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ÍNDICE

1. Introducción…………………………………………….……………….2

2. Análisis……………………………………………..……………………3

3. Bibliografía………………………………………………………………4

4. Anexos…………………………………………………………………..4

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1. Introducción

El motivo de elección de los siguientes artículos es por mero gusto personal. Me


parecieron interesantes, y actuales, los temas que se abordan, por lo que atraen la
atención si eres una persona curiosa por saber distintos puntos de vista de la
sociedad. A pesar de no ser del mismo autor o año (alguno ni de la misma década),
sí que pueden tener cierta relación entre ellos y, sin pretenderlo, tratar el mismo
asunto.

Los autores de los textos elegidos son:

Juan José Millás es un escritor y periodista de Valencia. Publicó por primera vez en
1972 y escribió en El País y en El Sol. Ha conseguido premios como el Nadal de
1990, entre otros reconocidos. Tiene publicadas obras como Lo que sé de los
hombrecillos o El mundo.

Susana Fortes es una escritora Gallega. Colabora en prensa con artículos o con
revistas de cine, también imparte talleres de escritura creativa en algunas
universidades. Su primera obra fué Querido Corto Maltés y con la que recibió un
premio fue Esperando a Robert Capa.

Manuel Vicent es un es un escritor y periodista de la Comunidad Valenciana.


Comenzó su carrera en la revista Triunfo y siguió en El País. Compaginaba su labor
literaria con ser galerista de arte. Es autor de novelas, relatos cortos, teatro,
biografías y libros de viajes, con títulos como Tranvía a la Malvarrosa (adaptada al
cine).

Rosa Montero es una periodista y escritora de Madrid. Tras la universidad pasó a


trabajar y colaborar con distintas revistas y de ahí pasó al periódico El País. Su
primera novela fue Crónica del desamor pero su primer gran éxito fué Te trataré
como a una reina.

A través de los textos de estos autores, el contenido va a tener un enfoque social,


desde el punto de vista de cómo la sociedad acarrea ciertos problemas que han
existido desde hace mucho tiempo y que aún persisten, en su mayoría
evolucionando junto con la sociedad.

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2. Análisis

En la sociedad existen diversas problemáticas, de las cuales probablemente todas


tienen que ver con los ciudadanos de calle. No los de los altos cargos, que viven en
sus casoplones, con copa de vino en mano y mayordomo, si es que aun existen. No
hablamos de los que están claramente en lo alto, con sus cuentas a revosar de
dinero que, en su mayoría, viene de la explotación de los que están en las faldas de
la pirámide. No hablamos de los que, si se da la extraña casualidad de que bajen de
sus cómodos sillones a juntarse con la plebe por el humilde barrio de la ciudad, con
los puestos a pie de calle y personas caminando aprovechando su descanso de
largas jornadas de trabajo, te los cruzas por la calle y te miran por encima del
hombro. No. Los ciudadanos de calle, son los que se levantan a las cinco de la
mañana a prepararse para el trabajo, dejar a los niños en el colegio y seguir el día
con, mínimo, ocho horas más de trabajo sin parar. Son los que se parten el lomo por
cuatro duros que a penas les alcanza para llegar a fin de mes. Son esos que
trabajan día ras día para que los que están arriba, al final, puedan vivir tranquilos sin
fijarse en los problemas de los débiles en la cadena económica. Hay varios
escalones, cuánto más arriba, más privilegios y menos empatía. Por que cuando
estas arriba, las nubes te pueden cegar, entonces ya no interesa el mendigo que
está pidiendo en la calle porque necesita un euro para poder dormir en el albergue
esa noche y no acabar en un banco; ni las guerras o conflictos políticos que pueda
haber en otros países ni siquiera vecinos; tampoco si el nuevo gobierno crea y
aprueba leyes que cohartan la libertad de ciertos colectivos o derrocan las mismas
leyes que han hecho avanzar la sociedad, todo justificado con palabras vacías. En
eso se ha convertido esta sociedad, en discursos de palabras vacías, carentes de
sentido, para endulzar el oído y calmar el descontento del pueblo. En que los
pueblerinos se aplican el “ver, oir y callar” y los mandamases hacen y deshacen a su
antojo. Desde siempre ha habido personas que han y siguen luchando para que la
sociedad evolucione y vienen unas generaciones que ya no aguantan, que ya no se
callan y que, a pesar de ser llamados “generación de cristal”, no se dejan
amedrentar y están decididos a quejarse, a rebelarse y a realizar cambios.

