Está en la página 1de 194

LA NIÑA QUE SANA

UN VIAJE DE SUPERACIÓN DEL MALTRATO


Ester López Urbano

LA NIÑA QUE SANA


UN VIAJE DE SUPERACIÓN DEL MALTRATO
Primera edición: octubre de 2021
ISBN: 978-84-18835-92-6
Copyright © 2021 Ester López Urbano
Diseño de cubierta: Xiomara Ariza
Editado por Editorial Letra Minúscula
www.letraminuscula.com
contacto@letraminuscula.com

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el or-


denamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización es-
crita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta
obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y
el tratamiento informático.
Ester López es graduada en Criminología por la Universitat
Oberta de Catalunya, Grafóloga Forense por la UNED y Te-
rapeuta Qilimbic por el Instituto de Creatividad de San Die-
go. En su búsqueda por el conocimiento y la comprensión
del comportamiento humano, encontró la forma de sanar el
maltrato que vivió de pequeña. Actualmente dirige su propio
negocio como terapeuta y conferenciante, compartiendo su
luz y herramientas con otras mujeres que necesitan resolver
temas de la infancia.

@esterlopezurbano
www.esterlopezurbano.com
Índice

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
Introducción. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
El principio del fin. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19
El árbol familiar. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31
Proyecto sentido. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39
La niña interior . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49
El ego. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59
La adolescente interior. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65
El día de la marmota . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81
Avanza, no mires atrás. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85
El universo sigue a lo suyo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95
Mi espíritu criminológico. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103
Bienvenida al mundo, Itziar. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109
Hasta siempre, abuelo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121
Tal vez no era para mí. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 129
¿Y si dejo de luchar? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139
El último cartucho. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 147
La niña que sana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 165
Una nueva vida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 185
Gracias infinitas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189
Antes de despedirnos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 193
A Sigfrid, mi incondicional compañero de viaje vital,
y a nuestra especial y maravillosa hija Itziar.
Prólogo

Todos venimos al mundo frágiles sin importar el barrio, el


país o la condición mental y socioeconómica del hogar al
que llegamos. Venimos frágiles hasta cuando no hay hogar. Y
también cuando no somos esperados ni bienvenidos.

Tanto si llegamos a la familia más rota como a la mejor


avenida, salimos de un hotel all-inclusive para entrar a una
nueva y dura realidad. De repente nuestras necesidades ya
no se cubren en automático y tenemos que gritar para que
otros nos ayuden a satisfacerlas. Qué susto el aire sin saber
respirar, qué dolor la digestión sin saber cagar. Joder, qué
trauma nacer, qué dolor y a la vez qué milagro es la vida.
Y qué significativo es nuestro primer instante de existencia
ya impregnado de la dualidad que nos acompañará hasta la
muerte; amor y dolor a partes iguales.

Cuando la vida ve la luz, con toda su fragilidad, es aparen-


temente un lienzo en blanco. Un nuevo capítulo para quien
nos engendra, una alegría o una carga, una oportunidad o un
reto, un motivo de celebración o de preocupación, un deseo
genuino o una obligación social.

Parece un borrón y cuenta nueva pero lo cierto es que lo


único blanco de ese momento es, con mucha suerte, la pared
del hospital que nos ve nacer. La ilusoria hoja en blanco ya
viene con una parte llena de las historias de esos que nos
traen al mundo. Y así es como nuestra propia historia co-

11
mienza, no de forma casual, con las marcas de nuestro linaje;
con la marca de una abuela abandonada cuando era niña o la
de un bisabuelo que se fue a la guerra. Marcas de miedo, de
esperanza, de traumas, de lucha, de trabajo duro y de sueños
frustrados; las marcas de ser humanos. Y las marcas de gene-
raciones que vivieron hambre, miseria, enfermedades, aban-
donos, dictaduras, guerras, falta de libertades, desigualdad
de género y de oportunidades.

Cuando recién llegamos, ajenos a las historias de siglos


pasados, lo único que importa en ese primer halo de vida es
el pulso de la supervivencia: necesitamos protección, conten-
ción y nutrición. Ya sea en la familia más afortunada como
en la más miserable, cuando salimos del vientre todos tene-
mos las mismas necesidades: que nos quieran, que nos atien-
dan y que nos protejan. Y quienes nos reciben lo hacen de la
mejor forma que saben y de la única que han aprendido. Lo
hacen con sus propias marcas de infancia, sus miedos, sus
anhelos y con la carga de lo que les enseñaron.

Poco más tarde pero aún en nuestra fragilidad de criatu-


ras, todos vivimos uno o muchos gritos, uno o muchos azo-
tes, un cambio de colegio, una relación tóxica entre los adul-
tos que nos rodean. Una hermana muy esperada que nunca
nació, una madre que se incorpora al trabajo cuando todavía
estamos en la cuna, una herencia que rompe la familia. Mal-
trato, alcohol, drogas, manipulación, alguien que no supo
cómo hacerse cargo. De nada. Una enfermedad o la muerte
temprana de algún pariente, un hermano que llega para qui-
tarnos el trono, la sensación de soledad o el rechazo en el
colegio. Todos en algún momento vivimos la frustración de

12
quien no ha aprendido a expresar lo que necesita y lo único
que sabe es reñir y criticar.

La negación de una pasión, la culpa por no cumplir con


ciertas expectativas, la educación estricta de quien creció en
dictadura y un largo etcétera cotidiano y circunstancial. Muy
humano y muy normal pero que nos atraviesa en nuestro
estado de chiquillos.

Durante el comienzo de nuestra andadura vital somos


casas en constante construcción. Y en nuestra condición de
vulnerabilidad y dependencia nos hacemos un libro de ins-
trucciones, a modo de referencia, para gestionar nuestras
emociones ante todo lo que vivimos. Ese libro incluye en sus
páginas, la normalización de las circunstancias que nos ro-
dean y asienta las bases para gestionar todo lo que está por
venir. Ese libro incluye la forma en la que nuestros referentes
gestionan sus propias emociones porque es lo que tenemos a
la vista. Ellos, a su vez, se hicieron su propio libro partiendo
de lo que aprendieron de sus propias circunstancias y refe-
rentes. Así perpetuamos patrones y formas de sentir, de amar,
de sufrir, de proteger y de nutrir tanto a nosotros mismos
como a los que nos rodean.

De ese libro de instrucciones nace, más tarde, lo que bus-


camos en nuestra pareja porque la primera forma de amor
que conocemos, sin importar lo cruda que sea, es la que en
cierta forma perseguimos y anhelamos. Así llegamos a repe-
tir las relaciones tóxicas o no que normalizamos en nuestra
infancia, así buscamos amor en la crítica, en la exigencia o en
la misma ausencia que vivimos o que nuestros propios padres
vivieron. En nuestra memoria de niños lo que aprendimos

13
como seguridad y amor es lo que es seguro y amoroso para el
niño eterno que llevamos dentro.

No conozco a nadie que haya podido elegir la familia a la


que llega y la historia que esta guarda. Tampoco conozco a
nadie que haya podido elegir cómo vivir su infancia pero lo
cierto es que ambas circunstancias determinan nuestra per-
cepción de la vida y especialmente de las relaciones, tanto
con nosotros mismos como con nuestros iguales. Es más, me
atrevo a decir que si no los podemos elegir es por algo; algo
que se escapa de nuestro entendimiento empírico y racional.
Llegamos donde llegamos para ahora, en nuestro privilegio
de personas blancas con acceso gratuito a la educación y al
conocimiento, poder mirar más allá de nuestros propios dra-
mas y finalmente conseguir sanar y trascender los fantasmas
del árbol genealógico del que somos resultado.

La infancia que tuvimos es la suma de otras infancias.


Nuestras heridas son la suma de otras heridas. Démosle la
importancia que se merecen y responsabilicémonos de ese li-
bro que circunstancial pero no casualmente nos ha tocado
vivir. Para así cambiar nuestro propio destino y para frenar
este mundo de niños heridos.

No hay nada más inspirador que quien, debido a los exce-


dentes de dolor y sufrimiento, se empeña en sanarse y acaba
poniendo su historia al servicio del mundo. Brindo por todos
los que abren las ventanas de su vulnerabilidad y dolor para
sanar y transformar la vida de otros.

Nieves Navarro Cuenca,


amiga, compañera y clienta de La Niña Que Sana.

14
Introducción

Cuando en mi fuero interno maldecía haber nacido en aque-


lla familia, tener a ese padre que tanto daño había causado,
y a mi madre, defendiendo lo indefendible, sentía que un in-
cendio se propagaba en mi interior. Como si ella echara más
leña al fuego. Un fuego que se apoderaba de mí, que lo que-
maba todo y que había acabado con aquella niña inocente y
amorosa que un día fui.

Aquella niña confiada, cariñosa y que quería y admiraba


a su padre ya no existía. Se había convertido en alguien pun-
zante y distante, alguien que había sufrido mucho y que, para
que no le siguieran haciendo daño, se había encerrado tras
un gran muro imposible de derribar, imposible de traspasar.
O al menos eso creía.

Había creído que cerrando las puertas a toda aquella per-


sona que quisiera acercarse a mí me mantenía a salvo. Había
creído que la única forma de mantenerme a salvo era aislán-
dome para que nada ni nadie me hiciera daño. Como si de
alguna manera pudiera dejar de sentir para que mi corazón
no experimentase más ese dolor.

Lo que no sabía era que ese dolor estaba grabado ya en


mi corazón. Que todas aquellas experiencias y recuerdos que
me machacaban una y otra vez habían dejado mella en mi
subconsciente. Que todo aquel aprendizaje había dejado una
gran huella en mí. Y por más que me encerrara y me aislase

15
del mundo, me acompañaría allá donde fuese. Porque no po-
día huir. Porque todo aquello formaba parte de mi historia.
Formaba parte de mí.

Durante un largo tiempo de mi vida, una gran parte diría


yo, afronté la vida con decisión y valentía. Le eché narices
a todo lo que se presentaba y avancé sin parar por tener
una vida tranquila y digna. Buscaba en la vida lo que no
tenía. Buscaba calma cuando cada día se libraba una gran
batalla interna. Por supuesto, atraía todo lo que era. Atraía
conflicto, drama y desconexión. La desconexión más pro-
funda que necesita un alma para poder entender el camino
a recorrer.

Sin duda, tocar fondo es necesario para querer volver a


salir al exterior. Por mucho dolor que experimentes, es nece-
sario ver tu lado más oscuro para querer encontrar la luz. No
se trata de ser masoquista, sino de ser capaz de conectar con
el dolor que lo origina todo para tomar conciencia de lo que
necesitas soltar. De lo que necesitas transitar. Porque no exis-
ten medias tintas. Por lo menos para mí. Necesitaba un baño
de realidad, necesitaba algo que me hiciera clic. Algo que me
pusiera la realidad en la cara. Y así fue. Porque el universo
se encargó de mandarme señales y personas que me hicieran
revivir y remover toda aquella mierda que quería dejar atrás.
Una y otra vez las mismas historias, en diferente formato,
pero con el mismo sufrimiento.

La realidad es que cuando estás metida en esa oscuridad,


no eres capaz de ver más allá de tus narices, obviamente por-
que la falta de luz te priva de la capacidad de observar de
forma objetiva. Porque estás tan metida en el drama que no

16
puedes separar el grano de la paja. Porque has entendido que
la vida funciona de esa forma, y que, si has nacido en un
entorno como en el que yo nací, no te queda otra que resig-
narte porque es el lugar que ocupas en la cadena de la vida.
Después de todo, unos nacen con estrella y otros nacen estre-
llados. A mí me tocó lo segundo.

Pero ¿y si todo esto tuviera un porqué? ¿Y si tenía que


vivir exactamente todo lo que viví por alguna razón?

Años después, doy gracias a todo aquello porque de ver-


dad que mi madre tenía razón, aunque no lo reconozca muy
a menudo. Ella siempre me ha dicho que todos nacemos en
la familia en la que debemos nacer para cumplir nuestra fun-
ción en esta vida. Y cuando me decía esto en la etapa más
dolorosa de todas, me mataba. ¿En qué cabeza cabía que
yo iba a elegir a mi padre con todo lo que me había hecho
sufrir? En la mía no, desde luego. Pero ella lo tenía claro. Y
hoy le doy la razón.

Por muy absurdo y doloroso que parezca, necesitamos


experimentar lo que experimentamos desde el momento en
que nacemos para encontrar nuestro camino. Para trascen-
der lo que la vida nos proporciona para encontrarnos con
quien realmente somos. En nuestras manos está encender la
luz para encontrarlo o quedarnos sumidos en esa oscuridad.

17
El principio del fin

Ahí estaba yo, aguantando el tipo como podía mientras mi


mundo se derrumbaba. Como siempre, aparentando norma-
lidad y control absoluto, haciendo ver que no pasaba nada.
Después de todo, ya estaba más que acostumbrada a guar-
dármelo todo. Es lo que llevaba haciendo desde hacía mucho
tiempo. Pero esta vez era diferente. Para mí ya no había mar-
cha atrás. Era el fin. Mi padre ya era historia para mí.

Solo hacía unas horas que había vuelto de Mallorca de


visitarlo. Mis padres se habían separado por fin hacía un par
de años. Digo «por fin» porque llevaba años deseando que
llegara ese momento, él nos había hecho la vida imposible. Y
estaba claro que todavía lo seguía haciendo. Tenía ese poder
de cargarse todo lo que tocaba y eso es lo que había hecho
conmigo. Había ido a verle a Mallorca porque él vivía allí y
de vez en cuando iba de visita. Poco, porque iba bastante a su
bola. Pero, sin duda, esta había sido la última vez.

La primera mañana que pasé allí en Mallorca me hizo


pasar tanto miedo que me sentí perdida. Eso que ya había
lidiado muchas veces con él. Pero esta vez era peor porque
estaba sola a muchos kilómetros de casa. Solo tenía trece
años y estaba encerrada en una habitación sin saber qué ha-
cer porque él había perdido el norte y estaba aporreando la
puerta y gritando barbaridades. Se había levantado y, como
siempre, se le ocurrió la maravillosa idea de poner la música
a tope para despertarme. Muy sutil y agradable. Me desperté

19
sobresaltada, porque ya se me había olvidado esa bonita y
empática costumbre. Y mis quejas no le gustaron, así que
su mente volátil se cruzó y empezó a gritarme como si no
hubiera un mañana.

Yo me encerré en la habitación porque sus reacciones me


daban miedo. Todavía me sorprende cómo puedes llegar a
no conocer a una persona. Con él jamás sabías cómo se iba
a desarrollar la trama porque en cualquier momento podía
haber un giro inesperado del guion y veías cómo pasaba de
cero a cien en milésimas de segundo. De repente, sin saber
cómo ni por qué, mi padre dejaba de sonreír y se volvía la
persona más feroz que nunca he conocido. Realmente me
acojonaba. Así que sí, me quedé en la habitación sin saber
qué hacer. Acababa de llegar y mi vuelo de vuelta a Barcelona
no saldría hasta una semana después. Mi madre había hecho
un esfuerzo por pagarme el viaje, como siempre que iba a ver
a mi padre, así que, posiblemente, sería complicado cambiar-
lo o sacar un billete nuevo. Por si acaso, la llamé.

Cuando mi madre descolgó el teléfono, ya se imaginaba


que algo estaba pasando, le conté el panorama, aunque sin
entrar en detalles porque, con lo sufridora que es, se tendría
que haber tomado varias tilas.

Recuerdo que intentó cambiar el billete. No pudo. Me


preguntó si venía a recogerme. Descarté la idea porque ella
tenía pánico al avión, solo le faltaba viajar nerviosa. Además,
eso le saldría por un ojo de la cara. No, sopesé la opción y
no era viable. Entonces, se le ocurrió la idea de ponerse en
contacto con Jesús, el amigo tocayo de mi padre que vivía
en la isla. Era un buen hombre que conocían de hacía años.

20
Tenía hijos y alguno de mi edad. Podría ser una buena so-
lución. Enseguida lo localizó y unas horas más tarde vino a
buscarme.

Yo le había visto cuando tenía cuatro o cinco años, cuan-


do habíamos ido de vacaciones a Mallorca. Apenas me acor-
daba de él, pero nada podía ser peor que quedarme ahí. Así
que metí las pocas cosas que había sacado de la maleta y
esperé en la habitación a que viniera a buscarme. Él le dio las
explicaciones a mi padre, yo no quería ni acercarme. A saber
lo que le pasaría por la cabeza en ese momento. Así que cogí
mis cosas y me fui con Jesús.

El trayecto de una casa a la otra se me hizo corto, pero


ya no recuerdo si estaban cerca o simplemente fue la necesi-
dad de seguridad del momento. Fuimos hasta su casa y allí
conocí a su mujer y a sus hijos. Hay cosas que no recuerdo
muy bien de aquellos días, han pasado muchos años, pero
no se me olvidará jamás la mirada de lástima de su mujer
cuando me miró. Allí estaba yo, una auténtica desconocida
para ellos, huyendo de su padre y sin poder volver a casa.
Me trataron como si fuera una hija más. Su hija Victoria
tenía una edad bastante cercana a la mía y congeniamos
muy bien. Fueron un buen bálsamo para mí aquellos días.
Realmente, no tengo ni idea de lo que habría pasado si no
hubiera sido por ellos.

Durante aquella semana pensé y soñé mucho con aquel


incidente. Se repetía una y otra vez y siempre aparecían el
miedo y la culpa. Mi padre le daba siempre la vuelta a todo
para hacerme sentir culpable. Me costó dormir y descansar
porque sabía que esa sería la última vez que me haría sentir

21
así. Por muy bien que me estuviera tratando aquella familia,
no tenía ningún derecho a hacerme sentir así. Habían sido
ya muchas veces y esta era la última. Estaba decidido. Iría a
despedirme antes del vuelo de vuelta a casa y ya no volvería
nunca más.

El día anterior a coger el vuelo de vuelta, fui con Jesús


a casa de mi padre a despedirme. Después de todo, era mi
padre. Esta era la puñetera coletilla de mi madre. Me ma-
chacaba tanto con la idea de que él era un pobre diablo que
no sabía lo que hacía, que me lo acababa creyendo. Siempre
acababa cediendo. Pero esta vez era la última. Esta vez me
despedía para no volver.

Jesús le había llamado para decirle que pasaríamos. Lla-


mamos al timbre y no abría. La radio estaba demasiado alta.
Su pájaro cantaba sin parar. Algo no iba bien. No abría la
puerta ni respondía al teléfono. En mi mente apareció rá-
pidamente la idea de que se había suicidado. Estaba claro.
Llevaba años diciéndome que lo iba a hacer. Llevaba años
avisando que se iba a suicidar y que sería por mi culpa. Me
había planteado varios escenarios, que iba a poner la cabe-
za en la vía del tren, que iba a estampar la cabeza contra la
pared hasta que tuviera que recoger sus sesos… Mi mente ya
estaba asimilando lo que había pasado. Aunque no tenía el
valor de decírselo a Jesús. Si lo decía, se haría realidad y esa
culpa la llevaría en mi espalda para siempre.

Entonces, después de un rato, apareció tan tranquilamen-


te por la escalera. Como si no pasara nada. Simplemente,
se había olvidado de que yo tenía que venir y se había ido
vete a saber dónde y había dejado la radio encendida. En ese

22
momento, me di cuenta del daño que me había hecho. Ahí
estaba yo imaginando esas barbaridades que ya estaban tan
interiorizadas en mi mente. Sin duda, crecer y vivir con él me
había pasado factura. Cortar la relación con él era lo mejor
que podía hacer.

Me despedí y, al día siguiente, aquella bondadosa familia


me llevó al aeropuerto para subirme en el avión que me de-
volvería a casa. Pero la niña que regresaba no era la misma
que se marchó unos días antes. Habían pasado cosas que ha-
bían dejado una gran huella en mí. Había decidido, después
de muchos años de lucha interna, que no quería tener más
relación con mi padre. Al llegar a casa tuve que mantenerme
en mi sitio para no preocupar más a mi madre. Era curioso
cómo tenía que contener el miedo, la rabia y la tristeza que
sentía para no hacerla sentir peor.

Aunque ya estaba acostumbrada a hacerlo, no vendría de


una vez más. Simplemente, me limité a decir que yo no quería
saber nada más de mi padre. Que ni loca volvería a ir a verle.
Y sin importarme lo que dijera mi madre, estaba decidida a
hacerlo.

Nunca digas nunca

Al día siguiente de haber vuelto de Mallorca, estaba en casa


de mi amiga Cristina y cuando vino mi madre a buscarme,
con la cara desencajada, me dijo que mi padre había sufrido
un derrame cerebral y estaba en coma.

«La vida lo pone todo en su lugar», pensé. Pero automá-

23
ticamente apareció la pena y automáticamente la culpa por
haber pensado eso.

—Tienes que ir a verlo —dijo mi madre—. Es tu padre.


—Pero no quiero ir, no quiero volver a verlo.
—Si le pasa algo, te arrepentirás de no haber ido. Tu her-
mano va a ir, si quieres puedes ir con él.

Joder, era imposible huir de él y de sus historias. Yo no


quería volver. No quería verle. Pero estaba en coma y me
sentía muy culpable, como siempre. Como si fuera la respon-
sable. Así que volví a meterme en otro puñetero avión con mi
hermano, ocho años mayor que yo, para ir a ver a mi padre
en coma.

Cuando llegamos a Mallorca, fuimos directos al hospital.


Estaba en la unidad de cuidados intensivos y tenía un horario
de visita muy reducido.

Estuvimos allí esperando con algunos amigos de mi padre


y uno de sus hermanos. ¿Cómo era posible que una persona
como él tuviera buenos amigos? ¿A qué jugaba exactamente?
Llevaba toda la vida machacando a su familia y siendo la
persona más violenta y chiflada en casa, y en la calle resulta
que era un amor. ¡Manda huevos!

El médico nos explicó cómo estaba el tema. Había sufrido


un ictus y tenía un coágulo en el cerebro que podía provocar
daños muy diversos e irreparables. Había estado en coma
años antes también por un derrame cerebral, cuando mi ma-
dre estaba embarazada de mí. Le había dejado en silla de
ruedas entonces y, literalmente, carne de psiquiátrico, así que
una segunda tanda no podía augurar nada bueno.

24
Pero mala hierba nunca muere, dicen. Estuvimos allí unos
días, visitándolo en la unidad de cuidados intensivos. Cada
vez que entraba y lo veía inconsciente en la cama, enchufado
a una máquina, no podía dejar de sentir una contradicción
enorme. Por un lado, sentía mucha pena. Era mi padre y no
sabía si se volvería a despertar. Me había ido de su casa de
muy malas maneras unos días antes y ahora me sentía muy
culpable. ¿Y si nunca despertaba y se quedaba así para siem-
pre? ¿Y si se moría y no podía despedirme de él? Pero, por
otro lado, una parte de mí, que jamás compartí con nadie,
pensaba que si nunca despertaba, quizá nos haría un favor a
todos. Y entonces me sentía todavía más culpable por pensar
aquello. ¿En qué clase de monstruo me había convertido?
¿Qué clase de persona piensa esas cosas? ¿Y si en el fondo
me parecía a él?

Después de todo, aunque me hubiera machacado durante


toda la vida, aunque me hubiera humillado y acojonado sin
parar, era mi padre y tenía que quererlo. Si no se despertaba,
no me lo perdonaría jamás. Y entonces, a los pocos días,
despertó. Y otra vez, con esa naturaleza de hierro, volvió a la
vida. Poco a poco, fue mejorando y, unos días después, pudo
volver a casa. Pero estaba de nuevo en una silla de ruedas, así
que no podía vivir solo porque necesitaba que alguien le cui-
dara. Su amigo Jesús, el mismo que me había acogido en su
casa, le buscó un piso en su mismo bloque para poder estar
por él. Lo que yo te diga, amigos que valen oro.

Le ayudé a instalarse y, como si nada hubiera pasado, es-


tuve allí para echarle una mano en lo que necesitara. Era su
hija y me necesitaba.

25
De repente, me encontré allí con él, ayudándole en todo
lo posible, dándole la comida, y lo que recibía eran comenta-
rios de desprecio y desagradecimiento. Entonces lo vi. Había
vuelto a nacer. La vida le había dado una oportunidad de
volver a hacer las cosas diferente, pero él estaba eligiendo
continuar con su camino. Él elegía de nuevo hacerme daño.
Y yo elegí de nuevo poner fin a aquello.

Bajé a casa de Jesús y le dije que yo no volvía. Que no


quería volver a verle. Que había vuelto, pero ya no tenía
que hacer nada más allí. Definitivamente, ese era el fin de
nuestra relación. Yo lo había intentado. Lo había dado todo
por él. Durante muchos años había defendido su comporta-
miento, le había querido como seguramente nadie lo habrá
hecho nunca. Pero ya no lo soportaba más. Mi padre era
muy dañino y me había machacado y partido el corazón.
Aquel día me marché de allí y una parte de mí se apagó para
siempre.

«Y qué le importa a nadie cómo está mi alma, más


triste que el silencio y más sola que la luna, y qué im-
porta ser poeta o ser basura».

Robe Iniesta

26
Silencio ensordecedor

Después de vivir todo aquello, volví a casa y al instituto como


si no hubiera pasado nada. Como siempre. Llevaba tantos
años viviendo ese tipo de situaciones sin compartirlas con na-
die que ya estaba acostumbrada. Ni siquiera mi mejor amiga,
Cristina, con la que lo había compartido todo, sabía aquellas
cosas.

Nunca le había contado a nadie las locuras que hacía mi


padre. A veces, era imposible taparlo todo porque a él siem-
pre le había dado todo igual y daba la nota en público. Pero
las faltas de respeto, los insultos, los castigos desmesurados y
la violencia con la que habíamos vivido en casa solo lo cono-
cíamos los que habíamos vivido con él.

Y si había estado tantos años sin contarle mis penas a na-


die, no iba a ser ahora el momento. ¿A quién le iba a contar
yo todo aquello? Por una parte, sentía que necesitaba contár-
selo a alguien, pero, por otra, me daba vergüenza.

Sí, me daba vergüenza contar todo lo que me había pasado


con mi padre. Contar lo mal que me había hecho sentir, que
me había tenido que quedar en casa de unos desconocidos
porque me acojonaba quedarme con él. Me daba vergüenza
contar que había confiado en él después de todas las locuras
que siempre había hecho, que le había dado oportunidades
para parar un tren porque siempre usaba esa manipulación
para darle la vuelta a las situaciones hasta que yo me sentía la
mala de la película. Me daba vergüenza contar que me sentía
triste por haberme dado cuenta de que mi padre no me que-
ría. Y que, a la vez, estaba muy enfadada por ello.

27
Así que me tragué toda aquella pelota de sentimientos y
me los guardé para siempre.

Me sentía muy frágil y vulnerable en aquel momento.


Sentía que cualquiera podía hacerme daño porque no tenía
nada para protegerme, todo se lo había llevado él. Y poco a
poco me fui encerrando en mí misma. Progresivamente, me
fui alejando de mis amigas. Porque no quería contar nada de
todo aquello. No quería sentirme más humillada ni juzgada.
Necesitaba olvidarlo todo para siempre. Necesitaba dejar de
sentir. Necesitaba anestesiar mi dolor.

De repente, me daba todo igual. Ya no me importaba el ins-


tituto. No me importaban las clases, ni los exámenes. Empecé
a suspender asignaturas por primera vez en la vida. Empecé a
faltar a clase de forma injustificada. Empecé a ir con personas
del instituto a los que también les importaba bastante poco
todo aquello. Eran personas con las que compartíamos se-
guramente historias complicadas, aunque nunca lo supimos,
porque nuestra relación se limitaba a hacer campana —sal-
tarnos las clases—, quedar en un parque después de clase y
fumar porros y comer con ansia después de tanto fumar.

Cuando llegaba a casa, vomitaba porque me sentía cul-


pable por todo lo que había comido. La puñetera culpa otra
vez. No podía controlarla. Sin duda, entré en una espiral
muy autodestructiva. Quizá para llamar la atención. En el
fondo, creo que estaba pidiendo ayuda a gritos, pero nadie se
dio cuenta. Mi madre trabajaba muchas horas, mi hermano
también y yo me encontraba muy sola. Al final, acabé desa-
rrollando un trastorno alimentario y, si se dieron cuenta, no
le dieron demasiada importancia.

28
No hacía más que retar a mi madre. Me hacía conectar
con esa rabia tan candente que sentía. Me hablaba constan-
temente de mi padre, no dejaba de decirme que lo llamara,
que fuera a verlo, que era mi padre y que no podía dejar de
tener relación con él. Pero ¿cómo no podía darse cuenta del
daño que me hacía aquello? Decirme eso me hacía sentir más
culpable todavía.

Nadie se molestaba en preguntarme cómo estaba. La fa-


milia de mi madre, que es con la única que siempre hemos
tenido trato, se limitaba a cuestionar todo lo que hacía. Era
una adolescente rebelde. Una rebelde sin causa. Qué cinismo
o qué ceguera la suya. Todos me juzgaban por el comporta-
miento que tenía, pero nadie era capaz de pensar en todo lo
que había pasado. Por lo visto, nadie fue capaz de sumar dos
más dos y darse cuenta de la situación que estaba viviendo.

Después de todo, mi madre y mis tíos han tenido unos pa-


dres que lo han dado todo por ellos. Mis abuelos han estado
siempre para todo y para todos. Por eso ellos no eran capaces
de ponerse en mi lugar y entender lo que estaba viviendo. Por
eso nadie, ni siquiera mi hermano, fue capaz de tenderme la
mano. Con los años entendí que él también lidiaba su bata-
lla. Al fin y al cabo, él sufrió a mi padre más años que yo.

En ese momento, me sentía totalmente incomprendida.


Sentía una rabia que me comía por dentro. Sentía que nadie
me comprendía y no les bastaba con que yo ya me sintiera
culpable por todo, si no que me lo recordaban constante-
mente. Me hacían sentir una y otra vez lo mala hija que era
por haberle dado la espalda a mi padre. Por muy mal que se
hubiera portado, era mi padre.

29
¡Pero qué narices importará que sea mi padre, mi tío o
el vecino del quinto! Me había hecho mucho daño y estaba
harta de decepcionarme una y otra vez con sus falsas prome-
sas. Aunque quizá él nunca prometió nada y fui yo quien se
hizo falsas ilusiones. Después de todo, no tengo claro si él fue
quien nos enseñó lo que quería enseñar para manipularnos, o
fuimos nosotros los que vimos lo que queríamos ver.

A veces, nos empeñamos en que las relaciones funcionen y


lo intentamos a costa de nuestra salud mental. Hay personas
que constantemente te muestran que te van a hacer daño una
y otra vez y te sigues dando cabezazos contra un muro que
nunca va a caer. Te sientes decepcionada cada vez de que te
das cuenta de que esa persona no ha cambiado ni siquiera
por ti, pero sigues intentándolo porque en el fondo de tu
corazón sigue habiendo un rescoldo de esperanza de que sí lo
haga. Con la familia, es mucho más complicado de gestionar
y de poner fin a la relación porque, después de todo, la fami-
lia es la familia y nos han inculcado su valor de una forma
desmesurada. La familia es importante, claro. ¿Pero a costa
de qué? ¿De tu salud? ¿De tu vida? ¿De verdad debes seguir
relacionándote con alguien que te hace daño solo porque sea
parte de la familia?

30
El árbol familiar

Mi madre siempre ha dicho que mi padre la tuvo engañada.


Que cuando se conocieron, él le enseñó la parte que le intere-
saba. Y no lo dudo. Pero también me pregunto si hay alguien
que vaya aireando sus trapos sucios a la primera de cambio.
Imagino que cuando conoces a una persona no le abres el
cajón de los horrores y le cuentas tu historia familiar, tus
traumas y tus heridas de guerra. De hecho, para ser objetiva,
dudo que ella sí lo hiciera.

Al fin y al cabo, sobre todo cuando eres joven, quieres


mostrar la parte más bonita y atractiva de ti. Y tu familia
pasa a un segundo plano, como si por un tiempo pudiera
dejar de ser importante.

Y quizá se pueda lograr, quizá se pueda apartar a un se-


gundo plano porque no tengas mucha relación con ella. Pero,
sea como sea, la carga, las creencias y las conexiones fami-
liares tienen mucho peso. Nos condicionan hasta tal punto
que no podemos ni imaginar. Por muy lejos que queramos
huir, por mucha tierra que pongamos por medio, la familia
siempre jugará un papel importante en nuestras historias, y
por eso creo que es muy necesario conocer el origen de cada
persona para entenderlo todo.

Por eso creo que es necesario dar una marcha atrás en el


tiempo y remontarnos a aquel momento donde ellos se cono-
cieron. Porque tanto mi padre como mi madre, así como sus

31
respectivas familias, han tenido un papel muy importante en
mi vida. Enseñando, condicionando, limitando…

Nací en una familia inestable, liderada por un padre con


muchos demonios internos. Un hombre cuya infancia había
sido, seguramente, más dura de lo que lo sería la mía. El últi-
mo de diez hijos, nacido en Sevilla en los años cincuenta. Na-
ció con una enfermedad rara y degenerativa que afectaba a
su visión y le permitía ver solamente un diez por ciento, apro-
ximadamente. Había tenido que sobrevivir en un entorno de
maltrato y de escasez. Había crecido en una familia donde
las mujeres no valían nada, donde su padre maltrataba a su
madre y lo único que sabía hacer era corregir e imponer sus
reglas por la fuerza. Nació y vivió en un entorno tan crudo,
que acabó congelándose para no sentir.

Su madre, después de tanto sufrir, dejó de sentir y se dejó


arrastrar por la maldad y resentimiento que entonces comen-
zó a brotar en su interior. Era el núcleo de la familia. De
una familia que se había desintegrado por evidentes motivos.
Una familia en la que había reinado el desorden, la muerte
y las drogas. Y, por supuesto, la violencia. Ella se mantuvo
siendo el núcleo destructivo. El lugar desde donde se movían
los hilos para que ninguno de sus diez hijos pudiera vivir en
paz lejos de ella. Porque la creencia de que la familia está por
encima de todo, aunque esta te haga daño, estaba ahí y la
defenderían con uñas y dientes.

