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UNED
LITERATURA
ESPAÑOLA
RENACIMIENTO
Curso 2022-23
TEMA 1. Introducción a una historia de la literatura renacentista
1. La construcción de la historia literaria: criterios para la organización de la serie
literaria
Aunque la selección del canon es uno de los aspectos más relevantes en la constitución
de una historia literaria, esta se basa en otros principios; el primero es la sucesión
temporal de obras y autores, que se agrupan arbitrariamente en generaciones literarias
(períodos de tiempo de base biológica en los que un grupo de autores comparten una
misma sensibilidad, estética, experiencias vitales y horizontes). El término promoción,
más actual, se liga a conceptos culturales en lugar de biológicos.
Por otra parte, las relaciones sincrónicas entre el texto y los elementos circundantes
(estéticos, económicos, sociales, religiosos, etc.) son relevantes para su interpretación
en tanto forman unas mallas de contextualización complejas que el historiador actualiza
según sus propios criterios de análisis.
Por último, hay que considerar la inmanencia de la obra literaria, la cual, no obstante,
solo adquiere pleno sentido en su lectura histórica, para la cual resultan necesarias las
herramientas críticas: lectura cuidadosa, edición rigurosa, anotación o comentario,
estudio monográfico... Sobre estos principios se conforman la mayoría de las historias
literarias actuales, y es preciso conocerlos para percibir el carácter artificial de nuestra
construcción histórica, poder reflexionar sobre ellos y sobre su validez e importancia.
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Entre las escritoras españolas del siglo XVI anteriores a Teresa de Jesús (m. 1582) se
cuentan las religiosas Juana de la Cruz y María de Santo Domingo, Beatriz Bernal y las
poetas Catalina de Paz, Andrea de Mendoza, Catalina de Zúñiga, Isabel de Vega, Marfira,
Francisca de Aragón, Isabel Mexía, y otras como Olivia Sabuco, Isabel de Villena y Luisa
Sigea. Aunque coincidieron en un período de unos cien años, resulta difícil establecer
criterios homogéneos para estudiarlas como grupo coherente.
Dejando aparte otros formatos impresos, como los carteles y los pliegos sueltos, el libro
propiamente dicho ofrece una variada tipología en lo que se refiere a formato,
composición, tipo de letra, ilustraciones y encuadernación: la primitiva orientación de
la imprenta hacia la edición de obras prestigiosas dio prioridad a las obras de gran
formato (infolio) con letra gótica, ilustraciones y cuidada encuadernación;
progresivamente, al compás de la orientación hacia públicos más amplios, la
comercialización y la necesidad de abaratar el producto, fueron reduciéndose los
formatos (aumentando el número de dobleces del pliego de impresión) y
simplificándose la tipografía (con el paso de la letra gótica a la redonda, procedente de
Italia). En definitiva, el libro fue invirtiendo su relación con el códice medieval, pasando
de imitar sus formas y características a convertirse él en el objeto de la imitación de los
manuscritos desde fines del s. XVI.
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La monarquía se interesó en proteger y fomentar la imprenta, pero también fue
consciente del poder del nuevo medio. Ya desde 1502 se estableció, mediante una
pragmática, la obligación de censurar el libro impreso. A lo largo del siglo se
incrementó el número de requisitos legales, los medios para su control y las penas
sobre su incumplimiento. La normativa más relevante fue la pragmática de Valladolid
(1558), que prohibía la importación de libros extranjeros sin licencia real, incrementaba
el control sobre la impresión. establecía un sistema de visitas a bibliotecas y librerías.
Estos requisitos y trámites dejaron su huella en forma de paratextos que dan fe del
carácter legal y autorizado de lo impreso: aprobaciones, licencias, privilegios, tasas, etc.
A medida que transcurre el siglo se pone de moda la inclusión, además, de
composiciones laudatorias en verso, escritas por amigos del autor, útiles para
establecer los círculos en que se mueveun autor.
Los primeros impresores que llegan a la Península procedentes de Alemania son itine-
rantes y siguen acontecimientos que proporcionen trabajo, como sínodos y cortes. Así,
no sorprende que el primer impreso español sea un sinodal (1472). Cuando las impren-
tas se hacen fijas, se encuentran en las grandes ciudades: Sevilla por su importancia co-
mercial, Salamanca o Alcalá de Henares por sus universidades, Valladolid como centro
de administración con la chancillería, Toledo, Zaragoza, Barcelona, Valencia, etc.
Junto con los libros grandes, muchas imprentas subsisten gracias a la edición de pliegos
sueltos, folletos, estampas e impresos menudos que pronto inundan un mercado que
los consume con fruición y los busca de muchos géneros. Si inicialmente el soporte se
crea para el texto breve, luego este se escribe y define pensando en el soporte. El mer-
cado también es decisivo para explicar el desarrollo de géneros como los libros de caba-
llerías o la literatura celestinesca.
En este contexto, aparece un nuevo tipo de autor que compite con los aristócratas, cor-
tesanos, funcionarios y profesionales universitarios. Se trata de advenedizos, como Fe-
liciano de Silva o Antonio de Guevara, que hacen de las letras su profesión. Esta figura
se va consolidando para hacerse más común en el s. XVII. El mercado, con sus posibili-
dades para encumbrar a un autor y darle fama e ingresos, influye sobre las obras y sirve
para consolidar una conciencia autorial.
Al calor del éxito lector, el s. XVI conoce las continuaciones, relatos que expanden argu-
mental y narrativamente ciertas obras de éxito, con las que guardan relaciones diversas.
Desarrolladas en España desde finales de la Edad Media, su auge se debe a los libros de
caballerías y alcanza a los géneros celestinesco, pastoril y picaresco. Desde el punto de
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vista comercial, las secuelas explotan y rentabilizan el mercado creado por una obra de
éxito. Además, amplían los límites del género establecidos por el original y contribuyen
a crear y a educar a un público lector.
La lectura estuvo íntimamente ligada a la censura. Desde fines del s. XV el Santo Oficio
ejerció un control ideológico vinculado al credo católico y a la monarquía. Las autorida-
des civiles y religiosas crearon mecanismos para fijar la correcta interpretación de los
textos, sin que ello implicara la erradicación de toda forma de disenso. No puede enten-
derse el Siglo de Oro sin tener en cuenta estas tensiones ideológicas, claves para com-
prender aspectos fundamentales de obras como el Lazarillo o El Crotalón, la desapari-
ción de las obras de Erasmo de la circulación pública o las sospechas sobre la escritura
de Teresa de Jesús.
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Quizá la diferencia formal más relevante entre la poesía cancioneril y la petrarquista
radica en que la primera emplea fundamentalmente el verso endecasílabo, directa-
mente importado de Italia, con todas sus peculiaridades acentuales, mientras que la se-
gunda utiliza el octosílabo. Este hecho condicionará también los distintos moldes estró-
ficos y los géneros de cada tipo de poesía, que se acomodan a aquellos. Otras diferencias
de tipo formal son: la inexistencia del verso blanco y la consideración del encabalga-
miento y como defectuoso en la poesía de cancionero, frente al uso frecuente de ambos
en la poesía petrarquista, que por su parte rechazó el verso agudo, tan habitual en la
poesía de cancionero.
La poesía cancioneril suele presentar un ritmo ágil y marcado, con estrofas breves,
frente al ritmo pausado y suave, con estrofas generalmente extensas, de la petrarquista.
Mientras la primera busca la artificiosidad formal, la segunda busca la naturalidad ex-
presiva.
Desde el punto de vista estético, la poesía de cancionero se sustenta sobre el juego entre
fonemas y significado, mientras que la petrarquista se apoya en la armonía interna del
endecasílabo. El conceptismo expresivo llegó a ser extremo en la poesía cancioneril,
mientras que la petrarquista se empleó moderadamente, ya que interesaba más la in-
trospección en los sentimientos del poeta, en relación con el individualismo emergente
en la ideología de la época.
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En la poesía petrarquista, a través del Petrarca de las Rime sparse, cristalizaban estas
pulsiones de cambio que se venían desarrollando desde el s. XV, y que venían motivadas
por un componente ideológico (el neoplatonismo amoroso, el individualismo), político
(la lengua vulgar de las monarquías nacionales equiparable a las lenguas clásicas), cul-
tural (el desarrollo de la imprenta) y sentimental (la contención afectiva y expresiva de
la llaneza). La innovación propuesta por Boscán y Garcilaso suponía la plasmación lite-
raria de esas innovaciones. Como afirma Pedro Ruiz, fue precisamente la acomodación
entre la mentalidad emergente y el petrarquismo lo que permitió su aclimatación en el
primer tercio del s. XVI y no antes, lo que explica por qué Boscán acertó en lo que el
Marqués de Santillana falló.
3. Cristóbal de Castillejo
La obra de Castillejo es extensa y viene marcada por el sentido del humor y el público
del medio cortesano en que vivió. La edición de Amberes (1598) divide el conjunto de
poemas en tres partes: «obras amatorias, cartas, villancicos, motes y letras», las «obras
de conversación y pasatiempo» y las obras morales, que contienen el «Diálogo de la vida
de corte» y el «Diálogo de adulación y verdad». Además, compuso obras dramáticas,
todas perdidas hoy, salvo la Farsa de la Constanza.
4. Juan Boscán
Juan Boscán Almogáver (Barcelona, 1492-Perpiñán, 1542) fue un gran poeta e innovador
que coincidió en tiempo y formas con Garcilaso, lo que condicionó su fama literaria.
Procedente de un medio familiar noble en el que recibió una sólida educación humanís-
tica, sirvió en las cortes de Fernando el Católico y de Carlos V, donde desarrolló una
labor principalmente diplomática. Desde esa posición puede entenderse mejor su
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interés en la traducción del máximo manual de la cortesanía europea, El cortesano de
Castiglione, impresa por primera vez en 1534 y reeditada en numerosas ocasiones.
Su obra poética fue recogida en Las obras de Boscán y algunas de Garcilaso de la Vega,
repartidas en cuatro libros (Barcelona, 1543), volumen en el que el mismo Boscán clasi-
fica sus poemas en tres grupos: coplas españolas, poemas al estilo italiano, y epístolas y
«capítulos» (octavas). El libro I y algunos sonetos del libro II expresan el tema de la queja
amorosa en los términos de la poesía cancioneril: el amor, desesperado y sin salida, pro-
duce un sufrimiento extremo en el poeta, que se plasma externamente por medio del
llanto. Aunque hay algunos poemas añadidos en la edición de 1544 que ofrecen alguna
salida a este tipo de pasión, el cambio de posición del yo lírico solo se produce en la
poética italianista: siguiendo la concepción neoplatónica, el amor en esta parte de la
lírica de Boscán se presenta como una fuerza positiva que espiritualiza y eleva al amante
por la atracción de la perfección de la amada; sin embargo, se aleja del petrarquismo al
trasladar esas teorías a su propia biografía, donde la amada es su esposa y la visión idea-
lista y positiva del amor se realiza en la relación conyugal.
Frente a estos poemas en los que la revisión del pasado se hace desde la introspección
amorosa, en la epístola a Diego Hurtado de Mendoza las mismas ideas se formulan ana-
líticamente y la vida del autor se convierte en una representación personal de los tópicos
horacianos del beatus ille, el aurea mediocritas o el menosprecio de corte: se trata de
un yo lírico lejano del poeta real, pero que, desde el punto de vista del lector, resulta
muy convincente.
Diego Hurtado de Mendoza (1503-1575) pertenece, junto a otros poetas como Garci-
laso, Boscán, Hernando de Acuña, Gutierre de Cetina, Francisco Sá de Miranda o Grego-
rio Silvestre, al grupo iniciador de la corriente petrarquista. Su biografía, como la de
otros poetas de este grupo, viene marcada por su pertenencia a la alta aristocracia y a
la familia más culta del país (los Mendoza, descendientes del Marqués de Santillana), y
por su actividad como militar, alto cortesano y servidor real, que le permitió viajar por
toda Europa. Destaca su estancia de más de seis años en Venecia, donde cultivó la amis-
tad de humanistas destacados como Bembo o Pietro Aretino.
Compuso unos 200 poemas, muchos con problemas de atribución. Cultivó abundante-
mente las formas castellanas, particularmente la redondilla, y se movió entre el tema
amoroso y el satírico-burlesco. Destaca su cancionero de 39 poemas en torno a Marfira,
nombre poético de doña Mariana de Aragón, a veces transformada en pastora, como él
se denomina Damón. En su poesía amorosa hay pocos rasgos personales, y los conteni-
dos de sus versos italianizantes y castellanos son similares. En este sentido, son mucho
más novedosas las epístolas que dirige a sus amigos, tanto hombres como mujeres. En
ellas, emplea los tercetos encadenados y demuestra su facilidad para pasar de lo humo-
rístico a lo serie y de lo frívolo a lo heroico, buscando crear una imagen favorecedora de
sí mismo dentro del ideal estoico del aurea mediocritas y de la vida retirada. Esta es su
gran habilidad: convertir la tradición literaria en vivencia propia y darle una voz
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auténtica. Aunque en estas epístolas expresa su moral, no escribió poesía épica ni reli-
giosa. Por el contrario, una de las venas más destacadas de nuestro autor la conforman
los poemas eróticos; por ejemplo, la Fábula del cangrejo, cuya atribución no es segura
pero sí probable, se considera una obra maestra del género.
Su poesía tuvo una desigual fortuna, aunque fue alabado y bien considerado por sus
poemas tradicionales castellanos y por sus poemas satíricos, precedentes inmediatos de
la vena satírico-burlesca de Quevedo.
6. Hernando de Acuña
Su obra poética fue compilada póstumamente por su viuda en un conjunto titulado Va-
rias poesías compuestas por don Hernando de Acuña (1591), bastante desordenado, por
lo que no permite tener una visión cronológica del desarrollo de su creación. En él, des-
tacan dos temas: el amoroso-petrarquista y pastoril, y el panegírico-heroico, destinado
a próceres y protectores, y en la que destaca su famoso soneto Al Rey nuestro señor,
Felipe II, que empieza «Ya se acerca, Señor, o ya es llegada». Otros asuntos menores de
carácter moral, religioso y burlesco, se dan cita aquí, evidenciando un tono cada vez más
desengañado y moralizante.
Al igual que Boscán y Garcilaso, nuestro autor compuso numerosos sonetos, fábulas mi-
tológicas, églogas, epístolas y elegías, pero lo más original de su producción lo constitu-
yen quizá los madrigales, ya que fue uno de los primeros poetas, junto a Gutierre de
Cetina, en usar esta forma en castellano.
Aunque a través de los nombres pastoriles de sus poemas se pueden entrever datos
biográficos, lo que hay detrás es sobre todo literatura, ya que recibe influencias de los
petrarquistas italianos y sigue las convenciones de Garcilaso en sus églogas. Compuso
también una composición satírica, La lira de Garcilaso contrahecha, burlándose de un
mal poeta, lo que indica que en estos autores la vertiente jocosa no estaba lejos de la
seria. Son destacables también sus fábulas mitológicas, como la de Narciso o la Con-
tienda de Áyax Telamonio y de Ulises sobre las armas de Aquiles, tema procedente de
Ovidio pero que Acuña logra hacer suyo, interpretando el debate a favor de Ulises.
7. Gutierre de Cetina
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África, en misiones diplomáticas y militares; también a Indias, donde murió. Sus poemas
nos han llegado principalmente en fuentes manuscritas, la más importante de las cuales
cuenta con 253 poemas y parece copia de un original preparado por el autor; se trata
de un manuscrito perteneciente a la colección Rodríguez-Moñino/Brey, hoy en la Real
Academia Española. La relevancia de la obra de Cetina para la poesía del Renacimiento
reside en la progresiva acumulación de recursos estilísticos y virtuosismos técnicos, y en
la labor de asimilación progresiva de fuentes italianas y españolas, especialmente de
Ausiàs March: Cetina sigue a Ausiàs March en 48 poemas, lo que implica una mayor
influencia que la de cualquier autor italiano.
Algunos de los rasgos que caracterizan la poesía de nuestro autor son la escasa presen-
cia de composiciones en estilo castellano, la abundancia de epístolas —dieciocho, algu-
nas pertenecientes a una correspondencia real, por ejemplo con Jerónimo de Urrea y
Baltasar del Alcázar—, la ausencia de églogas —aunque no de motivos y nombres pas-
toriles—, la introducción en España de la sextina y el madrigal, y la desmesura en el uso
de recursos como la hipérbole o las figuras de repetición.
Entre sus poemas encontramos sátiras y panegíricos, como los dirigidos a Carlos V o al
Marqués del Vasto, pero los predominantes son los de tema amoroso. En ellos, destaca
el interés por la descripción del cuerpo femenino, en especial los ojos, como en el fa-
moso madrigal «Ojos claros, serenos», que comparte raíces petrarquistas y cancioneri-
les, lo que demuestra cómo Cetina practicó un hibridismo de tradiciones.
Begoña López Bueno resume las diferencias y similitudes entre Diego Hurtado de Men-
doza (1503-1575), Hernando de Acuña (1518-1580) y Gutierre de Cetina (1514/17, h.
1557). Para empezar, los tres nacen en las dos primeras décadas del siglo XVI y los tres
se encuentran en Italia en la década de 1530. Por ello, su poesía crece en paralelo a la
de Garcilaso, cuya influencia se manifiesta en ellos. Por otra parte, ninguno llegó a im-
primir sus poemas en vida (en el caso de Gutierre de Cetina solo se transmitieron ma-
nuscritos). Los tres practican, aunque en diverso grado, tanto la poesía cancioneril como
la petrarquista; así, en Cetina y Acuña, por su formación italiana, domina fluidamente el
endecasílabo, mientras que Hurtado de Mendoza, como otros poetas contemporáneos
(Silvestre, Montemayor, Núñez de Reinoso) no puede librarse con facilidad de sus hábi-
tos lingüísticos castellanos. Asimismo, Hurtado de Mendoza y Cetina cultivaron la poesía
burlesca, a diferencia de Garcilaso.
Por último, los tres realizaron sendas versiones de un mismo poema de Luigi Tansillo,
«Se que dolor, che va innanzi al morire»: Mendoza lo tituló Epístola a una partida («Si
el dolor del morir es tan crecido»), Acuña lo llamó Elegía, y Cetina tradujo «Si aquel dolor
que da a sentir la muerte». Este caso, según la crítica señalada al principio, ejemplifica
muy bien el alcance de la poética de la imitación para garantizar la inserción en una
tradición poética reconocible y de prestigio.
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9. Edición impresa y poesía en el siglo XVI
El ejemplo de Boscán marcó una tendencia que llegará a ser moderna, pero que no al-
teró esencialmente el proceso de difusión poética en el Siglo de Oro: la mayor parte de
los poetas descuidaron sus versos y muy pocos llegaron a preparar volúmenes impresos,
lo que ha producido muchos problemas de atribución. En muchos autores no es posible
fijar definitivamente su obra, debido en parte a la existencia de un considerable número
de manuscritos en los que se seleccionaban y copiaban poemas según el gusto particular
del recopilador, y en los que con frecuencia se omitía el nombre del autor.
