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La doble vida del vizconde

Secretos de la nobleza 1

Rose Lowell
© Rose Lowell
La doble vida del vizconde
Primera edición: septiembre de 2023

Diseño de portada: Ana Gallego Almodóvar


Corrección y edición: Mareletrum Soluciones Lingüísticas | hola@mareletrum.com

Sello: Independently published


Inscrito en Safe Creative: 2308115022602

Reservados todos los derechos.


«Lo que más ocultas es lo que muestra más de ti…»
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Epílogo
k Prólogo l
Warrington Hall, Norfolk.
Inglaterra, 1822.

REGRESABA de despedirse de Eleanor con el tiempo justo para cambiarse para


la cena. A su padre no le agradaría que se retrasase, sobre todo si era a causa de
Eleanor, la hija de un simple baronet.
Marcus había cedido en muchas ocasiones a las imposiciones de Warrington,
pero en esta ocasión seguiría los dictados de su corazón y al diablo si al
marqués no le agradaba su elección.
Eleanor. Mientras subía las escaleras hacia su alcoba, pensaba en la
muchacha de la que se había enamorado hacía apenas unos meses, después de
haberla conocido toda su vida; de hecho, a su regreso de la universidad le había
fascinado la hermosura de la joven. Con diecisiete años, Eleanor era toda una
belleza: rubia, ojos azules bordeados de largas pestañas muy claras, tez sin
mancha alguna y unos modales impecables; para él era perfecta. Todavía no
había sido presentada y deseaba que ella tuviera sus temporadas mientras él
hacía su Grand Tour. A su regreso, se comprometerían oficialmente. Ella había
aceptado su petición de matrimonio, compromiso que deberían guardar en
secreto hasta que él volviese a Inglaterra. Feliz por haber conseguido la palabra
de ella en matrimonio, se dirigió al encuentro de su padre. ¿Debería decírselo?
Sabía que a Anthony Millard, marqués de Warrington, su relación con Eleanor
no le agradaba. Aspiraba a que la futura marquesa de Warrington fuese alguien
de más alto rango que la señorita Eleanor Clifford, hija de un baronet de la
nobleza local.
No tenía intención de ocultárselo. Él había dado su palabra y ella había
aceptado, con el honor de su heredero en juego, Warrington tendría que
aceptarla.
Cuando llegó al comedor, su padre ya esperaba disfrutando de su oporto. Al
verlo entrar le hizo un gesto indicando si deseaba acompañarlo, Marcus lo
rechazó cortés. Asintiendo, el marqués apuró el contenido de su copa para
ocupar su lugar en la cabecera de la mesa. Marcus se sentó a su derecha.
Casi habían finalizado la cena, conversando sobre su Grand Tour y las
obligaciones que le esperaban a su regreso, cuando decidió sacar el tema que le
tenía algo inquieto.
―Le he pedido a la señorita Clifford que sea mi esposa ―soltó de corrido―.
Haremos oficial el compromiso cuando regrese del continente.
El semblante de Warrington permaneció inexpresivo.
―Conoces mi opinión sobre la señorita Clifford, y aun así…
―La amo, padre. No me importa en absoluto que sea la hija de un baronet.
―Baronet que, si no me equivoco, no nada en la abundancia precisamente
―murmuró con fría suavidad el marqués.
Marcus entrecerró los ojos.
―No toleraré que la insultes, padre. Ella me ama, no por mi rango o riqueza,
sino por mí mismo. Lo ha demostrado.
Warrington enarcó una ceja.
―¿Sí? ¿De qué manera? ―El marqués entendía que su hijo era muy joven,
demasiado para tomar una decisión tan importante. Por muchos escarceos que
hubiese tenido en la universidad, aún era manejable, sobre todo en manos de
alguien tan codicioso como Eleanor Clifford. Marcus había estado fuera, en
Eton, y más tarde en la universidad, pero él había tenido tiempo más que
suficiente para observar a la señorita dechado de perfecciones Clifford.
―No ha puesto reparo alguno en que haga mi viaje, ―«Solo faltaría», pensó
el marqués con sarcasmo―, y ha aceptado, aunque a regañadientes, hacer una
temporada en Londres. Se ha empeñado en que con una bastaría, a pesar de
que estaré fuera al menos dos años.
Warrington se calló lo que pensaba en realidad. Su hijo se marcharía al día
siguiente, y mucho se temía que la señorita Clifford no tendría paciencia para
esperar dos años, mucho menos si acudía al mercado matrimonial londinense.
Pero eso era algo que su hijo debería comprobar por sí mismo.
―¿Te opondrás? ―Estaba diciendo Marcus en ese momento.
El marqués negó con la cabeza. No le haría falta en absoluto oponerse y
arriesgarse a indisponerse con su heredero: Eleanor Clifford resolvería el
problema ella solita en Londres, o mucho se equivocaba.
―No. Si a tu vuelta continúas pensando lo mismo, tendrás mi bendición.
La sonrisa de felicidad de su hijo al escucharlo hizo que le doliese el
corazón. Sin embargo, Marcus tendría que experimentar por sí mismo que el
camino de la vida, a veces, no era fácil. Se caería muchas veces y debería
aprender a levantarse, sacudirse el polvo y continuar.
k Capítulo 1 l
Londres.
Inglaterra, 1833.

MARCUS, desde el lugar en el que, apoyado con indolencia en una de las


columnas que bordeaban la pista de baile, disfrutaba su copa en la fiesta de los
Balfour, observaba bailar con indiferente frialdad a Eleanor Clifford, en la
actualidad lady Eresby, la hermosa viuda desde hacía cinco años del barón
Eresby.
Mientras la contemplaba, recordó la decepción que sufrió cuando volvió de
su Grand Tour y la conversación mantenida con su padre.
r
Había llegado a Norfolk con el tiempo suficiente para prepararse para la cena.
Ilusionado, había decidido solicitarle a su padre una de las sortijas del joyero familiar para,
en la mañana, acudir a la residencia del barón Clifford y pedir la mano de Eleanor. Bien es
cierto que durante los dos años que había pasado en el continente ella apenas le había escrito:
una o dos cartas al comienzo de su viaje, sin embargo, a él no le inquietó la falta de noticias.
Cambiaba de ciudad constantemente y entendía que resultaba difícil que las misivas le fuesen
entregadas, además de que tampoco él había sido muy prolífico con su correspondencia.
Tras beber un sorbo de vino, Marcus miró a su padre.
―¿Me permitirías elegir uno de los anillos del joyero?
Warrington se tensó. Había llegado el momento. Por lo que parecía, la señorita dechado
de perfección Clifford ni se había molestado en comunicarle la noticia a su supuesto
enamorado. Decidió que lo más apropiado sería no dar rodeos.
―Lo tienes a tu disposición. ―Marcus sonrió satisfecho―. Pero mucho me temo que no te
hará falta alguna.
―¿A qué te refieres? ―El joven frunció el ceño―. Conocías mis planes antes de
marcharme, en la mañana le pediré matrimonio a Eleanor… y diste tu palabra de que no te
opondrías.
―Y por supuesto, no me opongo, salvo que la señorita Clifford, actualmente y desde hace
un año, es la baronesa Eresby.
Marcus casi se atraganta con su bebida. Ladeó la cabeza observando a su padre
incrédulo. ¿Baronesa? ¿Eleanor?
―¿De qué demonios estás hablando? Si es una forma de disuadirme…
―La señorita Clifford se casó hace un año, durante su primera temporada, con el barón
Eresby ―aclaró Warrington mientras lo escrutaba atento.
―¿Eresby? ―inquirió Marcus. El nombre no le resultaba conocido en absoluto, claro
que había frecuentado pocos eventos de la alta antes de marcharse.
―Barón Archibald Eresby, muy viejo, muy rico y que ya contaba con un heredero.
Residencia en Cornualles, de donde su joven y rica viuda se apresuró a escapar casi sin
esperar a que colocasen la lápida en la cripta familiar.
―Lo sabías, por eso no pusiste obstáculo alguno cuando te informé de lo que pretendía
―masculló Marcus.
―¿Saberlo? Por supuesto que no ―repuso Warrington―. ¿Esperarlo? Sí. Sin duda
alguna. Desde luego, no tenía idea de en quién pondría sus miras, pero si de algo estaba
absolutamente seguro era de que la señorita Clifford no tenía intención alguna de esperarte
dos años.
Marcus frunció el ceño mientras observaba a su padre. En realidad, él había estado fuera
casi toda su juventud, y aunque conocía a Eleanor de siempre, su… enamoramiento surgió
con rapidez, demasiada rapidez.
Warrington observó su copa. Intuía lo que pasaba por la mente de su desconcertado hijo.
―Si lo que te preocupa, al menos a tu orgullo, es si mientras estuvo en Norfolk tuvo
algún… escarceo que diera pie a rumores sobre su reputación, te diré que no ―murmuró―.
Sin embargo, no tenía reparo alguno en coquetear abiertamente durante los bailes de la
asamblea, siempre y cuando el caballero en cuestión tuviese rango… o riqueza. Y, según
tengo entendido, ella puso sus miras en Eresby en cuanto se enteró de su inmensa fortuna.
Sin la obligación de darle un heredero, ¿qué podía importar pasar algunos años en
Cornualles si a cambio podría convertirse en una viuda poseedora de una fortuna que en
Norfolk ni soñaría conseguir?
―No somos precisamente pobres ―masculló Marcus mortificado.
―No, por supuesto que no, pero me temo que lo que a la señorita en cuestión le
interesaba no era un marido joven y rico, sino un marido rico… y con un pie en la tumba.
Una inquietante idea rondó la cabeza de Marcus.
―Dudo que lord Clifford tuviera contactos suficientes en Londres como para procurarle
una temporada a su hija en determinados círculos de la alta. ―Ladeó la cabeza mientras
miraba a su padre con suspicacia―. ¿Has intervenido de algún modo?
Warrington suspiró.
―Clifford me comentó su preocupación porque no conocía a ninguna dama que pudiera
presentar e introducir en la sociedad londinense a su hija. Solamente me limité a escribir a
lady Bowles, solicitándole el favor de que acogiera bajo su ala a la señorita Clifford.
―Catherine Parsons, condesa de Bowles, era prima de su padre. Viuda, con un hijo ya
mayor, había estado encantada de actuar de patrocinadora de una joven dama―. Aceptó, y
bueno… el resto fue cosa de la señorita.
Marcus meneó la cabeza confuso. No acababa de entender la razón por la que Eleanor
había preferido a un anciano con un pie en la tumba antes que a él. No era particularmente
vanidoso, pero se sabía atractivo, era joven, heredero de un marquesado y, en cuanto a
riqueza, no tenía idea de la fortuna del barón, pero estaba seguro de que la de su padre
rivalizaba con ella o tal vez la superase.
El marqués escrutó a su hijo, intuyendo lo que pasaba por su mente. Para un joven rico y
atractivo como Marcus, haber sido desechado para elegir a un anciano, por muy rico que
fuese, debía haber sido un duro golpe a su orgullo masculino.
―Marcus, no le des más vueltas. Esa señorita no te amaba, solo pretendía una vida lejos
de Norfolk, a ser posible en Londres, y dos años es mucho tiempo para una dama que acaba
de ser presentada. Sus opciones de un buen matrimonio se reducen tras pasar la primera
temporada sin pretendientes. ―Se encogió de hombros―. Me atrevería a decir que, si no
hubiese cazado a Eresby, hubiese vuelto sus miras hacia ti de nuevo… Y en ese caso, me
temo que mi oposición a ese compromiso sería absoluta.
―¿Por qué? ―Quiso saber Marcus.
―Hijo, lady Bowles me mantenía informado de la forma en que la señorita Clifford se
desenvolvía en sociedad, y me temo que, si no se hubiese comprometido con el barón, la
generosidad de Catherine hubiera acabado con la temporada.
Ante el rostro confuso de su hijo, el marqués se levantó de la mesa.
―Acompáñame a mi despacho, hay algo que quiero que veas.
Mientras Marcus servía sendas copas de brandi, Warrington hurgó en uno de los cajones
de su escritorio. Sacando un fajo de cartas, eligió una y se la tendió a su hijo.
―Las otras contienen más o menos lo mismo, pero creo que esta, la última, detalla a la
perfección el carácter y el comportamiento de la señorita Clifford.
Marcus dejó la copa sobre la mesa y se dispuso a leer la carta de la prima de su padre.
Los gestos de confusión, perplejidad y rabia que expresaba su semblante reflejaban a la
perfección el contenido de la carta. La condesa explicaba el caprichoso comportamiento de
Eleanor, sus descarados coqueteos con los caballeros a los que era presentada… siempre y
cuando se hubiera cerciorado con anterioridad de la profundidad de sus bolsillos. Su vanidad
y egocentrismo, así como su total falta de escrúpulos a la hora de conseguirse un marido que
cumpliese sus expectativas. La misiva finalizaba disculpándose ante Warrington por su
negativa a recibirla la temporada siguiente en caso de que en esta no encontrase marido, cosa
que lady Bowles dudaba, vista la tenacidad de la señorita Clifford en conseguir un buen
partido durante su debut.
Marcus se dio cuenta en ese instante de que, en realidad, apenas conocía a Eleanor. Le
había embelesado su belleza, su vanidad masculina había sido debidamente alimentada con
la atención y los halagos de ella. Demasiado joven e inexperto, había confundido la lujuria
con el amor y se dio cuenta de que, en realidad, no le importaba en absoluto la actual
baronesa Eresby, más allá de un pequeño pellizco a su ego. Miró a su padre, que lo
observaba atento.
―Me atrevería a decir que el Grand Tour me ha salvado de cometer el mayor error de
mi vida ―repuso sin un ápice de resentimiento.
Warrington asintió. El Grand Tour y su perspicacia para colocar a la señorita Clifford
bajo la vigilancia de la condesa Bowles. Pero se cuidó mucho de hacérselo saber a su hijo.
r
Volvió al presente cuando uno de los lacayos le presentó una bandeja con
bebidas. Dejó la copa vacía en ella y se preparó para buscar a su próxima
pareja. Echó un último vistazo a lady Eleanor Eresby. Debía de estar en sus
veintisiete años, pero continuaba siendo espectacularmente hermosa. Reía y
coqueteaba con su pareja de baile disfrutando de su condición de viuda, que le
permitía ciertas libertades. Él sabía que su reputación pendía de un hilo. Había
vivido, desde su viudez, sin contención alguna, y el más pequeño paso en falso
la condenaría al ostracismo. Las damas de la alta no pasaban por alto según
qué comportamientos. Se encogió de hombros mientras comenzaba a dirigirse
hacia la dama a la que había solicitado el siguiente baile. De ningún modo la
reputación de Eleanor, o la falta de ella, era problema suyo.
La dama a la que había solicitado el baile era la esposa de su jefe y amigo,
Darrell Ridley, conde de Sarratt. Tras saludar al conde, tendió su brazo a lady
Sarratt, Frances lo tomó y se dirigieron a la pista.
Mantenían una buena amistad. La temporada anterior, mientras investigaban
un club llamado Leviatán, Marcus había cortejado a Frances, con el apoyo de
su hermano el conde de Craddock, como estratagema para que Darrell,
enamorado de la dama desde hacía tiempo, superase sus inseguridades y,
celoso, decidiese ofreciese por ella. Tras varias vicisitudes, ambos habían
contraído matrimonio, completamente enamorados el uno del otro.
Frances observó al guapo vizconde. Alto, de similar estatura a la de Darrell,
era de complexión esbelta pero de anchos hombros, rubio, con el cabello un
poco más largo de lo habitual y con unos expresivos ojos azul zafiro; era
poseedor de un gran carisma. Recordó el fingido cortejo. Marcus había sido el
perfecto caballero: buenos modales, con gran sentido del humor y, sobre todo,
tomaba en cuenta la opinión de una dama, algo sumamente raro entre sus
pares.
―Y bien, ¿cuándo decidirás que es el momento de proporcionar herederos
al marquesado de tu padre? ―inquirió Frances guasona. Su amistad le permitía
semejante pregunta personal.
Marcus enarcó una ceja mientras bajaba su mirada hacia ella.
―¿Crees que te lo diría? No tengo intención alguna de que tú y tus
intrigantes amigas os sintáis en la obligación de intervenir en mi elección
―repuso socarrón.
Frances hizo un mohín de fingida ofensa.
―¿Cómo eres capaz de pensar semejante cosa de nosotras?
Las dos cejas de Marcus se enarcaron con sarcasmo.
―Solo nos meteríamos si la elegida no fuese la adecuada ―murmuró
Frances.
―Oh, ¿tan poco confiáis en mi criterio? ―murmuró jocoso, y añadió para
sonrojo de Frances―: Creo recordar que en mi primer y, debo decir único
cortejo, mi elección fue una dama de lo más adecuada, además de hermosa.
Frances soltó una risilla.
―Vamos, Marcus, sabes bien que ese cortejo fue una charada.
―¿Lo fue? ―inquirió con picardía.
―En serio, Marcus, si durante la mascarada del Revenge no cesaste de
coquetear con toda cuanta dama asistió ―insistió Frances arqueando una ceja.
Marcus sonrió con malicia.
―Era una estrategia… y funcionó, ¿no es así?
Frances se sonrojó violentamente, recordando la manera en que funcionó…
con Darrell.
―Tal vez cuando llegue a la avanzada edad de tu marido, me lo plantee
―continuó Marcus divertido por el sonrojo de Frances. Darrell apenas le
llevaba tres años.
Una varonil y conocida voz se escuchó tras ellos, haciendo que Frances
trastabillara y Marcus maldijese en su interior.
―¿Qué es lo que te plantearás cuando llegues a mi avanzada edad… si es
que llegas? ―murmuró Darrell, que bailaba con Celia y había acompasado sus
pasos a los de la pareja al ver el rubor de su esposa.
―El matrimonio ―aclaró Marcus mortificado.
―¿Y pensar en tu posible matrimonio hace que mi esposa se ruborice?
―Darrell confiaba absolutamente en Millard, no digamos en Frances, pero se
estaba divirtiendo al ver su azoro.
―¡Por Dios, Ridley, estamos llamando la atención! ―masculló Marcus
turbado.
Las risillas de Frances y Celia hicieron que, mientras Darrell le guiñaba un
ojo a su esposa y se alejaba bailando con Celia, Marcus se sintiese aún más
mortificado.
―Debería comenzar a evitaros en los salones ―masculló con hosquedad.
Esta vez la risilla de Frances se convirtió en una franca carcajada.
Cuando la música cesó, Marcus acompañó a Frances hasta el grupo que
formaban sus amigos y su esposo. Tras conversar amigablemente durante unos
minutos, los primeros acordes que avisaban de que el siguiente baile iba a
comenzar le recordaron quién sería su siguiente pareja: lady Sarah, la hija de
los condes de Clarke. No pudo evitar hacer una mueca de hastío al pensar en
el hiriente mote que la alta, siempre tan generosa, le había colocado: lady sosa
Sarah.
La dama, en realidad, no era ni más ni menos aburrida que otras de su
misma edad y condición, pero por alguna razón ella se había ganado la inquina
tanto de algunos caballeros como de la mayoría de las damas, debutantes o no.
Suspirando interiormente, se dispuso a buscar a la muchacha.
r
Lady Sarah conversaba con su madre y un grupo de matronas. Lo apropiado
sería decir que escuchaba vagamente lo que estas parloteaban y que, de hecho,
no le interesaba lo más mínimo. Dedicarse a extender rumores sobre unas
damas y criticar abiertamente a otras era algo que le resultaba particularmente
desagradable y mezquino, sobre todo porque casi todas las damas que
formaban el grupo tenían mucho que callar. Sarah sabía que no hay mejor
modo de alejar los rumores de una misma que inventar cotilleos sobre otras, y
la prueba de ello la tenía en su propia madre.
La observó con disimulo. Lady Margaret Clarke se limitaba a soltar
pequeñas observaciones, aparentemente inofensivas, que las otras retorcían
hasta convertirlas en desagradables rumores. En su interior sonrió con
sarcasmo, su madre no se atrevería a volver a lanzar acusaciones groseras e
hirientes como las que se atrevió a decirle, la temporada anterior, a la
americana señorita Shelby Holden, actual duquesa de Brentwood, y que casi le
cuesta la expulsión de los salones. Intuía que si su progenitora no se había
convertido en una paria era gracias a la intervención de la propia duquesa y de
sus amigas, y no creía equivocarse al pensar que no lo habían hecho por
generosidad hacia su madre sino por deferencia hacia ella, otra víctima más de
las ínfulas de lady Clarke.
Suspiró hastiada, daría cualquier cosa por poder evitar estas reuniones
hipócritas, pero su madre estaba decidida a casarla fuese con quien fuese. Sus
ojos brillaron de diversión al recordar el apodo que le habían puesto: lady sosa
Sarah. Lejos de molestarla, agradecía el calificativo: le permitía pasar
desapercibida y que, en los salones, salvo algún que otro caballero
generalmente casado, o viejo, los amables amigos del duque de Brentwood
fuesen los únicos que se atreviesen a solicitarle un baile. Bueno, también había
otro caballero, perfectamente elegible, atractivo, rico y soltero, que en todos los
eventos siempre firmaba su carnet. El porqué lo desconocía. El vizconde
Millard era uno de los preferidos de la alta, buscado con avidez por madres,
hijas e incluso viudas. «Tal vez la consideraba su obra de caridad del día»,
pensó con amargura.
Tenía veintitrés años, dos más y sería libre. Tomaría la dote que le había
adjudicado su padre y dejaría Londres. Una casita junto al mar, un pueblo
pequeño donde montar una librería de préstamos y, sobre todo, dejar atrás a su
despiadada madre era todo lo que deseaba. El amor… si llegaba, bien, y si no,
lo único que echaría en falta serían unos hijos a los que adorar. Pero no todo el
mundo podía cumplir todos sus sueños, ¿no? Sería afortunada si conseguía
llegar a los veinticinco sin que su madre interviniese y consiguiese casarla con
algún… Mejor no pensarlo.
Marcus escrutaba a lady Sarah mientras se acercaba. Completamente al
margen de la conversación que mantenían su madre y otras damas, su
semblante no expresaba aburrimiento, algo de lo que era acusada con
frecuencia, sino tristeza y melancolía. Era hermosa, mucho. Se preguntó si su
apodo no sería producto de la envidia. Un poco más alta de la media, cabello
rubio y rizado, su rostro ovalado mostraba unos grandes ojos del color de las
castañas, nariz pequeña y recta, y una boca de labios llenos y sonrosados. Su
cuerpo haría caer de rodillas al más exigente de los caballeros: sus pechos
tenían el volumen justo, ni pequeños ni exuberantes, cintura estrecha y caderas
con el tamaño adecuado para aferrarse a ellas.
Meneó la cabeza confuso. ¿Qué demonios les pasaba a los caballeros?
Cualquier hombre se sentiría orgulloso de llevar a esa belleza del brazo…
aunque, francamente, su conversación, o la falta de ella, consiguiese provocar
lágrimas de aburrimiento.
Las damas saludaron corteses cuando Marcus llegó junto a ellas. Inclinó la
cabeza con gentileza y tendió su mano a lady Sarah.
―Creo que es nuestro baile, milady.
Sarah asintió mientras tomaba la mano de Marcus. Mientras se alejaban
hacia la pista, a ninguno les pasó desapercibida la mirada calculadora que lady
Clarke les dirigió.
Tras unos instantes, en los que la tensión de Sarah era manifiesta, ella
inspiró. Conocía a su madre, y que el vizconde fuese casi el único caballero
soltero que solicitaba bailar con ella en casi todos los eventos en los que
coincidían hacía que temiese alguna maniobra por su parte para forzar una
oferta. El vizconde no era un muchacho inexperto, se olería una trampa a
leguas de distancia, pero no se sentiría tranquila si no le prevenía. No deseaba
que el único caballero que había sido amable con ella la considerase igual de
intrigante que su madre.
Carraspeó al tiempo que Millard bajaba su mirada hacia ella.
―Milord. ―Dudó un instante. Esos enigmáticos ojos zafiro clavados en
ella…―. Yo… le estoy agradecida por su cortesía solicitándome un baile cada
vez que coincidimos en un evento, ―Demonios, sabía que no estaba siguiendo
las reglas, una dama no se humillaba de esa manera, pero solo pensar en su
mezquina madre interviniendo y colocando al hombre en una situación de la
que no podría escapar…―, aunque le rogaría que no volviese a solicitarme
baile alguno.
Millard procuró disimular su sorpresa al escucharla. De todas las ocasiones
en que había bailado con ella, era la primera vez que le escuchaba una frase
completa. Normalmente se limitaba a responder con monosílabos a sus frases
corteses, pero su voz algo ronca, sensual, la de una mujer recién despierta
después de una noche de pasión, le provocó un latigazo en su entrepierna. Por
el amor de Dios, ¿se había excitado a causa de lady sosa Sarah? Meneó la cabeza
y apartó esos inoportunos pensamientos.
Sarah calló, ruborizada hasta las orejas a causa de su atrevimiento, mientras
Marcus enarcaba una ceja.
―¿Se ha sentido insultada de alguna manera, milady? Si es así…
―¡Oh, no, por supuesto que no, milord! No se trata de nada que haya
podido hacer usted, de hecho, se ha comportado de forma muy amable y
cortés. ―Sarah cerró los ojos un instante. ¿Cómo demonios le haría
entender…? Decidió ser directa―. Milord, mi madre… Verá, ―Sarah lo miró
mortificada―, me temo que es usted el único caballero que… ―¡Por Dios, esto
era humillante!―. El caso es que temo que ella haga algo que provoque una
situación… incómoda. No estoy segura de que no lo haya previsto, y no deseo
que usted se vea involucrado en…
Marcus enarcó las cejas. ¿Lo estaba previniendo en contra de su propia
madre? Tampoco era tan difícil de creer, lady Clarke era una arpía.
―¿Teme que lady Clarke nos coloque en una situación insostenible?
―inquirió con suavidad.
―Temo que lo coloque a usted, milord. Yo podría asumir las consecuencias,
sobre todo si es una artimaña de mi madre, pero no me agradaría que usted
tuviese que verse involucrado.
Marcus sonrió amable.
―No tema, milady, sé cuidarme. Y por supuesto, no voy a dejar de firmar en
su carnet solo porque su madre tenga intenciones, digamos… poco
honorables.
Sarah meneó la cabeza con abatimiento.
―No conoce a mi madre, milord, no tiene ni idea de lo que es capaz de
hacer con tal de salirse con su voluntad. Por favor, me sentiría mucho más
tranquila ―susurró.
Marcus contempló los grandes ojos castaños que lo observaban expectantes.
Tampoco era cuestión de que ella se sintiese incómoda por un maldito baile y,
al fin y al cabo, lady Sarah conocía a su madre.
―De acuerdo, milady, lejos de mi intención hacerla sentir violenta.
―Sonrió―. Disfrutemos entonces del que será nuestro último baile.
Notó la visible relajación de la muchacha, al tiempo que su suspiro de alivio.
No pudo dejar de sentir un poco de lástima. Malditas madres codiciosas.
Cuando la devolvió al grupo de matronas, la sonrisa agradecida de lady
Sarah le calentó el corazón. Meneó la cabeza confuso. La dama le agradaba, y
tras su derroche de palabras hacía unos instantes, tenía la sensación de que lady
sosa Sarah no tenía absolutamente nada de sosa y sí mucho de determinación.
k Capítulo 2 l
AL cabo de unos días, Sarah se enfrentó al previsible reclamo de su madre.
Lord Millard había cumplido su palabra y no había vuelto a solicitarle baile
alguno, algo que su madre no parecía dispuesta a tolerar.
Desayunaban con lord Clarke cuando la condesa sacó el tema a colación.
―¿Qué has hecho para que lord Millard no vuelva a firmar tu carnet de
baile? ―inquirió con frialdad.
El conde levantó la mirada de su plato para fijarla con lástima en su hija.
Esta contestó con indiferencia.
―¿Por qué supones que he hecho algo? Tal vez el vizconde se haya aburrido
de bailar conmigo. Hay muchas damas que cumplimentar, es lógico que en
algún momento tenga que variar de parejas.
Lady Clarke la miró entrecerrando los ojos.
―Es un buen partido, uno de los mejores, diría yo, y si de alguna manera lo
has ahuyentado…
―Margaret… ―murmuró lord Clarke.
La condesa se volvió irritada hacia su marido.
―Tiene veintitrés años, Charles, por Dios, si esta temporada finaliza sin un
pretendiente, ya podemos despedirnos de casarla ―masculló.
Sarah apretó los puños bajo la mesa. Casarla, como si hablase de aparear
una yegua. Un ramalazo de rabia y humillación la recorrió. Se centró en su taza
de té para evitar contestar con una mordacidad. ¿Por qué la odiaba? Desde
pequeña había visto que si su madre, raramente, demostraba algún tipo de
afecto, ese estaba destinado a su hermano mayor, mientras que para ella dejaba
el desdén. Claro que tampoco con Henry era cariñosa, simplemente
demostraba un frío interés, siempre en presencia de su padre. Si él no estaba
presente, sencillamente lo ignoraba; con ella ni se molestaba en guardar las
formas ante el conde. Había visto otras madres dominantes y codiciosas, pero
ninguna profesaba el desprecio hacia sus hijos que manifestaba la suya.
Dejó la servilleta sobre la mesa y se levantó. Su padre, cortés como siempre,
la imitó.
―Si me disculpáis.
Se encaminaba hacia la puerta cuando la gélida voz de su madre la detuvo.
―Te casarás esta temporada, y te aseguro que quien sea el caballero será lo
de menos.
Sarah enderezó los hombros y abandonó la habitación sin contestar.
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Mientras tanto, en lo que ya era conocido en Londres como Scotland Yard,
Millard esperaba la llegada del hombre que había causado indirectamente su
ingreso en los runners hacía años.

