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CRITICÓN, 94-95, 2005, pp. 69-105.

El teatro religioso del Quinientos


su (i)licitud y sus censuras

Marc Vitse
Universidad de Toulouse-Le Mirail

El presente estudio no pretende ser más que un intento de balance de nuestros


conocimientos relativos a la controversia sobre la licitud del teatro religioso en el siglo
xvi y a las censuras de que fue objeto la producción teatral religiosa en el mismo
período. Contemplaremos sucesivamente los datos procedentes de las esferas siguientes:
esfera sinodal (o episcopal), esfera colegial (o jesuítica), esfera controversial (los textos
reunidos por Cotarelo en su famosa Bibliografía y algunos más), esfera
prerrepresentacional (los pareceres emitidos por los censores en los manuscritos de las
obras por representar) y, por fin, esfera inquisitorial (la actividad censoria, prohibitiva
o expurgatoria, de la Inquisición en materia de libro impreso o por imprimir).
Según tal o cual apartado, oscilaremos entre la indicación rápida de las tendencias
dominantes, o, en sentido contrario, el análisis detallado de un caso aislado pero muy
significativo. Trataremos así de mostrar que, más allá de la diseminación extrema y de
la polimorfa diversidad de nuestros documentos, quedan claramente perceptibles las
constantes de un "discurso" que no se desarrolla realmente antes de la década de los
años 60 y se constituye luego como una adaptación a los tiempos modernos y a las
realidades nuevas del viejo lema heredado del ámbito eclesiástico medieval: non miscere
sacra profanis, con miras a definir una ordenación del territorio teatral y a promover
una profilaxis de la representación de las «materias sagradas».

LA E S F E R A S I N O D A L

No por casualidad escogí empezar por el discurso emitido sobre el teatro desde la
esfera diocesal, es decir, los datos contenidos esencialmente en las constituciones
sinodales que se van escalonando a lo largo de la centuria, pero que conviene completar

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con informaciones sacadas de otras fuentes ocasionales como las actas capitulares de los
cabildos catedralicios o textos surgidos a raíz de tal o cual evento de la vida eclesiástica
de la época1.
En estas expresiones locales del discurso eclesiástico, en efecto, es donde mejor se
capta el paso progresivo —y no poco caótico— desde la actividad teatral litúrgica y
paralitúrgica de la Edad Media hacia las nuevas formas que irá adquiriendo el teatro
religioso en el transcurso del Quinientos. Porque lo que se observa frecuentemente en
estos textos es la clara conciencia de que se ha llegado al final de una época, con el
insistente sentimiento de la degradación de una situación anterior caracterizada por su
santidad y por su bondad. Escuchemos, todavía en 1566, a don Cristóbal Baltodaño,
obispo de Palencia:
Ha crecido tanto la malicia humana que aun las cosas santas y buenas se profanan y
convierten en malas, y así las representaciones que antiguamente se introdujeron por devoción
se han vuelto en abuso e irreverencia (M, p. 234, mío el subrayado)2.

El buen prelado no hace más, aquí, que retomar las quejas y denuncias proferidas ya
desde finales del siglo xv por unos cuantos colegas penetrados por el espíritu de la
prerreforma católica. Todos, en aquel otoño de la Edad Media —y en su inmediata
posterioridad—, todos constatan el deterioro de la finalidad y de la práctica de las
fiestas y devociones anteriormente instituidas «a honra de Dios [y] ensalzamiento de
[la] santa fe católica» (M, p. 233) y ordenadas para «orar y contemplar» con
«devoción, quietud y reverencia» (MP, p. 280). Nos dicen que el uso y costumbre así
establecidos se han hecho, con el tiempo, «abuso y corruptela» (M, pp. 266-267); que
la compunción de los pecados y la contemplación han dejado lugar a la lascivia, las
burlas y los escarnios, y las cosas honestas y decentes a las cosas feas, torpes e
impúdicas, de modo que el pueblo ya se provoca a «derisión y distracción de
contemplación», haciéndose imposible la devoción de las fiestas y solenidades (M, p.
301). En pocas palabras, que en la casa de Dios y de la oración, ya no caben la
reverencia ni el acatamiento, sino el escándalo, la risa y los desórdenes.
Y desarrollan entonces todo un programa de reformas que consistirán en separar
cada vez más lo que el Medioevo había sabido armonizar en lo festivo, esto es, lo
sagrado y lo profano, la devoción y la alegría, la doctrina y el ludus. Porque ninguno de
ellos —conviene precisar desde un principio— parece movido por un verdadero deseo
de volver a recrear esa «alegría espiritual» (M, p. 228) que debía caracterizar la fiesta
primitiva. Si sobrevive esta aspiración, es solamente en el caso, excepcional en tantos
aspectos, del primer arzobispo de Granada, el famoso fray Hernando de Talavera, por
lo menos tal como nos lo presenta su biógrafo, no sin cierta dosis de mitificación
1
Ver, por ejemplo, las fuentes manejadas por Teijeiro Fuentes, 1997: libros de visitas (pp. 42-43, 73-75);
cartas (p. 61 y 68); o las numerosas actas capitulares citadas por Menéndez Peláez, 1998-1999.
2 Muchas de nuestras citas se sacan de trabajos ajenos que designaremos con las abreviaturas siguientes,
que irán desarrolladas al principio de nuestras «Referencias bibliográficas» finales: C (Cotarelo), G (Granja),
M (Molí), MP (Menéndez Peláez), T (Teijeiro). Salvo los casos de relevancia fonética, modernizamos (grafía,
acentuación y puntuación) los textos españoles que citamos, enmendándolos en los casos necesarios. El texto
de Cristóbal Baltodaño, fechado en 1566, se retoma en las Constituciones de Palencia en 1582 (véase infra la
nota 3).

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hagiográfica. Así nos dice Alonso Fernández de Madrid, al hablarnos de la fiesta del
obispillo y descubrirnos detalladamente el comportamiento en ella de su biografiado:
En fin, él hacía todo aquel escrutinio y diligencia para hacer un obispillo de veinte días.
¡Cuánto hiciera por hacer un obispo perpetuo! [...] Ver la alegría con que él servía aquel día
el coro...: no había corazón tan duro que no derramase muchas lágrimas de devoción. Y, en
la verdad, en el tiempo que yo lo vi, ninguna representación ni ceremonia se hacía en la iglesia
ni oficio que no fuese muy devoto; pero ésta, a mi parecer, era una cosa de gran edificación, y
desde el principio de la elección del obispillo hasta el fin todo traía consigo doctrina,
humildad, disciplina y limitación.

Tenía tan gran deseo este buen prelado que los fieles, ansí antiguos como nuevos en la fe,
fuesen aprovechados e industriados en lo que debían saber para su salvación y viniesen
contino a la Igleisa y estuviesen presentes a los oficios divinos, que se desvelaba en buscar
maneras para ello, y con sermones, persuasiones, indulgencias, y con representaciones santas
y devotas, y con darles a entender lo que en cada fiesta se celebraba y la razón de ello, pudo
tanto que en ningún lugar de España se hallaba tanta frecuencia de la gente a la continua en
las iglesias como en las de Granada [...] (MP, pp. 292-293 y 320).

Tal reasunción, abierta y sin reticencia, del ideal catequístico "antiguo" y, en


particular, de sus modalidades teatrales, se explican muy bien por la personalidad y
peculiar situación de un arzobispo misionero encargado de poblaciones recién
convertidas o todavía por convertir, con patentes prolongaciones en las futuras
evangelizaciones de las Indias. Pero no iba a encontrar ningún eco en el conjunto de los
demás prelados de España confrontados al problema de las representaciones ligadas a
las fiestas litúrgicas y obligados a contemplarlo en tal o cual de sus cuatro campos
interrelacionados, a saber:
— el campo de la gestión del calendario litúrgico (la "temporada" teatral);
— el campo de la ocupación del espacio eclesiástico (el lugar teatral);
— el campo de la participación del clero (los representantes);
— el campo de las materias escenificadas (lo representado).
Vayamos por partes.

El calendario litúrgico o la fijación de los días teatrales


En su gran mayoría, los obispos y sus concilios se esfuerzan por reducir el número
de los días festivales que generen manifestaciones teatrales y parateatrales. El blanco
preferido de su celo cercenador lo constituye el ciclo navideño, más precisamente las
tres fiestas que se sitúan en la posterioridad inmediata del día del Nacimiento (los días
de San Esteban, de San Juan Bautista y de los Inocentes). Las más de las veces, su
control no pasará de ser un intento de regulación de las mismas, a base de la consabida
formula del absque nostra speciali facultati (MP, p. 295), o sea, del no se haga «sin
nuestra especial licencia y mandado» (M, p. 229). Pero en casos determinados se podrá
llegar a una prohibición total de las representaciones navideñas, una prohibición que,
ya en 1501, don Alonso Manrique, obispo de Badajoz y futuro Arzobispo de Sevilla e
Inquisidor General, hace extensiva a las de la Semana Santa, justificando su decisión
con las palabras siguientes:

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so color de conmemorar cosas santas y contemplativas, hacen representaciones de los


misterios de la Natividad y de la Pasión y Resurrección de Nuestro Señor Redentor y Salvador
Jesucristo, y se hacen de tal manera que comúnmente provocan más el pueblo a derisión e
distracción de contemplación que no le traen a devoción de la tal fiesta e solenidad, e lo peor
es que allí se dicen palabras deshonestas y de gran disolución; por ende, nos, deseando
extirpar de la iglesia todo escándalo, [...] ordenamos y mandamos que las tales
representaciones, de aquí en adelante, no se hagan, so pena de [...] (M, p. 227).

Una prohibición drástica, pues, ésta de Badajoz, y que repetirá literalmente la


sinodal de Córdoba en 1520. Pero una prohibición que queda relativamente
excepcional en el marco general de las prescripciones sinodales. Y una prohibición,
finalmente, que no alcanzará nunca la fiesta del Corpus Christi o día del Sacramento,
que goza en toda la centuria del privilegio de una licitud indiscutible, por más vigilada y
circunscrita que pueda resultar a través de varias disposiciones específicas. La frase
consagrada, al respecto, es la que encontramos en las constituciones de Toledo de 1536:

Pero esto no se entienda en la fiesta del Corpus Christi, que se celebra en nuestra santa iglesia
y en las otras de nuestro (arz)obispado, siendo cosas honestas y decentes (M, p. 229).

Dicha fórmula la reiterarán, completándola, las constituciones de Logroño en 1545


(M, p. 230), de Toledo en 1566 (M, p. 231), de Burgos en 1575 (M, p. 232), de Toledo
de nuevo en 1580 (M, p. 233). A la observación primigenia sobre el decoro de la
representación sacramental (que las cosas representadas sean «honestas y decentes»),
irán añadiendo, como veremos, la necesidad del control episcopal previo. Pero habrá
que esperar, entre los textos publicados por Jaime Molí, el de Palencia en 1582, para
que se aluda a otro componente de las limitaciones impuestas por los sínodos: el de la
localización, ad intra o ad extra del escenario de las representaciones sacramentales:

Y por obviar muchos inconvenientes y males que de esto suceden, conformándonos con el
Concilio Toledano, S. A. [sancta synodo approbante], estatuimos y ordenamos que de aquí en
adelante ninguna representación se haga en la iglesia, aunque sea de devoción, y si el día del
Sacramento o otra fiesta se hubiere de representar, se haga fuera de la iglesia, y sean autos
honestos y santos y vistos primero y examinados y aprobados por nuestros oficiales, sin que
en ellos intervengan otra cosa ni entremeses más de aquello para que se diere licencia (M, p.
234).3

La ocupación del espacio eclesiástico o el lugar teatral


Y con esto entramos en el segundo de los cuatro campos anunciados, el del lugar de
representación. De manera general, los obispos de nuestras fuentes sinodales y
capitulares siguen admitiendo el desarrollo de la actividad teatral dentro del recinto

3
Cita sacada de las Constituciones sinodales del obispado de Palencia, copiladas, hechas y ordenadas
ahora nuevamente, conforme al santo Concilio de Trento [...], Burgos, Felipe de Junta, 1585, p. 130.
Conviene precisar, sin embargo, que el pasaje que copiamos lo hace preceder Molí (M, p. 234) por la
mención: «constitución de D. Cristóbal Baltodaño, 1566», lo que parece indicar que el texto de Palencia es
reescritura amplificadora de un texto de 1566.

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eclesiástico y, por lo que concierne a las procesiones del Corpus, en lo que podríamos
llamar el entorno espacial del monumento religioso. A diferencia, en efecto, de la
expulsión radical decretada por el obispado de Palencia que acabamos de mencionar
—un radicalismo que renueva el gesto de Cristo frente a los mercaderes del Templo 4 —,
la solución adoptada con mayor frecuencia es mucho menos brutal y se concentra, a
partir de una inicial aceptación de principio, en los aspectos variados de la inscripción
de las representaciones en el marco eclesiástico. Ad intra, es decir en el interior del
recinto sagrado, se exigirá que los «juegos» teatrales no se celebren durante los oficios
divinales, o sea, en términos latinos, «dum divina aguntur» 5 . La formulación más
explícita de esta voluntad de protección de lo sagrado por segregación temporal de la
contaminación lúdica nos la dan las Constituciones de Ciudad Rodrigo en 1592:

Que no se impidan los oficios divinos con representaciones ni danzas. Porque en algunas
partes de este nuestro obispado hay costumbre que los legos en fiestas solemnes o otros días
[festivales...] entr[e]n en las iglesias, haciéndose el oficio divino, con grandes estruendos e
ruidos, haciendo autos y dando voces, perturbando la devoción y el oficio divino. Por ende
mandamos [...] que ninguno sea osado, en tanto se celebra el divino oficio, entrar ni estar en
la iglesia con los tales alborotos, ni con danzas, bailes, ni haciendo farsas, ni otras cosas de
perturbación, ni de día ni de noche ensayarse en las dichas iglesias. [...] Y cuando por
regocijar alguna fiesta hubieren de hacerse tales representaciones, se harán antes o después de
los divinos oficios (MP, p. 325, mío el subrayado).

Mientras que en el caso específico de la procesión del Corpus se reglamentará su


recorrido de manera más estricta. Así, dispone el sínodo de Burgo de Osma, en 1586,

para que las representaciones que en semejantes fiestas y procesiones se suelen hacer sean
conformes a las dichas fiestas [...], que en ninguna manera se representen dentro de la iglesia
mientras los oficios diurnos se celebraren, o mientras la procesión anduviere en la iglesia, ni
en otro lugar fuera de la iglesia donde pueden perturbar el canto y oficio eclesiástico que se
dice en la procesión (MP, p. 324).

