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TEMA 7 ORGANIZACIÓN JERÁRQUICA DE LA IGLESIA

Las comunidades cristianas, cuando nacieron, eran islas en medio del mar del
paganismo. La circunstancia de haber nacido y de tener que vivir rodeadas por un medio
pagano que era a menudo hostil, favoreció ese sentido de fuerte cohesión interna que,
durante los primeros siglos, tuvieron la vida y la organización de la Iglesia universal y
de cada una de las Iglesias locales.

1. Las Iglesias locales en las comunidades apostólicas


Desde los comienzos de la misión cristiana, cuando los Doce permanecían todavía
reunidos en Jerusalén, la fundación de nuevas iglesias iba acompañada de la institución
en ellas de la misma jerarquía.

En cada comunidad la primitiva jerarquía estuvo de ordinario formada por un grupo


de presbíteros o ancianos, establecida por el apóstol fundador de la Iglesia o por alguno
de sus auxiliares. Este grupo dirigía las funciones litúrgicas y el gobierno de la
comunidad. Los miembros de este colegio son designados por las fuentes
contemporáneas con el doble apelativo de presbíteros o epíscopos.

2. Obispos
Al desaparecer los apóstoles y sus auxiliares, las comunidades locales necesitaban
asegurar cierta indispensable unidad de dirección y a tal fin de entre ellas se destacaba
un personaje revestido de autoridad, siendo éstos los que sucedieron a los apóstoles.
Desde el siglo II la cristiandad ha tenido un obispo que era el jefe de la Iglesia local,
quien se encargaba de resguardar el contenido de la fe de sus fieles.

En el siglo III san Cipriano de Cartago y Orígenes trataron la naturaleza y las


funciones del oficio de los obispos, cabeza de su respectiva Iglesia, pero a la vez
responsables de la Iglesia universal.

3. El Primado romano
Todas las comunidades locales no se creían ni autosuficientes ni aisladas, sino que se
sentían integradas en una misma Iglesia universal. Pedro ejercía la primacía entre los

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apóstoles. Pedro estuvo en Antioquía y finalmente fijó su residencia en la capital del
Imperio. Fue el primer obispo de Roma y allí sufrió el martirio. La Iglesia romana fue
desde entonces centro de unidad de la Iglesia universal y de sus obispos, sucesores
suyos en el ejercicio del Primado.

Así, en la Iglesia, más allá de los límites temporales del apóstol Pedro, su Primado
permanece en vigencia, manteniendo la unidad de la Iglesia y su trascendencia en la
institución desde siempre y para siempre de Jesús en Pedro.

Reconocimiento y ejercicio de la primacía de Roma: dos testimonios que se


remontan al siglo II, uno procede de Oriente y el otro de Occidente, dan fe de la
posición singular y preeminente que ocupa entonces la Iglesia romana dentro de la
Iglesia universal:
1) San Ignacio de Antioquía, en la Carta a los romanos que escribe de camino
al martirio, habla de Roma como de la Iglesia puesta a la cabeza de la
caridad. Es el primer reconocimiento que tenemos del Primado de Roma
hecho por un escritor no romano.
2) El papa Clemente de Roma escribió una epístola a los cristianos de Corinto
prescribiendo lo que se debía hacer y exigiendo de la comunidad obediencia
a este mandato. Esta carta es una prueba de la conciencia que la Iglesia
romana tenía de su potestad universal.
3) San Ireneo de Lyon dice que la Iglesia de Roma es “la Iglesia más grande, la
más antigua y mejor conocida, fundada y establecida por los apóstoles Pedro
y Pablo”.

4. El clero
Aparece como un estamento diferenciado en las comunidades cristianas:
4.1. Los obispos: sus funciones principales consistían en enseñar, celebrar la
eucaristía, administrar el bautismo. Le competía el derecho de admitir al
catecumenado y expulsar de la Iglesia a los indignos (excomunión).
4.2. Los sacerdotes: estaban sometidos al obispo. Ejercían su ministerio por
encargo o delegación del obispo, presidian la eucaristía y administraban los
sacramentos. Una categoría especial tenían los corepíscopos que son

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obispos de la campiña; generalmente eran sacerdotes, designados para los
pueblos.
4.3. Diáconos: asistían al obispo en la administración de la eucaristía y el
bautismo. Distribuían las limosnas y la administración de los bienes
temporales de la comunidad, pero siempre bajo la vigilancia del obispo. En
un inicio se eligieron siete varones y en memoria de ellos se mantuvo esta
tradición.
4.4. Diaconisas: desde el tiempo de los apóstoles existían diaconisas, atendían
a las mujeres en las obras de misericordia, en los ágapes, y en la
administración del bautismo. Desaparecen en el siglo IV.
4.5. Clérigos menores: se dividen en subdiáconos, acólitos, lectores,
exorcistas y ostiarios o porteros.