La conclusión final que yo me llevo de estos textos puede dividirse en dos:

Gracias a los artículos publicados en internet, periódicos, revistas o en televisión,


podemos dar visibilidad a un montón de problemáticas, noticias o temas que son
necesarios abordar para fomentar un cambio en la sociedad.

En esta sociedad siempre, o por lo menos de momento, habrá escalones que hagan
una diferencia entre clases, pero lo importante es luchar contra eso, mantener ideas
y valores claros que ayuden a mantenerse firme ante el “abuso de poder” que puede
ejercer la sociedad en uno.

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3. Bibliografía

ecturalia.com. (s. f.). Lecturalia - tu red social de literatura y comentarios de libros.


Lecturalia. https://lecturalia.com/

País, E. E. (2023, 10 diciembre). EL PAÍS: el periódico Global. El País.


https://elpais.com/

4. Anexos

Material recogido del documento de explicación del trabajo, en la selección de


textos.

GENTE QUE SOBRA

Juan José Millás, El País, 10/09/2010

Lo primero que notas al regresar de las vacaciones es que ha aumentado la


mendicidad. Lo percibes en el metro, en los semáforos, en las puertas de las
cafeterías caras. Ha aumentado la mendicidad, te dices saliendo de la Fnac con las
novedades literarias del otoño. Ha aumentado la mendicidad, te repites calle arriba,
hacia Callao. Cuatro palabras a las que das vueltas dentro de la boca, mezclándolas
con la saliva, intentando extraer de ellas algún significado. Significan que hay más
mendigos que cuando te fuiste, hasta ahí llegas. Hay más pobres que le sobran al
Estado español al modo en que le sobran los gitanos al francés. Sobran sus
estómagos, sus lenguas, sus ojos, sus bocas, sus pulmones, sus culos, sus pollas,
sus coños, sus miradas extraviadas, sus palabras, sobran sus piojos. En el vagón
del metro distingues enseguida a los que sobran. Son tres y lo llevan escrito en la
frente. Hay otros cuatro o cinco a punto de sobrar. También lo llevan escrito. Los que
no sobramos (aún) nos alejamos de ellos por miedo al contagio. Intentas refugiarte
en la lectura de las solapas de los libros que acabas de comprar. ¿Pero de quién
son los mendigos? Tuyos no (¿por qué entonces ese malestar?). Ni del alcalde (de
otro modo no fabricaría bancos imposibles para impedir su descanso). ¿Pertenecen
quizá al Ministerio de Interior, al de Igualdad, al de Trabajo, al de Fomento, al de
Defensa, al de Sanidad, al de Economía, al de Hacienda? Mientras las estaciones
se suceden, repasas ministerio a ministerio y compruebas que no pertenecen a
ninguno, ni siquiera al de Justicia, que ya es decir. Tampoco al de la Solidaridad,
que ni existe ni se le espera. Ha aumentado la mendicidad, una frase sencilla,
impersonal, sin sujeto, como cuando decimos llueve o hace calor. Un suceso
atmosférico. La mendicidad como Ciclón de las Azores.

