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Mário Donato

Presencia de Anita
Traducción de Carolina Arenas

Primera Parte
El mundo ha perdido la razón
I

El aire ceniciento y fino, la tarde lívida y seca, ningún


saludo en la distancia. Así la vida detenida, el mundo
ausente. Las historias descansaban con los brazos tendidos y
los labios entreabiertos, en mansa expectativa de las cosas
que inevitablemente suceden, desenvolviéndose de adentro
hacia afuera en un movimiento pausado e irreflexivo, como
el despliegue de una pieza de seda para el ajuar de una novia
cuyo amado, ella no sabe, morirá mañana. Al mismo tiempo,
todo se inclinaba fuera de control hacia la boca vacía de un
pozo, inexorable y paciente en su espera. No habían
luciérnagas, ni ruidos.
Todo el peso de la inmovilidad del mundo se
concentraba entre ellos, por lo que las palabras sonaban
falsas y los gestos no tenían razón de ser. La vida había
perdido su naturalidad en un minuto: ambos eran como
pájaros ya muertos fingiendo dentro de una jaula, y todo a su
alrededor les acechaba y descubría su misterio. Cada objeto
vuelto hacía ellos tenía ojos y sentía temor frente al paisaje
de sus almas desnudas. Ojos no ansiosos, pero que
aguardaban que la fatalidad se cumpliera.
No sólo la carne era testigo, y todo les decía en aquel
momento que así era. Él tenía miedo de moverse: cualquier
gesto podría interpretarse como una intención que descubrir,
como un compromiso con todo cuanto le rodeaba.
Ella, llena de pudor, se acomodó el escote del vestido,
alzando los ojos para desviar la atención de la vista candente
de sus pechos que se asomaban.
Y algo viscoso empezó a brotar entre ambos, no como
una muralla o un foso que los separase, sino como un árbol
sicomoro gigantesco que los fundía desde cada una y a través
de todas sus células. Y de pronto, creciendo hacia lo alto y
aumentando aún más su tamaño, ellos se encontraron
suspendidos en el vacío, irrevocablemente. Eran entonces
como dos cosas muy frágiles y solas en sí mismas,
poderosamente atrapadas en aquella fuerza majestuosa y
sorda. Y el pesado ventarrón los sacudía sin arrancarlos,
como gallardetes que acabaran por desprenderse. Su aliento,
tenue y vago, se destilaba desde arriba en todas direcciones
por las tiras de su carne expuesta. Y la vida a su alrededor
los observaba y participaba de su aflicción contenida, con
apenas el horror entumecido y tranquilo que socorre al alma
ante lo inevitable, cuya sustancia lentamente se revela. El
tumulto lejano de los hombres no los auxiliaba con su
llamada.
Estaban solos, tan solos como es posible estar cuando
uno ya no se resiste más y va resignado al encuentro de la
muerte. Si las alas inmóviles del tiempo llegando a su fin se
batieran de repente, los precipitarían como si fueran dos
piedras cayendo en la boca de un pozo. Nada les serviría allí:
se sumergirían en aquella oscuridad sin rumbo, golpeando y
golpeando a lo largo de las paredes, sin que la mano de
ningún ángel los amparase en su descenso ininterrumpido. Y
si dirigieran sus ojos arriba, no verían más que el cielo
deshabitado y siempre más distante, e invocarlo no les traería
ninguna esperanza. Debajo, tragándoselos en su caída, estaba
la negrura infinita, que es el desagüe por donde se escurren
las almas en su camino hacia la amorfa nada.
—¿Y bien? Vamos a… ¿partir? —preguntó Anita,
ligeramente divertida, pero dramática como de costumbre,
dando a entender que había evitado a propósito la palabra
“morir”. Ella debía dictar la norma en ese instante.
Conducirlo por su bien, de la mano como a un ciego, a la
puerta de la muerte, de su destino y decirle:
“Hemos llegado. Abre los ojos”.
