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EL FEDERALISMO

El desarrollo de las distintas civilizaciones que poblaron nuestro mundo, se organizó


a través de diversas formas; sólo para partir de un momento histórico, el feudalismo
se constituyó alrededor de un poder central (el señor feudal) que proveía seguridad
a cambio de los impuestos que pagaban quienes formaban parte de su área de
influencia.

Más tarde, el advenimiento de la monarquía, dio paso a los Estados Nación, tal como
los conocemos hoy en día, aunque devenidos en organizaciones democráticas y
representativas.

La globalización, concebida como un proceso histórico de integración mundial en los


ámbitos económico, político, tecnológico, social y cultural, ha convertido al mundo
en un lugar cada vez más interconectado, lo que comúnmente llamamos “aldea
global”, paradójicamente ha importado un renacer de lo local.

En efecto, en estas últimas décadas asistimos a numerosos reclamos autonómicos


locales que expresan vocación de profundizar la democracia, construir localmente el
desarrollo y la competitividad.

Los estados nacionales evidencias numerosas tensiones que los han puesto en crisis.
No es necesario creer ingenuamente que estamos ante una nueva panacea, pero
hay indicios de que la reconstrucción de gobiernos subnacionales de raigambre
democráticos y con suficientes mecanismos de control puede mejorar las
oportunidades de una renovación del desarrollo económico y social.

Derivado de estos movimientos localistas, fue apareciendo con fuerza en casi todo
el mundo la descentralización para prestar servicios que, al diseñarse más a la
medida de lo local, permitieran mejorar la eficiencia, la calidad y la equidad. Por un
lado, sistemas tributarios y de reparto de las rentas estatales con mayor espacio
para la correspondencia fiscal, por el otro, un presupuesto que dejara de ser una
caja negra comprensible solo para un grupo de expertos.

La economía ha redescubierto la geografía y constata que la capacidad de crecer y


la competitividad se construyen en buena medida localmente. El desarrollo de las
regiones suele combinar elementos exógenos, o sea impulsos de afuera, y
endógenos, o sea desde adentro. Cuando predominan los primeros (recursos
naturales o rentas políticas como ser un puerto, una capital o recibir un régimen
promocional) el crecimiento tiene menor sostenibilidad. Si predomina el impulso
local, en cambio, el desarrollo es más sostenible.

La distribución territorial de los recursos políticos, económicos y fiscales es una


cuestión tan antigua como la humanidad que ha sido encarada de las formas más
diversas. El federalismo es una de ellas, procura ser pacífico, legal y permanente y
tiene vigencia sobre todo en países grandes o cultural o étnicamente diversos.

Hay algunos aspectos políticos que son centrales para identificar las ventajas y
desventajas asociadas a distintos modos y grados de distribución de los recursos
escasos en el territorio. Los argumentos tradicionales de los optimistas sobre la
mayor soberanía política, económica y social de los ciudadanos y de sus gobiernos
en los sistemas descentralizados, así como sus positivos efectos económicos y
sociales, son cuestionados por los pesimistas, quienes subrayan sus falencias para
el manejo macroeconómico, resistencia las reformas en los gobiernos locales o el
riesgo moral asociado a la demanda de salvatajes por el gobierno central, todo lo
cual hace que, para su buen funcionamiento, sea necesario, al menos, crear las
condiciones para que existan restricciones presupuestarias fuertes.