Los críticos especializados dividen el devenir de la poesía petrarquista del siglo XVI en
varias etapas. Todos están de acuerdo en que la primera se inicia con el encuentro entre
Navagero y Boscán en Granada, en 1526, pero sobre su fecha de término hay diferentes
propuestas. Así, Alberto Blecua, distingue otras tres etapas: 1543-1550, cuando se pro-
duce la asimilación de la poesía petrarquista; 1550-1570, con Jorge de Montemayor y
Ramírez Pagán, que demuestran la superación de esta fase de asimilación y el inicio de
una fase de madurez; y 1570-1582, con la creación de plenitud de fray Luis de León y
Fernando de Herrera.
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Por su parte, Álvaro Alonso divide en dos grupos la llamada segunda generación petrar-
quista: una pos-garcilasista entre 1543-1562 —fechas de publicación de las obras de
Boscán y Garcilaso, y de la Floresta de Ramírez Pagán, respectivamente—, en la que se
sitúan los poetas de medio siglo (principalmente, Montemayor y el mismo Ramírez Pa-
gán); y otra entre 1562-1589 integrada por los poetas en torno a fray Luis y Herrera.
Fucilla entiende que, a partir de 1554, con la publicación del Cancionero general de
obras nuevas, que introduce una gran muestra de poesía petrarquista, se editan en
España las más importantes antologías de poesía petrarquista italiana, cuya influencia
los poetas españoles incorporarán a su creación. Por último, Begoña López Bueno
señala que la publicación de la Floresta (1562) y de las obras de Herrera (1582) son
hitos que mani- fiestan los cambios que se habían ido produciendo y a la vez marcan
un cambio de rumbo.
Tras su aparición en 1543 y en poco tiempo, las Obras de Boscán y Garcilaso se impri-
mieron con frecuencia dentro y fuera de España. Tal flujo editorial contribuyó a la pau-
latina asimilación de la nueva poesía italianizante, al tiempo que mostraba que esa ten-
dencia podía convivir con la de tradición octosilábica.
Lo que ocurre entre 1540-1570 es una lenta asimilación de la lengua poética italiana con
sus temas, formas y géneros, a la vez que las tradiciones poéticas castellanas van im-
pregnando la nueva poesía. Este proceso se refleja en las antologías que se imprimen
por entonces, como en el Cancionero general de obras nuevas (1554), que introduce una
gran muestra de poesía petrarquista junto a poesía cancioneril, o en el propio Cancio-
nero general, cuyo ritmo editorial decae a partir de 1543, y cuya octava impresión (1557)
incorpora una sección con poemas endecasílabos. Mientras tanto, se produce el éxito
editorial de los romanceros, a la estela del Cancionero de romances viejos (primera im-
presión, h. 1550).
Los poetas del medio siglo se mueven entre la influencia de Garcilaso, Boscán, Petrarca
y March, por un lado, y las tradiciones castellanas de Castillejo y Garci Sánchez, por otro.
Por ejemplo, Cetina y Acuña, dada su formación italiana, dominan fluidamente el ende-
casílabo, mientras que Hurtado de Mendoza no puede librarse fácilmente de sus hábitos
lingüísticos castellanos. Otros poetas de este período cronológico son Gregorio Silvestre,
cuyas Obras se publicaron póstumamente (1582); Jorge de Montemayor; Antonio de
Villegas, autor del Inventario (1565); Alonso Núñez de Reinoso, autor de unas Rimas
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(1552) impresas como apéndice a su novela bizantina Clareo y Florisea; o Diego Ramírez
Pagán, que publicó una Floresta de varia poesía (1562). En general, todos cultivaron
tanto el octosílabo como el endecasílabo, si bien en algunos casos, como el de Núñez de
Reinoso o Villegas, la asimilación de la métrica italianizante fue más limitada.
Tras su aparición en 1543 y en poco tiempo, las Obras de Boscán y Garcilaso se impri-
mieron con frecuencia dentro y fuera de España. Tal flujo editorial contribuyó a la pau-
latina asimilación de la nueva poesía italianizante, al tiempo que mostraba que esa ten-
dencia podía convivir con la de tradición octosilábica.
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Así, los poetas del medio siglo se mueven entre la influencia de Garcilaso, Boscán, Pe-
trarca y March, por un lado, y las tradiciones castellanas de Castillejo y Garci Sánchez,
por otro. Por ejemplo, Cetina y Acuña, dada su formación italiana, dominan fluidamente
el endecasílabo, mientras que Hurtado de Mendoza no puede librarse fácilmente de sus
hábitos lingüísticos castellanos.
Diego Ramírez Pagán (h. 1524-?) estudió teología en Alcalá y se ordenó sacerdote en
1544; al menos desde 1556 residió en Valencia como capellán de los duques de Segorbe.
Se relacionó con Figueroa, Herrera y Montemayor, famoso autor de la Diana, tal como
se deduce de su Floresta de varia poesía (1562), que incluye un carteo poético de tono
familiar entre ambos. Esta obra recoge una producción poética muy variada desde el
punto de vista temático y genérico: se abre con elegías dedicadas a la muerte de diver-
sos personajes de la vida política o literaria, y también hay poemas religiosos. Entre los
sonetos amorosos, los hay de circunstancias, como el dedicado A una mordedura de un
perro rabioso, y otros que conforman un pequeño cancionero a Marfira; entre estos úl-
timos se incluye su poema más famoso, el que empieza «Dardanio, con el cuento de un
cayado». Compuso también ensayos de géneros clásicos (odas, églogas, epístolas).
Sannazaro fue el poeta que más influyó a Garcilaso de los autores italianos
contemporáneos. Con su Arcadia le proporciona nuevos recursos literarios de carácter
temático o de raigambre estilística. También la obra de Ariosto, Orlando, y las lecturas
de poetas latinos de la Antigüedad Clásica como Virgilio, Horacio y Ovidio constituyen
las principales fuentes de la creación poética de Garcilaso.
En la Égloga I se entrecruzan tres unidades temporales: el hoy del poeta unificado con
dos momentos del pasado. La égloga une estos dos lamentos por el pasado. La canción
petrarquista es el esquema métrico utilizado a lo largo de toda la égloga: catorce versos
endecasílabos y heptasílabos. Cabe destacar que en las églogas de Garcilaso
predominan más los elementos líricos que los descriptivos.
La mayor parte de los sonetos poetizan el dolor que produce la indiferencia y crueldad
de la “belle dame sans merci” al poeta. Dentro del mismo marco se pueden situar sus 5
canciones. Tienen menor importancia la Epístola dedicada a Boscán y las dos Elegías.
En resumen, se puede afirmar que el tema del amor, dentro de un peculiar marco
natural, es nuclear y recurrente en la poética de Garcilaso, sazonado con innegables
referencias autobiográficas. Marcará con su magisterio una nueva poética, cuya
impronta en la lírica posterior será constante, desde Fray Luis de León o San Juan de la
Cruz hasta la poesía contemporánea.
Si durante la primera etapa del siglo XVI —entre 1526 y 1562, año de la publicación de
la Floresta de Ramírez Pagán— se asienta la promoción inicial de poetas petrarquistas y
se aclimata progresivamente la «nueva poesía», en los veinte años siguientes —entre
1562 y 1582, fecha emblemática en que se publican varios poemarios importantes,
como la edición de Algunas obras de Fernando de Herrera— se produce una inflexión
decisiva para el establecimiento y renovación de la «nueva poesía» en toda su magnitud.
Se observa, por tanto, una culminación de aquellas tentativas primigenias. Así pues, los
poemarios de Ramírez Pagán y Herrera sirven para delimitar simbólicamente esos cam-
bios de rumbo poético.
Los autores de este segundo período han nacido entre 1530-1550 y ya no se ajustan al
modelo del poeta-soldado, sino al del erudito laico o religioso que vive de las letras,
como fray Luis, profesor en la universidad de Salamanca, o Herrera, cuya actividad pa-
rece ser simplemente su obra y la vida intelectual. Estos autores demuestran que la poe-
sía se puede convertir en un medio de alcanzar fama y reconocimiento en el entorno
socio-literario. Esta experiencia vital y formación implican también un cambio en los te-
mas y en los modelos.
2. Similitudes y diferencias entre el clasicismo salmantino y el foco cultural sevillano
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tiempo donde la difusión poética era principalmente manuscrita, la distancia física su-
ponía un obstáculo al conocimiento de las obras, y la convivencia entre los poetas de
una misma ciudad o área creaba la posible afinidad y propiciaba la imitación poética y
la aparición de ciertos rasgos formales y temáticos comunes. Así, puede señalarse la
operatividad de dos círculos más o menos homogéneos con propuestas artísticas dima-
nadas de un programa paralelo de intereses y centradas en las figuras más destacadas
e influyentes: la corriente salmantina, representada por fray Luis de León, y la sevillana,
representada por Fernando de Herrera. Ambos son los ejes sobre los que se conformará
la evolución de la nueva poesía.
Para las dos corrientes, el punto de partida es Garcilaso, los clásicos (Horacio, Virgilio) y
las formas poéticas neolatinas, que amplían los cauces poéticos petrarquistas en temas,
formas y modos de expresión. Los géneros más destacados son la oda y la epístola; am-
bas se emplearán para temas morales y filosóficos, que en la oda se plantearán en tér-
minos más generales, y en la epístola, desde una perspectiva biográfica.
En cuanto a los temas, surge la poesía religiosa, basada en fuentes de inspiración bíblica
culta, así como la poesía de celebración de victorias militares. También se desarrolla el
antipetrarquismo o sátira de los cánones y valores petrarquistas. Además, los poetas
cultos se distancian de la poesía cancioneril y el octosílabo pasa al lugar más bajo de la
escala poética, vinculada a los géneros menores y a lo burlesco, sobre todo en la co-
rriente salmantina. Por último, surgen reflexiones teóricas sobre la poesía, manifestadas
a través de los comentarios a Garcilaso (el Brocense, Herrera), que se elevará al rango
de clásico al que imitar.
Una diferencia entre las corrientes salmantina y sevillana es que, en la primera, el clima
intelectual y poético viene marcado por la universidad: muchos de los poetas son tam-
bién profesores y religiosos, como fray Luis. Por el contrario, en Sevilla el rasgo más re-
levante radica en su decidida dimensión civil y en desarrollarse al margen de las institu-
ciones docentes, congregándose en tertulias privadas. Además, para los poetas sevilla-
nos tuvo más peso la tradición octosilábica, que combinaron armónicamente con los
modelos italianos, aunque en distinta proporción y entidad según cada autor.
Fray Luis de León (1527-1591) es el poeta más representativo del clasicismo salmantino.
Fue autor de una extensa obra en prosa, en latín y en castellano, y de una obra en verso
difundida en forma manuscrita, de la cual el autor preparó una selección y le antepuso
la famosa dedicatoria a don Pedro Portocarrero. Sin embargo, la primera edición, pre-
parada por Quevedo, no vio la luz hasta 1631. La preparación del manuscrito muestra el
orden que le daba el autor: primero los poemas originales, luego las traducciones de los
clásicos y, finalmente, las versiones sacras. Para Begoña López Bueno, este modo de
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proceder revela un hecho importante en el contexto salmantino: la prevalencia de las
traducciones sobre la producción propia. La traducción capacitaría a la lengua para un
contenido novedoso en castellano y constituiría el primer paso hacia la consecución de
las odas originales.
De los clásicos, fray Luis tradujo textos de Píndaro o Tibulo y, más sistemáticamente, de
Horacio y Virgilio. Entre las traducciones bíblicas destaca la del Libro de Job en tercetos
y la de los Salmos en liras. Precisamente a fray Luis se debe el desarrollo de la poesía
bíblica, inexistente o ignorada en Castilla tras el índice inquisitorial de Valdés.
Casi todos los críticos han señalado la habilidad con que nuestro poeta reelabora y ar-
moniza la herencia clásica y cristiana. Quizá la más importante sea la de Horacio, a quien
debe su forma poética predilecta —la oda— y muchas ideas y expresiones concretas.
Pero a pesar de su admiración por el poeta latino, fray Luis no se limita a él como mo-
delo: practicando la imitación compuesta, da cabida a numerosos autores latinos, desde
Tibulo a Séneca. Hay que añadir, además, la compleja herencia de la poesía neolatina,
la tradición bíblica y la influencia italiana, presente en el uso del lenguaje poético, en el
repertorio de motivos y metáforas petrarquistas, y en el recurso a versos tomados di-
rectamente de Garcilaso o Petrarca.
Fray Luis de León (1527-1591) es el poeta más representativo del clasicismo salmantino.
Fue autor de una extensa obra en prosa, en latín y en castellano, y de una obra en verso
difundida en forma manuscrita, de la cual el autor preparó una selección. Sin embargo,
la primera edición, preparada por Quevedo, no vio la luz hasta 1631. La preparación del
manuscrito muestra el orden que le daba el autor: primero los poemas originales, luego
las traducciones de los clásicos y, finalmente, las versiones sacras.
Fuera de sus poemas amorosos —cinco sonetos petrarquistas—, lo que define su poesía
es la unidad e interrelación. Los dos principios fundamentales son el neoplatonismo y el
neoestoicismo: el primero ofrece una concepción unitaria del universo y medios para
alcanzar la verdad; el segundo, un modelo de conducta basado en la virtud, la cual per-
mitirá al hombre alcanzar la armonía platónica, de modo que el equilibrio interior y la
serenidad de ánimo son un trasunto de la armonía cósmica a la que aspira. El problema
es que la realidad cotidiana altera la condición humana de armonía; el hombre debe
luchar para librarse de esas cadenas y encontrar la plenitud. Esas son las bases de la
poesía de fray Luis: debate con lo exterior, defensa del mundo y retiro al ser interior
donde la razón y el conocimiento de uno mismo deben imponerse a los sentidos.
La oda I, Vida retirada, es una declaración de esos principios básicos y su ideal de vida,
contraponiendo lo que posee y desea con lo que ofrece el mundo. Esas pasiones y en-
gaños mundanos son la avaricia (odas V y XVI), la lujuria (VI, VII y IX) o la ambición plas-
mada en la guerra (XXII). En los casos en que la virtud domina las pasiones, la visión es
positiva (II, XII), dando lugar al hombre justo y bueno (XV). Así pues, fray Luis rechaza la
sociedad que lo rodea y su modo de vida, plagado de tachas simbolizadas en la ciudad.
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El refugio más adecuado es la soledad del campo, el abrigo de la Naturaleza y la vida
contemplativa, máximo anhelo del sabio estoico, que dedica su existencia al estudio o a
la poesía. Las aspiraciones máximas de trascendencia se plasman en una serie de vuelos
místicos que dotan al alma de facultad para aproximarse a la divinidad, como la música
de Salinas (III) o la belleza del cielo (VII), en un recorrido que termina en la morada de
Cristo, la vida del Paraíso y la presencia de Cristo en el alma humana (XIII).
5. Francisco de la Torre
Tal como ocurrió con fray Luis de León y planeó hacer con Francisco de Aldana, Quevedo
editó en 1631 las obras poéticas del aún enigmático Francisco de la Torre, quien desde
siempre se ha emplazado en el entorno salmantino de la segunda mitad del siglo XVI.
El rasgo fundamental del poeta radica en su voz personal. Fue precursor del nocturno,
un género caracterizado por presentar la noche como escenario confidente de las quejas
melancólicas. La poesía amorosa de nuestro autor es un lamento constante por la au-
sencia de la amada, tan ausente que casi no se describe físicamente. El poeta busca
denodadamente interlocutores en la naturaleza para expresar su dolor; a veces, los en-
cuentra, pero otras tantas estos mismos elementos le dan la espalda a sus clamores.
Una de las claves de la poesía de Francisco de la Torre es precisamente la objetivación
de sus cuitas a partir de una serie de entidades naturales: la tortolica viuda, la cierva
herida, el roble abandonado por la hiedra, etc.
6. Francisco de Aldana
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La poesía amorosa de Aldana muestra una voz singular. En primer lugar, porque dirige
sus sonetos a un amor correspondido, ajeno al código petrarquista de la ausencia amo-
rosa; por ello se le ha llamado «poeta de la presencia amorosa», una presencia que se
resuelve en un sentimiento físico de encuentros sexuales y en la intensa objetivación del
sentimiento erótico. En segundo lugar, Aldana recurre frecuentemente al disfraz pastoril
y deja paso a la voz de los protagonistas en estilo directo, como en la extensa Epístola a
Galanía o en las Octavas al desposorio de un hermano suyo. Sin embargo, su poesía
amorosa no se reduce a la celebración de un amor tangible, pues también se desarrolla
en un proceso de elevación y aspiraciones platónicas.
Una segunda línea temática es la militar: la mirada del poeta sobre la milicia es ambiva-
lente. Así, mientras en unos poemas exalta las empresas heroicas de Felipe II, don Juan
de Austria o el duque de Alba, en otros, toma una actitud desapegada y reniega de la
vida bélica que lo conduce a un constante ir y venir sin posibilidad de quietud y sosiego
espiritual. Como en fray Luis, en estos poemas el espacio ideal se cifra conforme al mo-
tivo horaciano de la vida retirada, pero con el matiz novedoso de plasmarse común-
mente en el ámbito marítimo, asociado generalmente a los vicios de la ambición.
Por otra parte, son varios los textos en que Herrera reflexiona sobre el poema mismo
que está escribiendo, o sobre los que piensa escribir, o sobre lo que nunca ha escrito ni
escribirá. Por ejemplo, en la elegía II, explica los motivos que le impiden dedicarse a la
creación épica y le orientan hacia la lírica.
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Gran parte de la obra de Herrera se ha perdido, al parecer por negligencia de quienes
se hicieron cargo de sus papeles. La transmisión de su obra presenta muchas inseguri-
dades. El único libro poético aparecido en vida es Algunas obras de Fernando de Herrera
(Sevilla, 1582), que incluye unas ochenta composiciones y fue preparado por el propio
autor. Otros testimonios recogen muchas composiciones que no figuran en esa edición;
el que más problemas plantea es la edición de las obras publicadas por Pacheco en 1619,
por contener muchos más poemas y por presentar estas importantes variantes.
La poesía de Herrera se vierte en dos grandes temas: el amor y el canto heroico. Cultivó
poco el tema religioso, aunque compuso poemas de corte estoico.
La poesía amorosa se dirige a una mujer cuya identidad se oculta bajo los nombres poé-
ticos de Luz, Lumbre, Estrella, Aglaia o Heliodora. Sin negar cierta base biográfica, con-
viene recordar lo convencional de tales planteamientos. El trasfondo es la concepción
amorosa del Canzionere de Petrarca, la del amor como sufrimiento, extravío y obstáculo
para la perfección moral. Los tópicos son también petrarquistas y abundan las imágenes
náuticas. Esta concepción choca con las ideas neoplatónicas que caracterizan otras de
sus composiciones, como el soneto que empieza «El color bello en el umor de Tiro»,
expresión clara del ascenso neoplatónico. Pero esa elevación no es fácil y la poesía de
Herrera mantiene una tensión constante entre el espíritu y los sentidos, como en el so-
neto «Osé y temí, mas pudo la osadía».
