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M.

Merleau-Ponty

LAS RELACIONES CON EL PRÓJIMO


EN EL NIÑO1

1ª parte2
El problema de la percepción del otro en el niño

I. El Problema teórico

Antes de estudiar las diferentes relaciones que se establecen


entre el niño y sus padres, entre el niño y sus semejantes, los otros
niños, hermanos y hermanas, o los niños extraños, antes de entrar
pues en la descripción y análisis de estas diferentes relaciones, una
cuestión de principio se plantea, a saber: ¿cómo, en qué condiciones
llega el niño a tomar contacto con los otros, con el prójimo? 3 ¿De qué
naturaleza es esta relación con el otro en el niño? ¿Cómo es posible a
partir del comienzo de la vida?
Hay allí un problema que la psicología clásica no abordó sino con
muchas dificultades, y se podría decir que ha sido uno de los que ha
operado como escollo en la psicología clásica, porque se comprobó
como imposible de resolver ateniéndose a las ideas teóricas que la
psicología académica había elaborado.
¿Cómo se presenta la cuestión en una psicología clásica? Dados
los supuestos sobre los que esta psicología trabaja, dados los
prejuicios que de antemano ha adoptado sin ningún tipo de crítica,
la relación con el otro se hace para ella incomprensible. En efecto,
¿qué es ante todo el psiquismo, el del otro o el mío, para la psicología
clásica? Un punto sobre el cual todos los psicólogos del período
clásico se entendían tácitamente era el siguiente: el psiquismo o lo
psíquico es aquello que es dado a uno solo. Parecía, en efecto, que se
podía admitir sin otro examen ni discusión que lo constitutivo del
1
El presente Curso fue dictado en la Sorbonne en el año 1951. El texto fue extraído de las
páginas dactilografiadas del Centre de Documentation Universitaire y editado en MERLEAU-
PONTY, Maurice Parcours, 1935-1957, Paris, Verdier, 1997.
2
El curso tiene una introducción de 24 pp. que no ha sido traducido aquí.
3
Los vocablos “autrui” y “autre” deberían ser traducidos por sus equivalentes "prójimo" y
“otro" respectivamente. En el original francés se emplea la mayoría de las veces el término
“autrui” aunque ambos tienen la misma significación. No se ha respetado la ocurrencia de
cada uno ya que en español es más frecuente el uso del término “otro” y para agilizar la
lectura. La alteración no menoscaba la precisión conceptual y sólo ayuda a evitar la
repetición.
1
psiquismo, tanto en mí como en el otro, es su carácter
incomunicable. Sólo yo soy capaz de aprehender mi psiquismo, por
ejemplo, mis sensaciones, mi sensación de verde o de rojo, no las
conocerán ustedes jamás como yo las conozco, nunca las
experimentarán en mi lugar. De esta idea resulta que el psiquismo
del otro se me aparece como radicalmente inaccesible; al menos en
su existencia misma. No puedo alcanzar las otras vidas, los otros
pensamientos, ya que por definición no están abiertos más que a la
inspección de un solo individuo: su dueño.
Puesto que no puedo tener acceso directo al psiquismo del
prójimo por las razones que acabamos de dar, es necesario admitir,
pues, que no lo comprendo sino indirectamente por intermedio de
sus apariencias corporales. Yo los veo a ustedes en carne y hueso,
ustedes están ahí, no puedo saber qué piensan, pero lo puedo
suponer, adivinarlo a partir de vuestras expresiones fisonómicas, de
vuestros gestos y palabras, en resumen, a partir de una serie de
fenómenos corporales de los que yo soy testigo.
La cuestión se plantea, pues, de este modo: ¿cómo es que en
presencia de ese "maniquí" que se asemeja a un hombre, cómo es
que en presencia de ese cuerpo que gesticula de una manera
característica, llego a pensar que ese cuerpo está habitado por un
"psiquismo"? (Empleo a propósito esta vaga palabra, psiquismo, para
no implicar, empleando una más precisa, alguna teoría de la
conciencia). ¿Cómo, pues, he llegado a considerar que ese cuerpo
que está ante mí es la envoltura de un psiquismo? ¿Cómo puedo
percibir a través de ese cuerpo, por así decir, un psiquismo extraño?
La concepción que la psicología clásica tiene del cuerpo y de la
conciencia que retomamos es aquí un segundo obstáculo que se
opone a la resolución del problema. Queremos hablar de la noción de
cenestesia. Se entiende por tal una suma de sensaciones que
expresarían al sujeto el estado de los diferentes órganos, el estado de
las distintas funciones del cuerpo. Es así como mi cuerpo para mí, y
el de ustedes para ustedes, sería aprehendido, sería conocido, por
medio de una cenestesia.
Un manojo de sensaciones es, por hipótesis, tan individual como
el psiquismo mismo, es decir que si verdaderamente mi cuerpo no es
cognoscible por mí más que por el conjunto de sensaciones que me
ofrece, masa de sensaciones a la que ustedes no podrán
evidentemente tener ningún acceso y de la que no tenemos ninguna
experiencia concreta, entonces la conciencia que tengo de mi cuerpo
es impenetrable para ustedes. Ustedes no pueden representarse
como siento yo mi propio cuerpo; y es imposible que yo me
represente cómo ustedes sienten el suyo. ¿Cómo, pues, podré
suponer que detrás de esta apariencia corporal que está ante mí, hay
alguien que experimenta su cuerpo como yo experimento el mío?
No hay entonces más que un recurso en la psicología clásica: el
de suponer que, espectador de los gestos y de las palabras que el
cuerpo del prójimo ejecuta delante de mí, yo considero el conjunto de
los signos que de este modo me ofrece, el conjunto de las expresiones

2
fisonómicas que me presenta, como la ocasión de una especie de
desciframiento. Yo proyecto, por así decir, detrás de ese cuerpo
ajeno, del que veo los gestos y las palabras características, lo que yo
mismo siento de mi propio cuerpo; sea que se trate de una verdadera
asociación de ideas o más bien de un juicio por el cual interpreto las
apariencias, transfiero al otro la experiencia íntima que tengo de mi
propio cuerpo.
El problema de la experiencia del prójimo da origen, por así
decirlo, a un sistema de cuatro términos, [en primer lugar] estoy yo,
mi "psiquismo"; [en segundo lugar está] la imagen que me hago de mi
cuerpo por medio del tacto o de la cenestesia, que llamaremos, para
ser breves, la imagen interoceptiva de mi propio cuerpo; hay un
tercer término que es el cuerpo del prójimo tal como yo lo veo y que
llamaremos cuerpo visual; y finalmente, un cuarto término,
hipotético, que se trata justamente para mí de reconstruir, de
imaginar qué es el "psiquismo" del prójimo, el sentimiento que el otro
tiene de su propia existencia, tal como yo puedo suponerlo e
imaginarlo a través de las apariencias que el otro me ofrece por
intermedio de su cuerpo visual.
Así establecido, el problema despierta toda clase de dificultades.
Dificultad, en primer lugar, para relacionar mi conocimiento o mi
experiencia del otro con una asociación, o un juicio por el cual yo
proyectaría en ellos los datos de mi experiencia íntima. La percepción
del otro es relativamente muy precoz. No es en edad temprana,
naturalmente, que llegamos a conocer con exactitud la significación
de cada una de las expresiones emocionales que el otro nos presenta.
Este conocimiento exacto es, si se quiere, tardío, pero lo que es muy
precoz es el hecho mismo de que yo percibo una expresión, aunque
me engañe sobre lo que significa de modo preciso. Desde muy
temprano los niños son sensibles a las expresiones fisonómicas, por
ejemplo, a la sonrisa. ¿Cómo sería esto posible si para llegar a
comprender el sentido global de la sonrisa y, por ejemplo, que la
sonrisa significa, en resumen, la bondad, el niño debía hacer el
trabajo complicado del que he hablado antes, es decir, si partiendo
de la percepción visual que tiene de la sonrisa del prójimo, y
relacionando esta expresión visible del otro con el movimiento que él
mismo ejecuta cuando está feliz o cuando está benévolo, proyectase
en el prójimo una benevolencia de la que él tendría la experiencia
íntima, pero que no podría captar directamente en el otro? Ese
proceso complicado parece incompatible con la relativa precocidad de
la percepción del prójimo.
Además, para que la proyección sea posible, para que tenga
lugar, sería necesario que me funde en la analogía que hay entre las
expresiones fisonómicas que el otro me ofrece y los distintos gestos
fisonómicos que yo mismo ejecuto. En el caso de la sonrisa, de la que
hablábamos, para que yo interprete la sonrisa visible del prójimo
sería necesario, que hubiese un medio de aproximar esa sonrisa
visible del otro con la que podríamos llamar la "sonrisa motora", la
sonrisa tal cual es, en el caso del niño, sentida por el niño mismo.

3
Ahora, ¿tenemos justamente el medio de hacer esta comparación
entre el cuerpo del prójimo tal como aparece en la percepción visual,
y mi cuerpo tal como yo lo siento por medio de la interoceptividad y
por medio de la cenestesia? ¿Tenemos el medio para hacer una
comparación sistemática entre el cuerpo del otro tal como es visto
por mí y mi cuerpo tal como es sentido por mí? Para que esto fuese
posible, sería necesario que hubiese entre las dos experiencias una
correspondencia aproximadamente regular. Pero el niño sólo tiene de
su propio cuerpo una experiencia visual muy pequeña comparada
con todas las sensaciones táctiles, kinestésicas o cenestésicas que es
capaz de tener. Hay muchas regiones de su cuerpo que no ve, están
las que no verá jamás, que no conocerá nunca sino por intermedio
del espejo (del cuál hablaremos de inmediato). La correspondencia
entre las dos imágenes del cuerpo no es en modo alguno puntual.
Para comprender cómo el niño llega a asimilar una a la otra, sería
necesario más bien suponer que el niño tiene para hacerlo otras
razones que los pormenores. Si llega a identificar como cuerpo y
como cuerpo animado el cuerpo del prójimo y el propio cuerpo, esto
es posible porque los identifica globalmente y no porque construye
punto por punto una correspondencia entre la imagen visual del
prójimo y la imagen interoceptiva del cuerpo propio.
Esas dos dificultades son particularmente visibles cuando se
trata de dar cuenta del fenómeno de la imitación. La imitación es la
ejecución de un gesto semejante al que realiza el otro: por ejemplo, el
niño que sonríe porque nosotros le sonreímos. De acuerdo con los
principios que hemos supuesto hace un momento, sería necesario
que la imagen visual que el niño tiene de la sonrisa del otro, se
"tradujese" en un lenguaje motor. Es necesario que el niño ponga en
movimiento los músculos de su rostro, para reproducir esa expresión
visible del otro que se llama "sonrisa". ¿Pero, cómo lo hará? No tiene,
naturalmente, el sentimiento motor interno que el otro tiene de su
rostro, y en lo que concierne a sí mismo, no tiene una imagen visual
de sí mismo sonriendo. De manera que si se quiere resolver el
problema de esa transferencia de una conducta del otro a mí, no se
puede en absoluto descansar en la supuesta analogía que hay entre
el rostro del prójimo y el del niño.
Se acerca al contrario la solución del problema a condición de
que se renuncie a ciertos prejuicios clásicos. Es necesario renunciar
al prejuicio fundamental, según el cual el psiquismo es aquello que
no es accesible más que a una sola persona; mi psiquismo sería lo
que no es accesible sino a mí, lo que no se puede ver desde afuera.
Mi "psiquismo" no es una serie de "estados de conciencia"
rigurosamente encerrados en sí mismos e impenetrables para todo
“otro”. Mi conciencia está desde un comienzo vuelta hacia el mundo,
vuelta hacia las cosas; es ante todo relación con el mundo. La
conciencia del otro, también ella, es ante todo, una cierta manera de
comportarse respecto al mundo. Es entonces en su conducta, en esa
manera en que el otro trata el mundo que voy a poder encontrarlo.

4
Si yo soy una conciencia vuelta hacia las cosas puedo encontrar
allí acciones que son las acciones del prójimo, hallar en estas
acciones un sentido porque ellas son para mi propio cuerpo temas de
actividad posibles. Paul Guillaume 4 dice que no se imita al otro en
primer lugar, sino las acciones del prójimo, y que se encuentra al
otro en el punto de origen de sus acciones. Lo que el niño imita,
primero, no es a alguien sino sus conductas. Y el problema de saber
cómo puede transferirse una conducta del prójimo a mí es
infinitamente menos difícil de resolver que el problema de saber
cómo me puedo representar un psiquismo que sería radicalmente
extraño al mío. Si, por ejemplo, veo al otro hacer un dibujo, puedo
comprender lo trazado como una acción porque habla
inmediatamente a mi propia motricidad. Por cierto que el otro, como
autor de un dibujo, no es todavía una persona, y tiene conductas
más reveladoras que esa: por ejemplo, las conductas hablantes. Lo
esencial es ver que una perspectiva se abre sobre el prójimo a partir
del momento en que yo lo defino y me defino a mí mismo como una
conducta puesta a obrar en el mundo, como una cierta
"aprehensión" del mundo natural y cultural que nos rodea.
Pero esto supone no solamente una reforma de la noción de
psiquismo (en adelante reemplazada por la noción de conducta), sino
también de la idea que nos hacemos de nuestro cuerpo propio. Si mi
cuerpo debe retomar como suyas las conductas que observo, es
necesario que mi cuerpo me sea dado, no como un manojo de
sensaciones rigurosamente privadas, sino como lo que llamamos un
"esquema postural" o "esquema corporal". Esta noción introducida
hace mucho por Head, ha sido retomada y enriquecida por Wallon y
por ciertos psicólogos alemanes y finalmente ha sido objeto de un
trabajo por parte del profesor Lhermitte 5.
Para estos autores, mi cuerpo no es de ningún modo una
aglomeración de sensaciones (visuales, táctiles, kinestésicas,
cenestésicas, etc.). Es ante todo un sistema, donde los diferentes
aspectos interoceptivos y exteroceptivos se expresan recíprocamente,
y que además comporta relaciones esbozadas al menos con el
espacio circundante y sus direcciones principales. La conciencia que
tengo de mi cuerpo no es la conciencia de un bloque aislado, es un
esquema postural, es la percepción de la posición de mi cuerpo con
respecto a la vertical, a la horizontal y a ciertos ejes de coordenadas
importantes del medio en el que se encuentra.
Además, los diferentes dominios sensoriales (visuales, táctiles,
datos de la sensibilidad articular, etc.) que están comprometidos en
la percepción de mi cuerpo, no se me ofrecen como otras tantas
regiones totalmente extrañas unas a otras. Aún si, en el primero y
segundo año la traducción de unas en el lenguaje de las otras es
imprecisa e incompleta, tendrán en común un cierto estilo de acción,
una cierta significación gesticular que hará de su conjunto un
conjunto ya organizado. Así comprendida, la experiencia que tengo