OTRO IDIOMA

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Susana Fortes, El País, 09/09/2014

Hay gente a la que le dan miedo los ascensores, por si se estropean. Bueno, el
mundo ya está estropeado. A mí lo que me asusta de verdad son las frases que ni
suben ni bajan. Hace unos meses en un programa trending topic de La Noche sin
tregua salieron dos humoristas haciendo un recopilatorio completo de frases. O sea,
expresiones de menos de un euro. El blanco combina con todo; los gays son
supersensibles; la dieta mediterránea es la más sana; el rey Juan Carlos es muy
campechano... Frases baratas, gastadas como los zapatos de un vendedor a
domicilio, usadas por activa y por pasiva, en los ascensores, en los tanatorios, en la
consulta del dentista... Frases para salir corriendo de la barra del bar del último
otoño, no vaya a ser que alguien te declare su amor con palabras que están
muertas. El lenguaje es muy traicionero, porque una vez que se mete en tu cabeza,
empiezan a aparecer los lugares comunes. Hay otros mundos, pero están en éste.
Esta brisa se agradece. Los negros llevan el ritmo en la sangre. La sopa entona.
Esperar a la reina de Saba a la puerta de un cine. Eso no es. El discurso político
está construido íntegramente en base de oraciones gramaticales de usar y tirar.
Porque está visto que de lo primero que se quita la gente en tiempos de crisis es de
la filología. Un titular de la semana pasada rezaba por ejemplo: Los países europeos
convocan una cumbre para impulsar la economía. ¿Cuántas veces hemos oído la
misma cantinela? ¿Qué quiere decir “impulsar la economía”? ¿Hasta dónde se
puede entender esa noticia desde el humilde rincón de nuestra inteligencia sin
echarnos la mano a la cartera? No es que la frase esté mal construida, ni que peque
de excesivamente trascendente, es que se desmorona por todas partes como el
trencadís del Palau de les Arts. Las vocales y las consonantes no están por la labor,
se vienen abajo. Desisten. Se tiran al suelo. Ya sabemos que la política es el arte de
impedir que la gente se ocupe de lo que verdaderamente le importa, pero tampoco
se puede abusar. Creo yo. Sin embargo, a veces, muy pocas, una tiene la impresión
de oír algo distinto, que no suena otra vez a una derrama por obras. Se trata de un
placer modesto y quizá fugaz, como los poemas que no pagan hipoteca. Pero
reconforta saber que hay gente capaz de mandar a tomar viento la silla en que se
supone que debería esperar sentada a que se lo den todo hecho con consignas y
decide salir al encuentro de lo que sea. Arriesgarse. Llamar a las cosas por su
nombre. Al fin y al cabo la democracia la inventaron unos atenienses de verbo claro
que se sentaban a discutir en las plazas estrenando las palabras. Así se gana una
ciudad. Y para ello tampoco hacen falta ascensores, ni nomenclatura, ni un
secretario general con pinta de galán de telenovela, ni una oficina de diseño. Con
unas cuantas ideas, papel y bolígrafos Bic ya se puede trabajar. Un lenguaje nuevo.
Transitivo. Para empezar a hablar. Como decía aquel irlandés inmortal, si no
podemos cambiar de país, cambiemos al menos de conversación.