Mi padre, Jesús, quien se describía como un lobo con piel


de cordero, luchó toda su vida por no ser lo mismo de lo
que había huido. Luchó por ser algo más que aquel despre-
cio por la mujer, por lo que representaba el género femenino

32
para él, pero nunca lo consiguió. Sus sombras tenían mucha
más fuerza que sus luces. Un hombre que pretendía evadirse
de la realidad y de sus pensamientos consumiendo alcohol y
cannabis, lo que consiguió agudizar su inestabilidad mental.

Era una persona con una creatividad brutal, ya que, a pe-


sar de su limitación visual, dibujaba y tocaba varios instru-
mentos. Era un hombre con muchas capacidades, pero en su
entorno jamás le enseñaron a verlas.

Se marchó de Sevilla siendo joven, en busca de algo más y


creo que, de alguna manera, una parte de su ser quería huir de
ese entorno, aunque otra parte siempre le hacía volver a sus
orígenes. Su voluntad, intentando marcharse de lo que le ha-
cía daño, su subconsciente acaparando todo el poder de deci-
sión y de acción arrastrándolo hasta los lugares más oscuros.

Jesús tenía claro que su falta de visión no le iba a limitar


nada de lo que quisiera hacer. Tenía una inteligencia y una
capacidad de supervivencia fuera de lo normal. Trabajaba
de lo que hiciera falta, aprendía idiomas con gran facilidad
e incluso conducía. Sí, conducía. Estuvo conduciendo hasta
muchos años más tarde. Hasta que alguien con un poco de
sentido común decidió no renovarle el carnet de conducir
porque obviamente no era apto para conducir debido a su
limitada visión.

Un hombre atormentado por su padre, por todo lo que


había tenido que vivir y que había experimentado la soledad
pese a estar rodeado de muchos hermanos. Hermanos que,
al igual que él, luchaban con sus demonios internos que los
empujaban a una vida poco luminosa. Una familia que, poco

33
a poco, fue destruyéndose y distanciándose. Una familia en
la cual la creencia de la importancia de la familia estaba muy
arraigada, pero en la que pocos miraban por el bien ajeno o
por el bien común. Una familia en la que cada uno luchaba
por sobrevivir y alejarse del sufrimiento de la mejor forma
que sabía.

Mi padre, después de rodar por el país y conocer a todo


tipo de gente, conoció a una mujer más joven que él. Una
joven que le atrajo desde el primer momento. Una mujer que,
aunque todavía no lo sabía, estaba sentenciada a perpetuar la
historia de la vida de ese hombre y de su familia.

Loli, mi madre, sería la madre de sus hijos más adelante.


La mayor de seis hermanos. Hija de inmigrantes andaluces
que habían venido a Cataluña en busca de una vida mejor.

La que en su momento fue la niña más buscada por sus


padres, que creían no ser fértiles y estuvieron un largo tiempo
intentando tener hijos, y que, finalmente, acabaron teniendo
seis. Durante dos años fue el centro de toda ilusión y aten-
ción, para después tener que compartir a sus padres con el
resto. Esta nueva etapa, en la que dejó de ser hija única y
tuvo que compartir a papá y mamá, se juntó con el exceso
de trabajo de ambos y no le permitieron superar con éxito el
complejo de Edipo. Algo que la marcaría para siempre, ya
que su vida se convirtió en la búsqueda de ese reconocimien-
to y amor exclusivo. Una búsqueda de amor y aceptación en
los hombres, igual que lo buscaba en su padre.

A pesar de haber tenido unos padres que la querían mu-


cho, y de haber sabido siempre que así era, la educación que

34
recibía en aquella época en la que el franquismo reinaba y
los rescoldos que dejaron después causaron grandes estragos
en su autoestima. Creció en una época complicada para la
diferencia individual. Una época en la que las personas de
mente abierta eran un peligro para la sociedad, así que poco
a poco fue dejando mella en su autoestima y su confianza.
Puso mucho esfuerzo en encajar, pero estaba claro que no era
como el resto. Era una niña zurda, curiosa y probablemente
rebelde para la época, a la que el entorno se encargó de apla-
car para que dejara de ser todo esto. Así que el sentimiento
de inferioridad y la necesidad de sentirse validada siempre
debió acompañarla.

Y así deduzco que fue como mi padre acabó atrayendo a


mi madre a su trampa más calculada y perversa. Porque estoy
segura de que, igual que los perros huelen el miedo, las per-
sonas con dificultades para empatizar detectan a sus presas.

«Hombre atractivo, inteligente y con gran don de gentes,


que conoce a una mujer con necesidad de sentirse querida,
acompañada y valorada hará lo necesario para atraerla y
atraparla».

De repente, mi madre, con su niña herida a cuestas y con


las dificultades para sanarlas que la ignorancia emocional de
la época añadía, se vio envuelta en la relación más tortuosa y
complicada que experimentaría jamás. Mi padre se las arre-
gló para que ella se enamorara locamente de él y ella ignoró
a su instinto que desde el primer momento le advirtió de que
había algo peligroso en aquella persona. Así fue como acaba-
ron teniendo una relación y un hijo, mi hermano mayor. Julio
César llegó para ocupar el vacío que dejó, al morir trágica-

35
mente, un hermano de mi padre, con el mismo nombre. Esa
absurda tradición de poner nombres de difuntos de la familia
a los hijos para honrar y recordarlos coloca a los niños una
carga que no les pertenece y les impide ocupar el lugar que
sí les corresponde en la familia. A mi hermano le impusieron
esa penitencia.

No puedes dar lo que nunca has tenido

Mi padre, por mucho que quisiera querernos, nunca supo ha-


cerlo. Nunca había sentido lo que es el amor. Al fin y al cabo,
en su familia no lo había recibido. Y, sinceramente, tampoco
creo que tuviera predisposición para experimentarlo, ya que
después de mucho estudiar, identifiqué varios rasgos psico-
páticos en él. Era una persona voluble, tanto que la simple
brisa de una vela podía hacerle cambiar de estado emocional
en un abrir y cerrar de ojos. Y al que, en muchas ocasiones,
vi incapaz de comprender y de empatizar con el dolor ajeno.
Sin duda, experimentaba una gran incapacidad para sentir el
dolor que él mismo era capaz de causar.

Así que trató a mi hermano y a mi madre como lo habría


hecho con ella antes de ser padres. Los trató de la única ma-
nera que sabía. Los maltrató. Durante ocho años, vivieron
una vida cruda, violenta y cargada de incertidumbre. Porque
todo siempre giró en torno a lo que mi padre sintiera o qui-
siera. Y su volátil personalidad nunca permitió saber absolu-
tamente nada, porque todo podía cambiar de un segundo a
otro. Cualquier cosa podía hacer que en su interior se desen-
cajara algo y se desatara la tormenta.

36
Mi madre se vio arrastrada a una vida desconocida. Una
vida solitaria. A pesar de tener una familia que siempre la
ayudaría a salir de aquel pozo, ella misma no fue capaz de
darse cuenta de que debía salir de él. Se vio inmersa en una
relación en la cual su pareja la ninguneaba, la insultaba y la
menospreciaba cada vez que le venía en gana. Y que después,
de forma más racional, le pedía perdón por todo lo que hu-
biera hecho, y volvían a empezar. Vivían en una constante
rueda de efecto luna de miel, en la que después de la tormen-
ta siempre venía la calma, hasta que volvía la tormenta, y así
sin parar.

Fue en esa espiral de dolor y manipulación en donde él


se empeñó en traer otra vida al mundo. No le bastaba tener
a dos personas a las que atormentar, irónicamente, él que-
ría una niña y hasta que no lo consiguió, no desistió. Desde
el primer momento, tuvo claro que quería y tenía que ser
una niña. Quizá él de alguna manera lo sabía. Yo he tardado
treinta años en comprender ese empeño en que yo naciera.
Fue, sin duda, una pieza fundamental del sistema familiar.
Pero para comprenderlo deberás esperar más adelante en
esta historia.

A veces nos empeñamos en obtener respuestas inmedia-


tas a nuestras preguntas. Queremos entender las cosas desde
el primer momento porque no somos capaces de esperar a
tener todas las piezas del rompecabezas y entonces nos frus-
tramos porque nos falta información para comprender. Pero

37
la cuestión es, ¿realmente estamos preparados para descubrir
ciertas cosas? La información es poder, pero quizá todavía
no has llegado a ese punto en el que puedas utilizarla para
comprenderte y descubrirte.

Si algo me ha enseñado este camino de autoconocimiento


es que todo ocurre en el momento exacto, en el lugar exacto.
Así que debemos dejar a la vida y al universo que lleven su
curso para poder realizar el aprendizaje.

38
Proyecto sentido

Estando mi madre embarazada de mí de unos tres meses, mi


padre tuvo un accidente en moto que lo dejó en coma. Derra-
me cerebral. Incluso salió en el periódico en el apartado de
sucesos con la noticia de que había muerto. Según la expli-
cación que él mismo me dio años después, se sintió entre la
vida y la muerte. Más cerca de la muerte que de la vida. Pero
fue la necesidad de conocerme a mí lo que le trajo de nuevo a
este plano. Y así fue como volvió a abrir los ojos y despertó
del coma.

Esta fue una enorme carga que se me impuso antes de


haber nacido. Solo con tres meses de gestación, yo ya ha-
bía recibido el encargo de traer de nuevo a mi padre a este
mundo. A un mundo del que yo ni siquiera formaba parte
todavía. Un mundo en el cual debería justificar esa capacidad
y responsabilidad para sostenerlo a él. Una locura absoluta.
Un peso del que nadie había sido consciente que se había
puesto sobre mí, y que, por supuesto, me acompañaría por
un largo tiempo.

Después de despertar del coma, por abril del año 1990, mi


padre se volvió mucho más agresivo y trastornado de lo que
había sido nunca. Supongo que haber estado en contacto con
la muerte no debe ser tarea fácil. Así que acabaron ingresán-
dolo en el psiquiátrico porque ponía en peligro al personal
sanitario. Me puedo imaginar el estado emocional en el que
se encontraba. Lesión cerebral y varias lesiones físicas que

39
le habían dejado en silla de ruedas y le impedían caminar de
forma permanente.

No quiero ni pensar lo que debieron de vivir los que esta-


ban a su alrededor en aquel entonces. Según tengo entendi-
do, fueron mi madre, mi hermano y la familia de mi madre
quienes se hicieron cargo de él. Siempre fue la familia de mi
madre. Con tal de ayudarla a ella, soportaron situaciones
desquiciantes con un convaleciente agresivo que tenía aluci-
naciones. Al final, si no querían perderla a ella, a su nieto y a
su futura nieta no les quedaba más remedio que tragar.

Mis abuelos siempre han sido personas excesivamente


bondadosas y generosas. A pesar de haber vivido la posgue-
rra y de haber experimentado las carencias de aquella época,
siempre dieron todo lo que estaba en su mano para ayudar a
los demás, con más ahínco cuando se trataba de algún fami-
liar. Ellos siempre han sido así. Así que ahí estuvieron, a las
duras y a las maduras.

Y así de delirante fue la recuperación de mi padre mien-


tras mi madre se encargaba de gestar un bebé y de cuidar de
un niño pequeño. Poco a poco, fue recuperando de cierta
manera la cordura y, ante todo pronóstico, la capacidad de
andar. Dicen que muchas personas que se encuentran en si-
tuaciones próximas a la muerte valoran mucho más la vida.
Creo que no fue su caso, ya que continuó maltratando a su
familia. Pero ahora lo hacía todavía más desconectado de su
mente.

Y en ese entorno tan poco estable y cálido, nací yo. La


niña que debía salvar a su padre de sus sombras. La niña que

40
venía a una familia en la que su madre era consciente de la
situación tan delicada que ya tenía en casa como para com-
plicarlo todavía más.

Mi madre se pasó muchos años intentando reparar, inten-


tando compensar todo el daño que hacía mi padre. No se ha-
bía dado cuenta de que le había absorbido su esencia, de que
le había permitido pasar límites que nadie debería pasar. Que
había sucumbido a sus exigencias, a sus excentricidades y a
sus cambios de humor constantes. Cuando se dio cuenta, ya
estaba metida en el barro hasta la cintura y por mucho que
quisiera moverse, ya era tarde. Ya no había marcha atrás.
Cualquier movimiento en falso y se podía hundir en lo más
profundo. Ella siempre ha sido una madre muy comprensiva,
cariñosa y cercana a nosotros. Siempre hizo de mediadora,
aún a riesgo de llevarse ella el castigo. Creo que siempre se ha
sentido culpable por mantenernos en esa vida durante tanto
tiempo, pero ni ella misma sabía cómo salir de ahí.

Mi padre había acabado con su esencia, con su espíritu.


Le había robado lo más valioso, su libertad. No podía hacer
o decir lo que quisiera porque siempre estaba la presión de
mi padre. Usaba la voz, la mirada y los gestos agresivos para
intimidarla. También para intimidarnos a nosotros. Emplea-
ba adjetivos y palabras muy hirientes contra nosotros. Usaba
castigos de la vieja escuela para corregir lo que creía que de-
bíamos corregir. Limitaba y coartaba nuestros movimientos
a su antojo, porque él era el dueño y señor de la familia. Él
decidía. Él tenía la última palabra.

Por más que le veía tratar mal a mi hermano y a mi ma-


dre, por más que sentía que nos hacía daño con sus palabras,

41
con su forma de actuar, con sus desprecios, con sus insul-
tos, seguía sintiendo una lealtad y fidelidad hacia él. Era algo
sobrenatural. Algo me mantenía siempre a la espera de que
cambiara. Después de todo, era mi padre y no podía ser que
no me quisiera. No podía ser que fuera tan malo.

Eran muchas las ocasiones en las que mi madre se arma-


ba de valor y decidía dejarle. Ella no quería nada material.
Simplemente, quería ser feliz y libre. Hacía de tripas cora-
zón, preparaba la maleta y decidía que ya no podía más, que
ya no podíamos seguir viviendo en ese entorno desquiciante
y agresivo. Que nos merecíamos vivir tranquilos. Entonces,
nos íbamos de casa, y cuando ya nos habíamos ido, se la co-
mía la culpa. Mi padre se las arreglaba para darle la vuelta a
la situación. La manipulaba psicológicamente para que ella
sintiera que era la culpable de todo. Que ella era la razón de
que la relación no funcionara. Que él se volvía así de agre-
sivo porque ella era la causante de todo. Así que, tarde o
temprano, siempre acabábamos volviendo a casa. Y vuelta
a empezar.

A medida que fui tomando conciencia, también comenzó


a calar esa culpa en mí. Cuando había un episodio en el que
mi madre quería acabar de una vez por todas con la historia,
yo sentía pena por mi padre. Aunque me hubiera hecho sen-
tir la mierda más grande del universo, seguía sintiendo que
le debía lealtad. Y, entonces, mi madre ya no solo tenía que
luchar con su propia culpa, sino también con la mía. Creo
que eso no ayudó mucho a cortar por lo sano.

Vivir en ese estrés constante me hizo desarrollar un estado


de vigilancia permanente. Siempre en guardia, siempre a la

42
espera de que te caiga alguna por alguna parte. Siempre es-
perando que pase algo desagradable, porque la cosa se podía
torcer aún más. Por más maravilloso que fuera el momento o
incluso el día, de un segundo a otro podía desatarse el caos.

No recuerdo la primera vez que mi padre me amenazó


con suicidarse, aunque sí recuerdo la sensación de conectar
con esa barbaridad. Cuando algo le hacía sentir mal, cuando
no le gustaba algo de lo que hubiera hecho, amenazaba con
poner la cabeza en la vía del tren, con darse cabezazos con-
tra la pared hasta que tuviera que recoger sus sesos con un
recogedor. Y, obviamente, si eso ocurría, la culpa sería solo
mía. Mía. Con cuatro, cinco, seis o siete años. La culpa de
que mi padre se quitara la vida sería mía. Ese era el mensaje.
Un mensaje que se ha repetido en mi cabeza durante muchos
años.

Así que, de alguna manera, se aseguraba de que no lo de-


járamos solo, de lo contrario, pasaría alguna de estas cosas.
Yo me aseguraría de que nada de esto pasara para no cargar
con la culpa. Y así lo hice. Tragué con ello durante mucho
tiempo.

No todo es blanco o negro, también hay grises

Aunque no siempre era así. Era como si tuviera dos vidas.


Una parte de mí, esa niña dulce y cariñosa, idolatraba a su
padre. Le encantaba pasar tiempo con él, ir a repartir cupo-
nes, porque desde que tuvo el accidente comenzó a traba-
jar en la Organización Nacional de Ciegos Españoles por su

43
problema de visión, y pasar el día con él. Aprender a leer, a
tocar el piano, jugar al billar. Él me enseñaba muchísimo, era
una gran fuente de sabiduría. Para mí era un referente al que
quería mucho. Era divertido, tenía un gran ingenio y también
tenía una parte muy espiritual. Hasta me enseñaba a meditar,
incluso creo que estaba conectado con algo muy sutil del uni-
verso y quería mostrármelo a mí.

Y a mí me encantaba compartir todo esto con él y creo


que a él también le gustaba compartirlo conmigo. En esos
momentos, sentía que él era feliz. Pero, sin duda, algo en su
interior no estaba bien. Había algo muy profundo y oscuro
que no le permitía vivir en ese estado de conexión y felici-
dad. Su niño interior estaba destrozado y no le permitía vivir
tranquilo.

Esa oscuridad, ese dolor, eso que nunca llegó a contarnos,


le costó su felicidad y la nuestra. Jamás quiso abrir esa ven-
tana hacia su alma rota. Creo que a él mismo le asustaba lo
que pudiera encontrar y por eso recurría a beber y a fumar
sin parar. Necesitaba evadirse de la realidad, necesitaba huir
de sus sombras, pero nunca lo consiguió. Nunca puedes huir
de tus sombras, porque te acompañan hasta en los lugares
más recónditos de la faz de la tierra.

Él tenía dos personalidades. Una que quería quererme y


compartir cosas conmigo, y otra que no era capaz de sentir,
que le hacía volverse la persona más fría y dañina que jamás
he conocido. Y durante mucho tiempo estuve viendo esas dos
caras, aunque me centraba más en la que quería quererme,
porque, al fin y al cabo, era mi padre. Pero poco a poco, esa
parte de su ser fue haciéndose cada vez más pequeña. O qui-

44
zá fue mi percepción. Quizá fue mi memoria que estaba satu-
rada de tanto estrés y dolor que me hizo verlo así. Sea como
fuere, comencé a darme cuenta de que esas sombras se esta-
ban apoderando de mi vida y de mi familia. Cada vez eran
más las circunstancias en las que nos hacía sentir asustados,
humillados y castigados. Cada vez había más situaciones en
las que me tenía que esconder por miedo a lo que fuese capaz
de hacer, cada vez me hacía más la dormida para engañarlos
y engañarme a mí misma de que no me enteraba de lo que
estaba pasando, cada vez veía a mi madre y a mi hermano
más atormentados, más tristes, más apagados.

Hasta que un día dije algo que me costaría otro gran peso
a mi espalda. Un día, estaba tan triste y tan cansada de vivir
entre gritos, amenazas e insultos que, mientras mi madre llo-
raba, le dije: «Él no va a cambiar. Para que estéis siempre así
prefiero que os separéis porque ya no puedo más».

Mi padre me oyó decirle esto a mi madre, las personas


ciegas desarrollan un gran oído y lo suyo era rozando el ul-
trasonido, y si antes me tenía más estima y consideración
que a mi hermano, desde ese momento, pasó a la historia.
Me había ganado el puesto de traidora por excelencia. Yo
había instigado a mi madre a abandonarlo y desde entonces
se ocupó de hacerme sentir culpable hasta el fin de los días.
Ese no fue ni mucho menos el momento en el que mi madre
decidiera poner fin a esa tormentosa relación. Así que, sin
duda, cavé mi propia tumba.

Estaba sentenciada a estar en su punto de mira porque le


había traicionado y se ocuparía de hacérmelo saber de mil
maneras. A partir de entonces, sus amenazas se volvieron

45
más frecuentes y más bastas, y mi sentimiento de culpa iba in
crescendo. Vivía con una mezcla de culpa y miedo constante.

No eras bienvenida

Recuerdo la imagen como si fuera ayer. Era un sábado por


la tarde. Estaba sentada en el sofá viendo una película de
encefalograma plano de sábado tarde. Tenía unos siete años,
y ni siquiera recuerdo por qué estaba yo viendo esa película.

Recuerdo que había una chica joven que abortaba, que


no quería tener un bebé. Y entonces mi padre me dijo que
eso mismo había querido hacer mi madre conmigo. Me dijo
que él había estado mucho tiempo queriendo tener una niña,
pero que mi madre cuando se quedó embarazada no quiso
tenerme, y que hizo absurdeces para abortar.

Él, el hombre más machista del planeta, quería tener una


niña. ¿Para qué? ¿Con qué finalidad? De verdad que el tema
era, como poco, absurdo. ¿No tenía ya bastante con hacerle
la vida imposible a dos personas? No, él quería más, no tenía
suficiente.

Mi madre ya me había contado esa historia, desde su pers-


pectiva, claro. No tenía una situación ideal para traer otro
bebé al mundo, así que, por responsabilidad, no quería tener-
me. Aun así, escuchar en boca de mi padre que mi madre no
había querido tenerme, me hizo mucho daño. Algo dentro de
mí se resquebrajó. Era su estilo. Mi padre estaba dispuesto a
hacerle daño a mi madre, y ahora también a mí de todas las
formas posibles. Allí no se libraba nadie.

46
He tardado muchos años en comprender que este fue el
origen emocional del desarrollo de una patología que me ha
acompañado desde entonces. Desde esa temprana edad, algo
se interpuso entre mis órganos reproductores y yo. Me estaba
atacando a mí misma porque no tenía derecho a estar aquí.
Porque yo no era bienvenida.

Desarrollé una candidiasis vaginal crónica que aparecía


con fuerza y que me quitaba el sueño durante días. A medida
que pasaban los años, iba haciéndose cada vez más potente y
resistente, y llegué a ser inmune a la medicación convencio-
nal. Nada era capaz de acabar con ella y cada vez que apare-
cía se volvía más fuerte. Este hongo acabó estando conmigo
mes sí y mes también. No me dejaba dormir, no me dejaba
caminar con normalidad. No me dejaba vestirme. No me de-
jaba vivir.

Aunque hasta mucho tiempo después no logré compren-


der el origen, mi cuerpo se estaba saboteando porque no me-
recía estar aquí. Y se encargaba de recordármelo constan-
temente atacando a esa parte del cuerpo relacionada con lo
más primario y natural: la concepción y el parto.

La energía con la que venimos al mundo marcará nuestro


camino a seguir. Las proyecciones, los deseos, las necesidades
y el amor de nuestros padres hacia nosotros, incluso meses
antes de concebirnos, ya están creando nuestro camino a se-
guir una vez lleguemos al mundo, este es el significado del

47
concepto «proyecto sentido». Si entre ellos no hay amor, si
no desean que vengas al mundo, si no están preparados o no
tienen unas circunstancias propicias para quererte, cuidarte
y aceptarte por encima de todo, se estarán generando heri-
das en tu propia esencia que te marcarán para toda la vida y
atraerás experiencias crudas y dolorosas para que desarrolles
la capacidad de mirar de frente a esas heridas con la inten-
ción de sanarlas.

48
La niña interior

Era una niña dulce, profunda y muy sensible. Una niña con
muchísima empatía y respeto por los demás, con muchísima
sensibilidad por el entorno, por los animales. Una niña que
quería querer y dejarse querer. Como todos los niños. Todos
nacemos con esa capacidad, aunque poco a poco nos tene-
mos que ir adaptando al entorno para no sufrir en exceso.

Por horarios laborales de mis padres, o más bien por ho-


rario de mi padre, ya que mi madre dejaba bastante de lado
su negocio para adaptarse a las necesidades de mi padre, pa-
saba mucho tiempo en casa de mis tíos Puri y Juan y mis
primos Irene y Daniel. Vivían cerca y mi prima Irene tenía
solo once meses más que yo. Aunque a veces nos llevába-
mos a matar, nos queríamos mucho y no sabíamos estar la
una sin la otra. A mi hermano también le gustaba mucho
estar allí. Nos sentíamos a salvo, porque nadie nos juzgaba
ni nos humillaba. Nadie nos hacía sentir el miedo que a ve-
ces sentíamos en nuestra propia casa. Se supone que un niño
debe sentirse seguro en su hogar. No era nuestro caso. Poco a
poco, yo fui acostumbrándome a estar allí. Me sentía mejor
que en mi propia casa.

Cada vez todo se iba volviendo más complicado, más


duro. Mi hermano tuvo un accidente de moto a los dieciséis
años y estuvo meses ingresado en el hospital. Recuerdo el
momento de volver del colegio y verlo tirado en el suelo con
mucha gente alrededor. Tardé días en poder verlo porque no

49
tenía edad para entrar a la unidad de cuidados intensivos.
Pasaba horas en el hospital esperando pacientemente en la
sala de espera mientras mi madre y la familia le visitaban. Se
tenían que turnar porque justo en los mismos días mi abuelo
había tenido un infarto y también estaba ingresado. Tenía
a dos personas a las que quería mucho en el hospital y no
podía verlas. Solo me quedaba esperar, ir al colegio y volver
a casa de mis tíos.

Mi madre estaba muy ocupada cuidando de mi hermano


y batallando con mi padre. Él no quería ir a verlo al hospi-
tal. No quería ver a su hijo y sentía celos de que mi madre
estuviera constantemente allí. No solo no se implicaba en
cuidarlo, sino que le ponía impedimentos. Un día, enfadado
porque íbamos a ir de nuevo al hospital a ver a mi hermano,
le arrancó las gafas de la cara a mi madre dejándole la marca
de la uña en la frente. Y yo seguía como siempre, de observa-
dora. Era como si una película muy desagradable pasara ante
mis ojos. Aquellos días, aquellas semanas, aquellos meses,
me sentía absorbida por aquel drama. Y lo único que quería
era huir de allí. Así que ya me estaba bien estar en casa de
mis tíos.

Su luz se fue apagando. ¿O yo dejé de verla?

Creo que mi padre se sintió más herido que nunca. Quizá el


accidente de mi hermano le recordó a la pérdida del suyo. No
lo sé, porque nunca fue capaz de abrirse. Solo sé que cada
vez se volvió más oscuro y frío. Se fue perdiendo cada vez
más y esa parte dulce y divertida se iba ocultando entre sus

50
sombras. Poco a poco, yo sentía más distancia y miedo. Ya
no era capaz de reconocer aquella parte que tanto me atraía
de él, ya no estaba.

Recuerdo perfectamente la vez que hui de mi padre y me


escondí por miedo a que me hiciera daño. Es cierto que, aun-
que siempre había sido muy agresivo, su agresividad conmi-
go era verbal. Pocas veces había traspasado esa línea con-
migo, pero llegado ese punto, ya no sabía hasta dónde era
capaz de llegar. Llegó un día en que mi hermano decidió que
ya no aguantaba más. Tuvo un enfrentamiento muy fuerte
con mi padre. Él siempre había sido muy sensible y le había
costado mucho plantarle cara, y mi padre se aprovechaba
de ello. Aquella vez le humilló tanto que decidió que ya no
lo aguantaba más y se fue a casa de mis abuelos. Mi madre
podía seguir con mi padre, él ya no estaba dispuesto a seguir
haciéndolo.

Y estando los tres solos, estalló una gran guerra. Mi padre


gritó, insultó y amenazó a mi madre, como siempre hacía.
Pero esta vez, llegaba a casa mi tío Ángel, el hermano de mi
madre, a buscarme. Mi padre estaba pasado de rosca y creo
que mi madre debió llamarle para que viniera a buscarnos.
Nosotras no podíamos irnos de casa porque mi padre, como
siempre que quería ejercer el control sobre mi madre, le qui-
taba las llaves del coche. Vivíamos en una urbanización, así
que sin coche no podíamos ir a ningún lado.

Mi tío acababa de llegar y presenció la bronca. Normal-


mente, a mi padre se le veía el plumero de lejos, pero se ase-
guraba de mostrar su cara más amable ante los demás y se
guardaba al diablo de Tasmania para su entorno más allega-

51
do. Ese día, no pudo evitarlo y mi tío le vio en plena acción,
así que se metió entre medio de los dos para defender a mi
madre. Casi llegan a las manos. Yo tenía mucho miedo, por-
que realmente una parte de mí temía lo que mi padre sería
capaz de hacer. Dicen que perro ladrador, poco mordedor,
pero él ladraba mucho y era mejor no comprobarlo.

Mi tío dijo que nos íbamos con él, mi padre nos prohibió
hacerlo. Yo no quería quedarme allí, el miedo se apoderó de
mí y quise irme con él. Corrí literalmente hasta el coche de mi
tío y mi padre comenzó a correr detrás de mí. Estaba dispues-
to a pararme para que no me fuese y no sabía cuáles serían
las consecuencias si me alcanzaba. Cerré la puerta del coche
lo más rápido que pude y bajé el pestillo. Él intentó abrir la
puerta, golpeó con fuerza en la ventana y gritó todo lo que
se le pasó por la cabeza. Se me iba a salir el corazón por la
boca. Nunca había sentido tanto miedo. Le había visto muy
enfadado, pero jamás así.

Esto pasó muy rápido y puede que perdiera algún deta-


lle, pero por la misma historia de siempre, mi madre acabó
quedándose contra su voluntad en aquella casa. Aquel día se
quedó sola. Aquel día en que mi padre estaba más enfadado
que nunca, mi madre se quedó sola con él. No había querido
irse, él se encargó de hacer que se quedara allí y estoy segura
de que pagó toda su ira con ella.

Estuve un par de días escondida en casa de mis tíos. Es-


taban temporalmente instalados en el ático de sus suegros
mientras se construían su casa, pero aquello era infinitamen-
te mejor que mi casa, sin duda. Mi padre estuvo llamando
para saber dónde estaba.

52
Como no sabía dónde estaba aquella casa, no pudo ir a
buscarme. Hasta que al final no me quedó más remedio que
volver a casa. Solo era una niña, no podría estar mucho más
tiempo fuera. Sentía mucho miedo de volver a casa, pero la
culpa por haber dejado allí a mi madre lo superaba por go-
leada. Aunque creo que lo escondí bastante bien, fingí que
todo estaba bien. Lo más probable es que mis tíos se imagi-
naran lo que estaba sintiendo, pero yo no me atrevía a verba-
lizarlo. Era demasiado hasta para mí. Mejor hacer que todo
estaba bien y que podía con ello.

Nunca supimos lo que pasó aquellos días. Estoy segura de


que mi madre lo debió pasar realmente mal. Atrapada con
aquella fiera que les había arrebatado a sus hijos. Era tan
feroz y tan horrible convivir con él que sus dos hijos habían
tenido que irse de casa. Sin duda, había llegado el momento
de elegir y, por supuesto, ganaban los hijos.

Por fin estaba pasando

Mi madre había aguantado carros y carretas. Se había dejado


humillar, controlar, castigar y abusar de mil y una formas.
Había visto algo en mi padre que la había atrapado. Le había
intentado ayudar y querer de todas las formas que se puedan
imaginar. Pero no lo había conseguido.

Aquel pobre diablo, como ella siempre decía, le había ro-


bado dieciocho años de su vida. La había apartado de sus
ambiciones laborales. La había apartado de todo el mundo,
porque la había obligado a elegir infinidad de veces. Se había

53
tragado su dignidad y había hecho cosas por él que no vivirá
suficientes años para agradecérselo. ¿Y todo para qué? ¿Todo
a costa de qué? De su vida y de su felicidad. Le había quita-
do lo más valioso, su esencia y su libertad. Y había llegado
el momento de recuperarla. Mi madre, por fin, después de
tantos años de sufrimiento y de altibajos, decidió separarse
de mi padre.

Pero a él no le gustó tanto la idea. Se aferró con uñas y


dientes a lo único que le quedaba en la vida y le complicó
la existencia otros dos años más. Se encargó de encontrar
la manera de dilatar el proceso. Mi madre quería vender la
casa y repartirse el dinero a medias. Era lo justo. No quería
nada de él, no quería tener nada que le permitiese volver a
tocarnos las narices. Quería sacarlo de su vida para siempre.
Y le costó mucho tiempo conseguirlo porque él se encargó de
dinamitar la venta de la casa lo máximo posible.

Nunca se estableció una manutención. Mi madre lo inten-


tó por las buenas, pero él pretendía obligarme a establecer un
régimen de visitas pautado. Él quiso que la ley me obligara
a cumplir esas visitas a cambio de la manutención. El día en
que teníamos que ir al juzgado, aun habiendo sido él quien lo
había solicitado, no se presentó. Coherencia absoluta, como
siempre.

El juez quiso hablar conmigo a solas. Yo ya tenía doce


años, así que ya estaba en edad de decidir con quién quería
quedarme. La respuesta era obvia. Le conté lo absurdo que
me resultaba todo. Le conté que la única que se preocupaba
por mí era mi madre, que mi padre solo quería echarle un
pulso y tocarle donde más le dolía. Le conté que hacía años

54
que yo no me sentía segura estando con él, que no nos trata-
ba bien y que no quería ni de lejos estar obligada a estar con
él porque no me gustaba, porque yo misma había pedido a
mi madre años antes que se separaran.

Por lo visto, debí de ser muy convincente porque el juez


salió a hablar con mi madre, algo que no es muy frecuente, y
le dijo que estuviera tranquila y que estaba sorprendido por
la madurez que le había demostrado. Que era obvio cuál era
mi posición y que tenía derecho a recibir la manutención por
parte de mi padre sin establecer un régimen de visitas. Esa
manutención jamás llegó. Y no porque no pudiera permitír-
selo. Al contrario, se ganaba muy bien la vida. Creo que, de
alguna forma, pretendía estirar la cuerda para que mi madre
tuviera que recular y volver con él o pedirle algo para poder
mantenernos. Pero eso no ocurrió. Ella sola se buscó la vida.