Formación del clero


No podían ser admitidos a formar parte del clero los neófitos, los penitentes
públicos, los clínicos (que habían retrasado el bautismo hasta una enfermedad grave) y
los casados en segundas nupcias. A partir del siglo II tenían escuelas catequéticas para
la formación del clero y de los catequistas en general.

El celibato eclesiástico se implanta en la Iglesia latina paulatinamente. Desde san


León Magno y más aún con san Gregorio Magno, el matrimonio quedó prohibido a los
ordenados en grado superior y a los subdiáconos, aunque la norma no encontró siempre
y en todas partes la misma aceptación. De hecho se encuentran sacerdotes casados. El
concilio de Nicea prohibió tener en casa una mujer extraña, excepción hecha de los
parientes próximos. El ejemplo y la persistencia de personajes como san Ambrosio y
san Jerónimo fue estímulo para que esta práctica del celibato se fuera consolidando.

5. Siglo IV
5.1. Oriente y Occidente
La organización de la Iglesia estaba diseñada en los orígenes para pequeñas
multitudes. En el siglo IV, ante la libertad del ejercicio del cristianismo, la Iglesia tuvo
que reconstruir su organización, pues resultaba insuficiente para atender las necesidades
que traían los nuevos tiempos.

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El siglo IV es una época crítica de la historia antigua porque fue cuando se cristalizó
la diferenciación entre Oriente y Occidente, como expresión de dos culturas, de dos
Imperios y de dos destinos. El Imperio romano occidental sucumbió frente a los reinos
germánicos, en Occidente ya no existía el emperador.

La Iglesia recibió también la impronta de la división entre Oriente y Occidente:


- Las diferencias temperamentales entre latinos y griegos, entre el sentido jurídico
y pragmático de los occidentales y la inclinación del espíritu oriental al análisis
especulativo, no favoreció el mutuo entendimiento.
- La falta de un idioma común, que fuera vehículo para el común entendimiento
perjudicaba las controversias teológicas al no traducir adecuadamente las
fórmulas doctrinales, alentando la desconfianza recíproca en ambas partes.
- Oriente y Occidente fueron configurando su propia personalidad, y pronto pudo
hablarse de una Iglesia latina y de otras orientales; de un cristianismo occidental
y de otro oriental de lengua y cultura griega, copta o siríaca. Oriente con
Constantinopla (nova Roma) trató de erigirse casi al mismo nivel de la vieja
Roma, fundada sobre el hecho de la capitalidad, pretendiendo prerrogativas
semejantes a las que disfrutaba la Sede romana.

Con el paso de los siglos, la dualidad fue degenerando en un estado de crónica


tensión, que terminó por provocar el cisma.

5.2. El papel del obispo y la sociedad


En el siglo IV los habitantes del campo (paganos) se empiezan a convertir, se va
extendiendo el territorio de las diócesis. El obispo se convierte de jefe de la ciudad a
jefe también de ciudades más pequeñas.

En el siglo V la crisis del poder civil romano originó un gran vacío en la sociedad,
que tan sólo los obispos fueron capaces de llenar. La administración pública se
desintegraba gradualmente y magistrados o funcionarios abandonaban misiones y
responsabilidades que hasta entonces habían sido siempre suyas. Los obispos se vieron
obligados a intervenir en la vida de los pueblos asumiendo una función de suplencia,
que les vino impuesta por las circunstancias. De un modo especial les correspondió la
protección de las gentes socialmente débiles incapaces de defenderse por sí mismas y de

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los huérfanos. De este modo, en Occidente los obispos se convirtieron en los jefes
naturales de las poblaciones romanas, sometidas a los nuevos señores germánicos que
tenían en sus manos el poder militar.

