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acerca de la causalidad psíquica 175

que por ello se nos intime a cambiar el tono de nuestra voz real ni a pasar tam-
bién nosotros a un estado segundo en el ejercicio de nuestro juicio.
Llegado a este punto de mi discurso sobre la causalidad de la locura, ¿no
tengo que desvelarme porque el cielo me libre de extraviarme y advertir que,
tras haber aseverado que Henri Ey desconoce la causalidad de la locura y no
es Napoleón, escojo en tal aprieto poner por delante, como última prueba,
que yo sí conozco esa causalidad, es decir, que soy Napoleón?
No creo, pese a todo, que tal sea mi propósito, pues paréceme que, al ve-
lar por mantener justas las distancias humanas que constituyen nuestra expe-
riencia de la locura, me he adecuado a la ley que hace literalmente existir sus
datos aparentes, a falta de lo cual el médico, tal como aquel que le opone al
loco que lo que éste dice no es cierto, no divaga menos que el loco mismo.
Releyendo, por otra parte, en esta ocasión la observación en la que me he
apoyado, me parece que puedo atestiguar ante mí mismo que, cualquiera
que sea la manera en que se puedan juzgar sus frutos, he conservado por mi
objeto el respeto que merece como persona humana, como enfermo y como
caso.
Por último, creo que con el desplazamiento de la causalidad de la locura
hacia esa insondable decisión del ser en la que éste comprende o desconoce
su liberación, hacia esa trampa del destino que lo engaña respecto de una li-
bertad que no ha conquistado, no formulo nada más que la ley de nuestro
^‘
devenir, tal cual la expresa la fórmula antigua: Γενοι’,
´ οιος ’ ` 15
εσσι.
Y para definir la causalidad psíquica intentaré ahora aprehender el modo
de forma y acción que fija las determinaciones de este drama, tanto como
me parece científicamente identificable con el concepto de imago.

3. los efectos psíquicos del modo imaginario

La historia del sujeto se desarrolla en una serie más o menos típica de identi-
ficaciones ideales, que representan a los más puros de los fenómenos psíquicos
por el hecho de revelar, esencialmente, la función de la imago. Y no concebi-
mos al Yo de otra manera que como un sistema central de esas formaciones,
sistema al que hay que comprender, de la misma forma que a ellas, en su es-
tructura imaginaria y en su valor libidinal.

15 [Llega a ser tal como eres. AS]


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Sin demorarnos, pues, en aquellos que hasta en la ciencia confunden tran-


quilamente al Yo con el ser del sujeto, podemos desde ahora ver dónde nos
separamos de la concepción más común, que identifica al Yo con la síntesis
de las funciones de relación del organismo, una concepción que debemos
calificar de bastarda por la circunstancia de definirse en ella una síntesis sub-
jetiva en términos objetivos.
Ahí se reconoce la posición de Henri Ey tal cual se expresa en el pasaje
que ya hemos destacado más arriba, en la fórmula según la cual “la afección
del Yo se confunde en último análisis con la noción de disolución funcional”.
¿Es dable reprochársela, cuando el prejuicio paralelista es tan fuerte que
hasta Freud mismo, en contra de todo el movimiento de su investigación, siguió
siendo prisionero de él y cuando, por lo demás, atentar contra él en la época de
Freud habría tal vez equivalido a excluirse de la comunicabilidad científica?
Se sabe, en efecto, que Freud identifica el Yo con el “sistema percepción-
conciencia”, que constituye la suma de los aparatos gracias a la cual el orga-
nismo se adapta al “principio de realidad”.16
Si se reflexiona en el papel que desempeña la noción de error dentro de
la concepción de Ey, se advierte el vínculo que une la ilusión organicista con
una metapsicología realista. Esto no nos acerca, pese a todo, a una psicología
concreta.
Así, pues, aun cuando los mejores espíritus en psicoanálisis requieren ávi-
damente, si hemos de creerles, una teoría del Yo, hay pocas probabilidades
de que su lugar se advierta por otra cosa que no sea un agujero hiante, mien-
tras no se resuelvan a considerar caduco lo que en efecto lo está en la obra
de un maestro sin par.
La obra de Merleau-Ponty17 demuestra sin embargo de manera decisiva
que toda fenomenología sana, como por ejemplo la de la percepción, im-
pone que se considere la experiencia vivida antes que toda objetivación e in-
cluso antes que todo análisis reflexivo que mezcle la objetivación con la expe-
riencia. Me explico: la menor ilusión visual manifiesta que se impone a la
experiencia antes que la observación de la figura, parte por parte, la corrija,
gracias a lo cual se vuelve objetiva la forma denominada real. Cuando la re-
flexión nos haya hecho reconocer en esta forma la categoría a priori de la ex-

