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Hasta veinte de esa cohorte de peso podrían, tal vez, llegar a la Legión de
los Marines Espaciales Ultramarines.
Si eso fuera cierto, el hecho de que Decimus Androdinus Félix fuera elegido
era aún más sorprendente.
Todavía no podía creerlo. No podía creerlo cuando su nombre había sido
pronunciado. No podía creerlo cuando se le entregó la despedida, y la
schola había saludado a esos pocos afortunados. Incluso mientras estaba
sentado en la inmaculada bodega de tránsito, parecía imposible. El brillo
de la luz brilló en todas las super cies del interior de plas acero blanco,
por lo que podría haber sido fabricado el día anterior. Y aunque las
paredes, el techo y el suelo nervado parecían ser los blancos más brillantes
que había, la Ul ma de la Legión blasonada en el mamparo que separaba
la bodega de tránsito de la cabina de mando parecía aún más blanca, tan
blanca que la luz de las suaves luminarias luchaba por de nir sus duros
bordes. El azul con el que estaba per lado era el azul más limpio y puro
que Félix había visto jamás. Blanco y azul, del mismo color que el uniforme
que llevaba ahora. El uniforme de un neó to de los Ultramarines.
Decimus no había querido nada más que ser legionario desde que era un
niño. Su padre le había dado lecciones sobre sus responsabilidades
familiares, él había escuchado sin comentarios y se había esforzado más en
sus estudios. Su madre le había suplicado que pensara en los hijos que
nunca tendría. A los siete años de edad, había respondido: -Entonces,
¿quién protegerá a los hijos de los demás, si yo no estoy allí para hacerlo?
Había sido un niño precoz. Sin sen do del humor, decían algunos. No
quería tocar, ni aprender su música, ni estudiar la ocupación familiar como
garantes de la pureza numismá ca. Quería ser un Marine Espacial.
Tal vez fue esa sonrisa lo que lo condenó. Félix era muy capaz. Sabía que
sus talentos superaban a los de la mayoría de los demás chicos, tenía la
su ciente conciencia de sí mismo como para saber cómo la envidia podía
arraigar en los demás. Estaba demasiado concentrado en su obje vo como
para ser presumido de su habilidad, pero si no era cuidadoso, su ac tud
podía hacer que pareciese que se sen a superior.
Mató la sonrisa. Frenó su entusiasmo. Era demasiado tarde. La luz de listo
en la bodega se puso roja. Los chicos lo miraron confundidos.
Quince chicos miraron a Decimus. Decimus no dijo nada para con rmar su
iden dad. El hombre lo señaló de todos modos.
-Tú. Vendrás con nosotros- el hombre tenía una cara dura, gris bajo los
ojos. Rasgos pellizcados con una expresión calculadora.
Tenía frío, mucho frío. Le dolía la cabeza. Lo que eso signi caba aún no
estaba claro, pero al menos sabía que estaba vivo. Había voces.
-Este es un buen espécimen. Sus tasas de prueba están muy por encima
de los parámetros aceptables. El Archimagos querrá a éste para el
mando- dijo uno, alto y nasal.
-No estoy diciendo eso- dijo el segundo. -Estoy diciendo cuándo. Cuando
podría estar muy lejos. Tiene que sobrevivir a la estasis primero.
Decimus se sentó lentamente. Por el sonido de las voces, juzgó que los
oradores estaban mirando hacia otro lado. Estaba en una mesa dura que
olía a an biología. Sus ojos le dolían ante la luz, aunque era baja y verdosa,
y apenas lo su cientemente brillante como para ver.
-¡Oye!- dijo, mirando hacia arriba. Era el de la voz nasal. -¡Está despierto!
Decimus se agachó, movió las piernas en una larga patada, y barrió los pies
del hombre del suelo. Se hundió con un choque, esparciendo bisturíes,
picanas y otras cosas rebotando y n neando por todo el suelo. El
segundo hombre hizo una embes da por él. Decimus se levantó de las frías
baldosas, su puño empujo el cristal transparente del traje, y llevando al
hombre por la tráquea. Cayó de espaldas con un grito estrangulado.