4
La imitation chez l’enfant, [P.U.F., 1969.]
5
“L’image de notre corps”, [Nouvelle Revue Critique, 1939.]
5
de mi propio cuerpo podrá ser mucho más fácilmente transferida al
otro que la cenestesia de los clásicos y dar lugar, como dice Wallon, a
una “impregnación postural” de mi propio cuerpo por las conductas
de las que soy testigo.
Puedo percibir, a través de la imagen visual del otro, que el
prójimo es un organismo y que ese organismo está habitado por un
“psiquismo”, porque esta imagen visual del otro al ser interpretada
por la noción que yo mismo tengo de mi cuerpo, y aparece entonces
como la envoltura visible de otro “esquema corporal”. Mi percepción
de mi cuerpo estaría, por así decir, atascada en una cenestesia
estrictamente individual. Al contrario, si se trata de un esquema o
sistema, así como es relativamente transportable de un dominio
sensorial a otro en lo que concierne a los datos de mi propio cuerpo,
también es transferible al dominio del otro.
Tenemos, pues, en términos de la psicología actual, un sistema
que es, esta vez, de dos términos: mi comportamiento y el
comportamiento del otro, y que funciona como un todo. A medida
que voy elaborando, constituyendo mi esquema corporal, a medida
que voy adquiriendo de mi propio cuerpo una experiencia mejor
organizada, en esta misma medida la conciencia que tengo de mi
propio cuerpo cesará de ser un caos en donde estaría atascado y se
prestará a una transferencia en el otro. Y como, al mismo tiempo, el
otro que se trata de percibir no es ya un psiquismo encerrado sobre
sí, sino una conducta, un comportamiento en relación con el mundo,
se ofrece por sí mismo a la aprehensión de mis intenciones motrices
y a esta “transgresión intencional” (Husserl) por la que yo lo animo y
me transporto en él. Husserl decía que la percepción del otro es
como un “fenómeno de acoplamiento”. El vocablo es apenas una
metáfora. En la percepción del prójimo mi cuerpo y el del otro son
puestos en pareja, cumplen como una acción a dúo: esta conducta
que yo veo solamente, la veo en cierto modo a distancia, la hago mía,
la retomo o la comprendo. Y, recíprocamente, yo sé que los gestos
que yo mismo ejecuto, pueden ser objetos intencionales para el otro.
Es esta transferencia de mis intenciones en el cuerpo del otro y de
las intenciones del otro en mi propio cuerpo, esta alienación del otro
por mí y de mí por el otro, la que hace posible la percepción del
prójimo.
Todos estos análisis admiten que no se podrá dar cuenta de la
percepción del otro si se comienza por suponer un ego y un prójimo
que sean absolutamente conscientes de sí mismos y, por
consiguiente, que reivindiquen una originalidad absoluta en relación
al otro que está frente a ellos. Al contrario, se hace comprensible la
percepción del otro si se supone que la psicogénesis comienza por un
estado en el que el niño se ignora a sí mismo y al otro en tanto que
diferentes. No se puede, pues, decir que hasta ese momento el niño
se comunique verdaderamente con el prójimo. Para que haya
comunicación es necesario que haya distinción neta entre el que
comunica y aquél con el que se comunica. Pero habría inicialmente
un estado de precomunicación (Max Scheller) en el cual las

6
intenciones del otro juegan de alguna manera a través de mi cuerpo,
y mis intenciones juegan a través del cuerpo del otro.
¿Cómo se produce esta distinción? Yo tomo conocimiento poco a
poco de mi cuerpo, de lo que lo distingue radicalmente del cuerpo del
otro, cuando comienzo a vivir mis intenciones en las expresiones
fisonómicas del otro y, recíprocamente, a vivir las intenciones del
otro en mis propios gestos. El progreso de la experiencia del niño
hace que él se aperciba que su cuerpo está de todos modos cerrado
sobre sí, en especial la imagen visual que adquiere de su propio
cuerpo (particularmente con la ayuda del espejo) le revela el
aislamiento de los sujetos, uno frente al otro, que no suponía al
principio. La objetivación del cuerpo propio le hace aparecer al niño
su diferencia, su "insularidad" y, correlativamente, la del prójimo.
El desarrollo tendría, pues, más o menos, el siguiente curso: una
primera fase que llamaremos de precomunicación en la que no hay
un individuo frente a un individuo, sino una colectividad anónima,
una vida para muchos sin diferenciación; y a continuación, sobre la
base de esta comunidad inicial se produce por objetivación del
cuerpo propio por una parte y por constitución del otro en su
diferencia por otra parte, la segregación, la distinción de los
individuos, proceso que, por otra parte, lo veremos más tarde, nunca
está completamente acabado.
Este género de concepciones es común a muchas tendencias de
la psicología contemporánea; se lo encuentra en Guillaume, en
Wallon, en los Gestaltistas, en los fenomenólogos, los psicoanalistas.
Guillaume6 muestra que uno no debe representarse la conciencia
en su comienzo como conciente de ella misma de un modo expreso, o
como cerrada sobre sí.
El primer yo es un yo, como él dice, virtual o latente, es decir, que
se ignora en su diferencia absoluta, pues la conciencia de sí mismo
como individuo incomparable, en cuyo lugar nadie se puede
introducir, es tardía y no primigenia. Siendo que ese yo primordial es
virtual o latente, el egocentrismo no es de ningún modo, como la
palabra podría hacerlo creer, la actitud de un yo que se capta
expresamente a sí mismo; es más bien la actitud del yo que se
ignora, y vive tanto en los otros como en sí mismo, pero que
ignorándolos también en su separación no es en verdad más
conciencia de ellos que de sí mismo.
Wallon introduce una noción análoga con lo que él llama la
"sociabilidad sincrética". El sincretismo es aquí la indistinción entre
yo y el otro, confundidos en el interior de una situación que nos es
común. A continuación interviene la objetivación del cuerpo propio
que va a establecer entre el otro y yo como un muro, una separación,
y va a hacer que en adelante no me confunda ya más con lo que el
otro piensa, en particular con lo que piensa de mí, igual que no lo
confundiré más con lo que yo pienso y en particular con lo que
pienso de él. En consecuencia, hay constitución, correlación del otro
y de mí como dos seres humanos entre todos los seres humanos.
6
La formation des habitudes chez l’enfant, P.U.F., 1973.
7
Aunque el primer yo era a la vez completamente ignorante de sí
mismo, y al mismo tiempo tanto más imperioso cuanto que ignoraba
sus propios límites, el yo adulto al contrario será a la vez un yo que
conoce sus propios límites y que sin embargo posee el poder de salir
de sí por la verdadera simpatía, que es, al menos relativamente,
distinta de la simpatía inicial. La simpatía inicial descansa sobre la
ignorancia de mí mismo antes que sobre la percepción del prójimo,
mientras que la simpatía de la edad adulta tiene lugar entre “otro” y
“otro”, no supone abolidas las diferencias entre yo y el prójimo.

II. Ubicación del esquema corporal y esbozo de la percepción del


prójimo: el niño de 0 a 6 meses

Lo que se ha establecido en las observaciones anteriores es la


correlación entre la conciencia del cuerpo propio y la percepción del
otro. Tener conciencia de que se tiene un cuerpo es tener conciencia
de que el cuerpo del prójimo está animado por otro psiquismo; son
dos operaciones no solamente simétricas, lógicamente, sino que
forman realmente sistema. En los dos casos se trata de tomar
conciencia de lo que se podría llamar la encarnación. Advertir que
tengo un cuerpo visible desde afuera, y que para el prójimo yo no soy
otra cosa que un maniquí que gesticula en un punto del espacio, por
una parte; –y por otro lado apercibirme que el otro tiene un
psiquismo, es decir que ese cuerpo que yo veo allá como un maniquí
gesticulante en un punto del espacio, está animado por otro
psiquismo, son dos momentos de una sola totalidad,– lo que no
quiere decir que la experiencia de ese fenómeno total en el niño no
pueda privilegiar desde al comienzo uno de sus aspectos,– pero que
en todo caso, cualquier progreso realizado por un lado desequilibra el
conjunto y es el fermento dialéctico del progreso ulterior en el resto
del sistema. Hay allí operaciones complementarias y la experiencia de
mi cuerpo y la del otro forman una totalidad, constituyen una
"forma". Diciendo esto no quiero decir, naturalmente, que la
percepción del otro y la del cuerpo propio marchen siempre con el
mismo paso, ni que se desarrollen siguiendo el mismo ritmo. Al
contrario, vamos a constatar que la percepción del cuerpo propio se
adelanta al reconocimiento del prójimo y que, en consecuencia, si los
dos forman un sistema, es un sistema articulado en el tiempo.
Decir que un fenómeno es un fenómeno de forma (Gestalt), no
significa afirmar que es innato en sus diferentes aspectos ni tampoco
en uno sólo de sus aspectos. Equivale a decir que se desenvuelve
según una ley de equilibrio interno y como por auto-organización. Los
gestaltistas no han limitado de ningún modo el uso de la noción de
"forma" al instante, al presente. Han insistido, por el contrario, sobre
el fenómeno de forma en el tiempo (melodía). Decía hace un instante
que la percepción del cuerpo propio se adelanta a la percepción del
prójimo. El niño toma conocimiento más temprano de su propio

8
cuerpo que de las expresiones fisonómicas del otro. Esto no impide
que los dos fenómenos estén interiormente ligados. La percepción del
cuerpo propio crea, a medida que se desenvuelve, un desequilibrio:
por su resonancia sobre la imagen del otro, suscita un llamado al
desenvolvimiento ulterior de la percepción del prójimo. Repercute en
otra fase donde la percepción del otro aparece como predominante, y
así seguidamente. Los dos fenómenos pueden muy bien formar un
sistema, aunque sólo se destaquen sucesivamente. En cada una de
las fases de ese desarrollo están contenidos los gérmenes que ya
preparan la superación de esa fase. Y decir que el fenómeno es un
fenómeno de forma, no quiere decir de ningún modo que en cada
una de sus etapas está en reposo absoluto. Toda forma (por ejemplo,
las que percibimos en el espacio, las formas coloreadas), es, en
realidad, trabajada por fuerzas de direcciones diferentes. El
desequilibrio puede ser, al principio, infinitesimal, y no dar lugar a
ningún cambio aparente. Después, cuando excede un cierto umbral
se produce un cambio. De igual manera puede haber muy bien, en el
interior de cada una de las fases del desarrollo, alguna cosa que se
anticipe sobre la siguiente y que animará una serie de
reestructuraciones. La noción de forma es esencialmente dinámica.
Consideraremos alternativamente el estado de la percepción del
propio cuerpo y el estado de la percepción del prójimo.

1º) El cuerpo propio de 0 a 6 meses

El cuerpo, como lo indica Wallon en un excelente análisis, 7


comienza por ser interoceptivo. Se produce toda una fase, en el
comienzo de la vida del niño, durante la cual la exteroceptividad
(percepciones visuales, auditivas) y todas las que nos ponen en
relación con el mundo exterior), aunque comience a ejercerse, no
puede hacerlo en colaboración con la interoceptividad. Ésta es el
medio mejor organizado, en el período considerado, para ponernos en
relación con las cosas. En el comienzo de la vida del niño, la
percepción exterior es imposible por razones muy simples:
insuficiencia de la acomodación visual, insuficiencia de la regulación
muscular de los ojos.
Como lo hemos dicho, el cuerpo es al comienzo cuerpo bucal.
Stern ha hablado igualmente de un espacio bucal en el comienzo de
la vida del niño, queriendo decir con esto que el espacio que puede
estar contenido o explorado por la boca constituye el límite del
mundo para el niño. Podríamos decir más ampliamente, como lo
hace Wallon, que el cuerpo es ya un cuerpo respiratorio. No es
solamente la boca, sino también el aparato respiratorio el que otorga
al niño una cierta experiencia del espacio. En seguida intervienen, se
ponen en relieve otras regiones del cuerpo. Todas las regiones que

7
Les Origines du caractère chez l’enfant, [P.U.F., 1949; coll. “Quadrige”, 53, 1993.]
9
están ligadas a las funciones de expresión, por ejemplo, toman una
importancia extrema en los meses que siguen. En espera de la
soldadura que se producirá entre los datos de la percepción exterior
y los datos de la interoceptividad, el cuerpo interoceptivo funciona
como exteroceptivo. Es, en otro lenguaje, aproximadamente lo que
los psicoanalistas dicen sobre el comienzo de la experiencia del niño,
cuando muestran que las relaciones del niño con el seno materno
son los primeros vínculos del niño con el mundo.
Es sólo entre el tercer y el sexto mes que se produce la soldadura
entre los dos dominios, exteroceptivo e interoceptivo. Los diferentes
trayectos nerviosos no están todavía en estado de funcionar en el
momento del nacimiento. La mielinización que hará posible ese
funcionamiento es tardía, en particular para las fibras de conexión
de las que hablamos hace un momento. Esta se produce entre el
tercero y sexto mes para la conexión de los aparatos que
proporcionan los diferentes datos sensoriales y para aquellas de los
aparatos que corresponden a la exteroceptividad y la de los que
corresponden a la interoceptividad.
Hasta ese momento, la percepción es imposible por otra razón
aún: que ella supone un mínimo de equilibrio. El funcionamiento de
un esquema postural, es decir, de una conciencia global de la
posición de mi cuerpo en el espacio, con los reflejos de corrección
que se imponen a cada momento, la conciencia global de la
espacialidad de mi cuerpo, todo esto es necesario para la percepción,
(Wallon). De hecho, el esfuerzo de equilibrio acompaña
constantemente nuestras percepciones, salvo en la posición de
decúbito dorsal. Pero también, señala Wallon, en esta posición, sobre
todo en el niño, el pensamiento o la percepción se desvanece, en
general, y sobreviene el sueño. Ese lazo entre la motricidad y la
percepción manifiesta hasta qué punto es cierto decir que las dos
funciones no son más que dos aspectos de una sola totalidad y que
desde el inicio la percepción de mundo y la de cuerpo propio forman
sistema.
Cuando las soldaduras necesarias se han adquirido subsiste
todavía un desajuste considerable entre la precisión de la conciencia
del cuerpo en algunos dominios y en otros. Ustedes saben, por
ejemplo, que la mielinización se produce mucho más tarde en las
fibras nerviosas que corresponden a la actividad de los pies, que en
las que corresponden a la actividad de las manos. El retardo es
siempre de tres semanas. Lo mismo en lo concerniente a las manos,
hay un ligero retardo de la mano izquierda con respecto a la derecha,
que ocurre a los 26 días. Hay, en consecuencia, una fase en que el
niño reúne las condiciones fisiológicas de una percepción precisa de
los movimientos de la mano derecha, pero todavía no los de una
percepción precisa de los movimientos de la mano izquierda.
No es pues sorprendente que la verdadera atención del niño a su
propio cuerpo o a las partes de su cuerpo sea relativamente tardía.
Es sólo al centésimo quince día de vida, es decir aproximadamente al
cuarto mes que se constata una verdadera atención del niño a su

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mano derecha. Es solamente alrededor de la vigésima tercer semana
de su vida, es decir alrededor del 6º mes que se ve al niño hacer
sistemáticamente la experiencia de explorar una mano con la otra.
En ese momento, habiendo tomado su mano derecha con su
izquierda, por ejemplo, interrumpe su movimiento y mira
atentamente sus manos. Es recién a la vigésima cuarta semana, es
decir al término del sexto mes que el niño queda perplejo delante del
espectáculo de un guante colocado junto a su mano. Se lo ve
comparar el guante y su mano, mirar atentamente su mano que se
mueve. Todas esas experiencias tienden a familiarizar al niño con la
correspondencia que existe entre la mano que toca y la que es
tocada, entre el cuerpo tal como es visible y el cuerpo tal como es
sentido por la interoceptividad.
La conciencia del propio cuerpo es, pues, en un comienzo,
lacunar, y se integra poco a poco, el esquema corporal se precisa, se
reestructura y se afina paulatinamente.