ARGUMENTOS A FAVOR DE UN GOBIERNO CENTRALIZADO

a) Macroeconomía: Es indudable la mayor capacidad del gobierno central para


desarrollar satisfactoriamente una política macroeconómica, tanto en materia
de estabilidad de precios (no existen gobierno subnacionales con poder de
emisión) como en relación con el ciclo económico. Esto último se ve con gran
claridad a partir de la crisis global que estalló en 2008. Otra limitación es que,
si la política fiscal anti cíclica la hicieran los gobiernos subnacionales, su efecto
multiplicador escaparía en medida no menor de su ámbito geográfico, ya que
parte del impulso fiscal podría desviarse hacia otras jurisdicciones.
b) Distribución del ingreso: Cuando más descentralizado sea un país menos
efectivas o de alcance muy dispar podrían resultar las políticas de distribución
de ingresos dados la complejidad y el costo de coordinar a los gobiernos
subnacionales entre sí. Es ilustrativa en tal sentido la argumentación de
Rosanvallon (2011) que marca un conflicto de difícil resolución entre la
autonomía local y las políticas pro distribución del ingreso, en particular las
tributarias. A ella se opone la de Aokolodd y Zolt (2007), quienes tratan de
mostrar que un federalismo más autónomo redundará en un mayor desarrollo
social, comparando a tal fin las estructuras tributarias de varios países de
América Latina y, por otro lado, las de Canadá y los EEUU. La
descentralización también puede (y suele) dar lugar a comportamientos de
“viajar gratis” (free riding), por ejemplo, de gobiernos que se limitan a esperar
que sus ciudadanos se beneficien de las políticas redistributivas hechas por
otros o, en otro orden, aunque menos probable, por quienes aprovechando
la libre movilidad de las personas entre localidades o regiones emigran para
eludir los costos de financiar dicha redistribución.
c) Cohesión social: Vinculado al punto anterior se alega también que la
descentralización puede conducir a la pérdida de cohesión social, entendida
esta en un sentido amplio que incluye igualdad de oportunidades, ejercicio
de los derechos, respeto por la diversidad, sentimiento de pertenencia,
participación y políticas públicas que apunten a la solidaridad.
d) Asignación de recursos: Este no es estrictamente un argumento en favor del
gobierno centralizado, sino de que los gobiernos nacionales o aun
supranacionales pueden proveer ciertos bienes o servicios con mayor
eficiencia y eficacia que gobiernos subnacionales, algo que virtualmente nadie
discute. Tal ventaja se manifiesta muy claramente en la producción de
aquellos bienes públicos cuyos beneficios tienen amplia dispersión geográfica,
como la defensa nacional, el cuidado del medioambiente atmosférico o de
grandes caudales de agua, las grandes obras de infraestructura que vinculan
entre sí a muchas unidades subnacionales, las políticas de ciencia y tecnología
o los servicios prestados por hospitales y universidades de alta complejidad.
Esto es así, entre otras razones, porque a la hora de decidir la producción de
una unidad adicional de ese bien, por ejemplo, una nueva carrera
universitaria, los gobiernos locales ponderan solo los beneficios para sus
ciudadanos y no el valor social total de esta inversión.
e) Recaudación: Otra ventaja que se atribuye al régimen centralizado es que un
único organismo recaudador puede ser la forma más económica de obtener
un nivel dado de recaudación, principalmente por la incidencia de los costos
fijos y la existencia de economías de escala, y también porque puede haber
economías para los contribuyentes, los cuales deberían presentar
declaraciones de impuestos y efectuar pagos ante un solo organismo. Cabe
consignar, sin embargo, que no hay estudios de costo-efectividad de
regímenes de recaudación centralizados o descentralizados, los que deberían
contraponer las mencionadas economías con la menor evasión en ámbitos
subnacionales como consecuencia de la mayor información que pueden tener
los organismos de recaudación subnacionales. Por ejemplo, aquellos estados
de los EE.UU. que no tienen impuesto estadual a las ganancias por normas
de sus cortes supremas, por ejemplo, el de Washington, han llevado los
niveles de cumplimiento del célebre impuesto a las ventas (sales tax) a niveles
cercanos al 97%.
f) Guerras fiscales o competencia tributaria dañosa: En ciertas condiciones, la
competencia tributaria entre jurisdicciones subnacionales puede ser dañina
tanto por generar inestabilidades e ineficiencias en la asignación territorial de
las inversiones como por llevar a que los gobiernos subnacionales ofrezcan
una cantidad subóptima de bienes públicos.