Decimus corrió hacia la puerta, sumergiéndose para agarrar una a lada
sierra de huesos. Saltó sobre el estómago del primer hombre mientras
intentaba levantarse, y luego empujó una mesa y su voluminoso disposi vo
al suelo detrás de él mientras los hombres se agitaban, enredándose en sus
mangueras. Sacó una cubierta de polvo de otra mesa, haciendo sonar más
instrumentos, y luego salió por la puerta medio segundo antes de que uno
de los hombres lo golpeara por detrás.
Decimus estaba en un largo pasillo. Una furiosa luz roja parpadeó sobre la
puerta por la que había salido hacía un momento. Las alarmas sonaron.
Envolviendo la hoja de polvo de plastek a su alrededor, miró hacia arriba y
hacia abajo en el pasillo, tomó una dirección al azar y huyó.
A Cawl le encantó. Él mismo era un ar sta. Había una conexión allí, entre
él, la mente más grande del Imperio, y este compositor largamente
muerto.
Decir que Cawl era un simple sen mental no era cierto. Ya no más. Era una
colección de iteraciones de sí mismo. Crearlo le había llevado sobre la línea
de la blasfemia que había rodeado la mayor parte de su vida, pero no le
importaba. La duplicación de la psique equivalía a la mul plicación del
esfuerzo. Eran cosas limitadas, esas copias de sí mismo, pero inú les.
Media docena de sub-Cawls trabajaron en perfecta sincronización,
supervisados por la inteligencia central que era el Cawl original. Aunque
Cawl sólo lo diría en términos tan burdos si se viera obligado a hacerlo, era
como el director de la música que escuchaba, dirigiendo a una mul tud de
Cawls menores, todos tocando instrumentos diferentes.
Fue una parte de la gran conformación de Cawl la que se dio cuenta del
pequeño personaje que lo observaba desde un conducto de ven lación a
mitad del muro cerca de la puerta, y trajo la no cación de ello al ser que
había sido un hombre que estaba enterrado en lo profundo, en lo
profundo del marco mecánico del Archimagos Dominus.
Cawl tamizó sus ltros de personalidad. Era un ser complejo que disfrutaba
de la emoción por sí mismo, aunque había dejado mucho de su carne, y
como cualquier otro hombre tenía ropa que se ajustaba a su estado de
ánimo. En su caso, sus ropas eran cuidadosamente elaboradas, hechas con
propósitos especí cos en mente.
Revisó a través de sus seres como un hombre normal podría leer un libro.
Se cernía sobre una colección de rasgos que se ajustaban a la situación.
Eligió una voz que iba con ello; cálida y humana, ligeramente irónica.
-Hola- dijo Cawl. Sus sub-personas con nuaron con sus tareas, cortando y
aserrando, analizando y prediciendo. Los músculos fueron cuidadosamente
resecados y levantados del hueso cuando el sujeto muerto fue
diseccionado. El trabajo nunca se detuvo.
El niño miró a Cawl desde la ven lación. Sus ojos eran de formas azules en
una mancha de sombra. -¿Qué clase de cosas eres?
-Pareces un monstruo.
-Supongo que así es. ¿Qué clase de cosa eres, y qué haces en mi
laboratorio?
El chico mostro una hoja de metal que no era adecuada para pelear.
-Mejor dejar eso- dijo, apuntando con una garra subsidiaria a la sierra para
huesos. -No puedes hacerme daño con ella.
El chico miró hacia arriba, hacia el alto ciborg, y sus hombros caídos. La
sierra de huesos cayó de los dedos ojos.
-Ah, tú eras el mejor cali cado. El más alto de este año. Vaya, vaya.
Enhorabuena. Eres excepcional, incluso entre los que sobresalen.
-¿Felicitaciones?
-Por eso estás aquí- dijo Cawl. -Porque eres tan especial- se re ró, sus
muchos miembros retomaron sus danzas autónomas.
-Me encontrarán. Creo que le hice mucho daño al hombre.
-¿Dónde está?
-¿Qué hay del capitán?- dijo el muchacho. -Me querrá muerto por herir a
sus hombres, si es que no quería matarme ya.
-¿Por qué? ¿Sabe que estás aquí? Este lugar está enterrado tan profundo.
