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SEMINARIO DIOCESANO DE TOLUCA


TEOLOGÍA DEL SIGNO SACRAMENTAL

1. OBJETIVO GENERAL: Al finalizar el curso, el alumno ofrecerá un estudio global


de los sacramentos en el marco del misterio cristiano, teniendo en cuenta las
dimensiones cristológica, pneumatológica y antropológica, a la luz del misterio
trinitario.

1.1. OBJETIVOS

a. Reconocer el valor sacramental de toda la economía cristiana


b. Distinguir entre sacramento y sacramentalidad
c. Relacionar mediación/sacramentalidad/sacramento
d. Descubrir que el suelo de la sacramentalidad/sacramento reposa sobre la figura de la
unidad en la diferencia: la comunión
e. Sacar las consecuencias para la construcción de una cultura de la paz a partir de las
bases sacramentales de la fe (comunión/eucaristía)

2. CONTRIBUCIÓN ESPECÍFICA AL PERFIL DE EGRESO:

Esta asignatura contribuye al perfil de egreso en los números 1, 2, 9 Y 10.

1. Posee capacidad de reflexión y análisis teológico fiel al Magisterio de la Iglesia, con


especial acento en el latinoamericano.
2. Amplía y profundiza sus conocimientos teológicos y pastorales con la ayuda de las
lenguas clásicas modernas.
9. Elabora textos y discursos teológicos de manera lógica, coherente y argumentando
con honestidad intelectual evitando el plagio.
10. Es capaz de hacer una síntesis de la teología fundamental, bíblica, dogmática,
sacramental y pastoral.
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3. TEMAS Y SUBTEMAS:

1. INTRODUCCIÓN
1.1. Tratado de sacramentología
1.2. Lugar en los estudios teológicos

2. ECONOMÍA SACRAMENTAL DE LA SALVACIÓN


2.1. Los sacramentos en el Antiguo Testamento
2.2. Los sacramentos en el Nuevo Testamento
El misterio referido a Cristo
2.3. El misterio de Cristo, prolongado en la Iglesia

3. ORIGEN DE LOS SACRAMENTOS EN CRISTO


3.1. El signo sacramental
3.2. Los sacramentos y la condición histórica del hombre
3.3. El contenido de la gracia en los sacramentos

4. DIMENSIONES DE LOS SACRAMENTOS


4.1. Dimensión Cristológica
4.2. Dimensión Antropológica
4.3. Dimensión Eclesiológica
4.4. Dimensión Simbólica

5. TEOLOGÍA DE LOS SACRAMENTOS


5.1. Los sacramentos en los Padres de la Iglesia
5.2. Los sacramentos en los Concilios
5.3. Los sacramentos en el Magisterio
5.4. Los sacramentos en la teología del s. XX

4. ACTIVIDADES

a. Lectura de algún texto indicado por el profesor y su recensión


b. Elaboración de un trabajo de investigación sobre algún tema visto en clase.
c. Elaboración de una catequesis sacramental donde se desarrolle más el funda-
mento teológico.

5. CRITERIOS DE EVALUACIÓN

a) Catequesis sacramental: 20%


b) Examen (50 %)
c) Lectura de algún texto indicado por el profesor y su recensión (20%)
d) Participación e interés en clase (10%)
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BIBLIOGRAFÍA

A. LIBROS

ARNAU, R., Tratado General de los Sacramentos, Madrid 1994.


BOFF, L., Los sacramentos de la vida, Santander 19898.
BOTELLA, V., Sacramento, una noción cristiana fundamental, Salamanca 2007.
CASTILLO, J. M., Símbolos de libertad. Teología de los sacramentos, Salamanca
19854.
CHAUVET, L.-M., Símbolo y sacramento. Dimensión constitutiva de la existencia
cristiana, Barcelona 1991.
COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, La reciprocidad entre fe y
sacramentos, Madrid 2020
ESPEJA, J., Sacramentos y seguimiento de Jesús, Salamanca 1989.
ESPEJA, J., Para comprender los sacramentos, Estella 1991.
FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, P., La Humanidad de Cristo en la Iglesia.
Sacramentología Fundamental, Salamanca 1993.
FOUREZ, G., Sacramentos y vida del hombre. Celebrar las tensiones y los gozos de la
existencia, Santander 1983.
GARCIA PAREDES, J.C.R., Teología fundamental de los sacramentos, Madrid 1991.
HOTZ, Robert, Los sacramentos en nuevas perspectivas. La riqueza sacramental de
oriente y occidente, Salamanca 1986.
MALDONADO, L., Sacramentalidad evangélica. Signos de la presencia para el
Camino, Santander 1987.
MIRALLES, A., Los sacramentos cristianos. Curso de Sacramentaria Fundamental,
Madrid 2000.
PLACER UGARTE, F., Signos de los tiempos, signos sacramentales. Sacramentalidad
de la praxis cristiana y de la pastoral, Madrid 1991.
ROSATO, P.J., Introducción a la Teología de los sacramentos, Estella 1994.
ROVIRA BELLOSO, J.M., Los sacramentos, símbolos del Espíritu, Barcelona 2001.
SCHILLEBEECKX, E., Cristo, sacramento del encuentro con Dios, San Sebastián
1964.
SCHNEIDER, T., Signos de la cercanía de Dios, Salamanca 19862.
SESBOUÉ, b., Invitación a creer. Unos sacramentos creíbles y deseables, Madrid,
2010.
TABORDA, F., Sacramentos, praxis y fiesta. Para una teología latinoamericana de los
sacramentos, Madrid, 1987.
VORGRIMLER, H., Teología de los sacramentos, Barcelona 1989.
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B. COLABORACIONES O ARTÍCULOS

BOROBIO, D., "De la celebración a la teología: ¿qué es un sacramento?", en


D.BOROBIO (dir.), La celebración en la Iglesia I. Liturgia y sacramentología
fundamental, Salamanca, 1983, pp.359-536.
BOROBIO, D., "Cristología y sacramentología", en Salmanticensis 31 (1984), pp.5-47.
BOTELLA , V., "La Eucaristía, forma de ser cristiana. Reflexión sobre la espiritualidad
eucarística”, en Teología Espiritual 49 (2005), pp.347-365.
BOTELLA, V., “‘Ponerse en el lugar del otro’. Reflexiones sobre lo esencial en
espiritualidad cristiana a la luz de Lc. 10, 25-42”, en Teología Espiritual 51 (2007), pp-
153-172.
BOTELLA, V., “ ‘Tú eres ese hombre’. Reflexiones teológicas sobre la identidad
personal a la luz de la Escritura”, en Escritos del Vedat 37 (2007), pp.285-302.
BOTELLA, V., “Pensamiento sacramental cristiano y cultura de la comunión”, en
Teología Espiritual 52 (2008), pp. 81-96.
CONGAR, Y., "La idea de sacramentos mayores o principales", en Concilium 31
(1968), pp.11-51.
ROVIRA BELLOSO, J.M., “Para una teología fundamental de los sacramentos”, en
Teología y mundo contemporáneo, Madrid, 1975, pp.447-467.
RUFFUNI, E., art. “Sacramentos”, en Nuevo Diccionario de Teología, vol. II, Madrid,
1982, pp.1550-1572.
RUFFINI, E., art. “Teología de los sacramentos”, en Nuevo Diccionario de Teología,
vol.II, Madrid, 1982, pp.1806-1828.
SALADO, D., “Jesucristo, Sacramento de Dios para los hombres”, en Teología
Espiritual 35 (1991), pp.357-382.
SCHULTE, R., “Los sacramentos de la Iglesia como desmembración del sacramento
radical”, en Mysterium Salutis IV/2, Madrid, 19842, pp.53-157.
ZADRA, D.-SCHILSON, A., “Símbolo y sacramento”, en Fe cristiana y sociedad 28,
Madrid,1989.
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Introducción

El anhelo de paz es una de las aspiraciones de la humanidad de todos los


tiempos. Y se comprende. El conflicto y la guerra destruyen la convivencia y los canales
de un encuentro favorecedor de lo humano. Entonces, ¿por qué la paz no se da? ¿No
somos capaces de aprender de las lecciones de la historia? ¿Su logro será una quimera?

Lo más sorprendente es que la paz no se alcanza ni en el mundo occidental,


desde el que escribimos estas páginas, ni en latitudes lejanas. Su ausencia, en distintos
grados, marca la vida tanto de los países desarrollados como de los países en vías de
desarrollo. Y la evaluación del mundo actual en esta materia no es alentadora. La paz es
frágil, como la misma condición humana.

A pesar de las comodidades que rodean a las llamadas sociedades desarrolladas,


vivimos tiempos difíciles. En este contexto se requiere una mirada juiciosa y un juicio
veraz. No siempre es fácil. La deseada y cacareada “calidad de vida” no alcanza a todos
por igual. Y, además, como denuncia el papa Francisco, se está construyendo en
detrimento de la salud del planeta, de la casa común. La globalización no ha frenado las
desigualdades. Al contrario, el fenómeno creciente de la inmigración hacia las naciones
ricas, con sus tragedias humanas, ratifica una evolución humana preocupante en un
escenario planetario mercantilizado, en el que las diferencias entre países se han
agrandado. El mundo, es la consecuencia, está polarizado por razón de la riqueza. Y
toda polarización contiene en sí la semilla del conflicto y la amenaza de la violencia; el
conflicto y la violencia, desgraciadamente, cada vez son más palpables en el tejido
social y humano que nos envuelve.

La violencia de origen económico se deja acompañar, desde hace ya algún


tiempo, de la violencia religiosa. Distintas guerras y conflictos llevan el sello del
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enfrentamiento religioso; un enfrentamiento que afecta no sólo a las grandes tradiciones


creyentes, sino que alcanza igualmente a las ramas en el interior de una misma religión.
Aunque parezca contradictorio, la polarización en materia de fe también marca las
relaciones entre países y entre ciudadanos: la violencia a causa del credo religioso
recorre cruelmente nuestro mundo. Frente a estos fenómenos, y como seguro protector
(sobre todo después del 11S), las naciones desarrolladas promueven una férrea política
de control que, a su vez, provoca nueva violencia. A este hecho, desde hace algún
tiempo, se añade la situación de guerra civil que sufren algunos países árabes, los
desmanes en nombre de Dios de grupos terroristas como el DAESH en países como Irak
y Siria, así como algunas de sus sangrientas acciones en occidente. El drama actual de
los refugiados que huyen de aquel horror y que son contenidos en las puertas de Europa
y el auge de partidos xenófobos en nuestras latitudes evidencian la gravedad de unos
conflictos cuyo etiología es poliédrica y compleja. La paz, una vez más, parece
esfumarse. El Papa Francisco, en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de
2019 (MJMP19), parafraseando al poeta Charles Péguy, lo expresaba clara y
bellamente: “la paz es como una flor frágil que trata de florecer entre las piedras de la
violencia”.

Pero las polarizaciones no acaban en estos niveles. En las sociedades


occidentales, sin ir más lejos, existen polarizaciones de tipo ideológico que cruzan de
parte a parte: polarización radical de la acción política nacionalista o populista,
polarización en torno a grandes partidos políticos que parece que no tienen nada en
común, polarización en los medios de comunicación que sirven las ideas de los grupos
políticos polarizados, polarización en los video-juegos que consumen nuestros niños y
adolescentes, polarización en las relaciones entre culturas, polarización en el seno de las
Iglesias entre “progresistas” y “conservadores”... Polarizaciones que, una vez más lo
reiteramos, contienen en sí el germen de la violencia.

La contemplación de este panorama no es alentadora. Se percibe una evolución


preocupante. Hay una falta de equilibrio en el mundo que desestabiliza el objetivo
deseado por fenómenos como el la globalización. Por esta vía, los esfuerzos por
convivir más y mejor en un espacio, que se hace cada vez más pequeño (los contactos
en materia de comunicación, información, mercado y creencias son cada vez mayores y
más frecuentes), se ven obstaculizados por un dinamismo disgregador y combativo, que
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enfrenta peligrosamente a las gentes de aquí y de allí. En este dinamismo, la injusticia,


las diferencias económicas, el choque de culturas y de creencias tienen su protagonismo.
Si se nos permite apuntarlo, esta tendencia evolutiva parece estar conducida por un
pensamiento que, sin resonancias fanáticas o fundamentalistas, podría denominarse
diabólico. Este pensamiento dia-bólico, como hace tiempo recordara L. Boff1, no hace
sino separar, dividir, escandalizar, distanciar a Dios del ser humano y, al mismo tiempo,
al ser humano de sí mismo y de los demás. El producto de esta forma de pensar es el
conflicto irreconciliable que conduce a la exclusión, al enfrentamiento y a la violencia.
Pues bien, frente a este pensamiento y su obra existe otra mentalidad, la sim-bólica. Se
trata de la mentalidad propia de la creencia y, en particular, del cristianismo. El
producto de la misma es el encuentro, la alianza, la reconciliación, el diálogo y la
comunión: comunión del ser humano con Dios, del ser humano consigo mismo y con
los demás. Con este pensamiento simbólico están emparentados la sacramentalidad y los
sacramentos. Creemos que la sacramentalidad cristiana es un manantial a favor de la
cultura de la paz.

No hemos de olvidar que la mentalidad más genuina del cristianismo es


sacramental y, por ende, simbólica. Esta mentalidad está detrás de la figura de la unidad
en la diferencia y es la animadora de los esfuerzos necesarios para construirla de forma
efectiva en el mundo. La matriz de esta mentalidad es teológica. El Dios creador,
salvador y santificador ha establecido las reglas de juego que hacen posible el mundo
humano y la comunicación positiva entre éste y Él. Esta relación entre el ser humano y
Dios, en el cristianismo, desvela un orden de comunión y entendimiento entre polos
diversos. Dios y la persona humana son distintos. Dios siempre es Dios y la criatura
siempre es criatura. No obstante, resulta que cuando se mira en profundidad se percibe
que lo mejor de la criatura viene del lado de Dios y, por tanto, se llega a la conclusión
de que la criatura en contacto con Dios, lejos de desvirtuarse, alcanza su compleción y
crece. En este sentido, más allá de la diferencia polarizada entre ambos hay una llamada
real y positiva a la comunión, a la alianza, al diálogo. Jesucristo, hombre y Dios
verdaderos, es la fuente de donde brota y en la que se prueba esta teoría. En Jesucristo
este encuentro adquiere contornos paradigmáticos: Dios se hace hombre y el hombre es
divinizado. La mediación que articula esta relación sorprendente es la humanidad, en la
que coinciden el Dios creador-encarnado y la criatura. La cualidad unitiva y
1
Ver Los sacramentos de la vida, Santander, 1978, pp.97-103.
8

reconciliadora de esta mediación se llama sacramentalidad y, en los sacramentos, se


expresa con toda su fuerza salvífica y humanizadora. No cabe ninguna duda, el
pensamiento cristiano es sacramental y simbólico; y, en este caso, sacramental quiere
decir comunión, reconciliación, colaboración y entendimiento entre Dios y el ser
humano. Pero hay más.

Donde hay polos hay tensión. La tensión es arriesgada, se muestra como un


concepto ambiguo: ¿es buena o mala? El cristianismo, desde su suelo sacramental,
apuesta por una tensión benéfica y constructiva entre los distintos polos que articulan la
realidad. La primera polaridad es la que relaciona a Dios con la criatura humana. Ya la
hemos considerado. Pero también hay una polaridad entre los distintos elementos que se
relacionan en torno a la humanidad de la criatura. Los diferentes ángulos, vértices o
perspectivas del mundo humano, conforman una pluralidad de polos que es preciso
armonizar para evitar confusiones, conflictos o malentendidos. De hecho, es la
integridad de todos ellos la que, a su vez, se relaciona con Dios en la figura de la unidad
en la diferencia. Podría decirse que la unidad en la diferencia en la realidad humana es
el reflejo horizontal de la unidad en la diferencia vertical, que dirige la relación de Dios
con la criatura humana. En cualquiera de los dos casos, el movimiento cristiano tiende a
construir la comunión entre todos los datos de la realidad y, en este mismo sentido, la
paz. Así pues, la sacramentalidad crea la comunión tanto en un nivel transcendente
como en un nivel inmanente. Una comunión que irradia el misterio del Dios cristiano
(un Dios comunión: Uno y Trino) y que afecta escalonadamente a la realidad.

La celebración de los sacramentos es un vivo ejemplo de esta dinámica de la


comunión pacificadora, típica de una mentalidad simbólica. La liturgia sacramental
supone una experiencia de encuentro salvífico y gratuito entre el Dios de Jesucristo y
los que celebran su fe. Por eso, la celebración sacramental construye y enriquece la
identidad de la comunidad eclesial que celebra; lo hace edificando y desarrollando su
ser interno en términos de comunión paz, fraternidad; términos, claro, nacidos del
encuentro con el Dios de Jesucristo. Pero no todo queda ahí. La celebración sacramental
se prolonga en la misión de la Iglesia que, por medio de ella, ha de facilitar al mundo la
comunión, la paz y la fraternidad recibidas. Quizás, quedará más claro lo que queremos
decir si aplicamos la reflexión al sacramento central del septenario: la eucaristía.
9

La finalidad del camino de Jesús fue conseguir la comunión entre Dios y la


humanidad. Cristo, el mediador entre Dios y los hombres, buscó el encuentro
reconciliador y salvífico entre ambos. El proyecto de Dios, el Reino, es un banquete de
comunión. Jesús, Reino de Dios personalizado, hace posible esa comunión de los
hombres con Dios y de los hombres entre sí. La Eucaristía, banquete del Reino, es
realización anticipada de dicha comunión. En ella, Cristo, pan y bebida celestiales, crea
la unión de Dios con los comulgantes en su cuerpo y sangre y, al mismo tiempo, la de
los comulgantes entre sí. En este sentido, la Eucaristía se revela como la escuela de la
comunión.

La espiritualidad de la comunión es la gran lección cristiana de la escuela


eucarística. En ella se aprende la co-relación creyente de cuestiones capitales para la fe.
Por ejemplo, se vislumbra el misterio de Dios como un misterio de comunión en el
amor; se comprende, también, que el ser humano es una participación en dicho misterio
y que, por tanto, éste sólo halla su cumplimiento cuando vive en el amor la experiencia
de la comunión; igualmente, se asimila que la Iglesia es un reflejo del misterio de
comunión de Dios y, por ende, un espacio realizador del ser humano; se discierne que la
comunión es la verdad de la misión eclesial en el mundo; finalmente, se percibe la
capacidad unificadora de la celebración eucarística, que integra en su seno, de manera
armónica, todos los niveles de comunión anteriormente expresados. La espiritualidad de
la comunión es una espiritualidad eminentemente eucarística; una espiritualidad de la
paz, de la reconciliación, de la caridad y de la fraternidad2.

La comunión es una de las palabras cristianas más significativas. La comunión,


que es un amor interpersonal compartido, es Dios (un Dios Uno y Trino). La comunión
es la unidad en la diferencia. La comunión es la armonización positiva de la tensión
entre diferentes polos. La comunión, en suma, es el resultado de un pensamiento y de
una acción de orden sacramental-simbólico. Después de todo lo que apuntado más
arriba, nos parece esperanzador señalar esta perspectiva comunional. Hay que decirlo
muy fuerte: la sacramentalidad es encuentro y la celebración de los sacramentos es
fuente de comunión y de paz. Por consiguiente, los cristianos que celebramos nuestra fe
sacramentalmente estamos llamados a recrear en la Iglesia y en el mundo la realidad del
encuentro y de la reconciliación. Con frecuencia, se deja oír la idea de que los
2
Ver los números 14 y 20 de la Encíclica de BENEDICTO XVI, Deus caritas est.
10

sacramentos están alejados del mundo real, de que la liturgia no incide sobre la vida y
que no tiene ningún valor práctico. Nada más equivocado. Si la celebración sacramental
de la fe no ayuda a edificar un mundo nuevo y reconciliado en la paz, será porque la fe
de los que celebramos no se deja modelar por la fuerza de Dios que nos llega en los
sacramentos. La culpa, pues, no será de la celebración sino de los que celebramos. En
definitiva, los cristianos tenemos mucho que aportar a este mundo tan polarizado y
violento. Entre otras cosas: la paz y el encuentro reconciliador que Dios regala. Los
sacramentos son una escuela de aprendizaje y de crecimiento en ambas realidades.
En los capítulos que siguen vamos a ahondar en todas estas ideas. La
sacramentalidad y los sacramentos son favorecedores de una cultura de la paz.

Tema 1: Mediación, fe y sacramentalidad


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1. La necesidad de la mediación en la fe cristiana. Presupuestos

La fe cristiana supone una relación viva entre Dios y el ser humano. La fe afirma
sin titubear que es posible experimentar a Dios en las condiciones del mundo humano.

Esta pretensión cristiana plantea un grave problema de orden filosófico: ¿cómo


es posible que dos seres ontológicamente tan dispares se encuentren?, ¿cómo justificar
una relación tan asimétrica?

La respuesta que ofrece la fe a estas preguntas es simple pero, igualmente, está


preñada de matices y consecuencias. En un primer instante, esta respuesta es lógica:
dada la diferencia entre Dios y la criatura humana se hace indispensable una mediación
en la que ambos traben contacto en un diálogo tan fructífero como inteligible; además, y
ya que la criatura no puede poner condiciones al Creador, la mediación la ha de
establecer el mismo Dios. Por esta vía, la fe cristiana remite la relación entre Dios y la
criatura al designio creador y salvador de Dios. Si la criatura escucha y responde a Dios
desde su situación en el mundo es porque Dios así lo quiere. No se trata de una
conquista humana sino de un don de Dios.