REFLEJOS

Manuel Vicent, El País, 07/02/1984

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Aquel obrero en paro que la crisis había convertido en un mendigo no salía de su
asombro al ver que el público le echaba tantas monedas y nunca entendió el motivo
de su éxito comercial, aunque la gran recaudación sólo se producía durante una
hora, de 6 a 7 de la tarde. Estaba sentado en una acera muy concurrida frente a un
escaparate de televisores, y allí se exhibía a la caridad todo el día con los arreos de
trabajo: un niño anestesiado en brazos, una manta para la colecta, el ceño sumido
en los harapos del vientre y un cartón escrito con caracteres de alquitrán con la
explicación de su desgracia, que nadie leía. Esta clase de seres con la mano
alargada forma parte del paisaje de la ciudad, y la gente tal vez percibe algo caliente
dentro de esos bultos callejeros, pero nunca les mira directamente a la cara. A estas
alturas comienza a cundir la sospecha de que la realidad sólo es un vídeo o una
oferta en diferido a través de signos y contextos. La vida no existe de modo objetivo.
Se ofrece como una apariencia intangible de reflejos, y el caso de este mendigo
podría servir de ejemplo en un curso acelerado de fenomenología. El tipo se
hallaba, de un modo sustancial, tirado al pie de una acacia pidiendo limosna entre
las patas anónimas de los transeúntes, y en toda la jornada ningún cristiano osaba
echarle un duro, pero a sus espaldas, en aquel escaparate, había 20 televisores y el
dueño de la tienda tenía la costumbre de conectarlos -de 6 a 7 de la tarde- a un
circuito de vídeo enfocado a la calle, que grababa y al mismo tiempo transmitía la
imagen de cuantos se acercaban a la cristalera. Un pequeño gentío se adensaba allí
para contemplarse en los múltiples aparatos gesticulando como los tontos de córner.
Estos espectadores también veían en el televisor al mendigo de la acera que no
habían descubierto a su lado en carne mortal. Durante esa hora de emisión,
mientras sólo era un ente televisivo, este pordiosero adquiría su única existencia. La
gente lo visualizaba en la pantalla. Luego volvía la cabeza y lo encontraba
objetivamente con el brazo extendido. ¡Es él! ¡Es él! Sólo entonces, movido por la
imagen, todo el mundo enloquecía y comenzaba a echarle billetes, y así hasta que
el tendero apagaba el cacharro y la realidad se desvanecía.

MÁS FUERTES Y MEJORES

El País, 28/02/2016

Mientras escribo estas líneas, puedo ver junto a mí los desalentadores montoncitos
de libros que se empiezan a acumular, como torres truncadas, en el suelo de mi
despacho. Ya no me caben en las baldas y no sé dónde meterlos. Aunque hace ya
mucho que perdí el respeto reverencial a los libros y, después de leerlos, suelo
desprenderme de la mayoría, la cantidad de volúmenes que tengo crece como la
espuma, porque me regalan muchos y, mea culpa, sigo comprando bastantes
(menos mal que existen las versiones electrónicas). A veces pienso que se están
convirtiendo en una especie de virus invasor y hasta llego a detestarlos durante
unos instantes. Luego, claro, se me pasa corriendo. ¿Qué haría yo sin libros? Son y
siempre han sido mi mejor amuleto ante los desasosiegos de la vida. En el dolor, en