Eduardo no ayudaba, parecía incapaz de sentir en toda
su grandeza el drama que estaban viviendo. Siempre había
sido así.
No tenía ánimos para nada, no hacía ningún gesto, en
ese estado de cansancio del alma al que se rendía por
completo. ¡Ah, cómo sufría por él! Ahora mismo, sentía
impulsos repentinos de abrazarlo del cuello, acurrucarse
contra él, calentarlo y contagiarlo con su fiebre, y llorar,
llorar por los dos. Pero Eduardo siempre quería saber por
qué pasaban las cosas. Podría rechazarla, no viendo sentido
en tamaño arrebato. Entonces ella no hizo ningún
movimiento, frustrada en su ternura, recogida sobre sí misma
como una cabecita de alfiler en la extensión de un estómago,
replegada en un silencio de palabras medidas, cargadas de
ardor, casi feroces. Él le rehuía con la mano y tanteaba en las
tinieblas, sin saber adónde ir.
La joven estaba sentada en el borde de la cama y miraba
sin curiosidad el revólver, reluciente y frío, allí sobre la
colcha doblada.
Deseaba que aquella arma vibrara llena de angustia por
la corta vida que se le escurría. De lo que sí sería capaz de
hacer un cuchillo, como si este tuviera alma y participara del
drama. Un cuchillo largo y curvado, la hoja flexible y viva
como un cartílago. Con una empuñadura tallada en toques de
nácar, con el color de la desnudez sugiriendo que la carne era
su funda.
Después ella se imaginó que un pobre hombre, al fondo
de su taller, entre trozos de hierro y telarañas en los rincones,
tenía un bloque de acero apretado al torno. Limaba, limaba
taciturnamente con el polvo del metal lloviendo sobre sus
rodillas, mientras arrancaba del alma del acero ese bruñido
indiferente, que sólo se calentaría cuando se abriese fuego.
Y como imitando al pobre hombre hacer para sentir la
suave redondez del arma que trabajaba, pasó sus dedos
levemente por el cañón y con la yema del dedo índice
delineó la forma de la boca. Era dura y cruel. De súbito le
entraron ganas de llorar, porque ese pobre hombre ignoraba
para quién había forjado su arma, ¡y era para ella que la
había forjado!
Eduardo, del otro lado, con la pierna extendida sobre la
cama y apoyando el peso de su cuerpo en el brazo, se limitó
a sonreír.
—¿Vamos, amor? —insistió Anita. Y con la punta de la
uña empujó el cañón de la pistola en dirección a él. Estaba
fría. ¿Y si la calentase contra su pecho? Ciertamente él se
reiría.
—Pues no, señorita —dijo él con ademán afectado,
como si le cediera la preferencia de paso por una puerta en
un día de baile.
—¿Ya?
—Cuando quieras, Anita —contestó, ya serio,
desviando la mirada. ¡Oh, cómo era horrible que se
necesitase apurar las cosas con palabras!
—¿Tú o yo, primero?
—Las damas primero —se burló en su cara.
A Anita no le hizo gracia. Si se riese, él comenzaría,
como siempre, a hablar de cosas que ella no entendía, con
esa manera sardónica y triste suya que la hacía llorar y
querer golpearlo. Así que mejor le dio la espalda y se puso a
examinar sus uñas pintadas de rojo oscuro. Encontró un
defecto en una de ellas, abrió su bolso, destapó un frasquito
y con el pincel se puso a verter el esmalte sobre la parte
descascarada.
Un olorcito dulzón se esparció por la habitación.
Eduardo se acostó entero en el lecho y, con las manos
cruzadas bajo la nuca, siguió el trabajo de su compañera con
una indiferencia medio irónica. Era mejor no pensar más en
su vida ni en por qué y para qué estaba allí.
