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Apuntes sobre una sentencia políticamente (in)correcta

-Comentario al fallo Albarracini, de CSJN-


Por Federico Delgado
-I-

El 1 de junio de 2012 la Corte Suprema de Justicia de la Nación resolvió la causa “Albarracini”[1]


Narremos brevemente los hechos: Jorge Washington Albarracini quería[2]una autorización judicial para
que los médicos que atendían a su hijo mayor de edad, Pablo Jorge, realizaran una transfusión de
sangre imprescindible para salvarle la vida. Reclamó el permiso porque el nombrado pertenecía al culto
“Testigos de Jehová” y antes del hecho que provocó su estado crítico había expresado de una manera
fehaciente su voluntad de no aceptar una. Los jueces no receptaron la petición de una manera favorable,
porque ponderaron que primaba la libre voluntad de Pablo Jorge, garantizada por el artículo 19 de la
Constitución Nacional. Concretamente expresaron: “En el caso, se trata del señorío a su propio cuerpo y
en consecuencia, de un bien reconocido como de su pertenencia, garantizado por la declaración que
contiene el art. 19 de la Constitución Nacional”

-II-

En el trabajo no vamos a analizar la sentencia desde una perspectiva exclusivamente jurídica.


Descartamos también expresamente las cuestiones vinculadas a la cuestión del culto precedentemente
individualizado porque nuestro régimen institucional es laico. Nos interesa, en cambio, plantear algunas
posibles derivaciones del fallo capaces de alimentar las lógicas de acción colectiva de los sujetos que
conforman el entramado social de la República Argentina. Esas lógicas son parte de los incentivos que
los agentes sociales ponderan a la hora de actuar en sociedad. Cada persona a la hora de la acción se
nutre de elementos inmediatos y mediatos. Cada persona se plantea objetivos y medios para alcanzarlos
a partir de su situación histórica. Se trata de la tensión entre lo deseable, lo posible, lo que se puede
hacer, lo que no se puede hacer, los medios, las capacidades humanas, económicas, etc. En tal contexto
se ubican las significaciones vinculadas a lo prohibido y lo permitido, a lo que está socialmente “bien” y
“mal”. Esas significaciones no caen del cielo y no derivan de los “derechos naturales” u otras piedras
similares que se asemejan a planetas que yacen fuera de la tierra y descienden sobre ella colonizando la
subjetividad de los sujetos. No, son convenciones que la sociedad hace y rehace constantemente, cuyo
significado varía de acuerdo a los tiempos. Los sujetos se dan “sus” normas. Ellos las mantienen y luego
las cambian en una discusión que no es armónica ni lineal. Se distingue por el conflicto, los matices y a
veces la violencia por imponer una “visión del mundo”. La lucha por los significados es “la” lucha. Allí se
juega la organización de la sociedad, porque la puja tiene que ver con la creación de las reglas de juego.
Reglas de juego que se institucionalizan formal o informalmente pero que, en general, acarrean
dramáticas consecuencias para los potenciales “desobedientes” del determinado arreglo institucional.
Sigamos.

En ese trabajo de hacer y rehacer las significaciones que luego son el sedimento de las leyes, los sujetos
también se alimentan de varios combustibles, las sentencias judiciales constituyen un insumo importante
en esa labor. Las derivaciones que nos interesan, entonces, dimanan de las significaciones potenciales
de la sentencia a partir de una puntual y singular decodificación de sus términos: la nuestra. En otras
palabras: a partir de “una” interpretación –esta- surgen potenciales derivaciones que, con mayor o menor
grado de aceptación, será “uno” de los elementos que edifican las significaciones sociales.

Ello es así porque la sentencia, en tanto acto de gobierno, es una política pública de alcance jurídico
individual –acotada al caso-, pero de un impacto social general, en la medida que habló la corte
suprema: el poder del Estado que interpreta en último término qué está prohibido y qué está permitido en
el arreglo institucional objetivado en leyes. En nuestro caso, quien interpreta lo prohibido y lo permitido
de acuerdo a la constitución y las leyes que reglamentan su ejercicio. Una ley, que al menos en el plano
de los principios, remite a una legitimidad que se remonta a las elecciones libres y regulares a través de
las que los ciudadanos eligieron a los representantes que ejercen los roles de gobierno. Por estas
razones nos interesa la sentencia y por estas razones vamos a utilizar como premisas algunas
afirmaciones de carácter estructural que realizaron los jueces, ya que esas afirmaciones explican una
concepción del mundo que, a la par, entraña una forma de ser del Estado –si se permite la expresión-
que desciende como el agua de la cima de la montaña que alimenta los arroyos.