Uno de los rasgos de la tradición bucólica en que se enmarca parte de la poesía amorosa
de Herrera reside en la sensualidad, con alusiones a las caricias, a los abrazos y a los
besos de los enamorados. Pero quizá el rasgo más característico sea la nota de osadía,
que la aproxima a la poesía heroica: la peripecia amorosa se entreteje con los aconteci-
mientos históricos, como en la elegía III («No bañes en el mar sagrado y cano»), pero
son las imágenes y los mitos los que mejor transmiten esa dimensión épica de la poesía
amorosa (Hércules, Atlas, Sísifo, Ícaro, Faetonte, etcétera). Muchos de ellos se relacio-
nan con otra imagen obsesiva del autor, la de la luz y el fuego, que introduce en sus
versos una rara intensidad.
Por otra parte, Herrera se interesó por la poesía heroica, lo que puede explicarse por el
contexto histórico de la España imperial que se concibió a sí misma como defensora de
la fe de Roma, así como por la jerarquía clásica de los géneros, que situaba a la épica en
la cumbre, y por las convenciones del petrarquismo, ya que el Canzionere incluía tam-
bién composiciones de carácter histórico. Partiendo de fuentes clásicas y bíblicas, He-
rrera se convirtió en el cantor de las victorias españolas y de sus artífices: Carlos V, Felipe
II, don Juan de Austria (a este le dedica la canción III, «Cuando con resonante»), etcétera.
A estas evocaciones se une la visión cristiana contrarreformista, según la cual las victo-
rias se atribuyen no solo a la grandeza de los héroes, sino también a la intervención
divina.
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9. Baltasar del Alcázar
Algunos poetas hispalenses como Baltasar del Alcázar (1530-1606) o Juan de la Cueva
llevaron a cabo una ampliación genérica respecto Herrera. Junto a la inevitable veta
amorosa y petrarquista, estos poetas desarrollan una corriente paródica que cuestiona
los tópicos amorosos y mitológicos. Otros géneros que no se encontraban en Herrera y
que sí usan estos poetas son el madrigal, la sextina y la epístola, esta última con carácter
elegíaco y satírico. También cultivan la poesía religiosa.
Baltasar del Alcázar es una figura de singular importancia dada la variedad de su registro
poético, y su obra constituye una buena muestra de las líneas seguidas en la segunda
mitad del s. XVI. En muchos casos, se adelantó a los grandes creadores barrocos. Su
concepción poética se contrapone a la de Herrera, para empezar, en la distinta forma
de entender la transmisión textual: Alcázar nunca se preocupó por publicar sus poemas.
Otro rasgo peculiar es que no cultivó la égloga.
En los poemas penitenciales y en sus composiciones burlescas, la voz del yo lírico apa-
rece de modo directo y vivencial, como ocurrirá después con Lope. Alcázar se mueve
entre la tradición y la renovación, la originalidad y la continuidad, las burlas y las veras.
Aunque cuenta con precedentes, la épica culta en España se inicia con la Christo Pathía
de Juan de Quirós (1552) y eclosiona en la segunda mitad del s. XVI. La valoración crítica
del género ha sufrido altibajos, y solo la Araucana de Ercilla se ha mantenido siempre
como obra canónica. El nuevo interés se explica por la tendencia a estudiar las obras
como expresión de la mentalidad de su época.
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La épica culta renacentista tiene pretensión de verdad histórica y suele tener como pro-
tagonistas a héroes militares de la propia nación y del pasado lejano, aunque nace como
novedad el relato de héroes del pasado reciente. Sus autores son cultos y en ellos ob-
servamos una evidente voluntad de estilo, con referencias mitológicas frecuentes y
abundantes artificios literarios.
Para la consolidación del género fue fundamental la traducción de los modelos clásicos
e italianos que siguieron estos autores: la Farsalia de Lasso de Oropesa (1541), la Eneida
(1555) de Hernández de Velasco, la Ulyxea (1556) de Gonzalo Pérez… Entre 1550-80 la
mayor influencia la ejerció el Orlando furioso de Ariosto, caracterizado por la falta de
unidad de acción y la abundancia de tramas secundarias aglutinadas, sin embargo, en
torno a los mismos temas: la lucha entre la cristiandad y el islam, el amor, episodios
panegíricos... A partir de 1581 el paradigma partirá de la Gerusalemme liberata de Tor-
cuato Tasso, que unía los códigos del romanzo medieval de Ariosto con los principios
moralizantes de Trento. El mejor poema épico de peninsular, Os Lusíadas (1572) de Ca-
moens, tampoco tardó en traducirse.
Muchos de los poemas épicos originales, aunque hayan podido ser influenciados por los
modelos clásicos e italianos, recrean temas y personajes procedentes de la épica tradi-
cional, el romancero y, en general, de la reconquista u otros eventos anteriores de la
historia de España: Numancia, Roncesvalles, Bernardo del Carpio, El Cid, las Navas de
Tolosa, la conquista de Granada, etcétera. Algunos de ellos se centran en la exaltación
nacionalista, bajo la impronta de la Gerusalemme liberata de Torcuato Tasso, prototipo
del poema de liberación.
Pero, sobre todo, la épica culta se fija en temas históricos contemporáneos: la celebra-
ción del emperador Carlos y la glorificación de las empresas americanas. Aunque, curio-
samente, Felipe II no fue objeto de ningún poema de la época, los poemas patrióticos
de Aldana o Herrera, así como La Austriada de Juan Rufo (1584), ensalzaron las hazañas
de Juan de Austria. El tema americano se inició con La Araucana de Alonso de Ercilla,
probablemente el más conseguido de todos los poemas épicos españoles y el modelo
de los que le seguirían. Fue un auténtico superventas, publicado en tres partes (1569,
1578 y 1589) y con dieciocho ediciones hasta 1632.
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La epopeya culta aceptó el tema religioso como uno de los más frecuentes. El primer
poema épico fue precisamente la Christo Pathía de Juan de Quirós (1552). Estas obras
se centran en la vida de Cristo, la devoción de los santos y la exaltación de la Virgen,
elementos insertos en las consignas contrarreformistas. La influencia de Tasso será de-
terminante, como muestra El Montserrate de Cristóbal Virués (1587), el poema religioso
más apreciado del s. XVI.
Por el contrario, el Renacimiento español no cultivó la épica burlesca, que será una ad-
quisición del s. XVII.
La resistencia a abandonar los modelos cancioneriles hace que solo a mediados de siglo
los versos italianos se incorporen al tema religioso a través de la adaptación de los Sal-
mos y el Cantar de los cantares. Los primeros se entendieron como odas religiosas for-
malmente similares a las de Horacio, y el segundo, como una égloga sacra similar a las
de Virgilio. De ahí que sea en la traducción de estos textos donde se funden tema reli-
gioso y moldes italianistas. A través de los Salmos se llega a una voz introspectiva que
trata de los sentimientos íntimos y sus arrepentimientos; los Cantares dan paso a una
expresión amorosa de carácter bucólico. Este tipo de traslación la llevaron a cabo des-
tacados humanistas, como fray Luis o Arias Montano. Uno de los primeros Montemayor,
cuyos poemas religiosos de su cancionero (Amberes, 1554) fueron incluidos en el índice
inquisitorial de Valdés (1559), lo que cortó esta vía poética de traducciones.
La poesía que traduce los cantares bíblicos, de tono íntimo, se transmitió principalmente
de forma manuscrita y con carácter minoritario. Frente a ella, la poesía a lo divino se
transmitió sobre todo impresa, conoció una difusión casi masiva y presentó un tono más
variado: narrativo, didáctico, lírico, descriptivo o íntimo.
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13. Poesía bíblica y poesía a lo divino
Esta segunda vía para la fusión del petrarquismo con la religión se origina en la conside-
ración de Garcilaso como el representante de la excelencia poética en términos estéti-
cos, a la par que inmoral por el contenido amoroso de sus poemas. Sustituir el contenido
amoroso por otro religioso o moral en los moldes poéticos garcilasianos era un medio
para elevarlos, de ahí que se aplique a esta poesía italianizante el mismo mecanismo de
divinización que ya se había ensayado en la poesía popular. Es la que conocemos como
«poesía a lo divino». En 1575 se publican Las obras de Boscán y Garcilaso trasladadas
en materias cristianas de Sebastián de Córdoba, que ya desde el mismo título explicitan
el proceso. Esta técnica de transformación o «traslado» se extenderá a otros muchos
autores y conocerá gran éxito en las justas poéticas. En este camino ocupan un lugar
importante dos populares antologías de Juan López de Úbeda, a saber, el Cancionero
general de la doctrina cristiana (Alcalá, 1579) y Vergel de flores divinas (1582), ya que
son los dos primeros cancioneros poéticos colectivos donde se recoge poesía de tipo
tradicional e italianizante. En ellos, una gran parte de los poemas son anónimos, ya que
lo importante son los temas, lo que es signo del carácter instrumental del contenido, de
fuerte impronta contrarreformista.
A diferencia de la poesía que traduce los cantares bíblicos, de tono íntimo, que se trans-
mitió principalmente de forma manuscrita y con carácter minoritario, la poesía a lo di-
vino se transmitió sobre todo impresa, conoció una difusión casi masiva y presentó un
tono más variado: narrativo, didáctico, lírico, descriptivo o íntimo.
La poesía de San Juan de la Cruz constituye el desarrollo más lírico y personal de la fusión
entre petrarquismo y canciones bíblicas que se inicia en las traducciones en forma de
égloga del Cantar de los cantares.
Aunque poco prolífico, San Juan se considera uno de los mayores poetas de la literatura
española y universal. Su formación humanista se produjo, en primer lugar, en Medina
del Campo (1559-63), bajo el magisterio de Juan Bonifacio, que le proporcionó unos mo-
delos clásicos bien asimilados; y, en segundo lugar, durante sus estudios en Salamanca
(1564-68), donde circularon textos de fray Luis y otros poemas sobre el Cantar.
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La poesía mayor de San Juan se inició con toda probabilidad en la cárcel de Toledo (h.
1578). La Noche oscura, escrita según parece en Granada, muestra una clara evocación,
en clave de símbolo místico, de su huida de la cárcel. La génesis de la Llama de amor
viva suele situarse también en Granada; otros, como Entréme donde no supe se acos-
tumbran a localizar en Segovia.
Pero más interesante que la datación es la manera singular de difusión de sus poemas,
que se recibieron como parte del patrimonio espiritual de la orden carmelitana, cuyos
miembros las copiaban, recitaban y cantaban en los momentos recreativos de la vida
conventual, lo que explica sus alteraciones, variantes y falsas atribuciones.
Dámaso Alonso delimitó acertadamente las dos grandes tradiciones literarias que con-
vergen en San Juan de la Cruz: una tradición profana y una tradición religiosa. La tradi-
ción profana a lo divino llega a él por una doble vía: la popular, conocida por el autor a
través de las canciones cotidianas de la época —composiciones transmitidas por vía oral
que se cantaban en todas partes— y ejemplificada en el Cántico espiritual, donde echa
mano de los usos pastoriles de la época; y la culta, que participa del mismo impulso que
las traducciones de los Salmos y el Cantar de los cantares. El Cántico sigue las conven-
ciones poéticas de la égloga, aunque está lejos de ser una traducción, ya que ni siquiera
respeta la articulación temática o estructural del Cantar.
Las Declaraciones de las Canciones entre el Alma y el Esposo o Cántico espiritual se nos
ha transmitido por tres familias de manuscritos que se configuran como tres redacciones
distintas de la misma obra. El Cantar de los cantares es el libro de referencia, el que le
brinda la mayor parte del vocabulario, imágenes y estructura, aunque San Juan lo recrea
y configura a su antojo. Aunque ni en el texto de San Juan ni en su modelo aparece
ninguna referencia espiritual o trascendental explícita, el asunto no radica en dilucidar
si el Cántico es un poema religioso o no. Sin parecerlo en su literalidad pero siéndolo por
convención secular, los humanistas cristianos lo interpretaron como la más alta expre-
sión del amor de Dios a los hombres; los místicos, como la formulación más cabal del
ansia de unión con Dios. El hecho es que el único lenguaje posible para trasladar este
sentido arcano proviene del ámbito del amor humano, profano en su literalidad.
No existen dudas sobre la precedencia del poema respecto a los comentarios en prosa:
el texto se ha difundido en muchos casos de modo aislado, lo que implica claramente su
función como poema independiente generador de su propio sentido.
Otra de las aportaciones fundamentales del Cántico de San Juan proviene del impor-
tante papel concedido a la voz femenina, algo prácticamente inexistente en la lírica pe-
trarquista y que aparece con la égloga renacentista y la tradición elegiaca de las Heroi-
das. El voluntarismo de la amada, su reivindicación del amor, la defensa de su persona
frente a murmuradores y mestureros, o por las faltas físicas, condicionan en gran me-
dida la utilización de ciertos vocablos, interjecciones, elementos y estructuras gramati-
cales. Otra innovación radica en que, frente a los pastores, que se suelen recrear en su
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soledad ociosa y en el abandono de todo ejercicio que no consista en llorar de amor, la
amada se caracteriza por su búsqueda arrebatada, por la más pura acción, por el movi-
miento y el pathos.
El camino de San Juan pasa por la compleja tarea de recrear el Cantar de los cantares,
el texto más comprometido de la Biblia, y lo hace de modo radical, libre y ajeno a cual-
quier referencia fuera de lo profano, mediante un lenguaje de la literatura pastoril.
La búsqueda de una espiritualidad distinta llevó a Teresa de Jesús a fundar la orden del
Carmelo descalzo. Dentro de las pautas para la vida comunitaria y la división del día, fijó
un momento de «recreación» en el que las monjas podían relajarse con actividades ho-
nestas y lúdicas, como el canto y la poesía. Aunque la práctica de la poesía en los con-
ventos venía sobre todo de la orden franciscana, Teresa de Jesús la adoptó en la rama
femenina carmelitana y renovó su importancia, como demuestran algunos cancioneros
conservados en Medina del Campo, Valladolid y Barcelona.
Las monjas no iniciaron ninguna tradición poética, pero participaron en todas las co-
rrientes de poesía religiosa que se desarrollaron a partir de la segunda mitad del s. XVI:
versiones de los salmos, poesía petrarquista a lo divino, cantos devotos y, sobre todo, la
estética del conceptismo sacro y el romancero espiritual. En general, se trata de poemas
devotos que identifican en la rúbrica la circunstancia para la que fueron escritos: festi-
vidades de santos y del ciclo litúrgico —particularmente, la navidad—, celebraciones de
la vida monástica, etc. El que las monjas escriban para un contexto próximo (sus herma-
nas de orden) y con clara intención utilitaria, ajena a la condición de escritor o autor,
sitúa estos poemas al margen de las censuras y suspicacias que despertaban las mujeres
escritoras.
La escuela agustiniana sigue una tendencia teológica muy afín a la escuela franciscana,
optando hacia la vía afectiva dentro de la estampa doctrinal de San Agustín y de la
tradición medieval que se inspira en el obispo de Hipona. Es difícil establecer
diferencias entre las dos corrientes: sentimentalismo franciscano y voluntarismo
agustiniano. La escuela mística agustiniano apenas dejó huella en autores posteriores a
diferencia de la franciscana que lo hizo con Santa Teresa.
Entre los autores cabe destacar El Beato Alonso de Orozco, predicador en la corte de
Carlos V y consejero de Felipe II. Fue un autor muy prolífico que escribió entre otras
obras Monte de contemplación y Cantar de los cantares. Defendió la lengua vulgar en
temas relacionados con la religión. También despunta Pedro Malón de Chaide, autor
de Libro de la conversión de la Magdalena, uno de los documentos apologéticos en
favor de la lengua castellana más relevantes de la “guerra lingüística” sostenida entre
agustinos y dominicos.
También es relevante mencionar a Fray Luis de Granada, gran amigo de Juan de Ávila.
Es dominico por regla aunque franciscano de espíritu. Representante del hibridismo de
escuelas. Formación tomista, caracterizada por ser depositaria de la tradición
aristotélica, racional. La tradición intelectual de la orden dominicana no le satisface; su
labor como predicador le aparta de la tradición racionalista y escolástica, el contacto
directo con la gente hace que en su retórica encontremos recursos más cercanos al
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voluntarismo agustiniano. Entre sus obras cabe destacar Retórica Eclesiástica, Guía de
pecadores y Introducción al Símbolo de la Fe. Esta última es su obra más importante
para conocer su concepto de la vida mística, de corte típicamente franciscano.
TEMA 4. La prosa I
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el cuento, la anécdota y los apotegmas. Quizá el género de prosa ensayística más impor-
tante sea el diálogo, por su impacto y la cantidad, variedad y calidad de las obras adscri-
bibles al género.
Una de las figuras clave del renacimiento europeo fue Erasmo de Rotterdam (h. 1469-
1536), cuyas obras se convirtieron en referente ideológico y estético en todos los países;
entre ellos, España. Esta influencia se denomina erasmismo, que tuvo su manifestación
más importante en el terreno religioso: Erasmo puede considerarse equidistante del
movimiento luterano y del catolicismo, si bien a partir de 1520 esta situación se le hizo
imposible y en España fue censurado. Lo esencial aquí es el rechazo de la religiosidad
exterior, hecha de formas y ceremonias, pues considera que la religión está en el espí-
ritu; la crítica al clero por la corrupción de sus costumbres; y la necesidad de extender
la práctica profunda y los conocimientos religiosos a los laicos, para lo que escribe varios
libros entre los que se cuenta el Enchiridión.
En el aspecto estético, algunas obras de Erasmo tuvieron una influencia clave. es el caso
de los Adagia (1500), una extensa recopilación de refranes y cuentos de origen latino
junto con su expliación; los Familiarum colloquiarum (1518), conjunto de diálogos resul-
tantes de la aplicación del diálogo socrático a la enseñanza; y el Elogio de la locura
(1511), texto satírico apoyado en la tradición de Luciano de Samóstata en el que se cri-
tican muchas de las prácticas religiosas del momento. Sin embargo, Erasmo por sí solo
no explicaría la presencia de estos temas y géneros en nuestra literatura, sino que debe
considerársele como un catalizador y un referente importante para unos géneros y te-
mas que ya tenían previamente su propio arraigo.
En las cartas escritas por los humanistas, hay que distinguir entre las oficiales, que siguen
las reglas formales establecidas por los dictatores medievales, y las privadas, de inter-
cambio personal entre amigos ausentes. Ya Cicerón hizo esta distinción en Ad familiares;
según él, la carta personal es el medio para hacer desaparecer la distancia entre los ami-
gos, siendo la amistad la motivación para escribir. Esta idea se aplica también en el Re-
nacimiento.