Desde que se separaron hasta que vendieron la casa, mi


padre tuvo una novia alemana y se la trajo a casa. Por si todo
fuera demasiado sencillo, él siempre encontraba la forma de
complicarlo todavía más.

Durante ese tiempo, estuvimos conviviendo con ellos


como pareja en casa. A veces, iban a Múnich, donde ella
vivía, a veces, venían los dos. Como si aquello fuera su pi-
sito de soltero. Y mi madre, como siempre, intentando que
la cosa fuera lo más distendida posible. Solo quería ven-
derla y largarnos echando hostias de aquella casa. Fue una
etapa rara como poco. Absurda, surrealista. Una etapa de
transición en la que ellos dos ya no eran pareja, pero no
había forma de perderle de vista. O, por lo menos, dejar de
convivir con él.

55
Y por fin llegó el momento. Nos fuimos a vivir los tres so-
los, mi madre, mi hermano y yo. Mi padre acabó su relación
con aquella mujer, o más bien la acabó ella cuando le vio el
plumero y mi padre se fue a vivir a Mallorca. Pero se toma-
ba la libertad de presentarse en nuestra nueva casa como si
aquello fuera suyo o como si todavía tuviera algo que opinar.

De nuevo, más circunstancias surrealistas. Se suponía que


nos íbamos de casa para perderle de vista. Pero no. Pare-
cía una broma de mal gusto. Ahí seguía él, haciendo como
si todavía fuéramos una familia, como si alguna vez lo hu-
biéramos sido. Y seguía en su línea, avergonzándome con
sus extravagancias, insultándome cuando le venía en gana.
Metiéndose donde nadie le llamaba. Estaba claro, solo ha-
bíamos cambiado de casa, pero él seguía tocando los huevos
desde cualquier lugar. Él seguía teniendo el poder, y tenía que
demostrarlo constantemente.

Seguía usando la táctica de hacerse la víctima. Iba a su


puñetera bola y cuando, imagino, se sentía solo, me llamaba
para que fuera a verlo a Mallorca. Pero ni se preocupaba por
cómo estaba, ni si necesitaba algo ni nada absolutamente. De
hecho, yo volaba a Mallorca desde Barcelona y el vuelo lo
pagaba siempre mi madre. Un sinsentido todo. Aun así, yo
iba a visitarlo, porque mi madre, inocente que era ella, seguía
con la idea de que él iba a cambiar, que seguro que la cosas
sería diferente y que, al fin y al cabo, era mi padre y había
que quererlo. Esa ha sido siempre su premisa.

Mi hermano, como ya era mayor de edad, podía esca-


quearse de visitarlo, así que iba y venía yo sola. Por más ve-
ces que viajara, mi madre se ponía histérica. Imagino que el

56
hecho de que le tuviera pánico a volar no le ayudaba a gestio-
nar sus emociones. Aunque creo que también debía tener esa
lucha interna. Por una parte, me invitaba a ir a verlo, y por
otra sentía vértigo al dejarme ir sola. Y yo también sentía esa
lucha en mí. Iba a ver a mi padre, a un sitio donde había pla-
ya, donde mucha gente se iba de vacaciones y la idea era ir a
pasarlo bien, compartir tiempo con él, y sentir que me quería
y que quería estar conmigo. A veces, sentía que sí, y a veces,
no tanto. Las primeras veces, todo era nuevo y me enseñaba
cosas chulas. Íbamos a la playa y pasábamos tiempo juntos.
Incluso hice alguna amiga allí. Pero siempre encontraba la
manera de boicotear la experiencia. Después de todo, nada
podía ser sencillo y tranquilo. Con él no.

Una de las veces en las que fui a visitarlo, el día que tenía
que coger el avión para volver a Barcelona, me dejó en casa
de unos amigos y se fue a vete a saber dónde. Llegó dos horas
tarde. Perdí el avión. Creo que le debí dar pena a la mujer
que se encargaba de los billetes porque me dio uno para el
siguiente vuelo.

Ahí había un indicador de que no se podía confiar dema-


siado en su forma de hacer. La última vez que volé a Mallor-
ca y hui de su casa, quedó confirmado. Él era así y nunca iba
a cambiar.

Normalmente, para un niño es muy importante que sus


padres se quieran y estén juntos. Durante muchos años, tuve
la esperanza de que mi padre dejara de comportarse como lo
hacía y que pudiéramos ser una familia normal. Pero cuando
me di cuenta de que no iba a cambiar y de que estaba harta
de aguantar sus broncas, sus gritos y sus insultos, necesité

57
dejar de vivir así. Estaba cansada de sentirme la rara del co-
legio, de tener que esconder todo lo que me pasaba en casa
porque no era normal, de tener que cargar con una lacra que
no era mía. Estaba cansada de no tener un lugar seguro. Eso
acabó con mi inocencia y mi ingenuidad, además de cargar-
me con la culpa de ser la responsable de su separación.

Damos por hecho que es en casa en donde un niño se sien-


te seguro, donde siente que tiene a las figuras que le protegen.
Creemos que es el lugar donde nada ni nadie le hará daño.
Y así debería ser. Aunque existen muchos tipos de familias y
de hogares y vivir en un hogar hostil donde nunca te sientes
a salvo puede acabar completamente contigo, haciendo que
ni tú misma te reconozcas porque te han estado atacando y
haciendo daño desde el mismísimo núcleo de tu niña interior.

58
El ego

Darte cuenta de que tu padre, una de las personas que te ha


dado la vida, está tan ensimismado mirándose el ombligo
que no es capaz de hacer nada más por nadie que no sea él
es muy duro; así como asumir que toda la esperanza y la
confianza que había puesto en él se había disipado; y que
todas las veces que me había sentido humillada, despreciada
y asustada por su culpa, había estado esperando que algo
sucediera y que cambiara. Eso no iba a pasar. Él tenía proble-
mas, muchos problemas, y si en veinte años machacando a
su mujer, y otros tantos a sus hijos, no le habían hecho darse
cuenta, perderlos tampoco lo iba a hacer.

Yo he necesitado muchos años y muchos palos para en-


tender y asimilar esto. Una parte dentro de mí se había hecho
una falsa ilusión de que, en el fondo, como era mi padre, lle-
garía un día en que se daría cuenta de que nos estaba hacien-
do daño. Esa niña que había dentro de mí necesitaba creer en
ello y lo había sostenido el máximo de tiempo posible. Pero
yo ya no era esa niña. Yo ya no creía que él fuera a cambiar.
Había tenido muchas oportunidades y se había encargado
de dinamitarlas todas. Había tenido la oportunidad de limar
asperezas y acercarse a mí y no solo no lo aprovechó, sino
que además se encargó de cargarse del todo mi autoestima y
mi confianza.

Estaba cansada, triste, enfadada, y decepcionada. Yo ha-


bía sido la niña de sus ojos. Ja, ja, ja. Qué hipócrita era con-

59
tando siempre la misma milonga a la gente. Qué bien sabía
quedar en la calle. Pero conmigo lo tenía todo hecho. A mí
ya no me engañaba más. Yo no quería caer en la misma tram-
pa que mi madre, no me iba a dejar embaucar más por mi
padre como había hecho ella. No quería convertirme en mi
madre ni pasar por todo lo que ella había tenido que pasar,
así que puse punto y final a nuestra relación. Si estaba con-
valeciente, era su problema. Yo había intentado ayudarle y
él había sido un desagradecido, como siempre. Así que corté
cualquier tipo de comunicación con él. Él en Mallorca y yo
en Barcelona. Como si no existiera.

Durante los años anteriores, durante mi preadolescencia,


con todo ese machaque constante, mi niña interior se fue es-
condiendo poco a poco para no sufrir más. Me fui volviendo
cada vez más reservada, me costaba abrirme a los demás por
miedo a mostrar mi vulnerabilidad. Me hacía la fuerte y au-
tosuficiente. Yo no necesitaba nada de nadie. Ni siquiera de
mi madre. Nadie podía darme nada de lo que yo necesitaba.
Y tampoco lo quería.

Me encerré en mi mundo interior y, aunque siempre ha-


bía sido muy habladora y extrovertida, empecé a hacerlo de
forma selectiva. Contaba lo que yo quería a quien yo quería.
Ahora el control lo tenía yo. Control de absolutamente todo.
Había recibido golpes por todos lados y eso no me iba a vol-
ver a pasar porque ya me encargaba yo de que no fuera así.
Así que cerré la compuerta y no entraba ni la brisa del mar.

Tenía amigas y amigos, sí, pero ni siquiera ellos sabían lo


que me estaba pasando. Ni siquiera mi mejor amiga sabía
que mi mundo se había derrumbado por completo. Sabía que

60
me había cambiado de casa, que mis padres se habían sepa-
rado y ya. Yo no estaba por la labor de contarle nada a nadie
y nadie parecía querer saber nada de mí.

Mi madre seguía con su idea de que tenía que mantener el


contacto con mi padre, que fuera como fuera, era mi padre.
Eso me enfurecía muchísimo. No quería saber nada de él. El
simple hecho de que me hablaran de él me hacía entrar en có-
lera inexplicablemente. Respondía con una rabia que nunca
antes había experimentado.

Nadie intentaba entenderme, o al menos así lo sentía yo.


Mi madre le quitaba importancia, mi hermano me decía que
era una rencorosa, mis abuelos decían que les daba pena. ¿Y
yo? ¿Es que no le daba pena a nadie? Me resultaba increíble
que después de todo lo que mi padre nos había hecho, cuan-
do alguien le echaba narices y se apartaba de él, se le juzgaba
por hacerlo. Me estaban juzgando y me sentía una hija de
pena, una persona de pena. Y eso hacía crecer mi barrera y
también mi rabia.

Estaba claro, nadie era capaz de comprender lo que yo


sentía, así que tampoco iba a intentar que lo hiciesen. Seguí
con mi vida como si no hubiera pasado nada. Seguía estu-
diando y dándolo todo por ser la niña perfecta. Me obse-
sionaba por sacar la mejor nota de clase y tanto si pasaba
de curso como si no, no me sentía mejor. Era como si nunca
fuera suficiente para mí. Como si estuviera la sombra de mi
padre recordándome que yo podía hacerlo mucho mejor, que
podía ser perfecta. Entendí que esa exigencia estaba relacio-
nada con él, que él me había machacado toda la vida para
hacerlo todo perfecto. Que mi padre me había educado para

61
ser una niña perfecta, para hablar con un rico vocabulario,
para sacar las mejores notas, para no decir jamás una pala-
bra fuera de tono, ¡ni siquiera había dicho una palabrota en
mi vida! Y entonces lo vi claro. Esa no era yo, esa era la niña
que mi padre había moldeado a su antojo y la mejor forma
de perderlo de vista, la mejor forma de sacarlo de mi vida,
era sacar todo aquello que había dentro de mí que me recor-
dara a él. La mejor forma de darle donde más le dolía era
hacer todo lo contrario de lo que había sido siempre.

Hasta ahora me habían hecho llorar y tenía que aguantar


toda la sensibilidad que tanto me caracterizaba. Había sido
la niña que quería a su padre por encima de todo, la que
siempre quería estar con la familia, la que quería compartirlo
todo con todos. ¿Para qué? Para sentir que mi forma de vivir
y de sentir no era válida. Que tenía que ser diferente. Me ha-
bía pasado horas escribiendo cientos de frases como castigos
injustos, me había arrodillado con libros en las manos de
cara a la pared, me había gritado, insultado y acojonado mi-
llones de veces. Y encima ahora me tenía que sentir culpable
por haber querido sacar al origen de todo ese mal de mi vida.
Ahora era yo la mala. Pues si el mundo pensaba que yo era
mala, ahora lo iban a pensar con razón.

A la mierda, niña perfecta y repelente. Hola, tía dura

Dejé de llamar a mi madre «mami», como la había llamado


siempre. Para mí era imposible hacerlo. Era como si me que-
mara, como si fuera incómodo. Como si de verdad no sintie-
ra que era mi madre. Era una sensación muy rara, pero no

62
podía expresarle afecto ni tampoco respeto, volcaba contra
ella toda mi rabia. Tenía una gran facilidad para encender mi
fuego interno simplemente con hablarme. Y eso a mi abuelo
le cabreaba mucho, se enfadaba conmigo porque me decía
que tenía que tenerle respeto a mi madre, pero no era capaz
de controlarlo.

Aunque en ese momento tampoco quería hacerlo. A pe-


sar de que no quería abrirme a nadie ni ser consciente de la
bomba que llevaba a cuestas, había momentos en los que era
imposible controlar las fugas. Era demasiada la presión que
había dentro de mí. Esa bomba la llevaba dentro y algún día
llegaría algo que la haría detonar.

Estamos acostumbrados a oír que la vida es dura, que los


niños tienen que enterarse de que es así y que, cuanto antes
lo sepan, menos daño se harán. ¿Esto es cierto? ¿Realmente
necesitamos saber lo antes posible que la vida es dura, o te-
nemos derecho a vivirla como niños despreocupándonos de
lo que pasa en el mundo real? Al fin y al cabo, cuando eres
un niño, no es tu responsabilidad preocuparte de esas cosas,
para eso están los mayores.

Pero ¿qué pasa cuando los adultos también son niños en


cuerpos de adultos? Quizá ahí está el problema. Quizá los
adultos se empeñan en decir esto a los niños para repartir
responsabilidades, porque al final se sienten niños también,
incapaces de gestionar lo que la vida les trae. Y así es como

63
siendo solo un niño o una niña, te acabas protegiendo de la
vida tan dura que hay a tu alrededor, poniendo distancia del
mundo exterior para que no te haga daño, aunque, probable-
mente, esa distancia sea la que mayor daño te cause.

64
La adolescente interior

Tenía trece años y sentía que ya no encajaba en ningún lu-


gar. Ya no me sentía bien con mis amigas. Con aquellas con
las que había hecho y compartido tantas cosas. De repente,
empecé a sentir que me dejaban de lado. Sentía que ellas se
iban uniendo más y a mí me desplazaban. Así que poco a
poco fui distanciándome de ellas, sin darme cuenta de que
era yo misma la que tenía esa sensación. Sin darme cuenta de
que probablemente ellas no hicieran nada diferente, y yo sola
fui conectando con esa sensación de rechazo que solo existía
dentro de mí.

Había empezado a ir con los repetidores, con los que fu-


maban porros, con los que más problemas daban en clase.
Y con sus amigos y los amigos de sus amigos. Yo quería ser
como ellos, quería que nada me importara como a ellos.
Aunque quizá tampoco supe ver que ellos estaban en una
situación similar a la mía. Éramos almas heridas que nos jun-
tábamos para compartir el rato, fumar y salir de fiesta. Eso
era todo lo que compartíamos. Lo aparentemente guay. Pero
cada uno se comía su propio marrón en silencio.

Comencé a comportarme de forma problemática. Si no


había problemas, ya me encargaba yo de buscarlos. Y me
daba exactamente igual aprender y aprobar. Pasé de preocu-
parme en exceso por ser la más brillante, a suspender a dies-
tro y siniestro sin importarme porque eso me hacía guay. Lo
único que me importaba era salir de clase para irme con mis

65
amigos a fumar y a pasar un rato divertido. Y salir de fiesta.
Salíamos de fiesta cada fin de semana y bebíamos cantidades
ingentes de alcohol. Desarrollé una gran tolerancia al alcohol
y a los porros. Solo era cuestión de practicar y acostumbrar
al cuerpo.

Una tarde de invierno, fumé tanto y había comido tan


poco, que acabé perdiendo el conocimiento y me desperté
con la cabeza empapada debajo de una fuente. No recordaba
haber ido hasta allí. Solo recordaba oír voces de fondo que
me llamaban, que me hablaban y yo no era capaz de hablar.
No era capaz de articular palabra, ni siquiera era capaz de
abrir los ojos ni de tenerme en pie. Esa fue la primera vez que
me pasó.

Pero no fue la última. Sentía que me perdía, que mi mente


se separaba de mi cuerpo y que no era capaz de controlarlo.
Como si necesitara perderme para evadirme de todo mi su-
frimiento, como si la única escapatoria a todo aquello fuera
dejar de sentir. Como si no fuera capaz de huir de mi dolor
y la única forma de escabullirme fuera perdiendo el contacto
con la realidad. Con mi realidad. Y así pasaban los días, uno
tras otro, sin encontrar nada a lo que aferrarme.

Este comportamiento me condujo a desarrollar un tras-


torno alimentario. Lo cierto era que ya hacía tiempo que mi
autoestima estaba hecha trizas. Había días en los que apenas
comía, aunque me estuviera muriendo de hambre. Días en
los que el hambre se apoderaba de mí y me atiborraba de
todas las guarradas que estaban a mi alcance. Y enseguida
llegaba la culpa. Culpa por haber comido todo aquello. Así
que vomitaba y asunto zanjado.

66
Nada era lineal. Todo variaba según mi estado de ánimo,
y los días podían fluctuar mucho, pero nunca, en ningún mo-
mento, le dije nada a nadie. En algún momento, mi madre se
dio cuenta de mi conducta, y de hecho hizo algún comenta-
rio al respecto, pero creo que no le dio mayor importancia.
No sé si no quiso ver el problema que tenía delante o es que
realmente no se daba cuenta de la gravedad de lo que estaba
pasando en mi cabeza.

Para rematar, un día recibí un mensaje de un hombre que


parecía ser amigo de mi padre. Me puso de vuelta y media
porque, según él, tenía que ser muy mala hija y persona para
dejar de lado a mi padre y más en el estado en que se en-
contraba. Él, impedido en silla de ruedas, y yo, su hija, sin
hacerle ni caso. Sentí tanta rabia con aquel mensaje de aquel
tío que no me conocía absolutamente nada. Rabia con él,
por meter sus narices donde nadie le llamaba, y rabia con mi
padre porque a saber qué historia macabra le habría conta-
do a aquel desconocido. Siempre se las apañaba para eludir
cualquier responsabilidad. Todo el mundo era malo y él era
una pobre víctima de la vida y del destino.

Volvemos a ser cuatro

En el 2005, cuando yo tenía catorce años, mi madre llevaba


un tiempo sin estar atada a mi padre y, por fin, sentía que
podía hacer lo que quisiera. Tenía dos hijos ya bastante ma-
yores, y podía por fin experimentar la vida desde otro lugar,
desde la libertad. Salía con sus amigas y se lo pasaba bien.
Eso me gustaba porque la había visto atrapada por la rela-

67
ción tan tóxica que tenía con mi padre. Aunque la verdad es
que no tenía claro que ella se hubiera liberado de su historia
con él. Si no lo había hecho yo, ¿cómo lo iba a haber supera-
do ella después de haber estado veinte años con él? Ni siquie-
ra se había molestado en ir a un profesional que la ayudase a
poner su mente en orden.

De alguna manera, había puesto fin a aquella relación tan


tortuosa, pero nunca se había hablado del tema sin tapujos.
Mi padre la había maltratado psicológicamente y, en ocasio-
nes, física y sexualmente. Pero ella tenía los santos ovarios
de seguir defendiéndolo, de seguir diciendo, después de todo,
que era un pobre diablo y que le daba pena. Hablaba muy a
menudo de él y de la familia de él, como si no hubiera pasado
página, y seguía con la idea de que era mi padre y tenía que
hacer por verlo, más después de haber sufrido aquel derrame
cerebral que lo había dejado en silla de ruedas.

¿Cómo era posible que no se diera cuenta? Seguía en sus


redes y no se dignaba a reconocerlo. Y encima pretendía que
yo también. De la misma forma que ella se había quedado
tocada, nosotros también. Pero eso parecía que nadie se mo-
lestaba en pensarlo. Eso me ponía de muy mala hostia. Era
una hipócrita. Parecía que todavía seguía enamorada de él y
eso me ponía enferma. Cada vez que lo nombraba, sacaba
lo peor de mí. Despertaba en mí una rabia tan grande que a
veces tenía miedo de no saber controlarla.

Y, entonces, un día, apareció con un hombre, Manolo. La


verdad es que desde el primer momento supe que era buena
persona, se le veía en los ojos. Aunque me aseguré de avisarle
que no le hiciera daño a mi madre. Ya habíamos tenido sufi-

68
cientes historias como para que viniera otra persona a liarla
de nuevo. Él se rio con esa risa tan característica que tiene
en respuesta a mi advertencia. Desde aquel momento, supe
que sería una persona importante en nuestras vidas y tuve la
esperanza de que así mi madre soltara, por fin, aquel vínculo
tan siniestro que tenía con mi padre.

Enseguida se vino a vivir a casa y no sé cómo, pero rápi-


damente se ganó mi confianza. Era una persona sencilla, sim-
pática y generosa. Yo me sentía tan sola y abandonada que
en poco tiempo lo sentí como si fuera mi padre. Tenía mucha
más confianza con él que con mi madre. Mi madre siempre
ha sido una persona que le da demasiadas vueltas a las cosas
y eso siempre me ha agobiado mucho, así que muchas cosas
directamente ni se las contaba. En cambio, a él algunas sí
podía contárselas.

Sin duda, él se comió esta etapa más derrotada de mí.


Tuvo una paciencia infinita conmigo, aguantó mis idas y ve-
nidas, mis subidas y bajadas de tono y mis desplantes con
mucha templanza. Yo no lo hacía con maldad. Simplemente,
estaba más perdida que un pulpo en un garaje y hacía cosas
que me hacían mucho daño a mí, pero también a ellos, aun-
que ni podía ni sabía cómo pararlo.

Con el tiempo, me di cuenta de que se habían ido a juntar


dos almas muy parecidas. Aunque externamente no tuvieran
nada en común, la historia de mi madre y la de Manolo eran
similares, por lo menos en el aspecto sentimental. Los dos
habían tenido una pareja muy tóxica que les había hecho
la vida imposible, los dos arrastraban todas esas heridas. Y
qué casualidad que dieran el uno con el otro. Qué casualidad

69
que, aunque no tuvieran nada que ver el uno con el otro, se
atrajeron mutuamente. Incluso más adelante se casaron.

Tocada y hundida

Tenía un amigo que iba conmigo a clase, era uno de los po-
cos con los que podía ser yo misma. Un amigo con el que me
mostraba payasa y absurda cuando me apetecía. Creo que,
en aquel entonces, realmente había pocas personas con las
que me podía sentir como con él. Iván no me juzgaba, no me
miraba diferente. Simplemente, compartíamos momentos de
diversión, ratos de piscina, ratos de estudios. Él también se
sentía solo. Sus padres eran bastante mayores, sus hermanos
también y también le costaba sentirse integrado en el insti-
tuto. Nunca nos lo contamos así, pero creo que los dos lo
sabíamos. Pasábamos muchos ratos juntos sin hacer nada,
pero eran ratos en los que no nos sentíamos solos.

Hasta que un día, me llamó una compañera de clase que


vivía cerca y me dio la noticia: Iván había tenido un accidente
de moto y había muerto.

De repente, se me cortó la respiración. No podía ser. Era


imposible, solo tenía catorce años. Aquello era una broma
macabra que no me estaba gustando nada. Hasta que com-
prendí que no era ninguna broma. Iván había muerto.

Me sentí caer. Me sentí asustada e incluso culpable. Pocos


días antes, en la última clase en la que habíamos coincidido,
le dije que respirara más flojo, que me molestaba su respi-
ración. Por aquello de mantener mi fachada de estúpida en

70
público. Y ahora, había dejado de respirar. Joder. Me marti-
ricé con esa frase durante mucho tiempo. «Respira más flojo,
tío, que me molesta». Y entonces me venía su cara, como si
le hubiera dado una bofetada con la mano abierta. Aquella
imagen la tuve grabada en mi mente durante mucho tiempo.

El día del tanatorio necesité entrar varias veces a verlo


porque estaba en shock. No podía creerme que estuviera
muerto. No podía ser. Aquella noche apenas dormí. El poco
rato que conseguí pegar ojo lo vi como si estuviera conmigo
allí en mi habitación y sentí mucho miedo. Estuve días con
problemas para dormir por miedo a volverlo a ver. Sentía
pena al pensar que no lo iba a volver a ver, y miedo de verlo
porque estaba muerto.

En el instituto guardamos unos minutos de silencio por él.


Y como siempre se me había dado bien escribir, sobre todo
cosas profundas, me pidieron si quería dedicarle un poema
para despedirnos de él. Lo escribí con todo mi corazón y
mi pena. Todavía recuerdo aquellas rimas, siempre quedarán
grabadas en mi memoria. Pero no pude leerlo yo. No estaba
preparada para despedirme y mucho menos para llorar de-
lante de todo el instituto.

Días después, era como si la vida hubiera avanzado. Como


si todo siguiera su curso y todo el mundo a mi alrededor si-
guiera adelante. Pero yo me sentía enganchada en esa pena
y me hacía sentir muy débil, así que subí unas dosis de mi
barrera protectora.

Necesitaba no sentirme vulnerable. Me dio por hacerme


piercings. Creo que siempre he necesitado algún tipo de estí-

71
mulo para centrarme en él y olvidarme de lo que pasaba en
mi cabeza. Alguno de mis piercings me lo hice en estudios de
tattoos, pero hubo uno que me lo hice yo misma una mañana
cualquiera. Sin venir a cuento y sin premeditarlo. Me levanté
por la mañana para ir al instituto. Se me cruzó la idea por la
cabeza y fui a la habitación de mi hermano.

Encontré una cajita donde había algunos y cogí uno para


la lengua. Bajé al lavabo, quemé una aguja de coser un poco
gorda con un mechero, la limpié con alcohol y me la clavé
donde me pareció que debía ir el pendiente. Así, sin más. Do-
lía un poco, pero era más que tolerable. No podía hacer ruido
porque mi madre seguía en la habitación durmiendo, y si me
pillaba se iba a volver loca, así que lo hice en silencio.

Acabé de atravesar la lengua con la aguja y mientras la


iba sacando por arriba fui abriendo hueco con el piercing. Y
ya estaba listo. Recogí todo, me arreglé y me fui a coger el
autocar para ir al instituto.

Mi madre tardó días en darse cuenta. Yo ya estaba acos-


tumbrada a disimular, así que aquello era pan comido. Co-
mía comida normal para que no se diera cuenta, aunque
tuviera la lengua como un zapato. Hasta que un día, co-
miendo en casa de mis abuelos, me senté delante de ella,
bajé la guardia y lo vio. Puso el grito en el cielo porque
siempre ha sido exageradamente aprensiva. Intentó que le
dijera dónde había ido a hacérmelo porque era menor y
aquello era denunciable. Obviamente, no le iba a decir que
me lo había hecho en el lavabo de casa porque entonces sí
que le iba a dar algo. Simplemente, le dije que no se lo diría
y cumplí mi palabra.

72
Llevaba tiempo sintiéndome excesivamente vulnerable,
así que cada vez me hacía más la dura. Pero eso no hacía
que me sintiera mejor. Entonces, un día en clase, mi vulne-
rabilidad se vio aflorar y fue machacada y pisoteada por dos
compañeros que eran amigos míos fuera del instituto, que
comenzaron a hacer dibujos sobre mí y a reírse. Se estaban
riendo de un piercing que me acababa de hacer en la oreja. El
tema no tenía mucho sentido, pero tuvo menos todavía cuan-
do me dibujaron con pene y comenzaron a decir que yo tenía
«rabo» y que era un hombre. Todo parecía muy absurdo, no
entendía de dónde estaban sacando eso y por qué lo hacían.
Eran mis amigos, o eso creía yo. Y así empezaron a acosarme
con el mismo tema que no tenía ni pizca de gracia.

No entendía por qué me estaban haciendo eso. Yo no les


había hecho nada. Nos llevábamos bien y de repente me em-
pezaron a hacer la vida imposible. Otra vez la misma his-
toria. Cada día me humillaban y se reían de mí, me decían
que era un travesti, que la tenía más larga que ellos y barba-
ridades de ese estilo. Yo solo tenía catorce o quince años, y
durante todos esos años me habían caído hostias por todas
partes, así que no tenía mucho a lo que aferrarme ni con qué
defenderme porque ya me sentía devastada. Solo lloraba y
me sentía cada vez más hundida. Nadie en el instituto hizo
absolutamente nada por solucionar aquel problema. Ningún
profesor que presenciara algún episodio en el que me insulta-
ban y se reían de mí hizo nada por pararles los pies. Dejaron
que acabaran con la poca entereza que me quedaba.

Sentía que merecía todo lo que me pasaba. Por más que lo


había intentado evitar ver, siempre había estado allí. Me sen-

73
tía sola, muy sola. Llegaba a casa y no había nadie. Mi madre
tenía que trabajar y mi hermano estaría trabajando o con sus
amigos. Ya llevaba tiempo obsesionándome con la comida,
pero desde entonces fue a peor. Mucho peor. Comía hasta re-
ventar y acto seguido me sentía tan mal que iba a vomitar. Y
después, para compensar, me pasaba horas y horas sin comer
nada. Me sentía muy mal al hacerlo, pero no podía parar.

Tenía un cuerpo muy atlético, siempre había hecho mucho


deporte y tenía una buena constitución, pero cuando me mi-
raba al espejo no era capaz de verlo. Solo veía a alguien que
no me gustaba nada. Me miraba al espejo y veía a mi padre.
¿Por qué me tenía que parecer tanto a él? Tanto por dentro
como por fuera. Me había convertido en lo que él representa-
ba. Alguien atormentado por su historia que no era capaz de
afrontarla y necesitaba evadirse de la realidad. Joder, ¿cómo
no lo había visto antes? Me había convertido en mi padre.

Necesitaba huir de todo eso. Necesitaba dejar de oír


aquellas voces que se reían de mí, que me decían que era un
hombre. Yo no era ningún hombre, maldita sea, y lo iba a
demostrar.

Empecé a recurrir al sexo como herramienta para demos-


trarme a mí misma mi feminidad. Usaba a los chicos para de-
mostrarlo. Aunque después me sentía sucia, porque acababa
con personas que solo querían lo que querían. Al final, no te-
nía claro quién usaba a quién porque yo me colgaba de ellos.
Esa asquerosa sensación de que alguien quiera acercarse a ti
para echar un polvo y que ni siquiera se preocupe por cómo
te sientes tú. Esa sensación de que yo estaba siempre que que-
rían. Esa sensación de ser injusta conmigo, de traicionarme,

74
de no preocuparme por lo que sentía. Seguía machacándome
y lo estaba haciendo de mil formas diferentes. No tenía que
demostrar nada a nadie, me lo estaba demostrando a mí. Me
estaba demostrando que merecía ser tratada con la punta del
pie tal y como me habían tratado siempre.

La vida me estaba dejando claro que eso era lo único que


iba a recibir porque unos nacen con estrella y otros estrella-
dos. Yo, sin duda, era la estrellada.

Lo sentía de tal forma que decidí marcarlo en mi piel. Fue


el primer tatuaje que me hice. Por supuesto, no iba pedirle
permiso a mi madre porque no me habría dejado. Esta vez sí
que fui al estudio de tatuaje y nadie me pidió autorización,
por lo visto parecía mayor de edad.

Cuando mi madre se enteró, casi le da algo. Aunque esta


vez tardó tres semanas en darse cuenta de lo que había he-
cho. Primero fue el piercing de la lengua y ahora el tatuaje.
Estaba haciendo cosas que obviamente necesitaban atraer su
atención, pero seguía sin prestar atención a lo que había de-
trás de esa rebeldía. Primero me tatué tres estrellas, después
llegaron sesenta más. Y por supuesto, jamás revelé en qué
estudio me lo había hecho.

Era adolescente, había tenido una infancia de mierda, no


tenía ningún tipo de relación con mi padre. Había dejado de
ir con las amigas con las que siempre había ido, iba con gente
conflictiva, fumaba, bebía, salía y hacía siempre lo que me
venía en gana. Imagino que mi madre debía sentirse sobre-
pasada conmigo. Pero nadie, absolutamente nadie se molestó
en sentarse conmigo a hablar, en preguntarme cómo estaba,

75
por qué me comportaba de aquella manera. Ni siquiera en el
instituto cuando hablaba mal a los profesores, cuando hacía
campana de forma reiterada, cuando suspendía, cuando me
pillaban fumando en el patio, cuando iba con los ojos rojos a
clase. Ni siquiera entonces hubo alguien se me molestara en
hablar con mi madre para saber qué estaba pasando. En mi
familia tampoco.

Era como si nunca hubiera pasado nada. Como si yo hu-


biera tenido una vida tan normal y simplemente estuviera
llamando la atención por llamarla.

Los pies en el suelo

Un día, al volver de clase, una antigua amiga con la que


apenas tenía ya relación me dijo que se había dado cuenta
de lo que me pasaba. Nos habían puesto la lectura de un
libro en clase de catalán, Bitllet d’anada i tornada (Billete
de ida y vuelta), que hablaba sobre la experiencia de una
adolescente anoréxica que casi pierde la vida por ello. Esa
lectura me dejó muy tocada. Y ella me empezó a explicar
que a ella también le había pasado, que había vomitado
tanto que se le habían estropeado los dientes y que no que-
ría que me pasara a mí.

Me quedé alucinada porque ella se había dado cuenta de


algo de lo que me pasaba y se preocupó por mí. Lo agra-
decí profundamente, aunque no supe transmitírselo como
merecía. Aquella conversación y aquella lectura me hicieron
poner freno a mi locura alimentaria. Seguí con una relación

76
muy nociva con la comida y con mi cuerpo, pero, por lo
menos, dejé de pegarme atracones y vomitar. Algo era algo.

Sentía que, poco a poco, iba soltando aquella presión tan


interna que se había apoderado de mí durante un tiempo
muy oscuro. Sentía que, poco a poco, ya no me odiaba tanto.
Y aunque seguía comparándome y exigiéndome constante-
mente, por lo menos ya no me hacía daño de aquella forma
tan bruta.

