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Un mundo en descomposición: sobre

"La mugre" de Diego Rosas W.


Por Jonnathan Opazo
Ocasiones hay en que la información del autor en la solapa funciona como paratexto que,
premeditadamente o no, explica las inclinaciones temáticas o formales de un libro, sea
prosa o poesía. Para el caso de La Mugre de Diego Rosas Wellmann, la biodata sobre su
formación profesional de pre y posgrado –sicólogo y especialista en temas forenses—
resulta de utilidad o al menos de explicación involuntaria de lo que encontraremos en el
volumen publicado por Forja en 2021.
Los ocho relatos diagramados y compaginados en este volumen de poco más de ciento
cuarenta páginas están eslabonados por las pesadillas del mundo profesional de psicólogos
y funcionarios públicos de instituciones encargadas de niñas y niños que, valga la
redundancia, han sido institucionalizados para salvarlos, brevemente y muchas veces con
escaso éxito, de ambientes domésticos complejos, manejados por adultos con una
lamentable retahíla de problemas severos e incurables.
Una elección temática sensible, complejísima, donde la ficción siempre está a un tris de ser
a) excesivamente condescendiente y miserabilista con una clase social desfavorecida que
sólo puede ser retratada en sus pesares e inescapables penurias; puro dolor y calvario; b)
ingenua hasta la chatura, en la medida en que presenta personajes planos, burdos, cuya
única solución posible es ser una caricatura de sí mismos, un neocriollismo de poca monta,
si se quiere; c) ingenuo por las razones correctas: personajes que sólo piensa en clave de
consignas que sí, obvio que estamos de acuerdo, compañero, porque nadie quiere ser un
frívolo de mierda y todos estamos comprometidos con cambiar este mundo; y así con otras
posibles combinatorias.
Rosas Wellmann escoge, entonces, el arte de caminar por la cuerda floja. Los relatos del
libro tienden, a ratos, a inclinarse peligrosamente por la opción a): en la mayoría de los
cuentos nos encontramos con profesionales (X) que asisten a tratar a niños, jóvenes o
familias completas (Y) que han sufrido alguna clase de violencia estructural. Entre más
cruda y profunda esa violencia, más sufre el funcionario, preso, como si fuera poco, de sus
propias miserias emocionales y vitales (pueden ustedes imaginar un gráfico sencillo con sus
respectivos cuadrantes y hacer las correlaciones de rigor).
Sin embargo, el autor de estas narraciones logra, en la mayoría de los casos, encontrar una
vuelta de tuerca que logra darle un nuevo aire a los cuentos sin terminar por transformarse
en un spinoff de Mea Culpa. En “El Evangelio”, por ejemplo, somos testigos del
particularísimo caso de un chico con delirios mesiánicos peligrosos, suerte de Antares de la
Luz en versión working class, sin drogas ni parcelas ni guaguas quemadas. La aparición de
este caso –la causa N-101-2023— coloca en aprietos al protagonista, al punto de hacerlo
dudar de su ateísmo y recuperar una cuota de fe pascaliana ante los abismos de la razón que
el jovencito de marras encarna.
En “Cómo robar películas”, uno de los buenos relatos del volumen, ingresamos a una
pequeña distopía burocrática: para poder ayudar a personas que han sufrido abusos
sexuales, los profesionales de la institución a cargo deben solicitar a las víctimas que les
permitan acceder a sus memorias, cuyas imágenes quedan almacenadas en cintas de VHS.
Rosas Wellmann describe con precisa y aterradora crudeza el ambiente de una oficina
donde casi todos están podridos, quemados, después de ver una y otra vez una serie de
involuntarias películas snuff. Criaturas que sufren la violencia, criaturas que la contemplan
para intentar ayudarlas y terminar con el cerebro y las emociones fritas, fundidas. Hay un
guiño hacia cierta ciencia ficción tecnofóbica y pesimista respecto al futuro posible que los
avances técnicos pueden traer aparejados. En medio de ese trajín con imágenes de altísimo
contenido sexual y violento, el relato avanza hacia lugares tanto más oscuros.
Oscurísimo también es “El destete”, que relata la relación tóxica entre la narradora y
Vicente, un hombrecito altamente dependiente, manipulador hasta la náusea, encantador y
peligroso. Rosas Wellmann, me parece, es muy hábil fraguando personajes
extremadamente perturbados cuyas relaciones sociales están sostenidas en partes iguales
por autodesprecio, la necesidad mamífera de tener atención a toda costa y un entorno social
que naturaliza, por usar una expresión algo incómoda, esos caracteres (Vicente) en
desmedro de otros (la protagonista). De allí el nombre del relato: la personaje, que sufre
dignamente, atrapada como está en una red de indiferencia abrumadora, imagina el fin de
su relación con Vicente, pequeño parásito, como el corte abrupto y necesario de la lactancia
en una guagua.
“La estampida” también funciona como una vuelta de tuerca a una historia que podría haber
terminado en pornomiseria pura y dura. El fresco es sencillo y casi podría constituir el
guion de una película de terror tipo Mother de Darren Aronofsky: un asistente social,
Fabrizio, asiste a casa de una familia para monitorear a padre y madre a fin de convocarlos
al tribunal de familia. El padre, Eleazar, es violento, terco y torpe: un prototipo; la madre,
Eleana –otro prototipo–, resiste con lo que tiene a manos a la tiranía doméstica. Fabrizio, un
triste funcionario, viene a recordarles la audiencia programada. Su asistencia es de suma
importancia. Etc. El autómata de la burocracia judicial, cómo no, otro prototipo, despliega
de manera eficiente su monserga. Luego de un fútil intercambio de palabras entre Eleazar y
Fabrizio, más algunas demostraciones de poder machirulo, Fabrizio se escabulle. Hasta ahí
todo más o menos habitual, todo más o menos acomodado a la norma. Sin embargo, a
medida que avanza el relato, Eleazar nota que la casa comienza a ser invadida por otros
nuevos asistentes sociales de otros juzgados a recordarle otras audiencias pendientes. De
pronto, el centro del relato tiembla y los asistentes sociales parecen una horda de zombies
emanados del mero centro del juzgado de familia. La burocracia como cuento de terror
revisitada. Tanto peor: una burocracia que se supone que debería cuidar a sujetos
desprotegidos transformada en una criatura ominosa.
El resto de los relatos configuran también un mundo en descomposición, vidas quebradas,
personajes cuya psicología está perturbada, sea por su inscripción de clase o por las
miserias propias de la vida del adulto-joven en un mundo laboral que funciona como la
primera línea de un Estado ausente, si podemos plantearlo así. Cuerpos y vidas atravesadas
por una violencia que emerge allí donde se supone que debería estar suprimida: un centro
de atención para víctimas de abuso, una familia, el mundo del trabajo, entre otros. La
Mugre indaga en esas vidas heridas con una inteligencia corrosiva y lúcida. El autor parece
conocer muy bien los materiales que ficciona, al punto de construir etnografías alucinadas
de una realidad que tiene cerca.

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