamos el carbono, tanto el radiactivo
como el que no lo es, a nuestras células. Los paleontólogos suelen utilizar este hecho para datar la edad de los fósiles.
El método se basa en que el carbono-14 funciona como un reloj. Si tenemos una cantidad, un kilo por ejemplo, dentro
de 4.730 años, la mitad se habrá desintegrado y se habrá convertido en nitrógeno; pasados otros 4.700 años quedará
la mitad de la mitad y así sucesivamente. Sabiendo cuánto carbono había en el ambiente en el momento en el que
vivió la criatura, basta con contar cuánto carbono 14 queda en sus restos para averiguar cuándo vivió.
Ahora bien, el reloj de carbono 14 es muy bueno para medir largos periodos de tiempo, centenares o miles de años,
pero cuando se trata de averiguar tiempos cortos, como la vida de una persona o de una célula, no sirve de mucho.
Viene a ser como intentar medir millonésimas de segundo con un reloj de pulsera que tiene una exactitud de segundos.
Ahora bien, un acontecimiento histórico ha venido a proporcionarnos un reloj con la exactitud que necesitamos: Las
bombas atómicas detonadas en la atmósfera durante la Guerra Fría.
Un poco de historia sobre la Guerra Fría
La Segunda Guerra mundial terminó en 1945 con el lanzamiento de las bombas nucleares sobre las ciudades de
Hiroshima y Nagasaki. La guerra acabó pero comenzó una era demente en la que estadounidenses, soviéticos,
ingleses, franceses, chinos y algunos más se armaron hasta los dientes con artilugios nucleares de todo tipo. Era un
armamento potentísimo que había que probar y para ello se escogieron lugares deshabitados y lejanos con el objeto
de evitar bajas civiles por contaminación radiactiva, islas del Pacífico, desiertos, zonas deshabitadas de Siberia, etc.
Según los datos que he podido recabar se detonaron nada menos que 543 bombas atómicas en la atmósfera, la
mayoría de ellas concentradas durante el periodo que va desde 1952 hasta la firma del tratado que las prohibió en
1963 (Treaty Banning Nuclear Weapons Tests in the Atmosphere, in Outer Space and Under the Water). A partir de
ese momento siguieron haciéndose pruebas en la atmósfera pero en menor medida y proliferaron las que se hacían
bajo tierra. Cada vez que una bomba estallaba al aire libre, se elevaba un hongo enorme de polvo y gases cargados
de sustancias radiactivas, entre ellas el carbono 14. Así fue como en un cortísimo periodo de tiempo, la cantidad de
carbono 14 libre en la atmósfera aumentó dramáticamente.
Las plantas que crecían en aquellos tiempos captaron parte de ese carbono y lo incorporaron a sus tallos, hojas y
raíces. Los árboles iban creando cada año un anillo de crecimiento formado por las paredes de sus células fabricadas
con moléculas ricas en carbono 14. Un equipo de científicos del Instituto Nobel de Estocolmo escogió un conjunto de
pinos de Suecia que nacieron antes de la Guerra Fría y analizaron el contenido de sus anillos de crecimiento. Cuando
midieron la concentración de carbono 14 en la madera comprobaron que reflejaba fielmente lo sucedido durante la
Guerra Fría, la cantidad había subido dramáticamente a partir de 1952 y después de 1963, fecha de la firma del Tratado,
la concentración de carbono 14 comenzó a decaer paulatinamente, año a año, a medida que el exceso era absorbido
por la tierra o disuelto en las aguas de los océanos. Aún hoy, sigue habiendo niveles más elevados que antes de la
Guerra Fría.
Calendario nuclear.
El gráfico obtenido del análisis de los árboles fue muy interesante porque permitió relacionar las fechas con la medida
concreta de la cantidad extra de carbono 14 en el ambiente en ese momento. Dicho de otra manera, habían encontrado
el calendario que necesitaban para medir la edad de las células.
Los resultados de la investigación aparecieron en un artículo publicado en la revista Cell en 2005, en el, el investigador
Kirsty Spalding y el equipo de Jonas Frisén del Departamento de Biología celular y molecular del Medical Nobel
Institute, explicaban lo que hicieron.
Dado que el ADN de las células conserva los átomos de carbono utilizados en el momento de nacer, la medida de la
concentración de carbono 14 del ADN puede utilizarse como partida de nacimiento. Comparando el valor obtenido con
los resultados de los análisis de los anillos de los árboles a lo largo de los años, se puede establecer la fecha de
nacimiento de la célula. Viene a ser como comprar unas acciones a un precio determinado y cuando pase el tiempo,
mirar en la gráfica de la evolución de los precios de las acciones para encontrar la fecha en la que se compraron.
Los investigadores emprendieron una serie de análisis de los tejidos y órganos de personas fallecidas que habían
nacido antes, durante y después de la Guerra Fría. No analizaron todos los tipos de células de un organismo humano
pero sí algunas bastante significativas.
La edad de algunas células
Antes de usar este método se había determinado la vida media de algunas células de corta duración, como las células
que forman el esperma que, aunque viven poco, unos tres días, al menos suelen tener excitantes aventuras fuera de
su lugar de nacimiento. Otras células con vida corta son las del epitelio del intestino, unos cinco días. Pero el intestino
tiene muchos otros tipos de células que, en su conjunto, viven bastante más, según los datos obtenidos por Frisén, 15
años por término medio. Las células de la epidermis de la piel, se renuevan cada dos semanas, en cambio las células
sanguíneas duran unos cuatro meses. Las células de los músculos son más longevas, las de los músculos que unen
las costillas, músculos intercostales, viven unos 16 años. Las del hígado viven entre 10 y 18 meses. Como podéis ver,
bien mirado, no tenemos una edad sino muchas.
No somos seres totalmente renovados con el tiempo, hay células, las que mandan por cierto, las neuronas, que son
tan viejas como nosotros. Estas neuronas evolucionan a lo largo de nuestras vidas generando conexiones complejas
que almacenan la información que adquirimos y procesan nuestras capacidades intelectuales. Algunas regiones del
cerebro, como el cerebelo, presentan una ligera diferencia en edad, parecen ser por término medio son unos dos años
más jóvenes que nosotros, lo que puede indicar –dicen los investigadores- que algunas neuronas se crearon poco
tiempo después de nuestro nacimiento. En cambio, aquellas células cerebrales que no son neuronas si demuestran
ser más jóvenes.
En resumen, podemos decir que, consideradas en su conjunto todas las células de nuestro cuerpo, éstas tienen, por
término medio, algo más de 10 años de edad. Desgraciadamente, el proceso de renovación constante se va
deteriorando y las nuevas generaciones de células ya no son tan eficientes como las antiguas. Por esa razón nuestro
cuerpo envejece, aunque sus células sean jóvenes. Sin embargo, las neuronas, especialmente aquellas gracias a las
cuales somos lo que somos, nacieron con nosotros, a medida que crecíamos fueron tejiendo con nuevas conexiones
nuestros recuerdos, nuestros sueños, nuestros más íntimos deseos y sentimientos. Esas cumplen años con nosotros
y cuando mueran, ya no tendrá sentido contar el tiempo.
Feliz cumpleaños.
REFERENCIAS
Retrospective Birth Dating of Cells in Humans. Cell, Vol. 122, 133–143, July 15, 2005, Copyright ©2005 by Elsevier
Inc. DOI 10.1016/j.cell.2005.04.028 Kirsty L. Spalding, Ratan D. Bhardwaj, Bruce A. Buchholz, Henrik Druid, and Jonas
Frisén

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