ARGUMENTOS A FAVOR DEL GOBIERNO DESCENTRALIZADO

a) Proximidad a las necesidades, los deseos y las posibilidades de los


ciudadanos: Un defecto importante del gobierno centralizado es su distancia
de la realidad sobre la cual debe operar, distancia que con gran frecuencia
da lugar a que los bienes públicos por él ofrecidos tiendan a la uniformidad e
ignoren la heterogeneidad en las preferencias y necesidades de las diferentes
comunidades. Tal modo de prestar servicios u ofrecer bienes públicos atenta
contra la asignación eficiente de recursos, ya que es muy probable que haya
partes de la población que prefieran pagar menos impuestos y consumir
menos de estos bienes, o viceversa. Por su conocimiento de las realidades
locales, un régimen fiscal descentralizado está en mejores condiciones de fijar
la combinación óptima de carga impositiva y servicios públicos para las
preferencias de los consumidores locales. Subyace la amenaza del “votar con
los pies”, es decir, que si los ciudadanos-consumidores no están conformes
con las políticas fiscales y de provisión de bienes y servicios del lugar donde
viven, pueden mudarse a otra región en la que la combinación de impuestos
y bienes públicos sea más acorde a sus preferencias, posibilidad tanto más
abierta cuanto mayor sea el nivel de ingresos y, por lo tanto, menos vigente
en los países emergentes.
b) El federalismo como laboratorio del gobierno y la competencia en la
producción de bienes públicos: La competencia entre jurisdicción puede tener
un impacto positivo sobre la innovación en la producción de bienes públicos,
así como en mejoras en los procesos de toma de decisiones de gasto público
al presionar a los gobiernos subnacionales a examinar mejor los costos y
beneficios de los programas. Desde esta perspectiva, un régimen fiscal
descentralizado puede “disciplinar” a los gobiernos locales en cuanto a su
gestión política y económica al presionarlos para evitar ser penalizados por
los votantes ante un eventual mejor desempeño de otras jurisdicciones y
prevenir, por ejemplo, la marcha de empresas hacia regiones fiscalmente más
eficientes. También tiende a generar una competencia fiscal que puede ser
un sustituto ante casos de insuficiente competencia política en los que los
votantes tienen pocas opciones en materia de política fiscal. Al tener cada
jurisdicción cierto grado de autonomía fiscal, el votante tiene más chances de
encontrar una administración más cercana a sus preferencias, lo que le
permitirá aumentar su bienestar. También puede generarse un simultáneo
proceso de imitación, donde cada jurisdicción toma de las otras aquello que
función bien. Por ello, cada vez que una jurisdicción logra una mejora de
eficiencia bajo un régimen fiscal federal es más probable que esa mejora se
propague al resto de las jurisdicciones. Este aspecto competitivo del gobierno
descentralizado, en fin, puede dar lugar a que él sirva como una suerte de
laboratorio de gobierno, experimentando nuevas políticas, programas o
acciones que empujen las fronteras de la equidad y de la eficiencia siempre
un poco más allá en un área como la del gobierno es que tales movimientos
suelen ser lentos y muchas veces tardíos.

Una cuestión económica y política crucial, radica en la coherencia o correspondencia


fiscal. Los regímenes federales plantean especiales desafíos al cumplimiento de un
principio de extraordinaria importancia para el buen funcionamiento no sólo fiscal y
económico, sino, lo que es mucho más importante, del sistema democrático y
republicano. Se trata de la correspondencia, equivalencia o coherencia fiscal que
establece que la jurisdicción que de decide el nivel de servicios públicos debe ser la
misma en la que habitan quienes financiarán esos servicios a través del pago de
impuestos. En otras palabras, idealmente los impuestos deben estar asociados a los
costos y beneficios recibidos de los bienes públicos.

En un régimen de este tipo la ciudadanía, que es quien financia el gasto público,


suele tener una mayor capacidad de controlar a sus funcionarios en el desempeño
de sus responsabilidades y cuenta para ello con el recurso último y crucial del voto.
Otra ventaja de la correspondencia fiscal es que los consumidores son más
conscientes de la no gratuidad de los servicios públicos y, por ello, es más probable
que elijan a los gobernantes que prometan un nivel óptimo de consumo de estos,
sin escaseces ni derroches.

Los dos problemas principales de un sistema perfecto de correspondencia o


coherencia fiscal son la factibilidad y las posibles inequidades.

