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que por ello se nos intime a cambiar el tono de nuestra voz real ni a pasar tam-
bién nosotros a un estado segundo en el ejercicio de nuestro juicio.
Llegado a este punto de mi discurso sobre la causalidad de la locura, ¿no
tengo que desvelarme porque el cielo me libre de extraviarme y advertir que,
tras haber aseverado que Henri Ey desconoce la causalidad de la locura y no
es Napoleón, escojo en tal aprieto poner por delante, como última prueba,
que yo sí conozco esa causalidad, es decir, que soy Napoleón?
No creo, pese a todo, que tal sea mi propósito, pues paréceme que, al ve-
lar por mantener justas las distancias humanas que constituyen nuestra expe-
riencia de la locura, me he adecuado a la ley que hace literalmente existir sus
datos aparentes, a falta de lo cual el médico, tal como aquel que le opone al
loco que lo que éste dice no es cierto, no divaga menos que el loco mismo.
Releyendo, por otra parte, en esta ocasión la observación en la que me he
apoyado, me parece que puedo atestiguar ante mí mismo que, cualquiera
que sea la manera en que se puedan juzgar sus frutos, he conservado por mi
objeto el respeto que merece como persona humana, como enfermo y como
caso.
Por último, creo que con el desplazamiento de la causalidad de la locura
hacia esa insondable decisión del ser en la que éste comprende o desconoce
su liberación, hacia esa trampa del destino que lo engaña respecto de una li-
bertad que no ha conquistado, no formulo nada más que la ley de nuestro
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devenir, tal cual la expresa la fórmula antigua: Γενοι’,
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εσσι.
Y para definir la causalidad psíquica intentaré ahora aprehender el modo
de forma y acción que fija las determinaciones de este drama, tanto como
me parece científicamente identificable con el concepto de imago.
La historia del sujeto se desarrolla en una serie más o menos típica de identi-
ficaciones ideales, que representan a los más puros de los fenómenos psíquicos
por el hecho de revelar, esencialmente, la función de la imago. Y no concebi-
mos al Yo de otra manera que como un sistema central de esas formaciones,
sistema al que hay que comprender, de la misma forma que a ellas, en su es-
tructura imaginaria y en su valor libidinal.
16 Consúltese a Freud en su libro Das Ich und das Es, traducido por Jankélé-
vitch con el título Le Moi et le Soi, en Essais de psychanalyse, Payot, 1927 [El yo
y el ello, A. XIX].
17 Phénoménologie de la perception, Gallimard, 1945 [FCE, México, 1957].
acerca de la causalidad psíquica 177
como nunca se elimina por completo del mundo del hombre en sus formas
más idealizadas (en las relaciones de rivalidad, por ejemplo), se manifiesta
ante todo como la matriz de la Urbild del Yo.
Se la comprueba, en efecto, como dominando de manera significativa la
fase primordial en la que el niño toma conciencia de su individuo, al que su
lenguaje traduce, como sabéis, en tercera persona antes de hacerlo en pri-
mera. Charlotte Bühler,18 por no citar más que a ella, observando el compor-
tamiento del niño con su compañero de juego, ha reconocido ese transiti-
vismo en la forma asombrosa de una verdadera captación por la imagen del
otro.
De ese modo puede participar, en un trance cabal, en la caída de su com-
pañero, o imputarle asimismo, sin que se trate de mentira alguna, el hecho
de recibir de él el golpe que él le asesta. Prescindo por ahora de la serie de
fenómenos tales, que van desde la identificación espectacular hasta la suges-
tión mimética y la seducción de prestancia. Todos han sido comprendidos
por esta autora en la dialéctica que va desde los celos (esos celos cuyo valor
iniciador entreveía ya san Agustín de manera fulgurante) hasta las primeras
formas de la simpatía. Se inscriben en una ambivalencia primordial, que se
nos presenta, como ya lo he señalado, en espejo, en el sentido de que el sujeto
se identifica en su sentimiento de Sí con la imagen del otro, y la imagen del
otro viene a cautivar en él este sentimiento.
Ahora bien, sólo bajo una condición se produce reacción tal, y ella es la de
que la diferencia de edad entre los compañeros permanezca por debajo de
cierto límite, que al comienzo de la fase estudiada no puede superar un año
de diferencia.
Allí se pone ya de manifiesto un rasgo esencial de la imago: los efectos ob-
servables de una forma en el más amplio sentido, que sólo se puede definir
en términos de parecido genérico, o sea que implica como primitivo cierto
reconocimiento.
Sabido es que sus efectos se manifiestan con respecto al rostro humano
desde el décimo día posterior al nacimiento, es decir, apenas aparecidas las
primeras reacciones visuales y previamente a cualquier otra experiencia que
no sea la de una succión ciega.
siano; esa pasión de ser un hombre, diré, que es la pasión del alma por exce-
lencia, el narcisismo, que impone su estructura a todos sus deseos, aun a los
más elevados.