Luego, una vez que se ahonda en la respuesta cristiana, aparecen los matices. Lo
más reseñable de la respuesta creyente a este asunto es que el escenario mediador
ofrecido por Dios en su relación con el ser humano es el mundo creado y, de un modo
particular, la realidad de aquél que, en la Creación, ocupa la cúspide: creado a imagen y
semejanza del Creador (Gn. 1, 27). El mundo creado, y en él las personas, es la
mediación que posibilita la relación entre Dios y el ser humano.

Unidas a los matices brotan las consecuencias de una mediación tan particular.
Por ejemplo, se descubre que para ser eficaz y garantizar una comunicación en
condiciones, cualquier mediación entre Dios y el ser humano tendría, por un lado, que
llevar el sello del Creador y, por otro, estar a la altura de la condición creada. Por
consiguiente, una mediación efectiva, como principio irrenunciable, debería provenir de
Dios, tanto en lo que se refiere al lugar de su incidencia como al del lenguaje de la
comunicación; al mismo tiempo, dicha mediación habría de estar adaptada, tanto en el
lugar como en el lenguaje, a las condiciones de la criatura destinataria de la
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comunicación. No es de extrañar, pues, que Dios haya determinado que el mundo


creado, y de modo singular el mundo humano, sean el escenario que medie en la
relación de la fe. En este escenario la lengua apropiada es la de la criatura, ya que sólo
el lenguaje creatural cumple las condiciones enunciadas para una mediación pertinente:
Dios lo conoce, porque es suyo por su acción creacional, y la criatura lo ha convertido
en su modo de expresión habitual en el desarrollo de las capacidades recibidas.

De esta manera, el mundo creado, convertido en mediación de la relación entre


Dios y el ser humano, se presenta como el horizonte cualificado por Dios para el
diálogo salvífico con su criatura favorita. La fe, por consiguiente, se ajusta a unas
condiciones de posibilidad muy precisas, que, como podemos intuir, únicamente se
modificarán en la consumación plena de las relaciones entre Dios y el ser humano en el
Reino, cuando ninguna mediación sea necesaria y, además, haya desaparecido la misma
fe3.
Si lo que estamos expresando es cierto, el hecho de la fe cristiana se sostiene
sobre una peculiar estructura de mediación. Se trata de una mediación creada que es,
simultáneamente, divina y mundana-humana. Esta mediación sugiere la existencia de un
punto de coincidencia e identidad entre los que se relacionan en ella; eso sí, sin que
Dios y la criatura pierdan su radical alteridad. Ese punto de contacto es la humanidad,
ya que sólo en ella pueden coincidir Dios y la criatura humana 4. Concluyendo, la
mediación en la relación de la fe une de hecho, respetando la diferencia, a Dios y al ser
humano; de esta manera, la unidad y la diferencia entre Dios y el ser humano delimitan
el contorno preciso de la mediación creyente.

Esta teología de la mediación, por ejemplo, es la que explica el que el creyente


mirando la obra creada de Dios distinga a su Hacedor (el salmista exclama: “los cielos
proclaman la gloria de Dios y el firmamento pregona la obra de tus manos”, Sal. 19); o,
sobre todo, que la contemplación del rostro misericordioso de un hombre pueda reflejar

3
En relación con Dios, mientras estemos en este mundo será siempre una relación mediada. En este
sentido, será una relación en la fe. Una vez en el Reino ya no será necesaria la mediación. Ello supondrá,
igualmente, la sustitución de la fe por la visión (cf. 1 Co 13, 12). La teología siempre ha enseñado que los
sacramentos son sacramentos de vivos; es decir, de personas que viven su relación con Dios en las
condiciones de este mundo.
4
Sobre este particular tiene E.SCHILLEBEECKX unas páginas muy sugerentes en su libro En torno al
problema de Jesús. Claves de una cristología, Madrid, 1983, pp.158ss.
13

el de Dios (“he visto tu rostro como quien ve el rostro de Dios y me has acogido bien”,
Gn. 33, 10).

Pero esto no es todo. La mediación en la relación “Dios-ser humano” ha de ser


considerada en toda su extensión. No basta el prisma creacional. Hay que comprenderla
en su amplitud real. Sólo así aparece la clave desde la que adquiere su sentido:
Jesucristo. Vamos a verlo.

2. Jesucristo o el valor teologal de la mediación establecida por Dios en su relación


con el ser humano

Queda clara la necesidad de la mediación entre Dios y el ser humano para la fe.
También el tenor creado de la misma. Sin embargo, el discurso de la mediación
esbozado ha de completarse para que se vislumbre toda su riqueza y, de paso, nos
introduzca verazmente en el tema sacramental.

Para la teología cristiana no es suficiente una reflexión en torno a la mediación


basada en la Creación. No es que sea incorrecta. Más bien precisa compleción y
equilibrio. La clave de bóveda de la teología cristiana es Jesucristo. Sin Él se pierde la
perspectiva y la identidad cristianas. La fe cristiana interpreta la relación de Dios con el
ser humano a partir de Jesucristo. Él, es él único mediador entre Dios y los hombres (1
Tim 2, 5), y por eso ilumina el conjunto de la historia salvífica; es decir, el contacto de
Dios con la humanidad. Jesucristo está en el origen de todo (Col 1, 15-16) y, al final,
todo será recapitulado por Él (1Co 15, 20-28; Col 1, 18-20). La mediación cristiana es
personal y se llama Jesucristo.

La reflexión, en el ejercicio de una sana teología, ha de llevar a explicar que las


características y las condiciones con las que Dios estableció su mediación con el ser
humano están orientadas y dirigidas por Cristo. Este dato no fue deducido
apriorísticamente por la comunidad cristiana. Se desveló en la historia de Jesús de
Nazaret y adquirió carta de ciudadanía tras la Pascua, cuando la comunidad cristiana fue
capaz de identificar al Crucificado-Resucitado. En ese instante nació la confesión de fe
y se descubrió el perfil trinitario del Dios revelado por Jesús. La Iglesia, entonces,
recibió la humanidad concreta del Hijo de Dios, viva en la gloria para siempre, como el
14

Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6); también comprendió, consecuentemente, que la
humanidad de Jesús era el trazo 5, la escritura, el signo, el lenguaje de Dios; en suma, la
Iglesia creyó y proclamó que la humanidad de Jesús era la humanidad de Dios. Desde
entonces, el seguimiento de la humanidad de Jesús, en cuanto humanidad salvadora de
Dios, es la condición del discípulo. Por eso, Jesucristo, Hijo de Dios y verdadero
hombre, es, en su humanidad, la mediación entre Dios y la criatura humana.

En efecto, Jesucristo es el mediador entre Dios y la humanidad. Pero no nos


precipitemos. Dejemos de lado confusiones y, sobre todo, evitemos peligros. La lógica
no madurada del discurso expuesto pudiera confundirnos tanto a unos como a otros.
Fijémonos bien. No son las condiciones de la comunicación entre Dios y los seres
humanos, deducidas de la teología de la Creación y de la Revelación, las que convierten
a Jesucristo en el Mediador. El proceso es justo el contrario: Cristo es la clave del
sentido de todo el itinerario de la Revelación de Dios en las condiciones del mundo
creado. La fe no avanza desde la Creación hacia Cristo; más bien, procede en dirección
opuesta; es decir, desde Cristo a la Creación vía Revelación. Y esto es así aunque,
cronológicamente, las cosas hayan sucedido en otro orden. De este modo, la
coincidencia de la Creación, la Revelación y la Encarnación en el tenor creado de la
mediación proclama la coherencia de un proyecto articulado en torno a Jesucristo,
momento culminante y verdad dirigente del mismo. Quiere esto decir que la Creación
forma parte de una historia salvífica que, desde siempre, apunta a Cristo: “Creación y
Salvación se iluminan así recíproca y esencialmente” 6. Tan sólo desde esta perspectiva,
abierta y orientada, cobra todo su sentido el rasgo encarnado y creado de la mediación
entre Dios y el ser humano que enuncia la fe.

Pues bien, si la humanidad de Jesús, en cuanto humanidad de Dios, es la


mediación que sobrevuela la historia de la salvación desde sus inicios, habrá que
valorarla adecuadamente y, por tanto, reconocer su altísima cualificación. Decíamos
antes que el mundo creado, y el ser humano en él, son la mediación establecida por Dios
en su comunicación con los hombres. Leyendo ahora este dato desde la fe en Jesucristo,
se hace patente el valor teologal de esa mediación creada, que tiene en la humanidad de
Cristo su fuente y verdad. Hablamos de valor teologal porque la mediación humana de
5
V. BOTELLA, Dios escribe y se escribe con trazo humano. Cristología fundamental, Salamanca-
Madrid, 2003.
6
E. SCHILLEBEECKX, o.c., p.154.
15

Jesucristo remite y orienta desde dentro a Dios, divinizando y transformando la vida de


la criatura, conforme a Él7. No es imaginable, pues, una acción mediadora mejor.
Jesucristo no es un ser intermedio entre Dios y el ser humano: Jesucristo es todo de
Dios y todo del ser humano8. De este hecho, entre otras cosas, se deduce algo de gran
significatividad para el tema sacramental. En la mediación de Cristo, Dios y hombre
coinciden, pero sin confundirse o mezclarse; dicho de otra forma, en el encuentro del
Creador con la criatura gracias a Cristo, la antropología se hace teología y la teología se
hace antropología9. Y es que nadie puede ser tan humano como Dios10. Justamente, la
sorprendente cualificación de la mediación de Jesucristo, recapituladora del diálogo
salvífico de Dios con la humanidad, su papel insustituible y su proyección necesaria, es
la fuente de lo que la teología llama sacramento.

3. La teología de la mediación está en la base de la cuestión sacramental

Si se entiende cuanto hemos tratado de explicar hasta ahora, estamos


condiciones de acceder por el buen camino al tema sacramental. La mediación de la
obra creada de Dios, de acuerdo a su verdad crística, es la clave de la cuestión que nos
ocupa. La fe supone un encuentro entre Dios y el ser humano que acontece en las
condiciones en las que se halla este último. La figura de Jesucristo es el lugar de tal
encuentro; para el cristianismo, su humanidad es la mediación reveladora y salvadora de
Dios. Esta disposición de las cosas, don de Dios, no constituye sólo una manifestación
de la benevolencia condescendiente del Creador para con la criatura, es, al mismo
tiempo, la prueba palmaria de la pedagogía de la Revelación cristiana que se inscribe en
los caminos de la encarnación, de la humanidad de Jesús 11. La humanidad de Jesús, su
palabra, su acción, sus gestos son también humanidad, palabra, acción y gestos de Dios.
La humanidad de Jesús es la transparencia de la cercanía salvífica de Dios y, por eso, la
referencia que el cristiano no ha de perder nunca de vista. Y es que el discípulo, los
7
Lo teologal designa el contacto, el encuentro con el Dios de Jesús. Así, hablamos de virtudes teologales
frente a cardinales. Dice M.GELABERT: “la teología habla de otras virtudes propiamente divinas, pues
un don de Dios que transforma la vida humana y la une con Dios” (Para encontrar a Dios, Salamanca-
Madrid, p. 17). En este mismo sentido empleamos aquí el adjetivo teologal.
8
Sobre las características de Jesucristo Mediador se puede ver B.SESBOUÉ, Jesús-Christ l’Unique
Médiateur, t. 1, Paris, 1988, pp.103ss.
9
«Lo antropologal es el lugar de todo posible teologal» (L.M.CHAUVET, Símbolo y sacramento.
Dimensión constitutiva de la existencia cristiana, Barcelona, 1991, p.159).
10
E.SCHILLEBEECKX emplea la sorprendente expresión “Deus humanissimus”, a la luz de la fe
cristológica confesada por la comunidad cristiana (Jesús. La historia de un Viviente, Madrid, 1981,
p.627).
11
Ver B.SESBOUÉ, Pédagogie du Christ, Paris, 1995.
16

creyentes y, en suma, la Iglesia viven su fe en el mundo, en la historia y en la finitud.


Claro está que Dios no queda atrapado en la humanidad de Jesús. Él es transcendente,
como ahora es transcendente la humanidad gloriosa del que vive para siempre. Sin
embargo, los que estamos en este mundo, porque llevamos la marca de la finitud, sólo
nos podemos relacionar con Dios en la carne de la Creación, en la condiciones de la
humanidad. Dios no sólo está más allá del mundo; la teología de la mediación y la
cristología nos enseñan que Dios también está en la Creación y en la humanidad.
Mundo creado y humanidad son de Dios Padre por medio del Hijo y en el Espíritu. De
ahí su cualificación teologal. De ahí su valor como lugar de encuentro y de alianza entre
Dios y los hombres. Lo reiteramos no se trata de una conquista humana, es don de Dios.

Sacramento es una forma técnica, formulada y establecida por la teología


cristiana, para expresar las condiciones encarnadas de la mediación entre Dios y la
criatura. Sacramento es una manera concreta y específica de mostrar el valor teologal de
la mediación salvífica de Cristo en nuestro favor; un valor ligado a determinados gestos
rituales emanados de la verdadera humanidad del Hijo de Dios y celebrados por la
comunidad creyente en su nombre bajo la acción del Espíritu Santo.

Tema 2: Sacramentalidad y Sacramento


17

1 ¿Por qué la palabra sacramento?

A esta altura del discurso se hace necesaria una aclaración. Estamos dando por
supuestas muchas cosas. ¡Y al tensar tanto el hilo se puede romper!

Si la base del tema sacramental se halla en las características singulares que


articulan la teología de la mediación, ¿por qué motivo hablamos de sacramento para
decir la verdad de esa mediación? ¿Qué tiene que ver la palabra sacramento con las
condiciones en las que se da la relación Dios-ser humano?

Hay que comenzar por recordar que la palabra sacramento no aparece recogida
en la Escritura. No es un vocablo bíblico. Su origen es latino, y la Biblia está escrita en
hebreo y en griego. Este hecho invita a la reflexión: ¿cómo se ha abierto camino en el
mundo cristiano una realidad tan nuclear como la de sacramento sin apoyatura en la
Revelación de Dios? La respuesta ha de ser gradual.

Aunque el término sacramento no se halle en la Escritura no sería acertado negar


su relación con la Palabra de Dios. Y esto por dos capítulos. El primero porque las
realidades a las que se aplica la palabra pertenecen a la Revelación de Dios consignada
en la Biblia. En segundo lugar, porque la introducción de la palabra sacramento en el
universo cristiano fue propiciada por una traducción latina de la Biblia.

En efecto, como ya es sabido, alguna versión latina norteafricana de la Biblia


tradujo la palabra griega misterio por sacramento12. Por esta vía, los teólogos
norteafricanos fueron los que dieron a la palabra sacramento carta de ciudadanía en la
vida y en la teología cristiana. Habría que tener presente que el misterio
neotestamentario (sobre todo en Pablo) designa el plan secreto de Dios revelado en la
etapa final de la historia por medio de Jesucristo.13 El misterio, desde esta óptica, es el

12
Cf. H.VORGRIMLER, Teología de los sacramentos, Barcelona, 1989, p.68.
13
Del griego era misterio, al traducirlo al latín se usó sacramento: la transferencia jurídicamente valida de
una realidad desde el mundo profano al mundo religioso o sagrado. Era la cantidad de dinero que se
quedaba en un templo, a una diosa cuando el perdedor en un litigio pues tenia que asumir lo que el juez
había determinado. Había un litigio entre dos, se acude al juez, este decía, vaya al templo de venus y
depositen una cantidad de dinero, ahí se queda. El ganador del pleito recupera su dinero. Otro era el
18

proyecto de Dios escondido y ahora manifestado visiblemente. Cristo mismo, por ende,
es el misterio. Por su parte, la palabra sacramento tenía un significado jurídico-religioso
en el mundo romano. Expresaba la acción legal por la que una realidad quedaba
transferida de la esfera profana a la religiosa. Con el paso del tiempo, y gracias a San
Agustín (teólogo norteafricano), el vocablo sacramento fue interpretado como
perteneciente al género de los “signos”: signo visible de una realidad invisible (la
gracia)14.

Si nos fijamos bien en estos breves apuntes en torno a la cuestión del nombre
sacramento, el misterio paulino recoge en sí la entraña de las condiciones características
de la mediación en la relación entre Dios y el hombre y, además, de acuerdo a su verdad
cristológica. A su vez, sacramento, en cuanto signo (la orientación latino-occidental),
conserva también la estructura formal de la mediación entre Dios y el ser humano: el
encuentro en las condiciones del mundo del ser humano (en los signos) con el que es
transcendente (Dios, Cristo, la Gracia). Desde aquí se esclarece un poco más la
conexión entre los presupuestos en los que se da la relación creyente y la palabra
sacramento15.
Y con la claridad que nos proporciona esta información estamos mucho mejor
pertrechados para seguir avanzando.

2. Dos dimensiones convergentes en el tema sacramental: la sacramentalidad y el


sacramento

juramento que se incorporaba a la milicia militar, renunciaba al mundo civil al mundo sagrado de la
milicia, pues se consideró al emperador como sagrado y juraba casi al mismo emperador en calidad de
semidios. Son marcados con un sello de pertenencia al Imperio. Tertuliano ve esto como una analogía, lo
ve en el Bautismo como sacramento, la palabra sacramento no está en la biblia, está presente las
realidades que son ritos, que se definirán como realidad sacramento. Ve en cristianismo que el Bautismo
que imprime un sello indeleble. Este es el contexto: el dinero es sacramento que pasaba del aspecto civil
pasaba a un orden religioso. Tertuliano le pareció que por el bautismo el cristiano pasaba al mundo de la
milicia a la vida de Dios.
14
La palabra misterio+ sacramento+ signo: con la definición de Agustín recuperamos la definición de
misterio, como salvación de Dios. Signo visible de una realidad invisible. Realidad sensible de este
mundo por la que podemos llagar a otra realidad sin que hay una participación directa con la realidad
a la que se hace referencia. Comprobar si lo que decía Agustín con nuestro pensamiento.
15
Fe: es relación de Dios con el ser humano. Tiene como punto de mediación a la humanidad, porque así
se ha manifestado, Jesucristo es Dios y ser humano. Luego la humanidad de Jesucristo revela a Dios y lo
hace en el lenguaje humano, que puede ser mediado y conocido por los humanos.
19

De acuerdo con lo expuesto hasta el momento parece evidente que el tema


sacramental arranca, como de su fuente, de la mediación singular de Cristo en la
comunicación entre Dios y los hombres. Desde esos presupuestos se entenderá que, por
la cualificación teologal de su humanidad unida a Dios y por el lugar insustituible que
ocupa en la economía salvífica, Cristo sea el primero (quizás el único) que merezca ser
denominado sacramento. En realidad, Él es el gran sacramento del encuentro humano
con Dios16. En correspondencia con ese papel irremplazable de su mediación, este gran
sacramento (Cristo) ha dejado su huella en toda la historia salvífica; y lo ha hecho tanto
hacia delante, como hacia atrás. Los clásicos, de este modo, distinguían entre
sacramentos de la Antigua Alianza y de la Nueva Alianza17.

Así pues, todo en las relaciones entre Dios y el ser humano está tocado por la
gracia del gran sacramento que es Cristo: mundo creado, ser humano, Iglesia, proyecto
de Dios. Consecuentemente, la “cualidad sacramental” de Cristo habita e identifica
como sacramentales otras realidades. En este sentido, se habla del sacramento de la
Iglesia, del mundo, del ser humano 18 etc. Con todo, la historia de la teología cristiana ha
reservado, prácticamente en exclusiva, el nombre de sacramento para algunas
celebraciones rituales eclesiales en las que, de modo real y eficaz, acontece un
encuentro de los creyentes con la fuente de la gracia y de la salvación; es decir, con
Jesucristo. La Iglesia, además, siempre ha estado persuadida de que esas celebraciones
las realizaba en nombre de Cristo, de quien, por supuesto, reciben su ser y fuerza
salvífica.

De todas estas consideraciones se desprende que cabría distinguir dos medidas


en el interior del tema sacramental. Una, envolvente, gigante, atmosférica y estructural
que recorre todos y cada uno de los rincones de la fe. Otra, específica, concreta y de
tenor litúrgico. La primera suele recibir el nombre de sacramentalidad. La segunda se
llama sacramento y, por lo general, hace relación a los siete sacramentos que la Iglesia

16
La denominación de Jesús como sacramento se apoya en la teología del misterio de Pablo. Lutero
afirmaba que la Escritura sólo conoce un sacramento, Cristo. La teología contemporánea ha vuelto a
aplicar a Cristo el título de sacramento: C. Feckes (protosacramento o sacramento originario), E.
Schillebeeckx (sacramento del encuentro con Dios).
17
Por ejemplo, Santo Tomás en la Suma III, q.61, a 3 y 4.
18
Ver L.MALDONADO, Sacramentalidad evangélica. Signos de la Presencia para el Camino, Santander,
1987.
20

Católica celebra19. Entre sacramentalidad y sacramento hay una relación particular que
hay que justificar convenientemente para evitar malentendidos.

Los hay que piensan que el tema sacramental se limita al septenario o héptada (a
los siete sacramentos). Para éstos, extender la cuestión más allá de ese espacio sería algo
así como acabar difuminando la especificidad de las celebraciones sacramentales en alas
de una noción de sacramento tan amplia como confusa 20. Por eso, están persuadidos de
que la univocidad del concepto sacramento favorece la claridad de las cosas, la
veracidad de la práctica eclesial y, por tanto, el desarrollo de la vida espiritual de los
fieles. Además, si todo es sacramental, ¿los siete sacramentos no pierden importancia?
Si todo es sacramental, ¿qué tiene de singular un sacramento?

