El aire ceniciento y fino, la tarde lívida y seca, ningún
saludo en la distancia. Así la vida detenida, el mundo ausente. Las historias descansaban con los brazos tendidos y los labios entreabiertos, en mansa expectativa de las cosas que inevitablemente suceden, desenvolviéndose de adentro hacia afuera en un movimiento pausado e irreflexivo, como el despliegue de una pieza de seda para el ajuar de una novia cuyo amado, ella no sabe, morirá mañana. Al mismo tiempo, todo se inclinaba fuera de control hacia la boca vacía de un pozo, inexorable y paciente en su espera. No habían luciérnagas, ni ruidos. Todo el peso de la inmovilidad del mundo se concentraba entre ellos, por lo que las palabras sonaban falsas y los gestos no tenían razón de ser. La vida había perdido su naturalidad en un minuto: ambos eran como pájaros ya muertos fingiendo dentro de una jaula, y todo a su alrededor les acechaba y descubría su misterio. Cada objeto vuelto hacía ellos tenía ojos y sentía temor frente al paisaje de sus almas desnudas. Ojos no ansiosos, pero que aguardaban que la fatalidad se cumpliera. No sólo la carne era testigo, y todo les decía en aquel momento que así era. Él tenía miedo de moverse: cualquier gesto podría interpretarse como una intención que descubrir, como un compromiso con todo cuanto le rodeaba. Ella, llena de pudor, se acomodó el escote del vestido, alzando los ojos para desviar la atención de la vista candente de sus pechos que se asomaban. Y algo viscoso empezó a brotar entre ambos, no como una muralla o un foso que los separase, sino como un árbol sicomoro gigantesco que los fundía desde cada una y a través de todas sus células. Y de pronto, creciendo hacia lo alto y aumentando aún más su tamaño, ellos se encontraron suspendidos en el vacío, irrevocablemente. Eran entonces como dos cosas muy frágiles y solas en sí mismas, poderosamente atrapadas en aquella fuerza majestuosa y sorda. Y el pesado ventarrón los sacudía sin arrancarlos, como gallardetes que acabaran por desprenderse. Su aliento, tenue y vago, se destilaba desde arriba en todas direcciones por las tiras de su carne expuesta. Y la vida a su alrededor los observaba y participaba de su aflicción contenida, con apenas el horror entumecido y tranquilo que socorre al alma ante lo inevitable, cuya sustancia lentamente se revela. El tumulto lejano de los hombres no los auxiliaba con su llamada. Estaban solos, tan solos como es posible estar cuando uno ya no se resiste más y va resignado al encuentro de la muerte. Si las alas inmóviles del tiempo llegando a su fin se batieran de repente, los precipitarían como si fueran dos piedras cayendo en la boca de un pozo. Nada les serviría allí: se sumergirían en aquella oscuridad sin rumbo, golpeando y golpeando a lo largo de las paredes, sin que la mano de ningún ángel los amparase en su descenso ininterrumpido. Y si dirigieran sus ojos arriba, no verían más que el cielo deshabitado y siempre más distante, e invocarlo no les traería ninguna esperanza. Debajo, tragándoselos en su caída, estaba la negrura infinita, que es el desagüe por donde se escurren las almas en su camino hacia la amorfa nada. —¿Y bien? Vamos a… ¿partir? —preguntó Anita, ligeramente divertida, pero dramática como de costumbre, dando a entender que había evitado a propósito la palabra “morir”. Ella debía dictar la norma en ese instante. Conducirlo por su bien, de la mano como a un ciego, a la puerta de la muerte, de su destino y decirle: “Hemos llegado. Abre los ojos”. Eduardo no ayudaba, parecía incapaz de sentir en toda su grandeza el drama que estaban viviendo. Siempre había sido así. No tenía ánimos para nada, no hacía ningún gesto, en ese estado de cansancio del alma al que se rendía por completo. ¡Ah, cómo sufría por él! Ahora mismo, sentía impulsos repentinos de abrazarlo del cuello, acurrucarse contra él, calentarlo y contagiarlo con su fiebre, y llorar, llorar por los dos. Pero Eduardo siempre quería saber por qué pasaban las cosas. Podría rechazarla, no