Habrá notado el atento lector que, en esta última cita, el afán de control del poder
episcopal, más allá de los mismos muros del edificio eclesial se va extendiendo ad extra
hacia el espacio exterior sacralizado, por así decirlo, por la presencia del Santísimo
Sacramento. Las órdenes de la jerarquía eclesiástica sobre el particular conciernen a

4 «Seguiendo el ejemplo de Nuestro Redentor e Salvador Jesucristo e lo que obró contra aquellos que
profanaban el Templo y casa de oración, y queriendo proveer en la honestidad y veneración de las iglesias...»
(Alonso Manrique, Constitución de Badajoz de 1500; MP, p. 279).
5 Es lo que ya aconsejan las Constituciones de Aranda en 1473: «Quod non fiant in ecclesiis
repraesentationes inhonestae dum divina aguntur» (MP, p. 285). Lo que repiten a su manera, más rigurosa,
las de Toledo en 1583: «Comoediae, tragediae, ludi, choreae et saltationes, dum divina celebrantur, in templis
prohibentur» (MP, p. 310), lo que no es más que una síntesis del decreto 38 de la tercera sesión del Concilio
Provincial de 1582, donde se lee: «Comoediae, Tragoedie, etiam de argumentis sacris, et quicumque
histrionum ludi, choreae quoque, et saltationes, quas nostri danzas vocant, dum Divina celebrantur Officia,
intra Templum, agi non permittantur; cum experimento compertum sit, populum, quem ad pietatem máxime
sacris temporibus, et locis excitari convenit, earum rerum spectaculo, et auditione, atque promiscuae
multitudinis concursu, plerumque depravan» (en Fernández Collado, 1995, p. 112; ver también Fernández
Collado, 1996).

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veces a la deseable ubicación de las danzas, en el sentido teatral de la palabra6, que


tendrán que ir detrás del Sacramento. Otras veces atañen a las representaciones
teatrales propiamente dichas: éstas se podrán hacer durante la misma procesión, con tal
que ésta sólo se pare «una vez en el lugar que pareciere más cómodo para ver la dicha
representación»7 y en el lugar menos susceptible de provocar las posibles irreverencias
del público8; pero se estipulará más frecuentemente que las representaciones se den
después de «fecha la dicha procesión e tornado el Sacramento a la iglesia» (M, p. 228;
Burgos, 1503)9.
En todo caso, la tendencia de fondo es patente: conduce progresivamente, en la
mayoría de nuestros textos sinodales, a la exclusión de las representaciones y
remembranzas fuera del recinto sagrado, a la separación cada vez más pronunciada
entre oficios divinales y regocijos teatrales, o sea, al triunfo paulatino pero certero de
una omnímoda preocupación por disociar en lo posible lo sagrado y lo profano, a la
imposición de una voluntad insistente de non miscere sacra profanis.

La participación del clero o los representantes


Y donde mejor se expresa esta tendencia es, evidentemente, en las instrucciones
dadas al personal eclesiástico sobre su posible —y siempre indeseable— participación
en las actividades teatrales, cualesquiera que sean sus formas. Por supuesto se les veda a
los eclesiásticos que ni en público ni en secreto se enmascaren y hagan representaciones
profanas en bodas, misas nuevas, fiestas u otros ayuntamientos (M, p. 217; Sevilla,
1582). Pero también se verán eliminados progresivamente de los mismos autos
religiosos: así se dará el paso desde una práctica inicial lícita —la registrada, por
ejemplo, en la Constitución de Coria en 1537:

porque la deshonestidad de los clérigos es causa de mucho escándalo en los pueblos, que no
bailen en las misas nuevas ni en bodas, ni digan cantaren ni representen farsas, no siendo en
las iglesias en los casos permitidos como en la Pascua de Resurrección o Natividad o Corpus
Christi (T, p. 60),

el paso, pues, desde esta licencia primera a una prohibición posterior total, tal como la
proclama, entre otras, la decisión sinodal granadina de 1572:

Ningún clérigo de orden sacro en misas nuevas, bodas, fiestas o otros ayuntamientos cante
cantar alguno deshonesto, profano o seglar, ni dance, baile ni predique cosas livianas o
regocijos o fiestas, como en día de los Inocentes, o otros, ni se disfrace ni represente personaje

6
Véanse las reflexiones de Menéndez Peláez, 1977, p. 304.
7
MP, p. 323; Constituciones de Santiago, 1576.
8
Cita Teijeiro Fuentes, 1997, p. 42, el Libro de Visitas de Casas de Cáceres, donde se denuncia el casi
abandono de la imagen del Santísimo Sacramento de parte de un público —clero y fieles— fascinado por el
espectáculo teatral: «cuando llega la procesión del día del Corpus a la plaza de dicho lugar, se suele hacer una
comedia, y por prevenir los lugares para ello dejan la procesión, y el sitio donde se pone el Santísimo
Sacramento está con indecencia, y los que asisten a la comedia tienen vueltas las espaldas a la custodia en que
está el Santísimo Sacramento con los sombreros puestos y cercado de seglares». El estudioso no precisa la
fecha exacta de dicho documento inserto en un volumen que cubre el período de 1595 a 1716.
9
Ver también las Actas Capitulares de la catedral pacense, 1571 (T, p. 30).

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en farsa aunque sea fiesta de Corpus Christi (MP, p. 322; con repetición literal en las
Sinodales de Santiago de 1576; y reproducción, con algunas variantes, en las de León, 1583
—M, p. 234— y 1591, MP, p. 325).

Lo cual deja sin solucionar la cuestión de un personal actoral de sustitución, sobre el


que encontramos poquísimas informaciones en nuestros documentos sinodales. Apenas
si se mencionan «algunas personas» laicas deseosas de hacer «algunas representaciones
honestas» en la procesión del Corpus (M, p. 228; Burgos, 1503); o, también, los
«legos» que se atreven a presentar unos «juegos o representaciones deshonestas» (M, p.
229; Jaén, 1511); o, finalmente, las

[...] muchas personas, hombres y mujeres, [que], en lugar de la devoción, quietud y reverencia
que habían de tener para orar y contemplar (pues antiguamente para esto las dichas fiestas y
devociones fueron ordenadas), diz que hacen muchas cosas deshonestas, danzando y bailando
dentro de las dichas iglesias y diciendo muchas palabras deshonestas de chufas y burlas y
haciendo representaciones de farsas diformes a las festividades y lugares donde se hacen [...] y
no hagan de lo sobredicho dentro de las tales iglesias si no fuere farsa devota, conforme a la
festividad (M, p. 230; Logroño, 1539).

¿Será respuesta a tales desbordamientos el acudir a actores profesionales o semi-


profesionales? No de este parecer es el famoso obispo de Mondoñedo, fray Antonio de
Guevara que, ya en fecha tan temprana como 1541, declara:

[...] nos constó por la dicha visita que muchas personas vagamundas se andan en el tiempo
santo de la Cuaresma y Semana Santa a hacer representaciones a manera de farsas del mundo,
de las cuales se siguen muchos inconvenientes, es a saber que dicen en ellas muchas cosas que
no hay en los Evangelios y, ansimismo, que hacen y causan muchas risas y placeres en los que
lo oyen y, ansimismo, dejan de oír misa mayor los días de domingo y fiestas por concurrir a
do aquellas representaciones se hacen, lo cual todo es no en alabanza sino en vituperio de
Cristo. Por la presente ordenamos y mandamos [...] que ninguno sea osado de hacer las tales
representaciones ni remembranzas en la iglesia ni fuera de la iglesia, y [...] a todos los
subditos de nuestras diócesis no las vayan a ver (MP, p. 296).

Testimonio éste de peculiar interés. Lo que nos revela es que Iglesia y teatro ya no
van forzosamente al unísono para la celebración de los días feriales; peor aún, que ya
han entrado en competencia la cátedra y la escena en el papel de captación de esas
personas que son al mismo tiempo feligreses y oyentes, que ya se ha entablado esa
interminable rivalidad, de tanta posteridad en los siglos siguientes, entre la palabra
eclesiástica y la rescritura histriónica, entre la versión sermonaría de la palabra divina y
su versión dramatizada.
Pero no solamente esto. Porque los comentarios que hace el prelado de Mondoñedo
sobre la transformación, mejor dicho la perversión en el escenario de la verdad del
mensaje evangélico, nos hacen penetrar de sutil manera en el cuarto y último campo del
discurso sinodal sobre el teatro religioso del Quinientos: el de la cosa representada, o
sea, el de las materias escenificadas y de su alcance.

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El campo de las materias escenificadas o lo representado


Permítasenos, para abordarlo, quedarnos un momento más en el sector de «los
clérigos y personas religiosas», por usar una expresión estereotipada en nuestros textos.
Dicho personal eclesiástico no sólo quedará impedido de ser, como acabamos de ver,
sujeto representante; tampoco tendrá derecho a ser objeto representado. Ni eclesiástico
actor, ni eclesiástico personaje: tal es la ley prohibitoria que va emergiendo de las
constituciones sinodales y alcanza segundariamente el degradante uso escénico de
vestimentas y objetos eclesiales. Leamos, a modo de escueta ilustración de este aspecto,
las líneas muy explícitas del sínodo de Burgos de 1575:

Los ornamentos, que están benditos y dedicados al culto divino, no conviene se den ni presten
para cosas profanas. [...] que ninguna persona eclesiástica ni seglar use de las vestimentas
sagradas y benditas que la iglesia tiene para su servicio en ninguna representación profana o
auto [religioso] que se haga, ni en ellos introduzcan clérigos, ni frailes, ni monjas, ni otra
persona eclesiástica (M, p. 233).10

Lo que, en la Constitución vallisoletana de 1606, da pie para la amplificación


—nada retórica— siguiente:

[...] mandamos que de aquí en adelante, en ningún auto o representación que se hiciere, sea a
lo divino o a lo humano, no se introduzca persona divina o de santo o santa o eclesiástica, ni
se use de vestiduras sagradas, y para ello mandamos [...] no se hagan autos ni
representaciones sin que sean vistos y examinados primero y con licencia nuestra y no de otra
manera (M, p. 236).

Admirable y, hasta cierto punto, novedosa síntesis ésta de Valladolid, elaborada en


el término extremo de nuestro marco cronológico de estudio, porque nos permite
descubrir, en una de sus variantes de aplicación, los principios teóricos que informaron
el discurso episcopal dedicado, en el Quinientos, a las materias representadas en los
escenarios que dependían de su jurisdicción. Volvamos, para entenderlo mejor, a los
tiempos originarios de finales del xv y principios del xvi.
Coexisten en aquel entonces tres actitudes esenciales. Hay, por una parte, una
permisividad global —que no es, desde luego, ninguna licencia licenciosa— como la que
se expresa en el texto, algo enrevesado, de las Constituciones de Ávila de 1481:

[...] pero por esto no quitamos ni defendemos que no se haga el obispillo e las cosas e autos a
él pertenecientes honesta y devotamente, que por ciertos misterios se suelen acostumbrar
hacer cada año, asimismo la representación de algún santo o fiesta de él, haciéndose de tal
manera que la devoción se acreciente en las gentes e sea compunción de sus pecados, no para

10 Sobre la prohibición del préstamo por el clero de «ornamentos e atavíos, ni otras cosas preciosas que
son de las iglesias e imágenes de ellas» (M, p. 230), véase la Constitución de Palencia de 1545. En la de 1582
de la misma ciudad, que retoma la de 1566, se lee: «Otrosí, ordenamos y mandamos que ninguna persona
eclesiástica ni seglar use de las vestimentas sagradas y benditas que la iglesia tiene para su servicio en ninguna
representación ni auto que se haga, ni en ellos introduzcan clérigos, frailes, monjas ni otra persona eclesiástica
[...]» (M,p. 234).

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burlas e promover las gentes a placeres, salvo haciéndose con grande honestidad e devoción
(M, p. 227; MP, p. 287)."

Hay, por otra parte, un prohibicionismo global —con la excepción, como dijimos,
del Corpus—, que vimos profesado ya en 1501 por don Alonso Manrique, obispo de
Badajoz. Y hay, finalmente, la posición media de los que se inscriben, cada uno a su
manera, entre estos dos polos extremos, y nos dan señales de una progresiva, aunque no
lineal, toma de control de los contenidos de la representación sacra. Tratemos ahora, a
partir de este esquema tripartito, de esbozar las orientaciones y principales etapas de
este proceso de regulación y vigilancia temática.
1512, Constituciones sinodales de Sevilla: prohibición teórica de las representaciones
y remembranzas de la Semana Santa, pero aceptación práctica de las mismas con la
condición de una autorización expresa del poder arzobispal:

Sumus informati quod in quibusdam ecclesiis nostri archiepiscopatus et provinciae permittitur


fieri nonnullas repraesentationes Passionis Nostris Jesu Christi et alios actus et memoriam
Resurrectionis [...] et quia ex talibus actibus orta sunt et oriuntur plura absurda et saepe
saepius scandala [...], statuimus et mandamus [...] ut non faciant nec [clereci] dent locum ut
in ecclesiis et monasteriis fiant dictae repraesentationes nec aliquae illarum absque nostri
speciali facultad (MP, p. 295).

O sea, una especie de prohibición abierta, que será la solución que con mayor
frecuencia y mayor variabilidad encontraremos a lo largo de la centuria.
1534, Constitución número 76 del sínodo de Plasencia: la prohibición sevillana se
extiende a las representaciones navideñas, con el añadido de unas preciosas
justificaciones fundamentadas en la fragilidad de la fe de cierta parte del público (los
cristianos nuevos, podemos suponer, a los que aludirán más tarde las Constituciones de
Toledo de 1536, y también, con sus peculiares circunstancias, las de Guadix y Baza de
1545)12;

76. Que no se hagan representaciones sin licencia. Hácense en algunas iglesias


representaciones de la Pasión de nuestro Señor y otros autos de remembración de la
Resurrección y Natividad suya, y porque de los tales autos y representaciones se han seguido
muchos inconvenientes y escándalos a las vegas en los corazones de aquellos que no están
muy firmes en nuestra santa fe católica, y otros van por ahí por ver y reír de lo que se hace, y
así, donde piensan algunos provocar con devoción, provocan en risa y escarnio; por ende
prohibimos que las tales representaciones se hagan sin nuestra expresa licencia y mandado. Y
los legos que esto hicieren sean por el mismo hecho excomulgados, y los clérigos paguen un
marco de plata (T, pp. 52-53).

1537, Constitución número 14 del sínodo de Coria: bajo la pluma de Francisco de


Bobadilla, obispo de la ciudad, se da un paso más, pues la autorización o
desautorización de todas las representaciones se relaciona explícitamente, quizá por

11
Un pasaje que ya figuraba en las Constituciones de Segovia de 1472 (MP, pp. 284-285).
12 Véase Molí, p. 229 y 231; el texto de Toledo lo retoma a su manera la Constitución número 14 del
sínodo de Coria en 1606 (T, p. 63).

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78 MARCVITSE Criticón, 94-95,2005

primera vez, con un trabajo censorio previo, cuyas particularidades se irán precisando y
detallando en las décadas posteriores:

14. Asimismo, prohibimos y mandamos no se hagan representaciones, así de la Pasión como


otras, en las dichas iglesias ni ermitas si no fuere con licencia del obispo o su provisor, y la tal
representación primer[o] examinada [...]. Y encomendamos al provisor o vicario que por
tiempo fuere que dé las menos veces que ser pueda la dicha licencia y con haberlo primero
bien examinado (T, p. 61).