2º) El prójimo entre 0 y 6 meses

Toda esta puesta en funciones del esquema corporal es al mismo


tiempo una puesta en funciones de la percepción del otro. Las
reacciones ante el prójimo son, según Guillaume 8, en extremo
precoces. A decir verdad, parece que las primeras formas de reacción
respecto al otro, que Guillaume ha descripto, no están ligadas a una
percepción visual del otro. Corresponderían más bien a los datos de
la interoceptividad. Guillaume dice que entre el noveno y undécimo
día se ha constatado en el niño una expresión de asombro y atención
ante la vista de los rostros, de las sonrisas fugaces. Habría
constatado a los dieciséis días diferencias de actitud del niño según
que esté en los brazos de su madre, en los de su nodriza o en los de
su padre.
Según Wallon, no se trataría, en esas diferentes actitudes, de una
verdadera percepción exteroceptiva de la madre, del padre y de la
nodriza. Se trataría más bien de diferencias sentidas por el niño en el
estado de su cuerpo, diferencias de bienestar según que el seno de la
nodriza esté presente o ausente y también según la manera en que
cada una de los personajes en cuestión lo tenga en sus brazos.
Hasta los tres meses, según Wallon, no habría percepción
exterior del prójimo en el niño, y lo que se debería más bien admitir
cuando, por ejemplo, se ve al niño gritar porque alguien se va, es que
sobreviene en él una “impresión de incompletud”. Antes que no
percibir verdaderamente a los que están allí, está incompleto cuando
alguien se va. Esta experiencia negativa no significa que hubiera una
percepción precisa del prójimo como otro en el momento que
precedía. El primer contacto exterior con el prójimo sólo puede darlo
verdaderamente la exteroceptividad. Mientras el prójimo es sentido
8
L’imitation chez l’enfant, [op. Cit.]
11
sólo como una especie de bienestar en el organismo del bebé porque
es tenido más firme o más dulcemente en los brazos, no se puede
decir que sea percibido.
El primer stimulus exteroceptivo activo sería la voz. Con ella
comenzarían las reacciones que podríamos calificar, sin duda
posible, de reacciones con respecto al prójimo. La voz humana
escuchada por el niño provoca, en un comienzo, gritos cuando el
niño se asusta y, luego, a los dos meses, sonrisas. A los dos o tres
meses constatamos también que la mirada que se posa sobre el niño
le hace sonreír. Habría en el niño, en ese momento al menos, una
percepción de la mirada como de algo que lo completara. A la misma
edad el niño responde con gritos a los gritos de otro bebé, por una
especie de contagio de gritos que va a desaparecer después a medida
que la percepción visual del otro se desarrolle. También a la misma
edad el niño llora cuando se va de la pieza alguna persona, no
importa quien sea, y no sólo como al principio, cuando se va la
nodriza o quien le da de mamar.
A los dos meses y cinco días observaremos, dice Wallon, una
experiencia indudablemente visual del otro: reconocimiento del padre
a dos metros de distancia, a condición de que el padre se presente en
su medio habitual; en un ambiente inhabitual no sería reconocido. A
los tres meses el niño saluda con gritos a toda persona que entra en
su cuarto, aunque se trate de una persona de la que no puede
esperar cuidados.
En lo que concierne a las relaciones con los otros niños, he aquí,
más o menos, cómo transcurren las cosas. Decía enseguida que
entre los dos y tres meses hay contagio de los gritos de un bebé al
otro, y que a continuación, a medida que la percepción visual del
otro se desarrolla, el contagio de los gritos desaparece. Por
consiguiente, en un niño, pasados los tres meses, el contagio de los
gritos es mucho más raro que antes de los tres meses, y un bebé
puede mirar con frialdad a otro bebé que llora.
Los primeros bosquejos de una observación del otro consistirían
en fijaciones sobre las partes del cuerpo. El niño mira los pies, la
boca, las manos; no mira a la persona. La diferencia entre una
mirada observadora llevada sobre una parte del cuerpo y una mirada
orientada sobre la mirada del otro que busca captar al prójimo como
tal es intuitivamente muy perceptible. El examen de las partes del
cuerpo del otro va a enriquecer considerablemente la percepción que
el niño puede tener de su propio cuerpo. Se lo ve trasladar
sistemáticamente sobre sí mismo, desde los 6 meses, los distintos
conocimientos que puede tomar del organismo del otro por la vista. A
los cinco meses todavía no hay ninguna fraternización con los niños
de la misma edad. A los seis meses, por último, el niño mira al otro
niño a la cara y se tiene la impresión de que se trata esta vez de
percibir un otro.

12
III. Después de los seis meses: La conciencia del cuerpo
propio y la imagen especular.

Es necesario describir ahora la fase que interviene luego de los seis


meses y que va a caracterizarse, de una manera muy burda, por
oposición a la primera. Por una parte, desenvolvimiento de la
percepción del propio cuerpo, que va a ser considerablemente
mejorada, en particular porque el niño llegará a comprender la
imagen de su cuerpo en el espejo, lo que es un fenómeno de gran
importancia dado que el espejo produce en el niño una percepción de
su cuerpo, que no podría tener nunca por sus propios medios. Y por
otra parte, desarrollo extraordinariamente rápido de los contactos
con el otro, a tal punto que Wallon puede hablar, en este período que
va de los 6 meses al primer año de vida, de una verdadera
sociabilidad incontinente.

El sistema sincrético yo-otro (después de los seis meses).

Nos proponemos ahora examinar paralelamente cómo, a partir del


6º mes, se desarrollan las experiencias del propio cuerpo (en su
aspecto interoceptivo y en su imagen especular), y la conciencia del
otro.

1. La imagen especular.

En lo que concierne al desarrollo de la conciencia del cuerpo


propio, el hecho mayor es la adquisición de una representación o de
una imagen visual del cuerpo propio, especialmente gracias al uso
del espejo. Es el estudio de esta imagen especular, el reconocimiento
de esta imagen y los diferentes grados por los que pasa lo que va a
ocuparnos enseguida.
Hay un contraste en este punto entre la conducta de los animales
y la de los niños. No podemos decir que los animales no presten
alguna especie de atención a las imágenes del espejo o que no tengan
alguna conducta a la vista de las imágenes especulares, pero las
conductas del animal son muy diferentes a las del niño.
Los primeros hechos son dados por Preyer en su viejo libro. Se
trata de un canario de Turquía que, muerta su compañera, había
tomado el hábito de pararse delante de un vidrio, donde se reflejaba
la imagen de su cuerpo. Esta conducta, según Wallon (Los orígenes
del carácter en el niño), no sería comparable a la que encontramos en
el niño.
El animal, "incompleto" por la muerte de la hembra, se
"recompleta" por la imagen de sí mismo que percibe en el vidrio, a la
que no considera como imagen de sí mismo: ella es para él como un
segundo animal en lugar suyo. O aún podríamos decir,

13
inversamente, que si verdaderamente la imagen en el vidrio
representa para el animal lo que representaba antes la presencia de
su hembra, es entonces que su hembra no era para él, cuando la
percibía, más que un tipo de imagen de sí mismo en el espejo.
En los dos casos, la conducta característica del niño que vamos
en seguida a definir, no aparece todavía. Wallon expone las
conductas de dos perros a la vista de sus imágenes en él espejo. Uno
de ellos presenta reacciones de temor y de precaución; cuando ve su
imagen en el espejo se da vuelta y se va. El otro perro, acariciado por
su amo mientras observa la imagen, se inmoviliza, se tranquiliza y al
mismo tiempo le vemos girar la cabeza hacia el amo que lo acaricia.
La imagen que ha percibido en el espejo, no es para él la de otro
perro, .pero no es tampoco su imagen visual. El dato visual es para
él una especie de complemento, y al mismo tiempo que la caricia de
su amo le remite a su cuerpo tal como le es dado por
"interoceptividad", descuida la imagen del espejo y se vuelve hacia su
dueño.
En otros términos, el animal no presenta todavía la conducta
característica del símbolo, de la imagen exterior como tal. En
presencia del espejo se desorienta y se aparta rápido para retornar a
los datos que para él son fundamentales, a saber: la experiencia
interoceptiva. La conducta de los chimpancés a la vista del espejo ha
sido estudiada en particular por Köhler, en su hermoso libro sobre
La inteligencia de los monos superiores.
Muestra allí que el chimpancé, puesto en presencia de espejo y
comprobando en él una imagen, pasa la mano por detrás del espejo;
da signos de descontento cuando no encuentra nada detrás de esta
imagen, y en adelante rechaza obstinadamente interesarse en el
espejo. Wallon lo interpreta diciendo que en el momento en que los
monos, mediante la exploración manual (que podría convencerlos de
que no hay allá un segundo cuerpo, sino más bien una simple
imagen), llegan a acceder a la conciencia de imagen, es decir, a tratar
a lo que pasa en el espejo como simple reflejo o símbolo de su cuerpo
verdadero, se alejan del objeto, lo tratan como extraño. La conciencia
de imagen como imagen apenas si aparece, se delinea apenas en
ellos.
Con todo, Köhler señala que el chimpancé parece reconocerse en
su propio retrato que le presentamos. Habría tal vez que retomar el
estudio experimental del fenómeno, para ver si verdaderamente la
conciencia del retrato existe en el chimpancé y, en caso afirmativo,
para saber por qué entonces no llega a la conciencia plena de la
imagen especular.
Debemos comparar estas conductas con las del niño.
Comencemos por considerar, no la imagen que el niño tiene de su
propio cuerpo en el espejo, sino primero la que tiene del cuerpo de
los otros. Constatamos, en efecto, que adquiere mucho más
rápidamente esta última, que hace mucho más rápidamente la
distinción entre la imagen especular del otro y la realidad del cuerpo

14
del otro y que no hace esta distinción en lo que concierne a su propio
cuerpo.
Es entonces posible que la experiencia que tiene de la imagen
especular del otro lo ayude en el conocimiento de su propia imagen
especular. Según Guillaume ("La imitación en el niño"), la conciencia
de la imagen del otro en el espejo sería precoz. Guillaume nota
muecas delante de un espejo en las primeras semanas de vida.
Wallon dice que es después del fin del tercer mes cuando
constatamos reacciones claras a la vista de la imagen especular.
Es, primero, una reacción de simple fijación sobre la imagen
especular (hacia el cuarto o quinto mes). En seguida, reacciones de
interés a la vista de la misma imagen. En el mismo momento
constatamos en el niño reacciones a la vista de un retrato de Franz
Hals, por ejemplo. Luego del sexto mes de vida, vemos aparecer otras
reacciones mímicas o afectivas, verdaderas conductas; por ejemplo,
la siguiente: un niño sonríe en un espejo ante la imagen de su padre;
en ese momento éste le habla. El niño parece sorprendido y se vuelve
hacia el padre. Parece que en ese momento el niño aprende alguna
cosa. ¿Qué aprende exactamente? Está sorprendido, es decir, que
antes de que su padre hablara, él no tenía una conciencia precisa de
la relación imagen-modelo; ha quedado sorprendido de que la voz
venga de una dirección que no es la de la imagen visible en el espejo.
La atención que presta al fenómeno muestra, en efecto, que está en
tren de comprender algo preciso, y que no se trata de un simple
adiestramiento. Podríamos estar tentados de decir que asistimos al
montaje de un reflejo condicionado y que la imagen del espejo se
hace "comprensible" porque se torna estímulo condicionado de las
reacciones provocadas antes por el padre.
A los ojos de Wallon, no se puede tratar de un aprendizaje ciego,
ni de una conquista intelectual de la imagen. No podemos por cierto
decir que el niño entra en posesión de la conexión perfectamente
clara de la imagen y del modelo, o que aprende a considerar la
imagen del espejo como una proyección en el espacio del aspecto
visible de su padre; la experiencia de la que hablábamos, que sucede
hacia el quinto o sexto mes [y] no pone al niño en posesión de una
conducta estable.
El niño estudiado por Wallon, cuando después de una semana de
pruebas ya se volvía de la imagen especular hacia su padre, intenta
todavía, algunas semanas después, apresar con la mano la imagen
del espejo, lo que quiere decir que todavía no ha identificado esta
imagen como "simple imagen" solamente visible. Deberíamos decir
que en esta primera fase de su aprendizaje, el niño da a la imagen y
al modelo, existencias relativamente independientes.
Existe el modelo, que es el cuerpo del padre, el padre verdadero; y
hay en el espejo como un doble o un fantasma del padre, que lleva
una existencia secundaria, sin que la imagen sea reducida a la
simple condición de un reflejo de luz y de color en el espacio exterior.
Cuando el niño se vuelve del espejo hacia su padre, podemos muy

15
bien decir que él reconoce al padre en la imagen, pero de una
manera puramente "práctica".
Se vuelve hacia el padre porque es desde allí que viene la voz,
pero no podemos decir que esté ausente todavía de la imagen
especular la cuasi-realidad, la existencia fantasmal que posee en
principio para él, y que podemos tratar de representárnosla por
medio de ciertas analogías extraídas del pensamiento primitivo. La
imagen tiene una existencia menor que la del cuerpo real del padre,
algo así como una especie de existencia marginal.
Consideremos ahora la adquisición de la imagen especular del
cuerpo propio. Es hacia la edad de ocho meses o sea más tarde que
para la imagen especular del otro, que constatamos de manera clara
una reacción de sorpresa, en el niño al ver su imagen en el espejo. A
los 9 meses todavía el niño tiende la mano hacia su imagen en el
espejo y aparece sorprendido cuando su mano encuentra la
superficie del vidrio. A la misma edad, llega a mirar su imagen en el
espejo, cuando lo llamamos. La ilusión de realidad, de cuasi-realidad
prestada a la imagen permanece aún cuando, después de algunas
semanas, ya el niño se vuelve de la imagen especular hacia el padre,
como lo mostramos hace poco. Lo que confirma que si el niño tiene
una reacción adaptada, esto no entraña que haya adquirido la
conciencia simbólica de la imagen. ¿Por qué la imagen especular del
cuerpo propio está en retardo sobre la del cuerpo del otro? Esto
sucede, dice Wallon, cuyo análisis seguimos aquí, porque el
problema a resolver es mucho más difícil en lo que respecta al propio
cuerpo. El niño dispone de dos experiencias visuales de su padre; la
que obtiene mirándolo a él y la del espejo.
En lo que concierne a su propio cuerpo, la imagen del espejo es
ella sola el único dato. Puede mirar sus manos, sus pies, pero no el
conjunto de su cuerpo. Se trata, pues, para el niño de comprender
que esta imagen visual de su cuerpo que ve allí abajo en el espejo, no
es él, que él está ahí donde se siente; y en segundo lugar, le es
necesario comprender que, no estando localizado allí, en el espejo,
sino donde se siente por la interoceptividad, él es, no obstante,
visible por un testigo exterior, en este mismo punto donde él se
siente bajo el aspecto visual que le ofrece el espejo. En resumen, le
es necesario desplazar la imagen del espejo, remitirla del lugar
aparente y virtual que ocupa en el fondo del espejo hasta sí mismo:
necesita identificarla a distancia con su cuerpo interoceptivo.
Según Wallon, en consecuencia, debemos admitir, en el caso de
la imagen del cuerpo propio, mejor aún que en el de la imagen del
cuerpo del otro, que el niño comienza por ver la imagen especular
como una especie de doble del verdadero cuerpo. Muchos casos
patológicos atestiguan una tal percepción exterior de sí mismo, una
tal "autovisión".
Este es el caso de muchos sueños en los que el sujeto mismo
figura a título de personaje casi visible. Habría también fenómenos
de ese género en los moribundos, en ciertos estados hipnagógicos o
en los ahogados. Lo que vemos reaparecer en los casos patológicos

