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SANTIDAD

Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación (i). De esta forma tan sencilla, San Pablo
nos dice que Dios quiere que todos los hombres sean santos. No todos saben que están llamados a
alcanzar la santidad. Una vez tuve que viajar en pleno mes de agosto de Sevilia a Hueiva en un
autobús de línea. La empresa de autobuses sólo disponía de autocares sin aire acondicionado y,
además, no eran nada cómodos. Otro inconveniente de aquel viaje fue que mi autobús no era de
los directos, sino que hacía parada en todos los pueblos del recorrido. El viaje, unos noventa
kilómetros, duró casi dos horas y media. Antes de salir, en la estación, me encontré con un antiguo
compañero del colegio. Nos sentamos juntos y empezamos a charlar, pero mi acompañante
enseguida comenzó a quejarse del excesivo calor -estábamos totalmente bañados en sudor-, de
las incomodidades del viaje, de la lentitud... En cada parada, se enfadaba, pues consideraba que se
perdía mucho tiempo. Pero las quejas sólo me las manifestaba a mí, que no tenía ninguna culpa y
que también sufría el dichoso viaje... y su actitud quejica. Ante la insistencia de sus quejas le dije
que tuviera paciencia... No me dejó decir nada más. Sólo nombrar la palabra paciencia me dijo:
Paciencia para los santos. Yo como no soy santo ni tengo que serlo, no sé por qué debo ejercitar la
paciencia. Que no era santo..., era evidente. Pero estaba equivocado en lo segundo -ni tengo que
serlo-. Para él la santidad era asunto de unos pocos. ¡Y no! Es para todos.
¿Qué es la santidad? Respondo con palabras del Santo Padre Juan Pablo II: ¿Qué es la
santidad, sino la experiencia gozosa del amor de Dios y del encuentro con Él en la oración? Ser
santos significa vivir en comunión profunda con el Dios de la alegría y tener un corazón libre del
pecado y de las tristezas del mundo, así como una inteligencia que se vuelve humilde ante Él (2).
¿Plantearse ser santo? Sí, ¿por qué no? Es posible que alguien diga: Sí, yo me lo he
planteado alguna vez, pero lo veo como una posibilidad muy lejana o imposible de alcanzar. Si
Dios quiere que seamos santos es que es posible. Eso sí, con la ayuda de la gracia y con esfuerzo
por nuestra parte. Por todos es sabido que el papa San León I Magno salvó a Roma de la invasión y
saqueo entrevistándose con Atila, rey de los hunos, apodado -y por algo sería- el azote de Dios.
¿Cómo lo consiguió? La historia no tiene respuesta para esta pregunta. El emperador Valentiniano
III quiso recompensar al Papa por su valiente actuación, y le dijo: Pídeme lo que quieras. San León I
manifestó su deseo: Sólo quiero queseáis un buen cristiano. El Emperador, al oír estas palabras,
exclamó: Eso es imposible. Y el Papa, sin inmutarse, comentó: Tan imposible como que Atila se
fuese sin atacar Roma. Por tanto, vamos a dejar de hablar de imposibles... y sí de poner los medios
para alcanzar la santidad.
Una persona se puede proponer muchas metas en esta vida, pero la más alta, la mejor es
la de ser santo. No podemos ser conformistas. Hay gente que se conforma con no hacer nada
malo, o con ser buena a secas. Los cristianos debemos aspirar a ser mucho más que buenos.
Nuestra aspiración es la santidad.
El papa Juan Pablo II animaba a los jóvenes a esta búsqueda de la santidad cuando les
decía: Amar a Dios sobre todas las cosas quiere decir sencillamente aspirar a ser santos. Jóvenes
que me escucháis, no rehuyáis iniciar la exigente y tenaz tarea de vuestra santificación personal. El
mundo entero sigue necesitando santos: personas de todas las edades, pero especialmente
jóvenes, dispuestos a amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas
(3).
También es conocida la anécdota que voy a contar, pero viene bien recordarla cuando se
trata de este tema apasionante como es el de la santidad. Santo Tomás de Aquino, llamado el
Doctor Angélico, tenía ya en vida fama de ser santo. Estando en e! castillo de Maenza, donde su
hermana Teodora, movida por el cariño, le había hospedado para que descansara unos días, en
cierto momento la anfitriona preguntó a su hermano: ¿Cómo seré yo santa? Quizá pensó que el
Doctor Angélico le respondería con una larga disertación sobre la santidad, pero he aquí que la
respuesta fue de lo más escueta posible, de una sola palabra: Queriendo.
Para alcanzar la santidad, en primer lugar hay que quererla de verdad. Decía el Beato
Marcelo Spínola: Existe un querer aparente, que suele confundirse con el verdadero. Es la
simpatía, es el deseo de su posesión, es la envidia de buena ley del que la alcanzó; simpatía que no
nos estimula a dar pasos ni a hacer esfuerzos o imponernos violencia. Esto no es querer. El que
quiere está dispuesto a todo (4). El que de verdad quiere la santidad cristiana tiene que querer los
medios que la Iglesia, instrumento universal de salvación, ofrece y enseña a vivir a todos los
hombres: frecuencia de sacramentos, trato íntimo con Dios en la oración, fortaleza en cumplir los
deberes familiares, profesionales, sociales.
Siempre se ha dicho que querer es poder. Pero como dijo un escritor de espiritualidad -
Ronald A. Knox- en uno de sus libros: lo malo de nosotros no es que no seamos santos sino que no
queremos serlo (5). Que queramos de verdad ser santos. No olvidemos que contamos con la
ayuda de la gracia para conseguirlo, y la gracia hace milagros.
En el Catecismo de la Iglesia Católica se dice que el Verbo se encarnó -entre otros
motivos- para ser nuestro modelo de santidad (6). Por tanto, el camino para llegar a la santidad
está bien señalado: jesús de Nazaret. A lo largo de la historia ha habido muchas personas santas,
todas muy distintas, pero a la vez todas tenían una cosa en común: su amor a Cristo, que les
llevaba a procurar parecerse a Él y seguir su ejemplo y sus enseñanzas. Esto es la santidad:
identificación con Jesús.
Nuestro Señor cuando era joven, adolescente, era ejemplar en su casa, obediente; un
chico que sembraba alegría y paz a su alrededor; buen amigo de sus amigos, con un trato delicado
con sus compañeros. Hacía las cosas cara a Dios y dedicaba tiempo a sus deberes religiosos. Bien
claro queda que un joven que aspire a la santidad debe obedecer en casa, ser buen compañero,
procurar ser ordenado, esforzarse por adquirir virtudes...y por quitar defectos y limar aristas de su
carácter.
Años atrás, visitando la iglesia de San Pedro in vincoli de Roma contemplé detenidamente
el monumental sepulcro del papa julio 11, del que destaca el Moisés, una de las más conocidas
obras de Miguel Ángel Buonarotti. Delante de aquella obra de arte me comentaron del genial
artista que cuando tenía delante un bloque de piedra ya veía la estatua que iba a hacer. Su
trabajo, según dijo alguna vez, consistía en quitar de la piedra lo que sobraba para sacar la estatua
que había dentro.
¿Qué enseñanza se puede sacar de esta anécdota? Bien sencilla es. La santidad implica
vivir todo lo que pide la vocación de cristiano hasta sus últimas consecuencias.
Y para esto hay que quitar todo lo que estorbe, entre otras cosas, la pereza, la flojera, la
cobardía; hay que vaciarse de las cosas mundanas para llenar el corazón de Dios, ya que santidad
es intimidad con Dios. Como el bloque de piedra es una estatua en potencia, de la misma forma
cada hombre, cada mujer, debe saber que es un santo, una santa, en potencia. Para pasar de ser
santo en potencia a santo en acto, ya sabes, hay que eliminar todo lo que impida parecemos a
Cristo.
Una advertencia. En esta misma tierra que pisamos Pedro, Juan y Andrés se hicieron San
Pedro, San Juan y San Andrés. Quiero decir con esto que es en este mundo donde uno se santifica.
Los santos no caen del Cielo a la tierra; se van elevando poco a poco de la tierra al Cielo. Pero -y he
aquí la advertencia- que nadie considere que ha alcanzado ya la santidad en esta vida. En la tierra
no hay nadie confirmado en santidad. La búsqueda de la santidad es una tarea que abarca toda
nuestra existencia terrena. Mientras palpite nuestro corazón, hasta el último suspiro, hay que
luchar por mejorar, por aproximarse a ese ideal de santidad del que Cristo nos habla en el