1545: Carta del mismo Francisco de Bobadilla a los vecinos y obispado de Coria, en
que se aclaran los motivos y modalidades de aplicación de las recomendaciones hechas
en el sínodo de 1537, las cuales, como acabamos de señalar, constituían una de las
primerísimas expresiones —claramente anterior al Concilio de Trento— de la
necesidad, para el teatro dado dentro del marco eclesiástico sometido al gobierno
episcopal, de una censura pre-representacional exclusivamente clerical:

[...J acostumbran hacer representaciones del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo y de su


sagrada Pasión y otras representaciones y otros autos de devociones, y por se hacer por
personas ignorantes hacen y componen historias y coplas en que se incurre en muchos errores
e cosas malsonantes a nuestra santa fe católica, demás que en las tales representaciones se
cometen muchos e diversos delitos y cosas de deshonestidad. [...] Por ende mando [...] a
todos los arciprestes, priores, abades, ministros, guardianes, frailes y conventos y clérigos de
esta ciudad y su obispado que no hagan ni permitan hacer los dichos autos de
representaciones ni algunos delitos, sin que primero traigan ante mí las dichas
representaciones, coplas e historias, para que, por mí vistas, se provea con mi mandamiento lo
que se debe hacer (T, p. 62).

Detengámonos un momento en estos dos importantes textos caurienses. En ellos,


comprobamos la reafirmación de una misma prohibición abierta o, si se quiere, de una
misma licencia restringida, con miras, esta vez, y más allá de la ya señalada ignorancia
y/o inseguridad de la fe del público, a paliar la misma ignorancia de los autores-
escritores. En ellos, a mayor abundamiento, vemos establecidas las bases del sistema de
control que se ha de ejercer en la anterioridad de las representaciones y que supondrá
un intervencionismo sostenido de la jerarquía eclesiástica: el propio prelado en este caso
de Coria, o bien sus sustitutos en otras partes y otros tiempos, sustitutos que podrán ser
un ordinario (MP, p. 323), un vicario o un vicario general (M, pp. 231-232), un
provisor (MP, p. 326), un visitador (M, p. 232), un juez eclesiástico (MP, p. 323), unas
personas diputadas (MP, p. 309), un oficial o un oficial general (MP, p. 325; M, p.
235), unas personas del cabildo (M, p. 231), etc. En ellos, por fin, constatamos la
ampliación al conjunto de todas las representaciones sacras («así de la Pasión como
otras», «representaciones del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo y de su sagrada
Pasión y otras representaciones») de las nuevas medidas de control, de las que no se
librarán los propios autos del Corpus, a pesar del estatuto particular de dicho ciclo de
fiestas. Así lo consignarán las Constituciones de Toledo de 1566 que, a diferencia de las
anteriores de 1536 y de 1545, aluden a ello explícitamente:

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(I)LICITUD Y CENSURAS 7 9

[...] estatuimos y mandamos a todos los curas de este arzobispado y a todos los otros clérigos
y religiosas personas que no hagan las dichas representaciones sin nuestra especial licencia o
de los vicarios generales [...]• Pero no se entienda esto en la fiesta del Corpus Christi, [...]
siendo cosas honestas y decentes y examinadas por los visitadores (M, p. 231).

Añadamos que el examen sistemático de la «letra del auto» (MP, p. 309; Actas
Capitulares de Oviedo en 1579) se acompañará de un escrutinio de la totalidad de los
elementos constituyentes de las representaciones del día del Sacramento. Entre ellos,
evidentemente, los entremeses o intermedios, cuya mención y cuya vigilancia se van
acentuando notablemente a partir de la segunda mitad del siglo. Citemos, al respecto,
las Constituciones de Guadix y Baza en 1554, en las que se pide una inspección más
cuidadosa a causa de la presencia, en el auditorio, de frágiles cristianos nuevos,
pudiendo entonces provocarse mayores «escándalos e irrisiones de los misterios de
nuestra santa fe católica»:

Porque de representarse farsas y otras representaciones en las iglesias de nuestro obispado,


especial delante de los cristianos nuevos, habernos visto que se recrecen escándalos e irrisiones
de los misterios de la santa fe católica en estos nuevos cristianos, mandamos estrechamente
[...] que de aquí en adelante no se haga representación alguna en ninguna de nuestras iglesias,
ni se hagan entremeses, ni se canten canciones sin dar noticia de ello a nos o a nuestros
provisores para que veamos si es cosa que se puede hacer [...] (M, p. 231).13

O también las Actas capitulares de Oviedo de 1578, que se preocupan no solamente por
los textos —por todos los textos— representados en el Corpus, sino también por las
condiciones materiales de su representación:

En este día dijo el señor Samaniego que él ha visto lo que han de hacer para la fiesta del
Corpus y Octava y que le parece bien, aunque no le mostraron los entremeses. Mandóse que
los entremeses los vean los señores Salinas y que el tablado lo vean los señores Iñigo de la Rúa
y Gaspar Flórez (MP, p. 309).

Las cosas, a estas alturas, ya no dejan lugar a dudas. A partir, principalmente, del
último cuarto de la centuria, se van explicitando los principios y desarrollando la
práctica de una insistente circuncisión de las representaciones sacras. Son emblemáticas,
desde este punto de vista, las Constituciones de Burgos de 1575:

[...] y si algunos autos permitiéremos nos o nuestros provisores, sean de la Sagrada Escritura
y primero vistos y examinados, y que antes sean para tomar los buenos ejemplos y apartar
vicios y pecados que inducir en los ánimos de las personas que lo miran malas costumbres, ni
ofender en cosa alguna la religión cristiana, y en ellas no intervengan entremeses profanos [...]
(M, p. 232; con repetición literal en las Sinodales de Segovia, 1586, MP, p. 324).14

13
Precisan las Constituciones de Burgo de Osma de 1586: «Y entendemos que se han de examinar todas
las representaciones, a[u]tos, entremeses y danzas» (MP, p. 324).
14 Véanse también los Actas capitulares ovetenses de 1576: «En este día trataron de nombrar personas
que vean una obra que [se] ha de hacer el día del Corpus y si es conforme a la Sagrada Escritura», así como
las de 1577: «El Sr. Obispo dice que de aquí en adelante le parece que no se hagan autos sino de la Sagrada
Escritura, y que los autos y entremeses se vean todos por personas diputadas» (M, p. 309).

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80 MARCVITSE Criticón, 94-95,2005

Eliminación de los ludi intermedi o intercalares hechos profano more; reducción de


las materias representadas a la imitación dramática de los solos textos bíblicos;
insinuación, por fin, de que aun dentro del marco escriturario haya que escoger
solamente los casos no susceptibles de «inducir en los ánimos [...] malas costumbres».
No lejos estamos, a decir verdad, no ya de una mera circuncisión temática, sino de una
verdadera política de castración de lo que José Pellicer de Tovar, mucho más tarde, en
1635, debía llamar los «sucesos en las historias y los casos en la invención incapaces de
la publicidad del teatro» 15 .
Y hasta se llega, en un momento de la historia eclesiástica de la ciudad de Plasencia
—en 1582—, a una categórica prohibición de las representaciones durante las
procesiones del Corpus Christi y Octavario:

Indecente cosa es que el sacrosanto cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo se detenga por las
calles con representaciones que son más para reír que para provocar devoción. Por ende
mandamos que no haya representaciones en la procesión de su santísimo día y octavario [...];
sino con nuestra licencia podrá haber danzas, bailes y canciones santas y honestas que no
detengan mucho al Santísimo Sacramento (T, pp. 56-57).

La actividad teatral, en este caso, se refugiará, en contra de lo visto en circunstancias


y lugares anteriormente citados, en el recinto eclesiástico, donde las tolera, en el mismo
sínodo, el obispo Andrés de Noroña. Su extremado celo, sin embargo, por una de esas
ironías que la historia a veces ofrece, generó en la autoridad municipal de la ciudad un
celo más extremado aún. A los dos años de promulgarse el interdicto episcopal, el
Consejo placentino prohibe cualquier auto o baile durante la fiesta del Corpus, con tal
rigor que el Cabido catedralicio no tiene otro remedio que acudir a la autoridad real
para que ésta autorice de nuevo las festividades sacramentales tradicionales. La
respuesta de Felipe II, firmada de su puño y letra, es, para nuestro tema de hoy, de las
más interesantes:

La Iglesia de Plasencia tiene costumbre, de inmemorial tiempo a esta parte, la víspera y día del
Sacramento y en todo su Octavario, hacer muchas representaciones, máscaras, danzas y otros
juegos en honor de tan gran fiesta, en la cual gastan muchas cuantías de maravedís y el
servicio del culto divino es muy honrado y el pueblo se regocija. [...] Dejar de hacer las
muchas invenciones preparadas, además de quitar la solemnidad a tan gran fiesta, sería gran
novedad para el pueblo quitarle cosa tan antigua y regocijo tan grande. [...] Por ello, os
mandamos que agora y de aquí en adelante no impidáis ni estorbéis el hacer las dichas fiestas
del dicho día del Corpus y su Octavario (T, p. 58).

Clara reivindicación de la tradición y costumbre de parte de un gobierno laico


conocedor de la justa necesidad sentida por el pueblo de unos regocijos devotos en los
que —precisa la misma carta monárquica— «jamás hubo escándalo, ni alboroto ni
cosas semejantes» (T, p. 58); excesiva escrupulosidad y mojigateria de un ayuntamiento
civil temeroso ante desórdenes posibles o postulados; aspiración permanente, por fin, de
una institución eclesiástica a purificar la representación sacramental: he aquí, con este

15 En Sánchez Escribano y Porqueras Mayo, 1972, p. 268.

CRITICÓN. Núm. 94-95 (2005). El teatro religioso del Quinientos: su (i)licitud y sus censuras.
(I)LICITUD Y CENSURAS 81

apasionante episodio placentino, el caso de un encuentro "imprevisible" entre tres


fuerzas opuestas y no desprovistas de sendas contradicciones internas, un caso que nos
obliga a marcar los límites de la evolución que hasta ahora tratábamos de trazar a
grandes rasgos.
Porque si, más allá de las vacilaciones y tartamudeos de las historias locales, es
indudable en los textos sinodales y capitulares la imposición gradual de una práctica
censoria encaminada a proteger lo sagrado de la contagión y polución de lo profano, no
menos indudable es la evidencia que nos proporciona la verdad del caso de Plasencia.
En él esfuerzos de control e intentos de eliminación se enfrentaron con la más que
nunca viva fuerza de la tradición celebrativa, con la intensidad de una apetencia festiva
generadora de una imperiosa demanda teatral, con lo que se podría llamar una pulsión
teatral colectiva, pulsión arrolladura y hábilmente recuperada por el mismo monarca y
reveladora de la relativa ineficacia efectiva de las siempre reiteradas prescripciones
nacidas de una voluntad censoria cada vez más exigente y puntillosa16.

LA E S F E R A C O L E G I A L

Y es, mutatis mutandis, lo que iba a pasar también en otro espacio de tipo
eclesiástico, quiero hablar de los colegios de jesuítas, cuya actividad teatral es de sobra
conocida. A decir verdad —y a diferencia de la profusión textual sinodal— los textos
actualmente conocidos sobre el problema de la licitud del teatro religioso jesuítico son
muy poco numerosos. No pasan, en realidad, de dos unidades, idénticamente situadas
en los albores de la producción teatral de la Compañía de Jesús, y son dos cartas
dirigidas, en 1566 y 1568, a Francisco de Borja, general de los jesuítas y futuro santo.
Se debe la primera epístola al padre Juan Ramírez, que le cuenta a su corresponsal una
representación a la que asistió en Medina del Campo con ocasión del Corpus. La pieza
era del padre Juan Bonifacio y su tema los desposorios de Cristo, así presentados por el
jesuita:
[...] una historia [...] que era un Dios Padre que enviaba a Dios Hijo a casar con Naturaleza
Humana [...] y requebrábanse el Esposo y la Esposa con muchas palabras de los Cantares, en
romance todo [...].17

De la representación de dicha obra —que no puede ser otra que la Parábola Coenae,
es decir, la dramatización por el padre Bonifacio de la parábola del banquete nupcial

16 Citaremos dos textos sinodales más, a modo de ilustración de la distancia que media entre la
preceptiva ética eclesial y la realidad teatral. Aún en 1687 tienen que recordar las Constituciones de Plasencia:
«Que en los lugares sagrados no se hagan representaciones, aunque sean con motivo de devoción, como autos
de Navidad y Corpus Christi [...]. Así mismo mandamos por excomunión mayor latae sententiae a todos los
clérigos in sacris que no representen ni entren a hacer papel en estas y otras representaciones públicas» (MP,
p. 327). Mientras que algunos años antes, en 1676, se había mandado lo siguiente: «que ningún clérigo, de
cualquiera calidad y condición que sea, salga a representar en comedias ni entremeses ni otro cualquiera
género de representaciones, aunque sea a lo divino y para celebridad de las fiestas del Corpus o su Otava
[...]» (T, p. 74). Ejemplos que podrían multiplicarse, y no solamente relativos al campo de los clérigos
representantes.
17
El texto de la carta en Menéndez Peláez, 1995, pp. 102-103.

CRITICÓN. Núm. 94-95 (2005). El teatro religioso del Quinientos: su (i)licitud y sus censuras.
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según Mateo, 22, 1-14—18, salió el buen religioso mortificado y chocado por un
conjunto de tres cosas. La primera, y más grave, fue la infranqueable distancia que
según él mediaba entre el «alto misterio» que se quería representar y la natural bajeza
de los actantes humanos, o sea, la imposibilidad a se para cualquier ser humano de
encarnar escénicamente a las personas divinas o a Nuestra Señora. La segunda fue el
uso de la lengua vernacular para transmitir el mensaje bíblico, en perfecta contradicción
con la coetánea prohibición de circulación de la Biblia en romance. Y la tercera, la
intolerable intromisión, en el texto de una función dada en una iglesia, de unas actiones
intercalares, esto es, de unos «entremeses provocativos a risadas vanas indignas del
Santísimo Sacramento». A partir de la constatación horrorizada de tanto desacato a la
majestad divina y de tanta derogación a los altos misterios de la fe, nuestro jesuíta
amplía el debate y propone a su ilustre corresponsal un par de medidas que,
sorprendentemente, no implican la supresión de las representaciones de colegio sino
solamente su «moderación», por retomar un término empleado por el propio Francisco
de Borja. Consiste la primera proposición en la eliminación, fuera del elenco de
personajes posibles, de todas las personas divinas (incluida la Virgen), reduciéndose
entonces dicho elenco a sólo profetas y santos. Y aconseja la segunda, con explícita
mención del decreto De observandis in celebratione missae de la sesión 22 del Concilio
tridentino, la extirpación sistemática de los vana atque prophana colloquia, en concreto
de los entremeses, sustituibles, como fue el caso en Granada, por bailes de niños que
entren «o como pastorcicos, o como reyes, o como ángeles con cascabeles», mientras
los cantores vayan cantando «letras devotas» que provoquen «a la gente a grandísima
devoción y alegría».
Tales son las dos soluciones ofrecidas por el padre Juan Ramírez: una reducción
severa de los temas tratables y personajes representables, por una parte; y, por otra, una
reducción —en el sentido religioso del vocablo, es decir, una conversión— de los
discursos profanos en letras devotas generadoras de piedad y regocijos cristianos. No
puede menos el general de la Orden de aprobarlas, declarando:
Aun antes que el Concilio tratase de ello, la causa por qué, por acá [en Roma], lo vamos
moderando, es porque ocupan mucho tiempo estas cosas; y aunque dan alguna edificación,
podría ser mayor la distracción.