El primero en darse cuenta de las posibilidades de la epístola familiar fue Petrarca, que
descubrió el manuscrito de las Epistolae ad Atticum de Cicerón en 1345 e, inspirándose
en ese modelo, escribió numerosas epístolas, editadas en su Familiarium rerum libri
(1361) y en las póstumas Senilium rerum libri y Epistolae Variae. Llenas de datos de la
vida cotidiana, las epístolas de Petrarca ofrecen un retrato del autor en su época. Ya en
la correspondencia del de Arezzo se perfilan las características que hacen de la epístola
familiar un precursor del ensayo moderno: la expresión personal e íntima de temas de
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actualidad, sin ser excesivamente erudita.
La estructura de la carta dividida en cinco partes venía establecida de antiguo por las
artes dictaminis: salutatio, captatio benevolentiae, narratio, petitio y conclusio o, en pa-
labras de Antonio de Torquemada (Manual de escribientes, 1574), el principio, la narra-
ción, la división, la confirmación y la contradicción, y la conclusión. La diferencia funda-
mental con la carta medieval reside en el contenido y el estilo, pues la epístola medieval
pretende ofrecer una descripción de caracteres y ser un retrato del alma de su autor.
Para ello, la carta se dirige a un personaje concreto, cuya personalidad modula incorpo-
rando reflexiones y soliloquios, y abre la puerta a comunicarse con todo tipo de perso-
nas, incluidos los autores célebres de la antigüedad. La epístola renacentista traslada
con frecuencia una imagen doméstica o íntima de quien escribe, pero al hacerlo en el
marco de un texto de transmisión privada, ello no implica petulancia o autopromoción.
Por otra parte, suele proyectar un cuadro de costumbres con intención didáctica, lle-
gando a conformar un repertorio de modelos de conducta en los planos espiritual, moral
y social. En general, se recurre al estilo medio, caracterizado por la sencillez, la franqueza
y el ingenio.
Aunque se han intentado numerosas clasificaciones de las cartas siguiendo criterios te-
máticos, etilísticos, etc., la mayoría de ellas resultan escasamente satisfactorias.
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4. Funciones literarias de la epístola
La carta familiar fue durante la Edad Moderna un texto de circulación personal, pero
raramente íntimo en el sentido en que lo entendemos hoy: las cartas transmitían infor-
mación valiosa y escasa que se compartía con el círculo cercano por razones personales,
prácticas o políticas, lo que no significa que todas las cartas acabaran publicándose. El
paso de la carta particular al ámbito público se produjo principalmente entre los estu-
diosos y escritores por medio de colecciones y antologías de sus epístolas, que denotan
cierta voluntad de estilo. Tales colecciones no tienen por qué haber sido escritas para
ser enviadas a destinatarios históricos, por más que su constitución las presente como
tales. El proceso de compilación y publicación supuso que durante los ss. XV-XVI se pro-
dujera un importante desarrollo del género. Sin embargo, debe distinguirse entre la
carta literaria y la doméstica: la primera tiene voluntad estilística, está compuesta bajo
una estrategia retórica y ha sido pensada o refundida para su difusión pública, mientras
que la segunda es de índole personal, pero por circunstancias extratextuales terminan
por trasladarse al dominio público, como sucedió con las de Hernán Cortés (1522) o
Santa Teresa (1658).
Además de reflejar el mundo privado de su autor, la epístola se convirtió en un medio
muy versátil para el discurso didáctico; función que fue especialmente destacada en la
literatura espiritual —de ahí que tuvieran gran éxito en romance las epístolas de san
Jerónimo, las de Catalina de Siena, las de fray Francisco Ortiz (1522-1554) o las de Juan
de Ávila (Epistolario espiritual, 1579). Una modalidad específica fue la de consejos de
padres a hijos, que se inicia con la que Carlos V dirige a Felipe II; modelo que resultaba
reconocible en la época, pues las imita Cervantes en los consejos que don Quijote da a
Sancho cuando va a tomar el gobierno de la ínsula Barataria.
La carta constituyó asimismo un recurso literario muy versátil y fue utilizada por diversos
géneros de la ficción: la novela sentimental, la pastoril, los últimos libros de caballerías,
etc. En efecto, letras y misivas aparecen en muchas novelas hasta constituirse en ele-
mento único de algunas concebidas como epistolarios ficticios (Processo de cartas de
amores de J. de Segura, 1555). En el teatro, las cartas sustituyen a los monólogos y sirven
para dar a conocer aquello que la acción omite. En su manifestación individual, la epís-
tola coincide plenamente con la finalidad y los recursos propios del ensayo, desde sus
objetivos divulgativos y/o didácticos hasta la posible presentación irónica: la gran ma-
yoría de los epistolarios encajan como modalidad del género ensayístico.
En Antonio de Guevara (h. 1481/1545) se aúnan la personalidad del cortesano, que es-
cribe desde la experiencia de la vida mundana y se dirige a un público cuyas necesidades,
debilidades e intereses conoce bien; y la del fraile, que antepone la finalidad de adoctri-
nar y llevar por el buen camino a otros objetivos, utilizando su formación en oratoria
eclesiástica para conformar su discurso.
Su primera obra fue el Libro áureo de Marco Aurelio, escrito entre 1518-1524 e impreso
clandestinamente en 1528 tras haberle prestado Guevara la obra a Carlos V para su en-
tretenimiento. La elección de este personaje como modelo para el emperador se debía
a su origen español y a su condición de estoico. Aunque en el prólogo el autor afirma
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haberlo traducido, el libro es en realidad una obra original, a modo de biografía com-
puesta sobre diversas fuentes e inventada en muchos pasajes. Se divide en dos partes:
la primera constituye la biografía de Marco Aurelio; la segunda, un conjunto de dieci-
nueve cartas de contenido variado que da al personaje cercanía y autenticidad.
Más tarde, Guevara da a la imprenta las Obras del illustre señor don Antonio de Guevara
obispo de Mondoñedo (Valladolid, 1539), una compilación formada por cuatro obras de
contenidos diferentes, pero que responden a modulaciones genéricas que estaban ya
presentes en el Relox. La primera de ellas, la Década de Cesares o Vida de diez empera-
dores, es un conjunto de biografías de personajes célebres, con antecedentes clásicos e
hispanos, que renueva el modelo de las Generaciones y semblanzas de Fernán Pérez de
Guzmán. El Aviso de privados es un manual práctico para comportarse dignamente y
medrar en la corte, que se basa principalmente en la propia experiencia del autor, con-
vertida en materia literaria. La obra es interesante porque refleja el mundo de la corte
y llega a detalles que lo han conectado con la picaresca. El Menosprecio de corte trata
un tema de gran alcance en la cultura y la literatura europea del período. Guevara de-
fiende aquí la vuelta a la naturaleza desde un aparente biografismo, si bien sus plantea-
mientos están en la línea de la corriente estoica y presentan antecedentes clásicos. Por
último, el Arte de marear se dirige también a cortesanos, pero con la intención de con-
vertirse en un divertimento por medio de una actitud irónica. La obra se basa también
en la experiencia del autor, que exagera las situaciones que se puede encontrar quien
viaja en barco. Contiene algunos capítulos eruditos sobre inventos e inventores, filóso-
fos que despreciaron el mar y piratas famosos.
Las Epístolas familiares de Antonio de Guevara (1539, con una segunda parte en 1541)
amplían la experiencia adquirida desde las cartas de ficción para desarrollar su propia
personalidad. En el prólogo, el autor afirma que se trata de las cartas que escribió a sus
amigos y que ha llegado a ver publicadas y atribuidas a otros, de modo que, a pesar de
que no las había escrito para ese fin, decidió recuperarlas y darlas a la imprenta, una
vez revisadas. Esa reelaboración explicaría el tono atrevido que Guevara emplea con
ciertas personas de cargos o condición muy elevada, ya que probablemente no fueron
enviadas así originalmente.
Guevara no oculta sus fuentes y cita modelos clásicos como Séneca, Cicerón o Plinio;
31
también se observa coincidencia de temas y algunos recursos con las Letras de Her-
nando del Pulgar, pero ampliando los temas. La variedad de las Epístolas es enorme,
pues se incluyen cartas eruditas (historia, arqueología, medicina), morales, políticas y
familiares, pero a pesar de ello, forman un conjunto cohesionado mediante el empleo
reiterado de los mismos recursos: la existencia del destinatario, que da lugar a la esfera
del corresponsal, así como el uso de la noticia, la historia o la anécdota, que a veces se
convierten en el eje de la carta.
Frente al ideal de sencillez estilística que más adelante seguirá Juan de Valdés, a pesar
de ser parcialmente coetáneos, el estilo de Guevara le debe mucho a la oratoria del
sermón, que emplea sobre todo una retórica de la amplificación acumulativa.
El diálogo como género literario florece en toda Europa durante la época moderna, aun-
que la Edad Media ya había desarrollado formas dialógicas variadas. Las novedades in-
troducidas en el s. XV incluyeron la recuperación de nuevos modelos clásicos (Quinti-
liano), la presentación del diálogo en términos naturales y creíbles, y la adaptación al
lector, el cual se concibe como un participante activo al que hay que persuadir y conmo-
ver de forma que pueda madurar su propia opinión al asistir a la argumentación, a la
manera socrática.
Fue el Humanismo la corriente que llevó al diálogo a su madurez como género, debido
a sus componentes didácticos, a su versatilidad temática y a sus fórmulas de indagación
compartida en un ámbito de iguales. La mejor fuente para reflexionar sobre el género
son los propios textos, de los que se desprenden los principales objetivos: el entreteni-
miento y la enseñanza a través de una forma influyente y de abolengo clásico o patrís-
tico, que convierte los temas abstractos y las materias difíciles en comprensibles y agra-
dables gracias al empleo de técnicas como el relato verosímil de personajes o las situa-
ciones comunicativas y el tono de una conversación familiar. La literatura dialógica se
propone enseñar, lo que resulta más fácil si se hace de forma amena, introduciendo
recursos de entretenimiento.
Los precedentes clásicos en los que se fijan los humanistas son diversos, lo que da lugar
a tipos diferentes. En primer lugar, el diálogo platónico se define por ser un método de
búsqueda filosófica de una verdad en torno a una polémica fluida entre los personajes.
Se aprovechan los efectos de espacio y tiempo, lo que presta mayor dimensión dramá-
tica a la situación comunicativa. Por ejemplo, el Diálogo de la lengua de Juan de Valdés.
En segundo lugar, encontramos el diálogo aristotélico-ciceroniano, que se acerca al tra-
tado científico, por lo que domina el discurso de un maestro que hace largos parlamen-
tos. Por último, el diálogo lucianesco se propone la sátira de costumbres y la burla con
el fin de reformar la sociedad, para divertir desnudando las apariencias. No es raro que
emplee marcos ficticios que ofrecen una visión totalizadora, como los viajes al más allá
o las visiones de ultratumba. Son ejemplos el Diálogo de Mercurio y Carón de Alfonso
de Valdés y los anónimos El Crotalón o el Viaje de Turquía.
En ningún caso debe entenderse esta división como definitiva, pues lo habitual es que
todos los tipos se combinen en las obras particulares en diversas proporciones.
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8. Desarrollo del diálogo en España
En el medio cortesano destaca Francisco López de Villalobos (h. 1474-1549), médico cor-
tesano y de Fernando el Católico y Carlos V, escritor de extraordinaria calidad y gran
innovador en su producción. También Alfonso de Valdés (h. 1490-1532), cabeza de la
facción erasmista de la corte y secretario de Carlos V, que ha pasado a la historia como
autor del Diálogo de las cosas ocurridas en Roma o Diálogo de Lactancio y un arcediano,
y del Diálogo de Mercurio y Carón (publicados juntos en Italia, h. 1529). Ambos atañen
a temas de actualidad en los que se debate la acción de Carlos V en Europa, defendiendo
la posición del emperador. Por su parte, Juan de Valdés (h. 1509-1542), hermano menor
de Alfonso, es conocido fundamentalmente por su Diálogo de la lengua, de corte estric-
tamente renacentista, desarrollado entre cuatro interlocutores (Coriolano, Pacheco,
Marcio y Valdés) y enmarcado en la corriente de ennoblecimiento de la lengua romance.
Sin embargo, el empuje del diálogo como género se acompaña de una merma en su
viveza y en su funcionalidad literaria y social: a partir de los años sesenta irá perdiendo
la orientación crítica lucianesca, desterrándose los temas candentes y problemáticos
para pasar a primer plano la vena ciceroniana y el uso exclusivamente expositivo y pe-
dagógico. Una excepción la constituye De los nombres de Cristo, de fray Luis de León,
obra de notable altura intelectual y estética en la que las inquietudes humanísticas se
funden con una extraordinaria sensibilidad para crear un romance literario de inspira-
ción ciceroniana.
33
9. Los diálogos de Alfonso de Valdés
El Diálogo de las cosas ocurridas en Roma se debió escribir entre 1527-28, porque trata
lo ocurrido el 6 de mayo de 1527 cuando las tropas alemanas y españolas del emperador
que estaban acantonadas en Italia saquearon violentamente la ciudad durante tres días.
El hecho tuvo gran repercusión en toda Europa porque se interpretó en términos políti-
cos, teológicos e incluso providencialistas como un castigo a la ciudad y su iglesia por
sus pecados y pérdida de valores, y suscitó un buen número de textos de debate, entre
los que se encuentra el de Valdés. La obra comienza con un encuentro en Valladolid
entre dos viejos amigos: un arcediano, representante de la iglesia ultrajada, y Lactancio,
que defiende el punto de vista de la corte española de que el emperador no dio la orden
y de que los hechos deben interpretarse como una decisión divina.
El Diálogo de Mercurio y Carón parte de la declaración de guerra que los reyes de Ingla-
terra y Francia hicieron contra Carlos V en enero de 1528. Su redacción se extendió hasta
principios del año siguiente. Los interlocutores principales son el barquero Carón, que
maneja la barca en que los muertos deben cruzar la laguna Estigia, y el Dios Mercurio,
que le trae noticias. El primero está preocupado porque ha hecho una fuerte inversión
comprando un barco nuevo porque le han dicho que va a haber guerra; el segundo le
explica la situación política en la que abundan las guerras, salvo en España, gracias a su
emperador. La conversación se interrumpe con la llegada de almas a las que interrogan
para que cuenten su vida, con un esquema siempre muy similar: se indica que viene el
alma, se le pregunta quién fue, se le acaba condenando por su conducta y se le indica
que monte en la barca para ir al infierno. Así pasan en la primera parte doce ánimas. En
la segunda parte, los ejemplos son en positivo y se salvan. La crítica social a través de
estos personajes y la defensa de la paz, que representa el emperador, tienen un gran
componente erasmista. En el prólogo, el autor indica sus fuentes: Luciano, Pontón y
Erasmo, a las que cabría añadir las Danzas de la muerte con su estructura en sarta o
desfile. Se han resaltado los valores literarios de este diálogo, en el que el desfile de las
ánimas le permiten a Valdés exhibir con acierto su agudeza e ironía.
Se desconoce el título original del Viaje de Turquía, ya que este, que no figura en los
manuscritos, es el que se le atribuyó en el s. XIX. Tampoco se conoce el autor, habién-
dose atribuido al doctor Andrés Laguna, autor de libros científicos y humanista; a Cris-
tóbal de Villalón, profesor y preceptor de nobles entre cuyos diálogos destaca El scho-
lástico; y a Juan de Ulloa Pereira, un luterano penitenciado por Ia Inquisición a mediados
del s. XVI. Hay incertidumbre, por último, acerca de la fecha precisa de redacción de la
obra, pues esta nunca se imprimió.
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El Viaje de Turquía aparece a mediados de siglo, cuando el género dialógico ya se ha
instaurado en Europa y en España como género. Los protagonistas son tres personajes
de nombres folclóricos que varían según los manuscritos: Pedro de Urdemalas, Juan de
Voto a Dios y Matalascallando, representantes de sendos arquetipos del pícaro vaga-
bundo que sobrevive en el límite de la ley, engañando, urdiendo y viajando. Su encuen-
tro en la calle inicia una larga conversación que se desarrolla en dos partes: en la pri-
mera, Pedro explica sus peripecias de cautivo en Constantinopla hasta su fuga; en la
segunda, describe detalladamente la vida y costumbres de la sociedad turca tal y como
él la ha conocido. En los manuscritos aparece, además, una tercera parte en forma de
tratado sobre la historia del imperio otomano, que no se considera parte de la obra. El
contenido se va salpicando de alusiones a la soberbia de sus compatriotas, a la impericia
de los médicos, a la vesania de los renegados y soplones, a los defectos del sistema de
enseñanza, a la credulidad irracional del vulgo y a la hipocresía de sus prácticas religio-
sas. La obra resulta así una dura crítica contra la realidad española del momento, reflejo
de lo que debían pensar muchos españoles. Por ello, no es extraño que la obra no llegara
a imprimirse, si bien el número de manuscritos conservados indica que debió tener una
circulación significativa.
El Viaje de Turquía se presenta como una autobiografía dialogada. Se cree que su autor
pudo haber conocido realmente el país, porque son muchos los detalles menudos y
nombres de personas poco relevantes que no pueden proceder de fuentes escritas.
Pero, al mismo tiempo, el Viaje incluye también fuentes eruditas italianas y latinas,
como obras geográficas y enciclopédicas de las que se toman párrafos enteros; libros de
sentencias y anécdotas; y obras españolas, como las de Antonio de Guevara o la Silva de
varia lección de Pedro Mexía; e incluso, más sorprendentemente, dos viajes alemanes.
Con estos materiales se construye esta obra, considerada una de las cimas del huma-
nismo español y del género dialógico en nuestro país. En cuanto al estilo, el Viaje parece
querer reproducir en la práctica los preceptos enunciados por Juan de Valdés en su Diá-
logo de la lengua.
Por otra parte, esta obra trata el tema turco, berberisco y de la piratería, que recorre
transversalmente la literatura de los ss. XVI-XVII reflejando una realidad política, econó-
mica y socialmente muy dolorosa en la época: las tensiones religiosas con los moriscos,
el temor a los piratas berberiscos, que constituyeron una seria amenaza por tierra y mar,
así como una sangría económica que los países del occidente mediterráneo no supieron
resolver, se trasladan a las relaciones de cautivos, los pliegos de avisos y sucesos, el tea-
tro y la narrativa, y el Viaje de Turquía constituye una buena muestra de ello.
El género de las misceláneas fue creado por Pedro Mexía (h. 1499-1555), sevillano per-
teneciente a las elites ciudadanas dedicado a las letras y con una amplia cultura, autor
de la Silva de varia lección (Sevilla, 1540).
Tiene un objetivo doble: instruir y entretener. Para lograr este objetivo, el estilo debe
ser sencillo, natural, asequible y claro, y la brevedad con que se trata cada tema
constituirá otro de sus rasgos fundamentales, pues estas obras se dirigen a un público
que no necesita profundizar, aunque la extensión de los capítulos puede ser muy
desigual. Ello no implica que no exista relación entre temas contiguos, sino que estos se
organizan frecuentemente por medio de la concatenación: un tema nuevo. También
contribuyen a dar cohesión a la obra las referencias cruzadas, mediante las cuales un
tema dado remite a otro anterior o posterior, estableciendo una relación entre ambos.