Por el contrario, para otros, el reconocimiento de una dimensión sacramental que


acompaña la historia de las relaciones entre Dios y el ser humano no supone ningún
menosprecio al valor y a la singularidad del septenario. Al contrario, ubica mucho mejor
la cuestión y, con ello, favorece su comprensión y vivencia. La clave, además, está en la
figura sacramental por excelencia, Jesucristo, que no sólo hay que situar en un momento
concreto de la historia, sino que media ya desde el inicio del mundo y, al final, ha de
recapitularlo todo. La sacramentalidad, en esta visión, representaría el escenario y el
lenguaje en los que se ha dado, porque así Dios lo ha dispuesto, el diálogo salvífico
entre Dios y la humanidad. Un escenario y un lenguaje siempre encarnados porque
estaban orientados hacia Cristo y por Cristo, y que, además, han recibido en Él una
sanción especial que ha abierto nuevas posibilidades. Esas nuevas posibilidades son las
que se hallan presentes en los siete sacramentos.

Creemos honradamente que este segundo planteamiento hace mayor justicia a la


cuestión sacramental. En verdad, todo el misterio de la fe y toda la vivencia cristiana
acontece en condiciones de sacramentalidad. Sin embargo, esta sacramentalidad tiene
un punto luminoso en el que halla su verdad. Ese punto nuclear es Jesucristo. De este

19
Esta distinción nos la ha inspirado L.M.CHAUVET en la o.c., pp.159-162.
20
R.ARNAU explica muy bien esta discusión en Tratado general de los sacramentos, Madrid, 1994,
pp.6ss.
21

punto nuclear, a su vez, los siete sacramentos son focos clave 21, con personalidad
propia, que iluminan y explican el horizonte del que forman parte.

Resumiendo. Sacramento y sacramentalidad no son realidades enfrentadas, ni


que haya que contraponer. Ambas se reclaman y se necesitan. Sacramento y
sacramentalidad, sencillamente, son las dimensiones internas que convergen y
conforman en su integridad el tema sacramental en la economía de la fe cristiana. Esta
medida y esta profundidad manifiestan sin ambages el tenor fundamental de la noción
sacramento en el mundo cristiano.

3. El lugar del sacramento en la vida y en la teología

Según la perspectiva que se adopte (ceñida a los sacramentos o abierta también a


la sacramentalidad) el emplazamiento de nuestro tema varía.

Si reducimos lo sacramental a los siete sacramentos todo indica que su ubicación


en la vida cristiana y en la teología se encuentra hacia el final. Y no porque no tenga
importancia, sino porque la celebración sacramental y la reflexión teológica sobre la
misma están precedidas por otras muchas realidades y cuestiones.

La lógica del proceso de la fe sostiene que ésta es un don de Dios relacionado


con el anuncio de la Buena Noticia y de su testimonio. Los sacramentos son
celebraciones de la fe. Como afirma el Vaticano II: “para que los hombres puedan llegar
a la liturgia es necesario que antes sean llamados a la fe y a la conversión” (SC 9). En
esta dirección, los sacramentos (al igual que la liturgia) son cumbre, culminación del
proceso creyente, aunque se les reconozca también un valor de fuente de la que mana la
fuerza del ser y de la acción de la Iglesia (SC10). Por eso mismo, su lugar está más bien
hacia el término del itinerario de la construcción de la identidad cristiana. En esta
óptica, la teología estudia los sacramentos después de haber pasado por todos los
grandes tratados. Además, por su conexión con la celebración, el sacramento parece

21
«Esta venida de la gracia en visibilidad va a ser sometida a análisis aquí, para llegar finalmente a
comprender que los siete sacramentos de la Iglesia constituyen sólo los focos de una sacramentalidad más
amplia, que abarca el mundo entero» (E.SCHILLEBEECKX, Jesucristo, sacramento del encuentro con
Dios, San Sebastián, 1964, p.10).
22

algo así como “la práctica de la fe”; en tal caso, se cree pertinente que la preceda la
teoría.

Por el contrario, si la comprensión del tema sacramental es más amplia; si se


reconoce la sacramentalidad del misterio de la fe y de su vivencia, el emplazamiento
cambia. En tal caso, la sacramentalidad pasa a convertirse en una realidad que
acompaña todos y cada uno de los pasos de la vida cristiana y, coherentemente, en un
tema transversal de la teología. De ahí que, aunque los sacramentos propiamente dichos
ocupen un lugar concreto en la teología, pueda hablarse también de una teología
fundamental de la sacramentalidad22 que, lógicamente, traslada nuestro tema a la base
misma del misterio de la fe. Sacramento, en esta concepción, es una de las categorías
“transcendentales”23 de la teología cristiana y de la vida cristiana. Esta segunda
ubicación se nos parece más pertinente.

El tenor fundamental y transcendental de este tema apunta su relevancia para la


vivencia ordinaria de la fe. Estamos ante una realidad que aúna la teoría y la praxis, la
vida y la celebración.

3. Configuración y perfil teológico de la definición de sacramento

La ubicación de la cuestión sacramental en la vida y en la reflexión también


repercute en la definición del concepto sacramento. Hay una discusión clásica en torno a
la vinculación y consiguiente configuración cristológica o eclesiológica de los
sacramentos24. Se trata de una falsa discusión, sobre todo, si se contempla desde la
sacramentalidad que rodea al hecho mismo de la fe. La centralidad del misterio de
Cristo en la vida y en la reflexión cristiana permite vislumbrar una clara conexión del
sacramento con la cristología. De hecho, Jesucristo es el sacramento del encuentro de
Dios con los hombres25. Pero la centralidad de Cristo, como venimos recordando, tiene
repercusiones que afectan a la totalidad del misterio de la salvación, desde su inicio

22
Idea muy extendida en la teología contemporánea (ver L.M.CHAUVET, o.c., pp.12s). No olvidemos el
título de nuestro libro: sacramento, una noción cristiana fundamental.
23
Entendemos por categoría “transcendental” lo que dice H. FRIES; es decir, aquélla que posee la
capacidad de orientar, abarcar y acompañar todos y cada uno de los temas de la geografía teológica
(“Revelación”, en Mysterium Salutis I, Madrid, 1981, p.207).
24
Se sigue muy bien este debate en R.ARNAU, o.c., pp-10-11
25
Título de la famosa obra de E.SCHILLEBEECKX ya citada.
23

hasta su consumación. Por tanto, el sacramento, que recibe su ser de la cristología, se


haya vinculado con todos los otros temas que conforman la geografía teológica (sobre
todo a la comprensión de Dios, la Trinidad). En esta vinculación, destaca la Iglesia, que
continúa la obra de su Señor y que, además, celebra los sacramentos en su nombre. En
definitiva, siendo profundamente cristológico el corazón de la sacramentalidad y del
sacramento, éste se halla coloreado y matizado por el resto de los temas de la fe y, en
especial, por el de la Iglesia que, obedeciendo a su Señor, concreta la
archisacramentalidad26 del misterio cristiano en las celebraciones de los sacramentos.

Así pues, la definición de sacramento será tanto más veraz cuanto refleje toda su
hondura. Queremos decir que será más completa aquella definición que manifieste el
tenor cristológico y eclesial de la noción, pero que recoja también los matices del
conjunto de los temas que entretejen el misterio de las relaciones Dios-ser humano, y
que hacen del sacramento un tema transversal (la sacramentalidad). En este sentido, una
definición extensiva e inclusiva será más pertinente que una reducida o sintética.
Sacramento, en suma, tiene que ver con la Revelación del misterio de Dios en toda su
amplitud. De ahí que la definición deba contener matices creacionales, histórico-
salvíficos, antropológicos, morales, trinitarios, espirituales..; todos ellos capitaneados
por la cristología y su prolongación eclesial y celebrativa.

4. El contraste entre la importancia de lo sacramental para la fe y la crisis de


nuestros días, un desafío para la pastoral evangelizadora

A la vista de los datos que vamos aportando se evidencia la relevancia de lo


sacramental para la vida de fe y para la pastoral de la Iglesia. Sin embargo, esta
importancia está desmentida por la evolución de la práctica de los sacramentos en la
actualidad.

En efecto, en nuestros días asistimos a un fenómeno de deserción en la práctica


sacramental. Incluso entre los que se declaran abiertamente cristianos. Por diferentes
causas la celebración de los sacramentos está en crisis. Uno de los motivos que suelen
indicarse es el de la distancia de las celebraciones con respecto la vida cotidiana; por

26
La expresión “archisacramentalidad de la fe” se la hemos tomado prestada a L.M.CHAUVET, o.c.,
pp.161s.
24

tanto, se aduce como razón causativa de la crisis la dificultad de conectar la praxis


sacramental con lo que significa ser persona cristiana en la vida ordinaria. Esto justifica
el que, muchos, sobre todo los más jóvenes, reivindiquen la posibilidad de ser discípulo
de Jesús sin mantener una práctica sacramental constante. ¿Qué significa esto?

Este fenómeno ha de abordarse cabalmente para lograr desentrañarlo. En él,


como se intuye, confluyen múltiples vertientes y perspectivas. Entre ellas, las que nacen
de la cultura a la que pertenecemos y condiciona nuestra experiencia humana. En
cualquier caso, tal circunstancia nos advierte de algo que no ha de dejarse en el olvido:
la importancia de la cuestión sacramental para la fe cristiana hoy tiene como correlato la
indiferencia de muchos creyentes. La pastoral, pues, ha de estar muy atenta y trabajar
con ahínco sobre este punto, que se avanza como un gran reto.

Interpretemos como interpretemos esta situación, manifiesta un fracaso radical


de la acción evangelizadora: no hemos sido capaces de transmitir de forma
comprensible la transcendencia de lo sacramental para la fe y, por ende, no se ha
iniciado adecuadamente en la fe. Si hay cristianos que piensan que la dimensión
celebrativo-sacramental puede dejarse de lado, es que nuestra vivencia, nuestra
catequesis, nuestra manera de celebrar, nuestro comportamiento y nuestra teología han
fallado. Cuando la fe y la celebración sacramental se contemplan como realidades
distintas y distantes, algo nuclear en el proceso de la transmisión de la fe se ha
quebrado. Y de esta fractura todos, de una u otra forma, seremos responsables.

Con esto que comentamos está relacionado también un tema que, desde hace
tiempo, se viene repitiendo en el contexto occidental. La sacramentalización, se ha
dicho, no ha de acaparar la actividad de la misión eclesial. No obstante, sigue siendo
cierto que gran parte de las energías empleadas en la transmisión de la fe se centran en
las celebraciones sacramentales. Esto es necesario pero no es suficiente, sin caer en
polarizaciones absurdas. No hay que olvidar que la misión primera de la Iglesia es el
anuncio y el testimonio de la Buena Noticia, y que este anuncio ha de ir acompañado de
una celebración sacramental consecuente. Desgraciadamente, el énfasis eclesial en la
evangelización, de los últimos tiempos, ha coincidido con el período de mayor
deserción con respecto a los sacramentos.
25

Quienes tienen una visión “estrecha” del tema sacramental exigen


responsabilidades a los defensores del discurso de la sacramentalidad, al que acusan de
haber contribuido a diluir la importancia de los sacramentos y, con ello, de haber
propiciado su abandono. No obstante, tal acusación no hace justicia a la verdad.
Sabemos que todo posee en la fe un acento sacramental. Estamos convencidos de que
los siete sacramentos son focos que expresan singularmente una realidad que afecta a la
integridad de la experiencia creyente. Por eso, sin sacramentalidad no hay sacramentos,
sin sacramentos se desdibuja la sacramentalidad; en suma, sin sacramentos-
sacramentalidad es cuestionable que exista fe. La razón es obvia. Si la fe se asienta en
una base sacramental tan amplia como la relación de Dios con el ser humano, que se
irradia singularmente desde Cristo hacia los siete sacramentos, el abandono de la praxis
sacramental pondrá en entredicho la realidad de una fe al margen de las condiciones que
la hacen posible y la expresan en la celebración. En definitiva, la marginación de los
sacramentos socava la sacramentalidad de la fe y, como consecuencia, la hace inviable.
Por lo tanto, no es una comprensión fundamental de la sacramentalidad la que niega el
valor de los sacramentos. Al contrario, lo que hace es resaltarla. La explicación de la
crisis sacramental, pues, habrá que buscarla en otra dirección. Y todo parece indicar que
esa dirección apunta al hecho mismo de la fe. Detrás de una crisis sacramental hay una
crisis de fe.

La conexión de la sacramentalidad con la fe alcanza en los sacramentos una


expresividad elocuente. Los clásicos decían lex orandi, lex credendi27. Este adagio
latino se puede traducir libremente del siguiente modo: dime cómo oras y celebras y te
diré cómo crees. Hay aquí un dato precioso para nuestra reflexión. La celebración
sacramental es lugar teológico. El pensamiento creyente ha de tenerlo en cuenta a la
hora de elaborar una teología sacramental. Sacramentalidad, sacramento, vida y
celebración forman, en el mundo cristiano, una única realidad. De ahí la medida
fundamental de nuestro tema y, en relación con ello, la falacia que supone pensar que fe
y sacramento puedan divorciarse.

Por ahora no vamos a ir más lejos. Quede apuntado el diagnóstico y la tarea. La


teología ha de afrontar el desafío que supone para el cristianismo occidental católico la

27
Esta fórmula es una divulgación afortunada de la frase legem credendi lex statuat supplicandi, que tiene
su origen en Próspero de Aquitania, quien la empleó con acierto en la discusión con los semi-arrianos.
26

asimetría entre la relevancia del tema sacramental y la crisis de nuestros días. Una crisis,
en último término, de fe, de viabilidad de la experiencia de fe. ¡Casi nada!
Tema 3: La sacramentalidad: unidad en la diferencia

1. La unidad diferenciada, rasgo sacramental de la fe cristiana de largo alcance

Mirando atentamente cuanto venimos reflexionando, se puede apreciar cómo el


tema sacramental, tanto en su amplitud (sacramentalidad 28) como en su especificidad
(sacramento), dibuja una figura de contornos muy precisos. Una figura genuinamente
cristiana. Nos referimos a la unidad en la diferencia o la identidad en la alteridad.
Teologar sobre ella, como nos disponemos a hacer, no sólo nos revelará la centralidad
de nuestro tema para la fe, sino que nos permitirá vislumbrar mejor su extensión y, por
tanto, su relación con el tema de la paz.

1.1. La unidad en la diferencia como figura cristiana y sacramental

La mediación salvífica de Jesucristo, que está en la base del tema sacramental,


reposa sobre un principio axiomático: la humanidad en el mundo es el lugar del
encuentro y de la comunicación entre Dios y el ser humano. La mediación, por
consiguiente, acerca dos realidades distintas: Dios y la criatura. Este acercamiento en la
mediación, como sabemos, supone la existencia de un punto común de encuentro y
entendimiento: la humanidad en el mundo. Así pues, entre Dios y el ser humano, más
allá de su alteridad indiscutible, hay una realidad unitiva. Se trata de la condición
humana que reconcilia a Dios con la criatura en la encarnación, vida, muerte y
resurrección de Jesucristo. Expresando las cosas con más propiedad, la humanidad de
Jesucristo es mediadora porque conecta y une, en una relación posible, al Creador con la
criatura. Este hecho, como hemos indicado, es el origen de la sacramentalidad y del
sacramento.

La unidad que se establece entre Dios y la criatura a través de la humanidad de


Cristo es real. No es verdad, en consecuencia, que entre ambos (Dios y el hombre) sólo
haya diferencia. Sin que pierda su identidad, Dios es verdaderamente humano en Jesús
28
Dios se ha adaptado a nuestro lenguaje: esa mediación humana es una pedagogía de Dios.
27

de Nazaret; tan humano como cualquier otro ser humano o incluso más por la ausencia
de pecado29 (aunque de un modo especial, en lo referente al principio de la
personalización e individuación de la humanidad, dada la singular vinculación entre el
Verbo de Dios y Jesús de Nazaret30). Y es que desde la Creación la humanidad es de
Dios. Creación, Encarnación y Salvación, por ende, se han de leer en relación. Ello
justifica el que, en verdad, nadie pueda ser tan humano como Dios. Desde el punto de
vista que nos interesa, esto supone, entre otras cosas, que cuando alguien encuentra a
Dios en Jesús halla también su propia verdad; una verdad que es suya (la que explica su
finitud), pero una verdad que, simultáneamente, está más allá y es transcendente (Dios).
Se trata del lado de la unidad de la figura que estamos analizando. Pero, claro está, no
hay que olvidar el otro. Sin negar nada de lo indicado, se ha de afirmar también que, el
momento de comunión entre el Creador y la criatura en la humanidad, se ha de
combinar con el respeto escrupuloso de la realidad específica de cada uno de ellos; por
tanto, este encuentro comunional ni atrapa a Dios en el mundo humano, ni convierte en
Dios al hombre. Dios y el hombre no son lo mismo. Si hay una unidad entre Creador y
criatura, esa unidad no suprime su distancia. Es la vertiente de la diferencia, que hace de
contrapeso equilibrador en el trazo de nuestra figura.

La cristología, no podía ser de otra forma, tiene en la fórmula de Calcedonia la


delimitación dogmática de nuestra figura. Aquel Concilio la perfiló al explicar el
misterio de la unidad en el único Jesucristo de la divinidad y la humanidad. Calcedonia
afirmó que Jesucristo, el Hijo de Dios, era una sola persona en dos naturalezas, que no
se confundían, ni se dividían, ni cambiaban, ni se mezclaban. La figura de la unidad en
la diferencia, por esta vía solemne, adquiría rango oficial en el cristianismo31.

2.2. Las consecuencias teológicas derivadas de la figura sacramental de la “unidad en


la diferencia”: eficacia sacramental, estructura tensa de la fe, el engaño de los
dualismos, la inscripción corpórea de la fe y de los sacramentos

29
La ausencia de pecado en Jesús no supone una merma en su condición humana. Al contrario, subraya la
verdad del proyecto humano que ha salido de las manos de Dios (bueno y sin maldad) y expresa la
vocación a la que está llamada toda persona.
30
Nos referimos al hecho de que la tradición dogmática cristológica nos recuerda que la naturaleza
humana de Jesús subsiste (se individualiza, se sujeta) en la persona divina del Verbo.
31
Seguimos aquí el pensamiento de B.SESBOÜÉ, quien habla de la unidad diferenciada como del
“criterio que Calcedonia entrega a la teología” (Jesús-Christ dans la Tradition de l’Église, Paris, 1990,
pp.195ss.).
28

El tema sacramental, pues, descansa sobre el misterio de esta unidad


diferenciada, nacida de la mediación entre Dios y los hombres ejercida por Jesucristo.
Saberlo es de suma importancia para nuestro tema. Sobre todo para precisar con rigor
algunas cuestiones. Vamos a comprobarlo.

Por ejemplo, ¿qué se quiere decir cuando se afirma que en el sacramento está
Dios? Expresado de otra forma, ¿qué cabe entender por eficacia sacramental? Que
Dios está en el sacramento o que el sacramento es eficaz son dos proposiciones
verdaderas. En ellas, se expresa el hecho de que, en la humanidad y materialidad de la
celebración de un sacramento, Dios mismo, en Jesucristo y por el Espíritu, nos sale al
encuentro. Por tanto, el sacramento supone una auténtica experiencia de gracia. Allí, en
el sacramento, encontramos a Dios. Pero cuidado, se trata de una presencia en la
mediación sacramental. En el sacramento no hay un encuentro cara a cara (inmediato)
con Dios; se da, en efecto, una vivencia real de contacto con Él, aunque siempre de
acuerdo a las condiciones sacramentales (humanas) del encuentro. Este hecho es
insuperable. Mientras estemos en este mundo no cabe una forma de presencia de Dios
que no sea sacramental. Y es que la distancia entre Dios y la criatura urge y reclama
siempre la mediación. En este sentido, habrá que concluir que la presencia eficaz de
Dios en los sacramentos no es distinta, sino que prolonga ya que es su fuente, la
presencia de Dios en Jesús de Nazaret. Por eso, hay que equilibrar la afirmación de la
presencia sacramental y eficaz de Dios con la de su transcendencia y alteridad. Dios
nunca queda circunscrito en su presencia sacramental. Dios siempre es más y está más
allá del sacramento en el que traba contacto real con nosotros. La unidad entre Dios y la
criatura en la sacramento no suprime la alteridad, ni la diferencia entre los dos. Más
bien la presupone. De ahí la relevancia, el interés y el valor del sacramento en la actual
economía de la salvación.

A través de esta figura se desvela el suelo tensional32 sobre el que se levanta la fe


cristiana. La unidad en la diferencia entre Dios y el ser humano permite vislumbrar la
grandeza y la fragilidad de la sacramentalidad o, lo que es lo mismo, de las condiciones
que posibilitan la vivencia de la fe. La tensión es buena y positiva. De hecho es la gran
impulsora de la historia salvífica y de los desarrollos de la fe cristiana. Pero la tensión

32
Es una idea que nos acompaña desde hace tiempo (ver V. BOTELLA, Hacia una teología tensional,
España, 1994).
29

también tiene sus peligros, en cualquier momento se puede cortar. Y así ha sucedido y
sucede. Se trata de una tentación que acecha la vivencia de la fe. La ruptura de la
tensión puede acontecer en dos niveles complementarios. En un primer nivel (el
fundante), la tensión de la sacramentalidad se rompe cuando Dios se aleja tanto de la
realidad creada que la posibilidad de su mediación en el mundo se vuelve irrelevante o
carente de sentido (la tendencia gnóstica, doceta y los espiriritualismos desencarnados)
o, por el otro extremo, cuando se suprimen la diferencias entre Dios y su mediación
(Dios no sólo es igual, sino que queda reducido a Jesús o a cualquier proyecto humano).
En otro nivel (el específico del septenario), se quiebra la tensión de la sacramentalidad
cuando se niega la utilidad y la necesidad de los sacramentos o, por el contrario, cuando
éstos se emplean para manipular a Dios, como si Dios y el sacramento fueran una
misma cosa.

Pero no todo queda aquí. De la figura sacramental de la unidad diferenciada es


posible extraer otras consecuencias teológicas, espirituales y litúrgicas. Vamos a
comentar dos de ellas: a) la falacia de los dualismos y b) la inscripción corpórea de la
fe.