16 Consúltese a Freud en su libro Das Ich und das Es, traducido por Jankélé-
vitch con el título Le Moi et le Soi, en Essais de psychanalyse, Payot, 1927 [El yo
y el ello, A. XIX].
17 Phénoménologie de la perception, Gallimard, 1945 [FCE, México, 1957].
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tensión, cuya propiedad consiste, justamente, en presentarse partes extra par-


tes, no será por ello menos cierto que es la ilusión misma quien nos da la ac-
ción de Gestalt, que es en este caso el objeto propio de la psicología.
Por eso, pues, ni aun todas las consideraciones sobre la síntesis del Yo nos
eximirán de considerar su fenómeno en el sujeto, a saber: todo lo que el su-
jeto comprende con este término y que no es precisamente sintético ni está
sólo exento de contradicción, como se lo sabe de Montaigne acá; más aún,
desde que la experiencia freudiana designa en él el lugar mismo de la Vernei-
nung, es decir, del fenómeno por el que el sujeto revela uno de sus movi-
mientos mediante la denegación misma que aporta a él y en el momento
mismo en que la aporta. Subrayo que no se trata de una retractación de per-
tenencia, sino de una negación formal: en otros términos, de un fenómeno
típico de desconocimiento y con la forma invertida acerca de la cual hemos
insistido, forma cuya más habitual expresión —“No vaya usted a creer
que...”— ya nos entrega la profunda relación con el otro en su condición de
tal y que destacaremos en el Yo.
De esta manera, pues, ¿la experiencia no nos muestra a simplísima vista
que nada separa al Yo de sus formas ideales (Ich Ideal, donde Freud recupera
sus derechos) y que todo lo limita por el lado del ser al que representa, ya
que escapa a él casi toda la vida del organismo, no sólo porque con suma
normalidad a ésta se la desconoce, sino también porque en su mayor parte
no tiene el Yo que conocerla?
En cuanto a la psicología genética del Yo, los resultados que ha obtenido
nos parecen tanto más válidos cuanto que se los despoja de todo postulado
de integración funcional.
También yo he dado prueba de ello en mi estudio de los fenómenos carac-
terísticos de lo que he denominado momentos fecundos del delirio. Proseguido
de acuerdo con el método fenomenológico, que aquí preconizo, mi estudio
me ha conducido a análisis de los que se ha desprendido mi concepción del
Yo en un progreso que han podido seguir los oyentes de las conferencias y
lecciones que he dictado por años tanto en l’Évolution psychiatrique como
en la Clínica de la Facultad y en el Instituto de psicoanálisis y que no por ha-
ber permanecido, por mi decisión, inéditas han dejado de promover el tér-
mino, destinado a sorprender, de conocimiento paranoico.
Al comprender con este término una estructura fundamental de tales fe-
nómenos, he querido designar, si no su equivalencia, por lo menos su paren-
tesco con una forma de relación con el mundo de un alcance particularí-
simo. Se trata de la reacción que, reconocida por los psiquiatras, se ha
generalizado en psicología con el nombre de transitivismo. Esta reacción,
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como nunca se elimina por completo del mundo del hombre en sus formas
más idealizadas (en las relaciones de rivalidad, por ejemplo), se manifiesta
ante todo como la matriz de la Urbild del Yo.
Se la comprueba, en efecto, como dominando de manera significativa la
fase primordial en la que el niño toma conciencia de su individuo, al que su
lenguaje traduce, como sabéis, en tercera persona antes de hacerlo en pri-
mera. Charlotte Bühler,18 por no citar más que a ella, observando el compor-
tamiento del niño con su compañero de juego, ha reconocido ese transiti-
vismo en la forma asombrosa de una verdadera captación por la imagen del
otro.
De ese modo puede participar, en un trance cabal, en la caída de su com-
pañero, o imputarle asimismo, sin que se trate de mentira alguna, el hecho
de recibir de él el golpe que él le asesta. Prescindo por ahora de la serie de
fenómenos tales, que van desde la identificación espectacular hasta la suges-
tión mimética y la seducción de prestancia. Todos han sido comprendidos
por esta autora en la dialéctica que va desde los celos (esos celos cuyo valor
iniciador entreveía ya san Agustín de manera fulgurante) hasta las primeras
formas de la simpatía. Se inscriben en una ambivalencia primordial, que se
nos presenta, como ya lo he señalado, en espejo, en el sentido de que el sujeto
se identifica en su sentimiento de Sí con la imagen del otro, y la imagen del
otro viene a cautivar en él este sentimiento.
Ahora bien, sólo bajo una condición se produce reacción tal, y ella es la de
que la diferencia de edad entre los compañeros permanezca por debajo de
cierto límite, que al comienzo de la fase estudiada no puede superar un año
de diferencia.
Allí se pone ya de manifiesto un rasgo esencial de la imago: los efectos ob-
servables de una forma en el más amplio sentido, que sólo se puede definir
en términos de parecido genérico, o sea que implica como primitivo cierto
reconocimiento.
Sabido es que sus efectos se manifiestan con respecto al rostro humano
desde el décimo día posterior al nacimiento, es decir, apenas aparecidas las
primeras reacciones visuales y previamente a cualquier otra experiencia que
no sea la de una succión ciega.