La correspondencia fiscal plena es técnicamente casi imposible, aunque ello es


extremadamente difícil en cualquier régimen fiscal lo es todavía más en el federal,
ya que implicaría que cada gobierno viviera de sus propios recursos. Esto solo sería
factible si todas las unidades subnacionales tuvieran niveles de vida o capacidades
fiscales equivalentes.

La correspondencia fiscal plena se desentiende de la equidad, ya que debilita las


políticas de redistribución de ingresos dado que su desigualdad siempre tiene un
componente relevante de desigualdad regional. Por ejemplo, la diversidad de
capacidad contributiva entre estados o provincias implicaría un bajo nivel de gasto
público social en las regiones más pobres. Esta es la razón por la que en muchos
países federales lo que se proponen los mecanismos de coparticipación es lograr
igualar la capacidad fiscal o de gasto de todos los gobiernos subnacionales.

En cambio, la falta de correspondencia fiscal, como ocurre en Argentina, con mucho


desequilibrio fiscal vertical y una gran bolsa común para repartir porque el gobierno
central recauda mucho más de lo que gasta, mientras ocurre lo contrario con los
gobiernos subnacionales.

A modo ilustrativo veamos el siguiente cuadro:

Esta falta de correspondencia, ocasiona comportamientos inconvenientes para el


buen funcionamiento económico, político y social, que seguidamente mencionamos:

 Irresponsabilidad fiscal: Por un lado, es más probable la irresponsabilidad


fiscal y el viajar gratis (free riding), es decir, gastar sin reparar demasiado en
cuestiones de solvencia porque total hay otro que recauda y que lo financia
y, llegado el caso, vendrá en su salvamento.
 Se privilegian las preferencias de los gobernantes en el gasto, por sobre las
de los ciudadanos: Al no existir una coherencia entre el gasto público y el
sacrificio de los consumidores, éstos no son tan tenidos en cuenta al momento
de decidir sobre los bienes públicos que el estado solventará.
 Colusiones antiimpuestos: Estos comportamientos pueden acentuase porque
hay intereses coincidentes entre los contribuyentes y gobernante locales dado
que estos no desean confrontar con aquellos cobrándoles impuestos, lo que
los incentiva a actuar en colusión y a recostarse todo lo posible en los recursos
del gobierno central.
 Restricción presupuestaria blanda y tendencia al exceso de gasto público:
Existe una restricción blanda cuando un nivel de gobierno adopta una
trayectoria de crecimiento del gasto financiado con deuda y con la expectativa
de no tener que amortizarla cobrando mayores impuestos en el futuro.
 Endeudamiento: Los gobiernos pueden tomar deuda en el mercado de
capitales, con efectos análogos a los de las transferencias en cuanto a disociar
el gasto del esfuerzo recaudatorio y llevar a gastar más allá de los
sustentable.
 Democracias más imperfectas: Es frecuente que el desequilibrio fiscal vertical
dé lugar a falencias del propio régimen democrático, como el clientelismo,
malos regímenes promocionales insostenibles o ineficaces. Por su
dependencia fiscal del gobierno nacional, las jurisdicciones subnacionales
pueden ser más propensos a comportamientos obsequiosos. Finalmente,
cuanto menor sea la correspondencia fiscal, mayor será la confusión de los
ciudadanos en cuanto al destino de sus impuestos, lo que lleva a un menor
control sobre su uso, facilita la corrupción o la sospecha de su existencia y
deteriora el sistema democrático en tanto la ciudadanía se siente débil, sin
poder de decisión.