La unidad diferenciada expresa los rasgos peculiares de la relación que Dios ha


establecido con el ser humano en el mundo. El sentido de esta figura niega dos
extremos: la desconexión radical entre Dios y el hombre y la confusión simplificadora
entre ambos. El primero de los extremos es el que sostiene un planteamiento dualista.
Este dualismo puede ser de distinto signo: filosófico, teológico o espiritual. En
cualquier caso, el dualismo niega el valor de la sacramentalidad y, por ello, desmiente la
utilidad de los sacramentos. Y es que el dualismo se levanta sobre el presupuesto de la
existencia de dos principios, mundos o realidades irreconciliables entre sí. Normalmente
enfrenta a Dios con lo material y corpóreo. Dentro de este planteamiento la encarnación
de Dios es impensable y, con él, queda frustrada la razón de ser de la sacramentalidad.
En coherencia con esta comprensión ontológica dualista existe una antropología que ve
al ser humano como la suma de dos compuestos diferentes: alma y cuerpo. De este
compuesto, la parte verdaderamente importante y significativa sería el alma. Esta
antropología, como se intuye, también pervierte la base sacramental del encuentro real
con Dios en la humanidad de Jesucristo y socava el cimiento sobre la que reposan los
sacramentos.
30

El pensamiento cristiano no tolera el dualismo 33. El dualismo es contrario a la


revelación del Dios cristiano y a los presupuestos del diálogo salvífico mediado por
Jesucristo. La unidad diferenciada entre Dios y el ser humano y su correlato
antropológico (el ser humano como espíritu encarnado) son el suelo vertebrador de una
economía salvífica cristiana sacramental y antidualista. En ella, el sacramento es un
tope34 que no es posible saltar.

Si esto es así, se entenderá mucho mejor que la figura sacramental de la fe sea


una invitación a transitar positivamente por la realidad mundana y corpórea. La fe se
vive en la corporeidad del mundo creado y humano; sobre todo, en la corporeidad de
Cristo. Dios no sólo está más allá del mundo, ha dejado y sigue dejando su firma en la
carne de la creación y de la humanidad. Por tanto, para la fe cristiana el paso por el
mundo y el interés por las realidades del mundo, no son juegos políticos o sociales
irrespetuosos; dicho paso e interés tienen un valor constitutivo para el cristianismo. No
hay fe fuera del mundo humano concreto; no hay creencia desencarnada 35. La fe es
sacramental. La sacramentalidad es lugar en el que se articula de modo concreto y
significativo el tránsito de Dios por el mundo humano. Desde aquí, igualmente, se
vislumbra que la figura de la unidad diferenciada propone una relación original entre
teología y antropología.

El sacramento es un lugar de encuentro entre Dios y el ser humano. Su


estructura, por consiguiente, es dialogística: el sacramento es un diálogo entre la
antropología y la teología36. En este diálogo lo antropológico se torna teologal 37. Si por
teologal se entiende aquella realidad que remite y orienta a Dios, divinizando y

33
«El cristianismo no puede ser dualista; no cree que haya parcelas de realidad contaminadas de
antemano, impuras por naturaleza; no impone la censura previa o el veto a ninguna región de los real; no
alberga un sentimiento trágico de la realidad, como si fuese una magnitud partida en dos hemiferios
beligerantes» (J.L.RUIZ DE LA PEÑA, Creación, Gracia, Salvación, Santander, 1993, p.23).
34
«En su materialidad significante, los sacramentos constituyen así un tope insoslayable que impide toda
reivindicación imaginaria de empalme directo, individual e interior, con Cristo o de contacto iluminista de
tipo gnóstico con él. En ellos se ponen de manifiesto las imprescriptibles mediaciones, empezando por la
de la Iglesia, fuera de las cuales no hay fe cristiana posible» (L.M. CHAUVET, o.c., 160).
35
Ver P.GISEL, Croyance incarnée, Genève, 1989.
36
Hacemos una traspolación del lenguaje que B.SESBOÜÉ utiliza a propósito del sacramento de la
reconciliación (en la reconciliación hay un diálogo teológico-antropológico: a la confesión le responde la
palabra del perdón) a todos los sacramentos (ver “Pardon de Dieu, conversión de l’homme et absolution
par l’Église”, en L.M.CHAUVET-P.DE CLERCK, dirs., Le sacrement du pardon, Paris, 1993,
pp.157ss.).
37
Ver L.M.CHAUVET, Símbolo y sacramento, p.159.
31

transformando la vida de la criatura, conforme a Él, el sacramento, como experiencia


del ser humano en el mundo en la que Dios se hace presente, es teologal. La
teologalidad del sacramento es la prolongación en los signos de la corporeidad salvífica
de Cristo. La fe sacramental cristiana, por ende, no ha de abandonar nunca la
corporeidad de esa inscripción del don de Dios, fuente de la salvación.

La inscripción corpórea de la fe se refleja en la propia celebración sacramental.


Los ritos, los gestos, las palabras de la celebración de los sacramentos comprometen la
corporeidad de los celebrantes (su humanidad). Se unge, se sumerge en el agua, se toca
imponiendo las manos, se alimenta el cuerpo humano pero, en verdad, lo que queda
afectado y transformado es la realidad profunda del ser humano y del ser eclesial. Esto
subraya la relevancia para la fe de una buena celebración litúrgica de los sacramentos y,
en concreto, la importancia del cuidado esmerado de la materialidad de los signos,
símbolos y gestos.

En relación con esta inscripción corpórea de la fe está la definición de


sacramento que algún autor ha propuesto: un sacramento es la expresión simbólica de
la corporeidad de la fe38. En coherencia con esta definición está la posible presentación
o catalogación de los siete sacramentos desde la perspectiva del cuerpo. Un cuerpo que,
en último término –no lo olvidemos- es el de Cristo y el de su prolongación eclesial.
Así, los sacramentos de la iniciación cristiana (bautismo, confirmación y eucaristía),
serían los encargados de introducir en la corporeidad de Cristo por medio de la
corporeidad eclesial. Literalmente estos sacramentos nos hacen cuerpo (in-corporan)
personal y eclesial de Cristo. La penitencia y la unción, por su parte, tratarían de
restablecer la cohesión, deteriorada por el pecado o la enfermedad, en el cuerpo
personal y eclesial de Cristo. De ahí que re-in-corporen. El matrimonio y el orden, a su
vez, capacitarían sacramentalmente para el desempeño de misiones y funciones
específicas en el interior de la corporeidad de la Iglesia.

38
Es la postura de L.M.CHAUVET, o.c., p.159.
32

Tema 4: Sacramentalidad: relación y tensión

El mundo sacramental (sacramentalidad y sacramento) conlleva una visión de la


realidad singular. Esta visión la podríamos denominar “relacional”. El papa Francisco
afirma que “todo está relacionado”39. La razón es el hecho de la creación. El Creador es
la referencia que aúna a todos los seres en el horizonte de una creación nacida del amor
y de la bondad de Dios. Por tanto, la Creación relaciona y hermana a las criaturas. Tal
circunstancia favorece una postura defensora del hogar común, la tierra. Y donde hay
hermandad es más fácil vivir la paz.

En el presente capítulo quisiéramos presentar la conexión del tema de la


sacramentalidad con la visión relacional de la realidad y, después, mostrar como esta
relacionalidad cabe interpretarla en términos de tensionalidad. Las tensiones solemos
entenderlas como amenazas o preludio de conflictos. La tensión, en este sentido, sería
enemiga de la cultura de la paz. Sin embargo, la sacramentalidad cristiana, desde los
presupuestos de la fe, propone una lectura positiva de la tensión; lectura que intenta
respetar la singularidad de cada actor y de cada elemento en la realidad, pero que lo
hace subrayando lo que une y armoniza más allá de las diferencias. Por esta vía, la
sacramentalidad defiende un camino conducente a la paz.

1. Creación40 y ser humano

Lo hemos comentado en capítulos anteriores, la sacramentalidad se asienta en el


presupuesto creacional, sostenido y corroborado por la Encanación-Pascua del Hijo de
Dios. La transparencia (sacramentalidad) de la realidad y del ser humano supone su
conexión inmediata con el Dios Creador, Salvador y Santificador. Es el misterio de la
unidad diferenciada que explica, sobre todo, al ser humano. Por eso, la realidad creada

39
El mundo nace y sale de las manos de Dios. su validez de criatura encuentra su unidad en el Padre Dios.
uno es el que está en el origen. Las criaturas guardan algo u origen común, todas han sido creadas por
Dios. esta condición vuelve hermanas las creaturas. Hay diferencias que deben ser respetadas. La relación
en la creación es tensa y todas tienen que estar en su lugar para que se pueda dar la convivencia en la casa
común. Puede ser beneficiosa de comunión o conflictiva donde no es posible la paz en dicha relación.
40
Llama a la existencia Dios lo que no era o no existía. Dios es el increado, luego todo el resto de las
creaturas procede del acto creador de Dios.
33

(la comprensión sacramental) postula una comprensión relacional del ser, una ontología
relacional. Sobre ello vamos a reflexionar en este primer apartado, fijándonos, sobre
todo, en la antropología.

La antropología cristiana tiene en los textos de los orígenes una referencia fontal.
Por ellos hay que pasar una y otra vez para responder a la pregunta por la concepción
del ser humano que la Revelación ofrece.

Dos son los relatos que contienen las enseñanzas fundantes sobre la comprensión
del ser humano: los textos creacionales de los dos primeros capítulos del libro del
Génesis (Gn 1,1-31 y 2,4-25) .

El primero de ellos, el llamado relato sacerdotal de la creación, de una forma


ordenada y ascendente va desgranando la obra divina creadora a lo largo de los días de
la semana. En la cúspide de la acción de Dios, en el día sexto, el ser humano es creado:
“y dijo Dios: hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y
manden en los peces del mar y en las aves del cielo y en las bestias y en todas las
alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra. Creó, pues, Dios al
ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó. Y
bendíjolos Dios, y díjoles Dios: sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y
sometedla...” (Gn 1, 26-28). De esta narración, para nuestro propósito, interesa destacar
algunas ideas: a) Dios es la razón de ser del hombre; b) la dignidad de la criatura
humana procede de su Creador y c) la condición humana creada se vive en el misterio
de una unidad diferenciada.

a. Dios es la razón de ser del hombre. La noción de creación remite en exclusiva


a una acción del Creador. En el caso que nos ocupa, de la nada y por mediación de la
Palabra, lo que no era y quien no era son. Así, sin ir más lejos, el ser humano es deudor
de su Hacedor, que hace que sea lo que es: la condición humana, por ende, es de Dios y,
siendo ella misma en el desarrollo de sus potencialidades y capacidades, nunca deja de
ser de Dios41. Esto significa que el “yo humano creado”, la identidad humana, es
inexplicable sin Dios. Dios, por tanto, forma parte de la definición y de la realización de
la criatura. Dicha definición y realización, en cualquier caso, están relacionadas con la
41
Ver la obra de P.GISEL, La Création, Genève, 1987.
34

Palabra de Dios que constituye en su verdad al ser humano 42. Si el mundo ha sido
vocacionado para ser por la Palabra Dios, en el hombre esa vocación (llamada) tiene un
sentido mucho más hondo. La criatura humana -aquí radica la singularidad- ha sido
habilitada por la Palabra creadora para responder a la llamada con su propia palabra y,
de este modo, convertirse en interlocutor cualificado del Creador, colaborar con Él en el
acabado del mundo (co-creador43) o, lo que es más extraordinario, rechazar incluso la
conversación planteada por su Hacedor. Desde esta perspectiva, parece evidente que el
sujeto humano crece en su mismidad en la medida en que responde a la Palabra que le
ha modelado y le hace ser (todo lo contrario, claro, acontecerá cuando no haya respuesta
o se dé un rechazo explícito de la conversación). En este sentido, la estructura del ser
humano es claramente dialogal (un yo frente a un Tú primero y creador) y, por eso,
constitutivamente social (un yo frente a “otros”). Este hecho es de enorme
transcendencia.

b. La dignidad de la criatura humana procede de su Creador. El ser humano,


según el primer relato de la Creación, ha sido creado a imagen y semejanza de su
Hacedor. Por consiguiente, lleva en sí la huella del Creador. Esta huella contiene y
expresa la dignidad de la criatura. Se trata de una dignidad absolutamente gratuita
porque el ser humano no ha hecho ningún mérito para recibirla: es puro regalo,
donación. Esta dignidad donada por Dios es un rasgo inherente que define a cada
humano, con independencia del hecho de creer. De ahí que nadie pueda arrebatar al ser
humano esa dignidad ofrecida que le caracteriza. Consecuentemente, la posibilidad de
sustraer tal dignidad a la criatura será percibida como un atentado no sólo contra el ser
humano, sino contra el mismo Creador. De este modo, en el hecho mismo de la creación
Dios está poniendo las bases para “el milagro” de percibir en la realidad del ser humano
(también en la creación) “algo más”: el signo de su presencia transcendente. La

42
Se puede consultar W.KERN, “Interpretación teológica de la fe en la Creación”, en Mysterium Salutis
II, Madrid, 1977, pp.389-398.
43
La co-creación (lenguaje de D.BOROBIO, “El matrimonio”, en La celebración en la Iglesia II.
Sacramentos, Salamanca, 1988, p.519) a la que aludimos tiene en la obra citada de P. GISEL otra
presentación, quizás más clara todavía: el hombre no es creador primero y último; es creador en situación
de respuesta (p.37).
35

humanidad refleja a Dios44. Esta transparencia original en la que Dios se muestra, a la


luz de Cristo, se llama sacramentalidad.
c. La condición humana creada se vive en el misterio de una unidad
diferenciada. La dignidad recibida por la criatura abarca una condición humana común
pero diferenciada (“hombre y mujer los creó”). El ser humano es un misterioso “ser a
dos”45. Lo cual tiene muchas consecuencias. Por una parte, la individualidad del varón o
de la mujer es completamente humana y digna. Por otra, esa individualidad humana y
digna no es la totalidad del ser humano porque falta algo de esa misma condición que el
sujeto humano singular, él o ella, no posee. La diferenciación sexual, pues, es el signo
de esta situación “de pobreza antropológica” 46 que, necesariamente, abre a la criatura
humana a la experiencia del diálogo, de la comunicación, del encuentro y del amor.
Como es lógico, esta apertura persigue la compleción de la propia humanidad. Una
mayor humanización -podría decirse- que será alcanzada gracias al “otro” y, en especial,
al otro marcado por la diferencia sexual.

El segundo de los relatos de los orígenes (el yahvista) narra de una forma
dramatizada y colorista la creación del ser humano. Dios, a modo de alfarero que trabaja
el polvo del suelo primordial, modela al hombre y le insufla en sus narices aliento de
vida para que resulte un ser viviente (Gn 2, 7). El hombre creado es colocado en el
jardín del Edén. El mismo Dios percibe la soledad del hombre y trata de ofrecerle una
ayuda adecuada (2, 18); Dios se pone otra vez manos a la obra trabajando el polvo del
suelo y, ahora, modela los animales; a continuación, se los presenta al hombre, que les
da un nombre, participando de este modo en el acabado de la obra creacional (2, 19-20);
sin embargo, ninguno de ellos representa la ayuda deseada. Finalmente, Dios adormece
al hombre para quitarle una costilla de la que forma una mujer (2, 21-22). La reacción
del hombre al verla es inmediata e inequívoca: “esta vez sí que es hueso de mis huesos y
carne de mi carne. Ésta será llamada mujer, porque del varón ha sido tomada” (2, 23);
para concluir, el texto extrae una conclusión antropológica de largo alcance: “por eso

44
Recordemos un texto muy significativo del libro del Génesis: el encuentro entre Esaú y Jacob en el
capítulo 33. Después de la distancia entre los hermanos, distancia introducida por el engaño por el que
Jacob suplanta a su hermano ante su padre Isaac para recibir la bendición paterna, se produce un
encuentro fraterno que, lejos de estar marcado por el enfrentamiento, conduce a una reconciliación. Jacob,
entonces, exclama: “si he hallado gracias a tus ojos, toma mi regalo de mi mano, ya que he visto tu rostro
como quien ve el rostro de Dios, y me has mostrado simpatía” (33, 10). El rostro de Esaú que perdona
refleja el rostro misericordioso de Dios. Jacob reconoce en su hermano a Dios.
45
La expresión está tomada de D.BOROBIO, o.c., p.516s.
46
Cf. P.GISEL, o.c., pp.35-36.
36

deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne ”
(2, 24). En este relato se perfilan algunas ideas interesantes para nuestro discurso: a) la
radical pertenencia a Dios del hombre y de la mujer; b) la igualdad en la condición
humana del hombre y de la mujer, más allá del tenor patriarcal del texto y c) el apunte
de un proyecto de vida coherente con la unidad diferenciada de la condición humana: el
matrimonio.
a. La radical pertenencia a Dios del hombre y de la mujer. Como en el relato
sacerdotal, es palmario el hecho creacional y, como consecuencia, la pertenencia
constitutiva del ser humano, varón o mujer, al Dios creador y modelador del ser. Una
pertenencia que, en el texto, se expresa en el trabajo divino del polvo del suelo, o de la
costilla del varón, y en la donación del soplo del aliento vital.

b. La igualdad en la condición humana del hombre y de la mujer, más allá del


tenor patriarcal del texto. Hay un sabor patriarcal en el relato. No cabe duda. Es
normal. Responde a una época. No obstante, el contenido del texto, su enseñanza,
claramente se sitúa por encima de cualquier interpretación sexista, pues desvela la
igualdad radical del varón y de la mujer en la condición humana. La exclamación alegre
del varón al contemplar a la mujer es reveladora: se reconoce a sí mismo gracias a ella.
Desde luego, no se trata de un reconocimiento egoísta y proyectivo. Este
reconocimiento hay que leerlo en la clave que proporciona el propio relato: la
incapacidad del varón de llegar a ser hombre pleno de una forma aislada. Únicamente el
varón llega a ser él mismo en la relación con la mujer y, claro, viceversa (no olvidemos
la entraña patriarcal del relato). El ser humano es “un ser a dos”. Por tanto, cabe
subrayar que la realidad ser humano tiene dos presentaciones iguales en su dignidad y
valoración, aunque diferentes en su condición sexuada; dicha condición es la huella de
una pobreza que ha de colmarse en una relación tendente a la comunión (el
reconocimiento de la propia identidad gracias al otro, el nosotros). Este último aspecto
abre a la tercera de las ideas significativas del relato.

c. El apunte de un proyecto de vida coherente con la unidad diferenciada de la


condición humana: el matrimonio. El ser humano se logra, llega a ser lo que es en
plenitud y se realiza, en la relación con el “otro”. La sexualidad es la huella de esta
realidad que, finalmente y en el texto, dibuja los contornos de un proyecto de vida
común y plenamente humano: el matrimonio. La verdad es que el matrimonio no se
37

nombra, pero se sobreentiende y se anuncia. La tradición bíblica posterior lo aclara en


labios del mismo Jesús47. Este proyecto revela que la diferencia entre el hombre y la
mujer, dentro de su radical unidad en la dignidad y la igualdad humanas, halla su
realización congruente en una comunión profunda expresada en el “hacerse una sola
carne”. El reconocimiento mutuo en el otro, el descubrir las posibilidades que el otro
ofrece para el propio crecimiento en lo que de humano cada uno es, es la base de este
proyecto humanizador (el matrimonio).

Si ahora, y a partir de las enseñanzas de estos textos, tuviéramos que condensar


los principios de una doctrina bíblica de los orígenes, que iluminara un posible concepto
de ser humano, habría que considerar las siguientes datos: a) el ser humano es un ser en
relación y relacional; b) por lo tanto, sin esas relaciones se difumina la realidad del ser
humano y se malogra su identidad; b) en la Escritura las relaciones identificadoras del
ser humano abarcan de modo convergente dos direcciones: 1) Dios-Creador y 2) los
otros seres humanos; c) la relación con Dios es primera, constitutiva y acompaña
implícitamente la realidad personal de cada sujeto, haciéndolo único e irrepetible; d) la
relación con los demás seres humanos es una expresión expansiva de la relación
primigenia y fundante con Dios creador; d) por eso, el “otro humano”, que es
transcendente a uno mismo, también es fuente identitaria en la construcción personal; e)
la relación con el “otro humano”, permite el descubrimiento y desarrollo de la
personalidad dada pero a conquistar (única e irrepetible), explicitando con nitidez el
valor constructivo de la diferencia en la igualdad, sobre la que se levanta la relación
interpersonal; f) la sexualidad es la marca de la diferenciación entre los diferentes
individuos y abre a una relación más humanizadora y personalizadora con el otro; esta
relación tiene en el matrimonio su figura acabada.

2. Alianza y ser humano

Las bases antropológicas asentadas por los relatos creacionales se profundizan


en la Escritura en la Alianza48; aunque, seguramente, sería más acertado precisar que fue
desde la experiencia de la Alianza desde donde se construyeron y se asentaron los textos
de los orígenes. Y es que el momento central de la Revelación veterotestamentaria es la
47
Mt. 19, 1-6; Mc.10, 1-8.
48
Esta idea retropoyecta el origen en el Éxodo y Alianza: antes no tenia tierra ahora la tiene. se ha
adquirido la identidad de pueblo elegido. Si es fiel le va ir bien, y si obra de manera contraria le irá mal.
38

Alianza. Ella sirvió de clave iluminadora de los caminos presentes y futuros de Israel,
pero, igualmente, alumbró retrospectivamente sus comienzos como pueblo y los del
mismo mundo49. La Alianza, pues, ayuda a entender al ser humano y la noción de sujeto
en el proyecto de Dios.
La Alianza es una vivencia relacional: tanto ama Yahveh a Israel que lo libera de
la esclavitud y lo constituye como pueblo, regalándole una tierra y una ley. Israel, por
tanto, es introducido gratuitamente en una relación con el Dios creador y de la historia.
En contrapartida, se le pide a Israel que acepte la relación con este Dios y que se deje
conducir por Él: “tú serás mi pueblo y yo seré vuestro Dios”50. La Torá, la Ley, es el
signo visible del pacto, de la Alianza, de la relación contractual entre los dos
contrayentes. No es extraño que la Alianza, pronto, fuera considerada en la
espiritualidad judía como una boda o matrimonio. Dios y el pueblo, en ella, se
desposaron y se convirtieron en marido y mujer. Por esta vía la fidelidad a la Alianza se
convirtió en fidelidad matrimonial y la infidelidad en adulterio. Los profetas se
encargaron de recordar esta circunstancia para sostener y renovar la fe del pueblo51.