Tras su regreso del Grand Tour y su decepción con Eleanor Clifford, Marcus se había
instalado en Londres. Su padre, joven aún, llevaba él solo, perfectamente, los asuntos del
marquesado, algo que a Marcus no le incomodaba en absoluto. Permanecer en Norfolk solo
conseguiría frustrarlo: las cosas había que hacerlas según lo que dictase el marqués, y para no
tener ninguna capacidad de decisión como heredero ya contaba con su administrador, que
cumplía sus órdenes a rajatabla, con lo que Marcus no le veía sentido alguno a permanecer
en Warrington Hall. Su padre nunca pisaba Londres, por lo que había decidido instalarse
en la casa Warrington, donde disfrutaba de libertad, no rendía cuentas a nadie y, aunque
desde luego no se consideraba un gran jugador, ni siquiera jugador, salvo alguna que otra
partida de cartas en alguno de sus clubs, disfrutaba de lo que podría considerarse la vida de
un libertino.
Una mañana, a su regreso de lo que había sido una deliciosa noche en la residencia de
una no menos deliciosa actriz, había decidido detenerse en una taberna frente a los juzgados
de Bow Street, cercanos a la casa de la encantadora muchacha.
El trasiego de gente entrando y saliendo del edificio era incesante a pesar de lo temprano
de la hora. De pronto, una escena le llamó la atención. Dos hombres se habían detenido
frente a la ventana donde él había encontrado una mesa para sentarse, y parecían discutir.
Uno de ellos, alto, corpulento y bien vestido, parecía intentar convencer al otro hombre,
mucho más bajo y no tan bien vestido; de hecho, sus ropas eran decididamente vulgares.
De repente, el hombre más bajo, con un rápido movimiento, abrió la puerta de la taberna,
dejando al otro con la palabra en la boca. Marcus, divertido, observó cómo el que había
quedado fuera rodaba los ojos con resignación mientras se disponía a seguirlo al interior.
Las conversaciones de los pocos parroquianos que había a esas horas cesaron al ver entrar
al hombre. Marcus entrecerró los ojos.
El hombre pareció buscar frenético algo, mirando a su alrededor, hasta que una de las
muchachas que atendían la taberna le hizo un gesto indicando una puerta en el otro extremo
del local. Mientras el hombre comenzaba a avanzar apresurado hacia lo que Marcus supuso
que era una salida trasera, el otro caballero todavía estaba abriendo la puerta. «No parece
tener mucha prisa», pensó Marcus. Sin detenerse a pensarlo, siguió su instinto y, cuando el
que suponía huido pasó por su lado, se limitó a extender una de sus largas piernas. El
hombre cayó cuan largo era, mascullando maldiciones, mientras el otro, disimulando una
sonrisa, se acercaba con indolencia.
―Parker ―murmuró con una suave voz de barítono―, me temo que estás un poco torpe
para andar correteando. Tropiezas con cualquier cosa, muchacho ―repuso socarrón.
Extendió un brazo para ayudar al otro a levantarse.
―Ahora me obligarás a tener que conducirte esposado, y sabes lo que me molesta poner y
quitar esposas.
El otro murmuró más maldiciones mientras le ponía los grilletes. Sin hacer ningún gesto
de reconocimiento hacia Marcus, el alto salió con el detenido y ambos entraron en el edificio
de los juzgados y sede de los runners.
Marcus los contempló curioso. Por lo visto, el alto era un runner. Miró en derredor. Las
conversaciones se habían reanudado, por lo que entendió que lo sucedido era habitual, por
otra parte lógico, teniendo en cuenta que estaban frente a la sede de los Bow Street
runners.
Sopesaba pedir algo para comer cuando el hombre alto regresó con otro caballero, más
joven y más o menos de su misma altura. Ambos se acercaron a su mesa con indiferencia.
―¿Podemos acompañarle? ―inquirió el hombre que había detenido al supuesto
delincuente.
―Por favor ―asintió Marcus―. Me disponía a pedir algo de comer, si desean
acompañarme…
Ambos asintieron mientras tomaban asiento frente a Marcus. Mientras hacían su pedido
a una de las camareras, los observó con disimulo.
El más joven, Marcus le calculó unos dos o tres años más que él, tenía el cabello castaño
con hebras rojizas y sus ojos eran castaños. No tan corpulento como su compañero, tenía
anchos hombros y bajo la chaqueta, de perfecto corte, se intuía una poderosa musculatura. El
otro era un poco mayor y tenía una pequeña cicatriz en la mejilla izquierda que no le restaba
ni un ápice de atractivo a su rostro. Rondaría los treinta, tenía el cabello negro y unos
inteligentes ojos azules y, por su apellido y aspecto, Marcus dedujo que era irlandés de
nacimiento. El mayor hizo las presentaciones.
―Me llamo Michael O’Heary y él es Darrell Ridley.
―Marcus Millard ―repuso Marcus. No supo la razón, pero no nombró su título.
―Gracias por su ayuda, Millard ―señaló O’Heary―. Preferí hacerle creer a Parker que
había sido simplemente un tropezón. ―Lo observó especulativo―. Me temo que no suele
frecuentar estos lugares, y no necesita crearse enemigos por aquí, por si regresa en algún
momento, ya que el Covent está cerca ―añadió socarrón.
Marcus se dio cuenta de que el hombre conocía perfectamente la razón de su presencia en
esas calles a horas tan… tempranas.
―No ha sido nada ―aceptó Marcus―. Aunque, por un momento, llegué a pensar que
tal vez estaba ayudando al hombre equivocado.
Ridley soltó una risilla entre dientes.
―Sin embargo, acertó en su decisión ―murmuró socarrón, tras intercambiar una mirada
cómplice con su compañero.
Cuando llegó la comida, los tres hombres se centraron en ella al tiempo que la
conversación surgía fluida entre ellos. Marcus pensó que tal parecía que se conocían de
tiempo, tan cómodo se sentía con ambos runners y, por lo que parecía, ellos con él.
Ese fue el comienzo de su amistad con Ridley y ahí, en esa taberna, tomó la decisión de
ingresar en los runners de Bow Street.
r
La entrada de O’Heary interrumpió sus recuerdos.
Mientras se sentaba en uno de los sillones del despacho de Marcus, O’Heary
comentó con cierta indiferencia:
―Ha habido un asesinato esta noche o de madrugada, no está muy claro.
Marcus frunció el ceño. A pesar de que, por antigüedad y experiencia, el que
debería ocupar el cargo de inspector era O’Heary, este no tenía interés alguno
en encerrarse en un despacho, prefería continuar como detective en las calles.
―¿Dónde? ―No preguntó «quién» puesto que, si el crimen se hubiese
cometido fuera de los límites de Mayfair, O’Heary se ocuparía de ello
personalmente, limitándose a informarle de sus averiguaciones.
―Tus límites ―adujo socarrón―, Mayfair.
Marcus murmuró una maldición. Así como toda la alta estaba al tanto de la
profesión de Ridley, su propia pertenencia, ahora a Scotland Yard y
anteriormente a los runners, no era conocida. No era porque se avergonzase,
sino porque, si entre la nobleza nada se sabía de su profesión, los caballeros se
sentirían mucho más cómodos hablando delante de él, al considerarlo un
despreocupado libertino, que en presencia de Ridley, aunque este, con su
innata perspicacia, solamente necesitaba observarlos para averiguar lo que le
interesaba de ellos. De hecho, le había venido muy bien que no fuese de
dominio público su doble vida. Su reputación en los salones, de libertino
acostumbrado a grandes lujos, había conseguido que fuese captado para
formar parte del infame club Leviatán, ahora desarticulado.
O’Heary rio entre dientes.
―Me temo que esta vez tendrás que descubrirte.
―No, si puedo evitarlo. ¿De quién se trata?
―Una mujer, lady Eresby, viuda y un poco, digamos… acogedora con los
caballeros ―aclaró el irlandés.
―¡¿Eleanor?! ―exclamó perplejo Marcus.
O’Heary lo escrutó atento.
―¿La conoces?
Marcus asintió.
―Su padre y el mío eran vecinos.
―Si lo prefieres, yo me hago cargo ―ofreció O’Heary.
―No. Gracias, pero no es necesario. ―Marcus sabía cuánto odiaba Michael
mezclarse con la aristocracia―. Hace años que no teníamos trato alguno.
―«Desde que prefirió casarse con un anciano rico», añadió para sí―. ¿El
cuerpo? ―inquirió.
―Sigue allí. Su doncella la descubrió hace apenas unas horas. Cuando nos
avisaron envié un par de policías para evitar que entren en la habitación.
Marcus suspiró.
―Bien, vamos allá.
r
Tras saludar a los policías que custodiaban la habitación, Michael y Marcus
entraron. El cuerpo de Eleanor se hallaba tendido en el suelo. Había caído
hacia delante, lo que les hizo suponer que había sido atacada por detrás. No
había demasiada sangre, a pesar de que había recibido dos puñaladas a la altura
de los riñones. La mujer solo vestía un camisón liviano, lo que indicaba que, o
bien había recibido a algún amante, o bien se disponía a hacerlo cuando
encontró la muerte.
No había nada revuelto, Marcus se acercó hasta el tocador y abrió un cofre
situado sobre él. Lleno de joyas, no parecía que faltase alguna, aunque si el
móvil hubiese sido el robo, el cofre estaría vacío.
Llamaron a la doncella personal de lady Eresby. Como si lo hubiesen
acordado con anterioridad, Michel interrogó a la muchacha mientras Marcus se
mantenía al margen, pendiente de la conversación.
―¿Había recibido a algún caballero o esperaba a alguien? ―comenzó
O’Heary.
―El caballero cenó con ella, milord. Esa noche no esperaba a nadie más.
Michael frunció el ceño.
―¿Solía recibir a más de un hombre en una noche?
La doncella se ruborizó.
―Señor…
Michael rodó los ojos. Odiaba la hipocresía de la aristocracia. Una dama que
recibía a más de un hombre durante la noche tenía un nombre, ya fuese
acompañado del tratamiento de lady, ya fuese en un burdel de Whitechapel.
Una cosa era tener un amante y otra muy diferente que estos hiciesen fila a las
puertas del dormitorio. Aunque a las primeras se las toleraba, siempre y
cuando fuesen discretas a causa de su rango, a las segundas, aunque no
tuviesen otra opción para poder sobrevivir, se les repudiaba por lo mismo.
―Señorita…
―Dolly, señor.
Michael asintió.
―Dolly, la vida privada de su señora es suya, nos interesa en cuanto
contribuya a determinar qué caballeros la visitaban y con qué frecuencia.
La doncella bajó la cabeza.
―No conozco sus nombres, señor. Pero lo que sí puedo decirle es que desde
que comenzó a ver al último, un caballero joven, no volvió a recibir a nadie
más.
Michael maldijo entre dientes.
―¿Podría reconocerlos si los viese?
―Por supuesto, señor.
―Gracias, Dolly ―repuso con amabilidad.
La muchacha hizo una apresurada reverencia y salió disparada de la
habitación, estar allí con el cuerpo ensangrentado de su señora le ponía el vello
de punta.
Michael se acercó a Marcus, que estaba frente a la ventana.
―¿Qué piensas?
―La ventana no estaba cerrada del todo ―contestó pensativo.
Michael se asomó.
―Es un segundo piso y no hay árboles ni enredaderas que pudieran facilitar
el ascenso.
―No ―admitió Marcus―. Sin embargo, me pregunto por qué razón no la
habría cerrado. Las noches son frías…
―Y ella no estaba muy abrigada, que digamos ―adujo Michael mordaz.
Marcus enarcó una ceja.
―¡¿Qué?! ―Michael se encogió de hombros―. Si esta mujer fuese
encontrada en un burdel de Whitechapel o Seven Dials, apenas se investigaría
su asesinato. Algunas preguntas y poco más. Y me he limitado a constatar un
hecho: hace frío y no lleva ropa de abrigo.
Había veces que a Marcus le daban ganas de estrangular a O’Heary a causa
de la mordacidad, el desprecio y el cinismo que destilaba contra la nobleza.
―¿Cómo haremos para que Dolly pueda reconocer a esos caballeros? No es
como si pudieses invitarla a una de las fiestas de la ton. ―Michael cambió de
tema con indiferencia.
―Intentaré que se la contrate como doncella en alguna ―repuso Marcus―.
Tal vez, si no reparan en ella, pueda identificar a alguien. ―Miró de reojo a su
compañero―. Tendrás que acompañarla… tal vez como lacayo. Ella te
mostrará a los caballeros y a ti te será más fácil señalármelos.
Michael bufó. Tener que soportar a todos esos arrogantes aristócratas…
Esbozó una mueca hastiada, no tenía sentido incomodarse por ello, al fin y al
cabo, era su trabajo.
r
La fiesta elegida fue la que ofrecían los duques de Brentwood. Gracias a su
amistad con el duque, no hubo problema alguno en añadir a Dolly y a O’Heary
al personal encargado de servir a los invitados.
O’Heary informaba a Darrell o a Marcus, según quien estuviese más cerca,
de los caballeros que Dolly le iba indicando. Al final, contaron ocho.
Darrell y Marcus se miraron perplejos cuando O’Heary les informó del
caballero que había acaparado toda la atención de Eleanor y por el que había
desestimado a los otros: el vizconde de Camoys, heredero del conde de Clarke.
Tampoco es que les extrañase demasiado. Según les informó Kenneth,
vizconde Hyland y antiguo libertino, el muchacho, joven, de unos veinticinco
años, vivía una alegre vida de soltero. Atractivo, disfrutaba de una generosa
asignación y había caído rendido a los muchos encantos y, sobre todo, a la
experiencia amatoria de lady Eresby. Asimismo, la baronesa viuda parecía, si
no enamorada, sí muy encaprichada con el vizconde y sus atenciones.
Sin embargo, nada pasaba desapercibido en los salones de la alta, sobre todo
si tenía el más leve tufillo a escándalo. El asesinato de la baronesa y que el
nombre de sus amantes fuese un secreto a voces, salvo, claro está, para los
investigadores, hizo que los rumores comenzasen a extenderse como la
pólvora y que las cábalas sobre unos y otros comenzasen.
Marcus estaba asqueado: hasta habían comenzado a gestarse apuestas sobre
cuál caballero sería el asesino, incluso sobre los motivos del crimen. Y si a
Marcus, habituado a la hipocresía y malicia de la ton, dicho comportamiento de
sus pares le resultaba repugnante, el temperamento de O’Heary amenazaba
tormenta, y una de enormes proporciones.
Todos tenían motivos, desde los celos y el resentimiento, ya que con su
muerte se habían enterado de que simultaneaba visitas, hasta acabar viéndose
desplazados del lecho de la baronesa por un solo caballero.
Darrell, como superintendente, había dejado la investigación en manos de
Marcus, limitándose a recibir los informes que este le proporcionaba sobre los
avances o la ausencia de estos.
r
―¡Maldita sea! ―exclamó Marcus exasperado―. Todos tienen motivos y
todos parecen tener coartadas para esa noche.
Michael se pellizcó el puente de la nariz. Sentado con indolencia en uno de
los sillones del despacho, en su posición favorita, arrellanado con las piernas
estiradas y los pies cruzados, murmuró:
―Las coartadas no son definitivas. Muchas las han proporcionado sirvientes
y esposas, ni siquiera podemos considerarlas.
―Tendremos que investigar sus costumbres: amantes, clubes que
frecuentan…, tal vez por ahí confirmemos alguna de sus coartadas ―adujo
Millard pensativo.
―Siempre me sorprenderá la arrogancia, que acaba transformándose en
estupidez, de esos supuestos caballeros ―masculló Michael―. Entiendo que no
deseen que sus esposas estén al tanto de sus… deslices, incluso cuando la
mayoría de ellas, por no decir todas, los conocen y los toleran, pero ¿por qué
no hablar con claridad con nosotros? Al fin y al cabo, no es como si fuésemos
a salir a la carrera a contárselo a sus mujeres, y si en ese momento estaban en
algún club o con alguna amante, no cabría duda alguna de su inocencia.
Marcus se encogió de hombros.
―Para ellos resultaría humillante que comenzásemos a hacer preguntas en
dichos lugares.
Michael bufó.
―¿Más humillante que se les considere presuntos asesinos? Lo dicho:
arrogancia y estupidez.
En ese momento, un alboroto fuera del despacho llamó su atención.
Michael soltó una risilla entre dientes.
―Tal vez alguno de esos arrogantes haya decidido confesar que estaba
retozando con su amante y alejar las sospechas de él.
La puerta se abrió bruscamente, dando paso a una figura femenina vestida
enteramente de negro y con un velo cubriéndole el rostro.
―¡Milady, no puede…! ―farfullaba un policía tras ella.
―¡Debo ver a lord Sarratt, sé que me recibirá! ―exclamó la mujer, que
todavía no se había fijado en los ocupantes de la habitación.
Michael se puso en pie al instante mientras Marcus fruncía el ceño. Esa
voz…
La dama se giró hacia los caballeros y su sorpresa se plasmó en sus gritos.
―¡¿Lord Millard?! ―Desconcertada, dudó un instante―. Yo… deseaba ver a
lord Sarratt.
―Señor ―balbuceó el policía―, no pude evitar…
Marcus miró a O’Heary que, entendiendo, se inclinó respetuoso y,
haciéndole un gesto al confuso policía, ambos abandonaron la habitación
cerrando la puerta tras él.
―Lord Sarratt no se encuentra en esta parte del edificio, lady Sarah.
La muchacha se tensó visiblemente al ver que era reconocida.
Marcus cerró los ojos un instante. Maldición, el secreto de su pertenencia a
Scotland Yard había saltado por los aires gracias a la impulsividad de la dama.
―Milady, nos hemos visto en los salones infinidad de veces, ¿cree que no la
reconocería, incluso con ese… velo? Por cierto, puede alzárselo, no entrará
nadie y no tengo interés alguno en que la falta de aire haga que sufra un vahído
―murmuró sarcástico.
―Yo no me desmayo nunca ―replicó Sarah mientras se levantaba el velo.
―Mucho mejor ―asintió Marcus. Sarah frunció el ceño. ¿Se refería a que no
corría el peligro de tener que soportar el desmayo de una dama o a que se
había descubierto el rostro? Se encogió de hombros interiormente, le
importaba un ardite. Ella había venido por algo mucho más importante.
Marcus le hizo un gesto para que se sentase, y cuando ella lo hizo él ocupó
su asiento tras el escritorio.
―¿Podría indicarme dónde puedo encontrar a lord Sarratt? ―inquirió Sarah.
Marcus enarcó una ceja.
―¿Sería tan amable de aclararme el motivo por el que lo busca?
―Me temo que no es asunto suyo, milord.
―Y yo me atrevería a decir que sí. ―Marcus estaba cada vez más frustrado.
Lady sosa Sarah había pasado en unas semanas de hablar con monosílabos a
construir frases completas y, en este momento, a comportarse con altanería. Se
frotó los ojos con una mano y decidió darle una oportunidad. No tenía ni
ganas ni tiempo para damas malcriadas. Lady Sarah estaba ahora en su terreno,
fuese la que fuese la razón de su interés por ver a Darrell, a no ser que fuese
un asunto personal, lo cual no discutiría en la sede de Scotland Yard, debería
ser por algo oficial, con lo que él la atendería, le gustase o no a la dama.
―Milady, lord Sarratt no se ocupa de… Digamos, asuntos menores. ―Pensó
cínico que, seguramente le habían robado el bolso y pretendía hacer valer sus
contactos―. Yo soy el inspector al cargo, así que lo que sea que viniese a
denunciar puede hacerlo en esta oficina.
Sarah abrió los ojos como platos.
―¿Es usted inspector de policía?
Marcus enarcó una ceja.
―No. En mis ratos libres trabajo como lacayo, limpiando las oficinas.
¿Usted qué cree, milady?
Sarah tuvo la delicadeza de ruborizarse.
―Disculpe, milord, lo cierto es que no esperaba encontrarlo aquí. Sabía que
lord Sarratt sí trabajaba para Scotland Yard, pero nunca me imaginé… Nadie
en la alta sospecha siquiera de su trabajo.
La mirada de Marcus se endureció.
―Y espero que siga siendo así, milady.
A Sarah la réplica le sonó a advertencia.
―No tenía intención alguna de difundir a qué se dedica, milord. Además, ¿a
quién se lo iba a contar? ―susurró para sí al tiempo que bajaba la mirada, salvo
que Marcus la escuchó perfectamente.
―Bien, ¿en qué puedo ayudarla? ―ofreció en un tono más amable.
Sarah inspiró.
―Al parecer, mi hermano es considerado sospechoso de la muerte de lady
Eresby…
―Uno de los sospechosos ―matizó Marcus.
―Como sea ―replicó Sarah―. Él no lo hizo.
―Y está tan segura, ¿por…?
Sarah frunció el ceño.
―P… pues porque es mi hermano, lo conozco, él sería incapaz de lastimar a
una mujer, mucho menos matarla.
―Lady Sarah, ―Marcus entendía la preocupación de la muchacha por su
hermano, pero había asuntos de caballeros, de los que las damas, mucho
menos una soltera, no tenían conocimiento―, me temo que por mucho que lo
conozca, y no dudo que así sea, los caballeros generalmente no ponen al tanto
a sus familias de sus… digamos, actividades personales, mucho menos a sus
hermanas solteras.
Ella alzó la barbilla con altanería.
―Si se refiere a su relación con lady Eresby, estoy al tanto. Entre otras cosas
porque, si no tuviese ninguna relación con ella, no sería considerado
sospechoso.
―¿Y ahora llegamos a la parte en la que me asegura que su hermano estuvo
en su casa esa noche y, por supuesto, usted con él? ¿Tal vez leyendo en la
biblioteca? ―replicó con mordacidad―. Milady, su hermano posee una
residencia de soltero ―continuó Marcus―. De ninguna manera voy a creerme
que esa noche, precisamente esa, decidió pasar una fraternal velada leyendo
con su hermana… toda la noche.
―Ni yo espero que lo crea ―repuso Sarah molesta―, puesto que no tenía
intención alguna de proporcionarle ninguna coartada. Solamente… ¿ha
hablado con él? ―inquirió repentinamente.
Marcus negó con la cabeza.
―Todavía no.
―Cuando lo haga, se dará cuenta de que él no es un asesino ―aseveró Sarah.
―Veremos, milady, veremos. ―Marcus se puso en pie, indicando que la
entrevista había finalizado―. Si me disculpa, milady, tengo bastante trabajo,
como podrá suponer.
Sarah le lanzó una gélida mirada, pero se levantó a su vez. Tras bajarse el
velo, hizo una reverencia.
―Gracias por atenderme, lord Millard. ―Ni ella hizo ademán alguno de
tender su mano ni Marcus de extender la suya.
Marcus inclinó la cabeza al tiempo que la dama abandonaba la habitación.
Salió tras ella, indicándole a uno de los policías que la escoltase hasta su
carruaje. Scotland Yard era seguro, pero no estaba de más un poco de cortesía.
Sobre todo, después de la tensa entrevista.
Michael no perdió el tiempo, salió de la habitación contigua y entró en el
despacho de Millard tras él.
―Una hermana muy leal ―murmuró.
Entre su despacho y la habitación contigua que ocupaba Michael había un
hueco disimulado desde donde uno y otro podían escuchar las conversaciones.
Se había hecho para preservar el anonimato de Millard cuando no podía
interrogar a alguien por el riesgo a ser reconocido y lo hacía Michael. Al
conocer al interrogado, habiendo coincidido tanto en los clubes como en los
salones, eso le permitía captar por el tono de voz si el caballero en cuestión
mentía o se limitaba a lanzar evasivas.
Marcus asintió con la cabeza.
―Me temo que causará problemas ―masculló pensativo.
k Capítulo 3 l
TRES de los ocho fueron descartados. Unos por hallarse en algún club de mala
reputación y otros por encontrarse retozando con su amante de turno.
Restaban otros cinco, entre ellos, el vizconde de Camoys.
Marcus había acudido a una de las muchas fiestas que se celebraban esa
noche. Pensativo, bebía de su copa observando a los invitados cuando notó
que alguien se colocaba a sus espaldas. Instantáneamente se tensó, hasta que
escuchó la condenada ronca y sensual voz de lady Sarah.
―¿Podría seguirme a la terraza, milord? Hay algo que debo decirle
―susurró.
Mientras maldecía entre dientes, Marcus hizo un disimulado gesto de
asentimiento. ¿Y ahora qué demonios…? La admiración que había sentido
hacia lady Sarah cuando le había solicitado en aquel baile que no volviese a
firmar su carnet se estaba desvaneciendo para ser sustituida por molestia.
Resopló, ante la mirada recelosa del lacayo, mientras dejaba su copa en la
bandeja que este portaba. Sin apresurarse, se dirigió a la terraza.
Miró en derredor hasta que la localizó. A la vista del interior del salón, pero
algo apartada de otros grupos de invitados, lady Sarah contemplaba los
jardines con las manos apoyadas en la barandilla. Se acercó hasta colocarse
cerca, no tanto como para levantar murmullos, pero lo suficiente para poder
hablar y escuchar. Sarah, al notar su presencia, retiró las manos de la baranda
para cruzarlas recatadamente delante de ella.
―Lady Sarah ―comenzó Marcus permitiendo que la irritación se reflejase
en su voz―, hace escasas semanas me solicitaba que evitase bailar con usted,
en previsión de alguna artimaña de lady Clarke, ¿y en este momento no tiene
temor alguno de citarme en la terraza, a solas, y poder ser atrapados en una
situación incómoda?
Sarah rodó los ojos.
―Es importante, y solo serán unos minutos. Además, mi madre ha subido a
la sala de damas y tardará un tiempo en bajar.
Marcus esperó en silencio.
―Lord Palmer está libre de sospecha. ―Mientras hablaba, Sarah miró de
reojo al vizconde.
Marcus giró la cabeza tan bruscamente que sintió cómo el cuello le crujía.
―¿Disculpe?
―He dicho…
―Sé lo que ha dicho, lo que no alcanzo a entender es el motivo que le ha
llevado a esa conclusión ―siseó Marcus.
―Mi doncella es amiga de la doncella de lady Palmer, que a su vez mantiene
una… amistad con el cochero de la familia ―comenzó a explicar Sarah ante la
atónita mirada de Marcus―. El cochero ha comentado entre el servicio que
lord Palmer estuvo esa noche en una residencia en Jermyn Street, cerca de
Piccadilly. Está completamente seguro porque tuvo que pasarse la noche
congelándose al pescante del carruaje pendiente de su señor, que no abandonó
la casa hasta casi el alba, y se dirigieron directamente a la residencia de lord
Palmer.
La furia invadió a Marcus. Era lo que le faltaba: lady Sarah actuando de
investigadora y, para colmo, implicando a los sirvientes.
―¿Me está diciendo que envió a su doncella a investigar con el servicio de
los Palmer? ―masculló.
―¡Yo no envié a nadie! ―espetó molesta Sarah―. Fue simplemente una
conversación entre sirvientes. Sabe perfectamente que entre ellos hablan y
pocas cosas se les escapan.
―¿Conversación de la que se enteró por…? ¿Tiene la costumbre de
compartir cotilleos con el servicio, milady? ―Marcus estaba cada vez más
irritado.
―¡Por el amor de Dios, claro que no! ―exclamó escandalizada―. Pero, por si
no lo sabe ―añadió con mordacidad―, el asesinato de lady Eresby es la
comidilla de criados y señores, y Poppy ardía por compartir lo que sabía
conmigo.
―¿Quién demonios es Poppy? ―inquirió Marcus cada vez más
desconcertado.
Sarah lo miró como si acabase de volverse tonto de repente.
―Mi doncella, se lo he dicho ―murmuró con paciencia, como si le hablase a
un crío.
Marcus apretó los puños. Encima le hablaba como si fuese memo. Se obligó
a contener su temperamento.
―Lady Sarah, ¿se da cuenta de que cuantos más sospechosos se vayan
eliminando, más culpable parecerá su hermano?
Sarah lo miró furiosa.
―Puede que alguno se descarte, pero quizás aparezca el culpable ―insistió―.
Entre el servicio y lo que pueda averiguar con las damas…
Marcus sintió que estaba a punto de tener una apoplejía.
―¿Damas? ―Carraspeó al notar que casi había gritado como una
damisela―. ¿Me está diciendo que va a interrogar a las esposas de los
sospechosos? ―Por Dios, ¿es que la mujer estaba completamente loca?
―Yo no voy a interrogar a nadie, faltaría más ―aseguró Sarah indignada―.
Pero las damas hablan entre ellas y, por suerte, yo soy casi invisible. Estoy
acostumbrada a escuchar ―murmuró.
Marcus se dio cuenta de que no se estaba lamentando, sino que estaba
exponiendo un hecho.
―Puedo ayudar ―murmuró mientras lo miraba suplicante.
Él sintió que un ramalazo de ternura le recorría al ver esos enormes ojos
anhelantes. La muchacha era invisible para toda la alta. Que lo provocase ella
conscientemente, o no, no tenía importancia. Suspiró. Si consideraba que
podía ayudar, ¿por qué no? De hecho, había pensado en recurrir a Nora, lady
Dudley, para introducirse en los corrillos de las damas, pero tal vez lady Sarah
podría resultar una elección más acertada, al fin y al cabo, la consideraban…
bueno, ni siquiera la consideraban.
―De acuerdo. ―Casi se le escapa una sonrisa cuando escuchó su suspiro de
alivio―. Con lo que averigüe envíe una nota a lady Sarratt, ella podrá
hacérmela llegar sin problema.
No resultaría adecuado que enviara la nota a Scotland Yard, mucho menos a
su residencia de soltero, en cambio a otra dama…
La radiante sonrisa que Sarah le dedicó aceleró su corazón durante unos
instantes. Cristo, si ya era hermosa, cuando sonreía… sentía un acuciante
deseo de atrapar esos preciosos labios con los suyos y besarla hasta que
perdiese el sentido. Estaba tonto, ¿a qué venían esos lujuriosos pensamientos
en medio de semejante conversación, y nada menos que con una mujer con la
que había cruzado apenas dos frases a lo largo de casi tres temporadas?
―Gracias, milord. ―Sarah hizo una apresurada reverencia y se giró para
dirigirse al interior del salón.
Marcus se apoyó en la balaustrada al tiempo que se cruzaba de brazos,
contemplándola marcharse. No pudo evitar preguntarse si el vizconde Camoys
sería merecedor de tanta lealtad.
r
―Deberíamos interrogar a Camoys ―sugería en ese momento O’Heary―.
Podríamos hacer venir a los cinco caballeros que faltan por comprobar…
―Cuatro ―interrumpió Marcus, arrellanado en uno de los sillones de su
despacho.
Michael ladeó la cabeza.
―¿Disculpa? ¿Se ha muerto alguno? ―inquirió confuso.
Marcus rodó los ojos.
―Tienes un sentido del humor un tanto macabro, en verdad. Lord Palmer
tiene coartada, y es verídica.
―¿Has hablado con él? ―Michael estaba cada vez más desconcertado.
Marcus no descubriría su trabajo en Scotland Yard interrogando a ningún
caballero, ese era su trabajo.
Marcus se pasó una mano por el rostro.
―No. La doncella de la hermana de Camoys es amiga del cochero de
Palmer. ―Dudó un instante―. No, quien es amiga de la doncella es otra
doncella, que a su vez…
―¡Por el amor de Dios! ―exclamó exasperado Michael―. Me importan una
mierda las amistades de la doncella de Camoys…
―No es la doncella del vizconde, es la de su hermana ―aclaró paciente
Marcus.
Michael le lanzó una aviesa mirada.
―¿Serías tan amable de saltarte la parte de las amistades entre el servicio y
pasar a lo importante? Por cierto, ¿cómo demonios ha llegado a ti esa certeza
sobre lord Palmer?, ¿has metido a alguien entre el personal?
Marcus suspiró.
―La doncella de lady Sarah es amiga de la doncella de lady Palmer. Ella le
contó que Palmer pasó toda la noche en casa de su amante, según el
testimonio de su cochero. ―Ahogó una sonrisa al ver la expresión estupefacta
de su amigo―. Antes de que preguntes, me lo ha contado lady Sarah en la
fiesta de anoche.
Michael agitó la cabeza confuso.
―Nunca entenderé a estos aristócratas, ¿desde cuándo cotillean con el
servicio?
―El asesinato de lady Eresby es la comidilla de Mayfair, es lógico que damas
y caballeros depongan su arrogancia sabiendo que los criados generalmente
están mucho más enterados que ellos mismos de lo que sucede en las casas, y
se rebajen a compartir comadreos ―argumentó Marcus―. Por cierto, lady Sarah
intentará averiguar algo más entre las damas ―soltó de corrido.
―¿Lady Sarah?, ¿lady sosa Sarah? ―Michael frunció el ceño―. ¿En qué
momento se ha convertido en lady audaz Sarah?
―A mí tampoco me agrada que intervenga en la investigación ―admitió
Marcus―, pero habíamos pensado en acudir a Nora para que ella intentase
averiguar algo entre las damas, y lady Sarah pasa desapercibida. Están
acostumbradas a su invisibilidad entre ellas, apenas participa de las
conversaciones, pero sabe escuchar.
Michael le clavó una especulativa mirada.
―Ya. Me pregunto si aceptarías de tan buen grado si fuese otra dama…
invisible la que se ofreciese a ayudar, en lugar de lady Sarah.
Marcus hizo un gesto vago con la mano, pero no contestó. Estaba seguro de
que no permitiría que ninguna dama, invisible o no, se inmiscuyese, sobre todo
pudiendo recurrir a Nora, pero había sido incapaz de negárselo a la hermana
del vizconde. ¿Por qué? Ni lo sabía ni tenía intención de pensar en ello. De
hecho, ella era la más interesada en descubrir algo que eliminara las sospechas
sobre su hermano, así que…
―¿Cómo, o más bien, dónde realizaremos los interrogatorios? ―Michael
volvió al tema del principio―. No podemos acudir a sus residencias, al menos
tú, si deseas seguir en el anonimato.
―Los citaremos aquí el mismo día a diferentes horas ―repuso Marcus―. Tú
los interrogarás y yo escucharé. Salvo a Camoys. A él lo interrogaremos los
dos.
―¿Por qué?
―Según la doncella de lady Eresby, fue el único que estuvo esa noche en la
casa. El último que la vio con vida, y salvo que otra persona consiguiese entrar
en la residencia sin ser vista, es el principal sospechoso.
Michael se encogió de hombros.
―Bien, enviaré las citaciones. ¿Mañana te parece bien?
Marcus asintió.
―Cuanto antes, mejor.
r
Esa noche, Marcus tuvo que asistir a otra de las innumerables fiestas que se
celebraban. Echó un rápido vistazo desde la escalera que daba acceso al gran
salón y su mirada se detuvo en lady Sarah. Al lado de su madre y rodeada de
otras damas, parecía indiferente a la conversación que se desarrollaba a su
alrededor. No se sorprendió cuando comprobó que una de ellas era la esposa
de otro de los sospechosos.
Desviando la mirada, Marcus bajó las escaleras para mezclarse con los
invitados mientras, desconcertado, consideraba si su intención había sido
evaluar el salón y a los invitados o comprobar la presencia de una sola persona,
en concreto una dama supuestamente invisible para los demás, aunque cada
vez más evidente para él.
Sarah había visto al vizconde en lo alto de las escaleras, oteando el salón.
Notó que su mirada se posaba unos instantes en su grupo, para después
desviarla con indiferencia. Cruzó las manos delante de ella para evitar que se
notase su nerviosismo. El vizconde Millard era un hombre devastadoramente
guapo, vestido de rigurosa etiqueta, su figura captaba las miradas de la mayoría
de las damas presentes. Abatida, pensó que mientras cualquiera de ellas rogaba
en silencio por que el vizconde firmase su carnet, ella había disuadido de ello
al caballero, al único que, al menos eso parecía, le solicitaba un baile en cada
evento en el que coincidían de propia voluntad.
«Tonta», se reconvino, el carismático, guapo y amable lord Millard no era
para ella, la sosa Sarah. Por un instante, sintió deseos de abandonar el papel que
ella misma había forjado a conciencia. Pero si tal cosa hacía, se temía que su
madre no tardaría ni lo que duraba un vals en comprometerla con algún
caballero, o no tan caballero. Gracias a su actuación, los caballeros la huían
como de la peste, lo que hacía improbable que su madre pudiese involucrarla
con alguno. Sonrió interiormente, ninguno permanecía a su lado el tiempo
suficiente como para correr el riesgo, de hecho, ni siquiera se detenían a
saludarla o a conversar con ella.
Las exclamaciones de falsa mortificación de las damas hicieron que prestase
atención a lo que se hablaba. Lady Morton, la esposa de uno de los implicados,
se sinceraba con las demás sobre el paradero de su marido la noche del
asesinato. Satisfecha, se percató de que, aunque la conversación no era en
absoluto apropiada para los oídos de una dama soltera, a ninguna de ellas
parecía importarle su presencia.
―¡Una humillación, eso es lo que fue! ―exclamaba en ese momento lady
Morton―. Tener que decirle a ese policía que Morton estaba en casa esa
noche, siendo perfectamente consciente de que estaba de juerga en uno de
esos clubes de caballeros, que no son más que burdeles. Pero, por supuesto
―continuó la dama entre mortificada y furiosa―, su reputación ante todo
―masculló mordaz―, poco importa mi humillación.
―Querida ―intervino otra de las damas―, me atrevería a decir que es
preferible que mintieras a que fuese de dominio público el lugar donde estaba
lord Morton esa noche. Sabes cómo funciona nuestro mundo: mientras no se
vea, o se nombre, no existe.
Lady Morton hizo una mueca.
―Por lo menos había abandonado a esa ramera de Eleanor Eresby. Que
estuviese en Loulou’s resulta un mal menor, ningún caballero convertiría en su
amante a una vulgar prostituta de burdel. Por Dios, ¡ni siquiera debería
conocer el nombre de ese antro! ―exclamó en un tono de asco.
Varias cejas se levantaron con escepticismo. No sería ni el primero ni el
último en situar en exclusiva a una de ellas.
«Otro más descartado, maldita sea», pensó Sarah. Si continuaban así, todas
las sospechas recaerían en Henry, y estaba completamente segura de su
inocencia. Pero si los demás fuesen excluyéndose, ¿cómo demostraría que su
hermano no lo hizo?
Con una mirada disimulada, comprobó que lord Millard no se encontraba
bailando, sino que conversaba con el grupo de lord Sarratt.
Colocó el pie sobre el dobladillo del vestido de su madre, al tiempo que esta
se dirigía con sus amigas hacia… donde quiera que fuesen. El sonido de la tela
al rasgarse hizo que se encogiese.
Lady Clarke se giró horrorizada, al tiempo que sus amigas.
―¡Por Dios, que eres torpe! ―exclamó con desprecio, mientras las otras
damas la miraban con lástima―. Tendré que subir a la sala de damas, y espero,
por tu bien, que puedan arreglar este desaguisado.
Sarah bajó la cabeza falsamente avergonzada. Mientras su madre se alejaba,
giró a medias su rostro para espetarle.
―¡Y por el amor de Dios! Siéntate en algún sitio y no te muevas, eres tan
torpe que provocarás que tengamos que pagar el vestido de alguna otra dama a
la que te acerques demasiado.
Cuando su madre desapareció, Sarah miró hacia el grupo. Se ruborizó al
notar que las damas se habían percatado de la escena y la miraban abatidas,
mientras los caballeros intentaban ser discretos continuando con su
conversación.
Suspirando, se encaminó hacia ellos. En realidad, hacia la terraza situada tras
ellos: no se sentía tan valerosa como para detenerse a saludar a las damas.
Pasaría por su lado hacia la terraza e intentaría hacerle una disimulada señal al
vizconde.
Inclinó la cabeza en un saludo cortés cuando se acercó al grupo, al tiempo
que lanzaba una significativa mirada al vizconde. Este miró a Darrell.
―Si me disculpáis. ―Darrell asintió. Estaba al tanto de lo que lady Sarah
hacía.
Gabriel frunció el ceño.
―Parece que lady Sarah no es la mosquita muerta que aparenta ser
―murmuró mordaz.
Shelby hizo una mueca de fastidio.
―Ella no es culpable de las actitudes vergonzosas de su madre, Gabriel.
Su marido suspiró.
―Lo sé, pelirroja, lo sé. Ten por seguro que, si así pensara, ni a su madre ni
a ella se les permitiría pisar siquiera la más humilde casa de Londres.
―Todo esto lo está haciendo por lealtad a su hermano ―intervino Justin―.
La verdad es que, teniendo en cuenta su… comportamiento durante estos
años, es loable su repentina audacia.
―Tal vez esa audacia no es tan repentina. Siempre pensé que tras su anodina
apariencia ocultaba una voluntad férrea ―argumentó Jenna―. No es fácil
mantener a raya a lady Clarke.
Callen atrajo a su esposa por la cintura hacia él, sin importarle en absoluto
que estuvieran en público.
―Creo que debemos aceptar tu mejor criterio, inglesa. Al fin y al cabo, sabes
mucho de férreas voluntades ―murmuró mirándola con ternura, mientras
Jenna se ruborizaba.
r
En la terraza, Sarah no perdió el tiempo en cuanto notó la presencia de
Millard a su lado. Cada vez le inquietaba más la cercanía del vizconde, y no
debía ni quería preguntarse la razón.
―Lord Morton pasó la noche en un club… ¿Lili’s? ―Demonios, se le había
olvidado el dichoso nombre.
Millard sonrió.
―Loulou’s ―rectificó con amabilidad.
―¡Ese es! Disculpe, no lo recordaba.
―Ni debería hacerlo. No se preocupe, milady, enviaré a que comprueben su
presencia allí ―repuso con amabilidad. Carraspeó―. Está haciendo un buen
trabajo, pero me temo que con eso está estrechando más el círculo alrededor
de su hermano.
―Henry no lo ha hecho, y le aseguro que se lo demostraré ―murmuró
secamente Sarah―. Si me disculpa, debo regresar.
―Por supuesto. ―Marcus inclinó la cabeza mientras ella hacía una breve
reverencia.
La contempló alejarse mientras tomaba un sorbo de la copa que había
llevado consigo a la terraza. Meneó la cabeza y su mirada se centró en una
pareja que regresaba de los iluminados jardines, seguida por su chaperona. El
vizconde Camoys daba su brazo a una joven dama. Marcus se frotó la barbilla
pensativo. ¿Podría ser que la dama en cuestión fuese el motivo del crimen? No
sería la primera amante que se negaba a dejar ir a su protector, aunque las
palabras «protector» y «Eleanor» no cuadraban en la misma frase. Eleanor tenía
amantes por placer, no por necesidad de dinero. Tal vez se había enamorado
del muchacho y … Bien, esperaba que el vizconde fuese sincero a la mañana
siguiente, tenía mucho que aclarar.
r
Los caballeros comenzaron a llegar a primera hora de la mañana.
Entrevistados por Michael, que no podía ocultar su diversión por haberlos
citado a tan temprana hora tras una noche que supuso de juerga, rápidamente
fueron descartados. Uno estaba con su amante de turno, coartada fácilmente
comprobable con la mujer y el servicio, y el otro había pasado la noche en el
club Revenge. Esa no hacía falta comprobarla. Ningún socio se arriesgaría a
perder su membresía mintiendo sobre su presencia allí, sobre todo utilizando
al club como excusa siendo investigado en un caso de asesinato.
Y llegó el turno de Camoys. Marcus, con la cadera apoyada en el escritorio,
observó el rostro resignado de Michael cuando este hizo pasar al vizconde… y
a su hermana con su, últimamente habitual, envoltorio negro.
Marcus reprimió un bufido de exasperación. Si el muchacho no se atrevía a
sincerarse a causa de preservar el decoro de lady Sarah, él mismo la sacaría de
una oreja del despacho.
Les hizo un gesto para que tomasen asiento. En cuanto se sentaron, no se
reprimió.
―Lady Sarah, no creo que su presencia aquí sea necesaria. Debemos
interrogar a lord Camoys y, tal vez, lo que tenga que decir no sea adecuado
para que lo escuche una dama soltera ―repuso con impaciencia.
―No se preocupe por mí, milord. No voy a asustarme por lo que pueda
decir mi hermano. No será más inadecuado que ciertas conversaciones entre
damas.
Camoys intervino.
―Confío en su discreción, caballeros, acerca de la presencia de mi hermana
aquí.
Michael enarcó una ceja, mientras Marcus respondía con sequedad.
―Quid pro quo, Camoys. Lo mismo exijo acerca de mi comparecencia en esta
entrevista.
―Por supuesto ―aceptó el vizconde.
Marcus miró a Michael.
―Que envíen el carruaje del vizconde al callejón trasero, saldrán por la
puerta de atrás.
Michael abrió la puerta y, tras intercambiar unas palabras con uno de los
policías, volvió a entrar y cerró tras él. Mientras se arrellanaba en uno de los
sillones, comenzó:
―Bien, milord, explíquenos punto por punto sus pasos durante esa noche.
Henry suspiró.
―Acudí a cenar con Ele… con lady Eresby, como muchas otras noches.
Tras la cena, en la que no hubo ninguna situación significativa, subimos a su
alcoba… ―Carraspeó y miró a su hermana―. Esto es un poco… indecoroso.
Mientras Michael rodaba los ojos, la mirada de Marcus se centró en la
pequeña mano enguantada que Sarah apoyó en la de su hermano, que
reposaba en el brazo del sillón.
―Más indecoroso sería que te acusaran de asesinato. No te preocupes y
responde, Henry ―murmuró con suavidad.
―Subimos a su alcoba y allí, bueno, comenzó la discusión. ―Michael y
Marcus intercambiaron una mirada, ¿habían discutido? Eso daba otro cariz al
asunto―. Le advertí que sería la última vez que la visitase. Me dispongo a
cortejar a una dama y no sería adecuado mantener una amante.
―¿Tienes la intención de iniciar un cortejo? ―inquirió atónita Sarah.
Camoys se encogió de hombros.
―Ha sido idea de madre, y bueno, a mí la muchacha no me disgusta.
―¡Por el amor de Dios, Henry, solo tienes veinticinco años! La obsesión de
madre por casarnos raya lo enfermizo ―espetó Sarah irritada.
Marcus se frotó las sienes con una mano. Acabaría con una jaqueca.
―Por favor, ―Intentó que su exasperación no se reflejara en su tono―,
¿podríamos centrarnos en lo importante? Ya discutirán los planes casaderos de
lady Clarke en otro momento, si no les importa, de preferencia en Clarke
House.
Sarah se ruborizó, al igual que un sospechoso color rosa subía por el cuello
del vizconde.
―El caso es que se negó a que la dejase ―continuó Camoys tras carraspear
azorado―. Adujo que podríamos continuar viéndonos, seríamos discretos y no
sería ni el primer ni el último caballero que, bien casado, bien comprometido,
mantuviese una amante. Me negué y le devolví su llave. Como se negó a
aceptarla, la puse sobre su tocador y me marché. Ni qué decir que sus
improperios resonaban mientras abría la puerta principal. Eso es todo, estaba
viva cuando me marché… muy viva, me atrevería a decir.
Marcus se frotó la barbilla pensativo.
―¿Solían abrir las ventanas durante sus… encuentros?
Henry ladeó la cabeza sorprendido.
―¿Las ventanas? No, en absoluto. A Ele… a lady Eresby le horrorizaba el
frío.
Marcus intercambió una mirada con Michael.
―Entonces, milord, ¿por qué la ventana de su dormitorio estaba
entreabierta?
Camoys frunció el ceño perplejo.
―¿Entreabierta? ―Tras pensar unos instantes, su rostro se iluminó―. Debió
de dejarla así cuando me tiró la llave.
―¿Disculpe? ―inquirió Michael.
―Cuando llegué a la calle, ella se asomó y me gritó que la conservara, que tal
vez mi futura esposa no fuese tan… bueno, y me arrojó la llave.
―¿La recogió? ―preguntó Marcus, repentinamente tenso.
―¡No, por supuesto que no! ―respondió Henry entre indignado y
mortificado.
―Entonces… ―murmuró Marcus pensativo.
―Alguien recogió esa llave, entró sin problema y la mató ―afirmó Sarah,
con un brillo de esperanza en los ojos. Miró a su hermano con una radiante
sonrisa―. ¡Te lo dije! ¡Sabía que demostraríamos tu inocencia!
―No tan rápido, lady Sarah ―terció Marcus―. Todavía tenemos que
comprobar dónde está la llave, y… ―A Marcus le dolió tener que matar el
brillo en los ojos de Sarah, pero no podía dejarla ilusionarse para luego…―.
Solo tenemos la palabra de lord Camoys asegurando que no tomó esa llave.
El vizconde se tensó.
―¡Mi cochero! Él fue testigo de la escena, podrá atestiguar que no me giré
para recoger nada, que entré directamente en el carruaje.
―¿Su cochero es el mismo que los ha traído aquí? ―inquirió Marcus.
Henry asintió vigorosamente, mientras Marcus le hacía un gesto a Michael.
Este salió a la carrera.
Sarah frunció el ceño desconcertada, al tiempo que Millard decidía
explicarse.
―Por lo que parece, ni siquiera recordaba el detalle de la llave, por lo que me
atrevería a decir que no ha planeado ninguna coartada con su cochero. ―Al ver
que Camoys se disponía a hablar, alzó una mano―. Mi colega ha ido a
interrogarlo. Espero que su declaración coincida con la suya.
Al cabo de lo que a Sarah le parecieron horas, Michael regresó. Asintió en
dirección a Michael.
―El cochero afirma que cuando su señor salió de la casa, «esa chiflada», y
son palabras suyas ―aclaró socarrón―, se asomó a la ventana, le arrojó algo
metálico, o eso intuyó por el sonido al caer sobre los adoquines, y mientras su
señor se metía en el carruaje soltó una sarta de improperios. En ningún
momento su señor se giró a recoger nada. De allí salieron hacia la residencia de
milord.
Sarah se levantó de un brinco con una sonrisa en el rostro. Al levantarse su
hermano, se arrojó a sus brazos.
―¡Sabía que tú eras incapaz! ―murmuró.
―Se lo dije, les dije que cuando me fui estaba viva ―murmuró aliviado
Camoys sobre la cabeza de su hermana.
Cuando los hermanos se marcharon, Michael masculló.
―Alguien debía de estar al acecho y subir en cuanto el vizconde se alejó.
Otra cosa no tiene sentido: aunque un desconocido encontrase la llave por
casualidad, son casas adosadas, ¿cómo podría saber a cuál correspondería? Y la
única razón para irrumpir en una casa desconocida sería el robo, no el
asesinato, y no faltaba absolutamente nada.
―Luego, debemos suponer ―añadió Marcus siguiendo el hilo de su colega―
que había alguien esperando a que Camoys se fuese, y esa persona sí tenía el
propósito de asesinar a lady Eresby.
―Hemos pasado muchas cosas por alto, me temo ―añadió Marcus
pensativo―. Tenemos que regresar y buscar la maldita llave, si no está allí, el
asesino se la llevó; además, debemos revisar la habitación. Eleanor fue
apuñalada, pero ¿con qué? ¡Por Dios, ni siquiera buscamos algún arma!
―Tal vez el asesino la traía consigo y se la llevó ―ofreció Michael―. Y en
cuanto a la llave, solo conocían ese detalle el vizconde y su asesino. Si no te
hubiese llamado la atención la ventana abierta, ni siquiera le habríamos
preguntado a Camoys.
Marcus se incorporó.
―Visitemos de nuevo la casa Eresby.
r
No tuvieron ningún problema para entrar en la que había sido la residencia
de Eleanor Eresby. Cuando, tres días después del crimen se entrevistaron con
el heredero del barón, este se comprometió a dejar la habitación tal y como
estaba, retirando solo el cuerpo de Eleanor, hasta que la investigación
finalizase.
La llave había desaparecido. Y en cuanto al arma, supusieron que había sido
un pequeño estilete que Eleanor utilizaría como abridor de cartas puesto que,
aunque había sido limpiado, sospecharon que por el asesino, al fijarse, notaron
algunos restos de sangre entre el estilete y el mango.
Marcus suspiró hastiado. Tendrían que volver a empezar. Tal vez hubiera
sido alguno de los caballeros descartados que hubiese regresado tras su
diversión nocturna, y tampoco podían olvidarse de sus esposas. Aunque la
mayoría acostumbraba a los engaños de sus maridos, quizá no supiesen que
Eleanor los había despedido a todos en favor de Camoys. Quizá alguna se
sintiese amenazada y decidiese solucionar el problema por sí misma.
k Capítulo 4 l
ESA noche, en otra de las veladas, Marcus se fijó en que Sarah resplandecía.
Pero tal vez solo se lo pareciese a él, puesto que a su alrededor todo seguía
como siempre, continuaba siendo la invisible, la sosa lady Sarah.
Sonriendo para sus adentros, se dirigió hacia donde estaba, junto a su madre
y sus inefables amigas. Los ojos de Sarah se abrieron como platos al verlo
acercarse y negó casi imperceptiblemente con la cabeza, lo que aumentó la
diversión de Marcus.
―¿Me haría el honor de concederme este baile, milady? Claro está, si no lo
tiene comprometido ―añadió, sabiendo que era del todo improbable.
Sarah dudó, pero ante la mirada de advertencia de su madre, tomó la mano
extendida del vizconde.
Cuando se acercaban a la pista de baile, Sarah murmuró.
―Creí que estábamos de acuerdo en que no me volvería a solicitar baile
alguno.
Marcus esbozó una sonrisa irónica.
―No ha tenido problema alguno en reunirse conmigo en las terrazas en
todos los salones en los que hemos coincidido, y ¿se inquieta por un baile
rodeados de gente? ¿Qué se supone que puede hacer su madre, empujarnos
para que caigamos al suelo y gritar «¡un vicario!»?
Sarah soltó una risilla ante la imagen que se presentó en su mente. Miró de
reojo a Marcus y vio que él la observaba con una sonrisa en los labios.
Comenzaron a bailar y Marcus notó que ella estaba mucho más relajada en
sus brazos que en otras ocasiones.
Sarah alzó sus ojos hacia él.
―Gracias.
Marcus frunció el ceño.
―¿Por qué?
Ella se encogió de hombros y el inocente gesto le pareció tan sensual a
Marcus que sintió que su entrepierna se alborotaba. Demonios, no era el
momento ni el lugar, ni siquiera la dama adecuada… ¿o sí?
―Si no se hubiese fijado en el detalle de la ventana, mi hermano no hubiese
podido probar su inocencia ―repuso Sarah, ajena a la incomodidad de Marcus
de cintura para abajo.
―Es mi trabajo, estar atento a los detalles. Por cierto…
―Mi hermano no dirá nada. ―Se anticipó Sarah adivinando lo que Marcus
pretendía preguntar―. Y yo mucho menos.
Marcus clavó su mirada en los grandes ojos castaños, que ahora brillaban
ilusionados.
―¿Me permitiría una pregunta?
Sarah ladeó la cabeza.
―Por supuesto, milord.
―¿Cuánto de sosa e invisible lady Sarah hay en usted? ¿O es solo un disfraz?
Sarah se ruborizó.
―Nadie es lo que aparenta, milord. Usted debería saberlo mejor que nadie.
Marcus asintió con la cabeza.
―Touché, milady. ¿Ha conocido a la dama que Camoys pretende cortejar?
Sarah hizo un gesto de resignación.
―Sí. Es muy joven, demasiado. Al igual que mi hermano. Henry no debería
estar tan pendiente de complacer a mi madre… Sobre todo porque nunca está
satisfecha ―murmuró para sí.
―Tal vez su hermano debería hablar más con lord Clarke, al fin y al cabo, es
su heredero ―ofreció Marcus.
Sarah esbozó una sonrisa triste.
―Todo lo que mi padre construye mi madre lo destruye. ―Se encogió de
hombros―. Si Henry sigue permitiendo que mi madre influya en él, casi
tomando las decisiones por él, mi padre poco puede hacer. ―De repente,
Sarah miró a Marcus con los ojos abiertos como platos. Era totalmente
indecoroso comentar asuntos completamente privados a un caballero.
Adivinando lo que pasaba por la mente de la muchacha, Marcus sonrió
amable.
―No se preocupe, sé guardar un secreto ―susurró en su oído al tiempo que
bajaba la cabeza.
Sarah se estremeció al notar el cálido aliento del vizconde en su oreja. Su
estómago se anudó y solo pudo asentir completamente ruborizada.
Cuando el baile finalizó, Marcus la detuvo antes de acompañarla hacia su
madre.
―¿Le apetecería dar un paseo?
Sarah abrió la boca para negarse, pero Marcus añadió.
―Por el salón, a la vista de todos. Le doy mi palabra de que, aunque griten
«¡fuego!», no la sacaré al exterior ―añadió socarrón―. La dejaré que se
achicharre si no he encontrado a su madre antes.
La carcajada de Sarah sorprendió a Marcus. Nunca la había escuchado reír y
le fascinó su risa franca y cristalina. Mientras la observaba, Sarah lo miró y,
durante un instante, ambas miradas se prendieron hasta que Sarah bajó los
ojos. Marcus se preguntó si era tristeza y resignación lo que acababa de ver
pasar por su mirada.
Cuando Sarah comprobó a dónde la dirigía el vizconde, se detuvo en seco,
casi provocando que Marcus tropezase.
―No ―musitó con suavidad.
―¿Por qué no? Son amigos, estarán encantados de conocerla.
―Por favor, no puedo… No después de lo que mi madre…
―Usted lo ha dicho: su madre. Ninguno de ellos la hace responsable de las
actitudes de lady Clarke.
Casi arrastrándola, la dirigió hacia donde se encontraba el grupo de amigos.
Sarah había palidecido, sin embargo, tanto los caballeros, sumamente corteses,
como las damas, fueron cariñosos y amables con ella, hasta que llegó el turno
de saludar a los duques de Brentwood.
Sarah hizo una profunda reverencia sin atreverse a alzar la mirada hacia el
duque. Gabriel tendió su mano para ayudarla a alzarse.
―Lady Sarah, un placer volver a verla ―murmuró cortés.
―El placer es mío, Su Gracia.
Sarah se giró hacia Shelby y, tras hacer su reverencia, la duquesa le tendió las
manos cariñosa.
―Lady Sarah, tengo entendido que ha prestado una importante ayuda a lord
Millard.
―Yo… ―Sarah no sabía qué responder. Se había sentido tan avergonzada
por las groserías que su madre había dirigido a la entonces todavía señorita
Shelby Holden…
―Sarah, ¿me permite tutearla? ―Ella asintió―. Usted no tiene nada que ver
con su madre, de eso estamos todos seguros, y desde luego no tiene nada que
ver con, digamos… su bien trabajado disfraz ―añadió con un guiño cómplice.
―De hecho ―intervino la marquesa de Clydesdale―, me encantaría invitarla
a un té en Brandon House. Nada formal, solo nosotras… seis.
Sarah sintió que su corazón se calentaba. Parecía que esas damas estaban
dispuestas a convertirse en amigas. Sus primeras amigas. Pero una mirada de
reojo apagó sus esperanzas. Su madre no le quitaba la vista de encima con una
sonrisa maliciosa.
Se mordió el labio inferior con nerviosismo.
―Señoría, es usted muy amable, pero debo declinar la invitación ―murmuró
desolada.
Jenna frunció el ceño. No se le había escapado la mirada que Sarah dirigió
hacia su madre y el gesto de esta. Asintió con la cabeza.
―Tal vez podamos encontrarnos alguna mañana durante el paseo por Hyde
Park ―ofreció. Sarah la miró con un brillo esperanzado. Su madre jamás la
acompañaba en sus paseos. Tal vez…
―Sería un placer, señoría ―murmuró agradecida.
―Creo que debo devolvérsela a su madre, o se acercará a reclamarla
―intervino Marcus.
―Dudo que se atreva ―masculló secamente Gabriel. Tras llevarse un codazo
de Shelby, añadió―: Mis disculpas, lady Sarah.
Sarah se encogió de hombros. Bastante agradables estaban siendo como
para que también se preocupasen por herir sus sentimientos con respecto a su
madre, sobre todo teniendo en cuenta que ella no tenía ninguno
particularmente cariñoso hacia su progenitora.
―Oh, no se preocupe, Su Gracia. Soy de su misma opinión. Tal vez cuando
necesite escapar de ella, me refugie tras ustedes. ―Sarah contuvo la respiración.
Por Dios Santo, estaba hablando con un duque.
Gabriel, sin embargo, soltó una carcajada.
―Será bienvenida cuando necesite refugio, milady, si mis espaldas no bastan
para ocultarla, mis amigos estarían encantados de formar un muro de
contención.
Las risas del grupo hicieron que Sarah sonriese por primera vez. Se inclinó
en una reverencia y permitió que Marcus la devolviera al lugar donde la
esperaba su madre.
r
Tumbada en cama, Sarah repasaba lo sucedido en la fiesta. Sabía que,
aunque su madre había permanecido silenciosa durante el regreso, durante el
desayuno le esperaban advertencias, exigencias y, sobre todo, que utilizase al
grupo de amigos de lord Millard. Su madre le diría que frecuentar su compañía
conseguiría lo que tres temporadas y sus arteras maniobras no habían
conseguido: procurarle un marido. Y tenía la intuición, no, estaba
completamente segura de que el marido que ella tenía en mente no era otro
que el vizconde.
No podía hacerle eso, lord Millard le gustaba, mucho, como para permitir
que su madre manipulase la situación. Le agradaba su sentido del humor, el
que hubiese permitido que ella investigase en los círculos de las damas, aunque
al principio intentase disuadirla, que tomase en cuenta sus opiniones, aunque a
regañadientes. Pero Marcus Millard no era para ella, para la sosa Sarah. Ni
tampoco su grupo de amigos llegarían a ser el suyo. No, cuando su madre
podría destrozarlo todo si no era capaz de manipularlos a su conveniencia.
Ellos se habían comportado generosamente no haciéndola responsable de las
groseras descortesías de su madre, pero esa generosidad no se extendería una
segunda vez.
Se preguntó cuál sería el motivo por el que lady Clarke deseaba verlos a su
hermano y a ella casados a toda costa. Entendía que el papel de una dama en el
mundo que le había tocado vivir era el de esposa y madre, y generalmente
mudo florero de adorno, pero ¿con Henry? Solamente tenía veinticinco, toda
la alta daba por hecho que un caballero no comenzaba a pensar en matrimonio
y herederos hasta sus treinta, a no ser que el caballero en cuestión fuese el
último de su linaje, y lord Clarke era relativamente joven, no había prisa alguna.
¿Por qué estaba tan obsesionada con sacarlos de Clarke House? De todas
maneras, Henry tenía su propia residencia de soltero, raras veces visitaba la
casa Clarke, mucho menos pasaba alguna noche en ella. Meneó la cabeza
confusa: resultaba casi imposible seguir el hilo de los retorcidos pensamientos
de la condesa.
Volvió a lord Millard. Debía alejarlo, o Margaret Clarke buscaría la manera
de provocar una situación insostenible.
Sus presentimientos se hicieron realidad cuando llegó al comedor de
desayuno y observó que solamente se hallaba en él su madre. Se obligó a
tranquilizarse. Llevaba tres años interpretando un papel y no era el momento
de abandonar su representación.
―Por lo que parece, has vuelto a captar la atención de lord Millard, puesto
que incluso ha tenido la gentileza de introducirte en el círculo de los duques de
Brentwood ―comenzó su madre con cierto tono de desprecio al nombrar a los
duques. Sarah sabía que su madre consideraba intolerable e insultante que una
americana se hubiese convertido en duquesa.
Sarah suspiró.
―Eso no significa nada, madre. Un encuentro fortuito durante nuestro
paseo por el salón. Lord Millard simplemente ha hecho gala de sus buenos
modales.
Margaret enarcó una ceja con desdén.
―Tal vez, y tal vez en algo haya influido que Camoys se haya visto libre de
esas absurdas sospechas de asesinato, aunque me temo que siempre le
perseguirán esas acusaciones ―repuso con malicia―. De todos modos, he visto
a lord Millard pasear con otras damas en otros eventos y eres la primera con la
que se acerca a sus amigos. ―Su mirada se volvió acerada―. Espero que
aproveches esta oportunidad. ―Lady Clarke calló abruptamente antes de
proseguir―: Has sido advertida, esta es tu última temporada. Millard es joven,
atractivo, rico y heredero de un marquesado, procura no perder su interés o te
aseguro que acabarás casada con el primer caballero que muestre el más
mínimo interés por tu dote que, en tu caso, será lo único que les pueda atraer.
Sarah soportó la humillación en silencio, ya que su madre no esperaba
contestación alguna. Tomó un sorbo de té mientras sopesaba sus palabras.
¿Acechaba a lord Millard? ¿Por qué? ¿Quizá había supuesto que por el hecho
de solicitarle un baile en los eventos en los que coincidían, este estaría
interesado en ella? Ahogó una amarga risa. Millard simplemente hacía gala de
sus buenos modales, nada más. Sin embargo, un ramalazo de inquietud la
recorrió: su madre parecía obsesionada con que el vizconde se interesase en
ella, y esa obsesión, viniendo de ella, no auguraba nada bueno. Se aseguraría de
evitar al vizconde y a sus amigos todo lo posible.
De reojo, observó cómo lady Clarke, tras limpiarse delicadamente la boca,
dejó su servilleta sobre la mesa y, levantándose, se dispuso a abandonar la
habitación. Ni una despedida ni una cortés pregunta sobre cómo pensaba
pasar su día… Hizo una mueca, desde luego, si hubiera hecho alguna de esas
cortesías, seguramente le habría sobrevenido una apoplejía a causa de la
sorpresa.
Finalizó su desayuno, y cuando se disponía a abandonar el comedor vio
pasar a su hermano. Se apresuró a salir a su encuentro.
―¡¿Henry?! ―exclamó.
Él se volvió y una cariñosa sonrisa se reflejó en su rostro.
―Sarah ―saludó mientras se acercaba para depositarle un beso en la mejilla.
Sarah sonrió. Eran muy cercanos, tal vez se habían unido tanto para
compensar la frialdad de su madre. Aunque su padre era completamente
diferente en cuanto a mostrar su afecto, por alguna razón que ella no entendía
se cuidaba muy mucho de demostrar nada delante de la condesa.
―¿Vienes a ver a padre?
―Sí. Hay algo que desea consultar conmigo ―repuso su hermano.
Mientras caminaban hacia el despacho del conde, Sarah enlazó el brazo al de
su hermano.
―Henry… ―Dudó un instante―. No importa lo que opine madre, no
necesitas comprometerte tan joven. Seguramente padre será de mi misma
opinión. ¿Se lo has consultado? ―inquirió esperanzada. Tal vez si su padre
intervenía…
Henry se encogió de hombros.
―Ni siquiera estoy seguro de que padre esté al tanto de los planes de nuestra
madre.
Sarah frunció el ceño.
―¿Te está obligando a un cortejo a sus espaldas? ―¿Hasta ese punto había
llegado: romper todas las normas para conseguir casar a Henry?
―Henry, habla con él ―insistió―. No permitirá que cometas esa
equivocación… a no ser… ―Sarah se detuvo, obligando a su hermano a hacer
lo mismo, al tiempo que lo observaba atenta―. ¿Sientes algo por esa dama?
¿Estás enamorado? Si es así…
Henry sonrió con amargura.
―Es una niña, Sarah, apenas acaba de salir de la guardería, y no, te puedo
asegurar que mi corazón no late desbocado cuando la veo.
Se detuvieron ante la puerta del despacho de su padre.
―Habla con él, Henry. Sé sincero y te aseguro que padre intervendrá.
Henry encogió un hombro mientras le daba una palmadita cariñosa en la
mano que reposaba en su brazo.
―No te prometo nada ―musitó.
Bien, si él no lo hacía, ella intervendría. No permitiría que su madre
destrozase la vida de Henry. Aunque le costase… lo que sea que le costase.
r
Mientras tanto, Marcus y Michael continuaban trabajando en el asesinato de
lady Eresby.
―Me pregunto a quién le estorbaba la baronesa tanto como para matarla
―murmuraba pensativo Michael―. Un caballero no necesita llegar a esos
extremos para deshacerse de una amante.
―¿Tal vez una esposa? ―repuso Marcus.
Michel movió la cabeza negando.
―Todas ellas estaban más que acostumbradas a los deslices de sus maridos,
con mayor o menor tolerancia, por supuesto, pero…
―Pero esa manera de matar, con tanta frialdad, por la espalda, no es propia
de una mujer ―acabó Marcus por él―. Y está, además, que lady Eresby no
consideraba peligroso a su asesino, puesto que le dio la espalda.
―Lo que me lleva a inclinarme hacia la posibilidad de que quizás se tratase
de una mujer. Lady Eresby no era tonta ―constató Michael―, si se tratase de
un caballero, estaría lo suficientemente alarmada porque él hubiese entrado
furtivamente en su casa que no le daría la espalda.
―Y aunque el servicio se hubiese retirado, con la discreción habitual dadas
las visitas que recibía, la escucharían si gritase ―acordó Marcus―, y debo
suponer que, si una dama se encuentra a un caballero en mitad de la noche en
su dormitorio, por mucho que lo conociese de otras visitas, gritaría o pediría
ayuda. No había signo alguno de lucha, por lo que debemos suponer que,
fuese quien fuese, lo consideraba inofensivo.
Michael chasqueó la lengua con fastidio.
―Debemos volver a empezar, esta vez centrándonos en las esposas. ―Miró
a Marcus ladino―. Me temo que tendremos que recurrir a lady Sarah de nuevo.
Marcus enarcó una ceja.
―En ningún momento hemos recurrido a ella, ella se inmiscuyó por propia
voluntad. Tal vez sea preferible recurrir a Nora. Lady Sarah no sabe nada de
que investigamos a las damas, y prefiero que no lo sepa.
―Ella es buena para escuchar, nadie se percata de su presencia ―replicó
Michael―. Son tus propias palabras ―añadió mordaz.
Por alguna razón, las palabras de Michael, aunque fueron las mismas que él
había dicho en otra conversación anterior, molestaron a Marcus. Nadie se
percataba de la presencia de la invisible Sarah, porque ella no lo deseaba, y que
incluso su amigo y compañero pensase que ese era su carácter, y no una
actuación, lo enervaba. Claro que eso era lo que deseaba lady Sarah: pasar
desapercibida.
Negó con la cabeza.
―Nora se encargará. ―Ante la mirada escéptica de su amigo, añadió―: Si se
cerrasen en su presencia, o Nora lo considerase más oportuno, entonces
pensaríamos en la posibilidad de pedirle ayuda a lady Sarah.
Michael asintió con recelo. Las damas no hablarían delante de Nora, mucho
menos confesarían o admitirían un asesinato. Nora, aunque era una experta en
camuflarse, en los salones mostraba personalidad, no se confiarían, sobre todo
porque ni siquiera era amiga de alguna de ellas. En cambio, lady Sarah sí
pertenecía a su círculo gracias a la arpía de su madre, y ninguna se mostraría
reticente en hablar delante de alguien que, para todas, era invisible.
k Capítulo 5 l
ESA noche cenaban en Clarke House, incluido Henry. Estaba previsto que más
tarde acudiesen a una representación en el Covent. Sarah había decidido que
sacaría el tema del precipitado compromiso de Henry durante la cena,
aprovechando la presencia de su padre.
Comenzaban el segundo plato cuando Sarah, tras mirar de reojo a su madre
y a Henry, comentó con fingida indiferencia.
―He conocido a lady Emma, encantadora, por cierto, pero un poco joven
para ser cortejada, ¿no crees? ―inquirió lanzando una desinteresada mirada a
su hermano.
El conde levantó la mirada de su plato para pasarla de su hija a Henry.
―No alcanzo a entender en qué le puede interesar a Henry si lady Emma es
joven o no, mucho menos si es cortejada ―repuso con desconcierto.
Sarah sonrió para sí.
―Oh, padre, claro que le interesa, puesto que Henry tiene intención de
cortejarla.
Si las miradas matasen, la que le dirigió su madre no solo prometía una
muerte inmediata, sino el pasaje directo al infierno.
Clarke frunció el ceño mientras centraba la mirada en su hijo.
―¿Disculpa? ¿Qué significa eso de que pretendes cortejarla? Sobre todo:
¿por qué razón yo no he sido informado?
Henry carraspeó evitando mirar a lady Clarke.
―Ha sido idea de madre, considera que debo empezar a pensar en un
heredero.
Un músculo saltó en la mandíbula de lord Clarke mientras dirigía una
mirada de advertencia a su esposa y la volvía hacia su hijo.
―Eres demasiado joven para pensar en herederos ―señaló―. Antes de
pensar en… establecerte, debes manejar con soltura los asuntos del condado.
―Miró a la condesa mientras la advertía, o amenazaba, Sarah no estaba
segura―. No, y repito, no habrá cortejo alguno por parte de mi heredero hacia
ninguna dama, mucho menos sin mi conocimiento, y desde luego, de ninguna
manera sin que yo lo autorice. ¿He sido claro?
Sarah vio, de reojo, cómo su madre se envaraba y alzaba la barbilla con
altanería, pero asentía con rigidez.
―Espero haberlo sido ―insistió lord Clarke―. No admitiré intromisión
alguna en cuanto a los planes que yo pueda tener para mi hijo, o los que
acordemos entre los dos. El futuro de mi heredero no es asunto suyo, milady.
Margaret Clarke no contestó. Con altanería, dejó la servilleta sobre la mesa y
se levantó dispuesta a abandonar el comedor. Su padre y Henry se levantaron
corteses, y cuando lady Clarke desapareció sin disculpa ni despedida alguna, su
padre soltó un suspiro de alivio, al tiempo que Henry le dirigía una agradecida
mirada a Sarah.
―De ahora en adelante, quiero estar al tanto de todo, absolutamente todo lo
que lady Clarke hable contigo, y por supuesto, quiero dejar claro que sus
órdenes o deseos con respecto a ti no valen absolutamente de nada, no tienes
ninguna obligación de atenderlos ―anunció el conde con frialdad mientras
miraba a su hijo―. El único que podría decidir sobre ti o tu futuro soy yo.
Sarah frunció el ceño. Su padre, habitualmente comedido y cortés, acababa
de ser insultante con su madre, arrebatándole todos los derechos que pudiera
tener sobre su hijo, algo que había recalcado: su hijo, su heredero. ¿Qué se le
estaba pasando por alto? Normalmente, el conde habría reconvenido a su
esposa de manera menos grosera y fría, pero en esta ocasión le había dejado
bien claro que no le permitiría rebasar ciertos límites. Y lo que era más
desconcertante, lady Clarke no había replicado en absoluto.
En ese momento se dio cuenta. Ella pagaría, y muy caro, su atrevimiento y
la humillación de su madre.
Cuando finalizaron la cena y se hubieron arreglado en sus respectivas
habitaciones, se reunieron en el vestíbulo. Lady Clarke no había bajado.
Ninguno preguntó la razón, ni siquiera se preocuparon por saber si los
acompañaría o no. El conde, con absoluta tranquilidad, tomó los guantes y el
sombrero que le tendía el mayordomo y los precedió hacia el carruaje que
esperaba.
r
El temor invadió a la doncella de lady Clarke cuando esta apareció en su
alcoba con el rostro deformado por la rabia. Esperó en silencio. Desde aquella