18 Soziologische n. psychologische Studien über das erste Lebensjahr, Iena, Fischer,


1927. Véase también: Elsa Köhler, Die Persönlichkeit des dreijahrigen Kindes,
Leipzig, 1926.
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Conque —punto esencial— el primer efecto de la imago que aparece en el


ser humano es un efecto de alienación del sujeto. En el otro se identifica el su-
jeto, y hasta se experimenta en primer término, fenómeno que nos parecerá
menos sorprendente si nos acordamos de las condiciones sociales fundamen-
tales del Umwelt humano, y si evocamos la intuición que domina a toda la es-
peculación de Hegel.
El deseo mismo del hombre se constituye, nos dice, bajo el signo de la me-
diación; es deseo de hacer reconocer su deseo. Tiene por objeto un deseo —el
del otro—, en el sentido de que el hombre no tiene objeto que se constituya
para su deseo sin alguna mediación, lo cual aparece en sus más primitivas ne-
cesidades, como por ejemplo en la circunstancia de que hasta su alimento
debe ser preparado, y que se vuelve a encontrar en todo el desarrollo de su
satisfacción a partir del conflicto entre el amo y el esclavo mediante toda la
dialéctica del trabajo.
Esta dialéctica, que es la del ser mismo del hombre, debe realizar en una
serie de crisis la síntesis de su particularidad y de su universalidad, llegando
a universalizar esa particularidad misma.
Lo que quiere decir que en este movimiento que lleva al hombre a una
conciencia cada vez más adecuada de sí mismo, su libertad se confunde con
el desarrollo de su servidumbre.
¿Tiene, por tanto, la imago la función de instaurar en el ser una relación
fundamental de su realidad con su organismo? ¿Nos muestra en otras formas
la vida psíquica del hombre un fenómeno semejante?
Ninguna experiencia como la del psicoanálisis habrá contribuido a mani-
festarlo, y esa necesidad de repetición que muestra como efecto del com-
plejo —aunque la doctrina la exprese en la noción, inerte e impensable, del
inconsciente— habla con suficiente claridad.
La costumbre y el olvido son los signos de la integración en el organismo
de una relación psíquica: toda una situación, por habérsele vuelto al sujeto
a la vez desconocida y tan esencial como su cuerpo, se manifiesta normal-
mente en efectos homogéneos al sentimiento que él tiene de su cuerpo.
El complejo de Edipo revela ser en la experiencia capaz no sólo de provo-
car, por sus incidencias atípicas, todos los efectos somáticos de la histeria,
sino también de constituir normalmente el sentimiento de la realidad.
Una función de poder y a la vez de temperamento; un imperativo no ya
ciego, sino “categórico”; una persona que domina y arbitra el desgarra-
miento ávido y la celosa ambivalencia que fundamentaban las relaciones pri-
meras del niño con su madre y con el rival fraterno: he aquí lo que el padre
representa, y tanto más, al parecer, cuanto que se halla “retirado” de las pri-
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meras aprehensiones afectivas. Los efectos de esta aparición se expresan de


diversas maneras en la doctrina, pero está bien claro que aparecen en ella
torcidos por las incidencias traumatizantes, en las que la experiencia los ha
dado primeramente a advertir. Me parece que se pueden expresar, en su
forma más general, así: la nueva imagen hace “precipitar en copos” en el su-
jeto todo un mundo de personas que, en la medida en que representan nú-
cleos de autonomía, cambian completamente para él la estructura de la rea-
lidad.
No vacilo en decir que se ha de poder demostrar que esa crisis tiene reso-
nancias fisiológicas, y que, por muy puramente psicológica que sea en su re-
sorte, se puede considerar a cierta “dosis de Edipo” como poseedora de la
eficacia humoral de la absorción de un medicamento desensibilizador.
Por lo demás, el papel decisivo de una experiencia afectiva de este registro
para la constitución del mundo de la realidad en las categorías del tiempo y
el espacio es tan evidente, que alguien como Bertrand Russell, en su ensayo
—de inspiración radicalmente mecanicista— Análisis del espíritu,19 no puede
evitar admitir en su teoría genética de la percepción la función de “senti-
mientos de distancia”, a la que, con el sentido de lo concreto propio de los
anglosajones, refiere al “sentimiento del respeto”.
Yo había destacado este rasgo significativo en mi tesis cuando me esfor-
zaba en dar cuenta de la estructura de los “fenómenos elementales” de la psi-
cosis paranoica.
Básteme decir que la consideración de éstos me llevaba a completar el ca-
tálogo de las estructuras: simbolismo, condensación y otras explicitadas por
Freud como aquellas, diré, del modo imaginario. Porque espero que muy
pronto se habrá de renunciar al empleo de la palabra “inconsciente” para de-
signar lo que se manifiesta en la conciencia.
Percatábame (y por qué habría de dejar de pediros que os remitáis a mi ca-
pítulo:20 hay en el tanteo auténtico de su búsqueda un valor de testimonio),
percatábame, digo, en la observación misma de mi enferma, de que resulta
imposible situar con exactitud, por la anamnesia, la fecha y el lugar geográ-
fico de ciertas intuiciones, de ilusiones de la memoria, de resentimientos
conviccionales y objetivaciones imaginarias que sólo se pueden relacionar

