Está en la página 1de 3

Capítulo XIII: Vida y ejercicio de las mujeres casadas.

La vida de las mujeres casadas en común era con perpetua asistencia de sus casas;
entendían en hilar y tejer lana en las tierras frías, y algodón en las calientes. Cada una
hilaba y tejía para sí y para su marido y sus hijos. Cosían poco, porque los vestidos que
vestían, así hombres como mujeres, eran de poca costura. Todo lo que tejían era
torcido, así algodón como lana. Todas las telas, cualesquiera que fuesen, las sacaban
de cuatro orillos. No las urdían más largas de como las habían menester para cada
manta o camiseta. Los vestidos no eran cortados, sino enterizos, como la tela salía del
telar, porque antes que la tejiesen le daban el ancho y largo que había de tener, más o
menos. No hubo sastres ni zapateros ni calceteros entre aquellos indios. ¡Oh, qué de
cosas de las que por acá hay no hubieron menester, que se pasaban sin ellas! Las
mujeres cuidaban del vestido de sus casas y los varones del calzado, que, como
dijimos, en el armarse caballeros lo habían de saber hacer, y aunque los Incas de la
sangre real y los curacas y la gente rica tenían criados que hacían de calzar, no se
desdeñaban ellos de ejercitarse de cuando en cuando en hacer un calzado y cualquiera
género de armas que su profesión les mandaba que supiesen hacer, porque se
preciaron mucho de cumplir sus estatutos. Al trabajo del campo acudían todos,
hombres y mujeres, para ayudarse unos a otros. En algunos provincias muy apartadas
del Cozco, que aún no estaban bien cultivadas por los Reyes Incas, iban las mujeres a
trabajar al campo y los maridos quedaban en casa a hilar y tejer. Mas yo hablo de
aquella corte y de las naciones que la imitaban que eran casi todas las de su Imperio;
que esotras, por bárbaras, merecían quedar en olvido. Las indias eran tan amigas de
hilar y tan enemigas de perder cualquiera pequeño espacio de tiempo, que, yendo o
viniendo de las aldeas a la ciudad, y pasando de un barrio a otro a visitarse en
ocasiones forzosas, llevaban recaudo para dos maneras de hilado, quiero decir para
hilar y torcer. Por el camino iban torciendo lo que llevaban hilado, por ser oficio más
fácil; y en sus visitas sacaban la rueca del hilado e hilaban en buena conversación. Esto
de ir hilando o torciendo por los caminos era de la gente común, mas las Pallas, que
eran las de la sangre real, cuando se visitaban unas a otras llevaban sus hilados y
labores con sus criadas; y así las que iban a visitar 189 como las visitadas estaban en su
conversación ocupadas, por no estar ociosas. Los husos hacen de caña, como en
España los de hierro; échanles torteras, mas no les hacen huecas a la punta. Con la
hebra que van hilando les echan una lazada, y al hilar sueltan el huso como cuando
tuercen; hacen la hebra cuan larga pueden; recógenla en los dedos mayores de la
mano izquierda para meterla en el huso. La rueca traen en la mano izquierda, y no en
la cinta: es de una cuarta en largo; tiénenla con los dedos menores; acuden con ambas
manos a adelgazar la hebra y quitar las motas. No la llegan a la boca porque en mis
tiempos no hilaban lino, que no lo había, sino lana y algodón. Hilan poco porque es con
las prolijidades que hemos dicho.
DE LOS COMENTARIOS REALES DE LOS INCAS – INCA GARCILASO DE LA VEGA.
CRIABAN LOS HIJOS SIN REGALO NINGUNO
Los Hijos criaban estrañamente, así los Incas como la gente común, ricos y pobres, sin
distinción alguna, con el menor regalo que les podían dar. Luego que nacía la criatura la bañaba
con agua fría para envolverla en sus mantillas, y cada mañana que le envolvían la habían de
lavar con agua fría, y las más veces puesta al sereno. Y cuando la madre le hacía mucho regalo,
tomaba el agua en la boca y le lavaba todo el cuerpo, salvo la cabeza; particularmente la
mollera, que nunca le llegaba a ella. Decían que hacían esto por acostumbrarlos al frío y al
trabajo, y también por que los miembros se fortaleciesen. No les soltaban los brazos de las
envolturas por más de tres meses porque decían que, soltándoselos antes, los hacían flojos de
brazos. Teníanlos siempre echados en sus cunas, que era un banquillo mal aliñado de cuatro
pies, y el un pie era más corto que los otros para que se pudiese mecer. El asiento o lecho
donde echaban el niño era de una red gruesa, por que no fuese de tabla, y con la misma red lo
abrazaban por un lado y otro de la cuna y lo liaban, por que no se cayese de ella.
Al darles la leche ni en otro tiempo alguno no los tomaban en el regazo ni en brazos, porque
decían que haciéndose a ellos se hacían llorones y no querían estar en la cuna; sino siempre en
brazos. La madre se recostaba sobre el niño y le daba el pecho, y el dárselo era tres veces al
día; por la mañana y a mediodía y a la tarde. Y fuera destas horas no les daban leche, aunque
llorasen, porque decían que se habituaban a mamar todo el día y se criaban sucios, por
vómitos y cámaras, y que cuando hombres eran comilones y glotones; decían que los animales
no estaban dando leche a sus hijos todo el día ni toda la noche, sino a ciertas horas. La madre
propia criaba su hijo; no se permitía darlo a criar, por gran señora que fuese, si no era por
enfermedad. Mientras criaban se abstenían del coito, porque decían que era malo para la
leche y encanijaba la criatura. A los tales encanijados llamaban ayusca; es participio de
pretérito; quiere decir en todo su significación, el negado, y más propiamente el trocado por
otro de sus padres. Y por semejanza se lo decía un mozo a otro, motejándose que su dama
hacía más a otro que no a él. No se sufría decírselo al casado, porque es palabra de las cinco;
tenía gran pena el que la decía. Una Palla de la sangre real conocí que por necesidad dió a criar
una hija suya. La dama debió de hacer traición o se empreñó, que la niña se encanijó y se puso
como hética que no tenía sino los huesos y el pellejo. La madre, viendo su hija ayusca (al cabo
de ocho meses que se le había enjugado la leche), la volvió a llamar a los pechos con cernadas
y emplastos de yerbas que se puso a las espaldas, y volvió a criar su hija y la convaleció y libró
de muerte. No quiso dársela a otra ama, porque dijo que la leche de la madre era la que le
aprovechaba.