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la ansiedad, en las esperas y las desesperaciones, si cuentas con una buena lectura
estás al menos en parte protegido. Recuerdo perfectamente las obras que leí en
algunos momentos especialmente penosos; en enfermedades propias, por ejemplo,
o en esperas hospitalarias de enfermedades ajenas. Son libros que me ayudaron a
atravesar esos tiempos oscuros, los estrechos desfiladeros de la vida; a decir
verdad, pienso en ellos como si fueran mis
amigos. Sé, por otra parte, que esto que me sucede a mí le ocurre a muchos. El
grupo editorial italiano Mauri Spagnol y el Centro de Estudios de Mercado y
Relaciones Industriales de la Universidad de Roma publicaron hace poco los
resultados de una investigación curiosísima: estudiaron si la lectura tiene algún
efecto en el bienestar de las personas. Tomaron una muestra de 1.100 individuos,
los dividieron en dos grupos, lectores y no lectores, y les aplicaron tres conocidos
protocolos para calibrar el índice de satisfacción con la vida, según la autovaloración
de los sujetos. En una escala del uno, lo peor, al diez, lo mejor, los 1.100 individuos
se dieron, como media, una nota de felicidad por encima del siete. Esto ya es
sorprendente en sí, o al menos a mí siempre me sorprende que, cuando le pides a
la gente que puntúe su nivel de felicidad, todos los estudios suelen dar unas notas
bastante altas, de notable para arriba. Y es que el ser humano es una criatura
vitalista, adaptativa y tenaz. Pero lo novedoso de esta investigación es que los
lectores superaron a los no lectores en todos los apartados por cerca de medio
punto: se sentían más dichosos y experimentaban más a menudo emociones
positivas. Resumiendo: parece que leer te ayuda a ser más feliz. Cosa que desde
luego no me extraña. Siempre me han dado pena las personas que no leen. Y no
porque sean más incultas y menos libres, aunque es bastante probable que sea así.
No, las compadezco porque creo que viven mucho menos. Leer es entrar en otras
existencias, viajar a otros mundos, experimentar otras realidades. Y además, ¡qué
inmensa soledad la de quien no lee! Porque la literatura nos une con el resto de los
habitantes de este planeta, nos hermana con la humanidad entera, más allá del
tiempo y el espacio. Podemos experimentar las mismas emociones que un escritor
inglés del siglo XVI o que una autora contemporánea de la remota Nueva Guinea. Y
al fundirnos con los demás, al salir de nosotros mismos, salimos también por un
instante de nuestra muerte, que nos espera enroscada en la barriga. Leer te hace
inmortal. Hay dos fotos antiguas en blanco y negro que me parecen maravillosas y
que son un ejemplo de esa fuerza benéfica de la literatura. Una es de André Kertész
y muestra una ancianita en camisón sentada en una cama de madera, un
mamotreto viejo con dosel. La instantánea fue tomada en el asilo de Beaune
(Francia) en 1929, así que la mujer era una asilada, probablemente sola, enferma y
pobre, una vieja sitiada por la muerte. Pero tiene un libro en las manos y está
embebida en él. Lee, de perfil, con serena y perfecta placidez. Qué invulnerable se
la ve, protegida por el gran talismán de la lectura. Toda ella luz dentro del barquito
de su cama en mitad de un océano de tinieblas. La otra foto es bastante conocida:
la biblioteca de Holland House, en Londres, tras los bombardeos de 1940. El techo
del edificio se ha derrumbado pero las paredes, repletas de libros, se mantienen en
pie. Aquí y allá hay tres hombres con abrigo y sombrero que, subidos a la inestable

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pila de escombros, miran los lomos de las estanterías u hojean algún volumen. A mí
esta foto siempre me ha parecido un emblema de la esperanza, de la capacidad de
supervivencia de los humanos. En lo más aterrador de la pesadilla nazi, cuando
parecía que el infierno triunfaba, esos hombres buscaban en la hermandad lectora
con el resto de la humanidad las fuerzas suficientes para seguir resistiendo. Esta es
la magia de la literatura: nos hace ser más fuertes y mejores.
NO ME QUIERAS TANTO

Elvira Lindo, El País, 02/10/2011

De un tiempo a esta parte quedo con personas que, en realidad, no tienen un gran
interés en charlar conmigo. Esto podría minar mi autoestima pero una suerte de
optimismo insensato me lleva a pensar que amar y no hacer ni puto caso pueden
ser compatibles. Yo sé que esas personas que no muestran mucho interés en hablar
conmigo me quieren. Si no fuera así, entendámonos, no quedaría con ellas. Esas
personas me escriben mensajes rebosantes de cariño: por e-mail, por sms, por
Whatsapp, por Facebook, por activa y por pasiva. Y en esos mensajes hay frases
tan apasionadas que parecen extraídas de un bolero. Son frases que antes en
España no se decían pero que, ahora, gracias a la revitalización del género epistolar
propiciado por las nuevas tecnologías, están en auge. Esas personas me dicen que
me adoran. Que me adoran y que cuentan los días para verme. Que cuentan los
días y que me quieren. Que me quieren y que nos va a faltar tiempo en una cena
para contarme todo lo que me tienen que contar. Que nos va a faltar tiempo y que
están deseando conocer mi opinión. Que desean conocer mi opinión y que nadie
como yo para compartir este y otro secreto. ¿Y por qué? Porque soy adorable. Eso
me dicen. El mundo de la tecnología ha bolerizado el género epistolar. Ha
generalizado el lenguaje de las postales románticas y ahora lo que toca es
escribirse con palabras de novios antiguos de los años cuarenta. Y, aunque yo soy
de esa generación en la que si tus padres te decían "te quiero" es porque o se iban
a morir ellos o te ibas a morir tú, tengo el corazón débil y, cuando una persona me
pide una cita con palabras tan melosas, soy incapaz de no creerme un poco la
pasión que sienten hacia mí. Esas personas son las que te reciben con los brazos
abiertos en un restaurante, te dan un beso apretado y unen sus pechos sin pudor
contra tus pechos, por no hablar de otras partes que también entran en contacto, en
estos abrazos actuales; sean hombres o mujeres los que intervengan en ellos. Esas
personas son las que acto seguido de desdoblar la servilleta y ponerla sobre sus
piernas, sacan el móvil del bolso o de la chaqueta y lo colocan al lado del plato.
Esas personas de las que hablo, las mismas que me adoran por escrito, suelen
tener un iPhone o una Blackberry, a través de los cuales me escriben a mí esos
deliciosos mensajes. El problema es que mientras están conmigo no renuncian a
comunicarse con terceras personas. Con un ojo me miran a mí, que estoy situada a
la izquierda, por ejemplo, y por el rabillo del otro, miran a su querido aparatito.
Suena una campanilla. Les ha entrado un mensaje. Lo leen tan rápido que casi no lo
noto. Entonces, sonríen. Sonríen como si alguien les hubiera contado un secreto, o