16
sería comparable a la conciencia originaria que el niño tenía de su
propio cuerpo visual en el espejo.
Los "primitivos" son capaces de creer que una misma persona
está en varios lugares al mismo tiempo. Esta posibilidad de
ubicuidad difícil de comprender para nosotros, será aclarada por las
formas iniciales de la imagen especular. El niño sabe bien que él está
allí donde está su cuerpo interoceptivo y por lo tanto ve en el fondo
del espejo el mismo ser, extrañamente presentado bajo una
apariencia visible. Hay en la imagen especular un modo de
espacialidad enteramente distinto de lo que es la espacialidad adulta.
Hay allí, dice Wallon, como un espacio adherente a la imagen.
Toda imagen propende a presentarse en el espacio; la imagen del
espejo también. Esta espacialidad de inherencia, será, según Wallon,
reducida por el desarrollo intelectual. Aprendemos poco a poco a
dirigir la imagen especular hacia el cuerpo interoceptivo y,
recíprocamente, a tratar la cuasi-localidad, la preespacialidad de la
imagen, como una apariencia que no va contra el espacio único de
las cosas verdaderas.
Nuestra inteligencia distribuiría, por así decir, los valores
espaciales y nosotros aprenderíamos a considerar como
dependientes del mismo lugar, apariencias que, a primera vista, se
presentan en diversos lugares.
Así se substituiría al espacio adherente a las imágenes por un
espacio ideal. Es necesario, en efecto, que el nuevo espacio sea ideal,
puesto que se trata para el niño de comprender que lo que parece
estar en diferentes lugares está en verdad en un mismo lugar, y esto
no puede hacerse sino pasando a un nivel superior de espacialidad
que no sea ya el espacio intuitivo donde las imágenes ocupaban su
lugar propio. Esta constitución del espacio ideal comportaría toda
clase de transiciones graduales.
Al principio, sería la reducción de que acabamos de hablar, de la
imagen en simple apariencia, sin espacialidad propia. Esta reducción
parece ser bastante precoz (1 año), Guillaume describe un hecho
observado en su propia hija, que pasa delante de un espejo con un
sombrero de paja que llevaba desde la mañana y le pasa la mano, no
a 1a imagen del sombrero, sino al que lleva en la cabeza; la imagen
en el espejo basta para dirigir, para ajustar un movimiento adaptado
a la vista del objeto mismo. Podemos decir entonces que la reducción
está hecha, que la imagen del espejo es nada más que el símbolo que
reenvía la conciencia del niño a los objetos reflejados en su propio
lugar.
Contra prueba de lo que acabamos de decir: cada vez que
aparecen fallas en la conciencia simbólica, como por ejemplo en los
casos de afasia o de apraxia, constatamos también fallas en la
espacialidad. Los sujetos apráxicos son particularmente conocidos
por las dificultades que encuentran para realizar movimientos
adaptados a la vista de los objetos, guiándose por un espejo (o
imitando a un sujeto que lo hace delante de ellos). La relación entre
la imagen y el modelo es confundida por ellos.

17
A la edad de un año, según Wallon, podríamos decir que ese
desarrollo está adquirido en lo esencial. Pero esto no quiere decir que
el sistema de correspondencia entre la imagen corporal y el cuerpo,
sea completo, ni que sea preciso, como lo muestran toda una serie de
hechos de los que algunos son bastante tardíos. Por ejemplo, de doce
a quince meses, constatamos en el niño una serie de ejercicios que
preparan el hábito de ejecutar movimientos delante del espejo. El
niño ensaya la clase de movimientos que tratamos de hacerle
ejecutar al apráxico.
Ahora bien, esto tiene lugar desde el primer año, entre los doce y
quince meses, es decir que el sistema en ese momento está todavía
lleno de lagunas y que hay necesidad de confirmarlo mediante
experiencias repetidas. Pasado el año de vida, cuando le pedimos a
un niño que nos muestre a su madre, si ésta está sentada junto a él
y el espejo se halla delante de ambos, el niño, riéndose, nos muestra
a su madre en el espejo, y se vuelve hacia ella. La imagen especular
llega a ser objeto de un juego, de una diversión. Pero el hecho mismo
de que el niño piense en utilizar la imagen especular para jugar,
muestra que no está tan lejos de las experiencias que lo iniciaron por
primera vez en la imagen especular.
El aprendizaje no está todavía muy estabilizado. A poco más o
menos de un año, el hijo de Preyer se mira en el espejo, pasa la
mano detrás de él, la vuelve y la contempla, esto es, como lo
habíamos dicho, la conducta de los chimpancés. Al día siguiente se
vuelve del espejo exactamente como los chimpancés. Este hecho
parece sin embargo un poco difícil de admitir si, como piensa
Guillaume, la conciencia de la imagen especular se adquiere recién
al año de vida.
¿Cómo podemos, entonces, después de esta edad, recaer en la
conducta de los chimpancés, el cual lo hemos visto, está por debajo
de la conciencia de imagen? Wallon propone una explicación: en el
caso del que hablábamos no se trataría de una incomprensión de la
imagen especular; es sobre el espejo, y no ya sobre la imagen, que
recae la investigación. El niño habría comprendido, de una vez por
todas, que lo que se retrata allí abajo en el espejo, no es más que
una apariencia, un reflejo, pero le quedaría por comprender cómo un
objeto (el espejo) es capaz de procurar el doble de los objetos
circundantes.
La interpretación de Wallon no es del todo convincente para que
el niño tuviera rigurosa conciencia de la imagen en su relación con el
modelo, parece necesario que tuviera alguna idea del papel que
desempeña el espejo; y, en tanto que el espejo no es comprendido del
todo y el niño espera encontrar detrás de él alguna cosa como los
objetos que se dibujan en su superficie, él no ha comprendido aún,
plenamente, la existencia del reflejo, no ha comprendido aún
plenamente la imagen. Si la conciencia de la imagen fuera
enteramente perfecta el niño no buscaría más detrás del espejo
objetos reales semejantes a los que en él se proyectan.

18
La constitución de una imagen especular que sea, en el sentido
pleno de la palabra, reflejo del objeto real, supone progresivamente la
constitución de toda una física natural, en la que entrarían
relaciones de causalidad destinadas a explicar cómo es posible el
fenómeno del reflejo.
El hecho señalado por Preyer, parece mostrar entonces que no
hay todavía pasado el año, una completa inteligencia de la imagen
especular. No nos sorprenderemos entonces, si al año y 9 semanas
de vida el mismo hijo de Preyer toca, lame, golpea su imagen y juega
con ella. Ese juego, como el juego con la imagen de la madre, parece
mostrar que no estamos muy lejos del momento en que la imagen era
todavía un doble, un fantasma del objeto. Un niño de un año y 8
meses, dice Wallon, abraza su imagen, antes de acostarse, de una
manera muy ceremoniosa. A los 2 años y 7 meses, todavía vemos a
un niño jugar con su propia imagen.
A los ojos de Wallon, esos juegos del niño con su imagen, en el
espejo, representan, como lo hemos visto, una fase que está más allá
de la simple conciencia de la imagen especular. Si el niño juega con
su imagen en el espejo, dice él, es porque se divierte al constatar en
el espejo un reflejo que tiene todas las apariencias del ser animado y
que, con todo, no lo es.
Se trataría aquí de "juegos animistas", que anuncian la supresión
de las creencias animistas. Pero, ¿por qué le será tan entretenido
verificar de alguna manera la apariencia animista si no quedaba ya
en el sujeto trazos de ese sorprendente fenómeno que en principio
fascinaba al niño, o sea, la presencia de la cuasi-intención en un
reflejo? El niño se complace en hacer representar delante de él una
especie de magia a la que se aferra todavía, reservándose sus dudas.
Esto nos conduce a una observación que será necesario
continuar hasta concluir. Para nosotros, los adultos, la imagen del
espejo llega a ser verdaderamente lo que Wallon quiere que sea para
un espíritu adulto: un simple reflejo. Sin embargo, hay dos maneras
de considerar la imagen; una analítica, reflexiva, según la cual la
imagen no es más que apariencia en un mundo visible que no tiene
nada que ver conmigo, y la otra, global, directa, tal o la ejercemos en
la vida corriente cuando no reflexionamos, y que nos da la imagen
como una cosa que nos solicita que creamos en ella.
Comparemos la imagen del espejo con un cuadro; cuando veo un
cuadro que representa a Carlos de Suecia, con cara alargada y esa
cabeza en la que, como decían los contemporáneos, no entraba más
que una idea por vez, se bien que Carlos XII está muerto desde hace
mucho y no hay allí más que un cuadro. Y sin embargo, hay allí una
cuasi-persona que sonríe. Ese arco que une la nariz los labios, ese
brillo en los ojos, no es simplemente una cosa; ese movimiento
detenido para siempre es, igualmente una sonrisa.
Lo mismo sucede con la imagen en el espejo, aún en el adulto, si
la consideramos en la experiencia directa y no reflexiva; no es
simplemente un fenómeno físico; está misteriosamente habitada por
mí, es algo mío. Esta experiencia nos permite comprender la

19
significación atribuida a la imagen en ciertas civilizaciones; no se
permite hacer imágenes humanas, porque esto es casi como crear
deliberadamente otros seres humanos y esto no incumbe a los
hombres.
Este conjunto de creencias con respecto a las imágenes sólo se
comprende si advertimos que la imagen es para ellos algo más que
unos rasgos negros sobre blanco, simples signos de una persona
absolutamente distinta de ellos. La imagen encarna en forma
singular, hace aparecer lo que está representado en ella, como se
hacen aparecer los espíritus en una mesa; hasta un adulto vacilaría
de caminar sobre una imagen, sobre la fotografía de alguien; y si lo
hace, pondrá una intención agresiva. Entonces, no sólo la
adquisición de la conciencia de imágenes es lenta y sujeta a recaídas,
sino que en el adulto la imagen no es nunca simple reflejo del
modelo, es su “cuasi-presencia”. (Sartre: Lo imaginario).
Esto explica que el trabajo de "reducción", cuando ha sido hecho
por el niño, en lo que concierne a la imagen del espejo, no
desemboca en un resultado general como lo sería un concepto; es
necesario que el niño lo rehaga en seguida a la vista de otros
fenómenos análogos, por ejemplo, a la vista de su sombra.
Wallon señala que el hijo de Preyer advierte por primera vez a la
edad de cuatro años, que él tiene una sombra, y lo advierte con
temor. Una niñita de cuatro años y medio, observada por Wallon,
cree que cuando ella camina sobre la sombra de Wallon, camina
sobre él. Las creencias participacionistas dentro de las cuales la
imagen especular está incluida en principio no han sido vencidas
por una crítica intelectual, que se aplicaría de golpe a todos los
fenómenos del mismo orden. El progreso consiste en una
reestructuración de la imagen especular: el niño toma distancia a la
vista de esta imagen pero esta distancia no es la que puede dar el
concepto.
Wallon propone afirmar que se trata de recomenzar, a propósito
de la sombra, el mismo desarrollo que ya ha si do adquirido a
propósito de la imagen especular; pero esto implica reconocer que la
adquisición de la conciencia de imagen, no es un fenómeno
intelectual. Una verdadera intelectualización obedecería a la ley del
todo o nada. O la comprendemos o no la comprendemos. No
podemos comprender "un poco" lo que es 2 más 3. El fenómeno
intelectual no es susceptible de esta serie de gradaciones que
constatamos en el desarrollo de la imagen especular. Esto nos
conduce a preguntarnos si no habría lugar para retomar, a la luz de
algunos otros hechos, la interpretación del desarrollo de la imagen
especular y de ponerla en conexión con otros fenómenos que no sean
los del conocimiento. Podemos sacar del libro de Wallon indicaciones
en ese sentido. Wallon mismo, en ciertos pasajes de su trabajo (Los
orígenes del carácter en el niño), señala que el progreso de la
experiencia del cuerpo propio es un "momento" de un desarrollo
global, que concierne también a la percepción del otro.