La intensidad de aquel dolor era como la presión
constante del arco sobre la misma cuerda, el dedo
sosteniendo la nota temblorosa por la punta del ala
escurridiza. El tiempo parado, sujetado por las esquinas del
manto, como un gran suspiro suspendido sobre las cosas y
las criaturas. Un hiato sin expectativa, sin pasado, sin futuro,
sólo presente, solamente presente, un presente vivido y
solitario, doliente y espasmódico.
Era mejor no andar hurgando en el interior de los
cadáveres torturados que, al fin y al cabo, parecían dormir. Y
con los ojos entrecerrados deslizarse sobre todo eso, la
sensibilidad puesta entre hules, resbalando, resbalando.
—¿Sabes? ¡Ni siquiera parece que estemos aquí con la
intención de morir!
Anita volvió su rostro hacia él casi con rabia. Esa
palabra la había irritado. No debería hablar de “morir".
¿Acaso no había entendido cuando le habló de “partir”? ¡Oh,
él no le ayudaba en nada! Tenía que hacerlo todo sola,
llevarse la carga sobre los hombros, y su peso ahora le
pesaba más que nunca.
—Amor... —murmuró, en un tono lastimero que lo hizo
sonreír—. ¡Tú trivializas todo, amor! ¿No fuiste tú quien
tuvo la idea? Dime, ¿no fuiste tú?
—Es verdad… —aceptó él, encendiendo un cigarrillo,
medio distraído. No se acordaba de nada, se le olvidaba todo
durante el acto de rascar el fósforo y aspirar el humo, pero
sin ganas, porque la habitual acidez estomacal lo torturaba.
¿Fue realmente él? Sí, podría ser… Al parecer le había
dicho:
“¡Sólo matándonos, Anita!”
Debía haber sido así, más o menos… —Es verdad.
—Sí, fuiste tú, ¿no? —insistía la mujer, entretenida de
vuelta con el pincel—. Lo recuerdo a la perfección. Fue hace
tres días, el lunes. Viniste aquí completamente furioso por
culpa de tu esposa, ¿no es así? Y me dijiste, justo antes de
besarme:
“Anita, sólo veo un camino: ¡morirnos juntos de una
vez!”.
Él asintió con la cabeza. La manía de Anita de recordar
todas sus actitudes, todas sus palabras con la minuciosidad
de quien acompaña a una persona para después escribirle la
biografía, le resultaba detestable y de un mal gusto increíble.
Era exasperante. Dentro de diez años, si todavía continuaban
vivos, ella sería capaz de repetirle punto por punto todo lo
que le había dicho en un momento dado, aunque el contenido
no tuviera la menor importancia. Anita siempre se mantenía
dentro de su atmósfera dramática y nunca la abandonaba. Se
refugiaba en la trama de las palabras como los cobardes se
abrazan a las rodillas de los hombres. Llevaba todo dentro de
ella y a sí misma dentro de esos sonidos, dondequiera que
fuera.
—¿Y qué te respondí, amor? —preguntó la mujer, con
el pincel en el aire, alzando las cejas, la mirada fija, toda una
interrogante—. Sólo te respondí una cosa:
"Iré contigo adonde tú vayas". ¿No es verdad, amor?
—Es verdad —dijo él, aplastando la punta de su
cigarrillo en el cenicero—. Es verdad. ¡Acabas de repetirlo
todo como si tuvieras un disco grabado dentro de tu cabeza!
—concluyó, ácidamente, y se puso de pie.
—¡Amor! —gritó ella, extendiendo sus manos a modo
de súplica y de rodillas sobre la cama. —¡No me tortures,
amor! Sabes que soy tuya, que te seguiré a todas partes…
¡No me tortures sólo porque te amo!
Era patética, ya retorcía las manos, sus ojos se llenaban
de lágrimas y toda ella parecía consumirse como una llama
en aquel grito.
Eduardo no se sorprendió. Sacudió la cabeza, como
para ahuyentar la acidez, y al acostarse de nuevo, la abrazó y
le prendió los labios con un beso.