19 Traducido al francés por M. Lefebvre, Payot, 1926.


20 De la psychose paranoïaque, 2a parte, cap. II, pp. 202-215, y también en el cap.
IV, ∫ III, b., pp. 300-306 [De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personali-
dad, México, Siglo XXI, 1976, pp. 188-198 y 241-246].
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con el momento fecundo del delirio tomado en su conjunto. Recordaré, para


hacerme comprender, la crónica y la foto de las que la enferma hubo de
acordarse durante uno de aquellos periodos como si la hubiesen sorpren-
dido algunos meses antes en determinado periódico y que la colección ínte-
gra de éste reunida durante meses no le había permitido volver a hallar. Yo
admitía que tales fenómenos se dan primitivamente como reminiscencias,
iteraciones, series, juegos de espejo, sin que su dato mismo se pueda situar
para el sujeto, en el espacio y el tiempo objetivos, de ninguna manera más
precisa que aquella en la que puede situar sus sueños.
Así, aproximémonos mediante un análisis estructural de un espacio y un
tiempo imaginarios y de sus conexiones.
Volviendo a mi conocimiento paranoico, yo intentaba concebir la estruc-
tura como red, las relaciones de participación, las perspectivas en hilera, y el
palacio de los espejismos que reinan en los limbos de ese mundo al que el
Edipo hace hundirse en el olvido.
A menudo he tomado posición contra la manera azarosa en que Freud in-
terpretaba sociológicamente el descubrimiento capital para el espíritu hu-
mano que con él le debemos. Pienso que el complejo de Edipo no apareció
con el origen del hombre (en el supuesto de que no sea insensato tratar de
escribir su historia), sino a la vera de la historia, de la historia “histórica”, en
el límite de las culturas “etnográficas”. Evidentemente, sólo puede presen-
tarse en la forma patriarcal de la institución familiar; pero no por ello deja
de tener un valor liminar innegable, y estoy convencido de que en las cultu-
ras que lo excluían su función la debían llenar experiencias iniciáticas, como
aún hoy nos lo deja ver, por lo demás, la etnología. Su valor de cierre de un
ciclo psíquico atañe al hecho de representar la situación familiar, en la me-
dida en que ésta marca dentro de lo cultural, por su institución, el traslape
de lo biológico y de lo social.
Sin embargo, la estructura propia del mundo humano, tanto como impli-
que la existencia de objetos independientes del campo actual de las tenden-
cias —con la doble posibilidad de uso simbólico y uso instrumental—, apa-
rece en el hombre desde las primeras fases del desarrollo. ¿Cómo concebir
su génesis psicológica?
A la posición de un problema como éste responde mi construcción deno-
minada “del estadio del espejo”, o, como se querría decir mejor, de la fase del es-
pejo.
Hice en 1936 una comunicación al respecto dirigida formalmente al Con-
greso de Marienbad, al menos hasta el punto que coincidía exactamente con
la cuarta llamada del minuto décimo, en que me interrumpió Jones, quien
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presidía el congreso en su carácter de presidente de la Sociedad Psicoanalí-


tica de Londres, posición para la cual lo calificaba, sin duda, el hecho de no
haber podido yo encontrar jamás a uno de sus colegas ingleses que dejara de
hacerme partícipe de algún rasgo desagradable de su carácter. No obstante,
los miembros del grupo vienés, allí reunidos como aves antes de la inmi-
nente migración, dieron a mi exposición una acogida bastante calurosa. No
entregué mis papeles a la secretaría encargada de los informes del congreso,
y podréis hallar lo esencial de mi exposición en unas breves líneas de mi ar-
tículo sobre la familia, aparecido en 1938 en la Encyclopédie française, en el
tomo dedicado a la vida mental.21
Mi finalidad consiste en poner de manifiesto la conexión de cierto nú-
mero de relaciones imaginarias fundamentales en un comportamiento ejem-
plar de determinada fase del desarrollo.
Ese comportamiento no es otro que el que tiene el niño ante su imagen en
el espejo desde los seis meses de edad, tan asombroso por su diferencia con
el del chimpancé, cuyo desarrollo en la aplicación instrumental de la inteli-
gencia está lejos de haber alcanzado.
Lo que he llamado asunción triunfante de la imagen con la mímica jubi-
losa que la acompaña y la complacencia lúdica en el control de la identifica-
ción especular, después del señalamiento experimental más breve de la in-
existencia de la imagen tras el espejo, que contrasta con los fenómenos
opuestos del mono, me parecieron manifestar uno de los hechos de capta-
ción identificatoria por la imago que yo procuraba aislar.
Relacionábase de la más directa manera con esa imagen del ser humano
que ya había yo encontrado en la organización más arcaica del conocimiento
humano.
La idea se ha abierto paso. Ha dado con la de otros investigadores, entre
los cuales he de citar a Lhermitte, cuyo libro, publicado en 1939, reunía los
hallazgos de una atención de mucho tiempo atrás retenida por la singulari-
dad y la autonomía de la imagen del cuerpo propio en el psiquismo.
En efecto, hay en torno de esa imagen una inmensa serie de fenómenos
subjetivos, desde la ilusión de los amputados hasta, por ejemplo, las alucina-
ciones del doble, su aparición onírica y las objetivaciones delirantes a él vin-