De lo dicho hasta aquí surge que tanto el sistema centralizado de gobierno como el
descentralizado tienen ventajas e inconvenientes y, si algo hay de cierto al respecto,
es que no hay trajes de confección válidos urbi et orbi. El gobierno central es el
único dotado suficientemente para proveer bienes públicos nacionales tales como la
defensa nacional, la seguridad y la justicia frente a delitos complejos, grandes obras
de infraestructura que benefician a varias jurisdicciones, políticas de ciencia y
tecnología, campañas contra enfermedades contagiosas, preservación de algunas
dimensiones del medioambiente o la gestión de universidades y hospitales
complejos, realizar la política macroeconómica, recaudar impuestos nacionales,
gestionar el sistema previsional y desarrollar aquellas políticas de distribución del
ingreso. Los gobiernos subnacionales, por su parte, presentan claras ventajas en la
asignación de recursos mediante la provisión de bienes y servicios públicos tales
como la seguridad y la justicia (con las excepciones nacionales), la salud, la
educación y la asistencia nacional por programas. Esto es así porque a nivel
subnacional es mayor el control ciudadano que presiona hacia la eficiencia y porque
la mayor proximidad con los beneficiarios genera una mayor adecuación de los
programas a sus necesidades y deseos. Además, en un contexto de fuerte
apoderamiento de los gobiernos subnacionales en cuanto a potestades tributarias
ellos podrían perfectamente reemplazar muchas de las funciones hoy centralizadas
de recaudación y de redistribución del ingreso.

En cuanto a los sistemas de transferencias o de coparticipación, casi siempre


inherentes al federalismo, pero de creciente uso también en regímenes no federales,
se aprecia que ninguno de ellos está exento de problemas, ni en su fase primaria –
el reparto entre el gobierno central y el o los gobiernos subnacionales– ni en su
etapa secundaria –entre estados o provincias– ni en la terciaria –entre municipios
de una misma provincia– Por último, aún en una situación de abundancia de recursos
fiscales, el buen funcionamiento de regímenes descentralizados en los que las
unidades subnacionales dependen significativamente de recursos nacionales suele
desarrollar una dependencia de las transferencias que debe ser necesariamente
contrapesada por la existencia de reglas fiscales subnacionales establecidas y asea
por leyes o por contratos con el nivel de gobierno del que se depende. Esta
necesidad es tanto mayor cuanto menor sea la correspondencia fiscal.

UN POCO DE HISTORIA

Ernesto Quesada (historiador, catedrático y jurista del siglo XIX) señalaba ya a fines
del mil ochocientos que la cuestión del tesoro es el eje de toda la política argentina
desde la emancipación. Las luchas civiles, las divisiones partidarias, las
complicaciones políticas, el enfrentamiento entre unitarios y federales, entre
porteños y provincianos, todo ha nacido de ahí y ha gravitado a su derredor.

Tal vez una de las primeras “grietas” de las tantas que hemos experimentado a lo
largo de la historia, sea la de unitarios y federales. El período que abarca el primer
grito de libertad (1810) hasta la sanción de la Constitución (1853) se caracterizó por
la puja entre provincias y puerto, la anarquía, guerras y pactos.

Hasta la declaración de la independencia (1816) sin dejar de producirse tensiones


entre los distintos modelos de país que pergeñaba la clase dirigente, se mantuvo
cierta cohesión en pos del objetivo, pero una vez logrado, se acentuaron los
conflictos.

Las visiones opuestas sobre la organización nacional se evidenciaron en los intentos


constitucionales de 1819 y sobre todo de 1826, en esta última se establecía la forma
de gobierno representativa, republicana y consolidada en unidad de régimen. Por
otro lado, en la lucha en torno a los recursos fiscales, en especial los de la Aduana
de Buenos Aires, así como la libre navegación de los ríos interiores, el proyecto de
constitución de 1826 dejaba para las provincias sólo la creación de impuestos
directos, y para la nación los indirectos y los del comercio exterior.

A medida que transcurría el siglo XIX las provincias norteñas, que habían sido las
principales, las más pobladas y las más ricas durante parte del Virreinato, fueron
perdiendo sus bases de sustento económico en consonancia con la paralela
decadencia del Alto Perú. Mientras tanto, al compás de la demanda externa creciente
por sus productos, lo que luego sería la pampa húmeda, se enriquecía por la
valorización de sus tierras, primero ganaderas y después agrícolas.
Una segunda etapa, comprende el período transcurrido entre la sanción de la
constitución nacional (1853) y la culminación de la organización nacional (1890). El
artículo 4 de la CN establecía claramente cuáles eran los recursos de la Nación: el
Gobierno Federal provee a los gastos de la Nación con los fondos del Tesoro
Nacional, formando producto de derechos de importación y exportación; del de la
venta o locación de tierras de propiedad nacional, de la renta de Correos, de las
demás contribuciones que equitativa y proporcionalmente a la población imponga el
Congreso General, y de los empréstitos y operaciones de crédito que decrete el
mismo Congreso para urgencias de la Nación, o para empresas de utilidad nacional.