Entonces, comencé a ir con un nuevo grupo de amigos.


Algunas de mis amigas empezaron a ir con este grupo y yo
también. Resultó ser un grupo de amigos de mi hermano.
Unos más que otros, pero todos tenían vínculo con él. Eso
a él no le hacía ninguna gracia, no porque fueran sus ami-
gos, sino porque sabía de qué pie cojeaba cada uno y no se
fiaba un pelo de que yo anduviese por allí. La mayoría eran
bastante mayores que yo, y algunos ya estaban de vuelta de
todo. Pero resultó que, en aquel entorno, en aquel grupo de
amigos tan dispar, encontré lo que hacía tanto tiempo que no
encontraba. Me sentía protegida.

Tenía quince años, era la más pequeña del grupo, y la ma-


yoría de ellos eran buenos amigos de mi hermano. Aunque mi
hermano no estuviera allí, ellos me cuidaban, me protegían
y se encargaban de no hacer cosas que hacían con otras per-
sonas. Me respetaban. Y eso era algo que quizá nunca había
experimentado. Era raro, porque era un grupo de personas
muy distintas, de diversas edades y con situaciones familiares
diferentes. Algunos incluso tenían problemas con la ley. Pero
jamás me vi metida en ninguna historia rara. Divertidas y
peculiares sí, muchas.

77
Fue una etapa en la que sentí como si hubiera encontrado
una familia en mis amigos, porque lo hacía y lo compartía
todo con ellos. Y un día, sin darme cuenta, comencé a sen-
tirme atraída por un chico de los del grupo. Quizá era con
el que menos había hablado. Sigfrid era muy tímido. Tenía
cuatro años más que yo, pero se ponía nervioso enseguida e
incluso puede que se sintiera intimidado. De alguna manera,
sentía que la atracción era mutua. Era un chico guapo, con
una mirada muy profunda. Y se le veía a leguas que era muy
buena persona.

Un día, fuimos al cine unos cuantos y al volver nos queda-


mos los dos solos. Le dije lo que sentía por él y tenía razón,
la atracción era mutua. Él se sentía atraído por mí y yo por
él, pero, antes de nada, yo tenía que dejarle las cosas claras.
Yo ya me había hecho mucho daño con personas que no me
hacían ningún bien. Además, era amigo de mi hermano y no
quería tener ninguna historia con él, así que teníamos que
tener muy claras nuestras intenciones. La respuesta fue un
regalo para mis oídos y bálsamo para mi alma. Estábamos
en la misma sintonía, así que aquella madrugada del 23 de
abril del 2006 comenzamos una relación. Mi primera rela-
ción seria.

Con él comencé a experimentar cosas que hacía mucho


tiempo que no sentía. Me hacía sentir segura, querida y mi-
mada. Me hacía sentir la persona más importante de su mun-
do y eso para mí era mucho. Mi madre, antes incluso de que
empezáramos a salir juntos, me dijo que le gustaba mucho,
que se le veía muy buena persona, y no se equivocó. Él me
ayudó, sin saberlo, a volver a poner los pies en el suelo, a

78
volver a confiar en las personas, a volver a querer y a volver
a sentirme querida. Él me ayudó a abrir el muro que había
puesto mi ego, y se pudo escurrir hasta dentro de mi corazón.
Sin duda, fue la persona que el universo me puso en el cami-
no para no perderme definitivamente.

Ya estaba en el último año del instituto. El año anterior


había sido un desastre porque había pasado absolutamente
de todo. Se acercaba el final de ese camino y tocaba ponerse
las pilas, así que me centré en reconducir mis notas para po-
der hacer algo con mi vida. No sabía qué, solo tenía quince
años, pero sí sabía que no quería ser una persona sin ningún
estudio. Tenía muchísima capacidad para retener informa-
ción y se me daba muy bien estudiar, aunque siempre lo deja-
ra para última hora. Esta vez, la cosa iba en serio y tenía que
remontar los últimos tiempos.

Y lo conseguí. Conseguí aprobarlo todo, e incluso con


buena nota. Lo había logrado, aunque no tenía ni idea de
qué es lo siguiente que iba hacer. Solo sabía que no podía
entretenerme a hacer bachillerato porque ni me apetecía ha-
cer tantas asignaturas que no me iban a servir para nada, ni
podía estar todo ese tiempo sin trabajar porque en casa no
es que sobrara el dinero. Así que decidí estudiar un ciclo for-
mativo de estética. Mi madre era peluquera y yo conocía un
poco el sector. Sabía que no era ningún chollo, pero en aquel
momento me atrajo la idea.

Me había pasado mucho tiempo intentando llamar la


atención de los demás para que se dieran cuenta de que tenía
un gran problema, pero en ningún momento se me ocurrió
pedir directamente ayuda. No sabía hacerlo, nunca lo había

79
hecho. Así que, en el final de un camino muy oscuro, cuando
ya me encontraba cegada por toda aquella oscuridad, la vida
me puso una persona a mi alcance en la que apoyarme. No le
conté lo que me pasaba, no hacía falta. Él era tan bueno que
simplemente con eso ya me sentía en calma, y eso me ayudó
a volver a poner los pies en la tierra. Incluso sin saberlo en-
tonces, Sigfrid me ayudó a salir de aquel oscuro y profundo
pozo del que pensé que jamás podría salir.

Hay momentos en la vida en los que pensamos que ya no


podemos más. Nos hemos pasado años y años tragando con
situaciones que nos han hundido hasta lo más profundo. Y
podemos incluso creer que no hay forma alguna de salir de
todo eso, que simplemente es lo que nos toca vivir y que no
tenemos opciones. Pero el universo siempre está guiándonos,
dándonos hilos de los que tirar, poniendo personas delan-
te de nosotros para encontrar un camino por el que seguir.
Siempre. Hasta en la oscuridad más profunda, siempre hay
un rayito de luz. Solo tenemos que estar dispuestos a verla.

80
El día de la marmota

Dos antiguas amigas iban a estudiar también ese módulo de


estética, así que nos apuntamos juntas. Durante el curso, mi
madre y su marido tuvieron un accidente de coche bastante
grave. Una mujer se había saltado una doble continua y con-
ducía al doble de la velocidad permitida y chocó de frente
con ellos. Mi madre solo tuvo contusiones y se rompió la mu-
ñeca. Manolo no tuvo tanta suerte. Conducía tan cerca del
volante que el airbag le explotó en la cara. Se rompió varios
huesos de la cara y varias costillas. Tuvieron que operarle
nariz, pómulos y maxilar porque todo se le había descolgado
y roto en pedazos. Estuvo un tiempo ingresado en el hospital.
Mi madre estaba lisiada y él también.

Volví a pasar muchas horas en el hospital. Por un cor-


to tiempo, había tenido un entorno familiar estable, pero
aquello se acabó pronto. De repente, volvía a estar sola en
casa porque mi madre estaba en casa de mis abuelos para
recuperarse y su marido estaba ingresado en el hospital. Yo
iba y venía a verle. Fue bastante estresante toda aquella si-
tuación: los médicos, el juicio contra la parte culpable del
accidente...

Tenía la sensación de que nunca podía estar tranquila,


siempre había algo que se encargaba de poner mi mundo
patas arriba. No había tregua y eso me estresaba mucho.
Menos mal que Sigfrid estaba conmigo para que yo no me
quedase sola.

81
Estuve estudiando estética todo aquel año y aquello me
ayudó a mantener mi mente un poco ocupada, aunque pasa-
mos muchas horas en el hospital mientras Manolo estaba in-
gresado. Cuando acabó el curso, entré a trabajar en el mismo
centro de estética donde mis dos antiguas amigas con las que
había estado estudiando trabajaban. Ellas ya llevaban más
tiempo, habían hecho las prácticas allí, así que ya se habían
habituado al entorno y al trabajo. Yo ni siquiera había podi-
do hacer las prácticas, así que estaba muy verde. Pero estaba
segura de que me adaptaría rápido.

La herida se reaviva

La realidad fue muy distinta. Al principio estaba bien, pero


al poco tiempo comencé a notar un ambiente un poco tóxi-
co para mí. Sentía que me dejaban de lado y que no hacían
mucho por ayudarme a formar parte del equipo. De nuevo,
me sentía excluida. Me sentía verdaderamente mal. Cada vez
peor.

Comenzó a costarme cada vez más ir a trabajar porque


me sentía muy insegura e incómoda. Las horas se me hacían
eternas y me sentía en guardia constantemente. Además, por
las mañanas estudiaba un curso superior de maquillaje pro-
fesional en una escuela donde parecía una secta. Me pasaba
la mañana en aquella escuela donde tenías que ser como ellos
querían para ser aceptada, la cual cosa no iba a pasar porque
yo no era capaz de tragarme mi personalidad. Y después me
iba por la tarde a trabajar a un lugar donde no me sentía
nada a gusto.

82
Sentía como si una cuerda dentro de mí se estuviera es-
tirando con fuerza. Pero como siempre, yo tragué y tragué.

Llegó el día de la cena de empresa de Navidad, y yo ya


me sentía bastante mal. Tenía un dolor bastante fuerte en el
estómago. Pasaron dos o tres días y el dolor se intensificó. Si-
gfrid estuvo llevándome a varios médicos el fin de semana de
Navidad para que alguien me dijera qué me pasaba. Todo lo
achacaban a comidas copiosas por las fechas, aunque yo ape-
nas había comido porque no había forma humana de hacer-
lo. Un día y muchos viajes en coche después, acabé ingresada
en el hospital porque tenían que operarme de apendicitis. Al
final, de tanto tragar acabé petando.

En cuanto acabó mi baja tras la operación, me echaron


del trabajo y nadie hizo nada por ponerse en contacto con-
migo para saber cómo estaba. Nadie. Silencio absoluto. Y me
sentí muy mal y muy defraudada. No por las compañeras,
sino por aquellas dos personas que habían compartido mu-
cho conmigo, que habían estudiado conmigo en el instituto
y también aquel ciclo. Aquellas dos antiguas amigas con las
que de nuevo había compartido mucho tiempo y que me ha-
bían ignorado cuando me puse enferma.

Sentí una decepción enorme y, a la vez que me enfadé con


ellas, de nuevo sentí que algo en mí no estaba bien porque si
no, no habría pasado todo aquello y no me habrían tratado
así. Aunque al fin y al cabo era la historia de mi vida, sentir
el trato injusto y la decepción.

83
A veces, tienes la sensación de que nada en la vida puede
ser fácil. De que siempre van a pasar cosas que te ponen
a prueba una y otra vez. Probablemente, sea porque en los
primeros años de vida hayas aprendido a vivir de esta forma,
y siempre acabas entrando en espirales que te devuelven al
mismo lugar. Era como si hubiese un patrón que se repetía,
como si siempre fuese a encontrar decepción y rechazo. Aun-
que ahora, por lo menos, tenía una constante que me mante-
nía a flote: Sigfrid.

84
Avanza, no mires atrás

Después de aquella etapa, continué estudiando y trabajan-


do. De hecho, nunca dejé de hacer ninguna de las dos cosas.
Compaginaba siempre el trabajo con los estudios. Después
de estudiar maquillaje y darme cuenta de que aquel mundo
no era para mí, me empezó a picar la curiosidad por las ca-
rreras universitarias y comencé a investigar. Lo cierto es que
no había nada que me encajase ni me apasionase. Hasta que
topé con Criminología.

Ahí estaba. Acababan de hacer cambios educativos, en-


traba el Plan Bolonia y desde aquel momento Criminología
comenzaba a ser una carrera completa. Hasta ese momento,
tenías que estudiar cualquier otra carrera y al tercer año pa-
sar a Criminología. ¿Sería una señal?

Comencé a investigar. Era algo que tenía unos contenidos


muy interesantes y aunque no sabía con qué finalidad, estaba
claro que era esa la carrera que quería hacer. Siempre me ha-
bía gustado todo lo relacionado con las investigaciones, con
la observación, el análisis de la conducta. Así que seguro que
me iba a gustar.

No tenía bachillerato y solo tenía dieciocho años, así que


no podía hacer la prueba de acceso a la universidad. Decidí
hacer la prueba a grado superior para, desde allí, entrar en la
universidad. Tenía claro que quería llegar a la carrera, aun-
que en algún momento cambió el camino hasta ella.

85
Trabajaba en la parafarmacia de El Corte Inglés de Bar-
celona, y una responsable de una marca de cosmética en pa-
rafarmacia me habló de un cliente que tenía una farmacia
en Sabadell. Por lo visto, le gustó mi forma de trabajar la
cosmética y creyó que encajaría bien allí. Cogí al vuelo la
oferta porque tardaba hora y media cada día en ir y volver a
Barcelona. Así que, sin comerlo ni beberlo, sin tener ni idea
de nada de farmacia, solo de cosmética, acabé trabajando en
una farmacia en Sabadell.

El primer día me centré en la cosmética. El segundo día,


ya empezaron a explicarme cómo funcionaba todo. Era una
farmacia que tenía muchísimo trabajo. Éramos doce perso-
nas en el equipo y aun así se formaban unas colas enormes
en la puerta. A la semana siguiente, yo ya estaba despachan-
do en el mostrador. Estaba pegada a alguna de las compa-
ñeras para empaparme de todo lo que decían y hacían. Era
una esponja que lo absorbía todo porque tenía que apren-
der de todo. En pocos días, confiaron en mí y yo ya iba
revoloteando por la farmacia, y cada vez fueron dándome
más responsabilidades.

En aquella farmacia vieron mi potencial. Vieron que era


buena vendiendo y atendiendo a la gente y lo potenciaron
muchísimo. Mi jefe me mandaba a todas las formaciones que
podía y aprendí lo que jamás hubiera imaginado. Además,
estar en constante movimiento atendiendo a tantas personas
me dio mucha confianza de lo que hacía. Aquel trabajo fue
un antes y un después para mí. Además de darme alas para
volar y decidir muchas cosas, aportar ideas, había un am-
biente muy agradable.

86
Los jefes eran muy buenas personas y nos trataban muy
bien. Nos llenaban la nevera y la cocina de comida que nos
gustaba, nos invitaban a cenar cuando teníamos reuniones,
nos regalaban cremas. Confiaban en el equipo y se notaba.
Eso hacía que yo fuese a trabajar siempre con ganas porque
me motivaba. Por primera vez, había encontrado un sitio
donde me sentía a gusto, donde me valoraban, donde confia-
ban en mí y donde apostaban por mí.

Entonces, vi claro que la forma más sencilla de llegar a


la universidad era estudiando algo relacionado con farma-
cia. Además de aprender mucho más, me podría ahorrar las
prácticas. Para poder llegar a la universidad necesitaba hacer
un ciclo formativo de grado superior y el único relacionado
con la farmacia era el ciclo de fabricación de productos far-
macéuticos y afines. La verdad es que no me apasionaba el
contenido lectivo porque había muchísima química y física,
pero, si quería llegar en poco tiempo a estudiar lo que de
verdad quería, me tocaba esforzarme.

Cuatro meses después de comenzar en aquel trabajo, me


independicé con mi pareja. Tenía solo diecinueve años, pero
ya llevaba cuatro años con Sigfrid y estaba claro que éramos
compatibles. De hecho, ya hacía tiempo que queríamos dar
ese paso y habíamos estado ahorrando para ese momento.
Yo estaba mejor en casa, la relación con mi madre se había
relajado mucho, pero ya era adulta y quería mi espacio, nues-
tro espacio.

Ya tenía un trabajo fijo, aunque no cobrara una locura,


tenía un contrato fijo que me daba esa seguridad. Los dos lo
teníamos. Así que nos tiramos a la piscina.

87
Nos fuimos a un piso muy bonito en Ullastrell, un pueblo
pequeñito de las afueras de Barcelona, cerca de donde vivía
con mi madre. Fue una etapa muy chula, nos sentíamos muy
bien compartiendo piso y compartiendo vida desde otro pun-
to. Yo estudiaba por las mañanas y trabajaba por las tardes,
así que el poco tiempo que nos veíamos lo aprovechábamos.
Obviamente, teníamos nuestros roces, como todas las pare-
jas, pero nos sentíamos muy bien compartiendo vida.

Toc toc, la culpa te acecha

En esa etapa, no sé muy bien porqué, volví a sentir algo que


hacía mucho tiempo que no sentía. Volvía a sentir la culpa
por haber dejado de tener contacto con mi padre. ¿O era que
lo echaba de menos? A saber qué era lo que me pasaba por
la cabeza, pero después de un tiempo dándole vueltas, decidí
llamarlo.

Él se sorprendió mucho. Tenía una voz muy rara. Me cos-


taba incluso entenderlo. Desde el derrame cerebral, había
tenido una parálisis en toda la zona izquierda de su cuerpo,
así que le costaba hablar bien y también caminar. Me dijo
que estaba orgulloso de lo que estaba logrando en esos mo-
mentos de mi vida. Me explicó que había habilitado su casa
poniendo barras en el techo para volver a andar. Sin duda,
tenía una naturaleza sobrenatural. Había sobrevivido a dos
comas y le habían dicho en dos ocasiones que no volvería a
caminar, pero el empuje era más fuerte que el diagnóstico.
Me tuvo horas al teléfono. Él hablaba y hablaba como si no
hubiese un mañana.

88
Y entonces comenzó a llamarme bastante seguido, incluso
me propuso ir a verle a su casa, a Almería. Yo me lo planteé
firmemente. Hasta que de repente me di cuenta de que siem-
pre era lo mismo. Él hablaba de él mismo constantemente.
Habían pasado siete años desde que nos habíamos visto por
última vez y él seguía centrándose como siempre en él y des-
pués en él.

Y entonces lo vi claro. Nada había cambiado. Él seguía


siendo el mismo egocéntrico que necesitaba tener a alguien a
su alrededor a quien echar todo lo que le molestaba. Y por
lo visto yo seguía siendo la misma niña pequeña que seguía
esperando tener un padre que la quisiera de forma incondi-
cional. Habían pasado siete años y no había sabido nada de
él. Excepto aquel mensaje de aquel amigo suyo que me puso
verde.

Obviamente, mi padre seguía siendo el mismo narcisista


que jamás sería capaz de reconocer que la había cagado, que
se había portado mal con nosotros y que tenía una responsa-
bilidad en toda esta historia. Así que, con un dolor enorme
en el corazón, corté de nuevo toda comunicación con él. No
quería volver a caer en su trampa. Había estado muy cerca de
hacerlo y me había dado cuenta justo a tiempo.

Era evidente que una mezcla de esperanza y culpa me ha-


bían abocado a retomar el contacto con él, y que ahora, des-
pués de este nuevo encuentro, la esperanza se había esfuma-
do y había dejado paso para una dosis extra de culpa.

Yo no supe gestionarlo de otra forma y directamente no le


dije nada. No le cogía el teléfono cuando llamaba y no le di

89
ninguna explicación. Ni yo misma entendía lo que me pasa-
ba, así que simplemente le di la espalda.

Había vuelto a contactar con él después de mucho tiempo


y tal como aparecí de su vida desaparecí. Claro que me sentí
culpable, pero no supe hacerlo de otra manera.

Entonces, volvieron las pesadillas. Durante muchos años


las tuve. Soñaba que él me encontraba como si llevara mucho
tiempo buscándome y entonces yo me volvía a sentir como
una niña indefensa a la que amedrentaba. Me despertaba
muchas veces con el corazón a mil por hora, o incluso llo-
rando. La mayoría de pesadillas que había tenido eran con él.

Me veía de nuevo siendo pequeña escondiéndome en mi


habitación y tapándome los oídos para no oír los gritos. Me
veía haciéndome la dormida para que no supieran que me
estaba dando cuenta de todo lo que pasaba. Veía a mi padre
con su sombrero, su camisa arremangada y su copa de whis-
key y se me encogía el estómago.

Era de locos. Ya era mayor para seguir teniendo pesadi-


llas, pero ahí estaba todavía lidiando con ellas. Incluso me
pasé tiempo pensando en cambiarme el número de teléfono
por miedo a que me encontrara después de que le volviera a
dar de lado sin darle ninguna explicación.

Abriendo la mente

Después de un año y medio en aquella farmacia donde ha-


bía aprendido tantísimo, sentí que necesitaba probar algo

90
distinto. Aunque los jefes y las compañeras me apreciaban
mucho, sentía que estaba atrapada en aquella categoría, en
aquel sueldo y en aquel horario, así que me fui para probar
en una empresa de cosmética como formadora. La cosa pro-
metía, pero el trabajo era muy absorbente. Tenía que viajar
mucho y trabajar y estar disponible para la empresa a horas
intempestivas. Eso no me gustaba nada y en poco tiempo lo
dejé. Tardé muy poco en encontrar otro trabajo en donde
también aprendería mucho, y en donde conocí a una muy
buena amiga.

Volví al mundo de la estética. Significaba volver a mis


orígenes, pero no me importó. La jefa parecía muy buena
persona y me recordó al jefe de la farmacia anterior, además,
también era farmacéutica, eso seguro que era una señal.

Cuando comencé a trabajar allí, comencé por fin la uni-


versidad. Comencé a estudiar el grado de Criminología. Me
apunté en la UOC, universidad a distancia, porque los ho-
rarios de la universidad presencial eran para personas que
no trabajaban. La verdad es que lo llevaba bastante bien.
Había muchos trabajos que entregar, pero con mi capacidad
de retención los hacía, para variar, a última hora y sacando
buenas notas. Lo mismo pasaba con los exámenes.

En el trabajo, conocí a Abril, mi compañera con la que


durante tres años pasé tantas horas y tantas historias. Yo te-
nía veintiún años y ella veinte, nos llevábamos bien. Empe-
zábamos a hacer cosas juntas fuera del trabajo, a compartir
nuestras vidas la una con la otra, y rápidamente surgió la
amistad. Aunque también nos enfadábamos muchas veces
de forma bastante dramática. Ella tenía un temperamento

91
también bastante fuerte y a veces éramos un poco cabezonas,
pero al final siempre volvíamos al punto de encuentro.

Mi jefa comenzó a introducir terapias alternativas en el


centro. Dejó de ser un centro de estética para ir ampliando
a un centro de salud. Al principio, yo era un poco reticente.
Mi madre había sido siempre muy espiritual y muy mística,
y siempre nos habíamos reído de ella, así que entrar en ese
campo sería comerme mis palabras. Al final, acabé claudi-
cando.

Comencé a probar diferentes cosas, supuestamente por cu-


riosidad. En realidad, había una necesidad profunda de sacar
toda la basura que llevaba acumulada, aunque no era cons-
ciente de todo lo que había ahí dentro. Mis brotes de candi-
diasis cada vez eran más fuertes, yo probaba y probaba tera-
pias, aunque no había nada capaz de controlarlas. Seguían
recordándome cada mes que seguían ahí, y cada vez con más
fuerza. Estaba claro que tenía que trabajarlo para quitármelas
de encima, pero no había forma humana de hacerlo.

Abril y yo de alguna manera estábamos en puntos pare-


cidos. Aunque de entrada había terapias que no conocíamos
y en las que no teníamos mucha confianza, poco a poco íba-
mos probando de aquí y de allá porque había una curiosidad
que nos empujaba a ello.

Mi jefa, que muchas veces parecía una madre más que una
jefa, nos empujaba a hacerlo y, poco a poco, fuimos entran-
do. Un día decidimos ir a un retiro de coaching y de creci-
miento personal. Cuando llegamos, el hombre que lo impar-
tía me pareció un poco pedante. Daba por hecho que lo sabía

92
todo y eso me rechinaba mucho. Ahí había muchas personas
y cada una tenía su historia, no todo es blanco o negro, cada
uno teníamos nuestras sombras con las que lidiar.

Pero, poco a poco, fui bajando la guardia porque la mayo-


ría de las dinámicas me gustaban. Realmente hicimos cosas
muy chulas. Caminamos sobre el fuego, rompimos flechas
con el cuello. Una experiencia muy diferente.

Y allí encontré algo sobre mí: no tenía miedo a nada más,


nunca lo había tenido. Solo tenía miedo a mi padre, concre-
tamente, tenía miedo a convertirme en él.

Reconocerme eso me costó mucho, porque era algo que


había guardado muy para mis adentros. Hacía tiempo que
había enterrado aquella sensación en un cajón con llave. Pero
la verdad es que seguía viviendo con aquel miedo a perder el
control y convertirme en alguien como mi padre.

Había experimentado una etapa de mi vida en la que me


había comportado como él, me había convertido en él. Y
no podía huir de aquello. Estaba mejor, sí, pero esa persona
que había sido, seguía ahí. Y lo peor de todo, una parte de
mi padre estaba en mi interior, al fin y al cabo era su hija,
genéticamente hablando, y no sabía en qué momento se iba a
apoderar de mí. Así que lo quisiera o no, debía seguir mante-
niendo el control para que eso no pasara nunca.

Me había dado cuenta de que llevaba mucho tiempo con-


teniéndome, escondiéndome de quién era en realidad. De que
nunca le había dicho a nadie lo que sentía. Ni siquiera a mi
pareja, que era con el que más confianza tenía. Le había con-
tado cosas sobre mi padre y sobre mi infancia, pero hasta

93
cierto punto. Creo que me daba miedo que se asustara de
mí. Que no le gustara esa parte tan oscura. Él venía de una
familia tan tranquila y calmada que no podía imaginarse ni
por un segundo lo que yo había vivido.

Así que seguí con mi contención. Mi muro seguía en pie


dándolo todo para no mostrarle al mundo el monstruo que
podía haber en mi interior. Lo mismo que yo había visto en
mi padre, esa oscuridad que se empeñaba en esconder y no
compartir con nadie, también la vi en mí. Yo estaba repitien-
do exactamente sus pasos, enterrando mis heridas para no
asustar a los demás. Qué paradoja. Llevaba años queriendo
evitar parecerme a mi padre, y cuanto más lo intentaba, más
me parecía.

Cuando una niña se siente herida, puede pensar que cuan-


do se convierta en adulta podrá gestionar su vida de otra
forma. Pero la realidad es otra. Por más tiempo que pase,
esa niña sigue herida y es la que sigue dirigiendo la vida de la
adulta. Yo llevaba años empeñándome en esconder todas esas
heridas de mi niña interior, pero siempre había algún resqui-
cio por el cual se producían fugas. Era cuestión de tiempo, en
algún momento ocurriría algo que hiciera prender la llama.

94
El universo sigue a lo suyo

Mi compañera y amiga Abril se pasaba la vida hablando de


su novio, pensando en él y yendo y viniendo para estar con
él. Me lo describía como una persona maravillosa, como un
hombre bueno y cariñoso que la cuidaba mucho. Cuando lo
conocí, me di cuenta de que no podía mirarle a los ojos. Yo,
que miro a todo el mundo a los ojos y que a través de ellos
me llegan muchas sensaciones sobre la persona, no era capaz
de sostenerle la mirada.

Había algo que no me gustaba, no me fiaba de él. Claro


que no podía decírselo a ella, era su novio, pero mi radar
estaba al tanto de cualquier movimiento. Es difícil de expli-
car, pero nunca me había pasado eso. Nunca me había en-
contrado con nadie a quien no pudiera mirar a los ojos, así
que aquello significaba algo. Yo me sentía incómoda cuando
estaba cerca, aunque todavía no sabía por qué.

Tardé poco en darme cuenta de lo que pasaba con él. Ese


chico me hacía sentir como si estuviera con mi padre. Aquel
chico tenía un fondo muy parecido al de mi padre y eso no
me gustaba nada. Así que mi escudo se activaba con fuerza
cuando él andaba cerca. Ya le había calado. Sabía cuáles eran
sus intenciones y su forma de actuar porque se le veía, aun-
que lo quisiera esconder. Manipulaba a Abril. Le regalaba la
oreja para que hiciera siempre lo que él quería. Poco a poco,
la fue sometiendo a su voluntad. La fue separando de su fa-
milia y de sus amigos porque así era más fácil de manipular.

95
Cada vez que tenían una bronca, yo la apoyaba y ya no
podía callarme. Le avisé mil veces que no era trigo limpio,
le dije que me recordaba a mi padre y que lo que le estaba
haciendo era maltratarla psicológicamente, pero no hay nada
que ciegue más que una relación para la que no estás prepa-
rada para ponerle fin. Yo hablaba, incluso sabiendo que des-
pués quedaría mal, porque sabía que después de cada bronca
ella volvería con él y yo solo quedaría como la amiga cizañe-
ra que los quería separar. Era consciente de que no hay que
meterse en historias de parejas porque sales escaldada, pero
eso no lo iba a consentir. No iba a dejar que se estampara
ella sola.

Llegó el día en que ella se quedó embarazada. Tenía toda


la vida por delante, era solo una cría y aquel personaje la
convenció de que aquello era lo ideal para ellos. El mundo de
Abril se revolvió entero. Sus padres se enteraron por terceras
personas de lo que estaba pasando. Eso fue como un jarro de
agua fría para todos, más para sus padres y sus hermanos. Su
novio, que no trabajaba ni estudiaba, se encargó de conven-
cerla de que se fuera a vivir a su pueblo con él. Que dejara
el trabajo y se fuera allí con él. Sola. Sin familia ni amigos
cerca, y ella estuvo convencida de ello y lo transmitía con
ilusión.

Era un suicidio. Estaba claro que si hacía eso estaría sen-


tenciada porque él quería tenerla atada bien corto. Quería
separarla de su familia y de sus amigos, y alejarla de su in-
dependencia laboral. Y lo estaba consiguiendo. Hasta que,
finalmente, Abril recapacitó y abortó. Fue un golpe durísimo
para ella. No fue una decisión sencilla de tomar y le llevó

96
meses decidirlo. Prácticamente, en el último momento para
poder hacerlo tomó la decisión y todos la apoyamos en todo
lo que pudimos.

Estoy segura de que fue la decisión más dura que habrá


tomado en su vida y sé que hacerlo cambió muchas cosas,
pero creo que fue lo mejor que pudo hacer porque si no ha-
bría estado vinculada a él toda su vida.

Pasó el tiempo y muchas historias por el camino después


de aquello, hasta que un día Abril me llamó llorando porque
él le había robado la identidad por Facebook y estaba ha-
ciendo de las suyas. Lo habían dejado, como muchas otras
veces, pero, como siempre, él seguía teniendo el control de su
vida, de lo que hacía y de con quién hablaba. Me resultaba
un tanto familiar. Enseguida fui a verla y me contó lo que
había pasado. Entonces, me contó más cosas que nunca me
había contado. Veces en las que la había humillado y menos-
preciado, veces en las que la había amenazado. Nunca antes
se había atrevido a compartir aquello con nadie, pero debía
sentir tanto miedo hacia él que necesitaba dejar de llevarlo
en secreto.

La había estado controlando y manipulando haciéndole


creer que aquello era amor y ella, durante un tiempo, se
lo había creído. Pero aquello tenía que terminar ahí. No
iba a consentir que se siguiera exponiendo. Esa tóxica re-
lación tenía que acabar en ese preciso momento. Aunque
por dentro yo estaba en llamas sin saber por qué, mantuve
la templanza absoluta. Era su historia y su problema y me
necesitaba. Así que escuché todo lo que tenía que contarme
hasta que le dije:

97
—Hoy mismo tienes que contarles a tus padres todo esto
y después ir a denunciarlo porque todo lo que te ha hecho
es delito. No puedes dejar pasar ni un día más, tienes que
acabar de una vez por todas con esta historia. Será un pro-
ceso duro, pero más duro sería mirar hacia otro lado y hacer
como si nada hubiera pasado. Más duro será seguir con él.
Me tienes para todo lo que necesites, si quieres te acompaño
yo a poner la denuncia, pero creo que es importante que le
cuentes todo esto a tus padres porque ellos también te van a
apoyar.

Aquella vez, Abril estaba receptiva. Era su momento de


poner fin a aquella historia. Al día siguiente, fue con sus pa-
dres a la comisaría y denunció a su exnovio.

Yo me quedé sola en el trabajo, a la espera de tener noti-


cias del tema. Estaba muy nerviosa, demasiado nerviosa. No
podía parar de limpiar, necesitaba estar ocupada o me iba a
dar algo. ¿Qué narices me pasaba? ¡Estaba histérica! Cuando
llegó mi jefa, me derrumbé con ella. Ya no podía más. Me
puse a llorar como una niña pequeña, hacía muchos años
que no lloraba así. No sabía por qué, pero no podía dejar de
llorar. Delante de Abril mantuve el tipo, incluso de mi pareja,
pero con mi jefa en ese momento no me pude contener.

Algo se abrió ese día y sacó toda la mierda y la oscuridad


que llevaba dentro.

Tardé años en darme cuenta de que ese momento desenca-


denó en depresión. Igual que años atrás, aunque nunca fue-
ron diagnosticadas. No tenía ganas de hacer nada, no quería
hablar con nadie. Solo tenía ganas de llorar y de compade-

98
cerme de mí misma. A Sigfrid le conté que no estaba bien,
aunque eso era obvio, pero no le conté lo que realmente me
pasaba porque ni yo misma lo sabía.

No quería ver a mi madre ni hablar con ella. No quería


saber nada de ella. Volvió aquella rabia tan profunda que ha-
bía experimentado años atrás. Estaba otra vez como cuando
tenía trece años. Estaba perdida. Mis brotes de candidiasis
cada vez estaban peor, yo no tenía ganas de trabajar ni de
estudiar ni de hacer nada de nada. Solo quería morirme para
dejar de sufrir de una vez por todas. Estaba harta ya de vivir
con todo eso.

Por más que pasaran los años, nunca sería capaz de dejar
atrás aquella pesadilla. Lo había intentado. Había hecho mi
vida y la había defendido con uñas y dientes. Había luchado
por salir adelante y por tener una vida mejor, pero jamás con-
seguiría dejar atrás a mi padre porque siempre estaría dentro
de mí y de mis pensamientos. Bastaba la luz de una vela para
iluminar mis sombras y ya estaba harta de ello.