aciaga noche, hacía veinticinco años, en la que no había tenido más remedio
que cumplir la despreciable orden de su señora, no había tenido un momento
de paz. Había tenido que contemplar cómo la condesa trataba con desdén y
desprecio a la pobre criatura, la arrogancia con que trataba al conde, a
sabiendas de que una palabra suya y el escándalo se cerniría sobre él y su
heredero, y todas las maniobras destinadas a humillar y avergonzar a su propia
hija de sangre. Suspirando, comenzó a desvestir a su señora.
Margaret Clarke estaba furiosa, aunque «furiosa» no era el término más
adecuado, «colérica» sería más preciso, ante la inesperada intervención de Sarah
que había frustrado sus planes.
Se había casado con el conde de Clarke por imposición de su padre. No lo
amaba, ni siquiera le gustaba, y tras su noche de bodas, en la que el conde se
comportó de forma amable y gentil, se percató de que su marido y la dama de
compañía de su suegra tenían una relación. No es que le importase, ni siquiera
afectaba a su orgullo. Solo tendría que limitarse a darle un heredero, después se
marcharía a Londres y haría la vida que siempre había deseado: fiestas,
coqueteos, vestidos a la última moda… Todo se fue al traste cuando el bebé
nació muerto, en realidad no sentía la pérdida en absoluto: solo era una niña
sin valor que le obligaría a permanecer en Clarke Manor otro año en espera de
dar a luz al preciado heredero. Pero algo había salido bien de entre todo el
desastre. Esa mujer sí había tenido un varón, y ella, oportunamente, había
muerto en el trabajo de parto. En una noche había encontrado la solución a
sus problemas y se aseguraba poder tener en un puño a su marido.
Su dote había sido puesta en fideicomiso. Lord Clarke había insistido en
ello, alegando que en caso de que él faltase ella no tendría que subsistir a
expensas del estipendio que pudiera proporcionarle el siguiente conde, además
de añadir un generoso capital como parte de los acuerdos matrimoniales. En
estos momentos, esa dote, que no era precisamente miserable, debía de
constituir una fortuna, y ella estaba deseosa de disfrutarla. Solo había un
impedimento: el conde estaba vivo y, mientras esos dos malditos críos no
tuvieran sus propias residencias y familias, nada podría hacer para remediar ese
pequeño obstáculo. Además, había convencido a su padre para introducir una
cláusula en los acuerdos, y que tanto el padre de Clarke como él mismo, el uno
por el deseo de casar a su hijo y eliminar el peligro de su enamoramiento de la
dama de compañía de su esposa, y el otro… quizá por acallar su conciencia,
habían aceptado sin reservas. Ese acuerdo le permitiría aumentar su fortuna en
caso de que no consiguiese casar a Sarah… De una manera u otra, Sarah no
sería un obstáculo en sus planes.
Su plan de implicar a Camoys en la muerte de esa desvergonzada vizcondesa
había fracasado. No importaba, Camoys tenía su propia residencia de soltero y
ella se había procurado una prueba que, de salir a la luz, haría que el heredero
de Clarke acabase ahorcado. Quien estorbaba de verdad a sus planes era Sarah.
A pesar de su anodina apariencia, Margaret sabía que su hija era muy
inteligente… y observadora. No podría disfrutar de la vida que sabía que
merecía hasta que ella se marchase de Clarke House de una maldita vez, de una
manera o de otra. Tenía que casarla, de preferencia con alguien que tuviese su
residencia lejos de Londres y al que no le agradase particularmente la vida en la
ciudad. Sonrió malévola, creía conocer al caballero adecuado para sus fines, y
desde luego no era lord Millard. Tampoco había sido Brentwood. El duque
hubiera sido más apropiado para sus planes, controlaría con mano de hierro
las visitas de su duquesa a Clarke House, algo que favorecería en extremo sus
intenciones. Como fuese, Sarah acabaría la temporada casada y residiendo en
algún lugar dejado de la mano de Dios.
Y Dios la librase de negarse. Después de que le dejase claras las
consecuencias, Sarah correría hacia el vicario.
r
El Covent estaba a rebosar. Sarah no recordaba cuál era la obra que se
estrenaba, y para el caso tampoco le importaba, ya lo comprobaría en el
programa.
Sarah recorrió con mirada distraída los palcos situados frente al de su
familia, hasta que sus ojos se detuvieron en uno en concreto. El vizconde
Millard conversaba sonriente con una hermosa dama morena. Tras unos
instantes desvió su mirada, no sin que, por un momento, su corazón se saltase
un latido. Tomó el programa de la función y, mientras lo miraba sin fijarse en
absoluto en lo que estaba escrito, parpadeó varias veces.
¿Qué podía importarle a ella que el vizconde acudiese acompañado al
teatro? ¿Por qué había sentido como si algo se rompiese dentro de su corazón?
Él simplemente había sido gentil con ella, nada más. Lord Millard era un
caballero, y que hubiese sido casi el único, para el caso el único, caballero joven
que le hubiese solicitado algún baile, no era más que una muestra de su
gentileza y sus buenos modales. La sosa Sarah no tenía derecho a esperar nada
más, mucho menos a ilusionarse tontamente. Pasó las hojas del programa
inconscientemente. Al margen de las posibles estratagemas de su madre por
emparejarla de la manera que fuese, honorable o no, con algún caballero, ella
tenía sus propios planes. No podía enamorarse del vizconde… ¿Estaba
enamorada? No. Simplemente estaba confundiendo el sentimiento de gratitud
hacia lord Millard, con… otra cosa, al fin y al cabo, nadie se había comportado
con ella de forma tan amable como el vizconde. Además, nadie se enamoraba
tras un par de bailes y la misma cantidad de conversaciones, ¿no? Claro que no,
era simplemente aprecio y agradecimiento por su amabilidad y, sobre todo, por
haber librado de sospechas a Henry. Meneó la cabeza con tristeza. Ya tenía
bastantes preocupaciones, la primordial el previsible enfrentamiento que la
esperaba con su madre después de lo sucedido durante la cena, y su seguro
castigo por ello. No necesitaba la distracción de un ingenuo y absurdo
enamoramiento.
Henry, sentado a su lado, la observó preocupado. Colocó su mano sobre la
pequeña mano femenina que apretaba el programa como si quisiera
destrozarlo.
―¿Estás bien? ―preguntó solícito.
Sarah lo miró confusa, despertando de su ensoñación.
―Sí, por supuesto ―repuso con una sonrisa que no le llegaba a los ojos.
―Gracias por lo que has hecho ―ofreció su hermano―. Me temo que
madre no pasará por alto que no solo hayas estropeado sus planes, sino la
humillación recibida por padre.
«No, no lo hará. Su castigo llegará cuando menos lo espere», pensó Sarah
con resignación.
―No importa ―replicó―. Estoy acostumbrada a que nada de lo que haga
sea de su agrado, así que, ―Se encogió de hombros―, al ayudarte, por lo
menos esta vez su irritación tiene un motivo.
La mirada de Henry era inescrutable y, pensativo, murmuró:
―No entiendo por qué se comporta así contigo. ―Meneó la cabeza
negando―. Entiendo su desapego hacia mí, pero tú…
Sarah frunció el ceño.
―¿Qué quieres decir? ¿Por qué debería comportarse de forma diferente
contigo que conmigo? ―Ante el silencio de su hermano, ella insistió―:
¿Henry?
Él le palmeó la mano con cariño.
―No te inquietes. Me temo que estoy un poco intranquilo por las
consecuencias que tendrá tu intervención, y quisiera poder evitártelas.
«Pero no puedo, ni siquiera padre puede», pensó abatido.
En ese momento, las luces se apagaron para dar comienzo a la función y
ambos hermanos centraron su atención en el escenario.
Cuando llegó el primer entreacto, lord Clarke se disculpó para visitar el
palco de unos amigos. Henry se ofreció a ir a buscarle un refrigerio a Sarah.
―Solo será un momento, volveré enseguida. No resulta muy decoroso
dejarte sola.
Sarah sonrió con amargura.
―No te preocupes, no es como si los caballeros hiciesen fila para colocarme
en una situación comprometida.
Henry detuvo el gesto de descorrer las cortinas del palco para salir.
―Porque el disfraz que te has fabricado lo impide, Sarah ―susurró con
suavidad al tiempo que se giraba y abandonaba el palco.
Sarah miró pensativa las cortinas por donde había desaparecido su hermano.
«Hasta ahora, ese disfraz me ha salvado de las maquinaciones de madre, y
no me lo quitaré hasta que esté a salvo, fuera de su alcance», pensó ella.
r
Marcus había observado la llegada de los Clarke a su palco. Ella estaba muy
hermosa, sin embargo, volvía a tener ese halo de tristeza y preocupación en su
rostro. Notó que retiraba discretamente su mirada cuando sus ojos recorrieron
los palcos y se detuvo en el suyo. Mientras conversaba con Nora, contempló
con disimulo cómo lord Clarke y el vizconde abandonaban el palco. ¿Es que
no tenían sentido del decoro al dejar sola a una dama soltera? Por Dios,
cualquiera podría entrar y ponerla en una situación insostenible para su
reputación. Miró a Nora.
―Me gustaría que conocieras a alguien ―susurró.
Nora ladeó la cabeza.
―Por supuesto.
Tras tender su mano a la vizcondesa para ayudarla a levantarse y ofrecerle el
brazo, la dirigió hacia el palco del conde de Clarke.
Sarah se sobresaltó cuando notó que alguien descorría la cortina. Su
hermano acababa de irse, no podría ser él. Se tensó, tal vez su reputación de
sosa no fuese suficiente para disuadir a algún caballero desesperado por
conseguir una generosa dote, aunque procediese de ella.
Frunció el ceño, al tiempo que se relajaba visiblemente cuando la figura de la
dama que acompañaba a lord Millard se abrió paso entre las cortinas que
sujetaba una mano masculina… que pertenecía al susodicho.
Sarah se levantó extrañada.
Millard se adelantó con una inclinación.
―Lady Sarah.
Ella hizo su reverencia.
―Milord.
―Disculpe nuestra intromisión ―repuso el vizconde―, pero al notar que sus
acompañantes, inexplicablemente, ―Marcus recalcó la palabra―, la dejaban
sola en el palco, me he atrevido a ofrecerle nuestra compañía durante su
ausencia.
A Sarah le agradó y le incomodó a partes iguales su preocupación por el
decoro y la alusión a lo inconveniente del comportamiento de su padre y su
hermano.
―Camoys no tardará, milord, ha ido en busca de un refrigerio. ―Se sintió en
la obligación de defender a su hermano.
Marcus obvió el comentario. Daba igual si había salido a buscar un refresco
o hielo al Polo Norte, era inconcebible que dejase a su hermana sola.
―Disculpe, creo que he dejado a un lado mis buenos modales. ―Acercó a
Nora, tomándola por el codo―. Permítame presentarlas ―ofreció―, lady
Dudley, lady Sarah Clarke.
Sarah hizo una reverencia mientras Nora inclinaba la cabeza con una
sonrisa.
―Hemos coincidido multitud de veces en eventos, pero lamentablemente
no ha habido ocasión de ser presentadas; un placer, lady Sarah.
―El placer es mío, lady Dudley. Por favor, siéntense ―ofreció Sarah
amablemente.
Mientras Nora y Sarah comenzaban a conversar sobre la función, los
asistentes a ella y demás banalidades, Marcus observaba a Sarah. No había
nada de reserva ni timidez en ella mientras charlaba con Nora, se encontraba
cómoda. Claro que su madre no estaba cerca, no había razón alguna para
convertirse en la imagen que proyectaba en los salones. Puede que también
influyese que él se la había presentado y considerase que merecía su confianza.
Su ego masculino se hinchó ante su desconcierto. ¿Por qué debía de
enorgullecerle pensar que ella confiaba en él? Demonios, esa mujer lo
confundía como ninguna otra, eso sin pensar en su entrepierna, que saltaba
gozosa cada vez que su mirada se desplazaba hacia esos tentadores labios.
Al cabo de unos instantes, Henry entró con dos copas de champán en las
manos. Al ver a Nora y a Marcus se quedó paralizado unos instantes pero,
galante, ofreció las copas a ambas damas.
Tras conversar unos minutos, las luces comenzaron a atenuarse, avisando
del comienzo del siguiente acto. Las dos parejas se despidieron, al tiempo que
Nora comentaba:
―Espero que coincidamos durante el usual paseo por Hyde Park.
Una sombra pasó por los ojos de Sarah, que miró furtivamente a su
hermano, algo que no le fue ajeno a Marcus.
―Sería muy agradable, milady.
Cuando se dirigían a su palco, Nora giró el rostro hacia Marcus.
―Si esa muchacha es sosa, yo soy una monja católica ―espetó.
Marcus rio entre dientes.
―Me temo que su sosería forma parte de un disfraz bien planeado.
Nora asintió, y mientras volvía su mirada hacia el pasillo, murmuró
pensativa.
―Supongo que tampoco a ti te ha pasado desapercibido que cuando hablé
del paseo se sintió como si la invitase a visitar el infierno.
Marcus negó con la cabeza.
―No. Me temo que algo tendrá que ver con su descerebrada madre.
―Hay algo en lady Clarke que me perturba ―murmuró Nora―. Esa mujer
no me gusta, mi intuición me dice que, además de ser una cruel arpía, oculta
algo.
Marcus frunció el ceño. Si de algo se fiaba, era de la intuición, basada en la
experiencia, de Nora.
k Capítulo 6 l
DURANTE una semana, la condesa se recluyó en sus aposentos, solamente salía
de mañana para efectuar sus visitas corteses acompañada de su doncella
personal, lo que generaba tranquilidad en el conde y desasosiego en Sarah. Ese
aislamiento no auguraba nada bueno para ella.
Sarah leía en su alcoba cuando Poppy entró. Sarah no le prestó atención, su
doncella entraba y salía según tuviese que realizar sus tareas. Sin embargo, la
quietud de esta le hizo levantar la vista del libro.
―¿Sucede algo, Poppy?
―Milady… las lavanderas… Creo que debería hablar con ellas ―murmuró
incómoda la muchacha.
Sarah frunció el ceño. El manejo del personal era algo que gestionaba su
madre. Ni loca se le ocurriría intervenir.
―Poppy, lady Clarke no tardará en regresar, no creo que deba
entrometerme…
―Precisamente, milady. Ellas temen no haber podido resolver el problema
antes de que lady Clarke regrese. ―Le dirigió una mirada suplicante―. Por
favor.
Sarah suspiró.
―Bien, bajemos, pero no creo que pueda ayudarlas, no a espaldas de milady.
―Ya tenía suficientes problemas pendientes con ella como para añadir los
domésticos.
Cuando llegaron a la zona de lavandería, Sarah notó el suspiro de alivio del
personal mientras hacían sus reverencias.
―Poppy me ha comentado que estáis preocupadas por algo, si puedo
ayudaros…
Una de ellas, la más antigua, se adelantó.
―Milady, su madre nos trajo este vestido para limpiar. ―Le mostró uno de
los vestidos más sencillos de su madre, que tenía en las manos―. Con la
advertencia de que debería quedar absolutamente limpio, que no toleraría ni un
resto de manchas… pero…
Sarah enarcó una ceja. Su madre no era tan estricta en la limpieza, si algo
estaba muy sucio, se desechaba y reemplazaba, además de que el que ella
manchase algo hasta el punto de dudar de su posible limpieza…
―Entiendo, ¿os resulta difícil eliminar las manchas?
―Milady, lo hemos intentado varias veces pero no somos capaces.
Sarah extendió una mano.
―Dejadme ver.
La lavandera extendió el vestido para que Sarah viese el desastre. En la falda,
levemente difuminada había una gran mancha de… ¿sangre? Sarah se quedó
paralizada. ¿Su madre se había herido de tanta gravedad para dejar semejante
marca en el vestido? Pero, ¿cuándo? Ella no había notado ninguna herida
visible.
―¿Cuándo os entregó el vestido?
―Hace un par de semanas, milady.
Un mal presentimiento la recorrió, y Sarah pensó con rapidez.
―Bien, esto es lo que haremos: me llevaré el vestido y vosotras debéis
decirle, cuando os pregunte, que no pudiendo eliminar las manchas, lo
quemaseis. ―Paseó su mirada entre ellas―. Debéis ser convincentes y, desde
luego, ofrecerle la posibilidad de que tal vez os equivocasteis en vuestra
decisión, pero dejar claro que el vestido no tenía arreglo posible. ¿Habéis
entendido?
Las criadas asintieron aliviadas.
―Y, por supuesto, ni yo he estado aquí ni he visto el vestido. ―La aclaración
casi sobraba, todas conocían el cruel talante de la condesa, ninguna abriría la
boca.
Poppy tomó el vestido de las manos de la lavandera y, haciendo un revoltijo
con él, subió tras su señora.
Cuando entraron en su alcoba, Sarah buscó con la mirada un escondite
adecuado. No sabía la razón, pero algo le decía que no debía deshacerse del
vestido.
Poppy, más avezada, abrió el armario de Sarah y sacó una caja de sombreros
vacía. Enrolló el vestido y lo metió en ella, al tiempo que ocultaba la caja en la
parte superior del armario tras otras que sí contenían sombreros.
―Milady nunca entra en esta habitación, lady Sarah, y aunque lo hiciese, no
se pondría a revisar su armario ―adujo mientras Sarah la miraba estupefacta.
―Gracias, Poppy ―murmuró. Además de su absoluta confianza en la
doncella, no le debía ninguna explicación y, desde luego, ella no la esperaría.
Tras marcharse su doncella, Sarah ya no pudo volver a su libro. Su mente no
cesaba de elucubrar sobre la extraña mancha del vestido. No había visto herida
alguna en su madre que la justificara. Tal vez se debiese a que alguien a su lado
se hubiese herido…, pero Sarah pensó, cínicamente, que lady Clarke permitiría
que esa persona se desangrase antes de estropear su vestuario. Además, esta
era una de sus piezas más sencillas, destinada a estar en la casa los días que no
recibía visitas. Meneó la cabeza confusa, quizá la explicación era muy sencilla y
ella le estaba dando vueltas a algo que no tenía mayor importancia, pero tenía
un mal presentimiento. Conociendo a su madre, las palabras «lady Clarke» y
«sangre» en la misma frase no podían traer nada bueno.
r
Sarah paseaba por Hyde Park seguida de su doncella. Debería aprovechar el
extraño mutismo de su madre, puesto que sabía que pronto habría represalias
tras su defensa de Henry y no tenía la menor idea de cuál sería el castigo
elegido.
De pronto se congeló. Dos jinetes se acercaban en su dirección
conversando animadamente. Demonios, uno de ellos era lord Millard. Miró
desesperada a su alrededor en busca de una senda alternativa y, sorprendiendo
a Poppy, giró para internarse en un camino secundario.
La doncella, desconcertada, intentó prevenir a su señora.
―Milady, no deberíamos alejarnos del camino principal.
Sin dejar de caminar, Sarah contestó por encima de su hombro.
―Será un momento, Poppy, quiero ver a dónde conduce.
En realidad, le importaba un ardite si la senda conducía al mismísimo centro
del infierno, el caso era eludir el saludo del vizconde. Después de las palabras
de su madre, no deseaba que llegase a sus oídos que, aunque fuese por
casualidad, se habían encontrado durante el paseo. Eso provocaría que ella, al
menos eso pensaba Sarah, en su obsesión por comprometerla, comenzase a
tergiversar lo que solamente eran buenos modales por parte de lord Millard.
r
Marcus había visto a lady Sarah, su repentino envaramiento al verlos y su
rápida huida en otra dirección. Sonriendo para sí, miró a Darrell.
―Si me disculpas, creo que acabo de ver a alguien a quien debo saludar.
Darrell lo observó enarcando una ceja. A él tampoco se le había pasado por
alto la extraña conducta de lady Sarah, y sospechaba quién era ese alguien a
quien Marcus deseaba saludar… a solas.
―No te preocupes ―admitió―, además, debo volver al trabajo. ―Antes de
espolear su caballo, añadió socarrón―: Transmítele mis saludos a lady Sarah.
Marcus rodó los ojos mientras observaba alejarse a su jefe y amigo. Por
Dios, ¿es que nada se le escapaba? Meneando la cabeza, dirigió su montura
hacia el sendero por el que había desaparecido Sarah. Una vez se internó en él,
bajó de su caballo y, pasando las riendas por una rama, lo dejó descansar.
Continuaría a pie.
Había avanzado un trecho cuando escuchó la fascinante voz de Sarah…
¿murmurando maldiciones? Esbozó una maliciosa sonrisa mientras continuaba
caminando.
―Demonios, Poppy, ¿en qué estaba pensando cuando tomé esta senda?
―refunfuñaba Sarah mientras intentaba salvar del barro los bajos de su vestido
de mañana recogiéndolos con ambas manos. Sus botas de cabritilla ya estaban
destrozadas.
La doncella se encogió de hombros mientras observaba los esfuerzos de su
señora con una sonrisa socarrona.
―No pensaba, milady.
Sarah le lanzó una mirada asesina.
―Maldita sea, es temprano, hay una preciosa pista en Rotten Row para
cabalgar a gusto, ¿por qué demonios tuvo que utilizar el paseo? ¡Condenación,
debería estar trabajando! ¡O en su club! ¡O donde demonios suelan ir los
caballeros a estas horas! ―farfullaba mientras intentaba salir de lodazal en el
que se había metido.
Escucharon una preciosa y conocida voz masculina.
―Demasiadas maldiciones en una sola frase, milady. ―Chasqueó la lengua―.
No resulta muy propio en una dama tan decorosa.
Sarah, sobresaltada, casi se cae sobre su trasero al escucharlo.
Marcus tendió una mano hacia la sonrojada muchacha.
―¿Me permite ayudarla? ―ofreció socarrón―. Se acerca la hora del
almuerzo y, por lo que veo, dudo que consiga salir de ahí incluso para llegar a
la cena.
Sarah lo fulminó con la mirada, al tiempo que exhalaba un bufido de
exasperación muy poco femenino, lo que arrancó otra sonrisa disimulada de
Marcus. Sin embargo, aceptó la mano tendida.
Sus pies estaban tan hundidos en el barro que casi hizo trastabillar a Marcus
cuando tiró de ella.
―Si me permite. ―El vizconde adelantó un paso y, tomándola de la cintura,
la alzó para sacarla del viscoso fango.
Cuando la depositó con suavidad a su lado, sus manos permanecieron unos
instantes más de lo decoroso en la estrecha cintura femenina, lo que provocó
un carraspeo de advertencia de la doncella.
Marcus la soltó como si quemase, mientras Sarah, ruborizada hasta las
orejas, bajaba la mirada para contemplar el desastre de su vestido y sus botines.
Él siguió su mirada.
―Me temo que le costará caminar con ese peso añadido, milady. Me
pregunto qué le habrá impulsado a meterse por esta senda. ―Marcus sabía
perfectamente que el motivo era esquivarlo a él, pero no pudo evitar bromear a
su costa.
Sarah entrecerró los ojos.
―Me temo que quise evitar un encuentro… incómodo ―masculló irritada.
―No alcanzo a entender qué podría ser más incómodo que… esto ―adujo
mientras con una mano hacía un gesto señalando los bajos del vestido de
Sarah.
Un resoplido de la doncella hizo que Marcus volviese a sonreír, al tiempo
que Sarah le lanzaba a Poppy una furiosa mirada.
―No puedo volver así a casa ―murmuró pensativa Sarah.
Marcus ladeó la cabeza.
―Me temo que no. Si ha venido dando un paseo… tardará…
―Sí, ya lo ha dejado claro, ni siquiera llegaría a tiempo para cenar ―siseó
Sarah exasperada. Eso por no hablar de los cotilleos que se levantarían a su
paso.
Marcus se apiadó de la muchacha.
―Venga conmigo ―ofreció.
Los ojos de Sarah se abrieron como platos.
―¿Q… qué… dónde?
Él rodó los ojos.
―Hay otro camino que conduce a un pequeño arroyo. El agua está limpia.
Por lo menos podrá sacar esa… ―Miró con aprensión la costra de barro
adherida al vestido―. Esa asquerosidad, y librarse de algo de peso.
―¡¿No pretenderá que me saque el vestido para lavarlo?! ―exclamó
escandalizada.
―¡Por Dios, nada más lejos de mis intenciones! ―repuso Marcus―. Si no ha
tenido reparos en meterse hasta los tobillos en el fango, bien puede hacer lo
mismo en el agua ―ofreció.
Poppy volvió a carraspear. No era decoroso que un caballero se refiriese a
los tobillos de una dama, para el caso, a ninguna parte de su cuerpo.
Marcus se inclinó hacia Sarah.
―Parece que su doncella tiene carraspera, tal vez hubiera debido dejarla
descansar y venir con otra sirvienta. ¿No le preocupa que acabe con una
neumonía con tanta humedad? Claro que ella, por lo menos, ha tenido el buen
sentido de no seguirla en su audaz incursión en el barro.
Sarah resopló mientras disimulaba una sonrisa.
―¿No le parece que ya se ha divertido bastante, milord? Si es tan amable de
conducirnos hasta ese arroyo…
―Lo cierto es que no suelo tomarme de muy buen grado que las personas
huyan de mí, mucho menos si resulta ser una dama, puede ser porque no estoy
acostumbrado ―susurró con amabilidad―. Pero tiene razón, ya me he
resarcido del insulto.
―¡Yo no le he insultado! ―exclamó irritada y mortificada Sarah.
―¿No? ―inquirió Marcus con ironía―. Entonces ¿cómo calificaría usted su
huida hacia los pantanos nada más verme… milady?
Sarah, azorada, no contestó. Se limitó a echar a andar, hasta que notó que
Marcus no se movía. Se giró para verlo contemplarla con los brazos cruzados
con indolencia.
Sarah alzó las palmas de las manos en muda pregunta, mientras Marcus se
limitó a señalar con una de las suyas otro camino en la parte contraria al que se
había dirigido Sarah.
Esta vez, Poppy no se reprimió en soltar una carcajada, que cortó en seco
cuando recibió la furibunda mirada de su señora. Marcus, con una sonrisa
ladina, miró a la doncella al tiempo que le guiñaba burlón un ojo, mientras
Sarah se encaminaba hacia el sendero señalado y, a continuación, seguir a la
terca dama e intentar evitar que se metiera de cabeza en el Serpentine.
Sarah se metió en el arroyo nada más verlo. Marcus enarcó las cejas.
―¿Me permitiría una observación? ―Sin esperar respuesta, prosiguió
mientras se frotaba la barbilla―. ¿No sería más conveniente que se descalzase?
―¡¿Cómo dice?! ―Sarah estaba atónita―. ¡No puedo hacerlo, estamos en
mitad de Hyde Park! Eso sin contar su presencia.
―Bueno, ―Marcus miró alrededor―, yo no veo a nadie por aquí, y en
cuanto a mí, puedo darme la vuelta y apartar mi indecorosa mirada de sus…
pies ―repuso burlón.
Sarah miró a Poppy, que ladeó la cabeza asintiendo. Tal vez fuese buena idea
seguir el mejor criterio del vizconde. El agua lavaría sus pies del barro y podría
limpiar sus botines, molesta, se dio cuenta de que, con ellos puestos, no
conseguiría nada.
―Mientras usted hace… lo que sea que tenga que hacer, iré a buscar a mi
caballo ―ofreció Marcus galante.
―¡¿Nos va a dejar solas… aquí?! ―exclamó Sarah con voz estrangulada.
Marcus enarcó una ceja.
―No le preocupó en absoluto internarse en senderos desconocidos para
acabar en un lodazal mientras huía de mí, milady. Y estaré a poca distancia
―masculló molesto.
Sarah tuvo a bien ruborizarse azorada por el reproche del vizconde. Marcus
se giró y comenzó a alejarse.
Poppy se apresuró a acercarse a su señora.
―Tendrá que quitarse las medias, milady. Ya estarán suficientemente
mojados sus botines como para añadir la humedad de las medias.
Ayudada por la doncella, Sarah se descalzó y, tras quitarse las medias y
mientras la doncella lavaba los botines, ella se internó en el agua para que el
barro de los bajos de su vestido se disolviese.
Cuando Marcus regresó con su montura, Sarah se había sentado en un claro
con las faldas del vestido extendidas a su alrededor.
Marcus la observó unos instantes. El poco sol que entraba en el claro caía
sobre el lugar donde se había sentado. Su rubio cabello brillaba como el satén
y su rostro, vuelto hacia el sol, mostraba una paz que nunca había notado en
ella, siempre tensa en los eventos en los que coincidían. Sintió que las manos le
picaban por acariciar uno de sus rizos y que su entrepierna también
hormigueaba… por otros motivos. Incómodo, carraspeó. Sarah, al escucharlo,
despertó de su ensoñación y clavó sus castaños ojos en él. Marcus sintió que
su corazón se aceleraba al ver la mirada que le dirigió. Honesta, sin rastro
alguno de tristeza, incluso afectuosa. Santo Dios, si continuaba mirándolo
así… Él no apartó los ojos de ella, sus miradas prendidas, hasta que un
movimiento de la doncella los sacó del seductor instante.
―Creo que ya están limpios, milady.
Sarah volvió a dirigir la mirada hacia Marcus que, entendiendo, se giró. Una
vez se hubo calzado, se puso en pie ayudada por Poppy, mientras esta guardaba
las medias de su señora en uno de los bolsillos de su vestido.
―Si está lista, podemos irnos ―ofreció Marcus cuando ella se acercó a él. «Y
rápidamente, de preferencia», pensó con incomodidad. No le gustaban las
sensaciones que despertaba en él lady Sarah Clarke. Tal vez ella tuviese razón y
lo mejor sería evitarse tanto como pudiesen.
―No podemos salir juntos del sendero ―musitó ella.
Tras un momento de confusión, Marcus asintió. No sería decoroso y la
reputación de Sarah se iría al diablo, eso sin contar con la segura intervención
de lady Clarke.
―Cierto, me adelantaré para mostrarles el camino y, una vez que me haya
alejado, esperen unos minutos e incorpórense a la senda principal.
―Gracias, milord ―Sarah hizo una reverencia.
Marcus se inclinó cortés.
―No hay de qué, milady. En verdad ha sido un verdadero placer.
Tras esto, se alejó, seguido a corta distancia de Sarah y su doncella.
―Parece un buen hombre, milady ―susurró la doncella a sus espaldas.
Sarah asintió. «Lo es, Poppy, lástima que tenga que alejarlo», pensó Sarah
consternada, al tiempo que evocaba esos preciosos ojos azules fijos en los
suyos.
k Capítulo 7 l
SARAH estaba inquieta mientras se preparaba para la fiesta de esa noche. No
tenía idea de si su madre le permitiría asistir aunque, teniendo en cuenta su
obsesión por casarla, dudaba que dejase pasar ni una mínima oportunidad. Su
castigo sería otro, sospechaba.
Se sorprendió cuando vio a su padre, con gesto adusto, esperarlas en el
vestíbulo. Acudía a los eventos en raras ocasiones, prefiriendo quedarse
disfrutando de un buen libro y dejar a la condesa que socializase.
Tras ser anunciados, y seguir a su madre mientras esta buscaba a sus
inefables amigas, Sarah divisó al grupo de amigos de Millard. Inclinó la cabeza
como saludo, gesto que le fue devuelto con cortesía. Suspiró y se concentró en
escuchar los insulsos comentarios de las matronas. Grande fue su sorpresa
cuando lady Dudley se acercó. Saludó amable a una de ellas a la que conocía, y
al momento fue presentada a las demás, incluso a ella. Ni Sarah ni Nora
hicieron ademán de mostrar que ya se conocían.
A Sarah le alarmó la especulativa mirada que su madre dirigió a la
vizcondesa. Instintivamente, un nudo se cerró en su estómago. Algo no iba
bien.
La conversación se dirigió, para inquietud de Sarah, sibilinamente guiada por
su madre, hacia los compromisos matrimoniales anunciados, los previstos y los
incipientes cortejos, hasta que las palabras de la condesa drenaron toda la
sangre del rostro de Sarah.
―Por fin tengo algo maravilloso que anunciaros. ―Las miradas de las
matronas se dirigieron a ella expectantes, salvo la de Nora, que se clavó en
Sarah―. Todavía falta algún detalle sin importancia por resolver, pero creo
estar en posición de anunciar el próximo compromiso de mi hija. ―La palidez
de Sarah se acentuó. Como en una nube, escuchó las exclamaciones de cínico
asombro y falsa alegría de las damas.
―Oh, Margaret, es una noticia estupenda ―repuso una de ellas. Aunque la
torturasen, Sarah nunca recordaría cuál―. ¿Y quién es el afortunado, si puedes
decirlo?
Margaret esbozó una sonrisa de suficiencia mientras miraba con malicia a su
hija.
―Por supuesto, todavía no es firme, a falta de algunos detalles, pero si me
dais vuestra palabra de guardar el secreto hasta que se haga público…
―murmuró ladina.
Un murmullo de asentimientos prometió guardar el secreto.
―El vizconde Seamus ―susurró con tanto misterio como si detallara la
situación exacta del tesoro real.
Sarah pensó que se desmayaría. Lo había hecho, ese era el castigo.
Comprometerla con el vizconde que debería tener la edad de su abuelo, si este
viviese, claro. Apoyó una mano temblorosa en el respaldo de una de las sillas,
mientras la mirada de Nora no se apartaba de ella.
―Lady Sarah ―intervino Nora―, me temo que la noticia le ha causado una
profunda emoción. Tal vez le vendría bien tomar un poco el aire ―ofreció,
mientras su mirada se dirigía a lady Clarke―, estaría encantada de acompañarla,
si usted lo permite, condesa.
―Por supuesto. ―Margaret miró a su hija con una sonrisa triunfante―. Le
ayudará un poco de aire fresco. Me temo que para ella ha tenido que ser una
verdadera conmoción enterarse de que un caballero la pretende ―repuso con
malicia.
Nora enlazó su brazo al de Sarah, que a duras penas conseguía mantener la
entereza.
―Aguante un poco, milady, no les dé la satisfacción de desmoronarse en su
presencia.
Sarah la miró confusa, pero asintió. Ambas se dirigieron hacia los jardines.
Una vez allí, Nora dejó que Sarah asimilase lo que acababa de ocurrir. La
vizcondesa buscó un banco lo suficientemente apartado como para que
estuviesen fuera de las miradas de los demás invitados. Se sentaron y Nora
esperó las previsibles lágrimas, que no surgieron. Sarah miraba al frente con la
mirada vacía en un rostro sin expresión, ni tristeza ni ira ni enfado. Nora
comenzó a inquietarse por la inexpresividad de Sarah.
Tomó una de sus manos entre las suyas. Pese a la barrera de los guantes,
notaba la frialdad en la de la muchacha.
―Sarah ―musitó suavemente. Además de que se hallaban completamente
solas, la preocupación por la muchacha le hizo obviar el tratamiento formal.
Ella giró el rostro con lentitud hacia la vizcondesa. Su mirada había
cambiado de inexpresiva a decidida.
―No lo haré. Este es mi castigo por haber ayudado a mi hermano en contra
de la voluntad de mi madre de casarlo tan joven, y esta vez no voy a asumir su
represalia.
Nora asintió con la cabeza.
―Quizá lord Clarke pueda ayudarte. Me temo que el detalle que la condesa
tiene que solucionar es que el conde acepte el compromiso.
Los ojos de Sarah brillaron esperanzados.
―¡Cierto! ¡Mi padre pondrá fin a todo este despropósito! No tolerará que
ella me venda a un anciano ―exclamó.
Nora le había proporcionado esa pequeña esperanza, pero en su fuero
interno sabía que el conde no intervendría. Si la condesa había elegido un
partido que pudiera mantener a lady Sarah con comodidad, lord Clarke
aceptaría su decisión, no en vano ese era el destino de una dama: casarse lo
mejor posible.
―Sarah ―repitió, sacándola de sus esperanzados pensamientos―,
deberíamos regresar. Diré que la sorpresa te ha emocionado hasta el punto de
que deseas retirarte. Lady Clarke no se opondrá, al fin y al cabo, ha conseguido
lo que quería.
―Castigarme y humillarme ―repuso Sarah con voz acerada.
Nora se levantó, al tiempo que Sarah la imitaba. Juntas se dirigieron hacia
lady Clarke. Cuando Nora explicó que lady Sarah no se encontraba muy bien,
la condesa no puso reparo alguno en permitir que regresara a Clarke House,
no sin esbozar una sonrisa maliciosamente triunfal.
r
Marcus había contemplado la tensa escena con curiosidad, así como la salida
de Nora y Sarah y la retirada de la muchacha.
Se acercó a la mesa de bebidas, donde Nora solicitaba una copa de
champán.
―¿Qué ha ocurrido? ―susurró disimuladamente.
La vizcondesa meneó la cabeza con abatimiento.
―Lady Clarke ha concertado el compromiso de Sarah con el vizconde
Seamus. En realidad, solo falta la aprobación de su padre para hacer oficial el
compromiso.
Marcus giró bruscamente la cabeza hacia Nora.
―¡Pero si tiene edad para ser, no ya su abuelo, sino el mío! Esa mujer ha
perdido la cabeza.
―Marcus, conoces las costumbres, no es tan raro un matrimonio así de
desigual. ―Bajó el tono de voz para susurrar―: El mío, por ejemplo. Salvo que
el mío fue un acuerdo, no un castigo como sucede con lady Sarah.
Marcus frunció el ceño.
―¿Qué castigo?, ¿a qué te refieres?
Nora suspiró.
―Por lo poco que me ha contado lady Sarah, frustró los planes de su madre
de casar de inmediato a lord Camoys, y esta es la respuesta de lady Clarke; y
me temo que lord Clarke no se opondrá.
Marcus tomó un sorbo de su brandi. Sabía que el mercado matrimonial era
así: matrimonios concertados, indiferentemente a las edades de la dama y el
caballero. Solo se tomaba en cuenta lo que cada parte necesitaba: heredero y
seguridad económica, pero pensar en Sarah con ese… ese… carcamal le ponía
el vello de punta. No quería ni pensar en la desolación de ella. Tanto cuidado
para que su madre no pudiera involucrarlo en una situación comprometida,
para acabar en una situación aún peor. Porque si debía ser sincero, la idea de
que pudiera verse involucrado en un compromiso por honor con lady Sarah
no le disgustaba en absoluto.
Recordó lo sucedido en Hyde Park. Durante un breve espacio de tiempo,
logró que la tristeza abandonase sus ojos. Sarah, en esos momentos,
resplandecía: su irritación, las réplicas a sus pullas, sus sonrisas disimuladas…
No, no habría sido ningún sacrificio verse obligado a reparar la reputación de
Sarah si su madre hubiese conseguido los propósitos que Sarah sospechaba
con respecto a ellos.
«Maldita sea, debí hacer oídos sordos a sus advertencias», pensó con
frustración. Tal vez su padre tuviese algo de sentido común y no refrendase la
decisión de la condesa, pero se temía que, como había mencionado Nora, este
se mantuviese al margen. Para su sorpresa, sentía un nudo en el estómago tras
las palabras de Nora, pero con nudo o sin él, nada se podría hacer. Sarah se
convertiría en la vizcondesa Seamus, por mucho que a él…
r
Sarah subió las escaleras en dirección a su alcoba sin ser plenamente
consciente de lo que hacía. Cuando entró en su habitación, Poppy, al ver el
rostro descompuesto de su señora, se acercó de inmediato a ella.
―¡¿Milady?!
Sarah se sentó en la cama al tiempo que se retorcía las manos con
nerviosismo.
―Lo ha hecho, Poppy. ―La doncella se tensó―. Ha llegado a un acuerdo de
compromiso con… con el vizconde Seamus. Es un anciano ―susurró.
Poppy cerró los ojos unos segundos desolada. «Maldita mujer», pensó.
Se arrodilló ante Sarah y le tomó las manos, inquietantemente frías incluso a
través de los guantes. Con calma, comenzó a quitárselos.
―No desespere, milady. Si es tan mayor, tal vez no dure hasta la boda
―murmuró intentando animar a la muchacha.
Sarah esbozó una triste sonrisa.
―Con mi suerte, sí llegará, Poppy.
La doncella la incorporó, le alarmaba que no hubiese derramado una sola
lágrima, aunque su señora no era particularmente dada a las lágrimas. Con
suavidad comenzó a despojarla de la ropa para vestirla con el camisón.
―Debería descansar un poco, milady. En la mañana todo se verá más claro
―ofreció.
―Debo hablar con mi padre, Poppy, solo él puede impedir este
despropósito. Sé que te quito tiempo de descanso, pero ¿podrías avisarme
cuando llegue?
―Por supuesto, milady, no se preocupe. Estaré atenta.
La doncella abandonó la habitación maldiciendo entre dientes la crueldad de
lady Clarke y rogando por que el conde pudiese intervenir, aunque como
miembro del servicio, conocedores de todo lo que ocurría en la casa, estaba al
tanto de que lord Clarke raras veces intervenía en una decisión de la condesa.
El hombre bastante tenía con soportarla como para llevarle la contraria y
arriesgarse a sufrir su ira, que generalmente demostraba de cruel manera.
Al cabo de unas horas, en las que Sarah permaneció absorta delante de la
ventana de su dormitorio contemplando, sin ver, los jardines, Poppy subió a
avisarla de que los condes habían llegado, y mientras la condesa se había
retirado, lord Clarke se había refugiado en la biblioteca.
Sarah bajó las escaleras, no tenía tiempo que perder. Ni siquiera estaba
segura de que la condesa lo hubiese comentado con su padre.
Lord Clarke estaba sentado ante la chimenea, contemplando absorto las
llamas con una copa de brandi entre las manos. Ni siquiera demostró haber
escuchado abrirse la puerta.
Sarah se acercó a él y se arrodilló a sus pies.
―Papá…
Lord Clarke desvió la mirada hacia el rostro de su hija mientras una de sus
manos dejaba la copa para acariciar su cabello.
«Lo sabe», pensó Sarah al ver el rostro de su padre, que mostraba una
mezcla de agotamiento y desolación.
―Tu madre me ha comentado sus intenciones con respecto a ti ―murmuró
quedamente. Al ver la esperanza en los ojos de su hija, continuó con pesar―.
Pero me temo que no puedo hacer nada, ni siquiera si estuvieses siendo
cortejada por alguien de tu agrado… ―La miró intranquilo―. ¿Lo estás? ¿Hay
alguien que…?
El rostro de lord Millard pasó fugazmente por la mente de Sarah, pero negó
con suavidad.
―¿Qué quieres decir con que no puedes impedirlo? Impediste lo que
pretendía hacer con Henry, puedes…
Clarke meneó la cabeza desolado.
―No puedo intervenir, hija. ―Ante la mirada desconcertada de Sarah, el
conde suspiró. Tal vez era el momento de que ella supiese…
―Escúchame, Sarah ―susurró―, hay algo que debo explicarte, y cuando lo
haga entenderás mis razones.
Un nudo se instaló en el estómago de Sarah. Intuía que lo que le iba a relatar
su padre marcaría un antes y un después en su vida, tal y como la conocía.
Juntó las manos en su regazo y esperó.
El conde dirigió la mirada hacia las llamas.
―El de tu madre conmigo fue un matrimonio arreglado. Ni yo le agradaba a
ella ni ella a mí. Por entonces, tu abuela, mi madre, todavía vivía. Parecían
llevarse bien entre ellas, por lo que mi madre residía con nosotros… ella y su
dama de compañía.
«¡Dios mío!», pensó Sarah, presintiendo lo que vendría a continuación.
―Ella era un poco mayor que yo ―prosiguió el conde con los ojos clavados
en el fuego―, pero nos enamoramos. De hecho, ya estábamos enamorados
antes de que se arreglara el compromiso con tu madre. ―Clarke suspiró―. El
mismo día en que tu madre comenzó su trabajo de parto, comenzó también el
de ella, pero mientras el bebé de tu madre nació muerto, la que murió en la
zona de servicio se fue…, dejando a un niño vivo y huérfano: mi hijo. Tu
madre lo sabía y ordenó a su doncella que se intercambiasen los niños. Había
sido atendida por su doncella, puesto que el médico se retrasaba, lo cual le
vino bien para que, cuando este llegase, certificase que el varón era su legítimo
hijo.
»¿Por qué lo hizo? ―Clarke se encogió de hombros―. Orgullo, soberbia…
No deseaba que la sociedad la desdeñase: en su primer parto había dado a luz
a una hembra, y muerta. Prefirió admitir al otro niño como suyo, presumiendo
de haber dado un heredero al condado. Ni qué decir que mi madre nunca se
enteró y aumentó aún más su estima por su nuera.
―Por eso recalcaste aquella noche que Henry era tu hijo, tu
responsabilidad… ―murmuró Sarah. Si Henry era su responsabilidad y ella no,
eso significaba…
―Yo no soy tu hija. ―No era una pregunta.
Clarke negó con la cabeza.
―Tras proporcionar al heredero, las relación entre nosotros, si ya era fría, se
heló todavía más. Aunque me había facilitado poder proteger a mi hijo y
ofrecerle lo que, por derecho de sangre, aunque no de nacimiento, le
pertenecía, yo sabía que ella no lo había hecho por generosidad ni hacia mí ni
hacia el niño, sino por vanidad y orgullo, además de no permitirme olvidar
que, gracias a su retorcida mente, yo tenía a mi heredero, y una sola palabra
suya, por supuesto tergiversada, acabaría con mi reputación y la de Henry.
Comenzó a tener amantes y…
Desconcertada, Sarah pensó que la revelación tampoco es que le hubiese
causado extrañeza. En realidad, nada de lo que hiciese o pudiese haber sido
capaz de hacer su madre podría sorprenderla. Y, por lo menos, explicaba su
comportamiento hacia Henry… y hacia ella.
―¿Quién es mi padre? ―interrumpió Sarah con frialdad. No es que le
importara demasiado, para el caso, no le interesaba en absoluto, simplemente
pensó que debía hacer la pregunta.
El conde fijó su mirada en Sarah al tiempo que su mano aferraba las de su
hija.
―Tu padre soy yo. Te quise desde el primer momento en que te vi, al igual
que Henry te adoró cuando te vio en mis brazos. No sé quién es tu padre,
Sarah, y dudo que tu madre lo sepa con certeza, solo sé que eres mi hija, tienes
mi apellido y mi protección, y eres infinitamente preciosa para mí y para
Henry.
―¿Henry lo sabe?
―Sí. Se lo dije cuando se disponía a empezar en la universidad ―asintió el
conde―. Ante la frialdad y el despego de tu madre, el muchacho obedecía
hasta los mandatos más absurdos con tal de agradarla, hasta que decidí que
debía saber la verdad y evitarse más humillaciones. Pero no es Henry quien me
preocupa, hija.
Sarah bajó los ojos un instante para volver a clavarlos en la mirada anhelante
de su padre.
―Eres mi padre, tal vez no de sangre, pero me has dado más amor que la
mujer de la que sí llevo su sangre. ―Apretó la mano de su padre entre las
suyas―. Nada podrá cambiar eso.
El suspiro de alivio de Clarke fue audible.
―Tenía tanto miedo de que me rechazases al saberlo… ―murmuró.
Sarah se incorporó para abrazar a su padre, porque nada había cambiado en
su amor hacia él. El conde dejó su copa para corresponder a su abrazo. Tras
unos instantes, Sarah murmuró contra el pecho de su padre.
―¿Con qué te amenaza para que no intervengas en este desatino?
Clarke acarició el cabello de su hija.
―Si intervengo, dice que arruinará a Henry.
Sarah alzó su rostro de donde lo apoyaba para mirar a su padre.
―Pero si lo arruina, se arruinará ella misma, lo que sea que le haga nos
arrastrará a todos.
―Eso no le importará con tal de salirse con la suya. Alterará las cosas,
diciendo que fui yo quien la obligué a reconocer a Henry como propio, si fuese
esa su forma de arruinarlo, pero me temo que no se refería a eso.
―¿Por qué lo piensas?
―Porque añadió que Henry acabaría ahorcado. ―El conde meneó la cabeza
con frustración―. Por muchos años que viva, jamás entenderé la crueldad de
lady Clarke. No tengo la menor idea de cuál sería su venganza, pero de lo que
estoy seguro es de que, si lleva a cabo su amenaza, mientras todos acabaremos
deshonrados, ella conseguirá salir indemne.
Sarah frunció el ceño desconcertada. ¿Conseguiría que Henry fuese
ahorcado? El único motivo por el que ahorcarían a un noble sería… ¡Dios
Santo! El asesinato de lady Eresby. Su madre sabía algo, algo que podría
incriminar de alguna manera a Henry, aun siendo mentira. ¡Debía hablar con
lord Millard! Tal vez él supiese algo… algún detalle que se les hubiese pasado
por alto.
―No te preocupes, papá, ―Sonrió con dulzura―, buscaré la manera de
evitar ese compromiso. ―«Y averiguar qué puede tener en su poder mi madre
para chantajearte», añadió para sí.
Sarah se incorporó al tiempo que besaba a su padre en la mejilla.
―Solo intenta retrasar todo lo que puedas la entrevista con lord Seamus.
El conde asintió con la cabeza.
―Me temo que estaré muy ocupado para recibirlo, digamos… durante todo
el mes ―repuso con una mueca sarcástica― y, sin mi conformidad, tu madre,
por mucho que lo desee, no podrá oficializar el compromiso.
―Bastará ―aceptó Sarah―. Buenas noches, papá.
―Buenas noches, cariño ―respondió el conde mientras se levantaba, al
tiempo que la besaba cariñoso en la frente.
Tras abandonar la biblioteca, Sarah subió pensativa a su alcoba. Tenía que
ponerse en contacto con lord Millard, pero ¿cómo? ¡Lady Sarratt! Millard le
había aconsejado que, si deseaba mandarle un mensaje, se lo enviase a la
esposa de su jefe y amigo. Eso haría.
r
A la mañana siguiente, Sarah envió un mensaje a la residencia de los condes
de Sarratt. La respuesta fue inmediata. La condesa la correspondía con una
invitación a tomar el té de la tarde.
No se sorprendió al encontrarse allí con la duquesa de Brentwood y la
condesa de Craddock. Lady Hyland y lady Clydesdale enviaban sus disculpas.
Las tres estaban en la salita privada de la condesa. Frances se levantó para
recibirla con amabilidad, y mientras ella hacía sus reverencias, las otras dos
damas le sonreían con afecto.
Frances la tomó del brazo para acercarla a una de las sillas que rodeaban la
mesa en donde estaba dispuesto un servicio de té completo.
―Sarah… ¿puedo llamarte así? ―La muchacha asintió con la cabeza―.
Estamos encantadas de que hayas decidido aceptar una invitación por nuestra
parte. Aunque me temo que el motivo no es estrictamente social ―señaló
Frances.
Sarah se ruborizó.
―Yo… me temo, milady…
―Frances, por favor, por lo menos en privado ―ofreció la condesa.
Sarah ladeó la cabeza.
―Frances, debo hablar con lord Millard con la mayor urgencia, aunque, por
supuesto, me siento honrada de haber recibido tu invitación ―añadió con
premura.
―¿Es a causa de tu futuro compromiso con lord Seamus? ―quiso saber
Lilith.
―¡Oh, no, por supuesto que no! ―Sarah dudó un instante―. En realidad,
puede que tenga algo que ver, pero no por lo que puedan pensar.
―¿Y qué se supone que debemos pensar, si solicitas hablar con él a causa de
lord Seamus? ―inquirió divertida Shelby. A la duquesa todavía le impacientaba
la costumbre de los ingleses de hablar con rodeos.
El rostro de Sarah casi ardía en llamas. Frances le lanzó una mirada de
advertencia a Shelby. La muchacha no la conocía, y la franqueza de la duquesa
podía resultar abrumadora para quien no estaba acostumbrada a ella.
―Disculpa a Shelby ―repuso Frances mientras le servía una taza de té―. Es
de la opinión de que, si todos hablásemos con franqueza, los cotilleos y
murmuraciones en nuestro círculo no tendrían razón de ser ―explicó
socarrona.
La aludida soltó un bufido poco femenino que provocó una sonrisa en
Sarah. Las conocía; por supuesto, no tenía trato alguno con ellas más allá de
unas frases corteses cuando coincidían, pero siempre le había agradado su
amistad, su lealtad entre ellas, y casi… casi, las envidiaba secretamente. Debía
de ser maravilloso poder contar con amigas tan leales.
―Verá, excelencia…
Shelby la interrumpió.
―Sarah, en privado te agradecería que solo fuésemos Frances, Lilith y
Shelby, y aunque no están presentes, Celia y Jenna son de la misma forma de
pensar. No admitimos a casi nadie, ―Ante la ceja enarcada de Lilith, aclaró―:
en realidad, a nadie fuera de nosotras cinco, y si te hemos ofrecido nuestra
amistad, desde luego no es para andar con tratamientos protocolarios ridículos
entre nosotras.
Sarah parpadeó con fuerza. Era la primera vez que alguien le ofrecía su
amistad incondicionalmente, sin juzgarla. De hecho, era la primera vez que
alguien se fijaba en ella lo suficiente para hacerlo. Decidió corresponder con
franqueza. Ellas le estaban tendiendo una mano, justo era que agradeciera su
generosidad con la verdad.
Les relató lo que le había revelado su padre la noche anterior, y cuando llegó
a las particulares circunstancias de su nacimiento, completamente azorada,
frunció el ceño al escuchar la risilla de Lilith, mientras las otras miraban a la
condesa con miradas cómplices.
―Disculpa, Sarah ―adujo Lilith―, pero las circunstancias de tu nacimiento
no es algo de lo que debas avergonzarte, ni siquiera deberías tenerlas en
cuenta. Todos, o casi todos, en la nobleza guardan sus propios secretos. Si
supieras la cantidad de pares que han nacido en el lado equivocado de la
cama… Siempre que todo se lleve con la mayor discreción, por desgracia, es
algo habitual en nuestro círculo. Te aseguro que tu… secreto, jamás saldrá a la
luz, a nadie le conviene, sobre todo a lady Clarke.
―Esto es lo que haremos ―intervino Frances, mientras se levantaba y se
dirigía a su escritorio, tomaba papel y pluma y garabateaba unas letras. Tras
secarlas, lacró la misiva y tiró de un cordón―: Mañana a la noche organizaré
una cena, todos asistiremos, incluidos tú y Millard.
―Frances, te lo agradezco, pero mi madre…
―Tu madre se guardará mucho de volver a ofender al duque de Brentwood
―advirtió Shelby con un matiz de dureza en su voz―. El decoro estará
guardado puesto que todas somos damas casadas, así que te aseguro que no
pondrá ningún obstáculo.
El mayordomo abrió la puerta en ese momento. Frances le tendió la misiva.
―Que la entreguen en Clarke House, no se espera respuesta.
Tras una inclinación, el hombre salió.
―Cuando llegues, la invitación estará esperándote ―explicó Frances―.
Podrás compartir con Millard todas las dudas que tienes, sin preocuparte de
ojos u oídos indiscretos.
―No sé cómo agradeceros…
―No hay nada que agradecer, Sarah ―interrumpió Shelby―. No tienes por
qué pagar por las acciones demenciales de lady Clarke, ni tú ni, por supuesto,
tu familia. Esa mujer es una verdadera víbora… ―Shelby vació un instante―.
Mis disculpas si te he ofendido, al fin y al cabo, es tu madre.
Sarah sonrió con resignación.
―Bueno, nadie elige a sus progenitores, ¿no?
Si lady Clarke tuvo constancia de la carta dirigida a Sarah cuando aquella fue
entregada, nada dijo, como tampoco hizo comentario alguno cuando Sarah
comentó que se trataba de una invitación a cenar en la residencia de los condes
de Sarratt. Sin embargo, la mirada especulativa que le dirigió puso el vello de
punta a la muchacha. Algo se le escapaba sobre las verdaderas intenciones de
su madre, y por Dios que no era capaz de averiguar el qué.
k Capítulo 8 l
MARCUS se dirigía en su carruaje hacia la casa de su amigo y jefe. No le había
tomado por sorpresa la invitación, de hecho, solía cenar con frecuencia tanto
con Darrell como con los demás, pero sí la premura de esta. Le resultaba
extraño ser invitado con tan poco tiempo de antelación, apenas había recibido
la misiva temprano esa misma mañana. Se encogió de hombros, quizá podría
compartir alguna de sus inquietudes con respecto al caso de lady Eresby.
Darrell tenía una mente privilegiada y tal vez hallase algo que a él se le hubiese
pasado por alto.
Cuando el mayordomo lo dirigió hacia la sala donde sus anfitriones lo
esperaban, se quedó paralizado al ver a lady Sarah, y su tentadora boca, entre
ellos. ¡¿Qué demonios?! ¿No pretenderían…? El compromiso de Sarah estaba
a punto de anunciarse, por el amor de Dios. Lanzó una aviesa mirada a
Frances, que mostraba una beatífica y cándida sonrisa en su rostro.
Maldiciendo interiormente, observó cómo esta se acercaba a saludarlo
seguida de Darrell.
―Marcus, es un placer que hayas podido asistir ―murmuró socarrona.
Él enarcó una ceja mientras echaba una mirada de reojo a Darrell, que
sonreía con inocencia.
―El placer… creo que es mío, Frances. Aún no estoy completamente
seguro ―repuso con hosquedad.
Darrell soltó una carcajada, mientras su esposa fruncía el ceño.
―Por Dios, Marcus, es una cena, no una invitación a Newgate ―espetó
Frances con sarcasmo, al tiempo que tomaba a Millard del brazo―. Creo que
ya conoces a nuestra otra invitada, lady Sarah Clarke ―murmuró.
Sarah hizo una reverencia, mientras Marcus se inclinaba cortés.
―Por supuesto, encantado de coincidir de nuevo, lady Sarah ―ofreció
galante.
―El placer es mío ―murmuró ella. Mientras Marcus se alejaba para saludar
a los otros invitados, Sarah se giró hacia Frances.
―¿No le advertiste de mi presencia en la cena? ―inquirió con nerviosismo.
Frances se encogió de hombros.
―¿Para qué? No suelo detallar en las invitaciones quién o quiénes están
invitados ―respondió ladina.
Sarah rodó los ojos al tiempo que una idea cruzaba su mente. ¿No
pretenderían…? Aun en el supuesto e improbable caso de que consiguiese
evadir su futuro compromiso con lord Seamus, Millard no tenía interés alguno
en ella, mucho menos después de que le pusiera al tanto de los desalmados
planes de su madre, y lo que ella sintiese, bueno, eso hacía mucho tiempo que
no tenía importancia para nadie, ni siquiera para ella misma. Se había
acostumbrado a relegar sus sentimientos fueran cuales fueran, y no podía
permitirse dejarlos salir en estos momentos. Solo le proporcionarían más
decepción y desilusión.
Tras la cena, que resultó, para desconcierto de Sarah, amena, divertida y sin
el menor atisbo de protocolos ni normas asfixiantes, las damas se retiraron, en
deferencia a Sarah, puesto que usualmente continuaban juntos conversando;
los caballeros, excepto Darrell, comenzaron a elucubrar, jocosos, acerca de los
dos invitados solteros.
―No tenía idea de que tu interés estaba en lady Sarah ―adujo Justin con
malicia.
Millard resopló.
―Y no lo está ―repuso―. No entiendo la razón de su… de nuestra
presencia aquí ―masculló mientras dirigía una irritada mirada a Darrell, que
bebía de su brandi con indolencia. Este se limitó a encogerse de hombros.
―Tal vez Frances pretenda colocaros en una situación… incómoda y evitar
su compromiso con ese anciano ―ofreció Gabriel.
Marcus enarcó una ceja.
―¿Situación incómoda? ¿Con solo vosotros como testigos? ―resopló―.
¿Cuándo os habéis convertido en unas matronas cotillas? ―Entrecerró los ojos
mientras sopesaba algo―. ¿No se os habrá ocurrido ordenar al servicio que
extienda rumores…?
Darrell soltó una risilla.
―El servicio no haría comentario alguno sobre lo que sucede dentro de esta
casa ni aunque los apuntasen con un arma. Son todos de absoluta confianza.
―Tras escuchar el suspiro de alivio de Marcus, aclaró―: Lady Sarah tiene algo
que comentar contigo sobre el asesinato de lady Eresby, y Frances pensó que
aquí tendría privacidad.
―Sabes de qué se trata. ―No era una pregunta.
Darrell asintió con la cabeza.
―Por supuesto, mi esposa y yo formamos un buen equipo ―murmuró
arrogante―, pero es asunto de Sarah decidir lo que puede o no contarte y, por
supuesto, preguntar lo que desea saber.
―No voy a darle explicaciones sobre el curso de la investigación ―masculló
escandalizado, a la par que molesto, Marcus―. Su hermano está libre de
sospecha, ya no tiene por qué involucrarse.
Darrell simplemente enarcó una ceja, lo que dejó a su amigo todavía más
intranquilo.
―Bien. ―Darrell se levantó de la silla en la que estaba arrellanado―. Veamos
si continúas pensando lo mismo tras hablar con ella.
Cuando los caballeros entraron en la sala donde se encontraban las damas,
Frances, sentada al lado de Sarah, se dirigió a Millard.
―Marcus, creo que Sarah tiene algo que comentarte. ―Tras mirar un
segundo a la muchacha, que se había ruborizado al notar todos los ojos fijos
en ella, ofreció―: Tal vez ella se sentiría más cómoda si conversáis en la
terraza.
―Por supuesto. ―Marcus se acercó a Sarah al tiempo que extendía su brazo.
Ella aceptó el cortés gesto, mientras él maldecía interiormente tras una
disimulada mirada en derredor que le permitió ver los rostros maliciosos de
sus amigos.
Sarah se arrebujó bajo el chal que llevaba, mientras Marcus apoyaba una
cadera con indolencia en la barandilla de la terraza. Notaba la tensión en la
muchacha y decidió darle tiempo para explicarse.
Sarah inspiró. Esperaba que el vizconde no se negase a compartir sus
avances con ella, puesto que, así como no había tenido recelo alguno en
desahogarse con las damas, odiaría que lord Millard sintiese algo parecido a la
compasión al escucharla. Si no era absolutamente necesario, no tenía por qué
hablarle de sus particulares condiciones personales.
―¿Ha habido alguna novedad en el caso, milord? ―Por el amor de Dios,
tampoco era como si estuviese sometiéndolo a un interrogatorio. Había
sonado muy seco, ¿no?
Marcus giró el rostro hacia ella, que continuaba mirando al frente, hacia los
jardines.
―¿Disculpe? ―Se mordió la lengua para no soltarle una mordacidad e
intentó hacer acopio de su paciencia―. Milady, el que de alguna manera nos
ayudase con alguna averiguación por su cuenta no significa que tenga que darle
explicaciones sobre si se progresa o no en la investigación. El motivo de su
interés era eliminar las sospechas sobre su hermano. Bien, Camoys está libre de
recelos, no hay necesidad de que se involucre.
Sarah asintió con la cabeza. Esperaba el rechazo de Millard, al fin y al cabo,
ella era una dama, no debía inmiscuirse en una investigación policial, bastante
le había permitido cuando decidió poner atención a las conversaciones de las
damas, pero su futuro y el de su hermano dependían de que ella conociese
hacia dónde se dirigían las sospechas de los investigadores.
―Milord, ¿puedo atreverme a suponer que conoce… bueno, la intención de
mi madre de formalizar un compromiso con lord Seamus? ―susurró con voz
queda.
Marcus frunció el ceño ¿qué tenía que ver su compromiso con la
investigación?
―Sí, por supuesto, pero no veo la relación…
―Necesito que me conteste a una pregunta, lord Millard, por favor. ―Sarah
se giró para mirarlo directamente a los ojos. Un leve asentimiento de él la
animó a proseguir.
―¿Tienen alguna sospecha, por remota que sea, de que el asesino pudo
haber sido una mujer?
Marcus se tensó. ¿Cómo demonios podría saber ella…? La tomó del brazo.
―Paseemos, lady Sarah. ―Ante la mirada recelosa que le dirigió, se apresuró
a aclarar―: Ningún rumor saldrá de esta casa, tiene mi palabra. La lealtad del
personal a lord Sarratt es incuestionable.
Cuando comenzaron a recorrer los jardines, Sarah se detuvo.
―No me ha contestado.
Marcus se pasó una mano por el cabello con frustración.
―Sí, creemos que el asesino pudo haber sido una mujer.
Sarah palideció.
―¿Hay alguna… no sé, prueba por la que se le podría acusar? ¿Algo que
revelaría su culpabilidad sin género de dudas?
Marcus la observó entrecerrando los ojos.
―Lady Sarah, yo he compartido algo con usted que, en realidad, no tenía
por qué hacer, justo es que me aclare el porqué de todas esas preguntas tan…
específicas.
―Mi madre pretende comprometerme con lord Seamus ―comenzó Sarah
con un tono ausente―, aunque eso ya lo sabe. Mi padre no está de acuerdo,
pero por desgracia, no puede intervenir…
―¿Por qué no? ―la interrumpió Marcus perplejo―. Su padre tiene el poder
de aceptar o no a cualquier pretendiente, en él recae la última palabra como
jefe de la familia.
―En este caso no ―murmuró ella―. Mi madre… si mi padre no acepta la
oferta de lord Seamus, ha amenazado con destruir a mi hermano.
Marcus cada vez estaba más desconcertado. ¿Qué clase de madre era lady
Clarke que sería capaz de destrozar a su propio hijo con tal de salirse con la
suya?
―Lady Sarah, me temo que esa afirmación pueda ser un truco de su madre,
Camoys tiene una reputación impecable, ni siquiera su relación con lady
Eresby lo puede perjudicar, puesto que es algo que la mayoría de los caballeros
hacen en algún momento de sus vidas, relacionarse con viudas libres y
jóvenes… o no tan jóvenes.
―Su amenaza no se refiere a su reputación, sino a algo mucho más grave
que podría conducirlo a la horca ―repuso Sarah sin apartar los ojos de los de
Marcus.
Este, confuso, echó la cabeza hacia atrás mientras fruncía el ceño.
―Lo único que podría llevar a la horca a un par sería…
―El asesinato ―acabó Sarah por él.
Marcus volvió a tomarla por el brazo.
―Sentémonos, milady, y por favor, comience desde el principio y no obvie
nada. Todo puede resultar de importancia.
La condujo hacia uno de los bancos y, tras sentarse, Sarah entrelazó sus
manos con nerviosismo. Tendría que ponerle al tanto de sus circunstancias
familiares, de lo contrario, jamás creería que una madre pudiese ser tan cruel
con sus propios hijos.
Cuando finalizó el relato de la conversación mantenida con lord Clarke,
Sarah miró de reojo a Millard. Había obviado sus propias circunstancias. Había
explicado la razón por la que la condesa sentía aversión hacia Henry, al fin y al
cabo, no era su hijo de sangre, pero detallar el engaño de su madre y colocar a
su padre en una situación sumamente vergonzosa relatándole al vizconde su
bastardía no repercutiría en nada en la situación en la que se hallaban.
El rostro de Marcus no expresaba absolutamente nada, salvo un músculo
latiendo furioso en su mandíbula.
―Ni siquiera le queda la opción de que otro caballero que sea más de su
agrado se ofrezca por usted ―susurró pensativo.
Sarah frunció el ceño. De todo lo que le había dicho, ¿solamente se había
quedado con que su compromiso con Seamus era un hecho?
―Aunque lo hubiese, no sé si el fin de mi madre es casarme con quien sea o
castigarme uniéndome a un anciano, y no puedo arriesgarme a que cumpla su
amenaza, si su intención es el castigo. Lord Millard ―murmuró―, puede que
sea demasiada coincidencia, pero tengo en mi poder un vestido de mi madre
con una gran mancha de sangre en su falda que las lavanderas no pudieron
eliminar.
―Explíqueme eso con claridad.
Sarah le relató la preocupación del servicio por no poder eliminar la mancha
y su instintiva reacción de guardar el vestido.
―No puedo tenerlo en mi poder demasiado tiempo, ¿podría enviárselo por
medio de lady Sarratt? Me sentiría más tranquila sabiendo que está bajo su
custodia.
―Por supuesto. ―Marcus se echó hacia adelante al tiempo que apoyaba sus
antebrazos en los muslos.
―De todas formas, el vestido por sí mismo no probaría nada. Lady Clarke
puede argumentar que se cortó, o qué se yo, cualquier explicación peregrina, y
no podríamos rebatirla. Si al menos encontráramos la llave ―susurró para sí
mismo.
―¿Llave?, ¿qué llave? ―inquirió Sarah, que lo había escuchado.
―La llave que lady Eresby le arrojó a Camoys, no está en su alcoba ni
aparece por ningún lado. Creemos que el asesino, o la asesina, la recogió, mató
a milady y se la llevó. Si damos por cierto su presentimiento y la tiene lady
Clarke… Esa prueba por sí sola, si apareciese en poder de Camoys, bastaría
para conducirlo directamente al patíbulo.
―Entonces tendré que encontrar esa llave ―murmuró Sarah, mientras se
levantaba del banco.
Marcus se puso en pie bruscamente.
―Milady, no puede… si lady Clarke la descubre…
Sarah se giró hacia él.
―¿Y qué me recomienda, lord Millard? Ustedes no pueden registrar su
alcoba, y yo no puedo permitir que destroce a mi hermano. Aceptaré el
compromiso con lord Seamus, eso la apaciguará por un tiempo, pero me temo
que utilizará esa llave para volver a chantajear a mi padre cuando desee
intervenir de nuevo en la vida de Henry.
Marcus sintió que su estómago se apretaba. Si esa mujer se percataba de las
intenciones de Sarah, Dios la ayudase, toda la familia pagaría las consecuencias.
Absorto en sus cavilaciones, meneó la cabeza cuando escuchó la voz de Sarah.
―Gracias por todo, milord. Buenas noches.
Todavía confuso, contempló su regreso al salón tras hacerle su reverencia.
Se apresuró a seguirla mientras observaba la figura femenina. Caminaba
erguida, sin mostrar un ápice de abatimiento. Sintió un apremiante deseo de
protegerla, pero ¿cómo?
r
―Llévatela a Gretna. ―Fue la propuesta de O’Heary, arrellanado con
indolencia en uno de los sillones del despacho.
Marcus lo miró como si le hubieran brotado orejas alrededor de la cabeza.
―¡No puedo llevarla a Gretna! Por Dios bendito, ni siquiera llegaríamos a la
esquina de la calle y lady Clarke ya estaría delante de un juez.
Michael se encogió de hombros.
―Colócala en una situación comprometida. Su madre quiere casarla, ¿no? Es
de esperar que le será indiferente con quién.
Marcus lo sopesó por un momento, pero al instante meneó la cabeza
desechando la idea. Ella no deseaba casarse, todo su disfraz de invisibilidad se
lo había construido para evitar precisamente un arreglo matrimonial. No podía
obligarla a un compromiso con él, no sería muy diferente a su manipuladora
madre.
―No puedo hacerle eso ―murmuró―, creo que ella confía en mí.
―Precisamente, mejor tú que ese viejo achacoso ―adujo Michael, mientras
lo observaba reflexivo.
Marcus hizo una mueca.
―¿No tienes trabajo pendiente? Tal vez algún residente en las casas cercanas
haya visto algo ―masculló irritado.
Michael le lanzó una mirada ladina.
―Preguntaré por ahí. Mientras tanto, tú continúa pensando ―masculló
mordaz.
Marcus se reclinó en su sillón. No dejaba de darle vueltas en la cabeza a la
idea de Michael de comprometerla. Aunque ella ya le había dejado claro que
no aceptaría un compromiso para reparar su reputación, las cosas habían
cambiado, y mucho. Si empañaba su reputación, entonces tendría que
aceptarlo, y ambos tendrían que rogar porque le bastase a lady Clarke, a no ser
que en su resentimiento solo contemplase el compromiso con un anciano, en
ese caso, la condesa podría ignorar el escándalo y preferir al decrépito
vizconde.
Se preguntó la razón por la que había considerado la opción de Michael sin
buscar otras alternativas. Podría enviar a Michael a amenazar a lady Clarke,
insinuando que estaban al tanto de su intervención en el asesinato. O’Heary
estaría encantado de tener carta blanca para intimidar a una aristócrata, pero
eso dejaría libre del vizconde a Sarah, ya no tendría motivo alguno para
ponerla en una situación insostenible.
Demonios, ¿por qué daba tantos rodeos si lo que en el fondo deseaba era
ofrecerse por Sarah? Porque eso era lo que le tenía tan inquieto, no la posible
represalia de su madre ni la amenaza que pendía sobre Camoys. Se solucionaría
teniendo una privada y tajante conversación con lady Clarke; no, lo que le
desesperaba era pensar en Sarah en brazos de otro. Maldita sea, no podía
haberse enamorado, si ni siquiera la había besado. Ya había creído tener ese
sentimiento hace años y resultó una mera ilusión. Pero aquello con Eleanor no
se parecía en nada a lo que despertaba Sarah en él. Se acabó: buscaría su
oportunidad y… «Por Dios Santo, deberé manipularla al igual que hace su
madre», se dijo. Pero era la única opción. Sarah lo rechazaría de plano si se
ofreciese, mucho más con el escándalo que podría surgir si su madre cumplía
su amenaza, y en cuanto a ponerla al tanto de su intención de comprometerla,
ella había sido muy clara: lo rechazaría aunque su reputación se hiciese trizas.
Sonrió ladino. Tal vez necesitara al duque de Brentwood para darle un
empujoncito a lady Clarke en su favor.
r
Esa noche, en una de las habituales fiestas, Marcus no dejaba de observar
disimuladamente a lady Clarke y a su hija. Dudaba que Sarah hubiese hablado
con su madre, aceptando la elección de esta. Sarah era inteligente, si de repente
asentía al compromiso su madre sospecharía, intuía que esperaría unos días
para fingir darse por vencida. Enderezó los hombros, lo sabría en unos
instantes. Decidido, se dirigió hacia el grupo de damas.
Tras hacer una breve inclinación, extendió su mano hacia Sarah.
―Milady. ―No dijo más y tampoco fue necesario, Sarah tomó su mano de
inmediato ante las pasmadas miradas del resto de damas ante semejante
atrevimiento por su parte. No le había solicitado el baile, mucho menos había
firmado en su carnet, simplemente, con su comportamiento, pasando por alto
las escrupulosas normas de etiqueta social, había dejado algo claro entre el
grupo de cotillas. Puede que Sarah, en su inocencia, no se percatase, pero
estaba seguro de que había sembrado la sospecha entre ellas de que el
vizconde Millard se sentía con derechos sobre lady Sarah. Conforme se
alejaban, notó que todas las miradas se dirigían hacia lady Clarke, tal vez
esperando una explicación por su parte. Sin embargo, la taimada mirada de la
condesa estaba fija sobre ellos. A Marcus le fue imposible deducir lo que le
rondaba por la cabeza a esa mujer, su expresión no mostraba sentimiento
alguno.
Comenzaron a bailar y un estremecimiento de los hombros de Sarah llamó
su atención. Bajó la mirada para ver cómo una risilla escapaba de sus labios.
―¿Encuentra algo particularmente gracioso, milady? ―preguntó confuso.
Sarah lo miró con un brillo alegre en sus preciosos ojos de cervatillo.
―La expresión de mi madre cuando ni usted solicitó baile alguno ni yo dudé
en aceptar su… ¿ofrecimiento?
Marcus rio entre dientes.
―Me temo que, en estos momentos, las otras damas estarán acribillando a