viendo sentido en tamaño arrebato. Entonces ella no hizo ningún movimiento, frustrada en su ternura, recogida sobre sí misma como una cabecita de alfiler en la extensión de un estómago, replegada en un silencio de palabras medidas, cargadas de ardor, casi feroces. Él le rehuía con la mano y tanteaba en las tinieblas, sin saber adónde ir. La joven estaba sentada en el borde de la cama y miraba sin curiosidad el revólver, reluciente y frío, allí sobre la colcha doblada. Deseaba que aquella arma vibrara llena de angustia por la corta vida que se le escurría. De lo que sí sería capaz de hacer un cuchillo, como si este tuviera alma y participara del drama. Un cuchillo largo y curvado, la hoja flexible y viva como un cartílago. Con una empuñadura tallada en toques de nácar, con el color de la desnudez sugiriendo que la carne era su funda. Después ella se imaginó que un pobre hombre, al fondo de su taller, entre trozos de hierro y telarañas en los rincones, tenía un bloque de acero apretado al torno. Limaba, limaba taciturnamente con el polvo del metal lloviendo sobre sus rodillas, mientras arrancaba del alma del acero ese bruñido indiferente, que sólo se calentaría cuando se abriese fuego. Y como imitando al pobre hombre hacer para sentir la suave redondez del arma que trabajaba, pasó sus dedos levemente por el cañón y con la yema del dedo índice delineó la forma de la boca. Era dura y cruel. De súbito le entraron ganas de llorar, porque ese pobre hombre ignoraba para quién había forjado su arma, ¡y era para ella que la había forjado! Eduardo, del otro lado, con la pierna extendida sobre la cama y apoyando el peso de su cuerpo en el brazo, se limitó a sonreír. —¿Vamos, amor? —insistió Anita. Y con la punta de la uña empujó el cañón de la pistola en dirección a él. Estaba fría. ¿Y si la calentase contra su pecho? Ciertamente él se reiría. —Pues no, señorita —dijo él con ademán afectado, como si le cediera la preferencia de paso por una puerta en un día de baile. —¿Ya? —Cuando quieras, Anita —contestó, ya serio, desviando la mirada. ¡Oh, cómo era horrible que se necesitase apurar las cosas con palabras! —¿Tú o yo, primero? —Las damas primero —se burló en su cara. A Anita no le hizo gracia. Si se riese, él comenzaría, como siempre, a hablar de cosas que ella no entendía, con esa manera sardónica y triste suya que la hacía llorar y querer golpearlo. Así que mejor le dio la espalda y se puso a examinar sus uñas pintadas de rojo oscuro. Encontró un defecto en una de ellas, abrió su bolso, destapó un frasquito y con el pincel se puso a verter el esmalte sobre la parte descascarada. Un olorcito dulzón se esparció por la habitación. Eduardo se acostó entero en el lecho y, con las manos cruzadas bajo la nuca, siguió el trabajo de su compañera con una indiferencia medio irónica. Era mejor no pensar más en su vida ni en por qué y para qué estaba allí. La intensidad de aquel dolor era como la presión constante del arco sobre la misma cuerda, el dedo sosteniendo la nota temblorosa por la punta del ala escurridiza. El tiempo parado, sujetado por las esquinas del manto, como un gran suspiro suspendido sobre las cosas y las criaturas. Un hiato sin expectativa, sin pasado, sin futuro, sólo presente, solamente presente, un presente vivido y solitario, doliente y espasmódico. Era mejor no andar hurgando en el interior de los cadáveres torturados que, al fin y al cabo, parecían dormir. Y con los ojos entrecerrados deslizarse sobre todo eso, la sensibilidad puesta entre hules, resbalando, resbalando. —¿Sabes? ¡Ni siquiera parece que estemos aquí con la intención de morir! Anita volvió su rostro hacia él casi con rabia. Esa palabra la había irritado. No debería hablar de “morir". ¿Acaso no había entendido cuando le habló de “partir”? ¡Oh, él no le ayudaba en nada! Tenía que hacerlo todo sola, llevarse la carga sobre los hombros, y su peso ahora le pesaba más que nunca. —Amor... —murmuró, en un tono lastimero que lo hizo sonreír—. ¡Tú trivializas todo, amor! ¿No