Con lo cual añade a las dos reducciones propuestas, la de la frecuencia e intensidad


de las actividades teatrales en los colegios19. Y será precisamente lo que reclamará,
«por ser mayor el daño que el provecho», el padre Pedro Rodríguez, dos años más
tarde, indignado por la rivalidad que el colegio de Plasencia mantiene con la iglesia
catedral de la ciudad para la organización de las fiestas. Según él, los fines puramente
mundanos de esta clásica competencia engendran dos tipos de inconvenientes. El

18
El texto de la obra, titulada Incipit parábola coenae, en González Pedroso, 1952, pp. 122-132.
19
Ver Alonso Asenjo, 1995, vol. I, p. 39: «Tantas eran las representaciones y su coste, pese a las normas
que emanaban de Roma, que hubo reñidas polémicas dentro de la Compañía sobre la conveniencia de reducir
drásticamente su número (Griffin, 1975, pp. 408 sq.; 1985, pp. 20 sq.). Pero nada consiguieron ni las críticas,
ni las llamadas al orden. Frente a la teoría-ideología actuaban las necesidades pedagógicas concretas y los
intereses reales en juego».

CRITICÓN. Núm. 94-95 (2005). El teatro religioso del Quinientos: su (i)licitud y sus censuras.
(I)LICITUD Y CENSURAS 83

primero, más bien interno, es que los alumnos, bajo la presión competitiva, se
desvergüenzan con sus maestros, hasta tal punto, dice el escandalizado padre, que «por
edificar, desedificamos, y por aprovechar, los estudiantes quedan pervertidos y pierden
el respeto a sus maestros», mientras que hay que deplorar una excesiva invasión de la
casa colegial, así «profanada de seglares», por el público de fuera. Y el segundo
inconveniente, más bien externo, es que esta excesiva compromisión con el mundo y el
siglo afean la imagen de una Orden que se constituyó como el ejemplar fer de lance de
la reformación de la Iglesia y de la que, a causa de esa desordenada codicia de éxitos
teatrales, las gentes van «murmurando», teniendo a los de la Compañía «por livianos y
profanos»20.
Tal preocupación por la reputación de la casa tampoco le era ajena al autor de la
primera carta de 1566. No solamente porque su Orden se revela, a sus ojos, como
incapaz de prohibir lo que «hombres cuerdos y graves» supieron condenar en sínodos
—un rasgo más de la múltiple emulación entre Iglesia secular e Iglesia regular—21, sino
también, y más lamentablemente, porque la adopción de los prophana colloquia
entremesiles sirve a los representantes para «canonizar» —léase legitimar— sus propios
entremeses, poniendo a los jesuítas en una situación de las más delicadas a la hora de
denunciar y reformar los abusos grandes de un teatro público del que reproducen no
pocos errores.
Porque —y ésta es una diferencia fundamental con el discurso sinodal— la finalidad
principal de la Compañía, y una de las razones de su fundación, siguen siendo la
reconquista eclesiástica del espacio público laico, la reconquista clerical de la sociedad
civil. Por eso, no vacilarán sus miembros en implicarse a fondo en otro de los escenarios
del debate sobre la legitimidad del teatro religioso en el siglo xvi: el que, fuera ya de los
recintos eclesiásticos de las iglesias y de los colegios, se sitúa en la plaza pública y
concierne esencialmente a los teatros públicos, el que, hace exactamente un siglo,
mereció la atención preferente de don Emilio Cotarelo y Mori en su famosa Bibliografía
de las controversias sobre la licitud del teatro en España.

LA ESFERA C O N T R O V E R S I AL

De hecho, no hay mejor transición entre estos dos mundos —el del debate
intraeclesiástico (ad intra) y el de la controversia extraeclesiástica (ad extra)— que un
magnífico fragmento del tratado intitulado Remedio de jugadores, publicado por fray
Pedro de Covarrubias en 1543 y "redescubierto" por Jesús Menéndez Peláez. Empieza
el fraile afirmando la total legitimidad del teatro —en este caso de un teatro que se hace
en el ámbito eclesiástico de las iglesias y monasterios. Destaca su índole de juego
espiritual (y no humano o infernal) y la incomparable fuerza de su impacto para
«provocar el pueblo a devoción»:

20
El texto de la carta en Menéndez Peláez, 1995, pp. 104-105.
21
Escribía el buen padre Ramírez: «Y yo he visto a hombres graves y cuerdos reprehenderlo hasta
tratarse en sínodos que se quite; y si se hace, saldremos, entonces, nosotros notados que tratábamos cosa que
en sínodo se prohibió» (en Menéndez Peláez, 1995; p. 102).

CRITICÓN. Núm. 94-95 (2005). El teatro religioso del Quinientos: su (i)licitud y sus censuras.
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[La primera clase de juego) es representando algunas santas historias con movimientos y obra,
porque esto, siendo muy bien hecho, puede hacer mayor impresión y mover más los corazones
que no representando con desnuda palabra (especialmente acaece esto en los groseros y
plebeyos), como el representar la Pasión o la Anunciación o el martirio de algún santo y cosas
semejantes para provocar el pueblo a devoción. Esto es lícito y puédese hacer en la iglesia
(MP,p. 329).

Pero esto, precisa en seguida, «se debe entender cuando los representadores fuesen
tan primos en esta arte como fue Ysopo». De no darse esta excelencia actoral, peligra el
mismo teatro religioso de su tiempo, radicalmente viciado por la torpeza de unos
actores ignorantes e irreverentes, «que convierten en burla con sus desconciertos y
frialdades los altos y profundos misterios»:
Mas ponerse personas viles con poco saber y menos devoción a representar la Sacratísima
Pasión de Nuestro Señor, cosa es abominable y no se debe hacer. ¿Y quién para hinchir la
persona de nuestro Redentor? ¿Quién basta para abultar sus obras? ¿Qué diré de la
deformidad del traje y atavío, que llevan unos cerros de cáñamo por cabellos, un meneo
incompuesto, un liviano mirar, y aun lo que peor es, un deshonesto requebrar, queriendo allí
así vanamente mostrarse y parecer, como si danzasen o jugasen a las cañas?

De ahí la solución que, para «salvar la costumbre de representar estas cosas», ofrece
al final:
¡Oh liviana liviandad de los retores de iglesias y monasterios que, por convocar el pueblo, que
es amigo de estas novedades y sueños, pospuesto el acato y reverencia de Dios, hacen tales
espectáculos, poniendo en burlas lo que es tan de veras, y bajo lo muy alto, causando disoluta
risa en lugar de las devotas lágrimas! Mi parecer es que tal misterio [el de la Pasión] [...] cese
de representarse [...]. Concluyo que la honesta representación de otras cosas, hecha por
personas graves y con temor de Dios, abultada y honrosamente, no es reprobada (MP, p.
330).

A nadie se les escapará la gran semejanza entre estas últimas frases y las que
escribirá, casi un cuarto de siglo después, el jesuíta Juan Ramírez, que incluso irá
retomando el sistema de las metáforas espaciales empleado por Pedro de Covarrubias
para oponer la altura de la palabra divina y la bajeza de toda re-presentación humana.
Y nadie se sorprenderá de reencontrar, por los mismos años, más precisamente en
1559, bajo la pluma del franciscano fray Francisco de Alcocer, unos renglones que, con
las debidas modulaciones, contengan unas idénticas aseveraciones. Es que, en este
principio de la segunda mitad de la centuria, la actitud general frente al teatro religioso
es, a pesar de las reservas que vimos formuladas, una actitud abierta y nada hostil. Sólo
que se distingue Alcocer de sus correligionarios en contemplar, más allá del teatro
representado en los recintos eclesiales, el conjunto de la producción dramática de su
tiempo, proporcionándonos para ordenarla una clasificación en tres categorías que
conocerá una larguísima fortuna, pues todavía la tendrá en cuenta en 1682 el famoso
fray trinitario Manuel de Guerra y Ribera en su célebre Aprobación a la Quinta parte
de las comedias de don Pedro Calderón:

CRITICÓN. Núm. 94-95 (2005). El teatro religioso del Quinientos: su (i)licitud y sus censuras.
(I)LICITUD Y CENSURAS 85

Las representaciones de farsas e invenciones es otra manera de juego, las cuales [...] son de
historias de la Sagrada Escritura o de otras cosas devotas [...]. Otras farsas hay de historias
pasadas que los poetas cuentan y otras de fingidas [...] (C, p. 55a).22

Fijémonos bien en ello: lo que se da a través de esta ordenación ternaria del paisaje
teatral —piezas de historia sagrada, piezas de historia profana, historias fingidas— es
un paso decisivo y definitivo desde el espacio sagrado y confinado de lo eclesiástico
—por permeable que pueda aparecer en circunstancias particulares— hasta el espacio
profano y abierto de lo público. Para Alcocer no es nada imposible ni escandalosa la
inscripción del teatro religioso en marco profano, una inscripción que, con amplio gesto
de «ilustrada tolerancia» (C, p. 54b), concibe de la manera siguiente:

[...] las cuales [representaciones de farsas e invenciones], cuando son de historias de la


Sagrada Escritura o de otras cosas devotas y se hacen por personas que las representan con
aquella graciosidad que cosas semejantes requieren, es regocijo honesto y bueno y provocativo
a devoción. Y siempre se debía procurar que las personas que las representan entiendiesen tan
bien lo que hacen y representan y estuviesen tan diestros en lo que hacen y supiesen tan bien
lo que dicen que el pueblo que está presente se edificase y provocase a devoción. Lo cual
muchas veces falta, y son tan groseros los representantes y lo hacen con tan mal donaire, que
son más provocativos de risa que de devoción; aunque, por esto, pues que su intención es
buena, no se deben condenar (C, p. 55a).

Aquí, en un último momento de gracia permisiva, «graciosidad» y «donaire»


todavía se ven asociados en cuanto elementos indispensables para la satisfacción de un
honesto regocijo público, que se considera, con tal que se supere la inhabilidad de
representantes inexperimentados, como un camino lícito y positivo hacia la devoción.
Pero las cosas, desgraciadamente, muy p r o n t o , iban a cambiar. La
profesionalización de los actores, por una parte, y el desarrollo de los corrales, por otra,
iban a transformar, a ojos de nuevos polemistas, el marco profano del corral en un
instrumento automáticamente profanador de la materia divinal. Hasta tal punto que,
salvo las dos excepciones aperturales de las que vamos a hablar, todos los
controversistas de los dos últimos decenios del Quinientos se pronunciarían por una
eliminación total del teatro religioso de los escenarios públicos.
Y es que rechazaban de plano la posición adoptada por dos personajes situados en
los primeros años de los 80. El uno, fray Juan de Pineda, franciscano autor de los
Diálogos familiares de la agricultura cristiana (1581), lleno de una nostalgia que
comparten no pocos de sus congéneres, quisiera que los tiempos se hubieran paralizado
y sólo considera como lícitas las representaciones pueblerinas, como las hechas con
ocasión del Corpus Christi, por actores no profesionales (aficionados):

22
El texto de Alcocer en C, p. 55a; el de Guerra y Ribera en C, p. 334b y ahora en Herzig, 2005, p. 133,
apartado 90: «Las comedias que ahora se escriben se reducen a tres clases: de santos, de historia y de amor,
que llama el vulgo de capa y espada. Todas son tan ceñidas a las leyes de la modestia que no son peligro sino
doctrina. Si son de santos, el ejemplo mueve, los milagros se imprimen, la devoción se extiende. ¿Cuántos me
afirman que lloran más que en el más ardiente sermón?».

CRITICÓN. Núm. 94-95 (2005). El teatro religioso del Quinientos: su (i)licitud y sus censuras.
86 MARCVITSE Criticón, 94-95,2005

Donde habéis de hacer diferencia entre unos representantes y otros, porque los que por
pasatiempo representan en sus pueblos, como se usa en las fiestas del Corpus Christi, no son
aquí condenados, sino los que como chocarreros se alquilan para representar indiferentemente
bueno y malo, honesto y deshonesto [...] (C, p. 506a).

El otro, el anónimo redactor de Abusos de comedias y tragedias, pequeño tratado


fechable entre 1580 y 1583, tiene una actitud ya no regresiva sino progresiva y quisiera,
por así decirlo, cristianizar los corrales, autorizando solamente «las representaciones de
"cosas sagradas o de vidas y ejemplos de santos", y éstas sin entremeses ni "juegos";
debiéndose además cometer el examen de las obras "a personas graves y de buena
doctrina", al igual que se hace con los libros»23. Dichas representaciones, por más
señas, se eliminarían definitivamente de los templos y tendrían, en consecuencia, que
hacerse «en un lugar profano», construido ad hoc con sus compartimientos estancos
para mayor control del público:

[...] y así, en los pueblos principales, para que el lugar fuese decente a las representaciones
santas que solas se debían permitir, sería buen gobierno que en lugar decente se añadiese casa
de público teatro con repartimientos señalados para prevenir todos los inconvenientes que
suelen suceder, donde hubiese apartamiento para clérigos y personas religiosas y apartamiento
para seglares principales y apartamiento para mujeres.24

Un proyecto, éste, absolutamente utópico para el conjunto de los demás


participantes en el debate, que todos le siguen el paso al agustino fray Pedro de Tapia
cuando declara en 1587 que omnino est intolerabile —es del todo intolerable— la
representación de cosas sagradas en el teatro:
Iam vero illud ut in scaenis vita Job, Francisci, conversio Magdalena repraesententur, omnino
est intolerabile. Cum enim theatrorum mos prophanus sit, minus malum est ut, si ferendus
est, repraesententur prophana; sancta vero non, nisi sánete tratanda sunt (C, p. 563b).

Todos, por lo tanto, llegarán a una idéntica conclusión, aunque con modalidades
expresivas y registros argumentativos variables. Así el doctor don Juan Dimas Loris,
obispo de Barcelona, quien, en dos edictos de tipo sinodal de 1591 y 1597, prohibirá
las farsas «de la Santa Escritura, las vidas de santos o altres, vulgarmente ditas al
divino» (C, p. 417b) y el uso, en su eventual representación, de vestidos y ornamentos
sacerdotales. Así, también, el agustino Marco Antonio de Camos, quien, en su
Microcosmía de 1592, acepta el teatro profano, pero en ningún modo el religioso, por
razones de contaminación actoral, mental (de parte del público) y textual (a causa de
los entremeses) de las cosas sagradas por las cosas profanas:
Pero no dejo de dar por acertado, y a la república cristiana necesario, que se tenga grande
cuenta con que las cosas que se representan sean concernientes a la institución de la cristiana
vida. Ni me agradan las representaciones a lo divino, porque ni a los que representan, siendo
infames, se les debe sufrir que representen cosas sagradas de santos, ni los que vienen a tales

23
García Gómez, 1989, p. 184.
24
García Gómez, 1989, p. 188.

CRITICÓN. Núm. 94-95 (2005). El teatro religioso del Quinientos: su (i)licitud y sus censuras.
(I)LICITUD Y CENSURAS 87

espectáculos suelen traer la devoción que para oír y ver tales representaciones conviene;
mayormente que si la letra es a lo divino, los entremeses van demasiadamente a lo humano, y
es dar en un grande inconveniente, mezclando las cosas sagradas con las profanas (C, p.
130b).

