Durante tantos semestres, la primera introducción que se le hacía a los
estudiantes de este curso era una pregunta: ¿que tienen en común el derecho y la literatura? Lo cierto es que la pregunta es algo capciosa. No existe una respuesta, existen miles, pero el objetivo de la cuestión no es destapar el nexo entre ambas disciplinas, sino penetrar en el alumno. No importa el ingenio, ni la sutileza, ni lo revelador del intelecto en la respuesta. A lo mucho, cuenta la singularidad, por no decir la excentricidad, por no decir la rareza de la respuesta. La verdad, parece ser que la literatura tiene una relación mucho más íntima con la criminalidad que con el derecho. La Medea de Eurípides es una fría matricida, más cercana al hampa que a la realeza, la Dama Oscura de los sonetos de Shakespeare es seguramente una prostituta, el mismo Macbeth es un maquiavélico magnicida, Baudelaire busca la macabra belleza del inframundo bohemio, William S. Burroughs escribe desde la oscura desesperación de las casas de crack, Neruda confiesa en el prólogo de El habitante y su esperanza que tiene, “repulsión por el burgués, me gusta la vida de la gente intranquila e insatisfecha, sean estos artistas o criminales.” Nuestra propia literatura nacional no es ajena al interés por la criminalidad: Manuel Rojas canoniza su importancia con Hijo de ladrón, desde la violencia bajo los puentes surge El río de Alfredo Gómez Morel, Juan Carreño canta a la sublimada realidad poblacional, todos los poetas de Bolaño son asesinos en serie, prostitutas o traficantes, Carmen Berenguer dijo a propósito de su libro Naciste pintada que, “el crimen es pasional, y la poesía es un crimen también.” En realidad, la relación es tan antigua como la literatura occidental. Ya en la antigua Grecia, Platón expulsa a Homero y a todos los poetas trágicos de su república por ser criminales, son falsificadores de la verdad: roban la apariencia de las cosas y las presentan como si fuesen suyas. Para Platón el poeta es un embustero, un imitador oportunista, se asemeja a la figura del estafador. Pessoa seguramente es autoconsciente de esto cuando dice que, “El poeta es un fingidor. /Finge tan completamente /que hasta finge que es dolor /el dolor que de veras siente.” Dice Socrates en el libro X de la República, que para replicar la labor del poeta bastaría con tomar un espejo y dirigirlo al sol, al cielo, a uno mismo, y a todas las otras cosas y seres que existen. Y aunque lo dice en cierto tono jocoso, tiene razón, la literatura pretende ser un espejo enigmático de la realidad, de la experiencia absoluta, anhela descubrirlo todo, incluso lo que se encuentra detrás y a través de su pátina transparente. Para reflejar, para comprender la universalidad de la existencia, necesita situarse afuera, fuera de la moral, del status quo, del estado de derecho, fuera de la sociedad; y es en este exilio donde se entrelaza con su compañero en el destierro, el crimen. Por eso se atraen, ellos son los alienados, los marginales, la perpetua amenaza del orden que se asoma en las periferias. Durkheim decía que la criminalidad era señal de una sociedad sana; no está justificando su violencia, sino su poder insurreccional. Está revelando que para la sanidad social, se requieren manifestaciones de subversión del establishment, una fuerza rival que limite y reafirme el poder oficialista. Es ahí donde se abrazan y se aporrean poesía y crimen, se abrigan en el frío de los márgenes, pero no se reconocen como iguales. Como dos hermanos, no pueden amarse (en el sentido griego del philos) sin agarrarse a combos; pelean, se reconcilian y vuelven a pelear. Porque tanto el crimen como la poesía son escapatorias confesionales. En la conjura de la transformación, del movimiento jurídico, el crímen embiste escandaloso pero tropieza con sus propios pasos. La literatura en cambio, avanza infinitamente más desapercibida, abriendo el camino como una aplanadora irrefrenable. El crimen como requisito de sanidad de la sociedad y la literatura como condición de vigor del derecho. El crimen acusa y la justicia castiga, la literatura acusa y la justicia se ve obligada a retractarse (no hace más falta que ver a Zola y el caso Dreyfuss). Porque para Durkheim, el crimen es cualquier acto que ofende a la conciencia colectiva, y el criminal es el agente que lucha contra la mano invisible que castiga (podríamos cambiar la palabra crimen por literatura y criminal por poeta y la frase aun tendría sentido). El castigo, como figura jurídica, es la materialización de todos esos artículos etéreos y contratos tácitos, es lo que le entrega materialidad al derecho, la justicia necesita al crimen y viceversa. La interacción entre justicia y crimen deviene en una lucha oscura para reafianzar la unidad social, reafirmar los axiomas que forman el lazo común que nos une. A diferencia de lo que creía Platón, tanto el crimen como la poesía son útiles por una misma razón: son indispensables para la evolución, tanto política como moral, del derecho. Sin crimen, no existe el derecho, sin la literatura, el derecho se convierte en el tirano. ¿Qué tienen en común la literatura y el derecho? Ambos pretenden domesticar el mundo. ¿Qué tienen en común la literatura y el crimen? Ambos son un insulto necesario a la sensatez del poder.
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