fuiste tú quien tuvo la idea? Dime, ¿no fuiste tú? —Es verdad… —aceptó él, encendiendo un cigarrillo, medio distraído. No se acordaba de nada, se le olvidaba todo durante el acto de rascar el fósforo y aspirar el humo, pero sin ganas, porque la habitual acidez estomacal lo torturaba. ¿Fue realmente él? Sí, podría ser… Al parecer le había dicho: “¡Sólo matándonos, Anita!” Debía haber sido así, más o menos… —Es verdad. —Sí, fuiste tú, ¿no? —insistía la mujer, entretenida de vuelta con el pincel—. Lo recuerdo a la perfección. Fue hace tres días, el lunes. Viniste aquí completamente furioso por culpa de tu esposa, ¿no es así? Y me dijiste, justo antes de besarme: “Anita, sólo veo un camino: ¡morirnos juntos de una vez!”. Él asintió con la cabeza. La manía de Anita de recordar todas sus actitudes, todas sus palabras con la minuciosidad de quien acompaña a una persona para después escribirle la biografía, le resultaba detestable y de un mal gusto increíble. Era exasperante. Dentro de diez años, si todavía continuaban vivos, ella sería capaz de repetirle punto por punto todo lo que le había dicho en un momento dado, aunque el contenido no tuviera la menor importancia. Anita siempre se mantenía dentro de su atmósfera dramática y nunca la abandonaba. Se refugiaba en la trama de las palabras como los cobardes se abrazan a las rodillas de los hombres. Llevaba todo dentro de ella y a sí misma dentro de esos sonidos, dondequiera que fuera. —¿Y qué te respondí, amor? —preguntó la mujer, con el pincel en el aire, alzando las cejas, la mirada fija, toda una interrogante—. Sólo te respondí una cosa: "Iré contigo adonde tú vayas". ¿No es verdad, amor? —Es verdad —dijo él, aplastando la punta de su cigarrillo en el cenicero—. Es verdad. ¡Acabas de repetirlo todo como si tuvieras un disco grabado dentro de tu cabeza! —concluyó, ácidamente, y se puso de pie. —¡Amor! —gritó ella, extendiendo sus manos a modo de súplica y de rodillas sobre la cama. —¡No me tortures, amor! Sabes que soy tuya, que te seguiré a todas partes… ¡No me tortures sólo porque te amo! Era patética, ya retorcía las manos, sus ojos se llenaban de lágrimas y toda ella parecía consumirse como una llama en aquel grito. Eduardo no se sorprendió. Sacudió la cabeza, como para ahuyentar la acidez, y al acostarse de nuevo, la abrazó y le prendió los labios con un beso. Olvidándose del minuto anterior, se animó entre sus brazos, pasiva y menuda, y dejó que le arrancara la ropa hasta quedar completamente desnuda. Se entregó a él con una desesperación no calculada, casi inmovilizándolo encima de ella con las piernas y los brazos tensados, y llorando y gimiendo en un espasmo lento e inextinguible. ¡Ay, cómo lo amaba! Lo odiaba al mismo tiempo, porque la poseía con los ojos abiertos, observándola curioso, sorprendiéndola en medio del vértigo en que se debatía, mientras él cerraba los labios fuertemente, como para contener una carcajada. Ella temía que algún día, al verle el intenso placer estampado el rostro, él se riera de su embriaguez. Pero le estaba agradecida por nunca haberlo hecho, incluso había negado que fuera capaz de reírse de ella en un momento así. Eduardo nunca se entregaba por completo como ella. La poseía vertiginosamente, hasta era brutal, pero no se derretía en el goce como su compañera sí hacía desde el primer instante en que la tomaba. Él permanecía espiando, medio al margen, espiando como un espectador gratuito y asustado que estaba dispuesto a reír e incluso a llorar, pero sin abandonarse, sin relajarse en la posesión. Como si Anita no fuera en realidad suya y no pudiera disfrutarla sólo para él. No se entregaba, no se entregaba nunca. Ella no podía evitar sumergirse instantáneamente en aquel mar de fuego y hielo, lleno de agujas y estrellas, del que no se libraba ni siquiera cuando su amante, agotado, se dejaba deslizar dulcemente hacia un lado con la respiración jadeante sosegándose despacio, como la de un niño que se duerme. Ahora, en la frontera, él la amaba intensamente