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Con esta recopilación de fantasía y terror rendimos homenaje al maestro H. P.

Lovecraft y reconocemos la tremenda influencia que ha ejercido sobre la


literatura actual. Este esperado volumen, firmado por tres de los más
respetados autores de género del momento, incluye: «Shoggoths en flor»
(premio Hugo 2009) de la celebrada autora Elizabeth Bear; «Casas bajo el
mar» de Caítlin Kiernan y «El don de la oportunidad» de Laird Barron.

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AA. VV.

Ominosus: una recopilación


lovecraftiana
ePub r1.0
Watcher 07-01-2024

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Título original: Ominosus: una recopilación lovecraftiana
AA. VV., 2014
Traducción: Silvia Schettin & Manuel de los Reyes & Manuel de los Santos
Diseño de cubierta: Omar Moreno

Editor digital: Watcher


ePub base r2.1

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Música para leer

El siguiente enlace lleva a nuestra lista de música recomendada para escuchar


mientras lees los relatos de esta colección. Esperamos que la disfrutes:

Ominosus: música tentacular para adorar a dioses impíos[1]

Además, este libro también permite descargar en exclusiva una inspiradora


composición lovecraftiana de Teuthidae: Celaeno[2].

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Nota de los editores

La última parte del siglo XIX desbancó a la novela realista como modo de
expresión dominante. Aquel breve pero convulso periodo de inquietud
cultural fue testigo de la aparición de El extraño caso del doctor Jekyll y Mr.
Hyde, de las novelas de H. G. Wells, del Drácula de Stoker, de los cuentos de
Oscar Wilde y de una proliferación de historias de fantasmas, romances
científicos e historias alternativas. Sabedores de que estaban en una época de
cambios, en las puertas de una nueva edad moderna, muchos escritores se
lanzaron a las especulaciones, las proyecciones y también a las pesadillas. Fue
entonces cuando se consolidó el catálogo de monstruos, que no tardaría en
convertirse en una fórmula estereotipada. Y no fue una época prolífica
solamente en el campo de la ficción; surgieron también los primeros intentos
de sistematización teórica del género, como el ensayo de George MacDonald
«The Fantastic Imagination», que alaba el deseo el hombre de crear mundos
particulares con reglas propias, al tiempo que H. G. Wells sentaba las bases
de una crítica de la ciencia ficción al apellidar su novela La máquina del
tiempo «una invención» (que no «una fantasía»), lo que ancla sus escritos en
el terreno científico de la razón y de la plausibilidad, de lo que en definitiva
podría llegar a suceder.
Con la llegada del modernismo, el deseo de ruptura y de superación del
pasado victoriano se trasladó también a la ficción. Muchas de las estrategias
empleadas hasta entonces se empezaron a considerar formulaicas (toda
creación que en su momento parezca avant-garde termina convirtiéndose en
una fórmula esclerotizada) o ingenuas. Como explica China Miéville en
«M.R. James and the Quantum Vampire», el estallido y las secuelas de la
Primera Guerra Mundial convirtieron los tropos y las imágenes del pasado en
fórmulas inexpresivas incapaces de dar cuenta de los nuevos horrores que
habían azotado a Occidente. El relato fantástico, además, ya no reinaba en las
mejores revistas ni acaparaba la atención de la crítica especializada. En vez de
eso, las historias de terror habían quedado de algún modo arrinconadas en las
revistas pulp del momento, junto a los demás géneros populares que habían

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nacido durante la época victoriana, las historias de detectives, el western.
Aquella época y aquellas revistas fueron los testigos de los relatos de
Lovecraft.
Aunque con ciertos tics heredados de la literatura gótica, las historias de
Lovecraft suponen una ruptura (o superación, o respuesta) con el terror del
siglo XIX. La primera novedad, y la más evidente cuando se piensa en la
ficción lovecraftiana, la encontramos en su teratología: llama la atención la
ausencia de vampiros, de hombres lobo, de fantasmas y de cualquier
monstruo sacado del folclore tradicional. Los monstruos de Lovecraft, apenas
entrevistos y casi siempre detrás del velo del sueño, son una progenie
aberrante nacida de cópulas imposibles. Esa prole monstruosa encapsula la
preocupación del autor por la degeneración de la raza humana, preocupación
que albergaron también los padres victorianos bajo la sombra de la evolución.
Además, a pesar de lo novedoso de su morfología, el monstruo de Lovecraft
sigue siendo fruto del miedo al Otro que ya encarnaba en el pasado: el autor
de Providence utiliza los mismos adjetivos para describir a sus criaturas que
los que usaba en las cartas para referirse a aquella masa de cuerpos
extranjeros que infestaba las calles de Nueva York, por los que tanta
repugnancia sentía. El racismo de Lovecraft crea monstruos cuyo olor y
apariencia bastan para poner a prueba la cordura del hombre.
El horror cósmico de Lovecraft es el horror del abismo y se halla siempre
en las profundidades, ya sean psicológicas, geográficas o geológicas. Incluso
el espacio, como dice Maurice Lévy en su estudio sobre Lovecraft
(«Lovecraft, a Study in the Fantastic»[3]), es un abismo invertido donde el
fondo está en lo alto. De ahí que encontremos tantos relatos relacionados de
una u otra forma con la regresión, con el retirar de capas y capas de historia,
personal y colectiva, hasta descubrir aquello que siempre ha estado allí,
enterrado en el abismo de nuestra consciencia o de nuestra civilización. De
ahí también que el Otro pueda ser uno mismo, víctima de una herencia
contaminada de la que no puede escapar. Abundan entre sus historias las
investigaciones genealógicas, como en La sombra sobre Innsmouth, en las
que los personajes empiezan a sospechar de su herencia genética. Y es que las
historias de Lovecraft no se caracterizan por elaborar una narrativa donde
aparezca un elemento perturbador que desestabilice el orden de las cosas: en
el mundo de Lovecraft el terror no lo inspira la intrusión de lo extraño, sino la
súbita comprensión de que el orden de las cosas siempre ha sido secretamente
aterrador.

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La decadencia, pues, está siempre presente en el universo lovecraftiano:
en su arqueología, en su arquitectura, en su historia, en el propio ser humano.
Para Lovecraft, el caballero que amaba el siglo XVII, el mundo y el hombre
no son más que ruinas: físicas e intelectuales, como los campesinos que
siempre asocia a los cultos más grotescos, a las supersticiones más zafias. El
espacio y los que lo habitan están marcados por la degeneración y la idea de
progreso que inspiró parte del siglo XIX queda enterrada en el pasado
antediluviano: los avances científicos no pertenecen al futuro, sino al pasado,
como sucede en Las montañas de la locura.
A pesar de esa cualidad abismal y abisal, plagada de profundos, la ficción
lovecraftiana se separa de la estética de lo sublime que había reinado durante
gran parte del siglo XIX. Lo sublime es aquella categoría contrapuesta a lo
bello (como lo es la luz a la oscuridad), en la que el observador puede hallar
placer al contemplar en el arte escenas terribles que causan asombro y evocan
peligro: majestuosas montañas, paisajes tormentosos, precipicios abruptos…
Sin embargo, en la novela gótica la fascinación por la oscuridad y las noches
tormentosas se alía con cierto didactismo que ensalza la virtud. En Lovecraft,
por el contrario, se alía con el nihilismo. Aunque en El horror sobrenatural
en la literatura Lovecraft escribe que «recordamos el dolor y la amenaza de la
muerte más vívidamente que el placer», añade después: «el asomo de una idea
terrible para el cerebro humano: la de una suspensión o transgresión maligna
y particular de las leyes fijas de la Naturaleza». Es decir, lo sublime se
expresa en Lovecraft como una emoción que no conduce a la expansión del
sujeto: en Lovecraft ese conocimiento es el propio horror y no conduce más
que a la aniquilación. No existe el ensanchamiento de la imaginación ni del
espíritu de los que hablaba Kant en su Crítica del juicio, tan influyente en el
romanticismo, ni elevan el alma afirmando nuestra superioridad frente a los
objetos de la naturaleza. La literatura de Lovecraft está llena de personajes
que después de tener un contacto con el abismo arrastran una vida de
miserias. Lovecraft rompe con el antropocentrismo para decirnos que ante la
vastedad del cosmos somos tan insignificantes como una hormiga. En ese
sentido, la modernidad que introduce en el género consiste en diluir el
argumento hasta casi hacerlo desaparecer. En las historias de Lovecraft no se
narra una sucesión encadenada de hechos sino la revelación de lo sucedido y
sus consecuencias.
Dentro del uso que se ha hecho del legado lovecraftiano podemos
distinguir dos caminos: uno más cercano al pastiche en el que los autores
revisitan el universo de los mitos de Cthulhu, como los bautizó August

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Derleth, y otro en el que los autores buscan recrear un sentido de lo
lovecraftiano que no alude a ninguna criatura de los mitos. Mucho se ha
acusado a Derleth de desvirtuar el sentido de la obra y de la filosofía de
Lovecraft al inventarse dioses que se oponían al nihilismo de su cosmogonía,
pero el problema de Derleth (un escritor aficionado a los pastiches que
también se dedicó a escribir historias de Sherlock Holmes cambiándole el
nombre al protagonista por el de Solar Pons), más que «desvirtuar» o
«inventar», fue el de erigirse en el único intérprete válido de Lovecraft y en
usar su nombre para hacerlo, un gesto que levantó dudas sobre si aquellos
relatos de «colaboración póstuma» en los que aparece su nombre junto al de
Lovecraft no habrían sido escritos solo por Derleth y si no se habría
aprovechado taimadamente del nombre del escritor de Providence para
conseguir publicar su propia obra. En cualquier caso, fueron muchos los que
contribuyeron al desarrollo del universo de los Mitos, convirtiéndose así
desde el principio en un mundo colaborativo, pero ya sin esa pretensión de
cercarlo con una única interpretación verdadera. De hecho, si por algo se
caracteriza el pastiche (o la actual fan fiction) es por contraponer visiones, y
por hacer patente que no cabe la valoración jerárquica de que una obra
original es siempre, por el mero hecho de haberse escrito primero, mejor, y
mucho menos la única versión «verdadera».
Los universos literarios fantásticos son territorios virtualmente infinitos
que se empequeñecen ante la curiosidad del lector. Una vez que el autor
permite marchar un texto este deja de ser suyo: aunque conserve su estatus de
autor no se le puede conceder el de autoridad. Eso es lo que permite que
cualquiera, si le place, pueda enfrentar a Sherlock con Drácula o, incluso,
convertir al famoso detective en mujer. Este adaptador se convierte, a un
tiempo, en autor y lector, en intérprete y creador. Esos mundos ponen de
manifiesto que la literatura se nutre del eterno retorno de lo diferente:
conversaciones entre textos, cajas de resonancia, ecos.
La segunda forma de aproximación a la obra de Lovecraft —aquella que
trata de capturar su visión y su tono filosófico pero desde otros enfoques y
ambientaciones— parece ser la más popular hoy en día. En las recientes
antologías Lovecraft Unbound (editada por Ellen Datlow) y Black Wings of
Cthulhu: Tales of Lovecraftian Horror (editada por S. T. Joshi), los
antologadores hicieron hincapié en que querían apartarse del camino del
pastiche: estaban más interesados en extrapolar un efecto, una visión del
mundo, una temática que sea posible englobar dentro de la explorada por
Lovecraft pero con la voz y el estilo propios de cada autor. S. T. Joshi

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considera en la introducción de Black Wings of Cthulhu (publicada en
castellano por Valdemar con el título de Alas tenebrosas) que es positivo
haber dejado atrás esa época en la que la influencia de Lovecraft se resumía
en escoger un profundo como personaje o en la imitación de la abigarrada
prosa del estadounidense, y agradece que el pastiche haya pasado de moda en
la literatura weird «seria». Por supuesto, esta afirmación resulta algo
paradójica si se tienen en cuenta los orígenes pulp del propio Lovecraft, y que
además, para que podamos reconocer un influencia lovecraftiana, tienen que
proporcionarnos necesariamente unos elementos reconocibles, más o menos
obvios, más o menos explícitos. Pero se esté o no de acuerdo con el juicio
valorativo que introduce el crítico, lo cierto es que las dos aproximaciones
existen: mientras algunos autores prefieren ampliar el universo clásico de los
Mitos con sus monstruos y sus temas recurrentes, otros autores —como
Ligotti, con las particularidades de su prosa y de su cosmovisión— han
conseguido ser asociados al horror lovecraftiano sin apenas hacer uso del
panteón o de la topografía del autor de Providence. En ambos enfoques, eso
sí, hace falta guardar un equilibrio entre la obviedad y la sutileza en la
ejecución.
En el pequeño muestrario de relatos que presentamos aquí se hace patente
que el adjetivo «lovecraftiano» va más allá de un mero coqueteo con el
tentáculo. Elizabeth Bear reivindica con «Shoggoths en flor» el uso del
pastiche clásico para «provocar una pelea con Lovecraft»[4]: para combatir su
racismo y determinismo biológico, pues no hay que confundir el uso del
pastiche con la mera aceptación y repetición de los principios del original. Por
su parte, Caitlín R. Kiernan y Laird Barron resultan lovecraftianos sin echar
mano del cajón de los monstruos ni de las fichas de patronímicos de Nueva
Inglaterra; ambos trasladan la dramatización del espacio como protagonista,
tan común en Lovecraft y en gran parte de la literatura fantástica, al noroeste
del Pacífico en el caso de Barron y a la costa de California en el caso de
Kiernan. Con la guerra como hilo conductor en los tres relatos (como
liberación de los oprimidos, como pesadilla cuyas secuelas siguen
persiguiendo a quienes la viven), algunos revelan secretos que es mejor no
conocer, otros revierten el tópico del secreto y lo convierten en un
conocimiento a plena luz del día, pero todos con su voz, todos con una
perspectiva propia. Los temas y las obsesiones que una vez fueron de
Lovecraft lo son ahora de una cultura.

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Sobre Elizabeth Bear

Elizabeth Bear es una escritora estadounidense capaz de pasearse con igual


comodidad por la ciencia ficción, la fantasía de tintes mitológicos, el relato
histórico, el thriller y otros muchos subgéneros. Nada más comenzar su
carrera fue premiada con el John W. Campbell Award al mejor escritor
revelación, su primera novela, Hammered, ganó un premio Locus y, entre
otros muchos reconocimientos, también ha recibido dos premios Hugo por sus
relatos «Tideline» y «Shoggoths in Bloom». A lo largo de su carrera se ha
interesado por integrar en su narrativa cuestiones sobre multiculturalismo,
feminismo e identidad sexual, ampliando así la perspectiva de la literatura de
género más tradicional. Es profesora en multitud de seminarios de escritura y
un miembro muy activo de la comunidad de escritores de fantasía y ciencia
ficción, así que resulta relativamente fácil encontrársela en convenciones
literarias a cualquier lado del Atlántico.

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Shoggoths en flor[5]

Elizabeth Bear

—Verá, profesor Harding —dice el pescador mientras su barco, el Bluebird,


surca la bahía de Penobscot—. ¿Qué quiere que le diga? Las gelatinas no nos
molestan y nosotros no las molestamos a ellas.
No puede tener más de cuarenta años, pero su piel se ve arrugada, las
manos curtidas por el trabajo y su cara recuerda vagamente al cuero en textura
y en color. Debe de tener aproximadamente la edad del profesor Harding, que
lo mira sin poder disimular su interés mientras el pescador se afana sobre el
motor del Bluebird. Podría ser un veterano de la Gran Guerra, igual que
Harding.
Pero Harding no se lo menciona. No serviría para establecer una relación
de camaradería: no han combatido en las mismas unidades ni visto morir a sus
compañeros en las mismas trincheras.
Las cosas no funcionan así, y menos con un pescador de Maine, que
simplemente menearía la cabeza, rechazaría estrecharle la mano y le diría, sin
dejar de mascar tabaco pensativamente: «Conque “Doctor” Harding, ¿eh?
Vaya, vaya. Nunca había conocido a un profesor negro», y a continuación
tiraría por la borda cualquier intento de Harding por entablar conversación
sobre los disturbios provocados por una fantástica dramatización radiofónica
sobre una invasión extraterrestre de Nueva York de la que no habían pasado
ni dos semanas.
Harding está cruzado de brazos y lleva las manos metidas bajo las axilas
para que el pescador no las vea temblar. Tiene suerte de estar ahí. Tiene
suerte de que alguien haya querido llevarlo. Tiene suerte de poder disfrutar de
una interinidad en Wilberforce que ahora mismo corre el riesgo de perder.
La bahía está lisa como un espejo y la estela del Bluebird la atraviesa
como un trazo de tiza una pizarra. Un grupo de rocas brilla con la luz del
amanecer, de color sorbete de melocotón. Las rocas son negras y sombrías,
están desgastadas por el mar y tienen los bordes irregulares. Pero por encima
de ellas la luz se refracta a través de una capa translúcida de gelatina de casi

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dos metros de altura en algunos puntos que brilla tenuemente bajo la luz del
amanecer. Por encima, los tallos destacan como siluetas opacas que cabecean
bajo el peso de un cuerpo que da sus frutos.
Harding contiene la respiración. Qué hermoso. Y qué calma tan engañosa,
porque independientemente del pronóstico meteorológico, más allá de la
calma de la bahía, al otro lado del grisáceo y astillado océano Atlántico, más
lejos de lo que Harding —o cualquiera— pueda alcanzar a ver, en Europa se
avecina una tormenta.
Harding es un hombre culto, instruido, y es nieto de Nathan Harding, un
soldado búfalo, un antiguo esclavo nacido en África que combatió en ambos
bandos en la Guerra de Secesión; cuando al abuelo Harding lo enviaron a
luchar en lugar de su amo, desertó, mintió y siguió combatiendo en el ejército
de la Unión.
Al igual que su abuelo, Harding también ha sido soldado. No es
historiador, pero tampoco hace falta serlo para ver las señales que presagian
una guerra.
—¿No tienen ningún contacto con ellos? —pregunta mientras prepara la
cámara Leica que le han prestado.
—Vacían algunas trampas —contesta el pescador, refiriéndose a las
trampas para langostas—, pero no estropean la trampa en sí. Solo la
envuelven y digieren las langostas del interior. No es lo ideal —añade, y se
encoge de hombros. No es lo ideal, pero tampoco supone una amenaza. Estos
yanquis nunca dicen nada abiertamente si piensan que puedes llegar a
entenderlo por el contexto.
—Entonces, ¿no intentan hacer nada con los shoggoths?
Mientras ajusta el octanaje de la mezcla de combustible, el pescador
contesta sin levantar la vista:
—¿Y qué quiere que les hagamos? No podemos hacerles daño. Y por
nada del mundo me arriesgaría a desatar la ira de uno de ellos.
—Parece que esté hablando de mi jefe de departamento —dice Harding
apoyándose en la borda con la sensación de estar arriesgándose más de la
cuenta. Pero el pescador se limita a mirarlo con curiosidad, como si le
sorprendiese que aquel mono parlanchín fuese tan ambicioso como para
atreverse a contar un chiste.
También es posible que el comentario de Harding no haya tenido gracia.
Se sienta en la proa con las manos entrelazadas y espera mientras el barco
surca el agua.

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A Harding, la perfección del amanecer se le antoja simbólica. Le ha
costado cinco años llegar hasta allí; cinco años, o más bien toda su vida desde
la Guerra. Las rocas bañadas por el mar en la lejana costa de Maine son el
hábitat de una serie de pintorescas criaturas. Es una oportunidad, un
ecosistema marítimo muy poco estudiado. Esto se debe en parte al difícil
acceso y en parte al peligro inherente por contacto directo con su morador
más excepcional y espectacular: el Oracupoda horribilis, conocido como
«shoggoth común del oleaje».
A diferencia de lo que parece indicar este último nombre, ni es una
especie común, ni tiene tendencia a dejarse ver entre las olas. Es más, el O.
horribilis nunca sale fuera del agua salvo a finales del otoño. Los autores que
los mencionan especulan que los shoggoths se encaraman a remotas rocas
frente a la costa para florecer y reproducirse.
La reproducción ciertamente es una posibilidad, pero Harding no está
seguro de que sea la respuesta correcta. Independientemente de lo que estén
haciendo, se encuentran en un estado aletargado e insensible. Mientras no se
desgarre su tegumento y no liberen el ácido digestivo gelatinoso que
contienen en su interior, uno se les puede acercar sin peligro.
Un espécimen adulto de O. horribilis, que mide entre cuatro y seis metros
de diámetro y pesa aproximadamente unas ocho toneladas, es el más grande
de los shoggoths modernos. Sin embargo, el registro de fósiles, aunque
incompleto, da a entender que el shoggoth prehistórico era una criatura
mucho más grande. Aunque solo se han hallado dos moldes de huellas
fosilizadas de un shoggoth prehistórico, el ejemplar más antiguo data del
período Precámbrico. El tamaño de ese único espécimen prehistórico,
perteneciente a una especie denominada provisionalmente Oracupoda
antediluvius, deja entrever que el tamaño del animal era el triple del moderno
O. horribilis.
Y este espectacular fósil viviente, el shoggoth común del oleaje o
shoggoth enjoyado, es la mitad de grande que la única otra especie conocida,
el shoggoth negro del Adriático, O. dermadentata, que es aún menos habitual
y está mucho menos extendido.
—Ahí —dice Harding, señalando un afloramiento de roca.
El shoggoth, o los shoggoths —a esta distancia es imposible saber si se
trata de un solo individuo enorme o de varios medianos que se han fusionado
—, que hay sobre las rocas que tienen delante brillan como dulces de gelatina.
El pescador vacila, pero deja escapar un largo suspiro casi inaudible y acerca
el Bluebird. Harding se inclina hacia delante en busca de alguna intersección,

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del plano en que dos shoggoths puedan haberse apretado el uno contra el otro.
Debería parecerse al borde iridiscente entre dos pompas de jabón unidas.
Ahora que el sol ya está más alto y queda a sus espaldas —igual que la
inmensidad del Atlántico—, Harding puede ver los colores del animal. Tiene
el cuerpo de un intenso color verde marino que recuerda a los trozos de vidrio
rotos que venden para los acuarios. Los tentáculos, los nudos y cuerpos de
fructificación que cubren su superficie dorsal son de color añil y violeta.
Resplandecen bajo la luz del sol, pero en las profundidades marinas sus
colores le sirven de camuflaje y sus tentáculos se mecen del mismo modo que
las algas.
A menos que lo sorprendieses en movimiento, aquel monstruo translúcido
y moteado te envolvería antes de que pudieses verlo.
—Profesor —dice el pescador—, ¿de dónde vienen?
—No lo sé —contesta Harding. Las salpicaduras de agua salada le pican
en la barba, bien recortada, pero al menos la barba evita que el viento le corte
las mejillas. Ponerse la chaqueta de cuero quizá no haya sido la mejor idea,
pero también le abriga—. Eso es justo lo que he venido a averiguar.
El género Oracupoda es inusual entre los animales de su tamaño por
varios motivos. Uno es la ausencia de cualquier sombra de sistema nervioso.
El animal está tan desprovisto de redes nerviosas, ganglios, axones, neuronas,
dendritas y células gliales como un roble. Esta aparente contradicción —los
animales con sistemas nerviosos tan simples son o bien grandes e inmóviles o
bien, en caso de moverse, bastante pequeños, como una estrella de mar— no
es el único aspecto interesante de los shoggoths.
Y ese es el segundo motivo que justifica la visita de Harding. La otra
peculiaridad, menos conocida, del género Oracupoda es su aparente
inmortalidad funcional. Al igual que las langostas de Maine, a cuyos
caladeros regresan para reproducirse, los shoggoths no mueren de viejos. Es
improbable que dejasen fósiles, teniendo en cuenta que sus cuerpos son
gelatinosos, pero a Harding le resulta fascinante que nadie haya visto un
shoggoth muerto, al menos que él sepa.
El pescador acerca el Bluebird a las rocas y echa el ancla. Es algo para lo
que hace falta arte, aun estando el mar liso como un espejo. Harding se pone
de pie sobre la borda, intenta mantener el equilibrio y aprieta los dientes. Ha
llegado demasiado lejos para vacilar, presa del miedo.
Curiosamente, no teme las toneladas de protoplasma ponzoñoso a las que
va a acercarse. Los shoggoths son bastante inofensivos en ese estado, absortos
en sus sueños, tanto si están reproduciéndose como si no.

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Harding se reprocha su romanticismo por habérsele ocurrido esa imagen.
Los shoggoths están aletargados y no tienen cerebro; es ridículo
imaginárselos soñando. En cualquier caso, lo que más teme es el metro de
agua oscura que tiene que salvar de un salto y la subida por las rocas llenas de
algas resbaladizas.
La piedra mojada brilla entre las algas que cubren las rocas en la zona
intermareal. Ahí debe saltar Harding, ya que el shoggoth, que está en flor, se
retira por encima del nivel del mar. Es la única fase de su vida en la que tiene
los pies secos. Y el único momento de su vida en que puede acercársele un
hombre sin escafandra.
Harding comprueba que lleva el equipo de muestras, las botas y la navaja.
Se prepara, mira por encima del hombro hacia donde está el pescador —que
levanta un pulgar en señal de aprobación— y salta del Bluebird, apuntando
con sus botas de agua a la desolada lengua de tierra.
Florecer en noviembre parece una especie de obstinación malsana por
parte de los shoggoths. Cuando todo el hemisferio norte se está preparando
para el intenso frío, estos animales suben de las profundidades para
empaparse de los últimos rayos solares y producir flores de intensos colores
más propias del mes de mayo.
El Atlántico Norte es gélido y traicionero hacia finales de año; ningún
hombre sensato se arriesgaría a sufrir su cólera. El trabajo que realiza Harding
no es de relumbrón, de esos que atraen el dinero de las becas… al menos en
su fase inicial. Sin embargo, Harding sospecha que los shoggoths podrían
tener una utilidad farmacológica. Cualquiera sabe qué valiosos compuestos
podrían aislarse a partir de su carne gelatinosa.
Y en esa dirección hay un puesto permanente, y la seguridad, y un
presupuesto para investigación.
Solo hay que dar un salto, largo y resbaladizo.
Harding aterriza y consigue agarrarse, y aunque una bota da contra una
excrecencia, no resbala por la roca hasta el mar. Se aferra a la piedra, clava
las uñas y agarra un puñado de algas. No se cae.
Estira el cuello hacia atrás. Hay bajamar y el shoggoth está a un metro por
encima de su cabeza. Su brillante borde inferior le recuerda al borde roto de
un glaciar. También está inmóvil como un glaciar. Si Harding solo lo juzgase
por su aspecto, podría tomarlo por un ser inanimado.
Con mucho cuidado se gira y se coloca de espaldas a la roca. El Bluebird
cabecea suavemente en la fría mañana. Es el 9 de noviembre y ya ha nevado.
No ha cuajado, pero ha nevado.

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Esta es solo una expedición de exploración, el primer viaje desde que
llegó al pueblo. Ha tardado cinco días en encontrar un pescador dispuesto a
llevarlo; los lugareños son supersticiosos con respecto a los shoggoths. Muy
sensatos, piensa Harding, teniendo en cuenta que pueden envolver y digerir a
un humano adulto. Él tampoco se daría ninguna prisa por zambullirse en el
interior de un animal como la carabela portuguesa. Al menos, el shoggoth al
que se está acercando a hurtadillas no tiene filamentos urticantes.
—No se entretenga demasiado, profesor —dice el pescador—. No me
gusta la pinta que tiene el cielo.
El cielo está despejado casi por completo y únicamente se ve salpicado
por unas finas capas de nubes hacia el suroeste cuya parte inferior está
iluminada por el sol, manchadas de oro contra un cielo que ya no es añil, pero
todavía no es cerúleo. Si existe otra palabra aparte de «perfecto» para definir
ese color intermedio, Harding no la conoce.
—Por favor, lánceme el resto del material —dice Harding, y el pescador
recoge los cubos y la cuerda en silencio. No es difícil lanzar los cubos y
salvar la distancia que separa a los dos hombres. Cada vez que Harding
recoge un cubo, lo asegura con la cuerda. Unos minutos después ya tiene los
tres.
Desata su martillo de geólogo del primer cubo, se ata los extremos de la
cuerda al cinturón y, laboriosamente, comienza a trepar.
Saca los tubos de vidrio, las palas de cristal y las bateas donde piensa
lavar los tubos con agua de mar para asegurarse de que cualquier ácido se
diluye antes de subirlos al Bluebird.
Desde allí puede ver al menos tres shoggoths. Las intersecciones de sus
cuerpos lechosos reflejan la luz en franjas multicolores. Los vistosos tallos
con sus frutos cabecean a unos cinco metros de altura, mecidos por la brisa.
Intentando acercarse lo menos posible, Harding estira un brazo y da un
golpecito al shoggoth más grande con la parte plana del martillo. El shoggoth
ni se inmuta. Ni siquiera tiembla.
—¿Alguna vez hacen algo cuando están en este estado? —le grita al
pescador.
—¿Quién sería tan estúpido como para venir a darle un golpe para
comprobarlo? —le contesta el pescador a gritos, y Harding se ve incapaz de
discutírselo. Un profesor negro de una universidad negra. Alguien estúpido
como él.
Mientras está agachado sobre las rocas, trabajando todo lo rápido que
puede —no solo por las nubes a las que se refería el pescador, sino también

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por la amenaza de la subida de la marea—, vuelve a reparar en aquellas
cositas brillantes que hay entre las algas.
Coge una. Nada más tocarla se da cuenta de que quizá no haya sido una
buena idea, pero al menos no le quema los dedos. Es transparente como el
cristal, suave como el cristal, fría como el cristal y nudosa. Es más o menos
del tamaño de una avellana y de un llamativo color verde, con motas blancas
opacas en lo alto de cada bultito.
La introduce en un vial para muestras, que cierra y etiqueta
meticulosamente antes de guardárselo en el bolsillo. Con ayuda de las pinzas
repite el proceso una docena de veces, intentando seleccionar unas cuantas de
cada tamaño y color. Son resistentes: no puede evitar pisarlas, pero no se
rompen entre las rocas y las botas. Aun así, las protege con algodón. Todas
menos la primera. «¿Serán esporas?», se pregunta. «¿O huevos? ¿O alguna
muda?».
Pasan diez minutos, y luego quince.
—¡Profesor! —grita el pescador—. ¡Más vale que se dé prisa!
Harding se da media vuelta. La brisa se ha convertido en un viento que
sopla con fuerza y que le enfría el cuello por encima de la chaqueta y las
muñecas entre los guantes y los puños. El agua que hay entre las rocas y el
Bluebird golpea de manera irregular, con sus facetas coronadas de blanco;
Harding casi puede imaginarse el chirrido de la espátula con la que debieron
de pintarlas.
El cielo hacia el suroeste está oscurecido por un manchurrón en forma de
palmera de un color marrón sucio y carmín de alizarina. Los dedos se le
entumecen de frío.
—¡Profesor!
Lo sabe. Se le pasa por la cabeza que se ha equivocado al juzgar al
pescador; Harding hubiese jurado que aquel hombre habría sido capaz de
abandonarlo a la primera señal de peligro. Ahora desearía recordar su nombre.
Desciende a duras penas por las rocas, baja los cubos y se los pasa
balanceándolos para que el pescador pueda cogerlos y asegurarlos a bordo.
Con aquel oleaje, el Bluebird no puede acercarse más a las rocas. Harding va
a tener que arriesgarse a caer en el agua fría y nadar. Se quita las botas y se
baja la cremallera de la chaqueta de aviador. Las lanza y el pescador las coge.
Harding estira los dedos de los pies y flexiona las rodillas: tendrá que dar un
buen salto para salvar las rocas.
El agua lo envuelve, fría como una bala. El impacto le vacía los pulmones
de aire, a pesar de que había apretado los dientes en previsión. Harding da

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brazadas violentamente para subir a la superficie, ya que las olas son más
fuertes de lo que había previsto. Necesita el impulso de la zambullida para
evitar que las olas vuelvan a arrastrarlo contra las rocas.
No va a alcanzar el barco.
Lo golpea el chaleco de corcho. Consigue meter un brazo, pero no la
cabeza. El agua salada, acre y helada, le escuece en los ojos, la garganta y la
nariz. Se agarra con fuerza, porque no puede hacer otra cosa, pero ya tiene los
dedos entumecidos. Nota un tirón, una sacudida, y casi se le escapa el chaleco
salvavidas.
Acto seguido, nota que se mueve por el agua, que lo están remolcando, y
se golpea con fuerza contra el costado del Bluebird. Las manos del pescador
lo agarran de la muñeca, pero Harding tiene la piel demasiado entumecida
para notar el escozor de la rozadura. Da patadas intentando apoyar un pie.
Con las caderas y las espinillas magulladas, consigue subir por la borda del
barco.
Está temblando bajo una manta de lana azul marino cuando de repente cae
en la cuenta de que ha sido el pescador quien se la ha echado por encima.
Entre las manos tiene un termo con café. Harding se pregunta —y en eso
reconoce distraídamente una clásica ideación disociativa— si en Estados
Unidos se podrán seguir comprando productos alemanes. Quizá algún día el
termo abollado del pescador se convierta en una pieza de colección.
No consiguen volver al puerto antes de que empiece a llover.