Aunque puede parecer que, a diferencia de otros géneros como la epístola o el diálogo,
la miscelánea, redactada en tercera persona, propone una visión objetiva, aséptica y
ajena a la realidad del autor, lo cierto es que en este género es el propio autor quien
elige los temas y las fuentes, quien articula la información y quien introduce comenta-
rios y opiniones para guiar la perspectiva del lector.
El género de las misceláneas fue creado por Pedro Mexía (h. 1499-1555), sevillano per-
teneciente a las elites ciudadanas dedicado a las letras y con una amplia cultura, autor
de la Silva de varia lección (Sevilla, 1540).
El propio Mexía señala en el prólogo a su Silva cómo utilizó como modelos los florilegios
y compendios que ya existían en latín, pero desarrollándolos de un modo que va más
allá del simple traslado de dichos modelos, y justifica el título de Silva porque, al igual
que en las selvas y bosques las plantas y árboles se sitúan sin un orden determinado, así
en su obra se sucederán los discursos y capítulos, con su variada temática, sin reparar
en el orden entre ellos.
La base fundamental de la propuesta pasa por trasladar al castellano una serie de cono-
cimientos reservados a una elite con estudios latinos que contienen información sobre
el mundo y el hombre que puede provocar la curiosidad intelectual de todo tipo de lec-
tores; es decir, el propósito es doble: instruir y entretener. Para lograr este objetivo, el
estilo debe ser sencillo, natural, asequible y claro, y la brevedad con que se trata cada
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tema constituirá otro de sus rasgos fundamentales, pues estas obras se dirigen a un
público que no necesita profundizar, aunque la extensión de los capítulos puede ser muy
desigual. Ello no implica que no exista relación entre temas contiguos, sino que estos se
organizan frecuentemente por medio de la concatenación: un tema nuevo surge de un
subtema mencionado en el capítulo anterior. También contribuyen a dar cohesión a la
obra las referencias cruzadas, mediante las cuales un tema dado remite a otro anterior
o posterior, estableciendo una relación entre ambos.
Aunque puede parecer que, a diferencia de otros géneros como la epístola o el diálogo,
la miscelánea, redactada en tercera persona, propone una visión objetiva, aséptica y
ajena a la realidad del autor, lo cierto es que en este género es el propio autor quien
elige los temas y las fuentes, quien articula la información y quien introduce comenta-
rios y opiniones para guiar la perspectiva del lector. De hecho, se ha considerado que
las misceláneas españolas constituyen el precedente más importante de los ensayos
franceses de la segunda mitad del s. XVI: el propio Montaigne habría escrito estimulado
por la Silva de Mexía. La personalidad del autor es la que marca la diferencia entre la
miscelánea del sevillano y otras obras similares aparecidas al calor de su éxito, entre las
cuales destacan el Jardín de Torquemada, con su selección de temas encaminados a lo
curioso y a la experiencia, y cuya forma de expresión es el diálogo; y la Miscelánea de
Zapata, un testimonio autobiográfico que habla de vivencias propias y de casos centra-
dos en lo contemporáneo y en el ámbito cortesano.
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diario, conocer la historia religiosa u orientar la conducta. Pueden dirigirse específica-
mente a religiosos (monjas, frailes, párrocos, directores espirituales) o a laicos (padres
de familia, mujeres devotas, personas sin instrucción, pecadores). Asimismo, pueden
estar pensados para su lectura en fragmentos, para dirigir a otros, para una lectura sos-
tenida o para leer en voz alta.
Esta proliferación se relaciona con las corrientes surgidas en Europa a finales del Me-
dioevo que buscan una renovación religiosa hacia la interiorización. La producción es-
pañola resulta especialmente notable por su abundancia y alta calidad estética y litera-
ria. Se han propuesto diversos criterios de clasificación de estos textos: Menéndez Pe-
layo empleó el de las «escuelas místicas», según la orden religiosa a la que pertenecía
el autor, si bien cabe marcar dentro de ellas una división entre órdenes antiguas —fun-
dadas ya en la Edad Media: franciscanos, agustinos, dominicos— y las que nacen en el
s. XVI —carmelitas descalzas, jesuitas—, pues sus dinámicas y actitud hacia la escritura
es diferente. Dentro de las antiguas, a su vez, conviene diferenciar entre los conventua-
les, partidarios de una continuidad de las reglas; y observantes, que proponen una re-
novación en busca de valores más puros y rigoristas. Otros criterios, como el de Irene
Behn, sin de tipo temático y pragmático.
Quizá más útil resulte la división por etapas realizada por Pedro Sáinz Rodríguez y Mel-
quíades de Andrés, quienes coinciden en establecer en 1560 una fecha bisagra clave:
antes de ella se crean las bases del género y en adelante, se dan las obras más ricas y
originales. Ambas fases quedan bien caracterizadas en las oras de Francisco de Osuna y
de Teresa de Jesús.
El manual de oración más influyente de la primera etapa (antes de 1560) fue el Abece-
dario de Francisco de Osuna, compuesto por seis partes publicadas entre 1528-54. Se
trata de un texto para la práctica sistemática del recogimiento tal y como lo practicaban
los franciscanos. Fue uno de los libros fundamentales en la formación de la espirituali-
dad de Teresa de Jesús.
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que adaptarse a una ortodoxia cada vez más exigente y con medios de censura y control
ideológico cada vez más eficaces. Pero, paradójicamente, ello no significó una disminu-
ción en la cantidad y en la calidad literaria de estos autores, sino que alcanzaron un
interés y una calidad expresiva sin precedentes.
En este período escribió Teresa de Jesús, pero es en el decenio de 1580 cuando se pu-
blican obras clave como De los nombres de Cristo (1583) de fray Luis de León, el com-
pendio de Obras de Teresa de Jesús (1588), la Introducción al símbolo de la fe (1583) de
Luis de Granada o La conversión de la Magdalena (1588) de Pedro Malón de Chaide. Por
entonces compone también Juan de la Cruz el comentario en prosa a sus poemas.
En primer lugar, entre las obras autobiográficas destaca el Libro de la vida el cuál es una
descripción del crecimiento humano y espiritual de la escritora, con abundantes
digresiones didácticas sobre el ascenso mítico. El Libro de las fundaciones continúa la
materia narrativa del Libro de la vida. También se sirve del formato de las cartas, el cuál
destaca en su literatura a pesar de que la mayor parte de ellas se han perdido o
destruido. La carta se convierte en un medio predilecto de la creación literaria
renacentista.
Por otro lado, en sus obras ascético-místicas nos describe su ascenso místico con una
innegable orientación didáctica. De Camino de perfección se conversan dos versiones
autógrafas: la primera, escrita en tono familiar y espontáneo, con las monjas del
convento de San José en Ávila como destinatarias. Es el libro manuscrito más antiguo de
Santa Teresa. La segunda redacción es una versión más extensa. Las Moradas o Castillo
interior destaca como obra representativa para explicar el proceso místico. Con
tonalidad didáctica, el simbolismo del lenguaje literario es la clave hermenéutica de esta
pieza. La escritora compara el alma a un castillo. Finalmente, también destaca el Cantar
de los cantares, un texto bíblico que cantaba el amor humano entre los esposos.
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de autoridad’— que mereciera la pena escuchar. La misoginia era, pues, consustancial a
los textos clásicos y de la tradición eclesiástica.
Así, eran muy pocas las mujeres alfabetizadas, y se consideraban un prodigio las que
poseían conocimientos universitarios. En este contexto Teresa de Jesús se convirtió en
escritora, a pesar de que no había recibido una educación superior ni se esperaba de
ella que escribiera; al contrario, por hacerlo se le atribuiría un pecado de orgullo o
vani- dad, y su obra sería sospechosa por hereje o inútil. Así, superando estas
dificultades, construyó una obra original y única dentro de la literatura espiritual de la
época.
Teresa de Jesús supo imponer su voluntad, no con enfrentamientos sino con inteligencia
y una capacidad de persuasión y de negociación implícita que pueden verse de forma
evidente en su obra fundacional, la cual actuó como punta de lanza del proceso de ad-
quisición de una voz pública y legítima para la mujer y como piedra angular de la gran
contribución de las religiosas a la literatura.
Antes de redactar su Libro de la vida, los modelos de autoría femenina con que contaba
la monja eran escasos y problemáticos, pues partían de una autoridad obtenida por la
santidad (Catalina de Siena, Angela de Folgino) o eran casi anónimas. Teresa de Jesús
resolvió estos problemas combinando estrategias que la apartaban de estos modelos y
le abrían un cauce a la expresión individual y autorial. Así, la santa nunca se dirigió a
grupos de público ni dio sermones que se recogieran por escrito, sino que se atuvo desde
el primer momento al cultivo de la escritura personal. Por otra parte, la Vida —su pri-
mera obra y llave a la escritura— no traslada ninguna amonestación o enseñanza divina
sino que se instala en un régimen de confesión sin destinatario público. Por último, re-
sulta fundamental su referencia al mandato, explicitando que escribe para cumplir la
orden de su confesor. Esto da al escrito el carácter de necesario, sitúa la responsabilidad
40
del discurso fuera de la autora y la desplaza a quien ha dado la orden. Este recurso es
original y revolucionario, pues aunque el mandato pertenece a los tópicos clásicos de la
captatio benevolentiae, se pasa aquí de su uso meramente ornamental a un empleo
esencial y vinculado a la propia condición de la escritora: a partir de la explicación de
obediencia, este texto tan largo y extraño que debió de resultar la Vida pudo normali-
zarse entre los diferentes discursos culturales del momento.
De este modo, a diferencia de aquellas Cuentas, la Vida cumple estos requisitos en los
párrafos iniciales, en los que declara el contenido de la obra, su destinatario, origen,
motivo y finalidad. Solo se omite la identificación de la autora, lo cual puede interpre-
tarse como innecesario o como marca de humildad. Así, este prólogo sirve para construir
un marco que contextualiza el escrito en los discursos sociales y es la prueba de que
cuando se escribe ya no se concibe como privado.
La rapidez con que se suceden las obras en la producción de Santa Teresa una vez que
termina la Vida, y su variedad, amplitud y profundidad, muestran no solo su crecimiento
espiritual sino que también confirman que había encontrado un cauce autorial firme
para transmitir su mensaje escrito. El mandado, el destinatario reducido (sus confesores
y monjas, quien lo había ordenado) y el propósito piadoso desde la humildad son las
piedras angulares que descubre en la Vida y que le permiten construir el resto de sus
obras. Estos rasgos, radicalmente novedosos, diferencian la escritura de Teresa de la de
las mujeres escritoras que la precedieron, y fuero claves en el desarrollo de la escritura
conventual femenina en nuestro país.
En primer lugar, entre las obras autobiográficas destaca el Libro de la vida el cuál es una
descripción del crecimiento humano y espiritual de la escritora, con abundantes
digresiones didácticas sobre el ascenso mítico. El Libro de las fundaciones continúa la
materia narrativa del Libro de la vida. También se sirve del formato de las cartas, el cuál
destaca en su literatura a pesar de que la mayor parte de ellas se han perdido o
destruido. La carta se convierte en un medio predilecto de la creación literaria
renacentista.
Por otro lado, en sus obras ascético-místicas nos describe su ascenso místico con una
innegable orientación didáctica. De Camino de perfección se conversan dos versiones
autógrafas: la primera, escrita en tono familiar y espontáneo, con las monjas del
convento de San José en Ávila como destinatarias. Es el libro manuscrito más antiguo de
Santa Teresa. La segunda redacción es una versión más extensa. Las Moradas o Castillo
interior destaca como obra representativa para explicar el proceso místico. Se sabe que
a finales de octubre de 1577 esta obra ya estaba terminada. Con tonalidad didáctica, el
simbolismo del lenguaje literario es la clave hermenéutica de esta pieza. La escritora
compara el alma a un castillo. Finalmente, también destaca el Cantar de los cantares, un
texto bíblico que cantaba el amor humano entre los esposos.
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17. Cronología y estilo de las obras de Teresa de Jesús
Una vez que comenzó a escribir, Teresa de Jesús fue una autora febril y rápida para
mantener a su extensa red de corresponsales, formar a sus monjas y dejar constancia
de la fundación de su orden. Escribe y reescribe, pues no solo consulta antes de escribir,
sino que tras las primeras redacciones se somete a la censura de sus confesores y amigos
de quienes acepta correcciones y modificaciones. Así, los manuscritos de sus obras cir-
culan entre sus allegados y son copiados por sus monjas y otros, creciendo su fama entre
los lectores, en especial aristócratas. La cronología de su obra se va difuminando hasta
que la orden carmelita descalza, con la mediación de Ana de Jesús y el apoyo de la mo-
narquía, encomienda a Luis de León que prepare una edición de algunos de sus textos.
Así es como se consagra públicamente la condición de autora de la monja y los primeros
pasos para su beatificación y canonización. Sin embargo, no se acallarán totalmente las
críticas de ciertos clérigos incapaces de aceptar que los textos de una mujer entraran en
el canon de la literatura religiosa.
En cuanto a la cronología, a partir de los años 1562-64 escribe en prosa Camino de per-
fección, a la que sigue Moradas del castillo interior (1577-89) y las Fundaciones (1573-
82). También compone algunos poemas, algunos de naturaleza mística y otros que con-
sisten en coplas sencillas para cantar en los períodos de recreación de la jornada en el
convento o para cantar en ciertas ceremonias. Algunas de estas obras tienen un sentido
histórico o autobiográfico (Vida, Fundaciones) y otras se centran en la enseñanza (Ca-
mino, Moradas), aunque con una difícil separación. En Camino de Perfección, comenta
las tres etapas para explicar el proceso de aproximación a la divinidad: meditación, ora-
ción de recogimiento y unión; en Moradas del castillo interior lleva a cabo un plantea-
miento más sistemático: el castillo simboliza el camino hacia la unión con Dios, formado
por las siete moradas que debe atravesar el alma hasta la unión mística. Las tres prime-
ras son de la vía purgativa, las tres siguientes de la iluminativa y la última —situada en
el centro del castillo— de la unitiva, donde se produce la unión.
Las Fundaciones constituyen una crónica de las vicisitudes por las que pasa Teresa de
Jesús para llevar a cabo su gran obra fundacional: entre 1562 y 1582, consiguió levantar
un total de treinta y tres monasterios de la orden del Carmelo descalzo. La obra narra el
proceso legal, económico y gestión de la formación de la orden, con las numerosas difi-
cultades que ello conllevó. Situada entre el libro de viajes, la autobiografía y el retrato
costumbrista, la obra reflexiona sobre el espíritu humano y la Providencia divina, y acabó
por convertirse en el modelo de muchas de las crónicas conventuales femeninas que se
escribirían a partir de entonces.
43
El estilo de Teresa de Jesús viene marcado por su condición femenina, por no haber
recibido una formación comparable a la de los hombres y por la necesidad de adoptar
un tono de duda y obediencia que recuerde que en ningún caso se está oponiendo al
patriarcado. En ausencia de una educación formal, los modelos empleados por la santa
proceden mayoritariamente de sus abundantes lecturas en romance; de la Biblia, leída
de forma fragmentaria e indirecta, demuestra conocer bien los Salmos, el Cantar de los
cantares y los evangelios. También ha leído a san Jerónimo, a san Gregorio y a san Agus-
tín, cuyas Confesiones constituyen un importante antecedente de su Vida. Aparte, se
encuentran Juan de Ávila, Luis de Granada, san Pedro de Alcántara y Francisco de Osuna;
y los muchos sermones que ha escuchado, de los que toma diversas técnicas expresivas
y el lenguaje coloquial.
Algunos rasgos del estilo de Teresa de Jesús son el uso de imágenes cotidianas, siempre
originales y que le permiten ir desde lo conocido hasta lo desconocido; el recurso a la
exclamación, que le permite compartir afectos; el uso de diminutivos, que revelan afec-
tividad; y las construcciones sintácticas con imprecisiones e irregularidades, cercanas al
lenguaje oral (anacolutos, elipsis, hipérbatos) y que sirven a la expresión de su pensa-
miento rápido.
TEMA 5: LA PROSA II
1. La ficción como problema moral
Se puede dar cuenta del amplio panorama de la prosa de ficción en el s. XVI desde las
marcas establecidas por los géneros literarios. Así, las obras pueden agruparse según
ciertas características formales y temáticas comunes que las acercan entre sí confor-
mando conjuntos, dentro de los cuales existen una o más obras que conforman el patrón
genérico y otras que lo continúan hasta que el género desaparece por disolución, ago-
tamiento o pérdida del interés de los lectores. En algunos casos el proceso es largo,
como en el de los libros de caballerías, que abarcan varios siglos; en otros, como la no-
vela morisca, la duración del género es breve; por último, otros géneros tardarán en
hacerse reconocibles, como ocurre con la picaresca.
Algunos teóricos del Renacimiento se enfrentaron a esta literatura de ficción, tan popu-
lar en su tiempo y a la que rechazan por motivos morales. Así, el humanista Luis Vives
distinguió entre la historia, la narratio probabilis y las fabulae licentiosae, atendiendo a
la finalidad de cada una de ellas y presuponiendo una gradación de mejor a peor: la
historia presenta contenidos verdaderos y enseña; la narratio probabilis es persuasiva
por su contenido verosímil; por último, las fabulae licentiosae solo contienen hechos
ficticios con el objetivo único de entretener. Esta suerte de jerarquía literaria fue asu-
mida por la mayoría de teóricos del s. XVI, que rechazaron la ficción pura como menti-
rosa.
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Quijote. Además, los libros de caballerías se esforzaban en parecer historias verdaderas,
traducidas de lenguas exóticas o adaptadas de originales antiguos, lo que aumentaba la
confusión entre la realidad y la ficción.
Las secuelas o continuaciones son obras que un autor crea a partir de una obra anterior
que utiliza como modelo, prolongándola cuando el escritor original ya la había dado por
acabada. En general, las continuaciones se realizan sobre obras de gran éxito lector y la
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relación entre ambos textos se hace explícita. A pesar de basarse en obras anteriores,
las secuelas deben despertar el suficiente interés como para motivar una lectura. Por
otro lado, las continuaciones no suelen restarle valor a las ventas de sus precursores;
así, la Cárcel de amor de Diego de san Pedro se convirtió en un verdadero éxito comercial
al difundirse asociada a la versión de Nicolás Núñez. También Feliciano de Silva (h. 1486-
1554), continuador de la Celestina y el Amadís, tuvo gran éxito con sus secuelas (1530,
1535), que seguramente le reportaron importantes beneficios económicos.