21 Encyclopédie française, fundada por A. de Monzie, tomo VIII, dirigida por


Henri Wallon, segunda parte, sección A. La famille, especialmente las pp.
8’40-6 a 8’40-11 [trad. esp.: La familia, Buenos Aires-Barcelona, Ed. Argo-
nauta, pp. 51-57].
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culadas. Pero más importante es aún su autonomía como lugar imaginario


de referencia de las sensaciones propioceptivas que se pueden manifestar en
todo tipo de fenómenos, de los que la ilusión de Aristóteles no es más que
una muestra.
La Gestalttheorie y la fenomenología tienen también su parte en el legajo de
la imagen en cuestión, y diversas especies de espejismos imaginarios de la psi-
cología concreta, familiares a los psicoanalistas y que van desde los juegos se-
xuales hasta las ambigüedades morales, son causa de que se haga memoria
de mi estadio del espejo por la virtud de la imagen y por obra y gracia del es-
píritu santo del lenguaje. “¡Vaya! —se suele decir—, esto hace pensar en la fa-
mosa historia de Lacan, el estadio del espejo. ¿Qué decía, exactamente?”
En verdad, he llevado un poco más lejos mi concepción del sentido exis-
tencial del fenómeno, comprendiéndolo en su relación con lo que he deno-
minado prematuración del nacimiento en el hombre, o sea, en otros términos, la
incompletud y el “atraso” del desarrollo del neuroeje durante los primeros
seis meses, fenómenos bien conocidos por los anatomistas y por lo demás pa-
tentes, desde que el hombre es hombre, en la incoordinación motriz y equi-
libratoria del lactante, y que probablemente no carece de vinculación con el
proceso de fetalización, en el que Bolk ve el resorte del desarrollo superior de
las vesículas encefálicas en el hombre.
En función de ese atraso de desarrollo adquiere la maduración precoz de
la percepción visual su valor de anticipación funcional, de lo cual resulta, por
una parte, la marcada prevalencia de la estructura visual en el reconoci-
miento, tan precoz, como hemos visto, de la forma humana, mientras que,
por la otra, las probabilidades de identificación con esta forma reciben de
ella, si me está permitido decirlo, un apoyo decisivo, que va a constituir en el
hombre ese nudo imaginario, absolutamente esencial, al que oscuramente, y
a través de las inextricables contradicciones doctrinales, ha no obstante ad-
mirablemente designado el psicoanálisis con el nombre de narcisismo.
En ese nudo yace, en efecto, la relación de la imagen con la tendencia sui-
cida esencialmente expresada por el mito de Narciso. Esta tendencia suicida,
que a nuestro parecer representa lo que Freud procuró situar en su meta-
psicología con el nombre de instinto de muerte, o también de masoquismo pri-
mordial, depende, para nosotros, del hecho de que la muerte del hombre,
mucho antes de reflejarse, de una manera por lo demás siempre tan ambi-
gua, en su pensamiento, se halla por el hombre experimentada en la fase de
miseria original que el hombre vive, desde el traumatismo del nacimiento hasta
el fin de los primeros seis meses de prematuración fisiológica, y que va a reper-
cutir luego en el traumatismo del destete.
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Es uno de los rasgos más fulgurantes de la intuición de Freud en el orden