con los ojos también cerrados y la boca entreabierta, penetrando en ella con todo su peso, magullándole la carne entre sus dedos inquietos, todo sumergido, como su compañera, en aquel estremecimiento áspero, celosamente prolongado, del que huía en trance y en seguida buscaba afligido. Es hora de morir, pensó Anita, y extendió la mano para coger el revólver, que su muslo apretaba contra la colcha. Él nunca antes se había abandonado a ella como en esta ocasión, nunca más lo volvería a hacer si seguía vivo. Despertaría y, retractándose, desalojaría la sombra amiga de la vorágine en que se había dejado caer. Eduardo la sorprendió en el acto, empujó el arma fuera de la cama con el pie y, excitando otra vez su boca, la forzó a un nuevo éxtasis. Y la recompensó con tanta dureza, que ella debajo, se sintió desfallecer más de una vez y el placer escapársele como el ala de una paloma en fuga, que uno teme herir con los dedos en su afán de agarrarla. Cuando la joven emergió pesadamente, con los muslos adoloridos por el esfuerzo, los senos magullados y los huesos todos fundidos de placer, su amante ya se había vestido y, de pie junto a la ventana, miraba hacia la calle desierta de abajo. Él siempre salía del amor, cansado y solo, como de una penitenciaría donde le hubieran perdonado la mitad de su condena, con la condición de que continuase viviendo. Los tranvías, al doblar la esquina, hacían temblar la casa entera, incluyendo al ático con sus amplias ventanas. A veces, ella tenía la nítida impresión de estarse entregando en medio de la calle y que los pasajeros del tranvía asomaban la cabeza por las ventanillas para verla desmayarse. Se oían subir amortiguados los pregones de los vendedores de periódicos, anunciando los últimos vespertinos. Incluso desde el lecho, se veían parpadear a lo lejos las primeras luces de las lámparas de los arrabales. De fondo, las montañas parecían perder su peso al cubrirse dentro de la niebla. Entonces posó su mirada con antipatía en aquella pequeña bailarina española sobre la repisa de la chimenea, Conchita, que vestía unas enaguas de tul revueltas y sujetaba entre sus dedos unas castañuelas mudas, mientras giraba voluptuosamente sobre la punta de su piececito calzado de seda. Toda ella como impulsada hacia lo alto, casi desprendiéndose de la base de loza que la sostenía. En un constante giro y giro al revés, se escuchaba con claridad el sonido de conchas estallando, mientras la crinolina inflada revelaba las bragas de encaje, que amenazaban con deslizarse por sus piernas. Podía oírla cantando vulgaridades de cabaret, como esa cancioncilla que hablaba de alguien que despreció a dos admiradores con "De" y "Don" en sus nombres, para acostarse con el hombre que amaba: El primero tiene "De", el segundo tiene "Don" ¡pero el tercero es con quien yo me acostaré! El primero tiene "De"... Eduardo fue quien le trajera a Conchita. "Nunca he visto una criaturita más parecida a ti. La bautizaremos como Anita". No, no, no tendría el mismo nombre que ella; se llamaría Conchita. Él se había encogido de hombros, refugiándose ya en su indiferencia: "Como quieras". Pero se arrepentiría después, porque Conchita se había convertido en la niña de los ojos de Eduardo. Como le gustaría ahora que la bailarina se llamase Anita. Anita, como ella. Y entonces él la amaría más por eso. —¿Estás triste, amor? —le preguntó. —No, Anita —contestó él, sin voltearse. Ella se levantó, se envolvió en una bata de baño y salió del aposento. Pronto regresaría, en un pijama azul que resaltaba su carne blanca y dorada. —¿Me veo bonita así? —quiso saber, acercándose a él por detrás y abrazándolo por la cintura. Eduardo se dio la vuelta lentamente, con dificultad. —¡Estás hermosa! —¿Lo haremos entonces? Él se soltó del abrazo y fue a sentarse en un sillón. Anita corrió a acurrucarse sobre sus piernas. Eduardo, ya en tono serio, le compuso la ropa. —¿Ya pensaste en lo que vamos a hacer? Desde allí no podía verse nada. Los tejados sucios de las casas habían