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2 NATURA, ART I SUBJECTE: BREU HISTÒRIA DEL SUBLIM MODERN: Selecció


de textos de Longí, Shaftesbury, Addison, Burke i Kant sobre el sublim

Longí, Sobre el Sublim;


Shaftesbury, Els Moralistes;
J. Addison, Els plaers de la imaginació;
E. Burke, Indagació filosòfica sobre l’origen de les nostres idees sobre el
bell i el sublim,
E. Kant, Crítica del Judici

“LONGINO”, Sobre lo Sublime, Gredos, Madrid, 1996, p. 158-59, 202-203.

«Son, pues, cinco las fuentes, como uno las podría llamar, más
productivas de la grandeza de estilo. Como base común a estas cinco formas
se halla el poder de expresión, sin el que no son absolutamente nada. La pri-
mera y más importante es el talento para concebir grandes pensamientos,
como lo hemos definido en nuestro trabajo sobre Jenofonte. La segunda es la
pasión vehemente y entusiasta. Pero estos dos elementos de lo sublime son, en
la mayoría de los casos, disposiciones innatas; las restantes, por el contrario, son
productos de un arte: cierta clase de formación de figuras (éstas son de dos
clases, figuras de pensamiento y figuras de dicción), y, junto a éstas, la noble
expresión, a la que pertenecen la elección de palabras y la dicción
metafórica y artística. La quinta causa de la grandeza de estilo y que
encierra todas las anteriores, es la composición digna y elevada. Pero vamos a
examinar el contenido de cada una de estas formas, anticipando sólo que de
las cinco hay algunas que Cecilio ha pasado por alto, como por ejemplo la
pasión, Si lo hizo porque le [...] pareció que los dos, lo sublime y lo patético,
son una y la misma cosa, que siempre existen y crecen unidas entre sí, está en
un error; pues existen pasiones que no tienen nada que ver con lo sublime y
que son insignificantes, como los lamentos, las tristezas y los temores; y, a
su vez, hay muchas veces sublimidad sin pasión. […]
De la misma forma en los oradores los encomios, los discursos festivos y los
de exhibición contienen siempre majestad y elevación, pero comúnmente
carecen de pasión, por lo que los oradores apasionados rara vez son
buenos en el encomio y los expertos en el encomio, a su vez, no suelen ser
apasionados. Y si Cecilio, además, no pensó en que la pasión en modo
alguno pudiera contribuir a veces [a] lo sublime y por ello no creyó que
fuera digna de mención, estaba de nuevo en un grave error. Yo me
atrevería a asegurar, sin temor alguno, que nada hay tan sublime como
una pasión noble, en el momento oportuno, que respira entusiasmo como
consecuencia de una locura y una inspiración especiales y que convierte
a las palabras en algo divino.
[...]
¿Qué vieron, entonces, aquellos espíritus divinos, que buscando lo más
excelso en el arte de escribir, despreciaron la exactitud en el detalle? Ellos
vieron, además de otras muchas cosas, esto: que la naturaleza no ha
elegido al hombre para un género de vida bajo e innoble, sino que
introduciéndonos en la vida y en el universo entero como en un gran festival,
para que seamos espectadores de todas sus pruebas y ardientes competi-
dores, hizo nacer en nuestras almas desde un principio un amor invencible
por lo que es siempre grande y, en relación con nosotros, sobrenatural. Por