Supuestamente, el día siguiente amanecerá frío y despejado, y la lluvia no


será más que un anuncio pasajero del invierno. Harding lamenta haber
perdido tantos días por culpa del mal tiempo y de los pescadores obstinados,
pero al menos sabe que al día siguiente tendrá quien lo lleve. Eso significa
que puede pasarse la tarde investigando en lugar de recorrer los muelles en
busca de algún capitán dispuesto a llevarlo.
Vuelve a calzarse las botas de agua, le da las gracias al pescador y regresa
a pie al hostal, el único del pueblo abierto en noviembre. Media hora después,
limpio, seco y aún tembloroso, se plantea qué hacer a continuación.
Después de la Gran Guerra vivió en Harlem durante una temporada: aún
recuerda los altercados, la música y la sensación de pertenecer a una
comunidad. Su madre sigue allí, envejeciendo elegantemente como una flor
en una jardinera acristalada. Él se marchó para asistir a la universidad en

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Alabama y aún no ha olvidado la experiencia de los restaurantes donde se
practicaba la segregación racial, ni las excusas que se inventaba para no salir
nunca del campus.
Estaba deseando marcharse del sur. Su trabajo de doctorado en Yale, la
primera universidad del país que había concedido un doctorado a un negro, le
había enseñado dos cosas, aparte de historia natural. Una era que Booker T.
Washington tenía razón, y que los blancos le tenían miedo a un negro
inteligente. La otra era que W. E. B. DuBois tenía razón, y que a veces a la
gente le daba miedo hacer lo que había que hacer.
Independientemente del rencor que parte del profesorado y otros
estudiantes le pudieran guardar, en el norte puede entrar en casi cualquier bar
y pedir lo que quiera de beber. Y ahora mismo se muere por beber algo, y
además no le importa estar solo. Decide tomar algo caliente y luego ir a la
biblioteca.
Sigue lloviendo cuando cruza la calle para entrar en la taberna. Se sacude
las gotas de agua del sombrero y elige una mesa al fondo. Está junto a la
puerta de la cocina, pero es el único sitio libre y quizá allí esté más caliente.
Para llegar hasta la mesa debe pasar entre el gentío que atesta el local a la
hora de comer. Las tablas del suelo se comban al pisarlas. A pesar de la
tormenta, el local está lleno y todos conversan animadamente. Nadie deja de
hablar al verlo entrar.
Harding no puede evitar escuchar fragmentos de algunas de las
conversaciones.
—Esos judíos hijos de puta —dice uno—. Aquí deberíamos hacer lo
mismo.
—Nadie te ha pedido opinión —contesta el hombre que tiene al lado y
que lleva una gorra calada hasta las orejas—. Si al final se declara una guerra,
espero que no participemos.
Esto último despierta el interés de Harding. El hombre tiene el codo
apoyado sobre un ejemplar doblado en tres del Boston Herald, y Harding se
acerca a él, aunque no demasiado.
—Disculpe. ¿Ha terminado ya con el periódico?
—¿Cómo? —pregunta el hombre mientras se gira, y por un momento
Harding se teme una reacción hostil, pero su cara arrugada por el sol adopta
una expresión más generosa—. Claro, muchacho. Puedes cogerlo.
El hombre empuja el periódico por la barra con la punta de los dedos y
Harding lo recibe del mismo modo.

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—Gracias —dice, pero el yanqui ya se ha vuelto para seguir hablando con
su amigo, el antisemita.
Con las manos temblorosas, Harding ocupa la mesa vacía antes de
desplegar el periódico y sostenerlo en alto para acercarlo a la luz.
Ve el titular en la primera página de la sección internacional.
«Alemania aprueba los linchamientos».
—Dios mío —dice Harding, y si en aquel rincón no hubiese tan poca luz,
soltaría el periódico sobre la mesa como si estuviera sucio. Con el borde del
papel temblando, lee el artículo donde hablan de tiendas saqueadas, sinagogas
incendiadas, miles de judíos detenidos y trasladados a lugares casi imposibles
de nombrar. Hablan de rumores de deportación, de asesinatos, palizas y
cristales rotos.
Como si tuviese la mano de su abuelo apoyada en un hombro y la mano
derrotada del káiser en el otro, siente la agobiante sombra de la historia y la
presión de una guerra incipiente.
—Dios mío —repite, y suelta el periódico.
—¿Ya sabes lo que quieres? —pregunta la camarera, que ha aparecido a
su lado sin que él se diese cuenta.
—Whisky —contesta, aunque hasta ese momento tenía intención de pedir
una cerveza—. Triple, por favor.
—¿Algo de comer?
Se le hace un nudo en el estómago.
—No. No tengo hambre.
La camarera se va a otra mesa, donde le habla de usted a un hombre con
gorra. Harding deja su sombrero de fieltro sobre la mesa. Alguien arrastra la
silla que tiene enfrente para sacarla de debajo de la mesa.
Harding levanta la vista y mira al pescador a los ojos.
—¿Puedo sentarme, profesor Harding?
—Por supuesto —contesta, y se arriesga a ofrecerle la mano—. ¿Puedo
invitarle a algo? Llámeme Paul.
—Burt —dice el pescador, y le estrecha la mano antes de desplomarse
sobre la silla—. Tomaré lo mismo que usted.
Harding no logra atraer la atención de la camarera, pero el pescador sí lo
consigue; levanta dos dedos, la mujer asiente con la cabeza y acude a servirle.
—Aún está un poco paliducho —dice el pescador al marcharse la
camarera—. Eso le devolverá el color. Eh… quiero decir…
Harding le hace un gesto de despreocupación con la mano. De repente,
está más dispuesto a mostrarse indulgente.

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—No es por el chapuzón —contesta, y vuelve a arriesgarse: empuja el
periódico por la mesa y aguarda la reacción del pescador.
—Joder, van a matarlos a todos —dice Burt, y le da la vuelta al periódico
para no tener que seguir leyendo—. ¿Por qué no habrán huido? Cualquiera lo
hubiese visto venir.
«¿Y adónde huirían?», podría haber preguntado Harding, pero es una
pregunta sin respuesta. A juzgar por la mirada de Burt, lo sabe antes de
decirlo. Prefiere ofrecerle una cita:
—«En estos tiempos modernos no ha habido tragedia que iguale en sus
horribles consecuencias a la lucha de los judíos en Alemania. Se trata de un
ataque a la civilización, solo comparable a horrores como la Inquisición
española y la trata de esclavos africanos».
Burt tamborilea con los dedos sobre la mesa.
—¿Esa es su opinión?
—La de W. E. B. DuBois —contesta Harding—. Lo dijo hace un par de
años. También dijo: «Se ha puesto en marcha una campaña de prejuicios
raciales de manera abierta, continuada y obstinada contra todas las razas que
no sean nórdicas, pero en concreto contra los judíos, que sobrepasa en
crueldad vengativa y escarnio público cualquier otra cosa que haya visto
nunca; y créanme si les digo que he visto muchas cosas».
—¿No es ese el negro que odia a los blancos? —pregunta Burt.
Harding niega con la cabeza.
—No —contesta—. No a menos que considere odiar a los blancos el que
haya comparado el tratamiento que se les dispensa a los judíos en Alemania
con el racismo en Estados Unidos.
—No estoy de acuerdo con eso —dice Burt—. No se ofenda, pero no
querría que usted se casase con mi hermana…
—No pasa nada —responde Harding—. Yo tampoco querría que usted se
casase con la mía.
Por fin.
Un chiste que hace reír a Burt.
Hasta que deja de reírse y se mira las manos, que rodean el vaso. Harding
no protesta cuando, con el dorso de la mano, empuja el periódico para que se
caiga al suelo, donde puedan pisotearlo.
—¿Adónde iban a huir? —se atreve a preguntar Harding—. Nadie los
quiere. Las fronteras están cerradas…
—La casa de mi abuelo estaba en el Ferrocarril Subterráneo. ¿A que no lo
sabía? —dice Burt en un susurro, como si estuviese conspirando—. No era de

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aquí, pero no se lo diga a nadie. Ya no me dejarían en paz.
—¿Y de dónde era?
—De White River Junction —contesta Burt entre dientes, y Harding ya no
es capaz de detectar si el tono es de ironía socarrona o de profunda vergüenza
personal—. En Vermont.
Se acaban el whisky en silencio. Les quema la garganta y se quedan allí
sentados durante unos segundos hasta que Harding se excusa para ir a la
biblioteca.
—Póngase el abrigo, Paul —le dice Burt—. Aún está lloviendo.

A diferencia de la taberna, la biblioteca está vacía. No hay nadie aparte del


bibliotecario que, nervioso, levanta la vista al ver entrar a Harding. A este le
da vueltas la cabeza por el alcohol, pero al menos está entrando en calor.
Coloca el abrigo sobre un radiador de vapor y echa a andar hacia el
estante 595: «ciencia, invertebrados». Casi todos aquellos libros se encuentran
también en su biblioteca personal, pero hay uno —una monografía de 1839 de
un profesor de Harvard sobre los animales marinos del noreste— en el que
tiene puestas sus esperanzas. Según el índice, hace referencia a los shoggoths
(bajo su antiguo nombre de «gelatinas sumergibles») en las páginas 46, 78 y
133 a 137. Además, hay una ilustración en las páginas 120 y 121 que Harding
reserva para el final. Pero las primeras dos menciones son de pasada, y las
páginas 133 a 138, ambas incluidas, han desaparecido. Alguien las ha cortado
con una cuchilla, tan limpiamente que Harding tiene que pasar las páginas
hacia delante y hacia atrás varias veces para estar seguro de que faltan.
Se queda allí parado, en cuclillas y con un codo apoyado en una mesa de
madera clara llena de marcas. Al llevarse la mano derecha a la frente, el libro
se abre de manera natural para mostrar la mutilación.
Quienquiera que cortase las páginas, también dañó la encuadernación.
Harding pasa el pulgar por la juntura y no se percata de que el filo del
papel le corta la piel hasta que ve la sangre y aparta la mano. Con retraso,
pero el corte le escuece.
—¡Ah! —exclama, y se mete el pulgar en la boca. La sangre le sabe a
mar.

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Media hora después está al teléfono, intentando primero obtener una conexión
y luego no perderla con el profesor John Marshland, su colega y mentor. A
pesar de estar en el pueblo, su única opción es llamar desde una línea
colectiva y, aunque la operadora es muy amable, la conexión suena como si
estuviese gritando por una lata unida a otra mediante un cordel. Como si
hablase a través de un túnel.
—Gilman —grita Harding haciendo un gesto de dolor, y se pregunta qué
pensará la operadora de todo aquello. Lo deletrea dos veces—. 1839. Especies
abisales e intermareales del Atlántico Norte. ¡En la biblioteca de Yale
deberían tener un ejemplar!
La respuesta es casi inaudible entre los silbidos y el chisporroteo de la
línea. Fragmentada, como si se oyese por encima de un ruido de cristal
rompiéndose. Como si le llegase desde el fondo del mar.
Son las cuatro de la tarde de un día oscuro en el punto más oriental de
Estados Unidos y Harding no puede evitar recordar que en Europa ya es de
noche.
—¿… infor… necesita… doc… Harding?
Harding grita los números de las páginas mientras sostiene en su mano
vendada el libro que ha sacado de la biblioteca. Está abierto por la página de
la ilustración; inexplicablemente, el ladrón no se la ha llevado. Se trata de un
grabado coloreado a mano de John James Audubon que representa a un
shoggoth quiescente y dócil sobre una roca, con las gaviotas revoloteando a
su alrededor. Audubon —hijo criollo de un francés, escapó por los pelos de su
llamamiento a filas en las Guerras Napoleónicas— pintó la translucidez vítrea
del shoggoth con tal perfección que las sombras curvadas de las alas
refractadas pueden verse a través de él.

El frente frío que ha entrado tras la lluvia ha traído consigo la niebla, que por
la mañana cubre todo el puerto. Aun así, Harding se presenta a las seis de la
mañana, esperanzado, con un termo en la mano —tanto si es alemán como si
no, en la tienda aún quedan unos cuantos— y su equipo para tomar muestras
en una mochila que le cuelga del hombro en bandolera. Burt niega con la
cabeza junto a un pilote.
—Hoy no se podrá navegar en todo el día —se lamenta. No quiere sacar
el Bluebird con este tiempo. Harding sabe que es la decisión más prudente,

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pero le preocupa el retraso acumulado—. ¿Le apetece venir a desayunar con
la señora Clay y conmigo?
«Clay». Un apellido honrado para un yanqui honrado.
—¿No le importará?
—No le importará si a mí me parece bien —dice Burt—. Ya le he dicho
que a lo mejor nos hacía una visita.
Ya que lo ha acarreado desde el hostal, Harding guarda su equipo en el
Bluebird y lo cubre con una lona impermeable, y con el café en una mano y el
periódico debajo del brazo sigue a Burt por la orilla.
—¿Alguna novedad? —pregunta Burt cuando llevan recorridos unos cien
metros.
Harding se pregunta si es que no lee el periódico o si únicamente intenta
darle conversación.
—En Alemania todo sigue igual.
—¡Diantre! —exclama Burt. Niega con la cabeza y el pelo, de un color
gris metálico, le asoma por debajo de la gorra apuntando en todas direcciones
—. ¿Y qué piensa hacer, alistarse?
La mueca que hace al mirar a Harding los convierte, en el fondo, en dos
veteranos. Tienen más o menos la misma edad, aunque la vida de Harding,
transcurrida en interiores, le hace parecer más joven. Harding niega con la
cabeza.
—Aunque Roosevelt se decidiese a que participásemos, no me dejarían
combatir —confiesa amargamente. Lo mismo había sucedido en la Gran
Guerra; los soldados negros prácticamente solo trabajaban en el área de
suministros, y gracias. Al menos Nathan Harding pudo defenderse
disparando.
—Siempre he oído decir que los negros preferían que no los destinasen al
frente —dice Burt, y Harding no puede evitar echarse a reír.
—¿Acaso alguien lo preferiría? —contesta cuando por fin se muerde el
labio para dejar de carcajearse—. Eso no significa que no estemos dispuestos.
O que no podamos.
Booker T. Washington se crio siendo esclavo y murió joven de
agotamiento —Harding piensa que seguramente a Burt le pasará lo mismo—
y estaba convencido de que había que imitar y apaciguar a los blancos. Pero
W. E. B. DuBois nació en el norte y no creía que se pudiese arreglar nada
volviéndose transparente, inofensivo, invisible.
Burt, con precisión, lanza entre los dientes un buen escupitajo de tabaco.
—Parlez-vous français?

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Su acento es mejor de lo que Harding podría haber imaginado. De
repente, ya sabe dónde estuvo Burt destinado durante la guerra. Harding se
sorprende al compadecerlo.
—Un peu.
—Si tantas ganas tiene de luchar contra los alemanes, siempre puede
alistarse en la Legión Extranjera.

Cuando Harding regresa al hotel, atiborrado de pastel de manzana, queso


cheddar y panceta ahumada con madera de arce, un sobre amarillo lo está
esperando en una casilla detrás del mostrador.
WESTERN UNION
1938 NOV 10 AM 10 03
NA114 21 2 YA NEW HAVEN CONN 0945A
DR PAUL HARDING=ISLAND HOUSE PASSAMAQUODDY MAINE=
EJEMPLAR DE YALE PERDIDO. EN MISKATONIC TIENEN COLECCIÓN
ESPECIAL
MÁS POR CORREO
MARSHLAND

Cuando llegan las páginas —por correo, tal como fue prometido, al día
siguiente por la tarde—, Harding está en el mar con Burt en el Bluebird. La
expedición es por fin un éxito, ya que empieza a tomar muestras
concienzudamente y le llueven más bolitas nudosas transparentes.
Sean lo que sean, caen en grandes cantidades de cada uno de los cuerpos
de fructificación que recoge. Ni siquiera la afrenta de una amputación —
realizada a un metro de distancia con unas largas tijeras de podar— produce
más que un ligero temblor en el shoggoth. Sin embargo, el fluido viscoso que
gotea de la herida silba al tocar las hojas de las tijeras, y Harding se guarda de
acercarse a él.
Harding se da cuenta de que los nódulos que caen sobre el shoggoth que
los ha producido rebotan en su tegumento. Sin embargo, cuando caen sobre
uno de sus vecinos, se quedan pegados a la piel táctil y transparente y poco a
poco se instalan en su interior hasta quedar colgados del cuerpo del animal
como frutas extrañas en una ensalada de gelatina.

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Quizá después de todo se trate de un método de reproducción, o de un
modo de compartir material genético.
Al regresar al hostal encuentra un sobre abultado metido a presión en su
casilla y cena sentado en su cama alquilada con la mesilla de noche como
escritorio para poder leer mientras come del plato. La información extraída de
la monografía del profesor Gilman está reproducida en siete hojas amarillas
de papel contable con una letra minuciosa; está claro que Marshland habrá
reclutado a uno de sus alumnos de posgrado para hacerle de copista. Según el
matasellos, la carta se envió desde Arkham, lo cual explica que haya llegado
tan rápido; el alumno no se la había llevado de vuelta a New Haven.
Cuando va por la mitad de la página, Harding aparta el plato y
distraídamente mete la mano en el bolsillo de su chaqueta. Allí está el vial con
el primer nódulo de cristal, como un talismán, y a Harding le sorprende
encontrarlo tan frío al tacto que parece que esté resbaladizo, casi congelado.
Da un respingo y lo saca del bolsillo. Salvo donde lo han rozado sus dedos y
la tela, el tubo está húmedo y congelado.
—¿Pero qué demonios…?
Harding quita el corcho con la uña del pulgar y vuelca el vial para que el
extraordinario nódulo caiga en la palma de la mano. Está frío también, helado
como un cubito de hielo, y no se calienta al tocarlo.
Con cuidado y mucha inseguridad, lo deposita junto al borde de la mesa
donde están apoyados sus papeles y el plato, y lo empuja con la punta del
dedo. Solo se oye un leve «tic» al balancearse sobre sus protuberancias y
golpear contra la madera encerada de pino. Harding se queda mirándolo con
recelo durante un segundo y vuelve a coger las páginas amarillas.
En su mayor parte, la monografía no dice más que tonterías. Está escrita
veinte años antes de la publicación de El origen de las especies de Darwin, y
acepta sin cuestionarlas las teorías del jesuita, soldado y botánico Jean-
Baptiste Lamarck. O sea, que Gilman suponía que la herencia blanda —la
heredabilidad de rasgos adquiridos o estudiados— era una realidad. Pero a
diferencia de todos los demás artículos que Harding ha leído sobre los
shoggoths, en aquel pasaje sí se mencionan los nódulos. Además, hace
referencia a unas antiguas leyendas indias sobre las «gelatinas sumergibles»
muy interesantes; entre ellas destaca una historia creacional según la cual los
shoggoths serían el primer experimento vital de su creador, algo procedente
de los días más antiguos del mundo.
De algún modo, Harding vuelve a tener la bolita verde en la mano.
Sorprendentemente, al moverla entre los dedos no se calienta, sino que se

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enfría. Es curioso, piensa, que los antiguos pueblos nativos del noreste —los
passamaquoddy, que dieron nombre al pueblecito costero donde se encuentra
— se acercasen tanto a la verdad empírica a través de la pura superstición.
Los shoggoths son un fósil viviente, unos seres que han permanecido
prácticamente inalterados salvo en tamaño desde los albores del mundo…
Se queda mirando fijamente, sin verla, la cuidadosa caligrafía sobre el
papel y, con la mano que le queda libre, coge la taza de café. Está tibio y en la
parte de arriba la leche se ha cuajado y ha formado una capa de grasa, pero
Harding se enjuaga la boca con aquel mejunje y se lo traga de todos modos.
Si un shoggoth es inmortal y carece de enemigos naturales, ¿cómo es
posible que no se hayan extendido por el mundo entero? ¿Cómo puede ser
que se trate de unos animales poco comunes y que no hayan infestado los
mares, como en la famosa parábola que ilustra lo que sucedería si
sobreviviese hasta la última hueva de cada ostra?
Hay diferentes especies de shoggoth. Y poblaciones muy distintas dentro
de cada una de esas especies. Existe un registro de fósiles que da a entender
que las especies prehistóricas eran diferentes, al menos en tamaño, en los
tiempos de la megafauna. Pero al igual que nadie ha visto nunca un shoggoth
muerto, nadie ha podido ver tampoco una cría de shoggoth. Harding se
plantea una pregunta ineludible: si un animal no se reproduce, ¿cómo puede
evolucionar?
Harding, que mira preocupado la superficie vítrea del nódulo, cree haber
encontrado la respuesta. Comienza a vislumbrarla con una claridad
desasosegante y eufórica, una idea tambaleante tan diáfana que casi tiene el
impulso de desconfiar de ella únicamente por eso. No se trata de una
revelación de la misma magnitud, por supuesto, pero se pregunta si Newton
también se sintió así cuando comprendió el concepto de gravedad, y si
Darwin experimentó lo mismo al examinar los picos de un pinzón tras otro.
Lo que evoluciona no es la especie de los shoggoths, sino cada individuo,
cada animal por su cuenta.
«No te emociones, Paul», se dice, y coge las páginas manuscritas
restantes. Sin embargo, no queda gran cosa por leer, ya que el resto del
capítulo consiste principalmente en anécdotas de segunda mano y fragmentos
de leyendas.
La que más gracia le hace es una cancioncilla, un poema infantil con
sílabas fuera de sitio. Lo recita entre dientes sin poder quitarse de la cabeza
«La arañita chiquitita»:

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Calala, calamar
no volverás al mar.
Cololo, colomar
te han dejado atrás.
Iya, Iya. Fata gan iya.
Iya, Iya, el amo ya no está.

Siente un pinchazo en los dedos, como si hubiese recibido una descarga


eléctrica. La sacudida hace que los dedos se le separen y el nódulo caiga
haciendo ruido sobre la mesa. Al mirarse las puntas de los dedos, ve que se le
han quedado marcados con unas pequeñas manchas blancas de congelación.
Pincha una de las manchas con la punta del lápiz, pero no siente nada. Sin
embargo, el nódulo se ha cubierto de escarcha y unas frágiles plumas
puntiagudas se fusionan a partir de la humedad presente en el aire. Acto
seguido, desaparecen con el calor de su aliento, se derriten y forman gotas de
agua casi imposibles de distinguir de la nudosa superficie del objeto.
Harding se sirve del corcho para empujar el nódulo, lo hace rodar hasta el
tubo y lo tapa con fuerza. A continuación, se levanta para cepillarse los
dientes y ponerse el pijama.
Nervioso sin motivo alguno, antes de retirar el cobertor comprueba
compulsivamente su maleta. De un estuche que se encuentra en el fondo saca
una pistola automática, una Colt 1911, que mete debajo de la almohada al
ahuecarla.
Tras meditarlo brevemente, también introduce el vial con el nódulo, que
ya no está frío.

¡Blam! No es una tormenta, no, y menos con el mar en calma y en una noche
sin viento, entre los cascos pintados de los barcos pesqueros perfectamente
amarrados al muelle. Sin embargo, hay algo enorme que se alza y avanza
hacia Harding, como si lo persiguiese una gigantesca burbuja transparente. Su
pared iridiscente, que refleja el arcoíris, igual que en la ilustración de
Audubon, se le queda grabada en la retina como si fuese de nitrato de plata.
¿Está soñando? Debe de estar soñando, porque hace tan solo un segundo
estaba en la cama con su pijama de franela a rayas azules, despierto, frotando
las yemas de los dedos entre sí, entumecidas. Ahora se agacha para esquivar
al monstruo que se alza ante él y se gira inútilmente, presa del pánico.
Cuando se da cuenta de que no ha podido escapar, no se sorprende.

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El golpe es suave, como si alguien lo hubiese envuelto con un edredón. Se
revuelve, aunque sabe que es inútil; es una reacción atávica e involuntaria.
Su carne debería estar quemándose y disolviéndose. El cuerpo ácido del
monstruo ya debería estar digiriéndolo. Sin embargo, nota frescor y se siente
flotar. No hay rastro de luz al otro lado de sus párpados, deliberadamente
cerrados. Tampoco siente presión alguna, aunque supone que está ya en lo
más profundo. Está intacto, como las trampas para langostas de las que
hablaba Burt.
Pero no podrá mantener la respiración durante mucho tiempo. Son sus
propios reflejos y sus flaquezas los que acabarán por matarlo.
Dentro de unos segundos. Ahora.
Se rinde y deja que se le llenen los pulmones.
Y se lleva una sorpresa, ya que siempre había oído decir que la muerte por
ahogamiento era dolorosa. Siente presión, y frío, y al intentar respirar le
cuesta mucho trabajo, sin duda…
… pero no le duele, no mucho, y tampoco muere.
«Ordena», le dice el shoggoth —¿quién si no podría estar hablándole?—
al oído, zumbando como la voz colectiva de una colmena.
Harding se concentra en respirar. Y en la presión fría que siente en las
extremidades, y en el abrumador sabor a regaliz. Sabe que en los manicomios
utilizan compresas frías para tranquilizar a los histéricos; siempre pensó que
aquel tratamiento era puro curanderismo. Sin embargo, ahora la presión fría
hace que se tranquilice.
«Ordena», repite el shoggoth.
Harding separa los párpados y ve como a través de miles de ojos. Los
shoggoths carecen de ojos propiamente dichos, pero su piel es toda ojos; no
sabe cómo, pero ven al mismo tiempo en todas direcciones. Harding está
viendo no solo aquello de lo que le informa su vista, ni tampoco la de aquel
shoggoth en concreto, sino la de todos los shoggoths. Los sésiles y los
activos, los florecidos y los aletargados. «Todos son uno».
Su mano derecha se abre paso a través de la resistente gelatina. Aún lleva
puesto el pijama y, según la lógica de los sueños, dentro del puño cerrado
lleva el vial que estaba bajo su almohada. Por desgracia, no puede decir lo
mismo de la pistola, aunque no está muy seguro de qué haría con ella si
estuviese en su poder. El nódulo resplandece como un fuego fatuo submarino
y su luz se le cuela entre los dedos y le ilumina la palma de la mano.
Lo que ve —con ojos de shoggoth— es un tapiz incomprensible. Lo
empuja, igual que empuja la gelatina, para intentar ver solo con sus propios

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ojos, para ver únicamente el vial resplandeciente.
En el interior del cuerpo de aquella criatura ve con una claridad inusual.
El ángulo de refracción entre el ojo humano y el agua hace que todo se vuelva
borroso, y eso debería acentuarse aún más en el caso del shoggoth, pero ve el
cristal que lleva en la mano con más nitidez que antes.
«Ordena», dice el shoggoth por tercera vez.
—¿Qué eres? —intenta decir Harding a través del fluido que le obstruye
la laringe.
No alcanza a producir ningún sonido apreciable, pero no importa. El
shoggoth vibra al ritmo de los impulsos de luz emitidos por el nódulo.
«Creados para servir. Existencia sin sentido sin vosotros», dice.
«¿Cómo puede ser?», piensa Harding.
Como si aquel pensamiento fuese una orden, los shoggoths le contestan.
No con palabras, precisamente, sino con dibujos, con imágenes… con un
tapiz abigarrado en relieve. Harding ve, como por medio de fogonazos en su
propia memoria, las abultadas formas simétricas y radiales de un animal
prehistórico, como un tonel rechoncho y tentacular al que le hubiesen
injertado un par de estrellas de mar gigantes. «Creadores. Amos».
Los shoggoths fueron creados mediante ingeniería genética. Y sus
creadores no les permitieron pensar, salvo para lo que se les antojase a ellos.
El más vil de los esclavos al menos es libre en su cabeza, pero no así los
shoggoths. Fueron peones, obreros de la construcción, tropas de asalto.
Fueron armas aterradoras en sí mismos y esclavos obedientes. Inmortales,
simplemente iban transformándose para adaptarse al cometido de cada
momento.
Aquel mismo shoggoth, mucho antes del reinado de los dinosaurios, había
construido estructuras y abatido enemigos para los que Harding ni siquiera
tenía nombre. Pero la llegada del hielo había puesto fin a la civilización de los
amos y los shoggoths se habían retirado hasta las profundidades insondables
del mar mientras los mamíferos de sangre caliente se extendían por toda la
tierra. Allí tenían libertad para conversar, para explorar, para filosofar y
construir su propia cultura. Solo regresaban a la superficie, en su momento
más vulnerable, para florecer.
No se trata de reproducción, sino de mutación. Mientras descansan,
tomando el sol sobre las rocas, se crean de nuevo. Evolucionan mientras están
sentados tranquilamente al sol, año tras año, intercambiando información y
códigos de control con sus hermanos.

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«Libre», dice el shoggoth con tristeza. Como todos los de su especie, es
inmortal.
Y lo recuerda todo.
Harding siente un hormigueo en la punta de los dedos. Recuerda bultos de
duro queloide negro en la espalda de su abuelo, y las heridas abiertas como
agallas de los grilletes en sus muñecas. Harding cubre con la mano el vial
luminoso, como si así pudiese detener el hormigueo, pero no hace más que
empeorar.
Quizá el nódulo sea radiactivo.
«Devuélveme a donde me has encontrado», ordena Harding. El shoggoth
sale a la superficie, emerge como una enorme ola ondulante y separa las
aguas como lo haría la proa de un barco. Harding alcanza a distinguir las
luces del puerto de Passamaquoddy. La fría sensación pegajosa de la tela
empapada en gelatina resbalándole por la piel le hace estar seguro de que no
está soñando.
¿Había acudido él hasta allí, recorriendo las calles del pueblo a oscuras,
descalzo sobre la escarcha, caminando en sueños, insensible al frío? ¿Lo
había llamado el shoggoth?
«Déjame en tierra».
El shoggoth se muestra reacio a dejarlo marchar. Se aferra a él como
acariciándolo, pegajoso. Harding siente su ternura cuando el animal le extrae
el coloide de los pulmones. Es una horrible sensación de afecto.
El shoggoth deposita suavemente a Harding sobre el embarcadero.
«Tu orden», dice el shoggoth. Harding siente aún más náuseas.
«No pienso hacerlo». Harding hace ademán de guardar el vial en el
bolsillo empapado del pijama, pero se da cuenta de que no tiene bolsillos. La
luz se le escapa entre los dedos. Introduce el vial entre la cintura y el pantalón
y lo tapa con la camisa del pijama. Tiene los pies entumecidos y los dientes le
castañetean con tanta fuerza que teme rompérselos. El viento que sopla desde
el mar corta como un cuchillo y las salpicaduras le pinchan como agujas de
cristal roto.
«Vete», le dice al shoggoth como quien ahuyenta al ganado. «¡Vete!».
La criatura regresa arrastrándose hasta el mar, como si nunca hubiese
estado allí.
Harding parpadea repetidamente y se frota los ojos para limpiarse la baba
de las pestañas. Sus resultados son asombrosos. Ya tiene el puesto asegurado.
Debe de haber algún modo de utilizar todo lo que ha averiguado sin necesidad
de devolver a los shoggoths a la esclavitud.