Así, todavía, el jesuíta portugués Pedro de Fonseca en sus famosos Fundamentos de


hacia 1597. Lo que él quisiera es «reducir [léase 'devolver'] las representaciones a la
costumbre antigua de los autos y farsas que, de cuando en cuando, por ocasión de
alguna fiesta, se representaban por hombres de la tierra y mancebos honestos, sin los
escándalos ni daños que se siguen de las comedias que ahora se usan» 25 . Pero, como él
mismo confiesa, ya no queda la menor «esperanza de se purificar» un teatro
definitivamente infectado por la ponzoña de los comediantes y el veneno de los
entremeses, que son «tóxico y ponzoña de la honestidad» (G, p. 186). Peor aún, para
Fonseca —y es rasgo peculiar suyo entre los controversistas de estos decenios—, la
misma materia sagrada no es garantía de la honestidad y pureza de las representaciones,
ya que en la Biblia se dan casos «incapaces de la publicidad del teatro», como son el
«paso» de la violación de Tamar, hija de David:

Claramente se ve que si no fuere un día que representen delante de algún príncipe devoto o de
otra persona de grande respeto, siempre representarán cosas o usarán de modos que ofendan
a los ojos y oídos de toda gente honesta, cual fue el paso de cuando Tamar, hija de David, se
representó saliendo de bajo de un pabellón, descabellada y con las manos en la cabeza,
llorando y quejándose de que allí su propio hermano la había corrompido [...] (G, p. 178),

o el de los amores del Hijo pródigo, «cuando vivía lujuriosamente» (G, p. 190). Llega
de este modo nuestro jesuíta a la consecuencia última de su razonamiento, es decir, la
prohibición absoluta, en el extremo opuesto de la posición de Alcocer, cuya
clasificación tripartita recoge:

[...] viniendo a aquella distribución de sus farsas de materias sagradas que llaman «a lo
divino», humanas y amatorias, decimos que a todas ellas condenamos y, en parte, más las
primeras que las otras, cuando otro no hubiera, por la cualidad de las personas que hacen las
figuras. Porque, como es indecencia digna de castigo representar la persona por un hombre
conocido en la república por vilísimo y bajísimo (y tan baja puede ser la materia de la imagen
que sería grave culpa hacer de ella un crucifijo o imagen de Nuestra Señora), así se debe
defender y castigar gravemente la mujer que, siendo infame, tomase en el teatro la figura de la
mesma Virgen, Nuestra Señora, y el hombre conocido por estragado que se atreve a
representar la persona de Jesucristo Nuestro Señor (G, p. 187).

La irrepresentabilidad de las personas divinas o santas en las condiciones actuales de


desarrollo de la actividad teatral es, para Fonseca, irremediable. Ni servirán las medidas
de control que podrán tomar los poderes eclesiástico y civil; ni siquiera será eficaz la
censura prerrepresentacional que pueda ejercer el Santo Oficio, por escrupuloso que sea
el examen exhaustivo de las letras y entremeses, porque este examen no alcanza la
realidad corporal de lo que pasa durante la función concreta y es del todo irrealista

25
El texto de Fonseca lo edita pulcramente Granja, 1980. La cita en p. 177.

CRITICÓN. Núm. 94-95 (2005). El teatro religioso del Quinientos: su (i)licitud y sus censuras.
88 MARCVITSE Criticón, 94-95,2005

pensar que pueda acudir el oficial inquisitorial a cada una de las representaciones, en
particular a las pueblerinas y privadas, más pecaminosas aún:

Porque aunque se muestren en el Santo Oficio las «letras» y «entremeses», como no tornan a
cotejar lo que representan con lo que mostraron [...] dicen cuanto quieren en el teatro. [...] Y
esto es tanto así que los mismos defensores de estas comedias vienen a dar por remedio que
asista siempre en ellas algún oficial del Santo Oficio, lo cual bien se ve cuan indecente e
imposible es, pues sería necesario andar tras ellos por las villas y lugares del reino, y de noche
por las casas de los particulares donde los desórdenes, por ser mayores, tienen más necesidad
de remedio (G, p. 191).

La condena del teatro contemporáneo y, especialmente, la de su parte religiosa no


pueden ser más enérgicas, y podríamos parar aquí nuestra exposición de la
argumentación antiteatral quinientista relativa al teatro a lo divino, y pasar así,
aprovechándonos de las recientes alusiones a las intervenciones de la Suprema
Inquisición, a las últimas de las esferas que anunciamos, esto es a las esferas
prerrepresentacional e inquisitorial, que no pocas veces se mezclan en la efectividad del
trabajo censorio. Pero sería dejar caer en un injusto olvido una importante serie de
textos concentrados, no casualmente, en los tres últimos años de nuestro siglo de
referencia.
Porque estos años, como se sabe, vieron el primer gran cierre de los teatros públicos,
resultado que se puede considerar, en cierta medida, como la primera gran victoria de
los teatrófobos. Ahí campea el antiguo dramaturgo Lupercio Leonardo de Argensola,
autor de un memorial contra las comedias dirigido a la majestad de Felipe II. No hay en
él nada realmente nuevo, sino la inflamada violencia del ataque contra las «comedias
divinas» y las representaciones del Corpus. Porque las unas y las otras son, a sus ojos,
ocasión de la mayor degradación de las personas divinas desamparadas entre las sucias
manos de unos representantes infames, impúdicos e ignaros —y se dan ejemplos
concretos de mucha fuerza persuasiva—, negándose entonces el panfletista a distinguir
entre el personaje representado y la persona representante, entre lo impoluto de la
pureza divinal y lo asqueroso de la torpeza actoral, entre las figuras del cielo y los
faranduleros del cieno26:

Y, lo que apenas se puede decir ni escribir, que el traje y representación de la purísima Reina
de los ángeles ha sido profanado por estas y por estos miserables instrumentos de torpeza. Y
esto es tanta verdad que, representándose una comedia en esta corte, de la vida de Nuestra
Señora, el representante que hacía de persona de San José estaba amancebado con la mujer
que representaba la persona de Nuestra Señora, y era tan público que se escandalizó y rió

26
Como diría más tarde, en 1609, Juan de Mariana en su Tratado contra los juegos públicos: «Pero, aun
dado que se pueda establecer una ley severa que constriña a los comediantes a contenerse dentro del decoro y
a que representen dignamente las historias sagradas (lo que no es probable), sostengo que esta costumbre
pugna con la santidad de la religión y con el decoro del Estado. ¿Cómo puede ser decoroso que esta torpísima
gente represente las vidas de los santos y actúen como si fueran San Francisco, Santo Domingo, la
Magdalena, los bienaventurados apóstoles y aun el mismo Jesucristo? ¿No sería esto mezclar el cielo con la
tierra, o quizá mejor el cieno, y lo sagrado con lo profano? Cuando se recomienda que las imágenes de los
templos estén pintadas con la mayor honestidad, ¿se ha de permitir que la mujer impúdica o el hombre
licencioso representen a la Virgen María o a Santa Catalina o San Antonio o a San Agustín?» (pp. 291-292).

CRITICÓN. Núm. 94-95 (2005). El teatro religioso del Quinientos: su (i)licitud y sus censuras.
(I)LICITUD Y CENSURAS 89

mucho la gente cuando le oyó las palabras que la Purísima Virgen respondió al ángel: Quo
modo fiet istud, etc. Y en esta misma comedia, llegando al misterio del Nacimiento de
Nuestro Salvador, este mismo representante que hacía el José reprendía con voz baja a la
mujer porque miraba, a su parecer, a un hombre de quien él tenía celos, llamándola con un
nombre el más deshonesto que se suele dar a las malas mujeres. [...]
Con este género de gente y de esta manera se celebra la fiesta del día del Sacramento, que
es una de las causas porque V. M. [dicen] que debe mandar que las comedias vuelvan; siendo
cierto, como lo es, que cuando V. M. las permitiese, habrá de ser prohibiendo de todo punto
estas representaciones de figuras y cosas sagradas. Porque en su vestuario están bebiendo,
jurando, blasfemando y jugando con el hábito y forma exterior de Santos, de ángeles, de la
Virgen Nuestra Señora y del mismo Dios. Y después salen en público fingiendo lágrimas y
haciendo juego de lo que siempre había de ser veras y tratado por gente limpia; pues aun le
pareció a un hombre mortal, porque era rey, que no todos los pintores se debían atrever a
pintar su retrato. Y es cierto que V. M. no permitiría que un representante remedase su forma
en un tablado. Y que, habiéndoles prohibido justamente que no representasen las personas de
los caballeros de los Órdenes militares, sacando en los vestidos las cruces como lo solían
hacer, sacan en estas fiestas que dicen del Corpus, y en otros días en sus comedias, vestiduras
sacercotales, y lo que es más que todo, pintadas las llagas de nuestra Redención en aquellas
manos que poco antes estaban ocupadas en los naipes o en la guitarra (C, p. 67a y b).

Ahí se yergue, también, el autor que, en nuestro corpus, dedica el mayor número de
páginas al problema de la licitud y censura del teatro religioso del Quinientos y puede
presentarse como la cumbre y síntesis de dicha controversia. Quiero hablar del
carmelita descalzo fray José de Jesús María y del capítulo XVII de la Primera parte de
las excelencias de la castidad (1600), «donde se ponen las razones que alegan en favor
de las comedias y se responde a ellas» (C, p. 369a). Su punto de partida es el memorial
dado al monarca —Felipe III— para que restablezca las representaciones prohibidas
desde el 2 de mayo de 1598, un memorial en que los teatrófilos defienden tanto la
ejemplaridad pedagógica del teatro religioso (quinta razón) como la funcionalidad
celebrativa de las representaciones sacramentales (sexta razón). De ahí el enfoque más
bien pragmático adoptado por el carmelita teatrófobo. Si bien admite la virtualidad de
que de la representación de alguna comedia de historia santa pueda nacer una vocación
religiosa, considera dicho resultado como milagroso y excepcional, porque lo que
generan comúnmente las comedias de santos son el horror y el escándalo en «los
hombres prudentes que miran las cosas a la luz de la razón y con ojos más espirituales»
(C, p. 374b). La mejor prueba de ello es la tan cacareada pieza consagrada al glorioso
padre San Francisco de Asís: lejos de aumentar la devoción de la gente piadosa, esta
obra fue, más que todo, ocasión para profanar —como pasaba en otras piezas con los
hábitos de las Ordenes militares— «el hábito sagrado de aquel glorioso serafín de la
tierra» (C, p. 374b). Peor aún: los faranduleros se atrevieron, contra la virtuosa verdad
histórica, a introducir en ella la indecorosa mentira de no pocas «deshonestidades y
lascivias», de no pocos «vicios y sensualidades»:

Y si no es tolerable que traten los faranduleros de esta manera tan venerable hábito de que
ellos se glorían, no lo es menos que la sagrada historia de este patriarca santísimo del Nuevo
Testamento sea profanada de ellos con tan sacrilegas indecencias como las que introdujeron
en esta comedia —siendo la que ellos traen por ejemplo de honestidad para acreditar con ella

CRITICÓN. Núm. 94-95 (2005). El teatro religioso del Quinientos: su (i)licitud y sus censuras.
90 MARCVITSE Criticón, 94-95,2005

toda la profanidad de las demás comedias—, pues se atrevieron a mezclar la juventud virtuosa
de este bendito santo con vicios y sensualidades, sacando al tablado las mujeres con quien
significaban amistades torpes entre ellas y el mozo generoso.

Insistamos: por primera vez en las fuentes utlizadas hasta aquí tenemos un amago de
análisis de una obra particular, un intento de calificar la contaminación de la materia
religiosa, no en el marco de un proceso general y automático de la mera puesta en
contacto de lo sagrado y de lo profano, sino a través de un mecanismo de escritura, de
rescritura mejor dicho, de las fuentes hagiográficas. A pocos pasos estamos, de hecho,
del examen detallado y particularizado de tal o cual pieza o de tal o cual volumen, que
será precisamente el objetivo y modo de proceder de las censuras prerrepresentacional e
inquisitorial merecedoras, en breve, de toda nuestra atención. Porque antes conviene
concluir sobre nuestro apartado dedicado a los textos controversiales antiteatrales, que
encuentran en fray José de Jesús María su mayor exponente y punto culminante. Si
exceptuamos, en efecto, la singularidad de su perspicaz percepción de uno de los
esquemas estructurantes del género, ya bien establecido por los años de 1600 —no hay
comedia hagiográfica sin amores—, su argumentación anti-teatro religioso aparece no
como una renovación sino, más bien, como una amplificación retórica, y no desprovista
de talento, del arsenal acostumbrado de sus antecesores. Así es como extrema la fobia
general contra los representantes, que ya había alcanzado grados altísimos en el
Mariana de 1599 y atravesará el conjunto del tratado del Mariana de 1609. En José de
Jesús María, la inquina contra los que él llama «la gente más viciosa, más infame y más
abominable que hay en la república» o «el escándalo del mundo y la escoria de la
tierra» (C, p. 376b), esa inquina le conduce a hacerlos responsables de todo. A los
faranduleros les atribuye indirectamente la elaboración del memorial que, en 1598, la
Villa de Madrid dirige al rey para pedir la reapertura de los teatros y en el que se
defendía la bondad, utilidad y eficacia de la demostración de las comedias divinas,
«haciendo en tales actos la comedia lo que la predicación santa del santo Evangelio
puede hacer [...]» (C, p. 422a). Y a los faranduleros los considera nuestro polemista
como los mismos autores del contenido del texto que van recitando, para mayor
desconsideración del conjunto de los miembros de la mancomunidad teatral.
Rasgos, todos éstos, que delatan una manifiesa desconexión con la realidad de las
cosas y explican, a pesar del efímero éxito del cierre de los años 1598-1600, la
ineficiencia global de tantas peroratas teatrófobas acumuladas en los dos últimos
decenios del siglo xvi. Y no se ha de pensar que este fracaso se debe a que se les
opusiera un discurso teatrófilo nutrido y consistente. No, no se debe a los defensores
del teatro que conservan, en este último cuarto de siglo, un relativo silencio; pero sí
corresponde cronológicamente a la irresistible ascención de la Comedia Nueva, un
como maremoto que no lograrán frenar, ni siquiera controlar de verdad, los organismos
y dispositivos de control creados y perfeccionados a lo largo de la centuria.

LA C E N S U R A P R E R R E P R E S E N T A C I O N A L

La censura de representación, como vimos, fue reclamada cada vez con mayor
frecuencia e insistencia a partir de la segunda mitad del siglo. Pero, si no podemos
dudar de la realidad de su existencia y ejercicio, que llegó a hacerse sistemático, son

CRITICÓN. Núm. 94-95 (2005). El teatro religioso del Quinientos: su (i)licitud y sus censuras.
( I ) L I C I T U D Y CENSURAS 91

poquísimos los ejemplos concretos que nos quedan de ese examen al que se entregaban
uno o varios censores generalmente eclesiásticos sobre los manuscritos o copias
manejadas por los representantes para los ensayos previos a las representaciones
propiamente dichas. Salvo error nuestro, en lo que al teatro religioso se refiere, son
solamente tres los testimonios de que disponemos sobre esta sin embargo repetidísima
labor censoria prerrepresentacional.
Del primer testimonio, a decir verdad, no podemos sacar gran cosa: se trata de la
mera licencia, pedida y otorgada en Madrid, en 1578, para la representación en «la
mañana de la rresurre^ión» del Auto de la resurrección de Cristo, pieza número LX del
Códice de autos viejos, con la salvedad de que «para la rrepresentagión del no se ynpida
el s[er]vicio dibino, sinq ue por ello se yncurra en pena alguna»27.
Más reveladores, en cambio, son los dos visados emitidos en 1587 en Valencia por
fray Juan Vidal, prior del convento de predicadores, y por el doctor Agustín Frexa,
canónigo de Tarragona y oficial y vicario general de la diócesis de Valencia, para la
representación del Auto del sacratísimo nacimiento de Cristo de un tal Pedro
Moranañy:

Digo yo, fray Juan Vidal, prior del convento de Predicadores que, leído este Auto del
nacimiento de Cristo, todo lo contenido en él es católico y pío, en fe de lo cual lo firmé de mi
mano hoy, a 6 deciembre de 1587. Fray Juan Vidal.