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esto, para el ímpetu de la contemplación y del pensamiento humano no es
suficiente el universo entero, sino que con harta frecuencia nuestros
pensamientos abandonan las fronteras del mundo que los rodea y, si uno
pudiera mirar en derredor la vida y ver cuan gran participación tiene en
todo lo extraordinario, lo grande y lo bello, sabría, en seguida, para qué
hemos nacido. De aquí que nosotros, llevados de un instinto natural, no
admiramos, por Zeus, los pequeños arroyos, aunque sean transparentes y úti-
les, sino el Nilo, el Danubio, el Rin y, mucho más, el Océano; ni esta pequeña
llama encendida aquí por nosotros nos sorprende más, porque conserva su
luz pura, que los cuerpos celestes, aunque muchas veces se obscurezcan. Ni
pensamos que haya algo más digno de admiración que los cráteres del Etna,
cuyas erupciones lanzan desde su abismo piedras y colinas enteras, y a
veces vierten por delante ríos de aquel fuego titánico y espontáneo. De todo
esto podríamos hacer el comentario de 5 que lo que es útil o también
necesario está al alcance del hombre, pero lo extraordinario es lo que
gana siempre su admiración.
Por lo tanto, cuando hablamos de los grandes genios de la literatura, en
los que la grandeza no es incompatible con el provecho y la utilidad,
tenemos que deducir de aquí que los tales genios, aunque están muy lejos
de una perfección sin faltas, sin embargo, sobrepasan todos el nivel
humano. Todas las demás cualidades prueban a aquellos que las poseen
que son hombres. Lo sublime, por el contrario, los eleva cerca de la grandeza
espiritual de la divinidad. »

Anthony Ashley Cooper, SHAFTESBURY (1671-1713), Los Moralistas (1709),


Ediciones Internacionales Universitarias, Barcelona, 1997, Parte 3, Sec. 1, p.
222-23.

«Abandonemos aquí estos monstruos —felices si pudiéramos encerrarlos


aquí— y detestando la horrible y prolífica tierra, volemos a los inmensos
desiertos de estas zonas. Tan horrorosos y horribles como parecen, no carecen
de bellezas peculiares. Lo salvaje agrada. Parecemos vivir solos con la
naturaleza. La vemos en sus descansos más íntimos y la contemplamos con
más deleite en estos yermos originales que en los laberintos artificiales y los
parajes desérticos imitados en los palacios. […]
¡Pero mira! El poderoso Atlas yergue sobre las nubes su orgullosa cabeza
nevada a través de una vasta extensión de cielo ante nosotros. Bajo el pie
de la montaña, la superficie rocosa se eleva hasta las colinas, base
apropiada para la pesada masa que sostiene, donde inmensas
acumulaciones de rocas yacen amontonadas unas sobre otras y parecen
apuntalar la alta bóveda de los cielos. ¡Mira con qué temblorosos pies
recorre la humanidad los estrechos bordes de los profundos precipicios!
Desde ahí miran abajo con vertiginoso horror desconfiando incluso del suelo
que les sostiene mientras oyen el sordo ruido de torrentes subterráneos, y
observan la ruina de las rocas amenazantes, con árboles caídos que cuelgan
por encima de ellos por sus raíces y parecen arrastrar más ruina tras de sí.
Aquí los hombres irreflexivos, al ser medidos con la novedad de tales objetos,
se convierten en reflexivos y contemplan de buena gana los cambios
incesantes de esta superficie de la tierra. […] Pero a mitad de camino de la
montaña, una franja espaciosa de bosque denso hospeda a nuestros
cansados viajeros que llegan ahora a los encumbrados pinos siempre

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verdes, los abetos y los nobles cedros, cuyas elevadas copas parecen in-
terminables en el cielo: bajo ellos el resto de los árboles parecen arbustos.
Y aquí un nuevo horror se apodera de nuestros viajeros al ver menguar el
día por las profundas sombras del inmenso bosque que, cerrándose
tupidamente por encima, difunde por debajo la sombra y la noche
eternas. La luz, débil y lóbrega, parece tan horrible como las sombras mismas,
y la profunda quietud de estos lugares impone silencio a los hombres,
conmovidos por los roncos ecos de todos los sonidos en la inmensa caverna
del bosque. Aquí el espacio asombra. El silencio mismo parece elocuente,
mientras que una fuerza desconocida trabaja en la mente y los borrosos
objetos conmocionan el despierto sentido. Se oyen o imaginan voces
misteriosas y diversas formas de deidad parecen presentarse y se
manifiestan de modo más claro en estos sagrados escenarios silvestres,
similares a aquellos antiguos que dieron origen a los templos y favorecieron
la religión del mundo antiguo. Incluso nosotros mismos, que podemos
alcanzar la Divinidad con toda claridad desde tantos lugares luminosos de la
tierra, preferimos estos sitios más oscuros para desgranar ese misterioso ser
que se muestra mejor a nuestros débiles ojos bajo un velo de nubes.