La Alianza, por consiguiente, profundiza y actualiza la idea de que el ser


humano, en este caso, el ser del pueblo, se erige sobre una relación primera y fundante
con Dios. El pueblo, como el ser humano, es y existe gracias a su conexión con Yahveh.
Sin Yahveh no es nadie. Lejos de Él se pierde a sí mismo, su verdad se difumina. Esta
relación se basa en el amor. Un amor que viene de Dios y que posibilita una respuesta
amorosa consecuente por parte del pueblo. El matrimonio es la imagen que mejor
expresa esta relación: la dinámica del amor que pone al pueblo en comunión con Dios y
que hace que el pueblo sea pueblo de Dios 52. La Alianza quedó sellada en la Ley. Ésta,
entre otras cosas, encauza y proyecta en dirección horizontal la vivencia relacional
transcendente que la funda.

En efecto, la Ley tiene dos ejes direccionales. El primero es el de la relación con


Dios (no habrá otros dioses, no habrá esculturas de las criaturas y no se les dará culto,
no se tomará en falso el nombre de Yahveh, se santificará el sábado en recuerdo al

49
Se pueden leer con provecho las reflexiones de W.KERN, “La Creación, fuente permanente de la
salvación”, en Mysterium Salutis II, pp.368-380.
50
Se comprometa a seguir la ley.
51
El caso del profeta Oseas es ejemplar. Su propio matrimonio tiene un valor simbólico de cara a la
relación de Yahveh con el pueblo.
52
Es la imagen del matrimonio que expone el profeta: fidelidad e infidelidad-adulterio.
39

descanso del séptimo día de la creación, Ex. 20, 1-11). El segundo es el de la relación
con los demás53 (honrar padre y madre, no matar, no adulterar, no robar, no dar falso
testimonio contra el prójimo, no codiciar lo ajeno, Ex. 20, 12-17).

Si observamos con atención, en la verdad de la Ley se mantienen los mismos


principios estructurantes del ser humano que estableciera el hecho creacional. La
relación explica el ser de Israel. Más en concreto, la identidad veraz del pueblo pende de
la fidelidad a los dos ejes que sostienen la Ley. En suma, la identidad del pueblo (pueblo
de Dios), como la del ser humano, es relacional.

Con todo, hay un caso en la Ley sobre el que conviene fijar la atención de modo
singular. Nos referimos, concretamente, a la relación que los israelitas han de tener con
los extranjeros. Dice la Ley: “no maltratarás al forastero, ni le oprimirás, pues
forasteros fuisteis vosotros en el país de Egipto” (Ex. 22, 10). Es cierto que el extranjero
tiene varias consideraciones a los ojos de Israel (enemigo, el que está de paso y que no
puede ser asimilado, el residente). En nuestro texto, la consideración que está en juego
es la del residente en suelo israelita. El comportamiento para con él ha de ser exquisito.
El libro del Levítico explicita mejor el alcance de este comportamiento: “cuando un
forastero resida junto a ti, en vuestra tierra, no le molestéis. Al forastero que reside
junto a vosotros le miraréis como a uno de vuestro pueblo y lo amarás como a ti
mismo” (Lv. 19, 34). La razón esgrimida tanto por el Éxodo como por el Levítico para
exigir este comportamiento (amar al extranjero como a uno mismo) es relevante: “pues
forasteros fuisteis vosotros en el país de Egipto”. Dicho con otras palabras, se ha de
amar al forastero porque ese forastero es Israel54. La Ley desvela al pueblo de Dios que
el extranjero residente en su tierra es una imagen veraz de cada israelita; en él, un buen
judío está llamado a descubrirse a sí mismo. Por eso, no sólo ha de amar al forastero a
causa del imperativo emanado de la Ley, sino, sobre todo, como resultado del

53
Jesucristo se personaliza humanamente, adquiere consciencia de quiÉn es a partir de dos relaciones, por
la relación con el Padre y con la relación con los otros. Hay dos relaciones que explican su identidad y su
ser. Una relación se llama filiación y la otra fraternidad. Jesucristo es el Hijo del Padre, es el hermano
especialmente de los pobres- criaturas. ¿Quién es el ser humano desde Cristo? Un ser humano que hace
que sea verdaderamente y consecuente con su ser es el vaciamiento, es el descentramiento, un olvido de sí
mismo, en servicio, la entrega, y todo esto no es otra cosa que es el amor.
Relación: unidad de la diferencia: amor: ponerse en el lugar del otro.
Buen samaritano:
54
V. BOTELLA, “Identidad en la alteridad. Reflexiones teológicas a propósito de la figura del extranjero
inmigrante”, en Teología Espiritual 40 (1996), pp. 141-156
40

ahondamiento en su propia experiencia de Dios. En ello se juega su mismidad. Israel no


puede rechazar lo que es, lo que le explica y constituye.

El segundo libro de Samuel narra un dramático episodio de la vida de David (2


Sam. 11-12). El deseo de hacer suya a Betsabé, mujer de Urías, lleva a David a cometer
un crimen. Da órdenes a sus generales para que Urías, abandonado en la batalla, caiga
frente al enemigo. El rey, así, consigue casarse con Betsabé. Yahveh envía a su profeta
Natán para que corrija a David por su comportamiento. Natán le cuenta una historia al
rey. En el relato se presenta el caso de un rico que se aprovecha de un pobre al que le
quita lo único que tiene. David se indigna contra el autor de tal injusticia. El profeta le
espeta: “Tú eres ese hombre” (2 Sam. 12, 7). Sólo entonces, David se da cuenta del
pecado que ha cometido y se arrepiente.

Hay en esta historia algo conmovedor e interpelante al mismo tiempo, que


encaja bien con la idea que estamos comentando. La Alianza, al igual que la Creación,
explican al ser humano a partir del “otro”. Por esta vía, lo propio de cada uno se
descubre y se hace patente en la relación con los demás. El otro, como si de un espejo se
tratase, devuelve, configurándola, la propia imagen personal. El yo y el tú se
entrecruzan en una experiencia personalizadora singular que expresa magníficamente la
Escritura por boca de Natán: Tú eres ese hombre. Por aquí, de nuevo, se vislumbra la
idea de que hay algo en el misterio de la persona humana que, siendo exclusivo y
propio, sin embargo, viene ofrecido por el Otro y los otros...

3. El ser humano a la luz del hombre Jesús

Con todo, el lugar por excelencia en el que la Escritura revela el estatuto del ser
humano es Jesucristo. La fe confiesa en él al Hijo de Dios encarnado: verdadero Dios y
verdadero hombre. Por eso, si se quiere averiguar qué significa la realidad humana para
Dios hay que acudir a Jesús de Nazaret. La antropología halla en Él su verdad. Una
antropología que confirma y lleva a plenitud las enseñanzas creacionales y de la
Alianza.

Jesús de Nazaret aparece en los evangelios sostenido por dos fuerzas


relacionales convergentes: la filiación y la fraternidad. La primera y fundante es la que
41

le une con intimidad a Dios, su Padre. Su experiencia del Abbá expresa con rigor esta
realidad. Jesús no entiende su condición humana como una entidad cerrada en sí misma.
Al contrario, su razón de ser, su singularidad, está sostenida por Otro, por su Padre.
Jesús vive este hecho -la filiación- como una fuente de personalización. La segunda
relación que explica al hombre Jesús es su entrega a los otros en razón de su relación
con el Padre. Jesús, como repite la Escritura, no hace su voluntad sino la de Aquél que
lo ha enviado55. Él está al servicio de los otros a causa del reino (proyecto del Padre). La
entrega generosa a favor de los demás -la fraternidad- explica también la raíz de su ser
hombre y se une con naturalidad a la relación de filiación que le configura.

En efecto, el Padre y el Reino llenan la vida de Jesús dándole sentido. El Padre y


el Reino conforman y articulan su humanidad concreta. La filiación y la fraternidad son
los principios estructurantes de la existencia del hijo de María. De acuerdo a esto, el
“ex-centricismo” es el rasgo que mejor define la personalidad de Jesús. Esto quiere decir
que la realidad individual humana de Jesús se elabora a modo de respuesta: responde
ante el Padre en cuanto Hijo, y responde como hermano ante los demás en el servicio al
Reino a causa de su filiación. Este des-centramiento, aunque suene extraño, es
personalizador: favorece el desarrollo libre y positivo del ser humano. De ahí que Jesús,
que lo vive como proyecto de Dios, lo proponga para los demás como vía de salvación y
de plenitud (“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y
sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por
mí y por el Evangelio la salvará”, Mt. 8, 34ss). Y es que la clave de este
descentramiento personalizador es el amor, que, en verdad, es la realidad más
humanizante de todas las posibles, para quien se deja conducir por él. En este horizonte
existir es “proexistir”. La proexistencia56 caracteriza a Jesús: él vive para el Padre y para
los demás en el proyecto del Padre. Esta proexistencia se condensa real y
simbólicamente en las palabras de Jesús en la Última Cena (“esto es mi cuerpo que se
entrega”, “esta es mi sangre derramada por muchos”); estas mismas palabras anticipan
su donación salvadora en la cruz. Éste es el motivo por el que el estilo de ser hombre de
Jesús, su forma humana, sea el amor: él se vació de sí mismo para ofrecerse, en una

55
Ver Jn 4, 34; 6, 38-40.
56
La idea de Jesús hombre para los demás tiene su origen en la antropología teológica de K. Barth, que
define así a Jesús al esclarecer la relación que él tiene con los demás hombres, en cuanto que se integran
en la alianza que Dios les ofrece. H. Schürmann le dio fundamentación exegética a esta idea y creó la
categoría “pro-existencia” (cf. O.GONZÁLEZ DE CARDEDAL, La entraña del cristianismo,
Salamanca, 1997, p.469).
42

donación amorosa incondicional y total, al Padre y al prójimo. Este movimiento de


servicio, de entrega, de sacrificio personal sin límites desvela, simultáneamente, la
verdad del misterio del ser humano y la condición divina del Hijo de Dios; por este
conducto, se vislumbra un encuentro, una unidad profunda en el amor entre Dios y la
criatura, entre el ser humano y el Creador. La comunión es el resultado final del proceso
sacrificial que hizo suyo Jesucristo: comunión con y en Dios y comunión con la
humanidad en Dios57. Resumiendo: ser hombre, de acuerdo al modelo que nos ofrece
Dios en el Nazareno, significa ser hijo y ser hermano; es decir, lo que define la
humanidad en el caso Jesús es su capacidad de construirse, de recibirse y de afirmarse
en la trama relacional con el Otro y los otros. Una trama que tiene como material
configurador el amor y se expresa con nitidez en la apertura radical en la historia a
quien está más allá y transciende al propio sujeto.

Si la humanidad de Jesús es fuente de inteligencia para la antropología cristiana,


lo que se afirme de ella valdrá -salvadas las distancias que haya que salvar- para nuestra
condición humana58. Por consiguiente, la filiación y la fraternidad serán igualmente los
principios configuradores del verdadero sujeto humano. Esta idea marcará la
comprensión cristiana de la persona humana. A este propósito, Olegario González de
Cardedal, con gran lucidez, recuerda que “la cristología y la antropología en Occidente
han sido elaboradas en reciprocidad”59.

Pero Jesús enseña algo más. Las relaciones de filiación y de fraternidad, que
explican quién es el ser humano de acuerdo al Evangelio, tienen un punto de
convergencia que es preciso explicitar. En él se ve toda la hondura del planteamiento
cristiano. La filiación y la fraternidad, que articulan al sujeto humano en su conexión
con el Otro y los otros, se encuentran en la dirección de la figura del pobre y del
necesitado. En el lugar del pobre, aunque parezca paradójico, se juega la identidad del
que vive la filiación y la fraternidad y, por tanto, de la persona humana. Hay un texto

57
Sobre este tema se puede ver D.SALADO MARTÍNEZ, “¿Para cuándo una verdadera explicación
sacramental de la sacrificialidad eucarística? Anotaciones críticas a un documento eucarístico para el
Añor Jubilar”, en Escritos del Vedat 30 (2000), 147-206.
58
“El hombre Jesús no es una anomalía de lo humano que haya que explicar, sino, a la inversa, la meta y
norma, desde las cuales hay que explicar nuestra humanidad como forma proficiente” (O.GONZÁLEZ
DE CARDEDAL, Cristología, Madrid, 2001, p.456).
59
O.c., p.448.
43

lucano que nos lo muestra con una agudeza incomparable y sobre el que hay que volver
una y otra vez: la parábola del Buen Samaritano (Lc. 10, 29-37).

El pasaje nos traslada a un diálogo entre un letrado y Jesús. El letrado, para


probar al Maestro de Nazaret, le plantea una pregunta. Es la pregunta por lo
verdaderamente importante: “¿qué he de hacer para obtener la vida eterna?” (10, 25).
Jesús orienta a su interlocutor para que responda por sí mismo. Lo hace
convenientemente evocando el doble mandato del amor (10, 27). El letrado, sintiéndose
incómodo ante la situación (el que iba a juzgar es juzgado), lanza una nueva pregunta:
“pero ¿quién es mi prójimo?” (10, 29). Jesús le cuenta una parábola. Lo más interesante
de todo es que, tras el relato parabólico, Jesús interroga al letrado. Y lo hace cambiando
radicalmente la cuestión que dio origen a la narración. La pregunta de Jesús transforma
la escena y la abre a un horizonte novedoso. Mientras que el letrado buscaba al prójimo
al que amar a partir del lugar que él ocupaba en el centro de la escena (¿quién es MI
prójimo?; es decir, intenta definir al prójimo a partir de sí mismo), Jesús emite un
interrogante sorprendente: ¿quién de los tres...te parece que FUE PRÓJIMO DEL QUE
CAYÓ EN MANOS...?. Ahora, es el hombre herido el que se halla en el centro y frente a
él se juega la definición de “prójimo”. El prójimo al que hay que amar, por tanto, no es
el otro, sino uno mismo, cuando uno mismo es capaz de ponerse en el sitio del otro
necesitado y atiende a su necesidad con amor. El letrado así lo entiende y contesta: “fue
prójimo el que practicó la misericordia con él” (v.37). Y Jesús lo confirma: “Vete y haz
tú lo mismo”. Esta resolución del texto, además, no sólo nos enseña quién es el prójimo,
sino que, de paso, explica el modo veraz de cumplir con el mandato de amar al prójimo
como a uno mismo. El amor, el auténtico amor, des-centra a la persona orientándola
hacia el lugar del amado-necesitado. En este movimiento, amante y amado, en su
alteridad irreductible, se encuentran, comparten la misma suerte. Este horizonte de
comunión en el amor confiere a los dos una misma identidad en su diversidad 60. El yo y
el prójimo coinciden sin confundirse (se hermanan). Se puede, por ende, amar al
prójimo como uno se ama a sí mismo. El prójimo y uno mismo se aúnan en el espacio
del amor, en el misterio de la comunión que el amor propicia.

60
Algo de esto nos explica el Papa Ratzinger cuando afirma: “Idem velle, idem nolle, querer lo mismo y
rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse
uno semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común. La historia del amor entre Dios y el hombre
consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión de pensamiento y del
sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más” (BENEDICTO
XVI, Deus caritas est, n.17).
44

No todo queda aquí. Avanzando por la senda abierta por el texto de Lucas se
vislumbra la posibilidad de completar y precisar mejor las cosas. Por ejemplo, si nos
fijamos bien, el texto del Buen Samaritano enseña que hay un “otro” muy especial que,
por eso mismo, ayuda a construir con mayor nitidez y veracidad la propia identidad. Se
trata del otro vulnerable y sufriente. El evangelio de Mateo confirma esta visión en el
texto de la parábola del Juicio Final (25, 31-46). Tanto en un texto como en otro la
salvación escatológica (¡no olvidemos que la parábola del Buen Samaritano, en
principio, guarda relación con la pregunta por la vida eterna!) es deudora de la actitud
con respecto a la persona necesitada. No obstante, esta circunstancia es más notoria en
Mateo. En efecto, en la parábola mateana el sufriente se revela como un seguro -aunque
desconocido- aval salvífico. Su persona y su situación provocan (o no) un movimiento
de amor compasivo que coloca a quien responde amorosamente en su lugar (en el del
sufriente), llegando, de este modo, a hacerse uno con él; este encuentro de comunión
con el necesitado, se podría decir, introduce directamente al que ama en el misterio del
Dios revelado por Jesús. De ahí su arrolladora fuerza salvífica. Justamente, lo más
llamativo de la enseñanza de la perícopa de Mateo es que la persona empobrecida o
necesitada, a la que se socorre, es el Señor (“cuanto hicisteis a uno de estos hermanos
míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”). El sufriente y el Señor coinciden en la
situación del necesitado. ¿Cuál es la razón que justifica este hecho? Ya está apuntada,
pero conviene el explicitarla. La respuesta de amor hacia el necesitado reproduce, por
participación, el movimiento de amor de Dios hacia el empobrecido, predilecto suyo y
con el que se ha identificado en Cristo. Quien así actúa, actúa movido por Dios, actúa -
entiéndase bien- como Dios. De ahí que en el encuentro con el sufriente, se produzca un
verdadero encuentro con Dios. El “otro” vulnerable y sufriente es un “sacramento” del
encuentro con el Dios revelado por Cristo61.

La conclusión que sobre el ser humano deja vislumbrar la luz de Cristo es


rotunda: el yo, el otro necesitado, el prójimo y Dios son “los mismos siendo distintos”
(una unidad diferenciada) en el horizonte del amor. Por ende, en el cristianismo las
fronteras entre uno mismo y el otro, el yo y el prójimo son capilares, sin que esto -
¡quede muy claro!- implique despersonalización o confusión de identidades. No cabe

61
Ver L.MALDONADO, Sacramentalidad evangélica. Signos de la Presencia para el Camino,
Santander, 1987, pp. 137-154.
45

duda, pues, de que es posible extraer un concepto evangélico de persona humana bien
definido. En dicho concepto, la interioridad consciente y singular de cada ser humano,
que le permite apropiarse de su existencia y vivir individual y socialmente, no sólo es
compatible sino que tiene mucho que ver con su historia de relaciones (con Otro y con
otros); en suma, la interioridad y la exterioridad del sujeto se combinan ponderadamente
en la definición del concepto de persona que nos entrega la Escritura.

4. El ser humano: ser relacional

Después del camino recorrido, queda claro que el ser humano se ha de entender
en clave relacional y que el concepto de persona también es relacional. Podrñiamos
resumir esta doctrina sobre el ser relacional del hombre en seis puntos.

1) La Escritura ofrece una noción de ser humano relacional. En esto coinciden la


Creación, la Alianza y la Cristología62. La identidad humana, lo que alguien es, eso que
llamamos persona, se construye en la relación, en el encuentro con la alteridad. Es, en
consecuencia, un concepto abierto en el que lo recibido desde fuera, en el contacto con
otro(s), explica lo propio y, a su vez y por ende, lo propio se fortalece en la donación
relacional63. Aquí no está de más recordar que, en último término, la categoría persona
es un logro del cristianismo y que surgió en la búsqueda del esclarecimiento de la
singularidad del Dios Trinitario y de la relación existente entre lo humano y lo divino en
Cristo. Como sabemos, dogmáticamente, en el campo trinitario persona explica “la
consistencia y la propiedad de cada uno de los protagonistas de los que habla el NT
(Padre, Hijo, Espíritu)”64 y, en la cristología, la unión de lo divino y lo humano en el
único Jesucristo. En cualquier caso, persona es concepto relacional. El aporte de la
Escritura es la matriz de una noción fecunda en el ámbito de la teología y la filosofía.

62
Hay una continuidad entre la creación, la alianza y la cristología que ha de ser destacada.
O.GONZÁLEZ DE CARDEDAL, habla de la creación y de la alianza como fundamentos teológicos de la
encarnación (Fundamentos de cristología II, Madrid, 2006, pp.917-929).
63
Se leerán con mucho agrado las reflexiones de T.RADCLIFFE en su libro ¿Qué sentido tiene ser
cristiano?, Bilbao, 2007, pp.209-229.
64
O.GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología, p.444. Comenta T.RADCLIFFE: “Fue la lucha por
darle forma al misterio de la Trinidad, de un solo Dios y tres personas, de una pura relación, lo que ayudó
originalmente a Occidente a acceder a una nueva comprensión de la condición de persona, de individuo
de la especie humana. Lo que distingue a los componentes de la Trinidad no es que tengan diferentes
cometidos... Son las relaciones que tienen unos con otros, el don y la recepción del ser” (o.c., p.219).
46

2) La razón que explica esta noción del ser humano es evidente: la Escritura
enseña que Dios es Creador. En efecto, Dios es la causa de todo lo que existe. Aplicado
a nuestro caso, eso significa que todo lo que tiene la criatura humana lo ha recibido. El
hombre, consiguientemente, es pura gracia y se mantiene en la existencia de forma
gratuita, sostenido en Dios. Sin esta relación primera y fundante no hay ser humano. De
aquí hay que sacar las derivaciones oportunas: el ser humano es sujeto porque se sujeta
en Dios o es sujetado por Dios; cualquier definición del mismo65, pues, ha de reflejar
esta circunstancia relacional primera; después, la Escritura es coherente y entiende el
resto de relaciones con otros a partir de esta primera relación; en ellas se consolida y
desarrolla lo que el sujeto humano es de acuerdo a Dios. No extrañe que la Escritura
hable de amor a Dios y de amor al prójimo, de filiación y de fraternidad como formando
parte de un mismo movimiento conformador del ser humano creyente y cristiano.