del mundo psíquico que haya captado el valor revelador de los juegos de
ocultación, que son los primeros juegos del niño.22 Todo el mundo los puede
ver y nadie antes que él había comprendido en su carácter iterativo la repe-
tición liberadora que en ellos asume el niño respecto de toda separación o
destete en su condición de tales.
Gracias a él podemos concebirlos como manifestadores de la primera vi-
bración de esa onda estacionaria de renunciamientos que va a escandir la
historia del desarrollo psíquico.
Comienza este último, y ya están, pues, vinculados el Yo primordial, como
esencialmente alienado, y el sacrificio primitivo, como esencialmente sui-
cida:
Es decir, la estructura fundamental de la locura.
Así, esta discordancia primordial entre el Yo y el ser parece que es la nota
fundamental que debe de repercutir en toda una gama armónica a través de
las fases de la historia psíquica, cuya función ha de consistir entonces en re-
solverla desarrollándola.
Toda resolución de esa discordancia mediante una coincidencia ilusoria
de la realidad con el ideal resonaría hasta en las profundidades del nudo
imaginario de la agresión suicida narcisista.
Además, ese espejismo de las apariencias en que las condiciones orgánicas
de la intoxicación, por ejemplo, pueden desempeñar su papel, exige el inasi-
ble consentimiento de la libertad, cual aparece en el hecho de que la locura
sólo se manifiesta en el hombre y con posterioridad a la “edad de razón”, y
de que aquí se verifica la intuición pascaliana de que “un niño no es un hom-
bre”.
Las primeras elecciones identificatorias del niño, elecciones “inocentes”,
no determinan otra cosa, en efecto —dejando aparte las patéticas “fijacio-
nes” de la “neurosis”—, que esa locura, gracias a la cual el hombre se cree un
hombre.
Fórmula paradójica que adquiere, sin embargo, su valor si se considera
que el hombre es mucho más que su cuerpo, al mismo tiempo que no puede
saber nada más acerca de su ser.
En ella se hace presente la ilusión fundamental de la que el hombre es
siervo, mucho más que de todas las “pasiones del cuerpo” en sentido carte-

22 En el artículo “Jenseits des Lustprinzips”, en Essais de psychanalyse, trad.


citada, pp. 18-23 [Más allá del principio de placer, A. XVIII, pp. 7-62].
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siano; esa pasión de ser un hombre, diré, que es la pasión del alma por exce-
lencia, el narcisismo, que impone su estructura a todos sus deseos, aun a los
más elevados.
En el encuentro del cuerpo y el espíritu, el alma aparece como lo que es
para la tradición, es decir, como el límite de la mónada.
Cuando el hombre, en busca del vacío del pensamiento, avanza por el ful-
gor sin sombra del espacio imaginario, absteniéndose hasta de aguardar lo
que en él va a surgir, un espejo sin brillo le muestra una superficie en la que
no se refleja nada.

Creemos, pues, poder designar en la imago el objeto propio de la psicología,


exactamente en la misma medida en que la noción galileana del punto ma-
terial inerte ha fundado la física.
No podemos todavía, sin embargo, captar plenamente su noción, y toda
esta exposición no ha tenido otro fin que el de guiarnos hacia su oscura evi-
dencia.
Me parece correlativa de un espacio inextenso, es decir, indivisible, cuya
intuición queda esclarecida por el progreso de la noción de Gestalt, y de un
tiempo cerrado entre la espera y el sosiego, de un tiempo de fase y de repe-
tición.
Le da fundamento una forma de causalidad, que es la causalidad psíquica
misma: la identificación; ésta es un fenómeno irreductible, y la imago es esa
forma definible en el complejo espacio-temporal imaginario que tiene por
función realizar la identificación resolutiva de una fase psíquica, esto es, una
metamorfosis de las relaciones del individuo con su semejante.
Aquellos que no desean comprenderme me podrían redargüir que hay en
ello una petición de principio y que yo planteo gratuitamente la irreductibi-
lidad del fenómeno al servicio único de una concepción del hombre que se-
ría completamente metafísica.
Voy, pues, a hablarles a los sordos, y les aportaré hechos que interesarán,
creo, su sentido de lo visible, sin que a sus ojos aparezcan siquiera contami-
nados por el espíritu ni por el ser: quiero decir que iré a buscar mis hechos
al mundo animal.
Está claro que los fenómenos psíquicos deben ponerse de manifiesto si po-
seen una existencia independiente, y que nuestra imago debe encontrarse al
menos en los animales cuyo Umwelt conlleva, ya que no la sociedad, por lo
menos la agregación de sus semejantes, que presentan en sus caracteres espe-
cíficos ese rasgo designado con el nombre de gregarismo. Por lo demás, hace
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diez años, cuando designé la imago como el “objeto psíquico” y formulé que
la aparición del complejo freudiano marcaba una fecha en el espíritu hu-
mano, en la medida en que contenía la promesa de una verdadera psicolo-
gía, escribí al mismo tiempo, en reiteradas oportunidades, que la psicología
aportaba con ello un concepto capaz de mostrar en biología una fecundidad
cuando menos igual a la de muchos otros, que son, por hallarse en uso, sen-
siblemente más inciertos.
Aquella indicación se vio realizada en 1939, y como prueba de ello sólo
quiero dar dos “hechos”, entre otros que de allí en adelante han mostrado
ser numerosos.
Primeramente, 1939, trabajo de Harrisson, publicado en los Proceedings of
the Royal Society.23
Hace ya mucho que se sabe que la paloma hembra, aislada de sus congé-
neres, no ovula.
Las experiencias de Harrisson demuestran que la ovulación está determi-
nada por la visión de la forma específica del congénere, con exclusión de
toda otra forma sensorial de la percepción y sin que sea necesario que se
trate de la visión de un macho.
Ubicadas en un mismo recinto con individuos de ambos sexos, pero en
jaulas fabricadas de manera tal que los sujetos no se puedan ver, sin dejar de
percibir sin obstáculo alguno sus gritos y su olor, las hembras no ovulan. A la
inversa, es suficiente que dos sujetos puedan contemplarse, así sea a través de
una placa de vidrio que basta para impedir todo desencadenamiento del
juego del cortejo, estando la pareja así separada compuesta por dos hembras,
para que el fenómeno de ovulación se desencadene dentro de plazos que va-
rían: de doce días, en el caso del macho y la hembra con el vidrio inter-
puesto, a dos meses, en el de dos hembras.
Pero hay un punto aún más notable: la mera visión por el animal de su
propia imagen en el espejo basta para desencadenar la ovulación al cabo de
dos meses y medio.
Otro investigador ha señalado que la secreción de leche en los buches del
macho, que normalmente se produce en oportunidad del rompimiento de
los huevos, no se produce si el animal no puede ver a la hembra empollándo-
los.