Entonces se detuvo un rato, y comenzó a mover los ojos que antes


parecían fijos. Miró con más calma, con un semblante abierto y aspecto
descansado, por lo que, y por otros signos, pude descubrir fácilmente que
habíamos llegado al final de nuestras descripciones y que, quisiera o no,
Teocles había decidido despedirse de lo sublime. Se había consumido el
amanecer y la mañana estaba para entonces muy avanzada. »

Joseph ADDISON (1672-1719), “Los Placeres de la imaginación”, The Spectator,


núm 412, junio de 1712, Visor, Madrid, 1991, p. 136-145.
«Capítulo II
[...Divisum sic breve fiet Opus. Mart.]
Consideraré primero aquellos placeres de la imaginación que nos da la vista
presencial y el examen de los objetos exteriores. Yo juzgo que todos ellos
dimanan de la vista de alguna cosa grande, singular o bella. A la verdad en un
objeto puede encontrarse alguna cosa tan terrible y ofensiva, que el horror y
disgusta que excita supere al placer que resulta de su grandeza, novedad o
belleza. Pero aún entonces acompañará a este horror y disgusto una mezcla
de placer proporcionada al grado en que sobresalga y predomine alguna de
estas tres calidades.
Por grandeza no entiendo solamente el tamaño de un objeto peculiar, sino la
anchura de una perspectiva entera considerada como una sola pieza. A esta
clase pertenecen las vistas de un campo abierto, un gran desierto inculto, y las
grandes masas de montañas, riscos, y precipicios elevados, y una vasta
extensión de aguas, en que no nos hace tanta sensación la novedad o la
belleza de estos objetos, como aquella especie de magnificencia que se
descubre en estos portentos de la naturaleza. La imaginación apetece llenarse
de un objeto, y apoderarse de alguna cosa que sea demasiado gruesa para
su capacidad. Caemos en un asombro agradable al ver tales cosas sin
término; y sentimos interiormente una deliciosa inquietud y espanto [cuando
las aprehendemos]. El ánimo del hombre aborrece naturalmente el freno, y

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esta dispuesto imaginarse aprisionado, cuando la vista está contenida dentro
de un corto recinto, y acortada por todas partes por la cercanía de las
paredes o las montañas. Por el contrario un horizonte espacioso lleva consigo
la imagen de la libertad: los ojos tienen campo para espaciarse en la
inmensidad de las vistas, y para perderse en la variedad de objetos que se
presentan por sí mismos a su observación. Tan extensas e ilimitadas vistas son
tan agradables a la imaginación, como lo son al entendimiento las
especulaciones de la eternidad y del infinito. Mas si a esta grandeza se agrega
la belleza o singularidad, como en un Océano alterado, el cielo adornado de
estrellas y meteoros, o un terreno espacioso variado con [bosques, riscos,]
prados y arroyuelos, se aumenta el placer porque se reúnen sus fuentes o
principios.

Edmund BURKE (1729-1797), Indagación filosófica sobre el origen de nuestras


ideas acerca de lo sublime y de lo bello (1757), Tecnos, Madrid, 1987, p. 29, 42-
43, 54.
De lo sublime