3) Resulta del máximo interés comprender que tanto la relación con Dios, que
explica y justifica la individualidad, lo característico del ser humano, como las
relaciones con los otros humanos, que la consolidan en su verdad, son realizadoras y
personalizadoras. Por tanto, el concepto abierto y relacional de persona que dibuja la
Escritura no convierte al ser humano, en ningún momento, en un títere en manos de
Dios o de los otros. Al contrario, la Escritura muestra sin ambages cómo el contacto con
Dios y la entrega a los demás hacen crecer y maduran a las personas. La libertad
humana creada nunca es más libre como cuando acepta libremente la orientación que
Dios le propone. Esta capacidad liberadora y personalizadora de la apertura a Dios y al
prójimo la proporciona el amor, que explica la realidad del ser humano como una
participación misteriosa en el ser amoroso de Dios.

4) El culmen y paradigma de la comprensión del ser humano revelada por la


Escritura se halla en Jesucristo. Él es el Hijo de Dios encarnado. Su verdadera
humanidad se personaliza, se individualiza, se asienta y sujeta en la realidad misma de
Dios de una forma sin parangón, pero referencial66. En efecto, el hombre Jesús se
65
Son muchas las definiciones teológicas y filosóficas de persona que, a lo largo de la historia, se han
dado: sustancia racional (Boecio), existencia (Ricardo de San Víctor), Relación (San Agustín), autonomía
(Kant), autoconciencia (Schleiermacher), suídad (Zubiri), misión (Balthasar), responsabilidad y
substitución (Lévinas) (ver. O.GONZÁLEZ DE CARDEDAL, o.c., p.449).
66
En efecto, el dogma nos dice que en Jesús de Nazaret se personaliza, se individualiza, se humaniza, se
sujeta en la persona del Verbo de Dios. No ocurre lo mismo en el caso del ser humano, que sí posee una
persona humana, que individualiza y sujeta lo que es (su mismidad o suidad). En cualquier caso, salvadas
las distancias hay una similitud referencial entre Jesucristo y nosotros a la hora de vivir la condición
47

desarrolla en el movimiento de apertura al Padre (filiación) y al proyecto del Padre


(fraternidad), movimiento precedido y sostenido por la donación absoluta del Padre
hacia Jesús; esta donación ha sido denominada por la tradición Verbo (Palabra). Por eso,
el hombre Jesús no busca su propia afirmación, tampoco su voluntad. Su propuesta
evangélica de desasimiento y vaciamiento personal es coherente: hay que renunciar a
uno mismo para encontrar la auténtica vida conforme a Dios 67. Este dato, por paradójico
que parezca, no disminuye para nada lo que el Nazareno es como ser humano; muy al
contrario, manifiesta en toda su amplitud la veracidad y la autenticidad de su
humanidad. De ahí que Jesús sea siempre libre68, incluso cuando le quitan la vida de
forma violenta (ver Mc. 14, 36).

5) La Escritura conduce la entraña relacional de la noción personal de ser


humano hacia un punto de convergencia muy significativo: el otro vulnerable y
necesitado. La comprensión de la identidad de la persona, sostenida por la dinámica de
un amor que viene de fuera y hacia fuera se ofrece, desvela toda su profundidad en el
espacio real que ocupa el necesitado. En él, coinciden en un encuentro constructor de la
genuina identidad personal, Dios, el otro y uno mismo. Las enseñanzas de las parábolas
del Buen Samaritano de Lucas y del Juicio Final de Mateo nos lo muestran. El otro, en
su vulnerabilidad, reclama una atención amorosa que, al ser gratuitamente atendida,
personaliza. Y personaliza porque actualiza en el que socorre al necesitado la acción de
Dios, que ama especialmente al ser humano en su vulnerabilidad. Al actuar movido por
Dios y hacerse uno con el otro en su situación de vulnerabilidad, la identidad personal
del que ama sale fortalecida porque, por esa vía, se adentra más en quien es la fuente de
todo ser y de todo sujeto. La relación, lo repetimos una vez más, está siempre en el
origen del concepto de ser humano y de la construcción de la propia identidad. Esa

humana: la apertura a Dios y a los otros por amor.


67
Podría decirse que hay un auténtico concepto evangélico de “persona” que recordaría que el hombre
llega a sí mismo cuando se transciende, olvida y pierde. Esa pérdida, curiosamente, es su ganancia.
Afirma L.BOFF: “porque se abrió y entregó a Dios con absoluta confianza, Jesús, como enseñó el
Concilio de Calcedonia, no poseía la hipóstasis, la subsistencia, el permanecer en sí mismo y para sí
mismo. Estaba absolutamente vacío de sí mismo y completamente colmado de la realidad del Otro, de
Dios Padre. Se realizaba radicalmente en el Otro, no siendo nada para sí, sino todo para los otros y para
Dios. Fue en la vida y en la muerte, la simiente de trigo que muere para dar vida, el que pierde su vida
para ganarla. La falta de personalidad humana no constituye imperfección en Jesús, sino su máxima
perfección” (Jesucristo y la liberación del hombre, Madrid, 1987, p.208). En términos parecidos, aunque
con una incursión más decidida en el mundo de la filosofía (dialogando con Welte), se puede leer
J.RATZINGER, “Sobre el concepto de persona en cristología”, en Palabra en la Iglesia, Salamanca,
1976, pp.165-180.
68
Jesús, hombre libre, es el título de un famoso libro del dominico C.DUQUOC publicado en español por
Sígueme, Salamanca,
48

relación es como un espejo en la que uno se descubre a sí mismo. Si, como reza el título
de este artículo, “uno es ese ‘otro’ hombre” (¡Tú eres ese hombre!), también habrá que
decir (salvando las distancias que haya que salvar), que ese ‘otro hombre’ (sobre todo el
necesitado), que es uno mismo, es Dios.
6) Finalmente, todo cuanto se dice a nivel individual del concepto de ser
humano emanado de la Escritura, se ha de integrar en el horizonte del nosotros, del
pueblo, de la comunidad, de la Iglesia, de la humanidad. La visión del sujeto humano en
la Palabra de Dios, siempre abierta al tú y construida desde el tú, reclama
coherentemente una comprensión fraterna y comunitaria entre todos los humanos que,
ciertamente, tenemos mucho que ver los unos con los otros. No hemos tenido
oportunidad de centrarnos en ello, pero esta dimensión social del sujeto humano es de
una gran transcendencia. Temas como el pueblo de Dios y la Iglesia nos lo recuerdan

5. Relación y tensión

La relación define al mundo creado. En especial al ser humano. Esta condición


asienta en la entraña misma de los presupuestos de la fe una tensión. Una tensión que,
en sí misma, es necesaria y positiva, pero que desvirtuada puede hacer saltar por los
aires el mundo creado y la paz.

Todo está relacionado. Dios es la fuente de toda relación en un mudo creado.


Todas las criaturas son hermanas. Las relaciones entre ellas, por tanto, han de ser
armónicas. Debe haber equilibrio para que el hogar común no se destruya y para que el
ser humano no se destruya a sí mismo. Pero se trata de un equilibrio tenso, fruto de la
equidad de esas relaciones. Cada criatura ha de estar en su lugar. Sobre todo el ser
humano. Desgraciadamente, el abuso del hombre sobre otras criaturas o sobre el planeta
está rompiendo la armonía creacional y está cambiando el signo de la tensión que
sustenta al mundo creado. Los cambios climatológicos, la contaminación, la escasez de
recursos, la desaparición de especies son signos de esta tensión conflictiva que amenaza
la paz con el planeta.

Pero la tensión caracteriza, sobre todo, la relación entre los propios hombres.
Nace de la conexión con Dios que une misteriosamente al Creador con la criatura, pero
luego se extiende a los intercambios entre los humanos. Del mismo modo que Dios y el
49

hombre se encuentran y dialogan a pesar de sus diferencias (tal y como explica la fe


sacramental cristiana), y este diálogo es constructivo, los seres humanos, en un nivel de
horizontal, también están llamados a encontrarse y entenderse.

Dios y el ser humano se encuentran en la humanidad. Una humanidad


cualificada por Dios para albergar este encuentro. El ser humano en este encuentro halla
su verdad y puede crecer. La humanidad, desde la fe, no se puede entender plenamente
sin esta relación fundante. La unidad diferenciada entre Dios y el hombre, que supone
una tensión, favorece la humanización. Esta tensión, pues, posee una fuerza que
implementa lo humano. Pero esta tensión, claro, se puede tornar deshumanizadora
cuando el hombre rompe la relación con Dios.

De manera análoga, las relaciones interpersonales están marcadas por la tensión


entre sus protagonistas. En principio, el ser humano tampoco llega a ser él mismo sin la
interacción con los demás. Esta conexión tensa, por tanto, es fuente de crecimiento
humano. Su campo de cultivo es la libertad y la confianza. Dicho de otra forma, el ser
humano es un ser abierto a la trascendencia y en esta apertura está solicitado por lo que
los demás pueden aportarle sobre su misma persona. Esta apertura es tensional, pero se
trata de una tensión justa y necesaria. Todo ser humano es importante. Todo ser humano
es necesario. Todo ser humano tiene dignidad y aporta.

La sacramentalidad de la fe no se entiende sin esta visión relacional y tensa de la


realidad y del ser humano. Una tensionalidad que aporta, que enriquece, que aúna a
partir del reconocimiento de la positividad de la diferencia. En este sentido, la relación
tensa que sostiene la realidad vista desde la fe está llamada a crear comunión,
solidaridad y paz.
50

Tema 5: La eucaristía, escuela de vida cristiana en la que se aprende la cultura de


la paz I

Introducción

En su Carta Apostólica Mane Nobiscum Domine, Juan Pablo II proponía a la


Catolicidad la celebración de un “Año íntegramente dedicado” a la Eucaristía (nn. 3-4).
En la citada Carta, el Pontífice toma como punto de partida y guía de su
reflexión –además con gran acierto- el texto lucano de los discípulos de Emaús (Lc. 24,
13-35). Este hermoso pasaje es una pieza de incalculable valor en el que, entre otras
cosas, se nos presenta, de un modo pedagógico, el proceso conducente a la fe en el
Crucificado-Resucitado; en el relato, con una sorprendente simplicidad, se enseña cómo
se construye la identidad cristiana en la economía presente. Así, aprendemos que el
itinerario de la fe se asienta y despliega a lo largo de un camino acompañado, que se
articula en torno a tres elementos en los que, ahora, es posible re-conocer al Señor.
Estos elementos son la Palabra, la fracción del pan y la comunión-comunidad-misión.
Ellos constituyen lo que podríamos denominar el corazón del sistema de la fe. Hemos
de tener en cuenta que se trata de un sistema bien trabado en el que cada elemento
guarda relación con los otros69. En este sistema, la Eucaristía ocupa un lugar principal.
Desempeña una función similar a la de un eje transversal que garantiza el buen
funcionamiento del conjunto. Y es que la celebración eucarística posee la capacidad de
integrar armónicamente la Palabra, la fracción del pan y la comunión-comunidad-
misión y, de esta manera, dinamizar el sistema. De ahí la relevancia de la Eucaristía y su
función magisterial dentro de la experiencia cristiana. La Eucaristía, a la luz de la
perícopa de Emaús, se revela como una escuela de vida cristiana.

Y en efecto, en la escuela de la Eucaristía se aprende a ser cristiano. Se trata de


un aprendizaje vital pero riguroso. Este aprendizaje podemos llamarlo espiritualidad.
Entendemos por espiritualidad la obra “real, consciente y reflejamente asumida del
Espíritu, del Espíritu de Cristo en la vida real de las personas, de la comunidades y de

69
Tomamos esta idea prestada de L.M.CHAUVET en su libro Símbolo y sacramento, Barcelona, 1991,
pp.176ss. Ver también, V.BOTELLA, “La Eucaristía, compendio de la vida cristiana”, en Escritos del
Vedat 30 (2000), pp.116ss.
51

las instituciones cristianas70”. La obra del Espíritu es la obra del Dios Trinitario y se
desvela en el proyecto salvífico del Reino encarnado por Jesucristo. La espiritualidad
cristiana es cristiforme y tiene en el camino del Nazareno su manantial inagotable.
Creemos que esta espiritualidad, con los rasgos que veremos, es una espiritualidad
conducente al arraigo en el creyente de los cimientos de la cultura de la paz. El discurso
y la praxis sacramental favorecen la paz.

Juan Pablo II en la misma Mane Nobiscum Domine, hablando de la dimensión


misional de la fracción del pan, afirma que la “Eucaristía es una forma de ser que de
Jesús pasa al cristiano” (n.25). Una forma de ser –sigue explicando el Pontífice- que se
expresa en valores y actitudes. Estas palabras del Papa confirman nuestro pensamiento,
la Eucaristía es un hontanar de espiritualidad cristiana: con-forma a Cristo; cristifica;
impulsa y afianza el seguimiento evangélico. No cabe duda, la espiritualidad cristiana es
una espiritualidad eucarística.

De la espiritualidad eucarística queremos hablar. Nuestro discurso se ajustará a


los siguientes pasos, que desarrollaremos en dos temas: a) el camino de Jesús: servicio
al Padre y al Reino; b) Jesucristo como camino eucarístico para la Iglesia y el cristiano;
c) la Eucaristía escuela de espiritualidad y d) Espiritualidad eucarística y cultura de la
paz.

1. El camino de Jesús: un servicio al Padre y al Reino

Afirmar que el itinerario de Jesús es eucarístico no constituye ninguna originali-


dad. Con frecuencia se relaciona está afirmación con el sentido pascual de su vida. Y es
verdad. El camino de Jesús es un tránsito desde Dios a la humanidad para conducir a la
humanidad a Dios. El tenor pascual de la vida de Jesús se concentra real y simbólica-
mente en la Última Cena que, por ello, tiene una importancia decisiva tanto para cono-
cer a Jesús y el proyecto de Dios, como para establecer la identidad de la comunidad
creyente. La Cena de despedida de Jesús posee la virtud de recoger toda su existencia
(pasado, presente y futuro).

70
I.ELLACURÍA, “Espiritualidad”, en Conceptos fundamentales de Pastoral, Madrid, 1983, pp.303-304.
52

El cuarto evangelio expresa de una forma bellísima el sello pascual de la vida de


Jesucristo: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el
extremo. Durante la cena..., sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y
que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta...” (Jn 13, 1-3). Como se aprecia,
Juan describe el existir del Maestro de Nazaret como un movimiento de amor, con
origen y término en Dios, que se desborda en favor de la humanidad. Dios, amor y
humanidad son los componentes que resumen el ser vital y pascual de Jesucristo. Lo
más interesante de este texto para nuestro propósito es que se inserta en el horizonte de
la Última Cena, manifestando a las claras la íntima unión de la Eucaristía y la Pascua.

No obstante, sin dejar de lado la luz pascual que estamos comentando, tiene
mayor relevancia recordar lo esencial del camino eucarístico de Cristo. Para ello hemos
de volver la mirada al ministerio público de Jesús. Suele decirse que para entender el ser
y la misión del hombre Jesús hay que considerar dos hechos íntimamente unidos: la
relación con Dios (su Padre) y la entrega incondicional al Reino, el proyecto del Padre.
La vida humana de Jesús, en consecuencia, es un servicio al Padre y un servicio a los
hombres a causa del Reino. Acercarse a Jesús al margen de estos datos es desconocerle.

En este contexto, una pregunta clave es: ¿qué es el Reino de Dios? No es fácil
resumir en pocas palabras una realidad tan rica y que, a la postre, define el proyecto de
Dios, a Dios mismo y a Jesucristo. El concepto de Reino tiene que ver con el ejercicio
soberano de Dios sobre su obra creacional. Se trata -y esto es capital- de un ejercicio
soberano, actual y definitivo (escatológico), que se acerca progresivamente a su
plenitud71. Este hecho explica que el Reino de Dios posea unas características
temporales singulares: el Reino está presente en la predicación y en la actuación de su
heraldo, Jesús; pero, al mismo tiempo, aguarda una eclosión y un cumplimiento plenos;
el Reino también es futuro. Junto a éste, el Reino posee otros rasgos característicos: la
acción salvífica de Dios lleva acuñada su impronta. Por eso, el Reino participa de la
universalidad y de la gratuidad que definen al Dios del Reino; esto, sin embargo, no
impide que la universalidad del Reino comience por los últimos y los empobrecidos;
ellos son los que tienen más necesidad de que Dios reine en sus vidas y en el mundo
entero. Por otra parte, y ahora consideramos la vertiente humana frente a la realidad del

71
Sobre el apasionante tema del Reino de Dios se puede leer J.P.MEIER, Un judío marginal. Nueva
visión del Jesús histórico, t. II/1, Estella, 1997, pp.293-592.
53

Reino, la oferta gratuita de Dios ha de ser acogida gozosamente en la fe; esta acogida, a
su vez, conlleva en las personas una nueva orientación vital (la conversión): caminar a
la luz del Dios del Reino. Recapitulando: gratuidad, universalidad desde abajo, acogida
en la fe, conversión y una temporalidad en la que el presente y el futuro se cruzan sin
confundirse, son los datos señeros del Reino de Dios al que Jesús se consagró.

Los evangelios explican el servicio al Reino de Dios por parte de Jesús como el
servicio a un banquete (o el servicio a la mesa) 72. Y es que no hay que olvidar que una
de las imágenes preferidas por Jesús para hablar del Reino fue la del banquete o la
comida festiva. A través de ella, se entiende que el Reino es una comunión profunda y
graciosa con Dios y entre los comensales entre sí gracias a Dios. Dios y el Reino son
comunión. La imagen del banquete no es original de Jesús. La hallamos, por ejemplo,
en la tradición profética del capítulo 25 de Isaías en relación con el futuro proyecto
salvífico de Dios73. Jesús, ciertamente, le sacó un extraordinario partido al convertirla en
la representación simbólica preferida del Reino de Dios. Así lo atestigua la fecunda
predicación parabólica. Pero hay más. La conexión banquete-Reino en Jesús transciende
el ámbito de lo imaginario. En la existencia efectiva de Jesús la imagen cobró vida en
las comidas en las que participó. Los evangelios nos narran episodios en los que Jesús
aprovecha el marco convival para hacer presente el Reino y sus valores 74. Cabe
considerar estos banquetes como comidas en las que se anticipa el Reino. La más
significativa de todas, sin duda, fue la Última Cena.

Ahora se entenderá mejor la razón por la que la Última Cena sintetiza y recoge
la vida de Jesús como servicio al Padre y al Reino; es decir, como gran pascua
salvadora. Incluso algunos textos evangélicos reflejan claramente la relación entre el
servicio a la mesa-banquete del Reino y la Última Cena, momento supremo de ese
servicio. Nos referimos a las palabras de Jesús sobre quién es el mayor en Lucas 22, 24-
27 y al gesto simbólico del Lavatorio de pies en el capítulo 13 del cuarto evangelio.

72
Hay que mirar Mc. 9, 33-34 y 10, 41ss; Lc. 22, 24-27. Sobre la importancia del servicio (como servicio
a las mesas) ver J.M.DÍAZ RODELAS, “El testimonio del servicio en el Nuevo Testamento”, en San
Vicente Mártir: servidor y testigo. En el XVII Centenario de su martirio. Actas del XII Simposio de
Teología Histórica, Valencia, 2005, pp. 201-222.
73
“Hará Yahveh Sebaot a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos, convite de
buenos vinos: manjares de tuétanos, vinos depurados; consumirá en este monte el velo que cubre a todos
los pueblos...” (Is. 25, 6ss)
74
Cf. M.GESTEIRA GARZA, La Eucaristía misterio de comunión, Salamanca, 1992, pp.24ss.
54

Lo venimos repitiendo, Jesús estuvo consagrado totalmente a Dios (su Padre) y


al Reino de su Padre. La implicación entre el Padre, el Reino y Jesús es tan grande que,
al final, Padre, Reino y Jesús no sólo son inseparables sino que se identifican y recla-
man mutuamente en una secuencia cercana a una ecuación de igualdades. Parece evi-
dente que Dios-Padre no pueda desgajarse de su acción salvadora. El Reino de Dios ex-
plica al Dios del Reino. Desde este punto de vista, Dios-Padre y Reino forman una uni-
dad irreductible. Por otra parte, Jesús ocupa un lugar mediador único en la relación Pa-
dre-Reino. La comunidad naciente, tras la Pascua, se dio cuenta de esta íntima conexión
y estableció una identificación entre los dos extremos de la secuencia Padre-Reino y Je-
sús. Nacía de este modo la fe cristológica. Ésta afirma que Jesús es el Hijo de Dios-Pa-
dre y que Jesús es el Reino de Dios en persona. Por eso, si Jesús predicó la buena noti-
cia del Reino de Dios, la Iglesia, después, predicará a Jesucristo, Hijo de Dios, como
evangelio salvador.

Todo esto es relevante para nuestro discurso. Permite vislumbrar con mayor
exactitud el tenor eucarístico del itinerario de Jesucristo. Padre y Reino se entrelazan en
la senda de Jesús, que es un servicio al banquete de Dios Padre (un banquete de
comunión); esta senda halla en la Última Cena su confirmación y verdad. En la fe
pascual de la Iglesia naciente Padre, Jesucristo, Reino y Eucaristía forman parte de un
mismo movimiento estructurador de personas y grupos. Concluyendo, el servicio al
Padre y al Reino en la vida de Jesucristo tiene un sentido eucarístico. Este sentido
ilumina también el ritmo cristiano y eclesial.