Olvidándose del minuto anterior, se animó entre sus
brazos, pasiva y menuda, y dejó que le arrancara la ropa
hasta quedar completamente desnuda. Se entregó a él con
una desesperación no calculada, casi inmovilizándolo
encima de ella con las piernas y los brazos tensados, y
llorando y gimiendo en un espasmo lento e inextinguible.
¡Ay, cómo lo amaba! Lo odiaba al mismo tiempo, porque la
poseía con los ojos abiertos, observándola curioso,
sorprendiéndola en medio del vértigo en que se debatía,
mientras él cerraba los labios fuertemente, como para
contener una carcajada. Ella temía que algún día, al verle el
intenso placer estampado el rostro, él se riera de su
embriaguez. Pero le estaba agradecida por nunca haberlo
hecho, incluso había negado que fuera capaz de reírse de ella
en un momento así.
Eduardo nunca se entregaba por completo como ella. La
poseía vertiginosamente, hasta era brutal, pero no se derretía
en el goce como su compañera sí hacía desde el primer
instante en que la tomaba. Él permanecía espiando, medio al
margen, espiando como un espectador gratuito y asustado
que estaba dispuesto a reír e incluso a llorar, pero sin
abandonarse, sin relajarse en la posesión. Como si Anita no
fuera en realidad suya y no pudiera disfrutarla sólo para él.
No se entregaba, no se entregaba nunca.
Ella no podía evitar sumergirse instantáneamente en
aquel mar de fuego y hielo, lleno de agujas y estrellas, del
que no se libraba ni siquiera cuando su amante, agotado, se
dejaba deslizar dulcemente hacia un lado con la respiración
jadeante sosegándose despacio, como la de un niño que se
duerme.
Ahora, en la frontera, él la amaba intensamente con los
ojos también cerrados y la boca entreabierta, penetrando en
ella con todo su peso, magullándole la carne entre sus dedos
inquietos, todo sumergido, como su compañera, en aquel
estremecimiento áspero, celosamente prolongado, del que
huía en trance y en seguida buscaba afligido.
Es hora de morir, pensó Anita, y extendió la mano para
coger el revólver, que su muslo apretaba contra la colcha. Él
nunca antes se había abandonado a ella como en esta
ocasión, nunca más lo volvería a hacer si seguía vivo.
Despertaría y, retractándose, desalojaría la sombra amiga de
la vorágine en que se había dejado caer.
Eduardo la sorprendió en el acto, empujó el arma fuera
de la cama con el pie y, excitando otra vez su boca, la forzó a
un nuevo éxtasis. Y la recompensó con tanta dureza, que ella
debajo, se sintió desfallecer más de una vez y el placer
escapársele como el ala de una paloma en fuga, que uno
teme herir con los dedos en su afán de agarrarla.
Cuando la joven emergió pesadamente, con los muslos
adoloridos por el esfuerzo, los senos magullados y los
huesos todos fundidos de placer, su amante ya se había
vestido y, de pie junto a la ventana, miraba hacia la calle
desierta de abajo. Él siempre salía del amor, cansado y solo,
como de una penitenciaría donde le hubieran perdonado la
mitad de su condena, con la condición de que continuase
viviendo.
Los tranvías, al doblar la esquina, hacían temblar la casa
entera, incluyendo al ático con sus amplias ventanas. A
veces, ella tenía la nítida impresión de estarse entregando en
medio de la calle y que los pasajeros del tranvía asomaban la
cabeza por las ventanillas para verla desmayarse. Se oían
subir amortiguados los pregones de los vendedores de
periódicos, anunciando los últimos vespertinos. Incluso
desde el lecho, se veían parpadear a lo lejos las primeras
luces de las lámparas de los arrabales. De fondo, las
montañas parecían perder su peso al cubrirse dentro de la
niebla.