Todo lo que resulta adecuado para excitar las ideas de dolor y peligro, es
decir, todo lo que es de algún modo terrible, o se relaciona con objetos terribles,
o actúa de manera análoga al terror, es una fuente de lo sublime; esto es,
produce la emoción más fuerte que la mente es capaz de sentir. Digo la
emoción más fuerte, porque estoy convencido de que las ideas de dolor son
mucho más poderosas que aquéllas que proceden del placer. Sin duda alguna,
los tormentos que tal vez nos veamos obligados a sufrir son mucho mayores por
cuanto a su efecto en el cuerpo y en la mente, que cualquier placer sugerido
por el voluptuoso más experto, o que pueda disfrutar la imaginación más viva y el
cuerpo más sano y de sensibilidad más exquisita. Ahora bien, dudo mucho que no
haya hombres que se pasen la vida con las mayores satisfacciones, aun al precio
de acabar en los tormentos que la justicia infligió en pocas horas al
desgraciado último rey de Francia. Pero, como el dolor es más fuerte al actuar
que el placer, la muerte en general es una idea que nos afecta mucho más que
el dolor; porque hay muy pocos dolores, por exquisitos que sean, que no se pre-
fieran a la muerte. Lo que hace de ordinario que el dolor sea más doloroso, si esto
puede decirse, es que se considera como un emisario del rey de los terrores.
Cuando el peligro o el dolor acosan demasiado, no pueden dar ningún deleite, y
son sencillamente terribles; pero, a ciertas distancias y con ligeras modificaciones,
pueden ser y son deliciosos, como experimentamos todos los días. Procuraré
investigar la causa de esto más adelante.
PARTE II
De la pasión causada por lo sublime

La pasión causada por lo grande y lo sublime en la naturaleza, cuando


aquellas causas operan más poderosamente, es el asombro; y el asombro es
aquel estado del alma, en el que todos sus movimientos se suspenden con cierto
grado de horror. En este caso, la mente está tan llena de su objeto, que no
puede reparar en ninguno más, ni en consecuencia razonar sobre el objeto que
la absorbe. De ahí nace el gran poder de lo sublime, que, lejos de ser producido
por nuestros razonamientos, los anticipa y nos arrebata mediante una fuerza
irresistible. El asombro, como he dicho, es el efecto de lo sublime en su grado más

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alto; los efectos inferiores son admiración, reverencia y respeto.
El temor

No hay pasión que robe tan determinantemente a la mente todo su poder


de actuar y razonar como el miedo. Pues el miedo, al ser una percepción del
dolor o de la muerte, actúa de un modo que parece verdadero dolor. Por
consiguiente, todo lo que es terrible en lo que respecta a la vista, también es
sublime, esté o no la causa del terror dotada de grandes dimensiones o no; es
imposible mirar algo que puede ser peligroso, como insignificante o despreciable.
Hay muchos animales, que, independientemente de su tamaño, son capaces de
producir ideas de lo sublime, porque son considerados como objetos de terror.
Como las serpientes y toda clase de animales venenosos. Y si a las cosas de
grandes dimensiones les anexionamos una idea adventicia de terror, se hacen
mucho más grandes sin comparación. Una gran llanura no es ciertamente una
idea despreciable; la perspectiva de semejante llanura puede ser tan extensa
como una perspectiva del océano: pero, ¿acaso puede aquélla llenar tanto la
mente como el propio océano?

(Causas de lo sublime: la oscuridad, el poder, la privación, la vastedad, la


infinidad, sucesión y uniformidad, magnitud en la construcción, la dificultad, la
magnificencia, la luz, la luz en la construcción, el color considerado como
productor de lo sublime, el sonido y el ruido, la brusquedad, la intermisión, los
gritos de los animales, olores penetrantes y hedores, el tacto y el dolor. )

SECCIÓN VI
La privación

Todas las privaciones generales son grandes, porque todas son terribles; la
Vacuidad, la Oscuridad, la Soledad y el Silencio. Con qué imaginación fogosa,
aunque con qué juicio tan severo, acumuló Virgilio todas estas circunstancias,
allí donde cree que deberían unirse todas las imágenes de una inmensa
dignidad en la boca del infierno, y allí donde, antes de revelar los secretos de
las grandes profundidades, parece apoderarse de él un horror religioso, y que
se retira estupefacto ante la osadía de sus designios:
Dii quibus imperium est animarum, umbraeque silentes!
Et Chaos, et Phlegethon, loca nocte silentia late,
Sit mihi fas audita loqui; sit numine vestro,
Pandere res alta terra et caligine mersas.
Ibant obscuri, sola sub nocte, per umbram,
Perque domos Ditis vacuas, et inania regna1