Nos el dotor Agustín Frexa, canónigo de Tarragona y —por el Ilustrísimo y Reverendísimo


señor don Joan de Ribera, por la gracia de Dios y de la Santa Iglesia de Roma Patriarca de
Antioquía, arzobispo de Valencia y del Consejo de su Majestad, etc.— en lo espiritual y
temporal en la ciudat y diócesi de Valencia oficial y vicario general, por tenor de la presente
damos licencia y facultat puedan en este arzobispado de Valencia representar la presente obra
intitulada Auto del santísimo nacimiento, compuesta por Pedro Moranañy, la cual empieza:
«Hasta cuando tu mano poderosa» y acaba: «y título tiene ese alcázar celestial la majestad de
Dios viene» [sic], sin poner intermedios profanos ni otros, por cuanto fue vista y examinada
por el Reverendo Joan Vidal, dotor teólogo, y no halló cosa en ella que ofendiese [la] santa fe
católica.
Fecha en Valencia a 7 de deciembre de 1587. Frexa.28

27
Véase Reyes Peña, 1988, I, p. 184 y lámina III, p. 20, y también la Colección de autos, farsas y
coloquios del siglo XVI, vol. II, pp. 541-542.
28
Véase Reyes Peña, 2003, p. 418. El título de la obra en el manuscrito (Biblioteca del Palacio Real de
Madrid, manuscrito 11-462, f. 35r-54v) es: Auto del sacratísimo nacimiento de Cristo (y no «santísimo»); el
éxplicit lo forman los versos: «Dase fin al nacimiento / del reparador del mundo»; el falso éxplicit fue además
mal copiado por el segundo interventor, ya que dice el manuscrito: «que título o nombre tiene / ese alcázar
celestial / o aquesa casa a la cual / la majestad de Dios viene». Ver Arata, 1989, núm. 54, con transcripción
paleográfica de los dos textos que modernicé. Para dicha modernización, pude contar con la preciosa y
pertinente ayuda de Mercedes de los Reyes Peña, quien, al poner una coma —y no un punto— después de
«sin poner intermedios profanos ni otros» y al hacer del «hallo» del manuscrito una tercera persona del
pretérito («halló»), supo revelarme la estructura sintáctica de la frase-párrafo de Agustín Frexa, y dilucidar,
por lo tanto, el papel exacto de cada uno de los dos interventores en este ejemplo de actuación censoria. Por
ello, y por los numerosos documentos que puso esta estudiosa a mi disposición para la elaboración del
presente estudio, que sin ella no viera la luz, le debo unas infinitas gracias.

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Del primer censor no hay nada que decir: firma su parecer después de lo que
podemos suponer ha sido un examen efectivo de un manuscrito que, a continuación del
último verso, lleva la clásica mención de «Sujétase todo a la corrección de la Iglesia»,
frase que aparece también en latín unas pocas páginas más lejos al final de la
transcripción de varios pasajes olvidados por un primer amanuense y señalados en el
mismo cuerpo del texto por una serie de cinco reclamos. Pero del todo diferente es el
caso del segundo interventor —el que otorga efectivamente la licencia de
representación—, el cual cita el íncipit y lo que cree ser el éxplicit de la obra, sin darse
cuenta de que se trata de los últimos versos de los añadidos a los que hemos aludido, y
revela así que no abrió el manuscrito a su juicio sometido. Sólo se contentó con mirar la
primera y la última página de una copia cuyo contenido aprueba remitiendo al examen
de su colega y añadiendo solamente la estereotipada mención que dice «sin poner
intermedios profanos ni otros».
Que parecido comportamiento —el que corresponde, de hecho, a una división del
trabajo entre los encargados del control prerrepresentacional— sea cosa corriente es
más que probable29. Pero no fue en absoluto el que adoptaron los tres firmantes, en
Madrid, de las censuras de una pieza titulada Auto de la confusión de San José o más
exactamente, quizá, Auto de la confusión de San José cuando vido preñada a Nuestra
Señora, como lo indican los archivos de la Inquisición de Cuenca en 158830. El texto de
la obra, de Juan de Quirós y Toledo, figuraba entre los papeles del Santo Oficio, tanto
en los de Madrid como en los de Cuenca, y fue descubierto por Antonio Rodríguez
Moñino y publicado con sus censuras por Edward M. Wilson, que lo acompaña de un
largo y denso comentario31. Es, para el tema que nos ocupa, un documento excepcional
y se nos permitirá detenernos algún momento en el análisis de la índole exacta de los
motivos que condujeron a la terminante prohibición de su representación y al orden de
recogimiento —y sin duda de destrucción— de este peligroso texto.
Son de tres tipos los considerandos aducidos por los censores madrileños32.
1. De tipo meramente teológico el primero. Va condenada, en efecto, la formulación
inhábil, en boca de José, de su extrañeza ante la preñez para él incomprensible de
María. En dos pasajes, señalados por los censores, se expresa, de hecho, la idea de que
este preñado sería una cosa antinatural («a lo natural contrario») o «imposible»,
mientras que, en buena teología, no es más, como todo milagro, que una cosa

2^ Flecniakoska, 1975, pp. 279-282, señala otro caso de no lectura de un manuscrito de comedia por un
comisionado de la Inquisición. Declara fray Juan de Alcázar, fraile presbítero conventual, que «[oyó decir del
Comendador] "pésame porque no leí la comedia cuando la firmé, porque como la vi firmada del padre prior
de Santo Domingo, sin más leer y mirar la firmé confiando que estaba buena [...]». El Comendador es fray
Juan de Conchillos y la comedia una obra cuyo autor y título desconocemos, pero que debía representarse en
el monasterio de la Merced de Huete para la Navidad de 1561.
30 Flecniakoska, 1975, p. 282. Se trata del Legajo 3 3 5 , exp. núm. 4 8 0 1 , que contiene copia, a dos
columnas, del texto del auto, con algunas variantes con relación al texto publicado por Rodríguez-Moruno y
Wilson, 1973. Este auto es una obra maestra, que merece una nueva edición que tenga en cuenta el ms. de
Cuenca y mejore en algunos puntos la primera de Rodríguez-Moñino y Wilson.
31
Rodríguez-Moñino y Wilson, 1973.
32
Véanse los textos de las tres censuras en Rodríguez-Moñino y Wilson, 1973, p. 53 para el del primer
censor, fray Jerónimo de Aguiar (Viernes Santo del año de 1588); pp. 32-33 para el del segundo censor, fray
Jerónimo de Guevara (12 de mayo de 1588); pp. 33-34 para el de Juan de Orellana (14 de mayo de 1588).

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(I)LICITUD Y CENSURAS 93

«sobrenatural» («sobre todas las fuerzas suyas»). Cabe precisar que este reparo
teológico es el único hecho por el primer censor, fray Jerónimo de Aguiar, que autoriza,
con tal que se enmienden estos detalles, la representación de este auto, «porque
—dice— no hay en él cosa que no sea católica y devota».
2. De tipo exegético es el segundo considerando, expresado principalmente por el
segundo censor, el agustino fray Jerónimo de Guevara: él confiesa no haber leído la
obra, pero se hace eco de la voz del pueblo de Madrid que, con indudable pertinencia,
ha transformado el título original de La confusión de San José en el de Los celos de San
José. Denuncia la falsedad («es falso y más que falso») de la creencia de que José pudo
tener la menor sospecha sobre la honestidad de María, o, por decirlo en términos más
mundanos, de que el carpintero bíblico pudiera experimentar celos algunos para con su
esposa. Pensarlo, añade nuestro censor, sería ir en contra de la interpretación del
Evangelio por los santos (Basilio, Jerónimo, Bernardo)33, aunque reconoce, con San
Ambrosio, que se trata de un artículo de los más delicados.
Y de hecho, el tercer y último censor, fray Juan de Orellana, se muestra menos
tajante, en este aspecto de la exégesis evangélica, con la pieza de Quirós. Si bien explica
que, contrariamente a la extensión dramática que les confiere el dramaturgo, las
vacilaciones y huida de José no pasaron de ser una tentación cortísima, reconoce que
sigue siendo «cosa dificultada entre los doctores santos e intérpretes del Evangelio» la
actitud del esposo de la Virgen, de un marido que —de dos cosas la una— o bien
abandona a su mujer por la «confusión» que crea en él la «culpa» de Nuestra Señora, o
bien se aleja de la misma por sentirse indigno de ella, es decir, por admiración hacia su
santidad. Y acaba fray Juan de Orellana echándole en cara a Quirós —un laico— su
ignorancia pecaminosa de esta compleja problemática religiosa.
3. Pero donde vuelven a coincidir los dos últimos censores es en el tercer
considerando, de tipo político. Ambos tienen en efecto —el uno sin lectura del texto, el
otro con lectura del mismo— una compartida y clara conciencia del alcance social de la
obra. Para ellos el ya tan difícil tema para los teólogos de las dudas Josefinas y, por lo
tanto, el correlativo, de la «limpieza de la sacratísima Virgen», no son cosas «para
andar en comedias». No pueden sino «escupir», en los corazones de un público que se
va desarrollando gracias a la rapidez y extensión de la difusión teatral, una insana
«inquietud», una malsana «curiosidad» capaces de destruir la «paz sabrosísima de la fe
en que —se dice— nacimos y moriremos».
A estas alturas, el fallo que tomarán los dos últimos censores madrileños no deja
lugar a dudas. Explícito en fray Jerónimo de Guevara e implícito en fray Juan de
Orellana, concluye en la prohibición categórica del auto. Una decisión que iba a ser
repetida unos días más tarde, en este mismo mes de mayo de 1588, por el Santo Oficio
de Cuenca, al responder a la solicitud de «los mayordomos de la fiesta del Santísimo
Sacramento de Corral de Almaguer» (villa del reino de Toledo), que piden permiso, con
ocasión del próximo Corpus del mes de junio, para la representación de La confusión
de San José. En su mandamiento prohibitivo firmado «del castillo de Cuenca, mayo de
mil quinientos y ochenta y ocho años», un tal A. Jiménez de Reynoso precisa que «[...]
porque la dicha comedia y auto de representación está mandado que no se represente y

33
Santos a los que añade el nombre de Orígenes.

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que sean recogidos sus papeles, convendrá que, luego que ésta reciba, mande [al] autor
y los demás representantes de la dicha comedia que no la representen, [...] y ordenará
de nuestra parte la justicia y regimiento de esa villa que en ninguna manera la dejen
representar, y por esto procurará recoger todos los papeles originales y trasladados
tocantes a la comedia y, con persona de recado poniendo ésta por cabeza, los enviará
cerrados y sellados a este Santo Oficio»34. Esta vez, pues, es la propia Inquisición, en
cuanto tal, la que interviene directamente para impedir la circulación y representación
de la obra, amenazando con castigos severísimos a los contraventores (excomunicación
mayor, multa de cien ducados para gastos del Santo Oficio, recurso al brazo secular de
la villa).
Hasta aquí la presentación, somera, de los "hechos". Es tiempo, ahora, de sacar
algunas enseñanzas de este ejemplar, único en su género, de la labor censoria
prerrepresentacional en el siglo xvi.
Primera enseñanza. La de que, aun antes de la representación concreta de una pieza,
su difusión podía hacerse de boca en boca, por lo que, parodiando la fórmula francesa
del téléphone árabe, podríamos llamar el teléfono cristiano y popular. Ahí está el
meollo de la cuestión: lo que prioritariamente condenan los censores es el
apoderamiento por el pueblo de un auto «muy católico y devoto», de un auto al que el
«vulgo» le cambia su título "honesto" por otro más revelador de lo que era en realidad
su primera parte, a saber un drama de honor. Son fascinantes, en efecto, durante los
doscientos primeros versos de una obra que cuenta 576 versos, las semejanzas
observables entre San José y Gutierre de Solís, protagonista de El médico de su honra
calderoniano, y nos confirman que, a través del teatro religioso, como pude yo mismo
demostrarlo en otro sitio35, trataban los dramaturgos de los problemas más candentes
de su tiempo.
Segunda enseñanza. Los varios interventores en la labor censoria están muy lejos, a
veces, de emitir pareceres concordantes entre sí. Es notable, en nuestro ejemplo, la
diferencia entre el primer censor, que ejerce un control estrictamente teológico, y los
otros dos que, sin postergar los aspectos relativos a la pura ortodoxia, insisten en la
dimensión política del fenómeno, subrayando al mismo tiempo la fuerza de impacto del
instrumento teatral, visto, de manera profética, como rival peligroso de la predicación y
como fuente, por ser caja de resonancia incontrolable de la difusión de fragmentos
doctrinales, de posibles heterodoxias. La lucha por el dominio del saber religioso es
intensa y opone claramente el bando de los eclesiásticos y el de los legos, trátese del
vulgo o bien de los autores y de su confiada pero culpable ignorancia.
Tercera enseñanza. En esta lucha, la coherencia y la coordinación de las fuerzas
eclesiales no suele ser la regla general. Por eso conviene destacar, en este caso de Los
celos de San José, la convergencia que, en el terreno, se dio entre los censores de la Villa
y Corte y la Inquisición conquense. Una Inquisición que —es signo de los tiempos— se
esfuerza por estar en todas partes e interviene, con multiplicada aunque intermitente
frecuencia, en materia de teatro, es decir, más allá del campo privilegiado que
constituye para ella el libro impreso.

34Flecniakoska, 1975, pp. 282-283.


35
Vitse, 1980.

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(I)LICITUD Y CENSURAS 95

LA ESFERA INQUISITORIAL

Decir que el campo privilegiado de la actuación del Santo Oficio es la letra impresa
no significa, por supuesto, y como acabamos de ver, que no intervenga en el campo de
la letra teatral manuscrita. El 13 de junio de 1572, por ejemplo, el Consejo de la
Suprema formula, en una carta al comisario de Salamanca, la propuesta, para las
representaciones del teatro religioso, de una censura previa confiada sistemáticamente a
los inquisidores:

Entendiéndose que se hacen representaciones en vulgar de cosas de la Sagrada Escritura y que


allí se tratan de las más sustanciales de ellas, ha parecido que se podía proveer que los que las
hubiesen de representar las llevasen primero a los inquisitores para que las viesen y
aprobasen. Haréis, señores, que se platique sobre esto y será bien que para mayor inteligencia
de estos daños se procure haber algunos de estos autos y se vean, y avisarnos heis de vuestro
parecer y del medio que se podía dar para obviar estos inconvenientes*.