-III-

Quizá la de mayor intensidad de las palabras de los jueces se plasman en la importancia que la corte le
asignó a la autonomía de la voluntad libremente expresada por una persona mayor de edad, pues carece
de límite. En efecto, según la corte, dentro de los parámetros del artículo 19 de la Constitución Nacional
el ciudadano puede disponer de su vida. La frontera que se para frente a esa posibilidad se circunscribe
al citado artículo 19 que prohíbe acciones de los hombres que ofenden al orden, la moral pública y/o a
terceros.

Además, la corte equiparó la chance de ejercer la libertad que garantiza el citado artículo 19 a disponer
de un “bien”. La corte habló de “un bien reconocido como de su pertenencia.” Ese “bien” se relaciona en
el fallo con la posibilidad de ejercer el señorío sobre el cuerpo; en este caso, con la libertad de elegir
morir. Probablemente el ejercicio más dramático de la libertad: el de ser para la muerte, la
posibilidad extrema: morir, dejar de ser, ser libre de no ser más. A ese ejercicio extremo de la libertad la
corte lo equipara a un bien que, si tomamos las definiciones de la Real Academia Española[3], notamos
que ellas se pueden agrupar en dos conjuntos: aquellas que vinculan la palabra con un sentido filosófico
de perfección o, en cambio, las que se refieren a un significado más económico en el que se aloja el
cálculo costo-beneficio; o sea, la razón instrumental típica de la modernidad cuya expresión filosófica fue
el liberalismo clásico, una corriente filosófica rica, heterogénea, zigzagueante y discutida pero con un
rasgo común: el respeto por la libertad civil. Una libertad que la incipiente burguesía necesitaba para
transformar en poder político sus tremendas capacidades económicas frente al antiguo régimen. De allí
el lugar en que ubicó los derechos entendidos como un sistema de protección frente al poderoso Estado.

En efecto, necesitaban plantear la separación entre el Estado y la sociedad civil para cubrir aquel hiato.
Aunque no podemos detenernos en esa apasionante discusión, es preciso retener dentro de esa
corriente la chance de renunciar al derecho a la vida, porque en las capas que sedimentan la fortaleza de
ese derecho yace una concepción del “otro” que luego, desde nuestra perspectiva, se revela como
decisiva. Volvamos. Decíamos que esa visión del mundo gira en derredor de proteger el goce y la
capacidad de disponer de las propiedades y envuelve la sentencia.

Y ello es así, ya que el fallo de la corte está impregnado de liberalismo. Revela un liberalismo radical que
nítidamente se levanta a partir del sitio en que coloca a la autonomía individual. Sin embargo ¿la teoría
política desde la perspectiva del liberalismo clásico admite esa suerte de radicalización de la autonomía
de la voluntad? O, en cambio, ¿esa posición de la corte se ubica más bien dentro la dinámica propia de
un neoliberalismo que, a partir de la fragmentación social que lo distingue, permite prescindir de un
sujeto sin trama histórica? Cualquiera sea la respuesta a las preguntas, es indiscutible que el impacto de
la decisión no es neutro en términos de la interpretación constitucional y, en consecuencia, tampoco lo es
para los actores que se desenvuelven dentro del marco de la constitución, fundamentalmente porque la
resolución de la disputa es radical y, en general, la interpretación de la constitución no es radical.

En otras palabras, si vivir en sociedad reclama como condición de posibilidad que cada uno de los
sujetos respete el deber de preservarse, de acuerdo al artículo XX de la Constitución Nacional, el fallo
de la corte no suministra un “cemento” capaz de contribuir a la idea de un “nosotros” como paso inicial
hacia la constitución de un cuerpo político. Esto quiere decir que entre decodificaciones posibles de los
ciudadanos, que luego generan las significaciones que sedimentan las lógicas de acción social, se aloja
un rancio individualismo egoísta cuyo norte es la relación costo – beneficio y que siquiera repara en un
“nosotros”. El ancla de la sentencia yace en un individualismo –repetimos la palabra- radical que no se
compadece con el espíritu general del texto fundacional. Aunque no es nuestro tema, pensemos si esa
mirada individual tan marcada puede “convivir” con el artículo 14 bis o con los tratados incorporados al
derecho interno por el artículo 75, inciso 22. En fin, esa dimensión también es apasionante, porque
permite pensar en el desbalance que quizás provoca “Albarracini” en el sentido que la corte le acuerda
en la actualidad a la constitución. Sobre todo, en el peso que le atribuyó al derecho de propiedad al que
se asimiló la vida. Sin embargo debemos regresar al sesgo individualista.

Gráficamente, podemos condensar un poco el razonamiento si enfatizamos una vez más que el fallo de
la corte estaría reproduciendo un sálvese quien pueda, una forma de actuar que no se fija en el otro, una
subjetividad que se mueve en una suerte de estado de naturaleza. En rigor de verdad, esta es nuestra
conclusión y sobre ella trabajaremos refinándola un poco y con la ayuda de textos ricos.