20
Wallon, al fin de su análisis, critica vivamente la noción de
cenestesia entendida como un conjunto de imágenes que me serían
dadas directa e indirectamente por mis órganos y funciones
corporales y que me representarían esos órganos y funciones. A los
ojos de Wallon, esta cenestesia, cuando existe, es el resultado de un
desarrollo muy largo, es un hecho de la psicología del adulto, que no
expresa nunca la relación que el niño mantiene con su cuerpo.
EI niño no distingue absolutamente en un principio, lo que recibe
por vía interceptiva, y lo que procede de la percepción exterior. Hay
indistinción entre los datos de lo que el adulto instruido llamará
interoceptividad y los datos de la vista. La imagen especular, dato
visual, participa globalmente de la existencia del cuerpo mismo y
lleva en el espejo una existencia de fantasma, que "participa" en la
existencia del niño.
Lo que es cierto del propio cuerpo en el niño, también es cierto
respecto del cuerpo del otro. El niño se siente él mismo en el cuerpo
del otro como se siente en su imagen visual. Es lo que Wallon sugiere
al mostrar, por el examen de casos patológicos, que los desórdenes
de la "cenestesia" están estrechamente ligados a los desórdenes de
mis relaciones con el otro. Los enfermos sienten una voz que habla,
en la región del epigastrio, en el vientre, en el pecho, en la cabeza.
Los psiquiatras clásicos pensaban que debía tratarse de
alucinaciones concernientes a las diferentes regiones del cuerpo.
Traducían, "ponían en imágenes" –los desórdenes declarados por los
enfermos. Tomaban al pie de la letra lo que los enfermos decían. La
psiquiatría moderna muestra que lo que es esencial, lo que es
primario en los fenómenos en cuestión, no es la localización de las
voces en el cuerpo del sujeto, sino una especie de sincretismo que
interviene en las relaciones con el otro y que hace que las voces
ajenas puedan venir a habitar el cuerpo propio. Si el enfermo siente
voces en su cabeza es porque él no se distingue ya absolutamente del
otro y así cuando habla, por ejemplo, puede creer muy bien que es el
otro quien habla. El enfermo, dice Wallon, tiene la impresión de no
tener límites precisos frente al otro y de ahí que sus actos, sus
palabras, sus pensamientos, le parezcan como pertenecientes al otro
o impuestos por el otro.
Esta interpretación de los pretendidos desórdenes cenestésicos
abarca los análisis que M. Lagache ha dado en Las alucinaciones
verbales y la palabra. A la pregunta, ¿cómo comprender que un
sujeto crea escuchar a otro cuando es él mismo el que habla? M.
Lagache piensa que no se pueda dar respuesta si se concibe el
lenguaje como una operación entre dos. Hay como una indistinción
entre el acto de hablar y el de oír. La palabra sólo es comprendida si
uno se apresta a pronunciarla casi al mismo tiempo; e,
inversamente, todo sujeto parlante se transporta en aquel que lo
escucha. En el diálogo, los interlocutores tienen las dos extremidades
de una sola cuerda y esto es lo que explica que del fenómeno de
"hablar" se pueda pasar al de "escuchar". Es esta unidad primordial
la que reaparece en los casos patológicos. Lo que da la observación,

21
dice Wallon, cuando se la desembaraza de los prejuicios,
sensualistas, es la "impotencia para mantener la distinción entre el
sujeto activo y el sujeto pasivo'.', la distinción entre yo y el otro.
Estamos aquí muy cerca dé lo que los psicoanalistas llaman
proyección e introyección, puesto que estos mecanismos consisten en
asumir como propia una conducta ajena, en atribuir al otro una
conducta propia.
Hay entonces un sistema: "mi cuerpo visual –mi cuerpo
interoceptivo– el otro"; sistema que se establece en el niño, con más
rigor que en el animal, pero aún así, es imperfecto, fundado más en
la indistinción de los distintos elementos que allí entran que en una
relación reglada o en una correspondencia reversible de esos
diferentes elementos. Se puede presumir que, así como hay una
identificación global del niño con su imagen visual en el espejo,
habrá también una identificación global del niño con el otro. Si el
niño no tiene antes de los seis meses una noción visual de su propio
cuerpo (es decir: una noción que encierre su cuerpo en un cierto
punto del espacio visible), con más razón durante ese mismo período
no sabrá limitar en sí su propia vida. No puede, en tanto que no
tenga esta conciencia de su cuerpo, separar, lo que él vive de lo que
viven otros y de como él los ve vivir. De ahí, el fenómeno del
“transitivismo”, es decir, la ausencia de un tabique entre yo y el
prójimo, que es lo que funda la sociabilidad sincrética.
Esas indicaciones de Wallon al final de su libro, van más lejos que
su análisis de la imagen especular y nos permiten completar-las y
rectificarlas.
En su estudio de la imagen especular, Wallon no la caracteriza de
una manera positiva. Nos muestra cómo el niño aprende a
considerar la imagen del espejo como irreal y a reducirla, y cómo se
realiza la desilusión por la que niño retira de la imagen especular el
valor de "cuasi-realidad",–que la de al principio. Pero sería también
necesario preguntarse ¿por qué le interesa la imagen especular, qué
significa para el niño comprender que tiene una imagen visible? El
mismo Wallon dice que el niño se burla de su imagen "hasta la
extravagancia". (Orígenes del carácter en el niño). Pero, ¿por qué es
tan "divertida" la imagen?
Esto es lo que tratan de comprender los psicoanalistas. El doctor
Lacan parte de la indicación que hacía Wallon: la fascinación
extrema del niño en presencia de su imagen, el “júbilo” del niño que
se mira moverse en el espejo. El niño no camina todavía, algunas
veces le cuesta mantenerse en pie. Todos los rasgos de la vida
prenatal no están igualmente borrados en él, todas las conexiones
nerviosas no han llegado todavía a la madurez; está muy lejos de
estar adaptado al medio físico que le rodea. ¿No es sorprendente que
en esas condiciones tenga un interés tan vivo, tan constante, tan
universal, por el fenómeno del espejo? Es que se trata, responde el
doctor Lacan, cuando el niño se mira en el espejo y reconoce allí su
imagen, de una identificación, en el sentido que los psicoanalistas
dan a esta palabra, es decir de "la transformación producida en el

22
sujeto cuando asume algo". ("Revista Francesa de Psicoanálisis",
octubre-diciembre de 1949: "El estadio del espejo"; y "Los efectos
psíquicos del mundo imaginario", en "La evolución psiquiátrica",
enero-marzo de 1947).
La comprensión de la imagen especular consiste, en el niño en
reconocer como suya esta apariencia visual que hay en el espejo.
Hasta el momento en que interviene la imagen especular, el cuerpo
es, para el niño una realidad fuertemente sentida, pero confusa.
Reconocer su imagen en el espejo es para él aprender que puede
tener un espectáculo de sí mismo. Hasta ahí, él no se ha visto jamás,
o no se ha entrevistado más que de reojo, observando las partes de
su cuerpo que puede ver. Por la imagen en el espejo, se hace capaz
de ser espectador de sí mismo. Por la adquisición de la imagen
especular, el niño advierte que él es visible para sí y para los otros.
El pasaje del "yo interoceptivo" al "yo especular", como dice Lacan, es
el pasaje de una forma o de un estado de la personalidad a otro. La
personalidad delante de la imagen especular es la que los
psicoanalistas llaman en el adulto el "ello", o sea el conjunto de
pulsiones confusamente sentidas. La imagen del espejo hace posible
una contemplación de sí mismo, posibilita también la aparición de
una imagen ideal de sí mismo (en términos psicoanalíticos; de un
"super yo"), y hace, además, que esta imagen sea explícitamente
puesta, o que simplemente esté implicada por todo eso que yo vivo a
cada minuto. Comprendemos entonces que el fenómeno de la imagen
especular toma, para los psicoanalistas, la misma importancia que
tiene en la vida del niño. Esto es, produce no solamente la
adquisición de un nuevo contenido, sino de una nueva función; la
función narcisista. Narciso es ese ser místico que a fuerza de mirar
su imagen en el agua fue atraído por ella como por un vértigo y sé
reunió con su imagen en el espejo del agua. La imagen propia, al
mismo tiempo que hace posible el conocimiento de sí, hace posible
una especie de alienación: yo no soy más el que me sentía ser
inmediatamente; soy esta imagen de mí que me ofrece el espejo. Se
produce, empleando los términos del doctor Lacan, una "captación"
de sí mismo, por mi imagen espacial. Quito de golpe la realidad de mi
yo vivido para referirme constantemente a ese yo ideal, ficticio o
imaginario, del que la imagen especular es el primer esbozo. En ese
sentido soy como arrancado de mí mismo; y la imagen del espejo me
prepara para otra alienación todavía más grave: la alienación que el
prójimo produce en mí. Puesto que los otros no tienen de mí mismo
más que esta imagen exterior, análoga a la que vemos en el espejo, y,
en consecuencia, el otro me arrancará de la intimidad inmediata más
seguramente que, el espejo.
La imagen especular es “la matriz simbólica”, agrega Lacan,
"donde él yo se precipita en una forma primordial antes de
objetivarse en la dialéctica de la identificación con el otro".
La función general de la imagen especular sería la de arrancarnos
a nuestra realidad inmediata, o sea una función "des-realizante".

23
El autor insiste en lo que hay de sorprendente en la aparición de
tal fenómeno en un sujeto del que hemos dicho hace poco que
estaba, desde el punto de vista motor y biológico, muy lejos todavía
de su madurez.
El niño es ese ser que es capaz de ser sensible al otro y de
considerarse como un semejante entre los otros hombres, mucho
antes de alcanzar el verdadero estado de madurez psicológica. La
"pre-maturación" y la “anticipación” son fenómenos esenciales de la
infancia. Hacen posible, a la vez, un desarrollo que la animalidad no
conoce y también una inseguridad propia del niño, pues hay,
inevitablemente, un conflicto entre yo tal como yo me siento y yo tal
como yo me veo, o como los otros me ven. La imagen especular será
entre otras cosas, la primera ocasión del infante para manifestar la
agresividad hacia el otro, y es por eso que ha de ser asumida por el
niño en el júbilo y en el descontento a la vez. (La adquisición de la
imagen especular interesa, pues, no sólo a nuestras relaciones de
conocimiento, sino también a nuestras relaciones de ser en el mundo
y con el otro. Así, en el fenómeno –muy simple a primera vista– de la
imagen especular, se le revelaría al niño la posibilidad de una actitud
de observación de sí mismo que se desarrollará enseguida bajo la
forma del narcisismo. Por primera vez, el yo deja de confundirse con
lo que experimenta o desea a cada instante, y a ese yo vivido, –
inmediatamente vivido– se superpone un yo construido, un yo visible
a lo lejos, un yo imaginario, lo que los psicoanalistas llaman un
"super yo". Desde entonces la atención del niño es captada por ese yo
que subyace a su yo, o por ese yo que se ubica por delante del yo).
A partir de ese momento también el niño es sacado de su realidad
inmediata y la imagen especular tiene una función desrealizante, en
el sentido de que desvía al niño de lo que él es efectivamente, para
orientarlo hacia lo que ha de ser, hacia lo que imagina ser. La
alienación del yo inmediato, su confiscación en provecho del yo
visible en el espejo, dibuja, en fin lo que será la confiscación del
sujeto por los otros que lo observan. Un análisis de este género
prolonga el que hemos encontrado en Wallon, pero al mismo tiempo
es diferente. Se diferencia desde un principio porque acentúa la
significación afectiva del fenómeno. Al leer a Wallon, tenemos a veces
la impresión que se trata, en la adquisición de la imagen especular,
de un trabajo del conocimiento, de una síntesis entre las
percepciones visuales y ciertas percepciones interoceptivas. La
percepción visual, para los psicoanalistas, no es simplemente un tipo
de sensorialidad al lado de los otros, sino que tiene un significado
para la vida del sujeto, diferente de los otros modos de sensorialidad.
La vista es el sentido del espectáculo y es también el sentido de lo
imaginario. Nuestras imágenes son, predominantemente, visuales y
no es un azar: es por medio de la vista que podemos tener un
dominio suficiente sobre los objetos. Con la experiencia visual de sí
mismo aparece, pues, un nuevo modo de relación con sí mismo. Lo
visual hace posible una especie de escisión entre el yo inmediato y el
yo visible en el espejo. Las mismas funciones sensoriales son

24
entonces nuevamente definidas en razón de la contribución que
puedan aportar a la existencia del sujeto y de las estructuras que
pueden ofrecer para el desarrollo de esta existencia. Además, el
estudio que los psicoanalistas hacen del fenómeno pone de relieve, a
la vez, las anticipaciones y las regresiones que comporta el
desarrollo. La precocidad o "prematuración", la “anticipación” de las
formas de vida adulta en el niño es para los psicoanalistas casi como
la definición de la infancia; es un avance hecho por el sujeto sobre
sus posibilidades momentáneas. El niño vive siempre "por encima de
sus posibilidades" y hasta el nacimiento mismo es “prematuro”
porque el niño viene al mundo en un estado tal que no le es posible
la vida independiente en ese nuevo medio.
El primer brote edípico es una "pubertad psicológica" en
contraste con el estado orgánico del individuo, y es suscitado por las
relaciones con el medio adulto. El niño vive en relaciones que
pertenecen a su porvenir y que no son verdaderamente realizables
para él. Pero al mismo tiempo que el niño puede anticiparse, el
adulto puede retroceder. La infancia no es nunca radicalmente
liquidada, jamás eliminamos del todo esa nuestra condición corporal,
que hace que en presencia de una imagen en el espejo tengamos la
impresión de encontrar allí algo de nosotros mismos. Esta creencia
mágica confiere desde un principio a la imagen especular, no un
valor de un simple reflejo, de una "imagen" en sentido propio, sino el
de un doble de sí mismo, no desaparece nunca totalmente, y
reaparece en el adulto en la emoción. Para que esta regresión sea
posible, es necesario que la "reducción" de la imagen sea menos un
progreso sin retorno del conocimiento, que una reestructuración de
toda nuestra manera de ser, siempre expuesta a las contingencias de
la experiencia emocional. Si la comprensión de la imagen especular
fuera sólo de orden cognoscitivo, una vez comprendido el fenómeno
su pasado debería ser completamente reabsorbido; una vez
comprendido el carácter puramente físico del reflejo, o del fenómeno
de la imagen, no debería quedar nada de la "presencia" de la persona
reflejada en su imagen. Puesto que no es así, puesto que la "imagen-
reflejo" es inestable, debemos convenir en que las operaciones que la
constituyen interesan no sólo a la inteligencia propiamente dicha
sino también a todas las relaciones del individuo con el otro.
Lo que subraya la importancia de los estudios psicoanalíticos
sobre la imagen especular, es que la relacionan con el problema de la
identificación con el otro. Yo comprendo tanto más fácilmente que lo
que está en el espejo es mi propia imagen, cuanto mejor pueda
representarme el punto de vista del otro sobre mí, y recíprocamente,
tanto mejor comprendo la experiencia que el otro pueda tener de mí,
cuanto más pronto advierta en el espejo el aspecto que le ofrezco.
Decíamos que Wallon explica la comprensión de la imagen
especular por una operación intelectual: yo veo desde un principio en
el espejo un doble de mí mismo; después, la toma de conciencia
intelectual de mi propia experiencia hace que yo niegue la existencia
a esta imagen y que la trate como simple símbolo, reflejo o expresión