No puede dejar de mencionarse el hecho de que los problemas de gobernabilidad


de las provincias o de su compleja relación con el gobierno federal no cesaron
mágicamente al dictarse la constitución, el indicador más claro es que entre 1853 y
1976 se concretaron 168 intervenciones, sin contar los períodos de gobiernos de
facto en donde las provincias estuvieron vieron quebrada su institucionalidad al igual
que la nación. Desde el último retorno democrático sólo hubo seis.

La tercera etapa, comienza con la crisis de 1890 y se caracteriza por el nacimiento


de las potestades tributarias concurrentes. Como consecuencia de las urgencias
fiscales derivadas de la necesidad de reestructurar la deuda pública y de otras de
corto plazo y de la incapacidad de los recursos aduaneros para cubrir la totalidad de
los gastos, el Congreso fue habilitando la creación de diversos impuestos indirectos
que se superponían con los gravámenes provinciales, entre los que sobresalen los
llamados impuestos internos, como los que gravaban el juego, el tabaco, los fósforos
o el alcohol (por eso también se los llamaba impuestos al vicio). En esta etapa, los
ingresos nacionales por impuestos no vinculados al comercio exterior aumentaron
de 10,7% en 1880 a 25,7 en 1895, 39,8% 1920 y 40,7% en 1930. Recién en 1927
la Corte admitió las facultades concurrentes (Simón Mataldi c. Bs.As.).

A partir de allí y hasta 1935, se abre un período signado por la concurrencia de


fuentes, con libertad de cada nivel de gobierno para fijar los impuestos a aplicar en
su jurisdicción y la magnitud de estos para financiar el cumplimiento de sus
funciones.

Entre 1935 y 1988, podemos ubicar el nacimiento de los sistemas de coparticipación


federal, con avances y retrocesos, pero sin desmedro del centralismo.

En el marco de las dramáticas consecuencias de la Gran Crisis de 1929/1930, en


1935 se inició una nueva etapa en materia fiscal federal, con los rudimentos de una
coparticipación de impuestos ausente hasta entonces y que surgió de acuerdos entre
una Nación predominante y las provincias para distribuir recursos nacionales,
aunque no los aduaneros. El mecanismo elegido fue el de partición, donde el
gobierno nacional recaudaba y distribuía entre las provincias reteniendo una parte
para sí. Uno de los principales objetivos, fue ordenar la estructura tributaria que
venía funcionando con gravámenes transitorios que debían renovarse
periódicamente y reducir el problema de la doble imposición. Se plasmó con la Ley
12139 (unificación de impuestos internos), la Ley 12143 (transformación del
impuesto a las transacciones en las ventas) y la Ley 12143 (prórroga del impuesto
a los réditos), a través de estos instrumentos legales, las provincias renunciaron a
imponer gravámenes sobre esas materias y a cambio recibían una compensación
con parte de la recaudación.

Los mecanismos de distribución buscaron garantizar que ninguna provincia quedara


en peor situación de la que estaba, de esta forma, la Nación se reservó el 82,5% de
lo recaudado, mientras que el resto se distribuía 30% por población, 30% por
magnitud del gasto, 30% en base a los ingresos del año anterior y 10% en base a
la performance recaudatoria del impuesto en cada jurisdicción. El impacto de la
nueva ley fue muy desigual entre provincias, castigando especialmente a las
productoras de vino y azúcar.