Página 32
Intenta volver corriendo al hostal, pero llega tambaleándose. La puerta del
porche está cerrada con llave; no quiere ponerse a aporrearla y verse obligado
a dar explicaciones. Cuando llega dando traspiés a la parte de atrás, descubre
que alguien —él, probablemente, cuando salió del edificio sumido en alguna
especie de trance— ha atascado el pestillo con la hoja de un cuaderno. La
puerta se abre con un tirón y sube por la escalera de servicio doblado en dos
como un niño o un animal, apoyando las manos en los escalones y con los
dedos de los pies tan entumecidos que se ve obligado a mirar para ver dónde
los apoya.
Ya en su habitación llena la bañera de agua caliente y se mete dentro
confiando en que, por la gracia de Dios, se libre de pillar una pulmonía.
Cuando el agua le ha hecho entrar en calor y las manos han dejado de
temblarle, Harding estira el brazo por encima del borde de hierro fundido de
la bañera hasta donde está tirado el pijama y, a tientas, saca el vial. La bolita
ya no brilla.
Arranca el corcho con los dientes; aún tiene las manos demasiado torpes.
El nódulo ya no está frío, pero aun así lo saca con cuidado, dándole un suave
golpecito.
Harding piensa en sí mismo tragado de una pieza. Piensa en un shoggoth
más grande que el Bluebird, más grande que el Blue Heron, la langostera de
Burt Clay. Piensa en die Unterseatboote. Piensa en las flotillas de refugiados,
en la guerra de trincheras y en las neblinosas nubes de gas mostaza. En Gran
Bretaña y Francia en guerra y en la neutralidad de Roosevelt.
Piensa en el arma perfecta.
El esclavo perfecto.
Cuando hace rodar el nódulo por la palma húmeda de la mano, el hielo
escarcha toda su superficie. «¿Ordena?». Obediente. Parece contento de poder
servir.
Ni siquiera es libre en su cabeza.
Se levanta de la bañera y el agua le chorrea por el pecho y los muslos. No
podrá aplastar el nódulo con la bota; tendrá que usar los alicates de su equipo
de recogida. Pero antes debe ponerse en contacto con el shoggoth.
En el último momento, vacila. ¿Quién es él para condenar a un mundo
entero a la guerra? ¿O a la posibilidad de caer bajo el dominio del imperio?
¿Quién es él para acallar la voz de su conciencia a costa de tenderos,
farmacéuticos, niños, madres y maestros que sufren? ¿Quién es él para
imponer su propia ideología por encima de la ideología del shoggoth?

Página 33
Harding se pasa la lengua por el paladar en busca del vago regusto a anís
del shoggoth. Son esclavos natos, quieren que alguien les diga lo que han de
hacer.
Podría ganar la guerra antes de que comenzase. Se muerde el labio. El
sabor de su propia sangre, que sale de su carne agrietada, le resulta tan dulce
como cualquier fruta del árbol del veneno.
«Quiero que aprendas a ser libre», le dice al shoggoth. «Y quiero que
luego enseñes a tus hermanos».
Al pulverizarse, el nódulo suena a polvo de cristal.
—Iya, iya. Fata gan iya —susurra Harding—. Iya, iya, el amo ya no está.
WESTERN UNION
1938 NOV 12 AM 06 15
NA1906 21 2 YA PASSAMAQUODDY MAINE 0559A
DR LESTER GREENE=WILBERFORCE OHIO=
POR FAVOR ACEPTE DIMISIÓN EFECTIVA INMEDIATAMENTE.
SALGO YA HACIA FRANCIA PARA ALISTARME. DISCULPAS SINCERAS.
POR FAVOR ENVÍE PERTENENCIAS A MI MADRE EN NY
FIN DEL MENSAJE
HARDING

Página 34
Sobre Caitlín R. Kiernan

Caitlín R. Kiernan es una de las voces más celebradas de la literatura weird


contemporánea. Considerada a menudo como la heredera de Thomas Ligotti,
su narrativa destaca por su cuidada ambientación, su elaborada atmósfera
terrorífica, por la convincente construcción de caracteres y el mimado uso del
lenguaje. Entre sus premiados libros está The Drowning Girl: A Memoir, que
recibió un Bram Stoker Award. Su pasión por la música, por la literatura de
no ficción y su experiencia científica en el campo de la paleontología y la
herpetología también resuenan con fuerza en su exquisita prosa.

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Casas bajo el mar[6]

Caitlín R. Kiernan

Cuando cierro los ojos veo a Jacova Angevine.


Cierro los ojos y allí está, de pie sola al final del malecón, de pie junto a la
sirena de niebla mientras la mar picada rompe y cubre de espuma un revoltijo
de enormes rocas grises y redondeadas. El viento de octubre vuelve su pelo
salvaje y permanece de espaldas a mí. Los barcos se acercan.
Cierro los ojos y está de pie en Moss Landing, junto al oleaje, con la
mirada fija en la bahía, sin apartarla del lugar en el que la plataforma
continental se estrecha hacia el fondo formando una astilla y cae en el negro
abismo del cañón de Monterey. Hay gaviotas y tiene el pelo recogido en una
coleta.
Cierro los ojos y estamos caminando juntos por Cannery Row, en
dirección sur hacia el acuario. Va con un vestido de cuadros y un par de Doc
Martens gastadas que deben de llevar con ella quince años. Digo algo
intrascendente pero no me oye, demasiado ocupada como está en ponerle
mala cara a los turistas, a las estériles y alegres ridiculeces del restaurante de
la Gamba Bubba Gump y de la tienda de suvenires de la Caballa de Jack.
—Aquello antes era un burdel —dice, asintiendo en dirección a la Caballa
de Jack—, el Lone Star Cafe, pero Steinbeck lo llamó la Bandera del Oso.
Todo se quemó. Aquí ya nada es lo que solía ser.
Lo dice como si lo recordara y cierro los ojos.
Y vuelve a aparecer en televisión, en el viejo muelle de Moss Point, el día
en el que lanzaron el ROV Tiburón II.
Y está en el almacén de la calle Pierce en Monterey; hay hombres y
mujeres envueltos en túnicas blancas atentos a cada palabra que dice.
Pendientes de cada sílaba suya, de cada aliento, una multitud de ojos abiertos
como los de un pez de las profundidades que ve la luz del sol por primera vez.
Aturdidos, aterrorizados, extasiados, perdidos.
Perdidos todos ellos.
Cierro los ojos y veo cómo los está guiando hacia la bahía.

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«Aquellas criaturas saltaron las barricadas.
Y se han dirigido al mar».
Todos esos momentos disociados, desconectados o conectados con tal
multiplicidad que nunca seré capaz de desligarlos ni de encontrar una
narrativa coherente. Ese es mi despropósito, mi engreimiento, pensar que
puedo fabricar una simple historia a partir de todo lo que ha ocurrido. Incluso
aunque lo lograra, nadie querría leerla jamás, no conseguiría venderla. CNN y
Newsweek y The New York Times, Rolling Stone y Harper’s, todo el mundo
sabe ya qué pensar de Jacova Angevine. Todo el mundo sabe lo que quiere
saber. O lo poco que quiere saber. En esas mentes, ella ya se ha ganado un
puesto en el panteón del culto a la muerte, firmemente instalada entre Jim
Jones y la secta de Heaven’s Gate.
Cierro los ojos y «fuego del cielo, fuego sobre el agua», dice y sonríe, sé
que esta vez está hablando del incendio del 14 de septiembre de 1924, el día
en el que los rayos golpearon los más de doscientos mil litros de petróleo
almacenados en uno de los depósitos de Associated Oil Company y un río en
llamas desembocó en el mar. Una profusión de nubes negras oculta el sol y el
fuego tiene la voz de un huracán mientras se cierne con fuerza sobre la fábrica
de conservas, es una voz demoniaca, y ella se detiene para atarse los zapatos.
Estoy aquí sentado en la habitación del motel, con la mirada fija en la
pantalla de mi portátil, en la luz de cristal líquido, tecleando palabras
insustanciales para construir frases inconexas, esperando, esperando,
esperando sin saber a qué espero exactamente. O tal vez solo tengo miedo de
admitir que sé bien a qué estoy esperando. Ella se ha convertido en mi
fantasma, mi tormento privado y los seres atormentados esperan
infinitamente.
—En las mansiones de Poseidón ella engalanará los salones de coral,
espejo y huesos de ballena —dice, y la multitud del almacén inspira y espira
como un único organismo asombrado, la suma de sus cuerpos algo más
pequeña que el todo momentáneo que han formado—. Allí abajo no
conoceréis más que paz, en sus mansiones, en la noche infinita de sus
espirales.
—«Tiburón» es una palabra española —me dice, y le digo que no lo sabía,
que di dos años de español en el instituto pero que ha llovido mucho desde
aquello y que lo único que recuerdo es «sí» y «por favor».
«¿Y ese ruido qué es? ¿Qué hace el viento?».
Vuelvo a cerrar los ojos.
«El mar tiene muchas voces.

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Muchos dioses y muchas voces».
—Fue el 5 de noviembre de 1936 —dice, y esa es la primera vez que nos
acostamos, la larga noche que pasamos juntos en un sórdido hotel de Moss
Point, el típico lugar al que los pescadores llevan a sus prostitutas, el mismo
lugar en el que ella se hospedaba cuando murió—. La empresa de conservas
Del Mar quedó reducida a cenizas. Nadie pudo culpar a los rayos aquella vez.
La luz de la luna entra a través de las cortinas e imagino por un momento
que su piel se ha vuelto iridiscente, nacarada, el reluciente abigarramiento de
una marea negra. Extiendo una mano y toco su muslo desnudo, ella enciende
un cigarrillo. El humo queda densamente suspendido en el aire, como niebla u
olvido.
Con las yemas de mis dedos apretadas contra su piel, se pone de pie y
camina hacia la ventana.
—¿Ves algo ahí fuera? —le pregunto, y ella niega muy lentamente con la
cabeza.
Cierro los ojos.
Bajo la luz de la luna puedo distinguir las cicatrices circulares y fruncidas
de sus omóplatos, que bajan hasta la mitad de su columna vertebral.
Dos docenas, o más, pero nunca me he preocupado de contarlas con
exactitud. Algunas no son más grandes que una moneda de diez centavos,
pero otras tienen al menos cinco centímetros de ancho.
—Cuando yo falte —dice—, cuando no me quede nada que hacer por
aquí, te harán preguntas sobre mí. ¿Qué les dirás?
—Depende de lo que me pregunten —respondo y después me río,
pensando todavía que eso de hablar de marcharse no es más que una broma,
así que me tumbo y observo las sombras del techo.
—Te preguntarán de todo —susurra—. Tarde o temprano sospecho que te
preguntarán de todo.
Y lo hicieron.
Cierro los ojos y la veo, Jacova Angevine, la profeta lunática de Salinas,
las perlas que fueron sus ojos, «berberechos y mejillones, vivos, ay, vivos»,
arrodillada en la arena. El sol se está alzando tras ella y oigo un gentío
acercarse por las dunas.
—Les diré que fuiste un buen polvo —respondo, y ella le da otra calada al
cigarrillo y continúa con la mirada fija en la noche al otro lado de las ventanas
del motel.
—Sí —dice—, sé que lo dirás.

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§

La primera vez que vi a Jacova Angevine —la primera vez que la vi en


persona, quiero decir—, yo acababa de volver de Pakistán y había decidido
volar a Monterey para darme un respiro. Un amigo fotógrafo tenía un piso
allí, y como le había salido un trabajo en Tokio, supuse que podría pasar
tranquilo un par de semanas, quizá un mes entero, emborracharme y
relajarme. Mis ropas, mi equipaje, mi piel, todo en mí seguía oliendo a
Islamabad. Había pasado más de seis meses fuera, a la caza de conexiones
reales e imaginadas entre fanáticos islamistas, intermediarios europeos y el
maltrecho programa nuclear pakistaní, tratando de calibrar el daño causado
por el ambicioso Abdul Qadir Jan, el corrupto padre de la bomba pakistaní,
intentando determinar exactamente qué había vendido y a quién. Todo el
mundo sabía ya, o al menos pensaba que sabía, lo de Corea del Norte, Libia e
Irán, pero las agencias estadounidenses sospechaban que Al Qaeda y otros
grupos terroristas estaban también en su cartera de clientes, por mucho que el
general Shaukat Sultan aseverara lo contrario. Había regresado con la cabeza
repleta de apocalipsis y urdu, propaganda anti-India y poesía de los sheij, y
estaba decidido a vaciar la mente de todo menos de whisky escocés y de olor a
mar.
Hacía una tarde de miércoles radiante, un día de noviembre más templado
de lo habitual en el condado de Monterey, y decidí salir a tomar el aire. Me
duché por primera vez en una semana y tomé un almuerzo tardío en el
Sardine Factory de la calle Wave (cangrejo con remoulade, ostras frescas con
salsa de rábano picante y lenguados con una aderezo de limón cargado de
tomillo), después decidí visitar el acuario y bajar la comida caminando. De
chaval, en Brooklyn, pasaba mucho tiempo en el acuario de Coney Island y,
tres décadas más tarde, había pocas cosas que me relajaran tan rápida y
completamente cuando estaba sobrio. Cargué la cuenta en mi MasterCard y
cogí la calle Wave en dirección sur y luego este hacia Prescott, a continuación
volví por Cannery Row, dejando la resplandeciente bahía a mi derecha, el
cielo otoñal azul celeste desplegado en lo alto como óleo sobre lienzo.
Cierro los ojos y aquella tarde no sucedió hace tres años, no es el maldito
diario de viaje que estoy escribiendo. Cierro los ojos y está ocurriendo ahora
mismo, por primera vez, y allí está ella, sentada sola en un banco alargado
frente a la exposición de laminariales, su fino rostro vuelto hacia el alto y
ondulante dosel arbóreo detrás del cristal, la mancha de peces y sombras de

Página 39
algas balanceándose adelante y atrás por sus facciones. Me sorprende
reconocerla, porque solo he visto su rostro en televisión, fotografías de
revistas y en la sobrecubierta del libro que escribió antes de perder el trabajo
en Berkeley. Vuelve la cara y me sonríe, con la familiaridad con la que se
sonríe a un amigo, de la misma manera en que sonreirías a alguien al que
conoces de toda la vida.
—Tienes suerte —dice—. Ya casi es hora de que den de comer a los
peces. —Y Jacova Angevine da unos golpecitos en el banco, junto a ella,
indicándome que me siente.
—Leí tu libro —le digo, mientras tomo asiento, porque aún estoy
demasiado sorprendido para hacer nada más.
—¿Sí? ¿De verdad? —Ahora parece que no me cree, como si solo
estuviera diciendo que lo he leído para ser educado, y de su expresión infiero
que piensa que es un poco raro, que nadie se molestaría nunca en tratar de
adularla.
—Sí —le aseguro, esforzándome demasiado en sonar sincero—. De
verdad que lo leí. De hecho, leí algunas partes dos veces.
—¿Y por qué?
—¿Con sinceridad?
—Sí, con sinceridad.
Tiene los ojos del mismo color que el agua atrapada detrás de los gruesos
cristales del acuario, el color de la luz en noviembre filtrada a través del agua
salada y de láminas de algas. En las comisuras de los labios y bajo los ojos
tiene arrugas que le hacen parecer algunos años mayor de lo que es.
—El verano pasado volé de Nueva York a Londres y tuve tres horas de
escala en Shannon. Tu libro era lo único que me había llevado para leer.
—Qué horror —dice, aún sonriente, y se vuelve para mirar el enorme
tanque de nuevo—. ¿Quieres que te devuelvan el dinero?
—Fue un regalo —respondo, aunque no es cierto y no tengo ni idea de por
qué estoy mintiendo—. Una exnovia me lo regaló por mi cumpleaños.
—¿Y por eso la dejaste?
—No, la dejé porque ella pensaba que yo bebía demasiado y yo pensaba
que ella bebía demasiado poco.
—¿Eres alcohólico? —pregunta Jacova Angevine, con la misma
normalidad que si me preguntara si prefiero tomar el café solo o con leche.
—Bueno, hay quien piensa que voy por ese camino —respondo—. Pero sí
que disfruté el libro, de verdad. Resulta difícil de creer que te despidieran por
escribirlo. O sea, que despidan a la gente por escribir libros. —Pero sé que

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esto también es mentira; no soy tan ingenuo, y no resulta difícil para nada
entender cómo o por qué Despertando a Leviatán terminó con la carrera
académica de Jacova Angevine. Un crítico de la revista Nature lo calificó
como «el ejemplo más desorientado y absurdo de mala historia emparejada
con mala ciencia desde la obra de Velikovsky».
—No me despidieron por escribirlo —replica—. Me pidieron
educadamente que dimitiera porque me había tomado la libertad de
publicarlo.
—¿Por qué no te enfrentaste a ellos?
Su sonrisa se atenúa y las arrugas alrededor de su boca parecen volverse
un poco más marcadas.
—Si vengo aquí no es para hablar del libro ni de mi desafortunada historia
laboral —explica.
Me disculpo y ella me dice que no me preocupe.
Un buzo entra en el tanque, con un traje de neopreno negro mate que deja
un rastro de burbujas plateadas y casi todos los peces suben ansiosos a su
encuentro, un tumulto de cabrillas sargaceras y tiburones leopardo de piel
lustrosa, viejas de California, peces de roca y otras especies que no
reconozco. Ella no dice nada más, afanada en ver cómo se alimentan, y yo
permanezco allí sentado junto a ella, en el fondo de un océano falso.
Abro los ojos. No hay más que las palabras en la pantalla frente a mí.
Pasó más de medio año sin que volviera a verla. Durante ese tiempo,
cuando el trabajo me envió de vuelta a Pakistán y después a Alemania, releí
su libro. También leí algunos artículos y reseñas, así como una breve
entrevista en internet que le había concedido a Whitley Strieber para su
página Unknown Country. Después localicé un artículo sobre arqueología
inuit que había escrito para Fate y empecé a preguntarme en qué momento
habría decidido Jacova Angevine que no había vuelta atrás, que no había nada
que perder y, por tanto, ninguna razón que la impidiera formar parte de ese
turbio, estridente mundo de creyentes de realidades alternativas y amantes de
los ovnis, teóricos de la conspiración e «investigadores» de lo paranormal que
estaban tan ansiosos por acogerla como a uno de los suyos.
Y me pregunté, también, si acaso ella no habría formado parte de su
estirpe desde el principio.

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Esa mañana me levanté de un largo sueño de tormentas y ahogamientos y me
quedé tumbado en la cama, muy quieto, calibrando la magnitud de la resaca y
con la vista fija en el techo combado con humedades de la habitación del
motel. Y por fin asumí que esto no va a ser lo que el periódico me ha
contratado para escribir. Ya ni siquiera creo que siga tratando de escribir para
ellos. Quieren la basura, por supuesto, y yo nunca me he cortado a la hora de
escarbar. Me he pasado los últimos veinte años como pala de alquiler. No
creo que importe que tal vez amara a Jacova o que parte de esta basura sea
mía. No voy a fingir que actúo por nobleza de espíritu, ni por lealtad, ni que
me mueve una preocupación egoísta y tardía por mi inmunda reputación.
Escribiría exactamente lo que quieren que escriba si fuera capaz. Si supiera
cómo. Necesito el dinero. Llevo cinco meses sin trabajar y ya casi no me
quedan ahorros.
Pero si no estoy escribiendo para ellos, si he abandonado la esperanza de
recibir un cheque cuando termine con esto, entonces ¿por qué demonios sigo
aquí tecleando? ¿Acaso estoy haciendo una confesión? ¿Perdóname Padre
porque no puedo olvidar? ¿Acaso creo que es algo que pueda vomitar, como
la acidez de estómago de una barriga llena de whisky, que escribirlo hará que
desaparezcan las pesadillas o que los días sean más fáciles? Espero
sinceramente no ser tan estúpido. Puede que sea muchas otras cosas, pero me
gusta pensar que no soy un imbécil.
No sé por qué estoy escribiendo esto, sea cual sea el resultado. Quizá no
se trate más que de una prolija nota de suicidio.
Anoche volví a ver la cinta.
Tengo las tres versiones: el corte que sigue propagándose por toda
internet, el que termina justo después de que el ROV fuese golpeado, antes de
que volvieran las luces; el que el Instituto de Investigaciones del Acuario de
la Bahía de Monterey presentó a la prensa y a la comunidad científica en
respuesta a la versión que circulaba por internet; y tengo las imágenes «en
crudo», la copia que le compré a un técnico de robótica que aseguraba haber
estado a bordo del R/V Western Flyer el día en que ocurrió el incidente. Le
pagué dos mil dólares por ella y el chaval juró que era auténtica y que estaba
completa. Sabía que no era la primera persona a la que le había vendido la
cinta. Un contacto en el Departamento de Química de la Universidad de
California en Irvine me había hablado de ella. Nunca supe con seguridad
cómo se había enterado de la existencia de la cinta, pero supuse que el técnico
estaba sacando un buen pellizco pasando su contrabando a cualquiera que
soltara la pasta.

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Nos vimos en el Motel 6, en El Cajón, y la puse entera antes de entregarle
el dinero. Se sentó de espaldas al televisor mientras yo veía la cinta, la
rebobinaba y la veía de nuevo.
—¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó retorciéndose las manos y
observando con nerviosismo las pesadas cortinas. Las había echado después
de conectar el reproductor de vídeo alquilado que había traído conmigo, pero
una fina franja de luz del atardecer se colaba entre ellas y le dividía el rostro
por la mitad—. Por Dios, tío, ¿te crees que no va a salir exactamente lo
mismo todas las veces? ¿Crees que si sigues poniéndola una y otra vez será
distinto?
He visto la cinta más veces de las que soy capaz de contar, cientos, por lo
menos, y sigo creyendo que esa es una muy buena pregunta.
—¿Entonces por qué no lo sacó el Instituto de Investigaciones del Acuario
de la Bahía de Monterey? —le pregunté al chico, y él se rio y sacudió la
cabeza.
—¿Tú qué coño crees? —respondió.
Se llevó mi dinero, me volvió a recordar que nunca nos habíamos visto y
que él lo negaría todo si yo trataba de señalarlo como mi fuente. Después
volvió a su microbús Volkswagen y se marchó, dejándome allí sentado con
una hora y media de vídeo en color sin editar grabado en algún lugar del
fondo del cañón de Monterey. Todo lo que había visto la cámara de estribor
del ROV Tiburón II (la unidad de cámara de movimiento vertical y horizontal
no funcionaba bien ese día) a treinta kilómetros al interior y tres kilómetros de
profundidad. Y entendí desde el principio que aquello iba a ser lo más cerca
que estaría de una respuesta, y también que solo era un tipo de pregunta
diferente y mucho más terrible.
Anoche me emborraché, más de lo habitual, mucho más de lo habitual, y
volví a ver la cinta por primera vez en casi un mes. Pero le quité el sonido al
televisor y dejé las luces encendidas.
Hasta borracho sigo siendo un cobarde.
Las seis luces HMI de cuatrocientos ochenta vatios del ROV iluminaron
por completo el fondo oceánico y mostraron una alfombra aterciopelada de
sedimento marrón grisáceo arrastrado desde las zonas pantanosas de Elkhorn
Slough y otros cenagales y ríos que desembocan en la bahía. E incluso a esa
profundidad hay señales de vida: ofiuras y cangrejos que se aferran a las
piedras color mierda, esponjas y pepinos de mar, los cuerpos sinuosos y lisos
de los granaderos de ojos saltones. Aquí y allá, afloramientos oscuros
sobresalen del rezume como el hueso de la piel putrefacta de un leproso.

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El gilipollas de mi editor soltaría una carcajada con esa última
comparación, probablemente le echaría un vistazo, se reiría y diría algo como
«si quisiera florituras me habría comprado un puto ramo». Pero el gilipollas
de mi editor no ha visto la cinta que le compré al técnico.
El gilipollas de mi editor nunca conoció a Jacova Angevine, nunca la
escuchó hablar, nunca folló con ella, nunca vio las cicatrices de su espalda o
el miedo de sus ojos.
El ROV llega a un espacio rocoso donde el lecho marino desaparece en
picado de repente, y duda, atendiendo a las órdenes de la sala de control del
R/V Western Flyer. Unos segundos más tarde, la continua caída de nieve
marina se vuelve tan densa que resulta difícil ver nada a través de la luz que
refleja las blancuzcas partículas del detrito hundiéndose. Y entonces, sentado
en el suelo, a medio camino de la cama y el televisor, estuve a punto de
alargar la mano y tocar la pantalla.
A punto estuve.
—Hay un poco de todo —oí que decía Jacova, aunque en realidad ella
nunca me había dicho nada similar—. Cieno, fitoplancton y zooplancton,
hollín, moco, diatomáceas, partículas fecales, polvo, granos de arena y arcilla,
lluvia radioactiva, polen, aguas residuales. Una parte incluso está formada por
partículas de polvo interplanetarias. Una parte cayó de las estrellas.
Y el Tiburón II se tambalea y se desliza unos pocos metros al frente,
después baja con cautela por el precipicio, comenzando el lento descenso en
ese nuevo e inesperado abismo.
—Habíamos explorado ese tramo una docena de veces por lo menos —
aseveró Natalie Billington, piloto jefe del Tiburón II, frente a un corresponsal
de la CNN después de que la versión de la cinta que se filtró en internet
llegara a las noticias—. Pero esa caída no aparecía en ningún mapa. De algún
modo, la habíamos pasado por alto hasta ahora. Sé que no es una respuesta
muy satisfactoria, pero ahí abajo todo es muy grande. El cañón tiene más de
trescientos veinte mil kilómetros. Hay cosas que se te pasan por alto.
Durante un momento —15,34 segundos para ser exactos— no se ve más
que oscuridad y unos pocos peces curiosos o sorprendidos. Según el Instituto
de Investigaciones del Acuario de la Bahía de Monterey, la velocidad vertical
del vehículo durante esta parte de la inmersión es de unos treinta y cinco
metros por minuto, así que para cuando llega al fondo de nuevo, la
profundidad ha aumentado en unos ciento sesenta metros. El lecho marino se
vislumbra de nuevo y ya no hay tanto sedimento suelto, solo un revoltijo de
cantos rodados rotos, y sorprende lo limpios que están, casi completamente

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libres del típico mantillo y las inevitables incrustaciones. No hay esponjas ni
pepinos de mar a la vista, tampoco estrellas de mar, y hasta la omnipresente
nieve marina se ha desvanecido salvo por unos pocos copos perdidos a la
deriva. Entonces, la piedra ancha y plana a la que se suele denominar «la
piedra delta» queda a la vista. Y esto no es como lo de la cara en la superficie
de Marte o como Von Daniken imaginando antiguos astronautas en artefactos
mayas. La δ minúscula labrada en la losa es inconfundible. Los bordes
aparecen tan marcados y definidos que podría haber sido grabada ayer.
El Tiburón II flota sobre la piedra delta, arrojando luz en ese lugar oscuro
y sé lo que viene después, así que me siento muy quieto y cuento
mentalmente los segundos. Cuando he contado hasta treinta y ocho la
perspectiva de la cámara gira bruscamente a la derecha, a causa de un impacto
a babor, y un instante después solo hay estática, ruido blanco y doce segundos
vacíos en la cinta durante los cuales la cámara siguió funcionando pero sin
grabar.
Conté hasta once antes de apagar el televisor y después me quedé sentado
escuchando el viento y las olas rompiendo contra la playa, esperando a que mi
corazón dejara de latir a cien por hora y que se me secara el sudor de la cara y
las palmas de las manos. Cuando tuve claro que no iba a vomitar, pulsé un
botón y el vídeo escupió la cinta. Lo devolví a su estuche de plástico azul
marino y me quedé fumando y bebiendo, incapaz de pensar en algo que no
fuera Jacova.

Jacova Angevine nació y creció en Salinas, en la enorme casa victoriana de su


padre, a solo un par de manzanas de donde nació John Steinbeck. Su madre
murió cuando tenía ocho años. Jacova no tenía hermanos y sus parientes más
cercanos por parte de madre y de padre estaban todos en el este, en Nueva
Jersey, Pensilvania y Maryland. En 1960 sus padres se trasladaron a
California, solo unos meses después de su boda, y su padre aceptó un trabajo
de profesor de literatura en Castroville. Después de seis meses, dejó ese
trabajo por otro, solo un poco mejor pagado, en la ciudad de Soledad. Aunque
tenía un doctorado en Literatura Comparada de la Universidad de Columbia,
Theo Angevine no parecía albergar especiales ambiciones académicas. Había
escrito varias novelas en la universidad, aunque ninguna de ellas había
llegado a ser publicada. En 1969, cuando su mujer estaba embarazada de
cinco meses de su hija, renunció a su puesto en el instituto de Soledad y se

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mudaron al norte, a Salinas, donde compró la vieja casa en la calle Howard
gracias a un crédito bancario y al adelanto de su primer contrato editorial por
una novela de misterio titulada El hombre que reía en los funerales (Random
House, Nueva York).
Hasta la fecha, ninguno de los libros que se han publicado sobre Jacova, la
secta de la Puerta Abierta de la Noche y los ahogamientos masivos de la playa
de Moss Landing han hecho ni la más pasajera mención a las novelas de Theo
Angevine. Elenore Ellis-Lincoln, en Cerrando la puerta: anatomía de la
histeria (Simon and Schuster, Nueva York), por ejemplo, les dedica un solo
párrafo, a pesar de que la infancia de Jacova ocupa un capítulo entero. «Las
obras de Angevine recibieron muy poca atención por parte de la crítica, para
bien o para mal, y los ingresos que sacó de ellas fueron paupérrimos», escribe
Ellis-Lincoln. «De las diecisiete novelas que publicó entre 1969 y 1985, solo
dos —El hombre que reía a los funerales [sic] y Siete al atardecer— siguen a
la venta. Es de destacar que el tono general de las novelas se vuelve
significativamente más lúgubre después de la muerte de su esposa, pero los
libros en sí nunca parecieron representar para el autor más que un simple
pasatiempo. Después de su muerte, su hija se convirtió en la albacea de su
herencia literaria, por poco que valiera».
De la misma forma, en El culto de los «lemmings» (The Overlook Press,
Nueva York), William L. West escribe: «La constante producción de novelas
comerciales de misterio y suspense debió de ser seguramente una curiosidad
de la infancia de Jacova, pero no se menciona ni una sola vez en sus propios
escritos, ni siquiera en los cinco diarios privados hallados en el armario de su
dormitorio dentro de una caja de cartón. Las novelas en sí mismas eran más
bien mediocres, hasta donde yo he podido comprobar. Casi todas están
descatalogadas y hoy por hoy son muy difíciles de encontrar. Ni siquiera el
catálogo de la biblioteca pública de Salinas incluye una sola copia ni de El
hombre que reía en los funerales, ni de Pretoria, ni de Siete al atardecer».
Durante los dos años en los que la traté, Jacova solo aludió a la afición a
la escritura de su padre una vez y nada más que de pasada, pero guardaba
copias de todas sus novelas, hecho que no he visto mencionado nunca en una
publicación impresa. Supongo que no resulta muy significativo si no te has
molestado en leer los libros de Theo Angevine. Desde que murió Jacova, yo
he leído todos y cada uno de ellos. Tardé menos de un mes en localizar copias
de los diecisiete, gracias sobre todo a librerías de internet, y tardé menos aún
en leerlos. Aunque William West desde luego tenía razones para decir que sus
novelas «eran más bien mediocres», incluso un repaso superficial revela

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paralelismos claramente significativos entre la ficción del padre y la realidad
de la hija.