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algo picante, o como si les acabara de llegar una información crucial. Pero, desde
luego, no sonríen por la conversación que tiene lugar en la mesa. Esas personas,
las mismas que, con desesperación, anhelaban verte, te dicen, perdona, perdona un
momentito, y se ponen a teclear un mensajito con un solo dedo. Qué dedo más
rápido tienen esas personas. Es un dedo entrenado para escribir como si a uno le
hubieran amputado la mano izquierda. Una vez terminado el mensaje la
conversación continúa. Continúa hasta que vuelve a sonar de nuevo la campanilla:
el amante, el amigo, el jefe, el cómplice, el plasta, ha contestado. Nueva sonrisa de
esas personas que nos quieren tanto. Y como poco a poco van perdiendo la
vergüenza, toman el iPhone o la Blackberry con las dos manos y teclean entonces
con los dos pulgares. Qué maravilla de pulgares. Parece que han ido a una
academia de mecanografía con pulgares para iPhones. Viene el camarero a tomar
nota de la comanda y como las personas que tanto me quieren están ya apoyadas
en el plato escribiendo a velocidad de vértigo mensajes tan apasionados, imagino,
como los que me pusieron a mí, soy yo la que encarga el vino, el picoteo del
principio y, si se me ha informado antes, el plato elegido por las personas que tanto
deseaban este encuentro. No siempre una se siente ignorada, en lo absoluto. Hay
ocasiones en las que los dueños de la Blackberry o el iPhone te hacen partícipe de
los mensajes recibidos, y tú puedes aportar algo en las contestaciones. A veces se
trata de los amantes y entonces ya vives con excitación delegada. Ha habido
ocasiones en las que las personas que me quieren se intercambian fotos con dichos
amantes. No fotos a lo Scarlett Johansson, porque no son horas. Imagino que ese
tipo de instantáneas de corte más íntimo las dejan para cuando están encerrados en
el cuarto de baño de su hogar, mientras sus maridos o sus mujeres están acostando
a los niños. El móvil ha supuesto una revolución en el universo de la infidelidad.
Quiero decir con esto que no soy uno de esos espíritus rancios que discuten las
ventajas que para muchos ciudadan@s ha supuesto la irrupción de la nueva
telefonía. Solamente quisiera expresar el desconcierto que me produce el que
personas que tanto me adoran y desean compartir una hora y media de mesa y
mantel conmigo no sean capaces de olvidarse del puto móvil durante un tiempo
ridículo de sus hiperconectadas vidas. Que lo comprendo todo, sí, ¡que yo también
tengo iPhone!, pero que lo dejo metido en el bolso. Joé.

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