Dicha sugerencia la repetirá, a su manera, el franciscano fray Diego de Arce en


1591, al concluir su examen de la «prefación» de una comedia titulada La
gobernadora, prefación en que lo horrorizó la puesta de las «sacratísimas sentencias de
David» en «un estercolero, que bien merece este nombre la lengua profana de un
representante». Lo cual le induce a incitar a los inquisidores murcianos a que «manden
que ninguna comedia se represente si primero no ha pasado por los ojos de algún
calificador de ese tribunal o de algún hombre docto que V. M. señalaren»37.
La misma repetición de esta solicitud nos prueba, sin embargo, que nunca llegó a
sistematizarse la práctica de una censura prerrepresentacional en manos de la
Inquisición, a diferencia de lo que pasó con las ordinarias censuras emanadas del poder
diocesano o civil. No, por supuesto, porque las intervenciones del Santo Oficio —más
bien episódicas según el estado actual de nuestros conocimentos— no tuvieran sus
consecuencias, reales o postuladas, como lo deja entender el jesuíta autor de los
Fundamentos por los cuales parece se deben prohibir las comedias que hoy se
representan, el famoso y ya citado padre Pedro de Fonseca. Explica por qué las herejías
que devastaron las tierras de Alemania y los reinos de Francia no lograron invadir a
España:

Y porque el demonio ve que no puede usar en España de comedias que tanto descubran su
principal intento (el cual es arruinar la fe) como aquélla[s], por causa de la Santa Inquisición
(puesto que aun acá hubo ya algunos entremeses de cosas semejantes, a lo cual el Santo Oficio
acudió), contentóse con introducir, con éstas, la largueza de consciencia en materia de
sensualidad y otras malas costumbres; porque así como las aberturas del navio son vísperas de
su perdición, así la disolución de las costumbres es víspera del naufragio de la fe (G, p. 182).

Pero queda lo esencial: por reiterado que aparezca, el intervencionismo inquisitorial


sigue siendo, en materia de licencias de representación, esporádico o, si se quiere,
asistemático. Exactamente como lo fue en lo que se refiere a las licencias de impresión,

36
Citado por Roldan Pérez, 1991, p. 72.
37
Citado por Roldan Pérez, 1991, p. 72.

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o sea, en el sector preeditorial que la Corona —la autoridad civil— quiso y logró
progresivamente reservarse, a pesar de las aspiraciones, frustradas, de algún que otro
Inquisidor General y autor de un índice, como fue Fernando de Valdés38. Y es que el
terreno de predilección del control editorial por el Santo Oficio, más que el de la
censura preventiva, fue el de la censura represiva, bajo las dos formas bien conocidas de
la prohibición y de la expurgación

El «Index librorum prohibitorum»


Empecemos, pues, con los resultados de la actividad prohibitoria de la Inquisición en
materia de teatro religioso impreso. Son resultados extremadamente decepcionantes ya
que en el índice de 1559, repetido en 1583, sólo figuran dos obras adscribibles al teatro
sacro y que se mencionan de la forma siguiente:
— la «Farsa llamada Custodia», cuyo título completo es Farsa llamada Custodia del
hombre, de Bartolomé Palau, publicada en 1547 en Astorga;
— la «Farsa llamada Josefina», de la que nada objetivo nos permite afirmar que se trata
de la Tragedia Josefina de Micael de Carvajal, obra escrita, ésta, para el Corpus y
editada por primera vez, quizá, en 1535 en Salamanca (?), y luego en Palencia en 1540,
en Sevilla en 1545 y en Toledo en 154639.
Y nada más. De la primera obra sólo sabemos que figura en el índice sin nombre de
autor ni comentario alguno. Nos vemos pues reducidos a emitir hipótesis sobre las
probables razones de su prohibición, razones que De Bujanda sintetiza de esta manera:

Las chocarrerías y giros vulgares son frecuentes, especialmente cuando hablan Lujuria y el
Pastor. El largo debate entre Apetito y Entendimiento sobre el amor o las discusiones sobre el
libre albedrío ofrecen elementos textuales que el pueblo, fácilmente, podía interpretar de
manera errónea. Se multiplican las expresiones irreverentes para con las fórmulas litúrgicas.
Hay, en la quinta jornada, un testamento del Hombre, que lee Cristo, en el cual aquél hace
donación de su persona a Satanás. Éste y algunos pasajes más eran fuentes previsibles de
malas interpretaciones.40

¿Significa esto, si es que responde a las verdaderas motivaciones del inquisidor, que
asistimos a un reforzamiento del control en los tiempos filipinos frente a la «libertad de
ideas y apertura» que reinaban en los tiempos carolinos? Es lo más probable, aunque
las cosas revelan ser, en realidad, mucho más complicadas.

38
Véase De Bujanda, 1984, pp. 43-45: «Concession de licences d'impression par PInquisition».
39
Véase Gillet, 1932, pp. XIX-XXIX.
40
De Bujanda, 1984, p. 2 1 1 , que cito por la traducción de Reyes Peña, 2 0 0 3 , p. 4 2 0 . Dice el texto
francés: «Les grossiéretés et les expressions vulgaires sont fréquentes, en particulier quand on fait parler la
luxure et le pasteur. La longue discussion entre l'appétit et l'intelligence á propos de l'amour ou les débats sur
le libre arbitre offrent des passages qui pouvaient facilement étre interpretes de fac.on erronée par le peuple.
Les expressions irrévérencieuses á l'égard des formules liturgiques sont tres fréquentes. Dans la cinquiéme
journée, nous trouvons un testament de l'homme, lu par le Christ, dans lequel il fait donation de sa personne
á Satán. Ce passage et d'autres encoré pouvaient facilement étre mal interpretes».

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(I)LICITUD Y CENSURAS 97

Porque con el segundo caso de inscripción en el índice prohibitorio, el de la


«llamada Farsa Josefina»41, presenciamos un fenómeno a la vez semejante y no poco
diferente. Recordemos, para entenderlo, las circunstancias particulares que dieron
lugar, en 1599, a un expediente instruido por el Santo Oficio para calificar lo que él
designó entonces como la «Comedia Josefina». Para responder a una petición del
Cabildo catedralicio de Plasencia, que quiere solemnizar la fiesta del Corpus con la
representación de dicha comedia, el Consejo de la Inquisición entrega el texto a un
examinador, el doctor Pedro López de Montoya, que emite el 4 de junio de 1599 el
parecer siguiente:

Yo he visto la carta del Cabildo de Plasencia y la Comedia llamada Josefina que con ella vino,
y hallo que contiene lo mismo que la prohibida en nuestro Catálogo [el índice de 1583], la
cual se puso en él solamente por haberse hallado puesta en el Catálogo antiguo de España [el
índice de 1559, probablemente], sin que precediese otro examen ni censura. Yo me acuerdo
haberla visto, y ni ésta [la que tiene entre manos], ni aquélla [la que vio representar antes]
tienen otra cosa sino la historia de José que se cuenta en la Biblia. La razón que pudieron
tener para vedalla fue —a lo que entiendo— el parecer que no era conviniente que anduviese
en lengua vulgar y en manos de todos lo que allí se cuenta de los sueños de José y de Faraón y
sus criados, por no dar ocasión a que la gente del vulgo diese crédito a sueños vanos; y lo
segundo porque también en la misma historia se trata de los desatinados amores que la mujer
de Putifar tuvo queriendo forzar a José su esclavo, los cuales en la comedia se leen y
representan con sus colores y muy al vivo, habiendo pasado por ello el Sagrado Texto ligera y
sencillamente contando sola la verdad del hecho. Demás de esto, se interpone aquí una criada
que se ofreció a ser tercera de su ama para ayudarle a salir con su loco intento, lo cual es
contra la verdad de la historia y, pintado como aquí se pone, puede provocar algún mal
ejemplo, demás del desacato que se hace a la Historia Sagrada poner a su sombra y entretejer
a su verdad esta mentira. Pero yo he ocurrido a este inconviniente y he señalado que se borre
todo esto. Y, quitándose, no me parece que le hay en que se represente para solenizar esta
fiesta; antes será de provecho para despertar la devoción de los fieles.42

Texto digno de la mayor atención éste de don Pedro López de Montoya, autor, algunos
años antes, de un Libro de la buena educación y enseñanza de los nobles..., en que
denuncia sin piedad los daños que se siguen de las representaciones públicas43. Texto
notable, pues, a la vez que enigmático, por los cuatro puntos que desarrollaré a
continuación.
Primer punto. Nos deja entender, como ya dedujo en perfecta lógica su primer
editor, Manuel Cañete, que la obra que figura en los dos índices —ésta que tiene entre
manos y acaba de leer y aquélla que él mismo vio representar antaño— que esta obra,

41
El índice de 1559 la llama únicamente «Farsa» (De Bujanda, 1984, n ú m . 4 8 0 , p . 478); pero el de
1583 la designa una vez como «Farsa» y otra como «Comedia» (De Bujanda, 1993, núms. 1740, 1781 y
1804).
42
La censura sobre la «Comedia llamada Josefina» (Madrid, Archivo Histórico Nacional, Inquisición,
Leg. 4444, Exp. 2) la publican Cañete, 1870, p p . xxvi-xxvn y Gillet, 1932, p p . xxx-xxxi (éste con un error
de transcripción: ligero y sencillamente por ligera y sencillamente).
43
Otro texto olvidado sobre la licitud del teatro. Granja (1980, p . 173) señala su existencia y tuvo la
gentileza de enviarme una fotocopia del pasaje dedicado al teatro: «Cuánto daño se siga de las
representaciones» (f. 37r-39v).

CRITICÓN. Núm. 94-95 (2005). El teatro religioso del Quinientos: su (i)licitud y sus censuras.
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pues, no es ni puede ser la Tragedia Josefina de Carvajal. Porque, como ya precisaba


Cañete, «En la obra de nuestro elegante placentino, se buscarán en vano criadas ni
tercerías», dado que en la pieza del extremeño sólo aparecen como personajes
subalternos mozos y paje, mientras que es obvio que no había sitio, en la estructura y
en el desarrollo dramático de la Tragedia, para ningún enredo amoroso con tercera.
Segundo punto. Lo que también nos hace ver el informe de López de Montoya es
que, a pesar de las prohibiciones repetidas del índice antiguo (el de 1559?) y del índice
moderno (el de 1583), continuaba circulando la obra en cuestión, hasta alcanzar las
decorosas manos de un cabildo catedralicio, y que también seguía representándose, y no
menos que ante los escrupulosos ojos de un austero espectador como el doctor
encargado del examen, con las consecuencias que es lícito generalizar, a partir de este
dato aislado, sobre la distancia que podía existir entre interdicción oficial y
permanencia efectiva tanto en el plano de la transmisión textual como en el de la
función teatral.
Tercer punto. En la página redactada por el comisionado de la Inquisición,
podemos, asimismo, medir las diferencias que en el tiempo y el espacio se dan entre los
varios miembros de la mancomunidad censoria. Las motivaciones del primer censor, si
fe damos a su reinvención por el doctor López de Montoya, son tanto doctrinales como
morales: lo que condena es, por una parte, la peligrosidad virtual de poner a
disposición del vulgo, y en lengua romance, una utilización positiva de la materia
onírica en su dimensión profética; y, por otra parte, la ampliación dramática —con sus
colores y muy al vivo— de la pintura, tan discreta en la Biblia, de los desatinados
amores de la mujer de Putifar. En cambio, el segundo censor, más allá de la mención de
la mecánica y desidiosa repetición en el índice de 1583 de la condena del índice de
1559, parece considerar como cosa de menos el punto de doctrina referente a los sueños
y propone, para salvar la obra y celebrar dignamente el día del Sacramento, expurgarla
eliminando solamente los pasajes eróticamente pecaminosos. Todo pasa, pudiéramos
concluir, como si, en este fin de siglo, una tendencia purgatoria hubiera sustituido una
primera tendencia prohibitoria, como si se reconociera una licitud discriminatoria
frente a la anterior ilicitud perentoria, como si, finalmente, frente a una cerrazón total
hubiera surgido algún espacio para una relativa apertura.
Suposición atractiva la que acabamos de formular, pero suposición hasta cierto
punto gratuita, porque es rápidamente desmentida por la respuesta que, al día siguiente
de la entrega de su informe por López de Montoya, da el Consejo de la Inquisición, es
decir, la Institución en cuanto tal: «No ha lugar de darse licencia al Cabildo de
Plasencia para que se represente la dicha comedia»44.
Cuarto punto. Podemos interrogarnos sobre las consideraciones que justificaron esta
negación abrupta, configurada, conviene recordarlo, como una censura
prerrepresentacional dada en la urgencia característica de este tipo de decisiones más
que como un nuevo interdicto en materia de circulación de literatura impresa. Es más
que verosímil que el Consejo —sin otro examen propio, es decir, sin tomarse el tiempo
de una nueva lectura— no quiso desdecirse o, más exactamente, ir en contra de las
sentencias pronunciadas por los redactores inquisitoriales de los índices anteriores. Es

"^Cañete, 1870, p. xxvn; Gillet, 1932, p. xxxi: los dos estudiosos leen «darle» en vez de «darse».

CRITICÓN. Núm. 94-95 (2005). El teatro religioso del Quinientos: su (i)licitud y sus censuras.
(I)LICITUD Y CENSURAS 9 9

posible, también, que el Consejo hiciera suyas las reservas —y solamente las reservas—
emitidas por López de Montoya.
Sea lo que sea, el "caso josefino", por llamarlo así, aparece como uno de los más
significativos de todo el material censorio del Quinientos. En él se manifiestan
inmejorablemente las tensiones que reinaban a veces entre los variados actores de la
censura teatral en el siglo xvi, pues ahí están reunidos, y disienten, una instancia
demandante —el Cabildo de Plasencia, que supo ejercer y sigue ejerciendo en ocasiones
su propio papel de censura—, un examinador —comisionado por el Santo Oficio, pero
asaz indulgente y capaz de poner en tela de juicio las decisiones de otros miembros del
Tribunal de la Suprema— y un Consejo inmutable que rechaza toda tentación
expurgatoria en aras de un absolutismo prohibitorio.