25
del mismo cuerpo, que por otra parte, me es dado
interoceptivamente. La actividad intelectual opera en todo momento
reducciones e integraciones, desprende la imagen especular de su
arraigo espacial, y reúne la apariencia visual y la experiencia
interoceptiva en un mismo lugar ideal, perteneciente a un espacio
que no es la espacialidad adherente de los sentidos sino la
espacialidad construida de la inteligencia.
Es indiscutible que tal reducción interviene. Pero la cuestión es
saber si la operación intelectual en la que acaba proporciona una
explicación psicológica de lo que se produce. El advenimiento de un
espacio ideal, la redistribución por la inteligencia de los valores
espaciales, que hace que yo retire de la imagen su localización propia
para tratarla como simple modalidad de un emplazamiento único de
mi cuerpo, ¿todo esto es, en el desarrollo, causa o resultado?
Wallon señala incidentalmente que no se debe suponer que el niño
comienza por localizar en dos lugares su propio cuerpo, ni que hay
cierto lugar donde está situado el cuerpo táctil, interoceptivo, y otro
lugar donde está situado el aspecto, la apariencia visual del cuerpo.
Si así se hiciera; se realizaría dos veces en el niño una forma de
espacialidad rigurosa que es, justamente, propia del adulto. El niño
en primer lugar ve la imagen, y siente su cuerpo "aquí", eso no
significa que cuando percibe visualmente su imagen y táctilmente su
cuerpo, los coloca verdaderamente a uno y al otro en dos lugares
distintos del espacio, en el mismo sentido que el adulto por ejemplo
percibe en dos lugares distintos del espacio esta lámpara y este
micrófono. Los dos "espacios", dice Wallon, no son inmediatamente
comparables, y la clara intuición de su exterioridad recíproca exigiría
entre ellos una especie de denominador común, que no un dato
inmediato de la experiencia sensible. Se trataría, con la imagen
especular, más que de un segundo cuerpo que el niño tuviese y que
residiría en otro lugar de su cuerpo táctil, de una especie de
identidad a distancia o de ubicuidad del cuerpo, estando a la vez el
cuerpo presente en el espejo y presente donde lo siento táctilmente.
Pero si esto es así, los dos aspectos que se trata de coordinar no
están realmente separados en el niño; no lo están en todo caso en el
sentido en que los objetos en el espacio aparecen separados para las
percepciones adultas. El análisis de Wallon debe ser retomado,
puesto que reposa sobre la idea de que se trata de redistribuir los
valores espaciales, de sustituir el espacio percibido por un espacio
ideal y que, ahora lo advertimos, no hay que superar una dualidad
absoluta de la imagen visual y del cuerpo sentido. La reducción a la
unidad no es un golpe de efecto, si es cierto que no hay verdadera
duplicidad o dualidad entre cuerpo visual y el cuerpo interoceptivo a
pesar del fenómeno de distancia que separa la imagen en el espejo
del cuerpo sentido.
Si hiciéramos jugar un papel a la presencia del otro en el
fenómeno de la imagen especular, caracterizaríamos tal vez mejor la
dificultad que para el niño se trata de superar. El problema no
consiste tanto para él en comprender que la imagen visual del cuerpo

26
y la imagen táctil del cuerpo, residiendo en dos puntos del espacio,
no forman sino uno en realidad, como en comprender que la imagen
en el espejo es su imagen, que ella es lo que los otros ven de él, el
aspecto que él ofrece a los otros sujetos, y la síntesis es menos una
síntesis intelectual que una síntesis de coexistencia con el prójimo.
Mirando las cosas de cerca, además, las dos interpretaciones no
se excluyen. Pues es necesario considerar la relación con el otro no
sólo como uno de los contenidos de nuestra experiencia, sino también
como una verdadera estructura, y se puede admitir que lo que
llamamos inteligencia no es más que otro nombre para designar un
tipo original de relaciones con el prójimo (las relaciones de
"reciprocidad"), y que de un extremo al otro del desarrollo la relación
viviente con el otro es el soporte, el vehículo o el estimulo de lo que
se denomina abstractamente "inteligencia".
Así comprendido, el fenómeno será necesariamente frágil y
variable, como lo son nuestras relaciones afectivas con el prójimo y
con el mundo. Las anticipaciones tanto como las regresiones son
más fácilmente concebibles. A falta de una interpretación concreta y
efectiva de ese género, sería necesario suponer un control intelectual
incesante de nuestra experiencia, una actividad, como decía Wallon,
que opera a todo instante reducciones e integraciones. Ahora bien,
no tenemos ninguna conciencia de tal actividad; al mirar la imagen
en el espejo no tenemos conciencia de juzgar, de hacer un trabajo
intelectual. Sería necesario, pues, suponer en nosotros una actividad
inadvertida que constantemente reduciría el espacio perceptivo o el
espacio de la imagen y lograría redistribuir los valores espaciales. Al
contrario, si se supone que la conquista de la imagen no es más que
un aspecto en la continuación total de la que forman parte todas
nuestras relaciones vividas con el otro y con el mundo, se hace más
fácil comprender a la vez que esta continuación, una vez realizada,
funciona como por sí misma, y que participando de todas las
contingencias de nuestras relaciones con el otro, es susceptible de
degradaciones y regresiones.
Se trata en nuestra hipótesis de la adquisición de un cierto
estado de equilibrio de nuestra percepción que, como todo estado de
equilibrio privilegiado, tiende a mantenerse sin estar a cubierto de
las intervenciones de la experiencia. Nuestra interpretación nos
permitirá comprender que el estado adulto sea distinto del estado
infantil, aun sin estar a cubierto de recaídas en la infancia.

2. La sociabilidad sincrética.

Entre los seis y los doce meses, según Wallon, se asiste a una
explosión de sociabilidad. Wallon habla de "sociabilidad
incontinente". Del sexto al séptimo mes, se constata que el niño
abandona la conducta de fijación en el otro sin gestos. Aunque esta
actitud representaba aproximadamente la mitad de las conductas del
niño a la vista del otro, desciende al veinticinco por ciento. Los gestos
27
hacia los compañeros, es decir, los otros niños, o los gestos
orientados sobre el cuerpo propio, se multiplican. Los movimientos
que apuntan al otro son entonces cuatro veces más frecuentes que
en el primer semestre de vida. Y en ese mismo período, entre siete y
doce meses, los movimientos orientados hacia el otro sobrepasan en
un tercio la frecuencia que tendrán durante el segundo año. Hay,
pues, un brusco impulso en las relaciones con el otro; un brusco
acrecentamiento en cantidad y calidad de estas relaciones. La
naturaleza misma de las conductas del niño se modifica. Por
ejemplo, es hacia el séptimo mes que comienza a sonreír cuando se
lo mira (y no sólo cuando se le habla). Es muy raro ver al niño en
esta época sonreír a un animal o sonreír cuando está solo. La
sensibilidad social se desarrolla de una manera extraordinaria, y se
anticipa notablemente a las relaciones con el mundo físico que, en el
momento considerado, son todavía muy insuficientes.
La marcha general de esas relaciones con el otro ha sido
descripta en forma satisfactoria por Charlotte Bühler en su libro de
19279. La señora Bühler ha observado niños que se encontraban
juntos en la sala de espera de un consultorio médico. Nota primero
que antes de la edad de tres años es extremadamente raro que los
niños se interesen vivamente por pequeños de edad mucho menor
que ellos, probablemente porque hasta los tres años el niño no
emerge de su propia situación, o no lo hace lo bastante como para
interesarse por sujetos que están en una situación totalmente
diferente. Será entonces entre los niños de edad relativamente
cercana que se establecerán las relaciones, como por otra parte lo
muestra la observación más banal. Con los otros niños de edad
comparable, una relación frecuente es la del niño que alardea ante el
niño espectador. Vemos a menudo parejas de niños en las que uno
se exhibe en sus actividades más notables (jugar con tal o cual
juguete perfeccionado, hablar o discurrir), mientras que el otro mira.
Esta relación es al mismo tiempo una relación de déspota a esclavo.
El despotismo exige en general una diferencia de tres meses entre los
niños, y casi siempre el más grande es el déspota. Sin embargo, no
es una regla absoluta. Hay también casos de despotismo en que es
activo el más pequeño. Esto se produce a menudo cuando el más
pequeño ha sido tratado con miramientos particulares, cuando por
ejemplo se le pide siempre su aprobación, se comporta entonces con
condescendencia y adopta inmediatamente la actitud
complementaria de aquella que se toma con él. Como señala Wallon,
hay aquí una lógica automática de las situaciones afectivas: toda
actitud que se adopta hacia el niño, provoca inmediatamente en él la
actitud complementaria. Como todos los débiles, toma los signos de
un interés excesivo como una señal de debilidad. Lo que caracteriza
esta relación del niño que se pavonea ante el otro que lo observa,
dice Wallon, es que los dos niños se encuentran fundidos en la
situación. El niño que contempla está verdaderamente identificado
9
Études sociologiques e psychologiques sur le première année. [ Soziologuische u.
psychologische Studien uber das erste Lebensjahr, Iéna, Fischer, 1927.]
28
con aquel a quien contempla. No existe más que por este camarada
favorito. En cuanto al déspota, su despotismo está fundado
naturalmente sobre la debilidad de su esclavo, pero también y sobre
todo sobre el sentimiento que el esclavo tiene de ser un esclavo.
Como lo hace notar Wallon, lo que se necesita verdaderamente para
que se establezca una relación de despotismo no es que uno sea más
fuerte o más hábil que el otro, es que el otro reconozca que es más
débil, que es menos hábil. Lo que el déspota busca siguiendo la
famosa descripción de las relaciones entre amo y esclavo en Hegel, es
el reconocimiento, Anerkennung, del esclavo, es su asentimiento. El
déspota no es nada fuera del sometimiento del esclavo, no se sentiría
vivir sin ese sometimiento del otro. La relación de la que hablamos
comportaría, según Wallon, una confusión de sí y del otro en una
misma situación sentimental. El: déspota existe gracias al
reconocimiento de su dominio por el esclavo, y el esclavo mismo no
tiene otra función que estar ahí para admirar y para identificarse con
el amo. Hay aquí un estado de "combinación con el otro", como dice
todavía Wallon, que es lo propio de las situaciones afectivas
infantiles.
En esas condiciones, comprendemos la importancia en el niño de
la relación de envidia. En la envidia, la pareja constituida por el niño
que se exhibe y el que lo admira, está atravesada por este último; el
envidioso es alguien que querría ser como aquel al que contempla.
Wallon toma el ejemplo de la envidia en los perros. Si se acaricia a
uno, el otro se precipita para ocupar su lugar. El deseo de ser
acariciado es menos un deseo positivo que el sentimiento de estar
privado de las caricias dadas a otro. Lo esencial en la envidia, es el
sentimiento de privación, de frustración o de exclusión. Vemos
aparecer esta envidia, según Guillaume, a los siete meses, según
Wallon a los nueve, en todo caso aproximadamente en el período
crítico del que hablamos. Es más tarde que esta envidia se traducirá
algunas veces en enojos. El enojo es la actitud del niño que renuncia
a lo que quería ser y que, en consecuencia, acepta la angustia de
una acción reprimida.
Podemos decir que el envidioso ve su existencia invadida por el
éxito del otro, se siente desposeído y en ese sentido justamente la
envidia es esencialmente confusión de sí mismo y del otro. Es la
actitud de quien no ve otra vida para sí mismo que la que el otro ha
alcanzado, de quien no se define por sí mismo, sino en relación a lo
que los otros tienen. Toda envidia, aún en el adulto, a los ojos de
Wallon, representa una indiferenciación de este tipo entre uno
mismo y el otro, una inexistencia positiva del individuo que se
confunde con el contraste que existe entre el otro y él mismo. Se
debe, pues, considerar la envidia en el adulto, según Wallon, como
una regresión al modo de afectividad infantil.
Junto a las relaciones de envidia, se encontrará frecuentemente
fenómenos de crueldad. El niño busca hacer sufrir al otro,
justamente porque celoso de él, porque todo lo que tiene el otro le ha
sido quitado. A decir verdad, la crueldad es mucho más compleja. Yo

29
no tendría por mío, en principio y en derecho, lo que los otros tienen
si no simpatizara con ellos, y si, en cierto sentido, no hiciera causa
común con ellos. Si no considerase al prójimo como otro yo mismo.
Es necesario, pues, comprender la crueldad como una "simpatía
sufriente" (Wallon). Pero entonces el mal que yo le hago al otro me lo
hago a mí mismo. Gustar de hacerle mal al otro, en consecuencia, es
gustar de hacerse también mal. Y Wallon se une, aquí, a la idea
psicoanalítica del sado-masoquismo. "Si bien el sadismo es una
prosecución del sufrimiento del otro, es, sin embargo, un sufrimiento
resentido hasta el placer y hasta el sufrimiento por aquel que lo
impone" (Wallon).
El envidioso es así. Gusta de hacerse sufrir. Multiplica las
indagaciones, busca los informes, forma hipótesis que están siempre
destinadas a estimular su angustia o su inquietud. Y Wallon indica
también que hay en la envidia una especie de complacencia que
tiende a fin de cuentas, a aumentar la intensidad de la pasión
sexual. Wallon afirma que la explicación psicológica de ciertos
ménages a trois se encontraría allí. La unión de a tres no tendría otro
sentido que el de organizar en forma permanente una experiencia de
celos, que es buscada por los iniciadores como un acrecentamiento
de la angustia y porque hace más intensas las reacciones de
agresividad y sexualidad.
La envidia representa en el niño un estado donde él participa en
una situación afectiva y experimenta la vida complementaria de la
suya sin saber aún aislar o afirmar la suya propia, de modo que se
deja dominar interiormente por quien lo despoja. No teniendo en
suma nada suyo, nada propio, se define enteramente por su relación
con el otro y por la falta de lo que los otros tienen. Aquí también
traemos el pensamiento psicoanalítico y la definición que da de la
envidia.
Freud admite que los celos, que tienen la apariencia de dirigirse
sobre una persona, recaen en realidad sobre otra; los celos de un
hombre hacia su mujer son la rivalidad de este hombre y de esta
mujer respecto de una tercera persona, que es la ocasión de los
celos. Lo que quiere decir que en toda conducta de celos hay un
elemento de homosexualidad. Wallon conduce a este género de
análisis cuando admite que el celoso es aquel que vive como suyas,
no sólo sus propias experiencias, sino también las del prójimo, que
toma a su cargo actitudes del otro (y por ejemplo, sus actitudes hacia
un tercero). Nuestra relación con el otro es siempre relación con las
personas que este otro conoce, nuestros sentimientos hacia el otro
son solidarios de lo que él experimenta hacia un tercero. Las
relaciones de a dos son siempre, en realidad, relaciones más amplias
puesto que se extienden a través de la segunda persona a aquellos
con los cuales esta persona mantiene relaciones vitales. Igualmente,
cuando Wallon escribe de los celos: "Este sentimiento es el
sentimiento de una rivalidad en aquel que no sabe asumirse más que
como espectador poseído por la acción del rival", está muy cerca de
las consideraciones psicoanalíticas sobre la actitud del "voyeur" (del