Entonces posó su mirada con antipatía en aquella
pequeña bailarina española sobre la repisa de la chimenea,
Conchita, que vestía unas enaguas de tul revueltas y sujetaba
entre sus dedos unas castañuelas mudas, mientras giraba
voluptuosamente sobre la punta de su piececito calzado de
seda. Toda ella como impulsada hacia lo alto, casi
desprendiéndose de la base de loza que la sostenía. En un
constante giro y giro al revés, se escuchaba con claridad el
sonido de conchas estallando, mientras la crinolina inflada
revelaba las bragas de encaje, que amenazaban con
deslizarse por sus piernas.
Podía oírla cantando vulgaridades de cabaret, como esa
cancioncilla que hablaba de alguien que despreció a dos
admiradores con "De" y "Don" en sus nombres, para
acostarse con el hombre que amaba:
El primero tiene "De",
el segundo tiene "Don"
¡pero el tercero es con
quien yo me acostaré!
El primero tiene "De"...
Eduardo fue quien le trajera a Conchita. "Nunca he
visto una criaturita más parecida a ti. La bautizaremos como
Anita". No, no, no tendría el mismo nombre que ella; se
llamaría Conchita. Él se había encogido de hombros,
refugiándose ya en su indiferencia: "Como quieras". Pero se
arrepentiría después, porque Conchita se había convertido en
la niña de los ojos de Eduardo. Como le gustaría ahora que la
bailarina se llamase Anita. Anita, como ella. Y entonces él la
amaría más por eso.
—¿Estás triste, amor? —le preguntó.
—No, Anita —contestó él, sin voltearse.
Ella se levantó, se envolvió en una bata de baño y salió
del aposento. Pronto regresaría, en un pijama azul que
resaltaba su carne blanca y dorada.
—¿Me veo bonita así? —quiso saber, acercándose a él
por detrás y abrazándolo por la cintura.
Eduardo se dio la vuelta lentamente, con dificultad.
—¡Estás hermosa!
—¿Lo haremos entonces?
Él se soltó del abrazo y fue a sentarse en un sillón.
Anita corrió a acurrucarse sobre sus piernas. Eduardo, ya en
tono serio, le compuso la ropa.
—¿Ya pensaste en lo que vamos a hacer?
Desde allí no podía verse nada. Los tejados sucios de
las casas habían desaparecido. Apenas se avistaba un
rectángulo de cielo ensombrecido, opaco, despoblado de
estrellas, liso y sin calor.
—¡No, no he pensado, amor! —sacudió su cabellera
rubia y presionó su mejilla contra la de él—. No pensé en
nada. Tú me dijiste que debíamos morir juntos y yo te
respondí que sí. —y luego, mirándolo de frente, a unos ojos
que le rehuían—: ¿Ya no quieres? ¿Tienes miedo?
—No.
Y un gran aborrecimiento se apoderó de él. ¿Por qué
Anita haría una pregunta de aquellas? Debería comprender
que no era miedo lo que le hacía dudar, y comprenderlo sin
palabras.
Vio que todo estaba cerrado a sus espaldas, un gran
muro corrido sobre sus pasos, y por delante un vacío que su
alma hueca no lograba llenar. "Ahora, ¿por qué morir?" No
habría respuesta. Moriría sin un motivo, porque igual no
había motivo para continuar viviendo; como un espectador
que se retira aburrido antes de que termine la función.
Cansado de explicarse sucesivamente las cosas y con una
sensación de impotencia, de una insignificancia cada vez
mayor.
Todo estaba demasiado alto o excesivamente lejano.
—¿Eres capaz de abandonarlo todo? ¿No tienes a nadie
en el mundo? ¿Madre, hermanos…?
Anita empezó a hablar de cosas que él no sabía. No
obstante, la ignoró sin curiosidad y la dejó hablar mientras se
adentraba en sí mismo de nuevo, sordo a todo lo que no
fuera ese confuso torrente de pensamientos indefinidos que
lo anestesiaba. Si ella no lo impeliese, él no empuñaría el
revólver. ¿Por cobardía?
No, no era por cobardía: más bien por desánimo,
incluso por cansancio. No es que le preocupase lo que
hubiera del otro lado: sabía que nada había. Es que hallaba
indecente esta búsqueda deliberada de una ventana por la
cual poder saltar fuera de la vida.