El «Index librorwn expurgatorum»


Sin embargo, sería faltar a la verdad dejar creer que la actitud del Santo Oficio fue
siempre la misma ante las obras teatrales impresas o por imprimir. Trataremos ahora,
para terminar, de mostrarlo con un último apartado dedicado a las ediciones
expurgadas de la Propalladia de Bartolomé de Torres Naharro y de la Compilación de
todas las obras de Gil Vicente.
De la primera —la edición expurgada de 1573— hay muy poco que decir, en la
medida en que la única obra teatral religiosa del dramaturgo pacense —el Diálogo del
nacimiento de hacia 1512—, que figuraba en las primeras ediciones de la Propalladia
(Ñapóles, 1517 y 1524; Sevilla, 1520, 1526, 1534 y 1545; Toledo, 1535; Amberes,
1548)45 desaparece en esta edición de Madrid de 1573, preparada por Juan López de
Velasco para no privar al público español de una «obra singular y extremada en el
donaire y gracia de la lengua, aunque estaba prohibida en estos reinos años había», por
más señas desde su inscripción en el índice de 155946. Joseph Gillet se limita a
constatar la eliminación del Diálogo y de su Adición, atribuyéndola al lado licencioso
del Introito de la primera y a las pullas «burlescorreligiosas» de la segunda. Pero es
probable que también condujera a esta exclusión la crítica que el protagonista serio de
estas obritas hace de las transgresiones anticristianas de la alta jerarquía eclesiástica47,
así como ciertos aspectos teológicos, no tanto en sí mismos, sino por el lamentable
efecto que tuvieron en algunos lectores, como el famoso Esteban Jamete, condenado en
1558 a una reconciliación en forma por el Tribunal del Santo Oficio de Cuenca, el cual
trató, en varios momentos de su proceso de dos años, de achacar la responsabilidad de
sus errores a la lectura del volumen de las obras de Torres Naharro48.
Fuese lo que fuese, nos hallamos una vez más, y fuera de la brutal evidencia de una
supresión drástica, con frágiles hipótesis sobre el porqué exacto de la actuación censoria
inquisitorial. Felizmente, y gracias al dios de los censores, no así pasará con el ejemplo
postrero de nuestra exposición de hoy: el de las dos ediciones expurgadas de la
4
5 Según los datos de Pérez Priego, 1994, p. x m ; véase supra, p. 11, nota 7.
46
Todos los datos sobre la edición de la Propalladia de 1573 y la relación de la obra en el índice en
Gillet, 1943, pp. 55-74. La cita, sacada del prólogo «Al letor», en p. 59.
47
Z i m i c , 2003, p. 350.
48
Gillet, 1943, pp. 66-67. Jamete, en su defensa, declara en 1558, es decir, un año antes de la
publicación del índice valdesiano, que pensaba que la Propalladia «era libro prohibido».

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Copilacam de todalas obras de Gil Vicente, a saber, la edición de Coimbra-Lisboa de


1561-1562 y la de Lisboa de 1586. De la primera, que corrió a cargo de Luis Vicente,
hijo del dramaturgo, sabemos por su portada que fue «vista por los diputados de la
Santa Inquisición», siendo «el primer libro de teatro del Quinientos que anuncie, desde
la portada, haber sido objeto de una censura previa a la publicación»49. Es, desde
luego, imposible adentrarnos aquí en la laberíntica cuestión de saber cuál fue, en esta
primera expurgación, la índole y la extensión del papel censorio de Luis Vicente, que se
autopresenta como apurador benévolo de la obra paterna, y cuál fue el impacto preciso
de los delegados del Santo Oficio. Sólo resumiremos, porque nos parecen las más
verosímiles, las conclusiones a las que llega Marcel Bataillon en su perspicaz reseña de
la edición por I. S. Révah del primer Auto das Barcas®. Existe en la Copilacam de
1562 —nos dice el ilustre estudioso— una serie de retoques debidos, indudablemente, a
las tontas intervenciones de un editor a quien ninguna imposición exterior obligaba a
hacerlas. Pero, al mismo tiempo, debe admitirse que otra serie de modificaciones se
hicieron para complacer a los inquisidores que otorgaban el imprimátur y que se
satisficieron de las correcciones introducidas y aceptadas por el hijo, que pudo así
recuperar algunas de las obras severamente excluidas del anterior índice portugués de
1551. Hasta tal punto que el nuevo índice de 1561 declaró autorizada la edición que ya
estaba preparada y que empezó a fabricarse en el mismo año; y que, en el índice
siguiente de 1564, ya desapareció el nombre de Gil Vicente. Lo cual, naturalmente, no
quiere decir que recobrasen entera libertad de circulación las otras ediciones de las
obras de Gil Vicente, en particular las hechas bajo la forma de pliegos de cordel. Si algo
podemos deducir de la omisión del nombre del dramaturgo en el índice de 1564, es que
se quieren mantener las cosas en el estado que adquirieron en 1562, es que se quiere
conservar, por así decirlo, el statu quo.
Pero la historia nunca para. Nuevas denuncias y nuevas evoluciones de las
mentalidades obligaron pronto a nueva revisión. Sigamos escuchando, al propósito, las
palabras de Bataillon:
Pero, con cierta rapidez, quizá, algunos denunciadores piensan que, en esta Copilacam [de
1562], son objeto de burlas cosas y personas de la religión. Da sus frutos la
«Contrarreforma». [...] muchos de los pasajes aceptados por Luis Vicente y los censores de
1562 ya no parecen aceptables hacia 1571. Empieza entonces la gran expurgación, que se
extiende durante unos quince años hasta llegar a la Copilacam, en 1586, de obras ya no
aprobadas por el Santo Oficio sino «corregidas por él como se manda en el índice de este
reino» (el de 1581, por supuesto). Si la Copilacam de 1562 era una mutilación, ésta es una
destrucción (mía la traducción).51

49
Mateus, 2002, p. 192: «[..-1 é o primeiro livro quinhentista de teatro que tem na portada a mencao
legível de ter sofrido censura previa á publicado: visto polos deputados da santa inquisigáo».
50 Bataillon, 1951.
51 Bataillon, 1951, p. 211: «Mais assez vite peut-étre, des dénonciateurs trouvent qu'on se moque des
choses et des personnes religieuses dans cette Copilacam. La "Contre-Réforrae" porte ses fruits. [...] bien des
passages acceptés par Luis Vicente et les censeurs en 1562 n'étaient déjá plus acceptables vers 1571. Alors
vient la grande expurgation, qui s'échelonne sur une quinzaine d'années pour aboutir á la Copilafam de 1586
d'oeuvres non plus approuvées par le Saint-Office, mais "corrigées par lui comme il est ordonné par l'index de
ce Royaume" (évidemment, l'index de 1581). Si la Copila^atn de 1562 était mutilée, celle-ci est une ruine».

CRITICÓN. Núm. 94-95 (2005). El teatro religioso del Quinientos: su (i)licitud y sus censuras.
I)L1CITUD Y CENSURAS 1 0 1

Y, de hecho, despiadadas fueron las tijeras de fray Bartolomé Ferreira responsable


de la hiperexpurgación o expurgación al cuadrado —la expurgación de una
expurgación— de esta segunda Copílacam de 1586, fruto de una obsesión purgativa
que tendría aún prolongaciones en los índices de 1624 y de 1747, sin contar con
algunos ecos, nada sorprendentes, aunque deformados, en la vida editorial autónoma
de ciertas ediciones sueltas. Con ello, cumplía con el programa trazado por el índice
portugués de 1581, donde se podía leer la instrucción siguiente:

Das obras de Gil Vicente, que andao juntas em hum corpo, se ha de riscar o prologo, até que
se proveja na emmenda dos seus autos, que tem necessidade de muita censura e reformac.aos,

y para ello aplicaba a rajatabla una de las reglas generales publicadas en el mismo
índice, que prohibía las

Comedias, tragedias, farsas, autos, onde entram por figuras pessoas ecclesiasticas e se
representa algum sacramento ou acto sacramental, ou se reprende e pragueja das pessoas que
frequentao os sacramentos e os templos, ou se faz injuria a algüa ordem, ou estado aprovado
pola igreja53,

para llegar a un producto conforme «ao Cathalogo deste Regno» y que no tenga «nada
contra a Fee e boms costumes, nem cousa escandalosa nem temeraria e malsoante»54.
No es éste lugar para disertar detenidamente sobre el tipo de mutilaciones y
rectificaciones —por otra parte muy fáciles de adivinar— inspiradas por el nuevo
espíritu de los reglamentos inquisitoriales. Pero sí lo será, a partir del caso vicentino y a
modo de conclusión sobre este apartado, para reflexionar sobre el papel de la
Inquisición frente al teatro, en general, y frente al teatro religioso en particular. Lo
hacemos ayudándonos con una última cita del maestro de Erasmo y España:

Es forzoso hablar de la Inquisición en singular. Pero no debe hacerse de ella una abstracción,
una entidad inmutable. La Inquisición, la constituyen hombres que se van sucediendo y no se
parecen del todo los unos a los otros; la constituyen también tanto subalternos desconocidos
como cabezas visibles. Asimismo es una serie de expedientes que son el resultado de denuncias
diseminadas y no de un trabajo metódico (mía la traducción).55

«Y no de un trabajo metódico». Ahí está lo decisivo. Indiscutible verdad es en


efecto, el aumento gradual de la presión inquisitorial sobre la producción intelectual
interior en la Península ibérica en el siglo xvi, con especial intensificación en la segunda
mitad del mismo. Indiscutible verdad es también el crecimiento del intervencionismo
inquisitorial en materia teatral, trátese de las representaciones o del campo editorial,
52
De Bujanda, 1995, núm. 158, p. 490.
53
De Bujanda, 1995, núm. 120, p . 4 7 3 .
54
De Bujanda, 1995, núm. 158, p . 4 9 1 .
55
Bataillon, 1 9 5 1 , p. 210: «II faut bien parler de Vlnquisition au singulier. Mais il faut aussi se garder
d'en faire une abstraction, une entité immuable. L'Inquisition, ce sont des hommes qui se suivent et ne se
ressemblent pas tout á fait, et ce sont des subalternes ignores autant que des tetes visibles. Ce sont aussi des
dossiers qui résultent de dénonciations éparses et non d'un travail méthodique».

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ilustrado éste de la peor y más chocante manera por la segunda Compilación vicentina.
Pero no menos indiscutibles son la asistematicidad y la ametodicidad de la actuación y
manera de proceder del Santo Oficio en lo que al teatro se refiere. Así, ausencias
masivas y presencias esporádicas56, intercadencias de extrema severidad y entera o
relativa indulgencia, tendencias exterminadoras (la proscripción, cuando no la
destrucción) y pruritos preservadores (la salvación por la expurgación), contradicciones
internas entre miembros del gremio con posiciones (en el espacio, en el tiempo o en la
jerarquía) y cargos harto diversificados, discrepancias eventuales con los demás poderes
fácticos (eclesiásticos, civiles, locales, estatales...): todos estos rasgos acaban dibujando
un cuadro de extrema variedad e irregularidad del actuar inquisitorial en materia teatral
en el Quinientos.

Y lo que acabamos de decir de la esfera inquisitorial —y con ello terminaré—


podría, grosso modo, aplicarse al conjunto del dispositivo y praxis censoriales y de su
discurso legitimador en el Quinientos. Hay, por una parte, el innegable desarrollo de
los conceptos, instrumentos y organismos que fundamentan lo que sería legítimo
designar como el surgimiento y lento establecimiento de la censura teatral moderna, si a
la "libertad" medieval quisiéramos —¡Dios nos guarde de ello!— oponerla. Y hay, por
otra parte, la progresiva e irrefrenable afirmación, en sus múltiples manifestaciones, del
teatro moderno, en la dilatada dimensión religiosa de lo bíblico, de lo sacramental y de
lo hagiográfico.
Hay, por un lado, la paulatina y dispar instauración de un aparato de
intervencionismo intermitente y que sólo alcanzará su entera eficacia en el siglo XVIII,
un siglo por fin plenamente tridentino, en este aspecto, y que más que de las Luces,
debería tildarse de Siglo de Claroscuros. Y hay, por otro lado, el triunfo de lo que me
atrevía, hace poco, a calificar como una irrefragable pulsión teatral colectiva, nacida y
fomentada al calor de las nuevas condiciones ideológicas, políticas, sociales y urbanas
de la Edad Moderna. Entre los dos el combate, por desproporcionado, fue muy desigual
y nos obliga a concluir a la limitadísima eficencia de la censura teatral y del discurso
que la justifica. Por lo menos, añadiremos, desde el punto de vista cuantitativo, y
mientras no se exploren más a fondo los archivos diocesanos, conventuales,
inquisitoriales, municipales... Porque desde el punto cualitativo —el del impacto en las
mentalidades y el de la integración, callada y autocensorial, de las nuevas normas por
los dramaturgos—, sigue entero el problema de su eficacia efectiva, problema reciente y
brillantemente replanteado por Anthony Cióse57.
Pero abordarlo sería empezar otra ponencia...

56
Véase la síntesis de M á r q u e z , 1 9 8 0 , c a p . IX: «La censura inquisitorial del t e a t r o renacentista ( 1 5 1 4 -
1 5 5 1 ) » , p p . 1 8 9 - 2 0 0 , esp. p p . 1 9 8 - 1 9 9 .
57
Cióse, 2 0 0 3 y 2 0 0 4 .

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Resumen. Intento de balance de nuestros conocimientos relativos a la controversia sobre la licitud del teatro
religioso en el siglo xvi y a las censuras de que fue objeto la producción teatral religiosa en el mismo período.
Se examinarán sucesivamente los datos procedentes de las esferas sinodal, colegial, controversial,
prerrepresentacional e inquisitorial. Más allá de la diseminación extrema y de la polimorfa diversidad de estos
elementos, se perciben claramente las constantes de un "discurso" que no se desarrolla realmente antes de la
década de los años 60 y se constituye luego como una adaptación a los tiempos modernos y a las realidades
nuevas del viejo lema heredado del ámbito eclesiástico medieval: non miscere sacra profanis, con miras a
definir una ordenación del territorio teatral y a promover una profilaxis de la representación de las «materias
sagradas».

Resume. Essai de bilan de nos connaissances concernant la controverse sur la licéité du théátre religieux du
xvie siécle ainsi que les censures dont a pu étre l'objet la production théátrale de cette époque. Sont examinées
successivement les données provenant des synodes épiscopaux, des colléges de jésuites, des textes de la
controverse, des avis donnés avant les représentations ou émis par l'Inquisition. Par-delá la dissémination
extreme et la diversité polymorphe de ees témoignages, apparaissent clairement les constantes d'un "discours"
qui ne se développe guére avant les années 60 et se constitue alors comme une adaptation aux temps
modernes et aux réalités nouvelles de la vieille formule héritée du monde ecclésiastique medieval: non miscere
sacra profanis, le tout visant a un aménagement du territoire théátral et á l'établissement d'une prophylaxie
de la représentation du «matériau sacre».

Summary. This article seeks to provide an overview of what is known about the controversy concerning the
question of whether sixteenth-century religious theatre was deemed licit or illicit, as well as that of the
censorship from which it suffered in the same period. Information gleaned from Church synods, Jesuit
schools, treatises on the appropriateness of the theatre, opinions from the censors prior to publication or
représentation, and inquisitorial sources will be examined successively. Beyond the great dissémination and
polymorphous diversity of these elements, a certain number of well-defined traits of a 'line of discourse' can
be identified that will not be substantially developed before the 1560s, when it will be constructed as an
adaptation to modern times and to the new aspeets of an oíd saying inherited from medieval ecclesiastical
circles: non miscere sacra profanis, with a view to defining the organisation of the theatrical terrain and the
establishement of a prophylaxis of the staging of 'sacred matter'.

Palabras clave. Auto de la confusión de San José (Juan de Quirós y Toledo). Auto del sacratísimo nacimiento
de Cristo (Pedro Moranañy). Censura. Censura prerrepresentacional. Comedia Josefina. Inquisición. Licitud
del teatro. Parábola ccenae. Teatro religioso del siglo xvi. TORRES NAHARRO, Bartolomé de. VICENTE, Gil.

CRITICÓN. Núm. 94-95 (2005). El teatro religioso del Quinientos: su (i)licitud y sus censuras.
KENNETH BROWN
GEMMA GARCÍA SAN ROMÁN

EL CANCIONERO ÁUREO
DE LA BIBLIOTECA REAL
DE LA HAYA

Anejos de RILCE,N.° 51
CUNSA
EDICIONES UNIVERSIDAD DE NAVARRA, S.A.
PAMPLONA

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