La Celestina fue uno de los libros más difundidos del s. XVI; de hecho, el impacto entre
sus lectores fue el detonante que motivó a Fernando de Rojas, su autor, a modificar el
texto original y a transformarlo en la Tragicomedia ampliando los encuentros entre los
amantes. La obra era radicalmente novedosa en contenido y forma, y debió resultar muy
heterodoxa en su época en comparación con sus antecedentes. A su atractivo no fueron
inmunes los escritores, que convirtieron lo celestinesco en una moda que se prolongó
durante más de un siglo. Este conjunto de obras ha venido a englobarse bajo el marbete
de «materia celestinesca» y constituye un material utilizable en obras de intención y
forma diversas en torno al personaje de la alcahueta y su mundo. Estas numerosas con-
tinuaciones establecen relaciones muy diferentes con el texto original. En lo referente
al contenido, algunas siguen la línea cíclica directa y continúan la trama de la obra de
Rojas, mientras que otras toman el mundo de la alcahuetería o de la prostitución como
materia a desarrollar; en relación al género, algunas se sitúan en el eje de la narrativa,
frente a otras que desarrollan el potencial dramático dando lugar a un importante sub-
género teatral. Por su claridad en la organización es útil el esquema clasificatorio pro-
puesto por Fernando Herrera según la cual encontramos una línea cíclica representada
por el anónimo Auto de Traso, por la Segunda Celestina de Feliciano de Silva, por la Ter-
cera Celestina de Gómez de Toledo, por la Tragicomedia de Lisandro y Roselia de Sancho
de Muñón y por la Tragedia Policiana de Sebastián Fernández; existen además una línea
temprana o valenciano-romana representada por la anónima Comedia Thebaida, por la
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Comedia Florinea de Juan Rodríguez Florían, por La Doleria del sueño del mundo de Pe-
dro Hurtado de la Vera y por La lena de Alonso Velázquez de Velasco; y una línea indi-
recta lejana, a la que pertenecen La hija de Celestina de Alonso de Salas Barbadillo y La
Dorotea de Lope de Vega. En la vertiente teatral, destaca una línea de obras mayores,
entre las que se cuentan la Comedia Tesorina de Jaime de Huete, la Comedia Tidea de
Francisco de las Natas, el Auto de Clarindo de Antonio Díez y la Comedia Pródiga de Luis
Miranda Placentino; y otra línea de obras menores, con la Comedia salvage de Joaquín
Romero de Cepeda, el anónimo Primer entremés de Selestina y el Famoso entremés de
Celestina de Juan Navarro de Espinosa.
El esquema argumental de la Celestina sirvió en estas obras como una base con la que
se mezclaron elementos de otras formas de la ficción literaria. Muchos autores no qui-
sieron imitar servilmente el original y ampliaron el mundo celestinesco, lo que ocurrió
principalmente en la línea cíclica, cuya primera obra representativa fue el anónimo Auto
de Traso. Este no constituye un texto exento, sino un auto inserto por primera vez en la
edición de Toledo de 1526 en el auto de XIX y que desarrolla un personaje mencionado
por Centurio en el acto XVIII. A partir de esta exigua presencia en la obra original, el
autor de la continuación desarrolla la escena de la muerte de Calisto, que pasa a ser
asesinado por Traso. En el Auto, a este personaje se le dota de voz propia, de un am-
biente, de una amiga, de unos enemigos y de otros rufianes que le acompañan en su
empresa, al tiempo que se le dan rasgos caracterizadores similares a los de Centurio.
Pero la más importante de las continuaciones directas fue la Segunda Celestina de Feli-
ciano de Silva (Medina del Campo, 1534), que no respeta para nada el original y rectifica
los acontecimientos significativamente: según este autor, Celestina no habría muerto
sino solo fingido su muerte, desvirtuando por completo el desenlace de la obra de Rojas.
Pero ello le permite sacar de nuevo a escena al famoso personaje de la alcahueta y apro-
vechar el marco argumental y formal proporcionado por la Tragicomedia primitiva con
el objetivo, en esta ocasión, de exponer las distintas variedades del amor mediante la
presentación de diversos casos.
La Celestina fue uno de los libros más difundidos del s. XVI; de hecho, el impacto entre
sus lectores fue el detonante que motivó a Fernando de Rojas, su autor, a modificar el
texto original y a transformarlo en la Tragicomedia ampliando los encuentros entre los
amantes. La obra era radicalmente novedosa en contenido y forma, y muy heterodoxa
en comparación con sus antecedentes. A su atractivo no fueron inmunes los escritores,
que convirtieron lo celestinesco en una moda que se prolongó durante más de un siglo.
Este conjunto de obras ha venido a englobarse bajo el marbete de «materia celesti-
nesca» y constituye un material utilizable en obras de intención y forma diversas en
torno al personaje de la alcahueta y su mundo. Estas numerosas continuaciones esta-
blecen relaciones muy diferentes con el texto original. En lo referente al contenido, al-
gunas siguen la línea cíclica directa y continúan la trama de la obra de Rojas, mientras
otras toman el mundo de la alcahuetería o de la prostitución como materia a desarrollar;
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en relación al género, algunas se sitúan en el eje de la narrativa, frente a otras que se
centran el potencial dramático dando lugar a un importante subgénero teatral.
El esquema argumental de la Celestina sirvió en estas obras como una base con la que
se mezclaron elementos de otras formas de la ficción literaria. Muchos autores no qui-
sieron imitar servilmente el original y ampliaron el mundo celestinesco, lo que ocurrió
principalmente en la línea cíclica, cuya primera obra representativa fue el anónimo Auto
de Traso. Pero la más importante de las continuaciones directas fue la Segunda Celestina
de Feliciano de Silva (Medina del Campo, 1534), que no respeta para nada el original y
rectifica los acontecimientos significativamente: según este autor, Celestina no habría
muerto sino solo fingido su muerte, desvirtuando por completo el desenlace de la obra
de Rojas. Pero ello le permite sacar de nuevo a escena al famoso personaje de la al-
cahueta y aprovechar el marco argumental y formal proporcionado por la Tragicomedia
primitiva con el objetivo, en esta ocasión, de exponer las distintas variedades del amor
mediante la presentación de diversos casos.
Esta Segunda Celestina es algo más. que una imitación torpe de la obra original. Su inte-
rés por abarcar un gran número de situaciones, personajes y recursos lingüísticos y lite-
rarios la pone en estrecha relación con el conjunto de la literatura de ficción del s. XVI al
tiempo que la aleja de su modelo. Una de las formas que tiene el autor de aportar cohe-
rencia a la variedad de los casos presentados es el paralelismo, mediante el cual el ob-
jeto se duplica y triplica gracias al juego de proyecciones y oposiciones. Este tipo de
recursos es común a los empleados en la literatura pastoril, en la que la importancia de
la pareja protagonista se difumina, y a ello puede achacarse la acusación de incoheren-
cia que ha sufrido en ocasiones nuestra obra, por parte de críticos que se han basado
principalmente en la falta de respeto a los procedimientos literarios de la Tragicomedia.
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5. La Lozana andaluza
Obra incómoda para la crítica de esta época, el Retrato de la Lozana andaluza de Fran-
cisco Delicado (Venecia, h. 1528) ha sido motivo de numerosas descalificaciones y con-
troversias, especialmente por parte de sus primeros críticos —en particular Menéndez
Pelayo la condenó por inmoral—. Hoy en día esta obra, que se publicó inicialmente
como anónima y no parece que circulara por nuestro país, se ha editado y estudiado con
más detenimiento, pero los juicios sobre ella siguen siendo dispares: para unos debe
relacionarse con la Celestina; para otros, debe entenderse fuera de su descendencia.
Algo similar ocurre con la picaresca, y también se ha relacionado con la sátira menipea
por la combinación de diálogo y narración, que remite asimismo al tratado, al diálogo, a
la autobiografía y a la epístola. Atendiendo al contenido temático, puede relacionarse
con la literatura prostibular o pornográfica. La complejidad de la obra la hace irreducti-
ble y proteica, y capaz de adaptarse a múltiples perspectivas de estudio.
La obra es un retrato de Lozana, una joven cordobesa que por varios avatares del destino
termina en Roma ejerciendo la prostitución y explotando no solo su belleza, sino tam-
bién su inteligencia y su habilidad con la comida y los afeites, con el fin de vivir libre e
independiente de los hombres. El autor narra los acontecimientos que le ocurren con
sus amantes y con otros personajes del mundo prostibulario hasta que la protagonista
se retira con su criado a vivir a la isla de Lípari. El relato, dividido en tres partes consti-
tuidas a su vez en capítulos o «mamotretos», comienza con un narrado omnisciente que
resume los primeros años de la vida de Lozana para dejar paso después a las voces en
estilo directo, como si de un diálogo o de una pieza teatral se tratase. Sin embargo, este
procedimiento dialógico no se utiliza sistemáticamente y a veces reaparece la voz na-
rrativa impersonal, llegando el autor a introducirse en ocasiones súbitamente dentro de
la obra de diversos modos: como personaje, como narrador y hasta incluso presentán-
dose a sí mismo en el acto de escribir, dando lugar a partes de contenido metanarrativo.
Todas estas manifestaciones del autor en su propia obra terminan por identificarse den-
tro del propio texto con el escritor real, esto es, con Francisco Delicado, del que se men-
ciona, por ejemplo, su lugar de origen (Martos). Esta intensa presencia del autor en la
obra y la variedad de funciones que muestra son de una modernidad radical, pero al
tiempo generan toda una serie de incongruencias, ya que provocan conflictos entre los
tiempos y las funciones, y comprometen la fidelidad del retrato de la protagonista que
el autor dice perseguir.
Encontrar un sentido definitivo a la obra es tarea difícil, aunque podría ser de ayuda el
estudio del grabado de la portada, que presenta a los personajes en una nave que re-
cuerda a la de los necios o los locos de Sebastian Brandt, subrayado por la muerte inver-
tida en el centro. Por tanto, la obra serviría para presentar y criticar a una sociedad que
ha abandonado la cordura y que se encuentra al borde del naufragio.
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La novela bizantina, de aventuras, peregrina o helenística es un género que se origina
en la Antigüedad clásica, con continuidad en el Medioevo, y que trata historias sobre
una pareja de enamorados que huyen de casa para enfrentarse a un mundo hostil, por
separado, y superan todo tipo de dificultades hasta que terminan felizmente unidos. El
Renacimiento acoge el género por su genealogía prestigiosa y por ofrecer un modelo
narrativo atractivo para un público amplio e idóneo desde el punto de vista moral, por
sus argumentos verosímiles y sus protagonistas siempre castos. De este modo, la novela
bizantina gozará de reconocimiento y de un estatuto privilegiado para los moralistas y
humanistas, que al tiempo se dedicarán a atacar otros géneros de la ficción.
Quizá la novela bizantina más importante del s. XVI fue la Selva de aventuras de Jeró-
nimo de Contreras (Zaragoza, 1565), reeditada unas veinte veces en medio siglo. La pri-
mera edición consta de siete libros, pero en 1582 la edición de Barcelona añadió dos
nuevos, de modo que en adelante unas ediciones reproducirán la Selva I y otras la Selva
II. Esta obra, que narra los viajes de Luzmán —un joven sevillano que inicia un viaje por
tierras italianas a causa del desamor— contiene numerosos rasgos característicos de la
tradición bizantina: una doble acción, el disfraz femenino, la exaltación de la castidad,
la intervención de las fuerzas sobrenaturales, las premoniciones en forma de sueño, la
anagnórisis de los protagonistas y el desenlace feliz.
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narrativo atractivo para un público amplio e idóneo desde el punto de vista moral, por
sus argumentos verosímiles y sus protagonistas siempre castos. De este modo, la novela
bizantina gozará de reconocimiento y de un estatuto privilegiado para los moralistas y
humanistas, que al tiempo se dedicarán a atacar otros géneros de la ficción.
Considerada la novela bizantina más importante del s. XVI, la Selva de aventuras de Je-
rónimo de Contreras fue publicada por primera vez en Zaragoza (1565) y reeditada unas
veinte veces en el plazo de medio siglo, aunque en dos versiones distintas: la primera
edición de la obra consta de siete libros, pero en la edición de Barcelona de 1582 se
añadieron dos nuevos, lo que hacía un total de nueve libros, de modo que de ahí en
adelante unas ediciones reproducirían la Selva I y otras, la Selva II. Aunque se
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desconocen los motivos por los que se efectuó el cambio, algunos críticos (Gardner,
Avalle-Arce) se han aventurado a relacionarlo con problemas con la censura inquisito-
rial, mientras que otros (González Rovira) creen que podría deberse únicamente a razo-
nes literarias, concretamente, para potenciar ciertos rasgos característicos de la tradi-
ción de la novela bizantina: la acción doble, el disfraz femenino, la exaltación de la cas-
tidad, la intervención de fuerzas sobrenaturales, las premoniciones en forma de sueños,
la anagnórisis de los protagonistas y el desenlace feliz para estos. Tales elementos, muy
importantes en la creación del héroe barroco del género, se fusionarán con el trasfondo
ascético de la Selva I, con lo que intensificará los valores morales y se cristianizará la
tradición pagana, configurándose el viaje como una experiencia formativa para los pro-
tagonistas.
La Selva narra los viajes de Luzmán, un joven sevillano que, tras ser desdeñado por su
amada Arbolea, empieza una peregrinación por tierras italianas hasta regresar a Sevilla.
La peregrinación se verá interrumpida, además, por un cautiverio de cinco años en Ar-
gel. El motivo del viaje no responde, por tanto, a un voto religioso o de búsqueda reli-
giosa, sino que tiene como objeto el olvido, lo que aproxima al protagonista a los héroes
de la lírica amorosa de la línea ovidiana y petrarquista, y a los personajes de la novela
pastoril. Además aparece la curiosidad como motivo dinamizador de la acción, lo que
resulta algo insólito a la historia del género. Ello, unido al hecho de que Luzmán actúa
más como testigo que como protagonista de los acontecimientos narrados, hace que
algunos críticos excluyan la Selva I del género bizantino. Otro rasgo atípico respecto a la
tradición es la inclusión de poemas, representaciones y debates sobre el amor, el matri-
monio o los vicios y las virtudes. Estas piezas, lejos de ser accesorias, contribuyen a la
dimensión didáctica y moralizante de la obra. En el último libro, el protagonista se verá
sometido al cautiverio en Argel y al desamor de Arbolea, que probarán la asimilación de
lo aprendido durante sus aventuras.
En la Selva II, Arbolea adopta un papel activo y se decide a salir en busca de Luzmán,
para lo cual se disfraza de peregrino. Ahora el escenario es Portugal, un espacio familiar
que aporta verosimilitud a la narración. La obra termina con la anagnórisis de ambos
protagonistas, que obtienen como premio a sus trabajos el matrimonio cristiano con el
que culmina su amor.
Los libros de pastores son obras de ficción que tienen como protagonistas a pastores
que pasan el tiempo lamentando sus amores al son de instrumentos musicales y olvida-
dos del cuidado del ganado. Estos pastores por naturaleza se comportan como filósofos,
poetas y músicos, y aman aunque no sean correspondidos, pues según la doctrina neo-
platónica, es más importante amar que la consecución de la mujer amada, aunque ello
conlleve sufrimiento. De hecho, según afirmaciones contenidas en la Diana de Jorge de
Montemayor y basadas en los Diálogos de amor de León Hebreo, los que más sufren son
los mejores.
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Otra característica fundamental del género es la presencia y el protagonismo que ad-
quiere la naturaleza, considerada no solo como el fondo en el que transcurre la acción,
sino un personaje más que actúa a modo de testigo de los lamentos de los pastores
protagonistas, y esencial en sus más mínimos detalles y en sus aspectos más positivos,
configurando un locus amoenus caracterizado por la amenidad de los campos, la sombra
de los árboles y el sonido de los arroyos. En este entorno aparecen los pastores, para
quienes la naturaleza actuará como confesora de sus males amorosos. Así, por ejemplo,
la Diana se desarrolla junto al río Esla, pero el escenario no tiene mucho que ver con la
realidad y se convierte en el testigo de los amores, idealizado como entorno ideal para
el amor.
A pesar de que muchos libros pastoriles tengan títulos en los que aparece únicamente
el nombre de una pastora o pastor (La Diana, La Galatea, La constante Amarilis, El pastor
de Iberia), lo cierto es que los argumentos de estas obras suelen ser múltiples: son varios
los casos amorosos que se plantean y entrelazan para mantener el interés del lector, y
el comienzo in medias res, característico de los libros de aventuras bizantinas, se tomará
prestado en muchos de estos textos.
La literatura pastoril llegó a tener mucho éxito en el s. XVI y de ella nos ha llegado una
muestra importante, de más de veinte títulos, sin contar aquellas que incluyen esta te-
mática solo tangencialmente. Los siete libros de la Diana de Jorge de Montemayor cons-
tituyen la primera y más importante de esas muestras; se trata de un texto que ofrecía
nuevos planteamientos a los lectores acostumbrados a leer libros de caballerías. Su au-
tor logró con él un gran éxito, como demuestran las más de treinta ediciones que se
hicieron. La más antigua de las conservadas data de 1559, lo que no significa que no
pudiera escribirse con anterioridad a esa fecha.
El éxito de la Diana y el que no fuese concluida por Montemayor motivó a otros autores
a escribir continuaciones para ofrecer un cierre a las parejas distantes, desenamoradas
o imposibles. La primera de ellas fueron los Ocho libros de la parte segunda de la Diana
de Alonso Pérez (Valencia, 1563), un compendio de historias dispares alejadas en oca-
siones del mundo pastoril en el que no queda nada de idealismo ni de neoplatonismo,
aunque ciertamente fue muy leído.
Más afortunada fue la Primera parte de la Diana enamorada. Cinco libros que prosiguen
los siete de la Diana de Jorge de Montemayor de Gil Polo (Valencia, 1564), no influida
por la anterior dada la proximidad entre sus respectivas fechas de publicación. Esta obra
incluye numerosos casos amorosos, y llegan a tomarse algunos de los personajes del
texto original incluyendo el de Diana. Pero la intención es diferente a la de la obra pri-
mitiva, más moralizante: como expresa el autor en los paratextos, aquí el objetivo es
hablar del amor y sus peligros para prevenir de él a sus lectores. Así consiguió Gil Polo
abrir el género a la causalidad y a la verosimilitud, iniciando el camino hacia la novela
cervantina. Al igual que en la versión de Alonso Pérez, la concepción del amor no es
neoplatónica como en la Diana original, sino que se basa en Gli Asolani de Pietro Bembo,
sosteniendo que la pasión debe guiarse por la razón.
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Una secuela posterior es La Diana de Montemayor nuevamente compuesta por Jerónimo
de Tejeda (París, 1627).
A mediados del s. XVI aparecieron en las prensas españolas Los siete libros de la Diana
de Jorge de Montemayor, un texto que ofrecía un nuevo planteamiento a los lectores
acostumbrados a los libros de caballerías. Dicha obra es un libro de pastores, esto es,
una obra de ficción que tiene como protagonistas a pastores que pasan el tiempo la-
mentando sus amores al son de instrumentos musicales y olvidados del cuidado del ga-
nado. Estos pastores por naturaleza se comportan como filósofos, poetas y músicos, y
aman aunque no sean correspondidos, pues según la doctrina neoplatónica, es más im-
portante amar que la consecución de la mujer amada, aunque ello conlleve sufrimiento.
De hecho, según afirmaciones contenidas en La Diana de Jorge de Montemayor y basa-
das en los Diálogos de amor de León Hebreo, los que más sufren son los mejores.