5.3. Organización territorial


5.3.1. Provincias eclesiásticas
Diocleciano, a finales del siglo III reorganizó el imperio. Dividió el Imperio en dos:
Occidente y Oriente. Se crearon cuatro prefecturas: las Galias, Italia, Iliria y Oriente.
Cada prefectura estaba formada por diócesis y las diócesis estaban formadas por
provincias. El número de provincias se incrementó con el paso del tiempo por la
subdivisión de las mismas. En el siglo IV la Iglesia tuvo necesidad de crear una
organización territorial. Esta organización se hizo sobre la pauta de la división territorial
de carácter civil: el territorio de cada provincia romana constituyó una demarcación
eclesiástica, que fue llamada:
- “provincia” en Occidente,
- “eparquía” en Oriente.

Al obispo de la “metrópoli” o capital de la provincia se le denominó “el


metropolitano”. Tenía cierta preeminencia sobre los demás, derivada de la superior
importancia de su ciudad episcopal. El metropolitano tenía como una de sus principales
funciones el control de las elecciones episcopales de las diversas diócesis de la
provincia. A él también incumbía la presidencia del concilio provincial.

5.3.2. Patriarcado
En el siglo IV, en la Iglesia encontramos sedes episcopales singularmente
prestigiosas, cuya importancia superaba la de las simples capitales de una provincia
eclesiástica. Los obispos residentes en la capital de la diócesis civil que tenían iglesias
de fundación apostólica, se fueron constituyendo, poco a poco, en patriarcas. El concilio
de Nicea (325) reconoció estos privilegios patriarcales a Roma, Alejandría, Antioquía y
Éfeso. Se le reconoce un honor especial a Jerusalén por ser la Iglesia madre;
posteriormente llegará a constituirse también en patriarcado.

Constantinopla fue elevada a patriarcado por el canon tercero del Concilio de


Constantinopla (381) y confirmado por el canon 28 del Concilio de Calcedonia (451).

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Constantinopla no sólo fue reconocida como Iglesia patriarcal, sino que se le
reconocieron unos derechos de supremacía sobre todo el Oriente, con detrimento de los
derechos y privilegios de la Iglesia alejandrina.

5.3.3. Diócesis
Toda la superficie del mundo cristianizado fue dividida en diócesis, y nació entonces
una geografía eclesiástica, puesto que se hizo preciso establecer el perímetro de cada
una de ellas y fijar los límites que separaban a las diócesis que eran vecinas entre sí. En
cada ciudad había un obispo que tenía pleno dominio sobre todas las parroquias
existentes en la misma ciudad y en la campiña circundante. En el concilio de Nicea se
prohíben las intromisiones de un obispo en la jurisdicción de otro, así como la traslación
del obispo de una diócesis a otra.

5.3.4. El Primado romano


La primacía romana no se funda sobre una razón de orden político, como sería la
capitalidad del Imperio, que constituía el argumento que alegaban los obispos de la
nueva Roma (Constantinopla) a favor de su preeminencia. El fundamento de la primacía
romana está en la Sagrada Escritura, en la concesión del Primado a Pedro (Mateo
16,18), del que los papas son legítimos sucesores. Por eso, los obispos de Roma tienen
en la Iglesia a través de los siglos aquella autoridad única y singular, que Cristo
concedió exclusivamente al príncipe de los apóstoles.

Desde el siglo IV, los pontífices romanos ejercieron su primacía sobre las Iglesias de
Occidente. Fueron muy numerosos los asuntos planteados ante la Sede romana y que los
papas resolvieron por medio de “epístolas decretales”. Frecuente fue, también, el envió
por el papa de delegados, presbíteros o diáconos de la Iglesia romana, para hacer llegar
eficazmente la autoridad pontificia a las diversas Iglesias.

5.3.5. Relaciones entre la Iglesia de Roma y Oriente


La acción de los pontífices romanos en el Oriente, a partir del siglo IV, revela la
firme convicción que tenían los papas de la universalidad de su Primado, que se
extendía a la totalidad del orbe cristiano. Las relaciones entre Roma y Constantinopla
registraron a finales del siglo V una primera ruptura, que no fue definitiva, pero sirvió
de anuncio de otras más graves que se producirían en el futuro: el cisma de Acacio.

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