Si la madre tenía leche bastante para sustentar su hijo, nunca jamás le daba de comer hasta
que lo destetaba, porque decían que ofendía el manjar a la leche y se criaban hediondos y
sucios. Cuando era tiempo de sacarlos de la cuna, por no traerlos en brazos les hacían un hoyo
en el suelo, que les llegaba a los pechos; aforrábanlos con algunos trapos viejos, y allí los
metían y les ponían delante algunos juguetes en que se entretuviesen. Allí dentro podía el niño
saltar y brincar, mas en brazos no lo habían de traer, aunque fuese hijo del mayor curaca del
reino.

Ya cuando el niño andaba a gatas, llegaba por el un lado o el otro de la madre a tomar el
pecho, y había de mamar de rodillas en el suelo, empero no entrar en el regazo de la madre, y
cuando quería el otro pecho le señalaba que rodease a tomarlo, por no tomarlo la madre en
brazos. La parida se regalaba menos que regalaba a su hijo, porque en pariendo se iba a un
arroyo o en casa se lavaba con agua fría, y lavaba su hijo y se volvía a hacer las haciendas de su
casa, como si nunca hubiera parido. Parían sin partera, ni la hubo entre ellas; si alguna hacia de
partera, más era hechicera que partera.

Esta era la común costumbre que las indias del Perú tenían en el parir y criar sus hijos, hecha
ya naturaleza, sin distinción de ricas o pobres ni de nobles o plebeyas.

También podría gustarte