SECCIÓN VII
La vastedad
La Grandeza de dimensiones es una causa poderosa de lo sublime. Esto es
demasiado evidente, y la observación demasiado común, para necesitar
ilustración: no es tan común considerar de qué manera la grandeza de

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¡Dioses que tenéis el mando de las almas, sombras silenciosas, / Caos y Flegetonte, lugares muy silenciosos de
noche! / ¡Qué me sea lícito contar lo escuchado; que pueda, con vuestro acuerdo, referir los misterios ocultos en la
profunda tierra y las tinieblas! / Marchaban en la oscuridad por la noche solitaria, atravesando la sombra / y las vacías
mansiones y solitarios reinos de Plutón.

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dimensiones, y la vastedad de extensión o cantidad, provoca el efecto más
sorprendente. Pues, ciertamente, hay maneras y modos, por los que la misma
cantidad de extensión producirá efectos mayores de los que se ve que
provoca en otros. La extensión se aplica tanto a la longitud, como a la altura y
a la profundidad. La longitud es la que menos sorprende; cien metros de suelo
nunca provocarán un efecto similar al de una torre de cien metros de alto, o
de una roca o montaña de la misma altura. Tiendo a imaginar que la altura,
por consiguiente, es menos grandiosa que la profundidad; que nos sorprende
más mirar hacia abajo, desde un precipicio, que mirar hacia arriba a un objeto
de la misma altura; aunque de esto no estoy muy seguro. Una perpendicular
tiene más fuerza para formar lo sublime, que un plano inclinado; y los efectos
de una superficie rugosa y quebrada parecen más fuertes que los de una lisa y
pulida. Nos desviaría mucho de lo nuestro entrar aquí en la causa de estas
apariencias; pero, es cierto que éstas procuran un campo amplio y fructífero
para la especulación. Sin embargo, tal vez no sea oportuno agregar a estas
observaciones sobre la magnitud, que, en la medida en que el gran extremo
de la dimensión es sublime, el último extremo de la pequeñez también es en
cierto modo sublime: cuando nos detenemos en la infinita divisibilidad de la
materia, y cuando buscamos la vida animal en seres excesivamente
pequeños, aunque organizados, que escapan a la más minuciosa
investigación de los sentidos; y cuando llevamos nuestros descubrimientos más
lejos, y consideramos aquellas criaturas pertenecientes a grados inferiores, al
igual que la escala de la existencia aún en disminución, en cuyo seguimiento
se pierden la imaginación y los sentidos; nos asombran y confunde los
prodigios de lo diminuto, y no podemos distinguir los efectos de la extrema
pequeñez desde la misma vastedad. Pues, la división tiene que ser infinita al
igual que la adición, porque la idea de una unidad perfecta no se puede
alcanzar mejor que la de un todo completo, al que nada puede añadirse.
SECCIÓN VIII
La infinidad
Otra fuente de lo sublime es la infinidad; si ésta no pertenece más bien a lo
último. La infinidad tiene una tendencia a llenar la mente con aquella especie
de horror delicioso que es el efecto más genuino y la prueba más verdadera
de lo sublime. Pocas son las cosas que puedan convertirse en objeto de
nuestros sentidos, y que realmente son infinitas por su naturaleza. Pero, ya que
nuestros ojos no son capaces de percibir los límites de muchas cosas, éstas
parecen ser infinitas, y producen los mismos efectos que si realmente lo fueran.
Nos engañamos igualmente si las partes de un objeto amplio se prolongan
indefinidamente, de manera que la imaginación no encuentra obstáculo que
pueda impedir que éstas se extiendan a placer.

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Immanuel KANT, Crítica de la facultat de jutjar, Ed. 62, Barcelona, p. 210, 215,
227-28.