Y entonces lo entendí, si me dejaba arrastrar por él de


nuevo, si dejaba que mis recuerdos y mi pasado me llevaran
a lo más profundo, él volvía a ganar y eso no pasaría. No le
daría ese gusto. Así que decidí, con mocos y lágrimas, seguir
intentándolo y seguir haciendo terapias para soltar ese lastre
tan pesado. La vida tenía que continuar. Hacía diez años me
había sentido igual y conseguí salir del pozo, esta vez no sería
diferente.

Comencé a leer, a hacer terapia y fui mejorando poco a


poco. La relación con mi madre no era la mejor del mundo,

99
pero por lo menos no me entraban ganas de gritarle hasta
quedarme afónica. Me di cuenta de que sentía rabia hacia
ella porque ella había consentido toda aquella locura de vida.
Que lo que me despertó tanto dolor fue darme cuenta de
que Abril le echó un par de ovarios para poner las cosas en
su sitio y mi madre nunca lo hizo. Me di cuenta de que toda
esa rabia contenida era porque mi madre no había acabado
la relación antes de comernos tantos años de maltrato, que
le hizo falta darse cuenta de que perdía a sus hijos para deci-
dir, y que encima de todo lo que habíamos tragado, encima
de haber tenido que aguantar los desvaríos insufribles de mi
padre, ella lo seguía defendiendo.

Pero ¿qué clase de broma macabra era aquella? ¿Es que


acaso seguía enamorada de él o qué? No soportaba esa idea.
Me dolía muchísimo que siguiera sacándolo en cualquier
conversación como si mi padre hubiera sido la persona más
maravillosa del mundo. Sin duda, mi madre había estado vi-
viendo en un mundo paralelo al mío porque teníamos dos
versiones muy distintas de nuestras vidas. Y eso me dolía.

Creces, te endureces y quieres tener una vida muy distinta a


la que has experimentado en la infancia. Luchas por labrarte
tu futuro y alejarte de aquello que no quieres tener cerca de
ti. Y por momentos puedes llegar a creer que los has logrado,
que te has alejado de todo aquello que te hacía tambalearte.
Pero el universo tiene otros planes para ti y trae constante-
mente personas a tu vida para ponerte a prueba. De repente,

100
aparecen situaciones que te hacen sentir que estás viviendo
un déjà vu y, sin darte cuenta, vuelves a sentirte como tiempo
atrás. Sin saber cómo ni por qué, pero vuelves al mismo pun-
to del que intentabas huir. Y entonces te das cuenta de que
por más que huyas, nunca te mueves del lugar, que te pasas la
vida dando pasos hacia delante y hacia atrás constantemente
intentando buscar un equilibrio que nunca llega. Quizá es
que necesitamos estar en ese vaivén para que entre zarandeo
y zarandeo nos dé por mirar el motivo de tanto movimiento.
Quién sabe.

Abril apareció en mi camino porque, ayudándola a ella en


su historia, me ayudaría a mí en la mía.

101
Mi espíritu criminológico

Fue tras esta experiencia que comencé a darme cuenta de por


qué había elegido la carrera de criminología. La vida era in-
justa, constantemente pasan cosas que para algunos son muy
dolorosas y alguien tiene que luchar por ello. Alguien tiene
que ayudar al mundo a ser justo. Sin duda, era un papel que
me iba que ni pintado. Fue por todas mis experiencias duran-
te la infancia que me invitaban a trabajar y a luchar por ello.
Y aunque durante toda la carrera tuve muchas idas y venidas
de ideas sobre lo que quería hacer al terminar, lo vi claro.

El mundo recluye a la gente que hace mal las cosas, pero


no se preocupa en rehabilitarla para cuando vuelvan a con-
vivir en sociedad. Nadie se preocupa por entender por qué
hacen lo que hacen. En comprender que nadie es malo por
naturaleza, sino que son sus experiencias las que les empujan
a ello. Se quedan apartados en prisión y los castigan constan-
temente por las cosas que han hecho, pero no se preocupan
por que aprendan a ser mejores personas. Al contrario, allí
aprenden cosas que jamás hubieran imaginado y salen peor
de lo que entraron.

Yo tenía mucho que aportar ahí. Las prisiones necesita-


ban criminólogos para tener una mejor reinserción. Así que
decidí dejar mi trabajo en el centro de salud y estética, para
prepararme las oposiciones de prisiones. No estaba nada cla-
ro que fueran a salir en breve, ni siquiera había acabado de
estudiar, pero yo necesitaba saltar de aquel trabajo en el que

103
ya no tenía nada más que aprender, en el que había estado
muy bien, pero ya se me quedaba pequeño. Había llegado el
momento de dedicarme a lo que llevaba tanto tiempo estu-
diando.

Estaba todo calculado, acabaría de estudiar la carrera


mientras preparaba las oposiciones y mi jefa me ayudaría
con el trámite del paro. Estaba chupado, así que en febrero
de 2015 dejé mi trabajo para ir a trabajar a la cárcel.

Me tiré a la piscina y estaba vacía

En cuestión de dos semanas, me quedó muy claro que no se


iban a convocar oposiciones en Cataluña. La primera reac-
ción fue de pánico al darme cuenta de la locura que había
hecho. Había dejado mi trabajo fijo para tirarme a la piscina
¡y no había agua! Aunque poco después me di cuenta, de que
en el fondo ya lo sabía. Sabía que era una locura, pero necesi-
taba cerrar esa etapa y comenzar otra nueva. Ni siquiera me
había asegurado de que fuesen a convocar oposiciones para
penitenciaría, pero yo oí campanas y me dejé llevar.

Después, cuando lo pensé fríamente, me di cuenta de que


jamás habría encajado en un entorno así. Que yo habría lu-
chado con todas mis fuerzas por cambiar las cosas dentro de
un sistema que no quiere hacer las cosas bien. Que no destina
recursos para que las cosas funcionen de otra forma. Me di
cuenta de que no habría sido capaz de mirar hacia otro lado
cuando se vulnerasen derechos de los internos y que sería
muy probable que entrara en conflicto con el propio sistema.

104
Yo no era una persona a la que guiar por una corriente y si
formaba parte de algo con una estructura de ese calibre, lo
iba a pasar muy mal. Así que, con el tiempo, acabé agrade-
ciendo que no salieran aquellas oposiciones.

Por otro lado, no me preocupaba en absoluto encontrar


trabajo. Tenía un buen currículum y un perfil bastante bus-
cado en el mundo farmacéutico. Me puse a buscar ofertas de
trabajo y encontré una farmacia donde buscaban un técnico.
Preparé mi currículum y fui a llevarlo en persona. El encarga-
do pareció sorprendido gratamente y enseguida me llamaron
para hacer una entrevista. Poco después, comencé a trabajar.
En total, estuve poco más de un mes en paro. A las semanas,
me enteré de que el encargado estaba sorprendido porque
aquella no era la farmacia que encontré en el anuncio. Me
había equivocado de farmacia y resultó que acabó siendo
todo un acierto.

En aquella farmacia estuve muy bien. Enseguida me hice


con los compañeros y con los clientes. Estaba en mi salsa.
Pero entré marcando límites desde el primer momento. Ya
no era aquella niñita a la que podían torear a su antojo. En
el trabajo anterior me habían tratado muy bien, pero había
absorbido muchas responsabilidades que ni me tocaba ab-
sorber ni tampoco las cobraba. Así que allí sería diferente.
Ya tenía veinticuatro años y las cosas muy claras. No me iba
a dejar pisar por nadie.

Al poco tiempo de trabajar allí, le conté a mis jefes mi


problema de candidiasis y mi jefe me dijo que eso se podía
tratar con homeopatía. Que tenían una amiga homeópata
muy buena que me podría ayudar. No tenía nada que perder,

105
después de tantos años, y de haber probado tantas cosas, no
pasaba nada por probar otra más. La mujer, a la que nunca
vi y con la que nunca hablé, me pidió que dibujara un árbol
en un papel y con ese dibujo y algunas preguntas que me hizo
a través de mi jefe, me pautó un tratamiento de homeopatía.

Un mes después, mi candidiasis había desaparecido. No


podía creerlo. Me había tomado tres tubitos de bolitas y no
había ni rastro de mi candidiasis. Era surrealista. Aunque
estaba claro que tenía que acabar en aquella farmacia porque
necesitaba sanar esa parte de mi historia y de mi cuerpo. Y
sin duda lo agradecí y lo sigo agradeciendo muchísimo por-
que mi calidad de vida mejoró de una forma brutal. Desde
aquel momento, pude volver a ir a la playa y a la piscina con
tranquilidad, pude olvidarme del tratamiento, de evitar ali-
mentos que ayudaban a proliferar el hongo. Pude olvidarme
de aquello para siempre casi como por arte de magia.

Tuve temporadas en las que me sentía a gusto en aquella


farmacia. Tenía dos buenos amigos allí, Celia y Adri, y nos
divertíamos mucho trabajando juntos. Aunque había algo
en aquel ambiente que sacaba una parte muy negativa de
mí, que me contaminaba y me crispaba, y entré en la rueda
de que todo me parecía mal. Pasara lo que pasara, siempre
había algo o alguien que me hacía saltar. A pesar de que ha-
bía buen rollo entre todos, nada era lo que parecía. Unos
criticaban a los otros y los otros a los unos constantemente.
Nunca sabías por dónde te iba a llegar la hostia y eso me des-
concertaba mucho. Solo podía confiar en ellos dos, porque
no éramos solo compañeros, éramos amigos y lo teníamos
claro. También éramos los más jóvenes, así que las hostias

106
solían venir en nuestra dirección. Eso no me gustaba nada, y
me hacía estar siempre a la defensiva.

¿Por qué siempre, fuera donde fuera, me tenía que encon-


trar situaciones en las que me sentía atacada? ¿Qué es lo que
le pasaba a la gente? ¿No podíamos convivir tranquilamen-
te? Pensaba que cuando fuera adulta la cosa sería diferente,
pero me seguía sintiendo como la niña que tenía que estar
siempre en guardia.

Hay situaciones y entornos que te hacen sentir que hay algo


que está mal. Lo fácil es pensar que la culpa es de los demás,
que el problema lo tienen ellos. Puedes sentirte mal en un
trabajo, con un grupo de amigos o incluso estudiando. Pero
¿qué pasa cuando la cosa se repite constantemente? ¿Es el
problema ajeno a ti y tú solo ves cómo te salpica el asunto?
¿O también tienes algo que ver? Normalmente, es más senci-
llo señalar hacia afuera con el dedo, porque los demás están
haciendo las cosas mal, porque el día que miras hacia aden-
tro y te das cuenta de que tú tienes un papel bien importante
en esa película ya no hay marcha atrás.

107
Bienvenida al mundo, Itziar

Un 22 de abril, cuando tenía veinticinco años, llegó una gran


noticia: estaba embarazada. Al principio, no me lo podía
creer, me hice varios test de embarazo porque apenas se veía
la segunda rayita, pero estaba claro. Los primeros segundos
sentí un vértigo que no había experimentado antes. Mi vida
iba a cambiar por completo.

Ya no seríamos dos. Sigfrid y yo dejaríamos de ser una


pareja para ser una familia. La cosa iba en serio y no había
vuelta atrás. Aunque enseguida me di cuenta de que, si había
pasado, es que era el momento y estaba segura de que todo
saldría bien. Los dos nos queríamos mucho, teníamos una
vida estable, piso y trabajo, así que podríamos con ello.

Creo que su cara de susto cuando se lo dije fue peor que la


mía. Le cogió por sorpresa y, aunque al principio le diera el
mismo vértigo que a mí, estábamos preparados y lo íbamos a
dar todo por ese bebé.

Es difícil de explicar lo que sentí durante el embarazo. De


repente, tenía una paz mental increíble. Aunque tuve náuseas
hasta las treinta semanas, estaba muy bien, me sentía muy
bien. Como si esa tranquilidad me la transmitiera el bebé.
Me sentía muy conectada con la que iba a ser mi hija.

Durante el embarazo, estuve bastante más tranquila en el


trabajo. Mis jefes se portaron muy bien en todo momento. Se
notaba que tenían niños pequeños y que sabían lo que era la
109
maternidad, porque me lo pusieron todo muy fácil.

Aproveché los últimos meses de embarazo en los que esta-


ba de baja laboral para hacer las prácticas de la carrera. Por
fin, estaba a punto de terminar y graduarme. El camino no
había sido fácil porque había tenido que compaginar mis tra-
bajos con la universidad, pero ya estaba en la recta final. El
único inconveniente era que la fecha prevista del parto estaba
muy cerca de los exámenes finales, aunque ya me buscaría la
vida. Cuando llegara el momento, ya vería cómo lo hacía.

Por fin llegó el momento de verle la carita a mi hija. Lleva-


ba ya varios días de retraso y yo hacía muchos más que creía
que iba a explotar. Me sentía ya muy pesada y con ganas de
verla. Me indujeron el parto porque no parecía estar muy por
la labor de nacer, y nada más y nada menos que treinta y tres
horas más tarde, se dieron cuenta de que tenían que hacer
una cesárea porque después de tantas horas la niña no tenía
ganas de salir. Por lo visto, aquel balneario en el que estaba
le encantaba.

Es sorprendente porque en ningún momento perdí los ner-


vios. Estaba muy cansada, llevaba dos días sin dormir y creo
que ya no daba pie con bola, pero cuando me dijeron que
tenía que ser cesárea, lo único que pensé fue que ya se veía
venir, que cómo era posible que no se dieran cuenta de que
había estado ya con cuatro turnos de médicos y de enferme-
ras y a nadie se le había pasado por la cabeza que por mi
vagina no iba a salir nadie. En fin. Respiré y me preparé para
verla por fin.

110
Luz en la oscuridad

En cuanto me anestesiaron, sentí que el sueño me ganaba,


llevaba tantas horas despierta que tenía que luchar para que
no se me cerraran los ojos. Pero no, no me iba a perder el
nacimiento de mi hija después de tanta historia, ni hablar.
Sigfrid y la anestesista estaban allí dándome la mano, ha-
blándome para que no me durmiera. Y entonces la vi. La
criatura más maravillosa del mundo, mi bebé. Mi niña. La
que me había dado tantísima paz aquellos meses que había-
mos estado juntas.

No pudimos tener contacto piel con piel porque me tenían


que coser, pero me quedé muy tranquila porque lo pudo ha-
cer con su padre. También había tenido algo que ver en todo
esto y me pareció bien que lo hicieran así. En cuanto salí de
quirófano y me llevaron con ellos, Itziar se enganchó a mi
pecho y no se soltó durante una hora y media. Quedó claro
que para ella el pecho era muy importante, y así lo fue hasta
el año y medio.

Tenerla cerca de mí era maravilloso. No podía dejar de


mirarla y sentir que sería una niña muy especial. Y vaya si
lo era. Una niña que comenzó a decir sus primeras palabras
a los pocos meses. Una niña observadora y muy inteligente.
Pero, sobre todo, una niña que era puro amor. Y ese amor
me hizo sacar el mío. El amor que no era consciente que
tenía. Que hacía tantos años que no sentía. Me sentía en
calma con ella, capaz de quererla y protegerla por encima
de todo. Itziar había venido al mundo para traer su amor y
despertar el mío.

111
En ese entonces, no me paraba a pensar nada de lo que
estaba pasando dentro de mí, simplemente me dejaba llevar.
Me dejaba querer y eso para mí era más que suficiente. Por
supuesto que hubo algunos momentos más complicados,
tener niños es lo que tiene, que tienes que adaptarte. Pero
creo que siempre he sido una persona con gran facilidad para
adaptarse a los cambios. A pesar de ser muy cuadriculada, no
me ha quedado otra que amoldarme a lo que venía. Y esta
vez, lo que la vida me había traído era muy especial, así que
tenía que aprovecharlo.

Una semana después de parir, tenía exámenes. La cesá-


rea me dio algún problema, así que a última hora no pude
presentarme. Llevaba mucho tiempo esperando el final de la
carrera y ahora tenía que posponerlo un año más para hacer
dos exámenes. Era el cuento de nunca acabar. La paciencia
y yo nunca hemos sido grandes aliadas, pero no me quedó
otra que esperar. Mientras tanto, seguí estudiando. Tenía a
la niña casi todo el día durmiendo, así que aprovechaba para
formarme como grafóloga con la idea de unirlo con la crimi-
nología y hacer algo chulo con ello cuando por fin acabara
la carrera.

Durante los primeros meses de mi hija, todo marchaba


muy bien. El problema llegó cuando tuve que volver al traba-
jo. No quería. Tenía una lucha interna enorme. Por un lado,
no quería separarme de ella porque era muy pequeña. Y aún
teníamos suerte que lo habíamos podido arreglar para no
volver al trabajo hasta que no cumplió siete meses. Pero no
quería dejarla para irme a trabajar. Aunque, por otro lado,
necesitaba tener también mi propio espacio, salir del papel de

112
madre. Trabajar y hacer algo por mi cuenta. Qué difícil y des-
agradable era sentir aquello. Y más cuando me costaba tanto
expresar lo que sentía. Así que me callé. Volví a trabajar y no
dije lo que sentía. Y eso me provocó mucho estrés. Era como
si me exigiera demasiado yo misma. Nadie me había dicho
nada. Yo sola me estaba metiendo una presión que al final
acabaría saliendo por algún lado. Y vaya si salió.

Se juntó mi estrés por volver a trabajar con una mudanza.


Habíamos comprado un piso y estábamos de reforma, con
una niña de ocho meses. Una bomba de relojería. Sigfrid y
yo estábamos muy cansados, agotados física y mentalmente.
Y discutíamos por todo a cada momento. Ese estrés hizo que
la niña se pusiera mala por primera vez y en plena mudan-
za. Estaba absorbiendo el mal rollo del entorno. Y ella, que
había dormido siempre tan bien, comenzó a dormir fatal y
despertarse mil veces por las noches.

Yo cada vez estaba más cansada, más agitada con tantos


enfados y más preocupada porque la niña no dormía bien.
Estuvimos en ese círculo vicioso durante un tiempo. Y lo fui
reflejando en el trabajo. Dejé de preocuparme por muchas
cosas y hacía lo justo para ir tirando. Ya no era la persona
que empezó a trabajar allí. Pero no fui capaz de darme cuen-
ta de lo que me estaba pasando. Yo exigía comprensión a los
demás cuando ni siquiera era capaz de comprenderme a mí
misma.

Estaba mirando hacia afuera cuando lo que debería haber


hecho era mirar hacia dentro. Parar, respirar y darme cuen-
ta de que estaba pasada de vueltas. Pero no lo hice. Seguí
siendo una víctima de las circunstancias en las que nadie me

113
entendía ni me ayudaba. Aunque en ningún momento se me
ocurrió pedir ayuda.

De repente, era como si fuésemos dos personas distintas.


Durante bastantes años habíamos compartido mucho, mu-
chísimo. Sigfrid había sido una persona muy especial en mi
vida. Una persona que había aparecido en el momento justo
en el que yo pensaba que mi sufrimiento acabaría conmigo.
Habíamos sido compañeros de aventuras, de viajes, de pa-
sión, de crecimiento personal y profesional, compañeros de
vida. Habíamos creado una vida juntos, fruto del gran amor
que sentíamos el uno por el otro. Pero en ese momento era
como si yo no pudiera ver nada de todo eso. En ese momento
solo podía centrarme en todo lo que me hacía sentir mal. Era
como si solo pudiese ver sus defectos.

No dejábamos de discutir. Sin duda, aquella mudanza


puso a prueba nuestra relación de pareja y nuestra salud
mental. Aquella relación se iba a la mierda y los dos nos
dábamos cuenta.

Yo me sentía atacada y juzgada constantemente. Tenía la


sensación de que él constantemente me hablaba mal y me le-
vantaba la voz. Me había criado en un entorno en el que los
gritos eran constantes, y nunca había soportado que nadie
me levantara la voz porque eso despertaba algo muy profun-
do que me hacía ponerme a la defensiva. Cualquier tono de
voz más elevado de la cuenta o incluso ciertas palabras me
hacían sentir como si tuviese a mi padre delante, volvién-
dome a tratar con la punta del pie y entonces yo perdía el
contacto con la realidad y estallaba como un huracán que lo
arrasaba todo.

114
Pero en aquel momento yo no veía mi parte, solo veía la
suya. Solo veía que lo que tenía delante no me gustaba, que
me recordaba demasiado a una etapa de mi vida que no so-
portaba. Decidí pensar que el problema era suyo. Que él era
el responsable de que nuestra relación estuviera tan mal. Él
y solo él.

Debía hacer algo para controlar su ira porque yo no es-


taba dispuesta a experimentar más aquellas emociones. Así
que, como a persistente no me gana nadie, lo convencí para
que fuera a terapia a gestionar sus emociones.

Comenzó a ir a terapia y yo de verdad pensaba que el


problema se solucionaría así. Hasta que un día la terapeuta le
dijo que yo tenía que ir también. Que cuando había proble-
mas en una pareja no era solo responsabilidad de una parte
y que ambos debíamos de hacernos responsables de nues-
tras sombras. En aquel momento me di cuenta. Yo tenía mu-
chas sombras. Sombras que creía haber enterrado y que en
esa historia no creía que fuesen importantes. Qué ilusa. Mis
sombras estaban ahí, siempre. Y la vida me ponía a prueba
constantemente para que le echara un par de narices y las
hiciera visibles.

No me gustaba mucho la idea, pero yo había empujado a


Sigfrid a ir a terapia por nuestra relación y no podía negarme
a poner de mi parte, así que comencé a ir yo también a tera-
pia. Íbamos al mismo centro aunque cada uno con una tera-
peuta distinta y poco después comenzamos a hacer terapia
conjunta. Me encontré con recuerdos y traumas que estaban
allí en mi mente bien anclados. Recordaba palabras, insultos
y castigos que constantemente salían a flote.

115
Cada día, casi como con la puntualidad de un reloj suizo
volvían a salir a flote. Recuerdos que hacían que no pudiese
vivir mi sexualidad plenamente. Me había acostumbrado a
vivir con aquello en mi cabeza. Creo que la única etapa de
mi vida en la que no había conectado con ellos había sido
durante el embarazo. Quizá el hecho de compartir conciencia
con mi hija me había dado esa paz interior que nunca había
sentido. Pero ahora volvía a sentirlo y probablemente con
más intensidad.

La maternidad es complicada. La vendan como la vendan.


Habíamos dejado de ser una pareja para ser una familia y eso
nos había robado tiempo y atención a los dos. Juntos y por
separado. Ya no teníamos tiempo para no hacer nada, no
teníamos tiempo para estar solos, ahora todo nuestro tiempo
era para trabajar y para estar con nuestra hija. Y aunque el
hecho de compartir nuestra vida con ella nos había hecho
sentir muy bien también nos había hecho añorar ciertas cosas
que ya no teníamos.

Comprendí que de la misma forma que la llegada de mi


hija había sido lo más maravilloso que me había pasado en
la vida, también había sido la forma de remover todos mis
cimientos. Porque nada te pone más a prueba que tener un
hijo. Ser madre me había conectado con todos mis miedos,
con todas mis necesidades no cubiertas, con todos mis trau-
mas no resueltos y en ese momento lo entendí. Entendí inclu-
so que mi hija tardase tanto en nacer. Una parte de mí, conec-
tada a aquella paz que ella me había regalado sabía que en
el momento en que naciera se volvería a desatar mi tormenta
emocional rutinaria, y de alguna manera comprendí que otra

116
parte de mí no quería que naciese para que aquello no vol-
viese a desencadenarse. Comprendí que yo tenía un papel
importante en todo aquello. Que yo no podía ser la víctima
de las circunstancias de nuevo. No, con él no. Sigfrid se había
comportado durante todos aquellos años de una manera que
jamás le podré agradecer con palabras.

Me conoció en una etapa muy complicada de mi vida y


jamás me juzgó, jamás apartó la vista hacia otro lado. Estuvo
siempre, para todo. Apoyándome y valorándome en todos
los sentidos.

Me había apoyado en mis cambios de estudios, de tra-


bajos, en la relación tan complicada con mi familia, en mi
relación tan complicada conmigo misma. Me di cuenta de
que había tenido una paciencia infinita conmigo y que nunca
me lo había echado en cara. Había estado siempre de for-
ma incondicional para sostenerme en todos los sentidos. De
una forma incondicional en la que jamás habría pensado que
podía hacerlo una pareja. Y yo me había perdido en mis re-
cuerdos y emociones sin gestionar. Había estado apunto de
tirar la toalla y tomar una decisión de la que me arrepentiría
durante el resto de mi vida. Porque él era el amor de mi vida
y aunque durante muchos años lo había tenido muy claro, en
esa etapa lo perdí un poco de vista.

Comencé a verlo todo muy claro. Aquello que la terapeu-


ta nos había dicho de que nos hacíamos de espejo comenzó a
cobrar sentido. Veía en él todo lo que no me gustaba de mí,
pero como no era capaz de mirar hacia adentro había estado
fijándome solo hacia afuera como si él pudiese ser el causante
de todos nuestros problemas. Pero yo también había sacado

117
a flote todas mis historias del pasado y eso había generado
cierta distancia entre nosotros en todos los aspectos, y por
supuesto, eso a él también le hacía daño aunque yo no le
había prestado la atención que merecía.

En realidad jamás habíamos tenido ningún problema im-


portante. Siempre nos habíamos respetado como pareja y
como personas. Nos habíamos querido y valorado mucho.
Pero habíamos pasado por una etapa que cambia muchas
cosas y no habíamos tenido tiempo a pararnos a gestionarla.
O no nos lo habíamos dado. Hasta entonces, claro. Y poco a
poco, se fueron calmando las aguas y todo volvió a su cauce.
Poco a poco volvimos a ser esa pareja que siempre habíamos
sido. Esa pareja que se quería el uno al otro por todo lo que
era y que le ayudaba a ser quién quería ser. Esa pareja que se
mima, se cuida, se respeta, se quiere y se desea.

Volvimos a destinar tiempo a nosotros como pareja y


como seres individuales. Porque comprendimos que aquello
era imprescindible para ser felices. Debíamos ser capaces de
gestionar nuestro tiempo para repartirlo de forma indivi-
dual, en pareja y en familia. Debíamos encontrar la forma de
hacerlo para que todas las áreas de nuestra vida estuvieran
equilibradas. Y esto ayudó muchísimo a que todo volviera a
su cauce.

Hay etapas en la vida que te remueven los cimientos. Lle-


gan cambios, cambios importantes y nos empeñamos en ha-

118
cer ver que todo está bien. Cuando en realidad el ser humano
está acostumbrado a tenerlo todo bajo control. Tener hijos
es la etapa de la vida con mayor capacidad de desestabilizar,
aunque esto no se cuente. Solo se cuenta lo maravilloso que
es. Y realmente lo es. Cada día doy gracias por haber tenido
la oportunidad de traer a mi hija al mundo. Pero también es
importante entender que es un cambio muy importante en
nuestras vidas y que el hecho de ser madre o padre te hace
darte cuenta de todo, absolutamente todo lo que tienes to-
davía por resolver. Cada uno lo gestiona de la mejor forma
que puede y sabe. Hay parejas que sobreviven y otras que
no. Hay parejas que ya tenían problemas antes de ser padres
y el hecho de serlo les acaba de remover todavía más su es-
tructura, porque ningún niño puede venir al mundo como un
parche para salvar una pareja. Nadie se salvará, ni siquiera
el niño.

Nosotros teníamos una relación con mucho amor y aún


así nos había zarandeado, no imagino cómo debe ser el he-
cho de tener un hijo en una relación donde no hay amor.
Aunque no me hace falta imaginármelo, nací en una. Nací
en una relación en la que se quiso creer que lo que tenían
era amor cuando en realidad no lo era. Quizá una parte de
lo que sentían fuese amor en algún momento de sus vidas,
pero se acabó volviendo una relación tortuosa y tóxica. Y yo
aprendí que el amor era así y durante una etapa muy tempra-
na de mi vida experimenté de esa manera mis relaciones. Por
eso al ser madre, al crear una familia salió a flote toda esa
toxicidad que había aprendido, impregnando una relación
donde sí había amor.

119
Por suerte, la vida quiso revertir aquello y volver a demos-
trarme que la persona con la que compartía vida era distinta.
No diré que es mi media naranja porque todos debemos ser
naranjas enteras. Pero sí que sé que él ha sido el mayor apo-
yo que he tenido en mi vida para hacer el camino que había
hecho hasta aquí y el que todavía me quedaba por recorrer.
Juntos, como el equipo que éramos. Y ahora teníamos una
acompañante a bordo que nos aportaba más luz todavía.

120
Hasta siempre, abuelo

Era 23 de marzo de 2018. Mi abuelo estaba ingresado en el


hospital. Llevaba años con problemas de corazón, le habían
operado varias veces y llevaba un desfibrilador desde hacía
bastante tiempo. Pero esta vez parecía que la cosa era más
complicada. El hombre ya tenía ochenta y seis años y apenas
estaba ya consciente.

Después de varios días ingresado, pude organizarme para


ir a verlo sin llevar a la niña al hospital. Cuando iba en el
coche, se me empezaron a saltar las lágrimas porque de al-
guna forma supe que ahí acababa todo. Supe que su camino
acababa allí y, aunque ya era mayor, me iba a doler mucho
porque mi abuelo era muy especial para mí. De hecho, era
un hombre muy especial para muchas personas, era una gran
persona. Mi tía me llamó, ella estaba en el hospital y me dijo
que había pasado la doctora y le había dicho que no había
nada que hacer. Que la familia tenía que decidir.

De alguna manera, mi tía, que sabía que iba de camino,


me estaba consultando mi opinión. Me estaba preguntando
qué hacer. Ella había recibido la noticia, y de entre todas
las personas de la familia, me estaba preguntando a mí. Sin
duda, ese momento no fue nada fácil para ella, así que, como
siempre, decidí mantener el tipo y decirle lo que debía decir-
le. Él se merecía ir en paz, no podía tener un final desagrada-
ble y estaba claro que había tenido una vida larga. Así que,
mientras llegaba al hospital, llamé a mi madre para contárse-

121
lo. La sentí como si fuera una niña pequeña, como si yo fuera
la adulta que tenía que mantenerse entera para sostenerla a
ella. No creía que fuera el final, estaba segura de que había
más opciones y tuve que ayudarla a comprender la situación.
Tenía que venir para despedirse de su padre.

Llegué al hospital y allí estaba mi tía Antonia, poniéndo-


le crema en los pies y en las piernas a mi abuelo, para que
no se le secara y le picara la piel. Él siempre había sido un
hombre muy cuidadoso con su higiene y con su piel. Ahora,
estaba tendido en la cama del hospital y ya no estaba cons-
ciente. Y, entonces, mi tía dijo: «Qué tontería, qué más da ya
que tenga la piel hidratada, ¿no?». Yo sonreí. Entendí que le
estaba dando los últimos mimos y caricias a su padre y me
dio mucha ternura a la vez que pena. Mi abuelo había sido
una persona muy buena. Seguramente, la persona más buena
que había conocido. No tenía maldad, lo había dado todo
por los demás. Me había enseñado el significado de familia.
Me había querido, tratado y cuidado como si fuera su hija.
Lo había hecho con todos nosotros. Sin duda, había sido un
hombre que había dejado huella en el mundo. Y ahora se iba
a ir para siempre.

Mi tía Antonia y yo fuimos avisando al resto de la familia.


Iban a esperar a sedarlo hasta que estuviéramos todos juntos.
Mi abuelo ya no estaba consciente, el corazón no tenía fuerza
para sostenerlo más tiempo. Pero yo me acerqué a él en un
momento que estuvimos solos y le dije cuánto le quería. Le
dije que le iba a echar mucho de menos y le di las gracias por
haber sido como un padre para mí. Que podía estar orgu-
lloso de la gran familia que había formado y los valores que

122
había inculcado en todos nosotros.

Durante la mañana, fueron llegando mi madre, el marido


de mi madre, mi hermano y mi cuñada, mi abuela, todos
mis tíos y mis primos. Solo faltaba Sigfrid, porque tenía que
quedarse con la niña. La doctora nos explicó que a mi abuelo
hacía ya dos años que el corazón le funcionaba inexplicable-
mente. Que en el momento en que vieron que ya no podría
vivir mucho más, se lo dijeron a mis abuelos, pero parece ser
que ellos no lo entendieron o quizá no lo quisieron entender,
quién sabe. Sea como fuere, había vivido dos años de regalo.
Había vivido el tiempo suficiente para conocer a sus bisnie-
tas. Había vivido para conocer a mi hija, con la que, igual
que conmigo, tenía una conexión especial. Cuando compren-
dí esto, sentí mucha paz de saber que había estado aquellos
dos últimos años de regalo y que había podido conocer a mi
hija.

Llegó el momento. Sedaron a mi abuelo y toda la familia


estuvimos con él en la habitación. Seríamos unas veinte per-
sonas en aquella habitación. Le acompañamos hasta el final,
tal como él quería. Siempre puso a la familia por delante de
todo, así que esa compañía era lo mejor que podíamos darle.
Fueron pasando las horas hasta que, al final, se marchó en
paz. Había pasado, se había ido. Y yo me sentí más triste
que nunca. Jamás había sentido esa tristeza. Jamás me había
sentido tan perdida. Como si se hubiera muerto mi padre en
vez de mi abuelo.

Era difícil de entender en aquel momento, aunque con


el tiempo comprendí por qué lo había sentido tanto. Años
atrás, cuando mis padres se separaron, mis abuelos ayudaron

123
a mi madre en aquel proceso. Estuvimos un tiempo viviendo
con ellos hasta que nos fuimos a la nueva casa. Ellos, con la
mejor intención del mundo, quisieron protegernos tanto que,
de alguna forma, se colocaron como si fueran nuestros pa-
dres. Como si mi madre no hubiera sido válida o no estuviera
capacitada para gestionar por sí sola la situación. Como si
no fuera nuestra madre. Así que, energéticamente, mi madre
pasó a ser una igual.