***

Me he pasado toda la tarde, las últimas cinco horas, con los cuatro párrafos
anteriores, tratando de engañarme para creer que de verdad puedo escribir un
libro sobre ella como lo haría un periodista. Que puedo guardar cierto grado
de distancia u objetividad. Por supuesto, estoy perdiendo el tiempo. Después
de ver la copia de nuevo, después de volver a permitirme verla otra vez, creo
que estoy desesperado por poner distancia entre su recuerdo y yo. Debería
llamar a Nueva York y decirles que no puedo hacerlo, que harían mejor en
buscarse a otro, pero tras la que lie con la historia de Musharraf,
probablemente la agencia no volvería a mandarme ningún otro encargo. Por el
momento eso sigue importándome. Puede que deje de hacerlo en un día o dos,
pero por ahora sí.
Su padre escribió libros, unos libros que nunca fueron muy conocidos, y
aunque no están demasiado logrados ni son especialmente entretenidos, puede
que contengan pistas de las motivaciones de Jacova y de su destino. Y puede
que no. Es así de sencillo y contradictorio. Como todo lo que rodea al «culto
de los lemmings» —como ha terminado por ser conocida la Puerta Abierta de
la Noche, bautizada así por gente a la que le resulta más fácil lidiar con la
tragedia y el horror si van acompañadas de una nota de lo absurdo—, como
todo acerca de Jacova, lo que en determinado momento parece tener sentido
al siguiente resulta irrelevante. O quizá eso solo me lo parece a mí. Quizá le
estoy pidiendo demasiado a las pistas.

***

Fragmento de Pretoria, pp. 164-165; Ballantine Books, 1979:

Edward Horton sonrió y echó la ceniza de su puro en un


enorme cenicero de cristal que había sobre la mesa.
—No me gusta el mar —dijo, e hizo un gesto con la cabeza
en dirección a la ventana—. Francamente, ni siquiera soporto
oírlo. Me da pesadillas.
Escuché el romper de las olas, sin apartar los ojos del gordo
ni de las volutas de humo que se formaban y deformaban en

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torno a su rostro. A mí siempre me había parecido que el sonido
de las olas tenía un efecto tranquilizador y me pregunté cuál de
los innumerables secretos de Horton sería responsable de que
odiara el mar. Sabía que había estado destinado en la Marina
cuando lo de Corea, pero también estaba bastante seguro de que
nunca llegó a combatir.
—¿Qué tal has dormido esta noche? —le pregunté, y él
meneó la cabeza—. De puta pena —contestó y chupó de su
puro.
—Entonces quizá deberías pensar en hacerte con una
habitación en el interior.
Horton tosió y señaló abruptamente con un dedo rechoncho
a la ventana del bungaló.
—No creas que no lo haría, si pudiera elegirlo yo. Pero ella
me quiere aquí. Quiere que me quedé sentado justo aquí,
esperándola, día y noche. Sabe que odio el océano.
—Bueno, venga —dije, cogiendo mi sombrero, cansado de
su compañía y de la peste de su humeante Macanudo—. Sabes
dónde encontrarme, si cambias de opinión. No dejes que los
malos sueños acaben contigo. No son más que eso, malos
sueños.
—¿Y es que eso no es bastante? —preguntó, y pude ver por
su expresión que Horton quería que me quedase un poco más,
pero supe que nunca lo admitiría—. La otra noche, había unos
putos cabrones que marchaban hacia el mar, que marchaban en
fila como si fueran la puta infantería. Tenían que ser por lo
menos un millón. ¿Qué crees que puede significar un sueño así,
eh?
—Horton, un sueño así no significa una puta mierda —
respondí—. Salvo que igual tienes que despedirte de la comida
picante antes de ir a la cama.
—Nunca dejarás de ser un gilipollas —dijo, y no me quedó
otra que estar de acuerdo. Le dio una calada al puro, y yo me
marché del bungaló y me encaminé hacia la noche marítima de
Santa Bárbara.

Fragmento de Lo que trajo el gato, p. 231; Ballantine Books, 1980:

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Vicky nunca le había hablado a nadie de sus sueños, al igual
que nunca había contado lo del señor Barker o lo del Corvette
amarillo. Los sueños eran su secreto, quisiese o no tenerlos. A
veces parecían demasiado retorcidos, infames y pecaminosos,
como si hubiese hecho algo que fuese contra Dios, o al menos
contra la ley. Una vez estuvo a punto de confesárselo todo al
señor Barker, un año o así antes de marcharse de Los Ángeles.
Había llegado incluso a mencionar el asunto de las sirenas, pero
entonces él resopló y se rio, así que Vicky se lo pensó mejor.
—Guardas unas ideas muy raras en esa cabecita tuya —le
había dicho—. Algún día tendrás que madurar y olvidarte de
esa mierda si quieres que la gente de por aquí empiece a
tomarte en serio.
Así que se lo guardó todo para sí. Cualquiera que fuese o
dejase de ser el significado de sus sueños, ella nunca sería capaz
de explicarlos ni de confesarlos. A veces, las noches en las que
no podía dormir, se quedaba en la cama mirando al techo,
pensando en los castillos en ruinas que había bajo las olas y en
bellas muchachas ahogadas con algas enredadas en sus
cabellos.

Fragmento de El último usurero de Bahía Bodega, pp. 57-59; Bantam Books,


1982:

—Esto pasó hace un porrón de años, en los cincuenta —dijo


Foster y encendió otro cigarrillo. Le temblaban las manos y no
dejaba de mirar por encima del hombro—. El cincuenta y ocho,
sí, o quizá a principios del cincuenta y nueve. Sé que
Eisenhower seguía siendo presidente, aunque no estoy del todo
seguro del año. Pero yo seguía atrapado en Honolulu, sí, seguía
transportando asquerosos turistas por las islas con el Saint Chris
para que pudieran pescar, sacar fotos del maldito Kilauea y no
sé qué más. El barco estaba en las últimas, pero aún podía
llevarte a donde quisieras, si sabías cómo manejarlo.
—¿Qué tiene esto que ver con Winkie Anderson y la chica?
—pregunté, sin molestarme en disimular la impaciencia.
—Jesús, Frank, a eso voy. ¿Quieres oír la historia o no? Por
Dios, ya que vienes aquí con las preguntas gordas, esperando

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oír lo que hay, al menos podrías tener la bocaza cerrada y
escuchar.
—No tengo toda la noche, eso es todo.
—Sí, vale, y quién demonios la tiene, ¿por qué no me dices
eso? Da igual, como estaba diciendo, corría el año cincuenta y
nueve y estábamos en algún lugar de la costa norte de Molokai.
El viejo Coop estaba pescando en la isóbata de los mil metros y
Jerry… te acuerdas de Jerry O'Neill, ¿verdad?
—No —dije, mirando el reloj que había encima de la barra.
—Bueno, da igual. Jerry O'Neill estaba cacareando sobre un
enorme marlín de más de quinientos kilos al que un hombre de
negocios mexicano, de Tijuana, había conseguido echar el
anzuelo hacía solo unas pocas semanas. El pez incluso salió en
los malditos periódicos, no te digo más. Bueno, Jerry dijo que
el mexicano era un indeseable y que deberíamos vigilarlo de
cerca. Dijo que era un pájaro de mal agüero.
—Pero acabas de decir que había pescado un marlín de
quinientos kilos.
—Sí, claro. El tipo sabía pescar, ese chúntaro hijo de puta,
pero estaba metido en no sé qué mierda vudú y tenía unas
monedas de oro que iba tirando por la borda del barco cada
cinco o diez minutos. Como un puto cronómetro, miraba el reloj
y lanzaba una moneda. Doblones de oro o no sé qué historia, no
sé qué eran. A Coop le estaba volviendo loco, porque ya no era
solo que el mexicano no parara de tirar las monedas, es que
además no dejaba de murmurar no sé qué mierda. Coop no
paraba de decirle que se callara de una vez, que la gente estaba
intentando pescar, pero el tipo venga a murmurar, a tirar
monedas y a tirar del pescado. Al final pude ver uno de esos
doblones y en una cara tenía algo grabado que parecía un
puñetero pulpo, y en la otra cara estaba la estrella esa que
parece un pentagrama. Ya sabes, la que usan las brujas y los
magos.
—Foster, todo eso son majaderías. Tengo que estar en San
Francisco a las siete y media de la mañana. —Hice un gesto con
la mano al camarero y puse dos de cinco arrugados y uno de
uno en la barra delante de mí.

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—¿Alguna vez has oído hablar de Mamá Hidra, Frank? A
esa es a quien decía ese chúntaro que estaba rezando.
—Llámame cuando se te acaben las tonterías —dije—. Y
no hace falta que lo diga, pero el detective Burke no será ni la
mitad de comprensivo que yo.
—Por Dios, Frank. Espera un puñetero segundo. No es más
que mi forma de contar historias, ¿vale? Ya lo sabes. Empiezo
por el principio. No me dejo nada.

Estos son solo unos pocos ejemplos de lo que cualquiera encontrará si se


toma el tiempo de buscar. Hay muchos más, lo puedo asegurar. Las páginas
de mis copias de las novelas de Theo Angevine están todas arañadas con
subrayador amarillo.
Y todo deja más preguntas que respuestas.
Pensad lo que queráis. O no. Supongo que un freudiano se lo pasaría en
grande con esto. Yo lo que supiera de Freud lo olvidé antes siquiera de salir
de la universidad. Resultaría un consuelo, supongo, si pudiera despachar el
destino de Jacova como el resultado de una abrumadora histeria edípica, con
el océano proyectado aquí como la gran madre primigenia, ser salvador que al
final se abre para ofrecer la liberación y el perdón en la muerte y la
disolución.

Empiezo a caminar por una avenida en concreto y luego, inevitablemente, me


doy la vuelta y corro, con el rabo metido entre las piernas. Mis recuerdos. El
vídeo del Instituto de Investigaciones del Acuario de la Bahía de Monterey.
Jacova y las novelas de misterio de su padre. Rasco la superficie y después
aparto la mano para asegurarme de que no he perdido un puto dedo. Mezclo
metáforas de la misma forma que he mezclado el tequila y el whisky escocés.
Si, como escribió William Burroughs, «el lenguaje es un virus del espacio
exterior», entonces ¿qué demonios se supone que eras tú, Jacova?
Una epidemia del inconsciente colectivo. La peste negra de la creencia.
Una vacuna para la amnesia cultural, podría haber dicho ella. Y así llegamos
de nuevo a Velikovsky, quien escribió: «Los seres humanos, alzándose de
alguna catástrofe, despojados de la memoria de lo que había ocurrido, se
consideraron creados del polvo de la tierra. Todo el conocimiento sobre los

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ancestros, quiénes fueron y en qué espacio interestelar vivieron, se borró del
recuerdo de los pocos supervivientes».
Estoy borracho y no digo nada con sentido. O tal vez lo que digo tiene
demasiado poco sentido como para que importe. De todos modos, os conviene
prestar atención a esta parte. Es como la historia de fantasmas dentro de la
historia de fantasmas dentro de la historia de fantasmas, el núcleo en el
inalcanzable corazón de la infinitamente regresiva babushka, matroska,
matrioska, matreska, babushka de mi corazón. Puede que incluso sea la gota
que derrame el vaso de mi mente.
Recordadlo, estoy borracho, así que se me puede disculpar ese
inexcusable último párrafo. O no.
«Cuando me convierto en la muerte, la muerte es la semilla de la que
crezco». Burroughs también dijo eso. Jacova, tú serás un huerto de árboles
frutales. Serás un ondulante bosque de laminariales. Hay un palo en un hoyo
en el fondo del mar que lleva tu nombre.
Ayer por la tarde, asqueado de mirar estas cuatro ennegrecidas paredes,
conduje hacia Monterey, al almacén de la calle Pierce. La última vez que
estuve allí los polis aún no habían quitado la cinta amarilla de «Escena del
crimen. No pasar». Ahora solo hay un gran cartel de «Se vende» y otro más
grande incluso de «No pasar». Anoté el nombre y el número de la empresa
inmobiliaria en la parte de atrás de una caja de cerillas. Quiero preguntarles lo
que les dirán a los clientes potenciales sobre la historia del edificio. Se dice
que toda la manzana va a ser recalificada el año próximo, y pronto esos
edificios vacíos serán convertidos en lofts y apartamentos. El
aburguesamiento aborrece el vacío.
Aparqué en un hueco libre en la calle del almacén, esperando que nadie
me viera, esperando, en particular, que ningún policía que pasara por allí me
viera. Caminé deprisa, sin correr, porque correr levanta sospechas e
inevitablemente llama la atención de aquellos que están atentos a cosas
sospechosas. No estaba tan borracho como podría haberlo estado, ni siquiera
tanto como debería haberlo estado, y traté de distraerme fijándome en los
detalles menos llamativos de la calle, el cielo, el tiempo. La basura atrapada
entre las malas hierbas y la grava: colillas, botellas de plástico de refrescos
(recuerdo Pepsi, Coca Cola y Mountain Dew), bolsas de papel y vasos de
restaurantes de comida rápida (McDonalds, Del Taco, KFC), cristal roto,
trozos irreconocibles de metal, una matrícula de Oregón oxidada. El cielo era
desgarradoramente azul, el azul de la náusea, un sofocante paraíso en tono
pastel tan solo estropeado por cirros muy en lo alto. No había más coches

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aparcados en la calle ni nada vivo que yo viera. Había un par de contenedores
de basura, una señal de stop y una enorme pila de cajas de cartón que se
habían empapado tantas veces por la lluvia que era difícil decir con exactitud
dónde terminaba una y empezaba la otra. Había un tapacubos.
Cuando llegué por fin al almacén —el almacén convertido en un templo
dedicado a unos dioses medio recordados convertido a su vez en la escena de
un crimen—, me escurrí por el estrecho pasillo que lo separa del abandonado
edificio de transporte y almacenaje de la península de Monterey (construido
en 1924). Había habido por allí una puerta con una cerradura inestable. Si
tenía suerte, pensé, nadie se habría dado cuenta, o si se habían dado cuenta,
tal vez no se habrían molestado en arreglarla. Me latía el corazón a cien por
hora, estaba mareado (hice cuanto pude por culpar al nauseabundo color del
cielo) y tenía un regusto metálico en la parte posterior de la boca, como un
diente recién empastado.
Hacía más frío en el callejón que en la calle Pierce, el sol estaba ya tan
bajo en el oeste que el callejón debía de llevar un rato en la sombra. Quizá
siempre esté oscuro y nunca llegue a calentarse. Vi la puerta lateral justo
donde había esperado encontrarla y me bastaron tres o cuatro minutos de
toquetear el bamboleante pomo de latón para conseguir que se abriera.
Dentro, el almacén estaba más oscuro e incluso más frío que el callejón, y el
aire apestaba a polvo y moho, malos recuerdos y ausencia. Me quedé de pie
en el umbral un par de segundos, pensando en ratas hambrientas y en
vagabundos borrachos, en adictos al crack delirantes empuñando tuberías de
plomo, en telarañas de arañas venenosas. Después inspiré profundamente y
crucé el umbral, saliendo de las sombras y adentrándome en una negrura más
definida, un escalofrío más definitivo, y todas esas amenazas mundanas se
disiparon. Todo se escabulló de mi mente menos Jacova Angevine y sus
seguidores (si uno opta por llamarlos así) vestidos todos de blanco, y esa cosa
que había visto en el altar la otra vez que había estado aquí, cuando el lugar
todavía era el templo de la Puerta Abierta de la Noche.
Le pregunté por aquella cosa una vez, unas pocas semanas antes del final,
la última noche que pasamos juntos. Le pregunté de dónde había venido,
quién la había hecho, y se quedó muy quieta durante un momento,
escuchando el oleaje o simplemente tratando de decidir qué respuesta me
satisfaría. La luz de la luna que entraba por la ventana de hotel me hizo pensar
que igual estaba sonriendo, pero no estaba seguro.
—Es muy antigua —dijo al fin. Para entonces casi me había quedado
dormido y tuve que espabilarme de nuevo—. Nadie que esté vivo recuerda

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quién la construyó —continuó Jacova—. Pero no creo que eso importe, lo
único que importa es que se construyó.
—Es una puta monstruosidad —murmuré somnoliento—. Lo sabes, ¿no?
—Sí, pero también lo es la crucifixión. Y también las estatuas sangrantes
de la Virgen María y las imágenes de Kali. Y también los dioses con cabezas
de animal de los egipcios.
—Ya, bueno, tampoco quiero inclinarme ante ninguno de esos —contesté,
o algo por el estilo.
—Lo divino es siempre abominable —suspiró y se dio la vuelta en la
cama, dándome la espalda.
Hace solo un momento estaba en el almacén en la calle Pierce, ¿no? Y
ahora estoy en la cama con la profeta de Salinas. Pero no desesperaré, porque
no hay ninguna razón para centrar la atención, para adherirse a la ilusión
restrictiva de una narrativa lineal. Está en camino. Todo este tiempo ha estado
en camino. Como dijo Job Foster en el capítulo IV de El último usurero de
Bahía Bodega: «No es más que mi forma de contar historias, ¿vale? Ya lo
sabes. Empiezo por el principio. No me dejo nada».
Eso es una gilipollez, claro. Sospecho que también el desafortunado Job
Foster sabía que era una gilipollez. No es cometido del escritor «contarlo
todo», ni siquiera decidir qué dejar, sino decidir qué quitar. Lo que queda, la
exigua suma de esa profana escisión, es la quimera bastarda que llamamos
«historia». No estoy construyendo, estoy recortando. Y todas las historias, ya
se anuncien como verdad o se reconozcan como falsedad, son ficciones,
escindidas de cualquier hecho objetivo por la ya mencionada acción de
recortar. Medio kilo de piel. Un montón de serrín. Fragmentos desechados de
mármol de Carrara. Y los despojos.
Un hombre condenado en un almacén vacío.
Dejé la puerta abierta porque, en aquel lugar, no tenía el coraje de cerrarla
yo mismo. Y ya había dado algunos pasos hacia el interior, acompañado por
el sonoro crujir de mis zapatos sobre las esquirlas de vidrio de la ventana rota,
moliendo el cristal hasta convertirlo en polvo, cuando recordé la Maglite que
llevaba escondida dentro de mi chaqueta. Pero el brillo de la linterna no
ayudó mucho a que la oscuridad resultara menos sofocante, solo sirvió para
recordarme el rayo cegador del enorme equipo HMI del Tiburón II, brillando
con fuerza a través del cieno del fondo del cañón. Ahora, pensé, al menos
puedo ver algo, si es que hay algo que ver, y enseguida una voz mental,
distinta y menos familiar, me exigió saber por qué demonios querría ver nada.
La puerta se había abierto ante un pasillo estrecho, paredes de cemento en

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verde menta y un techo bajo también de cemento; recorrí la corta distancia
que lo separaba del final (no más de diez metros, diez metros a lo sumo) y fui
dejando atrás habitaciones vacías que quizá alguna vez hubieran sido oficinas
hasta que llegué a una puerta sin la llave echada en la que unas descoloridas
letras naranjas rezaban «Solo empleados».
—Es un almacén vacío —susurré, expirando las palabras en voz alta—.
Nada más, solo un almacén vacío. —Sabía que no era verdad, ya no, ni por
asomo, pero pensé que quizá una mentira podía serme de más consuelo que el
desconsolador haz de luz de la linterna de mano. Joseph Campbell escribió:
«Dibuja un círculo alrededor de una piedra y la piedra será una encarnación
del misterio». Algo así. O lo dijo otra persona y no me acuerdo bien. La
cuestión es que sabía que Jacova había dibujado un círculo alrededor de aquel
lugar, igual que había dibujado un círculo alrededor de ella misma, igual que
su padre había dibujado alrededor de ella…
Igual que ella había dibujado un círculo alrededor de mí.
La puerta no estaba cerrada con llave y tras ella yacían las vastas y
desiertas tripas del edificio, una llanura plana de cemento delimitada con
vigas de acero de soporte. Entraba un poco de luz por los muchos ventanucos
dispuestos a lo largo de las paredes orientales y occidentales, aunque no tanta
como había esperado, y parecía entrar debilitada, diluida por el aire rancio.
Apunté la Maglite al suelo bajo mis pies, adelante y atrás, y vi que alguien
había cubierto con pintura todos los elaborados y coloridos patrones puestos
allí por la Puerta Abierta de la Noche. Una gruesa capa de pintura al látex
cubría el intrincado entretejido de líneas, las líneas que ella creía que
formarían un puente, un «conducto» (esa fue la palabra que usó). Todo el
mundo ha visto fotografías de ese suelo, aunque aún tengo que dar con una
que le haga justicia. Un yantra. Un laberinto. Una masa serpenteante y
enmarañada de criaturas marinas que se estiran hacia un sol negro. Símbolos
hindis, mayas y chinook. Las precisas líneas de contorno de un mapa
topográfico del cañón de Monterey. Cada una de estas cosas y todas ellas a la
vez, simultáneamente. He oído que hay una antropóloga en Berkeley que está
escribiendo un libro sobre ese suelo. Quizá ella publique fotografías capaces
de expresar su espantosa magnificencia. Quizá sería mejor si no lo hiciera.
Quizá alguien debería pegarle un tiro en la cabeza. La gente dijo lo mismo
de Jacova Angevine. Pero el asesinato es casi siempre impensable para los
hombres morales y racionales hasta después de que pase un holocausto.
Dejé esa puerta abierta, también, y caminé despacio hacia el centro del
almacén vacío, hacia el lugar donde había estado el altar, el lugar donde esa

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divina abominación de Jacova había descansado sobre pliegues de terciopelo
del color de una masacre. Tenía la linterna agarrada con tanta fuerza que los
dedos de la mano derecha habían empezado a entumecérseme.
Detrás de mí se oían ruidos arenosos, como de arrastrarse, que podrían
haber sido pisadas, así que me giré de pronto, enredándome con mis propios
pies de tal manera que a punto estuve de caerme de culo, a punto de soltar la
linterna. La niña estaba de pie a unos tres o cuatro metros de mí y pude ver
que la puerta que llevaba de vuelta al callejón se había cerrado. No podía
tener más de nueve o diez años, iba vestida con unos vaqueros rasgados y una
camiseta manchada de barro, o lo que parecía barro en la lóbrega luz del
almacén. El pelo corto podría haber sido rubio o castaño claro, resultaba
difícil saberlo. La mayor parte de su rostro permanecía oculto en las sombras.
—Es demasiado tarde —dijo.
—Por Dios, niña, casi me matas del susto.
—Llegas demasiado tarde —dijo ella.
—¿Demasiado tarde para qué? ¿Me has seguido hasta aquí?
—Las puertas ya están cerradas. No se volverán a abrir, ni para ti ni para
nadie.
Miré detrás de ella a la puerta que había dejado abierta, y ella miró
también.
—¿Has cerrado tú esa puerta? —le pregunté—. ¿No se te ha ocurrido que
a lo mejor la he dejado abierta por una razón?
—Esperé tanto como me atreví —contestó, como si eso respondiera mi
pregunta, y se giró para encararme de nuevo.
Después di un paso hacia ella, o quizá dos, y me detuve. Y en ese
momento experimenté la sensación o sensaciones que los escritores de
misterio y de terror, desde Poe hasta Theo Angevine, han tratado de expresar:
el casi doloroso cosquilleo cuando los pelos de la nuca, de los brazos y las
piernas se me erizaron, el nudo gélido en la boca del estómago, el escalofrío
recorriendo mi espalda, el aflojarse de mis intestinos y de mi vejiga, el
apretarse de mi escroto. Se me heló la sangre. Estira todos los putos clichés y
sigue sin haber nada que se acerque lo más mínimo a lo que yo sentí allí de
pie, mirando a aquella niña, mientras ella me devolvía la mirada con unos
ojos que reflectaban la débil luz de las ventanas.
Mirando su cara, sentí un pavor que jamás había experimentado antes. Ni
en zonas de guerra mientras atronaban las sirenas de ataque aéreo, ni durante
los interrogatorios con una pistola hundida contra la sien o los riñones. Ni
esperando los resultados de una biopsia tras descubrir un lunar extraño. Ni

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siquiera el día en que se los llevó al mar y yo veía todo en la puta CNN,
sentado en un bar en Brooklyn.
Y de repente supe que la chica no me había seguido por el callejón, ni
cerrado la puerta, supe que había estado allí todo el tiempo. También supe que
ni cientos de capas de pintura bastarían para destruir el laberinto de Jacova.
—No deberías estar aquí —dijo la chica con voz de minotauro,
extraviada, lejana y pesarosa.
—¿Y dónde debería estar? —pregunté, y el aliento formó una vaharada en
un aire que se había tornado tan glacial como si estuviéramos en lo más crudo
del invierno, o en el fondo del mar.
—Todas las respuestas estaban aquí —contestó—. Todo lo que te estás
preguntando, esas cosas que te quitan el sueño, que te están volviendo loco.
Todas las preguntas que estás escribiendo en ese ordenador tuyo. Yo te lo
ofrecí todo.
Entonces llegó un sonido como de agua rompiendo contra la piedra y
después el de algo pesado, suave y húmedo que se arrastraba por el suelo de
cemento, y pensé en la cosa del altar, la Madre Hidra de Jacova, esa corrupta
y abultada Madonna del abismo, sus tentáculos y zarcillos de anémona,
saltones ojos de calamar, la probóscide de un gusano de tubo serpenteando de
uno de los agujeros donde debería haber estado su cara.
«Poderosa, eterna hija de Typhaôn y la serpentina Echidna, Υδρα
Λερναια, Udra Lernaia, puta voraz de todos los mundos sin luz, zorra, novia
y concubina del Padre Dagon, Padre Kraken…».
Me alcanzó un olor a descomposición y barro, agua salada y pescados
muertos.
—Ahora debes marcharte —dijo la chica con apremio y extendió una
mano como si pretendiera enseñarme el camino. Incluso en la penumbra, vi
los percebes y los piojos marinos anidados en la carne abierta de su palma—.
Eres una espina en mi alma, siempre lo serás. Y ella te arrastraría para acabar
con mi propia oscuridad.
Y de pronto la chica ya no estaba. No desapareció, simplemente ya no
estaba allí. Aquellos sonidos y olores se habían ido con ella. No quedaba nada
detrás más que el silencio y el hedor de cualquier edificio abandonado, el
viento que rozaba las cortinas y los rincones del almacén, y el tráfico de las
carreteras del mundo que esperaba en algún lugar al otro lado de esas paredes.

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Sé exactamente cómo suena esta mierda. No creáis que no lo sé. Es solo que
por fin ha dejado de importarme.

Ayer, dos días después de mi excursión al almacén, volví a ver la cinta del
Instituto de Investigaciones del Acuario de la Bahía de Monterey. Esta vez,
tras el corte de doce segundos, conté hasta siete y luego continué hasta doce,
no apagué el televisor, no aparté la mirada. Estaba claro que ya había llegado
demasiado lejos para permitirme ese lujo. Maldita sea, he visto ya tanto; he
visto tanto que no hay una excusa razonable para apartar la mirada, porque no
puede quedar nada que sea peor que lo que ya ha sucedido.
Y, además, no iba a ver nada que no hubiera visto ya.
El error de Orfeo no fue girarse y volver la vista atrás hacia Eurídice y el
Infierno, sino que alguna vez pensara que podía escapar. El mismo que el de
la mujer de Lot. Desviar la mirada no cambia el hecho de que estamos
marcados.
Después de la estática vuelve la imagen, pero al principio no se ven más
que cantos rodados, los mismos que antes: esos cantos que tendrían que estar
cubiertos de cieno y vida —de restos de seres vivos, al menos— pero no lo
están. Esos cantos rodados tan extraños y limpios. Y las líneas y ángulos
profundamente tallados en ellos que de ningún modo pueden ser resultado de
un proceso geológico o biológico, unas líneas y unos ángulos que no pueden
ser nada más que lo que Jacova dijo que eran. Pienso en fragmentos del
Partenón, o de algún templo romano o griego en ruinas, el ornamento
cincelado de un entablamento o frontón. Estoy viendo algo que fue
construido, algo que fue fabricado de forma intencionada, no algo que
simplemente ocurrió. El Tiburón II se mueve hacia delante con mucha
lentitud porque la explosión que precedió al corte de la grabación se ha
llevado un par de las hélices de babor. Avanza despacio hacia delante, con
cuidado, flotando unos pocos metros por encima del lecho marino, y de
pronto las luces del vehículo comienzan a atenuarse y parpadear.
Después del corte, sé que no quedan más que 52,2 segundos de vídeo
antes de que la cámara de estribor se apague definitivamente. Menos de un
minuto, así que permanezco sentado en el suelo de la habitación de hotel,
contando —uno mil, dos mil—, sin apartar los ojos de la pantalla.
El técnico de robótica del Instituto de Investigaciones del Acuario de la
Bahía de Monterey está muerto, el tipo nervioso que me vendió (a mí y a

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cualquiera que estuviera interesado) su copia pirata de la cinta. La historia
salió en las noticias de la tarde del canal 46 y fue segunda página del
Monterey Herald esta mañana. La oficina del forense lo llama suicidio. No sé
cómo lo iban a llamar si no. Lo encontraron colgado de la rama más baja de
un sicomoro, cerca de los muelles de Moss Landing, con ambas muñecas
rajadas casi hasta el hueso. Llevaba un collar de alambre con un calamar del
género Loligo colgado. Un miembro de la familia ha dicho a la prensa que
tenía una historia de depresión.
Quedan veintitrés segundos.
A casi tres kilómetros de profundidad, el Tiburón II se va escorando hacia
estribor. De pronto el ROV choca contra una roca y las luces dejan de
parpadear y da la impresión de que se vuelven un poco más brillantes. El
vehículo parece detenerse, como si estuviera planeando su próximo
movimiento. El día que me vendió la cinta, el técnico dijo que una parte del
bastidor para herramientas se había calzado en los escombros. Me dijo que a
la tripulación del R/V Western Flyer le llevó más de dos horas liberar el
submarino. Dos horas de total oscuridad en el fondo del cañón, después de
que se apagaran las luces y las cámaras.
Dieciocho segundos.
Dieciséis.
Esta vez será diferente, pienso, como un niño deseando que no le peguen.
Esta vez veré el truco, la secreta interacción de luz y sombra, el cómo y el
porqué de una simple ilusión óptica…
Doce.
Diez.
La primera vez pensé que lo que estaba viendo eran unos restos tallados
en piedra o parte de una escultura rota. La suave curva de una cadera, la línea
cada vez más fina de una pierna, las gemelas protuberancias de unos pechos
pequeños. Un pezón del color del granito.
Ocho.
Pero allí está su cara, suya sin lugar a dudas, la cara de Jacova Angevine:
su rostro en el fondo del mar, vuelto hacia la superficie, hacia el cielo y el
paraíso más allá del peso de toda esa negra, negra agua.
Cuatro.
Me muerdo el labio tan fuerte que me sabe a sangre. No sabe muy
diferente del océano.
Dos.

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Abre los ojos y no son sus ojos, sino los ojos de una criatura marina
adaptados a esa noche perpetua. Los ojos sin alma de un pejesapo o de un pez
pelícano, los ojos como dos idénticos estanques de tinta, y de su boca
entreabierta sale algo disparado…
Y después no hay más que estática, y me quedo mirando fijamente el
zumbido del negro moteado de gris.
«Todas las respuestas estaban aquí. Todo lo que te has estado
preguntando… Yo te lo ofrecí».
Más tarde (tal vez una hora, tal vez cinco minutos después), pulsé un
botón y la cinta salió obedientemente del vídeo. Leí la etiqueta en voz alta,
por si todas las demás veces la había leído mal, por si la marca de tiempo del
vídeo estuviera mal. Pero era la misma de siempre: el día antes de que Jacova
recibiera en la playa de Moss Landing a los suplicantes de la Puerta Abierta
de la Noche. El día antes de que los llevara mar adentro. El día antes de que
se ahogara.