30
cual naturalmente el voyeur en el sentido corriente de la palabra no
en sino un caso límite). Ese celoso se deja captar o cautivar por el
otro, e inversamente, por otra parte, él querría captar o cautivar a su
alrededor. Representa en la imaginación todos los papeles de la
situación en la que se encuentra, y no solamente su propio papel, del
cual no tiene una noción separada.
Esos análisis hacen pensar también en los de Proust. Proust de
niño se enamora de Gilberta un día que se lo lleva a jugar a los
Campos Elíseos, y que ve delante de sí a un grupo de niños al cual
Gilberta pertenece y él no. Su sentimiento de amor es, antes que
nada, el de ser excluido. No es tanto que encuentre cautivante a
Gilberta, es que ante todo se siente exterior al grupo de niños.
Cabe recordar también el famoso análisis de los celos del autor
hacia Albertina. No puede soportar que alguna cosa de Albertina se
le escape completamente; por ejemplo su pasado anterior a él. El sólo
hecho de que ella tenga un pasado es suficiente para hacerlo sufrir, y
este sufrimiento se confunde casi con su amor, puesto que cuando
ella no está allí, él no siente ya nada por Albertina y cree incluso no
amarla más. De suerte que él sólo puede amarla sin sufrimiento
cuando ella está inanimada, en el sueño, (o más tarde, cuando ha
desaparecido en la muerte). Pero también en ese momento su amor
consiste en contemplarla en el sueño, es decir que él permanece bajo
la ley de los celos que es identificarse con un espectáculo.
Las actitudes negativas de celos y de crueldad no son las únicas
actitudes del niño, aunque sean muy frecuentes. Hay también
actitudes de simpatía.
La simpatía debe ser comprendida, según Wallon, como un
fenómeno primordial e irreductible. Aparece en el niño sobre un
fondo de mimetismo, al tiempo que comienzan sin embargo a
diferenciarse la "conciencia de sí" y la "conciencia del otro". El
mimetismo es ser captado por el prójimo," es la invasión del otro en
mí, es esa actividad por la que yo asumo los gestos, las conductas,
las palabras favoritas, y la manera de hacer de aquellos frente a los
cuales me encuentro. Wallon pone, con profundidad, el mimetismo
en relación con la función postural que me permite gobernar mi
cuerpo. Es una manifestación del sistema único que engloba a mi
cuerpo, al cuerpo del otro y al otro mismo. El mimetismo o la mímica
es el poder de retomar por mi cuenta, conductas o expresiones
fisonómicas, y ese poder me es dado con la potestad que tengo sobre
mi propio cuerpo. Es “la función postural apropiada a las
necesidades de la expresión”. (Wallon). La regulación constante del
equilibrio del cuerpo, sin la cual ninguna función perceptiva en
particular sería posible en el niño, no es sólo capacidad de reunir las
condiciones mínimas de equilibrio de cuerpo; es el poder que tengo
de realizar gestos análogos a los que veo. Wallon habla de una
especie de "impregnación postural" que se pone a reproducir los
gritos y los movimientos del pájaro. La percepción no sólo de un
semejante sino también de un animal bastante diferente del niño, se

31
traduce, gracias a la función postural, en actitudes que se asemejan
a las del otro, que tienen el mismo valor expresivo.
Nuestras percepciones, en suma, provocan una reorganización de
nuestra conducta motriz sin necesidad de que ha hayamos
aprendido los gestos en cuestión. Conocemos el ejemplo famoso de
los espectadores de un partido de fútbol que haсеn el gesto que el
jugador debería hacer en un determinado momento. Autores como
Guillaume han ensayado explicar ese fenómeno diciendo que se
despiertan o se recuerdan acciones ya ejecutadas.
Nosotros sustituiríamos al prójimo en el pensamiento y
ejecutaríamos por nuestra cuenta actos que sabíamos ya hacer. Pero
de hecho, también constatamos fenómenos de ese género cuando se
trata de acciones que no hemos ejecutado jamás, como por ejemplo
en el caso del niño del que hablábamos hace un rato. A los ojos de
Wallon, por consiguiente, hay necesidad de reconocerle al cuerpo
una capacidad de "recogimiento" y de "formulación íntima" de los
gestos. Yo veo sucederse las diferentes fases de una actividad y esta
percepción tiende por naturaleza a suscitar en mí la preparación de
una actividad motriz en relación con ella. Es esta correspondencia
fundamental entre percepción y motricidad, ese poder que la
percepción de organizar una conducta motriz, sobre el cual los
"gestaltistas" han insistido, lo que hace que la percepción pueda
traducirse en una organización motriz inédita. Esta sería la función
del mimetismo o de mímica en lo que tiene más de fundamental e
irreductible, la simpatía emergería de allí. Pues la simpatía no
supone una verdadera distinción entre mi conciencia y la del otro,
sino la indistinción entre yo y el prójimo.
La simpatía se funda en el simple hecho de que yo vivo las
expresiones fisonómicas del otro, tal como me siento vivir en las
mías. Es una manifestación de lo que hemos llamado, en otro
lenguaje, el sistema "yo-otro".
Antes de pasar a la crisis de los tres años, aclaremos lo que
hemos podido decir sobre el período que va desde los 6 meses a los 3
años, insistiendo en dos puntos: Primero, sobre la concepción de la
personalidad, que parece ser inmanente a esta fase del desarrollo
infantil; y en seguida sobre la expresión qué el fenómeno de la
precomunicación encuentra en el lenguaje del niño.
En el período de precomunicación del que hemos hablado, la
personalidad está de alguna manera inmersa en la situación que
incluye al mismo niño o a los otros seres con los que él vive. Un
ejemplo frecuentemente dado es el de esos niños que no reconocen
plenamente a su padre, salvo cuando se encuentra en su medio
habitual. Un niño decía, por ejemplo, que su verdadero padre estaba
en Viena y que el padre con quien se hallaba, veraneando en el
campo, no era el verdadero. Pero el mismo niño se funde de alguna
forma con su situación. Referimos el ejemplo del niño que tiene entre
las manos un jarrón, contrariando las consignas de la familia, lo deja
y 5 minutos después, al oír un ruido de vidrios rotos, se estremece e
inquieta, como si hubiera tenido el jarrón roto lejos de él. En un caso

32
como éste, no hay en el niño una concepción clara de los intervalos
del tiempo, ni una precisa concepción de las relaciones de
causalidad. El niño se funde con la situación. Es alguien que ha
tenido un jarrón en la mano, alguien que ha tenido alguna relación
con el jarrón, de modo que, el jarrón, roto más tarde, le concierne.
Elsa Keller narra en su libro sobre la personalidad del niño de
tres años la historia de una niña que se había comido el bombón de
su hermano durante la ausencia de aquél y de los padres; en el
momento que regresa el padre, la niñita corre hacia él y le dice con
entusiasmo cómo es de agradable comerse el bombón del hermano y
trata de hacer compartir su satisfacción. El padre la reta. La chiquita
llora y parece convencida. Un poco más tarde entra la madre y se
reproduce la escena. ¿Cómo comprender esto?
Es, en el fondo, el problema de los niños que, como dicen los
padres, "son reincidentes". Para comprender que tras una escena de
arrepentimiento, de lágrimas, y de buenas resoluciones, el niño
reproduzca exactamente la conducta delictuosa, es necesario pensar
que el niño no establece ninguna relación entre la llegada de la
madre y la del padre; es imprescindible que los sucesos sean
absolutamente distintos a sus ojos. El niño se confunde
verdaderamente con la situación, y no toma distancia con respecto a
ella; la situación es tomada en su significación más inmediata; todo
lo que ha podido pasar antes es nulo y no sucedido a partir del
momento en que una nueva situación, la llegada de la madre, se
produce. Esta incapacidad para distinguir las diferentes situaciones,
para tener una conducta autónoma en relación con ellas y
constantes en relación con las condiciones variables, es la que hace
comprensible la actitud del niño; éste no es verdaderamente el
mismo cuando sufre los reproches del padre y cede a esos reproches
tomando buenas resoluciones, y cuando, poco más tarde, regresa la
madre.
William Stern cuenta que su hijo, al nacer su hermana menor, se
identifica bruscamente con la hermana mayor, finge llevar su
nombre, y le da otro a ella, lo que parece mostrar que el niño se
identifica absolutamente con su situación familiar y después del
nacimiento de la nueva hermana –que hace que él, que era el menor,
quede relativamente mayor– toma absoluta y resueltamente la
posición del mayor al punto de negar a la otra su carácter absoluto
de ser "la mayor". De ahí puede surgir la posibilidad de comprender
como el niño puede sentirse múltiple, o sea, jugar simultáneamente
varios papeles, actitud comparable por otra parte a la de los
enfermos; Wallon refiere el caso de una enfermera atendida por
Pierre Janet, la que declaraba ser a la vez la hija de la Virgen y la
Virgen misma, y que, en efecto, lo testimoniaba mímicamente
desempeñando a un tiempo el papel de la parturienta y el de la niña.
De ahí, también, el fuerte sentido de los diálogos del niño consigo
mismo. Cuando "se conversa", en ese monólogo que es bien conocido
por todos los que han educado niños, hay verdaderamente pluralidad
de papeles, hay un personaje que dialoga con otro. De ahí

33
finalmente, la posibilidad de comprender el fenómeno del
transitivismo, frecuente en los enfermos y en el niño. Consiste en
atribuir al otro lo que pertenece al sujeto mismo. Por ejemplo: un
enfermo se lamenta del estado de otro enfermo a propósito de una
crisis que el primero ha sufrido durante la noche, como si fuera el
otro quien hubiera atravesado la crisis. Transitivismo es, también, la
actividad de los hipocondríacos, que buscan signos de mala salud en
la cara de los demás. Todo lo que nos intimida, todo lo que nos
acontece, nos sirve de categorías, juega en todo caso el papel de
instrumento de investigación para conocer al otro. Todo lo que nos
sucede nos sensibiliza en lo tocante a cierto aspecto del otro y nos
hace buscar en él, el equivalente o el correlato de lo que nos ha
sucedido. Goethe tenía razón al decir que para cada uno de los
hombres su alrededor es eso que él mismo es. Nuestro Umwelt10 es
eso que somos, porque lo que nos acontece no nos acontece sólo a
nosotros sino a toda nuestra visión del mundo. El transitivismo es,
en nuestro lenguaje, la misma noción que los psicoanalistas
introducen cuando hablan de proyección, como el mimetismo es el
equivalente de la introyección. Es así como hay ejemplos de
transitivismo infantil muy sorprendentes. Wallon cita uno, que saca
de los trabajos de Charlotte Bühler: es el caso de una niñita que
sentada al lado de su niñera y de otra niñita, parece inquieta;
entonces, inopinadamente, da una bofetada a su compañera y
cuando le preguntan la razón responde que su compañera es mala y
que le ha pegado. El aire de sinceridad de la niña excluye toda mala
acción deliberada. Así, pues, un niño manifiestamente agresivo que
da un golpe sin provocación, se explica inmediatamente después
diciendo que es el otro quien le ha pegado. Los psicoanalistas han
insistido sobre la actividad infantil que consiste en transportar la
injuria al prójimo ("Eres tú el mentiroso"). La niña que parecía
inquieta pasó por una fase de angustia y esta angustia impregnó
todo el espectáculo de cosas y de gente a su alrededor, en particular
el aspecto de la niñita que se encuentra a su lado. Esta se le aparece
envuelta en el mismo halo angustioso. La niña vive su angustia y sus
propios gestos de descarga emocional, no como acontecimientos
interiores sino como cualidades de las cosas y de los otros. A falta de
una reducción de la angustia a su fuente subjetiva, de una
concentración de la angustia en la niña, la angustia es vivida como
de origen externo tanto como interno: la cachetada dada a la
compañera es la respuesta a esta agresión de una angustia que viene
desde afuera. La personalidad de la niña es al mismo tiempo, la
personalidad de la otra; esta indistinción de las dos personalidades
hace posible el transitivismo, y esto supone toda una estructura de
la conciencia infantil. El gesto culpable de tomar el jarrón que ha
tenido lugar un rato antes, y la ruptura del jarrón en consecuencia, -
son ligados de manera casi mágica. Igualmente, hay una especie de
sincretismo del espacio, es decir, una presencia en varios puntos del

10
Mundo circundante.
34
espacio, del mismo ser psíquico, presencia mía en el otro y del otro
en mí.
Hay, en líneas generales, inaptitud para concebir el espacio y el
tiempo como medios que comportarían una serie de perspectivas
absolutamente distintas unas de otras. El niño atraviesa las
perspectivas y las destruye en la identidad de la cosa, ignorante
también de los diferentes perfiles o las diferentes perspectivas bajo
las que el espacio puede presentarse. Es un aspecto de la misma
estructura de conciencia que se expresa en ciertas conductas
infantiles que hemos estudiado el año pasado.
La reducción de la percepción exterior a lo que es visible desde
un sólo punto de vista, en resumen: el dato de la perspectiva, no es
posible sino más tarde. Hay también indistinción entre el símbolo y
lo que significa. Las palabras y las cosas no son absolutamente
distinguidas; lo hemos visto ya más de una vez.
La ausencia de lo que se llamará en el adulto la conciencia
simbólica, la fusión del signo y del significado, la fusión de los
diferentes momentos del tiempo y del espacio; en la cosa, son otros
tantos testimonios del mismo hecho. Las relaciones sincréticas con el
otro que se revelan en la concepción infantil de la personalidad, se
atestiguan también de manera invisible en el uso que el niño hace
del lenguaje. Las primeras palabras del niño, consideradas por los
psicólogos y por los lingüistas como representación de frases (frases-
palabras) sólo pueden ser el equivalente de una frase entera por
efecto del sincretismo.
Las primeras "palabras-frases", como lo hemos notado, apuntan
tanto a las acciones del prójimo como a las acciones o conductas
propias. Cuando el niño aún muy pequeño dice "mano" (mano...
mano...), significa tanto la mano de su padre, como la mano
representada en una fotografía, como su propia mano. Esto parece
suponer una especie de abstracción, un reconocimiento del mismo
objeto en una pluralidad de casos. Ahora bien, el objeto identificado
es en verdad bastante diferente (por ejemplo, no hay gran semejanza
entre la mano del niño y una mano de adulto fotografiada).Pero en
realidad no se trata aquí simplemente de abstracción, no hay en el
niño distinción radical entre su propia mano y la del otro. La
extraordinaria habilidad de los niños, cuando se trata de reconocer
las partes del cuerpo en un dibujo, aunque sea un esquema grosero,
la prontitud, la destreza con que los niños identifican las partes de
su cuerpo así como las de los animales bastante diferentes del
cuerpo humano o de los animales domésticos, la plasticidad de
visión que permite al niño reconocer elementos del cuerpo homólogos
en organismos muy diferentes, todo esto se explica por el estado de
neutralidad en que vive respecto de la distinción entre él y el prójimo.
El propio cuerpo del niño es para él un medio de comprender los
otros cuerpos, mediante una “impregnación postural” (Wallon). El
niño -explica Wallon- está como derramado de su persona en todas
las imágenes a las que da lugar la acción, y ello sucede porque él es
así, porque es apto para reconocerse en todo. Esto explica la relativa