Entre 1945 y 1958, se incrementó la participación de las provincias en la distribución


primaria y se establecieron nuevos criterios para la asignación de la secundaria, 98%
en base a población y origen provincial de los bienes gravados (ponderación del
20%) y el 2% restante en razón inversa al monto por habitante. Salvo esta última
novedad, importante más por el principio que sentaba que por su monto, siguieron
predominando los criterios devolutivos y proporcionales. No obstante, durante este
período las provincias más postergadas se vieron beneficiadas respecto de las más
poderosas en comparación con el régimen anterior.

De 1959 a 1972, la coparticipación sigue afianzándose. En 1966 el régimen sufrió


una modificación de tendencia centralista, restituyendo parte del peso relativo a la
Nación, aumentando su participación a un 61,88%. En materia de distribución
secundaria continuó un claro predominio de criterios devolutivos o proporcionales
(población, gastos provinciales y recursos corrientes) pero agregó un limitado
componente distributivo de reparto por partes iguales.

La Ley 20221 (1973) resulta un hito en nuestro federalismo fiscal, la reforma fue
impulsada por los fuertes y crónicos déficits que venían experimentando los
gobiernos provinciales, lo que llevó a aumentar drásticamente la participación
provincial al 48,5% de los fondos coparticipables, más un 3% de un Fondo de
Desarrollo Regional. Se estableció, además, un sistema único para la distribución de
todos los impuestos nacionales coparticipables, la distribución automática de los
recursos, la distribución secundaria se fijó en un 65% por población, un 25% por
brecha de desarrollo y un 10% por dispersión de población, una limitación legal para
la asignación de ATN.

Para la brecha se medía la diferencia de riqueza de cada provincia con respecto a la


del área más desarrollada del país, calculada como un promedio aritmético entre los
índices de calidad de vivienda, educación y automóviles por habitante. La
distribución por dispersión demográfica obedecía a la intención de tener en cuenta
los mayores costos que genera la prestación de servicios públicos a una población
muy dispersa. De este modo se otorgó mayor relevancia a criterios redistributivos
para la coparticipación secundaria, cuyo peso relativo que era del 2% en 1958,
aumentando al 35% a partir de 1973.

Si bien esta ley mejoró las arcas provinciales, en 1978 se produjo el traspaso de las
escuelas primarias nacionales a las provincias y ello ocasionó un desequilibrio de las
provincias en el reparto.

A fines de 1983 se produjo la caducidad de la norma de coparticipación existente y,


al no lograrse acuerdos entre la Nación y las provincias sobre la prórroga del sistema
vigente ni sobre uno nuevo, ocurrió por primera vez en 50 años que se careció de
un régimen legal de distribución, que de tal manera pasó a efectuarse a través del
presupuesto.

Hasta el año 1987 se mantuvieron intensas negociaciones entre la Nación y las


provincias, arribando para el año 1988 a la sanción de la Ley 23548 que regiría en
principio hasta 1989, con la posibilidad de prorrogarla si no se concretara un acuerdo
definitivo. Al igual que el régimen que la precedió, se prevé la recaudación
centralizada, coparticipación primaria y secundaria. Se intentó precisar todos los
impuestos que debían integrar la masa coparticipable, pero esto quedó frustrado al
incorporar varias vías de escape que excluían los impuestos que tuvieran otros
regímenes de distribución y los que tuvieran afectación específica en el momento de
la sanción de la ley o en el futuro. La primaria quedó establecida en 56,66% para
las provincias, producto de agregar al 48,5% que ya tenían, un 8,16% calculado
como costo de transferencia de servicios nacionales a las provincias, el Gobierno
Federal quedó con un 42,34% y se reservó un 1% para el Fondo de Aportes del
Tesoro Nacional (ATN), destinado a atenderé emergencias y desequilibrios
financieros de las provincias.

La distribución secundaria no se basó en un método de asignación objetivo como la


ley anterior, sino de un promedio de los aportes del Tesoro recibidos por las
provincias durante el período de vacío legal (1984/1987), lo que dio como resultado
valores arbitrarios que perduran hasta hoy desnaturalizando el objetivo de una
redistribución secundaria que mejorara la equidad ente provincias. Otra cláusula
importante fue la que estableció que la suma a distribuir a las provincias no podría
ser inferior al 34% de la recaudación de la administración central, norma que ha
dado lugar a polémicas. Cayó el coeficiente de las provincias avanzadas como
Buenos Aires, provincias rezagadas como Catamarca, Chaco, Jujuy, Formosa y La
Rioja terminan beneficiadas.