preguntas a lady Clarke ―murmuró socarrón. No pudo evitar la pregunta―.
¿Qué cree que les dirá?
Ella se encogió de hombros, aún sonriendo.
―Quién sabe, la mente de mi madre es imprevisible. Tal vez, que me había
solicitado el baile con anterioridad. ―Hizo una mueca―. Lo cierto es que no
me importa en absoluto. Solo ver su rostro estupefacto ya me ha alegrado la
noche.
Marcus esbozó una sonrisa.
―Vaya, es una satisfacción conseguir animarla ante una previsiblemente
aburrida velada.
Sarah volvió a soltar otra risilla. Los ojos de Marcus se desviaron hacia sus
labios. «Sigue hablando, idiota, o te pondrás en evidencia», pensó.
―Me preguntaba, ¿ha hablado ya con su madre? ―Tal vez con un tema más
delicado su entrepierna lo dejase en paz.
―No. Debo esperar unos días, si no, sospechará.
«Chica lista», pensó Marcus, aunque ya suponía que lo haría así.
De repente, a Marcus se le ocurrió algo para buscar la llave que evitaría que
lady Clarke sospechara de Sarah. Esperó hasta que finalizó el baile.
―¿Le importa que paseemos un poco por el salón? Debo comentarle algo.
Sarah negó con la cabeza.
―Me encantaría.
Comenzaron a pasear por los laterales del salón, Marcus intentaba evitar que
alguien pudiese escucharlos.
―Creo que tal vez he encontrado la manera de buscar esa condenada llave y
evitar que lady Clarke sospeche de usted.
Sarah frunció el ceño mientras lo miraba brevemente para volver a fijar la
vista en el salón.
―¿Cómo?
―O’Heary, mi detective, podría introducirse en su residencia y buscarla. Él
sabría dónde buscar. El problema, uno de ellos, sería la doncella de su madre, y
lord Clarke, por supuesto. Tendría que hacerse durante una velada a la que
acudiesen los dos.
Sarah pareció pensarlo.
―Mi padre no sería problema, podría convencerlo de que nos acompañase,
pero la doncella de mi madre… me temo que no conozco sus costumbres…
¡Poppy! ―exclamó.
―¿Quién? ―inquirió confuso Marcus.
―Mi doncella, la conoce…
―Ah, la muchacha que carraspeaba tanto en aquel lodazal ―murmuró
Marcus socarrón―. Por cierto, ¿se ha recuperado de su ronquera?
Sarah rodó los ojos al tiempo que disimulaba una sonrisa.
―Completamente.
―Es bueno saberlo, la verdad, me preocupaba un poco tanta tos.
Otra risilla de ella. Marcus la observó con ternura. Durante tres años la
había visto vagar por los salones como alma en pena, y verla sonreír tan a
menudo, y ser él el causante… Cómo deseaba hacerla sonreír todos los días, de
preferencia en su cama. Demonios, se sentía raro imaginando a Sarah…
bueno, imaginándola; el cómo era indiferente. Carraspeó para alejar esos
inoportunos pensamientos.
―¿Cuándo podría averiguar algo de su doncella?
Sarah se encogió de hombros.
―No lo sé, tal vez mañana.
Marcus asintió con la cabeza.
―Bien, entonces, a partir de mañana podríamos coincidir en la hora del
paseo. Procuraré que lady Dudley me acompañe para evitar murmuraciones si
nos detenemos en el saludo demasiado tiempo.
Sarah levantó los ojos hacia él. Su mirada brillaba esperanzada.
―Sería maravilloso… Gracias, lord Millard ―susurró.
«Espero que tus ojos sigan brillando así después de que haga lo que tengo
que hacer, pequeña», pensó algo contrito.
k Capítulo 9 l
―¿VAS a permitir que irrumpa en una residencia de la nobleza para robar?
―Michael estaba perplejo tras escuchar el plan de su amigo.
―Bueno, técnicamente no se trata de robar ―se excusó Marcus.
Michael esbozó una sonrisa torcida.
―Oh, ¿y cómo lo llamarías?
Marcus se encogió de hombros.
―¿Recuperar una prueba de la policía?
La carcajada de Michael sobresaltó a Marcus. Era muy raro que su amigo
sonriese, ya no digamos reírse.
―Estaré encantado de revisar la alcoba de esa arpía ―murmuró socarrón―.
Tal vez encuentre alguna cosa más y consigamos resolver viejos casos, quién
sabe los secretos que guarda esa mujer.
Marcus observó el brillo de los ojos de Michael al pensar en la posibilidad
de descubrir algún secreto de una aristócrata. Si esa mujer tenía algo
escondido, Michael descubriría hasta las veces que se había resfriado durante
su infancia. Ni él ni Darrell conocían nada de su pasado: además de que
Michael era sumamente reservado, jamás entraba en una conversación
remotamente personal, mucho menos si en algo le implicaba a él.
―Te avisaré cuando lady Sarah me comunique la noche apropiada.
Michael sonrió ladino.
―Cancelaré mis citas desde esta misma noche.
Marcus rodó los ojos. Que Michael no hablase de su vida privada no
significaba que tanto Darrell como él no tuviesen la certeza de que era un
hombre sumamente atractivo, a pesar de la pequeña cicatriz que tenía en la
mejilla izquierda, y que no tenía problema alguno a la hora de encontrar una
dama que calentase su cama… o él las ajenas, ya puestos. Marcus sonrió en su
interior, se temía que más de una dama estaría desilusionada por la decisión de
Michael.
r
Tras dos días de infructuosos encuentros en Hyde Park, al tercero, la
expresión expectante de Sarah al acercarse a él y a Nora le indicó que por fin
podrían actuar.
Tras los saludos de rigor, comenzaron a pasear, con Nora en medio de
ambos, guardando el decoro.
―Su doncella se retira para descansar un poco en cuanto mi madre sale para
alguna fiesta ―comenzó Sarah apresuradamente.
Nora sonrió.
―Sarah, cálmate, nadie nos escucha, podemos hablar con tranquilidad.
Mientras Sarah se ruborizaba, Marcus contenía una sonrisa.
―Disculpad ―murmuró mortificada.
Nora apretó la mano que Sarah tenía sobre su brazo.
―No pasa nada, entendemos tu excitación.
Por la mente de Marcus pasó otro motivo por el cual disfrutaría mucho más
de la excitación de Sarah. Meneó la cabeza, demonios, ni siquiera en un
momento así podía dejar de pensar en tenerla bajo él… o encima… o…
¡Mierda! Se obligó a escuchar.
―Como decía, suele retirarse y no regresa a los aposentos de mi madre hasta
que el mayordomo la avisa de que el carruaje se aproxima.
Nora enarcó una ceja.
―¿Vuestro mayordomo está pendiente de avisar a la doncella de su señora?
―inquirió desconcertada. Esa no era ni de lejos la tarea de un mayordomo. De
hecho, cada sirviente de una casa noble sabía cuáles eran sus obligaciones sin
que nadie tuviese que recordárselas o estar pendiente de que las realizasen,
mucho menos el mayordomo, el sirviente de mayor rango.
Sarah se ruborizó.
―En realidad, según Poppy… Bueno, parece ser que ellos son… buenos
amigos.
El rostro de Sarah parecía a punto de estallar, lo que provocó que Marcus
tuviese que morderse un carrillo para evitar romper en carcajadas.
―He convencido a mi padre para que nos acompañe la noche de mañana a
la fiesta de los condes de Weston. Poppy dejará la ventana de mi alcoba sin
cerrar. Hay una celosía, supongo que al señor O’Heary no le será difícil
escalarla. Poppy lo guiará hasta los aposentos de mi madre.
A Marcus no le agradó la idea de que O’Heary entrase en la alcoba de Sarah,
pero se cuidó muy mucho de expresarlo. Al fin y al cabo, no se trataba de
revisar su alcoba, sino la de su madre.
r
La noche de la fiesta de los Weston, Marcus estaba pendiente de la llegada
de los condes de Clarke y su hija. Si todo salía tal y como lo habían planeado, a
la mañana siguiente Sarah y su familia estarían libres de las maquinaciones de
lady Clarke, y él podría… No acababa de agradarle lo que tenía en mente para
conseguir la mano de Sarah, ni siquiera se había parado a pensar en la razón de
su desconcertante decisión de convertirla en su esposa a toda costa, pero se
temía que una proposición socialmente adecuada sería rechazada por su parte.
Dejó pasar algunos bailes antes de acercarse a lord Clarke y a su hija. La
condesa ya se encontraba con sus sempiternas amigas, sin prestar la menor
atención a su marido y a su hija.
―Lord Clarke ―saludó con una breve inclinación.
―Vizconde, un placer saludarlo ―repuso el conde.
Marcus dirigió su mirada hacia Sarah.
―Lady Sarah.
Ella hizo su reverencia, al tiempo que Marcus preguntaba al conde:
―¿Tengo su permiso para bailar con lady Sarah, milord?
―Por supuesto, Millard.
Marcus ofreció el brazo a Sarah y ella lo enlazó con una tímida sonrisa.
Una vez en la pista de baile, Marcus notó una leve tensión en ella.
―¿Se encuentra bien, milady? ―inquirió solícito.
―Sí. Es solo… Bueno, no puedo negar que estoy un poco nerviosa
―admitió ella―. ¿Cree que el señor O’Heary podrá encontrar…?
Marcus sonrió ladino.
―Si alguien puede encontrar algo, por muy oculto que esté, ese es O’Heary,
milady. No se inquiete, todo se resolverá.
Sarah asintió. Confiaba en Millard. Exudaba una seguridad en sí mismo
como pocos caballeros, y durante lo poco que había coincidido con el señor
O’Heary le había parecido un hombre de honor. Un poco adusto, pero la
simpatía tampoco es que fuese condición imprescindible para ser un buen
policía, ¿no?
Marcus buscaba frenético una excusa para poder estar a solas, al menos lo
suficientemente a solas que permitiese la etiqueta, para poder conversar
tranquilamente con Sarah. Deseaba conocerla, averiguar el porqué de su
aversión al matrimonio, si es que había tal aversión. Si iba a llevar a cabo su
plan, tendría que cerciorarse de que no era a costa de la felicidad de ella.
―Me preguntaba si le apetecería salir a la terraza y respirar un poco de aire
puro. Todo lo puro que puede ser el aire de Londres.
Sarah miró intranquila en derredor. Su madre no estaba a la vista y había
visto a su padre dirigirse a la sala de caballeros. Marcus sintió que lo invadía
una sorda rabia, no soportaba la alarma que saltaba en sus ojos cada vez que,
fuera de la vista de su madre, le proponía alguna actividad que otras damas no
tendrían problema en aceptar, siempre en los límites del decoro.
Salieron a la terraza, colocándose a la vista del interior. No había muchos
invitados rondando alrededor y Marcus decidió hacer la pregunta que le
rondaba desde hacía tiempo.
―Me pregunto… ¿por qué no desea un matrimonio, lady Sarah? ―inquirió
sin mirarla.
Sarah frunció el ceño atónita.
―¿Disculpe? ―¿Qué clase de pregunta era esa?
Marcus giró el rostro hacia ella, escrutándola con atención.
―No es mi intención ser impertinente, pero me ha llamado la atención el
poco interés, por no decir nulo, que muestra por el matrimonio. He de decir
que en una dama resulta raro. ―Dándose cuenta de cómo podría interpretar la
última frase, añadió―: No me malinterprete, no quiero decir con esto que crea
que el matrimonio es el único futuro de una dama, sino que la mayoría desean
hijos, su propia familia…, al igual que muchos caballeros, por cierto.
Sarah se tensó. ¿Cómo explicarle que no es que no desease hijos, familia, un
marido que la amase, sino que ella jamás podría aspirar a ello? Se había labrado
a conciencia una reputación de sosa para evitar las artimañas de su madre.
Ningún caballero en su sano juicio se ofrecería por ella. Si ni siquiera le
solicitaban un baile…, mucho menos un cortejo.
Suspiró, ¡qué más daba una humillación más!, aunque fuese delante del
único hombre que deseaba que la viese interesante y atractiva. No cambiaría
nada, y a pesar de entender que era una conversación demasiado personal,
sabía que Millard no levantaría ningún rumor sobre ella ni se burlaría.
―Llevo casi cuatro temporadas a mis espaldas, milord, y en ninguna,
caballero alguno ha mostrado el más mínimo interés por mí. En realidad, no
me importa. ―Se encogió de hombros―. Por supuesto que hubiese deseado
mi propia familia, hijos, un marido que… ―«Que te amase», completó por ella
Marcus en su mente―. Pero sé que no va a suceder. Solo espero cumplir mis
veinticinco y poder ser libre… de mi madre.
―¿Qué se supone que ocurrirá cuando cumpla esa edad, milady?
Sarah desvió la mirada del rostro de Marcus para fijarla en los jardines.
―Podré disponer de mi dote y tendré la oportunidad de marcharme de
Londres.
―¿Y qué hará? Si me permite preguntar. ―Marcus estaba perplejo, ella
misma se había labrado su fama de sosa. Al igual que la había ideado, podía
destruirla en cualquier momento y mostrarse tal cual era. Cualquier hombre,
hasta el más exigente, estaría encantado de ofrecerse.
Ella ladeó la cabeza.
―No lo sé, puede que abra una librería, o una escuela para niños sin
posibilidades, el caso es que podré disponer de mi vida.
Esa frase golpeó a Marcus como si le hubiesen dado un puñetazo. Él
pretendía quitarle eso, su libre elección. Desechó ese incómodo pensamiento.
Sarah había vivido toda su vida sojuzgada por su madre, pero él no la
reprimiría, conseguiría que fuese ella misma, ella brillaría por sí sola, no sería lo
mismo que con su madre en ningún caso. Eso lo tranquilizó… un poco.
―Sin embargo, podría utilizar su cumpleaños para dejarse ver tal y como es
en realidad. Su madre ya no tendría influencia alguna sobre usted ―intentó
Marcus.
Sarah soltó una risita amarga.
―¿Con veinticinco años, milord? Para los caballeros sería prácticamente más
invisible de lo que soy ahora, se me podría considerar casi una anciana.
Marcus no supo lo que le hizo tomarla del brazo y arrastrarla hacia las
sombras de la terraza. Quizá la sensación de resignación que escuchaba en ella,
quizá la rabia por que se sintiese tan insignificante, quizá su deseo de
demostrarle que ella era hermosa, digna de ser amada, con veinticinco o con
treinta y cinco, para el caso.
Sarah jadeó sorprendida ante la reacción de Marcus. Este lanzó su mano
hacia la nuca de la muchacha y, bajando la cabeza, tomó su boca con los labios.
Su beso comenzó con posesividad, con ansia, hacía mucho que deseaba
besarla, sin embargo, se obligó a contenerse, Sarah era inocente, nunca había
sido besada. Deslizó sus labios por los de la muchacha al tiempo que su lengua
rozaba sus comisuras. Sarah, instintivamente, entreabrió su boca y Marcus
aprovechó para introducirse en ella y saborearla a conciencia.
Pasado el primer momento de estupor, Sarah correspondió con timidez e
inexperiencia al beso. Alzó sus manos para enlazarlas en el cuello de Marcus,
se temía que, si no se aferraba a algo, sus rodillas no la sostendrían. Dios
Santo, nunca en su vida pudo suponer que recibir un beso de un hombre fuese
así de… ¿maravilloso? Ni siquiera podía describirlo, solo notaba su cuerpo
encenderse y la necesidad de apretarse contra él. Pero claro, era Millard, intuía
que esas sensaciones no las sentiría con ningún otro.
Marcus gimió cuando la lengua de Sarah respondió con timidez a la suya.
Era deliciosa. La mano que tenía en la cintura femenina apretó su cuerpo
contra el suyo. Por Dios, Sarah respondía con un enloquecedor abandono.
Sarah, fascinada, permitió que Marcus la estrechara contra… contra la
dureza que notaba ante su vientre y que hacía que su intimidad femenina se
tensara hasta casi dolerle de anticipación. Se movió más hacia él y el gemido
masculino le produjo una sensación desconocida, de poder, de sentirse
deseada.
Marcus, al notar el meneo de Sarah contra su excitada virilidad, despertó de
la ensoñación. Por Dios, estaban en plena terraza, cualquiera podría verlos y,
aunque no le importaba en absoluto, ese era su plan, no era el momento ni el
lugar. No, hasta que ella supiese que estaba a salvo de la amenaza de su madre.
Renuente, deshizo el beso con suavidad. Sus ojos se encontraron con los de
Sarah, y durante unos instantes pareció que se hablaban con la mirada: Marcus
expresando su amor por ella, y ella…, bueno, en sus ojos, algo velados por el
deseo, brillaba algo parecido a la fascinación, a la sorpresa. Marcus pensó
esperanzado que, tal vez, ella sentía lo mismo que él, al menos afecto. No
respondería así de apasionada si no sintiese nada por él, ¿verdad?
Sarah pareció despertar al notar el vacío que el cuerpo de Marcus, al alejarse,
había dejado en el suyo. Lo miró entre asombrada y confusa y, tras unos
instantes, se giró para entrar precipitadamente en el salón.
Marcus la observó marcharse, ¿la habría ofendido?, ¿lo había estropeado
todo con su impaciencia? Meneando la cabeza con frustración esperó unos
minutos para darse tiempo a calmarse y la siguió al interior. Sintiese lo que
sintiese por lady Sarah Clarke, ella sería su vizcondesa. Estaba decidido. No
permitiría que lady Clarke siguiese aterrorizándola, odiaba ver en sus ojos la
resignación y la tristeza: él la protegería, su madre no volvería a acercarse a ella
cuando fuera su esposa, así escandalizase a toda la alta.
Margaret Clarke había observado la salida de la pareja y más tarde el regreso
de su hija, sola y con las mejillas arreboladas. Sonrió con malicia. Su placer
sería mayor si Sarah sentía algo por lord Millard; casarla con el vizconde
Seamus, sabiendo que sus afectos estaban en otro hombre, sería la guinda
perfecta para su castigo. Millard no sería una buena opción si quería llevar a
cabo sus planes. Vivía en Londres, demasiado cerca; Seamus, en cambio,
apenas salía de su residencia familiar en Cornualles; además, estaba el asunto
de la dote, pensó codiciosa.
r
Cuando Sarah llegó a su alcoba ni siquiera recordaba que esa noche había
sido la intrusión de O’Heary en los aposentos de su madre. Su mente estaba en
Marcus y en ese beso, su maravilloso primer beso. ¿Por qué lo habría hecho?
En ningún momento el vizconde había dado a entender que sintiese por ella
algo más que afecto; desde luego, en absoluto deseo, claro que… ella qué
sabía. Jamás había notado sobre ella ninguna mirada lujuriosa, para el caso,
ninguna mirada digna de recordar. Rozó sus labios con los dedos soñadora.
¿Estaban hinchados? Echó una furtiva mirada al espejo. Algo más sonrosados
de lo habitual, sí, pero la turgencia que había notado instantes después del
beso había desaparecido. Absorta, ni se percató de que Poppy le hablaba.
―Milady…
La miró como si la pobre doncella se hubiese materializado de repente en su
alcoba.
―Perdona, Poppy, ¿decías? ―Carraspeó. Su voz sonaba extraña. Por Dios,
ese beso le había dejado la mente hecha papilla.
―No ha habido problema alguno, milady, el caballero entró y salió sin ser
visto.
Sarah frunció el ceño.
―¿Quién? ―¿De qué hablaba?
Poppy enarcó una ceja mientras la observaba especulativa. ¿Qué habría
pasado en el baile para que su señora hubiese llegado en tal estado de
confusión?
―El caballero, milady, el señor O’Heary ―aclaró recelosa.
―Ah sí, estupendo. Gracias, Poppy ―murmuró Sarah distraída.
¿Estupendo?, ¿gracias? ¿Acababan de posibilitar que registrasen los
aposentos de la condesa y eso era todo? Poppy cada vez estaba más
desconcertada.
Cuando la doncella acabó de prepararla para dormir y se hubo retirado,
Sarah, metida en la cama, no dejaba de evocar lo sucedido en la terraza. Los
sentimientos que tenía hacia Millard habían salido a flote cuando él la había
besado, pese a todo su cuidado en relegarlos en lo más profundo de su
corazón. No podía permitírselo. Aunque consiguiesen detener a su madre, ella
no la dejaría en paz. Si había una oferta por parte del vizconde, y a pesar de
que veía a lord Millard perfectamente capaz de restringir sus visitas en el caso
improbable de que llegasen a un matrimonio, lady Clarke era su madre, no
podían incurrir en el escándalo que surgiría si su supuesto marido le prohibía
ver a su hija. Y sabía que a su madre eso le traería sin cuidado, lanzaría su
lengua a pasear y soltaría toda clase de calumnias sobre ellos. No podía
permitir que la reputación de Millard y su puesto en la policía se resintiesen a
causa de su desquiciada madre.
Pensó con tristeza que eso sería todo lo que podría haber entre ellos: un
beso que recordaría toda su vida, las grandes y preciosas manos de Millard
acariciándola y nada más.
r
La sonrisa de satisfecha arrogancia de Michael le dijo a Marcus que la
expedición nocturna había tenido éxito.
Michael lo esperaba arrellanado en el sillón acostumbrado. En cuando lo vio
entrar, metió una mano en el bolsillo y sacó la maldita llave, que agitó jocoso
ante Marcus.
Mientras la tomaba, Marcus preguntó.
―¿Te resultó difícil encontrarla?
Michael hizo un gesto displicente con la mano.
―Bah, una aficionada. Apenas utilicé unos minutos para encontrarla en el
lugar habitual.
―¿Las damas tienen un lugar habitual para esconder cosas? ―inquirió
receloso Marcus.
―Por supuesto. ―Michael lo miró como si fuese lelo―. No sé por qué razón
suponen que, si alguien entra a robar, será lo suficientemente caballeroso como
para no mirar entre su ropa íntima ―murmuró con un leve tono de
extrañeza―. Como si los ladrones hubieran sido educados en Eton ―masculló
mientras meneaba la cabeza desconcertado. ¿Cuál será el siguiente paso?
―inquirió Michael mientras observaba a Marcus guardar la llave en la caja
fuerte de su despacho, donde también se hallaba la caja con el vestido de lady
Clarke.
Mientras se sentaba, Marcus sopesó las opciones. En realidad, haber
conseguido la llave lo único que posibilitaba era el fin del chantaje de lady
Clarke a su marido y a su hija.
―No podemos utilizarla como prueba, me temo ―argumentó Marcus,
mientras Michael asentía en señal de conformidad―. No podemos probar que
estaba en su poder, y desde luego, mucho menos admitir que la has…
recuperado de sus aposentos privados.
Un músculo latió en la mandíbula de Michael.
―Otra aristócrata que sale impune ―masculló con frialdad―. Aunque
siempre podríamos argumentar que ha sido su hija quien nos la ha
proporcionado, al igual que el vestido.
Marcus lo miró con recelo. Por el tono de voz de su amigo, entendía que no
era la primera vez que se había encontrado en la misma situación. Pero
Michael era una tumba en cuanto a su pasado.
―Lady Clarke está acostumbrada a obtener lo que desea, sea cual sea el
precio. Lo único que sí podríamos utilizar sería el vestido, las lavanderas
corroborarán que ellas se lo entregaron a lady Sarah, pero podría justificarlo
argumentando que se cortó ella misma; sin embargo, el asunto de la llave es
diferente, la condesa podría aducir que donde encontró esa maldita llave su
hija fue en la alcoba de Camoys. Toda la alta conoce la distante relación entre
madre e hija, lo hará ver como una venganza hacia ella, y ¿a quién supones que
la nobleza creerá? No, tendremos que esperar. Cometerá algún error, quizá no
a causa de este caso, y entonces, tal vez… Por lo menos hemos evitado que,
además de su crimen, chantajee a su familia amenazando con culpar a un
inocente ―ofreció Marcus.
Michael se levantó con indolencia.
―Supongo que tendrá que valer.
―Me temo que sí ―murmuró Marcus.
k Capítulo 10 l
MARCUS, acompañado de Nora, paseaba por Hyde Park con la esperanza de
encontrarse con Sarah. Ardía en deseos de decirle que no tenía nada que temer
de lady Clarke. El conde podía mandar al diablo a lord Seamus si este se
atreviese a proponerse.
Notó un nudo en el estómago cuando la vio acercarse seguida de su fiel
doncella. Demonios, ¿qué tenía esa muchacha que conseguía que se sintiese
como un crío imberbe con su primer amor? Había estado con bastantes damas
como para tener muy claro que lo que sentía por ella no lo había sentido jamás,
ni siquiera por Eleanor, pero ya había confundido una vez la lujuria con el
enamoramiento. Lady Sarah Clarke había pasado de ser la sosa Sarah a la
seductora Sarah, sin que él apenas se diese cuenta, tal vez fuese ese el motivo de
su fascinación por ella.
En cierto sentido, esperaba que ella se mostrase incómoda al verlo tras lo
sucedido en la terraza la noche anterior, sin embargo, Sarah mantenía una
serenidad encomiable. Tal parecía que el beso simplemente había sucedido en
su imaginación, y no pudo evitar sentirse un poco desilusionado. ¿Acaso para
ella había significado tan poco que ni siquiera se ruborizaba como debería
esperarse de una dama soltera?
Sin embargo, el alivio que se reflejó en su rostro cuando le comunicó que la
llave estaba en su poder provocó una sonrisa de masculina satisfacción en
Marcus. Nora enarcó una ceja mientras lo miraba de reojo.
Sarah se obligó a tranquilizarse cuando vio la alta figura de Millard acercarse
con lady Dudley. No deseaba que él notase cuánto le había afectado su beso,
sobre todo porque debía, tenía, que asumirlo como un hecho aislado que no se
volvería a repetir.
Tras comunicarle el vizconde el feliz resultado de la incursión de O’Heary
en la alcoba de su madre, se forzó a reprimir su entusiasmo volviendo a su
disfraz de sosería. Tal vez él concluyese que ella en realidad era así, sosa,
invisible y descartable, y acabase alejándose como los demás caballeros.
Cuando Sarah se alejó con la intención de comunicarle a su padre que no
tendría que plegarse a los deseos de la condesa, Nora giró su rostro hacia
Marcus.
―¿Y bien?
Marcus desvió ligeramente la mirada de la figura de Sarah.
―Y bien, ¿qué?
―¿Cuándo le harás tu propuesta? ―murmuró Nora mientras inclinaba la
cabeza en saludo hacia unos conocidos con los que se cruzaban en ese
momento.
―No habrá propuesta alguna ―murmuró Marcus.
La vizcondesa frunció el ceño.
―¿Cómo dices? ―inquirió perpleja―. Si estás loco por ella, a duras penas
consigues disimularlo. Es más, hay momentos en que ni lo consigues ―añadió
sarcástica.
―Ella no me aceptará ―repuso Marcus, obviando el comentario sobre sus
sentimientos por Sarah. Ante el gesto de estupefacción de Nora, se apresuró a
aclarar―: Está obsesionada con poder escapar de su madre y me temo que
supone que, si acepta a algún caballero, lady Clarke seguirá interviniendo en su
vida.
Nora encogió un hombro.
―Supongo que eso dependerá de la clase de caballero que escoja. No
muchos permitirían injerencias de la suegra en su matrimonio.
Marcus meneó la cabeza con frustración.
―Me temo que tiene demasiado miedo a lo que pueda llegar a hacer su
madre. Mucho más si rechaza a Seamus para aceptar a otro. Lady Clarke no
permitiría que volviera a socavar su autoridad.
―Entonces me temo que tendrás que resignarte.
Marcus esbozó una sonrisa ladina. Al verlo, Nora murmuró recelosa.
―¿Qué tramas, Marcus?
―Bueno, hay situaciones en las que un caballero no tiene más remedio que
responder con honor ―contestó con aparente indiferencia.
Nora se detuvo, provocando que Marcus lo hiciera a su vez.
―¡Ni se te ocurra! ―siseó indignada―. No puedes manipularla al igual que
hace su madre, Marcus.
―No lo sabrá.
―¿Durante cuánto tiempo? ―inquirió Nora―. Tarde o temprano lo
descubrirá, descubrirá que fue una maniobra tuya para forzarla a un
compromiso, y que Dios te ayude con las consecuencias.
Marcus la miró especulativo. ¿Y si tenía razón? De hecho, él también tenía
sus dudas, pero por más que le había dado vueltas, no encontraba otro modo.
Sarah, y en realidad tenía motivos más que de sobra, temía a su madre lo
suficiente como para no colocar a nadie más en su punto de mira. No lo
aceptaría, estaba seguro, y él la deseaba a su lado, más que nada que hubiese
deseado jamás.
―No tengo otra opción, Nora ―murmuró quedamente.
Nora negó con la cabeza.
―Entonces rogaré para que, cuando ella se entere de tu treta, sea capaz de
perdonarte.
―Si siente algo por mí, lo hará ―insistió Marcus con terquedad.
«No, Marcus, precisamente acabará odiándote por manipularla», pensó Nora
abatida.
r
―¿Estás completamente segura de lo que dices? ―inquirió atónito el conde.
Sarah, nada más poner un pie en Clarke House, se había encaminado hacia
el despacho de su padre.
―Completamente, madre no podrá hacerle daño alguno a Henry, ni ahora ni
en un futuro ―respondió Sarah exultante de alegría―. Y ya no hay obstáculo
alguno para que rechaces a lord Seamus.
―Pero… ¿cómo? Sarah, ¿qué era lo que tenía Margaret para poder destruir a
Henry? ―insistió lord Clarke con recelo.
Sarah dudó un instante. No podía decirle a su padre lo que su condesa había
hecho. Él ya había sufrido bastante por su causa, y si aún encima se enteraba
de que su esposa era capaz de llegar al asesinato…
―Por favor, no puedo explicártelo. ―«No sin hacerte un daño irreparable»,
pensó―. Pero confía en mí ―señaló suplicante Sarah.
Su padre, intranquilo, meneó la cabeza.
―Sarah, no me gusta. No me agrada la sensación de estar a ciegas en algo
que afecta a mis hijos, esté solucionado o no.
Sarah buscó desesperada una manera de tranquilizar a su padre.
―Durante la cena, le informaré de que he decidido rechazar al vizconde,
solo te pido que me sigas la corriente y me respaldes. Te doy mi palabra de
que, si es necesario, te pondré al tanto de lo que he averiguado. ―El conde
enarcó una ceja―. Papá, hay partes en esa historia que no son mías para
contarlas. ―No podía desvelar la pertenencia de lord Millard a la policía, y si le
relataba a su padre lo que sabía, tendría que exponer al vizconde y, aunque
tenía la certeza de que el conde sería discreto, prefería no revelar nada si no era
absolutamente necesario.
Clarke asintió.
―De acuerdo, pero una cosa, hija: en cuanto todo esto pase, quiero saberlo
todo, absolutamente todo ―advirtió severo.
Sarah se levantó para abrazar a su padre.
―Te lo prometo, te contaré todo lo que sé… cuando haya transcurrido algo
de tiempo y no esté tan reciente.
Salió del despacho del conde con el corazón ligero: por fin era libre.
r
Durante la sombría y silenciosa cena, a la que había acudido Henry, Sarah
supuso que llamado por su padre, esperó el momento adecuado para darle la
noticia a su madre. Y ese llegó cuando su madre se disponía a levantarse para
dejar a los hombres a solas.
―Madre, ¿podrías aguardar un momento, por favor? Hay algo que deberías
saber… Bueno, en realidad, padre y tú ―comentó Sarah con fingida
indiferencia, ya que interiormente sentía el estómago agarrotado por los
nervios.
Margaret la miró con el ceño fruncido, pero nada dijo.
―He decidido que no aceptaré un compromiso con lord Seamus ―confesó
Sarah con frialdad.
Su madre esbozó una torcida sonrisa.
―Me temo que tu opinión es irrelevante. Esa decisión nos corresponde
tomarla a Clarke y a mí.
―En efecto ―repuso el conde―, y yo ya he tomado la mía. ―La condesa no
pudo evitar dirigirle una mirada de triunfo a Sarah.
―No aceptaré la propuesta de Seamus ―continuó Clarke―. Sarah no se
casará con un hombre que podría ser su abuelo. Ella decidirá cuándo, cómo y
con quién.
―¡¿Cómo dices?! ―espetó la condesa, al tiempo que le lanzaba a su marido
una aviesa mirada―. Creí que me había expresado con claridad cuando te
comenté que el vizconde estaba interesado en Sarah y las razones para aceptar
el compromiso. ―Levantó la barbilla con altanería―. Pero, por lo que parece,
no fui lo suficientemente clara, ¿debo repetirme? ―masculló con sequedad.
―No, madre, no es necesario ―intervino Sarah reprimiendo su rabia a duras
penas―. Esas… razones me temo que ya no existen, ya no hay motivo alguno
para aceptar a lord Seamus.
―¡Cállate, tú no sabes nada! ―exclamó colérica la condesa.
―Me temo que sé lo suficiente como para asegurarte que se ha acabado
―masculló Sarah glacial―. Ya no tienes el poder que creías tener sobre
nosotros.
La condesa le dirigió una mirada asesina a su hija.
―Eso lo veremos, Sarah.
―Por supuesto ―contestó con arrogancia―. Es más, te recomiendo que
subas a tu alcoba a cerciorarte de que lo que te he dicho es cierto.
La condesa palideció, sin embargo, arrojó su servilleta sobre la mesa y se
levantó con brusquedad. Sin dar tiempo a que su marido y su hijo se
levantasen, salió del comedor invadida por la furia.
Sarah suspiró aliviada, mientras Henry miraba alternativamente a su padre y
a su hermana.
―¿Qué demonios ha sido todo eso? ―murmuró perplejo.
El conde sonrió con sarcasmo.
―Me atrevería a decir que tu hermana ha acabado con el reino de terror que
lady Clarke había implantado en esta casa ―aseveró mientras miraba cómplice
a su hija.
Henry enarcó una ceja con desconfianza.
―No estaría tan seguro, milady tiene más vidas que los gatos.
Sarah sonrió.
―Te aseguro que en estos momentos casi las ha agotado todas, Henry.
Un alarido de frustración y rabia se escuchó en ese momento. Sarah se
encogió de hombros.
―Acaba de agotar la última que le quedaba ―murmuró mordaz―.
Deberíamos prepararnos para la fiesta de los Walker, creo que esta noche
todos vamos a disfrutar por primera vez en mucho tiempo. ―Sobre todo,
porque estaba segura de que su madre no acudiría.
r
Marcus conversaba con sus amigos cuando los Clarke hicieron su entrada.
Al momento notó la diferencia en Sarah. Mientras que otras veces hacía su
entrada intentando pasar desapercibida, cosa que lograba con creces, esta vez
resplandecía. Frunció el ceño al observar su atuendo. Ni rastro de los vestidos
recatados y de tonos apagados que no dejaban ver ni un rastro de piel. El
escote de su vestido, de un precioso color verde esmeralda, dejaba sus
hombros al descubierto, al igual que mostraba algo más que el nacimiento de
sus senos. Tragó en seco. Lady sosa Sarah había desaparecido. Echó un vistazo
alrededor para ver cómo, caballeros que no le habían dedicado una segunda
mirada en años, para el caso ni siquiera la primera, alzaban las cejas sin quitarle
ojo de encima. Tenía que actuar, no permitiría que ningún cretino se la
arrebatase, mucho menos alguno de esos memos que le habían dedicado el
mortificante mote sin mostrar señal alguna de caballerosidad.
―Por el amor de Dios ―susurró Kenneth a su lado―, vaya con lady sosa
Sarah ―espetó socarrón.
Marcus lo miró con dureza.
―No tiene un solo gramo de sosería en su cuerpo, ni antes ni ahora, y te
rogaría que delante de mí obvies ese desagradable apodo.
Kenneth y Darrell se miraron, al tiempo que Darrell esbozaba una media
sonrisa.
―¿Será esta noche cuando te ofrezcas por ella? ―inquirió Darrell con
indiferencia.
―No. Será esta noche cuando mi honor responda por ella ―masculló
Marcus sin sorprenderse por la agudeza de su amigo. La capacidad de
observación de Darrell era legendaria.
Las miradas jocosas se convirtieron en alarmadas.
―¿De qué demonios hablas? ¿No pretenderás comprometerla? ―siseó
Kenneth―. No funcionará, Marcus, te lo puedo asegurar.
―No tengo otra opción. ―Miró a sus amigos―. ¿Cuento con vosotros?
―¡Joder, Marcus, Celia me matará! ―exclamó Kenneth.
Darrell, después de escrutar el rostro de su amigo, asintió.
―Pero tú le explicarás a nuestras esposas la razón de exponerla al escándalo,
por absurda que sea. No van a tomarse de buen grado que le tiendas una
trampa, me temo que les agrada lady Sarah. ¿Qué deseas que hagamos?
r
Sarah había decidido que esa noche relegaría los recatados y anodinos
vestidos que acostumbraba a usar. Por primera vez desde que había debutado
deseaba sentirse como otras damas, deseaba, de alguna manera, ser vista. No
precisamente para atraer a ningún caballero. Si antes no habían profundizado
en su interior, limitándose a ver lo exterior, que siguieran así. No le interesaban
en absoluto, pero se sentía libre para, en caso de que sucediese, aunque solo
fuese por curiosidad, disfrutar de una velada en la que tal vez algún caballero le
solicitase un baile, además de los galantes amigos de Millard, claro está.
Frances se acercó a donde se hallaba junto a su hermano y su padre. Tras los
saludos de rigor, tomó a Sarah del brazo al tiempo que susurraba:
―Me temo que he comenzado la velada con mal pie, alguien me ha hecho
un desgarrón en el bajo del vestido. ¿Te molestaría acompañarme a la sala de
damas?
―Por supuesto que no ―repuso Sarah.
Frances sonrió.
―Por cierto, no te lo he dicho, pero estás preciosa. Sabíamos que dentro de
ese anodino envoltorio había una crisálida a punto de convertirse en una
hermosa mariposa.
Sarah se ruborizó violentamente.
―Eres muy amable.
―No es amabilidad, Sarah, es la verdad ―repuso Frances, que al momento
miró en derredor―. ¿Te importaría adelantarte? Debo avisar a Darrell. No le
gusta perderme de vista ―aclaró rodando los ojos.
―Claro que no. ―Por un momento, Sarah envidió el amor que se
profesaban los condes de Sarratt, sin embargo, se encaminó hacia las escaleras
que conducían a la sala de reposo.
Al estar el baile en sus comienzos, no se tropezó con dama alguna. Era muy
pronto para que comenzasen las visitas a la sala de damas, por lo que le llamó
la atención que una de las puertas del pasillo por donde caminaba estuviese
abierta. Miró en su interior distraída para encontrarse con ¿lord Millard?
hojeando un libro. La habitación era la biblioteca de los Walker.
Se detuvo sorprendida delante de la puerta. ¿Por qué no estaba disfrutando
del baile? Apenas acababa de empezar, debería estar firmando carnets en esos
momentos.
Curiosa, murmuró:
―¿Lord Millard?
El vizconde levantó la vista del libro que fingía revisar.
―Oh, lady Sarah. ―Se inclinó cortés. Observando la mirada curiosa de ella,
añadió―: Me temo que me ha sorprendido en falta.
Sarah ladeó la cabeza inquisitiva.
―Lord Walker posee una colección de tomos de leyes muy interesante, tenía
un gran interés en echarles un vistazo, y supuse que al comienzo de la fiesta
podría gozar de mayor intimidad. Nadie suele pasar por estos pasillos hasta
que el baile esté más avanzado… o eso creía ―añadió con una sonrisa.
Sarah miró hacia ambos lados del pasillo. No había un alma y le parecía
descortés estar hablando casi a gritos con el vizconde desde el pasillo. Avanzó
dos pasos dentro de la habitación. Al fin y al cabo, la puerta estaba abierta,
¿no?
―Lady Sarratt me ha pedido que la acompañe a la sala de damas. Subirá en
un momento, después de avisar a su esposo.
―Oh, ¿se encuentra bien? ―inquirió solícito Marcus, volviendo su mirada
hacia el libro que tenía en las manos.
―Sí, es solo un pequeño contratiempo con su vestido ―repuso Sarah.
Frunció el ceño con curiosidad. Era una ávida lectora, y encontrar a alguien
tan entusiasmado con un libro le intrigó.
Avanzó hasta situarse frente a Marcus.
―¿Es interesante?
―¿Disculpe?
Sarah hizo un gesto señalando el volumen.
―El libro, parece apasionante.
Marcus se movió, provocando que Sarah tuviese que situarse a su lado para
contemplar el tomo. Él ladeó su cuerpo sosteniendo el libro con una mano, de
manera que quien los divisase desde fuera tuviese la impresión de que la
sostenía con la otra mano por la cintura.
―Es un compendio de leyes que abarca casi desde la época medieval
―explicó―, sumamente raro y sumamente interesante. ―«Por el amor de Dios,
ya deberían estar aquí», pensó intranquilo.
Sarah, concentrada en el libro, no se percató de la indecorosa situación en la
que podrían encontrarlos si alguien se aventuraba por el pasillo.
Marcus decidió dar un paso más. Se situó tras ella, sosteniendo el libro con
una mano delante del cuerpo femenino al tiempo que con la otra señalaba en
la página. Quien los sorprendiese en ese momento vería dos cuerpos
demasiado juntos, escandalosamente juntos.
―Fíjese, ―Señaló con el dedo―, esta ley en particular, que data del siglo XI,
todavía sigue vigente en la actualidad.
Sarah apenas escuchaba la explicación de Marcus. Solamente notaba la
proximidad del cuerpo masculino. Si echaba un poco hacia atrás su cabeza,
esta reposaría en el musculado pecho del vizconde…
―Estaré encantado de que me muestre esos volúmenes tan especiales, lord
Walker… ―Se oyó una voz masculina demasiado conocida para Sarah.
―Walker suele permitirme consultarlos, gracias a Dios, no es codicioso con
sus preciados libros. ―Se escuchó otra voz que Marcus reconoció al instante.
―Si me disculpáis, Sarah me espera en la sala de damas… ―La voz de
Frances.
Sarah y Marcus alzaron la mirada hacia la puerta, uno expectante y la otra
aterrorizada.
―¡¿Sarah?! ―exclamó lord Clarke.
Frances se detuvo al instante, al tiempo que se giraba para situarse al lado de
su marido.
En el umbral se hallaban el vizconde Hyland, lord Walker y los condes de
Sarratt, además de su padre. Sarah palideció.
―Lord Millard, ¿sería tan amable de explicarme la razón por la que se
encuentra a solas con mi hija?
Sarah intentó dar un paso hacia su padre, sin embargo, la mano de Marcus
en su cintura la detuvo. Perpleja, alzó su rostro hacia él mirándolo con
curiosidad.
―Me temo que la única explicación posible es la de poder hablar en privado
con su hija y solicitarle que me hiciese el inmenso honor de convertirse en mi
vizcondesa, milord ―ofreció Marcus.
Sarah soltó un jadeo al tiempo que se alejaba bruscamente del cuerpo de
Marcus.
―¿De qué demonios habla? ―siseó entre atónita y furiosa.
―Solicitud que lady Sarah ha aceptado, convirtiéndome en el hombre más
feliz de Londres ―continuó impertérrito―. Estaré encantado de visitarle en la
mañana, lord Clarke, y formalizar la situación.
Los ojos de Sarah casi se le salen de las cuencas.
―¡¿Qué situación?! Papá, no ha ocurr… ―Se interrumpió al notar un toque
de Millard en su brazo, al tiempo que le hacía un gesto hacia la puerta de la
biblioteca. Ya no eran solo su padre, lord Walker, el vizconde Hyland y los
condes de Sarratt, sino que una pequeña multitud se había congregado en el
dintel. Cerró la boca al instante.
―Eso espero, Millard ―contestó con sequedad lord Clarke―. Sarah, ¿estás
bien? ―preguntó pasando la mirada hacia su hija.
Sarah, aturdida, asintió.
―Mientras tanto, si nos disculpan, desearía hablar unos instantes con mi
prometida… a solas. ―Casi exigió Marcus.
―Tiene diez minutos, Millard ―admitió el conde, tras mirar a su hija―, y la
puerta permanecerá abierta.
Marcus se inclinó cortés.
―Por supuesto, milord.
Cuando la multitud los dejó solos, Sarah, desconcertada, se sentó en uno de
los sillones al tiempo que retorcía sus manos con nerviosismo.
―Ha sido culpa mía ―murmuró abatida―. No debí entrar. Lo siento,
milord, le he puesto en una situación insostenible… Hablaré con mi padre, lo
entenderá…
Marcus se sintió miserable al ver cómo ella se responsabilizaba de algo de lo
que era completamente inocente. Por un instante… pero el daño ya estaba
hecho. La reputación de Sarah estaría destrozada si no seguía adelante con sus
planes, y aunque algo, o muy avergonzado de sí mismo, intentó tranquilizarla.
―Sarah… creo que en estos momentos las formalidades están de más
―murmuró suavemente―. Lo hecho, hecho está. Tú no tienes la culpa en
absoluto. Una desafortunada casualidad, nada más.
―No podemos casarnos, milord ―susurró sin levantar la mirada de sus
manos―. Yo… Usted no me ama, y mi madre… ¡Dios mío, mi madre!
―exclamó angustiada.
Marcus iba a sentarse a su lado cuando ella se levantó con brusquedad, al
tiempo que lo miraba resuelta.
―No voy a aceptarlo, lord Millard ―repuso decidida―. Asumiré las
consecuencias de mi error, pero no lo obligaré a responder por algo de lo que
no es culpable.
Marcus sintió que su cuello se calentaba. Él era el único culpable de la
situación en la que estaban, el culpable de la angustia de Sarah, el culpable de
que se sintiese responsable de colocarle a él en una situación que suponía que
no deseaba.
―No vas a asumir nada sola, Sarah. Soy tan responsable como tú, debí
darme cuenta de dónde estábamos y evitar colocarnos… colocarte, en
semejante situación.
Sarah lo miró con tristeza.
―Mi madre intentará…
Marcus tomó sus manos entre las suyas. Santo Dios, estaban heladas a pesar
de los guantes.
―Tu madre no se atreverá a intentar nada, Sarah. Tenemos, tengo
demasiadas cosas en contra de ella, y aunque no podamos utilizarlas, ella no lo
sabe.
Sarah meneó la cabeza desolada. Él no la conocía como ella. Lady Clarke no
se quedaría de brazos cruzados.
―Volvamos a la fiesta y mostremos nuestra felicidad por habernos
comprometido. Si nos mostramos seguros y tranquilos, no daremos pie a
demasiados rumores. Alguno habrá, por supuesto, pero se acallarán con el
tiempo ―ofreció Marcus al tiempo que extendía su brazo. Sarah, renuente, lo
tomó.
Tras conducirla junto a su padre, Marcus le solicitó un baile. La tranquilidad
de lord Clarke, así como la de Camoys, ante la situación en la que había
colocado a su hija, permitió que solo se levantasen leves murmuraciones que
Marcus sabía que se acallarían en cuanto el compromiso fuese anunciado.
Sobre todo, porque no tenía intención de pedir una licencia especial. Las cosas
se harían de manera adecuada. Amonestaciones, cortejo y, un mes después, la
boda. De ese modo, no habría comentario alguno sobre las circunstancias del
compromiso.
Había finalizado su baile con Sarah que, aunque sonreía, la sonrisa no le
llegaba a los ojos, apenas habían intercambiado unas frases intrascendentes. De
pronto, la mirada que Frances le lanzó hizo que se dirigiese hacia ella.
Marcus suspiró. Llegaba el momento de tranquilizar a las belicosas esposas
de sus amigos.
Darrell y Kenneth sonreían ladinos mientras sus respectivas esposas
lanzaban hostiles miradas a Marcus.
―Espero que tengas una explicación para esta… mezquindad ―espetó Celia
en cuanto Marcus llegó junto a ellos―. Una buena explicación ―añadió hosca.
―Explicación que nos darás mañana en la hora del té y que, por tu bien,
esperamos que nos convenza ―añadió Frances con no menos hostilidad.
Marcus tragó en seco mientras lanzaba una mirada de reojo hacia los
regocijados esposos, que se encogieron de hombros casi a la vez. Asintió un
poco atemorizado a la vez que mortificado. Había comprobado el arrojo de las
damas cuando, con la conformidad del conde de Craddock, había fingido un
cortejo con Frances intentado que Darrell espabilase. Sabía que eran
ferozmente leales unas con otras y habían acogido a Sarah bajo sus alas, con lo
cual, esa ferocidad se extendía a ella.
Esperaba ser convincente, o la ira de lady Clarke sería un berrinche de crío
comparado con la furia de las damas.
k Capítulo 11 l
DURANTE el desayuno, el conde puso en antecedentes a su esposa de lo
sucedido durante la fiesta.
―Espero la visita de lord Millard ―comentó escueto―. El compromiso se
anunciará en los periódicos de mañana.
Margaret ni siquiera se dignó mirar a su marido. Su malévola mirada se clavó
en Sarah.
―Así que ese era tu motivo para rechazar a lord Seamus ―masculló―, ya
tenías tus miras puestas en el vizconde Millard.
A Sarah le molestó el tono de desprecio con el que nombró a Millard, sin
embargo, nada dijo.
―Sarah no tenía intenciones algunas con Millard ―le contradijo con
sequedad Clarke―. La decisión partió del vizconde.
El conde no tenía intención alguna de detallarle las circunstancias del
compromiso, ya se enteraría por sus infames amigas.
Sarah sintió que su estómago se anudaba cuando vio la hostil mirada que su
madre le dirigió al conde. Su inquietud aumentó cuando ella ni siquiera
respondió, limitándose a continuar con su desayuno con aparente tranquilidad.
Daría cualquier cosa por averiguar qué estaba tramando, porque estaba segura
de que no lo dejaría pasar.
r
Marcus se presentó en Clarke House a la hora convenida. Había pasado por
varias joyerías en busca del anillo adecuado para Sarah. Podría haber tomado
alguno del joyero del marquesado, pero eso supondría viajar a Norfolk y
explicarle a su padre la situación, y no tenía ánimo para dar más explicaciones,
bastante tendría con calmar a las hostiles damas que lo esperaban en la tarde;
además de que deseaba que la sortija de compromiso de Sarah fuera elegida
expresamente para ella.
Ya en el despacho del conde, Clarke no se anduvo por las ramas.
―¿Ama a mi hija?
Marcus se tensó. Sentía muchas cosas por Sarah, pero después de haber
confundido un mero enamoramiento pasajero con amor, no se atrevía a definir
de esa manera sus sentimientos. Solamente tenía la certeza de que quería a
Sarah a su lado, habría tiempo para averiguar la razón de esa necesidad. Y, en
cualquier caso, la amase o no, la primera a la que debía confesárselo sería a
Sarah.
―Siento afecto por ella ―murmuró.
―Afecto no es amor ―replicó el conde―, no deseo para mi hija un
matrimonio por obligación…
―No es ninguna obligación ―se apresuró a aclarar Marcus. Solo faltaba que
el conde no diera su consentimiento―. Lady Sarah me gusta, me gusta mucho,
siento mucho cariño por ella y espero que eso se convierta algún día en algo
más profundo.
―Ya. Eso por su parte ―adujo Clarke―, pero ¿se ha preguntado acerca de
los sentimientos de mi hija?
«Por Dios, Marcus, ni te atrevas a ruborizarte como un colegial», pensó
abochornado.
―Espero saber su opinión dentro de unos instantes ―confesó. Y era sincero
al decirlo. Deseaba saber qué sentía Sarah; ella, por sí misma, sin la presión de
su madre o de las convenciones sociales.
Su contestación pareció calmar la hostilidad del conde, que asintió al tiempo
que comenzaba a discutir los pormenores del compromiso. Marcus insistió en
respetar el tiempo adecuado, cortejar a Sarah y celebrar la boda que ella
desease. Su dote sería puesta en fideicomiso para su uso personal o, si ella así
lo decidía, para sus hijos, excluyendo al heredero. Ambos coincidieron en que
el anuncio se publicaría en los periódicos del día siguiente, y cuando todo
estuvo hablado y concertaron el encuentro de sus respectivos abogados,
Marcus pidió hablar con Sarah, e intimidad para hacerlo.
Después de ordenar a su mayordomo que avisase a lady Sarah, Clarke
abandonó el despacho, no sin antes advertir a Marcus de que, si bien la puerta
no permanecería totalmente abierta, tampoco se cerraría por completo. Les
proporcionaría algo de intimidad sin incurrir en una falta de decoro.
Al cabo de unos instantes, Sarah entró en la habitación. Al verla con un
vestido de mañana cuyo estampado destacaba sus grandes ojos de cervatillo,
Marcus notó que se le aceleraba el corazón. Comenzó a preguntarse si no
estaría intentando protegerse a sí mismo no admitiendo lo que ya le parecía
evidente: que sentía algo muy intenso por ella y que no se parecía en absoluto
a nada que hubiese sentido por otra mujer, desde luego, no por Eleanor.
―Milord ―saludó, mientras hacía su reverencia.
Marcus, tras inclinarse en respuesta, repuso con algo de impaciencia en su
tono.
―Sarah, creo que en estos momentos podemos superar las formalidades,
por favor, soy Marcus.
Ella asintió sin levantar la mirada, concentrada en sus manos entrelazadas
delante de la cintura. Un ramalazo de inquietud recorrió a Marcus, no volvería
a ocultarse tras su disfraz, ¿verdad? Cerró los ojos un instante mientras
suspiraba y se obligó a ser sincero… en cierta medida.
―Sarah, ¿tan desagradable te resulta la idea de casarnos? ―preguntó
suavemente.
Ella lo miró desconcertada.
―No… yo… ―susurró azorada.
―Si te desagrado, solucionaré esto de la mejor manera posible para que tu
reputación no se vea dañada, pero solo si soy yo particularmente el motivo de
tu disgusto ―ofreció Marcus―. Si es otra la razón, y ambos sabemos a qué me
refiero, seguiremos adelante. Debes decidir por ti misma, sin pensar en cómo
se lo podrían tomar otros, ¿me harás el honor de casarte conmigo, Sarah?
Sarah escrutó el rostro de Marcus. No podía continuar viviendo bajo el
miedo a su madre. Marcus sabría protegerse y protegerla, y además… lo
amaba. Seguramente, él a ella no, pero le tenía afecto, ¿no?, y tal vez, con el
tiempo… La idea de pasar sola el resto de su vida se le hacía cada vez más
lejana. Si no hubiese aparecido Marcus, seguiría ilusionándola esa idea, pero
solo pensar en rechazarlo simplemente por miedo o terquedad le parecía
ridículo. Se había enamorado como una tonta, y por una vez en su vida quería
ser egoísta. Amaba a Marcus y no lo perdería ni por su madre ni por nadie.
Había sido la única persona que había visto más allá de su disfraz de sosa e
invisible, y en ese momento, sin tan siquiera darse cuenta, le había entregado
su corazón.
―Sí. ―Se escuchó contestar―. Me casaré contigo.
Un ramalazo de algo que Sarah no pudo identificar pasó por los ojos de
Marcus, ¿alivio?, ¿anhelo?, ¿dicha?
El rostro de Marcus se iluminó con una amplia sonrisa que casi hace que a
Sarah le temblasen las piernas. Dios Santo, si ya era guapo, cuando sonreía…
«Y esa preciosa sonrisa es para mí, por mí», pensó emocionada.
Marcus la atrajo hacia él, mientras le propinaba una patada a la puerta que
Sarah había dejado demasiado abierta para su gusto.
Ella jadeó al escuchar cerrarse la puerta.
Una de las manos de Marcus acunó su mejilla mientras la otra le aferraba la
cintura. Bajó la cabeza con lentitud hacia el rostro de Sarah.
―Estamos prometidos y estoy loco por besarte ―susurró ya sobre sus
labios.
Sarah cerró los ojos, deseosa de volver a sentir los labios de Marcus sobre
los suyos. Él la besó con delicadeza al principio, con la suavidad de un aleteo
de mariposa que hizo que Sarah gimiese de impaciencia. Marcus sonrió sobre
su boca, mientras su lengua recorría los labios de Sarah. Esta,
entreabriéndolos, le dio completo acceso y él ya no se contuvo. La besó con
ansia, queriendo conocer todos los secretos de su boca. La mano que le
sostenía la mejilla se desplazó hacia su nuca, haciendo que el ángulo variase
para tener mayor acceso. Sabía a limón, a té… a ella. Maravillado, pensó que
reconocería esos labios entre miles. Sarah se aferraba a su chaqueta hasta que
alzó los brazos para enlazar el cuello masculino, al tiempo que la otra mano de
Marcus descendía desde su cintura para posarse en su trasero y apretarla
contra su ya excitada virilidad. Ninguno de los dos dedicó un solo segundo a
recordar dónde estaban, inmersos el uno en el otro, hasta que el sonido de
unas voces en el pasillo les hizo regresar a la realidad.
Marcus deshizo el beso con suavidad, al tiempo que sus ojos recorrían el
rostro sonrojado de Sarah. Pensar que apenas unos meses antes ni loco se
hubiera planteado colocarse delante de un vicario y que ahora no podía pensar
en otra cosa que en ella en su casa, en su cama…
Sarah bajó los brazos, mientras con la mano deslizaba una suave caricia
sobre la mejilla de Marcus. Si al menos él sintiese la mitad del amor que ella le
profesaba…
―Marcus… ―susurró.
―Un mes, cervatillo ―repuso él con dulzura―. Dudo que pueda esperar
más, incluso ese tiempo me parece excesivo.
La puerta se abrió en ese instante, dando paso al conde seguido de… lady
Clarke.
Sarah se tensó al instante, sin embargo, la mano de Marcus en su cintura le
proporcionó algo de seguridad.
―Parece ser que se impone felicitarlo, lord Millard. ―La voz de la condesa
sonaba fría como el hielo.
Marcus endureció el gesto.
―Agradezco sus buenos deseos, milady, pero espero que, aunque el
afortunado soy yo por haber sido aceptado por lady Sarah, extienda sus
felicitaciones también a su hija.
La fría mirada de la condesa se deslizó hacia Sarah.
―Oh, pero a ella ya la he felicitado por su sabia… elección ―repuso
mordaz―. Sarah ha sabido jugar muy bien sus cartas.
A Marcus le importó un ardite que el conde estuviese presente ni que estaba
en casa ajena, no iba a permitir insultos ni desplantes hacia Sarah por parte de
esa arpía. Esbozó una fría sonrisa.
―Lady Clarke, le rogaría, por el bien de nuestros encuentros futuros, ―«Si
llegase a haberlos, puesto que los evitaré a toda costa», añadió para sí―, que se
abstuviese de dirigirse a mi prometida de forma insultante. Un defecto que
tengo, uno de los muchos, debo decir, es que no tengo paciencia alguna
cuando alguien ataca de palabra u obra a alguien a quien quiero, y cuento con
medios, se lo aseguro, para recordarle al ofensor las ventajas de los buenos
modales.
Por unos instantes, Marcus y lady Clarke se midieron con las miradas, hasta
que la condesa ladeó la cabeza.
―Ruego me disculpe, milord, no era mi intención ofenderle. Simplemente,
yo tenía unas expectativas con respecto a Sarah, mientras ella… tenía otras
completamente diferentes. Me ha sorprendido, eso es todo.
Tanto lord Clarke como Sarah fruncieron el ceño al escuchar a la condesa
expresar algo que se parecía remotamente a una disculpa. Sin embargo, Marcus
no hizo el menor gesto que mostrar su aprecio, o la falta de él, por la particular
disculpa de lady Clarke. La ignoró por completo mientras giraba su rostro
hacia Sarah.
―Te recogeré a la hora del paseo ―susurró mientras tomaba una de sus
manos y la besaba con delicadeza. Demonios, con tanta tontería tendría que
buscar otro momento para entregarle el anillo. La intrusión de esa bruja le
había quitado toda la expectación que sentía por ponérselo en el dedo.
Sarah asintió y, tras inclinarse con brevedad ante los condes, Marcus
abandonó Clarke House maldiciendo entre dientes y sopesando la posibilidad
de invitar a la condesa a dar un paseo y arrojarla al Támesis.
Cuando Marcus abandonó la habitación, la condesa, tras lanzar una aviesa
mirada a su hija, se retiró a su vez.
Sarah se acercó a su padre.
―¿Por qué ha venido?
El conde se encogió de hombros.
―Ya la conoces: tenía que demostrar que todavía tiene algo que decir, sea así
o no. Pero me temo que permanecerá muda delante de Millard si sabe lo que le
conviene. ―Miró a su hija con atención―. Me atrevería a decir que ese hombre
te protegería con su vida.
Sarah miró la puerta por donde habían salido Marcus y su madre. Sopesó las
palabras del conde y las que le había dirigido Marcus a la condesa. Sí, confiaba
en él, Marcus no permitiría que su madre interviniese en sus vidas.
r
Cuando subieron al calesín de Marcus esa tarde acompañados por la
doncella de Sarah, ya que no podrían pasear a solas hasta que el compromiso
fuese anunciado, y comenzaron a dirigirse hacia Hyde Park, Sarah miró de
reojo a Marcus.
―Lamento la impertinencia de mi madre. No esperaba que se presentase.
Marcus maldijo en silencio. Le molestaba enormemente que Sarah se
disculpase por algo de lo que no era responsable, mucho más si se trataba de
su maldita madre.
―No tienes que disculparte por algo que no es responsabilidad tuya. ―Sin
darse cuenta, había hablado con demasiada sequedad.
Sarah se ruborizó mortificada y Marcus, tras mirarla, meneó la cabeza con
frustración.
―Disculpa, Sarah, no era mi intención ser tan brusco ―murmuró.
Sarah encogió un hombro.
―No, si lo entiendo. Debo comenzar a dejar de ir detrás de mi madre
intentando reparar lo que estropea ―asintió quedamente.
Aprovechando que habían entrado en el parque y el tráfico se había
ralentizado, Marcus sujetó las riendas con una mano y tomó la pequeña mano
de Sarah con la otra.
―Tu madre ya no puede hacerte daño más que con algún comentario
hiriente que no tendrás problema en ignorar, cervatillo. En un mes serás mi
esposa, y entonces ni siguiera tendrás que escuchar comentario alguno por
parte de ella ―ofreció con cariño.
Cervatillo. Era la segunda vez que le escuchaba ese calificativo cariñoso para
referirse a ella, y a Sarah se le calentó el corazón. Giró su rostro para mirar el
perfil de Marcus, que ya se había concentrado en el camino, y no pudo evitar
esbozar una tierna sonrisa. Tal vez…
Tras varios minutos de saludos, paradas y conversaciones corteses, Marcus
decidió que ya había tenido suficiente. Desvió el calesín hacia otro camino
menos a la moda, y lo detuvo al borde de un bosquecillo.
Saltó del pescante y, tras lanzar las riendas contra unas ramas, alzó las manos
para ayudar a Sarah a bajar. Se regodeó bajándola con lentitud rozando su
cuerpo con el de ella. Sarah, con las manos apoyadas en los hombros de
Marcus, aunque completamente ruborizada, le lanzó una mirada pícara que a
él, bueno, a otra parte de su anatomía, le provocó un gran regocijo.
Tras ayudar a la doncella a apearse, Marcus susurró.
―¿Podríamos prescindir de la vigilancia? Me agradaría un poco de intimidad
y, al fin y al cabo, estamos prometidos.
Sarah contestó en el mismo tono susurrante:
―Pero… ¿dejarla aquí sola? ―murmuró mientras miraba inquieta alrededor.
El resoplido de Poppy casi hizo que Marcus soltase una carcajada.
―No me pasará nada, milady ―dijo la doncella―. Ustedes procuren no
alejarse mucho… y evitar los lodazales ―advirtió con sarcasmo.
Mientras Sarah enarcaba las cejas con sorpresa, Marcus le hizo un guiño a la
doncella, tomó a Sarah de la mano y se internó en el bosquecillo.
―Me gusta esa doncella tuya ―murmuró socarrón―, a pesar de que tenga
propensión a resfriarse.
Sarah no pudo evitar soltar una carcajada. Marcus la miró sonriente y, sin
soltar su mano, avanzó hasta llegar a una especie de claro. Se detuvo, al tiempo
que colocaba a Sarah frente a él.
―Esta mañana no pude, a causa de la interrupción de tu adorada madre
―comentó mientras sacaba una cajita de su bolsillo y la abría.
Volvió a cerrarla sin que Sarah tuviese tiempo de vislumbrar su interior y,
enarcando una ceja, repuso malicioso:
―No pienso arrodillarme en este campo lleno de… a saber qué ―advirtió,
observando con desconfianza a su alrededor.
Sarah rodó los ojos.
―No creo que sea necesario, ya hiciste tu petición y ya la respondí
―contestó paciente.
―Bien. ―Marcus abrió la cajita y le mostró el contenido a Sarah. Esta no
pudo evitar jadear de la sorpresa.
―¡Marcus, es… es…!
Esta vez fue él quien rodó los ojos.
―¿Serías tan amable de decirme de una condenada vez qué te parece, antes
de que anochezca? ―inquirió entre emocionado e impaciente.
―Por Dios, es una preciosidad ―murmuró Sarah sin hacerle el menor caso,
con toda su atención puesta en el anillo.
Un precioso diamante rosa talla esmeralda, engarzado en un anillo de oro
con pequeños diamantes insertados en el anillo, brillaba con la luz del sol.
Marcus tomó el anillo con una sonrisa de orgullosa satisfacción y, tomando
la temblorosa mano de Sarah, le colocó la sortija en el dedo anular.
Sarah bajó la mirada para contemplar su mano casi perdida en la gran mano
de Marcus. De repente, una gota de algo cayó en uno de los dedos de Marcus.
Sorprendido, lanzó una mirada al cielo, ¿qué demonios…? Hasta que
comenzaron a caer varias gotas más.
―¿Sarah? ―musitó perplejo, mientras con los nudillos de una mano le alzaba
el rostro. Las lágrimas rodaban por el rostro femenino y Marcus sintió que su
corazón se detenía.
―Sarah, cariño, ¿qué ocurre? ―musitó mientras intentaba secar las lágrimas
con su pulgar.
Sarah meneó la cabeza mientras respondía entre hipidos.
―Soy muy feliz, Marcus. Yo…
―¡Por el amor de Dios! ¿Qué se supone que haces cuando eres desgraciada?
―exclamó frustrado mientras revolvía frenético en sus bolsillos hasta sacar un
pañuelo que le tendió.
Sarah soltó una risilla entre lágrimas mientras aceptaba el pañuelo y se
sonaba de manera poco delicada para una dama.
Marcus la miró con ternura, al tiempo que la enlazaba con sus brazos y la
acercaba a él para abrazarla. Sarah enterró la cara en su pecho. A pesar de su
comentario socarrón, destinado a aliviar su llanto, la entendía perfectamente.
Sarah estaba soltando toda la tensión acumulada durante años de ser ignorada
y ninguneada por sus iguales y despreciada por su madre.
―Cariño ―susurró con ternura―, llora cuanto desees. No tengo prisa
ninguna, y mi chaqueta lo superará, tal vez mi valet no, pero tendrá que
aguantarse.
Un estremecimiento de los hombros de Sarah le indicó que su broma había
surtido efecto. Sarah separó apenas el rostro de su pecho para alzar la mirada
hacia él.
Marcus tragó en seco al ver la expresión decidida de sus ojos. Receloso,
esbozó una sonrisa animosa.
Sarah alzó las manos para tomar el rostro de Marcus entre ellas.
―Te amo, Marcus, no importa lo que sientas por mí, me basta con saber que
tengo tu cariño ―susurró mientras se ponía de puntillas para alcanzar la boca
masculina.
Marcus, paralizado, tardó en responder al beso. Cuando Sarah,
desconcertada por su falta de respuesta, intentó alejarse, la mano masculina
atrapó su nuca volviendo a acercarla a él. Sarah jadeó perpleja y Marcus
aprovechó para internar su lengua en la incitante boca femenina. Su beso no
tenía nada del inexperto e inocente intento de ella. Marcus saqueaba la boca de
Sarah con apasionada sensualidad. Mientas las manos femeninas se aferraban a
su cuello, él la empujó con suavidad hasta apoyarla en uno de los árboles que
lo rodeaban. Una de sus manos comenzó a acariciar frenética su cuerpo hasta
posarse en uno de los senos de Sarah. Esta gimió al notar la presión de su
mano. Su pecho parecía hincharse en respuesta, al tiempo que sus pezones se
erguían enviando ráfagas de placer hacia su vientre y más abajo, a una zona
demasiado íntima.
Se revolvió acercándose más a él, al tiempo que Marcus, sin dejar de atender
su pecho, internaba un muslo entre las piernas de ella, consiguiendo que Sarah
pareciese que cabalgase sobre él. La boca masculina abandonó los atrayentes
labios y se deslizó dejando regueros de besos por su cuello y su hombro, hasta
llegar al nacimiento de sus senos. Sarah, perdida en la multitud de maravillosas
sensaciones totalmente desconocidas para ella y en la presión que comenzaba a
sentir en su bajo vientre, enredaba con febriles caricias sus manos en el suave
cabello rubio.
Cuando la boca de Marcus tomó uno de sus pechos y comenzó a
mordisquearlo y a lamerlo, mientras con el pulgar y el índice presionaba con
suavidad el erecto brote del otro seno, Sarah dio gracias por estar sostenida
por el musculoso muslo del vizconde. Una casi dolorosa tensión comenzó a
formarse en su vientre. Instintivamente, se frotó contra la pierna de Marcus,
buscando aliviar… hasta que su cuerpo se tensó visiblemente y algo pareció
estallar dentro de ella. No pudo evitar soltar un pequeño grito de sorpresa al
sentir el inmenso placer que la recorría. Marcus, al instante, alzó su rostro para
beberse los gemidos de la liberación de Sarah, mientras con la mano no dejaba
de acariciar su pecho.
Sarah se desplomó sobre el hombro de Marcus cuando los mágicos
espasmos comenzaron a remitir. No tenía ni idea de lo que había sucedido,
pero sentía como si flotase en una nube. La mano masculina acarició con
ternura el mentón y el cuello de la muchacha.
Excitado y dolorido, Marcus se obligó a no pensar en sus necesidades
insatisfechas y su mente voló al instante en que Sarah le confesó que le amaba.
¡Dios!, ¿qué se suponía que debía hacer? Claro que sentía algo por ella, algo
profundo, pero ya había confundido una vez sus sentimientos y no tenía
intención alguna de volver a hacerlo, mucho menos diciendo unas palabras
que, si descubría que se había equivocado, no podría retirarlas ni alejarse como
había ocurrido con Eleanor. Sarah sería su esposa, y no pensaba comenzar su
matrimonio ilusionándola con algo de lo que ni siquiera él estaba seguro.
Lentamente, retiró su muslo de entre las piernas de Sarah, sujetándola con
firmeza. Sarah se aferró a él. No estaba segura de que sus temblorosas piernas
la sostuvieran.
Cuando Marcus, galante, comenzó a colocar el corpiño del vestido, Sarah
posó una mano sobre la suya deteniéndolo. Su mirada se clavó en los azules
ojos que la observaban confusos.
―¿Q… qué ha sido…? ―balbuceó temblorosa.
Marcus sonrió.
―Has sentido tu primera liberación, lo que los franceses llaman la petite mort.
Algo que toda mujer debería disfrutar. No solo el placer debe ser exclusivo del
hombre.
Sarah frunció el ceño. No había notado nada parecido a lo que había sentido
ella en él. La rígida dureza contra su vientre no había desaparecido.
―¿Tú…?
―Yo puedo esperar, cervatillo ―susurró Marcus mientras besaba con
ternura su sudorosa frente.
La alejó de sí lo suficiente para comprobar que todo estuviese en su sitio y,
tras cerciorarse, murmuró.
―Debemos regresar, o en cualquier instante tu doncella volverá a resfriarse
y comenzará con sus carraspeos ―advirtió socarrón.
Sarah asintió y, tomando el brazo que Marcus le ofrecía, se encaminaron
hacia donde esperaba la doncella.
El regreso a Clarke House, si bien no transcurrió en completo silencio, sí en
medio de una rara tensión. Cada uno sumido en sus pensamientos sobre lo
sucedido en el claro.
k Capítulo 12 l
TRAS dejar a Sarah en su residencia, Marcus se dirigió a Dereham House.
Darrell, como heredero de su hermano, había decidido mudarse con Frances a
la casa de ciudad del marqués. Dereham nunca pisaba Londres, y la residencia
en la que había vivido Darrell soltero resultaba un poco pequeña para una
pareja recién casada, además de que, según Dereham, no tenía sentido
mantener otra casa cuando esta estaba vacía.
Marcus siguió al mayordomo hacia donde suponía que se encontraban
Frances y Celia. Tras ser anunciado, se detuvo con brusquedad al ver a todas
las esposas de sus amigos mirándolo con diferentes expresiones que iban de la
hostilidad manifiesta hasta la especulación. Tragando en seco, dio un paso
hacia atrás, dispuesto a disculparse y largarse cuanto antes de aquella sala que
más parecía un tribunal de la inquisición española. Antes de poder abrir la
boca, su talón se topó con algo tras él. Se giró confuso para contemplar a los
esposos de las inquisidoras formando una barrera que le impedía la fuga.
Marcus enarcó una ceja, molesto. Las expresiones de los caballeros estaban
lejos de ser hostiles, más bien, rebosaban de diversión.
―Me gustará escuchar tus explicaciones, Millard ―murmuró ladino Gabriel.
Marcus, tras lanzarles una venenosa mirada, compuso su mejor sonrisa y se
dirigió hacia el tribunal. Tras los saludos, Frances le indicó que tomase asiento.
Marcus miró en derredor. Los caballeros estaban esparcidos por la habitación,
mientras que el único que, por lo que parecía, tenía la obligación de sentarse
era él… en la única silla vacía frente al corrillo de damas.
Frances fue la primera en tomar la palabra. Tras ofrecerle un té, que Marcus
aceptó, enarcó una ceja mientras preguntaba.
―¿Y bien?
Marcus tomó un sorbo de la bebida intentando ganar tiempo. Por el amor
de Dios, tampoco tenía por qué estar tan aterrorizado por un grupo de
damas… ¿o sí? Suspiró mientras recordaba los líos en los que habían metido a
Darrell ese mismo grupo de damas. Tal vez sí resultase sensato mostrar un
poco de pavor… o mucho, para el caso.
No, no debía mostrar miedo o se lo comerían vivo.
―Y bien, ¿qué? ―repuso intentando mostrar una tranquilidad que no sentía.
Jenna se colocó las gafas, el gesto no presagiaba nada bueno, y Marcus
disimuló una mueca.
―Has trabajado con Darrell el tiempo suficiente como para convertiros en
amigos, del mismo modo que cuentas con nuestra amistad ―comenzó la
marquesa de Clydesdale―. Has participado en las suficientes charadas, ―Su
mirada se posó en Justin al decirlo y este tuvo el buen sentido de bajar la
mirada―, como para saber que los engaños no conducen a nada bueno. Te lo
preguntaré una vez: ¿por qué le has tendido esa trampa a Sarah?
Marcus carraspeó. Entendía la preocupación de las damas por Sarah, pero
era su vida privada, aunque si fuese tan privado no hubiera solicitado la ayuda
de sus amigos sabiendo cuál sería el precio a pagar con sus esposas.
―Pretendo casarme con ella ―ofreció.
Frances rodó los ojos con exasperación.
―Eso lo teníamos claro desde el momento en que provocaste que os
sorprendieran. La pregunta es: ¿por qué?
―¿La amas? ―La pregunta provenía de la voz acerada de Celia, tal vez la
más afectada por la situación de Sarah, teniendo en cuenta el parecido con lo
vivido por ella misma.
―Siento un gran cariño por ella ―masculló―. Si me permitís, no creo que
mis sentimientos o la falta de ellos sean asunto vuestro.
Varias cejas se levantaron, al tiempo que tras él se escucharon diferentes