-Está oculto, incluso a mis asesores más cercanos- admi ó Cawl. -Me
gusta trabajar sin interrupciones, y los secretos aquí son tan profundos
que deben ser ocultados a todo el mundo.
-Él lo sabe, porque es mi nave. ¡Yo soy el capitán! Sabes, deberías volver a
mis recolectores. Realmente sería lo mejor.
-¿Lo prometes?
-Muy bien- dijo Cawl. -¡Muy bien!- llevó al niño hacia una de las muchas
puertas secretas del cogitario. El chico se detuvo y levantó la vista.
-Supongo que los conoces a todos, un niño listo como tú- dijo el
monstruo.
-¿Y cómo obtuviste esta información?- dijo el monstruo. Miró hacia abajo
con una serie de brillantes ojos de cristal, cada uno iluminado con su poder
interior. Un rostro así no debería haber sido capaz de transmi r ningún po
de emoción, pero sin duda se estaba burlando de él con suavidad, como un
o se burla de su sobrino. -Ese po de datos no está des nado a niños
pequeños.
-Armadura de hierro Mark III, con un yelmo Demodian. Lleva una pistola
bólter Calixis IV. Su mochila ene una dispersión de chorro de
estabilización subóp ma.
-Oh, ¿entonces también sabes cómo funciona este disposi vo?- dijo el
monstruo suavemente. Decimus no fue engañado. Lo estaba probando.
-No. Sólo sé cuáles son los mejores en combate. Esto no es lo mejor- Félix
miró la armadura que forraba la enda en sus estantes.
-Supongo que lo que estás pensando. Esta armadura que ves aquí es la
mejor- dijo el monstruo con orgullo. -O, en todo caso, es mejor.
-¿Cómo se llama?
-¿Cuánto empo?
-El empo que sea necesario. Diez años, diez mil años. Esa es la
verdadera virtud del descubrimiento, nunca se sabe cuánto empo te
llevará. El viaje es la alegría, como se dijo una vez, hace mucho, mucho
empo. Mis hermanos en el sacerdocio olvidan esto. No les gusta
innovar- dijo, haciendo hincapié en la palabra. Su voz se detuvo y ardió,
alargando la úl ma sílaba, como si la maquinaria que le permi a hablar se
revelara contra el concepto. -Ellos copian. Buscan otras cosas para copiar.
Cometen errores mientras copian. Rara vez en enden lo que replican y
nunca hacen nada nuevo- dijo con orgullo.
-Te ofreceré una opción en este momento. Podemos seguir adelante y ver
lo que pretendo para . Puede que no te guste, pero sabrás por qué estás
aquí- dijo el monstruo. -O puedes volver y marcharte. Todavía hay empo
para que regreses. Me temo que ya llevas aquí un empo, pero estoy
seguro de que la Legión aún te tendrá a .
-Había una lengua an gua un poco gó ca, que se hablaba sobre todo en
Ultramar. ¿Sabes lo que signi ca tu nombre en esta lengua de la Vieja
Tierra?- preguntó el monstruo.
-Sí, así es- dijo el monstruo. Colocó una de sus muchas manos de metal en
la espalda de Decimus y lo guio.
Dondequiera que fueran, las máquinas respondían a la presencia de su
maestro. Lúmenes ac vados. Las puertas se abrieron. Los servidores y los
cogitadores burbujeaban saludos e informes de servicio. Aún así, las ondas
de radio se animaron brevemente con el canto de múl ples disposi vos
mientras los sistemas silenciosos cobraban vida, y luego volvieron a
callarse una vez que el monstruo había pasado.
-Eso es para mí- dijo Decimus. A pesar de sus mejores esfuerzos, su voz
tembló de miedo y del frío.
-Ya has dicho que lo eres, así que yo diría que tal vez. No veas este frasco
como una prisión. Si no como una puerta.
Decimus miró la cápsula con dudas. No parecía una puerta. -¿Qué hay a
través de esta puerta?
Félix miró a los otros niños, perdidos entre la vida y la muerte en sus
trompas. Había bas dores y bas dores de ellos. Miles.
Había un panel de datos sobre los instrumentos operados por Cawl. Leyó
su nombre en él. Había palabras debajo que decían: Comprobación de
integridad. Y había citas.
FIN