2
Evangelio: Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto (7).
Existe el peligro -mejor dicho, la tentación- del desánimo. Que uno se esté esforzando en
recorrer el camino de la santidad y le parezca -¡atención!, digo: le parezca- que no avanza nada, o
incluso que retrocede.
Si hay lucha, no hay retroceso. Luchar es ya avanzar. No puede Dios dejar de premiar a
quien pone esfuerzo por serle fiel. Y si hay una caída, seguro que el Señor le dará la gracia para
levantarse inmediatamente.
Si alguna vez nos encontramos con un amigo que nos dice que no consigue mejorar a
pesar de luchar, preguntémosle: ¿Has visto en alguna película histórica cuya acción se desarrolla
en la Edad Media cómo derriban la puerta del castillo? Nos dirá que sí. Entonces que recuerde
bien la escena. Entre varios soldados cogen un ariete y corren hacia la puerta y la golpean violen-
tamente. La puerta tiembla pero no se cae. Hacen lo mismo repetidas veces hasta que, finalmente,
cae la puerta y asaltan el castillo. No cabe duda de que la puerta ha caído gracias a! último golpe,
pero también es verdad que no hubiera caído si no lo hubieran intentado en varias ocasiones. Y
ahora viene la consecuencia práctica. Si una persona quiere, por ejemplo, tratar a sus amigos
como los trataba Jesús, seguramente no lo conseguirá a la primera, pero si lo intenta una y otra
vez, las veces que sean necesarias -pidiendo perdón al Señor cada vez que ha fracasado-, a! final,
aunque nunca llegue a hacerlo tan bien como Jesús, sí habrá conseguido tratarlos como Dios
quiere que tratemos a nuestro prójimo.
Y terminemos -todo llega a su fin- acudiendo a Santa María. Ella, Reina de todos los
Santos, nos mostrará el camino seguro que conduce a la santidad: Jesús.

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(1) 1 Ts 4, 3-
(2) Juan Pablo il, Discurso, 6.IV.1995.
(3) Juan Pablo II, Homilía, 18.V.1988.
(4) Beato Marcelo Spínola, Manuscrito F32.
(5) Ronald A. Knox, Sermones, 26.
(6) Catecismo de la Iglesia Católica, n. 459.
(7) Mt 5, 48.

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