desaparecido. Apenas se avistaba un rectángulo de cielo ensombrecido, opaco, despoblado de estrellas, liso y sin calor. —¡No, no he pensado, amor! —sacudió su cabellera rubia y presionó su mejilla contra la de él—. No pensé en nada. Tú me dijiste que debíamos morir juntos y yo te respondí que sí. —y luego, mirándolo de frente, a unos ojos que le rehuían—: ¿Ya no quieres? ¿Tienes miedo? —No. Y un gran aborrecimiento se apoderó de él. ¿Por qué Anita haría una pregunta de aquellas? Debería comprender que no era miedo lo que le hacía dudar, y comprenderlo sin palabras. Vio que todo estaba cerrado a sus espaldas, un gran muro corrido sobre sus pasos, y por delante un vacío que su alma hueca no lograba llenar. "Ahora, ¿por qué morir?" No habría respuesta. Moriría sin un motivo, porque igual no había motivo para continuar viviendo; como un espectador que se retira aburrido antes de que termine la función. Cansado de explicarse sucesivamente las cosas y con una sensación de impotencia, de una insignificancia cada vez mayor. Todo estaba demasiado alto o excesivamente lejano. —¿Eres capaz de abandonarlo todo? ¿No tienes a nadie en el mundo? ¿Madre, hermanos…? Anita empezó a hablar de cosas que él no sabía. No obstante, la ignoró sin curiosidad y la dejó hablar mientras se adentraba en sí mismo de nuevo, sordo a todo lo que no fuera ese confuso torrente de pensamientos indefinidos que lo anestesiaba. Si ella no lo impeliese, él no empuñaría el revólver. ¿Por cobardía? No, no era por cobardía: más bien por desánimo, incluso por cansancio. No es que le preocupase lo que hubiera del otro lado: sabía que nada había. Es que hallaba indecente esta búsqueda deliberada de una ventana por la cual poder saltar fuera de la vida. Sería bueno morir sin un gesto. Acostarse y morir de inanición, sin sufrimiento y, sobre todo, sin que nuevos deseos se amontonasen unos sobre otros; penetrándose y multiplicándose. ¡Pues a falta de grandes razones para morir, apenas quedaban pequeñas razones para no seguir viviendo! De entre ellas, recordó en un gran e intolerable rubor, aquel incidente de hace unos días, que permanecía presionando contra la carne de su conciencia como una roca áspera. Cuando llegó al ático aquella noche, se dio cuenta de que Anita había salido. Fue al prender la luz y luego apagarla, que tuvo una idea. Encendió la lamparita sobre la cómoda, abrió el armario y comenzó a revisar en los cajones. No le preocupaba su ausencia: no era por ella que rebuscaba entre sus cosas, era por sí mismo. Mientras pasaba las manos entre las prendas de ropa de su amante, sintió que se sonrojaba. ¡Nunca había caído tan bajo, nunca había cometido una indignidad mayor! Jamás había violentado a los seres, tomándoles o sabiendo de ellos más de lo que espontáneamente le otorgaban. Pero, por causa de Anita, ahora agredía a una criatura para conocer sus secretos, la poseía en la intimidad de su alma como un ladrón que asalta por la espalda, y aun sabiendo que la vergüenza de aquella acción lo acompañaría cada minuto, no retrocedía, y se martirizaba a toda prisa anticipando la sorpresa. Revisó el primer cajón de arriba y no encontró nada de interés. Ni en el segundo ni en el tercero. En el último de abajo sus dedos se toparon con un gran sobre manila debajo de la ropa blanca. Puso la lámpara en el suelo, para poder ver mejor sin que fuera preciso desordenar todas esas prendas delicadamente sobrepuestas, sacó el sobre y lo abrió. Era un retrato en formato grande: la pintura de una muchacha envuelta en una túnica blanca; ella sostenía en la mano un lirio por el tallo, mientras cruzaba un pantano de brea. No era Anita. No tenía dedicatoria ni título. ¿Por qué guardaba Anita ese retrato? ¿Sería otra obra del joven pintor que ella había amado? Se quedó quieto durante un minuto, estúpidamente, con el cuadro en la mano, sintiéndose abrumado por la ausencia de secretos. Estaba ordenando de nuevo la ropa, colocándola encima del sobre manila, cuando Anita entró. Se sobresaltó, pues no la