23 Proc. Roy. Soc., serie B (Biological Sciences), núm. 845, 3 de febrero de


1939, vol. 126, Londres.
acerca de la causalidad psíquica 187

Segundo grupo de hechos, en un trabajo de Chauvin, 1941, en los Anna-


les de la Société entomologique de France.24
Esta vez se trata de una de esas especies de insectos cuyos individuos pre-
sentan dos variedades muy diferentes, ya sea que pertenezcan a un tipo de-
nominado solitario o a un tipo llamado gregario. Con toda exactitud, se trata
del saltamontes peregrino, es decir, de una de las especies llamadas vulgar-
mente langostas y en las que el fenómeno de la nube está vinculado a la
aparición del tipo gregario. Chauvin ha estudiado esas dos variedades en
este tipo de saltamontes, clasificado como Schistocerca, que presentan, como
por lo demás entre las Locusta y otras especies vecinas, profundas diferen-
cias tanto respecto de los instintos —ciclo sexual, voracidad, agitación mo-
triz— como respecto de su morfología, tal cual aparece en los índices bio-
métricos, y la pigmentación que forma el ornato característico de las dos
variedades.
Para detenernos sólo en este último carácter, señalaré que entre los Schis-
tocerca el tipo solitario es verde uniforme en todo su desarrollo, que abarca
cinco estadios larvarios, mientras que el tipo gregario pasa por toda clase de
colores según los estadios, con algunas estrías negras en diferentes partes del
cuerpo, una de las más constantes de las cuales va sobre el fémur posterior.
Pero no exagero al decir que, con independencia de estas características,
muy llamativas, los insectos difieren biológicamente de cabo a rabo.
En este insecto se comprueba que la aparición del tipo gregario está deter-
minada por la percepción, durante los primeros periodos larvarios, de la
forma característica de la especie: por tanto, dos individuos solitarios puestos
en compañía evolucionarán hacia el tipo gregario. Gracias a una serie de ex-
periencias —cría en la oscuridad, secciones aisladas de los palpos, de las an-
tenas, etcétera— se ha podido localizar con toda precisión esa percepción a
la vista y al tacto, con exclusión del olfato, del oído y de la participación agi-
tatoria. No es forzoso que los individuos puestos en presencia sean del
mismo estado larvario y reaccionen de la misma manera a la presencia de un
adulto. La presencia de un adulto de alguna especie vecina, como la Locusta,
determina de igual modo el gregarismo; no ocurre así en el caso de un
Gryllus, que es una especie más lejana.
Tras una discusión en profundidad, Chauvin se ha visto llevado a hacer in-
tervenir la noción de una forma y de un movimiento específicos, caracteriza-
dos por cierto “estilo”, fórmula tanto menos sospechosa en él cuanto que no

24 1941, tercer trimestre, pp. 133 y 272.