-IV-

De todas formas, antes de recorrer ese sendero vamos a chequear brevemente cómo desde las miradas
de John Locke[4] y Thomas Hobbes[5], teóricos en rigor de verdad inasibles por la riqueza de sus
trabajos, pero que un consenso relativo ubica dentro del liberalismo, el derecho a la vida es irrenunciable.
Empecemos por Locke. No vamos a ingresar en el espinoso debate sobre la definición lockena del
derecho natural y de las leyes naturales. Basta, a los fines de este trabajo, con afirmar que los sujetos
deben preservar la sociedad porque es la única posibilidad de conservar la vida, ya que el estado social
genera “paz, buena voluntad, asistencia mutua y conservación”. Sin embargo, Locke reconoce que los
hombres son egoístas y que en la loca carrera por obtener sus propios fines crean conflictos. Allí yace la
razón de ser del poder político: evitar que los pactantes se maten unos a otros y, en consecuencia,
conservar la paz social para proteger las propiedades. Para eso y mediante la ficción del contrato social
–no nos interesa aquí quienes pactan- los ciudadanos para conservar sus propiedades ponen su poder
individual en manos del poder social. Sin embargo, “todo eso” no abarca algunos derechos inalienables
que son “naturales”; entre ellos, el derecho a vivir porque es parte de la dignidad humana. Sin el derecho
a la vida no hay sujeto, sin sujeto no hay sociedad y sin sociedad no hay derecho de propiedad. Locke
señala la necesidad de no “entorpecer la vida”. Aunque él justifica las profundas desigualdades, la
desproporcionada distribución de las propiedades, los diferentes grados de la libertad, etc., no tolera, en
cambio, que un sujeto pueda tener “dominio” sobre otro como si se tratase de una “cosa”. Ello
sencillamente ofendería la ley natural. Si ocurre, el sujeto tiene derecho a rebelarse y ese derecho
también es natural porque el derecho a la vida no fue parte del pacto social, no fue cedido.

En la filosofía de Hobbes pasa algo similar. En efecto, si bien la forma de llegar al “contrato social” es
diversa, como diversa es la naturaleza y alcances del poder político del que goza el “Leviatán”, tópicos
que aquí no podemos abordar, tampoco los contratantes ceden el derecho a la vida ya que es un
derecho indisponible y del cual deriva el derecho a rebelarse contra el soberano (por estas cosas
decíamos que Hobbes es inasible, porque en su trabajo convive el absolutismo estatal y la revolución). El
derecho a la vida, decíamos, no se cede y de él no se dispone porque el deber del hombre es
conservarse. Precisamente, tolera el Estado civil porque en el Estado de naturaleza impera la ley del
más fuerte y allí la vida no vale nada. Con un poder común, en cambio, hay ley y si hay ley nadie puede
hacer lo que quiere porque hay sanciones. Allí si es posible la vida. La vida es todo para el sujeto y es
todo para la sociedad. Es la tensión entre lo uno y lo múltiple. Sin lo uno no nace el cuerpo político. Por
ello la ley natural impide al sujeto disponer de lo más preciado: la vida.

El fallo “Albarracín”, entonces, no se inscribe dentro del liberalismo, ya que para ser libre hay que vivir,
dirían Hobbes y Locke. Sin vida no hay sociedad –o estado como dicen ellos-, sin sociedad no hay
libertad y sin libertad no hay posibilidades de una “buena vida” que, con distintos grados, actores y
alcances, era el objetivo que tenían en mente estos finos lectores de la filosofía griega. Platón, Aristóteles
y más tarde la sombra de Spinoza, están presentes en los clásicos de los que se extrae el liberalismo.
De todas maneras la oposición contra la muerte voluntaria es nítida en los manantiales de los que
abrevaron Hobbes y Locke. Repasemos un poco esos manantiales.

Platón enfatiza en “Fedón[6]” que sólo es factible quitarse la vida por una disposición de los Dioses. En
las “Leyes[7]” remarca que el suicida carece de honores. Aristóteles respeta la misma línea de
pensamiento, porque en su “Ética” recalca que es contrario a la ley morir de propia mano. La idea
subyacente se vincula con que el sujeto deshonra a la polis y a su propia dignidad si muere
voluntariamente[8]. En palabras de Aristóteles en la “Ética[9]” “Una especie de deshonor acompaña al
suicida que es mirado como culpable para con la sociedad”.

De allí su dramática obsesión por conservar la vida, porque el sujeto y el entramado social son el
resultado de la interacción. El sujeto y su entorno se construyen y se alimentan recíprocamente. La polis
es una construcción social. Su obrero es el sujeto que, a la vez, se construye a sí cuando crea su
entorno con otros ¿Donde podemos ubicar la radical postura de la corte?, ¿Dónde rastrear su ethos?
Quizá la denominada “Escuela de Frankfurt” nos suministra algunas pistas porque sus miembros
trabajaron como nadie la objetualización del sujeto, la cosificación del mundo guiado por una razón
instrumental que desbocadamente busca el dominio del hombre sobre la naturaleza.

