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Capítulo IV

Lucía aceptó sin sospechas las disculpas por la ausencia de la noche anterior. De
hecho, estaba preocupada por otras cuestiones; como la disposición de la mesa para los
invitados. Por la tarde y hasta la noche recibieron visitas en casa, y Eduardo no pudo correr
al ático, donde lo esperaba Anita con el misterio de su sexo.

La deseaba ahora, pura y simplemente, con la imaginación reposada y la sangre


despierta. No comprendía por qué no le permitió entrar aquella noche, cuando se había
rendido a sus besos en la calle y en la escalera.

Caprichos, sin duda. Quería excitarlo aún más, revalorizarse, corregir la prisa con la
que se había dejado tomar. Manías de todas esas mujeres que sólo sirven para cosas
carnales, nada más carnales.

Temía que después de poseerla pasara a detestarla: que entre sus manos no quedase
nada más que arcilla, con el alma perdida para siempre y el sueño deshecho. Sin embargo,
el hambre de su carne y el vago misterio que se desprendía de la joven eran más excitantes
que el miedo a la decepción. En ella, Cíntia se entreveía, a veces no, a veces sí. ¿Surgiría
toda ella, como había soñado, o se sumergiría para siempre en Anita?

A la mañana siguiente le comunicó al estudio que no trabajaría antes del almuerzo y


se dirigió a grandes pasos en dirección al ático. Llamó a la puerta en vano: Anita se había
ido temprano. Se quedó deambulando por la ciudad, demorándose fuera de los cafés,
inquieto ante el compromiso de aquella aventura, que era como la primera. La distancia
reencarnaba a través de la figura de ella, a la deseada Cíntia. No.

Anita era Cíntia, sólo que él no la había reconocido.

Había algo en ella que no alcanzaba a captar enteramente, una fuga parcial que la
mantenía presa, fuera de su alcance, libre de los grilletes con los que pretendía esclavizarla.
Ahora, el cambia-pinturas muriendo por ella... No, no era eso: era algo intrínseco, que se
desprendía de ella y se hundía en los años transcurridos, sosteniéndola casi en una
levitación entre la hora presente y las que habían muerto.
Podría reconstituir su perfil, su rostro, pero no poseer su alma en toda su integridad.
¿Qué dormía en su interior? Algo que no lograba desentrañar acechaba en sus ojos y lo
hacía retroceder, asustado y vibrante de excitación.

Después del almuerzo fue al estudio, pero no consiguió hacer nada que mereciera la
pena. Y tan pronto como dieron las tres, corrió emocionado al ático. Maduros de gozo, los
tiempos de descubrimiento de su adolescencia despertaron dentro de él. Anita le aventó la
llave:

—¡Sube, Eduardo!

Él abrió la puerta y subió rápidamente las escaleras. Llegó ante ella jadeante, con la
frente húmeda, una gran carcajada engrosó su queja por no haberla encontrado por la
mañana.

—Llegué hoy temprano... Ayer no pude.

—Estuvo bien. Tuve que hacer una visita.

Por encima del hombro de ella vio que el lienzo había desaparecido del caballete. El
trapo de seda yacía en el suelo, junto a los restos de los periódicos que habían servido para
envolver el cuadro.

Anita siguió su mirada y adivinó la pregunta que iba a hacerle.

—Le vendí la pintura a un buhonero. Era tan sombría, tan deprimente… —y


volviéndose hacia él, ansiosa, sus senos crecieron bajo su "negligé", en la inminencia de
arrojarse en sus brazos—: ¡Y tú eres el sol, Eduardo, la alegría que llega!

Vivieron una tarde y una noche de locura, poseyéndose en silencio, ferozmente,


como si aquel fuego que los consumía pudiera destruir las barreras que los separaban, y que
ellos sabían que existían a pesar de todo. Excitándolo cuando el ardor en él se aplacaba,
incitándolo a someterla a todas las torturas de la posesión, Anita se dejaba tomar sin
reservas para que las palabras entre ellos perdieran su importancia y no significaran nada
más.

Era incansable e imaginativa, algo tímida ante su propia audacia, a veces temerosa
de la idea que él pudiera formarse de ella, a veces se lanzaba afligida en busca de
sensaciones más adivinadas que conocidas, entregándose más de lo que su amante podía
exigirle.

Llegó la madrugada y los encontró extenuados, uno al lado del otro, con los ojos
perdidos más allá de la ventana abierta, medio inmersos en la embriaguez del goce repetido.

—Son casi las dos, Anita. Tengo que irme.

—Ve, Eduardo —y tras una pausa, lo miró con curiosidad—: ¿Cómo es ella?

Se refería a su esposa. Mientras se vestía, él preguntó, para ganar tiempo:

—¿Quién ella?

—Tu mujer.

—Ah, ¿Lucía? Una mujer común, como cualquier otra con quien uno se casa un día.

—¿Se llama Lucía?

—Así se llama.

—¿Es bonita?

—En cierto modo, es bonita.


Acostada sobre su vientre, cubierta con la sábana y con la cabeza apoyada en sus
brazos cruzados, Anita le pidió:

—Quédate conmigo hoy, Eduardo.

—No puedo, Anita. Además, aún no te he dicho una cosa: soy padre de dos hijos.

—¿Una pareja?

—Una parejita—y se inclinó sobre ella, para besarla—. Como ves, no puedo
quedarme, aunque quisiera. Pero encontraremos la manera de pasar unos días juntos.

—Sí —asintió ella, dándole su mejilla para besar—. ¡Buenas noches amor!

Cuando él abrió la puerta, ella corrió a besarlo una vez más, mostrándose a la luz
completamente desnuda sin ningún pudor. Y exclamó ardientemente:

—¡Ay, cómo te amo!

Abajo, al doblar la esquina, Eduardo levantó la vista y Anita, asomándose entre los
geranios, le lanzó un beso. En ese momento él sintió frío, un frío intenso. Ella estaba pálida
y parecía a punto de desplomarse desde la ventana. Pero cuando la vio abrigar sus pechos
helados con las manos y luego sonreír, Eduardo comenzó lentamente a andar, no se sentía
infeliz ni feliz, sino con el corazón vacío y pesado. Cuando se volteó tras unos pasos, los
ojos de Anita todavía lo seguían. Le hizo un gesto de despedida y se apresuró a alejarse.

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