Dejé de sentirla como mi madre y la sentía como si estu-


viera mi nivel, como si ella fuera mi hermana y mis abuelos
fueran mis padres. Todo encajaba. Por eso no era capaz de
llamarla «mami» ni «mamá». Por eso le faltaba el respeto de
aquella manera, porque no la sentía como si fuera mi madre.
Y al morir mi abuelo, sentí la pérdida como si fuera mi pa-
dre. Me sentí huérfana.

Y con esa tristeza y pérdida profunda, volví al trabajo días


después y todo se acabó de desmoronar. Ninguno de los allí
presentes había hecho el mínimo esfuerzo por saber cómo
estaba. Llevaba días destrozada y nadie había sido capaz de
escribirme un triste mensaje. No entendía cómo podía ser
así, aunque tampoco entendía que no todo el mundo vive las
pérdidas de la misma forma.

Para los demás, había muerto mi abuelo. Para mí, había


muerto mi padre, y eso había hecho que mi estructura fa-
miliar se tambalease por completo. De alguna manera, mi
abuelo siempre había creído en mí. Siempre se había sentido
orgulloso de la vida que yo había decidido montarme. De
que estudiara, de que fuera una mujer fuerte e independien-
te y quisiera trabajar de lo que me apasionaba. Él, con una

124
mentalidad que provenía de la posguerra y de la época fran-
quista había ido evolucionando hasta crear una familia en
donde la mujer tenía un papel muy importante. No sé si era
consciente de lo que había hecho, pero se encargó de criar
hijas que fueran autosuficientes y se sentía orgulloso de ello.

Abuelo, me acuerdo de ti cada día de mi vida. Hay tan-


tas cosas en las que veo tu forma de hacer, tantas veces que
recuerdo tus palabrejas, tus canciones preferidas y la forma
en que siempre acariciabas el pelo. Itziar me ha preguntado
mucho por ti y sabe que estás en la estrella más brillante del
cielo, iluminando nuestro el camino.

Él apostaba por mí

Ese fue el último empujón que necesitaba para dejar el tra-


bajo. Llevaba unos meses en los que ya no me sentía nada
bien allí. Todo me parecía mal y me sentía en el punto de
mira constantemente. Mis jefes se habían portado muy bien
conmigo durante mi embarazo y habían mostrado su parte
más humana, pero en algún momento algo se desajustó en
mi interior y todo lo bueno dejó de importar. Había llegado
el punto en que ya solo podía ver lo peor de aquel lugar y de
aquellas personas.

Entonces no me di cuenta, pero estaba vibrando en una


energía muy dramática. Estaba volviendo al lugar donde

125
siempre acababa todo y ya no me sentía nada bien allí. Ha-
cía un mes que por fin había acabado la carrera que tanto
esfuerzo me había costado y estaba preparada para saltar de
aquel trabajo. No quería seguir tragando turnos que no me
dejaban estar con mi hija, no quería seguir cobrando aquel
sueldo que nunca iba a mejorar. Y no quería hacer lo que
nadie me dijera.

Siempre había tenido algo controvertido con la figura de


autoridad. Me hacía sentir mal tener que rendir cuentas a
alguien y necesitaba hacer algo por mí misma, sin ponerme
límites a mis ideas. Era el momento de poner fin a aquella
etapa y el universo me lo puso en bandeja. La farmacia cam-
biaba de propietarios, así que aproveché el momento para
irme de la empresa. Me iba a probar suerte con mi empren-
dimiento como criminóloga y grafóloga. No tenía muy claro
cómo lo iba a hacer. Solo sabía que podría trabajar por fin
de algo relacionado con mi formación, que podría tener un
mejor horario para estar con mi hija y que podría hacer y
deshacer a mi antojo. Además, me lo había arreglado para te-
ner paro durante un año. Sería suficiente para hacer arrancar
mi despacho criminológico, o al menos eso creía.

Mi abuelo nos dejó un aprendizaje muy valioso. A veces


nacemos en contextos complicados. Crecer tras una guerra
no debe ser nada fácil. Y ahí estaba él, con aquella actitud
de vivir la vida que tanto le caracterizaba. Había trabajado
muchísimo para tener una vida digna para él y para su fami-
lia. Había querido y cuidado a su mujer y a sus hijos durante
muchísimos años, y nos dejó muy claro cómo deben ser tra-
tadas las personas a las que quieres. Había vivido varios años
con una enfermedad cardíaca e incluso vivió dos años extra y
se mantuvo bailando prácticamente hasta el final, porque él
amaba la música y el baile.

Él nos enseñó que, por muy complicadas que sean las


circunstancias, siempre teníamos la opción de bailar con la
vida, de ponerle música y sacar lo mejor de ella. Que todo
con humor y alegría era mejor. Y yo no me iba a resignar a
vivir sin música, yo quería aplicar lo aprendido. Quería crear
mi propia vida y no resignarme a las circunstancias. Quería
ser la persona que él siempre supo que sería y aunque el futu-
ro siempre era incierto y yo no me encontraba muy centrada
en aquel momento, supe que era el momento de confiar en mi
instinto y saltar al vacío.

Ciertos momentos en los que la vida se tambalea, te hacen


darte cuenta de lo que quieres en ella. De repente, alguien
que formaba parte de ella desaparece y te hace darte cuenta
de que estamos cuatro locos días en este mundo y por eso
hay que sacarles el máximo provecho. Te replanteas si estás
donde quieres estar, si estás con quien quieres estar, en fin, te
empuja a plantearte cosas que en otro momento no te atreve-
rías a tener en cuenta.

El momento en que murió mi abuelo removió muchas


vidas y, sin duda, me hizo darme cuenta de lo mucho que
quería ser libre. Ya tenía una familia que había formado con
la que quería compartir mi vida, así que me empujó a replan-

127
tearme mi vida laboral. Ese momento me empujó a saltar al
vacío buscando mi libertad laboral, que tanto tiempo llevaba
buscando.

La sociedad nos hace creer que debemos adaptarnos a lo


que la vida nos pone delante, que debemos acostumbrarnos a
nuestras circunstancias, aunque a veces no nos parezcan tan
buenas, porque cada uno tiene las opciones de vida que tiene
y eso es inamovible. Pero, a veces, no nos damos cuenta de
que ese aprendizaje lo único que hace es perpetuar la desga-
na, la apatía y la insatisfacción. A veces, aunque no tengamos
nada claro cuál es nuestro destino ni nuestro camino, sabe-
mos que el lugar donde estamos no es el nuestro. Podemos
quedarnos ahí parados por miedo a la incertidumbre, pero
entonces nos estamos cerrando la puerta hacia nuestro pro-
pio camino. Aunque a veces tardemos tiempo en encontrar
nuestro lugar porque es parte de un proceso, hay una cosa
que está clara: si ahí donde estás no te sientes feliz, debes
moverte porque esa infelicidad te acabará consumiendo.

128
Tal vez no era para mí

Lo había hecho. Había dado el paso de dejar mi trabajo para


montar mi propio negocio.

Después de tantos años estudiando y de tanto aprendi-


zaje, estaba lista para aportar al mundo todo lo que sabía.
Mi mente soñadora deseaba entrar de alguna manera en te-
mas relacionados con investigaciones, con protocolos de in-
tervención de conductas desviadas y delictivas. Me hubiese
encantado abrirme camino en ese ámbito porque realmente
vivimos en una sociedad que necesita luz para resolver mu-
chos problemas sociales y no destinamos recursos suficientes
a ello. Quería volcar toda mi ilusión por cambiar las cosas.
Ayudar a instituciones, centros educativos, empresas a con-
vivir reduciendo la fricción social. Hacía falta gente con mi
formación en el mundo para ayudar a todas estas personas.

Pero lo que no había pensado es que a nadie le gusta que


le digan que tiene problemas y ese es el mayor obstáculo de
un criminólogo, que tiene que luchar por hacerse un hueco
en el mercado porque nadie sabe que lo necesita o, si lo sabe,
no quiere reconocerlo.

Tardé dos o tres meses en darme cuenta de esto. En dar-


me cuenta de que estaba siendo demasiado soñadora y que
no podía ayudar a todo el mundo. Me di cuenta de que las
ganas de trabajar como criminóloga, de trabajar para mí, me
habían nublado la visión. Me di cuenta de que no tenía ni

129
idea de cómo comenzar un negocio y más un negocio de ese
tipo, que nadie conocía y en el que todo se desarrollaba por
internet. Y comencé a buscar información.

Un día, en Facebook, encontré a una mujer que ofrecía un


webinar gratuito sobre negocios. Como no tenía nada que
perder me apunté y estuve aguantando el soporífero conteni-
do de relleno para llegar al final que era lo que me interesaba.
Después de casi tres horas, ofrecía un curso para saber mon-
tar tu negocio y sacarle el máximo provecho.

Estuve dos días dándole vueltas porque para mí, en aquel


momento, suponía una gran inversión. No estaba facturan-
do nada y solo cobraba el paro, así que tenía que tener muy
claro en qué invertía el dinero. Al final, decidí entrar en aquel
curso de mil euros porque el contenido era muy bueno.

Estuve seis meses haciendo todo, absolutamente todo lo


que se enseñaba en aquel curso, aunque algunas cosas esta-
ban muy enfocadas para negocios que estaban en marcha.
Decidí centrarme en ofrecer estudios grafológicos para de-
partamentos de recursos humanos porque creí que sería algo
interesante para conocer a los candidatos y que a las empre-
sas les interesaría saber a quién contrataban.

No obtuve ningún resultado. Cero. Estaba frustrada por-


que los meses iban pasando y nadie, absolutamente nadie,
se interesaba por mis servicios. Ni marketing digital ni his-
torias, aquello no había quien lo levantara. La cuenta atrás
de los meses que me quedaban de paro iba disminuyendo y
necesitaba que el negocio funcionara.

130
Hay que hacer caso a quien ya lo ha logrado

Ya era enero del 2019. Conocí a Josep Coll, Pepe para amigos
y conocidos, un hombre que ofrecía mentorías solidarias a
emprendimientos que lo necesitaran. Aquel hombre acababa
de vender su empresa por varios millones de euros. Sin duda,
algo había hecho bien, así que decidí escuchar su opinión.

Pepe me dijo que mi idea no tenía ninguna salida. Me


dijo que cómo era posible que estuviera centrándome en mi
marca personal. Que lo que yo tenía que hacer era montar
una empresa, una startup y liarla parda. Él era abogado y
había trabajado con varios criminólogos en su empresa. Era
una empresa antipiratería. Me propuso la idea de montar
un negocio en el que se estudiase la identidad digital de las
personas, para aportar información para departamentos de
recursos humanos, para detectives privados, para seguros.

La idea era buena, crear una empresa de algo totalmente


innovador y muy relacionado con la investigación. Me en-
cantaba. Así que cambié todo lo que había hecho para enfo-
carlo a esta nueva idea. Hice una nueva web, hice un estudio
de mercado, entrevistas con varias empresas y parecía que la
idea era golosa. Además, Pepe me abrió varias puertas con
varios amigos o colegas profesionales. Sin duda tenía mu-
chos contactos. La cosa se iba a poner interesante en breve,
algunos de ellos querían trabajo para ya. Mientras tanto, yo
me formé para saber analizar mejor los datos de las redes so-
ciales, también me formé en comunicación no verbal, incluso
estuve a punto de estudiar la carrera de investigación privada
para no dejar ningún fleco suelto. No se me iba a escapar

131
nada y mi trabajo iba a ser la bomba. Iríamos creciendo,
montaríamos una empresa física empezando por un cowor-
king y la cosa sería grande.

Pero muchas cosas se quedaron en el aire. El trabajo no


llegaba y las empresas que me habían dicho que querían sus
perfiles digitales no me pedían en firme el trabajo. Otra vez
no estaba funcionando. Lo estaba dando todo, estaba obse-
sionada con el trabajo y los meses iban en mi contra. Estaba
a poco de terminar el paro y ahí seguía sin facturar ni un
euro. Me sentía impotente. ¿Cómo podía ser que no saliera
bien si estaba haciendo todo lo que tenía que hacer? Pepe me
decía que tenía que tener paciencia, pero entre que la pacien-
cia y yo no éramos grandes amigas, y que el tiempo jugaba en
mi contra, ya no podía estirar más la cuerda.

Él había tenido que esforzarse muchísimo para llegar a


montar una empresa como la que le lanzó al estrellato. Siem-
pre decía que había que emprender con valores y defendía
los valores del rock. Y tenía razón, para emprender hay que
hacerlo con valores para que las cosas salgan bien, pero hay
que emprender con valores propios, no con los de otra perso-
na, y eso es lo que me estaba pasando a mí.

Me dejé llevar por la seguridad de aquel hombre. Era muy


buena persona, eso lo tenía muy claro. Un hombre que tenía
muy claro lo que quería y que empujaba a otras personas a
hacerlo. Pero ese no era mi destino, yo había emprendido
para hacer lo que yo quería, lo que a mí me gustaba y lo que
yo soñaba. Y me estaba dejando la piel por tirar adelante un
sueño ajeno. Aquello no podía funcionar porque en el fondo
no vibraba conmigo. Estaba llevando adelante todo aquello

132
con sus valores, no con los míos.

Vuelta al tajo

En casa la cosa se estaba poniendo tensa. Sigfrid era muy


comprensivo con todo lo que yo había querido hacer. Con
que dejara el trabajo, con que emprendiera, con que cambia-
ra de idea de negocio. Siempre estaba para apoyarme, pero
también se preocupaba porque no podíamos vivir solo con
un sueldo. Los dos lo sentíamos y lo pensábamos por sepa-
rado, pero no nos atrevíamos a compartirlo entre nosotros
porque yo podía explotar en cualquier momento si salía el
tema a relucir. Cuando me dijo que tenía que tener un plan b
y buscar un trabajo por si eso no funcionaba, peté.

En el fondo yo pensaba lo mismo, pero no quería tener


que buscar otro trabajo, yo quería poder vivir de mi propio
negocio, de poder hacer algo por mí misma donde mis ideas
no tuvieran límite. Pero estaba claro que ya no podía seguir
así. Que seguiría con mi emprendimiento, pero tendría que
buscar un trabajo para poder vivir. Eso me hacía sentir muy
mal, me hacía sentir que había fracasado, que no lo había
conseguido.

No me quedó otra que buscar trabajo. La gente se empe-


ñaba en decir que el trabajo estaba muy mal, pero yo envié
tres currículums a tres farmacias y en esa misma mañana me
llamaron de dos sitios. A los pocos días, hice una entrevista
para una farmacia donde el horario no estaba mal y el sueldo
era aceptable. Me permitiría poder tirar adelante mi negocio,

133
así que acepté y en pocos días empecé a trabajar.

Antes de comenzar, decidí que aquella idea de negocio no


estaba hecha para mí, que no me sentía cómoda en el mundo
startup y que si no estaba funcionando aquella idea era por
algo. Hice un curso de marca personal en el que me di cuenta
de que podía enfocarme a una cosa cien por cien criminológi-
ca. Algo que siempre había tenido delante de mis narices y de
lo que poca gente se ocupaba. Te dicen que te centres en algo
que tú ya hayas experimentado, transitado y superado. Así
que lo vi claro, podía trabajar para ayudar a niños que sufren
bullying. Yo también había pasado por esa experiencia y me
había sentido muy desprotegida y sola. Ahora que era madre
y que quería proteger a mi hija por encima de todo y hacer un
mundo mejor para ella, me importaba más que nunca.

Me puse a estudiar un posgrado de bullying y ciberbull-


ying. Volví a hacer la nueva web. Ya era la tercera que hacía
yo misma, así que ya era toda una experta. Decidí que tenía
que hacer las cosas bien, que durante todo el tiempo que me
había formado y que había hecho prueba y error me había
sentido sola y perdida para levantar el negocio. Así que deci-
dí invertir de nuevo en una mentora que me ayudara a darle,
por fin, el pistoletazo de salida a mi negocio. Estuvimos tra-
bajando juntas durante tres meses.

Tropezando con la misma piedra

Mientras tanto, empecé a trabajar en la farmacia. El primer


día ya me di cuenta de que algo allí no estaba bien. Que nada

134
de lo que habíamos hablado en la entrevista tenía que ver con
lo que realmente había ido a hacer allí. Yo, como técnica de
farmacia, tenía un perfil muy comercial, muy enfocado a la
dermocosmética.

Era mi especialidad, venía del mundo de la estética y me ha-


bía especializado en ello. Mi currículum explicaba perfecta-
mente cuál era mi perfil y estuvimos hablando de ello en la
entrevista. Pero cuando llegué allí, vi claro que me querían
para tenerme en el almacén, recepcionando pedidos, factu-
rando y ordenando. Algo que nunca me había gustado y que
no se me había dado bien, porque no me había llamado para
nada la atención. Era absurdo. Me estaban desaprovechando
teniéndome escondida en el almacén, pudiendo hacer otras
cosas mucho más productivas. Pero bueno, acababa de llegar
y no me iba a poner exquisita. Además, era un trabajo tem-
poral hasta que pudiera vivir de mi proyecto.

Las compañeras no me hablaban. Cuando preguntaba


algo, me contestaban con monosílabos como si les molestara
que preguntara. ¡Era nueva, tenía que preguntar! Ninguna
farmacia es igual, tenía que saber cómo se hacían las cosas
allí, pero nadie se molestaba en explicarme con ganas las co-
sas. Me tenían como si fuera un robot, nada más. Y eso me
generaba mucho malestar. Me sentía cohibida, observada,
incluso tenía la sensación de que hablaban de mí a mis es-
paldas.

Me empecé a sentir peor cada día. Me costaba mucho ir


a trabajar. No me sentía nada bien allí. Cuando volvía del
trabajo, solo quería darle un abrazo a mi hija y dejarme que-
rer por ella. Era mi única medicina. Pero no tenía ganas ni

135
de salir ni de hacer absolutamente nada. Solo me sentía tris-
te y con ganas de llorar constantemente. Me sentía abatida,
menospreciada y ninguneada. Joder, otra vez me sentía igual
que tiempo atrás.

¿Es que la vida no iba a parar de ponerme delante de mis


narices estas situaciones?

Pero no podía hacer nada, me sentía muy sola en aquella


farmacia y en aquella situación. Me sentía como una niña
pequeña, perdida e indefensa otra vez. Pero no podía dejar el
trabajo, tenía que aguantar hasta que el negocio me permi-
tiera dejarlo. Así que me tragué lo que sentía. Hasta que un
día, no pude más y se lo conté a Sigfrid.

—Hace días que no estás bien. No es normal que te sien-


tas así y no es normal que te traten así. ¿Por qué no te has
puesto en tu sitio? Con lo fuerte que tú eres.
—No lo sé, cuando entro allí es como si se me fueran las
fuerzas, no soy capaz de decirles nada de lo que pienso y solo
tengo ganas de que se acabe mi turno para salir pitando. Solo
tengo ganas de llorar.
—No puedes seguir así, tienes que ir al médico y que te
den la baja por depresión. No puedes estar así por una mier-
da de trabajo.
—Ya, pero llevo muy poco. Me echarán.
—Bueno, pues ya buscaremos otra alternativa. No vas a
estar en un sitio donde te hacen sentir así. Por el trabajo, no
te preocupes, que ya ves lo que tardas en encontrar algo.
Tienes un buen currículum y un perfil muy buscado. Mañana
mismo vas al médico a que te den la baja.

136
Yo asentí con la cabeza y me dio un abrazo muy tranquili-
zador. Sin duda él tenía la capacidad de hacerme volver a mi
centro, de ayudarme a superarlo todo, de estar ahí para escu-
charme y para quererme, estuviera como estuviera. Éramos
personas muy diferentes, pero siempre nos teníamos el uno
al otro, para lo bueno y para lo malo. Y sentir eso me dio la
seguridad que necesitaba para largarme de aquella farmacia.

Tenía resistencia a coger la baja, para mí ir al médico a de-


cirle que no estaba bien en el trabajo y que me sentía mal era
echarle morro. Había visto a tanta gente aprovecharse del
sistema que me sentía una estafadora haciéndolo. Pero Sig-
frid tenía razón, yo no tenía por qué estar así por un trabajo.
Si no lo hacía por mí, lo tenía que hacer por mi hija, tenía
que estar bien. Así que, al día siguiente, a primera hora, fui al
médico y enseguida me dio la baja por depresión y ansiedad
ocasionada en el trabajo. Al salir, avisé a mi jefe y a los dos
días me llegó un burofax avisándome que estaba despedida.
Eso era lo que les importaba. Sin duda, confirmaba mis sos-
pechas. A aquella gente no les importaba un carajo.

Comencé a hacer un curso de kundalini yoga y medita-


ción. Estaba otra vez como años atrás y esta vez no podía
permitirme estar así, tenía una hija pequeña que se entera-
ba de todo, tenía que hacer algo para sentirme mejor. Y así,
poco a poco, me fui introduciendo en un mundo más espiri-
tual que me ayudó a conectar conmigo de nuevo.

Fueron pasando los días y me fui encontrando un poco


mejor. Estaba muy tocada, pero poco a poco pude ir cen-
trándome en mi vida y en mi proyecto para poder vivir de él.
Seguí con la que era mi mentora. Siguiendo su recomenda-

137
ción, cogí varios casos de niños que sufrían bullying de forma
gratuita para validar el programa que había diseñado y me
puse a trabajar con ellos. Mientras tanto, me iban alargando
la baja. No iba a pedir el alta porque esta vez sí que estaba
muy cerca de lograrlo. Me lo estaba currando mucho y lo iba
a conseguir, y cobrando la baja podría llegar sin tener que
buscar otro trabajo. Después de tanta lucha, iba a sacar mi
proyecto adelante, fuera como fuese.

Nadie nos enseña cuál es el camino a seguir. Con suerte,


podemos estudiar lo que nos apasiona para después intentar
buscarnos la vida con ello. Yo me había dejado la piel en el
camino para poder llegar a vivir la vida que quería. Había
arriesgado y había fracasado. Pero ¿por qué nos pesa tan-
to fracasar? ¿Es que de los fracasos no se aprende? ¿Es que
creemos que podemos acertar siempre a la primera? ¿O aca-
so pensamos que puede haber alguien externo que nos haga
entender el camino a seguir?

Sinceramente, creo que hay personas que pueden acom-


pañarte y darte la mano cuando lo necesites, incluso podrán
darte luz, pero tu camino solo podrás encontrarlo tú. Si son
esas personas las que te marcan por donde seguir, repitiendo
su camino te estarás desviando de la senda que la vida tiene
preparada para ti.

138
¿Y si dejo de luchar?

Trabajando con Alfonso, uno de los niños a los que estaba


ayudando, se me volvieron a remover muchas cosas. A ese
pobre niño le habían hecho bullying, le habían hecho cosas
espeluznantes. Le habían intentado ahorcar en el patio del
colegio, le habían insultado, amenazado y pegado. Llevaba
años viviendo en aquel infierno y necesitaba ayuda. Yo hice
todo lo que estaba en mi mano.

Pero un día me di cuenta de que, como criminóloga, ya


había hecho todo lo posible por él: aquel niño necesitaba
ayuda psicológica. Tenía ansiedad, insomnio y mucho mie-
do. Tenía pánico a lo que le pudieran hacer en el colegio,
porque realmente el trato que recibía era muy burdo. Yo
ya no tenía más herramientas para ayudarle, pero no podía
dejarle así.

Así que me puse a buscar información sobre terapia psi-


cológica en casos de bullying y fui a parar a una persona que
hablaba de los traumas desde otro punto que nunca había
oído. Era una terapeuta con muchos años de experiencia, un
culo inquieto que no se había conformado con lo que sabía y
que, después de todo lo que había aprendido a lo largo de su
carrera, creó su propio método terapéutico: Qilimbic.

139
¿Quién cree en las casualidades?

La conocí de causalidad a través de un vídeo en su canal


YouTube y decidí investigar un poco más sobre ella y su tra-
bajo. Era asombrosa la forma en que se abordaba la terapia,
como se sanaban los traumas y el pasado. Sin duda, me podía
ayudar y mucho. Así que, después de hablar con ella, decidí
formarme como terapeuta Qilimbic, porque esos niños nece-
sitaban ayuda.

Qilimbic es una mezcla de diferentes técnicas de libera-


ción emocional. Después de trabajar y formarse durante mu-
cho tiempo como terapeuta, Sara se dio cuenta de que había
mucha gente que no conseguía avanzar. Se dio cuenta de que
la terapia cognitiva tenía limitaciones y que había muchas
personas que llevaban años haciendo terapia y seguían sin-
tiendo las mismas emociones. De nada sirve analizar y enten-
der tu vida si cada vez que cierras los ojos vuelves a sentir lo
mismo que sentías hace diez años. Si cualquier estímulo te
hace viajar al pasado a revivir los traumas que no has conse-
guido sanar.

Es un método de trabajo que aúna hipnosis ericksoniana,


tapping y reprocesamiento cerebral para trabajar sobre las
emociones que están sin gestionar y que siguen doliendo y con-
dicionando nuestras vidas. Una técnica aplicada de una forma
muy concreta capaz de encontrar cosas que tenemos en lo más
profundo de nuestro ser y que, probablemente, ni siquiera sa-
bemos que están ahí haciendo esa función. Tuve claro que no
era casualidad llegar hasta ella. Hay millones de terapias, pero
por algún motivo di con Qilimbic y la forma en la que se tra-

140
bajan las emociones parecía muy diferente al resto.

El fin del mundo

Mi baja laboral estaba a punto de llegar a su fin y mi falsa


estabilidad se zarandeaba. El tiempo, como siempre, jugaba
en mi contra. Ya era marzo de 2020 y, entonces, no solo
se vio amenazada mi estabilidad, sino la del mundo entero.
Era un día 12 de marzo y cuando fui a recoger a la niña a
la guardería nos avisaron que, por orden del Departamento
de Educación, todos los centros educativos estarían cerrados
durante dos semanas. Había un virus que estaba llegando de
China que estaba amenazando al mundo entero. La gente
enfermaba y moría, y apenas se sabía a qué nos enfrentá-
bamos. Solo se sabía que se contagiaba por el aire y que era
muy peligroso.

Al día siguiente, viernes, me llegó un burofax con una no-


tificación del tribunal médico para presentarme en la visita
el lunes siguiente. Me resultó raro porque solo llevaba unos
pocos meses de baja, pero era evidente que ahí acababa ese
camino. Estaba claro, mi baja llegaba a su fin y yo todavía
no había conseguido hacer arrancar mi negocio. Ya no podía
estirarlo más porque ahora sí que estaba mejor, y no podía
hacer ver que estaba mal delante de ningún tribunal médico.
Nunca he sabido mentir. Esconder mis emociones sí, pero
inventarlas, eso jamás.

Me puse muy nerviosa y mi cabeza ya estaba dando vuel-


tas a las opciones que tenía. Me tocaba dejar aparcado de

141
nuevo el proyecto y buscar trabajo. Pero, entonces, sonó mi
teléfono. Era la central del tribunal médico, querían anular
mi visita. Dada la situación de emergencia sanitaria que es-
taba ocurriendo, lo anularon por el momento porque man-
tenían solo atención mínima. Respiré muy aliviada. Aunque
no sabía cuánto, me estaban dando un margen para seguir
luchando por mis sueños. Lo iba a conseguir, solo tenía que
apretar un poco más.

La situación mundial era complicada. Había mucha gente


muriendo de forma masiva y al principio el tema daba ver-
dadero pánico. Las noticias eran una verdadera locura. Pero
tenía un objetivo muy claro que me mantuvo muy concentra-
da y ocupada.

Al día siguiente el Gobierno decretó estado de alarma


y confinamiento total. Estábamos encerrados en casa. To-
davía faltaban días para que empezara la formación que
tanto estaba deseando empezar, pero le propuse a Sara, la
creadora del método, si nos dejaba comenzar antes para
aprovechar el confinamiento, y le pareció bien, así que me
adentré en Qilimbic de cabeza. Aproveché que Sigfrid tam-
bién estaba en casa aquellas semanas y que podía estar con
Itziar, y me encerré en el despacho, horas y horas, durante
muchos días.

Comencé a practicar la técnica, con mi madre, con Alfon-


so, incluso con su madre. Y estaba tan empeñada en avanzar
que le pedí a Sara si me podía dar acceso a los siguientes mó-
dulos para seguir aprendiendo. Ella entendió mi intensidad y
se lo agradecí y agradeceré eternamente, porque gracias a su
comprensión y a mi empeño en sacarlo adelante, aprendí en

142
un mes y medio una formación que se aprendía en un año.

Invertí muchísimas horas, horas de mi sueño incluso, pero


estaba decidida y lo conseguí. Practiqué muchísimo, hice mu-
chas horas de sesiones online con todo aquel que se prestó.
Hasta que llegó el día en que Alfonso estaba muchísimo me-
jor. Dormía bien, estaba tranquilo y ya no tenía miedo ni
ansiedad. Lo había conseguido. Le había ayudado a soltar
sus fantasmas. Comencé esa aventura para ayudarle y lo ha-
bía logrado. Y entonces me di cuenta de que me había hecho
terapeuta, así, sin comerlo ni beberlo.

Era curioso cómo estando encerrada en casa sin poder sa-


lir ni ver a nadie me sentía tan tranquila. Tenía herramientas
para afrontar la extraña situación y decidí usarlas.

Durante aquellas semanas de confinamiento, yo seguía


con mis cuarentenas de meditación. Entonces, una mañana,
haciendo una meditación de la cuarentena que me tocaba,
pasó algo muy curioso. De repente, cada vez que repetía el
mantra oía y sentía como si dentro de mi cabeza hubiera un
cable conectado desde el oído derecho hasta mi nariz. Era
una sensación muy extraña. Realmente lo sentía cada vez que
repetía el mantra. Al acabar la meditación, hice diferentes
respiraciones para ver qué era aquello. Se lo comenté a la
profesora y me confirmó que una parte de mí se había abierto
y conectado a algo mucho más sutil: había conectado con mi
intuición.

Era raro de narices, pero mi mente y mi cuerpo se habían


conectado y me mostraron que aquella era la forma de sa-
ber si estaba en mi centro. Desde aquel momento, aprendí

143
a hacer las respiraciones necesarias para volver a sentir esa
sensación, y cada vez que conectaba con ella, cada vez que
sentía ese cable entre el oído y la nariz, por raro que pudiera
parecer, me sentía en calma y abierta al universo.

Era como si de repente, después de estar tantos años me-


tida en mi caparazón, tantos años separando mi mente de mi
cuerpo, tantos años manteniéndome en esa espiral de pensa-
mientos desquiciantes y desbordados, se hubiese abierto una
puerta directa hacia la que acudir cuando lo necesitara.

Mi mente siempre había ido a mil por hora, tratando de


huir de todo lo que me atormentaba y tratando de trazar un
plan futuro. Siempre en vigilia por detrás y a la expectati-
va por delante. Pero, por más que lo intentes, nunca puedes
adivinar lo que va a venir después, así que eso hacía crecer
mi nube de pensamientos e hipótesis sobre todo, generando
mucha ansiedad y no permitiéndome disfrutar el momento.

Pero en ese momento se recolocó algo muy importante,


algo que me habían dicho en varias ocasiones, que necesitaba
volver a conectarme conmigo misma.

Y fue así, en ese estado de conexión, como llegó el mo-


mento de darme cuenta de que ya no tenía sentido seguir
luchando. Luchando solo encontraba más guerra y más obs-
táculos. Era un paralelismo con mi vida entera. Llevaba años
luchando y dejándome la piel en todo. Años luchando con-
tra mis demonios, contra mi padre y contra las injusticias.
Pero eso no me había traído más que problemas y problemas.
Resistencias y lastres que llevaba arrastrando y que no me
dejaban avanzar. Y me había llevado esa lucha a todos los

144
ámbitos de mi vida, también en el ámbito laboral donde todo
era siempre un gran sacrificio, donde tenía que trabajar mu-
chísimo para encontrarme con un muro.

Y lo supe. Ya no quería luchar más.

Aunque ahí fuera se premie a las personas luchadoras y se


admire todo el esfuerzo y sacrificio que tienen que hacer para
vivir, entendí que yo ya no quería ser eso. Yo ya no quería
dejarme la piel para ganarme un sitio. Tenía que haber otra
forma que todavía no había visto, algo más sencillo. En ese
momento, comprendí que mi lucha había terminado.

No lo dudé, tal y como lo sentí, hice un comunicado en


redes sociales para avisar que mi cuenta y mi proyecto iban
a dar un giro. Que estaba muy orgullosa de haber aprendido
todo lo que había aprendido en la carrera, pero que ya no
estaba en ese punto.

Necesitaba ayudar a aquellos niños a sanar sus heridas.


De nada servía defenderlos y separarlos de los agresores si la
mochila llena de recuerdos y traumas la llevaban consigo allá
donde fueran. Que de nada servía enfrentarse con los centros
educativos porque muchos no tenían más recursos para ayu-
dar a los niños, porque muchas veces el problema nacía en
casa. Necesitaban mi ayuda para ser felices, y ayudándolos
a ellos ayudaría a mi hija a no encontrarse en una situación
parecida en un futuro. Lo haría por mí, lo haría por ella.

Y así dejé de ser criminóloga para ser terapeuta Qilimbic.


Volví a cambiar y adaptar mi web y mi estrategia de marke-
ting para apostarlo todo al rojo. Esta vez funcionaría, tenía
que funcionar.

145
Estamos hartos de escuchar que hay que luchar, que hay
que dejarse la piel para conseguir avanzar. Que para absolu-
tamente todo hay resistencia y la verdad es que sí. Yo lo es-
taba experimentando. Me estaba cayendo una y otra vez. Me
levantaba una y otra vez también, pero ¿es que no hay nada
sencillo en la vida? ¿Es que acaso todo lo tenemos que conse-
guir con esfuerzo, sudor y lágrimas? ¿O podemos encontrar
caminos más sencillos? Quizá es que nos empeñamos en se-
guir por el camino equivocado y la vida pretende avisarnos
que hay que aprender algo antes de avanzar. Quizá debemos
observar esa lucha para ver qué esconde detrás. Pero claro,
cuando desde siempre nos han enseñado que la vida no es
fácil, habrá que experimentarla de esta forma para no des-
merecer esas creencias.