A pesar de que muchos libros pastoriles tengan títulos en los que aparece únicamente
el nombre de una pastora o pastor (La Diana, La Galatea, La constante Amarilis, El pastor
de Iberia), lo cierto es que los argumentos de estas obras suelen ser múltiples: son varios
los casos amorosos que se plantean y entrelazan para mantener el interés del lector, y
el comienzo in medias res, característico de los libros de aventuras bizantinas, se tomará
prestado en muchos de estos textos.
Montemayor logró con esta obra un gran éxito de público, como demuestran las más de
treinta ediciones que se hicieron de ella. La más antigua data de 1559, aunque ello no
quiere decir que no pudiera haberse escrito con anterioridad a esa fecha. Por otra parte,
el argumento de La Diana acaba con un final abierto bajo a promesa de una continua-
ción que su autor nunca escribió. Ambos hechos motivaron a otros autores a escribir
continuaciones para ofrecer un cierre a las parejas distantes, desenamoradas o imposi-
bles. Dos secuelas importantes y precoces de La Diana de Montemayor fueron los Ocho
libros de la parte segunda de la Diana de Alonso Pérez (Valencia, 1563) y la Primera parte
de la Diana enamorada. Cinco libros que prosiguen los siete de la Diana de Jorge de
Montemayor de Gil Polo (Valencia, 1564). Posterior es La Diana de Montemayor nueva-
mente compuesta por Jerónimo de Tejeda (París, 1627).
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En cuanto a su argumento, La Diana cuenta la historia del pastor Sireno, el cual se entera
de que a su amada Diana la han casado con Delio. Este relato se entrecruza con el de
otros pastores, componiendo un mosaico de varias escenas amorosas: la de la pastora
Selvagia que ama a Alanio, quien prefiere a Ismenia; la de Felismena que busca a su
amado don Felis, quien la ha olvidado por Celia; y la de Belisa, que llora la muerte de
Arsileo. Todos parten hacia el palacio de la maga Felicia con la intención de que esta les
ayude a solucionar sus problemas amorosos. La sabia, mediante la palabra o con filtros
mágicos, pone solución a estos problemas, mientras que otros se resolverán por sí solos.
Sin embargo, el problema de Diana quedará sin resolver.
Como puede observarse fácilmente, esta trama argumental puede agruparse en un pri-
mer bloque (libros I-III) en el que se plantean los distintos problemas amorosos, un se-
gundo bloque (libro IV) en el que los protagonistas visitan el palacio de la sabia Felicia,
y el tercer y último bloque (libros V-VII) en el que se da solución a alguno de estos con-
flictos.
Por último, es digno de destacar cómo, a pesar de que muchos libros pastoriles tienen
títulos en los que aparece únicamente el nombre de una pastora o pastor (La Diana, La
Galatea, La constante Amarilis, El pastor de Iberia), lo cierto es que los argumentos de
estas obras suelen ser múltiples: son varios los casos amorosos que se plantean y entre-
lazan para mantener el interés del lector. En la misma Diana se dan cita más de cuarenta
personajes cuyos nombres (Sireno, Silvano, Montano, Rosina, etcétera) nos introducen
de lleno en el particular mundo de los pastores literarios.
Los libros de pastores son obras de ficción que tienen como protagonistas a pastores
que pasan el tiempo lamentando sus amores al son de instrumentos musicales y olvida-
dos del cuidado del ganado. Estos pastores por naturaleza se comportan como filósofos,
poetas y músicos, y aman aunque no sean correspondidos, pues según la doctrina neo-
platónica, es más importante amar que la consecución de la mujer amada, aunque ello
conlleve sufrimiento. De hecho, según afirmaciones contenidas en la Diana de Jorge de
Montemayor y basadas en los Diálogos de amor de León Hebreo, los que más sufren son
los mejores.
Así pues, el principal sentimiento que mueve a los pastores en La Diana, como en otras
novelas pastoriles, es el amor, que actúa como desencadenante de las diferentes tramas
y como motor de las acciones y comportamientos de los protagonistas. Estos adoptarán
posturas diversas ante este sentimiento, bien oponiéndose a él, bien por ser sus vícti-
mas, o bien por identificarse como testigos de sus efectos.
En La Diana, los amantes están abocados fatalmente al amor, y aunque no pueden re-
belarse contra él ni contra el sufrimiento que les causa, se someten a él no con resigna-
ción sino con placer, puesto que el dolor ennoblece al amante. Así, la sabia Felicia, a la
que algunos de los protagonistas del relato acuden en busca de ayuda para solventar
sus casos amorosos en el libro IV, en una conversación similar a los diálogos mantenidos
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entre Filón y Sofía en los Diálogos de amor, afirma que aunque este sentimiento nace
de la razón, no se somete a ella.
A mediados del s. XVI aparecieron en las prensas españolas Los siete libros de la Diana
de Jorge de Montemayor, un texto que ofrecía un nuevo planteamiento a los lectores
acostumbrados a los libros de caballerías. Dicha obra es un libro de pastores, esto es,
una obra de ficción que tiene como protagonistas a pastores que pasan el tiempo la-
mentando sus amores al son de instrumentos musicales y olvidados del cuidado del ga-
nado. Estos pastores por naturaleza se comportan como filósofos, poetas y músicos, y
aman aunque no sean correspondidos, pues según la doctrina neoplatónica, es más im-
portante amar que la consecución de la mujer amada, aunque ello conlleve sufrimiento.
De hecho, según afirmaciones contenidas en La Diana de Jorge de Montemayor y basa-
das en los Diálogos de amor de León Hebreo, los que más sufren son los mejores.
El éxito de la Diana y el que no fuese concluida por Montemayor motivó a otros autores
a escribir continuaciones para ofrecer un cierre a las parejas distantes, desenamoradas
o imposibles. Dos secuelas importantes y precoces de La Diana de Montemayor fueron
los Ocho libros de la parte segunda de la Diana de Alonso Pérez (Valencia, 1563) y la
Primera parte de la Diana enamorada. Cinco libros que prosiguen los siete de la Diana
de Jorge de Montemayor de Gil Polo (Valencia, 1564). Posterior es La Diana de Monte-
mayor nuevamente compuesta por Jerónimo de Tejeda (París, 1627).
La primera de ellas, por tanto, fueron los Ocho libros de la parte segunda de la Diana de
Alonso Pérez, un compendio de historias dispares alejadas en ocasiones del mundo pas-
toril en el que no queda nada de idealismo ni de neoplatonismo, aunque ciertamente
fue muy leído en la época.
Más afortunada fue la Primera parte de la Diana enamorada. Cinco libros que prosiguen
los siete de la Diana de Jorge de Montemayor de Gil Polo (Valencia, 1564), no influida
por la anterior dada la proximidad entre sus respectivas fechas de publicación. Esta obra
56
incluye numerosos casos amorosos, para los que el autor toma algunos de los persona-
jes del texto original, incluyendo el de Diana. Pero la intención es diferente a la de la
obra primitiva, más moralizante: como expresa el autor en los paratextos, aquí el obje-
tivo es hablar del amor y sus peligros para prevenir de él a sus lectores. De este modo,
aquí, aunque los pastores van al palacio de Felicia, los conflictos no se resuelven mági-
camente sino mediante el uso de la palabra, y los desenlaces resultan más naturales.
Fue así como Gil Polo consiguió abrir el género a la causalidad y a la verosimilitud, ini-
ciando el camino hacia la novela cervantina. Al igual que en la versión de Alonso Pérez,
la concepción del amor no es neoplatónica como en la Diana original, sino que se basa
en Gli Asolani de Pietro Bembo, sosteniendo que la pasión debe guiarse por la razón.
Definir la novela morisca como género narrativo narrativo con derecho propio resulta
complicado, dada su escasez y disparidad. El Abencerraje (1561) y el Ozmín y Daraja
(1599) presentan rasgos temáticos y formales similares; las del autor murciano Ginés
Pérez de Hita —la Primera y la Segunda parte de las guerras civiles de Granada (1595 y
1619, respectivamente)— coinciden en el motivo del moro idealizado, si bien su trata-
miento formal es diferente.
María Soledad Carrasco Urgoiti, tal vez la mayor autoridad en el tema, señala que ya a
finales del s. XV surgen los romances fronterizos, cantares de tono épico que narran los
hechos de la frontera de Granada. Los que han llegado a nuestros días no recogen gran-
des hechos de guerra, sino incidentes que se narran desde la perspectiva de los musul-
manes derrotados, de ahí que se ponga el acento en sus expresiones de ira y dolor, en
la belleza de sus ciudades, en su música o en el lujo colorista que supuestamente carac-
terizaba su vida cotidiana. Romances como el de «Abenámar» o los de la pérdida de
Antequera o Alhama preludian en cierto modo lo que un siglo después continuará el
romancero nuevo. Las prohibiciones a que se vieron sometidos los musulmanes derro-
tados provocaron tensiones que culminaron con un levantamiento en las Alpujarras, y
finalmente su derrota y expulsión de Granada en 1569.
57
En medio de este ambiente hostil surge el Abencerraje, considerada la primera novela
morisca, cuyo éxito marcará algunos de los rasgos característicos que seguirá después
este tipo de obras. Para empezar, se trata de obras generalmente breves que no suelen
publicarse exentas —una excepción la constituyen las obras citadas de Pérez de Hita, no
obstante conformadas por una sucesión de relatos breves e independientes que enlazan
con la intriga amorosa por la condición musulmana de sus protagonistas—. Además,
estas obras tienen la pretensión de reflejar una realidad histórica, lo que proporciona
un marco inagotable al que referir las aventuras de los personajes, supeditadas a unos
conflictos reales que les condicionan obligándoles a actuar de una determinada forma.
Temporalmente, suelen ambientarse en un pasado cercano anterior a 1492. El espacio
también resulta realista: suelen situarse en una amplia Andalucía o en lugares más cer-
canos a Granada; los espacios locales se idealizan y tienden a describirse con una belleza
exótica. Los elementos presuntamente realistas se combinan con otros procedentes de
la tradición literaria predominante; de ahí que se encuentren referencias a la antigüedad
clásica y a los valores morales propios del cristianismo. Los protagonistas, siempre idea-
lizados, pertenecen a la alta nobleza granadina y comparten los ideales caballerescos de
la España renacentista; de este modo, el relato se desarrolla en el eje amor-aventuras
tan frecuente en la ficción de la época. Por último, en estas obras suele existir una fina-
lidad ejemplarizante más o menos manifiesta.
Como señala Miguel Ángel Tejeiro Fuentes, esta visión idealizada del mundo musulmán
no permite la penetración en la realidad social y personal de estos personajes, puesto
que los receptores de estos relatos no son árabes, sino cristianos comprometidos en la
búsqueda de una solución al problema de la convivencia y neocristianos alertados por
el rumbo de los acontecimientos. Esta idealización chocaba con la realidad, que se im-
ponía drásticamente: la obligada superioridad cristiana y el triunfo de su modelo vital.
La primera versión se denomina versión «cronística», por estar incluida en una crónica
titulada Parte de la corónica del ínclito infante de Fernando que ganó a Antequera, la
cual se conoce a través de dos ediciones similares: una primera, impresa en Toledo en
1561; y otra posterior. Aunque no se identifica al autor, se establece que la fuente del
relato es tradicional. La dedicatoria a Jerónimo Jiménez Dembún, noble aragonés que
durante los conflictos de hacia 1560 defendió a los moriscos aragoneses y promovió un
sistema para favorecer la convivencia entre estos y los cristianos, es significativa, pues
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en tal contexto cobra sentido la publicación de una obra presentada como una crónica,
es decir, como una historia verdadera —aspecto confirmado por la precisión geográfica
y las genealogías reconocibles—. La versión primitiva se mezcló con elementos caballe-
rescos y pastoriles tan del gusto de la época, atendiendo a las implicaciones del código
del honor y promoviendo un acercamiento liberal a las relaciones entre ambas culturas.
Los valores de la tolerancia, la ejemplaridad y la lealtad que comparten ambos bandos
en la obra tienen una función moralizante, pues muestra el camino de la convivencia y
la dignificación del bando vencido.
El año 1554 aparecían en Alcalá, Burgo y Amberes, las tres primeras ediciones
impresas que se conservan del Lazarillo. Pero…¿cuál de las tres es la editio prínceps?
Francisco Rico y Alberto Blecua sostienen que la edición prínceps ha de situarse en
torno a 1552. Se confiere mayor fiabilidad crítica a la edición de Burgos pues tendría
vinculación textual directa con una edición hipotética (X) y, las otras dos, dependerían
de esa misma edición per a través de otra edición intermedia.
Por su parte, Caso González señaló el carácter tradicional que hubo de tener la obra en
una primera fase de su evolución, pues, las versiones de 1554 estarían precedidas no
solo de ediciones perdidas, sino también de una fase previa manuscrita. El problema
de la autoría fue a la par que el tema de la génesis. Las características de la obra exigen
un autor humanista. Hay muchos autores cuya obra reúne las características de este
tipo de obra. A pesar de los argumentos que avalan cada una de estas hipótesis,
podemos considerar la novela como anónima.
El tema religioso y el tema de la honra son los núcleos ideológicos que subyacen en la
novela. El concepto de honra está en íntima relación con lo económico. La honra no es
para Lázaro otra cosa que el provecho. Su proceso educativo le orientó hacia este tipo
de honra que le mueve a justificar su caso por el que comparte a su esposa con el
clérigo, ya que de esa relación él obtiene un provecho. Él ha renunciado a la honra
como opinión pública.
El problema de las fuentes de la obra a la deuda con los relatos de la tradición popular.
Se ha conseguido establecer conexiones de distintos aspectos de la obra con la
tradición popular. Por ejemplo, el tratado sobre el ciego parece tener ciertas analogías
con el cuento francés Le garçon et l’aveugle. La gran calabazada de Lázaro con el toro
de piedra es elemento folclórico en varios lugares. El fingido milagro de las bulas
parece tener su paralelo en Il novellino de Masuccio Guardati. El propio Lazarillo, como
mozo de ciego, pertenece, igualmente, a una tradición popular.
Francisco Rico distingue distintos niveles de significación en los personajes del Lazarillo.
El primer nivel sería retratar a un hombre en su singularidad: Lázaro. El segundo
nivel sería el genérico en que no se les designa un nombre propio: buldero, ciego,
hidalgo… También destacan los críticos que buscan claves simbólicas dando a
ciertos vocablos una significación connotativa de naturaleza erótico-simbólica.
caballerías. El Quijote
Desde un punto de vista ideológico y estético, los libros de caballerías tienen su origen
en la literatura de la Edad Media, particularmente en la leyenda artúrica, que comienza
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su desarrollo a partir del s. XII, inicialmente con textos latinos y después con obras en
lengua romance originadas en Francia. El éxito de estos libros permitió una amplia
difusión de los mismos por toda Europa, y a una serie abundante de traducciones y con-
tinuaciones que en cada país adoptaron características propias. Al nuestro llegaron en
el s. XIII, y antes de 1350 un autor anónimo escribió la obra maestra del género: el Ama-
dís de Gaula, ampliamente influido por la historia de Lanzarote y por otras corrientes de
la literatura medieval.
Del Amadís Primitivo solo nos quedan unos fragmentos de principios del s. XIV, por lo
que, para conocer sus características, es preciso recurrir a las citas de otros autores me-
dievales y a la refundición realizada por Garci Rodríguez de Montalvo a finales de la cen-
turia siguiente. Partiendo de estos datos, la crítica ha podido establecer que el Amadís
primitivo constaba de tres libros, que en él Amadís moría en combate contra su hijo
Eplandián y su amada Oriana se suicidaba —la muerte del padre era un motivo ya exis-
tente en el foclore: en la Vulgata, Mordret, hijo bastardo de Arturo, asesina a su padre;
y según la leyenda de Troya, Ulises también muere a manos de su hijo—, y que el amor
constituye un rasgo definitorio de los protagonistas, yendo más allá de la muerte y con-
virtiéndose en eje temático fundamental en la obra.
A finales del s. XV, Rodríguez de Montalvo, corregidor de Medina del Campo, toma la
obra que circulaba en forma manuscrita y la versiona para la imprenta, acomodando
lingüística y temáticamente el contenido del libro de forma muy acertada desde el punto
de vista ideológico y argumental, ya que logró convertir al héroe medieval en un caba-
llero plenamente renacentista. El cambio más evidente radica en la división en cuatro
libros y en la adición de un quinto libro, Las sergas de Esplandián, dedicado en exclusiva
a este personaje, el hijo de Amadís.
La estructuración del Amadís de Gaula, obra cumbre del género caballeresco en nuestro
país, originalmente escrita en el s. XIV y refundida a finales de la centuria siguiente por
Garci Rodríguez de Montalvo, se convirtió en modélica para el resto de obras caballe-
rescas que se escribieron a lo largo del s. XVI. En este libro, junto al protagonista, parti-
cipan otros muchos caballeros y personajes con sus propias peripecias y amores. Es ob-
vio que una materia de este tipo, con su extenso desarrollo narrativo, exige unas técni-
cas de organización del contenido adecuadas.
Uno de los recursos estructuradores del discurso más destacados en los libros de caba-
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llerías es el uso de clímax y anticlímax (o cumbre-abismo): en cada libro del Amadís, el
relato se inicia con un conflicto de índole amorosa, política o familiar, que se resuelve
tras innumerables aventuras. Pero cuando se alcanza el desenlace feliz, surgen nuevos
problemas para el héroe que obligan así a continuar la narración. Llevado al extremo,
este procedimiento puede convertirse en interminable, originando una sucesión de
aventuras sin fin.
Además, las aventuras de cada uno de los caballeros son diferentes y están sometidas a
un fuerte proceso de jerarquización, de modo que se establecen diferencias entre ellas
y entre el lugar que cada caballero ocupa en la jerarquía de valor establecida en la obra.
Por supuesto, entre todos, el caballero más importante es el protagonista —en este
caso, Amadís—.
Por último, la técnica del entrelazamiento consiste en relatar dos o más aventuras que
ocurren simultáneamente pero separadas en el espacio. Esto puede buscarse adrede
para generar variación y tensiones, para lo cual el autor emplea fórmulas que sirven al
lector para entender que ha ocurrido un cambio a otro espacio, tiempo y personaje.
También puede emplearse la estructura en sarta, según la cual una aventura sigue a
otra, cuando hay un solo caballero; o en bloques compactos, dedicados cada uno a un
caballero, cuando son varios.
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3. Éxito y evolución de los libros de caballerías durante el siglo XVI
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El éxito lector del Amadís de Gaula, escrito originalmente por un autor anónimo en el s.
XIV y refundido por Garci Rodríguez de Montalvo para la imprenta a finales de la centuria
siguiente, dio lugar a una eclosión del género caballeresco que un siglo después denun-
ciaría Cervantes en el Quijote. El recurso de la alternancia clímax-anticlímax (o cumbre-
abismo), según el cual se introducían en el desenlace feliz de un conflicto ya resuelto,
elementos accidentales que creaban nuevos conflictos, podía generar historias sin fin si
no se detenía en algún momento, y de hecho lo hizo. El primer autor en aprovechar al
máximo este recurso fue el propio Rodríguez de Montalvo en el quinto libro de su Ama-
dís, titulado Las Sergas de Esplandián, añadido precisamente para narrar las aventuras
del hijo de Amadís. Pronto surgieron nuevas sagas, entre las que destaca la de los pal-
merines, iniciado con el Palmerín de Olivia (1511) y continuado en el Primaleón (1512)
y el Platir (1533).