-V-

Brevemente podemos afirmar que los frankfurtianos releyeron los textos de Marx nuevamente desde
Hegel[10] y también a partir de Freud eludiendo de este modo visiones del marxismo reducidas a un
fenómeno económico. Lukacs[11], por ejemplo, enfrentó la separación entre el objeto y el sujeto y
reconcilio desde una perspectiva totalizante la sociedad y el sujeto. Cuando la revolución rusa de 1917
se había transformado en la dictadura de Stalin, cuando el liberalismo clásico había sucumbido tras la
crisis de 1930, cuando el fascismo se expandía de una manera que parecía imparable por Europa,
cuando el nazismo avanzaba y se instituía a sangre y fuego, cuando parecían disolverse los significados
en base a los que se había edificado la modernidad cuyo epicentro era el hombre, el mismo hombre que
en su afán por dominar la naturaleza todo lo destruía, los frankfurtianos emprendieron la heroica tarea de
repensar el mundo críticamente a partir las citadas relecturas.

Lukacs, entonces, desde el marxismo articuló el derecho, la cultura, la ideología y, en definitiva, la


subjetividad como la fuente de la historia. Si bien no podemos detenernos demasiado en esta corriente,
es preciso que señalemos algunos conceptos que vamos a utilizar para deconstruir el fallo. Uno de ellos
es el de reificación, que es decisivo y parece un traje a medida para describir los tiempos que corren.
La reificación alude a un estadio societal dominado por las mercancías. Un momento de la historia –aún
el que vivimos- en el que prima la mercancía, una mercancía cuya fuente de nacimiento es el trabajo
humano pero que se presenta como ajeno al propio sujeto. Grafiquemos. El sujeto compra una mesa sin
“darse cuenta” que la mesa es el producto del trabajo humano[12]. No reconoce que allí se objetiva un
despliegue que va desde quien plantó el árbol, quien lo taló, hasta la industrialización de la madera, la
venta de un comercio, etc.

Este dominio de las mercancías lleva a que las relaciones sociales se limiten a un “toma y daca” de
objetos, a un tráfico de “cosas”. Incluso el afecto, el amor, la amistad se ven cosificadas y transformadas
en mercancías. La vida se reificó y se presenta como una “cosa” porque la existencia es un instrumento,
una cosa más sometida a las reglas mercantiles y a una razón formal guiada por el cálculo costo-
beneficio. Esa razón que Max Weber[13] llamó, precisamente, formal anclada en una acción que sólo
busca “fines”. Esto significa que la lógica del proceso de producción se expandió sobre las relaciones
sociales. El sujeto vive alienado, con la capacidad de pensar anulada, con la subjetividad adormecida y
colonizada. El sujeto vive biológicamente pero con su espíritu anulado, sin capacidad de disfrute,
angustiado, derrotado, temeroso y desesperanzado.

Estas breves líneas nos permiten ubicar el lugar que en la sentencia tiene la chance de disponer de la
vida que, recordemos, es equiparada a un bien, como en el mercado. Pero no nos adelantemos.

Probablemente ese marco teórico nos ayude a aprehender alguno de los significados de “Albarracini” y
rastrear, para presentar en el nivel de generalidad de están líneas, los postulados filosóficos de un fallo
que si bien se presenta en una primera mirada como una reafirmación de los derechos civiles, analizado
con algo más de detenimiento equipara la vida a una mercancía sujeta, por la tanto, a las lógicas del
mercado de acuerdo a los postulados de un neoliberalismo estructurado en base a la premisa de que el
mercado es el mejor y más eficiente administrador de los recursos sociales.

En otras palabras, la corte se paró en una matriz “mercado-céntrica”[14]. Por lo tanto, ese el significado
constitucional que arrojó ahí, a la sociedad civil que, como decían Marx y Engels es el hogar de la
historia[15]. Continuemos.

Lo que nos va a interesar, precisamente, es que si el Estado no es un aparato, o un mero dispositivo


institucional sino en el seno de la interacción, el producto de la interacción entre los individuos; o sea, el
lugar que hace posible la vida. Si el Estado, entonces, es el campo en el que se juega la chance de una
buena vida y si las sentencias constituyen una interpretación de la relación entre las costumbres y las
leyes de las que deriva un Feedback entre la acción individual y las lógicas de acción colectiva, vemos
que en “Albarracín” el elemento que “volvió” al demos desde el derecho judicial es la chance de morir en
base a una decisión individualista que desconoce cualquier tipo de relación de los ciudadanos, con el
“otro”. Y ello es así porque la vida es un “bien” y, después de todo, la lógica burguesa indica que el sujeto
se realiza en el mercado. Con más claridad: tras medir la relación costo beneficio el sujeto dispone de su
bien y estima conveniente morir. Tal el ejemplo que “baja”, si se permite la metáfora, del derecho judicial.
Pero volvamos a Frankfurt.