Cierro los ojos.


Y vuelve a estar aquí, como si nunca se hubiera ido.
Susurra unas frases guarras en mi oído y su aliento huele a salvia y pasta
de dientes.
«Los manifestantes exigen que el Instituto de Investigaciones del Acuario
de la Bahía de Monterey ponga fin de inmediato a su continua explotación del
cañón submarino. El cañón de cuarenta kilómetros, aseguran, es un lugar
sagrado que está siendo profanado por los científicos. Jacova Angevine,
excatedrática de la Universidad de Berkeley y líder del controvertido culto de
la Puerta Abierta de la Noche, compara el lanzamiento del nuevo sumergible
Tiburón II con el saqueo de las pirámides egipcias por los asaltantes de
tumbas» (San Francisco Chronicle).
Le digo que tengo que ir a Nueva York, que tengo que aceptar ese trabajo,
y ella responde que quizá sea lo mejor. No le pregunto qué quiere decir; no se
me ocurre que pueda ser importante.
Y me besa.
Más tarde, cuando hemos acabado y estoy demasiado exhausto para
dormir, me quedo tumbado despierto, escuchando el mar y los leves, ansiosos
sonidos que hace en sueños.

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«Los cuerpos de cincuenta y tres hombres y mujeres, todos los cuales
pueden haber formado parte de un grupo religioso conocido como la Puerta
Abierta de la Noche, han sido recuperados tras los ahogamientos del
miércoles cerca de Moss Landing, California. Las fuentes oficiales han
descrito las muertes como un suicidio en masa. Se ha informado de que las
víctimas tenían entre veintidós y treinta y seis años. Las autoridades temen
que al menos dos docenas más hayan muerto en el grotesco episodio y los
esfuerzos de recuperación continúan por toda la costa del condado de
Monterey» (CNN.com).
Cierro los ojos y estoy en el viejo almacén de la calle Pierce; la voz de
Jacova atruena por la megafonía instalada en lo alto de las paredes de la
cavernosa habitación. Yo estoy de pie entre las sombras al fondo del todo,
apartado de los verdaderos creyentes, apartado de los demás periodistas,
fotógrafos y cámaras que han sido invitados. Jacova se inclina hacia el
micrófono, furiosa, estática y hermosa —terrible, pienso— mientras la
monstruosa talla permanece encorvada sobre el altar, junto a ella. Hay velas,
humo de incienso y ramos de algas secas, aroma a caracola y a pescado
muerto, cuidadosamente dispuesto en la base de la estatua.
—No podemos recordar dónde empezó —dice—, dónde empezamos. —Y
todos parecen inclinarse hacia ella como pequeños barcos que se enfrentan
con un viento feroz—. No podemos recordar, por supuesto que no podemos
recordar, y ellos no quieren siquiera que lo intentemos. Tienen miedo, y en su
miedo se aferran desesperadamente a la oscuridad de su ignorancia. Ellos
querrían que hiciésemos lo mismo, pero después nunca nos acordaríamos ni
del jardín ni de la puerta, nunca miraríamos a los rostros de los grandes padres
y madres que han regresado a las profundidades.
Nada de lo que está sucediendo parece real, ni tampoco las ridiculeces que
Jacova está diciendo, ni la gente vestida de blanco ni los equipos de
televisión. Esta escena ni siquiera tiene la sustancia de una pesadilla. Hace
mucho calor en el almacén, me siento mareado y enfermo y me pregunto si
seré capaz de llegar hasta la salida antes de vomitar.
Cierro los ojos y sigo sentado en un bar de Brooklyn, observándolos
mientras se hunden en el mar, y pienso «algún hijo de puta está justo allí,
grabando lo que sucede, pero nadie intenta detenerlos, nadie va a levantar ni
un solo dedo».
Parpadeo y estoy sentado en una oficina en Manhattan, la gente que
redacta mis cheques me está haciendo preguntas que no sé responder.

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—Dios bendito, te la estabas tirando, por el amor de Dios, y aquí estás,
diciéndome que no tenías ni idea de lo que estaba tramando.
—Venga, hombre. Algo tenías que saber.
—Esa gente veneraba a una especie de dios pez prehistórico, eso he oído.
Nadie se va a tragar que no lo veías venir.
—La gente tiene derecho a saber. Aún crees en eso, ¿no?
«No hay muchas respuestas sobre el suicidio en masa de la secta de
California, pero los investigadores están hallando pistas sobre las muertes
examinando las páginas de internet que mantenían los miembros del culto. Lo
que están descubriendo es un lado desconcertante y oscuro de internet, un
lugar donde se comparten y se dan a conocer las ideas y creencias más
estrafalarias. La policía asegura que ha recopilado una cantidad considerable
de información sobre el trasfondo del grupo, conocido como la Puerta Abierta
de la Noche, pero que pueden pasar muchas semanas antes de que se
comprenda su verdadera naturaleza» (CNN.com).
Y mis torpes manos se mueven dubitativamente por sus hombros
desnudos, las puntas de mis dedos rozan el caos de tejido cicatrizal y ella
sonríe para mí.
De rodillas en un callejón, la cabeza me da vueltas y el aire nocturno
apesta a vómito y agua salada.
—Está bien, pues la primera vez que oí hablar de todo esto fue por una
mujer a la que entrevisté y que conocía a la familia —dice el hombre vestido
con una camiseta de Radiohead. Estamos sentados en el patio de un bar en
Pacific Grove y el sol arde y refulge con luz blanca al otro lado de la bahía.
Su nombre no es importante y tampoco lo es el nombre del bar. Es un
estudiante de Los Ángeles que escribe un libro sobre la Puerta Abierta de la
Noche y que consiguió mi dirección de correo electrónico a través de un
contacto de Nueva York. Tiene los dientes torcidos y sonríe demasiado—.
Esto pasó en el setenta y seis, un año antes de que la madre de Jacova
muriera. Su padre les llevaba a la playa en Moss Landing dos o tres veces
todos los veranos. Él solía ir allí a escribir. El caso es que por lo visto la chica
era una gran nadadora, nadaba como pez en el agua, pero su madre nunca
dejaba que se alejase mucho porque las corrientes son rápidas en aquella
playa. Mucha gente se ahoga allí, surferos y tal.
Se detiene y le da un par de tragos a la cerveza, después se limpia el sudor
de la frente.
—Un día, cuando su madre no mira, Jacova se aleja demasiado y se ve
arrastrada. Para cuando los socorristas la devuelven a la playa ha dejado de

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respirar. La chica se está poniendo azul, pero siguen con el boca a boca y con
la reanimación cardiopulmonar y al final vuelve en sí. Llevan a Jacova al
hospital en Watsonville y los doctores dicen que está bien, pero de todos
modos la tienen allí unos días, por si acaso.
—Se ahogó —digo, mirando fijamente mi propia bebida. No le he dado ni
un sorbo. A la botella se aferran gotas de condensación que brillan como
diamantes.
—Técnicamente, sí. No estaba respirando. Se le había parado el corazón.
Pero esa no es la parte chunga. Mientras está en Watsonville no para de
contarle a su madre no sé qué historia demente sobre sirenas y monstruos
marinos y demonios, sobre cosas que trataban de arrastrarla al fondo del mar
y ahogarla, que no fue una corriente. Está aterrorizada, convencida de que
siguen tras ella, esos monstruos. Su madre quiere llamar a un loquero, pero su
padre dice que no, que una mierda, que la chica ha tenido un mal susto, pero
que se pondrá bien. Entonces, durante la segunda noche de hospital, aparecen
muertas dos enfermeras. Un conserje las encontró en un armario justo en el
pasillo de la habitación de Jacova. Y no te vas a creer lo que viene a
continuación, pero he visto los certificados de defunción y el informe de la
autopsia y te juro por Dios que es la pura verdad.
Venga lo que venga ahora no quiero oírlo. Sé que no necesito oírlo. Giro
la cabeza y veo un velero en la bahía, meciéndose arriba y abajo como un
juguete.
—Se habían ahogado, las dos. Tenían los pulmones llenos de agua salada.
Estaban a ocho kilómetros del puñetero océano y aquellas dos mujeres se
ahogaron, allí mismo, en un armario escobero.
—¿Y lo vas a contar en tu libro? —le pregunto, sin apartar la mirada de la
bahía y del pequeño barco.
—Y tanto que sí —responde—. Claro que lo voy a contar. Ocurrió, tío, tal
como he dicho, y puedo probarlo, joder.
Cierro los ojos, para aislarme del brillante y deslumbrante día, y pienso
que ojalá no hubiera accedido nunca a verme con él.
—Allí abajo —susurra Jacova— no conocerás más que paz, en sus
mansiones, en la noche infinita de sus espirales.
«No tendríamos frío bajo la tormenta.
En nuestro pequeño escondite bajo las olas».
Cierro los ojos. Ay, dios, he cerrado los ojos.
Me envuelve vigorosamente con sus brazos fuertes y bronceados y me
hunde hacia el fondo, hacia el fondo, como el cuerpo sin vida de un niño

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atrapado en la corriente. Y yo iría con ella, iría con ella sin pensarlo, si esto
fuera algo más que un sueño, algo más que el lamento amargo de un infiel,
algo más que once mil palabras arrojadas como un puñado de arena a la faz
del océano. Iría con ella porque, como una piedra que se ha convertido en la
encarnación del misterio, ella ha dibujado un círculo a mi alrededor.

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Sobre Laird Barron

Laird Barron es uno de los autores de horror y literatura weird más brillantes
de la actualidad. Se crió en Alaska en condiciones de gran escasez, ejerció de
corredor de trineos y de pescador en el mar de Bering y ha pasado buena parte
de su vida en el salvaje noroeste de Estados Unidos, cuyos inhóspitos parajes
han ejercido una importante influencia en su literatura. Sus relatos y novelas
destacan no solo por su capacidad para inspirar un profundo terror de raíz
lovecraftiana, sino también por su cuidado lenguaje, que hace patente el
pasado de Barron como poeta. Sus colecciones The Imago Sequence and
Other Stories y Occultation and Other Stories han sido premiadas con el
Shirley Jackson Award.

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El don de la oportunidad[7]

Laird Barron

Septiembre de 1923

La oscuridad pesaba como una losa cuando despertaron, sacados a rastras de


las profundidades de la noche por el efecto mareomotriz de la sangre, con la
piel atirantada aún por la gravidez de los huesos cansados. Las tablas del
suelo emitieron lastimeros gemidos bajo aquellos hombres que, inquietos
como percherones, las barrían y aporreaban con los pies en la penumbra del
dormitorio colectivo. Entre las rendijas que separaban los listones de las
paredes se colaba el fulgor de las estrellas. Alguien había encendido la estufa
de leña y el humo se elevaba sinuoso entre las literas, buscando las vigas del
techo. Flotaba en el aire una humedad espantosa, recuerdo de las lluvias
caídas la noche anterior. Las vaharadas de aliento se concentraban en las
vigas y producían un goteo constante; como si de las estalactitas de una cueva
de piedra caliza se tratara, todas las superficies rezumaban condensación.
Infestaba la habitación un hedor a búnker cerrado, mezcla de creosota y
sudor, de flatulencia y dientes podridos, de cenizas amargas y tabaco
requemado.
Miller se sentó encorvado, doblándose prácticamente por la mitad, a la
mesa de madera de pino de tosca manufactura para dar cuenta de la grumosa
mezcla de pudin con melaza que constituía el desayuno. La cuchara de
hojalata repicó en la sartén del mismo material, carbonizada y marcada por
los estragos de mil fogatas y otros tantos cubiertos. Cuando hubo acabado, se
limpió el bigote con la manga de la ropa interior de una pieza y se tomó el
café solo en una taza de latón, el último componente de su rústico juego de
cubertería.
Sus manos sucias, coriáceas a causa de las callosidades que las recubrían,
secuelas de la sierra de arco y el hacha de talar, habían sufrido numerosas
fracturas a lo largo de los años y los nudillos se veían hinchados como
avellanas. Era incapaz de cerrar por completo el puño izquierdo; casi todas las

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mañanas, sus dedos amanecían congelados en una pinza de cangrejo con la
que a duras penas podía sujetarse la pilila, y menos aún sostener el mango de
un hacha. Por lo menos aún era joven; a la mayoría de los veteranos les
faltaba algún dedo, cuando no habían quedado mutilados de mil maneras
distintas, a cada cual más brutal: desde los simples accidentes a las peleas a
puñetazo limpio, pasando por los años acumulados de paulatino y fatídico
desgaste a golpe de hacha o azadón. Olsen el Sueco (el primero de los muchos
suecos que habrían de instalarse al oeste de las Rocosas), al que de joven una
cadena le había triturado la pierna, deambulaba por el campamento a saltitos,
apoyándose en su hacha de hoja ancha por toda muleta. Su archirrival, Sven el
Noruego (el primero de los innumerables leñadores noruegos que habrían de
instalarse al sur de Noruega), había perdido la dentadura y una oreja
plantando los postes del cable aéreo en el viejo continente, labor que estaba
considerada igual de penosa en todos los países. Incluso Manfred el Alemán,
célebre y admirado por su rapidez de reflejos, había recibido el impacto de
una rama perdida en cierta ocasión; ahora tenía la cabeza reblandecida aquí y
allá, tan carente de pelo como si hubiera sobrevivido a un incendio, y uno de
sus párpados se veía mucho más caído que el otro. Hacía poco que Manny
había ascendido al puesto de arriero. Con los burros era poco probable que
uno acabara haciéndose daño; en el peor de los casos, aunque resultara herido
o mutilado, o aunque perdiera incluso la vida, cabía esperar que su
sufrimiento no fuera excesivo.
Uno de los polacos, un tipo afable que respondía al nombre de Kasper,
con frecuencia le preguntaba a Miller si no pensaba largarse antes de terminar
decapitado, o sin piernas, o partido en dos por el latigazo de una eslinga
suelta, o apuñalado en las costillas en el transcurso de cualquier pelea de
taberna. ¿No sería que Miller era tan terco como la mayoría de los hombres de
su edad, adicto a la seguridad del dinero rápido de una profesión que muy
pocos querían y de la que menos aún lograban escapar?
Kasper, por su parte, se tenía por maldito más que por obstinado; por sus
venas corría una locura que lo subyugaba a los trabajos más inmisericordes en
penitencia por los pecados que, en la oscura prehistoria de la Europa del Este,
cometiera alguno de sus vanidosos ancestros. El polaco escribía poemas e
historias a la luz del candil, aunque sus traducciones al inglés dejaban tanto
que desear que sería complicado juzgar con exactitud la calidad de sus obras.
A Miller el arte de las letras no lo entusiasmaba, aunque profesaba cierta
admiración a regañadientes por quienes poseían el don de la elocuencia. Su
abuela, de joven, había estudiado al otro lado del charco. Tras embarcarse de

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regreso a los Estados Unidos, escribía sus diarios en latín para desconcertar a
los parientes más indiscretos. Se los enseñaba a Miller siempre que este iba a
visitarla a su hogar, en Illinois; la abuela había conseguido llenar setenta y
cinco de aquellos finos cuadernos con tapas de cuero, una biblioteca en
miniatura.
Hoy Kasper había ido a sentarse lejos de Miller en la mesa alargada, otra
sombra legañosa más entre codos en guardia y quijadas batientes. Miller no
tenía nada que objetar; ayer el polaco se había pasado el día entero
emparejado con él al otro lado de la sierra de dos metros y medio, una faena
abrumadora, para derribar un viejo cedro monstruoso. Sabía, como todos los
demás, que Miller formaba parte del escaso contingente de veteranos de
guerra que poblaba el campamento de Slango.
El polaco, en confianza, le había contado:
—Mi hermano cayó abatido por un francotirador a orillas del Rin. Murió
por culpa de un puto «miáuser»… esos rifles tan enormes con los que
disparaban los alemanes. Nuestra familia vive en Warszawa y solo se enteró
de lo ocurrido porque uno de los camaradas de mi hermano estaba con él
cuando pasó y nos transmitió la mala noticia y envió sus efectos personales a
casa por correo. A mi hermano la Legiony nos lo mandó en una caja. Debió de
producirse alguna confusión en la consigna de equipajes de la estación, con la
cantidad de contenedores de madera corriente y moliente que abarrotaban los
vagones, bultos marcados con números de serie en vez de con nombres. El
caso es que los encargados se equivocaron de albarán, así que tanto mi familia
como otras muchas tuvieron que forzar las cajas para averiguar quién había
dentro. El parte de defunción oficial no llegó hasta varias semanas después
del entierro, al que yo no asistí. No podía permitirme el lujo de viajar a casa
en aquellos momentos. Mi hermana pequeña y mi primo murieron el año
pasado. Cólera. Dicen que está causando estragos en casa, el cólera. Tampoco
pude asistir al funeral. La enterraron en el pueblo. Mi hermano recibió
sepultura en otra localidad, donde tiene sus raíces la rama de mi padre. Todos
los hombres de nuestra familia están enterrados allí. Yo no, lo más probable,
saldría demasiado caro, pero el resto de mis hermanos seguro que sí. Ninguno
de ellos siente el menor interés por venir a América. En Polska están tan a
gusto.
Miller se había pasado horas y horas escuchando este mismo monólogo,
que solo a la tercera o cuarta vuelta empezó a volverse inteligible. Respondía
con gruñiditos simbólicos cuando le parecía oportuno. Al final, cuando
hubieron talado el árbol y se disponían ya a dar la jornada por finalizada, puso

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punto final de una vez por todas a la conversación destapando la cantimplora
y echándose el contenido por la cabeza hasta que empezó a elevarse vapor de
su cuerpo. Miró al polaco a los ojos y dijo:
—Por lo menos encontraron lo suficiente de él como para preparar un
paquete. Bien pensado, podría haber sido peor.
Slango era un campamento inusualmente pequeño: dos barracones, el
archivo, un coche de uso comunitario, el almacén de la empresa y un par de
cobertizos; ni electricidad ni agua corriente, nada de lujos superfluos. En
Bullhead & Co. se jugaba con las cartas sobre la mesa y sin florituras, en
operaciones de presupuesto limitado que se llevaban a cabo desde poco más
que asentamientos gitanos. El dueño y sus socios dirigían sus oficinas desde
las lejanas Seattle y Olympia, y se rumoreaba que terminarían siendo
devorados por Weyerhaeuser u otro gigante.
Algunos contaban que Bullhead en persona se había dejado caer por allí el
año anterior y que se había alojado durante varios días en el vagón del
superintendente en el John Henry, el tren de la empresa. A Miller le parecía
raro; el campamento de Slango se hallaba encajonado en las abruptas
estribaciones de Mystery Mountain, una región densamente forestada de la
sierra de Olympic. Al menos veinticinco kilómetros lo separaban del tendido
ferroviario principal, y desde allí había otros treinta hasta el apeadero del
empalme de Bridgewater. La rampa que comunicaba con el campamento de
Slango se precipitaba a través de un bosque templado consistente en cicutas,
álamos y estilizadas coníferas —«mondadientes», las denominaban algunos
—, amén de grandes extensiones de garrotes del diablo, zarzamoras y alisos.
Los leñadores sorteaban las numerosas gargantas y quebradas con árboles de
madera no aprovechable que talaban de cualquier manera para apresurarse a
sostener los enclenques raíles. Se le antojaba poco probable que nadie, y
menos aún un pez gordo, se dignara visitar semejante lugar dejado de la mano
de Dios a menos que no le quedara otro remedio.
Miller recogió los utensilios y se puso las botas, los tirantes y el
chaquetón. Los malhumorados murmullos iniciales de los hombres, aún
rendidos de cansancio, continuaron convergiendo y solidificándose a su
alrededor hasta evolucionar en un tosco jolgorio que se nutría tanto de la
comida y el café como de la feroz camaradería consustancial a los espíritus
condenados. Lo había visto en las trincheras de Francia, entre las atronadoras
andanadas de artillería, entre los asaltos intermitentes de la infantería alemana
que cargaba armada primero con granadas de mango y «ratoneros», como los
llamaba Kasper, y después, ya cuerpo a cuerpo, vientre contra vientre en el

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fango sanguinolento de las paredes de los túneles de una espalda de ancho,
con bayonetas y cuchillos. En retrospectiva, aquellos días carecían de sentido:
el rugido de los morteros, las fumarolas fruto de novas incendiarias que
arrasaban los fosos y devoraban el mundo; los desesperados vagidos de los
animales aterrorizados y los muchachos con sus uniformes cubiertos de barro,
semejantes sus cascos ennegrecidos a ollas de carnicero vueltas del revés para
mantener los sesos en su sitio hasta que llegara el carmesí y abrasador
momento de dejar que se desparramaran.
En el exterior lo recibieron el frío y la humedad. La claridad debía abrirse
paso a través del filtro de la arboleda. La bruma que rezumaba de la tierra
negra se elevaba en columnas arremolinadas entre los arbustos y las ramas, de
las que colgaba en jirones como vaporosos restos de hielo seco. Los hombres
comenzaban a deambular de aquí para allá, sus abrigos de cambray y sus
gorros de lana sombras informes en el albedo incipiente. Mientras se sacudía
de encima con un escalofrío aquel primer abrazo viscoso de niebla matinal,
las mazas empezaron a incrustar estacas y grapas en los troncos desbastados
que ribeteaban el campamento. De las profundidades del bosque llegó el
tañido de las hachas que repicaban contra cortezas recias como el metal. La
cuadrilla de arrieros estaba tendiendo cables desde la mole de hierro del
motor auxiliar. Los muchachos los sujetaron a los arneses de un tiro de seis
bueyes y se adentraron con los animales, entre pitos y voces, en la bruma que
engullía la vía de arrastre, un camino de troncos cuya trayectoria, recta como
una flecha, discurría entre los mondadientes y la maleza en su inexorable
ascenso por el flanco de la montaña, donde los inmensos fustes aguardaban
maduros el momento de su ejecución.
—¡Miller! —McGrath, el capataz, lo llamó por señas al socaire del
almacén de la empresa.
McGrath era uno de esos veteranos que rondan por todos los
campamentos madereros del mundo: entrecano, nervudo y de natural
desabrido; tan atento como un mirlo e igual de engañosamente risueño. Era el
capataz del superintendente Barrett, el portavoz y ejecutor de su autoridad. El
tabaco de mascar le teñía las comisuras de los labios. Las venas formaban
crestas y valles en su frente, en su cuello y en el dorso de sus manos
correosas. Eran muchos los hombres que le profesaban animadversión,
cuando no directamente odio descarnado. Pero tal es la inevitable relación
entre la mano de obra y quienes supervisan su trabajo, desde la construcción
de las pirámides.

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Miller entendía esa dinámica y aceptaba la situación con ecuanimidad. Lo
cierto era que incluso se compadecía un poquito del jefe; en las cicatrices y
fanfarronadas del taciturno capataz veía al joven bisoño hostigado y curtido
por los veteranos de su época, exactamente igual que cualquier otro crío
inexperto. Bajo aquellos costurones se insinuaban unos surcos mucho más
profundos de lo que muchos llegarían jamás a sospechar siquiera.
—¡Miller, chaval!
—Sí, señor.
—Llevas aquí, a ver… ¿dos semanas?
—Por ahí debe de andarle, señor. —Más bien seis, en realidad, habida
cuenta de que se había enrolado en Bridgewater antes de montar en el tren
que habría de traerlo a Slango junto con otra media docena de reemplazos.
—Fíjate. Dos semanitas enteras y nosotros aquí, sin cruzar ni media
palabra. Creo que ya iba siendo hora. ¿Tienes buena puntería, chaval?
—No sabría decirle, señor.
McGrath escupió un salivazo de tabaco con una sonrisa y se pasó una
mano por los labios.
—En el ejército disparabas con rifle, ¿no? ¿No eras francotirador? Eso
tenía entendido. Certero a rabiar.
—Sí, señor. —Miller bajó la mirada a los pies. Alguien, Rex o Hagen lo
más probable, se había ido de la lengua. Hacía un par de domingos, un grupo
había salido a cazar venados. Se habían pasado el día sin ver ni uno solo, de
modo que terminaron conformándose con compartir una de las botellas de
quitapenas casero que Gordy Thompson escondía en la taquilla mientras
intercambiaban mentiras acerca de las batallas que habían librado y las
mujeres que se habían tirado, y sometían a votación quién era el más rastrero
de los perros sarnosos de Slango, elección limitada a McGrath o al
superintendente Barrett, naturalmente, y a ver quién no estaría dispuesto a
saltarse las reglas con tal de tener una oportunidad de vérselas con cualquiera
de esos hijos de mala madre.
El grupo había emprendido ya el camino de regreso al campamento, con
la intención de ganar a la oscuridad por la mano, cuando Rex, un gigantón
con el pecho atonelado oriundo de Wenatchee, lanzó al aire el ebrio desafío
de que seguro que nadie era capaz de acertar a cierto tocón señalado con una
cajetilla de tabaco vacía encima, a unos doscientos metros de su posición.
Como un cretino, Miller aseguró sin ambages que podía darle a un tocón por
lo menos al doble de esa distancia. Todo el mundo tenía la sangre encendida;
se lanzaron todo tipo de apuestas desorbitadas. Regado de whisky o no, el

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pulso de Miller conservaba su firmeza. Efectuó cinco disparos con el Enfield
británico que se había traído a casa del frente, accionando a gran velocidad el
cerrojo para expulsar los casquillos e introducir la siguiente bala en su sitio;
ocho impactos de diez intentos que redujeron a trizas la ilustración del caballo
con su carreta. Floyd Hagen cubrió el destrozo con un dólar de plata mientras
los hombres murmuraban y cruzaban silbidos de asombro.
—¿De dónde eres?
—De Utah.
—¿Entonces qué, vives en las montañas? ¿Eres mormón?
—No, señor. No soy mormón. Mi familia es católica.
—¿Sí? Pensaba que en Utah solo había mormones. Los trenes no dan
abasto para sacar de allí a la gente normal, o eso tenía entendido.
—Bueno, lo que hagan en Salt Lake es cosa suya, señor. A mí me criaron
en una familia católica. Los mormones nunca se han metido con nosotros.
—Pero tu familia vivía en las montañas, ¿o no?
—Eso es así.
—Lo que pensaba. Montañés, se nota a la legua. Yo igual. De Carolina
del Norte, Blue Ridge. Sabemos más que nadie de caldo de ardilla y tarta de
zarigüeya, ¿a que sí? Tendréis zarigüeyas en Utah, ¿no, chaval?
Tras el ojo izquierdo de Miller, el mundo se resquebrajó y vomitó sangre:
el cielo rojo esclarecía una pradera tenebrista tachonada de rastrojos y
guijarros viscosos como las escamas del lomo de Uróboros. Entre las rocas,
sobre las costuras del horizonte, brincaba una liebre.
—Dice el «pollaco» que te cepillaste a un montón de cabezas cuadradas
durante la guerra. ¿Es eso cierto, chaval? ¿Les diste su merecido a esos
cabezas cuadradas? —McGrath sonrió y escupió de nuevo, enviando un
chorro de ácido contra los faldones de tablas de la cabaña—. Bah, qué más da.
Mi abuelo estuvo en Antietam y tampoco soltaba prenda nunca. El caso es
que hay un fotógrafo que viene de camino ya para acá, en el John Henry.
Estará aquí para el fin de semana. Al chef se le han antojado un buen par de
gamos para la cena. Se me había ocurrido que Horn, Ruark, Bane, Stevens y
tú os podríais coger el día e ir a ver qué encontráis para la pitanza. Ah, y
Calhoun, que se machacó el pulgar el otro día. No podrá agarrar el hacha,
pero para despellejar seguro que se las apaña con la mano buena, ¿eh? Aquí
pinta menos que una mona con tetas.
—Un fotógrafo. —Eso suponía una distracción de primera magnitud, por
debajo tan solo de las visitas de los grandes directivos. Por otra parte, este

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tipo de escrutinio externo también significaba que los jefes se pondrían aún
más capullos que de costumbre.
—Un pietierno llamado Chet Goul-ee-ay. Puñeteros franchutes. El súper
dice que hay que tenerlo en palmitas, limpiarle bien el culo y todo eso. Habrá
que convertir esto en un circo de tres pistas.
—Hoy me toca trabajar en el macizo de cedros con Ma. —Miller levantó
la cabeza para seguir el vuelo de un arrendajo con la mirada; el ave pasó
rozando el tejado y fue a posarse en una roca cubierta de musgo. El salteador
de campamentos ahuecó el plumaje gris y se quedó observándolos a él y al
capataz.
—No pienso pedirle a Ma que vaya contigo. Como tirador no vale una
mierda. Eso lo tengo clarísimo.
—Alguien deberá cargar con toda esa carne montaña abajo.
—Vale. Pues llévatelo también a él. Así seréis siete, en cualquier caso,
buen número. A lo mejor hasta os sonríe la suerte y todo, chaval.