resoplidos, bufidos y gemidos. Cerrando los ojos un segundo, Marcus supo al
instante que se había cavado su propia tumba.
Shelby hizo ademán de levantarse, lo que provocó que su marido casi se
apiadase de Marcus… casi. Sin embargo, la mano de Celia en su brazo la
detuvo. Sin perder la compostura, pero con una frialdad que a Marcus le
pareció espeluznante, le dijo:
―Sarah es una mujer excepcional. Ha soportado lo indecible de esa arpía
que tiene como madre, ha luchado por demostrar la inocencia de su hermano,
ha soportado el vacío de la alta sin mostrar un ápice de resentimiento. No
merece un matrimonio basado en la compasión o la lástima, mucho menos
haciéndola sentir que ella ha provocado la situación. ―Su voz no vaciló cuando
continuó―. Sé perfectamente lo que se siente cuando una mujer es atrapada en
un matrimonio solamente por rescatarla de una supuesta ruina. ―Kenneth se
tensó al escucharla, sin embargo, la cálida mirada que le dirigió Celia lo
tranquilizó, mucho más sus siguientes palabras―. Algunos caballeros disimulan
sus sentimientos bajo la apariencia de comportarse honorablemente, ¿es ese tu
caso, Marcus?
Marcus no contestó. Ni siquiera él estaba seguro de lo que sentía por Sarah
en realidad.
Frances intervino.
―Te apreciamos, Marcus. ―Miró con cariño hacia Darrell, que le guiñó un
ojo―. Darrell y yo te debemos mucho, puesto que casi pierdes su amistad por
ayudarle… ayudarnos, pero Sarah no merece ser engañada…
―No he engañado a nadie. ―Saltó exasperado―. Ella es perfectamente
consciente de que…
―¿De que no la amas? ―interrumpió Frances―. Procura cerciorarte de ello,
Marcus, déjale claro cuáles son tus sentimientos hacia ella, sean cuales sean, o
intervendremos.
―No tenéis derecho a inmiscuiros en mi vida, ni en la de ella, para el caso
―espetó molesto.
―Tenemos el mismo derecho que os atribuisteis Justin y tú interviniendo en
la vida de Darrell y la mía: el cariño que sentimos por ti y por Sarah
―dictaminó Frances.
Marcus se tensó. Frances tenía razón. Él había fingido un cortejo y un
compromiso con ella para que Darrell dejase atrás su obsesión de ser poca
cosa para ella, y en aquel momento, en su afán por ayudar a su amigo, le
importó un ardite, al igual que al hermano de la dama, si se entrometían o no
en la vida privada de Darrell.
Lilith, que no había abierto la boca durante todo el rato pendiente de las
reacciones de Marcus, intervino.
―Creo que hemos dejado claro nuestro punto, señoras. Justin, ―Lanzó una
mirada de advertencia a su marido―, creo que a Marcus le vendría bien una
copa… Y me temo que a vosotros también.
Marcus le lanzó una mirada agradecida a la condesa. Se levantó y, tras una
inclinación, siguió a los caballeros, que ya se disponían a abandonar la sala.
Cuando llegaron al despacho de Darrell, este murmuró mientras servía las
bebidas.
―Lo cierto es que pensé que iba a ser peor.
Marcus lo miró perplejo.
―¿Peor? Solo faltó que me colgasen por los pulgares de la barra de las
cortinas ―masculló Marcus con hosquedad.
―Date por satisfecho, fueron lo suficientemente magnánimas como para no
hacerlo ―intervino Gabriel―. Lo cierto es que, por un momento, llegué a
pensar que mi duquesa sacaría unas cuerdas de debajo de algún cojín.
Las risillas tuvieron la delicadeza de eliminar un poco la tensión que recorría
el cuerpo de Marcus. Tal vez tuviesen razón, debía tener una conversación con
su prometida.
r
A la mañana siguiente, Sarah desayunaba junto a su padre. Su madre había
decidido romper el ayuno en su alcoba.
Mordisqueaba las deliciosas galletas de limón que solía prepararle
exclusivamente para ella la cocinera, a sabiendas de que a nadie más en la casa
le gustaban, cuando su padre murmuró:
―El compromiso ha sido publicado. ―Añadiendo con mordacidad―:
Supongo que tu madre prefiere expresar su felicidad a solas.
Sarah soltó una risilla.
―Supongo que sí.
Imaginaba a su madre leyendo el comunicado en la prensa de la mañana,
«feliz» no sería precisamente la palabra que utilizaría para definir el estado de
ánimo de la condesa en esos momentos.
Tras acabar su galleta y tomar un sorbo de té, Sarah se levantó y, después de
besar a su padre en la mejilla, le dijo:
―Marcus vendrá a recogerme para el paseo, será mejor que suba a
prepararme.
Su padre asintió distraído mientras ella abandonaba el comedor.
Marcus esperaba en el vestíbulo de Clarke House a que Sarah bajase. Había
decidido prescindir de carruaje alguno, pasearían. El compromiso había sido
anunciado y no había obstáculo alguno para caminar a solas, siempre y cuando
Sarah no decidiese incluir a su doncella.
Cuando vio a Sarah descender las escaleras, algo se removió en su interior.
Era muy hermosa, y le parecía insólito que ni él ni ningún caballero se hubiese
fijado antes en su belleza. Claro que ella procuraba esconderla, y con muy
buenos resultados.
Se acercó para tenderle su mano y ayudarla con los últimos escalones. No
pudo evitar susurrarle al oído.
―Está preciosa esta mañana, milady.
Sarah se ruborizó.
―Gracias, milord.
―Había pensado pasear, si te parece bien, por supuesto. Hyde Park está
apenas a cinco minutos.
―Me agradaría mucho. ―«Sobre todo poder ir cogida de tu brazo sin temor
a provocar escándalo alguno», pensó.
Llevaban unos minutos paseando cuando Sarah se inclinó haciendo un gesto
de dolor mientras se llevaba una mano al estómago.
Marcus se detuvo.
―¿Qué ocurre?, ¿estás bien? ―inquirió preocupado. Sarah había palidecido
visiblemente.
Sarah negó con la cabeza.
―No lo sé, me duele, me duele mucho ―musitó mientras su mano
continuaba presionando su vientre.
Marcus miró aterrado a su alrededor. Maldita sea, ¿por qué demonios no
había traído un maldito carruaje?
Suspiró aliviado cuando vio acercarse a Gabriel y a Kenneth en sus
monturas. Ambos, intuyendo que algo ocurría, desmontaron en cuanto
llegaron a la altura de la pareja.
―¿Qué ocurre? ―inquirió Gabriel―. ¿Lady Sarah está bien?
―No. Se queja de dolor, debo llevarla a su casa y que la vea un médico. ―El
miedo hacía temblar la voz de Marcus.
―Toma mi caballo ―ofreció Gabriel.
Marcus no se lo pensó dos veces. Aunque no resultaba nada decoroso
montar con una dama en el regazo, le importaba un ardite los comentarios que
surgiesen. Ella sufría.
Montó y, mientras Gabriel sujetaba las riendas, Kenneth alzó a Sarah para
colocarla en el regazo de Marcus.
―Vamos, vete ya ―espetó Gabriel mientras le daba una palmada al caballo.
Marcus salió a galope tendido del parque, sin pensar en absoluto en los
paseantes: que se apartasen, él no pensaba bajar el ritmo.
Llegó a Clarke House y, tras tomar a Sarah en brazos, y al tiempo que la
puerta se abría, entró presuroso.
―¡Avisen a un médico, lady Sarah no se encuentra bien! ―gritó a pleno
pulmón.
El conde salió de su despacho al escuchar los gritos.
―¿Qué dem…? ¡¿Sarah?!
―¡Su habitación! ―ladró Marcus―. ¡Y que llamen a un médico, ya!
Clarke hizo un gesto señalando las escaleras. Marcus comenzó a subirlas de
dos en dos, Sarah se había desmayado. Al llegar al rellano, la doncella de Sarah
estaba esperando.
―Por aquí, milord.
Entraron en la alcoba de Sarah y, mientras él la depositaba con cuidado en la
cama, el conde entró tras él.
―¿Qué ha ocurrido?
Marcus se pasó las manos por el cabello.
―No lo sé. Estábamos paseando cuando de repente comenzó a quejarse de
dolor de estómago, se desmayó cuando la traía hacia aquí ―respondió sin
quitar ojo de su pálida prometida.
Poppy miró a los dos caballeros.
―Por favor, debo… debo prepararla para cuando llegue el médico.
Marcus asintió. El conde y él salieron de la habitación y, tras unos minutos
de espera, vieron subir al galeno. Este, tras inclinar la cabeza, entró en la
habitación de Sarah.
El conde ofreció:
―Podemos esperar en mi despacho.
Marcus negó con la cabeza.
―Prefiero esperar aquí, si no le importa ―murmuró mientras se apoyaba en
la pared con los brazos cruzados.
Clarke asintió mientras escrutaba atento el tormentoso rostro del vizconde.
Observó que su actitud no era la de un hombre que no sintiese más que cariño
por su prometida.
Tras unos minutos de espera, que a Marcus le parecieron horas, la puerta se
abrió y el médico salió. Marcus se enderezó.
―Se ha recuperado del desmayo. Le he recomendado una tisana calmante.
Que guarde reposo durante el día de hoy.
―Pero ¿qué tiene? ―inquirió Marcus impaciente.
―Mi opinión es que nada importante. Acaba de anunciarse su compromiso,
según tengo entendido. ―Miró al conde, que asintió―. La tensión y los nervios
a veces juegan malas pasadas a las damas más delicadas.
«¿Delicadas? Sarah no tiene un solo gramo de flojedad en su cuerpo», pensó
Marcus molesto.
Sin prestar más atención al médico, que no le merecía crédito alguno, se
giró.
―¿A dónde va, Millard? ―preguntó el conde.
Marcus le dirigió una alevosa mirada.
―Voy a ver a mi prometida. La puerta estará abierta y la presencia de su
doncella garantizará el debido decoro ―masculló con sequedad. Entraría sí o
sí.
Tras dirigirle una breve mirada especulativa, el conde asintió.
Sarah se había recuperado de su desmayo, tal y como el médico había dicho,
pero continuaba pálida. Marcus se acercó hasta sentarse a un lado de la cama.
Tomó una de sus pequeñas manos entre las suyas, fría como el hielo. Sarah le
sonrió trémula.
―Lamento haber estropeado nuestro paseo ―murmuró.
Marcus rodó los ojos.
―Por el amor de Dios, Sarah, no es como si hubieras decidido tirarte al
Serpentine delante de toda la alta ―murmuró, para continuar con un tono de
preocupación―. ¿Cómo estás?, ¿te sientes mejor?
Sarah asintió con un movimiento de cabeza.
―Sí. El médico ha dicho que tal vez los nervios del compromiso… ―Se
encogió de hombros―. Nunca había estado enferma, quizá tenga razón.
Marcus asintió. ¿Desde cuándo el nerviosismo de una dama ante lo que
fuese… provocaba ese dolor que intuyó tan fuerte como para conseguir que
Sarah se desmayase?
Sarah escrutó el tenso semblante de Marcus.
―No te preocupes, simplemente debo descansar el resto del día, mañana
estaré bien. Podré asistir al baile de los duques.
Marcus la miró confuso hasta que recordó que Gabriel y Shelby habían
organizado un baile al que ellos acudirían, ya comprometidos oficialmente.
―Sarah, el baile no importa, si necesitas más tiempo para recuperarte, lo
entenderán.
―Como desees.
Marcus se giró hacia la doncella que, alejada, procuraba darles intimidad.
―Poppy ―musitó―, yo debo irme, ¿serías tan amable de enviarme un
mensaje si… si hubiese alguna novedad? ―inquirió.
―Por supuesto, milord. De hecho, le comunicaré cómo ha pasado el día,
haya novedad o no.
―Gracias. ―Una extraña mirada de complicidad se intercambió entre la
doncella y Marcus.
El vizconde llevó la mano de Sarah hasta sus labios y, tras depositar un
tierno beso, susurró:
―Debo irme, en la mañana vendré a verte.
Sarah sonrió.
―Seguramente podremos retomar el paseo.
―Seguramente ―concordó Marcus.
Tras lanzar una mirada a la doncella, Marcus salió de la alcoba. Más valía que
el médico hubiese acertado en su diagnóstico y ella hubiese mejorado al día
siguiente, si no, se encargaría personalmente de que las únicas visitas que
hiciese el médico serían a las granjas de los pueblos y no precisamente a visitar
a los granjeros.
r
Había decidido cenar en su club. La indisposición de Sarah le había alterado
demasiado y necesitaba el murmullo de la gente alrededor. Disfrutaba de su
copa tras la cena cuando apareció el grupo de amigos.
―¿Cómo está? ¿Qué ha dicho el médico? ―inquirió Callen nada más
sentarse y tras hacer una seña al lacayo.
Marcus frunció el ceño.
―Dice que pueden ser los nervios por el compromiso.
Justin enarcó una ceja.
―¿Nervios? En la vida he escuchado que una dama se altere tanto a causa
del anuncio de su compromiso como para provocarle semejante dolor, según
me ha contado Gabriel, ella incluso se desmayó.
―Esperaré a mañana ―adujo Marcus―, su doncella ha prometido enviarme
un mensaje…
En ese momento, uno de los lacayos se acercó a la mesa portando una
bandeja con un papel.
―Lord Millard, han enviado esto de su residencia.
Marcus tomó el papel.
―Es de la doncella de Sarah ―aclaró a sus expectantes amigos.
Lo leyó con rapidez para después doblarlo y guardarlo en un bolsillo.
―Ha pasado el día tranquila, sin dolor alguno.
―Tal vez ese médico tenga razón ―murmuró Darrell sin mucho
convencimiento.
―Tal vez ―asintió Marcus, también sin estar muy convencido―. De
cualquier manera, eso le permitirá asistir al baile ―adujo mirando a Gabriel―,
está muy ilusionada por asistir.
―Puede que hablar con las damas ―intervino Kenneth― la tranquilice, si es
cierto lo de ese problema nervioso ―masculló pensativo.
k Capítulo 13 l
SIN embargo, al día siguiente, cuando Marcus llegó a Clarke House fue
interceptado al instante por el conde.
―Sarah vuelve a estar enferma.
Marcus palideció.
―Pero… su doncella me comunicó que había mejorado, que estaba bien.
―En efecto, pero volvió a dolerse del estómago mientras se preparaba para
su visita.
Marcus masculló una maldición y, sin preocuparse por la etiqueta ni de que
quien le hablaba era el dueño de la casa y padre de Sarah, subió a la carrera las
escaleras.
Tras llamar, abrió la puerta. Sarah, más pálida incluso que el día anterior,
reposaba. Lanzó una atemorizada mirada a la doncella.
―Ahora descansa, milord. No sé cómo se sentiría ayer, pero… ―A Poppy
se le escapó una lágrima―. Esta mañana fue horrible, se retorcía de dolor,
milord, y… y no podía ayudarla.
Marcus se acercó a la muchacha.
―Cálmate, Poppy ¿han llamado al médico?
La doncella lo miró anhelante.
―Sí, y continúa diciendo lo mismo: que son nervios, que se recuperará. Y el
caso es que después de esas crisis, pasa bien el resto del día. ―Poppy miró a su
señora―. No lo entiendo.
―Yo tampoco, Poppy, yo tampoco ―admitió Marcus mientras se acercaba al
lecho. Sarah dormía aparentemente tranquila, pero la palidez que no
abandonaba su rostro tenía inquieto a Marcus. ¿Qué demonios le pasaba?
r
La situación se repitió durante una semana. Sarah tenía crisis de dolor
durante la mañana, sin embargo, el resto del día se encontraba, aunque
agotada, mucho mejor.
Finalizaba la semana cuando las damas decidieron visitarla. Decidieron
acudir todas juntas en uno de los carruajes de los duques de Brentwood. No
tenían intención alguna de tolerar la presencia de lady Clarke, por mucho que
visitaran su residencia, y la presencia y la franqueza de Shelby aseguraban que la
condesa se refugiaría despavorida en sus aposentos privados en cuanto viese
los blasones del ducado.
Fueron recibidas por el conde de Clarke, que ni se molestó en justificar la
ausencia de su esposa. Tras los saludos pertinentes, fueron conducidas a la
alcoba de Sarah.
Pese a sus buenas intenciones, ya que se suponía que visitaban a un
enfermo, entraron como un vendaval. Sarah, recostada en las almohadas, abrió
los ojos como platos al ver a las cinco damas en su habitación. Ni en sueños
esperaba semejante detalle por parte de ellas.
―¿Cómo te encuentras? ―inquirió Shelby mientras se sentaba en un lado de
la cama. Frances se sentó en el otro, y Celia, Jenna y Lilith tomaron sendas
sillas que acercaron al lecho, ante el azoro de la doncella al ver que esas
aristócratas no tenían reparo en componérselas por sí mismas.
―Mejor ―murmuró Sarah―. Por suerte, supongo, el dolor remite a lo largo
de la mañana.
―Pero comienza otra vez al día siguiente ―aseveró Lilith entrecerrando los
ojos.
―Marcus ha dicho que el diagnóstico del médico es que son los nervios por
el compromiso y la proximidad de la boda ―comentó Frances.
Sarah se encogió de hombros.
―Lo cierto es que no me siento especialmente nerviosa, pero me temo que,
si sigo así, la boda tendrá que posponerse. ―Sonrió tímidamente―. Lo cierto
es que Marcus me visita todos los días, y noto su impaciencia porque no haya
mejoría, aunque se cuida mucho de decirme nada.
Celia inspiró.
―Sarah… ―Las miradas de advertencia de las demás se posaron en ella, sin
embargo, las obvió. La situación de Sarah era muy parecida a la que había
vivido con Kenneth, y no deseaba que Sarah se sintiese tan desdichada como
se sintió ella. No, si podía evitarlo.
―Sarah, ¿Marcus ha hablado contigo a lo largo de estos días?
―Celia, Sarah no se encuentra bien, no creo que Marcus desee alterarla aún
más ―intentó disuadirla Frances.
Sarah, confusa, miró a una y a otra.
―Bueno, hemos hablado, por supuesto, pero de cosas intrascendentes, ¿por
qué tendría que alterarme por algo que él dijese? ―preguntó recelosa.
―¿Amas a Marcus? ―insistió Celia.
Sarah se ruborizó, sin embargo, algo le indujo a contestar a semejante
pregunta tan privada, quizá la seriedad con que la hizo Celia.
―Sí.
―¿Se lo has dicho?
―Sí. ―El rostro de Sarah parecía a punto de estallar en llamas.
―¿Y él te ha dicho lo que siente por ti?
―¡Celia! ―exclamó Jenna―. No creo que eso sea de tu incumbencia.
Celia se volvió hacia su prima con una mirada de desafío.
―Sarah se ha convertido en una amiga, por supuesto que es de mi
incumbencia, y de la vuestra también, me atrevería a decir.
―No ―murmuró. Sarah suponía que lo único que podría sentir Marcus por
ella era afecto y quizás algo de cariño, además de que le gustaba besarla,
aunque pensándolo bien, a los caballeros les gustaba besar a las damas, no
significaba nada especial.
―¿Conoces la razón por la que se ha ofrecido por ti? ―Celia parecía un
perro aferrado a un hueso.
―Porque mi imprudencia lo colocó en una situación insostenible ―afirmó
Sarah.
―¡¿Tu… qué?! ―La voz de Jenna sonó estrangulada.
―En realidad, sentí curiosidad al verlo solo en la biblioteca y cometí la
insensatez de entrar e interesarme por lo que leía con tanta avidez. Si no lo
hubiese hecho… ―murmuró contrita.
Celia palideció, se levantó y se dirigió hacia la ventana. La situación era
demasiado parecida a la suya. A ella también le habían hecho creer que ella era
la culpable de que Kenneth tuviese que rescatar su honor. Sin embargo,
mientras Kenneth estaba confuso, culpándola al pensar que había llevado a
cabo el plan que había tramado para escapar del difunto Brentwood, Marcus
sabía perfectamente lo que estaba haciendo, y fue él quien tendió la trampa,
Sarah no debía ni tenía por qué sentirse responsable.
―Maldito bastardo ―siseó. Aunque de espaldas al resto, las demás la
escucharon a la perfección. Se miraron entre ellas contritas. Sabían lo que
estaba reviviendo Celia.
Sarah paseó su mirada por los rostros de sus nuevas amigas.
―¿Q… qué sucede?
Celia se giró. Su mirada estaba llena de tristeza y decepción. Se mordió el
labio intentando contener las lágrimas. Jenna se levantó de inmediato para
acercarse a su prima e intentar tranquilizarla.
―Celia…
La vizcondesa Hyland levantó la barbilla, y aunque sus ojos brillaban a causa
de las lágrimas no derramadas, murmuró:
―Tú no eres culpable de nada, Sarah. Él te tendió una trampa, sabía que
pasarías por ese pasillo y que tu curiosidad haría que te detuvieses. Contaba
con que entrases en la biblioteca. Todo estaba preparado. Tú no provocaste
esa situación.
Sarah frunció el ceño, mientras Frances bajaba la mirada.
―Pero… él no podía saber que a Frances se le estropearía… ―Se calló, al
tiempo que su mirada volaba hacia el rostro avergonzado de Frances―.
¿Estabas de acuerdo con él? ―musitó perpleja, mientras volvía su mirada hacia
las demás―. ¿Todas estabais al tanto de lo que pretendía?
Lilith tomó el sitio que había dejado Celia al lado de Sarah, al tiempo que
tomaba una de sus manos entre las suyas.
―Pidió ayuda a nuestros maridos, y estos aceptaron con la condición de que
debía explicarnos sus razones. Le advertimos que hablase contigo, que fuese
sincero acerca del porqué de tenderte una trampa, pero me temo que no lo ha
hecho.
―¿Por qué lo hizo? ―musitó Sarah casi para sí misma―. Sabía de mis
intenciones de dejar Londres en un par de años, mi madre no intentaría volver
a comprometerme, puesto que mi padre le advirtió que sería yo la que eligiese,
si deseaba elegir a algún caballero. ―Apretó la mano de Lilith―. No necesitaba
que nadie me rescatase por compasión ni lástima ―masculló entre dientes.
―¿Por qué lo ayudasteis? ―inquirió con frialdad.
―Pensamos que sentía algo por ti y que se negaba a reconocerlo, ni siquiera
a sí mismo. Supusimos que fue la única manera que encontró de no mostrarse
vulnerable ofreciéndose a ti, y tal vez arriesgarse a un rechazo. A un caballero
que no siente nada por una dama le da igual ofrecerse y ser rechazado, lo único
que sufriría sería su orgullo, al menos eso pensamos, y cuando la única opción
que sopesó fue tenderte una trampa, creímos que sentía algo por ti, y su miedo
al rechazo… Creímos que ocultaba sus sentimientos bajo un comportamiento
honorable ―musitó Frances.
Sarah negó con la cabeza, al tiempo que miraba a Celia, que se mantenía
apartada con el brazo de Jenna por encima de los hombros.
―¿Estás bien? ―preguntó Sarah― Por favor, no te sientas mal por haberme
dicho la verdad. De hecho, te lo agradezco, no podría llamaros amigas si
continuaseis ocultándome algo como esto.
Le tendió la otra mano a Celia, que se apresuró a acercarse y tomarla.
―Nunca fue mi intención hacerte daño, solo…
―El inicio de su relación con Kenneth fue muy parecido ―murmuró Shelby,
al tiempo que miraba hacia su amiga para pedirle permiso para contarlo. Celia
asintió y Shelby le relató a Sarah lo sucedido entre Kenneth y su ahora esposa.
―Entiendo que esta situación te haya removido…
―Hace tiempo que superamos esos inicios, pero al principio fue un horror
―repuso Celia―. No deseaba para ti la misma angustia que yo pasé.
―Hablaré con Marcus ―admitió Sarah.
―¿Romperás el compromiso? ―inquirió alarmada Frances.
Sarah se encogió de hombros.
―Dependerá de la sinceridad de sus explicaciones.
Sin embargo, Sarah no tuvo ocasión de hablar con Marcus. Al día siguiente
de la visita de sus amigas, su salud empeoró, cayendo en un estado de
inconsciencia.
r
Marcus frunció el ceño cuando llegó a Clarke House y fue recibido por el
usualmente hermético mayordomo con un semblante sombrío. Al instante,
lord Clarke salió de su despacho y le hizo un gesto para que se acercase.
Marcus no tenía ganas de conversaciones intrascendentes, deseaba ver a
Sarah y, con impaciencia, se sentó en el sillón que le indicó Clarke.
―¿No podríamos dejar esta… conversación para más tarde? Deseo ver a
lady Sarah.
―Sarah ha empeorado, Millard ―musitó Clarke.
Marcus se tensó, al tiempo que palidecía.
―¿Qué significa que ha empeorado? Suele mejorar…
―Hoy sus dolores han sido más fuertes y ha caído en un sueño profundo.
No reacciona, Millard.
Marcus se levantó con brusquedad.
―¡Maldita sea, ese maldito médico…!
El conde lo miró abatido.
―Tal vez no debí permitir que la visitasen.
Marcus frunció el ceño.
―¿Que la visitasen… quiénes? ―masculló entre dientes.
―Sus amigas…, tal vez fue demasiado para ella. ―El conde ya no sabía qué
pensar.
―Voy a subir a verla ―espetó, y sin esperar respuesta salió hacia la
habitación de Sarah.
Lo que vio casi hace que se le pare el corazón: Sarah, pálida como la sábana
que la cubría, yacía inconsciente mientras la doncella, sentada a su lado,
sollozaba en silencio.
Poppy se levantó en cuanto Marcus entró en la habitación.
Marcus se acercó al lecho y, al tiempo que se sentaba, inquirió.
―¿Cuándo…?
―Hace un par de horas, milord. Parecía que iba a ser un día como otros,
pero de repente… ―Un sollozo la hizo callar.
Marcus alejó un rizo del rostro de Sarah con uno de sus dedos, y al hacerlo
se fijó en algo.
―¿Cuánto tiempo hace que tiene estos moretones? ―Unas pequeñas
manchas oscuras salpicaban su cuello y párpados.
―Hoy comenzaron a brotarle, milord. Lord Clarke ya ha avisado al
médico…
Marcus no la dejó acabar y salió como alma que lleva el diablo en busca del
conde. Entró bruscamente en el despacho sin llamar.
―¡Ese matasanos no va a acercarse a Sarah! Yo traeré un verdadero médico
―espetó furioso.
―Millard…
―Se lo advierto, Clarke, si ese bastardo pisa aunque sea el rellano donde se
halla la habitación de Sarah, yo mismo le haré tragar su maletín. Y no desee
saber lo que haré con usted si lo permite. Volveré lo más rápido que pueda.
Marcus salió a la carrera. Había escuchado a Darrell hablar de las excelencias
del doctor Gastrell, que había atendido a varios de sus amigos. Lo traería,
aunque fuese a rastras.
En cuanto la puerta de la residencia de los condes de Craddock se abrió,
Marcus empujó a un sorprendido mayordomo, mientras preguntaba:
―¿Lord Craddock?
El hombre pareció dudar, y Marcus perdió la paciencia.
―¡¡Craddock!! ―voceó.
Justin salió atónito de su despacho.
―¿Marcus? ¿Qué demonios…? ―Lilith apareció en el rellano superior,
alertada por los gritos, y comenzó a bajar presurosa hasta colocarse junto a su
marido.
―¡Sarah ha empeorado, está inconsciente y tiene unos moretones…! ¡Tu
médico, debo ir a buscarlo! ―Marcus hablaba tan atropelladamente que a
Justin le costó entender.
―Iré contigo, a ti no te conoce. ―Miró al mayordomo―. Que ensillen un
caballo.
―Avisaré a las demás e iré a Clarke House. Sarah nos necesitará.
Tras besar brevemente a su esposa, Justin y Marcus se encaminaron hacia la
puerta. Milagrosamente, el caballo del conde estaba preparado junto al de
Marcus.
r
―¿Cuándo comienzan los dolores? ―preguntó Gastrell a la doncella.
En la alcoba se hallaban ellos dos junto con Lilith y Marcus, que se había
negado a marcharse mientras el médico revisaba a Sarah. Se había limitado a
darse la vuelta por respeto al decoro.
―Pues… ―Poppy hizo memoria―. Desayunaba bien, pero los dolores
comenzaban una media hora después de que rompiese su ayuno, últimamente
ni siquiera llegaba a media hora.
―¿Su desayuno es el mismo que el del resto de la familia?
―Sí, señor.
Gastrell se mesó la barbilla.
―Vaya a la cocina y suba agua y sal en abundancia. ¡Muchacha! ―exclamó el
doctor al tiempo que Poppy se disponía a cumplir el mandato―. Prepárelo
usted, que nadie toque ni el agua ni la sal.
Cuando la doncella salió, Gastrell miró a Marcus y a Lilith, mientras hurgaba
en su maletín y sacaba un frasco con un polvo negro.
―Me temo que esta joven está siendo envenenada.
Lilith tuvo que apoyarse en una de las sillas de la habitación, mientras
Marcus palidecía aún más.
―¿C… cómo dice? ―musitó a duras penas.
―Esas manchas oscuras son signo de envenenamiento por arsénico, así
como el dolor abdominal. Por lo que parece, no ha llegado a vomitar. Y es lo
que debemos conseguir, la sal con el agua ayudará. Esto es carbón vegetal
1―señaló mientras mostraba el frasco―, absorberá el veneno que quede en su
organismo. El problema es que no sé cuándo comenzaron a envenenarla ni la
cantidad de veneno administrada, por lo que no puedo calcular los estragos
que este haya causado en su cuerpo ―informó el médico mientras observaba
el cuerpo inerte de Sarah.
Marcus pensó con rapidez.
―El primer ataque de dolor lo tuvo a los dos días de la fiesta de los Walker.
―Miró a Lilith, él no recordaba la fecha exacta.
Lilith asintió.
―Entonces todo comenzó hace nueve días, doctor.
El hombre asintió con la cabeza.
―Esperemos que el vómito y el carbón surtan efecto, eso y averiguar dónde
colocan el veneno.
Marcus miró a Lilith, que asintió con la cabeza. Averiguaría quién era el
culpable así tuviera que emprenderla a tiros con el servicio. Abrió la puerta y,
tras dejar pasar a Poppy con su carga, bajó a reunirse con Clarke.
El conde estaba en su despacho con Justin. Este no había querido dejar solo
a su amigo, mucho menos a su esposa.
―Quiero al servicio reunido en diez minutos en el vestíbulo, incluida lady
Clarke ―espetó Marcus.
Justin enarcó las cejas, sin embargo, cerró la boca. Si Marcus se tomaba esas
libertades en una casa ajena, es que algo raro había.
―¿Qué suele desayunar su hija?
El conde meneó la cabeza confuso.
―¿Sarah?
―¿Tiene otra? ―masculló Marcus con frialdad.
Clarke se encogió de hombros.
―Té, alguna tostada… Ah, y esas galletitas.
Una alarma saltó en la mente de Marcus.
―¿Galletitas?
―Sí, son unas galletas de limón que la cocinera le prepara especialmente
para ella, a nadie más en la casa le gustan.
Marcus se asomó a la puerta de inmediato. El mayordomo esperaba órdenes.
―Avise a la doncella de lady Sarah que deseo verla de inmediato, ah, y que
en cinco minutos todo el servicio esté dispuesto. Y que avisen a lady Clarke.
El hombre miró inquisitivo a su señor, que asintió.
Poppy llegó al instante y, tras llamar, esperó. Marcus salió a su encuentro. La
tomó por un brazo y la alejó un poco.
―Esas galletas que toma tu señora ―susurró solo para que ella le escuchase,
Poppy asintió―. Ve a la cocina y toma una discretamente, si es que han
sobrado, y llévasela al doctor. Adviértele de que eso es lo único que lady Sarah
come que no comparte con el resto de la familia.
Poppy abrió los ojos como platos y salió disparada hacia la zona de servicio.
Cuando Marcus volvió a la habitación, Justin lo miró especulativo, sin
embargo, Clarke quiso saber:
―¿Podría ponerme al tanto de lo que pretende?
―Lo sabrá al mismo tiempo que los demás ―masculló fríamente Marcus.
Al cabo de unos instantes, la puerta se abrió para dar paso a lady Clarke.
―¿Qué significa esto? No tengo tiempo para reuniones con el servicio
―murmuró con desdén.
―Madam, su hija está gravemente enferma ―siseó Justin irritado.
Margaret enarcó una ceja.
―Está en manos del médico, ¿no? Yo poco puedo hacer ―adujo con
indiferencia.
Marcus apretó los puños. Maldita arpía, su propia hija podía morir y le
importaba un ardite.
―Esperará hasta que me reúna con el personal, madam ―advirtió con
sequedad, mientras le lanzaba una mirada asesina.
La condesa hizo un gesto desdeñoso, pero no se atrevió a contradecirlo.
―Como desee.
Un mal presentimiento recorrió a Marcus. Se acercó al conde y le susurró al
oído.
―La condesa supongo que tiene una doncella.
El conde asintió. Marcus esperaba reconocerla entre el personal, no en vano
estaría un punto por encima del resto en cuanto al rango en la casa, ya que
llevaba años al servicio de lady Clarke. De todas maneras, advirtió a Clarke.
―Adviértame si no se presenta con el resto del personal. ―Clarke asintió.
k Capítulo 14 l
MIENTRAS el servicio se reunía, Marcus se devanaba los sesos. ¿Quién
demonios tenía interés en deshacerse de Sarah? Al principio había pensado en
su propia madre, pero no tenía sentido. Sarah se casaría y ya no sería
responsabilidad suya, ¿qué podría conseguir matándola? El servicio tampoco, a
no ser que hubiese hecho un daño irreparable a alguien del personal…, y por
lo poco que había visto, Sarah era sumamente gentil con el servicio. ¿Alguien
de fuera de la casa? Sarah era invisible para la alta, nadie podría sentirse
amenazado por ella. ¡Por el amor de Dios! Sarah era la persona menos elegible
para ser asesinada.
Cuando el servicio estuvo formado, Marcus miró a Clarke. Un leve gesto
negativo le indicó que la doncella de lady Clarke no estaba entre ellos. Marcus
se giró hacia el mayordomo y le susurró algo. El hombre ni se molestó en
consultar con su señor y subió la escalera dispuesto a seguir la orden dada. Al
cabo de unos instantes bajó, seguido de una dama que rondaría la mediana
edad. Marcus miró con disimulo a la condesa, que al ver a su sirvienta bajar se
había tensado visiblemente.
La condesa, situada cerca de su marido, se acercó a Marcus.
―No veo qué necesidad hay de que mi doncella personal esté presente, ella
no pertenece propiamente al servicio de la casa.
Sin mirarla, Marcus contestó con sequedad y grosería, para el caso.
―Cierre la boca, madam, y no la abra hasta que me dirija específicamente a
usted.
Mientras la condesa retrocedía con arrogancia, Justin contenía una sonrisa y
Clarke disimulaba su satisfacción por que el vizconde colocase a su esposa en
su lugar. Marcus se dirigió al personal, que esperaba expectante.
―Como supongo que todos sabrán ―comenzó escrutando los rostros de los
perplejos sirvientes, sobre todo el de la cocinera y el de la doncella de lady
Clarke―, lady Sarah se encuentra gravemente enferma. Su estado ha
empeorado en las últimas horas. ―Una idea le cruzó la mente―. La familia se
teme un fatal desenlace, en estos momentos, un médico de la total confianza
del conde de Craddock, aquí presente, está con ella, intentando retrasar o
evitar lo que parece previsible. ―Hizo una pausa para observar los rostros que
no perdían detalle de lo que decía. Todos parecían horrorizados, desolados y,
sobre todo, desconcertados, excepto el de la doncella de la condesa, que había
bajado la mirada y, al tiempo que frotaba fuertemente sus manos entrelazadas
delante de su cintura, había palidecido visiblemente.
―El médico ha averiguado, tras un riguroso examen ―prosiguió―, que lady
Sarah ha sido envenenada. ―Jadeos horrorizados se escucharon entre el grupo,
excepto por parte de la acompañante de la condesa, que no varió su atribulada
expresión―. Y el veneno estaba incluido en determinado alimento que solo
ella toma de entre toda la familia.
―¡Santo Dios, las galletitas! ―Se escuchó exclamar a la cocinera,
horrorizada―. Es imposible, milord, las preparo yo misma. ―La pobre mujer
comenzó a sollozar―. Y le juro por la vida de mi nieto que jamás le haría el
menor daño a milady.
Marcus la observó. La mujer parecía totalmente sincera. Miró de soslayo a la
sirvienta de la condesa, que se mantenía algo separada de los demás. Esta
había cerrado los ojos durante un instante, como si le hubiese afectado
particularmente la velada acusación hacia la cocinera. Decidió tensar un poco
más la cuerda.
―Se ha avisado a la policía metropolitana. Ellos iniciarán una exhaustiva
investigación sobre las personas que tienen acceso a las cocinas. En este
momento, son los principales sospechosos. Lord Clarke me ha autorizado a
suspender todos los permisos y días libres hasta que esto se resuelva y se halle
al culpable. ―Marcus esperó un instante por si el conde decidía rebatirlo. Este
no hizo gesto alguno―. Que nadie abandone Clarke House hasta que milord lo
autorice. Pueden volver a sus ocupaciones.
Mientras los criados se retiraban sumidos en el desconcierto y el horror,
Marcus se giró hacia Justin y Clarke.
―Mantened a lady Clarke en el despacho hasta que regrese.
Justin asintió, al igual que lord Clarke. Cuando los tres entraron en la
habitación, Marcus subió las escaleras apresurado. Algo le decía que la doncella
de lady Clarke tenía mucho que explicar.
Marcus siguió a la mujer escaleras arriba hacia la zona destinada a los criados
de mayor rango. Cuando entró en una de las habitaciones y la puerta se cerró
tras ella, Marcus se precipitó a entrar tras una breve llamada. La mujer se giró
sobresaltada al escuchar abrirse la puerta.
―¡Milord! ―exclamó mientras hacía una nerviosa y torpe reverencia.
Marcus cerró la puerta y se apoyó en ella con los brazos cruzados.
―¿Y bien? ―masculló con frialdad―. Me atrevería a decir que tiene algunas
cosas que explicar, señora.
La mujer, perdida toda contención, se dejó caer en la estrecha cama, al
tiempo que comenzaba a sollozar.
―Ella… ella me obligó ―musitó entre sollozos. A Marcus no le hizo falta
que le dijese de quién se trataba―, pero nunca tuve la intención de que lady
Sarah… Solamente ponía mucho menos de la cantidad que ella me indicó…
supuse que únicamente la enfermaría, no que… ¡Santo Dios, no puede
morirse, no…!
Marcus suspiró.
―Señora, procure calmarse y explíqueme todo desde el principio.
La mujer asintió mientras sacaba un pañuelo de su bolsillo para secarse las
lágrimas. Tras sonarse poco delicadamente, comenzó su relato.
―Era apenas una niña cuando comencé al servicio de lady Clarke como
doncella personal. Cuando se casó con milord, continué a su lado. ―Pareció
hablar más para sí misma cuando continuó―: Ojalá no lo hubiese hecho, pero
no tenía otra alternativa, no tenía a dónde ir y ella no me hubiese dado
referencia alguna si la hubiese dejado. Si ya era cruel cuando abandonó la
guardería, al ser presentada se volvió todavía más egoísta y despiadada, ni qué
decir cuando se enteró de la relación entre el conde y la dama de compañía de
su madre. A pesar de que no lo amaba, su orgullo se resintió y el que su bebé,
una niña, hubiese muerto y el varón que tanto deseaba ella hubiese nacido
sano de la amante de su marido la enloqueció. Me obligó a cambiar a los niños;
no por generosidad hacia un huérfano, sino por demostrar a la alta que había
proporcionado un heredero al condado. La ayudé creyendo que por lo menos
el pequeño se salvaría de acabar en uno de esos horribles orfanatos, pero
cuando comprobé cómo lo trataba cuando el conde no estaba presente…
―Meneó la cabeza con abatimiento―. Con ello consiguió que el conde no
pusiera objeciones a que ella hiciese su vida en Londres, acumulando amante
tras amante, hasta que tuvo que regresar a Clarke Hall… con lady Sarah en su
vientre.
Marcus se tensó. ¿Sarah no era hija de Clarke? ¿Quién…?
Ella pareció adivinar lo que pasaba por la mente del vizconde, porque
añadió:
―Ni siquiera lady Clarke sabe quién es el padre de lady Sarah.
Marcus se pasó una mano por el cabello, estupefacto por lo que estaba
escuchando. Aunque gran parte de ello lo había escuchado de Sarah, había
muchos detalles…
―Pero ¿por qué querría asesinar a su propia hija? ―inquirió
desconcertado―. Podría entenderlo en el caso de Camoys, pero lady Sarah es
de su sangre.
―Milord, milady no está bien ―murmuró contrita―. Incluso a mí, que la
conozco bien, a veces me provoca escalofríos.
―Continúe ―animó Marcus.
―Cuando se firmaron los acuerdos entre sus padres y los padres del conde,
ella se aseguró de que, en caso de que el conde falleciese, su dote, enorme, por
lo que pude entender, pasase íntegramente a ella, así como las propiedades que
no estaban vinculadas, hubiese o no heredero. Milord no puso obstáculo
alguno, tal vez por un equivocado sentido de compensación. Además, se
aseguró de que la cantidad estipulada como dote, en caso de que hubiese
alguna hija del matrimonio, revirtiese en ella si la niña moría tras hacer su
debut.
―¡Santo Dios! ―exclamó horrorizado Marcus―. Pero ¿por qué no matarla
antes y en cambio esperar…? ¡Ella pretendía casarla con un anciano! No lo
entiendo ―murmuró confuso.
―El acuerdo con lord Seamus era que la dote de lady Sarah le sería devuelta
a milady, con lo cual, pasaría igualmente a su poder, algo que no sucedería si
lady Sarah llegase a contraer matrimonio con usted; además de que el vizconde
reside en Cornualles, no visita Londres. Alejaría a Sarah de su padre y ella
podría…
―Su intención era continuar con el asesinato de lord Clarke ―acabó Marcus
por ella―. Con Sarah en Cornualles, Camoys en su residencia de soltero, o
casado y con su propia familia, no tendría a nadie pendiente de la salud del
conde.
«Eso sin hablar de que, en caso de que Camoys sospechase algo, ella se
encargaría de chantajearlo. Aunque no tuviese en su poder la maldita llave,
esparciría rumores que acabarían con la reputación del joven vizconde. El
estigma de ser sospechoso de asesinato nunca lo abandonaría», pensó
asqueado.
La mujer asintió.
―Me negué. Le dije que no intervendría en un asesinato, pero me amenazó
con culparme de haber cambiado a las criaturas sin su conocimiento y de la
muerte de la vizcondesa Eresby: ¿quién creería a una sirvienta ante la palabra
de una condesa? Entonces, intenté minimizar el daño. De la dosis que ella me
había dicho que vertiese en la masa de las galletas, puse una mínima cantidad.
Supuse que solamente se pondría enferma, no pensé que… ¡Dios mío, si esa
criatura muere…!
Marcus casi siente compasión por la mujer. Casi… si no se tratase de Sarah.
―¿Dónde está el arsénico? ―La mujer se levantó y tomó un frasco del cajón
de su mesita, que le entregó a Marcus. Este lo tomó―. Venga conmigo, le
entregaré esto al médico y usted le explicará las cantidades que vertió en la
masa. ―Se giró para salir de la habitación, pero se detuvo bruscamente―. ¿Hay
algún frasco más de esta porquería?
―No, milord. Yo fui la que tuvo que ir a la botica a comprarlo, con la excusa
de una plaga de ratas en las cocinas. Solo compré eso. Milady no se arriesgaría
a comprarlo ella misma.
―Bien. Cuando le haya explicado lo que el doctor le solicite, subirá a su
habitación y no se moverá de allí bajo ninguna circunstancia. ¿He sido claro?
―ordenó Marcus―. Puede ocupar su tiempo en preparar su equipaje.
Tras llevar el frasco, y a la mujer, junto al doctor, Marcus bajó a reunirse con
Justin y Clarke… y la serpiente venenosa con la que se hallaban.
Las voces indignadas de la serpiente se escuchaban fuera del despacho
cuando él llegó. Abrió la puerta, al tiempo que la condesa se callaba
bruscamente.
―¿Qué ocurre aquí?
La condesa alzó la barbilla con arrogancia.
―No tengo la menor idea de por qué Clarke ha permitido que usted de
órdenes en esta casa que no es la suya, milord, pero sus órdenes no me
incumben en absoluto. Tengo cosas que hacer y no tengo intención de que me
mantengan prisionera en esta habitación ―masculló con frialdad.
Marcus no se pudo contener.
―¿Entre esas cosas tan urgentes está comprobar si su hija ha muerto tal y
como ha ordenado? ―Su tono era tan afilado como una cuchilla.
La condesa palideció.
―¿Cómo dice? ¿Cómo se atreve…?
Justin, disimuladamente, se colocó delante de la puerta del despacho, que
Marcus había cerrado al entrar.
Clarke miró espantado a Marcus.
―¿Qué insinúa, Millard?
―No insinúo nada, Clarke, afirmo ―adujo Marcus sin quitarle la vista de
encima a la condesa―. Su doncella ha confesado. Su esposa ha estado
envenenando a lady Sarah. Y hay otra cosa que debe saber: el asesinato de lady
Eresby fue obra suya. Su intención era tener la posibilidad de culpar a Camoys
en caso de que usted no se plegara a sus deseos. Lo lamento, milord, pero
viviría el resto de su vida chantajeado por esa mujer, que no le da valor alguno
a una vida humana, ni siquiera a la de su propia hija, con tal de conseguir lo
que desea.
Clarke palideció mientras se dejaba caer en uno de los sillones sin importarle
en absoluto que su esposa permaneciese de pie.
―Cristo bendito, de todas las maldades… ―Tras pasarse las manos por el
rostro, se levantó decidido.
―Haré lo que me diga, Millard. Si hay que avisar a un juez…
―¡Está mintiendo! ―exclamó la condesa―. ¿Vas a creer la palabra de una
sirvienta antes que la de tu esposa?
Clarke la miró fríamente.
―Creería antes la palabra de un ladrón del West End que la suya, milady.
―Se giró hacia Marcus―. ¿Milord?
―Un juez no es una posibilidad. Si es enviada a Newgate, el escándalo
afectará a Sarah, además de al condado. ―Marcus se frotó la barbilla pensativo.
Justin intervino.
―Hay un sitio donde puede purgar sus pecados mucho mejor que Newgate
y no resultará escandaloso. Surgiría algún comentario, sí, pero podrán ser
contenidos con facilidad. ―Miró a la condesa con odio. Que alguien pudiese
atentar contra la vida de su propio hijo…―. Bedlam.
―¡¡No!! ¡No puedes enviarme allí! ―gritó la condesa haciendo ademán de
dirigirse hacia la puerta. Justin se colocó ante ella.
―No me importará, es más, hasta disfrutaré, si tengo que ponerle la mano
encima para detenerla, milady, así que siéntese y cállese ―siseó Craddock.
Marcus miró agradecido a su amigo para luego dirigirse a Clarke.
―El doctor Gastrell no tendrá reparo alguno en firmar un informe que
recomiende el ingreso inmediato de la condesa en Bedlam. Es un peligro para
ella y para los demás, como atestiguará. Él sabrá los pasos a seguir una vez
firme el informe. Mientras tanto, ―Observó lanzando una breve mirada a la
condesa―, recomiendo que sea atada, podría hacerse daño a sí misma ―aclaró
con mordacidad―. ¿Sus aposentos son seguros?
El conde asintió con un gesto.
―Por las ventanas no podrá escapar, no hay árbol cerca ni celosía que se lo
facilite, además de que están en un segundo piso y las puertas pueden ser
cerradas con llave.
―Enviaré una nota a mi compañero en Scotland Yard. Se ocupará de
vigilarla y hará el ingreso en el sanatorio con la más absoluta discreción. Ni el
servicio debe estar al tanto.
―Se hará como dice. ―Clarke se acercó a los ventanales y arrancó los
cordones que los sujetaban, tendiéndoselos al vizconde.
Marcus ató a la condesa sin importarle si le hacía o no daño. Si fuese por él,
la cuerda sería utilizada para ahorcarla, y lo haría con sumo gusto. Justin y él
escoltaron a lady Clarke a sus aposentos bajo el más absoluto mutismo de esta.
Regresaron al despacho donde esperaba lord Clarke, absolutamente desolado.
―Debo explicarle las intenciones de esa mujer, tal y como me las ha contado
su doncella ―ofreció Marcus.
Justin hizo ademán de marcharse. Suponía que lo que iba a contar Marcus
sería demasiado privado. Sin embargo, el conde lo detuvo.
―Quédese, Craddock, me temo que, después de descubrir que mi hija
estuvo a punto de ser asesinada por su propia madre, no hay nada que no
pueda escuchar.
Marcus les puso al tanto de todo lo que le había contado la mujer.
Cuando finalizó, Justin susurró horrorizado.
―Hasta Bedlam me parece demasiada deferencia para con esa serpiente.
―¿Qué hará con la señora Brown? ―quiso saber Clarke.
―¿Quién? ―Marcus ni se había molestado en conocer el nombre de la
doncella de la condesa―. Ah, supongo que se refiere a la criada. No lo sé, creo
que ha sido otra víctima más de esa arpía. Y por lo menos intentó, incluso
aterrorizada por su señora, proteger en lo que pudo a Sarah.
―Marcus ―intervino Justin―. Ni siquiera intentó hablar contigo después de
que reunieras al servicio, se escondió como una comadreja ―masculló irritado.
―Lo sé ―admitió―, pero pertenece al servicio, Justin, y tal y como dijo esa
arpía: ¿quién la creería ante la palabra de una noble?
―¿Le parece que le proporcione una pensión con la que pueda vivir en
algún lugar lejos de Londres? Desde luego, vivirá modestamente, puesto que
no tengo intención de darle referencia alguna, con lo que nadie la contratará
―propuso el conde―. Ordenaré que prepare su equipaje.
―Ya se lo he indicado yo ―afirmó Marcus.
―Con respecto a lady Clarke ―continuó el conde con frialdad―, haga lo que
considere necesario. Daré las indicaciones oportunas al mayordomo para que
obedezcan sus órdenes como si fueran mías.
Marcus asintió. Se disponía a subir a ver a Sarah cuando oyeron un suave
golpe en la puerta. Marcus abrió para encontrarse con Lilith.
―Sarah ha despertado. Parece que el doctor Gastrell ha conseguido eliminar
el veneno de su cuerpo.
Marcus salió como una exhalación, seguido por el conde. Justin extendió
una mano hacia su esposa.
―¿Qué ha ocurrido, Jus? ―inquirió Lilith al ver el rostro tormentoso de su
marido, mientras tomaba su mano.
―Ven, duendecillo, por lo que parece, no solo a ti te rodeaba la maldad
―murmuró al tiempo que se sentaba con ella en uno de los sofás.
Y Justin se dispuso a explicarle a su mujer todo lo que Marcus había
averiguado.
r
Marcus abrió la puerta de la alcoba de Sarah tras un pequeño aviso en la
puerta. Sarah, todavía pálida, estaba recostada en la cama. No pudo evitar un
suspiro de alivio al verla despierta, al tiempo que tragaba con fuerza para
deshacer el nudo que tenía en la garganta.
Clarke entró tras él y, mientras Marcus observaba paralizado, el conde se
sentó al lado de su hija.
― El carbón ha hecho su efecto. ―Marcus se obligó a mirar al doctor, que
era quien hablaba―. Gracias a que esa mujer echó unas cantidades minúsculas,
si llega a seguir las instrucciones que le habían dado, esta muchacha ya estaría
muerta.
Marcus había visto muchas cosas durante su tiempo con los runners y,
después, en la policía, pero tuvo que sujetarse a una de las sillas al notar que le
fallaban las rodillas. Si Sarah llegase a morir… ni siquiera podía pensarlo.
Miró a Sarah. Esta no le había dirigido más que una breve mirada cuando
entró, y ahora su padre y ella estaban centrados el uno en el otro. Era lo lógico.
Tenían una conversación pendiente acerca de la condesa.
Sintiendo que sobraba, se dirigió al doctor.
―¿Podríamos hablar en privado? Hay algo que deberíamos comentar.
―Por supuesto.
Se dirigían hacia el despacho del conde cuando llegó O’Heary. Marcus le
puso en antecedentes de lo sucedido, al mismo tiempo que solicitaba del
doctor el informe necesario para el ingreso de la condesa.
Ese mismo día, dos personas abandonaban Clarke House para no volver: la
señora Brown se dirigía a un lugar indeterminado de la campiña, en un coche
de alquiler pagado por el conde, y la condesa, tras firmar el doctor Gastrell,
con sumo placer, el informe médico, era trasladada en un carruaje sin blasones
a Bedlam, escoltada por O’Heary y un par de policías. Marcus había decidido
que nadie del servicio supiese el destino de lady Clarke cuando, en la mañana,
se comunicase su partida. Había que proteger del escándalo a Sarah y a la
familia. La explicación que se daría ante la ausencia de la condesa sería que
había decidido viajar a Francia, donde tenía parientes, sin fecha prevista de
regreso, eso y la ausencia de su doncella personal evitaría que el servicio
rumorease sobre su abrupta desaparición.
Las doncellas se encargarían de recoger sus pertenencias en la mañana, y
O’Heary las haría desaparecer discretamente. Lady Clarke no volvería a tener
ocasión de utilizarlas.
Marcus abandonó Clarke House agotado, después de avisar al conde de que
a la mañana siguiente volvería a visitar a Sarah.
Cuando llegó a su residencia, y tras darse un relajante baño, ya sentado en su
alcoba frente a la chimenea con una copa de brandi, se dio cuenta de que no
había sentido tanto miedo en toda su vida. La imagen de Sarah, con aquellas
manchas oscuras en su preciosa piel, inconsciente y pálida como la muerte, no
cesaba de rondarle la mente.
Por Dios, claro que lo que sentía por Sarah no se parecía ni remotamente a
lo que había sentido por Eleanor, ¿cómo pudo pensar que pudiese confundir
sus sentimientos tal y como los había confundido años atrás? El terror que
había sentido solo de pensar en perderla no era producto del afecto ni del
cariño, ni siquiera de un tonto enamoramiento. Amaba a Sarah. Santo Dios, si
ella hubiese muerto sin saberlo… Sobre todo, después de que ella le confesase
su amor y no obtuviese más que silencio por su parte, no se lo perdonaría
jamás.
Se giró con fastidio hacia la puerta que su valet había abierto.
―Fitz, te dije que fueras a descansar ―murmuró con cansancio.
―Disculpe, milord, pero el señor O’Heary está aquí, solicita verlo con
urgencia.
¿O’Heary?, ¿qué demonios…? Aunque Bedlam estaba relativamente cerca y
ya hubiese hecho la entrega, ¿qué hacía en su casa?
Bajó las escaleras sin preocuparse de calzarse ni adecentarse. O’Heary lo
esperaba en el vestíbulo, apoyado en una de las paredes, de brazos cruzados
con gesto indolente y luciendo su eterna máscara de frialdad.
―¿Qué haces aquí?
―Solicitar instrucciones ―murmuró con indiferencia Michael. Marcus
frunció el ceño.
―Eran claras: escoltar a esa bruja a Bedlam y retirarte.
―No puedo llevarla a Bedlam tal y como está ―replicó Michael.
―¡Por el amor de Dios, Michael! Si está alterada, hazle tomar un poco de
láudano, aunque no creo que en el sanatorio se sorprendan si la ven agitada.
―El caso es que agitada… precisamente agitada no está ―repuso con sorna
Michael. Marcus rodó los ojos. Estaba demasiado cansado para los rodeos del
irlandés―. Y en cuanto al láudano, no queda nada, se lo ha tomado todo.
Marcus estaba totalmente confuso.
―¿Le has obligado a beber todo el láudano que llevabas por si era necesario
calmarla? ¿Has perdido la cabeza?
Michael bufó.
―Yo no le he dado nada. Ella solita se lo ha bebido. A saber cómo
demonios escondió una botellita en su capa, y… bueno, estaba atada. Cuando
me di cuenta… ―El irlandés de encogió de hombros―. Supongo que la
cogería en su alcoba cuando solicitó un momento de… privacidad.
Marcus entrecerró los ojos.
―Ni siquiera intentaste evitarlo. ―No era una pregunta, conocía demasiado
bien a su amigo.
―Ya se había tomado más de la mitad del frasco ―murmuró con fría
indiferencia―, se lo quitase o no, el daño estaba hecho. ―Se enderezó,
apartándose de la pared―. Bien, ¿qué hacemos con el cuerpo? No lo puedo
dejar en el carruaje en tu puerta de servicio hasta que decidas que has
descansado suficiente. No sería… decoroso.
Marcus enarcó las cejas.
―¿Decoroso? ¿Conoces esa palabra? ―repuso molesto.
Michael se encogió de hombros, mientras Marcus resoplaba.
―Espérame en el despacho, me vestiré y volveremos a Clarke House.
El cuerpo de la condesa fue subido por las escaleras de servicio hasta su
alcoba. El doctor Gastrell, avisado con urgencia, certificó que la condesa había
muerto mientras dormía. Eso evitaría rumores y la negativa a que fuese
enterrada en terreno consagrado.
Marcus dio gracias en silencio a que todo se hubiese llevado con la máxima
discreción. Nadie del personal sabía que la condesa había abandonado la casa,
el carruaje había sido preparado sin necesidad de explicaciones de la razón
para la que era requerido y las doncellas todavía no habían sido avisadas de
recoger sus pertenencias personales.
Sarah, tras marcharse el conde, pensaba en Marcus y en su fría actitud, al
menos eso le pareció, cuando había entrado con su padre. Tras la visita de sus
amigas, debía aclarar la situación con él. Bien, ella estaba enamorada, pero ¿y
él? ¿Por qué le había tendido esa trampa? ¿Por lástima?, ¿por apartarla de las
maquinaciones de su madre? Ese no era un buen motivo para el matrimonio.
Aunque en su círculo los matrimonios concertados, incluso aquellos
precipitados para reparar la reputación de una dama, eran usuales, un enlace
por compasión solo conduciría al arrepentimiento cuando el momento de
generosidad hubiese pasado. ¿Y si Marcus se enamoraba de otra mujer? Se
sentiría atrapado en un matrimonio vacío. Por mucho que ella le amase, no
sería suficiente. Suponía que regresaría al día siguiente, bien, sería el momento
de aclarar las cosas entre ellos.
k Capítulo 15 l
SIN embargo, a la mañana siguiente Sarah se despertó con la noticia de la
muerte de su madre durante la noche. Sintiéndose algo avergonzada, no pudo
evitar una sensación de alivio. Su padre y Henry estaban ocupados con la
preparación de los funerales y el entierro, y la visita de Marcus no resultaría
decorosa en esos momentos, por mucho que estuviesen prometidos.
Mientras Clarke y Henry viajaban a Surrey, donde estaba la residencia
familiar, para enterrar a la condesa, Sarah mejoraba con rapidez. El doctor la
visitaba todos los días, controlando que el veneno hubiese sido expulsado por
completo de su cuerpo.
Sarah solamente aceptó recibir las visitas de sus amigas. No tenía ninguna
intención de recibir las falsas condolencias de las supuestas amigas de su
madre. Aunque sabía que, por supuesto, ninguna de ellas estaría al tanto de los
macabros planes de la condesa, tampoco habían mostrado ninguna simpatía
hacia ella cuando su madre la humillaba en su presencia.
r
Marcus intentaba ocupar su tiempo con el trabajo. Desde la muerte de la
condesa, y de eso hacía ya tres semanas, no había vuelto a ver a Sarah. Sabía,
por el conde y Camoys, que se había recuperado por completo, y ardía por
conseguir reunir el valor suficiente para visitarla y ser sincero con ella. Se sintió
miserable cuando supo que ella se culpaba de haberlo puesto en una situación
insostenible en aquella biblioteca, y cuando Justin le puso sobre aviso de que
las damas, con el fin de tranquilizarla, le habían aclarado que la trampa había
sido ideada por él, la vergüenza lo embargó.
Maldita sea, tenía que convencerla de… ¿de qué, en realidad? ¿De que se
había comportado como un verdadero canalla? ¿De que había sido tan
manipulador como la difunta condesa? ¿De que se había dado cuenta de que la
amaba? Mucho se temía que Sarah no le creería.
―¿Vas a hacer algo o vas a seguir ahí sentado regodeándote en tu miseria?
Michael, arrellanado en el sillón con la mejilla apoyada en la mano, lo
contemplaba paciente.
Marcus se levantó al tiempo que se acercaba a la ventana de su despacho.
Mientras contemplaba la calle, murmuró.
―Dudo que crea nada de lo que pueda decirle.
―Si no hablas con ella, no puedes tener la certeza ―masculló Michael
mientras hacía una mueca.
Marcus le había contado la trampa que le había tendido a Sarah para
provocar el compromiso, y aunque el irlandés raras veces, para el caso nunca,
entraba en asuntos personales de nadie, la muchacha le agradaba, sobre todo
tras conocer las mezquindades que le había hecho su propia madre.
―Si ella cree que el motivo para lo que hiciste fue rescatarla de la difunta
arpía, supondrá que te faltará tiempo para retractarte ―prosiguió Michael―. Si
continúas con el compromiso y, por supuesto, eres sincero en cuanto a tus
sentimientos, digo yo que en algún momento te creerá.
Marcus lo miró por encima del hombro. ¿Michael ofreciendo consejos
personales?
El irlandés captó su mirada de desconcierto, hizo una mueca de fastidio y, al
tiempo que se levantaba, espetó:
―De todas formas, yo no soy el más indicado para aconsejar a nadie.
Tómalo como un pequeño momento de debilidad por mi parte.
Sin esperar respuesta del atónito Marcus, Michael se giró y abandonó el
despacho.
Marcus permaneció con la mirada clavada en la puerta unos instantes. Quizá
el irlandés tuviese razón. Debía hablar con Sarah y afrontar las consecuencias
de su lamentable proceder.
r
Sarah estaba en su salita privada cuando el mayordomo le entregó la tarjeta
del vizconde. Suspiró, no tenía caso posponer por más tiempo la conversación
que tenían pendiente. Asintió al mayordomo y este hizo pasar a Marcus.
Mientras Sarah se levantaba y hacía su reverencia, Marcus la observó. El
color había vuelto a su tez y parecía completamente restablecida. Incluso la
encontró más hermosa, si cabía. Escrutó el rostro femenino. No encontró
rastro de frialdad ni de incomodidad. Se animó un poco al pensar que tal vez
estuviese dispuesta a escucharle.
Sarah se sentó e hizo un gesto para que él hiciese lo mismo.
―¿Cómo te encuentras? Clarke me ha dicho que el doctor considera que tu
cuerpo ha expulsado todo el veneno.
―Estoy bien ―repuso ella con suavidad.
Marcus asintió con la cabeza.
―Gracias a Dios que la señora Brown se limitó a mezclar una cantidad muy
pequeña en la masa, no quiero ni pensar en lo que habría sucedido si hubiera
seguido las indicaciones al pie de la letra.
Sarah no deseaba continuar intercambiando frases triviales, ni siquiera sobre
su salud, así que decidió tomar la iniciativa.
―Ya no hay motivo alguno para que continuemos con el compromiso,
Marcus. No corro peligro alguno ―ofreció con voz queda―. Podemos utilizar
el tiempo de luto para distanciarnos y, cuando finalice, cualquier explicación
bastará para acallar comentarios. Además, para entonces, la alta estará en sus
residencias campestres pasando las fiestas navideñas. La temporada próxima
nadie recordará que estuvimos comprometidos… sobre todo si no regreso a
Londres ―musitó casi para sí misma.
Marcus se envaró.
―Por lo que parece, lo tienes todo pensado. ¿Tenías la intención de
comentarlo conmigo o pensabas decidirlo unilateralmente?
Sarah enarcó una ceja, al tiempo que él se preguntaba cómo alguien en su
sano juicio hubiera podido pensar en esa mujer como sosa. Bueno, él había
estado en ese grupo hasta que ella, con una gran entereza, le pidió que no
volviese a sacarla a bailar para, más tarde, presentarse en su despacho para
defender a su hermano, en ambas situaciones haciendo gala de un arrojo que le
sorprendió y fascinó.
―No creo que seas el más indicado para acusarme de decidir unilateralmente
algo que nos incumbe a los dos.
Marcus sintió el calor subiendo por el cuello.
―Disculpa. En realidad, desearía explicarte…
La ceja de Sarah se elevó aún más.
―Marcus, no hay nada que explicar. Tomaste una decisión basada en… no
sé, lástima, compasión, protección… En cualquier caso, ya no es relevante; la
condesa ha muerto, puedo continuar con los planes que tenía previstos,
incluso antes de mis veinticinco, si mi padre está de acuerdo.
―No fue lástima lo que me indujo a comprometerte ―susurró.
―¿No? ¿Entonces qué fue?, ¿amor? ¿Me amabas en ese momento, Marcus?
―No. ―«Eso creía, al menos», pensó abatido.
―Eso supuse. ―Sarah se levantó, provocando que Marcus hiciese lo
mismo―. Creo que está todo dicho. Mi padre enviará una nota cuando acabe el
verano anunciando la ruptura del compromiso. ―Bajó la mirada hacia su
mano, donde lucía el precioso anillo que le había regalado. Cuando comenzó a
quitárselo, Marcus palideció. ¿Se había acabado todo?
―Sarah, si me permites explicarme… ―intentó desesperado.
Ella negó con la cabeza.
―Fuiste el único que me vio bajo el disfraz, Marcus. Con tu amistad me
ayudaste a sentirme más segura de mí misma… No pretendo ser
desagradecida, pero debes continuar con tu vida. No me amas, y un
matrimonio entre nosotros, basado en la compasión, no funcionaría. Acabarías
resentido, y seguramente yo también.
―Pero ese ya no es el caso, Sarah ―repuso con un matiz de súplica―. Puede
que entonces no te amase ―«O no quisiese verlo», añadió para sí―, pero…
―Pero ¿ahora sí? ―Sarah no deseaba ser mordaz, su corazón ya estaba
suficientemente dañado mientras lo rechazaba, como para escucharle
justificarse para mantener el compromiso solamente por un sentido del honor.
No soportaría que Marcus dijese cualquier cosa, incluso que tenía sentimientos
por ella, con tal de no provocar un escándalo. Se giró hacia la campanilla que
reposaba en una de las mesitas. Tras tocarla, le tendió el anillo a Marcus.
―Gracias, lord Millard, por todo. ―Miró hacia la espalda de Marcus, el
mayordomo esperaba―. Por favor, acompañe al vizconde.
Marcus dio un paso hacia ella, haciendo caso omiso a la presencia del
mayordomo.
―Puede que cometiese el error de disfrazar mis verdaderos sentimientos
con lástima o compasión; o protección, como has dicho, pero te demostraré
qué es lo que siento en realidad, Sarah. No pienso abandonar.
Se inclinó y se giró para abandonar la habitación, seguido por la mirada de
absoluta tristeza de Sarah. Ya estaba hecho, lo había liberado, pero ¿por qué se
sentía como si hubiese cometido el mayor error de su vida? Apartó una
lágrima de un manotazo, al tiempo que tomaba el libro que leía cuando él
llegó. Hablaría con su padre. No tenía sentido permanecer en Londres
mientras duraba el luto, para el caso, ni siquiera una vez que hubiese pasado el
duelo. Iría a Surrey y retomaría sus antiguos planes.
r
Marcus decidió ir al club. No estaba de humor para soportar el sarcasmo de
O’Heary. Sin embargo, sus esperanzas de lamerse las heridas a solas se
esfumaron cuando vio aparecer a Callen y a Darrell. Santo Dios, ¿es que ese
hombre no tenía nada que hacer en su nuevo puesto?
Ambos amigos, obviando el rostro tormentoso de Marcus, se acercaron a su
mesa con indiferencia y, tras sentarse y solicitar sus bebidas, Darrell fijó la
mirada en Marcus con un brillo especulativo en los ojos.
―¿Estás sopesando a quién retarás a duelo, o tal vez ya lo has decidido y
estás decidiendo las armas? ―inquirió sarcástico.
―Pretendía estar un rato a solas, pero ya veo que es imposible ―masculló
Marcus.
―¿A solas en Brooks’s? ―repuso Callen enarcando las cejas.
―Lo estaba hasta que llegasteis.
Darrell miró a Callen con un brillo jocoso en los ojos.
―Me temo que nuestro amigo ha visitado a su prometida… O me inclino a
suponer, por su aspecto, a su antigua prometida.
Marcus le lanzó una mirada asesina.
―¿Cómo demonios lo sabes? ―Marcus admiraba la capacidad de deducción
de Darrell, pero había veces que hasta él mismo se sorprendía.
―¿Lady Sarah ha roto el compromiso? ―inquirió Callen, ya sin rastro de
diversión.
Darrell se encogió de hombros.
―Sabíamos que teníais una conversación pendiente, nuestras esposas, ya
sabes ―aclaró―, y por tu lamentable aspecto, no hace falta ser un genio para
sumar dos y dos.
―Su intención es marcharse a Surrey y no regresar a Londres ―murmuró
Marcus―. Le pedirá a su padre su dote y…
―¿Y…? ―insistió Callen.
―¡Pretende ponerse a trabajar, maldita sea! ―espetó molesto, Marcus.
―¿Como dama de compañía? ―Quiso saber Callen desconcertado―.
Ninguna dama en su sano juicio la contratará, a no ser que se trate de una
viuda achacosa.
Marcus se erizó.
―¿Por qué no? ―No le gustaba pensar en Sarah trabajando, pero le molestó
que Callen dudase de su capacidad.
Este alzó las manos en señal de paz.
―No me malinterpretes. Lady Sarah es muy hermosa y joven. Una tentación
para cualquier hombre. Y todos sabemos cómo se las gastan ciertos caballeros
con el personal a su servicio, aunque sea la dama de compañía de su esposa.
Marcus gruñó.
―Pretende abrir una librería, o qué se yo.
―Clarke no lo permitirá ―intervino Darrell―. Una cosa era darle la
posibilidad de alejarse de las maquinaciones de la condesa y otra muy diferente
permitir que la hija de un conde trabaje sin necesidad alguna.
Marcus tomó un sorbo de su bebida.
―El caso es que pretende que su padre envíe un comunicado anunciando la
ruptura del compromiso cuando acabe el verano.
―Tiempo suficiente ―murmuró Callen con indolencia.
―¿Suficiente para qué? ―Marcus miró con desconfianza al escocés. Sabía de
sus peregrinas ideas, y que Darrell también lo observase receloso, casi
aguantando la respiración, terminó de intranquilizarlo.
Callen se arrellanó en su sillón.
―Escocia ―murmuró sucinto tras beber un sorbo de su whisky.
Marcus casi se atraganta con la bebida. Mientras tosía desesperado, Darrell
se dirigió a su amigo.
―Cal, no creo que esa sea una solución.
―¿Por qué no? A mí me funcionó ―repuso al tiempo que fruncía el ceño.
Darrell rodó los ojos.
―No podías regresar con Jenna a Londres ―comenzó a enumerar―. Gabriel
os acompañaba y te dirigías a la residencia de tu familia, no a Gretna.
Callen ni se inmutó.
―Oh, si es por eso, mi madre estará encantada de organizar la boda.
Marcus se frotó el rostro con una mano.
―No puedo presentarme en el palacio Hamilton y simplemente decir:
«Buenos días, soy el vizconde Millard y desearía que su gracia la duquesa preparase mi
boda, por supuesto en un momento que tenga libre, no deseo importunar».
Callen meneó la cabeza con resignación.
―Si tan tiquismiquis eres, siempre puedes optar por Gretna.
―¡No puede llevarla a Gretna, Cal, acabará con su reputación! ―espetó
Darrell. Sin embargo, tras echar un vistazo a la expresión interesada de
Marcus, exclamó atónito―: ¿No pretenderás tener en cuenta las ideas de este
descerebrado?
Marcus se frotó la barbilla pensativo.
―El caso es que… ―Hacía semanas, O’Heary también había propuesto lo
mismo.
―¡No existe ningún caso! ―Darrell estaba perplejo viendo a Marcus tomar
en consideración alguna de las peculiares ideas de Callen―. Tendrías que
secuestrarla, dudo mucho que acepte tu invitación a recorrer media Inglaterra
para casarse en Escocia, sobre todo teniendo la intención de romper el
compromiso.
»¿Qué pretendes? ¿Introducirte en su alcoba y sacarla de Clarke House en
mitad de la noche? ―continuó estupefacto―. ¡Por el amor de Dios! Estas cosas
se hacen generalmente con el consentimiento de la dama, no pretenderás
llevártela en camisón a corretear por media Inglaterra.
―Tengo un aliado ―repuso Marcus decidido.
Darrell enarcó las cejas.
―¿O’Heary? ―Rodó los ojos con exasperación―. ¿O’Heary le preparará una
bolsa de viaje además de secuestrarla?
―Vamos, Darrell, permite que el hombre utilice esa mente racional y que se
organice ―intervino Callen, cada vez más interesado en los planes de Marcus.
―Tengo otro aliado ―murmuró. «Al menos, eso espero», pensó no muy
convencido.
―¿Otro? ―graznó Darrell, al tiempo que miraba a su alrededor. Lo menos
que deseaba era llamar la atención de los escasos caballeros que a esas horas
estaban en el club. Entrecerró los ojos.
―¿No hablarás de su padre? Clarke jamás se prestaría a ese… despropósito,
pondría a su hija a los pies de los caballos. Ya ha tenido bastante consiguiendo
tapar las fechorías de la difunta condesa.
―Por supuesto que no hablo de su padre, ¿por quién me tomas? ―exclamó
Marcus mortificado.
Darrell meneó la cabeza con hastío.
―Da igual, no quiero saberlo. Espero que sepas lo que haces ―advirtió
mientras se levantaba―. Con lo sencillo que sería un cortejo normal
―masculló al tiempo que miraba acusador a Callen―. La culpa la tienes tú, por
poner esas ideas… escocesas en su cabeza. Me largo, tengo trabajo y no quiero
conocer más detalles. Cuanto menos sepa, menos tendré que explicarle a
Frances, aunque dejaré bien claro de quién partió la idea ―siseó mientras
lanzaba una hosca mirada a Callen, que sonreía con suficiencia.
Este se levantó a su vez.
―Yo también me marcho. ―Le tendió la mano a Marcus, que este
estrechó―. Espero que todo salga bien… que saldrá, estoy seguro.
Marcus asintió con la cabeza mientras contemplaba la marcha de los dos
hombres. Un viaje a Escocia le daría tiempo más que suficiente para convencer
a Sarah de la sinceridad de sus sentimientos.
r
―¡¿Que yo qué?! ―O’Heary miró a Marcus como si le hubiesen brotado tres
cabezas―. ¿Te has vuelto loco? No puedo secuestrar a una dama.
―Has hecho cosas peores ―murmuró Millard con indiferencia.
O’Heary pareció pensarlo.
―En realidad, sí, pero no vienen al caso. Estamos hablando de un secuestro,
y de tu dama. ¿Por qué no lo haces tú?
―Por Dios, Michael, solo tendrás que sacarla de su habitación y meterla en
el carruaje. Yo os esperaré en Portman Square y te relevaré. ―Michael enarcó
una ceja con escepticismo―. A ti no te reconocerán en la oscuridad, además de
que tienes más práctica que yo cuando se trata de escapar de dormitorios
ajenos. ―Michael alzó la otra ceja.
»Creo que a su doncella le agrado ―continuó Marcus sin prestar atención al
gesto del irlandés―, intentaré coincidir con ella y pedirle que me ayude.
Michael, sentado en un sofá, apoyó los codos en los muslos y se frotó el
rostro con ambas manos.
―Su doncella ―murmuró desconcertado―. ¿Pretendes que también os
acompañe?
Marcus resopló.
―Por el amor de Dios, Michael, es un secuestro. Venga o no, no variará el
resultado: la reputación de Sarah se destrozará sin remedio si no regresamos
casados.
―¿Lo has pensado bien? ―insistió Michael―. Si ella se niega a decir sus
votos, ¿qué harás?
Por un instante, el estómago de Marcus se anudó. Contaba con persuadirla
de su sinceridad, pero ¿y si se mostraba terca en su desconfianza y no lograba
convencerla? No podría devolverla a su padre con su reputación mancillada.
―Tengo varios días de camino por delante para convencerla ―murmuró no
muy convencido―. Y si tenemos que quedarnos en Gretna hasta que acepte,
que así sea. Mientras tanto, entérate de cuál es el día libre de la doncella de lady
Sarah.
r
Unos días más tarde, Marcus interceptaba a Poppy durante su paseo en su
día libre.