Detengámonos en unas pocas líneas del texto “Dialéctica del Iluminismo” de Theodor W Adorno y Max
Horkheimer[16] que luego vamos a “cruzar” con las afirmaciones de los jueces en la sentencia
comentada para tratar de justificar nuestras conclusiones.

A partir de conceptos que hemos definido como reificación, razón formal y objetualización de las
personas y, en consecuencia de la vida. Adorno y Horkheimer (en adelante A&H) abordan su objeto de
estudio desde múltiples lados. A uno de ellos, lo denominan la “industria cultural” No tenemos chances de
profundizar un concepto tan rico. Basta, simplemente, con afirmar que a nuestros fines, la industria
cultural sería una suerte de exteriorización de la matriz estado-céntrica. Vayamos al texto.

A&H nos dicen que “La racionalidad técnica es hoy racionalidad del dominio mismo” y que por ello “La
necesidad que podría acaso escapar al control central es reprimida ya por el control de la conciencia
individual. El paso del teléfono a la radio ha separado claramente a las partes. El teléfono, liberal, dejaba
aún al oyente la parte de sujeto. La radio, democrática, vuelve a todos por igual escuchas, para
reprimirlos autoritariamente a los programas por completo iguales de las diversas estaciones”.
Retengamos está díada de razón instrumental y la nieztcheana voluntad de dominar para preguntarnos
¿á que concepción del hombre remite? Respondamos: remite al sujeto económico que se limita a
intercambiar cosas en el mercado.

A&H: “La industria cultural, a través de sus prohibiciones, fija positivamente –al igual que su antítesis el
arte de vanguardia- un lenguaje suyo, con una sintaxis y léxico propios… Todo lo que aparece es
sometido a un sello tan profundo que al final no aparece ya nada que no lleve por anticipado el signo de
la jerga y que no demuestre ser, a primera vista, aprobado y reconocido” Pongamos un ejemplo:
discursos jurídicos políticamente correctos como el que subyace a la sentencia. Esto es, declaraciones
de derechos abstractas que se aplican de manera homogénea a una multitud heterogénea y que incluye
por “igual” a un cartonero que a un banquero (ambos pagan el Impuesto al Valor Agregado a la hora de
comprar un litro de leche!)… He allí la herejía.

Otro ejemplo: un enfrentamiento entre un sujeto de derecho libre y dotado desde una autonomía absoluta
de la voluntad frente a un voraz Estado siempre tentado de “caer” sobre ese sujeto. No obstante, y pese
a esa generalización temeraria, los protagonistas de la historia pueden ser, de nuevo, un cartonero y un
banquero cuyas inversiones erosionan los cimientos y la soberanía del Estado Nación…! He allí una
dramática simplificación… No vamos a seguir enumerando ejemplos. Los que escogimos nos sirven para
remarcar que se trata, inexorablemente, de un sujeto que para decirlo kantianamente “a priori” está en
condiciones de competir en el mercado para disponer de sus bienes (su fuerza de trabajo o el banco, da
igual) y, fundamentalmente, que ese “a priori” es una premisa falsa porque considera a todos iguales. Si
analizamos la premisa, se cae el edificio. Continuemos.

A&H enfatizan que esa industria cultural niega la singularidad, objetualiza al sujeto, elimina las
diferencias, pero que lo hace en nombre del propio sujeto. Expresan “La industria cultural, en suma,
absolutiza la imitación… al subordinar de la misma forma todos los aspectos de la producción espiritual
al fin único de cerrar los sentidos de los hombres –desde la salida de la fábrica por la noche hasta el
regreso frente al reloj de control la mañana siguiente- mediante los sellos del proceso de trabajo que
ellos mismos deben alimentar durante la jornada, la industria cultural pone en práctica sarcásticamente el
concepto de cultura orgánica que los filósofos de la personalidad oponían al de masificación”. Se trata de
la “eterna repetición de lo mismo”, de un fluido que no se corporiza pero que envuelve a los sujetos y los
aprisiona de un moto tal que los vuelve elementos que nutren al mercado. Se trata de una reproducción
que obtura lo nuevo, pero que lo obtura sin violencia física. En nuestro caso: la jaula de hierro de los
derechos individuales y de la autonomía de la voluntad que permite equiparar la vida a un bien, sin
reparar en el otro. Pero ¿Cómo se enlaza todo esto con la doctrina “Albarracín”? Veamos.

Esa “eterna repetición de los mismo” ¿Qué revela? De nuevo A&H revela “la indiferencia hacia el
individuo…porque el individuo se ha convertido en un obstáculo para la producción”. El hombre que fue
el motor de la actividad económica se convirtió en sí mismo en una mercancía. Cuando era el agente
económico por excelencia, el individuo fue el ciudadano protegido por las leyes, pero ya no es “la” unidad
económica, se transformó en una mercancía y, en tanto tal, su vida es un bien, un bien disponible en un
mercado, porque ese sujeto no vive más con otros en una polis que lo contiene y le permite ser libre.
Ahora es parte del mercado. Ergo, el sentido que la corte le dio al artículo 19 de la Constitución Nacional
es compatible con esa lógica.