Se ha especulado mucho acerca de las obras literarias y las realidades que pudieron ser-
vir de inspiración a Cervantes para crear al famoso personaje del Quijote y para compo-
ner su gran novela. Hoy en día parece bastante aceptado que la primera concepción del
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relato quijotesco formaba parte de la serie de novelas cortas que Cervantes escribió a
finales del s. XVI y principios del XVII. La figura del hidalgo manchego habría sido conce-
bida como el protagonista de un breve relato que se correspondería con su primera sa-
lida (capítulos I-V). Pero en este punto Cervantes aprovechó la oportunidad de añadir el
famoso escrutinio de libros (capítulo VI) que ya tenía preparado, de crear la figura de
Sancho Panza (capítulo VII) y de lanzar a ambos personajes hacia una segunda serie de
aventuras. En este cambio de formato, en este ensanchamiento de la novela, muy pro-
bablemente influyó el éxito que había cosechado Mateo Alemán con su Primera parte
del Guzmán de Alfarache (1599). El autor sevillano era conocido y amigo de Cervantes y
este pudo entonces darse cuenta de que existía un público deseoso de este tipo de re-
latos extensos, lo que le empujó a continuar la narración introduciendo a sancho y ex-
cediendo los límites de la novella italiana. De este modo, de acuerdo con el modelo pi-
caresco establecido por Mateo Alemán, Cervantes convirtió al protagonista y a su escu-
dero en el lazo de unión de las diversas aventuras que se van sucediendo.
Como parodia de las novelas de caballerías que es el Quijote, es indudable que estas
fueron su principal fuente de inspiración, especialmente Amadís de Gaula, Tirante el
Blanco, Amadís de Grecia, etcétera. Menéndez Pidal hacia 1920 estudió otras posibles
influencias literarias, tales como los poemas caballerescos del Renacimiento italiano, en
especial el Orlando furioso de Ariosto o una novela de Franco Sachetti en la que se narra
la historia de un viejo artesano que decide imitar la vida y el comportamiento de los
caballeros. Pero quizá sea más directa a influencia del Entremés de los romances, publi-
cado en 1612 pero escrito aproximadamente veinte años antes. En él se presenta e Bar-
tolo, un rústico enloquecido por la lectura del romancero que decide imitar a sus héroes
literarios y salir a deshacer entuertos, acabando, como el Quijote, apaleado y maltrecho.
Así, en resumen, en la génesis del Quijote se combinaron la parodia de los libros de ca-
ballerías y la sátira contra el romancero nuevo y su principal representante, Lope de
Vega.
A pesar del gran éxito cosechado por la primera parte del Quijote (1605) —demostrada
por las múltiples ediciones que se imprimieron en los años siguientes en Madrid, Lisboa,
Valencia, Bruselas y Milán, así como por las traducciones al inglés, francés e italiano—,
Cervantes tardó diez años en sacar a la luz su continuación. Este hecho es difícil de
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explicar, sobre todo si tenemos en cuenta la situación de necesidad económica por la
que atravesaba el autor en ese momento. Quizá temía no ser capaz de escribir una obra
merecedora de la misma atención por parte del público que la que había logrado con la
primera parte. Entre tanto, había publicado las Novelas ejemplares (1613) y el Viaje del
Parnaso (1614). En el prólogo de las Ejemplares ya se anuncia la aparición del Persiles y
Segismunda (1617) y de la segunda parte del Quijote.
El éxito de ventas obtenido por las Novelas ejemplares y la aparición de una segunda
parte apócrifa del Quijote escrita por Alonso Fernández de Avellaneda en el verano de
1614, en la que se atacaba a Cervantes y se elogiaba a Lope de Vega, pudieron actuar
como acicates para nuestro autor, que remató su obra a principios de 1615, encontrán-
dose ya impresa en octubre de ese año con el título Segunda parte del ingenioso caba-
llero don Quijote de la Mancha por Miguel de Cervantes, autor de su primera parte. Lo
más llamativo de este largo proceso de redacción es la incidencia del Quijote apócrifo
en la conformación de la trama novelesca: la primera alusión a la obra de Avellaneda
aparece en el capítulo LIX, cuando el protagonista y su escudero oyen a dos caballeros
hablar de la nueva publicación; el hidalgo, que se dirigía a competir en unas justas en la
ciudad de Zaragoza, abandona ese propósito para ir rumbo a Barcelona a dejar por men-
tirosa la historia apócrifa. Más adelante se encontrará con don Álvaro de Tarfe, uno de
los personajes principales de la novela de Avellaneda, y le obligará a declarar que él, el
auténtico don Quijote, no se corresponde con el personaje creado por el falsario.
Se ha especulado con las posibilidades de que Cervantes conociera el texto apócrifo an-
tes de su impresión y de que insertara en los capítulos ya redactados nuevos episodios
a modo de imitación y réplica de otros imitados por Avellaneda. Esto es bien posible, ya
que en el capítulo XXVI correspondiente a la narración del retablo de maese Pedro se
parodia la representación de una obra de Lope de Vega según aparecía en la obra espú-
rea.
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La segunda parte de la obra cervantina tuvo una acogida algo más tibia que la de la
primera. Sin embargo, actualmente se considera que la continuación está mejor trabada
que la primera parte, ya que no presenta los descuidos ni los excursos abusivos de esta,
sino que se esfuerza por mantener e intensificar el juego con la imaginación y la credu-
lidad del lector, y demuestra un manejo sorprendente, fácil y gracioso de la presencia
de la literatura dentro del relato. Así, la segunda parte continúa, depurándolas e inten-
sificándolas, las geniales intuiciones del texto de 1605.
El relato quijotesco se inicia a través de un narrador que habla en una tercera persona
próxima a la omnisciencia, y que puede identificarse con el autor. Así es como se dan a
conocer múltiples aspectos de la vida del ingenioso hidalgo, sin embargo, el narrador
ignora algunos detalles de gran importancia, empezando por el mismo nombre del pro-
tagonista, y se remite a fuentes de información imprecisas. Estas incertidumbres se re-
piten a lo largo del relato y contribuyen a dar la impresión de que la historia se va cons-
truyendo ante los ojos del lector, a través de documentos y suposiciones poco fiables:
en primer lugar se alude a unos ignotos Anales de la Mancha, pero en seguida se men-
ciona el hallazgo casual de unos cartapacios escritos en árabe por Cide Hamete Benen-
geli, que el autor último se habría limitado a traducir. Pero lo cierto es que con frecuen-
cia reaparecen los comentarios del narrador inicial, que llega a dudar de las afirmaciones
del Cide Hamete, el cual, a su vez, también desconfía en ocasiones de sus fuentes.
Este juego sirve a Cervantes para parodiar los recursos habituales de los libros de caba-
llerías, textos presentados con frecuencia como hallados en viejos manuscritos o tradu-
cidos de lenguas exóticas. Tales dudas y titubeos confieren al conjunto un aire irónico,
que se enriquece y complica aún más cuando, en la segunda parte, los mismos persona-
jes manifiestan conocer el libro de 1605 y discuten o corroboran lo que en él se relata.
Estas sutilezas contrastan con el aparente descuido con que se construye el relato, re-
pleto de errores de construcción mecánicos, como el famoso robo del asno —al que se
alude, sin que llegue nunca a narrarse— o los múltiples olvidos y confusiones. Muchos
de estos errores pueden responderá a una redacción precipitada y a una limpia poco
cuidadosa, pero lo cierto es que Cervantes supo aprovecharlos para contribuir a la am-
bigüedad del relato. Así, a la mujer de Sancho Panza se le llama Mari (I, VII), Juana (I, LII),
Teresa Panza y Teresa Cascajo (II, V). Esta confusión permite a Cervantes criticar cínica-
mente, empleando la voz de Sancho Panza, los supuestos errores de la versión apócrifa
de Avellaneda (1614).
Este narrador que comete errores y los corrige, que permite discusiones y refutaciones
por parte de los personajes a lo que él mismo ha publicado, permite establecer un juego
de voces y planos narrativos con el lector, al que oculta datos llevándolo a ciegas a través
de episodios maravillosos e incomprensibles. Un ejemplo lo constituye la aventura del
batán (I, XX), en la que el lector siente al principio, del mismo modo que los personajes,
la angustia y la incertidumbre de oír golpes que se producen en medio de la noche. No
es hasta el final del capítulo, con el amanecer, cuando se descubre la causa natural del
ruido que había espantado a los protagonistas. Esta misma técnica de suspense y
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ocultamiento se encuentra de nuevo en la sorprendente aparición de otro caballero an-
dante en el bosque (II, XII-XV) y en la playa de Barcelona (II, LIV-LV).
De modo directo y rápido resume Cervantes en las primeras páginas del Quijote el pro-
ceso que desemboca en la creación del protagonista de su magna novela. Se trata de un
hidalgo manchego, cincuentón y pacífico que ha pasado ocioso toda la vida y encuentra
en los libros de caballerías un mundo de acción y fantasía subyugantes. Es así como de-
cide armarse caballero andante y actuar como tal.
La locura se constituye así como requisito indispensable para conseguir la ruptura con
el mundo anodino e irrelevante en el que se ha movido hasta entonces y lanzarse a un
jugo apasionante y disparatado. Esta locura es vista por los contemporáneos de don
Quijote como un recurso cómico que les permitía situarse en un plano de superioridad
con respecto a él, muy de acuerdo con la doctrina clásica.
En la segunda parte del libro las cosas se complican aún más, ya que varios personajes
conocen la naturaleza de la locura de don Quijote y emplean ese conocimiento para
controlarlo y para burlarse de él. De este modo, Sancho Panza le presenta a su amo una
aldeana mal parecida y la hace pasar por Dulcinea, que existe únicamente en la imagi-
nación fantasiosa de este (II, X). El hidalgo, aunque ve la realidad, se ve sobrepasado por
su propia trampa, de modo que no puede desdecirse sin terminar con el juego que tan
trabajosamente ha elaborado desde el inicio de la novela. Es por eso que opta por
echarle la culpa a un maligno encantador que supuestamente lo está persiguiendo y que
es la causa de la alteración en su visión de la realidad. Mención aparte merece el perso-
naje de Sansón Carrasco, quien se disfraza en dos ocasiones de caballero andante en un
intento por curar a su paisano de la locura que padece: el lector vive con la misma sor-
presa que el protagonista cuando en medio de la noche se escucha la voz de otro caba-
llero quejoso de sus cuitas amorosas y dispuesto a batirse en duelo por defender la pri-
macía de la hermosura de su amada (II, XII). De modo similar, los duques organizan la
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estancia de don Quijote en su palacio según los principios que rigen su locura, hasta que
llegan a convencerlo íntimamente de la realidad de su juego.
Don Quijote va convirtiéndose poco a poco en un carácter cada vez más complejo y ve-
rosímil: su locura da paso a la lucidez cuando se trata de cuestiones alejadas del mundo
caballeresco, como ocurre en el episodio del Caballero del Verde Gabán (II, XVII). A ello
se añade la nobleza, altura de miras y entrañable bondad del caballero, referidas por él
mismo y por su escudero en varias ocasiones a lo largo del relato, virtudes todas ellas
que salvan al hidalgo de la pura comicidad y lo elevan a un universo humorístico mucho
más complejo y ambiguo.
8. La caracterización de Sancho
Cervantes se dio cuenta desde el primer momento de que don Quijote no resultaba su-
ficiente para nutrir una narración tan extensa y de vuelos tan altos, de ahí que revistiera
de tanta importancia al personaje del escudero, como expresa en el prólogo al lector.
Efectivamente, con la incorporación de Sancho Panza la novela crece y se enriquece en
amenidad, complejidad e ironía.
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los episodios de los molinos de viento o de los rebaños— o con su interés personal. Así,
a la visión ascética de la vida propia de don Quijote, se contrapone el carácter de Sancho,
comodón y hedonista, que lo mueven a rebelarse contra el sufrimiento y a renegar de
las caballerías y del momento en que decidió acompañar a su amo cuando las cosas le
vienen mal dadas. Este aspecto remarca lo absurdo y contradictorio de la decisión de
Sancho de acompañar a don Quijote.
Los personajes secundarios del Quijote —es decir, excluyendo al propio don Quijote ya
Sancho Panza— quedan en un segundo plano, pero la mayoría de ellos están excepcio-
nalmente bien caracterizados. Sin embargo, encontramos gradaciones entre las criatu-
ras que aparecen en la obra, de modo que las más reales y consistentes son las que
aparecen más cercanas a los protagonistas en el desarrollo argumental: ambos perso-
najes parecen irradiar un halo de vitalidad que aporta sentido a los demás seres de la
novela. Por el contrario, los personajes que se alejan más de esta caracterización realista
—los personajes paralelos a la historia central— son planos y esquemáticos, y tienden a
presentar una perfección y una idealización prácticamente inhumanas, como ocurre en
los libros de pastores o de la novella al gusto italiano; así, todas las damas de la obra son
un dechado de virtudes externas (belleza) e internas (discreción) tan extremadas que
resultan inverosímiles.
Los personajes más interesantes de la novela cervantina son, por tanto, los paisanos de
don Quijote y Sancho, cuya intervención, aunque reducida, permite dibujar un carácter
enérgico a través de rápidos y certeros trazos. Sanchica, el ama y la sobrina o el cura y
el barbero presentan entidad propia y muestran en ellos mismos idénticas obsesiones,
manías e intereses que reconocemos en las personas reales. Mención aparte merece el
caso de Sansón Carrasco, el estudiante socarrón cuya actitud oscila entre la burla, la
piedad y la búsqueda de venganza.
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El Quijote constituye un amplio muestrario de figuras, lo que lo convierte en una obra
coral en la que se suceden, como en sarta, venteros, arrieros, pastores, cuadrilleros,
galeotes, viajeros, moriscos, bandoleros, caballeros, nobles, criados y un largo etcétera.
Para cada uno de ellos, el autor elige atinadamente los detalles más significativos, y con-
sigue de este modo trazar un retrato muy completo de la España de su época, vista
desde una perspectiva socarrona y objetiva, simpática, comprensiva, irónica y siempre
humorística.
Sin embargo, ya Borges en 1960 señaló una diferencia importante entre los narradores
del s. XIX y la de Cervantes, y es que los primeros novelaron la realidad por juzgarla
poética, mientras que para el segundo lo real y lo poético son conceptos antitéticos: en
el Quijote lo real se usa precisamente como contrapunto de lo literario.
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ambientar la acción se relaciona con la teoría de los humores, según la cual se vincularía
el carácter fantasioso y tendente a la locura del protagonista con el calor y la sequedad.
También se ha relacionado con una posible intención por parte del autor de acabar con
el mito literario de la eterna primavera como marco de novelas, dramas y poemas.
La primera salida de don Quijote se produce en una mañana de julio de un año anterior
pero próximo a 1605; el regreso tiene lugar unos cuarenta días después. La tercera salida
(II, I) ocurre un mes después, con lo que debería situarse en otoño, pero de nuevo se
ambienta en verano. La pareja protagonista llega quince o veinte días después al castillo
de los duques, donde nombran gobernador a Sancho, que dirige una carta a su mujer
fechada de nuevo en julio de 1614: la acción ha saltado de repente nueve o diez años,
quizá por descuido, no sabemos si intencionado o no, del autor. Ambos personajes con-
tinúan después su camino hacia Barcelona, adonde llegan la víspera de San Juan: ahora
el tiempo literario ha retrocedido, lo que contradice una de las pocas cosas de las que
podemos estar seguros en la vida, a saber, que el tiempo no retrocede ni tropieza.
Quizá Cervantes contara con la limitada memoria de los lectores, y quizá también influyó
esta limitación en su propia memoria. En efecto, el olvido actúa de un modo importante
en nuestra vida y hace lo propio en la ficción literaria: en el Quijote, Cervantes demostró
un sabio manejo de estos elementos, aun cuando en ocasiones pueda resultar involun-
tario.
El Quijote es una narración paródica, pero al tiempo presenta ciertos rasgos de emoción
y suspense propios de las novelas de aventuras. Ello crea un rico contraste entre la reali-
dad vulgar y el sorprendente mundo fantástico que sostiene a lo largo de muchos pasa-
jes. Todos estos juegos se manifiestan en una narración que resulta clara, sencilla y ac-
cesible, características que hicieron que la obra gozara de una extraordinaria populari-
dad. A ello contribuyó indudablemente la comicidad que impregna la obra y que va cam-
biando significativamente conforme se desarrolla la narración: si al principio nos reímos
de don Quijote con la superioridad que siente el cuerdo ante el loco, según avanza el
hilo del relato, abandonamos esa posición y pasamos a encariñarnos con los
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protagonistas; ya no nos burlamos de ellos, sino de nosotros mismos, porque nos damos
cuenta de que los personajes están hechos de la misma pasta que nosotros, ridícula y
admirable, imprevisible y contradictoria al mismo tiempo. Y es que el ser humano siem-
pre dudará entre la ilusión y el desengaño, e inventará explicaciones absurdas, para se-
guir tejiendo la trama de la vida, igual que hacen los personajes del Quijote. En definitiva,
en su obra maestra, Cervantes da el paso decisivo hacia el humor, aunando lo hilarante
con la comprensión y la ternura hacia los personajes.
Para su autor, el Quijote fue una creación burlesca y paródica que tiene como principal
objetivo divertir a una amplia diversidad de públicos. Para los lectores contemporáneos,
fue un texto cuya trascendencia radicaba precisamente en esa comicidad protagonizada
por las situaciones y los personajes, si bien es verdad que algunos pasajes concretos
llegaron a interpretarse como una alegoría satírica de la realidad sociopolítica de la
época, como es el caso del episodio de Sancho como gobernador de la ínsula.
Con el paso del tiempo, otras interpretaciones fueron cobrando interés para la crítica, y
así, a finales del s. XVIII y principios del XIX, algunos pensadores del primer romanticismo
alemán creyeron ver en el Quijote una narración tragicómica y simbólica que represen-
taba la historia del fracaso del ideal. En esa línea, don Quijote encarnaría los ideales de
la Humanidad; y Sancho, los del mero materialismo. El resto de personajes y el conjunto
de la narración se convirtieron en símbolo de variadas ideas políticas y sociales.
Otros críticos (Valera, Maeztu, Unamuno, Ortega y Gasset, Américo Castro, etcétera)
han seguido proponiendo interpretaciones diversas, a veces muy contrapuestas e in-
cluso contradictorias entre sí. Incluso en las últimas décadas se ha llegado a interpretar
la obra como trasfiguración de conflictos antropológicos, sociales, políticos y religiosos
del conjunto de la humanidad o de la cultura española. Tal vez convenga no perder de
vista la importancia de lo humorístico en la obra, que fue sin duda el rasgo más valorado
por los lectores de su época.
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