2. Jesucristo como camino eucarístico para la Iglesia y el cristiano

El Padre y el Reino son los pilares de la existencia de Jesucristo. Ambos pilares,


como sabemos, no sólo conducen hacia la Eucaristía sino que tienen un sentido
eucarístico. El camino de Jesús, por eso, es plenamente eucarístico. En la medida en que
Cristo es Camino, Verdad y Vida (Jn. 14, 6) para sus discípulos, el mismo significado
eucarístico del itinerario del Maestro estará presente en la Iglesia y entre sus seguidores.
En este segundo paso de nuestra reflexión hemos de explicar qué quiere decir para el
cristiano y para la Iglesia que Jesucristo sea camino eucarístico.
55

Teniendo en cuenta lo hasta ahora explicitado ya hemos adelantado algunos


datos de la explicación deseada. El servicio de Jesucristo al Padre y al Reino es
eucarístico. Pero hay en él algo especial. En la actitud servicial de Jesús se hace patente
un estilo, una forma de ser hombre. No se trata de una forma de ser hombre cualquiera.
Los cristianos afirmamos que, en ella, Dios mismo se nos revela. Esta forma humano-
divina de ser, pues, merece nuestra atención y un análisis detenido. Como diagnóstico
general habría que avanzar que este estilo o forma de ser se asienta en un
descentramiento amoroso, que lejos de despersonalizar o deshumanizar impulsa y
desarrolla al sujeto humano. La Eucaristía acompaña, recreándola, esta forma de ser
humano-divina. Veámoslo un poco más de cerca.

Partamos de lo adquirido. El Padre y el Reino llenan la vida de Jesús dándole


sentido. Dicho de otra manera: el Padre y el Reino conforman y articulan su humanidad
concreta. Todavía de otro modo: la filiación y la fraternidad (en cuanto que el Reino
supone entrega a favor de los otros en nombre del Padre común) son los principios
estructurantes de la existencia de Jesús. De acuerdo a esto, el “ex-centricismo” es el
rasgo que mejor define la personalidad de Jesús. Esto quiere decir que la realidad
individual humana de Jesús se elabora a modo de respuesta: responde ante el Padre en
cuanto Hijo, y responde como hermano ante los demás en el servicio al Reino a causa
de su filiación. Este des-centramiento, por extraño que parezca a una cultura como la
nuestra, es personalizador: favorece el desarrollo libre y positivo del ser humano. De ahí
que Jesús, que lo vive como proyecto de Dios, lo proponga para los demás como vía de
salvación y de plenitud (“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo,
tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien
pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará”, Mt. 8, 34ss). Y es que la clave de
este descentramiento personalizador es el amor, que, en verdad, es la realidad más
humanizante de todas las posibles, para quien se deja conducir por él. En este horizonte
existir es “proexistir”. La proexistencia75 caracteriza a Jesús: él vive para el Padre y para
los demás en el proyecto del Padre. Esta proexistencia se condensa real y
simbólicamente en las palabras de Jesús en la Última Cena (“esto es mi cuerpo que se
entrega”, “esta es mi sangre derramada por muchos”); estas mismas palabras anticipan
75
La idea de Jesús hombre para los demás tiene su origen en la antropología teológica de K. Barth, que
define así a Jesús al esclarecer la relación que él tiene con los demás hombres, en cuanto que se integran
en la alianza que Dios les ofrece. H. Schürmann le dio fundamentación exegética a esta idea y creó la
categoría “pro-existencia” (cf. O.GONZÁLEZ DE CARDEDAL, La entraña del cristianismo,
Salamanca, 1997, p.469).
56

su donación salvadora en la Cruz. Éste es el motivo por el que el estilo de ser hombre de
Jesús, su forma humana, es eucarístico: él se vació de sí mismo para ofrecerse, en una
donación amorosa incondicional y total, al Padre y al prójimo. Como sabemos, este
movimiento de servicio, de entrega, de sacrificio personal sin límites desvela,
simultáneamente, la verdad del misterio del ser humano y la condición divina del Hijo
de Dios; por este conducto, se vislumbra un encuentro, una unidad profunda en el amor
entre Dios y la criatura, entre el ser humano y el Creador. La comunión es el resultado
final del proceso sacrificial que hizo suyo Jesucristo: comunión con y en Dios y
comunión con la humanidad en Dios76.

Si observamos la trayectoria proexistente de Jesús advertimos en ella una evolu-


ción. En el camino eucarístico de Jesús hay un comienzo y un fin que expresan una pro -
gresiva acentuación de su sentido. Esto mismo lo podemos decir de otra manera. La
vida de Cristo se desarrolla a lo largo de un itinerario cuya lógica va en aumento hasta
alcanzar, en un momento dado, su máximo nivel. El inicio lo podríamos situar en el
bautismo a manos de Juan y la cima en la Última Cena. De esta forma, aunque de modo
simbólico, sería lícito delimitar el espacio eucarístico del camino de Jesús entre el Jor-
dán y el Cenáculo y, después, extrapolar su significado a la Iglesia y a la vida cristiana.
La meta a la que conduce este planteamiento es predecible. Si la existencia de Jesús fue
un bautismo que se hizo Eucaristía, la vida de la Iglesia, y de cada creyente en ella, será
también un bautismo que se habrá de hacer Eucaristía. El bautismo supondrá el inicio de
la forma de ser de Cristo en el discípulo; la Eucaristía su confirmación y plenitud. Al es-
tar guiado el proceso cristiano en dirección a la Eucaristía, ésta será su eje transversal; el
eje transversal de la forma de ser cristiana.

El bautismo de Jesús en el Jordán constituye un hecho real e incuestionable de la


vida del Nazareno. Su interpretación es compleja. No es cuestión de entrar en los deba-
tes más delicados. Nos interesa el trasfondo teológico. El bautismo de Jesús nos traslada
al comienzo de su actividad pública. Tal como se nos relata en los textos, y a pesar de
las diferencias entre los evangelistas, el episodio guarda relación con la identidad y con
la misión del bautizado77. Estamos ante una especie de relato vocacional que desvela
76
Sobre este tema se puede ver D.SALADO MARTÍNEZ, “¿Para cuándo una verdadera explicación
sacramental de la sacrificialidad eucarística? Anotaciones críticas a un documento eucarístico para el
Añor Jubilar”, en Escritos del Vedat 30 (2000), 147-206.
77
Estas diferencias indican, entre otras cosas, la dificultad de la comunidad cristiana a la hora de asimilar
el hecho del bautismo. El bautismo de Jesús a manos de Juan planteaba un doble interrogante: ¿Jesús
57

quién es Jesús y lo que está llamado a hacer. El modelo elegido es el de la teofanía. Una
teofanía de contornos trinitarios. ¿Quién es Jesús? El texto del bautismo lo expresa con
claridad: el Hijo de Dios y el Mesías. La voz del cielo lo proclama Hijo. La presencia
del Espíritu ungiéndolo manifiesta su condición mesiánica. El bautismo proclama el ser
y la misión del bautizado. Y expresada esa identidad y la tarea correspondiente, Jesús
inicia su ministerio. Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios. Con todo, en el relato hay un
matiz que no puede pasar desapercibido. Las palabras del Padre en el momento del bau-
tismo, sobre todo en Mateo (“Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco”, 3, 17),
evocan el inicio del primero de los Cánticos del Siervo de Isaías (“He aquí mi siervo a
quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma”, 42, 1), invitando, como
la propia liturgia destaca, a una lectura relacionada de los pasajes. Si esto es así, da la
impresión de que el mensaje que el bautismo transmite sea el siguiente: Jesús es el Hijo
de Dios y el Mesías-Cristo; pero es Hijo y Mesías haciendo suyo el camino del Siervo
de Yahveh. La plausibilidad de esta lectura la corroboran los propios textos evangélicos
que, a continuación, cuentan que Jesús afronta las tentaciones; el tentador, en Lucas
(4,3ss) y en Mateo (4,3ss), aceptando que Jesús sea el Hijo de Dios, le propone una ma-
nera “diabólica” de ser Hijo; es decir, distinta de la humildad y del servicio. Si ahora
nos fijamos bien, nos daremos cuenta de que hay aquí una perfecta coincidencia entre
los datos explicados en el apartado anterior y los que estamos comentando a propósito
del bautismo de Jesús. Esa coincidencia refuerza nuestra argumentación eucarística:
afirmar que Jesús es Hijo y Mesías, asumiendo el camino del servidor humilde, equivale
a la afirmación de que Jesús es el servidor del Padre y del Reino. Ambas propuestas
conducen hacia la Eucaristía.

En efecto, lo que Jesús es, y revela su bautismo, se hace realidad en su predica-


ción y actuación. El servicio al Padre y al Reino desvela la filiación y el mesianismo de
Jesús. El desarrollo de la vida y la misión del Nazareno confirman la identidad manifes-
tada en el Jordán. El desenlace de su existencia es la prueba que así lo muestra. Esta
afirmación nos invita a contemplar el Cenáculo. Aquello que Jesús es y ha vivido, halla
en la Última Cena su expresión más nítida. Jesús, Hijo de Dios, Ungido por el Espíritu
para llevar a cabo el proyecto del Reino, rinde el servicio más grande al Padre y al
Reino en el banquete de despedida. El final de su vida es un testimonio preclaro de lo

tenía necesidad de un bautismo de conversión?, ¿quién es superior el que bautiza o el bautizado? Se


pueden cotejar las versiones: Mc. 1, 9ss; Mt. 3, 1-17; Lc. 3, 21-22.
58

que Cristo ha sido desde siempre y de lo que seguirá siendo para siempre. Jesús ha sido
absolutamente fiel a su vocación diaconal y sacrificial. Su itinerario, desde el Jordán
hasta el Cenáculo, es eucarístico.

A la luz del camino eucarístico de Cristo se ha de entender el peregrinar de cada


cristiano y de la Iglesia. La vida cristiana es un bautismo que se ha de hacer Eucaristía.
Por tanto, la meta de la vida cristiana es la Eucaristía y, en su dirección, todo adquiere
una forma eucarística: la de Cristo.

No estamos descubriendo nada nuevo. El cristiano, por el bautismo, se reviste de


Cristo, se incorpora a Cristo, adquiriendo una nueva identidad: es hijo de Dios en el
Hijo de Dios y mesías gracias al Espíritu de Cristo. El bautismo, pues, es una con-for -
mación con Cristo, una cristificación de la persona que, a partir de ese instante y en el
seno de la Iglesia, ha de vivir como Cristo y ser Cristo. La identidad bautismal, la forma
de ser persona humana cristiana, supone un adecuarse a los pasos del Señor, que es el
Camino. Esto implica un proceso. El bautismo es un comienzo. El significado del bau-
tismo ha de ir ratificándose, consolidándose, desarrollándose en la vida cristiana. En ese
proceso, la Eucaristía se revela no sólo como el alimento necesario para el cristiano,
sino la meta de la madurez del itinerario cristiano. La Eucaristía tiene, como en el caso
de Jesús, un sentido final y definitivo que recopila todo lo anterior y abre el futuro. Si el
cristiano desde el bautismo es Cristo, en la Eucaristía recibe a Cristo, su propia identi-
dad; de esta manera progresa adecuadamente en aquello que es. Este avance en la iden-
tidad cristiana significa, además de vivir como Jesús vivió, participar activamente en su
misión en relación con el Reino.

Cuanto decimos del cristiano en particular hay que afirmarlo de la Iglesia en su


conjunto. La Iglesia que refleja el misterio de comunión, que es el Dios Trinitario, po-
see, por su realidad humana, una forma crística. Por eso, casi desde sus inicios se ha en-
tendido a sí misma como cuerpo de Cristo (Rm. 12, 4ss). La Iglesia es el cuerpo de
Cristo que acoge en su seno a todos los bautizados revestidos de Cristo. Ella prolonga
en la historia, por mandato de su Señor y la confirmación del Espíritu, la obra salvadora
de Dios que inaugurara Cristo: el Reino. Por esta razón, cuando la Iglesia celebra la Eu-
caristía se siente fuertemente comprometida en ella; es consciente de que su propia
identidad se hace presente como alimento que la fortifica y la enraíza en lo que es. La
59

comunión eucarística, pues, no es sólo una comunión real con Cristo y con la realidad
bautismal de cada uno, sino una comunión con esa realidad comunional que es la misma
Iglesia. En estas últimas reflexiones conviene detenerse.

La Iglesia es un misterio de comunión. La comunión que la define guarda rela-


ción con el misterio de Dios y con su obra salvadora. Aquí tendríamos que recordar que
el Reino de Dios, en cuanto banquete escatológico, expresa también la idea de la comu-
nión con el Dios del Reino y de todos los comensales entre sí. Por consiguiente, cuando
la Iglesia celebra la Eucaristía hace presente, en su realidad de cuerpo eclesial de Cristo,
el cuerpo eucarístico del Señor y anticipa realmente el misterio de comunión de Dios y
su proyecto. Ese misterio, el de Dios, el del Reino, también es el de la Iglesia. La Igle-
sia, en la tierra, es el signo de ese misterio de comunión. Su misión es testificarlo y ex-
tenderlo. La Iglesia, por eso, también es germen y principio del Reino (LG 5). Cuando
la Iglesia celebra la Eucaristía refleja el misterio que la recorre y le da sentido y, al mis -
mo tiempo, se siente impulsada a misionarlo en el universo. En este sentido la Eucaristía
y la Iglesia se reclaman y se edifican mutuamente78.

No vamos a extendernos más. La Iglesia y cada cristiano tienen en el camino de


Cristo su propio camino. Este camino suscita una forma de ser y de estar en el mundo
que une a Dios con el hombre; este camino humano desvela a Dios. La Eucaristía tiene
la virtud de compendiar y actualizar de una manera singular dicho camino. Se trata, por
ello, de un camino eucarístico. Ello explica, entre otras cosas, que la Eucaristía sea fuen-
te y escuela de espiritualidad cristiana favorecedora de la paz.

Tema 6: La eucaristía: escuela de vida cristiana en la que se aprende la cultura de


la paz II

78
Cabría recordar la famosa afirmación de H. De Lubac: “la Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace
la Iglesia”.
60

3. La Eucaristía escuela de espiritualidad cristiana

Iniciamos el tema anterior aludiendo a la Carta Apostólica de Juan Pablo II en el


Año de la Eucaristía. Hay que volver a ella y considerar algunas afirmaciones principa-
les. Se trata, claro, de aquéllas que revelan con mayor nitidez que la Eucaristía es una
escuela de espiritualidad. Decía el Papa: “Con vistas a la misión, la Eucaristía no pro-
porciona tan sólo la fuerza interior, sino también –en cierto sentido- el proyecto. Y es
que la Eucaristía es una forma de ser que de Jesús pasa al cristiano y, a través de su
testimonio, aspira a irradiarse en la sociedad y en la cultura. Para que ello se haga
realidad, es preciso que todo fiel asimile, en la medida personal y comunitaria, los va-
lores que la Eucaristía expresa, las actitudes que inspira, los propósitos de vida que
suscita?” (n.25).

La escuela es un lugar de formación. En ella se estudian y aprenden las materias


básicas para la maduración personal de las personas. Estas materias no sólo facilitan co-
nocimientos, sino también ofrecen principios y valores que, a su vez, generan actitudes
ante la vida. Este material, de manera progresiva, se asimila a lo largo del proceso edu -
cativo. La escuela, así, modela la condición humana.

Algo similar acontece con la vida cristiana. También tiene su escuela. Es una es-
cuela con diversos ámbitos de aprendizaje coordinados siempre por la comunidad ecle-
sial. La escuela de la vida cristiana modela y da forma a sus alumnos a lo largo de un
proceso que tiene siempre un mismo patrón: Jesucristo. En este proceso se intercalan de
manera convergente las enseñanzas sobre Cristo que brotan de la Palabra, de la celebra-
ción y de la comunión de vida en el amor. La formación cristiana culmina en la Eucaris-
tía. La Eucaristía -podría decirse- gradúa a los cristianos que finalizan el aprendizaje
cristiano básico. No obstante, aunque con la Eucaristía se alcance una etapa de madurez,
la formación cristiana no termina nunca. Siempre cabe mayor maduración en la madu-
rez cristiana. En esta fase de ahondamiento en la madurez, como es lógico, la Eucaristía
sigue desempeñando un papel transcendente. No podemos olvidar que la vida cristiana
es un bautismo que ha de hacerse Eucaristía. La Eucaristía siempre es meta. Y ese pues-
to lo ocupa, constante, en cualquier etapa de la progresión en la existencia cristiana. La
conclusión se impone: la Eucaristía no sólo es la escuela básica del cristiano, posee,
igualmente, el rango de escuela superior de formación permanente cristiana. Y es que la
61

práctica eucarística garantiza la fidelidad cristiana y, al mismo tiempo, es un impulso


hacia cotas más elevadas de fidelidad.

De esta gran escuela cristiana, que es la Eucaristía, queremos destacar su in-


fluencia en el ámbito de la espiritualidad. La espiritualidad nos introduce en el campo
de la obra salvífica del Espíritu en las personas y en la Iglesia. La obra del Espíritu es la
de Cristo. Por eso, la espiritualidad cristiana, más allá de otras precisiones técnicas, cabe
identificarla con la aventura del seguimiento de Jesús y su arraigo en personas e institu-
ciones. La espiritualidad es, sobre todo, “una ciencia práctica de perfección evangéli-
ca”79. Tradicionalmente, la vida espiritual se ha articulado en torno a diversas etapas o
vías que marcaban un ritmo de progreso en ella. Los autores difieren en la identificación
y en el establecimiento de su número, pero los contenidos, en realidad, son muy pareci-
dos: se parte de una situación de infancia en la vida del Espíritu que da paso a una ado-
lescencia que, finalmente, culmina en la madurez. Quizás la sistematización más exitosa
haya sido la de las tres vías (purgativa, iluminativa y unitiva) de las que, además, en-
contramos lecturas en clave de iniciación cristiana. Éstas identifican cada paso en la
vida espiritual con la recepción de los sacramentos de la iniciación. La Eucaristía, en
este supuesto, coincidiría con la última de las vías, la unitiva80.

No pretendemos dar lecciones de espiritualidad. Nos conformamos con subrayar


el magisterio de la Eucaristía en el proceso de crecimiento espiritual del cristiano y de la
Iglesia. Siendo el objetivo del seguimiento de Cristo la identificación del seguidor con
el Maestro, es decir, el nacimiento de Cristo en la vida del discípulo como medio para
alcanzar la comunión con el Misterio de Dios, la Eucaristía se manifiesta como la guía
pedagógica más segura para el éxito del proceso; su frecuentación es el ejercicio perti-
nente para asentar los principios, los valores y las actitudes requeridas para la satisfac-
ción de la finalidad de la espiritualidad cristiana 81. ¿Cuáles son esos principios, los valo-
res y las actitudes?

Responder a esta cuestión, de entrada, no es complicado. La mirada, una vez


más, ha de dirigirse hacia el Nazareno y recordar lo que destacamos en los apartados an-
79
“Espiritualidad”, en Diccionario Teológico Enciclopédico, Estella, 1995, p.333.
80
Nos inspiramos en J.-G. SAINT-ARNAUD, Sal de tu tierra. La aventura de la vida espiritual, Madrid,
2002, pp.65-85.
81
Juan Pablo II está persuadido del fundamento eucarístico de la espiritualidad cristiana (ver Mane
nobiscum Domine, 5).
62

teriores. La forma humana de ser de Cristo (en la que Dios se revela) se asienta en dos
principios convergentes, generadores de valores, actitudes y comportamientos. Los prin-
cipios son Dios (su Padre) y el proyecto de su Padre (el Reino). Estos principios sostie-
nen su identidad de Hijo y de Mesías. Esta identidad se traduce, a su vez, en actitudes
concretas como, por ejemplo, el desasimiento, la humildad, el servicio y la entrega sin
reservas, el sacrificio. Todas estas actitudes reflejan la interiorización de los valores
emanados de Dios y de su Reino: el amor solidario, la apertura a la universalidad, la
gratuidad, la justicia, la compasión por los empobrecidos y marginados etc. Pues bien,
todo este conjunto de principios, valores y actitudes que configuran la forma humana de
ser o estilo de Cristo, se halla a disposición de todos los que frecuentan la celebración
eucarística.

¿Cómo entrega y favorece la Eucaristía la interiorización de esta forma de ser?


Basta con fijarse en el marco de la celebración para contestar con acierto. La Eucaristía
es un banquete. La Eucaristía, por tanto, ofrece su magisterio por la manducación de sus
manjares; es decir, a través de la comunión sacramental con Cristo y con su acción sal -
vífica sacrificial. San Agustín lo decía de una manera muy clara a los nuevos bautizados
en la mañana de Pascua: si recibían adecuadamente el cuerpo y la sangre de Cristo se -
rían lo mismo que recibían82. Y, desde luego, no olvidaba que esta recepción del Señor y
de la identidad cristiana, por la comida del cuerpo y sangre del Hijo, suponía, además,
una comunión y un compromiso con el cuerpo eclesial de Cristo y su misión 83. Y es que
la Eucaristía es alimento de vida que cristifica y anticipa la verdad crística que sostiene
y recapitula toda la creación. Dicha verdad guía la obra evangelizadora de la Iglesia que
también se nutre en la Eucaristía.