Dicen A&H “Los sujetos de la economía instintiva son expropiados, y tal economía es administrada más
racionalmente por la sociedad misma”. Aquí estriba la razón que hace posible “Albarracín” en la
objetualización del sujeto. Fue Alexis de Tocqueville[17] quién proféticamente anticipó algo similar y llamó
“centralización” a una suerte de autoritarismo burocrático que se traducía en una especie de asfixia de la
ciudadanía que, paradójicamente, se acostumbraba a vivir así a cambio de bienes materiales y,
entonces, ratificaba el dominio burocrático, algo así como un “clientelismo de alcance general” Ese temor
albergaba Tocqueville de la modernidad, él temía que niegue la singularidad, veía que el progreso sin
límite podía transformar al individuo en una cosa. Sigamos.

A esta altura podemos arribar a algunas conclusiones, no demasiado concretas por los propios límites de
la tarea, pero conclusiones al fin. Una de ellas, tiene que ver que frente a un capitalismo que dejó de lado
su fase industrial, porque se mueve entre el patrón de acumulación financiera y la desterritorialización de
la producción. Se trata de ese proceso que se denomina “economía mundo” y que reclama pocos
trabajadores muy calificados en actividades excesivamente puntuales. Ese tipo de capitalismo, entonces,
puede prescindir del sujeto como un “elemento” útil para el trabajo. Ese fenómeno histórico, así, permite
una visión instrumental de la vida. Desde nuestra mirada, el fallo de la corte se destaca precisamente por
eso, por concebir la vida como un instrumento.

Enlazada con la anterior, esa suerte de “libre disponibilidad de la vida” que señaló la corte, no puede
presentarse de una manera tan cruda y literal, sino que aparece rodeada del aura derivada de un
derecho. La crudeza viene mediada por un elemento que lo matiza. Es el derecho. Un derecho que se
presenta como una afirmación radical de la libertad pese a que vuelve ontológicamente imposible la
libertad, ya que la libertad no es posible sin vida. Ese derecho, entonces, arropa el acto de la muerte de
una manera tan significativa que permite desplazar el significado que el acto tenía en Atenas. Durante
ese viaje desde la antigua Grecia al siglo XXI, el acto de morir por propia mano pasa de la deshonra al
pleno ejercicio de la libertad. El sujeto, antes dotado de una dignidad conferida por sus pares que le
generaba algunas solidaridades para con el otro que, entre otras cosas, no le permitía disponer de su
vida, a la hora presente es una cosa que dispone de su vida como del papel moneda.

El individuo ya no tiene obligaciones para con la polis. La sociedad se transformó en una suma de ellos
que alocadamente disputan “su” carrera. El fallo de la corte viene a ratificar esa significación que es una
de las piedras angulares que explican la fragmentación de la sociedad, revelada por la disolución de un
“nosotros”; ese “nosotros” que la constitución define como “nación”, que se palpa con un simple paneo
sobre una realidad material que permite ver con claridad como conviven determinadas “comunidades”
inconexas sobre un territorio que alguna vez proyectó convivir como “ciudadanos” de una “nación”.

La última de las ideas que arrojamos al ágora, se vincula con la recepción de esta sentencia en la polis,
con la recepción de una sentencia que cristaliza una definición de la vida como un bien y que, a la par,
califica como un acto libre matarse. Lo reivindica como ejercicio de la libertad. Irónicamente,
instrumentaliza la vida, la única fuente que, eventualmente y quizás en algún período histórico, permita
fundar colectivamente algo tan frágil como la libertad política, entendida como la capacidad de actuar sin
reconocer otro señorío que el de una ley común, fruto de una voluntad común…

En otras palabras, la doctrina “Albarracín” “devuelve” un enunciado a la sociedad desde la legitimidad del
Estado entre cuyos rasgos se distinguen: el egoísmo individualista, la libertad como la propiedad que ve
en el otro un enemigo y no la chance de aumentarla, la mercantilización de las relaciones y, en definitiva,
la reificación de la vida…
Es tiempo de comenzar a cerrar la exposición. Una exposición que contiene una mirada un tanto
angustiante. Sin embargo, por la propia temática que se conecta con el significado de algunos
comportamientos humanos según la interpretación que hizo la corte de la constitución, es necesario dar
un paso más. Un paso más para tratar de problematizar las profundas huellas que la “visión del mundo”
llamada neoliberalismo deja para el denominado “mundo de la vida”, para utilizar otra expresión
frankfurtiana. Ese paso lo vamos a dar de la mano del maestro de Jena. Trataremos, temerariamente, de
articular de manera general, muy general, el neoliberalismo con algunas ideas hegelianas a través del
significado que Hegel atribuía al derecho formal, al derecho como en un enunciado abstracto, al derecho
como un ejercicio de declamación sin anclaje en la realidad.