Estaba cansada de tanto luchar y mi intuición me decía


que más allá de la lucha había otro camino más bonito. Así
fue como cambié la espada por un salvavidas.

146
El último cartucho

Había seguido mi instinto y había hecho un cambio ante


todo pronóstico, confiando en que, con este nuevo enfoque,
desde el salvavidas y no la espada, lo iba a conseguir. Pero la
vida tenía algo diferente preparado para mí. Esperé, esperé y
esperé. Y nada.

Silencio de nuevo. Mi proyecto, mi cuarto proyecto tam-


poco arrancaba. Los días pasaban, el confinamiento aflojaba
y era muy probable que la cita con el fin de mi baja llegara.
De nuevo, estaba en un callejón sin salida.

Quemé el último cartucho con un curso de stories en Ins-


tagram. Había conocido a una mujer que me conectó con
algo difícil de explicar. Ya ves tú, hablaba de venta orgánica
en redes sociales, pero de alguna manera supe que ella podía
ayudarme. Al fin y al cabo, todo lo tenía montado, lo único
que me faltaba era vender y tenía el chiringuito preparado
para hacerlo. Así que, sin pensármelo dos veces, me apunté
al curso de Irene Milián. Mi intuición me avisó que siguiese
ese camino. No sabía a donde me llevaría, pero sabía que
debía tomarlo.

Irene era una mentora de negocios y de marca personal y


tenía un estilo muy diferente al resto. Cuando todo el mundo
en el ecosistema digital estaba vendiendo una forma de ha-
certe visible y de vender muy parecida, ella te contaba cosas
totalmente diferentes y eso fue lo que me gustó de ella. La

147
forma en la que se entregaba en la formación, la forma en
que se interesaba a nivel individual por nosotras, había algo
distinto en su manera de enseñar y de conectar.

En esa formación aprendí mucho, aunque todo seguía por


la misma línea. El negocio seguía siendo solo un proyecto.
Había trabajado como terapeuta con varios chicos de forma
altruista para validar mi trabajo, para tener testimonios y
comenzar. Pero todo seguía igual. El proyecto no arrancaba.

Era 17 de junio de 2020. Llevaba ya casi un par de meses


con el curso y acompañamiento de Irene. Mi comunicación
en Instagram era adecuada, el mensaje y el público eran ade-
cuados. Todo lo estaba haciendo bien, pero seguía en el mis-
mo lugar. Cero ventas y mucha presión. Ese día, a las siete de
la mañana, Irene me escribió por Instagram. La verdad, no
recuerdo como comenzó la conversación, pero ella enseguida
me dijo: «Te llamo». Así que me levanté de la cama, me quité
la férula de los dientes y me fui al comedor para no desper-
tar a mi hija. Y comenzamos a charlar sobre cómo estaba el
tema. Mi mensaje de marca, mis contenidos, mi programa, y
entonces llegó el quid de la cuestión.

—A ver, es que la gente se interesa mucho, es un tema


muy necesario, pero después nadie se decide a dar el paso.
Es como si el hecho de que el problema sea de los hijos fuese
ajeno a los padres. Es raro, pero me da la sensación de que no
están dispuestos a invertir en terapia para los hijos por este
motivo —le expliqué.
—Compi, a lo mejor esto no te gusta, pero puede que no
haya mercado para esto. A lo mejor te tienes que plantear
otro nicho de mercado —dijo Irene.

148
—Bueno, es que de alguna manera, si me paro a pensar, es
como que no acabo de estar del todo convencida. Sé que lo
ideal para centrarnos en un público concreto al que ayudar es
centrarse en un tema que hayamos tenido que superar. Y sí,
en mi adolescencia me hicieron bullying y por eso sentí que
tenía que centrarme en esto, pero en realidad fue la punta del
iceberg. Solo eran daños colaterales, porque lo que de verdad
me ha marcado, el tema de mi vida ha sido mi padre. —Me
sinceré—. Es algo que me he ido trabajando toda la vida y
que ha sido mucho más fuerte que lo que me pasó en el ins-
tituto.
—Hombre, ese es un temazo, yo también he tenido histo-
rias familiares, igual que otras muchas personas. Y creo que
es un tema en el que sí que hay gente interesada por encon-
trar soluciones. Puede que sea por aquí.

Entonces yo ya oía a Irene en off. Su voz retumbaba en mi


cerebro mientras muchas cosas pasaban dentro de mí. Mu-
chas piezas se estaban recolocando y ahora por fin estaban
encajando. Madre mía, ¿cómo no lo había visto antes? Había
convivido con ello durante toda mi vida, y no me había plan-
teado para nada enfocarme en sanar a otras personas que
habían vivido su infancia como algo que las había marcado.

Quizá no había estado preparada para darme cuenta an-


tes. O quizá no me había dado cuenta porque no tenía las
herramientas para ponerlo al servicio del mundo. Pero solo
había hecho falta poner las cartas sobre la mesa para que
dentro de mí sucediera una catarsis. Llevaba toda la vida en-
trenándome para ello. Estaba claro que era el camino. Lo
sentía.

149
—¡Claro! Pero ¿cómo no lo he visto antes? Es eso, claro.
Sí, sí, está clarísimo —dije convencida.
—A ver, estamos en pleno mercurio retrógrado, no hay
que tomar decisiones a lo loco. Tómatelo con calma y piénsa-
telo bien —me advirtió ella con sus ideas astrológicas.
—No, no tengo nada más que pensar. Está claro. Esta mis-
ma tarde haré un comunicado en mi cuenta de Instagram
para explicar esto —dije con una sonrisa imborrable en la
cara.

Algo importante acababa de pasar y podía sentirlo.

Esa tarde grabé un vídeo para comunicar mi decisión en


Instagram, explicando lo que iba a pasar a partir de ese mo-
mento. Expliqué brevemente mi historia, que venía de una
familia en la que la mujer no importaba nada y que iba a
hacer cosas para cambiarlo. Sentí un poco de vértigo al darle
a «publicar», pero ya estaba hecho y estaba muy contenta
con mi decisión. Una parte de mí pensó que la gente fliparía
con tanto cambio de rumbo, aunque otra parte no le hizo ni
puñetero caso y siguió en su momento de subidón.

Mientras todo esto pasaba, tenía que prepararme para,


esa misma tarde, recibir una sesión de Qilimbic en mi propia
piel. Había hecho toda la formación y había practicado mu-
cho como terapeuta, pero no me había puesto en la piel del
paciente más que una vez con una compañera.

150
Remar sin lastre

Unos días antes, Sara, la creadora y profesora de Qilimbic,


propuso un ejercicio muy concreto para trabajar bloqueos
con temas concretos. Hay ocasiones en las que queremos lle-
gar a un punto, queremos avanzar hacia una meta o un obje-
tivo, pero hay algo imperceptible que se cruza en el camino,
algo mucho más profundo que no te permite avanzar.

Nos dijo que propusiéramos temas para trabajar ese ejer-


cicio y que el que más le gustara sería el que haríamos. Yo,
rápidamente, lancé mi propuesta: mi bloqueo para llegar a
la abundancia. Algo había en mi subconsciente que no me
dejaba conseguir tener un negocio, que no me permitía llegar
a donde yo quería. Estaba claro que tenía una relación com-
plicada con el dinero.

En todo el tiempo que llevaba como emprendedora me


había quedado claro que existía esta relación tan de amor
odio entre el dinero y yo. Si me paraba a pensar, en mi familia
la relación con este tema era un poco complicada también.

En mi casa había visto cómo mi padre, desde que traba-


jaba en la Organización Nacional de Ciegos Españoles, se
ganaba muy bien la vida. Trabajaba mucho, pero también
ganaba bien. Y nunca vi que le diese ninguna importancia al
dinero. Se sentaba en cualquier parte y siempre se le caían las
monedas de los bolsillos y prácticamente no le prestaba aten-
ción. Cuando llegaba la hora de cierre del día, antes de que
dieran el sorteo en la tele, tenía que enviar por fax un registro
con los números que había vendido y con los números que
le habían sobrado, para que quedara constancia de la factu-

151
ración y del producto sobrante. Y él solía despreocuparse de
esa tarea. O la hacía mi madre o le tocaba pagar todos los
números sobrantes de su bolsillo. Eso había pasado muchas
veces, pero él no le daba mucha importancia.

Por otro lado, había visto durante muchos años cómo mi


madre, peluquera desde que acabó el colegio, jamás se había
permitido triunfar y crecer con su trabajo. Desde muy joven
ya tenía su propia peluquería, pero siempre acabó antepo-
niendo las necesidades de mi padre por delante, y ella y su
trabajo quedaban relegadas a un segundo lugar. La verdad
es que no me había parado a analizar esto ni tampoco tenía
muy claro el motivo, solo sabía que ella, con el tiempo, había
ido dejando de lado su pasión por su trabajo y nunca se ha-
bía permitido brillar y vivir bien con su negocio.

No sabía si esto estaría relacionado o no, pero estaba cla-


ro que de algún lugar salía mi fricción con este tema. Ade-
más, llegado este punto, no tenía nada que perder, así que me
lancé y probé.

El tema le gustó, así que Sara me cogió como conejillo


de indias para la sesión. Fue una sesión mágica. Justo en el
momento que la necesitaba llegó hasta mí como por arte de
magia. ¿Casualidad? Para nada. Todo debía pasar de aquella
manera. En aquella sesión en la que yo quería encontrar el
motivo por el cual no conseguía trabajar de lo que quería y
con lo que podía ayudar a muchas personas, se abrió algo
muy interesante.

Explicar una sesión de Qilimbic es realmente complejo


porque el propio sistema va mostrando emociones, recuer-

152
dos, energías, vínculos y a priori puede parecer absurdo y
un sinsentido, pero a medida que vas avanzando todo va co-
brando sentido. Hay momentos en los que de forma energé-
tica das posición a otras personas que van apareciendo en
tu mente, como si estuvieran ahí contigo sentadas a tu lado,
para buscar las emociones relacionadas con ellas e incluso
para darte la oportunidad de entrar en su propia energía,
sentir sus propias emociones e incluso ver experiencias desde
su propia piel. Es algo que sucede de forma intangible, no
se toca, pero se siente, se ve y se conecta con ello. La mente
racional puede pretender desacreditar lo que sucede, porque
es algo que al principio puede desconcertar, pero a medida
que entras en ello no hay mente que pueda negar lo que está
viendo y sintiendo. Va mucho más allá de la razón.

Sara me propuso que visualizara cómo sería mi vida si


consiguiera mis objetivos. Yo me visualicé en una playa pa-
radisíaca, tomando el sol, con una paz y tranquilidad mara-
villosa, sabiendo que tenía todo lo que necesitaba en la vida.

Y, entonces, a través de hipnosis, me guio hasta el porqué


no me era posible llegar a esa felicidad, a vivir con aquella
tranquilidad. En aquel momento, rápidamente conecté con
mi padre. Cómo no, tenía que aparecer hasta en la sopa. Lo
veía y tenía sensaciones escalofriantes. Hacía muchos años
que no lo veía, pero de repente sentí como si estuviese ahí
delante mío.

Al principio, su presencia me incomodaba muchísimo. Me


hacía removerme en la silla. Me ponía nerviosa. Le veía mi-
rándome fijamente, con mirada intimidante y me hacía sen-
tirme bloqueada. Sara me fue acompañando con tapping y

153
con reprocesamiento cerebral para ir liberando esas emocio-
nes y sensaciones hasta neutralizarlas.

Entonces, me hizo colocarme en su lugar. Entrar en su


energía, sentir como si fuese él.

Me fue muy fácil conectar con su energía. No me lo espe-


raba, pero de repente era él, sentía como él y veía como él.
Me veía a mí misma como si tuviese unos siete años. Me veía
sentada en una silla enorme que no me dejaba tocar el suelo
con los pies. Llevaba el pelo recogido en una coleta, tenía la
piel muy morena y llevaba puesto un mono corto azul oscuro
con estampados blancos. Veía cómo la boca sonreía, pero esa
sonrisa no llegaba a los ojos. Y sentí la distancia que había
entre nosotros.

Entonces me di cuenta de que lo que sentía no era para


nada lo que yo había sentido al comenzar. Mi padre no pre-
tendía intimidarme, escudriñaba con atención lo que tenía
delante. Me veía a mí muy nítida superpuesta en un fondo
turbio y borroso, como desenfocado, para entender lo que yo
sentía hacia él. Estaba sintiendo la distancia que había entre
los dos y sentía su dolor. Sentí su pena al sentir esa distancia,
al darme cuenta de que aquella niña tenía unos ojos tristes.
Aquella niña no sonreía con el alma.

De repente, comencé a ver recuerdos suyos de cuando era


pequeño. Era surrealista, pero yo lo estaba viendo y sintien-
do en mi piel. Me vi como si fuese él, vestida con ropa de los
años 60. Llevaba unos pantalones cortos con tirantes y deba-
jo una camiseta que en algún momento habría sido blanca,
pero ahora estaba muy sucia. Era un niño pequeño y lo único

154
que podía sentir era que apenas veía y sentía mucho frío.
Sentía la soledad y la tristeza a mi alrededor, como si hubiese
calado en mis huesos y no pudiese sacármela de encima. Era
junio y hacía bastante calor, pero yo tenía las manos y los
pies helados. Literalmente, me sentía congelada.

A medida que íbamos avanzando y haciendo rondas de


tapping y liberando emociones me di cuenta de que a mi al-
rededor solo había tristeza, dolor y sufrimiento. Vi escenas
pasar ante mis ojos, como si fuesen recuerdos. Todo a mi
alrededor estaba desdibujado, me sentía perdida e incapaz
de ver más allá de esa nube que me envolvía. Sentí que esa
sensación estaba ya tan interiorizada que no quería seguir
esforzándome en ver lo que había a mi alrededor. Ya me bas-
taba con escuchar los gritos y notar la mala energía que se
respiraba en aquel ambiente, y para no seguir sintiéndolo me
había congelado. Entendí que esa sensación es la que le había
acompañado toda la vida. Se tuvo que congelar para pro-
tegerse, para no sentir el dolor que le envolvía, aunque ese
dolor ya estaba dentro suyo. Estaba ya en sus células.

A medida que iba avanzando la sesión, fui conectando


con el papel de la mujer y del hombre. Fui viendo y enten-
diendo lo que había vivido mi padre con sus padres, con lo
que había arraigado a nivel familiar con la mujer. Fui viendo
pasar las imágenes ante mis ojos de todos los hijos que ha-
bían formado parte de aquella familia.

Vi cómo una casa llena de gente se había ido vaciando


porque nadie soportaba aquel dolor. Y vi a su madre, mi
abuela. Y al verla llegó a mi mente la idea de que la mujer
no podía servir para otra cosa más que cuidar y criar, era

155
una prisionera de su hogar y tendría que tragar con todo, así
que nunca podría ser alguien que persiguiera ningún objetivo
ambicioso. Su papel era simplemente ver, oír y callar. Esta era
una frase que mi padre me había repetido durante toda mi
infancia y en aquel momento comprendí de dónde procedía.

Fuimos trabajando sobre esa conexión con el rol de la


mujer en la familia de mi padre y, poco a poco, sentí cómo se
iba liberando. Hasta que llegó el punto en que dejé de ver su
infancia y su familia y volví a verme a mí desde sus ojos. Ya
no me veía pequeña. Ahora me veía mayor, fuerte y segura y
sentía orgullo al verme así. Sentí su orgullo y su aprobación.

De repente, sentí el orgullo de haber traído al mundo a


una mujer en un clan familiar en el que no se valoraban mu-
cho. Entendí que se había empeñado durante mucho tiempo
en traerme al mundo para que yo cortase aquello, para que
sanase el linaje familiar y, a partir de aquí, las mujeres que vi-
niesen después pudieran ser libres de aquel dolor, de aquella
cárcel. Y cortando con ello, me liberaba a mí, liberaba a mis
antepasadas y también liberaba a mi hija.

Las lágrimas me caían a borbotones por las mejillas y te-


nía la piel de gallina por todo lo que se había movido y todo
lo que había sentido en aquella sesión. Fue impactante y libe-
rador a partes iguales. Puede sentir que algo muy dentro de
mí se había liberado. Sentí que había soltado ese gran lastre
que no me permitía ser libre, que no me permitía conectar
conmigo misma.

Era como si siempre hubiese estado subida en una bar-


ca intentando remar hacia la orilla, mientras una cuerda me

156
arrastraba hacia la profundidad del océano. Como si me hu-
biese pasado la vida moviendo una y otra vez aquellos remos
intentando llegar a un lugar seguro, pero algo imperceptible
siempre hubiese estado ahí para mantenerme en ese esfuerzo
constante, tirando mi energía por la borda. Y en aquel mo-
mento, aquella cuerda que quería arrastrarme hacia un lugar
donde jamás podría palpar la arena, se había soltado. Me
había dejado libre para dar el último empujón y poder pisar
la orilla.

Esa sensación de libertad, de poner los pies en la cálida


arena tras mucho tiempo flotando a la deriva, fue muy recon-
fortante. Llevaba mucho tiempo queriendo hacer aquello y
sentirlo de verdad era maravilloso. Mis brazos ya no estaban
cansados, mi cuerpo ya no se agitaba de un lado hacia el otro
por la marea. Me sentía firme, sosegada, me sentía en casa.
Y, de repente, me vi tumbada en aquella playa paradisíaca
descansando, disfrutando de aquellas vistas, de aquel agra-
dable clima y de la suave brisa del mar acariciándome la piel.
Lo había conseguido. Había llegado a donde llevaba tanto
tiempo queriendo llegar. Estaba en aquella playa que había
visualizado al comenzar la sesión y la sensación era de felici-
dad, plenitud, paz, tranquilidad. Estaba pletórica.

Y en aquel momento, después de comprender todo lo que


había pasado, después de ver todo el trabajo que se había he-
cho en aquella sesión, de comprender todo lo que había visto
sobre la mujer y cómo me había estado limitando toda mi
vida, quedó muy claro cuál era el mensaje para mí: tenía que
centrarme en trabajar con mujeres para devolverles su poder,
para ayudarlas a conectar con su esencia, para liberarse de

157
todo lo que las había estado condicionando en todos los as-
pectos de sus vidas. Comprendí que la revelación de aquella
mañana con Irene había sido la antesala de lo que iba a pasar
horas más tarde en aquella sesión. Mi propia historia me es-
taba marcando el camino. Integré toda aquella información.
Agradecí todo lo que mi sistema había mostrado allí y acepté
que ese era mi destino. Pelos de punta.

Resurgiendo de mis cenizas

La mañana siguiente, me levanté con las cosas muy claras. El


día anterior algo muy fuerte dentro de mí había cambiado. Y
sentía que ahora solo debía dejarme llevar. Una idea retum-
baba dentro de mi cabeza: debía poner en marcha mi nueva
idea de negocio.

Mientras Itziar dormía, preparé una masterclass gratuita.


El contenido fue llegando a mi mente con una gran facilidad.
Estaba muy inspirada. Me grabé, edité el vídeo, monté un
embudo de ventas y preparé una campaña de publicidad en
Facebook. Ya había hecho esto tantas veces que tardé poco
rato. Había preparado en una mañana todo un sistema de
ventas en el que a través de publicidad la gente llegaba a una
masterclass donde les hablaba de tres puntos importantes
que necesitaban tener en cuenta para poder sanar su infan-
cia. A través de todo lo aprendido y de mi propia historia,
creé un anuncio con el que conectaba mucho con ellas. Había
aprendido mucho de storytellying, de cómo contar historias
para conectar con las emociones de los demás. Así que solo
necesitaba darle rienda suelta a mi mente y dejar a los dedos

158
volar por el teclado para contar un breve resumen de mi his-
toria y de cómo podía ayudar a otras personas con experien-
cias parecidas a la mía.

El anuncio las llevaba a una masterclass donde compar-


tía mucho sobre Qilimbic, sobre por qué seguimos sintiendo
las emociones aunque hayan pasado muchos años, explicaba
cómo, con las técnicas adecuadas, podíamos soltar y liberar
todo aquello que duele, y al final de la masterclass les ofre-
cía entrar en el programa terapéutico que había preparado.
Todo esto lo hice en una mañana, mientras Itziar seguía dur-
miendo. ¿De locos? No, de locos fue lo que vino después.

Durante aquel día, comenzaron a registrarse a mi master-


class varias mujeres. Bien, comenzaba a rodar. Ahora queda-
ba esperar.

¿Soltamos? Soltamos

Al día siguiente, justo el día que terminó el confinamiento,


bajé al parque con Itziar. Era viernes 19 de junio de 2020.
Mi hija, al igual que los demás niños, llevaba desde marzo
sin poder jugar en el parque porque habían estado todos
precintados. Aquel día era urgente bajar y volver a verla
sonreír al tirarse por el tobogán. Había pasado mucho tiem-
po sin poder hacer aquello tan sencillo y que tanto necesi-
taba. Y a mí me hizo tremendamente feliz poder estar allí
de nuevo.

Estuvimos toda la mañana en el parque debajo de casa y


toda mi atención estuvo puesta en ella. Cuando al mediodía

159
miré el móvil, tenía muchas notificaciones sin atender. Miré
el e-mail y de repente me dio un vuelco el corazón. Me ha-
bía llegado un correo electrónico del tribunal médico. Estaba
citada el siguiente lunes para valorar si me cortaban la baja.
Ahora sí que había llegado el momento en el que aquella tre-
gua acababa. Volví a mirar el móvil, y entonces me di cuenta
de que me habían reservado tres mujeres una entrevista para
valorar trabajar conmigo. ¡Madre mía, estaba pasando! El
universo me estaba hablando.

En muchísimo tiempo nadie se había interesado en firme


por mis servicios, y ahora, en solo un día, ya tenía varias per-
sonas interesadas. Era remotamente improbable que pasara
eso. Había grabado una masterclass para unas personas que
no me conocían de nada, y al final del encuentro les ofrecía
trabajar conmigo en un programa de mil euros, ¿qué proba-
bilidades había de que pasara aquello? Según los expertos en
marketing, no es algo que pase frecuentemente. De hecho,
siempre te aconsejan hacer este tipo de acciones para que la
gente te conozca, comiencen a seguirte en redes y después de
un tiempo viendo cómo eres, cómo transmites y cómo traba-
jas, entonces te contratan. Pero yo me había saltado algunos
pasos porque sentí que debía hacerlo así y al parecer estaba
dando resultado.

Estuve todo el día como en un globo, gestionando todo


lo que estaba pasando. Por un lado, me citaban del tribunal
médico para valorar mi baja. Yo no quería seguir con aque-
llo porque me encontraba mejor y me sentía muy mal en esa
situación, aunque aquel tiempo en que habíamos estado con-
finados me había permitido poder centrarme en formarme.

160
Por otro lado, aquellas entrevistas que habían reserva-
do porque querían valorar trabajar conmigo me estaban
indicando que había interés, pero tampoco era nada segu-
ro. Si mi mente suele ser activa, en aquel momento echaba
humo.

Cuando llegó Sigfrid de trabajar le acribillé haciendo un


eufórico resumen de todo lo que había pasado. Y él percibió
mi estado de ánimo incluso antes de comenzar a hablar.

—¡Estoy flipando! Está siendo un día de locos. Esta ma-


ñana me ha llegado una citación del tribunal médico por el
tema de la baja. Sabía que iba a llegar este momento, pero
igualmente me he puesto muy nerviosa al verlo. —Mi mente
iba casi más rápido de lo que mi lengua podía asumir—. Pero
es que justo después de ver ese e-mail he visto que no dejan
de registrarse personas a la masterclass. ¡Es una locura! Y
lo más fuerte es que hay tres personas que han reservado
entrevista para hacer el programa. Joder, que he montado un
programa cerrado para estar trabajando durante tres meses
y les interesa —dije atropelladamente mientras veía su cara
de asombro.
—¡Muy bien! ¿Y entonces? —contestó.
—Pues puede que sea una locura, pero ¿y si el universo
me está poniendo a prueba? Es demasiada casualidad que
lleguen las dos cosas justo el mismo día, una detrás de otra,
¿no crees? —pregunté sin dejarle tiempo a contestar—. ¿Y si
el universo me está mostrando que por fin mi proyecto puede
funcionar y me está dando una patada en el culo para que
suelte lo que ya no necesito? —Seguí reflexionando.
—Está claro que es el momento de soltar y apostar por

161
ti. Suelta la baja —dijo sonriendo, pero con seguridad en la
mirada.

Aquella respuesta me cogió por sorpresa. En realidad, era


lo que yo pensaba, pero no me atrevía a verbalizar. Y, enton-
ces, llegó él y me soltó aquello como si nada. Seguíamos en
el recibidor de casa porque le había abordado allí y prácti-
camente ni le había dejado entrar a dejar las cosas y va y me
suelta eso y se queda tan pancho. Oír aquello de su boca, y
con esa seguridad en mí, me hizo agradecer una vez más que
la vida me lo hubiera puesto delante. Sin duda, confiaba en
mí ciegamente y eso me hizo reafirmar mis sensaciones y mi
intuición. No estaba chiflada, estaba claro que el universo
me estaba hablando y yo le estaba escuchando. Estaba sol-
tando mi necesidad de controlarlo todo y parecía que estaba
funcionando.

Tras aquella conversación, decidí poner fin a aquella baja.


Y, a partir de la semana siguiente, comencé a tener una gran
cantidad de entrevistas para trabajar conmigo. Pocos días
después, y muchas horas de entrevistas gratuitas, di la bien-
venida a mi primera clienta. Y a la segunda y a la tercera.
Las entrevistas no dejaban de llegar. Durante todo el vera-
no, estuve haciendo un sinfín de entrevistas con mujeres que
querían sanar su infancia, mujeres que necesitaban soltar to-
das aquellas cargas que no las dejaban vivir felices. Aprendí
muchísimo y me empoderé muchísimo más. Mi proyecto se
había convertido en negocio.

Por fin, después de tanto tiempo, de tanto esfuerzo, de


tanta prueba y error, lo había conseguido. Después de cuatro
proyectos fallidos, estaba viviendo de lo que me gustaba ha-

162
cer y estaba ayudando a otras personas a cambiar sus vidas
con ello. Estaba pletórica.

Hay ciertos momentos en la vida que son clave. El uni-


verso nos habla, nos va dejando pistas e incluso nos pone a
prueba para ver si estamos preparados para mudar la piel. Es
muy importante, imprescindible diría yo, desarrollar esa ca-
pacidad de observar, de sentir, de dejar que lleguen los men-
sajes que quieren mostrarnos algo. Y cuando llegan, debemos
estar preparados para dar un salto de fe, soltar aquello que
no nos sirve para acercarnos a nuestro camino. De lo contra-
rio, el apego a lo que ya tenemos, el miedo a lo desconocido
o a la incertidumbre, nos puede privar de lo que la vida tiene
preparado para nosotros.

Es imprescindible no sentir apego hacia nuestra historia,


hacia nuestra forma de ser o hacia nada de lo que tengamos
en nuestras vidas. Porque si aparecen mensajes que pueden
hacernos encontrar respuestas a nuestras preguntas, a aque-
llo que llevamos tanto tiempo buscando, debemos estar con
la mente preparada para escucharlo. Y para poder escuchar y
sentir todo aquello que antes no habíamos encontrado debe-
mos estar listos para soltar lo que nos ha acompañado hasta
el momento. Porque aferrarnos a lo que conocemos solo nos
mantendrá en eso, en lo conocido. Por eso debemos conectar
con esa capacidad de soltar algo viejo para que entre algo
nuevo. Es feng shui mental.

163
La niña que sana

Entrar en esta conexión con lo que llevaba tanto tiempo bus-


cando me permitió encontrar las piezas que faltaban en mi
puzle. Llevaba años recopilando piezas, dándoles la vuelta
para encontrar la forma de encajarlas y había encontrado
cómo colocar algunas de ellas, pero quedaban muchas in-
cógnitas que resolver. Quedaban muchas cosas todavía por
entender.

Mi alma había estado buscando constantemente este mo-


mento, esta etapa de mi vida, y mi ego se lo había estado
impidiendo. Había estado evitando que encontrara mi ver-
dadera esencia. Y todo había sido por miedo, por miedo a
compartir mi historia, hasta que entendí que sería esa histo-
ria que tanto tiempo había estado intentando esconder la que
me abriría las puertas a una nueva vida. Qué irónica resulta
a veces la vida.

Trabajar con todas esas mujeres que se ponían en mis ma-


nos para sanar su infancia era totalmente liberador. Estaba
más que preparada para hacerlo. Acompañaba y escuchaba
historias muy crudas, historias que me hacían encontrar un
punto de unión con la mía.

¿Casualidad? Para nada. Absolutamente nada en esta vida


es casualidad. Vivimos en una línea constante de puñeteras
causalidades que pretenden mostrarnos algo. La cuestión era
que tenía el aplomo y la capacidad de sostener y acompañar

165
a esas mujeres en aquellos batiburrillos mentales y emocio-
nales, en aquellas duras experiencias y recuerdos, y me sen-
tía en mi centro. Gestionaba todo aquello prácticamente sin
pestañear. Y, por primera vez en mi vida, no era porque estu-
viese bloqueando lo que sentía, sino porque realmente estaba
preparada para sostener y acompañar sin sentirme removida.

Acababa las sesiones, ponía un poco de música para mo-


vilizar y subir mi energía y todo volvía a su lugar. En otro
momento de mi vida, esto hubiera sido una locura para mí. Si
tiempo atrás era un drama hablar de mi padre, estar en contac-
to constante con este tipo de historias habría sido demoledor.

Un viaje sin retorno

Durante unos cuantos años, había hecho muchas cosas para


sanar a mi niña interior. Había hecho coaching, psicotera-
pia, constelaciones familiares, canalización, flores de Bach,
homeopatía, meditación, yoga y no sé cuántas terapias alter-
nativas para poder liberarme de mi pasado, de mi lucha con
mi padre.

Había avanzado bastante, obviamente, tenía camino por


delante, pero por lo menos ya no tenía pesadillas ni pensa-
mientos recurrentes como tiempo atrás. Ahora podía hablar
de él sin que me temblara la voz, podía explicar más cosas
de las que había vivido y aunque sentía que se me seguían re-
moviendo cosas, ya no se me encogía el corazón como antes.
Ya no me temblaban las piernas con solo pensar en él, con
pensar en que algún día tuviera que volver a verle.
Sentía algunas contradicciones. Acababa de empezar
como terapeuta, era una novata y se me abrían unos temazos
en las sesiones y unas conexiones que me estaban mostrando
que era más que capaz de sostener. En Qilimbic hay una pre-
misa muy clara: los sistemas de las personas que intervienen
en la sesión se leen y se abren más o menos en función de
la capacidad del sistema del terapeuta para sostenerlo. Era
evidente que todavía podía sacarle más provecho. Sentía que
debía ahondar más en esto tan mágico que había llegado a mi
vida, así que no lo dudé ni un segundo y me apunté a hacer
el máster.

En cuanto el máster comenzó, nos explicaron que debía-


mos comprometernos a acompañar un proceso como tera-
peutas y experimentarlo también como pacientes. De entra-
da, nos aparejamos entre los alumnos, pero enseguida me di
cuenta de que no cuajaba el tema. Estaba en un grupo en el
que muchas personas no ejercían como terapeuta. Todo el
mundo tiene sus tiempos de aprendizaje, y está perfecto así,
pero sentí que debía adaptar el proceso a mis necesidades y
al punto vital en el que me encontraba.

Estaba mucho más que preparada para darle rienda suelta


a mis capacidades, así que hablé con Sara, la creadora de
Qilimbic y llegamos a la conclusión de que podía hacer el es-
tudio con cualquiera de las mujeres a las que estaba acompa-
ñando en mi consulta. No podríamos haber encontrado una
solución mejor, porque experimentarlo de esta forma era tan
real y natural que sentí que debía ser así. En cuanto a hacer
mi propio proceso, decidí que la profesora del máster, a la
que ya conocía por Instagram, Mónica, sería quien me trata-

167
ra y quien me acompañara en mi propio proceso de sanación.

Enseguida todo fluyó con Mónica, a partir de ese momen-


to, mi terapeuta de cabecera. Rellené mi historia de vida para
que ella supiera todo lo que tenía por delante para trabajar, y
mientras la rellenaba me di cuenta de que se me empañaban
los ojos. Nunca había escrito los impactos emocionales que
había experimentado en mi vida. Nunca había expuesto tan
claramente todas esas experiencias que me habían hecho su-
frir tanto y que me habían sacudido en numerosas ocasiones.
Obviamente, podía estar mucho mejor y estaba claro que era
el momento de hacer este viaje.

En la primera sesión con Mónica, vi su cara de asombro


cuando le dije que solo había experimentado dos sesiones
de Qilimbic como paciente, una al comenzar la primera for-
mación para saber de qué iba la cosa, y otra en la sesión tan
mágica y liberadora que Sara me regaló. Al contarle esto,
con los ojos bien abiertos me dijo: «Pero entonces ¿cómo
estás acompañando a otras mujeres en sus procesos?». A lo
que yo respondí que era algo que me salía de dentro, que
en aquella sesión con Sara conecté con algo tan profundo
que era complicado de explicar, pero que sabía y tenía muy
claro que era mi misión hacerlo. Y ahora era el momento
de acabar de soltar lo que todavía llevaba en la mochila. Le
expliqué que durante años me había tratado con diferentes
terapias, que había cosas de mi pasado que ni por asomo me
hacían el mismo daño que antes, pero, aun así, había cosas
que soltar y liberar para siempre. Y en ese preciso momento,
me comprometí conmigo misma y con el universo a hacer ese
trabajo que tenía por delante.