En el encuentro del cuerpo y el espíritu, el alma aparece como lo que es
para la tradición, es decir, como el límite de la mónada.
Cuando el hombre, en busca del vacío del pensamiento, avanza por el ful-
gor sin sombra del espacio imaginario, absteniéndose hasta de aguardar lo
que en él va a surgir, un espejo sin brillo le muestra una superficie en la que
no se refleja nada.
diez años, cuando designé la imago como el “objeto psíquico” y formulé que
la aparición del complejo freudiano marcaba una fecha en el espíritu hu-
mano, en la medida en que contenía la promesa de una verdadera psicolo-
gía, escribí al mismo tiempo, en reiteradas oportunidades, que la psicología
aportaba con ello un concepto capaz de mostrar en biología una fecundidad
cuando menos igual a la de muchos otros, que son, por hallarse en uso, sen-
siblemente más inciertos.
Aquella indicación se vio realizada en 1939, y como prueba de ello sólo
quiero dar dos “hechos”, entre otros que de allí en adelante han mostrado
ser numerosos.
Primeramente, 1939, trabajo de Harrisson, publicado en los Proceedings of
the Royal Society.23
Hace ya mucho que se sabe que la paloma hembra, aislada de sus congé-
neres, no ovula.
Las experiencias de Harrisson demuestran que la ovulación está determi-
nada por la visión de la forma específica del congénere, con exclusión de
toda otra forma sensorial de la percepción y sin que sea necesario que se
trate de la visión de un macho.
Ubicadas en un mismo recinto con individuos de ambos sexos, pero en
jaulas fabricadas de manera tal que los sujetos no se puedan ver, sin dejar de
percibir sin obstáculo alguno sus gritos y su olor, las hembras no ovulan. A la
inversa, es suficiente que dos sujetos puedan contemplarse, así sea a través de
una placa de vidrio que basta para impedir todo desencadenamiento del
juego del cortejo, estando la pareja así separada compuesta por dos hembras,
para que el fenómeno de ovulación se desencadene dentro de plazos que va-
rían: de doce días, en el caso del macho y la hembra con el vidrio inter-
puesto, a dos meses, en el de dos hembras.
Pero hay un punto aún más notable: la mera visión por el animal de su
propia imagen en el espejo basta para desencadenar la ovulación al cabo de
dos meses y medio.
Otro investigador ha señalado que la secreción de leche en los buches del
macho, que normalmente se produce en oportunidad del rompimiento de
los huevos, no se produce si el animal no puede ver a la hembra empollándo-
los.
parece pensar en relacionarla con las nociones de la Gestalt. Dejo que diga su
conclusión en términos que han de mostrar su escasa propensión metafísica:
“Preciso es que haya allí —dice— una especie de reconocimiento, por rudi-
mentario que se lo suponga. Ahora bien ¿cómo hablar de reconocimiento
—añade— sin sobrentender un mecanismo psicofisiológico?”.25 ¡Que tal es el
pudor del fisiólogo!
Pero eso no es todo. Algunos gregarios nacen del ayuntamiento de dos so-
litarios, en una proporción que depende del tiempo durante el cual se les
permita a éstos tratarse. Además, las excitaciones se suman de tal modo, que,
a medida que se repiten los ayuntamientos tras algunos intervalos, la propor-
ción de los gregarios que nacen aumenta.
Inversamente, la supresión de la acción morfógena de la imagen acarrea
la progresiva reducción del número de los gregarios dentro del linaje.
Aunque las características sexuales del gregario adulto caigan bajo las con-
diciones que ponen aún mejor de manifiesto la originalidad del papel de la
imago específica en el fenómeno que acabamos de describir, me disgustaría
proseguir más tiempo en este terreno dentro de un informe que tiene por
objeto la causalidad psíquica en las locuras.
Tan sólo deseo destacar en esta ocasión el hecho no menos significativo
de que, contrariamente a lo que Henri Ey llega a decir en alguna parte, no
hay paralelismo alguno entre la diferenciación anatómica del sistema ner-
vioso y la riqueza de las manifestaciones psíquicas, así sean de inteligencia,
como lo demuestra un número inmenso de hechos del comportamiento en-
tre los animales inferiores. Tal, por ejemplo, el cangrejo de mar, cuya habi-
lidad en el uso de las incidencias mecánicas cuando tiene que valerse de un
mejillón me he complacido en celebrar en mis conferencias en reiteradas
oportunidades.
ser “superados” en tanto que han llevado su indagación con esa pasión de
descubrir que tiene un objeto: la verdad.
Como lo ha dejado escrito uno de esos príncipes del verbo entre cuyos de-
dos parecen deslizarse por sí solos los hilos de la máscara del Ego, y he nom-
brado a Max Jacob, poeta, santo y novelista; sí, como él lo ha escrito en su
Cornet à dés, si no me engaño: lo verdadero es siempre nuevo.