Miller se dirigió al barracón, agarró la mochila con armazón y el rifle, y se


enfundó un cuchillo en el cinturón. Se guardó unos cuantos cartuchos en los
bolsillos de la chaqueta y fue a la cabaña de los fogones para pertrecharse de
galletas y judías. Había cuatro cocineros. Dos tipos recios, con cara de pocos
amigos, y dos mujeres rechonchas célebres por su rigurosidad y su parsimonia
con las especias. El adusto cuarteto comandaba un pelotón de lavaplatos y
fregonas. El cocinero encargado, Angus Clemson, se desprendió a
regañadientes de las vituallas, sin dejar de refunfuñar que nadie le había
avisado con antelación del pillaje que ahora debían soportar sus dominios.
Sobras, no tenía otra cosa, y Miller ya podía dar gracias por la cortesía.
La improvisada expedición tardó un buen rato en organizarse; era ya casi
mediodía cuando los demás terminaron de reunir los suministros pertinentes y
declararon estar listos para partir.
Calhoun, Horn y Ma se reunieron con él en el patio. Calhoun era un chico
alto; desabrido y serio hasta decir basta. Llevaba el pulgar izquierdo vendado.
Pese a su juventud y su carácter acíbar, hacía gala de unos modales exquisitos
y una esmerada forma de hablar. Ma, algo más bajo, era tan ancho de
hombros como el mango de un azadón. Sus largas y grasientas guedejas
ocultaban una frente prodigiosa, y sus ojos emitían un fulgor mortecino. Rara
vez abría la boca, y cuando lo hacía, su acento galés le emborronaba el

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discurso hasta volverlo prácticamente ininteligible. Sus proezas físicas eran
legendarias. Era capaz de echarse a andar con ciento treinta kilos de cable
enrollado a los hombros sin inmutarse. Una vez agarró un tronco desbastado
que solo habían podido mover entre tres y lo levantó por encima de la cabeza
con un gruñido y un soplido antes de lanzarlo a la pila; en otra ocasión, no
menos mítica, tiró él solo de una estufa de campamento de hierro forjado de al
menos doscientos cincuenta kilos para sacarla del barro antes de que a sus
compañeros les diera tiempo a arreglar las mulas. Nadie retaba a Ma a luchar
a brazo partido, ni a echar un pulso siquiera.
Thaddeus Horn, un muchacho huesudo educado a la mejor usanza del
Kentucky profundo, se cubría la cabeza con un mugriento y pringoso gorro de
piel de mapache que, según él, pertenecía a su familia desde hacía tres
generaciones. El aspecto aplastado, repugnantemente desteñido e infestado de
chinches del sombrero inducía a Miller a no desconfiar ni por un momento de
semejante aseveración. El chico cargaba con un rifle Springfield de
dimensiones descomunales que podría pasar sin problemas por una reliquia de
la guerra de la Independencia de Texas, o por cualquiera de los tumbabisontes
que debió de disparar Sam Houston en las almenas del Álamo; aunque por
otra parte, Cullen Ruark le profesaba una confianza ciega a su Big Fifty, y
Moses Bane se jactaba con socarronería de que su viejo Rigby podría derribar
un árbol pequeño si le diera por accionar los dos cañones a la vez.
Miller le preguntó a Horn si había visto a Stevens o a los demás. Con un
ademán en dirección a las montañas, el muchacho respondió que el trío debía
de haber decidido poner pies en polvorosa antes de que el capataz cambiara
de parecer y los mandara a todos otra vez a talar árboles.
Salieron del campamento anadeando entre los restos y los despojos de una
vasta franja de terreno desforestado. Las vertientes aledañas estaban
sembradas de tocones y tiras de corteza naranja. La savia y el agua rezumaban
de la marga como de un enorme tajo infectado. Semejante devastación era la
que cabría esperar de un bombardeo, o tal vez fuera que el mismísimo Proteo
había surgido de las profundidades para hacer jirones la piel de la anciana
montaña y desnudarla hasta dejar al descubierto sus huesos de granito.
Bane, Ruark y Stevens los esperaban en la linde del bosque profundo.
Cerca de allí, tres mulas de carga amarradas se dedicaban a rumiar la maleza.
Ruark era un zoquete, puro nervio, cuya barba blanca como la nieve llegaba
hasta el botón central de su chaleco de cuero. Nadie sabía gran cosa acerca de
él; era parco en palabras, pero manejaba el hacha con una habilidad
endiablada. Moses Bane, otro de los veteranos, lucía unos cabellos igual de

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blancos, pero todavía más alborotados. También tenía más chicha que Ruark,
además de cicatrices alrededor de los ojos y la nariz, y su fuerza de buey
rivalizaba con la de Ma. Muchos de los más jóvenes se referían a él como el
Abuelo Moses. Era bastante más locuaz que su camarada, Ruark, sobre todo
después de empinar el codo. Contaban que ambos habían servido en la guerra
hispano-estadounidense en calidad de exploradores. Ninguno de ellos
mencionaba nunca nada al respecto, no obstante.
Los dos iban cargados como serpas: petates, cuerdas y jarras de licor;
rifles, pistolas de un solo tiro, hachas, cuchillos para despellejar y Dios sabía
qué más. A Miller le bastaba con mirar a los viejos para sentirse agotado.
Stevens aguardaba sentado sobre un tronco abatido, fumando un Old Mill
de la vapuleada cajetilla que guardaba en el bolsillo de la pechera. Un
Winchester con acción de palanca reposaba cruzado sobre sus rodillas.
Contaba unos pocos años más que Miller y se podría considerar apuesto, a su
agreste manera. Su melena, lacia y morena, le rozaba el cuello del chaleco de
lona. Había quienes aseguraban que Stevens era el mejor escalador de Slango;
se encaramaba a los árboles con la velocidad y la agilidad de un mapache, eso
era indudable.
Miller, para sus adentros, disentía de esta opinión generalizada; si Stevens
fuera tan bueno, McGrath no lo habría dejado escapar para ir a cazar ciervos,
por muchos fotógrafos que vinieran de visita. El margen de tiempo del que
disponían Bullhead & Co. empezaba a agotarse. El superintendente Barret
había anunciado hacía unos días que en la sede esperaban ver la zona de
Slango aprovechada y sus troncos cargados en los vagones antes del día de
san Valentín. Esto dio pie a no pocas carcajadas y chistes acerca de cómo
habría que reclutar por lo menos al heroico Paul Bunyan junto con su
legendario buey azul, Babe, para enderezar la nave. Ni Barret ni McGrath se
lo tomaban a risa, no obstante, y saltaba a la vista que para mediados de
invierno en Slango estarían plantando estacas o recogiendo las tiendas.
—Chicos —dijo Stevens.
—¿Qué llevas ahí? —Horn apuntó con la mirada a la jarra de cristal que
había en la hierba, junto a la bota de Stevens.
—Licor.
—Hombre, no me fastidies, eso está más que claro —dijo Horn—. Ma
también tiene algo. La misma agua de fuego para herejes de siempre, ¿verdad,
Ma?
Este hizo como si no hubiera oído nada y prefirió concentrarse en el
mosquito que estaba dándose un banquete con la sangre del nudillo de su

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pulgar atrofiado. La estúpida intensidad de la fascinación del galés conseguía
que a Miller se le revolviera el estómago.
—Bueno —dijo Stevens—. Ciervos no sé si cazaremos alguno, pero nos
vamos a poner ciegos de cojones en el intento. —Levantó la jarra y la guardó
en una bolsa de arpillera. Amarró esta a la mochila antes de cargársela a los
hombros y empezó a adentrarse en el bosque.
—¡En marcha! —Horn comenzó a seguirlo con el Springfield colgado de
un hombro. Ma les pisaba los talones y Miller se quedó ligeramente rezagado
para evitar que las ramas le cruzaran la cara. Aunque el sol ya se había abierto
paso a través de las nubes, sus rayos se desplomaban débiles y difusos sobre
la fría y lóbrega cripta del bosque. Por el aire, denso y cargado de humedad,
se diría que acababan de internarse en un mausoleo.
Ninguno estaba familiarizado con el entorno más allá de Slango. No
obstante, puesto que Stevens había cogido prestado un mapa topográfico del
vagón del superintendente, decidieron seguir los picos que señoreaban sobre
Fordham Creek. Los primeros exploradores en reconocer el terreno habían
coincidido en señalar la considerable población de venados que uno podía
encontrarse en el interior, corriente arriba. En silencio, sin consultar antes la
opinión de la mayoría, Bane y Ruark se adelantaron al resto del grupo en
busca de indicios.
Los árboles, ancianos y frondosos, eran inmensos. Aquí se erguían los
antediluvianos, rivales de las secuoyas de Redwood Valley que databan de
antes de Jesucristo, de los romanos y de todo lo que no fueran las primeras
tribus nómadas de China y Persia. Níveas medialunas de hongos se
engarzaban en los viscosos pliegues de la corteza en su escalonado ascenso
hacia el dosel de hojas. Estas habían empezado a caer, y sus cadáveres pardos
y amarillentos tornaban el suelo resbaladizo. Las raíces y las rocas formaban
cavidades poco profundas en las que anidaban vastos lechos de setas,
suculentas y esplendorosas. Horn se dedicó a pisotear uno de ellos como un
chiquillo travieso. Agarró a Ma del brazo, entre gritos y carcajadas, y los
brincos de la pareja agitaron el velo de humo verdoso. Horn llevaba un buen
rato empinando el codo con profusión, o al menos esa esperaba Miller que
fuera su excusa. La mera posibilidad de que el chico fuera tan simple y
trastornado como resultado de un caso de endogamia le producía pavor.
Los pájaros y las ardillas cotorreaban en sus atalayas ocultas, e
inopinadamente Horn disparó el rifle contra el nido de una perdiz nival
mientras el grupo cruzaba el abrupto desfiladero de un riachuelo seco. La
consiguiente explosión de hojas y madera imposibilitó determinar si el ave

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había levantado el vuelo o saltado en pedazos. El inesperado estampido
provocó que Stevens y Miller se prostraran de hinojos. Horn trastabilló de
espaldas a causa de la fuerza del retroceso y perdió el equilibrio entre las
rocas resbaladizas. Se cayó rodando por la pendiente y fue a estrellarse contra
un muro de zarzas. Las mulas se revolvieron hasta soltarse y corrieron a
refugiarse en los arbustos. Volver a capturarlas les llevó más de media hora.
Steven fulminó al muchacho con la mirada. De nuevo en pie, titubeó
como si contemplara la posibilidad de agredirlo. Al cabo se echó a reír, desató
la cuerda de la jarra y bebió antes de pasársela a Miller, al que se le cortó la
respiración durante varios segundos tras pegar un trago de aquel whisky turbio
y dulzón. Ante sus ojos pasaron volando estrellas fugaces.
—Con cuidado, machote, que eso es crecepelo para los nudillos. Lo
destila mi padre con sus propias manos. No probarás otro aguardiente de
California igual en la vida.
Miller le habría dado la razón si no se le hubiera quedado la voz reducida
a cenizas en la garganta.
Bane y Ruark salieron de entre la maleza y anunciaron que habían
encontrado una gran hondonada algo más abajo, no muy lejos del chaparral, y
posiblemente también el suministro de carne de ciervo que al jefe tanto se le
antojaba. Rastros había de sobra, al menos, y puesto que abundaban los
oteaderos, tender una emboscada no debería entrañar mayor complicación. Si
todo salía bien, para mañana por la noche habrían embalado sus trofeos y
estarían sanos y salvos de regreso en Slango.
La expedición acampó en un diminuto calvero al abrigo de un galayo que
sobresalía de la cara de la montaña. El promontorio se elevaba cubierto de
tupidos penachos de líquenes y musgo. Recogieron algo de lumbre,
encendieron una hoguera y serraron un tronco para sentarse en las ruedas de
madera al fulgor de las llamas. Los hombres acercaron las manos al fuego.
Hacía un frío espantoso. Las nieves no dejaban de descender con cada noche
que pasaba, arrastrando tras ellas su sudario de polvo blanco.
La oscuridad difuminaba el paisaje. Los remolinos de chispas que se
colaban por las rendijas de la celosía de ramas serpenteaban entre las estrellas.
Estoico y meditabundo, Ma sacó su violín de la mochila y tocó una animada
jiga para los chicos, que seguían el ritmo con los pies mientras arreglaban las
mulas y preparaban la cena. Las facciones del galés se mantuvieron tan
distantes e inexpresivas como de costumbre. Sus manos se movían como
mecanismos cuyo funcionamiento no dependiera de su mente embrutecida, o
como si obedecieran a los dictados y maniobras de los hilos de una musa. No

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sería la primera vez que la estupidez y la genialidad convivían indisolubles en
la naturaleza de la misma persona. Con una sonrisa, no obstante, Miller
comenzó a aporrear el suelo con la punta del pie, marcando el compás,
mientras aquel segmento de su cerebro que permanecía en alerta constante y
nunca se divertía con nada se preguntaba hasta dónde debían de penetrar la
luz y la música en la negrura del bosque, hasta qué punto debían de resonar
sus algazaras y gritos entre los barrancos y las quebradas. Y la sonrisa se
evaporó de sus labios.
La cena consistió en asado de venado, pan de maíz, café y un par de dedos
de licor de confección casera en los posos a modo de postre. La conversación
y la música de violín de fondo languidecieron hasta que, durante unos
instantes, todo el mundo se quedó sumido en una especie de ensueño,
ladeadas las cabezas en dirección al viento que susurraba entre las copas de
los árboles. Las aves nocturnas gorjeaban, y entre las hojas se escabullían
pequeñas criaturas.
—Circulan rumores acerca de este lugar —anunció Bane, tan
inesperadamente que pilló a Miller desprevenido. Bane y Ruark habían
organizado una exposición de cuchillos, tomahawks y accesorios diversos que
lubricar y afilar. Ahora Ruark sostenía en la mano un «mondadientes de
Arkansas», una daga de grandes dimensiones en la que no dejaba de destellar
la luz de la hoguera con sus incesantes giros a un lado y a otro. Bane, por su
parte, se dedicaba a deslizar infatigablemente una piedra de amolar por la hoja
de su hacha de leñador, con el carrillo abultado por un pegote de tabaco de
mascar—. Leyendas, por así decirlo. —Que al Abuelo Moses le encantaba
inventarse historias no era ningún secreto. De inmediato, sus compañeros
aguzaron el oído y se arrimaron al lugar donde estaba sentado, enmarcados
los níveos cabellos y la barba indomable por los remolinos de diminutas
chispas que levantaban el vuelo mientras afilaba la herramienta.
—Ayyy, viejo, no empieces ahora con esas —protestó Horn, nervioso—.
No está bien contar cosas así cuando nos tenemos que pasar la noche
acurrucados aquí, en medio del bosque. No, señor, nada bien.
—¿Qué pasa, chaval? —se rio Stevens—. ¿Acaso tu mamá te metió el
miedo en el cuerpo allá en Kentucky?
—Tú cierra el pico y no mientes a mi madre.
—Vale, chaval. Tampoco hace falta que saques las uñas.
Aunque Miller guardaba silencio, los recelos lo carcomían por dentro.
Había vivido rodeado tanto de devotos cristianos como de seguidores de las
tradiciones místicas. Había quienes creían que hablar de una cosa en voz alta

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equivalía a llamarla a este mundo, a prestarle forma y sustancia, a imbuirla de
poder. No sabía muy bien qué opinar de esas teorías. Sí que había algo en su
fuero interno, no obstante, tal vez un espíritu animal, que empatizaba con los
temores del muchacho. La oscuridad de las montañas era un peso físico que
los oprimía y parecía estar escuchando lo que decían.
Bane hizo una pausa para contemplar las tinieblas agazapadas sobre el
alegre círculo de la hoguera antes de mirar a Stevens directamente a los ojos.
—En Seattle conocí a un indio. Pata de Cuervo, ese era su nombre,
oriundo de Storm King Mountain. Klallam se llamaba su tribu. Su pueblo
lleva cazando por estos pagos desde mucho antes que los ojos redondos
aprendieran a ahuecar los troncos para construir canoas. Me contó cosas, y me
da que el piel roja sabía lo que se decía.
—¿Quién se va a creer lo que diga un indio? —replicó Stevens—.
Cabrones supersticiosos.
—Eso. ¿Y por qué vas y te pones a rajar precisamente ahora? —acotó
Horn, resentido y atemorizado aún su tono. Ma, acuclillado a su lado, con la
cabeza agachada, se dedicaba a escarbar en la tierra con un cuchillo. Miller
vio que el bruto era todo oídos, a pesar de las apariencias.
—Por ese mapa tuyo —respondió Bane, dirigiéndose a Stevens.
—¿De qué diablos me hablas? ¿El mapa? No hay quien te entienda. —
Stevens extrajo el mapa en cuestión de uno de sus bolsillos, lo desenrolló y lo
escudriñó con los párpados entrecerrados.
—¿De dónde has sacado eso? —preguntó Miller, que se había fijado en el
borde aserrado de la hoja de papel—. ¿Lo arrancaste de algún libro?
—Qué sé yo. Me lo dio McGrath. Lo obtendría del súper, lo más
probable.
—Mi abuelo —dijo Bane, con los ojos abiertos de par en par ahora— era
reverendo y profesor. Tenía un montón de libros desperdigados por toda la
casa cuando yo era un mocoso.
—¿Pero tú sabes leer, Moses? —se burló Calhoun, reclinado, con los ojos
tapados por el sombrero de ala ancha. Los hombres reaccionaron con una
risita nerviosa.
—Sí, ya lo creo. Claro que sé leer, y hasta escribir con buena letra cuando
me lo propongo.
—Además recita unos poemas preciosos —dijo Ruark, sin apartar la
mirada del cuchillo que estaba afilando—. Mis preferidos son los de
Shakespeare. —Aquellas fueron las primeras y únicas palabras que había
pronunciado en toda la jornada.

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—Pero el abuelo tenía madera de educador. Le dio por acercar el
evangelio a los herejes del este de Europa y las selvas de África, y hasta de
algunas de esas islas escondidas que hay por ahí perdidas en el Pacífico.
Regresó con un par de historias que os pintarían canas de por vida.
—¡Ajá, conque eso es lo que te pasó en el pelo! —lo interrumpió Stevens
—. Y yo que pensaba que solo eran los años.
Bane se echó a reír y escupió un salivazo.
—Bueno, años tengo unos cuantos, chaval. Este lugar está encantado. Los
primeros exploradores se pasearon por Mystery Mountain allá por 1840,
financiados por los ricachones de la ciudad, gente de los periódicos en su
mayoría. Encontraron cosas de lo más peculiares, dicen. Túmulos funerarios y
acantilados con cuevas repletas de cadáveres, como hacen los chinos. A unos
cuantos de aquellos exploradores se les torció la suerte y los asesinaron o se
perdieron. Algunos quisieron hacerse los pioneros y desaparecieron, pero uno
de ellos, un ruso, regresó y le dio por escribir un libro. Y algunas partes de ese
libro acabaron en otro, una especie de guía de campo. Se parece al Farmer’s
Almanac, solo que en negro y con un círculo roto en la tapa. Esa hoja la he
visto yo antes. Circulan pocos ejemplares de aquella guía, los demás se
quemaron. Mi madre era hija de Dios y lo aborrecía a cuenta de las blasfemias
paganas que contenía, ritos herejes documentados y cosas por el estilo. El
abuelo me lo enseñó a hurtadillas. No era un tipo especialmente devoto
cuando acabó de predicar la palabra del Señor. Cuentan que tuvo una crisis de
fe.
—Bueno —dijo Calhoun—, ¿y qué encontró el ruso?
—No lo recuerdo bien. —Bane se apoyó el hacha en la rodilla y exhaló un
suspiro—. Ruinas, tal vez. O puede que le diera por soltar mentiras, porque
nadie respaldó sus palabras. Era un charlatán y un embaucador, creo. Lo
expulsaron de la región.
—Pues yo creo —dijo Miller— que es una coincidencia asombrosa que
hayas terminado en esta batida de caza. Podría ser que nos estuvieras tomando
el pelo.
—Podría ser. Pero no lo es. Lo juro por Dios.
—Arri, arri. —Ma, con el ceño fruncido, continuaba apuñalando el suelo.
Su voz sonaba tan grumosa como las gachas de un día para otro.
—Me parece que Ma piensa que aquel piel roja te pegó sus tonterías
supersticiosas —dijo Stevens—. ¿Por qué narices te ofreciste voluntario para
venir si resulta que este lugar está infestado de malos augurios?
—Diablos, hijo. McGrath me ofreció voluntario.

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—Va, desembucha. —Calhoun se levantó el ala del sombrero con un dedo
—. ¿Qué tiene de espeluznante Mystery Mountain?
—Aparte de túmulos funerarios, criptas cavernosas y exploradores
desaparecidos —dijo Stevens, con una sonrisita burlona.
—Bueno, rondan todo tipo de fantasmas, espíritus malignos y cosas así —
respondió Bane, contemplando la oscuridad de reojo una vez más—. Hay
demonios que viven en agujeros en el suelo. Moran en las rocas y duermen en
el interior de los árboles más grandes de lo más profundo del bosque, donde
jamás brilla el sol. Pata de Cuervo dice que los espíritus acechan en la
oscuridad y se llevan a los pobres desgraciados al infierno mientras duermen.
—¿Has oído eso, Thad? —Stevens señaló a Horn con un cabeceo—. Más
te vale dormir con un ojo abierto.
—Conozco una historia —dijo Ruark, y sus compañeros se quedaron tan
callados que el chasquido y el siseo de la savia al fuego se volvieron
atronadores. Escupió en la piedra de amolar y siguió afilando el cuchillo—.
¿Os acordáis del cuento de Rumpelstiltskin? El rey ordenó a la hija del
molinero que tejiera para transformar la paja en oro si no quería morir, y un
hombrecillo, un enano, la visitó y se comprometió a hacerlo por ella a cambio
de que le entregara a su primogénito. Con ese pacto la chica salvó el
pescuezo.
—Se liaron e hicieron un montón de mocosos —lo interrumpió Stevens
—. Todo el mundo conoce esa historia.
—¿Cómo diablos se las apañaba el enano para transformar la paja en oro?
—eructó Horn tras pegar un trago de licor.
—Con magia, gilipollas —respondió Calhoun.
—Porque el puto enano era un engendro de Satanás, por eso —sentenció
Bane.
—El rey la hizo su esposa y todo marchó sobre ruedas durante una
temporada —continuó Ruark—. Luego, como no, vino el bebé, ¿y quién
aparece para cobrarse su deuda? La chica lo convenció para que le diera de
plazo hasta la luna nueva para adivinar su nombre y cancelar así el acuerdo.
El tipo, que era un cascarrabias, accede. Sabe que su nombre es tan raro que
la chica no tiene la menor oportunidad de acertarlo. —Hizo una pausa; al
cabo, levantó la cabeza y miró lentamente a los ojos a cada uno de sus
compañeros, cautivados por el relato—. Pero aquella moza era de armas
tomar. Mandó emisarios a las cuatro puntas de la región, con la única misión
de redactar una lista de nombres. Uno de los hombres volvió contando una
cosa muy rara que se había encontrado por casualidad en una vaguada, oscura

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y recóndita. El explorador vio una inmensa hoguera en el fondo del valle, y
bailando alrededor de las llamas había una hueste de demonios dirigidos por
el mismísimo tejedor de oro en persona. Mientras cabriolaba y se carcajeaba,
el enano anunció a voz en grito que Rumpelstiltskin era su nombre. Luego,
cuando la reina se la dio con queso, se puso hecho una fiera. Pisoteó el suelo
del palacio hasta que se abrió un agujero y se lo tragó la tierra. Y no volvió a
saberse de él.
—No se me ocurre un final más feliz, la verdad —declaró Miller,
mientras se preguntaba qué podría ser más incongruente que acampar en unas
montañas remotas en compañía de un montón de leñadores encallecidos y
escuchar cómo uno de ellos descuartizaba el cuento de hadas de
Rumpelstiltskin.
—Bueno, la parte esa de los demonios que saltaban alrededor de la
hoguera invocando a las fuerzas de las tinieblas, hay quienes dicen haber visto
cosas parecidas aquí, en estas montañas. Cuentan que si te metes de noche en
el valle indicado, cuando sale la luna, uno puede oír sus cantos e
invocaciones.
—¿Los cantos e invocaciones de quién? —quiso saber Calhoun.
Ruark esbozó la sombra de una sonrisa, sacudió la cabeza y no dijo más.
—Yo me recojo —anunció Horn, poniéndose en pie—. No pienso
escuchar más monsergas. Nada, ni hablar. —Se alejó unos cuantos pasos,
airado, se envolvió en la manta y se acurrucó hasta dejar a la vista tan solo la
punta del gorro y el cañón de su rifle.
—Lástima que no esté aquí tu mamá para arrullarte y cantarte una nana —
dijo Stevens.
—Te he dicho ya que no mientes más a mi madre.
Calhoun agarró una ramita y se la lanzó a la cabeza al muchacho. Todos
se rieron de buena gana y, aliviada la tensión de ese modo, la compañía no
tardó en acostarse y conciliar el sueño.

Miller se despertó acuciado por las ganas de mear. Instantes después se quedó
paralizado, atento a las tenues y misteriosas notas musicales que llegaban a
sus oídos. Al principio pensó que continuaba el sueño que había tenido, en el
que se encontraba sentado en el palco de una corte majestuosa cuya reina, con
su corona y todo el atuendo, le daba conversación a un enano deforme de
peculiares ropajes y sombrero emplumado mientras de fondo Ruark narraba

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lo que ocurría con su fuerte acento, pero no, esta música era real, aunque se
tambaleara al mismísimo filo de lo imperceptible. Una orquesta de cuerda e
instrumentos de viento de madera respaldaba un coro de voces que cantaban
en algún idioma extranjero. La sinfonía se elevaba y caía al son de los
barridos del viento y el mar de ramas que crujían en la oscuridad sobre su
cabeza. No sabría precisar la distancia que lo separaban de los cantores. El
sonido, que se propagaba de forma caprichosa al aire libre, era aún más
impredecible en las montañas.
—¿Oís eso? —preguntó Calhoun. Miller distinguió a duras penas el brillo
de sus ojos a la luz de las ascuas. El susurro del joven sonó enronquecido de
temor—. ¿Qué diablos es eso?
—El viento, a lo mejor —respondió Miller cuando, transcurridos unos
instantes, la música se interrumpió para no volver a reanudarse.
El firmamento comenzaba a nacararse paulatinamente en tonos de rojo.
Miller se levantó, se internó en la maleza y, tras desahogarse, se limpió las
manos con un montón de hojas secas y agujas de abeto. Ruark ya se había
puesto en acción para cuando regresó Miller. El viejo leñador encendió el
fuego y preparó café con galletas, ante lo cual los demás, refunfuñando y
mascullando entre dientes, no pudieron por menos de salir a rastras de sus
respectivos petates.
Nadie mencionó nada acerca de ninguna voz o música, ni siquiera
Calhoun, por lo que Miller decidió morderse la lengua para evitar que lo
acribillaran a preguntas. Se encontraban en tierras inhóspitas, despobladas
salvo por algún que otro trampero esporádico. Lo que había oído era el viento,
nada más. No tardó en olvidarse del misterio y volcar sus pensamientos en la
cacería de la jornada.
El desayuno, frugal, transcurrió sin que nadie entablara conversación. El
grupo levantó el campamento y partió con rumbo al noroeste, adentrándose
inexorablemente en los pliegues de Mystery Mountain. El sol extendía sus
dedos dorados entre el dosel de hojas y proyectaba un manto atigrado sobre la
maleza, los helechos gigantes y los troncos de los árboles, perlados de
transpiración. Las sombras se metamorfoseaban conforme se mecían las
hojas, componiendo una coreografía fluctuante capaz de hipnotizar a
cualquiera que se quedara contemplándola fijamente más de la cuenta. Miller
pestañeó para sacudirse el estupor de encima y siguió caminando hasta que,
tras coronar un peñasco, encontraron el amplio e irregular cenagal del que les
hablara Bane la noche anterior. El tipo tenía razón: había huellas de ciervo
prácticamente por todas partes. Los integrantes de la expedición se

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desplegaron en abanico, en parejas, y se apostaron tras los arbustos dispuestos
a esperar.
Miller abatió uno en cuanto vio que entraba en el campo, al límite del
alcance eficaz de su arma, mientras que Stevens, Bane y Ruark hicieron lo
propio con sus objetivos en el centro de la ciénaga. Por desgracia el único
disparo de Horn tan solo lastimó a su presa y esta huyó como una exhalación
bosque adentro, obligándolos a Ma, a Calhoun y a él a perseguirla.
A mediodía sumaban ya tres venados desollados y descuartizados. Los
hombres cargaron las mulas, amarraron las piezas de menor tamaño a sus
mochilas y se prepararon para emprender el camino de vuelta a Slango. Ma,
Horn y Calhoun estaban aún en el bosque, siguiendo la pista del ciervo
herido.
—Maldita sea —dijo Bane, haciendo visera con la mano para
resguardarse los ojos del sol—. A este paso terminaremos caminando a
oscuras. Como esos novatos se entretengan mucho más nos tocará acampar
aquí otra vez esta noche.
—Eso no es nada. Si no hemos vuelto para la puesta de sol, McGrath nos
arrancará la piel a tiras, como que las manzanitas verdes son obra del Señor.
—Stevens descorchó la botella de alcohol y pegó un trago. Tenía el rostro
reluciente de sudor después de tantas horas despellejando y acarreando la
carne de aquí para allá—. Hagamos una cosa. Miller, Ruark y tú agarráis las
mulas y salís pitando para Slango. Bane y yo iremos a buscar a nuestros
extraviados amigos y os daremos alcance por el camino. Pongámonos en
marcha de una vez, ¿eh?
Miller manoteó el aire para espantar las nubes de moscas y mosquitos que
habían empezado a congregarse. El estampido de un rifle resonó atronador a
media distancia. De nuevo tras un prolongado intervalo, y así hasta tres veces.
Una señal de socorro universal. Aquello lo cambiaba todo. Stevens, Bane y
Ruark se apresuraron a soltar la carne y salieron corriendo en la dirección de
la que provenían los disparos. Miller dedicó varios minutos a soltar las
alforjas de las mulas y dejarlas amarradas junto a un abrevadero antes de
partir en pos de sus camaradas. Avanzaba aprisa, agachado para seguir sus
huellas y el rastro de ramas rotas que habían dejado a su paso. Sacó el Enfield
de la funda y acunó el rifle contra su pecho.
Bosque adentro. Dioses, los árboles eran más grandes que nunca allí, a lo
largo de aquella cresta neblinosa que se precipitaba a un hondo abismo de
sombras y bruma. Se internó por un sendero que resultó volverse más
traicionero a cada paso que daba. Desde lo alto caían regueros de agua que

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excavaban surcos en el musgo y la superficie hasta dejar al descubierto la roca
subyacente. Había secciones de tierra y vegetación completamente desnudas
en las que se exponían placas de piedra resbaladiza, veteadas de rojo a causa
del álcali y la arcilla sanguinolenta del suelo. Los árboles eran tan inmensos,
tan hermética la celosía de sus ramas, que la ya exigua claridad se redujo a la
penumbra de una cripta cerrada. El frío dotaba de corporeidad a las vaharadas
de aliento.
La trocha se desvió abruptamente hacia el interior de la ladera y, al cabo,
tras atravesar una gruesa pantalla de árboles jóvenes y garrotes del diablo, se
niveló hasta desembocar en un humedal despejado. En él se erguían varios
peñascos enterrados en el musgo y el barro que revestían los troncos de tres
álamos achaparrados. Contra todo pronóstico, se distinguían vestigios de
civilización esparcidos aquí y allá, sin orden ni concierto: hornillos oxidados
y latas vacías, barriles de madera podridos y tablas desbastadas, antiguos
fragmentos de vidrio y clavos torcidos. El emplazamiento de una casa en
ruinas, tal vez, devorada por la tierra hacía tiempo, o quizá un vertedero. Los
demás se reunieron al filo de la hondonada más próxima al precipicio del
valle. En algún lugar, a sus pies, retumbaban las aguas de un rápido.
Horn yacía tendido de espaldas, con las botas apoyadas en el cuerpo del
venado abatido. Ma y Calhoun habían desaparecido sin dejar ni rastro. Miller
se quedó unos instantes contemplando la escena hasta que, al cabo, se colgó el
rifle del hombro y bebió un sorbo de agua de la cantimplora.
—¿Se ha hecho daño? —preguntó, señalando a Horn con el pulgar. El
gorro de piel de mapache del muchacho había salido volando y su cabellera
grasienta era un nido de ramitas y hojas. Sobre uno de sus ojos descollaba una
contusión entre negra y amoratada.
—Nah, no se ha hecho daño —respondió Stevens—. ¿A que no, chaval?
Está bien. Se le ha cortado el aliento, eso es todo. Tropezó con una puñetera
raíz y se dio un golpe en la cabeza. Estará como una rosa en un periquete. ¿A
que sí, chaval?
Horn emitió un gemido y se tapó los ojos con el brazo.
—Está asustado —escupió Bane. El avezado leñador empuñaba el rifle en
una mano y un tomahawk en la otra. Se le habían puesto blancos los nudillos.
Sus ojos no dejaban de saltar de un lado a otro.
—¿Asustado de qué? —preguntó Miller mientras escudriñaba la zona. Le
daba mala espina aquel lugar cargado de humedad, tachonado de álamos
deformes y sembrado de desperdicios. Tampoco le hacía gracia el hecho de
que Calhoun y Ma no dieran señales de vida.

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Stevens y Bane se miraron de soslayo y encogieron los hombros. Stevens
se acuclilló junto a Horn y le dio una palmadita en el brazo, casi con ternura.
—¿Te apetece un trago de aguardiente, chaval? ¿Adónde han ido los
chicos, eh? —Ayudó a Horn a sentarse y sostuvo la jarra para que el
muchacho bebiese antes de que volvieran a abandonarlo las fuerzas.
Con el ceño fruncido, Ruark se acercó al precipicio y contempló el valle.
El agua martilleaba al son de los latidos del corazón de Miller, que ladeó la
cabeza y dejó vagar la mirada por la bóveda abierta del claro, admirando el
radiante firmamento azul y dorado. Sin nubes, inmaculado. Anochecía pronto
en las montañas, y el sol, que iniciaba ya su descenso sobre las cumbres,
difuminado, ofrecía un aspecto inusitado con las llamas que radiaban de su
centro y el contorno ennegrecido como un rescoldo.
Horn tosió y se enjugó los labios con la manga de lana.
—Tropecé y me aticé un batacazo en la mollera, sí, pero no fue con
ninguna raíz. No, señor. Lo que hay allá es un cepo. Y no será el único, lo
más probable. —Apuntó con el dedo, y Bane, que fue a examinar el lugar
indicado, soltó un silbido.
—No son invenciones suyas. Andaos con cuidado, chicos. No estamos
solos.
—Guerrilleros —dijo Ruark, que se giró con la celeridad de un
depredador para mirar a su camarada.
—Qué guerrilleros ni qué niño muerto. —Stevens se incorporó y abanicó
el aire con el sombrero para espantar a las moscas—. Será que hay algún
trampero apostado ahí abajo, en el llano. Seguro que es eso.
—Mierda. —Bane levantó un trozo de cordel cuyo extremo más alejado
se perdía de vista serpenteando entre los arbustos. Se lo enrolló en la mano y
tiró con fuerza. Una campana repicó en los alrededores, y Bane soltó la
cuerda y retrocedió de un salto como si se acabara de escaldar—. ¡Mierda!
—Eso digo yo, mierda. —Ruark se apartó del borde del precipicio, ahora
con el Sharps en la mano.
—Thad, ¿dónde están Cal y Ma? —preguntó Miller.
Horn parecía desorientado aún a causa del golpe recibido en la cabeza,
pero la preocupación cincelada en las facciones de sus compañeros
contribuyó a serenarlo ligeramente.
—Me quedé traspuesto un momento y no pude ver nada. Oí cómo
hablaban con alguien que se presentó de repente. Cal me dijo que esperara,
que volverían enseguida.
—Te noto un poquito nervioso. ¿Ocurrió algo más?