Pero regresemos a nuestra escuela eucarística para reflexionar, en primer lugar,


sobre algunos de los rasgos espirituales cristianos que en ella se aprenden y, después,
sobre su conexión interna en favor de la paz. En concreto, nos fijaremos en tres rasgos
(a los que, por otra parte, es lícito aplicar el título de “espiritualidades” porque son par-
tes desde las que se percibe y se ilumina la totalidad de la espiritualidad cristiana): a) la
espiritualidad del desasimiento y del sacrificio; b) la espiritualidad de la comunión y c)
la espiritualidad del compromiso con los menos favorecidos.
82
Sermo 227 (TEP II, 204-206; Obras, XXIV, 285-287).
83
Se puede ver en S. AGUSTÍN el Sermo 272 (PL 38, 1246-1248); y en la misma línea, pero desde la
óptica oriental, S. JUAN CRISÓSTOMO In I Cor. Homilía 24 (PG 61, 200).
63

1. Tres espiritualidades eucarísticas

a) La espiritualidad del desasimiento y del sacrificio acompaña el camino de


Cristo; la Última Cena la hace suya con todas sus consecuencias. Esta espiritualidad
brota de la experiencia de filiación y de mesianismo que identifican al Nazareno; filia-
ción y mesianismo nutren en Jesús la actitud del servicio, manifestada, sobre todo, en su
denodada entrega a los demás en el Reino. Jesús vive descentradamente su afirmación
personal. El Nazareno es un excéntrico que se personaliza e individualiza a partir de su
relación singular con el Padre y con los hermanos en el proyecto del Padre. Jesús vive
desprendido de sí y fuertemente asido a Dios y a los hermanos. Su afirmación personal
es relacional; la relación sujeta su humanidad, dando sentido y cordura a su ser y actuar.
La vivencia de un amor extraordinario explica cuanto decimos. Una vivencia que supo-
ne salida de uno mismo y entrega. Una vivencia que implica un sano y humanizador ol-
vido de sí. No se trata de una renuncia estéril a los apetitos del yo para evitar el dolor;
no se trata de un ejercicio de locura masoquista; estamos ante una concepción liberadora
del ser humano. La renuncia al yo, el desasimiento y el sacrificio son los exponentes de
una vida evangélica y verdaderamente humana. También son claves de la vida espiri-
tual84. Sólo quien se reconoce criatura y admite la pobreza de su ser puede abrirse a una
experiencia de transcendencia. La pobreza en el ser de la criatura se torna en riqueza
sorprendente cuando ésta deja que Dios irrumpa en su vida llenando, colmando y multi-
plicando sus posibilidades. Desde esta perspectiva, el ser humano nunca es tan humano
como cuando, lleno de Dios, sale de sí por amor y se dona. La vida de Jesús es un ejem -
plo modélico de la entrega personal, del sacrificio humanizador que salva. Por esta vía,
la forma sacrificial de ser de Jesús y del cristiano alcanza la meta salvífica de la comu -
nión con Dios y con los hermanos. En este movimiento de donación amorosa Dios y la
criatura coinciden.

Pues bien, celebrar la Eucaristía significa comulgar con esta forma de ser des-
prendida y sacrificada de Jesús. Esa forma de ser es la que real y sacramentalmente se
hace presente en la celebración. Una presencia que incluye el ser de Jesucristo y su ac-
84
En la vida ascética cristiana se habla del desasimiento, del despojarse, de la renuncia, del desapego, del
abandono, de la abnegación, del olvido de sí como realidades sinónimas o muy cercanas. Utilícese el
término que se utilice, el desasimiento se presenta como una necesidad absoluta para alcanzar la santidad
y, en este sentido, para avanzar en el seguimiento de Cristo (ver “Despojarse”, en Diccionario de
Espiritualidad, E.ANCILLI, dir., T. I, Barcelona, 1983, pp.565-567).
64

ción sacrificial salvífica. La Iglesia y cada celebrante, al comulgar, hacen suya, interiori-
zan y asimilan esta espiritualidad del desasimiento y el sacrificio (“sed lo que recibís”,
como diría San Agustín).

La finalidad del sacrificio personal en el camino de Jesús fue la comunión entre


Dios y la humanidad. Cristo, el mediador entre Dios y los hombres, buscó el encuentro
reconciliador y salvífico entre ambos. El proyecto de Dios, el Reino, es un banquete de
comunión. Jesús, Reino de Dios personalizado, hace posible esa comunión de los hom-
bres con Dios y de los hombres entre sí. La Eucaristía, banquete del Reino, es realiza -
ción anticipada de dicha comunión. En ella, Cristo, pan y bebida celestiales, crea la
unión de Dios con los comulgantes en su cuerpo y sangre y, al mismo tiempo, la de los
comulgantes entre sí. En este sentido, la Eucaristía se revela como la escuela de la espi -
ritualidad de la comunión.

b) La espiritualidad de la comunión es la gran lección cristiana de la escuela eu-


carística. En ella se aprende la co-relación creyente de cuestiones capitales para la fe.
Por ejemplo, se vislumbra el misterio de Dios como un misterio de comunión en el
amor; se comprende, también, que el ser humano es una participación en dicho misterio
y que, por tanto, éste sólo halla su cumplimiento cuando vive en el amor la experiencia
de la comunión; igualmente, se asimila que la Iglesia es un reflejo del misterio de comu-
nión de Dios y, por ende, un espacio realizador del ser humano; se discierne que la co-
munión es la verdad de la misión eclesial en el mundo; finalmente, se percibe la capaci-
dad unificadora de la celebración eucarística, que integra en su seno, de manera armóni-
ca, todos los niveles de comunión anteriormente expresados. La espiritualidad de la co-
munión es una espiritualidad eminentemente eucarística.

Sobre este extremo, cabe recordar que Juan Pablo II proponía la necesidad de
avanzar en la espiritualidad de la comunión a la Iglesia que se adentraba en el nuevo mi-
lenio. Y lo hacía en unos términos escolares que recuerdan el hilo conductor de nuestro
discurso. Aseveraba:

“Antes de programar iniciativas concretas, hace falta promover una es-


piritualidad de la comunión, proponiéndola como principio educativo en todos los lu-
gares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los ministros del altar,
65

las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se construyen la familia y la


comunidades... (Y añadía) No nos hagamos ilusiones: sin este camino espiritual, de
poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se convertirían en medios sin
alma, máscara de comunión más que modos de expresión y crecimiento”85.

Las espiritualidades del desasimiento y de la comunión, asimiladas en la praxis


de la Eucaristía, propician otra espiritualidad también eucarística: la del compromiso
con los menos favorecidos.

c) La espiritualidad del compromiso con los menos favorecidos nos conduce al


terreno de las dimensiones del proyecto de Dios (el reino) al que sirve Jesús. El banque-
te del reino es universal. Sin embargo, tiene como destinatarios predilectos a los últimos
y a los pobres. La universalidad del reino, por tanto, se construye desde abajo 86. Aquí
conviene recordar lo dicho sobre la espiritualidad del desasimiento. Como sabemos, los
caminos de Dios son los de la pobreza, la humildad y la pequeñez. El don de Dios se co-
rresponde con el descentramiento humano. Los menos favorecidos, en este sentido, es-
tán mejor situados que los satisfechos para abrirse a Dios y a su proyecto. Aquéllos, a
pesar de ser últimos, son los primeros invitados al banquete de la comunión de Dios.
Así lo enseñó el Maestro. Pero no sólo esto. El mismo Cristo se identificó con los po-
bres de una manera especial (“siendo rico se hizo pobre”), indicando además que, en la
actitud frente a ellos, se jugaba la entrada en el banquete del Reino (Mt 25, 40). Pues
bien, esta conexión “últimos-Reino-Cristo” tiene un registro eucarístico. Los menos fa-
vorecidos están y han de estar presentes en la celebración de la misa. La verdad cristiana
y eucarística así lo reclama. ¿Cómo? En primer lugar, asentando y nutriendo la actitud
de la pobreza personal y comunitaria en los comensales (el desasimiento); luego, com-
prometiendo a la comunidad en la atención y satisfacción de la necesidades de los po-
bres que comparten la misma celebración (no hay que olvidar el escándalo de las asam-
bleas de Corinto, denunciado por Pablo, cf. 1 Cor.11, 17-32 87); por último, como una
orientación vital y misionera que garantice la autenticidad de la celebración.

85
Novo Millennio Ineunte, n.43.
86
Sobre este tema se puede ver mi artículo “Universalidad e inclusión, dos aportaciones del cristianismo
para la paz”, en Escritos del Vedat 33 (2003), pp.115-127.
87
Pablo, sabiendo lo que sucede en las asambleas de Corinto en relación a la Cena del Señor, censura el
comportamiento de los que se preocupan de su propio alimento y dejan que otros pasen hambre. Tal
comportamiento refleja abiertamente la división en la comunidad cristiana, una comunidad eucarística.
66

San Juan Crisóstomo, a este respecto, fue particularmente incisivo y lúcido:

“El altar del que os hablo está constituido de los miembros mismos de
Cristo y el cuerpo de Cristo se convierte para ti en altar. Venéralo, porque tú ofreces
allí el sacrificio al Señor. Este altar es más sagrado que el que hay en esta Iglesia y,
con mucha más razón, que el altar de la ley antigua. No os ofusquéis. El altar que hay
aquí es ciertamente augusto, debido a la víctima que en él se inmola; el de la limosna lo
es más todavía, porque está hecho de la misma víctima. Éste es augusto porque, hecho
de piedras, está santificado por el contacto con el cuerpo de Cristo; el otro, porque es
el cuerpo mismo de Cristo. Por tanto, éste es más venerable que aquél ante el cual te
encuentras tú ahora, hermano mío”88.

Juan Pablo II, en la Mane nobiscum Domine, hace de la relación de la Eucaristía


con el servicio a los últimos el criterio básico de autenticidad de la misa. Sus palabras
también son categóricas:

“¿Por qué no hacer, pues, de este Año de la Eucaristía un período en


que la diferentes comunidades diocesanas y parroquiales se comprometan de especial
manera a salir al encuentro... de alguna de las tantas pobrezas de nuestro mundo?...
Éste es el criterio básico con arreglo al cual se comprobará la autenticidad de nuestras
celebraciones eucarísticas” (n.28).

4. Espiritualidad eucarística y cultura de la paz

En la escuela eucarística no sólo se aprenden las mencionadas lecciones de espi-


ritualidad, también se enseña a descubrir la conexión existente entre ellas. Debe quedar
claro que sólo hay una espiritualidad cristiana, a pesar de los acentos y matices particu-
lares que la colorean y le dan sabor. La convergencia eucarística de todos estos rasgos
espirituales ayuda a vislumbrar la coherencia y la unidad de la espiritualidad cristiana.
También su vínculo con el tema de la paz.

Hemos señalado tres aspectos de la espiritualidad cristiana (espiritualidades) en


relación a la Eucaristía. Si ahora los comparamos, se percibe una articulación interna
88
In II Cor. Homilia 20 (PG 61, 540).
67

significativa entre ellos. Por ejemplo, llama la atención el hecho de que el punto de par -
tida y de llegada de la espiritualidad cristiana sea la pobreza, bien la personal (la espiri-
tualidad del desasimiento) o la distintiva de los destinatarios de la misión (la espirituali-
dad del compromiso con los menos favorecidos). En este sentido, la escuela eucarística
enfatiza, proclama y asienta en los cristianos que la pobreza es la condición necesaria
para que Dios llegue “consentidamente” a la vida humana y, de este modo, impulse el
proceso de su desarrollo y realización. Pero el estudio comparado no se detiene aquí.
Ofrece otro dato de interés. Si la pobreza es punto de partida en la espiritualidad cristia-
na, la comunión (la participación gratuita y activa en la misma vida de Dios) es la meta
a alcanzar. La pobreza es la vía conducente a la comunión. En la eucaristía, por ende,
se evidencia un misterio primordial para la fe: la pobreza del ser humano, habitada por
la gracia de Dios, nutrida por el Pan de vida que es Cristo, se torna en riqueza. Expresa -
do de otra forma: la Eucaristía facilita que aquello que es propio de Dios sea asimilado
por la criatura, en una experiencia de comunión sorprendente y única que, además, es
expansiva. Y es que, como sabemos, la comunión, que es el misterio de Dios, es tam-
bién la verdad de cada cristiano y de toda la Iglesia; la comunión, igualmente, es el
nombre de la misión, a través de la cual el Dios-comunión aspira a hacerse presente allí
donde la pobreza humana no ha sido todavía enriquecida.

La feliz circunstancia de la conexión íntima entre las tres espiritualidades euca-


rísticas que hemos comentado, no hace sino confirmar el hecho de que la Eucaristía
hace presente el misterio total de Jesucristo, hontanar de la espiritualidad cristiana. Un
misterio recorrido por el binomio “pobreza-comunión” o, si se prefiere, por la secuencia
“muerte-vida” (“Cristo, siendo rico se hizo pobre para enriquecernos”, 2 Cor. 8, 9, y
“siendo de condición divina… se humilló… hasta la muerte… por eso Dios lo exaltó”,
Flp. 2, 6.8.9), que deja en evidencia el poder aglutinador de la Pascua en el camino de
Cristo y de la Iglesia y, de paso, manifiesta el sentido pascual de la Cena del Señor.

Estos datos nos pueden ayudar a entender una última cuestión. La eucaristía es
fuente de vida cristiana y escuela de espiritualidad. Esta escuela forma personas y las
socializa. Esta escuela entrega valores. En suma, educa y da cultura. Entre las enseñan-
zas que podemos hallar en la espiritualidad eucarística está la paz. ¿Por qué?
68

La razón es fácilmente comprensible. El punto de partida de la espiritualidad eu-


carística es la consideración de la pobreza: bien sea la propia o la de los demás. La po -
breza personal es saberse criatura; es el cultivo de la humildad que permite la apertura a
Dios y a los demás. Se trata del reconocimiento de que uno mismo no se basta y que
para ser se necesita de Dios y los demás. La paz solo se alcanza cuando se quiebra toda
posición egoísta que encierra al ser humano en su propia carne, en sus ideas o en su vi-
sión del mundo. Por otro lado, la espiritualidad eucarística mira la necesidad del otro, su
pobreza. La eucaristía mueve a compartir lo que se recibe gratuitamente de Dios con los
empobrecidos. La eucaristía descentra y coloca en el lugar del otro, del mismo modo
que el Dios de Jesús ha hecho en la encarnación y en la Pascua. Este movimiento que,
por amor, busca el bien de los demás es el caldo de cultivo en el que puede desarrollarse
una verdadera cultura de la paz y de la solidaridad.

Y es que, además y por lo dicho, el fruto de la espiritualidad eucarística es la co-


munión que convierte a todos sus participantes en hermanos. La comunión, lo sabemos,
significa unidad en la diferencia. La comunión, pues, disipa el peligro del conflicto y,
por tanto, la rotura de la deseada paz. Muy al contrario, la comunión eucarística genera
la cultura del encuentro, la toma de conciencia de aquello que une más allá de las dife-
rencias. He aquí un buen ejemplo de cómo la sacramentalidad y la paz son realidades
hermanadas.
69

Tema 7: SACRAMENTALIDAD Y CULTURA DE LA PAZ, ACERCAMIENTO


DESDE LA FRATELLI TUTTI DE FRANCISCO

“Hacen falta caminos de paz que cicatricen las heridas y se necesitan artesanos de paz
dispuestos a generar procesos de sanación y reencuentro con ingenio y audacia” (FT
225)

Tenemos el convencimiento de que la sacramentalidad cristiana, que supone la


figura de la unidad en la diferencia entre Dios y el ser humano y entre los seres
humanos entre sí, el ponerse en el lugar del otro necesitado y la eucaristía como escuela
donde se adquiere la forma de ser de Cristo con sus actitudes y valores, genera hombres
y mujeres cristianos dispuestos a transitar por los senderos de una cultura de la paz que
no solo beneficia a la Iglesia, sino a la humanidad en su totalidad.

Vamos a leer en esta clave algunos textos de la FT para comprobar lo acertado


de nuestras intuiciones. Nos fijamos, sobre todo, en el capítulo 7: Caminos de
reencuentro.

1. Algunos datos generales sobre la FT

. La FT se inspira, como la Laudato Si’ en San Francisco. Fratelli tutti es una


expresión del propio san Francisco con la que el Papa quisiera poder hablar de una
fraternidad abierta que permita amar a cada persona más allá de la cercanía física y de
su lugar de nacimiento (1)

. Nace de una preocupación (la fraternidad y la amistad social) del Papa de hace
tiempo, antes de que fuera elegido Pontífice. La encíclica recoge muchas de las
intervenciones sobre del Papa sobre este particular de hace tiempo, pero las sitúa en un
contexto de reflexión más amplio (5).

. La reflexión en la encíclica también está estimulada por la figura del Gran Imán
Ahmad Al-Tayyeb, con quien se encontró en Abu-Dabi y con quien redactó el
Documento sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común (4
de febrero 19), del que recoge y desarrolla temas (5).

. Se trata de una encíclica social (dentro de la Doctrina social de la Iglesia) que


no pretende hacer una presentación en profundidad de la cuestión del amor fraterno,
70

sino detenerse en su dimensión universal. Por eso, aunque está escrita desde las
convicciones cristianas, se abre al diálogo con todas las personas de buena voluntad (6).

. Se ha escrito en un contexto de pandemia que ha puesto al descubierto no solo


nuestras falsas seguridades, sino, sobre todo, nuestra incapacidad de actuar
conjuntamente a pesar de estar hiperconectados (7).

. El Papa con esta encíclica manifiesta un anhelo: el que reconociendo la


dignidad de cada persona, hagamos renacer entre todos un deseo mundial de
hermandad: “soñemos como una única humanidad, como caminantes de la misma carne
humana, como hijos de esta misma tierra qe nos cobija a todos, cada uno con la riqueza
de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos” (8)

2. El capítulo 7: Caminos de reencuentro

. Si el Papa habla de reencuentro, camino de paz y reconciliación es porque está


convencido de que en la evolución humana de los últimos tiempos ha habido una
pérdida del sentimiento de pertenencia a una misma familia y las sociedades se han
cerrados sobre sí mismas.

. En el texto de la encíclica, el camino hacia la paz, la cultura de la paz, se


presenta desde la categoría reencuentro; se entiende por este una superación de los
conflictos realizada desde una memoria penitencial que abra a la verdad y que haga
posible la justicia y la misericordia (226-227)

. Afirma Francisco que el camino hacia la paz no implica homogeneizar la


sociedad, pero sí trabajar juntos en favor de un objetivo común (la unidad, la identidad).
Ese objetivo común se ha de construir a partir de las diferentes propuestas técnicas y las
distintas experiencias que abren al reconocimiento de que el otro aporte una perspectiva
legítima que pueda ser tenida en cuenta, aun cuando se haya equivocado o haya actuado
mal. Esta vía implica no encasillar al otro y abre a la esperanza de que las cosas pueden
ser de otra manera (228). Se pueden leer los textos de las Conferencias Episcopales de
Congo (226), Sudáfrica y Corea del sur (229).

. Como todos cuentan en este camino hacia la paz, se ha de buscar, trabajando


con esfuerzo, la concreción de la figura de la unidad en la diferencia. Y en este proceso,
es muy importante que permanezca vivo el sentimiento de pertenencia, de familia, el
que nos somos lejanos unos a otros, porque compartimos algo común (230).

. Esta construcción, arquitectura, progresiva de la paz es tarea de las diversas


instituciones de la sociedad, pero también es un trabajo artesanal que involucra a todos
(231) y que requiere el esfuerzo constante por colocar a la persona en el centro de toda
acción (principalmente a los últimos, porque la inequidad y la falta de desarrollo
humano integral no permite la paz, 235) y el respeto del bien común (232).

. En este proceso que lleva al reencuentro (a la paz) juega un papel fundamental


el perdón y la reconciliación, siempre subrayados por el cristianismo y otras religiones.
La Biblia está llena de ejemplos (238-239). Pero hay que entender bien este perdón y
esta reconciliación.
71

. Estamos llamados a amar a todos sin excepción, pero amar a un opresor no es


consentir que siga siendo así o hacerle pensar que lo que hace es aceptable; al contrario
es buscar de distintas maneras que deje de oprimir, es quitarle el poder que no sabe
utilizar y que lo desfigura como ser humano. El perdón reclama la justicia (leer 241),
pero sin alimentar la ira (242).

. Por eso, la verdadera reconciliación no escapa al conflicto sino que se logra en


el conflicto, superándolo a través del diálogo y la negociación transparente. Recordemos
que decíamos que el cristianismo afirma la existencia de una tensión que recorre todo su
ser: una humanidad como lugar de encuentro con Dios. Pero se trata de una tensión
positiva (simbólica), y no destructiva (diabólica) (244).

. Sobre este particular el Papa recuerda un principio que ya mostrara en EG: “un
principio que es indispensable para lograr la paz social: la unidad es superior al
conflicto… No es apostar por un sincretismo ni por la absorción de uno en el otro, sino
por la resolución en un plano superior que conserva en sí las virtualidades valiosas de la
polaridades en pugna” (245). La unidad en la diferencia, el principio de Calcedonia que
hace suya la sacramentalidad (sin confusión, sin división, sin cambio, sin mezcla).

. Pero cuidado, tampoco conviene olvidar que la reconciliación es un hecho


personal y no social, aun cuando deba promoverse. Nadie puede perdonar en nombre de
los demás (246). Por eso la memoria del mal ha de ser conservada, pero una memoria
íntegra y luminosa (249). El perdón no implica olvido, (250), por eso los que perdonan
de verdad no olvidan, pero renuncian a ser poseídos por la fuerza destructiva que los ha
perjudicado (251).

Cuando se habla de perdón y de reconciliación no se habla de impunidad, pero la


justicia solo se busca por amor a la justicia, por amor a las víctimas, para prevenir
nuevos crímenes y para preservar el bien común, no como una descarga de la propia ira
(252; de ahí la postura contraria frente a las guerras o a la pena de muerte de os últimos
números del capítulo). Francisco hace una oración muy bonita en este sentido (254).

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