Ante la estupefacción de la doncella, preguntó como si estuviese hablando
con una de las damas de la alta sociedad:
―Buenos días, Poppy. Me preguntaba… ¿conoce los helados de Gunter’s?
La doncella abrió los ojos como platos. Tras hacerle una apresurada
reverencia, repuso estupefacta.
―¿Milord? Me temo que visitar ese establecimiento está lejos de mis
posibilidades ―repuso confusa. ¿Lord Millard pretendía invitarla a ella, a una
doncella, a un establecimiento frecuentado por la nobleza?
―Perfecto ―admitió Marcus―. Quiero decir, que esta es la ocasión perfecta
para que pruebe alguna de sus delicias.
Poppy entrecerró los ojos.
―Disculpe, milord, pero no creo que sea adecuado que acompañe a una
sirvienta a… donde sea.
Marcus hizo un gesto displicente con la mano.
―Si a usted no le importa que la vean en mi compañía, a mí mucho menos.
Además, hay algo que quiero comentar con usted… sobre lady Sarah.
Poppy, aún desconcertada, asintió con la cabeza. Su señora llevaba días
envuelta en la mayor de las tristezas, ya no es que fuese la sosa Sarah, es que se
había convertido en la triste y miserable Sarah. Sabía que la razón había sido la
ruptura del compromiso con el vizconde, y que este se molestase en acudir a
una sirvienta en busca de ayuda… Eso tenía que significar que ella le
importaba, le daría una oportunidad.
Marcus la ayudó a subir a su carruaje. Cuando llegaron a Berkeley Square,
bajó en busca de los famosos helados mientras Poppy esperaba en el interior.
Lo que debía hablar con ella requería privacidad.
―Le he traído de varios sabores ―indicó cuando volvió al carruaje―. Como
no ha probado ninguno, no estaba seguro de cuál preferiría.
La doncella tomó la copa que él le ofrecía al tiempo que lo miraba suspicaz.
―Yo ya los he probado ―aclaró Marcus―, además de que mi intención es
compartir mis planes con usted, y mejor mantenerla ocupada mientras hablo,
ya tendrá tiempo de gritarme, o carraspear, cuando finalice.
Poppy disimuló una sonrisa.
―Bien, usted dirá ―aceptó mientras tomaba una cucharada del helado.
Antes de que Marcus dijese nada, los ojos de Poppy volvieron a abrirse
extasiados.
―Mmm, esto es… delicioso, milord.
Marcus sonrió.
―Me alegro que le guste, y ahora, vayamos al motivo de nuestra… reunión.
Le contó su idea de llevar a Sarah a Gretna y convencerla por el camino de
casarse con él. Marcus suponía que Poppy estaría al tanto de las consecuencias
de su trampa hacia Sarah, conociendo la confianza entre la doncella y Sarah.
Poppy detuvo su degustación durante unos instantes.
―¿Por qué?
Marcus frunció el ceño.
―Disculpe, ¿a qué se refiere?
―A cuál es la razón por la que insiste en casarse con mi señora.
El tono de la doncella indicó a Marcus que debía ser sincero. Ella no le
ayudaría si se olía la más pequeña vacilación o excusa.
―Porque la amo, Poppy. Me equivoqué en la manera de comprometerla, me
equivoqué al no querer admitir mis sentimientos por ella, y mi mayor
equivocación sería perderla. Si no me ayuda, lo entenderé, pero hallaré otra
manera.
A Marcus le importó un ardite estar confesando sus sentimientos a una
simple doncella, pero era la única manera de que su plan funcionase. Si Poppy
no le ayudaba…
Poppy escrutó su rostro con atención. Tras unos instantes, aceptó.
―Le ayudaré, milord. ―Marcus esbozó una radiante sonrisa―. Pero debo
advertirle algo: ―La sonrisa de Marcus comenzó a decaer―: seguiré al servicio
de mi señora una vez casados, y si ella derrama una sola lágrima o veo en sus
ojos el más mínimo atisbo de tristeza, no preguntaré cuál es la causa, pero le
aseguro que no tendrá nunca la posibilidad de engendrar herederos ―advirtió
mientras clavaba su mirada en los azules ojos de Marcus.
Este asintió.
―Gracias, Poppy, y le prometo que antes me cortaré… un brazo que hacer
desdichada a lady Sarah.
―Bien, dígame qué debo hacer.
Marcus le explicó el plan. Al llegar la hora de dormir de Sarah, ella le
administraría un par de gotas de láudano en el té o agua, o lo que fuera que
tomase. Lo justo para adormecerla y que O’Heary pudiera llevársela sin
provocar la alarma en la casa. Poppy ya tendría preparada una bolsa de viaje y,
tras comprobar que su señora dormía, haría una seña a Michael, que subiría a
la habitación, tal y como había hecho cuando se introdujo en la alcoba de lady
Clarke, y guiaría a Michael para salir de Clarke House sin ser visto, con el
cuerpo dormido de Sarah en brazos.
Marcus los esperaría en Portman Square, relevaría a O’Heary y se dirigirían a
Gretna.
Hubo algo en el plan que hizo que Poppy preguntase.
―¿Por qué razón no lo hace usted mismo?
Millard esperaba esa pregunta.
―Si algo falla y O’Heary es descubierto, él tiene más experiencia en,
digamos… evasiones, y aunque lo viesen, pensarían en un robo o algo
semejante, no serían capaces de identificarlo. Pero si me ven a mí…
―El conde se llevaría al instante a lady Sarah a Surrey, y no tendría manera
de acercarse a ella ―finalizó la doncella por él―. Eso si no le encierra en una
habitación y envía a por el vicario de inmediato. ―Lo miró pensativa―. Claro
que esa podría ser la solución perfecta, si fuese sorprendido en su
habitación…
Marcus ladeó la cabeza asintiendo.
―Quiero utilizar el viaje a Gretna para convencerla de la sinceridad de mis
sentimientos, Poppy, no pretendo que piense que le he vuelto a tender una
trampa.
k Capítulo 16 l
MICHAEL saltó al interior de la alcoba de Sarah. Poppy esperaba al tiempo que
la dama permanecía dormida. Observó a la muchacha. La doncella había
tenido la precaución, o la previsión, de darle el láudano antes de que se hubiese
quitado la bata. Mucho mejor. Con apenas un liviano camisón, el asunto
resultaba un tanto… violento, por lo menos iba cubierta con algo más…
Michael resopló: tampoco es que la condenada bata fuese muy gruesa, pero
algo era algo.
Cuando la tomó en brazos, Sarah se agitó, al tiempo que farfullaba el
nombre de Marcus.
Michael miró alarmado a la doncella.
―¿Le ha dado la dosis adecuada? No parece muy dormida.
La doncella levantó la nariz con arrogancia.
―Le he dado una gota en vez de las dos que me dijo milord. ―Michael rodó
los ojos―. Ha adelgazado un poco estos días, y tras su… enfermedad, me
pareció excesiva la cantidad que se me dijo.
El irlandés bajó su mirada hacia la cabeza de Sarah, que reposaba en el
hueco de su hombro.
―Más vale que permanezca así hasta llegar al carruaje. Si se despierta, le
aseguro que la dejaré en el suelo y usted se encargará de explicar qué hace su
señora en la zona de servicio tumbada en el piso ―masculló.
―No despertará ―insistió Poppy.
Salieron de la casa sin ningún problema. Sarah no despertó, tal y como había
previsto la doncella, ni cuando Michael la tumbó con delicadeza en el asiento,
ya preparado con una manta y un cojín. Mientras le pasaba la bolsa de viaje a
Michael, Poppy lo observó recelosa. Michael alzó una ceja al tiempo que
levantaba las manos en muda pregunta.
―Supongo que lord Millard confía en usted ―murmuró.
Michael frunció el ceño.
―Puede que no sea un caballero, pero me queda algo de honor ―repuso
indignado porque la doncella dudase de su honorabilidad. No le tocaría un
solo pelo a lady Sarah, así fuese la última dama viva de Londres.
―Espero que ese honor que le queda lo utilice con mi señora ―masculló
Poppy.
Michael, que ya se había sentado, acercó su rostro al de la doncella, que
permanecía asomada al carruaje sosteniendo la puerta. Esta pegó un respingo.
―No tocaría a la dama de un amigo ni con un palo ―siseó Michael―, no
hace falta que me amenace ni dude de mi honor, señorita. ―Irritado, le dio un
suave empujón y cerró la puerta del carruaje en las narices de la doncella.
Resoplando, golpeó el techo para que el conductor se pusiera en marcha. Lo
que faltaba: por encima de un secuestro, que dudasen de su honorabilidad.
Se arrellanó en el asiento cruzándose de brazos, el trayecto hasta Portman
Square no era largo, apenas quince minutos, tal vez un poco menos si no se
cruzaban con los carruajes que volvían de las numerosas fiestas… o acudían a
alguna.
Se tensó cuando, tal vez a causa del traqueteo, o por la escasa dosis que le
había proporcionado la doncella, Sarah comenzó a despertar. Supuso que, a
pesar de la escasa luz en el interior del carruaje, esta lo reconocería. Se preparó
para un despliegue de lágrimas, desesperación y, tal vez, algún grito. Mataría a
Marcus en cuanto volviese de Gretna, lo despellejaría vivo. Qué necesidad
tenía él de soportar…
―¡¿Señor O’Heary?!
Sarah se había incorporado en el asiento. Su voz, medio adormilada, tenía
un tono entre sorprendido y confuso. Michael suspiró.
―Milady ―respondió con amabilidad, como si se hallaran en uno de los
salones de la ton.
Sarah miró a su alrededor confusa, y cuando se sentó y sus manos se
dirigieron a alisar las faldas de… ¡estaba en camisón! Abrió los ojos como
platos mientras tomaba la manta para cubrirse. ¿O’Heary la había secuestrado?
¿Por qué? Completamente desconcertada, preguntó perpleja:
―¿Pretende pedirle un rescate a mi padre? ―inquirió recelosa. Suponía que
los miembros de la policía estaban bien pagados, pero tal vez se equivocase.
De todas maneras, nunca hubiera pensado en el adusto irlandés como un
secuestrador.
Michael se tensó.
―¡Por supuesto que no, milady! ―contestó indignado―. Nos dirigimos a
Gretna Green.
Sarah abrió los ojos como platos.
―¿G… Gretna? ¿Va a obligarme a casarme con usted? ―preguntó cada vez
más confusa―. Si es por mi dote, mi padre…
Michael rodó los ojos, definitivamente, la vida de Marcus pendía de un
débil… debilísimo hilo.
―No voy a obligarla a nada, milady, ¿por quién me toma? Me temo que me
ha malinterpretado, el caballero que sí va a casarse con usted nos espera, yo
solo la conduzco hacia él.
Sarah echó la cabeza hacia atrás pensativa. ¿Otro caballero? Solamente podía
ser…
―¿Lord Millard?
Marcus se tragó una respuesta mordaz. Para haber demostrado que era
bastante inteligente, ahora mismo lady Sarah le parecía un poco lela. ¿Acaso
creía que él ofrecía sus servicios como secuestrador a cualquier caballero, por
medio de un anuncio en los periódicos? Lo achacó a la confusión propia de
despertar en mitad de la noche en un carruaje. Se limitó a asentir con la
cabeza.
―Dé la orden de regresar de inmediato, señor O’Heary ―ordenó glacial.
Michael la observó enarcando las cejas.
―Cumplo órdenes, milady. Lord Millard nos espera, él decidirá si regresa o
no.
Sarah, tras resoplar con irritación, cuadró los hombros y giró el rostro hacia
la ventana. Muy bien, vaya si Marcus regresaría. ¡Gretna, por el amor de Dios!
¿Es que había perdido la cabeza? Inmersa en sus pensamientos, se sobresaltó
cuando el carruaje se detuvo. Observó cómo O’Heary abría la portezuela y
saltaba al exterior. Tras intercambiar unas palabras con, supuso Marcus, este
entró al tiempo que golpeaba el techo para que el cochero continuase.
Durante unos instantes, ninguno dijo palabra alguna, se limitaron a mirarse.
Sarah, con el corazón latiéndole desbocado, observaba los preciosos ojos
zafiro de Marcus. En ellos solo veía temor, vulnerabilidad y anhelo. Por un
momento, se sintió confusa. Le había dejado claro que no seguiría con el
compromiso, pero él también había dejado claro que no se rendiría. ¿«No
rendirse» significaba llevársela a Gretna y forzar una boda? Estaba harta de
manipulaciones, pero se trataba de Marcus. Suspiró interiormente, el daño
estaba hecho. Esperaría a escuchar sus explicaciones, de todas maneras, nadie
la obligaría a casarse si se negaba, ¿no? Fuera en Gretna o en Gales.
Marcus casi no atina a sentarse cuando vio el aspecto de Sarah. Por Dios, el
rubio cabello suelto, envuelta en una manta, tenía un aire de vulnerabilidad que
por un momento le provocó ternura y vergüenza. Estaba preciosa. Se removió
incómodo en el asiento mientras la contemplaba. No parecía enfadada, tal vez
molesta, o… decidió dejar de divagar. El viaje era para conseguir que ella
confiase en él, pues comenzaría en ese mismo instante.
―Marcus…
―Sarah…
Por lo que parecía, ambos pretendían no perder el tiempo, puesto que
habían hablado al mismo tiempo.
Sarah se mordió el labio.
―Será mejor que comiences tú, creo que tienes mucho que explicar
―murmuró.
Marcus alzó la mirada de los labios de Sarah hacia sus ojos. Debía centrarse,
y si continuaba mirando su boca lo que hablaría sería otra parte de su cuerpo
muy alejada de su cerebro.
―No voy a disculparme, eso quiero dejarlo claro ―comenzó, obviando la
ceja levantada de Sarah―. Te dije que haría todo lo que estuviese en mi mano
para convencerte de… de que las circunstancias han cambiado desde aquella
noche en la biblioteca de los Walker, o en realidad no ―murmuró casi para sí.
―¿Pretendes convencerme… de lo que sea, arrastrándome a Gretna?
―interrumpió Sarah.
Marcus se pasó una mano por los ojos. Esto iba a ser más difícil de lo que
esperaba, y eso que esperaba dificultades. Sarah estaba a la defensiva y no
podía culparla. Había vuelto a ponerla en una situación en la que no le daba
ninguna opción a elegir.
―Sarah, deseo casarme contigo, no por lástima, compasión o protección, e
intentaré persuadirte de que esas no son mis motivaciones en lo que dure el
viaje.
―Si no son esas tus motivaciones, ¿cuáles son, Marcus?
Marcus se tensó. ¿Y si ella ya no lo amaba? Si era así, no tendría sentido
continuar hasta Escocia, tampoco podía regresar, ¿o sí? Suponía que Clarke
sería discreto acerca de la desaparición de Sarah, sobre todo tras las
explicaciones que le daría la doncella, eso si no decidía seguirlos, con lo cual
todo se iría al demonio. Sin embargo, se había propuesto ser sincero con ella.
―Me gustas, Sarah, me gustas mucho ―ofreció.
Sarah asintió con la cabeza.
―Entiendo. ―«Por el amor de Dios, a uno le gusta el pudding, la salsa de
grosellas, el cordero…», añadió para sí.
―No, me temo que no lo entiendes, sobre todo porque no me estoy
explicando bien, maldita sea ―adujo Marcus con impaciencia.
Sarah lo miró inquisitiva. El aplomo que siempre lucía se había evaporado.
Estaba nervioso, inquieto e inseguro. Esperó.
―Por favor, dame, danos la oportunidad en estos días de viaje de… de
tratarnos sin las presiones que había en Londres… un cortejo. ―Sarah ladeó la
cabeza con escepticismo―. Ya sé, un cortejo sumamente raro, pero…
―inspiró con fuerza―. Si cuando lleguemos a Gretna decides que no deseas
ser mi esposa, te doy mi palabra de que regresaremos, te llevaré a Surrey y
conseguiré que tu reputación no se vea afectada.
Sarah vaciló. Su reputación le importaba un ardite. Sabía que su padre
evitaría que pudieran surgir rumores sobre su desaparición. Sin embargo, él no
había hablado en ningún momento de amor, le gustaba… como si eso
significase algo. Lo observó con atención. Intentaba mantener la compostura
pero sus ojos expresaban la vulnerabilidad que sentía. Y demonios, ella lo
amaba. Recordó las palabras de Frances: «Cuando la única opción que sopesó fue
tenderte una trampa, creímos que sentía algo por ti, y su miedo al rechazo… Creímos que
ocultaba sus sentimientos bajo un comportamiento honorable».
―De acuerdo ―admitió. Casi sonríe al ver el alivio en el rostro de Marcus―.
Pero has dado tu palabra: si cuando lleguemos no he podido confiar en tu
sinceridad, me llevarás a Surrey.
«Y no volverás a acercarte a mí», pensó. Si él no lograba que ella creyese en
su sinceridad, se alejaría, no soportaría más intentos de manipularla. Recogería
los pedazos de su corazón y viviría la vida que había previsto donde él no
pudiese localizarla.
Marcus esbozó una brillante sonrisa que hizo que el corazón de Sarah se
calentase. Se agachó y metió una mano bajo el asiento sacando una cesta.
―Me temo que tendrás algo de hambre ―murmuró mientras hurgaba en el
canasto. De repente pareció vacilar, y mientras detenía la búsqueda, la miró
vacilante―. Pero si prefieres dormir un poco…
Sarah sonrió.
―Me gustaría comer algo, y después dormir. Me temo que no he podido
descansar mucho ―repuso sarcástica―. Me secuestraron en mitad del sueño,
¿sabes? ―murmuró como si le confesase un secreto.
―Hay personas que no tienen consideración alguna por el descanso ajeno
―respondió Marcus con una sonrisa.
Observó a Sarah comer con apetito. Frunció el ceño cuando la vio sonreír.
―¿Qué es tan gracioso? ―Quiso saber, curioso.
―Acabo de recordar las galletitas de limón. ―Marcus torció el gesto―.
Tanto como me gustaban, y ahora no soy capaz de soportarlas, se me revuelve
el estómago cada vez que las veo ―murmuró Sarah.
―Me temo que tu cocinera tendrá que tentarte con varias creaciones hasta
que encuentres otra que conviertas en tu favorita ―repuso Marcus―. De
preferencia, que agrade a toda la familia ―masculló.
Al cabo de un rato, Marcus le quitó la comida de la mano para guardarla en
la cesta al ver que ella hacía esfuerzos por no cerrar los ojos.
―Tiéndete y duerme ―murmuró mientras la ayudaba a tumbarse en el
asiento―. Te avisaré cuando nos dispongamos a parar en una posada.
Apenas se tumbó, Sarah se quedó dormida al instante. Marcus la contempló
enternecido. Tenía que decirle lo que sentía por ella, encontraría el momento
adecuado y rogaría porque ella todavía correspondiese a sus sentimientos.
r
Pasaron Lichfield y se detuvieron en una posada a las afueras del pueblo.
Aún no había anochecido. Marcus despertó a Sarah.
―Pasaremos la noche en la posada.
Sarah se miró.
―¡No puedo entrar en camisón! ―exclamó.
Marcus se quedó paralizado por un instante. Maldición. Sin embargo,
recordó la bolsa que había preparado la doncella.
―Tu doncella te preparó una bolsa. Tal vez haya metido una capa o algo que
te cubra ―ofreció, al tiempo que le señalaba el bulto colocado a un lado de sus
pies.
Sarah se inclinó, abrió la valija y lo primero que encontró fue una capa.
Bendita fuese Poppy por pensar en todo.
Marcus, galante, le ayudó a ponérsela. Para ello, Sarah, completamente
ruborizada, tuvo que deshacerse de la manta que la cubría. Marcus intentó
centrarse en cubrirla, evitando que su mirada resbalase por las formas que se
destacaban bajo el liviano camisón y la no menos liviana bata. Cuando estuvo
cubierta, abrió la portezuela y saltó del carruaje para girarse y ayudarla. Tras
comprobar que la capa la cubría por completo y la capucha no dejaba entrever
el cabello suelto, la tomó del brazo y entraron en la posada.
Sarah no mostró reacción alguna cuando Marcus solicitó una habitación, un
baño para su esposa y que les subieran la cena al cabo de una hora.
Sin embargo, mientras subían las escaleras precedidos del posadero, no
pudo evitar susurrarle:
―¿Una habitación…, esposa?
Marcus la miró burlón.
―Podría pedir dos y decir que eres mi hermana, pero me temo que el
posadero no podría evitar una carcajada. Tengo orgullo ―murmuró con falsa
arrogancia―, y no me agradaría que un posadero se burlase de mí como si yo
fuese un crío inexperto.
―¿Que lleva a una posada a su amante?
Marcus notó que el tono de Sarah era jocoso y contestó sin pensar.
―No, tomando una habitación en una posada en la ruta de Gretna con mi
amada.
Tan pronto las palabras salieron de sus labios deseó haberse mordido la
lengua. Miró a Sarah de reojo, pero esta no hizo ademán alguno de haberse
dado cuenta, aunque Marcus sabía que lo había escuchado perfectamente.
El posadero abrió una puerta y se hizo a un lado. La habitación estaba
limpia y era amplia, para lo acostumbrado.
―Es mi mejor habitación ―dijo el hombre con orgullo mientras le
entregaba la llave a Marcus―. En un momento subirán el agua caliente.
―Gracias ―respondió Marcus mientras cerraba la puerta tras el posadero.
―Yo dormiré en el sillón ―ofreció Marcus al verla revisar la habitación y
detener la mirada en la única cama, amplia, pero única.
Sarah no pudo responder puesto que, en ese momento, la puerta se abrió
para dar paso a dos muchachos y una chiquilla que portaban sendos cubos de
agua. Tras verterlos en la bañera situada en una esquina cerca del fuego, llegó
otro chiquillo con otro cubo que colocó delante de la chimenea.
Marcus colocó el biombo de forma que la ocultase a su vista mientras él
ocupaba el sillón y esperaba su turno.
―Gracias ―susurró Sarah al ver el galante gesto.
Marcus se encogió de hombros mientras dudaba si sentarse en el sillón o
bajar a la posada y darle intimidad. Decidió lo último. La mitad inferior de su
cintura se alborotaría sin remedio al escuchar a Sarah mientras se bañaba, y no
tenía intención de pasarse la noche dolorido y frustrado.
―Te daré un poco de intimidad, cerraré con llave cuando salga ―farfulló
mientras salía como alma que lleva el diablo de la habitación.
Sarah enarcó las cejas al ver la abrupta salida de Marcus. Meneando la
cabeza, rebuscó en la bolsa hasta hallar los artículos de aseo que buscaba y
otro camisón que Poppy había tenido la precaución de guardar.
Mientras se bañaba, Sarah reflexionó sobre algo que había pasado por alto,
¿y si su padre o su hermano decidían seguirlos? Marcus había hecho mucho
por su familia, claro estaba que era su trabajo; sin embargo, lo llevó todo con
la mayor discreción con el fin de no provocar escándalo alguno, aun así,
dudaba que el agradecimiento de su padre o Henry se extendiera hasta el
punto de pasar por alto el daño a su reputación que había causado el vizconde.
En realidad, todavía seguían prometidos. Todavía no le había comentado
nada a su padre sobre sus intenciones, por esa razón, el conde no entendería el
motivo de que Marcus decidiese llevársela a Escocia, sobre todo tras haber
sido él el que insistió en esperar a la publicación de amonestaciones en lugar
de solicitar una licencia especial. No tenía mucha idea, para el caso ninguna, de
cómo se llevaban a cabo las fugas a Gretna, pero le parecía que Marcus se lo
estaba tomando como un viaje de placer por media Inglaterra, con demasiada
calma. ¡Si incluso pretendía cortejarla durante el viaje! Intuía que esperaba no
ser perseguido, pero Sarah dudaba que tanto su padre como su hermano se
quedasen de brazos cruzados en Londres.
r
Marcus, ajeno a las cavilaciones de Sarah, subió a la habitación confiando en
que ella hubiese finalizado su baño. La encontró secándose el pelo delante de
la chimenea, cubierto su camisón por otra bata.
―Puedes utilizar esta agua. ―Sarah señaló el cubo que habían dejado ante el
fuego―. Me temo que la de la bañera se ha enfriado.
Marcus asintió. Intentando no mirar la sensual escena, puesto que Sarah no
había detenido el cepillado de su cabello, tomó el balde y lo vertió en la bañera.
Rebuscó en su bolsa hasta encontrar una camisa y un pantalón holgados, y con
ellos en la mano se internó tras el biombo.
Tras vestirse, comprobó que Sarah ya había acabado con el cuidado de su
cabello. Dios bendito, estaba preciosa con ese maravilloso cabello rubio
brillando a causa del resplandor del fuego. Agradeció en silencio la llamada a la
puerta. Los muchachos se llevaron el agua mientras las mozas colocaban las
bandejas con la cena en la mesa de la habitación.
Se sentaron a cenar en un cómodo silencio. Marcus imaginaba esa misma
escena en el dormitorio de su propia casa, para finalizar la velada en su propia
cama. Demonios, debía alejar esos pensamientos: todavía restaban algunas
noches hasta llegar a Gretna y se temía que serían frustrantes, doloridas y algo
vergonzosas si no controlaba su zona inferior. Tal vez debiera pedir dos
habitaciones en las siguientes posadas; aunque Sarah no parecía incómoda por
la situación, él sí lo estaba. No pretendía tomarla hasta que hubiesen
intercambiado sus votos. Si lo hacía, no habría vuelta atrás y ella se merecía
poder elegir… aunque él no fuese su elección.
Sarah interrumpió sus cavilaciones cuando habló vacilante.
―Marcus…
Levantó los ojos, que había fijado en el plato.
―¿Sí?
―Tal vez… bueno, puede que mi padre y Henry hayan salido en mi busca
―adujo Sarah.
Marcus se tensó. Lo esperado era que Clarke y Camoys, ambos o uno de
ellos, saliesen en su persecución.
―¿Tu padre sabe de tus intenciones de romper el compromiso?
―No ―respondió Sarah―. Mis intenciones eran decírselo una vez
estuviésemos en Surrey.
Bebió un sorbo de vino mientras pensaba a toda velocidad. Aunque para
Clarke todavía estuviesen comprometidos, él había roto varias reglas
llevándose a Sarah. Estaba de luto, su reputación en peligro y, bajo el punto de
vista del conde, no había necesidad alguna de huir a Gretna. Maldita sea, ¿se
había precipitado? ¿Debería haberla seguido a Surrey en lugar de arrastrarla a
Escocia? Sí, tenía por delante seis meses de duelo, pero estaban prometidos,
¿no? Por lo menos ante los ojos de la sociedad no habría objeciones en que la
visitase y hubiese un discreto cortejo.
Demonios, se había precipitado con Eleanor, y ahora con Sarah. Toda la
contención y control de sí mismo que solía mantener en su trabajo se iba al
diablo cuando entraban en juego los sentimientos. Tal vez debieran regresar,
llevarla a Surrey, admitir su equivocación ante Clarke y rogar porque Sarah le
permitiese cortejarla en el campo. Si el conde o su hijo habían salido tras
ellos…
Miró a Sarah, que lo observaba recelosa.
―Regresaremos en la mañana ―masculló.
―¿Regresar? ―Sarah estaba atónita―. Pero… no entiendo…
―Sarah, me temo que la decisión de llevarte a Gretna ha sido una tremenda
equivocación. ―Ella palideció al escucharlo―. No me malinterpretes, he
puesto en peligro tu reputación, he vuelto a ponerte en una situación en la que
te quité todo derecho a decidir, y si tu padre o tu hermano… Bueno, digamos
que no creo que nos sigan para ofrecernos sus buenos deseos.
Una imperiosa llamada a la puerta evitó que Sarah respondiese. Marcus rodó
los ojos con resignación y se dirigió a abrirla. En cuanto la entreabrió, el
empujón que recibió casi lo hace caer sobre su trasero.
―¡¿Papá… Henry?!
Marcus cerró los ojos un instante. Maldición, se lo había tomado todo con
tanta calma que Clarke y Henry los habían alcanzado. Cualquier cosa que
dijese, tal como que pensaba regresar a Sarah, la tomarían como simples
excusas.
k Capítulo 17 l
LA mirada de decepción que el conde le dirigió le revolvió el estómago.
―No esperaba esto de usted, Millard. Supuse que era un caballero, aunque
tras la manera en que comprometió a mi hija, debí cuestionar su honor
―señaló el conde con frialdad.
―Sarah, ―El conde dirigió la mirada hacia su hija―, vístete y prepara tus
cosas, nos marcharemos en cuanto estés dispuesta.
―Y usted ―intervino Henry con desprecio―, acompáñenos. Hay cosas que
discutir.
Marcus lanzó una mirada que intentó ser tranquilizadora hacia Sarah, que
observaba la escena pálida. Tomó su chaqueta y siguió a padre e hijo.
Entraron en un comedor privado, Marcus supuso que había sido reservado
antes de subir a la habitación. Ninguno se sentó y, mientras el conde se dirigía
hacia la ventana, Henry lo observaba desafiante.
―Milord, le presento mis disculpas ―intentó Marcus―, mi intención era
regresar en la mañana…
―¿Después de haberla mancillado? ―interrumpió Henry con voz gélida.
Marcus le lanzó una mirada asesina.
―Lady Sarah sigue siendo doncella.
―Doncella o no, nadie lo creerá ―adujo Henry―. Ha mandado a la mierda
la reputación de mi hermana…
―¡Henry!
―Disculpa, padre ―repuso mordaz―, no me di cuenta de que había un
caballero en la habitación.
Marcus tensó la mandíbula ante el insulto, sin embargo, Henry continuó:
―Supongo que regresará a Londres. En cuanto tenga constancia de que ha
llegado, le enviaré a mis padrinos, Millard.
―¡No puede…! ―exclamó Marcus―. No puede hacerle eso a Sarah.
Dios Santo, no podía batirse en duelo con su hermano, uno de los dos… Y
Sarah, cualquiera que fuese el resultado, sufriría.
―Para usted, lady Sarah, Millard ―espetó entre dientes Henry―. Y en
cuanto a si puedo o no, eso…
―¿Qué es lo que puedes o no hacer? ―preguntó una suave voz femenina.
Clarke se volvió en ese instante. Sarah estaba en la puerta con la bolsa en la
mano. Se acercó a ella, cogió la bolsa y la tomó del brazo.
―Vamos, hija.
―Sarah… ―intentó Marcus.
Henry se acercó a él.
―Cierre la boca, Millard ―siseó―. Si le causa una sola preocupación más a
mi hermana, no esperaré a llegar a Londres, le pegaré un tiro aquí mismo.
―Mientras se medían con la mirada, Clarke salió de la habitación llevándose a
Sarah seguidos, tras unos instantes, por Henry.
Marcus se dejó caer en una de las sillas. Abatido, se pasó las manos por el
rostro. ¿Cómo había llegado a este punto, ¡a batirse con el hermano de Sarah!?
«Porque eres un imprudente, maldito idiota. Tenías tanto miedo de perderla
que actuaste sin pensar, y ahora es demasiado tarde», se dijo. Se temía que
Henry no se contentaría con un encuentro a primera sangre, tiraría a matar y él
no sería capaz de disparar contra el hermano de Sarah. Si Henry era diestro
con las armas, él no saldría vivo del campo de honor, y aunque no lo fuese,
pensó con cinismo Marcus, no tenía intención alguna de abrir fuego contra
Camoys.
r
Mientras tanto, en el carruaje Sarah observaba los tensos rostros de su padre
y su hermano.
―Nadie sabe que no estabas en la casa ―confesó el conde―. Tu doncella se
ha ocupado de hacer creer al servicio que no te encontrabas bien y necesitabas
un descanso.
Sarah asintió, al tiempo que pasaba su mirada hacia Henry.
―¿Qué hablabais cuando entré? ―inquirió con suavidad.
―Nada que sea asunto tuyo ―espetó con rabia.
Sarah enarcó una ceja. Henry jamás le había hablado de esa manera, y desde
luego no pensaba consentirlo, ya había soportado bastantes desprecios de su
madre.
―¿Disculpa? ―preguntó con frialdad.
Henry le lanzó una irritada mirada.
―He dicho…
―Sé lo que has dicho ―murmuró Sarah―. He escuchado esa frase
demasiadas veces y no voy a tolerar volver a escucharla de tu boca. Repito: ¿de
qué hablabais?
Henry bajó los ojos avergonzado. Sarah no tenía por qué pagar su
malhumor y su rabia.
―Perdona.
Sarah enarcó una ceja.
―Hablábamos de las consecuencias que tendrá el indecente
comportamiento de Millard ―aclaró sucinto.
―¿Y esas serían? ―Sarah comenzó a inquietarse. El silencio de su padre y la
frialdad de su hermano no auguraban nada bueno.
―Habrá un duelo, Sarah ―murmuró Clarke con suavidad.
―¡¿Q… qué?! ¡No puedes permitirlo! ―Sarah miró a uno y a otro
aterrorizada―. En realidad, estamos prometidos, solo… ―Ella había roto el
compromiso, pero no tenían que saberlo, mucho menos en estos momentos.
―Solo se ha saltado alegremente todas las reglas ―argumentó Henry―. Lo
sintamos o no, estamos de luto, él insistió en esperar el mes de las
amonestaciones y, de repente, te secuestra en mitad de la noche para
arrastrarte a Escocia. Ese no es el comportamiento que se espera de un
caballero, mucho menos de tu prometido.
Sarah pensó con rapidez. Tal vez, aunque ella no estuviese convencida,
podría convencerlos a ellos.
―¿Y si te dijese que no deseaba esperar los seis meses estipulados? Al fin y
al cabo, él no contaba con… con una muerte en la familia cuando aceptó las
amonestaciones. ¿Es que eso no cuenta?
―Contaría si en lugar de robarte como un vulgar ladrón, hubiese acudido a
padre y hablado con él como un caballero hubiese hecho ―adujo Henry
tercamente.
Sarah se inclinó hacia su hermano.
―Henry, no puedes batirte en duelo con él, uno de los dos… y no podré
soportarlo, por favor… A no ser… será a primera sangre, ¿verdad?
Henry giró su rostro hacia la ventana sin contestar. Sarah palideció.
―No lo harás, no lo permitiré. Mi reputación está intacta, nadie está al tanto
de mi ausencia y continúo siendo… siendo doncella. Además, él tenía
intención de regresar en la mañana a Londres. No permitiré semejante
desatino, Henry.
―Me temo que no es decisión tuya ―repuso su hermano sin apartar la vista
de la ventana―. El desafío está lanzado y no voy a desdecirme.
―Puedes, si él se disculpa ―insistió Sarah―, y si lo que deseas es una
reparación a tu honor, porque el mío no ha sufrido daño alguno, nos
casaremos. ¿Sería suficiente reparación para tu orgullo herido? ―adujo con
mordacidad.
―¿Te casarías con ese hombre después de lo que ha hecho? ―Ahora sí,
Henry clavó sus ojos en ella―. Te comprometió en aquella biblioteca, te
secuestró para arrastrarte a Gretna, en ningún momento tuvo en cuenta tu
opinión o tus deseos ―masculló intentando contener su irritación―, y con
todo eso, ¿lo defiendes hasta el punto de desear un matrimonio con él?
―Meneó la cabeza con frustración―. De verdad que no te entiendo, Sarah, creí
que habías acabado harta de que decidiesen por ti.
―Lo amo, Henry ―susurró.
Al ver que su hermano no contestaba, Sarah miró a su padre.
―¿Papá? Puedes impedirlo, por favor.
Clarke negó con la cabeza con resignación aparente.
―Sarah, no puedo intervenir en una disputa entre dos caballeros, aunque
uno de ellos sea mi hijo. El único que puede detener todo esto es Henry.
El silencio de su hermano le indicó a Sarah que Henry no tenía intención
alguna de detener nada. Bien, pensaría algo, pero el duelo no se celebraría. No
iba a perder a Henry, y mucho menos a Marcus, por un orgullo varonil mal
entendido, porque de eso se trataba. Del orgullo de Henry, no del de ella.
Estaba segura de que Marcus no deseaba verse en el campo de honor con su
hermano, haría cualquier cosa que Henry le pidiese para reparar lo que Henry
consideraba un ultraje a su hermana, a ella, y ella no se sentía ultrajada en
absoluto. Había llegado el momento de empezar a decidir por sí misma, y lo
primero iba a ser detener ese maldito duelo de la manera que fuese.
r
Al día siguiente de llegar a Londres, Sarah comenzó a poner en marcha su
plan. Debía hablar con Marcus y sabía quién podría ayudarle.
Envió una nota a lady Sarratt solicitando que la recibiese. Recibió la
contestación al instante. La esperaba a tomar el té de la tarde.
Cuando llegó a Dereham House, estaba todo el grupo de amigas reunido.
Sarah no esperaba menos. Tras contarles lo sucedido, escrutó los rostros entre
perplejos y alarmados de sus amigas. Shelby, después de pasar la mirada por
los rostros de sus amigas, fue la primera en hablar.
―¿Tienes algo pensado? Me temo que evitar un duelo está fuera de las
competencias de una dama, por desgracia. Si de nosotras dependiese, hacía
mucho tiempo que los duelos se habrían extinguido.
―Cierto ―asintió Lilith―. Nosotras resolvemos las cosas de otra manera…
con veneno, por ejemplo ―añadió con sarcasmo.
Al momento se dio cuenta de quién estaba presente.
―Disculpa, Sarah, no era mi intención…
Sarah hizo un gesto desdeñoso con la mano. Al fin y al cabo tenía razón, y
desde luego, no iba a ofenderse por nada que dijesen acerca de la difunta
condesa.
―Antes de decidir nada, debo hablar con Marcus. He pensado que quizá
pudieses conseguir que nos viésemos ―murmuró vacilante mirando a Frances.
―Por supuesto. ―Frances se dirigió al escritorio, garabateó algo y se volvió
hacia ellas―. Enviaré una nota a Darrell, en cuanto lo localice lo traerá aquí.
―Me temo que Marcus no es el problema ni a quien tienes que convencer
de lo que sea que quieras convencerlo, porque dudo que Marcus no se presente
al duelo. Eso acabaría con su reputación ―intervino Celia―. El que debe
retirarse es Camoys y, por lo que has dicho, no tiene intención alguna de
hacerlo.
―Lo sé ―asintió Sarah―. Pero antes de hacer lo que he planeado, debo
saber lo que piensa él.
Jenna se colocó las gafas mientras entrecerraba los ojos.
―¿Qué has tramado?
Mientras todas la miraban con curiosidad, Frances sonrió cual gato que se
comió la crema.
―Algo que impedirá que Henry siga adelante o… su orgullo se verá todavía
más herido y sin posibilidad de reparación.
r
Los caballeros se encontraban en el club. Marcus les había explicado la
situación, además de solicitarle a Darrell y a Kenneth que fuesen sus padrinos.
Gabriel masculló una maldición.
―¿Cómo demonios has conseguido formar semejante embrollo? ¡Por el
amor de Dios, nosotros liamos las cosas con nuestras damas, pero lo tuyo nos
supera a todos!
Callen soltó una risilla, que cortó de cuajo cuando notó la mirada alevosa de
Justin.
―No es gracioso. Camoys, o mucho me equivoco, es igual de irresponsable
que él, y tirará a matar sin pensar en las consecuencias. Y este idiota permitirá
que lo mate.
―Si lo mata, tendrá que abandonar el país ―advirtió Justin.
―Y me temo que es algo en lo que no ha pensado o no le importa, cegado
como está ―repuso Gabriel.
―Puedo romperle un brazo… o los dos ―ofreció Callen solícito.
Kenneth rodó los ojos.
―¿Y qué harás cuando se cure, romperle las piernas?
Callen entrecerró los ojos pensativo.
―¡Demonios, Cal, la única manera de evitar el duelo no sería
posponiéndolo, sino que no pudiera celebrarse, y a no ser que le amputases
ambos brazos…! ―espetó Darrell.
Callen frunció el ceño como si sopesara posibilidades. Kenneth, rodando los
ojos, le propinó un puñetazo en el brazo.
―¡Auch!
―Dejarás los brazos de Camoys donde están, a los lados de su cuerpo
―advirtió Kenneth.
―Parece mentira que pienses eso de mí. No podría hacerle eso a un hombre
―masculló Callen mortificado.
Las cejas levantadas de sus amigos le indicaron que ellos sí pensaban que
sería capaz de hacerle eso… y más.
En ese momento, un lacayo se acercó a Darrell portando una bandeja con
una nota. Tras leerla con rapidez, levantó la mirada hacia los demás.
―Es de Frances, desea que lleve a Marcus a Dereham House, Sarah desea
hablar con él. ―Marcus se levantó como un resorte.
―Tranquilo ―advirtió Darrell―, iremos todos. Las damas están reunidas allí.
Varios gemidos se escucharon. Mala cosa si las seguidoras de Maquiavelo
estaban juntas. Callen se levantó con indolencia.
―Calma, caballeros, irán a por Marcus, nosotros estamos a salvo… creo.
A Marcus le importaba un ardite soportar los reproches de las damas
mientras pudiese ver a Sarah. ¿Habría tenido que soportar muchos reproches
de Henry? ¿Estaría bien? Debía tranquilizarla en cuanto al duelo, tenían mucho
de qué hablar antes de…
r
Cuando entró en la habitación donde esperaban las damas, los ojos de
Marcus buscaron de inmediato a Sarah. Sentada al lado de Frances, aparentaba
completa serenidad. Una parte de él se tranquilizó cuando ella le dedicó una
alentadora sonrisa. Tras los saludos, Frances se dirigió a Marcus.
―Me atrevería a decir que Sarah necesita respirar un poco de aire fresco
―advirtió tras lanzar una mirada de soslayo a su amiga―. Marcus, ¿serías tan
amable de acompañarla a la terraza?
Marcus, que no había apartado su mirada del rostro de Sarah, asintió.
Extendió su mano, que ella tomó, y ambos se dirigieron hacia las puertas
francesas.
―¿Estás bien? ―Quiso saber Marcus en cuanto se detuvieron ante la
barandilla―. Espero que Camoys haya volcado toda su furia sobre mí y no te
haya hecho reproche alguno. Yo soy el único responsable de lo que ha
ocurrido.
Sarah meneó la cabeza restándole importancia.
―Te aseguro que la ira de Henry iba dirigida exclusivamente a ti. Marcus…
―Sarah alzó su rostro hacia él―, no podéis batiros en duelo, las consecuencias
serán nefastas para ambos.
Marcus desvió la mirada hacia los jardines.
―No puedo hacer nada, no está en mis manos detenerlo. Él no aceptará mis
disculpas.
―No contempla la posibilidad de que sea a primera sangre ―susurró―, y no
permitiré que muera.
Marcus esbozó una sonrisa torcida. La conversación no era en absoluto
adecuada para sostenerla con una dama, pero entendía la preocupación de
Sarah.
―Estoy halagado de que supongas que mi puntería sea más certera que la
suya, Sarah, pero no voy a matar a tu hermano. Te doy mi palabra de que
Camoys saldrá vivo de ese campo.
―No vas a dispararle. ―No era una pregunta.
Se encogió de hombros.
―Bastante daño he hecho ya, como para matar al heredero de Clarke y,
además, tu hermano.
―Entonces te matará él. Tendrá que abandonar el país ―murmuró
pensativa―, eso sin contar que tu reputación quedará destrozada.
«Estaré muerto, qué puede importarme», pensó pesaroso Marcus. Solo
lamentaba el dolor que le ocasionaría a su padre.
Marcus acercó su mano a la de Sarah, que reposaba sobre la barandilla.
―Lo he hecho mal, Sarah, me equivoqué y debo asumir las consecuencias.
Lo que hace tu hermano es lo que haría cualquier caballero con honor, incluso
yo lo haría si se tratase de mi hermana.
―¿No vas a luchar por evitar ese desatino?
―¡Maldita sea, Sarah! Tengo las manos atadas. La única opción sería huir del
país, y seré muchas cosas, pero no un cobarde. Una cosa es… participar en un
duelo y que tu reputación se vea manchada y otra muy diferente no
comportarse con honor, huyendo.
Sarah asintió desafiante.
―Bien, entonces yo detendré este desastre.
Marcus se pasó las manos por el cabello con frustración.
―No puedes intervenir, es un duelo entre caballeros, Sarah, por el amor de
Dios.
―No voy a acudir al campo de honor, si es eso lo que te preocupa ―adujo
Sarah.
Marcus la observó con atención. Ella miraba al frente y su expresión, entre
decidida y desafiante, lo intranquilizó. Pero había otras cosas de las que hablar
y que eran mucho más importantes para él.
―Sarah ―susurró―, antes de… No sé cuándo Camoys enviará a sus
padrinos, ya le debe de haber llegado la noticia de mi presencia en Londres, sin
embargo, lo único que lamento es no haber tenido más tiempo…
Marcus se quedó en silencio. Ya no era el momento de decirle que la amaba.
Sería más fácil para ella seguir adelante si no había llegado a confiar en él.
Sarah lo miró inquisitiva. Suspiró, se puso de puntillas y, tras depositar un
beso en la mejilla de Marcus, se giró y abandonó la terraza, dejando al
vizconde todavía más confuso e inquieto.
Marcus esperó unos minutos para volver al salón donde estaban sus amigos.
Cuando entró, Sarah ya se había marchado y las miradas de todos, damas y
caballeros, convergieron en él.
Darrell se levantó, se acercó al mueble de bebidas y, tras servirle un vaso de
whisky, se lo ofreció.
―Creo que lo necesitas.
Marcus tomó un gran sorbo, pensativo.
―Vas a disparar al aire ―aseveró Gabriel.
Él encogió un hombro con indolencia.
―No puedo matar a su hermano.
―Será el fin de tu carrera ―intervino Darrell.
Marcus sonrió sarcástico.
―Estaré muerto, será el fin de todo.
―¿Qué será del marquesado? ―habló Justin tras beber un sorbo de su
bebida.
―Escribiré a mi padre explicándole…, en fin, lo inexplicable de mi
comportamiento. Deberá organizar las cosas para cuando yo…
―¡Maldito terco de mierda! ―explotó Callen―. No es más que un cachorro
malcriado que no tiene idea de las consecuencias de determinadas decisiones.
Alguien más experimentado no habría llegado a esta situación, mucho menos
se habría empecinado en continuarla.
Marcus alzó las cejas perplejo, mientras miraba al escocés.
―No me refiero a ti, por todos los demonios. Hablo de ese idiota egoísta de
Camoys. Destrozará dos vidas por un orgullo mal entendido ―espetó con
frustración.
Se escuchó la suave voz de Jenna.
―No lo hará.
Los caballeros, incluido su esposo, la miraron sorprendidos.
―Jen, el duelo es un hecho ―expuso Callen―. En cualquier momento
recibiremos la visita de los padrinos de ese cretino.
Jenna esbozó una misteriosa sonrisa.
―Acordaos de mis palabras: ese duelo no va a celebrarse.
Los caballeros se miraron unos a otros y, a su vez, a sus respectivas esposas.
Todas tenían la misma expresión de suficiencia que Jenna. Tácitamente,
acordaron cerrar la boca. Previas experiencias les habían enseñado que sería
mucho más seguro para todos.
k Capítulo 18 l
CENABAN en Clarke House. Camoys, Sarah no entendía muy bien la razón,
había decidido residir allí desde que regresaron a Londres. Cínica, pensó que
no sería porque estuviese preocupado por ella, si así fuese detendría la debacle
a la que los abocaría a todos.
Sarah empezaba a irritarse del silencio reinante. Si a Henry no le habían
preocupado sus sentimientos, no veía razón alguna para que no hablase de sus
intenciones delante de ella.
―¿Cuándo enviarás a tus padrinos? ―inquirió con frialdad.
―Sarah, este no es un tema adecuado ni para tratar durante la cena ni
delante de una dama ―advirtió Clarke.
Ella lo miró desafiante.
―¿Por qué no? Solo estamos nosotros tres, y la dama en cuestión es parte
implicada. No diré que la causa de todo esto, porque la causa es el orgullo
herido de mi hermano. No tiene nada que ver conmigo.
―Si hago esto es precisamente por ti, por reparar tu honor ―espetó molesto
Henry.
―Mi honor está intacto. ―Sarah le clavó una dura mirada―. No hay rumor
alguno. Y en caso de que lo hubiese, Marcus lo hubiese reparado. El único
honor que, por lo visto, ha sido mancillado es el tuyo, y te has precipitado,
Henry, lo admitas o no; padre no hubiera solucionado las cosas de este modo,
sobre todo porque no solucionarás nada, empeorarás la situación.
―Padre está de acuerdo en que semejante afrenta exige reparación
―observó Henry mientras lanzaba una mirada a su padre buscando su
conformidad.
Sin embargo, el conde se mantuvo en silencio.
―¿Padre? ―insistió Henry.
Clarke suspiró. Su hijo y heredero era un gran muchacho, se convertiría en
un gran hombre, pero era demasiado impulsivo a causa de su juventud. Tenía
mucho que madurar y que vivir para poder sopesar las consecuencias de tomar
determinadas decisiones.
―Has tomado tu propia decisión impulsivamente, sin haberlo consultado
antes conmigo ―adujo el conde con suavidad―. Por supuesto, tienes derecho a
hacerlo, pero debiste tomar en cuenta que eres mi heredero. El condado en un
futuro recaerá sobre ti, y un duelo es ilegal, Henry. Te has obcecado, además,
en no pedir una reparación honrosa y libre de riesgos para ambas partes. Un
duelo a primera sangre hubiese sido suficiente, sobre todo porque Millard
tenía intención de honrar su palabra y casarse con Sarah, pero por lo visto, no
era suficiente para ti. ¿La razón? Supongo que tú la sabrás, si es que lo has
pensado detenidamente. Pero esa decisión, impulsiva y desproporcionada,
traerá consecuencias: si sobrevives, tendrás que abandonar el país, y si no,
habrás privado a tu hermana de la oportunidad de ser feliz, puesto que por
mucho que ame al vizconde, jamás se casaría con el hombre que mató a su
hermano aunque no fuese por propia elección, además de destrozar la carrera
y el futuro de un caballero honrado, dejando a un marqués sin su heredero y a
mi condado sin el suyo. Demasiadas consecuencias para reparar una
reputación que ni siquiera se ha manchado, aunque me temo que te
preocupaba más tu orgullo que la pérdida, o no, de la honra de tu hermana.
En esas últimas palabras el tono del conde había cambiado para convertirse
en un reproche acerado. Henry sintió el calor subiendo por su cuello. En
ningún momento se le pasó por la mente que su padre no estuviese de acuerdo
con su decisión. Tal vez había actuado precipitadamente, pero ya era tarde, no
podía desdecirse, aunque si admitía las disculpas de Millard…
Sintió sobre él las miradas decepcionadas de su padre y su hermana.
Necesitaba pensar.
―Si me disculpáis ―dijo al tiempo que se levantaba de la mesa.
Clarke inclinó la cabeza asintiendo, mientras Sarah lo miraba con
desconfianza. Odiaba ver el recelo en los ojos de su hermana. Se dirigió a su
alcoba dispuesto a reflexionar sobre los últimos sucesos y, sobre todo, en las
palabras de su padre.
r
Después de la cena, Sarah se había retirado a su alcoba. Poppy la esperaba
dispuesta a ayudarla a cambiarse, sin embargo, Sarah se dirigió directamente al
vestidor ante la mirada perpleja de su doncella. La siguió para verla rebuscando
entre sus vestidos de noche, aquellos que jamás se había puesto en vida de la
condesa.
―Ayúdame, Poppy, debo encontrar el más adecuado ―farfulló mientras
revisaba las prendas.
―¿Adecuado para qué, milady?
―Para evitar que se cometa una estupidez de enormes proporciones.
La doncella enarcó una ceja mientras la miraba con recelo. Sarah se giró
hacia ella con impaciencia.
―¿Vas a ayudarme o no?
La doncella resopló y se acercó. Sin dudarlo, Sarah sacó de entre la variedad
de prendas un precioso vestido color turquesa de amplio escote y mangas
cortas. De repente, se detuvo.
―Pero… ¡milady, no puede! ¡El luto…!
Sarah rodó los ojos.
―No puedo presentarme vestida como si fuese un cuervo, Poppy.
―Presentarse… ¿dónde, exactamente?
―Debo ver a lord Millard.
―¡Santo Dios! Milady, no puede presentarse a estas horas en casa de un
caballero soltero, ¡y de luto!
―El caballero es mi prometido, Poppy. ―Ante la expresión incrédula de su
doncella, continuó―: Todavía no he roto mi compromiso, así que… Y en
cuanto al luto, no creo que resulte muy atrayente vestida enteramente de negro.
Con la capa bastará para cubrir el vestido… y su indecoroso color ―susurró.
―Milady…
Sarah le clavó una mirada decidida.
―No permitiré que haya un duelo, mucho menos que una persona que amo
muera.
Poppy asintió y se dispuso a ayudar a su señora. ¿Acaso todos en la casa
habían perdido la cabeza? El vizconde decidido a matar al prometido de su
hermana, la susodicha decidida a buscarse la ruina visitando a escondidas al
prometido en cuestión. Definitivamente, habían perdido la sesera.
r
Marcus había enviado un mensaje a su padre en cuanto regresó de Dereham
House. Suponía que su padre se pondría en camino hacia Londres en el
momento en que lo leyese y esperaba tener el tiempo suficiente para que el
marqués de Warrington pudiese despedirse de su hijo. Intentaría que Camoys
retrasase el duelo hasta su llegada.
Sentado frente a la chimenea de su biblioteca con una copa de brandi,
reflexionaba sobre el enorme vuelco que había dado su vida. Sonrió con
cinismo. Y sus amigos acusaban a Camoys de imprudente… Él tampoco se
había comportado con demasiado sentido común, para el caso, con ninguno.
No debió…
Una llamada, seguida de la presencia de su mayordomo, interrumpió sus
cavilaciones.
―Milord…
Marcus ni siquiera desvió la mirada de las llamas.
―¿Sí, Rogers?
―Una… dama solicita verlo ―murmuró con incomodidad el hombre.
Marcus frunció el ceño. Él nunca recibía dama alguna en su casa, y desde
luego en estos momentos no tenía el ánimo para ningún encuentro… Además
de que no deseaba más que a una dama.
―No son horas de visita, Rogers, despáchala. Me importa un ardite lo que
desee.
―Lo he intentado, milord. ―Marcus enarcó una ceja. ¿Desde cuándo su
mayordomo intentaba echar a alguien no deseado?―. La dama dice que es su
prometida ―soltó de corrido el hombre.
Marcus resopló. Lo que le faltaba, alguna cortesana haciéndose pasar…
¡Maldición! Se levantó tan bruscamente que casi se tira la copa por encima,
para salir disparado ante la mirada atónita del mayordomo.
Ella, envuelta en una capa oscura, cuya capucha le cubría el cabello por
completo, esperaba en el vestíbulo sin mostrar incomodidad alguna.
―¡¿Sarah?! ¡Por el amor de Dios! ―exclamó Marcus. Se acercó a ella y,
tomándola de la mano, la arrastró hacia la biblioteca.
―Puedes retirarte, Rogers, y ni una palabra de esto ―advirtió al estupefacto
mayordomo por encima de su hombro.
En cuanto entraron en la habitación, Marcus cerró la puerta tras ellos se
cruzó de brazos mirándola con el ceño fruncido.
―¿Qué demonios…? ―Se olvidó de lo que iba a decir en cuanto la vio
retirarse la capucha y soltar su capa, que cayó al suelo. Casi cae de rodillas al
ver semejante aparición. Con el rubio cabello suelto y un vestido cuyo escote
dejaba al descubierto sus hombros, y gran parte de sus pechos, Sarah lo miraba
expectante.
Al ver que Marcus se quedaba paralizado, Sarah frunció el ceño. ¿No le
estaría sobreviniendo una apoplejía? Se acercó a él indecisa.
―¿Marcus? ―susurró confusa.
Él lanzó sus manos para, al tiempo que enlazaba su cintura, atraparle la nuca
atrayéndola hacia su cuerpo. Sarah solo tuvo tiempo de emitir un jadeo y
aferrarse a Marcus como pudo.
Él volcó toda su frustración, su desasosiego y su hambre por ella en un
intenso beso. La besó como si no hubiese un mañana, de hecho, gracias a su
imprudencia, pocas mañanas le quedaban por delante, mientras Sarah
correspondía con el mismo anhelo. La lengua de Marcus se internó en la boca
de ella, la saboreó a placer y jugueteó con la lengua femenina para intentar
expresar lo que no podía decir con palabras. Sarah se apretó contra él, sus
manos rodeando su cintura, devolviendo apasionada sus caricias.
No iba a perderlo. Tal vez su manera de actuar no había sido la adecuada, ni
cuando la comprometió en aquel baile ni con la huida a Gretna, pero en su
interior sabía que podía confiar en Marcus, de hecho, confiaba en él, de lo que
dudaba era de sus sentimientos hacia ella. Pero ese beso no hablaba de lástima
ni compasión, sino de amor. Marcus la amaba, se atreviese a reconocerlo o no.
De repente, Marcus deshizo el beso. Jadeante, su mano se deslizó hasta la
mejilla femenina.
―Debes irte ―susurró contra sus labios―. No podemos tensar más el
desastre que provoqué con mi imprudencia.
―No.
―Sarah… ―murmuró con tristeza―, no se puede evitar lo que sucederá, y
hasta ahora tu reputación no se ha visto comprometida. Si alguien te ha
reconocido al venir, yo no podré protegerte.
Ella presionó sus manos contra la ancha espalda masculina.
―No habrá duelo, Marcus. ―Él meneó la cabeza negando con desolación,
mientras su mirada se perdía en un punto sobre la cabeza de Sarah.
Marcus había prescindido de chaqueta y chaleco en la comodidad de su casa,
por lo que Sarah se aferró a su camisa, tirando de ella hasta que los azules ojos
se volvieron a clavar en ella.
―¿Confías en mí? ―preguntó con suavidad.
Marcus estudió el expectante rostro.
―Sí, cervatillo ―repuso mientras con el pulgar acariciaba su labio inferior.
«Lo que me angustia es que tú en mí no, y no me queda tiempo para
persuadirte de que lo hagas», añadió para sí.
―¿Por qué me llevabas a Gretna?
Marcus deshizo el abrazo y, tomándola de la mano, la dirigió hacia el sillón
en el que había estado sentado. La sentó en su regazo, si tenía que ser todo lo
sincero que podría ser, teniendo en cuenta las circunstancias, no era cosa de
estar de pie.
―En ese momento no vi otra salida ―murmuró mientras la mano con la
que sujetaba su cintura la acariciaba con ternura―. Te comprometí en aquel
baile porque sabía que no aceptarías ser mi esposa si te lo propusiese siguiendo
las normas. Decidí que no merecías una boda apresurada mediante una licencia
especial, porque no quería aumentar los cotilleos y las murmuraciones sobre ti.
Cuando… cuando te entregué el anillo y dijiste que me amabas, algo se
removió dentro de mí, pero ―Hizo una mueca―, tu madre tenía que intervenir
para estropearlo todo, así que decidió morirse y condenarnos a seis meses de
espera. ―Sarah ahogó una sonrisa. No resultaba muy apropiado criticar a un
muerto, pero su madre no se había ganado el derecho al respeto―. Y antes de
que pudiera confesarte lo que en verdad sentía y decirte que tú no habías
tenido culpa alguna en aquella biblioteca, las damas se me adelantaron.
Marcus suspiró mientras la mano con la que Sarah se sostenía tras el cuello
masculino acariciaba su sedoso cabello.
―Rompiste el compromiso, tenía seis meses de duelo por delante en los que
poco podría hacer para recuperarte. ―La gran mano de Marcus se alzó para
acariciar la mejilla de la muchacha―. Y el miedo a perderte hizo que cometiese
semejante imprudencia. Solo quería cortejarte como debí hacerlo, quería
aprovechar el viaje para que no pudieses dudar de mis sentimientos por ti,
pero…
―¿Qué sientes por mí, Marcus? ―preguntó con delicadeza.
Marcus le clavó una mirada desolada.
―Es mejor que continúes sin confiar en mis sentimientos, cervatillo. Será
más fácil para ti continuar adelante cuando…
La voz de Sarah sonó segura cuando respondió, mientras su mano acunaba
la mejilla masculina.
―Dilo, Marcus.
Él cerró los ojos un instante. No podía hacerle eso, confesarle que la amaba
con desesperación para dejarla sola con su dolor. Sin embargo, la presión de la
pequeña mano de Sarah en su rostro le obligó a abrirlos.
Sarah intuía lo que pasaba por la mente de Marcus. Si antes no se atrevió a
confesarle sus sentimientos, menos lo haría ahora que creía que tenía los días
contados.
―No importa ―murmuró dulcemente―. Confío en ti, mi amor, y sé que lo
dirás cuando estés preparado.
La expresión de Marcus cambió por completo al escucharla. Ella continuaba
amándolo, y lo que era más sorprendente, de alguna manera ella sabía que él la
amaba. Bajó el rostro para atrapar sus labios con una mezcla de desesperación,
agradecimiento, humildad y, sobre todo, amor. Sus manos comenzaron a vagar
por el cuerpo de Sarah, la mano que tenía en su rostro descendió acariciándole
los hombros y provocando que las finas mangas resbalasen. Las caricias
continuaron hasta llegar a sus preciosos pechos. Marcus introdujo la mano
entre el corpiño y la piel para rozar con su dedo pulgar el ya enhiesto botón.
Dios Santo, era exquisita. Sarah gimió cuando las caricias de Marcus
provocaron que su vientre se tensara de anticipación. Comenzó a removerse
sobre el duro bulto que notaba bajo su trasero, buscando sentir de nuevo
aquella maravillosa sensación que sintió en Hyde Park sobre el muslo de
Marcus.
Marcus detuvo sus caricias de repente y, atrayéndola hacia él, escondió su
rostro en el cuello femenino.
―Sarah, no podré controlarme, sería un verdadero canalla si te tomase en
estos momentos sabiendo…
―Has dicho que confiabas en mí ―repuso ella.
―Y no mentía.
Sara sonrió, se zafó de su abrazo y se puso en pie.
―Bien, llévame a tu alcoba.
Marcus abrió los ojos como platos.
―¿Disculpa? ―farfulló a duras penas.
―Tu alcoba ―repuso Sarah―. ¿O tendré que preguntarle a tu mayordomo
dónde se encuentra?
―Dios bendito ―masculló Marcus mientras se pasaba las manos por el
cabello―. Vas a matarme, no hará falta que tu hermano me pegue un tiro.
Sarah ladeó la cabeza expectante y, conteniendo una sonrisa al ver la
estupefacción de Marcus, se giró y comenzó a caminar hacia la puerta.
La cabeza de Marcus se alzó con tal brusquedad que casi se destroza el
cuello.
―¿A dónde vas?
―Te lo he dicho: a tu alcoba. ―Mientras tomaba el pomo de la puerta, Sarah
murmuró por encima de su hombro―: Supongo que, como en todas las casas,
las habitaciones estarán en el segundo piso. Tendré que ir abriendo puertas…
espero que no tengas invitados ―murmuró pensativa.
Marcus se levantó con tal rapidez que casi trastabilla. Mascullando
maldiciones, la tomó de la mano y la arrastró escaleras arriba. Desde luego que
no tenía invitado alguno, pero ella estaba decidida y, antes de que se le
ocurriese que, a falta de alcoba, la biblioteca sería una opción, decidió guiarla él
mismo. Tal vez, una vez allí, a Sarah se le acabase el arrojo. Rogaba por ello.
Pero no debía de haber nadie escuchando, puesto que cuando llegaron a su
habitación y cerró la puerta, ella se colocó de espaldas a él, con tal tranquilidad
como si estuviese dirigiéndose a su doncella.
―¿Podrías ayudarme, por favor? ―pidió lanzándole una breve mirada por
encima del hombro.
Marcus gimió, sin embargo, sus temblorosas manos comenzaron a soltar la
botonadura del vestido.
Sarah aparentaba más valentía de la que en realidad sentía. Su plan dependía
de la seguridad que mostrase, y a pesar de ello, estaba nerviosa. Su primera vez,
con el hombre que amaba y, aunque notaba que el cuerpo masculino estaba
más que dispuesto, su mente aún estaba reacia.
Cuando notó que su vestido se aflojaba, se giró hacia él dejando que el
vestido resbalase hasta caer alrededor de sus pies. La ardiente mirada de
Marcus sobre ella, solamente cubierta por una fina camisola, ya que Sarah
había decidido prescindir de incómodo corsé, la halagó, haciendo que olvidase
su pudor. Con una tranquilidad que no estaba segura de sentir, soltó la lazada
que sujetaba su camisola y esta siguió el mismo camino de su vestido,
formando un charco de seda a sus pies.
Marcus jadeó al ver el perfecto cuerpo desnudo. La tomó en sus brazos y, al
tiempo que la besaba con ardiente sensualidad, avanzó hacia el lecho para
depositarla con suavidad en él. Sin romper el voluptuoso beso, su mano se
deslizó por su cuerpo para quitarle primero uno y después el otro escarpín,
que siguieron el mismo camino que el vestido y la camisola. Se colocó de
rodillas sobre ella para contemplarla. Solo con sus medias, Sarah era la
perfección personificada. Con un solo movimiento, se sacó la camisa por los
hombros y se tendió a su lado.
Sus manos comenzaron a vagar por la suave piel de ella, mientras bajaba la
cabeza para besar su cuello y su clavícula, hasta llegar a sus pechos. Mientras su
boca tomaba posesión de uno, su mano acariciaba el otro, estimulándolo hasta
que tomó el enhiesto brote entre sus dedos pellizcándolo con suavidad.
Sarah gimió y su mano comenzó a acariciar la cabeza de Marcus. Si había
pensado que aquella vez en el parque había sido maravilloso, esto superaba
todas sus expectativas. La experta boca de Marcus y su mano hacían que su
vientre comenzase a tensarse y su zona más íntima se humedeciese. La cabeza
de Marcus se volvió hacia el otro pecho mientras su mano descendía por el
vientre femenino hasta llegar a los rizos que protegían su feminidad. Sarah,
excitada y anhelante, abrió las piernas para darle más acceso, y un dedo de
Marcus, y después otro, se internó en ella, mientras su pulgar comenzaba a
rotar sobre su hinchado botón.
―Marcus… ―gimió Sarah, mientras comenzaba a notar la deliciosa tensión
que sabía que precedía a algo mucho más hermoso.
Él levantó el rostro para observarla. Dios, era tan receptiva, apenas había
empezado a tocarla y ya comenzaba a sentir los primeros avisos de su
liberación. La observó mientras su mano le proporcionaba placer. Sarah tenía
los ojos cerrados y esbozaba una sensual sonrisa.
Cuando comenzó a estremecerse, Marcus susurró.
―Mírame, amor.
Casi se derrama él mismo cuando los cálidos ojos de cervatillo se clavaron
en él, mientras ella se rendía al exquisito éxtasis. Sarah gimió su nombre
mientras su cuerpo se estremecía de placer, sollozante, se abrazó a él como si
buscara aferrarse a algo.
―Te tengo, cariño ―murmuró sin apartar sus ojos ni un momento de los de
ella.
El cuerpo de Sarah vibró como las cuerdas de un violín hasta que, mientras
alzaba su rostro buscando los labios de Marcus, los temblores comenzaron a
remitir.
Se besaron con la ternura de dos almas que por fin habían encontrado su
lugar. Sin separarse del todo, Marcus sonrió sobre los labios hinchados de
Sarah.
―Eres deliciosa.
Sarah notaba el duro y largo bulto de Marcus sobre su vientre. Bajando la
mano hasta tocarlo, lo miró inquisitiva.
Marcus esbozó una mueca.
―Esto ha sido para ti, Sarah, no podemos llegar a más.
―Has dicho que confiabas en mí.
―Y lo hago, cariño, pero si continuamos no habrá vuelta atrás, y podría
haber consecuencias, no puedo hacerte eso.
―¿Consecuencias? ―inquirió Sarah confusa.
Marcus enarcó una ceja.
―En nueve meses… ―susurró.
―Oh.
Él soltó una risilla.
―Sí: oh.
Marcus frunció el ceño al ver su expresión especulativa. Y casi se cae de la
cama del brinco que dio cuando la curiosa mano de Sarah se posó sobre su
dolorido y necesitado miembro. Colocó su mano sobre la de ella intentando
apartarla con suavidad. Sin embargo, Sarah se mantuvo firme.
―Lo quiero todo, Marcus, te quiero todo ―musitó―. Acabas de hacerme un
maravilloso regalo… pero incompleto. ―Él frunció el ceño―. Quiero ser tuya
completamente, y quiero que seas mío. Ese es el regalo que deseo.
El autocontrol de Marcus saltó por los aires. Al diablo, cogería a Sarah y
huiría del país si fuese necesario, pero no se batiría a duelo. Por ella estaba
dispuesto a perder su reputación y su honor, pero no la dejaría sola perdiendo
su vida también.
Se levantó de un brinco para desembarazarse de los pantalones. Sonriendo
con picardía al ver la mirada de aprecio de Sarah en su cuerpo, se volvió a
tumbar sobre ella. Mientras la besaba y acariciaba su pecho, Marcus se
posicionó entre sus piernas. Ella estaba mojada, receptiva, y él demasiado
anhelante.
―Procuraré que sientas el menor dolor posible ―susurró contra sus labios.
Sarah asintió, al tiempo que Marcus comenzaba a introducir su miembro en
el preparado y ansioso cuerpo femenino, poco a poco, hasta tropezar con su
barrera. Apoyado en sus antebrazos, tomó el rostro de Sarah entre las manos y
clavó la mirada en los castaños ojos, al tiempo que de un solo empujón se
introducía completamente en su interior. El único gesto de dolor de Sarah fue
cerrar los ojos y echar la cabeza hacia atrás en un gesto de tensión, mientras
sus manos se aferraban a sus hombros.
―Sarah… ―musitó Marcus.
Ella volvió a mirarlo.
―Estoy bien ―murmuró mientras movía sus caderas inquieta.
Marcus la besó mientras comenzaba a moverse, entraba y salía de ella casi en
su totalidad, lentamente, hasta que Sarah comenzó a seguirlo. Excitado por su
respuesta, comenzó a arreciar sus movimientos, ella le seguía instintivamente.
Las manos de Marcus bajaron hasta aferrar sus caderas y levantarla un poco
para cambiar el ángulo. Sarah gimió al notar la diferencia en el contacto,
mientras Marcus observaba cómo su rostro comenzaba a sonrojarse.
Imprimió más brío a sus movimientos, lo que hizo que ella comenzase a
tensarse avanzando su próxima liberación. En unos instantes, el interior de
Sarah se ciñó alrededor del miembro de Marcus en medio de
estremecimientos. Santo Dios, notar el canal de Sarah contrayéndose alrededor
de su miembro fue demasiado para Marcus. Solo le hicieron falta un par de
empujones para seguirla. Con un gutural gruñido, alcanzó su propia liberación.
Se abrazaron con sus cuerpos todavía estremeciéndose de placer.
Tras unos instantes en los que disfrutó del cálido cuerpo de Sarah bajo el
suyo, con la cabeza enterrada en el cuello femenino, Marcus rodó hacia un lado
liberándola de su peso y arrastrándola con él. Todavía bajo los efectos del
enloquecedor placer que había sentido, su mente comenzó a sopesar las
consecuencias de lo sucedido. Besó la cabeza de Sarah, acurrucada en el hueco
de su cuello, y deshizo el abrazo con suavidad. Sarah lo miró confusa.
Marcus se dirigió hacia la jofaina con agua y, tras limpiarse con un paño,
tomó otro y regresó al lecho. Sarah, aunque un poco desconcertada, siguió con
su mirada los movimientos de Marcus, al tiempo que admiraba su espléndido
cuerpo.
Cuando él apartó las sábanas, dejándola expuesta, Sarah se encogió con
pudorosa timidez.
Marcus soltó una risilla.
―¿Ahora recuerdas el decoro? ―susurró burlón―. Solo voy a limpiarte, una
pequeña cortesía hacia la dama que ha venido a mi casa dispuesta a
seducirme… y lo ha conseguido.
Sarah se ruborizó violentamente. Resultaba un poco ridículo, después de
todo lo que habían compartido, mostrarse avergonzada porque él la asease con
gentileza. Lo que él limpiaba con un paño ya había sido tocado con sus
preciosas y expertas manos.
Marcus tiró el paño hacia la chimenea en cuanto hubo finalizado. Sarah
esperó que volviese a tenderse a su lado, pero algo iba mal. Estaba demasiado
pensativo y, dubitativa, inquirió:
―¿Marcus?
Él, sentado a su lado, tomó una de sus manos y la miró especulativo.
―¿Huirías conmigo? ―preguntó inseguro.
Sarah frunció el ceño.
―Huir… ¿a dónde?, ¿Gretna?
Marcus esbozó una sonrisa torcida.
―Tal vez Gretna primero y, una vez casados, quizá el continente, o
América…
―¿De qué estás hablando? ―murmuró aturdida.
Él apretó con suavidad la mano que tenía entre las suyas, al tiempo que la
contemplaba durante unos instantes. Sarah se había sentado, tapando pudorosa
sus pechos con las sábanas, y lo miraba con una mezcla de temor e inquietud
en sus ojos. Por un momento, se embebió de su belleza: con el largo cabello
suelto y revuelto y los labios todavía hinchados era la viva imagen de la
sensualidad en una mujer.
Meneó la cabeza.
―Sarah, tu hermano no admite disculpa alguna, no voy a disparar contra él
y, después de lo que ha ocurrido, no permitiré que afrontes sola las
consecuencias, si es que las hay. ―Sarah abrió la boca para replicar, pero él le
colocó un dedo en sus labios con ternura―. Sé que es deshonroso, mi
reputación se irá al diablo y, con ella, la tuya, pero la única salida es dejar el
país. Podemos empezar en otro lugar…
―¡No! ―exclamó ella al borde de las lágrimas. No permitiría que destrozase
su carrera, por no hablar de su herencia. Era el heredero de un marqués, por
Dios―. Dijiste que confiabas en mí. No habrá duelo, Marcus, no habría venido
si hubiese… si hubiese pensado que podrías perderlo todo.
―Sarah… ―Marcus acarició su mejilla con los nudillos, confiaba en ella,
suponía que tenía algo planeado, pero no confiaba en absoluto en que lo que
fuese que hubiese pensado calmase las ansias de sangre de Camoys. Iba a
responder cuando un golpe sonó en la puerta. Mascullando maldiciones que
sonrojarían a un marinero, Marcus se puso el pantalón mientras se dirigía a
abrirla. La entreabrió apenas unas pulgadas para ver el rostro cariacontecido de
Rogers.
―¿Qué ocurre? Te dije que podías retirarte. ―Quiso saber.
―Me disponía a hacerlo, milord, pero hay un caballero que desea verlo. Dice
que es urgente, algo sobre un duelo.
―Maldita sea ―siseó―. Gracias, Rogers, bajaré en un momento.
Tras cerrar la puerta se volvió a Sarah, que observaba curiosa el intercambio.
―Deberías vestirte. Cuando la oportuna visita se haya ido, te acompañaré a tu
casa.
Sarah se levantó apresurada.
―¿Podrías ayudarme? ―solicitó vacilante mientras se ponía su camisola y
recogía el vestido.
Marcus sonrió al tiempo que se acercaba a ella para girarla de espaldas a él y
comenzar a abotonar la prenda. Cuando finalizó, besó con ternura su esbelto
cuello.
―Ya está, cervatillo.
Sarah se giró y, para sorpresa de Marcus, le echó los brazos al cuello, se puso
de puntillas y se apropió de la boca masculina. Pasado el primer momento de
estupor, Marcus correspondió al beso con todo el amor que tenía dentro de él.
Era la única manera en que podía expresarlo, hasta que Sarah decidiese…
Se separaron jadeantes, mirándose con una mezcla de anhelo y temor.
Marcus se puso la camisa, buscó sus zapatos y, tras lanzarle una tierna mirada,
salió de la habitación al encuentro del que presumía sería Callen o Darrell con
alguna noticia sobre el maldito duelo.
k Capítulo 19 l
SU sorpresa fue mayúscula cuando a quien se encontró en el vestíbulo fue a
Camoys.
Frustrado, irritado y perdida toda paciencia, espetó:
―¿Qué demonios haces aquí? No son horas y, en todo caso, quienes
deberían visitarme serían tus padrinos, maldita sea. Lárgate, Camoys, no tengo
ganas de escuchar más estupideces.
Comenzaba a girarse para regresar junto a Sarah cuando Henry habló.
―Debemos hablar, Millard, es importante.
Algo en su tono de voz lo hizo detenerse. Se giró y observó el rosto
tormentoso del hermano de Sarah. Suspirando, le hizo un gesto para que lo
siguiese a la biblioteca.
Sarah estaba intentando domar su enmarañado pelo cuando, a través de la