había oído subir las escaleras. Ella encendió la luz tan pronto como abrió la puerta y lo sorprendió todavía medio arrodillado, intentando cerrar el cajón de abajo. —¿Estabas en la oscuridad? —lo miraba sin sorpresa, llena de seriedad. Entonces, al ver la lámpara encendida en el suelo— ¡Eduardo! Registras mis cosas… —dijo y se echó a reír en silencio, sin mirarlo a él que, avergonzado, cerraba los cajones y volvía a poner la lámpara encima del mueble. —Es cierto —murmuró él—. Quería descubrir algún secreto tuyo. Como tú haces con mi billetera… No sabía si efectivamente Anita hurgaba en su billetera mientras él dormía. Era de suponer que sí. De todos modos, no se le había ocurrido otra cosa. Cerrando de golpe las portezuelas de la cómoda, sacó un cigarrillo para disimular su puesta en ridículo y se sentó en el borde de la cama. Ella se apresuró a tomarlo de las manos: —¡Es la primera gran prueba de amor que me das, querido! ¿Sabes? ¡Te veías tan patético con mi camisón en tu mano! Y la muchacha estalló en carcajadas, echándose para atrás los cabellos rebeldes con un gran gesto del brazo. Y Eduardo fingido, riéndose con ella, le recordó el retrato del sobre manila: —¿De quién era el cuadro? —De él… —respondió, de repente la risa moría en sus labios y se ponía de pie para huir del interrogatorio—. ¿Vamos al cine? Todavía hay tiempo. —Primero quiero saber qué representa ese retrato. —Pues... —¿No puedo saberlo, Anita? —Es un cuadro como cualquier otro, nada más. —¿Fuiste tú quién posó para el? —No. —¿Y qué representa el cuadro para ti? ¿Por qué lo guardaste? —Lo guardé por gusto. —Estás mintiendo, Anita... Ella fue a cambiarse de ropa y no le dio respuesta. Eduardo no tuvo valor para insistir. Se sentía humillado por haber sido atrapado en flagrancia y eso lo conducía a odiarla. Nunca le perdonaría la escena: ella llegando, con la mano en el interruptor de la luz, y él arrodillado en el suelo, al lado de la lámpara, ¡con el cajón abierto y una prenda blanca en la mano! ¡Morir, morir, morir le parecía tan simple, fácil y deseable después de todo! Lo único que lo enojaba era tener que tomar una decisión, forzarse a querer algo, aunque fuese lo último. Vacilaba en el límite de la frontera, por la cual quería ser empujado sin voluntad propia y siendo incapaz de impedirlo, entregándose sin llevarse nada. En cambio Anita no era así: siempre quería cosas y las perseguía, llena de una determinación que al principio él había envidiado, pero que ahora lo irritaba. Anita, la vehemente. Anita se aferraba a una idea y vivía intensamente en función de ella; ciega en su pasión, pero una pasión no por él, que era un mero objeto accidental, sino que Anita moriría por cualquier cosa: la pasión por la pura pasión. Fue todo un drama por tres o cuatro días, en una agitación sin pausa; ella corriendo con los brazos abiertos en dirección a la muerte como hacia una posesión largamente codiciada. Dispuso todo para morir y en los preparativos fue tan cuidadosa como una novia en vísperas de sus nupcias, con la muerte ya dentro de ella floreciendo en perspectivas auspiciosas. Y lo arrastraba a él, autor de la idea. Eduardo había aceptado acompañarle, como había aceptado su amor, como se había dejado querer. Jamás cruzaría esa frontera solo, aunque no creía que, una vez en el más allá, tendría conciencia de la soledad o de la compañía. —Amor… —¿Qué pasa Anita? —Tú no me estás escuchando… —Sí estoy. —No lo estás, yo lo sé. Y todo lo que me dijiste fue solo de broma. —¿Cuál? Lo de la idea… —Sí, amor. Nunca lo pensaste seriamente. Tú no me amas. ¡No te importa vivir separado de mí, repartiendo tu amor entre Anita y esa odiosa mujer tuya! ¡No me amas, confiésalo! Eduardo se revolvió en el sillón, bajo el peso de ella. ¡¿Oh, por qué Anita no se callaba?! —Vamos, Anita, no me vengas con escenas. —¿Y tu mujer? —¿Qué quieres que haga? Es mi esposa, no puedo divorciarme, tengo dos hijos… ¡Te lo he dicho un millón de veces! La joven deslizó una mano por la abertura de la