Sería bueno morir sin un gesto. Acostarse y morir de
inanición, sin sufrimiento y, sobre todo, sin que nuevos
deseos se amontonasen unos sobre otros; penetrándose y
multiplicándose. ¡Pues a falta de grandes razones para morir,
apenas quedaban pequeñas razones para no seguir viviendo!
De entre ellas, recordó en un gran e intolerable rubor, aquel
incidente de hace unos días, que permanecía presionando
contra la carne de su conciencia como una roca áspera.
Cuando llegó al ático aquella noche, se dio cuenta de
que Anita había salido. Fue al prender la luz y luego
apagarla, que tuvo una idea. Encendió la lamparita sobre la
cómoda, abrió el armario y comenzó a revisar en los cajones.
No le preocupaba su ausencia: no era por ella que rebuscaba
entre sus cosas, era por sí mismo.
Mientras pasaba las manos entre las prendas de ropa de
su amante, sintió que se sonrojaba. ¡Nunca había caído tan
bajo, nunca había cometido una indignidad mayor! Jamás
había violentado a los seres, tomándoles o sabiendo de ellos
más de lo que espontáneamente le otorgaban. Pero, por causa
de Anita, ahora agredía a una criatura para conocer sus
secretos, la poseía en la intimidad de su alma como un ladrón
que asalta por la espalda, y aun sabiendo que la vergüenza de
aquella acción lo acompañaría cada minuto, no retrocedía, y
se martirizaba a toda prisa anticipando la sorpresa.
Revisó el primer cajón de arriba y no encontró nada de
interés. Ni en el segundo ni en el tercero. En el último de
abajo sus dedos se toparon con un gran sobre manila debajo
de la ropa blanca. Puso la lámpara en el suelo, para poder ver
mejor sin que fuera preciso desordenar todas esas prendas
delicadamente sobrepuestas, sacó el sobre y lo abrió.
Era un retrato en formato grande: la pintura de una
muchacha envuelta en una túnica blanca; ella sostenía en la
mano un lirio por el tallo, mientras cruzaba un pantano de
brea. No era Anita. No tenía dedicatoria ni título. ¿Por qué
guardaba Anita ese retrato? ¿Sería otra obra del joven pintor
que ella había amado? Se quedó quieto durante un minuto,
estúpidamente, con el cuadro en la mano, sintiéndose
abrumado por la ausencia de secretos.
Estaba ordenando de nuevo la ropa, colocándola encima
del sobre manila, cuando Anita entró. Se sobresaltó, pues no
la había oído subir las escaleras. Ella encendió la luz tan
pronto como abrió la puerta y lo sorprendió todavía medio
arrodillado, intentando cerrar el cajón de abajo.
—¿Estabas en la oscuridad? —lo miraba sin sorpresa,
llena de seriedad. Entonces, al ver la lámpara encendida en el
suelo— ¡Eduardo! Registras mis cosas… —dijo y se echó a
reír en silencio, sin mirarlo a él que, avergonzado, cerraba
los cajones y volvía a poner la lámpara encima del mueble.
—Es cierto —murmuró él—. Quería descubrir algún
secreto tuyo. Como tú haces con mi billetera…
No sabía si efectivamente Anita hurgaba en su billetera
mientras él dormía. Era de suponer que sí. De todos modos,
no se le había ocurrido otra cosa. Cerrando de golpe las
portezuelas de la cómoda, sacó un cigarrillo para disimular
su puesta en ridículo y se sentó en el borde de la cama.
Ella se apresuró a tomarlo de las manos:
—¡Es la primera gran prueba de amor que me das,
querido! ¿Sabes? ¡Te veías tan patético con mi camisón en tu
mano!
Y la muchacha estalló en carcajadas, echándose para
atrás los cabellos rebeldes con un gran gesto del brazo. Y
Eduardo fingido, riéndose con ella, le recordó el retrato del
sobre manila:
—¿De quién era el cuadro?