puerta que, sin darse cuenta, había dejado sin cerrar del todo Marcus, escuchó
las voces masculinas. A pesar de que el sonido le llegaba amortiguado, se tensó
cuando reconoció la otra.
Cogió los escarpines con una mano y, en silencio, bajó las escaleras. La
puerta de la biblioteca había quedado entreabierta, y se colocó a un lado
dispuesta a escuchar. ¿Qué querría su hermano, a esas intempestivas horas, de
Marcus?
―Lo he estado pensando ―comenzó Henry. Ni Marcus le había invitado a
sentarse ni él hizo ademán alguno de hacerlo―. En mi… ofuscación, ni
siquiera consulté con mi padre, y él… ―Henry se detuvo al ver una capa de
mujer tirada al lado de uno de los sillones. Se tensó visiblemente.
―¡Maldito bastardo! ―exclamó al tiempo que se acercaba a la prenda y la
levantaba como si fuese un trofeo―. No contento con hundir la reputación de
mi hermana, ¿traes a una amante a tu casa? ¿Ese es el afecto que le tienes a
Sarah? Debería pegarte un tiro aquí mismo…
―¡Suficiente! ―Se escuchó una fría voz femenina.
Ambos caballeros giraron la cabeza hacia el umbral de la puerta donde se
hallaba una furiosa Sarah. Marcus cerró los ojos durante un instante, desolado.
Le importaba un ardite lo que pensase Henry de él, pero que Sarah se dejase
ver…
―¡¿Sarah?! ―balbuceó Henry perplejo. Al momento lanzó una mirada
asesina a Marcus―. ¿Te has atrevido a seducirla, maldito cabrón? ―exclamó
mientras se dirigía amenazante hacia Marcus.
Sarah se apresuró a ponerse delante de Marcus.
―¡Cállate de una maldita vez! ―Dos pares de cejas se alzaron atónitas―. Él
no ha hecho absolutamente nada, por si no te has dado cuenta ―aclaró con
mordacidad―, estamos en su residencia, lo que significa que fui yo la que me
presenté aquí sin que él tuviese la menor idea.
―Sarah… ―intentó Henry.
―Espero que tu presencia aquí sea porque has recuperado el sentido y has
decidido escucharlo y olvidarte de ese estúpido duelo, pero por si no es esa tu
intención, te voy a dejar clara una cosa: no, y repito, no habrá duelo alguno. Lo
que no ocurrió en el viaje hacia Gretna, a causa de la caballerosidad de Marcus,
ha ocurrido aquí, porque yo así lo he querido, y dudo mucho que pretendas
dejar huérfano a tu posible sobrino… o sobrina.
Marcus, atónito, frunció el ceño. Pero si Sarah ni siquiera sabía si habría
consecuencias… Se pellizcó el puente de la nariz con frustración.
―Demonios, Sarah, ni siquiera me has dejado explicarme… ―intentó meter
baza Henry en la diatriba de su hermana.
―No he escuchado ninguna explicación, tan solo una sarta de insultos que
has soltado sin pararte a pensar en absoluto. Has visto la capa, has juzgado y
has sentenciado, exactamente igual que ocurrió en aquella posada. Tu
impulsividad te está jugando muy malas pasadas, Henry.
El aludido suspiró mientras se frotaba la nuca.
―Vine a decirle que el duelo se anula.
Sarah se dejó caer en uno de los sillones de la sorpresa.
―¿Q… qué?
Marcus se acercó al mueble de bebidas y sirvió un brandi para él y otro para
el azorado muchacho. Tras ofrecérselo y Henry aceptar la copa, le hizo un
gesto para que se sentase, mientras él se sentaba al lado de Sarah.
Henry tomó un sorbo de su bebida.
―Cuando padre me habló esta noche, me di cuenta de mi error. Me
precipité, no había motivo alguno para forzar un duelo, puesto que ―Lanzó
una mirada de reojo hacia Marcus― Millard tenía intención de casarse contigo,
estáis prometidos y las amonestaciones han sido publicadas. ―Ahora fue Sarah
quien lo miró de reojo. Marcus comenzaba a sentirse como un pez en una
pecera ante los dos hermanos―. Y entiendo que la muerte de la condesa fue
de lo más inoportuna para los planes que teníais. Y desde luego, no os culpo
por hacer caso omiso del período de luto.
Sarah dio tal brinco al levantarse que casi tira la copa de Marcus. Se acercó a
su hermano mientras este se levantaba a su vez, y lo abrazó con fuerza. Con
una radiante sonrisa, murmuró.
―Sabía que recapacitarías, Henry.
Su hermano rio entre dientes.
―¿Por eso quisiste cerciorarte acudiendo en mitad de la noche a su casa?
Sarah acarició la mejilla de su hermano.
―No podía esperar, Henry. Tenía la esperanza de que recapacitaras, pero…
lo amo, y él se iba a dejar matar, no tenía intención alguna de disparar su arma
contra ti ―susurró angustiada.
Henry miró a Marcus por encima de la cabeza de su hermana. Este los
observaba con expresión indescifrable. Soltó a Sarah con suavidad y se acercó
a Marcus. Este se tensó, que no estuviese dispuesto a pegarle un tiro no
significaba que fuese a tolerar un puñetazo. Sin embargo, Henry extendió su
mano. Marcus, tras un instante de duda, la estrechó―. Mis disculpas, Millard,
me he comportado como…
―¿Un imberbe cachorro arrogante? ―ofreció con sorna Marcus.
Henry enarcó una ceja, pero al tiempo que esbozaba una torcida sonrisa,
asintió.
―Podría decirse que sí ―admitió―. ¿Continuaría resultando arrogante si
insisto en que deberíamos retirarnos? ―ofreció mirando a Sarah―. Millard,
¿aceptaría cenar en Clarke House? Me temo que mi padre y usted tienen
bastante de que hablar.
Marcus asintió con la cabeza.
―Estaré encantado. ¿Ha traído carruaje? ―cuando Henry asintió, Marcus
indicó―: Diríjalo a la puerta de servicio, yo acompañaré a Sarah hacia allí.
Henry se disponía a salir cuando se escuchó abrirse la puerta principal y la
voz de un hombre que interrogaba al mayordomo.
―¿Dónde está? Si duerme, que se levante, Rogers, quiero verlo de
inmediato.
Marcus gimió. Por Dios ¿es que todo el mundo había elegido la misma
noche para acudir a su residencia? Tal vez debiera comenzar a ofrecer
alojamiento.
Rogers debió de indicarle algo al nuevo visitante que no escucharon porque,
en un instante, la poderosa figura del marqués de Warrington se recortó en el
umbral.
―¡Aquí estás…! Mis disculpas, milady ―ofreció cuando reparó en Sarah
que, algo inquieta, se había mantenido cerca de Marcus. El marqués miró a su
hijo mientras alzaba una ceja.
―Papá, permíteme, lady Sarah Clarke; Sarah, mi padre, lord Warrington.
Sarah hizo una reverencia mientras el marqués se acercaba a ella
extendiendo una mano para ayudarla a alzarse.
―Un placer conocerla, milady. Es usted aún más hermosa de lo que mi hijo
me detalló en su carta.
Sarah se sonrojó violentamente.
―Gracias, Señoría, el placer es mío.
Marcus rodó los ojos mientras señalaba a Henry.
―El vizconde Camoys, hermano de…
―¡Usted! ―espetó el marqués dirigiendo una hostil mirada a Henry, que se
ruborizó muy a su pesar―. ¿Usted es el imprudente jovencito que se ha
atrevido a retar a mi hijo? Permítame decirle, muchacho, que no habrá duelo
alguno, su padre, que espero tenga más sentido común que usted, y yo
solucionaremos este entuerto…
―Papá… ―intentó interrumpir Marcus a su indignado padre. Al ver que el
hombre intentaba continuar con su sermón hacia Henry, insistió―: ¡¡Papá!!
El marqués lo miró frunciendo el ceño.
―No habrá ningún duelo, Camoys ha venido a decírmelo ―aclaró Marcus.
Warrington giró su rostro hacia Henry, que esperaba tenso.
―Oh, menos mal que ha encontrado el sentido común que había olvidado a
saber dónde, jovencito ―espetó con sarcasmo.
Marcus disimuló una sonrisa. Dudaba que a Henry le agradase que su padre
se refiriese a él como jovencito, pero estaba ante un marqués y debía hacer gala
de sus buenos modales. Además de que se lo merecía, qué demonios. El chico
debía madurar y controlar su impulsividad. Aunque él tampoco es que se
hubiera detenido a pensar mucho cuando se llevó a Sarah pero, al menos, no
había puesto en peligro la vida de nadie.
―Papá, si me permites, acompañaré a lady Sarah al carruaje.
―Por supuesto. Milady, ha sido un verdadero placer conocerla ―repitió el
marqués.
Mientras Sarah hacía una reverencia, Warrington se giró hacia Henry.
―Lord Camoys, celebro que haya entrado en razón.
Henry se inclinó.
―Señoría.
Mientras Henry se dirigía hacia la puerta a paso veloz, Marcus tomó de la
mano a Sarah para guiarla hacia la salida de servicio. A esas horas ni el
personal se había levantado para comenzar sus tareas.
Cuando llegaron a la puerta, antes de que Marcus pudiese abrirla, Sarah se
giró hacia él.
―Por supuesto, la invitación se extiende a tu padre.
Marcus suspiró.
―No garantizo su presencia, debió de haber viajado toda la noche y
necesitará descansar. Además, preferiría hablar con tu padre a solas.
Sarah soltó una risilla. El marqués era todo un carácter, y se temía que si
acudía a la cena, Henry preferiría cenar con el mismísimo Lucifer.
Marcus acunó el rostro de Sarah entre sus manos.
―Te veré esta noche, cervatillo ―musitó sobre su boca. Sarah sonrió al
tiempo que Marcus la besaba con ternura―. Vete ya ―musitó mientras la
soltaba renuente.
r
Regresó a la biblioteca resignado a la conversación que le esperaba con su
padre. Había demasiadas cosas que el marqués no sabía sobre su… vida en
Londres. Mientras caminaba hacia la habitación, se cruzó con Rogers. El pobre
hombre se había pasado la noche en vela de arriba abajo, abriendo puertas y
recibiendo inesperadas visitas.
―Rogers, en cuanto el desayuno esté preparado, retírate a descansar. Su
Señoría se retirará también y yo pasaré el día fuera.
―Milord, no creo que deba…
―Debes, Rogers ―replicó Marcus―. Al menos durante unas horas hasta que
mi padre haya descansado y el valet del marqués sea avisado para prepararlo
―añadió con sorna―. No creo que tengamos más visitas, todas han acudido
durante esta maldita noche.
Al ver el semblante reacio del mayordomo, Marcus añadió:
―Es una orden, Rogers.
El hombre inclinó la cabeza.
―Milord.
En verdad, en todo el tiempo que llevaba al servicio del vizconde, esta era la
primera vez que había tenido una noche tan ajetreada, para el caso, ni siquiera
un día.
Marcus se sentó en uno de los sillones frente a su padre.
―El desayuno estará preparado en un rato ―informó mientras, cansado, se
pellizcaba el puente de la nariz.
Warrington lo escrutó con atención.
―¿Y bien? Sería interesante que te explayaras un poco más en tus
explicaciones de lo que escribiste en tu misiva. Me gustaría, si no es mucho
pedir ―añadió sarcástico―, que me explicaras al detalle todo lo sucedido.
Marcus suspiró y comenzó a relatarle a su padre lo acaecido desde el
momento en que se descubrió el cuerpo de Eleanor.
Warrington lo escuchó atentamente. Meneó la cabeza con resignación al
escuchar el triste fin de la antigua Eleanor Clifford. Absorto en el relato de su
hijo, no se percató de lo que subyacía debajo hasta que, en un momento dado,
frunció el ceño.
―¡¿Scotland Yard?! ¡¿Trabajas como policía?! ―espetó atónito.
―Soy inspector, papá ―replicó Marcus rodando los ojos―. No es como si
patrullara por el East End mediando en las peleas de borrachos.
―¡¿Y por qué demonios no me lo habías dicho?! ¿No tuviste tiempo entre
investigación e investigación de enviarme una carta poniéndome al corriente
de tus… actividades? Por el amor de Dios, Marcus, llevas… ¿cuántos, seis,
siete años…?
―Casi nueve ―repuso Marcus.
El marqués hizo un gesto desdeñoso con la mano.
―Los que sean, y además ¡empezaste de runner! ―El marqués no sabía si
sentirse mortificado de que su heredero trabajase u orgulloso de que lo
hiciese―. Por todos los demonios, pudieron herirte, incluso matarte, ¿cuándo
pensabas decírmelo? ¿O me lo dirían tus compañeros el día de tu entierro?
―Por Dios, papá, no me ha ocurrido nada… ―Marcus, en ese momento, se
dio cuenta de lo que pasaba por la mente de su padre. Dejando a un lado que
sabía que Warrington, con todo su fuerte carácter, adoraba a su hijo, el futuro
del marquesado dependía de él, tenía responsabilidades que había obviado
descansado en que su padre, joven aún, no necesitaba ayuda alguna en la
gestión de las tierras.
―Lo siento, debí hablar contigo cuando tomé la decisión de incorporarme a
los runners ―murmuró mortificado―. Lo mínimo que te debía era una
explicación por mi parte.
Warrington suspiró mientras meneaba la cabeza. Durante un instante el
corazón se le había detenido al pensar en que a su hijo le hubiese podido pasar
algo y, mientras, él vivía tranquilo ignorando sus actividades. Decidió dejarlo
pasar. El pasado era eso, pasado.
―¿Seguirás con tu trabajo una vez te cases? ―inquirió con interés.
―Me gustaría. ―Marcus miró a su padre con un brillo de ilusión en los
ojos―. Me encanta lo que hago, pero dependerá de la opinión de Sarah.
―¿Tanto la amas?
―No soportaría pensar que ella sufre por mí en casa mientras yo hago mi
trabajo. Además, nadie en la alta sabe a lo que me dedico. Sarratt y yo lo
decidimos así para poder investigar entre ellos con tranquilidad, sin levantar
sospechas. Para todos ellos soy un libertino al que le gustan los lujos y la buena
vida.
Warrington enarcó una ceja.
―¿Y se lo han creído?
Marcus soltó una carcajada.
―Sabes que en nuestros círculos solo se repara en el exterior, nadie
profundiza. ―Su mirada se perdió sobre el hombro de su padre, recordando el
disfraz de Sarah y el mote que le habían endilgado.
Decidió cambiar de tema.
―¿Estarás descansado para acudir a cenar a Clarke House?
―¿Por quién me tomas? ―exclamó Warrington indignado―. Todavía no
estoy con un pie en la tumba.
Marcus sonrió.
―Pero, por favor, deja en paz a Camoys. El muchacho se ha dado cuenta de
que su imprudencia causaría más mal que bien, y me temo que ya se siente
bastante mortificado.
―Me importa un ardite ―masculló el marqués―, no voy a preocuparme por
los sentimientos de un cachorro imprudente que apenas ha dado cinco pasos
fuera de la guardería. Se sobra y basta él para preocuparse por su infantil
orgullo herido. No le importó causarle dolor a su hermana, haber podido dejar
a su padre sin heredero; aunque, o mucho me equivoco, o eso no habría
sucedido. ―Miró a Marcus especulativo―. Dudo que dispararas contra él, antes
te dejarías matar que segar la vida del hermano de tu amada.
Marcus no contestó.
―Con lo cual ―prosiguió Warrington―, quien estaría llorando tu pérdida y
sin heredero sería yo. Así que ese jovencito no se morirá por escuchar un buen
rapapolvo. Aunque lo que en verdad merecería sería poner su trasero al rojo
vivo.
Marcus ahogó una carcajada.
―Me temo que ya se lo has dejado bien claro, así que, si no te importa,
disfrutemos de la cena. Como has dicho, lo pasado, pasado está. El chico
cometió un error. ―Al ver las cejas enarcadas de su padre, añadió―: Grave,
por supuesto, que pudo costarnos muy caro a todos, pero ha recapacitado; y si
vamos a ser justos, yo no me distinguí precisamente por mi… capacidad reflexiva
al llevarme a Sarah a Gretna.
El marqués ladeó la cabeza.
―Eso también es cierto, no fuiste precisamente muy prudente.
En ese momento, Rogers apareció anunciando que el desayuno estaba
dispuesto. Ambos hombres se dirigieron al comedor. Mientras su padre
descansaba, Marcus decidió ir al club. Tenía que comunicarles a sus amigos el
cambio de opinión de Camoys.
k Capítulo 20 l
―¿Y cuando le sobrevino esa epifanía? ―exclamó suspicaz Callen―. ¿Tuvo un
sueño revelador y decidió dejar su lecho en mitad de la noche e ir a tu casa y
admitir tus disculpas? ―inquirió con mordacidad.
Darrell soltó una risilla. Marcus les había enviado sendas notas citándolos en
el club.
―Qué importa, el caso es que el chico recuperó el sentido… a tiempo
―murmuró.
Marcus les había explicado la visita de Camoys y la llegada del marqués a
Londres, pero se había callado lo referente a la presencia de Sarah en su casa.
No era asunto de ellos, y desde luego, aunque sabía que podía confiar en la
discreción de los cinco, no hablaría de Sarah y sus peculiares planes para evitar el
duelo.
―Me hubiera gustado ver la cara de ese cachorro arrogante soportando con
estoicismo el rapapolvo de Warrington ―repuso Gabriel con un tono jocoso.
Marcus soltó una risilla entre dientes.
―Hasta a mí me dio lástima ―murmuró―. Ruego porque se haya quedado
satisfecho y no le suelte más pullas durante la cena.
―¿Cena? ―intervino Kenneth enarcando las cejas―. ¿Hasta te ha invitado a
cenar? ―Miró a Marcus con suspicacia para añadir―: ¿Estás seguro de que
quien te visitó era Camoys?
Mientras Marcus rodaba los ojos resignado, Justin murmuró socarrón:
―Lo averiguará esta noche si no es bien recibido en Clarke House.
Callen soltó una carcajada.
―Debiste comprobar que el chico no estaba borracho. Lo mismo ni se
acuerda de que te visitó y te pega un tiro en el vestíbulo en cuanto aparezcas.
―Por Dios, Callen, el muchacho venía de su casa ―repuso Marcus.
―Supongo que en Clarke House habrá bebidas, digo yo ―murmuró Callen
mientras se encogía de hombros.
―No estaba borracho. Incómodo y avergonzado, tal vez ―aclaró Marcus al
tiempo que meneaba la cabeza desconcertado―. Además, ¿por qué demonios
estoy siguiendo tus absurdos comentarios?
―¿Porque no son tan absurdos? ―ofreció Callen socarrón.
―El caso es que has sido invitado a cenar ―intervino Justin dispuesto a
frenar las divagaciones del escocés―. ¿Cómo resolverás la cuestión de la boda?
A ella le quedan todavía meses de luto.
―Si su padre acepta, ―Marcus no tenía intención de tolerar que Henry
volviese a inmiscuirse. El jefe de la familia era el conde de Clarke, él sería el
que decidiese―, podríamos casarnos en la intimidad en Surrey . Las
amonestaciones han sido publicadas, no tengo idea de si eso será suficiente
para poder casarnos en Clarke Hall, o solo son válidas para realizar la
ceremonia en la iglesia donde fueron publicadas. ―Miró al grupo, que se
miraron unos a otros confusos. Ninguno de ellos había tenido una boda
convencional―. De todas maneras, conseguiré una licencia especial. Para
cuando regresemos a Londres, la alta habrá olvidado en qué momento se
celebró la boda, tendrán otras víctimas en las que centrarse.
―Deberías descansar un poco, tu aspecto es lamentable ―intervino Darrell
con un brillo socarrón en los ojos―. Aún recuerdo cuando renegabas de
presentarte ante Frances ojeroso tras una noche de juerga, deberías tener la
misma cortesía hacia tu verdadera prometida.
Marcus alzó el rostro hacia el techo con hastío.
―Por el amor de Dios, aquello solo fue una maldita farsa ―exclamó al
tiempo que miraba a su amigo y jefe con recelo―. No estarás todavía resentido
por aquello… ¿no?
La carcajada de Darrell, a la que se sumaron los otros, le dejó bien claro que
no había resquemor alguno.
r
Tras unas horas de reparador sueño, Marcus, elegantemente vestido, se
reunió con su padre en el vestíbulo para dirigirse hacia Clarke House.
Nervioso, esperó a que el mayordomo les anunciase. Cuando los hicieron
pasar a una sala donde esperaban el conde y su hijo, Marcus hizo las
presentaciones, observando por el rabillo del ojo la actitud del marqués con
Camoys. Warrington saludó al joven con cortesía y sin ningún tipo de
resentimiento, lo que, observó Marcus, hizo que el vizconde relajase la tensión
con la que esperaba el saludo.
―Sarah bajará en seguida ―advirtió Clarke―. Mientras la esperamos, ¿les
apetecería un oporto?
Marcus y su padre asintieron y Camoys se dirigió hacia el mueble de las
bebidas. Tras servir las copas y repartirlas, los caballeros se enfrascaron en una
conversación sobre parlamento, leyes y demás, que a Marcus le importaban un
ardite. No cesaba de mirar hacia la puerta esperando la llegada de Sarah.
Clarke, viendo el nerviosismo del vizconde, ofreció solícito.
―Si lo desea, puede recibirla al pie de la escalera, Millard. Estará a nuestra
vista, en aras del debido decoro.
Mientras Millard asentía con la cabeza en señal de gratitud, dejando su copa
en una mesita, y se dirigía a toda velocidad al vestíbulo, Camoys miró a su
padre frunciendo el ceño, que relajó de inmediato al contemplar la alzada ceja
de Warrington en su dirección.
Marcus, nervioso, paseaba delante del último escalón a la espera de Sarah.
La noche pasada, a pesar de todos los sentimientos encontrados que tenía en
cuanto a la aparición de ella en su casa, el temor por el posible duelo y la
búsqueda de soluciones, habría deseado tener más tiempo con ella. Se merecía
conocer sus verdaderos sentimientos, y ahora que no había peligro alguno, no
podía esperar más.
Por fin, ella apareció. Marcus jadeó al verla al final de la escalera. Se habían
acabado los recatados vestidos: lucía un precioso y escotado vestido malva que
hacía destacar su cremosa piel y su hermoso cabello rubio. Sonrió
interiormente, bien por Sarah, su madre no se merecía que ella respetase un
duelo riguroso.
Sarah comenzó a bajar las escaleras con el corazón latiendo furioso. Marcus
estaba devastador en su ropa de noche. Lo había visto cientos de veces en ropa
formal, pero esta noche le parecía especialmente atractivo. Le dedicó una
radiante sonrisa, mientras él avanzaba un escalón para extenderle la mano.
Sarah se ruborizó al sentir el contacto de Marcus, recordando cómo esa
preciosa mano… y la otra habían recorrido su cuerpo la noche anterior.
―Estás… preciosa ―declaró Marcus mientras tomaba sus dos manos.
―Gracias, tú también. ―Sonrió Sarah, que frunció el ceño―. Bueno, quiero
decir que te ves… atractivo ―explicó azorada.
Marcus sonrió mientras le guiñaba un ojo, al tiempo que una de sus manos
hacía una maniobra extraña en la mano izquierda de Sarah. Ella bajó la mirada
para ver cómo él introducía en su dedo anular el exquisito anillo de
compromiso que le había devuelto.
―Esto te pertenece ―musitó Marcus.
Sarah, tras admirar la joya en su dedo, alzó su mirada hacia él.
―Marcus…
Él besó con ternura las manos de Sarah, que mantenía cogidas, y tras
soltarlas acunó con las suyas el rostro femenino.
―Sé que no es el momento, pero no puedo aguantar más, cervatillo
―susurró cerca de sus labios sin importarle si los veían o no desde la sala―. Te
amo con todo mi corazón, Sarah.
Ella aferró las manos que sostenían su rostro mientras una solitaria lágrima
rodaba por su mejilla, sentía que las rodillas le fallaban. Lo había dicho, poco
importaba que fuese al pie de las escaleras de su casa con tres caballeros
observando. Marcus la amaba. Sin importarle en absoluto los espectadores, se
puso de puntillas y besó con suavidad los labios masculinos.
―Tenía tanto miedo… ―susurró, su aliento mezclándose con el de él.
―Cariño, creo que te he amado desde que me ordenaste que no volviese a
bailar contigo ―murmuró Marcus.
Un carraspeo los interrumpió. Se separaron renuentes, mientras él musitaba,
al tiempo que le guiñaba un ojo:
―La conversación no ha acabado, mi precioso cervatillo.
r
La cena transcurrió en un ambiente cordial. Warrington y Clarke se habían
agradado mutuamente y Camoys se había tranquilizado al comprobar que no
era objetivo de las pullas del marqués.
Cuando llegaron a los postres, Clarke se dirigió a Marcus.
―Creo que deberíamos pasar a mi despacho, hay asuntos que debemos
discutir.
Marcus miró de soslayo a su padre, que lo observaba con una media sonrisa.
―Si no le importa, milord, no hay nada que no podamos discutir delante de
nuestras familias.
Clarke miró a Sarah. No le acababa de parecer adecuado que una dama
participase de la conversación, sin embargo, adivinando lo que pasaba por la
mente del conde, Marcus posó su mano sobre la de Sarah.
―Mi prometida tendrá su propia opinión y deseo escucharla, al fin y al cabo,
lo que se hable le concierne tanto a ella como a mí.
Sarah lo miró agradecida. Cada vez estaba más enamorada de ese hombre
que se preocupaba de lo que ella opinase, después de tantos años de ser
ignorada.
―Aunque las amonestaciones hayan sido publicadas ―comenzó el conde―,
me temo que el período de luto exige que se guarden las formas. La boda
podría celebrarse…
―En una semana ―interrumpió Marcus―. No hay motivo alguno para
esperar más. Podemos celebrarla con toda discreción en la intimidad de su
residencia de Surrey o incluso, si lo prefieren, en la nuestra de Norfolk.
Clarke frunció el ceño.
―¿A qué viene tanta prisa? ¿Hay algo que deba saber? ―preguntó mirando
alternativamente a su hija y a Marcus.
Camoys intervino.
―Padre, lo que dice lord Millard tiene sentido. ―Warrington, expectante,
giró su rostro hacia el muchacho. Mientras notaba que el calor subía por su
cuello, Henry continuó―: Hubiesen estado casados ya si no fuese por… Y me
atrevería a decir que nadie en esta casa ha derramado una sola lágrima por ella.
―Todos sabían a quién se refería―. No merece que Sarah, que ha sido la
persona a la que más daño ha hecho, guarde un respeto con un luto a todas
luces hipócrita. Si la ceremonia se realiza en Clarke Hall, discretamente, no
habrá rumor alguno, puesto que toda la alta estará ya en sus residencias del
campo, y cuando regresen… Bueno, alguna otra cosa atraerá su atención.
El conde miró a su hija.
―¿Estás de acuerdo? A mí tampoco me agrada que la única sobre la que
recaiga la obligación de guardar luto y privarse de ciertas cosas seas tú. Los
caballeros tenemos más libertades, incluso siguiendo el mismo duelo.
―Estoy de acuerdo con Marcus ―asintió Sarah al tiempo que miraba con
amor a su prometido―. Además, me gustaría que mis amigas me
acompañasen. ¿Lo harían? ―inquirió observando a Marcus inquieta.
Él apretó su mano.
―Por supuesto, lo harán encantadas. Es más, creo que se ofenderían si no se
lo ofrecieses. ―Marcus se giró hacia el conde―. Creo que todo está resuelto,
me ocuparé de conseguir una licencia especial por si las amonestaciones no
son suficientes, y en cuanto a los acuerdos nupciales, podemos reunirnos con
los abogados en la mañana.
Warrington miró orgulloso a Marcus. Habían pasado años, pero siempre
tuvo el temor de que su hijo tuviese reservas para enamorarse a causa de la
lamentablemente difunta vizcondesa Eresby. Y, de hecho, las tuvo, si no, no
habría liado tanto las cosas con Sarah, pero por fin se había dado cuenta de
que una cosa era un enamoramiento juvenil y otra muy diferente amar a una
mujer. Y Marcus amaba a esa dama.
Sarah se levantó de repente, provocando que los caballeros lo hiciesen a su
vez.
―Ya que todo está hablado, me gustaría dar un paseo por los jardines con
mi prometido. ―Miró a Henry―. Solos. No necesitamos chaperón alguno.
Marcus la miró divertido. Caramba con su cervatillo.
―Papá, por favor, haz los honores y ofrece una copa a tu invitado ―casi
ordenó ella, al tiempo que tomaba la mano de Marcus y lo arrastraba hacia la
puerta.
Sarah había creído las palabras de Marcus cuando afirmó que la amaba, sin
embargo, una pequeña parte de su mente dudaba si su declaración se debía a lo
ocurrido entre ellos la noche pasada. Esperaba que sus dudas fuesen producto
de su inseguridad, no a causa de que él creyese que se lo debía.
Se alejaron de la casa hasta llegar a una zona de los jardines oculta a la vista
de la mansión, donde había un pequeño cenador. Sarah se detuvo
bruscamente, haciendo que Marcus casi tropezase. Se giró hacia él mirándolo
con ojos expectantes.
―Repítelo ―murmuró sin apartar la mirada de los azules ojos que la
observaban confusos.
Marcus echó la cabeza hacia atrás con desconcierto mientras fruncía el ceño.
―Que repita… ¿el qué?
Sarah enarcó una ceja mientras él sonreía al ver su gesto autoritario.
―Santo Dios, he creado un monstruo ―murmuró divertido, al tiempo que la
enlazaba por la cintura cruzando sus manos tras ella.
―¿A qué te refieres exactamente, a que el anillo te pertenece, o…? ―intentó
aplacar su nerviosismo bromeando.
―Exactamente, al… o… ―replicó ella.
Él la apretó más contra su cuerpo.
―Lo dije con todo mi corazón, Sarah. No pude decírtelo anoche cuando
todavía no sabía cuál iba a ser mi futuro. Preferí dejar que continuases
dudando de mis sentimientos antes de revelártelos…, te sería más fácil seguir
adelante si creías que no te amaba. ―Marcus ladeó la cabeza para escrutar su
rostro alzado hacia él―. No tiene nada que ver lo que sucedió la noche pasada
con mi confesión de hoy. Mi intención era aprovechar el viaje a Gretna para
demostrarte que me había enamorado de ti. Te amo, Sarah, lo que siento por ti
no es un ingenuo enamoramiento juvenil, quiero pasar el resto de mi vida
contigo, quiero hijos, quiero compartir mi trabajo… ―De repente, Marcus
vaciló. Demonios, estaba expresando lo que él quería, pero ¿y si ella no…?―.
A menos que tú…
La sonrisa que le dirigió Sarah alejó todas sus dudas.
―Yo te confesé mi amor hace tiempo. Cuando las damas me revelaron que
lo de la biblioteca había sido una trampa planeada por ti, no negaré que tuve
sentimientos encontrados: por un lado, pensaba que no tenías necesidad
alguna de ponerme, ponernos, en esa situación si no sentías nada por mí pero,
por otro lado, temí que todo fuese por protegerme de… de las maniobras de la
condesa. No sabía qué pensar, y decidí no arriesgarme.
―Y romperme el corazón ―interrumpió Marcus. La expresión de Sarah
cambió a una de alarmada sorpresa.
―Yo… ―balbuceó azorada―. No esperaba que tu corazón estuviese en
riesgo.
Marcus soltó una risilla.
―Lo sé, mi cervatillo. Pero en ese momento… ―Pensativo, frunció el
ceño―. La verdad es que nunca creí que el corazón pudiese doler ―murmuró
extrañado―, pero en esos momentos, cuando no me permitiste explicarte lo
que sentía por ti, conocí el significado de un corazón roto, que tanto cantan los
poetas.
―¿Te rompí el corazón? ―El tono de Sarah era una mezcla de abatimiento y
satisfacción femenina.
Marcus enarcó una ceja.
―Pues sí ―musitó con fingida molestia―, aunque tenía intención de que lo
reparases, no tenía idea de cómo, pero conseguiría que, ya que me lo habías
roto, tuvieses la gentileza de recomponerlo.
Sarah soltó una carcajada.
―¿En Gretna?
―O en Irlanda, me era completamente indiferente ―musitó Marcus
mientras una de sus manos ascendía hasta atrapar la nuca de Sarah. Bajó la
cabeza para susurrar sobre sus labios―: Continuaremos la cháchara en otro
momento, ahora estoy loco por besarte.
Y la besó con todo el amor que, por fin, era libre de expresar. Sarah enlazó
los brazos alrededor de su cuello, y cuando el beso amenazaba con ser el
principio de algo más, ya que Marcus comenzaba a tener morbosos
pensamientos sobre Sarah y el cercano cenador, rompió el beso. Sarah lo miró
confusa.
―Cariño, debemos volver, no tengo intención alguna de que Camoys desate
de nuevo sus instintos sanguinarios, y si continuamos… Bueno, es joven pero
no idiota, y se dará cuenta de que no nos hemos limitado a hablar.
Sarah soltó una risilla mientras Marcus la tomaba por la cintura para regresar
a la casa.
r
Al día siguiente, las cinco amigas recibieron en sus residencias sendas
invitaciones de Sarah para tomar el té. Deseaba hacerlas partícipes de su
felicidad y pedirles que asistiesen a la boda.
―¿Fuiste a su casa en mitad de la noche? ―inquirió Lilith perpleja.
Sus amigas la miraron con los ojos abiertos como platos. De todas ellas, ¿era
Lilith la más escandalizada? ¿Lilith? ¿La que se había ofrecido como amante de
Justin?
Al ver los rostros estupefactos de sus amigas, Lilith carraspeó incómoda.
―Quiero decir que me sorprende en ella, no el hecho en sí ―intentó
justificarse.
―Algo tenía que hacer para detener ese estúpido duelo ―repuso Sarah―, y
si podía hacer dudar a Henry sobre las consecuencias de pasar la noche con
Marcus, no se atrevería a dejar a su sobrino huérfano.
―¿Qué sobrino? ―preguntó confusa Frances, que parecía tener su mente en
otras cuestiones.
Shelby la miró como si hubiese escapado de Bedlam.
―Cuando un hombre y una mujer comparten cama, suele, no siempre,
haber consecuencias a los nueve meses ―explicó pacientemente, como si su
amiga acabase de salir de la guardería.
Frances hizo una mueca burlona.
―Estaba despistada, eso es todo. Sé perfectamente las consecuencias de…
Eso no importa ahora.
―¡¿Ah, no?! ―Quiso saber Celia.
―No. Sarah es ahora una de las nuestras, y me preguntaba… ¿deberíamos
llevarla a comprar su traje de novia? ―Tanteó con un brillo pícaro en los ojos.
―Por supuesto. ―Jenna sonrió socarrona―. Marcus no tiene idea de…
Bueno, la única creación que vio fue el día de la mascarada del Revenge, pero
solamente pudo admirarlo. Será una encantadora sorpresa, y pasará a formar
parte de los caballeros adictos al taller de madame Durand.
Las carcajadas de sus amigas hicieron sonrojar a Sarah.
―Pero… bueno, yo pensaba acudir a mi modista habitual, y ¿qué es eso de
los caballeros adictos a un taller de modista?
―Ni se te ocurra ―zanjó Frances―, será nuestro regalo. Además, te lo debo;
bueno, Lilith y yo te lo debemos. Y con respecto a los caballeros, lo sabrás a su
debido tiempo ―comentó pícaramente.
Mientras Lilith sonreía como gato que se comió la crema, Sarah frunció el
ceño mientras miraba a las dos damas alternativamente.
―No me debéis nada en absoluto, al contrario.
Lilith miró de soslayo a Frances.
―Me temo que Frances y yo, de alguna manera, sí te debemos mucho.
Frances intervino.
―Verás, cuando Lilith rechazó a Justin, se me ocurrió hacerla volver a
Londres con un pequeño, muy pequeño, para ser exactos, engaño. ―Sarah
entrecerró los ojos con recelo―. Le dije que Justin estaba considerando
ofrecerse por ti, para provocar sus celos.
Sarah adelantó la cabeza con incredulidad al tiempo que abría los ojos como
platos.
―¿Craddock ofrecerse por mí, por lady sosa Sarah? Por Dios, eso no se lo
creería ni un crío de seis años.
―Pues yo me lo creí ―repuso Lilith mortificada. Su voz estaba casi anulada
por las carcajadas de las demás.
Sarah se ruborizó.
―Bueno, tal vez una enamorada celosa… no se parase a pensar mucho. ―Al
escucharse a sí misma no pudo evitar soltar una carcajada―. ¿De verdad
estabas celosa de lady sosa Sarah? ―inquirió entre risas.
Lilith alzó la nariz con ofendida arrogancia.
―Bueno, podrías parecer sosa, pero eres muy hermosa ―intentó justificarse.
Frances hizo un gesto con la mano mientras intentaba dejar de reír.
―Eso no tiene más importancia, el caso es que debemos llevarla al taller de
madame Durand. Ardo en deseos de contárselo a Darrell.
Sarah estaba estupefacta.
―¿Vas a contarle a tu marido sobre mi traje de novia?
Shelby intervino. O le explicaban la privada broma, o a Sarah le daría una
apoplejía.
―Nuestros trajes de novia comenzaron con el traje de la celebración de la
boda de Jenna, y a partir de ahí todas acudimos a madame Durand para que nos
vistiese ese día… y para ocasiones especiales ―agregó con una sonrisa
cómplice hacia las otras―. Ya se ha convertido en una broma, privada, por
supuesto, entre nuestros maridos, burlarse del siguiente que se casa, que no
tiene ni idea de cómo son las creaciones de la modista. De ahí el contárselo a
Darrell, disfrutará de lo lindo burlándose de Marcus, y este sin tener idea de
qué habla.
―Ni yo tampoco ―susurró Sarah confusa.
―En la mañana lo averiguarás ―ofreció Jenna.
r
Pero Sarah no averiguó nada, madame Durand se limitó, como siempre, a
medirla y estudiarla, y Sarah salió del taller más confusa de lo que había
entrado, entre las sonrisas satisfechas de sus amigas. Dos vestidos serían
llevados por Frances a Surrey para la celebración del enlace, uno de novia y
otro de noche, ante la estupefacción de Sarah. No tenía mucha experiencia en
bodas, para el caso ninguna, pero suponía que la novia tendría algo que decir
con respecto a su traje, y tanto secretismo… Miró a sus amigas sonriendo,
confiaba absolutamente en ellas.
k Capítulo 21 l
―¡¿HAS conseguido evitar un duelo y celebrar una boda durante el período de
luto de la novia?! ¡¿Y todo en la misma noche?! ―Michael estaba estupefacto.
―En realidad, yo no evité nada ―repuso Marcus―. Camoys se avino a
razones y, en cuanto a la boda, se decidió al día siguiente.
Michael hizo un gesto displicente con la mano.
―Como sea, seréis la comidilla de todos los círculos de la alta ―advirtió con
indiferencia.
―No necesariamente, nos casaremos con toda discreción en Surrey y nos
marcharemos a Norfolk hasta el final del verano o el comienzo de la próxima
temporada, lo que Sarah prefiera. Para cuando regresemos, estarán enfrascados
en otro escándalo. Por cierto… ―añadió receloso. A saber cómo reaccionaría
O’Heary a sus siguientes palabras―, acudirás como mi padrino.
Michael se tensó en el sillón en el que estaba arrellanado en el despacho de
Marcus al tiempo que abría los ojos como platos.
―¡¿Yo?! No tengo la menor idea de bodas ni padrinos. Por el amor de Dios,
Marcus, en toda mi vida no he asistido a ninguna, no creo que sea el más
adecuado…
―Supongo que podrás estar a mi lado esperando a la novia y entregarme el
anillo cuando el vicario lo solicite… ¿O será pedirle demasiado a tu cerebro?
Michael bufó mientras mascullaba coloridas maldiciones. Malditas ganas que
tenía de confraternizar con la nobleza, aunque en parte los conociese y le
agradasen. De repente, soltó una risilla entre dientes.
Marcus frunció el ceño.
―¿Qué es tan gracioso?
―Poder ver la cara de Ridley cuando sepa que se tendrá que encargar de tu
trabajo. ―Michael nunca llamaba a Darrell por su título―. Se ha acostumbrado
muy rápido a la buena vida como superintendente.
Marcus sonrió ladino.
―Me temo que la cara que habrá que contemplar será la tuya cuando Ridley
te encargue mis trabajos.
Michael casi se atraganta con su propia saliva.
―¡Ni en broma! No pienso poner un pie en esos malditos salones, así haya
una masacre y asesinen a medio parlamento ―espetó malhumorado.
―Es tu jefe ―replicó Marcus encogiéndose de hombros―, así que no te
queda más remedio que obedecer.
Reprimió una sonrisa cuando escuchó las maldiciones en irlandés de su
amigo. Lo poco que sabían de Michael, tanto Darrell como él, es que era un
hombre culto, con buenos modales que mostraba en contadas ocasiones, y
que, si no se equivocaban, y estaban seguros de que no, pertenecía a la alta
nobleza irlandesa. Por qué no hablaba ni de su ascendencia ni de su pasado era
cosa suya, y ambos respetaban su reserva.
r
La víspera de la boda comenzaron a llegar los cinco matrimonios invitados,
Marcus y Michael viajaban con ellos. Marcus, además de querer mantener la
discreción, había tenido que resolver asuntos referentes a la ausencia de su
trabajo en Londres.
Sarah había pasado los días añorando la presencia de Marcus, envuelta en
una nube de felicidad. Por fin había podido dejar atrás su disfraz y mostrar su
verdadera personalidad. Y todo gracias a Marcus y su perspicacia. Nunca
lograría comprender cómo había visto detrás de su falsa fachada tan bien
construida, pero lo había hecho. Había sido el único que había descubierto a la
verdadera Sarah, y lo amaba por ello… y por otras razones, por supuesto,
algunas más indecorosas que otras.
Cuando, acompañada por el ama de llaves, mostró las habitaciones a sus
amigas, ninguna de ellas respondió a las preguntas que les hizo acerca del
vestido de novia. La única contestación que recibió por parte de Frances fue
que ni siquiera ella los había visto. Madame los envolvía celosamente, para que
la primera que viese el traje fuese la novia.
Dejó a sus amigas y a sus maridos instalarse y volvió a bajar, apresurada y
hecha un manojo de nervios, para recibir a Marcus, que llegaba acompañado
de su padre y de O’Heary.
Se reunió con su padre y con Henry, que ya esperaban en la puerta principal.
Henry, a su lado, le tomó una mano para apretársela con cariño. Sarah giró el
rostro hacia él. Su hermano era un buen hombre que había reaccionado con
desmesura y había cometido un error, tal vez todavía quedaba en él algún resto
de la malsana influencia de la condesa. Pero maduraría, todavía era muy joven
y sería un digno sucesor de su padre. Le sonrió afectuosa y, tras devolverle
Henry la sonrisa, ambos miraron hacia la vereda de entrada por donde ya se
aproximaban los carruajes.
Marcus saltó del que ocupaba, casi sin que se hubiese detenido del todo.
Con una amplia sonrisa, obvió a su futuros suegro y cuñado para clavar su
mirada en Sarah. Sin dejar de mirarla, saludó a Clarke y a Henry, que
observaron, el uno con una sonrisa comprensiva y el otro rodando los ojos,
cómo se acercaba a su prometida.
―Estás más hermosa, si cabe, desde la última vez que nos vimos ―susurró
inclinándose sobre su oído mientras tomaba sus manos entre las suyas.
Sarah enrojeció.
―Gracias, tú también. ―Demonios, ¿es que no iba a ser capaz de decir nada
coherente cuando él la tocaba?―. Quiero decir, que estás muy… ¿guapo?
Marcus echó la cabeza hacia atrás mientras soltaba una carcajada.
―Es muy amable por tu parte, cervatillo ―murmuró divertido ante el
sonrojo que cada vez se acentuaba más en el rostro de Sarah.
La llegada de Warrington y Michael los obligó a prestar atención a otros que
no fuesen ellos mismos.
El mayordomo condujo al marqués y a Michael a sus habitaciones, mientras
Marcus se rezagaba unos instantes con Sarah.
―Será una noche infernal sabiendo que estás a pocas puertas de distancia
―susurró, mientras el rostro de Sarah volvía a tornarse del color de las
cerezas―, pero sabré contenerme ―añadió asintiendo con la cabeza como si
intentase convencerse a sí mismo.
Sarah rio entre dientes.
―Agradezco su… contención, milord. Aunque también me agradaría que
no tuviese que contenerse en absoluto. ―Marcus enarcó las cejas ilusionado…
tal vez la noche no se presentase tan horrenda―. En fin, será preferible que
mañana amanezcamos descansados ―murmuró borrando la sonrisa ilusionada
del rostro de Marcus―, unos novios ojerosos me temo que no darían buena
imagen. ―Sarah recordaba la noche pasada con Marcus en su residencia, y
ojerosos era lo mínimo que aparecerían el día de la boda si él se acercaba a su
dormitorio.
―Vaya por Dios ―repuso Marcus―, por un momento me había hecho
ilusiones. ―Meneó pesaroso la cabeza arrancando una risa de Sarah.
r
La cena resultó distendida, incluso el semblante hosco de O’Heary acabó
relajándose gracias a las socarronas pullas de Darrell. Marcus había planeado
regresar a Londres tras el desayuno de bodas mientras su padre regresaría a
Norfolk. Tras unos días, ellos mismos se dirigirían a Warrington Hall.
Sarah decidió retirarse temprano. Se temía que pasaría una noche intranquila
y dudaba de que consiguiera dormir mucho. Intentaría no pensar en las
insinuantes palabras de Marcus o se temía que, amaneciese ojerosa o no, sería
ella la que aparecería en la puerta de la alcoba de su prometido.
r
La mañana amaneció radiante. Sarah disfrutaba de una taza de chocolate en
su habitación, tras haber tomado un baño, cuando cinco excitadas damas
irrumpieron en ella, trayendo consigo dos enormes bultos de ropa envueltos
en tela de muselina.
Poppy, que revoloteaba por la habitación eligiendo medias, guantes y
escarpines, enarcó las cejas divertida al ver la intrusión de las damas. Volvió la
mirada hacia su señora: su rostro resplandecía de alegría y sonrió con dulzura.
Al fin, lady Sarah había dejado de estar sola.
Frances y Shelby, que cargaban con los bultos, los dejaron sobre la cama con
delicadeza. Ambas se miraron y fue Shelby la que se dirigió a Sarah.
―Nosotras te ayudaremos a vestirte ―ofreció haciendo un disimulado gesto
hacia la doncella.
Sarah frunció el ceño confusa.
―Pero… Poppy siempre…
Shelby suspiró mientras se giraba hacia la doncella.
―El vestido es un diseño especial, nosotras ya hemos lucido ese diseño y
sabremos vestirla ―repuso con una sonrisa amable―. Te avisaremos cuando
llegue el momento de peinarla.
Poppy miró a su señora, que se encogió de hombros desconcertada, para
volver a dirigir su mirada hacia la duquesa.
―Por supuesto, Su Gracia.
Cuando la doncella se retiró tras hacer una reverencia, Sarah musitó sin
dirigirse a nadie en particular.
―No entiendo la razón de no permitir la presencia de Poppy…
Mientras comenzaba a quitar la muselina que cubría uno de los bultos,
Frances murmuró.
―Ahora lo entenderás. El vestido es algo especial. Solo tú debes conocer
su… peculiaridad, y por supuesto, tu marido esta noche.
Sarah cada vez estaba más desconcertada por el secretismo de las damas. Un
vestido era un vestido, ¿no? Una buena tela, un buen corte, un color adecuado,
y eso era todo. Sin embargo, no pudo evitar jadear cuando Frances descubrió
al completo la creación de madame Durand. El vestido era una maravillosa
creación color bronce: la falda estaba compuesta de varias capas de tul que
daban volumen y el cuerpo del vestido, confeccionado con encaje en el mismo
tono, tenía un amplio escote en forma corazón del que salían dos pequeñas
mangas que, simplemente, eran dos tiras que caían de los hombros. De la
cintura salían tiras de encaje superpuestas en el tul, que se estrechaban
conforme descendían hacia los pies, asemejándose a hojas de hiedra inglesa.
Jenna, ajustándose las gafas, observó:
―La verdad es que madame Durand se supera cada día. ―Las otras asintieron
satisfechas, incluida Sarah, que contemplaba maravillada la exquisita creación.
Su embelesamiento se rompió cuando escuchó la voz de Celia.
―Bien, fuera camisola ―espetó dando una palmada.
Sarah la miró perpleja.
―¿Mi camisola?
Celia rodó los ojos.
―No, la de la cocinera. Por Dios, Sarah, claro que la tuya.
―P… pero si la quito el corsé me hará marcas.
―Si llevaras corsé, por supuesto, pero no es el caso ―intervino Frances.
Sarah miró el vestido como si estuviera recubierto de hiedra venenosa.
―¿Cómo lo sujetaré? Ese escote… Por Dios Santo, acabará caído en mi
cintura. ―Aturdida, dio un paso atrás―. No creo que deba…
―Debes, vaya si debes ―intervino Jenna―, confía en nosotras.
―Y en madame Durand ―añadió Shelby jocosa, provocando risillas en las
demás.
Sarah, resignada, se quitó la camisola, quedando completamente desnuda
delante de las cinco damas. Al instante, todas ellas se pusieron en acción: la
introdujeron en el precioso vestido, abrocharon los disimulados botones y,
cuando sacaron de la caja unos preciosos escarpines en un suave tono
cremoso, Sarah volvió a inquirir aturdida.
―¿No hay medias? ―Dirigió su confusa mirada hacia Frances―. Estoy
desnuda bajo el vestido, ¿no resulta un poco indecoroso?
―Nadie lo sabe ―repuso Frances con indiferencia―, y te aseguro que el
hombre que lo sabrá esta noche estará encantado. ―Más risillas―. Y ahora,
mírate. ―Le dijo girándola hacia el espejo de cuerpo entero que había en la
habitación.
Sarah jadeó. El vestido se ceñía como un guante, y desde luego, no tenía ni
idea de cómo la modista lo había conseguido, pero no había peligro alguno de
que el escote resbalase. Sus pechos estaban perfectamente sujetos por el
cuerpo del vestido.
Asintiendo satisfecha, Celia se dirigió a la puerta para hacer pasar a la
doncella y que esta peinase a la novia. Poppy observó maravillada a su señora.
―Milady, permitidme deciros, estáis muy hermosa. Ese color es perfecto
para vuestra piel.
Sarah sonrió ruborosa mientras las otras esbozaban sendas sonrisas
satisfechas.
―Ahora, Poppy ―musitó Celia―, haz tu magia y crea un peinado que le
haga justicia al vestido.
r
En esos momentos, en la biblioteca, los caballeros bromeaban con un
nervioso Marcus.
―Procura no babear cuando la veas ―comentó Darrell.
―¿Por qué iba a babear? ―replicó algo molesto Marcus.
―Porque todos lo hicimos cuando vimos aparecer a nuestras esposas el día
de nuestras bodas ―aclaró jocoso Callen.
―Y desde ese día, no tenemos reparo alguno en gastar verdaderas fortunas
con madame Durand ―intervino Gabriel.
Mientras O’Heary enarcaba una ceja atónito, Marcus puso en palabras el
pensamiento de ambos.
―¿Visitáis un burdel? ―murmuró abriendo los ojos como platos―.
Francamente, no lo esperaba de vosotros ―repuso molesto―. Pues desde ya,
os aviso de que yo no pienso romper mis votos.
Las carcajadas de los cinco amigos hicieron que el sonrojo subiese por su
cuello mientras Michael los observaba con el ceño fruncido con recelo.
―Madame Durand es la modista de nuestras esposas, idiota ―explicó Darrell
entre risas―, y me temo que también de la tuya desde este día; en realidad,
desde esta noche.
O’Heary miró inquieto a Marcus, que lo miró a su vez receloso. El grupo de
caballeros estaba como para que lo encerrasen en Bedlam.
La conversación se interrumpió cuando el mayordomo entró para avisar de
que en unos minutos la novia haría su aparición. Acompañados de Camoys,
puesto que el conde había subido para escoltar y entregar a la novia, se
dirigieron hacia el salón donde aguardaba el vicario.
Tras saludarlo, los caballeros se colocaron en sus lugares. Al lado de Marcus,
O’Heary, y tras ellos, los seis caballeros, incluido Henry. Warrington se colocó
a un lado del grupo.
La llegada de las sonrientes damas indicó que la novia estaba a punto de
bajar. Marcus se cambiaba de pies nervioso, hasta que un codazo hizo que se
detuviese.
―Por el amor de Dios, para de moverte, van a pensar que estás lleno de
pulgas ―siseó irritado Michael.
Marcus soltó un bufido, que se convirtió en jadeo cuando vio a Sarah del
brazo de su padre recortada en el umbral.
Una cabeza se asomó sobre su hombro, haciendo que pegase un respingo.
―No, no babea ―informó a los demás Callen, que era el que se había
asomado.
―Dale tiempo ―siseó otra voz, esta vez de Darrell.
Marcus observaba a Sarah. Por Dios bendito, ya le estaba costando sangre
cerrar la boca, como para cumplir los vaticinios de los descerebrados que tenía
tras él. Esperaba no ponerse en evidencia. Sarah estaba hermosísima, el vestido
resaltaba su cuerpo como una segunda piel, sus manos, cubiertas por unos
guantes en un tono de suave crema que llegaban justo por encima del codo,
sujetaban un ramo que caía en cascada, de orquídeas y lirios. Sin joyas,
solamente unos pequeños pendientes de diamantes y su sortija de
compromiso, no necesitaba adorno alguno.
La mirada de Sarah no se apartaba del rostro de Marcus. Con una radiante
sonrisa, y ruborizada al ver la mirada admirativa de él, avanzó sin ser
consciente más que de la presencia de Marcus en la habitación.
Cuando llegó a su altura, Marcus extendió su mano y su padre, tras besarla,
la colocó sobre la mano masculina. Al notar la mano de Sarah en la suya,
Marcus recobró el sentido del habla.
―Estás… preciosa, aunque me temo que la palabra no te hace suficiente
justicia ―murmuró en su oído, bajando un poco la cabeza.
Sarah alzó el rostro hacia él, y la sonrisa llena de amor que le dirigió fue un
bálsamo para los nervios que todavía sentía Marcus.
Sin soltarse la mano, ambos se giraron hacia el vicario, que comenzó la
ceremonia. Recitaron sus votos y Marcus colocó al lado del anillo de
compromiso la sencilla alianza que le entregó Michael. Cuando fueron
declarados esposo y esposa, él enlazó con una mano la cintura de Sarah y con
la otra abarcó el mentón y cuello de su ya esposa para besarla. En ese
momento le importaba un ardite estar rodeado de la familia y los amigos, y
para su deleite, a Sarah parecía que tampoco le preocupaba demasiado, puesto
que correspondía a su beso como si estuviesen solos.
Un carraspeo conocido hizo que Marcus rompiese el beso. Tras pasar con
delicadeza su pulgar por el hinchado labio inferior de Sarah, se giró hacia el
marqués.
―Permíteme ser el primero en felicitarte, hija ―musitó Warrington, al
tiempo que besaba la mejilla de su nueva nuera.
―Señoría ―repuso Sarah.
―Por favor, te has convertido en mi hija por matrimonio ―ofreció el
marqués―, te agradecería que me llamases Anthony.
Sarah asintió sonriente y al momento se vio rodeada de sus amigas, los
esposos de sus amigas, su hermano y su padre. El último en felicitarla fue
O’Heary.
―Felicidades, milady ―repuso Michael tras besar sus nudillos. Sarah sonrió
al hermético irlandés. Sus ojos tenían una calidez inusual al mirarla, lejos de la
frialdad e indiferencia habituales.
―Gracias, señor O’Heary. ―Sin poder ni querer reprimirse, se alzó de
puntillas y besó la mejilla del hombre, la que tenía una pequeña cicatriz bajo el
pómulo. Michael, para su azoro, no pudo evitar sonrojarse. Carraspeó y, tras
asentir con una vacilante sonrisa, dio un paso atrás, al tiempo que su lugar era
ocupado por un impaciente Marcus.
―¿Nos vamos? ―susurró juguetón.
Sarah lo miró con el ceño fruncido.
―¿Irnos? Marcus, queda el desayuno de boda, no podemos ser descorteses.
―Es nuestro desayuno ―repuso él, mientras se encogía de hombros―, y si
deseamos saltárnoslo nadie va a oponerse. ―La apretó un poco más contra
él―. Por Dios, estoy loco por quitarte ese vestido ―murmuró mientras le
lanzaba a Sarah una mirada que calentó sus mejillas… y algo más.
―Marcus ―susurró azorada―, solamente serán unas horas.
―¡¿Horas?! ―graznó el vizconde―. En cuanto coloquen la tarta nos
largamos, lady Millard, y espero que estos sean compasivos con un recién
casado y coman rápido ―masculló refiriéndose a sus amigos―. Podrías hablar
con tus amigas para que los engatusen y no se extiendan mucho con la comida
―ofreció vacilante.
―¡Marcus! ―exclamó Sarah sin poder contener una risilla―. No pienso
decirles a las damas que les metan prisa a sus maridos porque el mío, bueno, el
mío…
―¿Está loco por ponerte las manos encima? ―ofreció él―. Te aseguro que
lo entenderán, cervatillo.
Sarah meneó la cabeza con resignación, al tiempo que se alejaba para
conversar con sus amigas. Marcus, al instante, fue rodeado por sus amigos.
Miró sus rostros jocosos de soslayo, mientras sus ojos no se apartaban de
Sarah.
―Tendré que daros la razón ―masculló entre dientes―, esa modista vale su
peso en oro.
―Pues todavía no has visto nada ―murmuró Callen socarrón, arrancando
risitas en los otros caballeros.
Marcus frunció el ceño con suspicacia. ¿No se estaría refiriendo al camisón
que utilizaría su esposa esa noche? Meneó la cabeza descartando tal
pensamiento. No, ni siquiera Callen era capaz de ser tan poco caballeroso
refiriéndose a algo tan privado. Lanzó una mirada recelosa a los rostros de los
cinco, que lo miraban con expresiones extrañamente satisfechas. Decidió no
preguntar, no se fiaba un pelo de las contestaciones que recibiría.
Durante el desayuno, Sarah miraba divertida, de vez en cuando, a su reciente
esposo. Marcus no cesaba de sacar el reloj de bolsillo, comprobar la hora y
suspirar con impaciencia. Si tenía que ser sincera, ella estaba tan deseosa como
él de comenzar su vida en común, así que, dispuesta a no provocar más agonía
en su desesperado marido, se giró hacia Frances, sentada a su lado.
―Creo que subiré a cambiarme ―susurró―, si posponemos más la salida,
creo que a Marcus le dará una apoplejía.
Frances abrió los ojos como platos.
―¡No! ―exclamó, atrayendo la atención de Shelby, que la miró inquisitiva e
inclinó el cuerpo hacia ellas.
Sarah dio un respingo al escuchar a su amiga.
―¿Crees que resultaría indecoroso que nos marchásemos tan pronto?
―inquirió desconcertada.
―¡¿Qué?! No, claro que no ―repuso Frances―, es lógico que estéis
impacientes por marcharos. Sarah la miró enarcando una ceja.
―Me refería a que no puedes cambiarte de ropa ―aclaró.
―Pero el vestido se arrugará ―insistió Sarah―. No está hecho para un viaje,
aunque sea uno corto.
Frances lanzó una mirada de súplica a Shelby, que tomó cartas en el asunto.
―Sarah, es tu vestido de novia, te aseguro que Marcus no se fijará en si tiene
alguna arruguilla por aquí o por allá. ―Sonrió ladina―. No cuando comience a
quitártelo.
Sarah la miró confusa hasta que recordó el diseño del vestido.
Ruborizándose violentamente, se mordió el labio inferior.
―¿No resultará indecoroso que vea que debajo no…? ―Aunque se había
mostrado aquella noche ante Marcus completamente desnuda, en aquel
momento el miedo a perderlo a causa de la imprudente decisión de su
hermano había disuelto todo el pudor que podría sentir, pero en estos
momentos sí que se sentía como una doncella virginal.
Frances colocó su mano sobre la de ella, dándole un cariñoso apretón.
―En lo último que pensará Marcus esta noche será en el decoro, te lo puedo
garantizar. En cuanto comience a ayudarte a desvestirte, estará encantado de
que el diseño del vestido no se ajuste para nada a la recatada vestimenta de una
doncella ―señaló ante la mirada cómplice de Shelby.
―Es tu noche de bodas, cariño ―intervino la duquesa, al tiempo que sonreía
maliciosa―. Cuando nos relataste tu plan para evitar el duelo no recuerdo
haberte visto tan azorada.
Sarah soltó una risilla.
―No tenía tiempo para pensar en sentir vergüenza. ―Las observó con
cariño―. Gracias ―musitó―, después de lo de mi madre… Bueno, habéis sido
tan amables conmigo brindándome vuestra amistad…
Shelby se encogió de hombros.
―Jenna nos advirtió que había mucho más bajo ese silencio y recato tuyo.
Tú no tienes nada que ver con la difunta víbora. ―Estiró el cuello para ver a
Marcus consultar por enésima vez el reloj―. Ahora, por Dios, coge a tu
impaciente marido y largaos, creo que Gabriel está a punto de hacerle tragar el
maldito reloj.
Efectivamente, Gabriel, sentado al lado de Marcus, cerraba los ojos con
resignación cada vez que escuchaba el sonido de la tapa al abrirse y cerrarse,
que era cada pocos minutos, hasta que, llegado un momento, le susurró
irritado.
―Si te vuelvo a ver sacar ese condenado reloj, te juro que acabará en la
ponchera, y me importará una mierda si es una herencia de familia o te lo has
comprado hace dos días. Por todos los demonios, coge a tu esposa y lárgate.
Marcus notó el calor subir por su cuello. ¿Había sido tan evidente su
impaciencia? Bueno, teniendo en cuenta que no cesaba de consultar la hora, al
parecer sí. Miró a su esposa, que en ese instante lo observaba. Sarah sonrió
pícara y Marcus ya no esperó más. Se levantó, separó la silla de su mujer y,
tomándola de la mano, se dirigió hacia la puerta, al tiempo que por encima del
hombro se despedía de sus invitados y familiares.
―Nos vamos ―exclamó―. Nos veremos en Londres… más o menos en
quince días. ―Sarah, con el rostro del color de las cerezas al escuchar las risas,
pero igualmente impaciente, siguió a su marido, lo cual era un eufemismo, ya
que Marcus la arrastraba como si se hubiese declarado fuego en la habitación.
k Capítulo 22 l
MARCUS se contuvo a duras penas durante el trayecto en el carruaje. Aunque
Sarah ya no era doncella, temía incomodarla si, siguiendo sus deseos, la
sentaba en su regazo y daba rienda suelta a su hambre por ella. Sarah lo
observaba de reojo, preguntándose a qué se debía la tensión que notaba en él.
¿Tantas prisas por salir de Clarke Hall y ni siquiera había tomado su mano en
el interior del carruaje? Sin embargo, la tensión de Marcus desapareció
milagrosamente cuando se detuvieron delante de las puertas de Warrington
House.
Marcus saltó del carruaje y, tras ayudar a Sarah, se dirigió hacia la puerta que
mantenía abierta Rogers.
―Milord ―saludó el mayordomo mientras se inclinaba respetuoso―.
Bienvenida, lady Millard, el personal al completo espera que se sienta a gusto
en su nueva casa.
―Gracias, Rogers ―repuso Sarah.
―Rogers, la vizcondesa y yo cenaremos en mis aposentos ―advirtió
Marcus―. Que en una hora nos envíen un baño y, tras él, la cena. Mañana será
presentado el servicio. Avise a Fitz y a la doncella de mi esposa de que no se
les necesitará por hoy.
―Como desee, milord.
Marcus subió las escaleras con Sarah tomada de su mano. Al llegar a la
puerta de su alcoba, sonrió ladino al tiempo que la tomaba en brazos. Sarah,
tomada por sorpresa, jadeó mientras se aferraba a su cuello.
―¡Marcus!
―He oído que la costumbre es tomar en brazos a la novia para traspasar el
umbral de su nueva casa ―susurró él―, y me temo que tu nueva casa se
limitará, durante unos días, a mi dormitorio, así que…
Mientras Sarah escondía el rostro en el hueco del cuello de Marcus, este
abrió la puerta como pudo y, tras entrar, la cerró de una patada. Con
delicadeza, bajó a Sarah sin separarla de su cuerpo. Los brazos de ella todavía
aferraban su cuello y Marcus aprovechó para bajar la cabeza y besarla con todo
el anhelo que había contenido durante el viaje.
Sarah estaba feliz, las palabras de sus amigas habían resultado ciertas: si
Marcus no deseaba la presencia de su doncella ni de su valet, significaba que no
habría nada indecoroso en que él mismo… Pensando en la sorpresa de su
marido cuando la despojase del vestido, y excitada por ello, correspondió
apasionada al beso de Marcus.
Este gimió al notar la respuesta de Sarah. Aunque durante el tiempo que
había pasado con ella aquella noche había notado que, gracias a Dios, ella no
tenía nada de mojigata, esa noche compartirían todavía más intimidad, y su
respuesta al beso demostraba que se mostraría igual de desinhibida y
apasionada que aquella maravillosa noche.
Se separaron jadeantes, y mientras Marcus apoyaba la frente contra la de
Sarah, susurró con voz ronca.
―¿Te he dicho ya que te amo?
Sarah ladeó la cabeza fingiendo recordar.
―Me temo que no ―murmuró falsamente contrita.
Marcus esbozó una torcida sonrisa mientras sus manos recorrían la espalda
femenina.
―Oh, entonces tendré que poner remedio a semejante descuido. ―Subió
una mano hacia la nuca de Sarah, al tiempo que sus dedos comenzaban a soltar
las horquillas que sujetaban el elaborado peinado, mientras musitaba.
―Estoy loco por ti, mi pequeño cervatillo, creo que desde que, en aquel
baile, me ordenaste que no volviese a bailar contigo.
Sarah, mientras sus dedos se enroscaban en el largo cabello de su marido,
sonrió.
―No era una orden, solo te lo pedí cortésmente.
Marcus enarcó una ceja.
―Sonó como un mandato, muy cortés, eso sí. En ese momento me
pregunté quién eras en realidad.
Mientras hablaba, Marcus había soltado el cabello de Sarah, que le llegaba
hasta la mitad de la espalda. Enredó sus dedos en él y la acercó para volver a
besarla. No se cansaría nunca de sus labios. Se enzarzaron en un baile de
lenguas, caricias y pequeños mordiscos hasta que, tras llevar el cabello de ella
hacia uno de los hombros, los dedos de Marcus comenzaron a soltar los
botones del vestido. ¿Botones? ¿Dónde estaban los condenados botones?
¿Cómo demonios le sacaría ese condenado pero exquisito vestido? Renuente,
rompió el beso y, al tiempo que mascullaba alguna que otra maldición, la giró
con suavidad.
Sarah esperaba expectante la reacción de su marido, que observaba la
espalda del vestido con concentración, como si fuese un rompecabezas. Por
Dios, había desnudado a más mujeres de las que podía recordar, tenía que ser
capaz de hacerlo con su propia esposa, ¿no? Metió un dedo entre el vestido y
la sedosa piel de su mujer y, ahogando un gemido, tanteó hasta que encontró la
fila de botones exquisitamente disimulados.
Concentrado en la tarea, no se percató de nada hasta que casi todos los
botones estaban sueltos y lo único que había debajo era la piel desnuda de
Sarah.
―¡Joder! ―espetó desconcertado.
―¡Marcus!
―Oh, disculpa mi lenguaje, pero… ―De repente recordó los comentarios y
las risitas de sus amigos―. ¡Malditos descerebrados!
―¡Marcus! ―exclamó Sarah, más divertida que molesta por el lenguaje, más
propio de un estibador, de su marido.
―¡Podían haberme avisado, casi me da un infarto! ―exclamó mientras abría
el vestido con delicadeza y solo veía piel y más piel―. ¡Estás desnuda, por
todos los demonios!
Sarah giró el rostro un poco para ver la expresión estupefacta de Marcus.
―¿Hubieras deseado que tus amigos te advirtieran de que encontrarías a tu
esposa desnuda bajo el vestido?
―¡Por supuesto que no! ―ladró escandalizado―. Pero alguna pista…
Aunque, bien pensado, si me hubiese imaginado…, me temo que no hubiese
sido muy decoroso que te arrastrase a tu habitación en pleno desayuno de
bodas ―masculló.
La giró hacia él. Sarah sujetaba con una mano el cuerpo del vestido contra
su pecho. Marcus sonrió al tiempo que tomaba su mano permitiendo que el
vestido resbalase formando un charco de tul y encaje en el suelo. Su mirada
recorrió el cuerpo completamente desnudo de su esposa, mientras ella se
sonrojaba ante el escrutinio.
―Lo cierto es que concuerdo con ellos en que esa modista merece un
monumento en Hyde Park ―susurró con la voz ronca de deseo. La tomó en
brazos para sacarla del vestido y depositarla con suavidad en la cama, mientras
él, de pie, se despojaba con rapidez de sus ropas.
Sarah lo observaba fascinada. Aquella noche no había tenido tiempo de
disfrutar del perfecto cuerpo de su marido en todo su esplendor. Marcus, al
darse cuenta, sonrió ladino.
―Si deseas que vaya más despacio, para que puedas apreciar las vistas, no
tienes más que decirlo ―murmuró al ver la apreciativa mirada de Sarah
recorrer su cuerpo conforme se despojaba de la ropa.
Sarah soltó una risilla nerviosa, que cesó en cuanto él se despojó de los
pantalones.
―¡Santo Dios! ―exclamó al ver el miembro de su marido saludarla
alegremente.
Marcus rio entre dientes.
―Cariño, me halaga que todavía te sorprenda, al fin y al cabo, ya lo has visto.
Sin quitar la vista del largo y abultado miembro, Sarah respondió azorada.
―Pero no así, con tanto… tanto…
―¿Detalle? ―ofreció gentilmente Marcus.
Sarah asintió varias veces, y mientras él esperaba paciente que su esposa
saciase la curiosidad, las palabras de ella le hicieron soltar una carcajada.
―Es precioso ―murmuró extasiada.
Marcus enarcó las cejas confuso. Había escuchado algún que otro
comentario halagador, pero… ¿precioso? Soltó un respingo cuando un dedo
de Sarah rozó tentativo su virilidad.
Sarah alzó la mirada hacia él.
―¿Te hice daño? ―susurró retirando la mano.
Marcus negó con la cabeza mientras tomaba su mano y rodeaba con ella su
miembro.
―Al contrario, amor, toca todo lo que gustes, apréndete mi cuerpo como yo
haré con el tuyo.
Se arrodilló en la cama mientras Sarah continuaba con sus caricias y con la
otra mano recorría su musculado pecho. Gimió cuando ella rozó con el pulgar
la gota que brotó de la punta de su vara. Apartó la mano mientras se tumbaba
a su lado.
―Cariño, esto debe ser para los dos, y si continúas así, me temo que no
aguantaré.
Las manos de Sarah subieron a su cuello para acercarla a ella, necesitaba
besarlo, y mientras ella atrapaba la boca de Marcus arrancando un ronco
gemido masculino, las manos de él comenzaron a vagar por el cuerpo de ella.
Sarah se arqueó cuando una mano amasó su pecho para pellizcar con suavidad
su pezón, las sensaciones eran maravillosas, mucho más intensas que aquella
noche. Pensó que tal vez se debiera a que, en estos momentos, no había
reticencias por parte de ninguno, ambos se abandonaban a las sensaciones que
les provocaba el cuerpo del otro. Marcus rompió el beso y sus labios
comenzaron a bajar mordisqueando y lamiendo su cuello y sus clavículas hasta
llegar al otro pecho. Cuando su boca abarcó el pezón y comenzó a succionar,
Sarah pensó que se deshacía. Su mano se desplazó hacia la rubia cabeza de su
marido para apretarla contra ella, al tiempo que la mano de Marcus se
deslizaba por su vientre para posarse en el centro de su feminidad.
Separando los rizos, internó un dedo en su cavidad. Gimió de placer al notar
la humedad, Sarah era sumamente receptiva y ya estaba preparada para él. Su
pulgar comenzó a rotar en el brote endurecido, al principio con desesperante
lentitud para frustración de ella pero, tras internar un segundo dedo, la fricción
comenzó a acelerarse. Sarah se retorcía contra la mano de Marcus, deseando lo
que su cuerpo ya sabía que sucedería. Su vientre se endureció y con un grito se
deshizo en la mano de su marido. Él no perdió el tiempo, mientras la besaba,
tragándose los sollozantes gemidos de ella, se situó entre sus piernas
agradeciendo que esta no fuese su primera vez. Internó su necesitado
miembro mientras los espasmos de Sarah remitían. Comenzó a moverse
entrando y saliendo de ella con lentitud, hasta que su esposa alzó las piernas y
enlazó las caderas, apretándolo contra ella.
―Sarah… ―susurró con un gemido.
Ella se movía al compás y Marcus ya no pudo contenerse. Con un gruñido,
sus movimientos se hicieron más profundos y más rápidos. Su mano levantó la
cadera de Sarah cambiando el ángulo, y sonrió de satisfacción masculina
cuando notó que ella volvía a tensarse. En el momento en que el interior
femenino se contrajo y apretó su miembro como si lo ordeñase, Marcus, con
un gemido ronco, se vertió en ella. Continuó moviéndose hasta que los
espasmos de Sarah cesaron, y entonces se dejó caer sobre los antebrazos
enterrando su rostro en el cuello de ella.
El aliento de Marcus le hizo cosquillas en el cuello cuando susurró
quedamente.
―Te amo, cervatillo. No tienes idea de cuánto.
Sarah acarició la mejilla de su marido.
―Yo también te amo, mi amor.
Marcus, todavía respirando agitadamente, se echó a un lado arrastrando con
él el cuerpo de su esposa. Mientras acariciaba lánguidamente su espalda, retiró
los rizos, húmedos por el sudor, del rostro de ella.
―Fui un idiota al no querer reconocer que lo que sentía por ti no era un
tonto enamoramiento. Siento haber provocado dudas y, con ellas, tu
desconfianza. ―Giró su rostro para observarla con atención―. ¿Sigues
teniendo, aunque sea, la más mínima duda de que te amo?
Sarah alzó su rostro hacia él. Veía tanta vulnerabilidad en sus ojos que, si
quedase alguna duda con respecto a sus sentimientos hacia ella, cosa que no,
en ese momento sus palabras y su anhelante mirada las habrían disipado por
completo.
―Ninguna, Marcus. Confío en ti con toda mi alma. En el fondo de mi
corazón sabía que debías sentir algo por mí, aunque no fueses capaz de
reconocerlo ni siquiera a ti mismo. Eres demasiado honorable como para
comprometer a una dama si no sintieses nada por ella, y sé que habrías
encontrado otra manera de protegerme de mi madre sin necesidad de
involucrarnos en un escándalo.
Él acarició su rostro con los nudillos.
―Tenía tanto miedo de que me rechazaras, te veía tan dispuesta a disfrutar
de tu tan anhelada libertad, que no encontré otro modo de conseguir hacerte
mi esposa.
Sarah soltó una risilla, al tiempo que Marcus la miraba divertido.
―¿Qué te divierte tanto?
Sarah besó uno de los oscuros pezones de Marcus, que soltó un gemido, al
tiempo que su miembro comenzaba a rebullir.
―Lástima de Gretna, me hubiese gustado casarme delante de… ¿un
yunque?
Marcus soltó una carcajada.
―Gracias a Dios que te vi bajo ese disfraz, mi audaz cervatillo. ―De un
movimiento, la tumbó de espaldas y se colocó sobre su cuerpo―. Si lo deseas,
podemos callarnos que estamos casados y viajar a Gretna. Me encantaría
repetir mis votos delante de un herrero ―musitó mientras se acercaba a sus
labios―. Y tal vez, incluso podamos repetirlos en Irlanda y Gales. ―Las
carcajadas de Sarah fueron sofocadas con un ardiente y apasionado beso.
Durante dos días, y ante la desesperación de Fitz y Poppy, que vagaban por
la zona de servicio como almas en pena, Marcus y Sarah convirtieron los
aposentos de él en su pequeña casa, hasta que Sarah decidió advertir a su
marido de que en algún momento debería conocer al servicio y que estos
comprobasen que tenían una nueva señora. Según sus propias palabras, Sarah
dudaba de que el servicio creyese que en verdad su señor se hubiese casado
puesto que nadie, salvo Rogers, había visto a la vizcondesa.
k Epílogo l
Dos meses después.