35
facilidad con que los niños comprenden la manera moderna de
dibujar o de pintar. Es del todo sorprendente ver ciertos niños
mucho más aptos para comprender tal dibujo o cuadro de Picasso.
El adulto titubea delante de esta manera de pintar porque su
formación cultural lo ha habituado a considerar como canónica la
perspectiva surgida del Renacimiento italiano, perspectiva que actúa
proyectando diferentes datos exteriores sobre un solo plano. El niño,
en tanto que es extraño a esta tradición cultural y no ha recibido la
enseñanza que lo integrará a ella, reconoce con gran libertad, a
través de algunos trazos, lo que ha sido significado por el pintor. El
pensamiento del niño es, si se quiere, general desde su comienzo y al
mismo tiempo muy individual. Es un pensamiento fisonómico, que
va a lo esencial por medio de una repetición corporal de los objetos y
conductas dadas. Esto permite comprender por qué el uso yo es
relativamente tardío en el niño; la usará cuando haya tomado
conciencia de su propia perspectiva, distinta de la de los demás y
haya distinguido a todos los otros del objeto exterior.
En el estado inicial de la percepción hay conciencia, no de estar
encerrado en una perspectiva y de adivinar a través de ella una cosa
que estaría más allá, sino de comunicar directamente con las cosas a
través de una visión “personal”. El "yo" que interviene cuando el niño
comprende que todos lo "tú", los "tuyo" que le decimos, siguen siendo
"yo" para él, es decir que se necesita que tenga conciencia de la
reciprocidad de los puntos de vista para que la palabra "yo" pueda
ser empleada.
Guillaume indica que en los primeros meses del segundo año de
vida, vemos al niño adquirir de pronto un gran número de nombres
de personas, enseguida, hacia el 16º mes, su propio nombre, que no
emplea al principio más que en casos muy limitados, para responder
a preguntas tales como; "¿Cómo te llamas?" o también para designar
situaciones en la que él ocupa un lugar semejante al de los otros
niños, por ejemplo, en el caso de una distribución de regalos. En este
caso el niño puede emplear su nombre a causa de la operación
colectiva en la que está implicado como uno de los “otros”. El uso de
su propio nombre en la circunstancia apuntada, no indica que tenga
conciencia de su perspectiva privilegiada. Aquella parece escapársele
hasta alrededor de los dieciséis meses. Por ejemplo, cuando quiere
decir: "Yo quiero escribir", emplea el verbo en el infinitivo, sin el
sujeto. El hijo de Guillaume decía "escribir" en vez de "yo quiero
escribir'-es decir que no empleaba el sujeto sino cuando el sujeto era
alguien distinto de él. Cuando se trataba de sí mismo, expresaba el
sujeto en forma incompleta. Y el "Pablo escribe" que el niño termina
por decir se introduce de alguna manera en la fórmula "Papá
escribe". El uso del nombre propio es aprendido a partir del uso del
nombre de las otras personas. El pronombre "yo" es pronunciado
más tardíamente que el nombre propio, al menos si se lo entiende en
su sentido pleno, es decir en forma relativa. El pronombre "yo" sólo
tiene verdaderamente su pleno sentido cuando lo emplea el niño no
como un índice individual para designar su propia persona, índice

36
que afectará al propio niño y a los demás, sino cuando comprenda
que cada uno de los que están delante de él puede, a su turno, decir
"yo" y que cada uno es para sí un "yo" y para los otros un "tú".
Recién cuando comprenda el niño que mientras es tuteado por
los otros, él puede decir "yo", el pronombre "yo" adquirirá su mayor
significación. En consecuencia, no podemos decir que un niño haya
adquirido hacia los 19 meses el uso del pronombre por el solo hecho
de que emplee el vocablo "yo". Para que haya verdadera adquisición
es imprescindible la aprehensión de las relaciones entre los
diferentes pronombres y el pasaje de una de las significaciones a las
otras. De no ser así la palabra "yo" estará bien empleada
mecánicamente como sonido físico, pero no en su pleno sentido
lingüístico y gramatical. Es recién a los 19 meses que el hijo de
Guillaume emplea el "mi" o el "yo" en su sentido pleno. A los 19
meses se le oye decir "mío" y "tuyo" en forma sistemática. A los 20
meses agrega: "mío", "tuyo", "suyo", "de cada uno". En ese momento,
la operación de distribución es concebida de la misma manera, ya
sea dirigida a él o a los otros. El empleo del "yo" en lugar del nombre
del niño se torna regular hacia el fin del segundo año de vida.
Mientras que el nombre era un atributo de la persona, el pronombre
designa, ora al que habla, ora a quien se habla, el mismo pronombre
puede servir para designar diversas personas mientras que un
nombre propio conviene sólo a una en particular.

IV. La crisis de los tres años

La llamada “crisis de los tres años” ha sido muy bien descripta


por Elsa Köhler en su libro La personalidad del niño de tres años
(1926), y por Henri Wallon en Los orígenes del carácter en el niño.
Hacia los tres años el niño cesa de prestarle su cuerpo y su
pensamiento al otro, como hemos visto que hacía en la fase de la
sociabilidad sincrética; deja de confundirse con la situación en la que
se encuentra comprometido. Adopta un punto de vista y una
perspectiva propios o, mejor dicho, comprende que cualquiera sea la
diversidad de las situaciones, él es alguien que está más acá de esas
diferentes situaciones.
La adquisición de la perspectiva en el dibujo (que se producirá
más tarde) puede servirnos aquí de símbolo comparativo: la
perspectiva en el dibujo sólo será posible para un sujeto a quien la
noción de una perspectiva individual le es familiar. El niño no podría
comprender lo que significa representar las cosas que están delante
de sí tal como se las ve desde un solo punto de vista, si no se le
ocurriera que él las ve desde un solo punto de vista, en lugar de vivir
en ellas. Se necesita, pues, que el niño logre un desdoblamiento
entre el espectáculo sensible inmediatamente dado, en el cual está
desde un principio hundido, y un sujeto capaz, en adelante, de

37
reordenar y redistribuir la experiencia, siguiendo las direcciones
elegidas por el pensamiento.
Wallon indica un cierto número de actitudes típicas por medio de
las cuales se puede descubrir el advenimiento de una distanciación
entre el niño, por una parte, y el espectáculo de los otros y del
mundo, por la otra.
Es hacia los tres años que se advierte en el niño la decisión
deliberada de hacer todo él solo. Wallon señala también el cambio de
las reacciones del niño respecto a las miradas de los demás. Hasta la
edad de tres años, en forma general, y salvo en los casos patológicos,
la mirada del otro lo alienta o lo ampara.
A partir del tercer año, se ve intervenir toda una serie de
reacciones muy diferentes, que hacen pensar en ciertas reacciones
patológicas. La mirada del otro lo turba y todo sucede como si al
mirársele, se desplazara su atención de la tarea que cumple, hacia él
mismo en trance de cumplir esa tarea.
Esto confirma ciertos fenómenos patológicos. 11 Wallon recuerda el
caso descripto por Davidson de un hemipléjico que tenía una-risa
convulsiva con agitación de todos los miembros cuando se lo miraba.
Wallon narra también el caso de un sujeto cuya profesión era probar
automóviles, y que cuando lo hacía solo, manejaba con habilidad a
ciento cuarenta por hora, pero cuando iba acompañado se veía
estorbado por "tics" imposibles de reprimir. Esta extrema
sensibilidad a la mirada del otro se había manifestado
tempranamente, después de ataques convulsivos, a la edad de dos
años y seis meses. Wallon recuerda también el caso de los que
sufren de parálisis general, quienes, cuando son mirados, hacen
muecas interrogativas, aprobatorias o de satisfacción, como si
creyeran absolutamente necesario que su rostro dé testimonio de
algo, como si la mirada ajena les exigiese continuas actitudes.
La gente normal teme quedar con aire inexpresivo en las
fotografías. Hay idiotas que gritan al ser mirados. Si el niño de tres
años está inhibido por la mirada del otro, será porque sabe que no
solamente es lo que a sus propios ojos cree ser, sino que siente que
es también lo que los otros ven en él. El fenómeno de la imagen
especular enseña al niño que no solamente es lo que por experiencia
interior creía ser, sino que él es, ahora, esta silueta que ve en el
espejo. La mirada del otro me enseña, al igual que la mirada del
espejo, que yo soy también ese ser limitado a un lado del espacio,
esta envoltura visible en la que difícilmente reconocería a mi yo
vivido.
Por cierto –ya lo hemos visto– ese yo apenas se distingue del otro
antes de los tres años. Pero precisamente por esta razón no se trata
de un control ni de una inhibición ejercida por el otro, y cuando tal
fenómeno aparece, es que la indistinción entre yo y el prójimo ha
cesado. El ego, el yo, no puede aparecer verdaderamente a los tres
años de vida, sin doblarse en un ego a los ojos del otro. Pues no se
trata, en el fenómeno señalado, de la vergüenza en el sentido en que
11
Wallon, “La maladresse”, Journal de Psychologie, [25º année], 1928, [p.61-78].
38
existe más tarde o de la vergüenza de estar desnudo –que aparece
hacia los cinco o seis años–, o del temor de ser reprendido; se trata
simplemente del temor de ser mirado.
A la misma edad, el niño quiere que se ocupen de él y comete
faltas para llamar la atención. Intervienen conductas de duplicidad
que hasta ahora no se encontraban. Se ve al niño interrumpir el
juego de los otros pues con ello logra placer. Se le ve, también,
cambiar su actitud en lo concerniente a los regalos. Cuando regala
un objeto, afirma primero no desear tenerlo más en su poder: Antes
tenía una manera de dar totalmente irreflexiva que ahora
desaparece. El niño saca cosas a los otros para usarlas él; y así como
las quita, así también las abandona. El regalo se transforma en
transacción.
En resumen, el niño hace jugar constantemente la relación yo-
otro, que cesa entonces de ser indivisa e indiferenciada, como lo
había sido en la fase anterior.
Estas observaciones nos conducen a preguntarnos en qué
medida la crisis de los tres años realiza una transformación, una
reestructuración total del niño, y si el estado de indivisión, de
precomunicación del que habíamos hablado antes es visiblemente
abolido. El propio Wallon escribe: las formas de la actividad pasada
no son abolidas. La sociabilidad sincrética no puede ser "liquidada"
con los tres años. Este estado de indivisión con el otro, esta
usurpación mutua del otro y de mí al interior de las situaciones en
las cuales estamos confundidos, esta presencia del mismo sujeto en
varios papeles se vuelve a encontrar todavía en la vida adulta. La
Crisis de los tres años rechaza o torna lejano el sincretismo, pero no
lo suprime. Ciertamente, después de los tres años se estructura
entre el yo y el otro un terreno neutro u objetivo; una "distancia
vivida", como dice Minkowsky. No hay ya esa vertiginosa proximidad
del otro que posibilitaba ciertas confusiones, ciertas alucinaciones,
que hacía posible el transitivismo.
El niño comprende que tiene una manera de acusar al otro, que
es el equivalente a una confesión. Un adulto no dice –como dice un
niño– "Eres tú el mentiroso"; el adulto comprende que ciertos
agravios revelan en quien los profiere justamente los defectos que
reprocha al otro. Se necesita ser capaz de cierta bajeza para
suponerlos en el prójimo. El adulto es consciente del transitivismo y
de las proyecciones por las cuales prestamos a los otros nuestras
maneras de ser. Pero el transitivismo, así rechazado de todo un
sector de vida humana, ¿ha desaparecido por completo? La
indistinción entre el yo y el otro ¿no reaparece, acaso,
inevitablemente en ciertas situaciones, que son para el adulto
situaciones límites, muy importantes en su vida?
¿Podemos concebir un amor que no sea una usurpación de la
voluntad del otro? Quien no quisiera ejercer influencia alguna en la
persona que ama y se abstuviera de decidir en su lugar, de
aconsejarla o de inclinarla hacia ciertas cosas, obrará sin embargo,
sobre ella, precisamente por esa actitud de abstención y la llevaría a

39
decidir para agradarle a él. Este desapego aparente, esta voluntad d e
quedar sin responsabilidad, suscitan en el otro un vivo deseo de
aproximación. Hay una paradoja en el hecho de aceptar ser amado
por alguien rehusándose a influir sobre su libertad. Su libertad, si el
la ama, la encontrará justamente en el acto de amar, no en una vana
autonomía. Aceptar amar o ser amado, es aceptar ejercer por otra
parte también una influencia, es decidir en cierta medida por el otro.
Amar es, inevitablemente, entrar en una situación indivisa con el
otro.
A partir del momento que se está ligado a otro, se sufre con su
sufrimiento. Si se trata de un dolor físico, que no se puede compartir
sino en forma metafórica, uno experimenta fuertemente su
insuficiencia. Uno no sería quien es, sin este amor; la usurpación de
las perspectivas subsiste.
No es posible ya decir: "Esto es tuyo; esto es mío". No se pueden
ya separar absolutamente los papeles. Y estar ligado a alguien es, en
fin, vivir su vida, aunque no sea más que en intención.
En el fondo, la experiencia del otro, en la medida misma en que
es convincente y verdaderamente experiencia del otro es
necesariamente una experiencia "alienadora" en el sentido de que mi
quita a mí mi soledad e instituye en su lugar una trabazón entre yo y
el otro.
Como decía Alain, amar a alguien es jurar y afirmar más de lo
que se sabe acerca de lo que será. Es, en cierto modo, desasirse de la
libertad de juzgar. La experiencia del otro no nos deja, ni nos da
reposo; siempre puede ser ocasión de duda. Yo puedo, si quiero,
poner en duda la realidad de los sentimientos del otro hacia mí, que
no me son jamás absolutamente probados. Esa persona que dice
amar no da a quien ama cada uno de los instantes de su vida y, por
otra parte, su amor se debilitaría si estuviese obligado a hacerlo.
Ciertos sujetos se topan con esta evidencia como con una refutación
del amor y rehúsan tener confianza y creer, porque se les ofrece un
número de testimonios qué es siempre limitado, cuando ellos
esperan una afirmación ilimitada.
El amor receptivo del niño es el amor que no tiene jamás
bastantes pruebas y que termina por aprisionar, por encerrar al otro
en su inmanencia. La actitud normal consiste en tener confianza
más allá de lo que en rigor se puede probar, en ir más allá de las
dudas que se podrían tener sobre la realidad de los sentimientos y
esto se logra mediante la generosidad de la "praxis", mediante una
acción que se prueba haciéndola. Pero, si es así, toda relación con el
otro, si es muy profunda, realiza un estado de inseguridad, puesto
que la duda de la que hablábamos es siempre posible y el amor
constituye él mismo su propia verdad o realidad. El estado indiviso
con el otro, la alienación de mi yo por parte del otro, no son, pues,
suprimidos por el paso del niño a la edad de los tres años. Subsisten
en otras zonas de la vida adulta. Es lo que Piaget ha llamado

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"décalage"12. La misma conducta que ha sido adquirida a un cierto
nivel, no es adquirible, no lo podrá ser jamás a un nivel superior. El
transitivismo, superado en l a esfera de la vida cotidiana inmediata,
subsiste en el orden de los sentimientos.
He aquí por qué puede encontrarse en los enfermos un estado de
sociabilidad sincrética, como lo muestran los psicoanalistas, en la
medida en que regresan hacia conductas infantiles y s e muestran
incapaces de pasar a la praxis, a la actitud oblativa del adulto.
Podemos preguntarnos qué relación se podría establecer entre la
crisis de los tres años, de la que habla Wallon, y la fase edípica del
desarrollo infantil que ciertos psicoanalistas sitúan en la misma
edad, y en la cual se esboza el super-yo, se perfila la verdadera
relación “objetal” y comienza a producirse la superación del
narcisismo.

(Centro de Documentación Universitaria; de los


cursos de la Sorbona - París, 1954).

12
Notado al hacer la traducción: La palabra "décalage" e s muy difícil de traducir
exactamente. En este caso significa una falta de coordinación, un desequilibrio entre dos
cosas que debieran estar parejas o equilibradas, como por ejemplo, la afectividad y la
inteligencia, que no evolucionan con el mismo ritmo en un mismo individuo. Hay muchas
personas intelectualmente maduras cuya afectividad es de tipo infantil. Esto se da
típicamente enlos neuróticos.

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