—De él… —respondió, de repente la risa moría en sus
labios y se ponía de pie para huir del interrogatorio—.
¿Vamos al cine? Todavía hay tiempo.
—Primero quiero saber qué representa ese retrato.
—Pues...
—¿No puedo saberlo, Anita?
—Es un cuadro como cualquier otro, nada más.
—¿Fuiste tú quién posó para el?
—No.
—¿Y qué representa el cuadro para ti? ¿Por qué lo
guardaste?
—Lo guardé por gusto.
—Estás mintiendo, Anita...
Ella fue a cambiarse de ropa y no le dio respuesta.
Eduardo no tuvo valor para insistir. Se sentía humillado por
haber sido atrapado en flagrancia y eso lo conducía a odiarla.
Nunca le perdonaría la escena: ella llegando, con la mano en
el interruptor de la luz, y él arrodillado en el suelo, al lado de
la lámpara, ¡con el cajón abierto y una prenda blanca en la
mano!
¡Morir, morir, morir le parecía tan simple, fácil y
deseable después de todo! Lo único que lo enojaba era tener
que tomar una decisión, forzarse a querer algo, aunque fuese
lo último. Vacilaba en el límite de la frontera, por la cual
quería ser empujado sin voluntad propia y siendo incapaz de
impedirlo, entregándose sin llevarse nada.
En cambio Anita no era así: siempre quería cosas y las
perseguía, llena de una determinación que al principio él
había envidiado, pero que ahora lo irritaba. Anita, la
vehemente. Anita se aferraba a una idea y vivía intensamente
en función de ella; ciega en su pasión, pero una pasión no
por él, que era un mero objeto accidental, sino que Anita
moriría por cualquier cosa: la pasión por la pura pasión.
Fue todo un drama por tres o cuatro días, en una
agitación sin pausa; ella corriendo con los brazos abiertos en
dirección a la muerte como hacia una posesión largamente
codiciada. Dispuso todo para morir y en los preparativos fue
tan cuidadosa como una novia en vísperas de sus nupcias,
con la muerte ya dentro de ella floreciendo en perspectivas
auspiciosas. Y lo arrastraba a él, autor de la idea. Eduardo
había aceptado acompañarle, como había aceptado su amor,
como se había dejado querer. Jamás cruzaría esa frontera
solo, aunque no creía que, una vez en el más allá, tendría
conciencia de la soledad o de la compañía.
—Amor…
—¿Qué pasa Anita?
—Tú no me estás escuchando…
—Sí estoy.
—No lo estás, yo lo sé. Y todo lo que me dijiste fue
solo de broma.
—¿Cuál? Lo de la idea…
—Sí, amor. Nunca lo pensaste seriamente. Tú no me
amas. ¡No te importa vivir separado de mí, repartiendo tu
amor entre Anita y esa odiosa mujer tuya! ¡No me amas,
confiésalo!
Eduardo se revolvió en el sillón, bajo el peso de ella.
¡¿Oh, por qué Anita no se callaba?!
—Vamos, Anita, no me vengas con escenas.
—¿Y tu mujer?
—¿Qué quieres que haga? Es mi esposa, no puedo
divorciarme, tengo dos hijos… ¡Te lo he dicho un millón de
veces!
La joven deslizó una mano por la abertura de la camisa
desabotonada de él y tiró de ella contra su cuerpo.
—No me amas, lo sé. Una mujer siempre sabe cuando
es amada o no. Y tú no me amas.
—¡Anita, por favor!