MARCUS paseaba aterrorizado por delante de la puerta de la alcoba donde el


doctor Gastrell, llamado con toda urgencia, examinaba a su esposa. Sarah
llevaba un par de semanas cansada y ojerosa, y Marcus temía que fuesen
secuelas del maldito veneno. No le había comentado sus suposiciones a ella
para no asustarla, pero el miedo no le abandonaba.
De repente, la puerta de la alcoba se abrió y Gastrell, seguido de Poppy,
salió de la habitación. Marcus simplemente miró inquisitivo al médico. Este
meneó la cabeza.
―Su esposa prefiere decirle ella misma el resultado de mi exploración,
milord.
Al escucharlo, a Marcus casi se le doblan las rodillas y entró como una
exhalación en el cuarto y, pálido como una sábana, se sentó en el lecho. Ni se
fijó en que Sarah no mostraba la palidez de los días anteriores. Su mano
temblorosa tomó la de ella.
―¿Q… qué ha dicho? ―preguntó en un susurro. Maldita sea, no podía
desmoronarse delante de ella.
―Estamos bien, amor. ―Sarah comenzó a inquietarse al ver el rostro
descompuesto de su marido.
―Dios Santo…, gracias. ―Marcus lanzó sus manos para atrapar el cuerpo
de su esposa, recostada en las almohadas, y acercarlo a él. La abrazó con
desesperación mientras un sollozo se le escapaba.
―Marcus, cariño ―murmuró ella asustada―, todo está bien. Es normal el
cansancio.
Él, tras limpiarse las lágrimas a manotazos, la miró incrédulo.
―¿Normal? En todo el tiempo que te conozco jamás has estado tan
cansada, de hecho, nunca has mostrado cansancio alguno.
―Espera un momento… ―Marcus entrecerró los ojos―. ¿Quiénes estáis
bien, acaso Poppy se ha contagiado de lo que sea que tienes?
A Sarah se le escapó una risilla.
―Por Dios, espero que no. De hecho, no es contagioso.
El rostro de Marcus mostraba toda la confusión del mundo, y Sarah decidió
aclararle lo que, a causa de su miedo, no había entendido.
―Cariño, para ser inspector de policía, no estás mostrando mucha capacidad
de deducción. ―Marcus enarcó las cejas―. Nosotros estamos bien ―aclaró ella
mientras se acariciaba el vientre con una mano.
Marcus se quedó paralizado. Su mirada vagaba del rostro de su esposa a su
vientre.
―¿Un hijo? ―balbuceó mientras Sarah esbozaba una radiante sonrisa.
―¡Un hijo! ¡¿Nuestro?! ―exclamó mientras ella abría los ojos atónita―.
Perdona, no sé ni lo que digo, claro que nuestro, de quién iba a ser… ―La
miró titubeante―. ¿Puedo abrazarte?
Sarah soltó una carcajada mientras, de un movimiento, se sentaba en el
regazo de su marido.
―Con todas tus fuerzas ―musitó.
Mientras la abrazaba, Marcus susurró con voz ronca.
―Un hijo… ―La alejó un poco de su cuerpo para clavar la mirada en los
preciosos ojos de cervatillo de su esposa―. Gracias, mi amor.
Sarah sonrió con ternura.
―Lo hemos hecho los dos, cariño ―murmuró mientras la recorría un
escalofrío de excitación al ver la expresión de los ojos de su marido. Había
tanto amor en ellos…
―Marcus…
―¿Sí? ―respondió sin apartar su mirada de los ojos de ella.
―¿Podríamos… felicitarnos mutuamente?
Marcus sonrió ladino.
―¿Qué tipo de felicitación sugiere, milady?
Sarah se incorporó un poco para sacarse el camisón, quedando
completamente desnuda en el regazo masculino.
―¿Esto te da una idea? ―murmuró mientras sus manos se enlazaban en el
cuello de Marcus.
―Muchas, muchas ideas, cervatillo.
r
Mientras tanto, en la sede de Scotland Yard…
―Maldita sea, Michael, si te reclaman, debes ir ―exclamó Darrell
exasperado―. Marcus ya está de vuelta y puedes disponer del tiempo que te
haga falta.
―Me da igual que me reclamen, no se me ha perdido nada en Irlanda
―repuso O’Heary irritado.
―Por Dios, Michael, es tu familia. Si te han llamado después de tantos años
es porque eres necesario allí ―insistió Darrell con frustración ante la terquedad
del irlandés.
―No me han necesitado durante años, bien pueden pasar sin mí el resto de
sus vidas ―repuso Michael con indiferencia.
Estaban en el despacho de Darrell. Había recibido una misiva, dirigida a él,
no a Michael, algo que le sorprendió, solicitando la presencia de O’Heary en
Irlanda. Suponía que se la habían enviado a él porque, de haberla recibido
Michael, la misiva hubiese ido directamente al fuego de la chimenea sin abrir.
La carta no explicaba mucho, solamente que era un asunto familiar de carácter
grave.
Michael apoyaba las caderas en el marco del ventanal con actitud indolente.
Darrell, suspiró.
―Vas a ir, Michael, elige cómo: o esposado y escoltado o por tu propia
voluntad.
O’Heary bufó al tiempo que mascullaba maldiciones en irlandés.
―Saldré en la mañana ―ladró mientras se incorporaba y salía del despacho
de su amigo y jefe.
Maldita sea, sabía que, si continuaba negándose, Darrell haría lo que había
dicho. Viajaría a Irlanda esposado como un delincuente. Bien, requerían su
presencia: la tendrían, y que Dios se apiadase de ellos.

Fin.
Notas

[←1]
El carbón activado o carbón vegetal ha sido reconocido por más de dos siglos como un
absorbente efectivo de muchas sustancias.

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