LLIBRE SEGON
Analítica del sublim

§ 23. Transició de la facultat d’apreciació del bell cap a la del sublim

[…] El bell de la natura concerneix a la forma de l’objecte, que consisteix en la


limitació d’aquest; contràriament, el sublim es podrà trobar fins i tot en un
objecte sense forma, en tant que la il·limitació serà representada en ell o
gràcies a ell i que, tanmateix, l’objecte serà concebut en la seva totalitat. […]
A. El sublim matemàtic
§ 25. Definició nominal del sublim

Denominem sublim allò que és absolutament gran. […]


Així, la natura és sublim en aquells dels seus fenòmens la intuïció dels quals
comporta la idea de la seva infinitud. Això no pot esdevenir-se d'una altra
manera que per mitja de la inadequació de la imaginació en pretendre
màximament l'avaluació de la magnitud d'un objecte. Ara bé, pel que fa a
l'avaluació matemàtica de les magnituds, la imaginació s'adequa a l'objecte,
amb vista a donar a l'avaluació una mesura suficient, perquè els conceptes
numèrics de l'enteniment poden, per mitja de la progressió, fer que qualsevol
mesura s'adeqüi a qualsevol magnitud. Per tant, ha de ser en l'avaluació
estètica de les magnituds, allà on l’esforç per arribar a la comprensió excedeix
la facultat de la imaginació, on se senti l'aprehensió progressiva per arribar a
comprendre en un tot d’intuïció; i, així, és en l'avaluació estètica que es
percep la inadequació d'aquesta facultat — que no té límit en la progressió —
amb referència a dues coses: copsar, amb el mínim d’esforç per part de
l'enteniment, la mesura fonamental útil per a l'avaluació de les magnituds i
posar-la en ús amb vista a aquesta avaluació. Ara bé, la mesura fonamental
autentica i invariable de la natura és el seu propi tot absolut, que és una
infinitat sintetitzada quan es considera la natura com a fenomen. I, ates que
aquesta mesura fonamental és un concepte contradictori (perquè és
impossible de concebre l'absoluta totalitat d'un progrés sense final), aquella
magnitud d'un objecte natural, respecte a la qual la imaginació aplica
infructuosament tota la seva facultat de síntesi, ha de portar el concepte de la
natura a un substrat suprasensible (que es disposa, alhora, com el fonament
d'ella i de la nostra facultat de pensar) ; aquest substrat és gran més enllà de
tota pauta sensible i, des d'aquesta perspectiva, permet d'apreciar com a
sublim no tant l'objecte com la disposició de l’ànim en avaluar-lo.
En l'apreciació del bell, la facultat de jutjar relaciona la imaginació, en el
seu joc lliure, amb l'enteniment, per concordar amb els seus conceptes en
general (sense que estiguin determinats); d'igual manera, en l'apreciació de
quelcom com a sublim, relaciona la mateixa facultat amb la raó, per
concordar amb les seves idees (sense determinar quines), és a dir, per produir
subjectivament una disposició de l’ànim en conformitat i congruent amb
aquella que efectuaria la influencia de determinades idees (practiques) en el
sentiment.
Des d'aquesta perspectiva, es pot veure que s'ha de buscar la veritable

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sublimitat únicament en l’ànim de l'emissor de judicis, no en l'objecte de la
natura; és gracies a l'apreciació de l'objecte que es produeix aquesta
disposició de l'esperit. Qui voldria designar com a sublim masses muntanyoses
sense cap figura concreta, apilonades l'una sobre l'altra en un desordre
salvatge, amb les seves piràmides de gel, o la mar tètrica i enfuriada, etc.?
Però, en la seva pròpia apreciació, l’ànim se sent elevat quan, en contemplar
aquests elements, sense consideració de la seva forma, s'abandona a la
imaginació i a una raó unida a ella — que procedeix sense cap fi determinat i
només per eixamplar-la — i, tanmateix, constata que tot l'abast de la
imaginació és inadequat a les idees de la raó.

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