El régimen de convertibilidad y las profundas reformas económicas y sociales


impulsadas de 1989, tuvieron fuerte impacto en la distribución de recursos entre
Nación y provincias. Fue favorable a las provincias el traspaso al nivel federal de sus
cajas de jubilaciones. En cambio, perjudicaron a las provincias otras dos reformas
de gran impacto: La transferencia de los servicios educativos, de salud y otros
sociales que estaban en manos de Nación. No hubo recursos adicionales para
financiar estas transferencias, sino que se hizo una redistribución entre las provincias
de acuerdo a la magnitud de los servicios transferidos. La otra fue la creación del
sistema de administradoras de fondos de pensión dado que, para evitar el
desfinanciamiento del Estado nacional, se legisló que el 15% de la masa
coparticipable se destinara al sistema de seguridad social, apuntando claramente a
la pérdida de recursos que se originaría en la creación del régimen de capitalización.

De efectos ambiguos para los fiscos provinciales fueron los pactos fiscales firmados
entre la nación y las provincias que reducían los impuestos que pesaban sobre la
producción, principalmente el de Ingresos Brutos, salvo en la etapa primaria, y el
Impuesto de Sellos, que afectaba la actividad de la construcción e inmobiliaria. Si
bien es cierto que ellos contribuyeron a reconstituir parcialmente la competitividad
de algunas producciones regionales dañadas por un tipo real de cambio
sobrevaluado, por otro lado, redujeron los ingresos de los fiscos provinciales. Hubo
por último una reforma destinada a mejorar las finanzas de la Provincia de Buenos
Aires, el Fondo del Conurbano Bonaerense en procura de reparar la baja
participación lograda por ella en la coparticipación secundaria establecida en 1988.
El FCB está compuesto por un 10% de la recaudación nacional del Impuesto a las
Ganancias para financiar obras públicas de carácter social, con un tope de 650
millones de pesos.

En 1994 se sancionó una reforma constitucional, que –entre otros puntos–,


convalidó el sistema de coparticipación como modelo de distribución de impuestos.
Se constitucionalizó el sistema de Ley Convenio como instrumento del régimen fiscal
federal, es decir, que las normas que regulen esta materia deben ser aprobadas por
el Congreso Federal con una mayoría especial y, luego convalidadas por cada una
de las Legislaturas Provinciales para tener efectos.
La cláusula transitoria sexta de la constitución estableció un plazo de dos años para
formular un nuevo régimen de distribución de impuestos, lo que –a casi 25 años de
cumplirse–, aún no se ha logrado.

En materia de potestades tributarias, la reforma no hizo avance alguno,


manteniéndose así una cuasi anarquía. Provincias y Nación cobran impuestos
directos e indirectos de todo tipo; los recursos del comercio exterior, primero fueron
compartidos por la Nación y más tarde detraídos unilateralmente; los municipios
cobran impuestos más o menos a placer, aunque disfrazándolos de tasas.

Como dato positivo de la reforma constitucional, podemos señalar que se han


plasmado explícitamente los criterios redistributivos dándole una mayor precisión al
establecer el objetivo de igualación de los niveles de vida en todo el territorio
nacional.

Aunque la reforma pretendió dar un marco estable y permanente al federalismo


fiscal, ello lejos de ocurrir, derivó en un período prolífico en modificaciones al
régimen de coparticipación, frecuentemente mediante la vía de acuerdos ratificados
por ley. Los resultados de todos estos acuerdos es lo que conocemos como “laberinto
de la coparticipación” siendo imposible para cualquier ciudadano común entender a
qué entidad política van a parar sus impuestos. Y esto no es gratuito desde el punto
de vista de la democracia representativa, en tanto profundiza la ruptura de la unidad
ciudadanos-pagadores de impuestos-beneficiarios del gasto público, crucial para el
mejor funcionamiento de las finanzas públicas.

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