188 escritos 1

parece pensar en relacionarla con las nociones de la Gestalt. Dejo que diga su
conclusión en términos que han de mostrar su escasa propensión metafísica:
“Preciso es que haya allí —dice— una especie de reconocimiento, por rudi-
mentario que se lo suponga. Ahora bien ¿cómo hablar de reconocimiento
—añade— sin sobrentender un mecanismo psicofisiológico?”.25 ¡Que tal es el
pudor del fisiólogo!
Pero eso no es todo. Algunos gregarios nacen del ayuntamiento de dos so-
litarios, en una proporción que depende del tiempo durante el cual se les
permita a éstos tratarse. Además, las excitaciones se suman de tal modo, que,
a medida que se repiten los ayuntamientos tras algunos intervalos, la propor-
ción de los gregarios que nacen aumenta.
Inversamente, la supresión de la acción morfógena de la imagen acarrea
la progresiva reducción del número de los gregarios dentro del linaje.
Aunque las características sexuales del gregario adulto caigan bajo las con-
diciones que ponen aún mejor de manifiesto la originalidad del papel de la
imago específica en el fenómeno que acabamos de describir, me disgustaría
proseguir más tiempo en este terreno dentro de un informe que tiene por
objeto la causalidad psíquica en las locuras.
Tan sólo deseo destacar en esta ocasión el hecho no menos significativo
de que, contrariamente a lo que Henri Ey llega a decir en alguna parte, no
hay paralelismo alguno entre la diferenciación anatómica del sistema ner-
vioso y la riqueza de las manifestaciones psíquicas, así sean de inteligencia,
como lo demuestra un número inmenso de hechos del comportamiento en-
tre los animales inferiores. Tal, por ejemplo, el cangrejo de mar, cuya habi-
lidad en el uso de las incidencias mecánicas cuando tiene que valerse de un
mejillón me he complacido en celebrar en mis conferencias en reiteradas
oportunidades.

A punto de terminar, me agradaría que este breve discurso sobre la imago os


haya parecido, no una irónica apuesta, sino, ciertamente, lo que él expresa:
una amenaza para el hombre, porque el haber reconocido esta distancia in-
cuantificable de la imago y ese ínfimo filo de la libertad como decisivos de la
locura no basta aún para permitirnos sanar ésta; tal vez no esté lejos el
tiempo en que nos permitirá provocarla. Si nada puede garantizarnos que no
hemos de perdernos en un movimiento libre hacia lo verdadero, basta un pa-

25 Loc. cit., p. 251. Las cursivas son nuestras.


acerca de la causalidad psíquica 189

pirotazo para asegurarnos que cambiaremos lo verdadero en locura. Enton-


ces habremos pasado del campo de la causalidad metafísica, del que pode-
mos mofarnos, al de la técnica científica, que no se presta a risa.
Ya han aparecido por aquí y por allá algunos balbuceos de empresa seme-
jante. El arte de la imagen podrá actuar dentro de poco sobre los valores de
la imago, y un día se sabrá de encargos en serie de “ideales” a prueba de la cri-
tica; entonces habrá adquirido todo su sentido el rótulo “garantía verda-
dera”.
Ni la intención ni la empresa serán nuevas; sí su forma sistemática.
Mientras aguardamos, os propongo poner en ecuaciones estructuras deli-
rantes y métodos terapéuticos aplicados a las psicosis, en función de los prin-
cipios aquí desarrollados,
— a partir del ridículo apego al objeto de reivindicación, pasando por la
tensión cruel de la fijación hipocondríaca, hasta el fondo suicida del delirio
de las negaciones,
—a partir del valor sedativo de la explicación médica, pasando por la ac-
ción de ruptura de la epilepsia provocada, hasta la catarsis narcisista del aná-
lisis.
Ha sido suficiente considerar con reflexión algunas “ilusiones ópticas”
para fundar una teoría de la Gestalt que arroja resultados que pueden pasar
por pequeñas maravillas; por ejemplo, prever el fenómeno siguiente: en un
dispositivo compuesto por sectores pintados de azul y que gira ante una pan-
talla mitad negra y mitad amarilla, según veamos o no el dispositivo, o sea,
por la mera virtud de una acomodación del pensamiento, los colores perma-
necen aislados o se mezclan, y vemos los dos colores de la pantalla a través de
un remolino azul, o bien vemos componerse un azul-negro y un gris.
Juzgad, pues, acerca de lo que podría ofrecer a las facultades combinato-
rias una teoría que se refiere a la relación misma del ser con el mundo, si ad-
quiriese alguna exactitud. Decíos, ciertamente, que es seguro que la percep-
ción visual de un hombre formado en un complejo cultural completamente
diferente del nuestro es una percepción completamente diferente de la
nuestra.
Más inaccesible a nuestros ojos, hechos para los signos del cambista, que
aquello cuya huella imperceptible sabe ver el cazador del desierto: la pisada
de la gacela en las peñas; pero algún día se revelarán los aspectos de la imago.
Me habéis oído referirme con dilección, para ubicar su sitio en la investi-
gación, a Descartes y Hegel. En nuestros días está muy de moda “superar” a
los filósofos clásicos. También yo habría podido partir del admirable diálogo
con Parménides; porque ni Sócrates ni Descartes ni Marx ni Freud pueden
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ser “superados” en tanto que han llevado su indagación con esa pasión de
descubrir que tiene un objeto: la verdad.
Como lo ha dejado escrito uno de esos príncipes del verbo entre cuyos de-
dos parecen deslizarse por sí solos los hilos de la máscara del Ego, y he nom-
brado a Max Jacob, poeta, santo y novelista; sí, como él lo ha escrito en su
Cornet à dés, si no me engaño: lo verdadero es siempre nuevo.

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