camisa desabotonada de él y tiró de ella contra su cuerpo. —No me amas, lo sé. Una mujer siempre sabe cuando es amada o no. Y tú no me amas. —¡Anita, por favor! Ella se calló y le ofreció su boca. Eduardo la besó, al principio sin ganas, sólo para cerrar el diálogo y luego con avidez, prolongando el beso. Y tirando de sus pantalones de pijama hacia abajo, la penetró allí mismo. Le mordió la fragante nuca y los lóbulos de las orejas. Ella se dejó poseer sin placer, sufriendo en la posición que la exponía entera. Sin reservas ni misterios, retorcía las manos con las que no podía sujetarse. Después el ardor de él la contagió poderosamente, y doblándose, sus senos se aplastaron contra sus rodillas, quedando suspendida. Hizo que la penetrara aún más, hasta la locura, y se sintió como un océano de aguas pesadas duramente hendido por la impetuosa quilla de un buque de guerra. El espasmo vino arrastrándose por un sendero de dolor, como de carnes siendo desgarradas y Anita resistió el vértigo. Entonces ella se deslizó de su regazo, recogió el revólver del suelo (la imagen del pobre hombre que se erguía, el arma saltando fuera del torno, el polvo de acero resbalando con suavidad por sus pantalones manchados de aceite...) ¡y lo sostuvo con resolución! —Toma, Eduardo. Si me amas, dispárame. —se abrió la blusa del pijama de un tirón, y le mostró el comienzo de sus pechos—. Aquí, justo aquí. ¡Dame un beso y dispara! Eduardo se levantó, titubeante. Estaba parado en el borde de un acantilado que cortaba directamente de un tajo la oscuridad hacia abajo. A medida que caía la noche y brotaban las primeras estrellas, veía el mundo, lenta e irresistiblemente, como un gran caparazón que se desplazaba con todos sus luceros, desfilando de abajo hacia arriba, ante su estúpida inmovilidad. Y él, atraído por la fuerza de su propia impotencia, era arrojado a las profundidades del abismo, donde lo esperaba un corazón que no latía... ¡y eso era terrible! Le quitó a la joven la pistola de las manos y luego acercó a ella. Era como si caminara sobre plumas. Anita, con los ojos cerrados, esperaba su beso. —¡Amor, un último beso! ¡Después, la muerte! —Vístete, Anita. Ella, nerviosa, con los ojos ya llenos de lágrimas, se agachó y se subió los pantalones, indefensa: —¡Ay, mi amor! Con su brazo libre, él la estrechó por el busto y la besó largamente, sin calidez, con su dedo trémulo en el gatillo. Anita se mantenía con los ojos cerrados, toda tensa, inmersa en su vehemencia, corriendo delirante hacia la muerte, la frontera que cruzaría de la mano con él, amando sin sexo, sin más lucha ni dolores. Después Eduardo se alejó unos pasos. La joven que vibraba ante él, parecía estar desligada del mundo y no haber sentido su beso. Conchita alzaría vuelo. Le apuntó al corazón, casi a quemarropa, y disparó. Anita cayó de rodillas, con la boca apretada por aquel dolor indescriptible y con los ojos aún cerrados. Y después, se estiró en toda su longitud apaciblemente, comprimiendo con su mano derecha la herida sobre su seno. Y sus ojos ya abiertos e inmóviles, lo miraban fijamente. Eduardo la contempló sin ninguna expresión. Llevaba todavía el arma hacia el frente, en posición para disparar. El chorro de sangre que fluía por el vientre de Anita muerta, le trajo el recuerdo de aquella vez. Cuando esa muchacha alta se arrodilló delante de él y le restañó con la boca la hemorragia de su brazo herido por una vidriera. Ella se levantó de repente, atendiendo el llamado de un hombre, y todo se fue oscureciendo. Eduardo dirigió con lentitud el arma a su frente. Pasó como un relámpago por su mente: ¿en qué se supone que debo pensar en este último momento? Sólo le llegó una imagen sin palabras que se desprendía de la muerta Anita, la fiel Anita. Y ella era la muchacha alta que le evadía con su cuerpo de los sollozos impotentes y de los mordiscos que… ¡ella no supo! fueron besos, fueron besos. Y antes de que necesitara contener los sollozos y gritos que subían por su garganta, apretó el gatillo.