168
Mi padre

Comenzamos a trabajar por el punto más obvio de mi histo-


ria, mi padre. Aquella persona que me había asustado, humi-
llado y defraudado a partes iguales. Aquella persona a la que
durante tantos años había odiado. Aquella persona a la que
antes de odiar, había querido con todo mi corazón y me lo
había roto en pedazos. Una persona que podría haber forma-
do parte de mi vida, de nuestras vidas. Que podría habernos
visto crecer, que podría haber visto la mujer en la que me
había convertido y podría haber conocido a mi hija, su nieta.
Pero por la forma de tratarnos, o de maltratarnos, más bien,
habíamos puesto distancia entre nosotros.

Decidí sacarlo de mi vida después de aquel episodio en


Mallorca, después de que me hiciera huir de su casa para
estar con unos desconocidos porque me aterraba quedarme
con él. Después de haber vuelto a Barcelona y tener que vol-
ver con el rabo entre las piernas a Mallorca cuando se quedó
en coma para que acabara humillándome de nuevo cuando
despertó.

Racionalmente, esta relación estaba trabajada. Yo era


consciente de que mi padre no tenía más recursos para haber
gestionado su vida conmigo, con nosotros. Pero en aquellas
sesiones en las que sanábamos a mi niña interior y la relación
con mi padre me di cuenta de que seguía sintiendo culpa por
haberme marchado, por haberle sacado de mi vida. Llevaba
años trabajando mil aspectos relacionados con él. La rabia
tan arraigada que había sentido durante muchos años se ha-
bía disipado hacía tiempo, pero había dejado paso a otras

169
muchas sensaciones: miedo a convertirme en una persona
despiadada y aislada de las emociones ajenas, miedo a tener
que volver a verle, tanto que incluso me temblaban las pier-
nas cuando lo pensaba.

Pero lo más escondido de todo y que encontré en esas


sesiones de Qilimbic fue la culpa. Me sentía culpable por mu-
chas cosas. Me sentía culpable por haberle dado la espalda,
por haberme negado a verle cuando él me necesitaba, culpa-
ble por pensar que seguramente se sentía solo y amargado
por cómo le había tratado la vida. Y había asumido una res-
ponsabilidad que no me correspondía. Yo era la hija, había
sido la niña que necesitaba protección y cariño y no lo había
recibido y aun así me seguía sintiendo culpable.

Me di cuenta de que llevaba años con un conflicto inter-


no. Por un lado, no quería ver más a mi padre, sabía que no
me hacía ningún bien. Y, por otro lado, algo dentro de mí
me hacía sentir que debía ponerme en contacto con él, que
no podía abandonarlo así. Y me odiaba por ello. Me dolía
seguir sintiendo esa obligación de tener que ayudarle. Pero
por algún motivo me había pasado la vida buscando solven-
tar algo que no era capaz de entender. Había cargado con la
responsabilidad de devolver a mi padre a la vida después de
aquel coma que tuvo antes de que yo naciera.

En aquel momento en el que él y yo nos encontramos en


algún lugar cósmico, cuando él estaba lejos de la vida y yo
todavía no había llegado a ella, puso toda la carga sobre mí
para que yo le ayudara. Era la única que podía cortar el linaje
familiar de violencia y maltrato.

170
Entendí que fue ahí cuando experimenté la conexión con
mi gestación en una sesión muy intensa. Sentí lo que había
sentido en aquel momento en el que todavía no había nacido
y el mensaje fue muy claro: era la encargada de hacer este tra-
bajo. La encargada de devolver a mi padre la vida y salvarlo
de aquella espiral familiar que le había atrapado igual que a
sus padres. Era curioso que fuera yo la que debía hacerlo, al
fin y al cabo, era una mujer, y las mujeres no eran dignas de
respeto en su familia. Pero él se había empeñado en tener una
hija. Se pasó años diciéndole a mi madre que quería tener
una hija. De alguna manera, él sabía el porqué. Sabía cuál
sería mi cometido en este mundo. Había llegado aquí con
una tarea muy complicada de cumplir. Y me pasé muchos
años cargando con ella, disculpándome por todo y con todo
el mundo, porque mi función vital principal era esa y cual-
quier cosa que me hiciera sentir que no estaba a la altura me
frustraba y me hacía sentir culpable.

En este proceso, fui capaz de liberar todo esto. Pude sol-


tar todo aquello que me mantenía atrapada con mi padre.
Dejé de sentir pena, miedo y culpa por todo lo que había
pasado. Entendí que cada uno estábamos donde debíamos y
dejé de sentirme en deuda con él. Al fin y al cabo, cada uno
había hecho lo que había podido con lo que tenía en aquel
momento. Él no había sido capaz de querernos y cuidarnos
como su familia y yo me había estado sintiendo en deuda con
él durante mucho tiempo, pero esto ya se había acabado. Yo
podía vivir sin remordimientos, sin pensar en el momento en
que no podría más con esa sensación y acabaría poniéndome
en contacto con él para intentar compensarle.

171
Desde ese momento, acepté por fin la parte de mi padre
que habitaba en mí, y ya no me molestaba parecerme a él.
Agradecí la genética tan resiliente y fuerte que me había re-
galado, la inteligencia, la seguridad y las habilidades para
adaptarme a los cambios que me presentaba la vida. Mi pa-
dre había sido un hombre que no se había conformado con lo
que su entorno le podía ofrecer y decidió buscar conocimien-
to en otros lugares fuera de lo que conocía. Fue una persona
que allá donde fuera hacía amigos, que conocía a muchas
personas y aprendía de ellas y eso era algo muy valioso. En-
tendí que todo eso era algo que teníamos en común y decidí
agradecerlo.

Al fin y al cabo, este trabajo iba de esto. Iba de perdonar,


perdonarlo a él y perdonarme a mí por no haber podido hacer
las cosas de distinta manera. Iba de agradecer lo bueno que
él me había regalado y de soltar lo que me había hecho daño.
No todo era negro o blanco, había muchos tonos entre medio
y yo ahora tenía la capacidad de ver todos esos matices.

Mi madre

Conecté muy fácilmente con el rechazo que me generaba to-


davía mi madre. Con ella sí que seguía sintiendo rabia. No
por haber permitido que viviéramos aquel infierno durante
tantos años. Aquello lo solté hacía tiempo. Había entendido
que ella había sido una víctima igual que nosotros, que no
tuvo más recursos para afrontar la situación y que lo hizo de
la forma que mejor supo hacerlo.

172
Sentía rabia porque seguía enganchada en esa espiral de
drama. Por muchos años que pasaran, por muchas cosas que
cambiaran, mi madre siempre tenía un imán para las situa-
ciones complicadas. Era como si atrajera los problemas. Ya
no solo a nivel emocional, sino también económico. Y me
daba mucha rabia que me usara de cubo de basura. Su mente
se había comportado como la de una niña pequeña durante
muchos años, y se había apoyado en mí igual que lo había
hecho con mi abuela.

Lo que menos me gustaba era que ella, siendo una perso-


na con una mente tan abierta a lo espiritual y a lo sutil, no
hubiera sido capaz de usarlo para dejar atrás lo que ya no
quería en su vida. Ella, que había descubierto el mundo de te-
rapias alternativas hacía muchísimos años, que le interesaba
mucho la numerología, el reiki, las constelaciones familiares,
la espiritualidad y que se había leído millones de libros de
desarrollo personal, no había sido capaz de avanzar. Y se
pasaba la vida diciendo que estaba cambiando. Yo llevaba
muchos años escuchando aquello, pero la realidad era que
seguía anclada al pasado. Estaba claro que tenía muchos te-
mas de su pasado sin resolver y que los traía a colación a la
mínima oportunidad que tenía.

Estaba acostumbrada a ir compartiendo sus dramas por


doquier, escupiendo lo que le molestaba, quejándose y albo-
rotando a todos a su alrededor. Mi madre estaba agitada, can-
sada y removida. Y cada vez me daba más pereza escuchar
sus historias. Era como si nunca saliera del bucle, como si por
mucho que lo intentara no fuera capaz de parar su mente ni
por un segundo, y yo ya no quería eso más en mi vida.

173
No. Yo estaba sanando, y si ella no quería poner de su
parte, no era mi problema. Tiempo atrás me había empeñado
en buscarle ayuda, pero no puedes buscar ayuda a una per-
sona que en realidad no la quiere. No era su momento y yo
debía respetarlo, pero también debía respetarme a mí misma,
así que iba a empezar a poner unos límites muy claros. Todo
lo que me molestaba no iba a ser bienvenido. Ya no quería
más dramas. Si ella los quería en su vida, era su decisión, no
la mía.

Llevaba años conviviendo con esa contradicción con mi


madre y al llegar a este punto lo comprendí. La comprendí a
ella y entendí que, en realidad, nunca me había pedido que yo
estuviera ahí para sostenerla. Que se dejaba sostener porque yo
tenía esa tendencia a cargar con todo, pero desde el momento
que lo comprendí decidí que eso ya no era para mí. Yo tenía
una hija y era a quien tenía que cuidar y atender. Mi madre era
una mujer adulta que había sido capaz de buscarse siempre la
vida, aunque siempre haya tenido la sensación de que necesita
alguien para que la sostenga y atienda sus altibajos. Y entendí
que yo ya no quería ser ese alguien porque no me tocaba a mí.
Quería ser su hija y tener una relación de madre e hija adultas.
Yo no era su amiga, ni su madre, ni su hermana, yo era su hija
y quería simplemente hacer ese papel.

Entonces, entendí que era algo que solo yo podía cambiar.


Simplemente, debía soltar ese rol y asumir que cada uno tiene
su momento. Ella había pasado por mucho, había convivido
veinte años con mi padre y eso le había marcado de por vida.
Debía ser ella misma quien, llegado el momento, decidiera
poner orden en su vida y en su mente, y cuando eso sucedie-

174
ra, tenía claro que sería más que capaz de hacerlo. Después
de todo, si había sido capaz de llegar hasta aquí ella sola,
sería capaz de cualquier cosa, aunque todavía le quedaba
descubrirlo.

En esta parte del proceso pude soltar esa responsabilidad


que no me tocaba y que nadie me había pedido y fue muy li-
berador. Eso dejó paso a integrar todo aquello que mi madre
había hecho por mí. Había sido una madre que, aun viviendo
con una persona como mi padre, me había hecho ser una
persona segura y fuerte. Me había enseñado a confiar en mí,
a tomar decisiones, aunque a veces fueran difíciles, me había
enseñado que, tomase un camino u otro, ella siempre estaría
allí. Que jamás le importó lo que yo quisiera hacer con mi fu-
turo porque ella sabía que lo importante era ser feliz. Nunca
me empujó a hacer una cosa u otra, estudiar esto o aquello, a
ella siempre le pareció bien lo que yo decidiera y eso me per-
mitió equivocarme una y otra vez, y, con cada equivocación,
poder encontrar mi camino.

Ella me enseñó, igual que mi abuelo, a ver el lado bueno


de las personas. A no dejarme llevar por las apariencias y mi-
rar más allá de lo que los demás querían mostrar. Me enseñó
que las personas son buenas por naturaleza y que en ocasio-
nes se equivocan y pueden hacer daño con sus errores, pero
que no por ello debemos centrarnos en lo negativo.

Entendí que todo esto siempre había estado ahí, aunque


durante mucho tiempo solo podía ver la parte que me ha-
cía daño, pero desde ese momento comenzó a liberarse para
poder integrar y dejar paso a todos los recursos que ella me
había dado para afrontar la vida.

175
La estructura familiar

Fuimos abriendo capas y capas. Llegamos a la estructura fa-


miliar y encontré algo que me aclaró muchas cosas: mi ma-
dre seguía unida energéticamente a mi padre. Ellos llevaban
muchos años separados y ni siquiera se habían vuelto a ver
desde entonces, pero ella seguía vinculada a él y eso me hizo
estremecer. Por eso a mí me costaba tanto acercarme a ella,
porque acercarme a ella significaba acercarme a él también, y
por nada del mundo quería hacer eso.

Me abrí a la energía que me quería mostrar lo que nece-


sitaba ver, como si fuese una constelación familiar. En aque-
lla sesión, tuve que experimentar aquella conexión ocupan-
do el lugar de mi madre. Me sentía como mi madre y fue
la sensación más desagradable que había sentido en mucho
tiempo.

No podía pensar ni ver con claridad, sentía como si toda


la fuerza se me hubiera ido. Y rompí a llorar. Sentía que que-
ría avanzar, que veía a mis hijos lejos, es decir, a mi hermano
y a mí. Sentía que, siendo mi madre, estaba atrapada en una
energía muy densa que me limitaba y me mantenía alejada
de las personas que más quería. Sentía que toda mi fuerza
la seguía teniendo él. Que me había anulado completamente
cualquier capacidad y que, por mucho que quisiera avanzar y
por muchos años que pasaran, no podía alejarme de él.

Fuimos trabajando esas emociones con Qilimbic y, poco


a poco, fuimos liberando aquella descabellada y limitadora
conexión de mi madre con mi padre, hasta poder volver a
ocupar mi lugar. Y desde mi lugar, podía observar de una

176
forma más objetiva. Después de haberme puesto en la piel
de mi madre, entendí en la maraña en la que seguía metida.
No había salido de esa espiral porque no había sido capaz de
hacerlo. Entendí que llevaba años intentándolo, pero no lo
había conseguido porque realmente había algo mucho más
profundo que no se lo permitía.

Desde fuera, las personas tenemos una gran facilidad para


cuestionar a las mujeres que han sufrido maltrato psicoló-
gico. Juzgamos la forma en la que lo gestionan, juzgamos
los motivos por los que siguen en las relaciones tormentosas
sin darnos cuenta de que nada es lo que parece. Nada es tan
sencillo como dejar a esa persona, porque esa persona les ha
anulado la voluntad, las capacidades y la razón. Han absor-
bido la esencia cual vampiro, alimentándose de su miedo de
forma perdurable en el tiempo y en la distancia.

Esto me ayudó también a entender que el tiempo no lo


cura todo. Eso son patrañas que nos intentan vender. Mi ma-
dre llevaba años sin hablar siquiera con mi padre y seguía
atrapada en sus redes. Verlo así me ayudó a poder ir liberan-
do las emociones que tenía enquistadas con ella. Ese resenti-
miento que alguna vez estuvo tan presente en mi vida, todos
aquellos reproches que le hice sin verbalizar, todos aquellos
gritos que no era capaz de controlar se suavizaron y dejaron
paso a la aceptación y a la comprensión hacia su situación y
su historia.

177
La familia

Continuamos con el trabajo y, obviamente, teníamos que en-


caminarnos hacia el origen de todo: la familia paterna. Allí se
había gestado aquella maldición machista, así que enseguida
mi sistema mostró a mi abuela paterna.

Al principio la vi como un ser malvado y desalmado. Una


persona incapaz de sentir y que manipulaba y mantenía a
todos en el dolor. Me chocó muchísimo. La verdad es que no
sabía mucho de mis abuelos por parte de padre. Nunca los
conocí y tampoco tuve mucha información sobre ellos. Pero
por lo poco que sabía, imaginaba que mi abuela había sido
maltratada por mi abuelo y que sería una mujer triste y ator-
mentada. Y lo que encontré allí era maldad pura.

No era capaz de entender cómo una persona podía trans-


mitir tanta maldad. Siguiendo la sesión, me tuve que colo-
car en la energía de mi abuela y conectar con ella fue muy
desagradable. Sentía desprecio hacia los que habían sido sus
hijos. Veía a Jesús, mi padre, como el último mono de la
familia. Un niño que había nacido ciego y que no era ca-
paz de hacer nada en esta vida. No lo habían conseguido
nueve hijos antes, no lo conseguiría él con sus limitaciones.
Sentía que ella era la encargada de mantener el dolor en la
familia. Como todas esas muertes y vidas complicadas tenían
mucho que ver. Esa familia desestructurada había originado
que aquella mujer quisiera perpetuar el mal en las siguientes
generaciones. Si ella había sufrido, todo el que viniera detrás
también lo haría, incluso después de haber muerto se estaba
encargando de ello.

178
Fue verdaderamente desagradable sentir todo esto. Las
palabras me salían solas de la boca. Su mala energía había
conectado fácilmente conmigo y no me estaba gustando
nada. No quería saber nada más de aquella señora.

Obviamente, no podía quedar ahí el tema. Si quería sa-


nar, por muy desagradable que fuera experimentar aquello,
tendríamos que volver a entrar en otra sesión. Y así lo hi-
cimos. En esta ocasión, se abrió otro tipo de información y
de energía. Acabó mostrándome cómo se sentía profunda-
mente triste por haber fracasado con todos. Había fracasa-
do con todos sus hijos, incluso con algunos nietos. Había
historias que se repetían una y otra vez. Hijos que habían
muerto por temas relacionados con las drogas, hijos que
habían tratado a sus parejas y sus hijos igual que lo había
hecho su marido.

No había sido capaz de cortar aquella conexión doloro-


sa con la que cargaba la familia y se encontraba intentando
gestionarlo de alguna manera, aunque sin recursos. Poco a
poco, aquella pena se fue liberando, y también se fue libe-
rando el vínculo que tenía con otras personas de la familia.
Mis tíos, que también habían muerto, pudieron descansar
con ella porque ya no tenían nada más que hacer aquí. Y
pude entender la vida que había tenido, había vivido la mis-
ma experiencia con su marido que mi madre con mi padre.
Solo que mi madre había contado con el apoyo de su familia
y eso había cambiado mucho el resultado de su historia.

Aquella mujer, la madre de mi padre que murió antes de


que yo naciera, igual que varios de sus hijos, habían inten-
tado acabar con aquel sufrimiento que experimentaron en

179
vida y habían estado esperando un largo tiempo para que
alguien, incluso después de haber desaparecido de este pla-
no físico, entendiera lo que había marcado a aquella familia
generación tras generación. Aquellas personas ya podían
descansar en paz porque su mensaje había sido entregado
y entendido.

Proyecto sentido

Llegamos al punto donde yo nací. Donde había sentido aque-


lla carga, aquella responsabilidad de salvar a mi padre. Y
entendí no solo que había conectado conmigo para volver
de aquel coma cuando yo aún no había nacido, sino que la
carga era mucho más grande que eso.

Mi padre se había pasado la vida luchando con sus de-


monios. Había sido un niño maltratado y había presenciado
muchas escenas que, seguro, no debería experimentar ningún
niño. Había crecido con esa dualidad. Por un lado, quería e
idolatraba a su madre y a sus hermanas. Por otro, había asi-
milado que el valor de la mujer era ínfimo, su padre le había
enseñado que la mujer no valía nada. Y él había intentado
librarse de ese aprendizaje, pero no lo consiguió. Ahogó sus
penas y sus recuerdos en alcohol, pero ni el whisky más caro
era capaz de borrarle aquello de su subconsciente. Una parte
de él quería hacer las cosas bien, quería tener una familia y
quererla.

Pero otra parte de él no era capaz de hacerlo. Esa parte


de la que él mismo tenía miedo era la misma que habíamos

180
compartido. Aquello que se pasa de generación en genera-
ción. Aquella impulsividad que te hace pasar de cero a cien
en un segundo y que es capaz de borrar cualquier ápice de
razón de tu mente. Aquella chispa que acaba provocando un
incendio había derrumbado su vida. Y era de lo que había
estado intentado huir durante tanto tiempo. Pero fue incapaz
de encontrar la forma de hacerlo.

Entonces, se me encomendó a mí esa tarea. Yo debía aca-


bar con aquella forma de vivir en aquel linaje familiar. Mi
padre, el día 13 de abril de 1990, puso en mí aquel mensaje y
no lo descifré hasta treinta años después. Cuando lo entendí,
me di cuenta de que yo había roto con ello. Yo había solta-
do aquella forma de vivir. Aquella forma de hacer familia.
Había trabajado en ello el día que hice mi mágica sesión con
Sara. Supe que algo más grande de lo que fui capaz de po-
nerle nombre pasó en aquella sesión, y así había sido. Había
cortado aquella cuerda que me ataba a la familia López, que
me unía a ese sufrimiento familiar y femenino. Me había li-
berado a mí y había liberado a mi hija, para que nadie más
viviera bajo aquella condición.

Entendí que mi padre había buscado insistentemente tener


una hija para encomendar aquello. Necesitaba mi ayuda. Él lo
había intentado hacer, pero no le fue posible, y perdió la vida
que tenía por ello. Y ahora todo se quedaba en calma porque
yo lo había logrado. Aquella maldición había acabado.

De repente, experimentando el lugar de mi padre mien-


tras asimilaba toda aquella información, me sentí exhausta,
cansada, agotada. Sentí que él ya no tenía nada más que ha-
cer aquí. Había sobrevivido a dos derrames cerebrales que le

181
habían dejado en coma y después en silla de ruedas. Había
sacado la fuerza a saber de dónde para volver a la vida, todo
porque necesitaba asegurarse de que yo hiciera el trabajo.

Necesitaba asegurarse de que alguien era capaz de aca-


bar con aquello, y que no había perdido su vida para nada.
Necesitaba sentir que aquello había acabado para siempre.
Entonces, me vino la sensación de que mi padre iba a morir.
Sentí que él ya había hecho aquí todo lo que tenía que hacer
y que, por fin, después de tanta lucha, podía irse en paz, sa-
biendo que la niña había sanado y había sido capaz de hacer
el trabajo que él no pudo hacer.

La niña, mi niña interior, pudo sentir que liberaba la


gran carga que había arrastrado desde que nació. Sintió en
aquel momento, literalmente, cómo un gran peso que lle-
vaba en su espalda desaparecía para siempre. Aquella niña
sintió que, poco a poco, volvía a reconciliarse con su cuer-
po, con la comida, con su autoestima, con su vida, con la
vida en general. Sentía que cada día que pasaba el universo
le mostraba que el trabajo estaba hecho, que la lucha había
terminado y que la vida entrañaba un sinfín de oportunida-
des que le mostraban la forma de fluir con todo lo que había
preparado para ello.

Sin duda, la niña había seguido todos aquellos pasos vi-


tales para encontrar el poder de superación y de sanación
que el universo le había dado, y con él, no solo transformar

182
su vida, sino también la de muchas otras almas que habían
estado sufriendo igual que ella y que necesitaban encontrar
también su camino de paz y de conexión con el universo.

La vida me había estado preparando concienzudamente


para llegar a ese momento, a ese lugar y con ese punto de
conexión tan profundo conmigo misma, con mi historia, con
mis habilidades y mis dones para aportarlos al mundo.

Había estado años rechazando y luchando contra todo


ello hasta que comprendí que todo aquello contra lo que
había estado batallando guardaba un inmenso aprendizaje.
Hasta que comprendí que todo ello era, en realidad, lo que
sería capaz de enseñarme quién era en realidad y qué habili-
dades tenía para aportar al mundo.

183
Una nueva vida

Escribiendo este libro te he abierto las puertas a lo más pro-


fundo de mi ser. He mostrado mis demonios y mis miedos sin
poner ningún filtro. Puede que en algún momento me haya
pasado de intensidad, porque realmente he vivido experien-
cias que para mí han sido muy duras. Sí, es un libro cru-
do. Pero es necesario normalizar esa crudeza porque hemos
aprendido que hay que callar y tapar todo lo que experimen-
tamos y sentimos para no alterar el bienestar colectivo, para
no hacer ni decir cosas que puedan incomodar.

Mi misión, sin duda, es incomodar. Incomodar a tu ego


para que seas capaz de removerlo para ver más allá de él.
Remover la estructura de tu vida para que puedas conectar
con aquello que te ha puesto palos en las ruedas de tu exis-
tencia y de tu crecimiento. Para que te preguntes, observes y
te cuestiones aquello que se ha ido repitiendo a lo largo de tu
historia y que ya no quieres sentir más.

Has podido ver a lo largo de este libro que hay experien-


cias que se han repetido una y otra vez. Yo iba creciendo,
iba avanzando y cambiando de escenarios, pero era un bucle
del que no era capaz de salir. El universo quería mostrarme
el porqué de todo ello. Debía reunir el valor suficiente para
poder mirar fijamente todas aquellas experiencias y trascen-
derlas. Ahí es cuando sucede la magia. Porque absolutamente
nada de lo que te pasa en la vida es casualidad. Todo preten-
de mostrarte aquello que necesitas aprender para trascender

185
el ego y encontrarte con lo que tu alma necesita, para sanar y
para avanzar en el camino, en tu camino.

Yo he tardado treinta años y muchas hostias para trascen-


derlo, pero te aseguro que, si volviera a comenzar la partida
de mi vida, seguiría todos y cada uno de los pasos que me
han traído hasta aquí, porque era estrictamente necesario
que sucediera de esta forma.

Es probable que tú hayas experimentado situaciones y


experiencias similares a las mías, o que las hayas vivido de
forma distinta. Sea como fuere, quiero que sepas que hay
una nueva vida más allá de todo lo que has conocido hasta
ahora. Que lo que te haya marcado en la vida no tiene por
qué quedar ahí en el cajón del olvido. Que todo eso te va a
ayudar a conocerte realmente y te va a mostrar todo lo que el
universo tiene preparado para ti también y quiero que sepas
que yo puedo ayudarte en este viaje.

A veces, puede parecer que no hay salida al sufrimiento.


Puede parecer que vives enganchada en las mismas experien-
cias y relaciones una y otra vez. Que la vida es un sinfín de
dolor y que no tiene nada mejor para ti. Puede que hayas
asumido que tú no tienes el poder de cambiar las cosas y que
simplemente la vida pasa ante tus ojos sin que tengas ningu-
na capacidad de decidir o cambiar nada. Pero esto no es más
que el ego, que sigue tapándote los ojos para que no des un
golpe en la mesa y asumas tu responsabilidad.

Puede que a corto plazo sea más fácil dejarse llevar y elu-
dir cualquier tipo de responsabilidad, pero a la larga se tor-
nará más complicado. Somos seres que hemos llegado a este
mundo para conectarnos con nuestras capacidades más ele-
vadas. Nuestra alma llega a la familia que necesita para expe-
rimentar aquellas experiencias que le muestren el camino. Sí,
mi madre tenía razón, pero no se lo digas, que se lo acabará
creyendo. Elegimos a nuestros padres para sentir las heridas
de nuestra alma. Sin ellos, no sería posible poder atenderlas
porque no las podríamos sentir.

Es el ego el que crea una capa protectora a nuestro alre-


dedor para que no miremos esas heridas. Se empeña cons-
tantemente en que miremos hacia afuera, porque mirar hacia
adentro duele demasiado. Lo que el ego todavía no ha enten-
dido es que no atender esas heridas no hace que sanen, sino
que cada vez se vuelvan más profundas y dolorosas hasta
tomar el control de nuestras vidas. He ahí la importancia
de abrazar nuestro ego, agradecerle todo el trabajo que ha
hecho por nosotros y explicarle que ya no hace falta que di-
rija nuestra vida. Mostrarle que podemos y queremos hacer-
nos responsables y que el primer paso es sanar las heridas de
nuestra alma, de nuestra niña interior, de nuestros orígenes
para poder ser lo que hemos venido a ser a este mundo.

Hay personas que tardan menos, otras que tardan más,


incluso hay personas que agotan sus días aquí en la tierra sin
tomar la decisión de hacer este trabajo y es una pena, porque,
por muchos años que hayan vivido, no habrán conectado
con su verdadera esencia. Pero hemos de asumir que cada
uno necesita su tiempo y que no todos estamos preparados
para hacer este camino.

Si en algún momento te he hecho reflexionar sobre tu vida,


si ha habido algo en esta historia que te haya removido, te

187
invito a hacerte preguntas sobre tu existencia, sobre aquello
que has ido experimentando en ella. Te invito a preguntarte
si la vida que tienes es la que deseas, si hay cosas que te gus-
taría que fueran diferentes, si has tenido una infancia en la
que has experimentado dolor de diferentes formas. Te invito
a sincerarte de una forma muy profunda y consciente para
que puedas tomar la responsabilidad completa de tu vida.
Porque, te guste o no, tu vida, tal y como es ahora, no es más
que un reflejo de tu historia.

Si estás enamorada de tu vida y vives desde ese estado de


plenitud y consciencia que te conecta con tu esencia, te doy la
enhorabuena porque estoy segura de que no es un resultado
de la noche a la mañana, habrás tenido que trabajarte mucho
para llegar hasta ahí.

Si no eres completamente feliz y consciente del poder que


tienes dentro, si sigues enganchada en algo de tu historia y no
te permite avanzar y crecer, te invito a hacer este viaje hacia
tu interior. No será sencillo, pero te aseguro que valdrá la
pena. Recuerda que la vida es un puñetero espejo de lo que
hay en nuestro interior y constantemente nos está mostrando
el camino, solo debes querer ver las miguitas de pan que te va
dejando hacia tu destino.

188
Gracias infinitas

Quiero agradecer a mi hija Itziar por habernos elegido como


padres, por ser la persona más importante de mi vida y haber
sido una pieza clave en mi evolución. Ella me conectó con
un amor que jamás me había dejado sentir y eso me permitió
romper un gran escudo que llevaba encima desde hacía mu-
chos años.

A Sigfrid, por haber aparecido en mi camino para darme


luz justo en el momento en que más lo necesitaba. Él me en-
señó que yo era mucho más de lo que creía. Me enseñó que
puede haber parejas muy distintas a mis padres. Me enseñó
que una pareja puede quererse incondicionalmente y me lo
ha demostrado durante quince años y espero que durante
muchos más.

A mi madre, que nunca renunció a sus ideas, aunque sus


circunstancias se lo hayan puesto muy difícil. Agradezco que
me haya enseñado a confiar en mí y a tener siempre una men-
te abierta. Aunque haya tardado años en darme cuenta, esa
apertura ha sido la que me ha traído hasta aquí.

A mi padre, por todo lo que me ha enseñado de la vida.


Aunque me lo haya puesto difícil en muchas ocasiones, yo no
sería quién soy si no hubiera sido su hija.

A mi hermano, por haber compartido este camino conmi-


go porque en ocasiones no se lo he puesto fácil. Él siempre ha
sido un referente para mí y siempre he querido estar cerca de
189
él. Me ha enseñado que hay formas distintas de tratar a las
mujeres y a los hijos, a su manera también ha roto el patrón
familiar.

A mis abuelos maternos, por haberme enseñado también


lo que es el amor incondicional. Ellos me han enseñado la
bondad en las personas. Han sido dos trozos de pan que han
querido y cuidado a su familia siempre y nos han aceptado
a todos por muy diferentes que pudiéramos ser. Eso no lo
puede decir todo el mundo.

A la familia materna, mis tíos, tías y primos que han for-


mado parte siempre de mi camino. Todos tan diferentes, pero
siempre tan presentes, sobre todo en mi infancia. Sin ellos y
mis abuelos todo habría sido muy diferente.

A mi gran amiga Abril, por haber aparecido en mi vida.


Por enseñarme tanto de lo que había en mí sin resolver, aun-
que ni siquiera fuese consciente de ello. Le agradezco muchí-
simo que me haya dejado compartir parte de su historia en
este libro porque era una pieza muy importante en ella.

A todas mis amigas y mis amigos, por haber formado par-


te de vida.

A todas las personas que han aparecido en mi camino


y que me han hecho sentir incómoda, eso ha sido un gran
aprendizaje.

A Alfonso y a su madre, por haber confiado en mí, por


haberme empujado a buscar algo más allá de lo que ya sa-
bía. Su historia hizo que saliera una vez más de mi zona de
confort.

190
A Sara Forrellad, por haber creado algo tan maravilloso
como Qilimbic. Por no haberse conformado con lo que tenía
y querer llegar más allá en los procesos de sanación. Gracias
a ella he podido sanar mi historia y sanar muchas otras his-
torias.

A Irene Milián, por haberme conectado con mi propósito


de una forma tan surrealista como lo hizo. Quizá para ella
en aquel momento fuese un comentario más, pero sin duda
conectó un cable que seguía suelto y que formaba parte del
cableado principal de mi misión en esta vida.

A Mónica, por haberme acompañado en mi propio proce-


so de sanación. Por haber sostenido todos esos temazos que
han aparecido en el camino sin prácticamente pestañear.

A todas y cada una de las personas que se han cruzado en


mi camino y que, aunque no hayan sido conscientes de ello,
me han ido encaminando hacia todo un aprendizaje.

A mis tías Paula y Espe, por haber querido formar parte


de esta aventura. Por haber participado en la lectura y revi-
sión de este libro del que ellas han sido partícipes en algún
momento. Estoy segura de que no habrá sido una tarea fácil
leer ciertas partes de esta historia y aun así lo han hecho con
mucha ilusión y conciencia. Sus aportaciones han sido oro
puro para mejorar esta historia. Gracias por haberos emo-
cionado conmigo y haber abierto vuestra mente a todas mis
locuras y experiencias intangibles.

A Nieves, mi colega, amiga y compañera de batallitas em-


presariales y vitales. Gracias por haberme regalado el nom-
bre de La niña que sana, por haber leído con ilusión el borra-

191
dor de este libro, por haber puesto todo tu amor en escribir
el prólogo y gracias por formar parte de mi vida.

Doy cada día gracias a la vida por ser quien soy y tener la
vida que tengo.

Te doy las gracias a ti, que me has estado leyendo página


tras página. Por haber dedicado un tiempo de tu vida a leer
esta obra y por haberme acompañado en el camino de mi
historia.

192
Antes de despedirnos

Por supuesto, te estaré enormemente agradecida si dedicas


algún minuto más de tu tiempo para dejar una reseña en
Amazon sobre este libro.

Si después de conocer algunos de mis tropiezos y avances


en la vida quieres seguirme la pista, te espero en Instagram
@esterlopezurbano y en mi web www.esterlopezurbano.com

Además he preparado un ejercicio con Qilimbic para ti.


Puedes descargarlo de forma gratuita para comenzar tu ca-
mino de sanación, para comenzar a soltar aquello que ya no
quieres seguir arrastrando.

Para descargarlo entra en la página www.esterlopezurba-


no.com/libro-la-nina-que-sana con la contraseña SANACO-
NESTER (con mayúsculas).

Y si quieres escribirme y compartir conmigo qué te ha


parecido este libro, ya será maravilloso.

¡Un abrazo enorme y hasta pronto!

193

También podría gustarte