-VI-

Este neoliberalismo radical, anclado en el derecho de propiedad sería para Hegel un momento de
pobreza extrema del devenir del sujeto. En efecto, el derecho definido de un modo abstracto constituye el
primer momento de la dialéctica del Estado[18] (al que le siguen la moralidad y la eticidad -que deriva en
una nueva tríada formada por la familia, la sociedad civil y el Estado-). El derecho, entonces, es el
momento del universal abstracto, el primero del movimiento dialéctico. Allí el sujeto es considerado como
un simple sujeto dotado de derechos. Se trata de una formalidad, de una figura sin cuerpo. En esas
circunstancias los hombres son homogéneamente iguales.

Hegel se encarga de remarcar que cuando el proceso dialéctico se congela, en el plano de la realidad se
objetivan malos regímenes de gobierno, como la dictadura jacobina que trató de imponer desde arriba la
“virtud”. Esto es decisivo y es preciso retenerlo. Pero decíamos que el sujeto es definido en el primer
momento de la dialéctica como un simple portador de derechos que, en tanto tal, busca realizarse en el
derecho de propiedad. Su satisfacción pasa por acumular propiedades y ello impacta de un modo
dramático en la libertad, porque en la puja por la acumulación concibe al otro como un enemigo que
quiere invadir “su” propiedad. Por lo tanto traza límites y fronteras para protegerse. Allí nace la
concepción formal o liberal de la libertad que se condensa en la fórmula “mi libertad termina donde
comienza la del otro”. Esto es una libertad a la defensiva, negativa, individual, en cuyo imaginario el otro
es un enemigo y no una fuente potencial de incremento de esa libertad. A la hora presente es necesario
hacer un salto para luego engarzar estos conceptos con “Albarracín”.

En el marco de ese universal abstracto que, recordemos, es un momento de pobreza del sujeto que,
repetimos, se realiza en la propiedad y concibe al otro como un enemigo y no como potencial fuente de
libertad derivada de las afecciones que implican el contacto intersubjetivo. En ese marco se despliega el
Estado, un Estado que no es un aparato sino la chance de fundar la libertad política que Hegel llama –
para simplificar casi heréticamente- el “reino de la eticidad”. La eticidad tiene dos planos, uno inmediato
que remite a las costumbres del pueblo y otro mediato en el que se realiza la voluntad sustancial, la
fuerza transformadora derivada de la acción de los sujetos organizados en sociedad (a través de los
dispositivos institucionales por ejemplo). Simplificando al máximo las cosas, es necesario ubicar en este
segundo plano, en el objetivo, la facultad del Estado de emitir sentencias, sentencias que por la propia
dinámica de los planos mediato e inmediato genera un ida y vuelta entre las costumbres del pueblo y sus
sistema de administración de justicia[19]. En esa relación singular tenemos que considerar a “Albarracín”
como un combustible que la corte arrojó sobre la sociedad y que la sociedad de alguna manera debe [y
va a] internalizar ¿Qué devolvió, en esta clave, la corte? Citemos algunas oraciones:

“….no existen razones para dudar de que el acto por el cual Pablo ha manifestado su negativa a ser
transfundido fue formulado con discernimiento, intención y libertad … dado que no existen dudas sobre la
validez actual de la expresión de voluntad…corresponde examinar si esta decisión se encuadra dentro
de la esfera de libertad personal que establece la Constitución Nacional”. Sigue “…esta Corte ha dejado
claramente establecido que el art. 19 de la Ley Fundamental otorga al individuo un ámbito de libertad en
el cual éste puede adoptar libremente las decisiones fundamentales acerca de su persona, sin
interferencia alguna por parte del Estado o de los particulares, en tanto dichas decisiones no violen
derechos de terceros”. Y concluye “En el caso, se trata del señorío a su propio cuerpo y en
consecuencia, de un bien reconocido como de su pertenencia, garantizado por la declaración que
contiene el art. 19 de la Constitución Nacional”.

Esta breve edición de la sentencia condensa su espíritu, cuyos rasgos hemos puesto de manifiesto a lo
largo de estas líneas. Básicamente, asistimos a una interpretación de nuestra constitución envuelta en un
neoliberalismo radical que ve al “otro” y a los “otros”, en tanto cuerpo político, como enemigos
potenciales de la competencia que se despliega en el mercado que, en reemplazo de la polis, es el lugar
en el que se realiza el burgués, como profetizó Max Weber. En ambos planos, esto es a nivel sujeto y a
nivel Estado, el fallo es “defensivo” y temeroso de la intersubjetividad.