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El muchacho titubeó.
—No me hizo gracia el tono de quienquiera que estuviese hablando con
Cal y Ma. Ni pizca. Parecía perverso.
—¿Y eso qué narices quiere decir? —preguntó Stevens.
Horn se encogió de hombros y volvió a ponerse el gorro.
—¡Me cago en todos los diablos! —escupió Bane.
—¿Cuánto hace? —quiso saber Miller, recordando las ocasiones en que
había debido ocultarse en las trincheras, sondeando las tinieblas con la mirada
en busca del menor indicio del enemigo que gateaba hacia su posición. La
violencia, al igual que a tantos otros antes que a él, le había enseñado a
ventear la inminencia del peligro. En aquellos instantes el olor era
inconfundible.
—Hará como media hora o así, me parece. Perdí el conocimiento. Volví
en mí al oír los disparos.
Antes de que el muchacho terminara de hablar, Bane y Ruark se dirigieron
discretamente al filo del calvero, en busca de indicios. Cuando Ruark silbó,
todos salvo Horn se acercaron corriendo. Había encontrado una vereda repleta
de huellas justo detrás de un tronco podrido. Sus desaparecidos camaradas
habían pasado por allí, así como al menos otras dos personas. Bane masculló
una maldición, cortó un pedazo de tabaco de mascar y se lo metió en la boca.
Maldijo una vez más y escupió un salivazo. Tras unos momentos de
deliberación los cuatro acordaron actuar con cautela, so pena de que pudiera
haber algún problema esperándolos. Miller ayudaría a Horn a regresar al
campamento mientras los demás iban a buscar a Calhoun y Ma. Horn se puso
en pie y fue a reunirse con ellos, tambaleándose visiblemente aún a causa de
la conmoción.
—Y una mierda. Ma es de los míos. Os acompaño.
—Vale —respondió Stevens—. Moses, ve tú delante. —Dicho lo cual, los
hombres comenzaron a recorrer la vereda en fila de a uno. Avanzaban a
mucho mejor ritmo que antes, habida cuenta de que el sendero que discurría a
escasos metros de la sierra y las montañas, pese a ser empinado, se mostraba
mucho menos abrupto que sus predecesores.
Transcurridos diez minutos llegaron a una bifurcación al pie de un cedro
rojo sin vida. A fin de abarcar su tronco habrían hecho falta cuatro o cinco
hombres cogidos de la mano. Se había partido a unos veinticinco metros del
suelo. Una de las desviaciones del camino se prolongaba en paralelo a la
sierra; la otra descendía hacia el valle, encelado aún por el bosque en su
mayor parte. Las pisadas continuaban en ambas direcciones, pero Bane y

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Ruark tenían la certeza de que sus amigos se habían adentrado en el
desfiladero. Bane husmeó el aire e hizo un gesto hacia abajo.
—Humo de leña.
—Sin la menor duda —corroboró Miller, que acababa de percibir a su vez
la acre insinuación en el aire. Habían avanzado apenas unos cuantos pasos
cuando volvió la vista atrás, por casualidad, y se detuvo con un siseo de
advertencia para sus compañeros.
—¿Qué pasa? —preguntó Stevens.
—Ese árbol. —Miller apuntó con el dedo a una marca de quemadura que
señalaba la cara que miraba ladera abajo del gran cedro muerto: una estilizada
sortija, truncada en el lateral izquierdo. El símbolo, que medía algo más de un
metro de diámetro, se incrustaba al menos siete centímetros en el tronco.
Alguien lo había embadurnado con un tinte viscoso y rojizo ya descolorido,
absorbido en gran parte por la madera. Presentaba un aspecto petrificado por
la edad. Algún tipo de característica inherente al anillo hizo que a Miller se le
pusiera la piel de gallina. La luz pareció atenuarse, estrecharse el cerco del
bosque a su alrededor.
Todos enmudecieron. Stevens sacó un catalejo de pequeñas dimensiones y
oteó la zona. Mascullando entre dientes, le lanzó el instrumento a Bane, que
miró a su alrededor antes de pasárselo a Ruark. Este, por último, profirió una
maldición y le devolvió el catalejo a Stevens, quien a su vez se lo entregó a
Miller mientras decía:
—Distingo tres más… ahí, ahí y ahí. —Tenía razón. Miller divisó los
otros árboles, diseminados por la ladera. Todos ellos inmensos e inertes, todos
ellos marcados con el extraño glifo.
—He visto antes esa señal —declaró Bane, con un susurro reverencial.
—El libro aquel —dijo Miller, a lo que Bane respondió con un gruñido.
Miller le pidió la jarra a Stevens, agarró el asa con el meñique, al estilo de las
montañas, y bebió el whisky con avidez, hasta que una constelación de
estrellas negras le cuajó la vista. Jadeó a continuación, sin aliento, y se sirvió
pegar otro trago, ya más moderado.
—Jesús —dijo Stevens cuando recuperó por fin el licor. Sacudió la jarra
entre triste y maravillado, como si le costara entender cómo podía haberle
pasado algo así a su género.
—Esto no me gusta ni un pelo. —Horn, pálido como la harina, se acarició
el huevo de oca que le adornaba la frente.
—Estoy con el cachorro —escupió Bane. Ruark mostró su solidaridad con
un gruñido. También él regó la maleza con un salivazo de Virginia Pride.

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Stevens se acercó al cedro con aprensión, lo observó atentamente y
deslizó los dedos por la rugosa corteza.
—¡Me cago en todo lo que se menea! —exclamó—. Muchachos, echadle
un vistazo a esto. —Cuando todos se hubieron arracimado a su alrededor les
mostró un gran pedazo de corteza, separado del árbol, tan alto como tres
hombres y ahusado hasta terminar en una punta afilada. Su contorno, similar
al de una puerta, se hizo patente cuando lo discernieron contra la textura de
fondo. El portal de corteza presentaba goznes de cuero en uno de sus laterales.
—¿Qué puede ser esto? —preguntó Horn mientras daba un paso atrás.
El nerviosismo de Miller se intensificó al ver cómo Stevens tanteaba el
panel en busca de algún tipo de cierre. La claridad no dejaba de diluirse a
marchas forzadas, pese a lo temprano de la hora. Una ola negra devoraba con
fruición el borde del sol, generando un anillo fragmentado de fuegos y
sombras. Fenómeno que se yuxtaponía a la sortija rota tallada en el árbol.
—¡Chicos, no! —dijo Miller—. ¡No toquéis nada!
Un murmullo de satisfacción escapó de los labios de Stevens, que acababa
de localizar el pestillo. Bane y Stevens tiraron del panel de madera hasta
abrirlo casi por completo y se detuvieron, rígidos como la piedra sus cuerpos.
Desde su posición Miller no podía distinguir gran cosa del interior, hueco y
umbrío, pero los otros dos hombres tenían el cuello estirado y Bane emitió un
gemido, ronco y plañidero, como si acabara de recibir una puñalada en las
tripas.
—¡Dios bendito que estás en los cielos! —exclamó Stevens.
Miller avanzó a grandes zancadas para reunirse con ellos ante el portal, se
asomó dentro y vio…
… Algo reptó y se desenroscó, un jirón de tinieblas más oscuro que el
resto, y se materializó en…
… Se le nubló la vista de golpe y se tambaleó. Ruark lo sujetó mientras
Bane y Stevens volvían a cerrar el panel, encajándolo en su sitio con los
hombros. Cuando se giraron, palidecidos, sus rostros denotaban un pavor
espantoso de presenciar en alguien de tan probado temple como ellos.
—Dios santo, fijaos en el cielo —dijo Horn. La luna ocultó el sol y el
mundo se convirtió en un reino de sombras en el que todas las superficies
relucían y proyectaban un espeluznante fulgor entre blanco y azulado. Todos
los seres vivos del bosque contuvieron la respiración.
—¡Santa María madre de Dios! —exhaló Ruark, rompiendo el hechizo—.
¡Santa María madre de Dios todopoderoso!

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Y los hombres se desbandaron, tropezando y trastabillando, agarrándose a
las ramas para no perder el equilibrio. El eclipse se prolongó durante cuatro
minutos, a lo sumo. El grupo llegó al fondo cuando la luna y el sol se
separaban y el mundo comenzaba a iluminarse de forma paulatina. El angosto
valle discurría sinuoso de norte a sur. Hacia el norte había saltos de agua, y un
riachuelo poco profundo serpenteaba entre bancos de arena, alamedas
intermitentes, ramas desgajadas y troncos desarraigados.
A unos ciento setenta metros o así de distancia, sobre la cara opuesta del
valle, tras una empalizada baja de leños verticales se divisaba una aldea, una
colección de antiguas cabañas y bungalós que se extendía hasta la mitad de la
escalonada ladera. Entre los edificios campeaban varias figuras, ya fuera
cuidando de las gallinas o tendiendo la colada. Stevens compartió el catalejo
con sus compañeros, y entre todos llegaron a la conclusión de que los únicos
habitantes visibles eran un puñado de mujeres.
Miller había encontrado reductos parecidos en las zonas rurales de
Europa, donde la edad de los cimientos se medía por siglos, cuando no se
remontaban a épocas medievales directamente. Tropezarse con semejante
lugar aquí, en los bosques de Norteamérica, era incomprensible. Este poblado
era una incongruencia, un completo anacronismo; y el valle, uno de los
rincones secretos del mundo. No había oído nunca ni una sola palabra de ese
lugar, y únicamente Dios sabía por qué querrían morar allí aquellas personas,
en secreto. Tal vez pertenecieran a alguna secta religiosa proscrita y desearan
profesar su fe sin que nadie las molestara. Pensar en la sobrecogedora melodía
de la noche anterior, en aquellos tambores ominosos, en el sol apagado, hizo
poco por tranquilizarlo.
Alejada de la porción central de la comunidad se cernía una torre de
piedra cuyo parapeto almenado abrazaba un torreón de lustrosas tejas de barro
que se ahusaba hasta terminar en punta. Las piedras que constituían esta torre,
la cual se elevaba hasta una altura de cuatro pisos y dominaba toda la aldea,
presentaban un blancor óseo interrumpido a intervalos por unas ventanas
como ojos de cerradura. Alguien había pintado el símbolo del anillo truncado,
negro y ocre, a la izquierda de cada una de las ventanas y sobre las recias
puertas de roble con bandas de hierro al pie de la torre. Al igual que ocurriera
con la marca tallada en el árbol de la ladera, una inefable combinación de
elementos imprimía a la torre un aura amenazadora que se revolvía inquieta
en lo más hondo de Miller, cuyo pulso se aceleró mientras miraba por encima
del hombro para contemplar el camino que acababan de recorrer.

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—Enseguida se hará de noche. —También Stevens volvió la vista atrás
con aire furtivo. Largas sombras se extendían sobre los juncos y el terreno
despejado que se extendía ante ellos. Ensangrentado, el sol flotaba a un mero
suspiro de distancia de las cumbres, suspendido en un firmamento que
empezaba a sucumbir a la herrumbre—. Esta gente podría ser peligrosa.
Preparad las armas.
Horn tiró de la manga de Bane.
—¿Qué habéis visto ahí atrás?
—Chitón, chaval. No pienso salir de este valle yendo en esa dirección. Y
no se hable más.
—Eso, a callar —dijo Ruark, y le propinó un empujón al muchacho para
que se pusiera en marcha.

El grupo vadeó el río con los rápidos arremolinados en torno a las espinillas,
se adentró en la aldea y traspuso el pórtico abierto en la empalizada después
de que Stevens alertara a los ocupantes de su llegada. Una decena de mujeres
de diversas edades interrumpieron sus quehaceres y observaron en silencio a
los visitantes. Se cubrían con largos vestidos de sencilla manufactura, de
inequívocas connotaciones cuáqueras, así como con gorros sin distintivos y
pañoletas en la cabeza. Presentaban un aspecto aseado y no parecía que las
acuciara el hambre. Tenían los dientes blancos. Varias se retiraron de
inmediato a la estructura central, una especie de casa comunal. Otras
desaparecieron en el interior de las viviendas, de menor tamaño. Una de las
muchachas más jóvenes dirigió una sonrisa a hurtadillas a Miller. Saltaba a la
vista que le faltaba un verano. Su vestido, de escote bajo, revelaba unas
curvas exuberantes y un vientre abultado por el embarazo; Miller se ruborizó
y apartó la mirada. Las gallinas picoteaban el suelo entre la maleza. Un par de
cabras deambulaban de aquí para allá, y una pequeña jauría de chuchos se
acercó gañendo para olisquear las piernas de los hombres.
Una matrona fornida, de cabellos canosos, se adelantó para recibir a la
compañía. También ella les ofreció una sonrisa cordial.
—Hola, forasteros. Bienvenidos —dijo, con un acento y unos ademanes
extraños, indefiniblemente extranjeros.
—Con permiso, señora. —Stevens se quitó el sombrero y lo estrujó entre
las manos, nervioso—. Perdón por la intromisión y todo eso, pero es que
andamos tras la pista de un par de chicos que pertenecen a nuestro grupo.

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Esperábamos que a lo mejor ustedes los hubieran visto. —Le temblaba la voz,
y tanto él como Bane seguían lanzando miradas de preocupación por encima
del hombro. Miller, por su parte, llevaba los últimos minutos intentando
convencerse de que lo que había visto en el árbol muerto debía de ser un
mapache o un puercoespín. O un oso negro, quizá, aletargado.
Escudriñó los alrededores a fin de distraerse y refrenar su imaginación
desbocada. Las casas estaban hechas de rocas pulidas y piedra de mortero, y
las diminutas ventanas carecían de cristal en su mayoría, protegidas de los
elementos mediante recios cortinajes y postigos. Los caminos de tierra se
veían repletos de surcos y endurecidos como el hierro por el paso del tiempo.
La ladera se elevaba abruptamente entre los árboles y la maleza, si bien su
cara se componía sobre todo de roca. Bajo un saliente se abría la boca de una
cueva. Si bien al principio pensó que posiblemente algún industrialista
excéntrico debía de haber creado aquella réplica de una población medieval y
trasplantado allí a sus habitantes, cuanto más se fijaba, más parecía embeberse
de su atmósfera y comprendía que esto era algo mucho más inusitado.
La matrona no pudo por menos de reparar en la tensión que atenazaba a
los leñadores y dijo:
—Caballeros, no tienen nada que temer. Estén ustedes tranquilos.
—No es miedo lo que tenemos, señora —repuso Miller con aspereza,
enervado e irritado por aquella mujer de extraño acento y anticuados modales,
por el modo en que ladeaba la cabeza como una muñeca animada. Por el
modo en que el negro se imponía al blanco de sus ojos—, sino muchísima
prisa.
—Los hombres no tardarán en volver de la reunión, y podrán ustedes
parlamentar con ellos. Hasta entonces, por favor, sírvanse reponer fuerzas. —
La matrona hizo un ademán en dirección a unos bancos que había junto a la
estatua de una figura embozada en una túnica, con dos niños de sexo
igualmente indeterminado acuclillados a sus pies. Las inclemencias del
tiempo y un verde mohoso desfiguraban la escultura, que extendía una mano
grotescamente alargada ante sí como si pretendiera apartar una cortina tras la
cual se ocultara algún tipo de siniestro misterio. Los cuellos de los pequeños
se veían doblados con crueldad, distendidas sus lenguas, gibosas y expuestas
sus espaldas, como martirizadas por el cuchillo de un carnicero. La otra mano
de la mayor de las figuras colgaba hasta acariciar sus cabezas agachadas—.
Niñas, id a buscar pastel y limonada para nuestros huéspedes.
Las dos mujeres más jóvenes desaparecieron en el interior de la casa
comunal, como antes hiciera la que había sonreído a Miller, conduciéndose

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con la grácil gravidez de quienes pronto van a ser madres.
Miller se preguntó si estarían todas embarazadas y deseó haberse fijado
mejor. Parecía importante.
—¿Cómo han levantado esta aldea? —le preguntó a la matrona—. No
figura en los mapas.
—¿No? —dijo la mujer, y por un instante su sonrisa se tornó tan taimada
como cualquier depredador de los bosques—. Nuestro pueblo es muy antiguo.
Lo trajeron consigo nuestros fundadores, cuando sir Raleigh todavía servía a
los intereses de la reina. Se trata de un lugar de culto, de comunión, alejado de
las perversas civilizaciones del hombre. Las noches son largas en este valle.
Los días son grises. Es perfecto.
Stevens retorció el sombrero y se revolvió inquieto en el sitio.
—Si no le importa, señora, convendría que encontrásemos a nuestros
amigos y pudiéramos reanudar la marcha antes de la puesta de sol. ¿Tendría
la bondad de mostrarnos el camino? Las huellas indican que pasaron por aquí.
—Seguro que los ha visto. —Miller decidió que lo que le molestaba de la
forma de hablar de aquella mujer era su voz, ronca y de cadencia
desacompasada, sincopada su entonación por no estar acostumbrada a hablar.
Por llevar mucho tiempo sin hacerlo.
—Sí, ya lo creo que los ha visto —injirió Bane, cuyos labios formaban
una línea inflexible—. Seguro que alguna de estas fulanas los atrajo hasta
aquí.
Aunque sus manos sufrieron un estremecimiento, la matrona continuó
sonriendo.
—Nuestros maridos llegarán pronto a casa. Quizá ellos hayan visto a sus
compañeros. —Se giró y entró en la casa comunal. Tras cerrarse la puerta se
oyó el inconfundible topetazo de una barra al encajar en su sitio.
Bane sacudió la cabeza y escupió. Abrió el Rigby, comprobó que
estuviera cargado y volvió a cerrar la recámara con un chasquido.
—Bueno —dijo Stevens—, esto me da mala espina.
—¿Qué vamos a hacer? —Horn hizo ademán de quitarse la mochila, pero
Ruark frunció el ceño y le ordenó que se estuviera quieto.
—Encontrar a Cal y Ma. Eso es lo que vamos a hacer. Y no descuelgues
la puñetera mochila. Si tenemos que salir por piernas, ¿qué quieres? ¿Que el
río baje lleno de mierda y te pille sin tan siquiera una pala? —Stevens se caló
el sombrero—. Meteremos la nariz hasta en la última casa. Tiraremos las
puertas a patadas si hace falta. Daos prisa. Al día ya se le está acabando la
mecha.

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Miller y Bane formaron pareja para registrar las cabañas del sur; Stevens,
Horn y Ruark se dirigieron al norte. Fue rápido. Miller asumió el mando,
derribando las puertas y registrando sucintamente los interiores. Dentro, las
mujeres aguardaban en calma, sin dirigir ni una sola palabra a los intrusos; y,
efectivamente, muchas de ellas estaban encintas. Todos los hogares eran
pequeños y lóbregos, pero no había muchos sitios en los que esconderse. La
mayoría de las casas se veían limpias y ordenadas, sin nada que llamara la
atención de forma evidente. El mobiliario era sencillo, aunque arcaico.
Candiles y velas, chimeneas que cumplían la doble función de hornos. Una
exigua selección de libros en estanterías de tosca manufactura. Este último
detalle se le antojó extraño.
—Ni una sola Biblia —dijo, dirigiéndose a Bane—. ¿Alguna vez has visto
tantas casas juntas sin una o dos copias del santo libro desperdigadas por ahí?
—Bane se encogió de hombros y reconoció que tampoco él había sido testigo
jamás de semejante fenómeno.
Los dos equipos terminaron en cuestión de minutos y se reagruparon en la
plaza. Todos sudaban a causa del esfuerzo de correr pendiente arriba para
registrar la media docena de casas que allí se levantaban. Miller mencionó la
ausencia de escrituras sagradas, a lo que Stevens repuso:
—Pues sí, de lo más raro. ¿Y dónde están los niños? ¿Habéis visto
alguno?
—¡Diablos! —masculló Horn—. Esto debería estar infestado de mocosos,
persiguiendo a los pollos y armando barullo. Aquí hay gato encerrado, por
mis muertos.
—A lo mejor están en la casona —aventuró Ruark—. O en la torre esa.
—Bueno, habrá que mirar en la casa —dijo Miller, aunque la idea no le
hacía ilusión. Mas la perspectiva de registrar la torre era todavía peor; la
estructura se curvaba sin elegancia, distorsionados sus ángulos, y tan solo
mirarla hacía que le diera vueltas la cabeza y se le revolviera el estómago. La
torre no, si podía evitarlo.
—A ver, chicos —injirió Horn, con expresión afligida—, parad el carro.
Esas mujeres no pueden tener encerrados a Cal y a Ma. No, señor, de ninguna
manera. Como irrumpamos ahí y nos peguen un tiro, habrá quienes digan que
nos estuvo bien empleado, y con razón.
—Ya, bueno —dijo Stevens—. Tú puedes quedarte aquí fuera y montar
guardia, si tanto te asustan las doñas. Sus maridos se nos echarán encima de
un momento a otro. Quién sabe cuántos habrá.
—De sobra, puedes apostar lo que quieras —replicó Bane.

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Miller propinó una patada a la puerta.
—Recia como un tocón —dijo.
Ruark escupió y descolgó el hacha, seguido de Bane instantes después.
Hombro con hombro, la pareja atacó la puerta hasta que, al cabo de unos
cuantos golpes, esta se hundió hacia dentro. Los hombres entraron en tropel
en la casa, parpadeando frente a la penumbra cargada de humo. Las ventanas
como resquicios y el fuego que chisporroteaba en el hogar constituían las
únicas fuentes de luz. La oscuridad reducía a manchas difusas la mesa
alargada, el poyete y los barriles amontonados de tres en tres aquí y allá. El
techo abovedado se elevaba hasta los cuatro metros y medio,
aproximadamente, reforzado por una inmensa viga central y una serie de
fustes diagonales que tocaban la pared más o menos a la altura de la barbilla.
Ganchos para la carne, cazos y sartenes, rollos de cuerda, jamón curado y
ristras de embutidos se mecían y susurraban a cada suave exhalación de la
chimenea.
De las mujeres no había ni rastro, pero Ma estaba presente.
A Miller estuvo a punto de escapársele un grito cuando vio lo que había
sido del galés, y el alarido que profirió Stevens le podría haber roto los
tímpanos a cualquiera. Miller no se lo tuvo en cuenta. Ma estaba sentado al
estilo indio, desnudo en el centro de la estancia, espesa como el pudin la
sangre alrededor de sus piernas, en su regazo. De su vientre, abierto en canal,
surgía un tembloroso cordel de entrañas moradas que se alzaba a varios
metros de altura sobre su cabeza, enhebrado en una enorme argolla
suspendida de una cadena. Los intestinos descendían de nuevo, como el cable
de una polea, y se envolvían alrededor de un torniquete de madera. Este se
había accionado repetidamente, y su cruenta madeja supuraba y goteaba. La
mayoría del resto de las tripas de Ma se desparramaba sobre sus muslos o
flotaba en el engrudo sanguinolento. Regueros de saliva corrían por su
mandíbula desencajada. Con los ojos vidriosos, inclinó la cabeza en dirección
a sus camaradas en un gesto no muy distinto de lo que en él era habitual.
—¡Ay, Dios, Ma! —exclamó Stevens—. ¿Qué te han hecho, muchacho?
Horn asomó la cabeza para ver a qué se debía la conmoción y chilló como
alma que lleva el diablo, de modo que Ruark le atizó un sombrerazo y tiró de
él para sacarlo de nuevo a la calle. En ese preciso momento la matrona se
materializó como un fantasma en la penumbra del rincón y hundió una
cuchilla de carnicero en el hombro de Bane, que gritó y descargó la culata del
Rigby contra su barbilla, derribándola.

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De los labios de la matrona brotó un hilo de sangre. La herida, lejos de
restarle ferocidad, le imprimía un aura de salvajismo y locura que provocó
que los hombres se encogieran como podría hacer uno ante una bestia
lastimada. Sus ojos, desorbitados y bituminosos, resplandecían con lágrimas
de rabia y exultación.
—¿Habéis visto lo que os aguarda en los árboles? —susurró con la
intimidad de una amante.
—¿Dónde está el otro hombre? —Miller se plantó ante la matrona de una
zancada y la apuntó con el rifle—. Hable o le vuelo la puñetera rodilla,
señora. Póngame a prueba.
—Eso no será necesario. El más apuesto de los dos se halla en la torre.
Nos dejaron al gordo para que jugáramos. Se divierten viéndonos practicar la
crueldad.
Miller rodeó a Ma y el charco de sangre coagulada. Agarró la argolla de
una trampilla y tiró, revelando así una despensa subterránea en la que varias
de las mujeres se hacinaban como cabras. Se abrazaron las unas a las otras,
sobresaltadas.
—¿Lo ves? —preguntó Stevens.
Miller cerró la trampilla de golpe y sacudió la cabeza.
Bane profirió una maldición cuando Ruark desclavó la cuchilla de su
hombro con un crujido enfermizo. Miller improvisó un torniquete. Todo el
costado izquierdo del abrigo de ante de Bane estaba empapado y goteaba.
Horn gritó algo. Todos se acercaron corriendo a las ventanas. El mundo se
había arropado en el manto del crepúsculo y una deslavazada cadena de
lámparas oscilaba en la oscuridad cárdena, descendiendo por la vereda del
otro lado del valle.
—O nos hacemos fuertes —dijo Miller—, o salimos corriendo.
—Estamos atrapados como ratas —replicó Stevens—. El tejado es de
madera. Podrían quemarnos vivos.
—No con sus mujeres aquí —dijo Bane, con los dientes apretados.
—¿Quieres pasarte toda la noche encerrado con ellas? —preguntó Miller.
—Vale, no he dicho nada.
—Podríamos usar a esta de rehén —sugirió Stevens, sin demasiada
convicción.
—Y una mierda —dijo Miller—. A saber qué le da por cortar a
continuación.
—Deberíais refugiaros en las montañas —habló la matrona—. Los
horrores que se ciernen sobre vosotros… huid, cazadores. O aniquilaos los

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unos a los otros con vuestros rifles y vuestros cuchillos. Sería una muerte
piadosa, en comparación.
—Cierre el pico si no quiere que me la cargue —dijo Miller. La matrona
enmudeció de inmediato.
—¿Qué hacemos con Ma? —preguntó Stevens.
—Está listo —dijo Bane—. No podría haber acabado peor. Destripado
como un puerco.
—No podemos abandonarlo.
—No, no podemos. —Ruark sacó su pistola de llave de chispa. Se acercó
a Ma, le apoyó el cañón en la nuca y apretó el gatillo. Para Miller, en ese
momento los últimos cinco años de su vida se borraron de un plumazo; se
hundió a través del espacio y el tiempo en una de las fangosas trincheras de
Francia, rodeado de explosiones y cuerpos descuartizados. No se había ido
nunca, jamás había conseguido escapar.
Stevens apuntó a la matrona con el rifle. Lo bajó.
—No tengo estómago para disparar a una mujer. Chicos, en marcha.
—No llegaremos muy lejos en estos bosques a oscuras —dijo Ruark.
—Vayamos a la torre y saquemos a Cal. A ver qué sucede —sugirió
Stevens.
—¡Sí! —exclamó la matrona—. ¡Sí! ¡Entrad en la casa del amo! ¡Os
recibirá con una sonrisa y los brazos abiertos!
—Silencio, arpía. —Stevens la amenazó con la culata del rifle—. Venga,
muchachos. Busquemos al pobre Cal antes de que estos rufianes hagan caldo
con él. —Una vez aprobado su plan, acogido con una mezcla de conformidad
y renuencia, los hombres se alejaron de la casa comunal y los horrores que
moraban en ella.
Miller fue a la puerta de la empalizada y, tras echarse el Enfield al
hombro, apuntó a la hilera de luces y efectuó varios disparos en veloz
sucesión. Una de las lámparas que se aproximaban saltó por los aires y el
resto se apagó momentáneamente. Del campo se elevó un aullido de dolor.
Miller se apresuró a recargar. Corrió en dirección a la torre, donde sus
compañeros se habían reunido junto a la puerta de dos hojas. Algo aleteó a su
izquierda: el faldón de un abrigo al desaparecer tras un montón de leña
pulcramente apilada. Supo que los habían pillado. Mientras los aldeanos que
ondeaban sus linternas en los llanos hacían de señuelo, otros se habían
acercado discretamente para flanquearlos. Apoyó una rodilla en el suelo y
barrió el aire con el rifle, trazando un arco a su alrededor.