Ella se calló y le ofreció su boca. Eduardo la besó, al
principio sin ganas, sólo para cerrar el diálogo y luego con
avidez, prolongando el beso. Y tirando de sus pantalones de
pijama hacia abajo, la penetró allí mismo. Le mordió la
fragante nuca y los lóbulos de las orejas. Ella se dejó poseer
sin placer, sufriendo en la posición que la exponía entera. Sin
reservas ni misterios, retorcía las manos con las que no podía
sujetarse. Después el ardor de él la contagió poderosamente,
y doblándose, sus senos se aplastaron contra sus rodillas,
quedando suspendida. Hizo que la penetrara aún más, hasta
la locura, y se sintió como un océano de aguas pesadas
duramente hendido por la impetuosa quilla de un buque de
guerra. El espasmo vino arrastrándose por un sendero de
dolor, como de carnes siendo desgarradas y Anita resistió el
vértigo.
Entonces ella se deslizó de su regazo, recogió el
revólver del suelo (la imagen del pobre hombre que se
erguía, el arma saltando fuera del torno, el polvo de acero
resbalando con suavidad por sus pantalones manchados de
aceite...) ¡y lo sostuvo con resolución!
—Toma, Eduardo. Si me amas, dispárame. —se abrió la
blusa del pijama de un tirón, y le mostró el comienzo de sus
pechos—. Aquí, justo aquí. ¡Dame un beso y dispara!
Eduardo se levantó, titubeante. Estaba parado en el
borde de un acantilado que cortaba directamente de un tajo la
oscuridad hacia abajo. A medida que caía la noche y
brotaban las primeras estrellas, veía el mundo, lenta e
irresistiblemente, como un gran caparazón que se desplazaba
con todos sus luceros, desfilando de abajo hacia arriba, ante
su estúpida inmovilidad. Y él, atraído por la fuerza de su
propia impotencia, era arrojado a las profundidades del
abismo, donde lo esperaba un corazón que no latía... ¡y eso
era terrible!
Le quitó a la joven la pistola de las manos y luego
acercó a ella. Era como si caminara sobre plumas.
Anita, con los ojos cerrados, esperaba su beso.
—¡Amor, un último beso! ¡Después, la muerte!
—Vístete, Anita.
Ella, nerviosa, con los ojos ya llenos de lágrimas, se
agachó y se subió los pantalones, indefensa:
—¡Ay, mi amor!
Con su brazo libre, él la estrechó por el busto y la besó
largamente, sin calidez, con su dedo trémulo en el gatillo.
Anita se mantenía con los ojos cerrados, toda tensa, inmersa
en su vehemencia, corriendo delirante hacia la muerte, la
frontera que cruzaría de la mano con él, amando sin sexo, sin
más lucha ni dolores. Después Eduardo se alejó unos pasos.
La joven que vibraba ante él, parecía estar desligada del
mundo y no haber sentido su beso. Conchita alzaría vuelo.
Le apuntó al corazón, casi a quemarropa, y disparó.
Anita cayó de rodillas, con la boca apretada por aquel dolor
indescriptible y con los ojos aún cerrados. Y después, se
estiró en toda su longitud apaciblemente, comprimiendo con
su mano derecha la herida sobre su seno.
Y sus ojos ya abiertos e inmóviles, lo miraban
fijamente.
Eduardo la contempló sin ninguna expresión. Llevaba
todavía el arma hacia el frente, en posición para disparar. El
chorro de sangre que fluía por el vientre de Anita muerta, le
trajo el recuerdo de aquella vez. Cuando esa muchacha alta
se arrodilló delante de él y le restañó con la boca la
hemorragia de su brazo herido por una vidriera. Ella se
levantó de repente, atendiendo el llamado de un hombre, y
todo se fue oscureciendo. Eduardo dirigió con lentitud el
arma a su frente.
Pasó como un relámpago por su mente: ¿en qué se
supone que debo pensar en este último momento? Sólo le
llegó una imagen sin palabras que se desprendía de la muerta
Anita, la fiel Anita. Y ella era la muchacha alta que le evadía
con su cuerpo de los sollozos impotentes y de los mordiscos
que… ¡ella no supo! fueron besos, fueron besos. Y antes de
que necesitara contener los sollozos y gritos que subían por
su garganta, apretó el gatillo.

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