Ese temor desafía la aseveración hegeliana en punto a que “El Estado es la realidad de la idea ética, el
espíritu ético en cuanto voluntad patente, ostensible a si misma, sustancial, que se piensa y sabe y
cumple aquello que sabe y en la medida en que lo sabe. En la costumbre tiene su existencia inmediata, y
en la autoconciencia del individuo, en su saber y actividad, tiene su existencia mediada, así como esta
autoconciencia –por el carácter- tiene en él cual esencia suya, finalidad y productos de su actividad, su
libertad sustancial[20]” Esa libertad sustancial solo es posible como resultado de la intersubjetividad que,
lejos de amenazar la libertad, la potencia porque cuando mayor es el espacio público, mayor es el
espacio de creación y el sujeto se crea creando. Por ello Hegel afirma en el mismo texto que el Estado
es el lugar donde se realiza plenamente el sujeto y que también por ello “tiene el derecho supremo frente
a lo individuos” No porque el Estado sea una instancia de dominación, un aparato apropiable –como en
la visión neoliberal-, sino porque es una de las escasas, remotas y frágiles chances de fundar la libertad
política a través de la acción social. Por ello Hegel enfatizaba el deber del sujeto de ser miembro del
Estado, porque era la posibilidad de realizarse. El fallo de la corte interpreta nuestra constitución desde
una vereda opuesta. Y no sabemos si nuestro texto fundacional está tan lejos de Hegel como los actores
[jueces] que le confieren sentido. Basta para ello, cotejar la mirada del Procurador General que al final
del sexto párrafo del apartado III de su dictamen afirmó que “el Estado asume la responsabilidad de
salvar su vida [la de Albarracín]”. Adrede o no, intencional o no, la oración escogida contiene una
obsesión de los hegelianos que subyace a las “actualizaciones” que hacen de Hegel: el Estado es el
pueblo[21].

[1] A. 523. XLVIII – "Albarracini Nieves, Jorge Washington s/ medidas precautorias" – CSJN – 01/06/2012
(elDial.com - AA76BC)
[2] El tiempo verbal elegido está anclado en que el fallo se encuentra firme.
[3]http://buscon.rae.es/draeI/SrvltConsulta?TIPO_BUS=3&LEMA=bien
[4] Seguimos el “Segundo Tratado Sobre el Gobierno Civil”, Alianza, Madrid 2001
[5] Seguimos el “Leviatán”, Alianza, Madrid, 1999
[6] Ver http://www.libroteca.net/Descargando.asp?tam=462.47&archivo=%AA%B5%B9%A8%AA
%A4%7F%93%AF%A4%C46%B1c%7Dc%89%A8%B46%B1q%C0%A7%A9q%CA%AC%B3
[7] Disponible en http://www.filosofia.org/cla/pla/azf09057.htm
[8] No podemos ocuparnos del caso de la mujer que contiene una especificidad que escapa a este
trabajo. Ver, por ejemplo, Loraux N “Maneras trágicas de matar a una mujer” Madrid, 1989
[9] Disponible en http://www.nueva-acropolis.es/filiales/libros/Aristoteles-Etica.pdf
[10] Con quien no siempre se llevaron bien. Sobre todo, con la concepción helegiana del sujeto. Pero no
ingresamos en ese debate.
[11] Ver Lukacs, Georg, “Historia y Conciencia de Clases” disponible en
http://es.scribd.com/doc/2434550/Georg-Lukacs-Historia-y-conciencia-de-clase
[12] Por la naturaleza del trabajo omitimos la relación entre valor de uso y valor de cambio.
[13] “Economía y Sociedad” Fondo de Cultura Económica, México, 1998.
[14] La expresión corresponde a Marcelo Cavarozzi “Autoritarismo y Democracia” Ariel, 1997.
[15] “La Ideología Alemana” en www.marxistas. org.
[16] Biblioteca de Filosofía, Editora Nacional, Madrid 2002
[17] “La Democracia en América”, Fondo de Cultura Económica, México, 1957
[18] Seguimos aquí “Fundamentos de la Filosofía del Derecho”, G. W. F. Hegel, edición K. H. King,
traducción de Carlos Díaz, ensayo Libertarias/Prodhufi, Madrid, 1993. Es obvio que por el tipo de trabajo
encarado no vamos a ingresar en la tesis hegeliana sobre el proceso de formación del Estado. Citaremos
simplemente aquellos puntos de interés
[19] Ese es el lugar en que se juega la imagen de la justicia y no en las encuestas, comités de reformas
legales, papers que importan ideas de otras sociedades, etc. Importa señalar que en la relación entre las
costumbres de un pueblo, las leyes y la mediación del sistema judicial se juega la “legitimidad” de los
magistrados, la capacidad de que el pueblo “crea” y “confíe” en la justicia
[20] Filosofía del Derecho
[21] Taylor Charles “Hegel y la sociedad moderna” Fondo de Cultura Económica, México, 1983

Citar: elDial DC18F6


Publicado el: 7/17/2012
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