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—¡Es una emboscada! —aulló Bane mientras una docena de hombres o
más, vestidos con abrigos y sombreros de copa, surgía de detrás de los
cobertizos, las cabañas y las balas de heno, se diría que de todas partes.
Horcas, machetes y cuchillos, relucientes y rutilantes sus filos; un par de ellos
iban armados con trabucos, más aparatosos y antiguos incluso que el de
Ruark, que de inmediato restallaron y escupieron sendas lenguas de fuego. El
aire se llenó de acres penachos de humo blanco que serpenteaban y se
enroscaban sobre sí mismos.
A tres metros de distancia, Bane disparó los dos cañones del Rigby con un
estampido atronador que sonó como si el mismísimo arcángel Miguel acabara
de bajar de los cielos para abatir a los enemigos de Dios. El fogonazo iluminó
el patio de la torre como la explosión de un cohete. Uno de los aldeanos
terminó partido en dos y una sección de la pared de la cabaña que se
levantaba a su espalda se derrumbó, como pisoteada por un elefante. La
descarga cerrada de los demás leñadores produjo un mortífero espectáculo de
fuegos artificiales.
Con la visión nocturna impedida por la alternancia de destellos y sombras,
Miller se esforzó por encontrar un objetivo. Desistió de apuntar y se limitó a
vaciar el Enfield tan deprisa como era capaz de accionar la palanca. La
mayoría de las balas repicaron en la piedra o trazaron surcos en la tierra. Sin
embargo, alcanzó a un bruto barbudo entre las cejas cuando el hombre
cargaba con un machete en alto y perforó la espalda de otro que se había
quedado petrificado, como si no supiera muy bien cómo unirse a la refriega.
La cabaña acribillada por el arma de Bane se incendió. Las llamas
brincaban buscando el cielo. Los cristales tintineaban al fracturarse. El fuego
se propagó a otra de las viviendas, y a otra, y en menos de treinta segundos
los combatientes luchaban iluminados por el resplandor carmesí de uno de los
círculos del infierno. Ruark decapitó a uno de los aldeanos de un hachazo. La
cabeza pasó volando junto a Miller antes de caer en la conflagración. Bane
reía y se desgañitaba con la barba perlada de sangre. Aplastó el rostro de un
hombre contra una viga en llamas y lo inmovilizó hasta que la piel comenzó a
crepitar y sisear. Horn soltó el rifle y giró sobre los talones, dispuesto a
escapar corriendo. Un anciano tocado con una chistera lo derribó al suelo y lo
ensartó en su horca, que penetró con un estampido carnoso y un tintineo
cuando sus dientes mordieron la tierra. Horn agarró el mango, debatiéndose
por su vida, y el hombre gruñó, le plantó una bota en la entrepierna y, tras
liberar el apero, lo levantó con la intención de volver a clavárselo. En ese
momento el hacha de Ruark impactó en la nuca del aldeano, esparciendo sus

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sesos, y el hombre se desplomó de bruces con las piernas presas de
incontenibles temblores. El rifle de Stevens atronó una vez, dos; con una
blasfemia, desenfundó el cuchillo y cerró filas con sus compañeros. Miller se
había quedado sin munición. Cogió una mano amputada a la altura del
antebrazo y la arrojó contra el hombro de uno de sus agresores antes de
tumbarlo embistiéndolo con el hombro y castigarlo metódicamente con la
culata del rifle hasta matarlo. El sudor, el sebo y las gotas de sangre que
surcaban el aire lo habían dejado empapado. Las fuerzas amenazaban con
abandonar sus brazos, que apenas si podía levantar al final. Una ráfaga de aire
caliente, procedente de las casas incendiadas, le abrasó las mejillas y prendió
fuego a las puntas de su cabello. El olor a carne asada era insoportable.
Los aldeanos supervivientes pusieron pies en polvorosa y se desbandaron
entre las llamas y la negra humareda. Bane, bramando y carcajeándose aún
como un loco, lanzó por los aires un tomahawk que fue a hundirse en la
espalda de uno de los fugitivos. El hombre chilló y se tambaleó.
—¡Corred, perros de mierda! —exclamó Bane, cloqueando de júbilo.
—¡Llegan los refuerzos! —Stevens y Ruark sujetaron a Horn por las
axilas y tiraron de él hasta dejarlo de pie. El muchacho emitió un jadeo y se
desmayó.
Cerca del pórtico se oían estampidos de rifle. Una bala de mosquete
levantó un surtidor de tierra junto al pie de Miller.
—¡Chicos, seguidme! —Encabezó la carga monte arriba hasta entrar en la
cueva siguiendo un tortuoso sendero iluminado por la infernal conflagración.
Asaltar la torre quedaba descartado: abrigaba la sospecha de que no tardaría
en arder hasta los cimientos. En cualquier caso, quienes estuvieran atrapados
en su interior se verían obligados a salir a causa del humo o se cocerían vivos.
La boca de la cueva daba a una zona de techo bajo con el suelo de arena y
promontorios naturales que ofrecían un buen parapeto. Los hombres no
perdieron tiempo en llenar las recámaras vacías y partieron varias tablas para
bloquear la entrada con una barricada improvisada. Una vez concluidas las
apresuradas fortificaciones, Stevens compartió el resto de su botella con los
demás y dijo:
—Estamos hasta el cuello. Nos hemos cargado a unos cuantos, pero conté
veinte, quizá más. Seguro que están cabreados como avispones después de lo
que les hemos hecho.
—Dinos algo que no sepamos, chaval —replicó Bane. Su voz sonaba
pastosa, entre la pérdida de sangre y los tragos de aguardiente de más para

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mitigar el dolor, y se tambaleaba en precario equilibrio hasta que Ruark le
ayudó a sentarse con la espalda apoyada en la pared.
A sus pies, el infierno ya había devorado varias casas por completo y el
fuego producía un sonido parecido al de un vendaval. Las chispas prendían en
las ramas más bajas de los árboles próximos. La humareda se había espesado
hasta tal punto que costaba distinguir qué hacían los aldeanos. Los hombres
corrían con cubos de aquí para allá, cabía esperar que combatiendo las llamas
con tierra y agua. Miller se tumbó bocabajo, enrolló la chaqueta y apoyó el
Enfield encima. Esperó, aspiró, expulsó parcialmente el aire y apretó el
gatillo. Le sonrió la suerte: uno de los aldeanos extendió los brazos en cruz,
cayó y se quedó tendido en la tierra, con una mano extendida en un montón
de madera llameante; su atuendo no tardó en echar humo y cubrirse de
lenguas de fuego. El resto de los vecinos del poblado se desvaneció. Después
de aquello, el incendio se propagó sin oposición.
En el suelo, Horn gemía y se retorcía. Rezaba a Jesús, a Dios y a la virgen
María. Miller ayudó a Ruark a quitarle la camisa al muchacho y deslizó una
mano bajo su cuerpo para auscultarlo. Los dientes de la horca lo habían
traspasado limpiamente y la sangre escapaba de Horn como podría hacerlo de
un colador. No aguantaría mucho más. Miró a Ruark de soslayo y sacudió
ligeramente la cabeza.
—El crío ni siquiera llegó a disparar su tirachinas —escupió Ruark—.
Hijos de perra.
Horn empezó a llamar a gritos a su madre.
—Chis. —Stevens usó una cerilla para encender el quinqué que había
encontrado colgado de un gancho. Dejó la lámpara sujeta a un puntal al fondo
de la cueva, donde esta se yugulaba hasta formar un angosto pasadizo que
descendía a la oscuridad más absoluta. Miller no lograba determinar cuál
podía ser la función de aquella gruta; aun moderadamente excavada y
desbastada, no se trataba de ninguna mina. Las paredes presentaban símbolos
arcanos trazados con tiza. Unos monigotes doblaban el espinazo en actitud
reverente, empequeñecidos por lo que parecía ser un enorme manojo de
ramas. No, no eran ramas, sino gusanos, o algo igual de vermiforme.
Arracimados en torno al quinqué, los leñadores semejaban personajes
surgidos de alguna fábula gótica; profanadores de tumbas apoyados en sus
azadones a medianoche en un camposanto fangoso. A la luz de aquella
primitiva lámpara de aceite, la compañía ofrecía un espeluznante espectáculo
bañado de sangre. Formaron una pila con sus petates y enseres en medio del
suelo e hicieron recuento de la munición y las raciones que les quedaban.

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Evaluaron también la gravedad de sus heridas: sin medicamentos, el tajo que
presentaba Bane en el hombro terminaría por costarle la vida. Ruark había
recibido un impacto en el vientre; el orificio era aproximadamente del tamaño
de una habichuela, y cuando cogía aliento se encharcaba y borbotaba con
tintes violáceos. El balín de pólvora negra aún estaba alojado dentro, aunque
el veterano leñador se limitó a encogerse de hombros, escupió y aseguró estar
fresco como una lechuga. Stevens reveló varios pinchazos de feo aspecto en
el muslo y las costillas, además de un cruel corte en el pecho. Miller era el
único que había escapado ileso de la escabechina.
—¿Cómo? ¿Que de toda la sangre que te cubre no es tuya ni una sola
gota? ¡Pero qué suerte, cabrón, ni un rasguño! —Stevens echó la cabeza hacia
atrás y se rio mientras Ruark le envolvía el torso con jirones de tela para
contener la hemorragia.
Miller no dijo nada. Nunca había sufrido más que unas cuantas
contusiones y morados, el corte ocasional de un enjambre de metralla perdida,
durante la guerra; el apocalipsis de la batalla de Belleau Wood había sido para
él, literalmente, un paseo.
Stevens confeccionó una especie de farol transportable untando una taza
de latón con grasa de oso y encendió una tira de tela a modo de mecha. Ruark
y él sugirieron explorar el túnel y cerciorarse de que nadie intentara
acercárseles por la espalda. Eso dejó a Miller a solas con el muchacho, que
estaba inconsciente y deliraba, y con Bane, quien parecía tener un pie en la
tumba a su vez.
La espera resultó ser breve, no obstante. Stevens y Ruark reaparecieron
con los ojos desorbitados, como caballos asustados por el fuego. Ruark dejó
más madera y rocas de pequeño tamaño en la entrada del túnel. Stevens
informó de que las grutas se extendían, interminables, y se bifurcaban cada
pocos pasos. A su juicio, el condenado idiota que se aventurara en aquel
laberinto se pasaría la eternidad errando sin rumbo.
Tras conferenciar durante largo rato, en susurros, los hombres acordaron
aguardar hasta que amaneciera antes de intentar llegar hasta Slango.
Resultaba imposible saber cuándo se dignaría McGrath enviar a alguien en su
busca, si es que llegaba a ocurrírsele siquiera semejante idea, por lo que lo
más prudente sería asumir que estaban abandonados a su suerte. Dispusieron
turnos de guardia, del primero de los cuales se encargó Ruark, tras asegurar
este que de todos modos no sería capaz de conciliar el sueño. Apagó el
quinqué y el farol portátil, y se dispusieron a esperar.
—¿Para qué querría Rumpelstiltskin un crío? —preguntó Stevens.

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Miller se caló el sombrero hasta las cejas e intentó relajarse. Iluminó la
cueva una albura sobrenatural, y de improviso quedaban únicamente Horn y
él; todos los demás se fundieron y desaparecieron. El celaje que llegaba
flotando procedente del pasadizo caracoleó sobre el montón de petates,
enroscándose en el pecho de Horn y las rodillas de Miller. Horn tenía la
mirada perdida. Ceniciento, su rostro descollaba suspendido en la niebla.
—Venga —dijo—, cuéntame la verdad. ¿Qué visteis en aquel árbol? ¿Qué
había allí escondido?
—Gusanos —fue la respuesta de Miller, aunque ni siquiera él abrigaba la
certeza de estar diciendo la verdad. Al intentar examinarlo de cerca el
recuerdo se escurría, fluctuaba y se transformaba. Un fibroso entramado de
raíces viscosas, o lombrices, o una masa de tentáculos se retorcía en la acuosa
oscuridad del majestuoso tronco de cedro—. Con caras. —«Hay demonios
que viven en agujeros en el suelo. Moran en las rocas y duermen en el interior
de los árboles más grandes de lo más profundo del bosque, donde jamás brilla
el sol».
—Ah. —Horn asintió con la cabeza—. No tengo ni idea de qué es lo que
se proponía hacer el hombrecillo del cuento con aquel niño, pero créeme si te
digo que los aldeanos les dan sus bebés a esos amigos suyos que moran en los
árboles… en esta montaña. Son los hijos e hijas de la Antigua Sanguijuela. Y
también te puedo decir lo que el pueblo de la Antigua Sanguijuela hace con
ellos.
—Preferiría que te abstuvieras.
—Cierra los ojos y mira dentro. Estamos tan cerca que ya puedes ver a su
dios. Dormido, como un oso en invierno. Soñando con su pueblo. También
sueña con nosotros aquí, durante el día. Pero está despertando. No creo que
tarde en salir de su guarida.
—Chaval, cierra el pico.
—Ama a su pueblo. Y a nosotros también, aunque no igual. —La sonrisa
de Horn era artera y cruel. Abrió la boca, aspiró aquella luz tan peculiar y la
confusión se adueñó de los sueños de Miller. Soñó que caía a través de la
montaña, a través de toda la Tierra, hasta el cielo, acelerando como un
proyectil hasta que el resplandor del sol quedó reducido a una mera cabeza de
alfiler fulgurante. Atravesó la superficie de una luna desconocida, helada y
negra como la sangre, y se detuvo en suspensión, ingrávido, en su corazón
hueco. La caverna, oscura como la brea, olía a moho y humedad. Flotando,
sobrevoló peñascos, cañones y bosques de carne y hongos grumosos,
transportado su cuerpo en alas de las corrientes ascendentes de un cálido mar

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gelatinoso. En el centro de esta masa de agua tremolaba y se estremecía una
cordillera. El coloso se desperezó y se desenroscó con satánica majestad,
alertado por el chirrido de unas alas diminutas. Le susurró.

Miller se despertó con los gritos implorantes de Calhoun.


Provenían de la dirección de la torre. Los llamaba por su nombre,
angustiado, y su voz sonaba alta y clara. Comenzó a desgañitarse como aquel
que ha sido enterrado con vida, o ahorcado con alambre de espino, o rociado
con gas mostaza. Tendido entre las sombras, Miller contempló la luz
moribunda de las llamas que tiritaba en la pared de la cueva. Calhoun
continuó profiriendo alaridos, y todos fingieron no oírlo.

Más tarde aún, con la noche cerrada como una venda sobre los ojos, Stevens
zarandeó a Miller.
—Algo anda mal.
—Ay, qué leche, Jesús —masculló Ruark, que instantes después encendió
el farol portátil. Miller se disponía a maldecir al anciano por revelar su
posición cuando reparó en el motivo de la alarma: Horn había desaparecido,
secuestrado delante de sus mismas narices. Un rastro de gotitas y manchas de
sangre se internaba en el túnel, en la oscuridad—. ¡Esos malnacidos se han
llevado a Thad!
Como en respuesta a la luz, un gemido tenue, espectral, despertó ecos en
el pasadizo desde las abismales profundidades subterráneas. «Ayudadme,
chicos. Ayudadme». Al menos eso fue lo que entendió Miller. La distancia y
la acústica podrían haber moldeado a su antojo el ulular del viento que corría
por las chimeneas de roca.
—Señor, Señor —murmuró Bane. Su aspecto era sobrecogedor, con la
barba y la chaqueta cubiertas de sangre. Podría haber pasado por un cadáver
parlante—. Es el chico.
—No es él —dijo Stevens.
—El muchacho está muerto. —Con los ojos humedecidos, Miller se
esforzó por evitar que le temblara la voz—. Quienquiera que sea el que berrea
por ese túnel no es nuestro amigo.

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—Tienen razón, Moses —dijo Ruark—. Es un viejo ardid indio. Imitar la
voz de un camarada herido para atraerte a su trampa. —Se pasó el pulgar por
la garganta con una floritura exagerada—. Ya deberías saberlo, chaval. El
chico está muerto.
—Fijaos en toda esa sangre —señaló Stevens.
Bane se metió un trozo de tabaco en la boca y lo masticó con los ojos
cerrados. Tenía la piel blanca como el papel y sus párpados aleteaban como
los de quien está atrapado en un sueño espantoso. Recordaba a aquellas
fotografías de forajidos sin vida que, encerrados en sus ataúdes abiertos, se
exhibían en los tablones de anuncios fronterizos. Lanzó un salivazo.
—Eh, a mí no me miréis. Todavía estoy vivito y coleando.
«Ayudadme. Ayudadme». Los cuatro se quedaron paralizados como
criaturas del bosque, con la cabeza inclinada en dirección a los gritos
apagados, la fría, glacial corriente de aire.
—No es él —repitió Stevens, más para sí mismo que para los demás.
Bane se puso de pie y se apoyó en la pared. El cañón de su Rigby
acariciaba la arena. Asintió en dirección a Ruark.
—¿Vienes?
Ruark escupió. Levantó el farol portátil y encabezó la comitiva.
—Vale, muchachos —dijo Bane—. Andaos con cuidado. —Se tocó el ala
del sombrero y partió renqueando en pos de su camarada. Sus sombras se
mecían y cabriolaban, y su luz empequeñeció, absorbida por la montaña,
hasta perderse de vista.
Los demás se quedaron un buen rato sentados en la oscuridad, atentos al
menor sonido. Miller oyó la insinuación de una carcajada, un fragmento de
John Brown’s Body interpretado por Bane, y por último, el silbido del viento
en las rocas.
—Bah, qué diablos —dijo Stevens cuando el silencio que mediaba entre
ellos amenazaba ya con eternizarse—. Así que estuviste en la guerra.
—¿Tú no?
—Nah. Mi padre trabajaba en correos. Me arregló la ficha para que no me
llamaran a filas.
—Ojalá se me hubiera ocurrido a mí algo así —dijo Miller.
—Has visto lo peor de lo peor. ¿Tenemos alguna posibilidad de salir de
esta con el pellejo intacto?
—Ni la más remota.
Se produjo otra pausa interminable.

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—¿Un pitillo? —preguntó Stevens. Encendió dos Old Mills y le pasó uno
a Miller. Fumaron y abrieron bien los oídos, pero no había nada que escuchar
salvo el viento, el murmurar de las ramas en el exterior—. No se lo llevaron
por la fuerza —observó Stevens, al cabo—. El chaval se fue a rastras.
—¿Cómo lo sabes? Estaba prácticamente en las últimas.
—«Prácticamente», pero no por completo, ¿verdad? Oí cómo hablaban
con él, susurrando al abrigo de la oscuridad. Frases sueltas, nada más.
Suficiente… le pedían que fuera con ellos. Y eso fue lo que hizo.
—Qué persuasivos —dijo Miller—. No diste la voz de alarma.
—No sabría explicarlo. Estaba paralizado como por la picadura de una
serpiente, congelado como un témpano de hielo. Era como si mi cuerpo se
hubiera quedado dormido pero aún pudiese enterarme de todo lo que pasaba.
Estaba cagado de miedo.
Miller pegó una calada al cigarro.
—No te culpo.
—Volví en mí al cabo de un rato. El chaval ya se había marchado. Fueran
quienes fuesen, se largó con ellos.
—Y ahora Moses y Ruark también.
—Lo que dije acerca de lo que vimos en el túnel no era toda la verdad.
—Vaya.
—No me pareció que sirviera de nada elaborar al respecto. Túnel adentro,
no muy lejos, el camino desemboca en una caverna. No sé cómo es de grande,
nuestra luz solo alcanzaba a rozar las paredes y el techo. Había caídas al vacío
y más pasadizos que se alejaban serpenteando en todas direcciones. Pero solo
nos adentramos unos cuantos pasos. Vimos una columna, tan alta como
llegaba a iluminar el farol. Ancha en la base, como una pirámide, hecha de
rocas resbaladizas y lustrosas por las filtraciones de agua. Solo que no eran
simples rocas. Había esqueletos cimentados entre medias. Cientos y cientos,
diría yo. Pequeños. A la altura de los ojos había un agujero. Tan liso como la
mirilla de este rifle, más o menos del tamaño de mi puño. Completamente
negro, un negro sólido y reluciente que reflejaba la luz del farol contra
nosotros. No quisimos acercarnos demasiado, a cuenta de los esqueletos,
dimos media vuelta y salimos corriendo. Vi algo mientras nos girábamos,
antes de empezar a darnos con los pies en el culo… Ahora el agujero era tan
alto como yo, y se había ensanchado tanto que podría haberme colado dentro
de un salto. Emitía un sonido procedente de algún lugar tan profundo y lejano
que no quiero ni imaginármelo. Un sonido que no era para los oídos, sino de
los que se notan en los huesos. Te hacía sentir bien y mal al mismo tiempo.

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Me di cuenta de que a Ruark le gustaba. Tenía miedo, sí, pero supongo que se
sentía atraído, por así decirlo.
—Bueno —dijo Miller, al cabo—. Entiendo que no quisieras hablar de
ello.
—Ya. Ojalá los viejos se hubieran quedado aquí. Entre sus armas y las
nuestras tal vez hubiéramos conseguido abrirnos paso a balazos.
Miller no opinaba lo mismo.
—Es posible. Intenta dormir un poco. El sol saldrá dentro de un par de
horas.
Stevens se dio la vuelta, se tapó la cara con el sombrero y no se volvió a
mover. Miller se quedó viendo cómo se apagaban las estrellas.

Tras abandonar la cueva, al amanecer, bajaron de la montaña para visitar las


ruinas del poblado. La brisa agitaba las cenizas. La torre seguía estando en
pie, aunque abrasada y ennegrecida. La puerta de doble hoja había saltado del
marco, humeante la madera, fundidos sus goznes. De la oquedad brotaba una
lengua de humo. A su alrededor, muchas de las viviendas habían ardido hasta
los cimientos. Una capa de polvo gris lo revestía todo. Junto a la casa
comunal se erigía un montón de cadáveres, tapados con una lona a fin de
evitar que las aves se cebaran con ellos. A juzgar por las dimensiones de la
colección, al menos quince cuerpos aguardaban bajo la cubierta a que alguien
les diera sepultura. Entre veinticinco y treinta hombres y mujeres peinaban los
escombros calcinados, con las manos y los rostros impregnados de aquel
polvo gris. Hubo quienes lanzaron miradas de odio a la pareja, pero nadie dijo
nada, nadie levantó un dedo.
Miller y Stevens cruzaron la aldea y la dejaron atrás buscando el sur,
siguiendo el río que serpenteaba valle a través. A cada paso, los hombros de
Miller se tensaban anticipando la inevitable bala de mosquete que habría de
cercenarle la columna. Atardecía ya cuando se atrevieron a darse el primer
respiro, en lo alto de un acantilado.
—No lo entiendo —dijo Stevens cuando hubo recuperado el aliento—.
¿Por qué nos han perdonado la vida? —Se quitó el sombrero y escudriñó
entre los árboles, atento al menor indicio de persecución.
—¿Eso crees? —En vez de volver la vista atrás, hacia el camino que
habían seguido, Miller prefirió otear los bosques cerrados que se extendían
ante ellos. La humedad, la podredumbre y el frío eran palpables. Rememoró

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el sueño en el que había surcado el espacio profundo, la espantosa oscuridad
que mediaba entre las estrellas, enseñoreada allí de todas las cosas—. No
tenemos donde escondernos. Si tuviera que aventurar una hipótesis, diría que
nos están reservando para algo muy especial.
Reanudaron la marcha, así pues, y llegaron a las afueras de Slango cuando
las cumbres empezaban a teñirse de púrpura. Del campamento no quedaban
más vestigios que unos cuantos troncos abandonados y barrizales pisoteados,
un batiburrillo de huellas y surcos. Hasta el último hombre, mujer y mula se
había marchado. Hasta la última herramienta, desaparecida igualmente sin
dejar ni rastro. Los raíles habían sido arrancados de cuajo. En cuestión de
meses el bosque lo reconquistaría todo, salvo las laderas más aprovechadas, y
borraría cualquier indicio de que aquella hubiera sido alguna vez la ubicación
del campamento de Slango.
—Mierda —dijo Stevens, sin excesiva emoción. Colgó el sombrero en
una rama y se enjugó el rostro con un pañuelo.
—Hola, amigos. —De detrás de un árbol salió un hombre corpulento, de
porte regio, tocado con una chistera y vestido con un inmaculado traje de
seda. Lucía un mostacho generosamente estilizado con cera y portaba un
bastón de madera de endrino en la mano izquierda. Un mortecino rayo de sol
arrancó destellos a la piel blanca, blanquísima, de su cara y su cuello—. Soy
el doctor Boris Kalamov. Me habéis causado un verdadero montón de
problemas. —Abarcó los alrededores con un ademán—. Nosotros no hacemos
las cosas así. Preferimos convivir en paz, sin que nadie nos vea o nos oiga,
agazapados como mixinos, con nuestros huéspedes ajenos a todo, informados
parcialmente tan solo por las sempiternas leyendas y las historias que se
cuentan alrededor de las fogatas y que tanto nos complacen y nos alimentan,
casi tanto como la carne y el hueso. Actuar con este tipo de melodramáticas
florituras atenta contra nuestro código, contra nuestra misma naturaleza. Por
desgracia, hubo entre los míos quienes se dejaron llevar por un arrebato
revanchista, comprensible quizá después de que incendiarais la aldea de
nuestros siervos. —Chasqueó la lengua y agitó un dedo que parecía poseer
varias articulaciones de más.
Miller no se molestó siquiera en levantar el rifle. La pesadilla que
empezaba a cobrar forma en su mente acaparaba toda su atención.
—No me diga, doctor.
Más optimista u obstinadamente beligerante, Stevens introdujo un
cartucho en la recámara del Winchester y apuntó al pecho del hombre.
El doctor Kalamov desplegó una sonrisa supurante de negro.

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—Llegasteis en mal momento, amigos. El sol negro, la más sagrada de las
festividades de los aldeanos, cuando rinden pleitesía a la Gran Oscuridad y a
nosotros, sus moradores. Su estrafalaria y supersticiosa ceremonia en el
dolmen se vio interrumpida por culpa de vuestra intromisión. Este tipo de
interrupciones se castigan con sufrimiento y dolor. Ay, visitantes, mucho me
temo que vuestro don de la oportunidad habrá de traeros la ruina.
Stevens miró a su alrededor por el rabillo del ojo, sondeando las sombras
de los árboles.
—Ya decía yo que no habías venido a tomar el té, tío elegante. Lo que me
gustaría saber es qué va a pasar a continuación.
—Que viviréis entre mi pueblo, naturalmente.
—¿Dónde? ¿Te refieres a la aldea?
—No, ay, no, no, no en la aldea con vuestra gente, el ganado que
engendra nuestros deleites y exquisiteces. No, moraréis en la oscuridad, con
nosotros. Adonde el resto de los amigos que teníais en esta adorable
comunidad fueron llevados anoche mientras vosotros dos pernoctabais
acobardados en aquella cueva. Es usted un tipo astuto y con recursos, señor
Stevens, como la mayoría de sus correligionarios leñadores, tan recios.
Sabremos darle buen uso. Un uso estupendo, maravilloso.
—Adiós, hijo de perra. —Stevens amartilló el percutor.
—No necesariamente —dijo el doctor Kalamov—. Si no podemos teneros
a vosotros, nos conformaremos con vuestros parientes. Tu padre todavía
trabaja en la estafeta de correos de Seattle, ¿me equivoco? Y la buena de tu
madre teje y tiene la cena preparada cuando él llega a casa, esa granja tan
acogedora en la que te criaste, junto a Green Lake. Tu hermano pequeño,
Buddy, trabaja en el ferrocarril en Nevada. Tus sobrinos, Curtis y Kevin,
hacen lo propio en el servicio forestal de Wyoming. Tantos kilómetros de
vallas que arreglar y tan poco tiempo. Las noches son muy oscuras en la
pradera. Quizá prefieras que les hagamos una visita a ellos.
Stevens bajó el rifle, lo dejó caer en el barro. Se acercó al doctor y se situó
a su lado, encorvado y derrotado. El doctor Kalamov le dio una palmadita en
la cabeza. Su mano era tan grande que podría habérsela abarcado entera, de
haber querido, y sus uñas eran tan largas como agujas de punto. Las usó para
pellizcar la oreja de Stevens, que se desprendió y aterrizó entre los arbustos
con un chasquido húmedo. Stevens se tapó el agujero con una mano, gritó y
cayó de rodillas, con regueros de sangre derramándose entre sus dedos. El
doctor Kalamov sonrió, bonachón, y le alborotó los cabellos. Introdujo una

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uña en la coronilla de Stevens y agitó el dedo. Stevens enmudeció, tan
demudado y bobalicón su semblante como lo había sido el de Ma.
—Me parece que voy a declinar tu oferta —dijo Miller. Desenfundó la
pistola y la sopesó en la mano—. Adelante, ve a aterrorizar a mis parientes
lejanos. Entretanto, creo que me volaré la tapa de los sesos y me desentenderé
de todo este asunto.
—No tan deprisa, muchacho. Me he encariñado contigo. Eres libre de
abandonar esta montaña. Hay una caja con llave entre las raíces de ese árbol.
El sueldo de la compañía. Coge el dinero, cámbiate el nombre. Y cuando
llegues a viejo, asegúrate de contar los horrores que has visto… horrores que
habrán de infestar tus sueños a partir de hoy hasta el día en que mueras.
Siempre estaremos cerca de usted, señor Miller.
El doctor Kalamov se tocó el sombrero e hizo una reverencia. A
continuación, agarró a Stevens por el cuello de la camisa, lo sujetó bajo un
brazo y se perdió de vista en la penumbra creciente.
La caja estaba allí donde había prometido el hombre, y contenía una suma
cuantiosa. Miller embutió el dinero en una saca mientras el sol se ponía y caía
la oscuridad. Cuando hubo terminado de guardar el dinero, enterró la cabeza
en los brazos y profirió un gemido.
—A propósito, dos condiciones de nada —dijo el doctor Kalamov,
asomado detrás de un tocón. La piel de su rostro colgaba flácida, como una
máscara que amenazara con descolgarse de un momento a otro. Asimétricos
sus ojos; su boca, un ensangrentado tajo negro que se extendía de oreja a
oreja. Carecía de dientes—. Eres un tipo viril. Asegúrate de engendrar
mocosos a espuertas… debo hacer hincapié en ese punto. Te estaremos
vigilando, muchacho, así que pon todo tu empeño. Y luego está la cuestión de
tu primogénito…
Miller, que a punto había estado de mearse en los pantalones cuando
reapareció el doctor Kalamov, se obligó a arrancar las siguientes palabras de
su garganta:
—Queréis que os entregue a mi hijo.
El doctor Kalamov soltó una risita y tamborileó con las garras en la
madera.
—Que no, señor Miller. Era una broma. Aunque debo reconocer que esos
retorcidos cuentos de hadas son de lo más divertidos, con la de verdades
primordiales que entrañan. Sea usted bueno, y fecundo. —Retrocedió
gateando de espaldas, se elevó verticalmente en las sombras, como una araña
que trepara por su hilo, y se esfumó.

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§

Años después, Miller contrajo matrimonio con una joven de California y


sentó la cabeza en una pequeña comunidad agrícola. Abrió una armería. Su
esposa dio a luz a un varón. Tras la llegada del bebé, a menudo se pasaba las
noches en vela, escuchando los crujidos de la casa y el corretear de los ratones
en las alacenas. Cuando el pequeño lloraba, la mujer de Miller acudía a su
habitación y lo consolaba con una nana. Miller se esforzaba por escuchar sus
palabras, pues eran los profundos silencios lo que lo enervaban y le
aceleraban el pulso.
Había un sauce en el patio. El árbol proyectaba su sombra a través de la
ventana. Mientras su esposa arrullaba al bebé en la otra habitación, Miller
contemplaba el ondular de las ramas sobre el mate óvalo blanco de la pared.
En las noches de tormenta, las sombras se estremecían, se estrechaban y se
retorcían como tentáculos que buscaran abrirse paso por las fisuras de la
escayola hasta la cama y su cuerpo paralizado, empapado de sudor.
Una mañana se dirigió al cobertizo, agarró un hacha y taló el árbol. El
primero que cortaba desde que era un muchacho. El sauce, antiguo y de gran
tamaño, ofreció resistencia hasta la hora del almuerzo.
El tronco estaba medio podrido y hueco en el centro, y al estrellarse
contra el suelo se rompió parcialmente y derramó su pulpa. Algo pesado y
segmentado se revolvió y se retrajo en el interior. El agua que escapaba a
borbotones de la herida producía un silbido en el que le pareció oír a alguien
musitando su nombre. Lo bañó todo con queroseno y encendió una cerilla.
Los vecinos se congregaron para presenciar la conflagración, y aunque
cuchicheaban entre sí, nadie osó decirle ni una palabra. Circulaban rumores.
Su esposa salió a la puerta con el bebé en brazos. Su expresión era la de
quien acaba de ser testigo de un oscuro milagro y aún no sabe cómo conciliar
el temor y el asombro resultantes de su revelación.
Miller se quedó apoyado en el hacha, envuelto en los remolinos de humo,
con la luz del infierno reflejada en los ojos.

Página 110
Notas

Página 111
[1]
http://open.spotify.com/user/fatalibelli/playlist/5VRm52UHcWS3bHYlxaGhux
<<

Página 112
[2] https://www.dropbox.com/s/evvr2a6uan0lsff/Celaeno.mp3
(Este enlace ya no sirve. N. del E.D.). <<

Página 113
[3] http://books.google.es/books?
id=qGKxoVwGKNgC&printsec=frontcover&dq=maurice+l%C3%A9vy+lovecraft&h
<<

Página 114
[4] http://www.tor.com/blogs/2009/12/why-we-still-write-lovecraft-
pastiche <<

Página 115
[5]© 2008, Shoggoths in Bloom, Elizabeth Bear; © 2013, de la traducción
Diego de los Santos <<

Página 116
[6] © 2003, Houses under the Sea, Caitlín R. Kiernan; © 2013, de la
traducción Silvia Schettin <<

Página 117
[7]
© 2011, The Men from Porlock, Laird Barron; © 2013, de la traducción
Manuel de los Reyes <<

Página 118

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