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El gótico y la locura feudal

A Nick Land y Germán Prósperi, de cuyas filosofías del horror se sirve


tan irrestricta como banalizadamente el siguiente prólogo.

1. Los lugares comunes a veces ameritan ser revisitados. La noción de que la


novela gótica surgiera en pleno Siglo de las Luces como reacción irracional y
supersticiosa al avance irrestricto del racionalismo dieciochesco puede
comportar una simplificación heroica que el sociólogo del arte condenará por
maniquea, pero es también un bello cuento: los ceñudos filósofos naturales con
sus pelucas empolvadas, sumidos en la eterna querella analítica, encandilados
con el avance de la Ilustración, el modelo diamantino del Hombre con
mayúsculas, el espíritu de las leyes y el método científico como modelos del mejor
de los mundos posibles, y, en medio de ese temple de seriedad utópica, irrumpe
el retorno de lo reprimido… fárragos de una sub-literatura (es decir, de verdadera
literatura) que se interna en el corazón de las tinieblas, que repone el
oscurantismo medieval y el miedo primitivo a la magia, que vindica la tortuosa
sensibilidad de las mujeres enclaustradas y que, por sobre todo, opone a la
literatura moralizante, amanerada y pedagógica de la época, escrita en prosa
remilgada o en versos de arte mayor, emociones vergonzantes, ríos de sangre y
tinta, largos novelones enrarecidos por atmósferas de pesadillas, supersticiosas
profecías autocumplidas y laberínticos árboles genealógicos de castas perversas.
El imperio de las pasiones como germen de las cercanas revoluciones y como vía
paralela del iluminismo de la razón. Indudablemente, dos fueron los golpes que
se asestaron al optimista ideal luminoso del homo universalis: el evolucionismo
de Darwin a mediados del siglo XIX y, antes, la autonomización de lo novelesco.
La teoría biológica venía a demostrar lo que ya la novela y no sólo Lamarck
sospechaban: huimos por la razón del fondo animal que nos compone y, por la
razón, volvemos a él a buscar piezas faltantes. No casualmente, después de
Darwin, lo novelesco se alimentará de truculencias morbosas y fantasías
regresivas que escenifican el miedo supremo: la lógica (la ciencia del Dr. Jeckyll,
el viaje en el tiempo de Wells, la empresa colonial en Conrad, la ambición
antropológica en Lovecraft) nos devolverá al espanto primigenio (la emergencia
de Mr. Hyde de los subsuelos de la consciencia, los morlocks retroproyectando al
primate hacia el futuro del hombre, el África primordial que despierta en el
hombre blanco una regresión idólatra, la especie de simios que se descubre como
determinista secreto genético en la turbia genealogía familiar).
La novela gótica surgió como precursora de esa gran renovación de la
mentalidad europea y americana que fue el romanticismo –mientras se debatían
los valores absolutistas del Antiguo Régimen y el nuevo elitismo enciclopedista,
mientras los cortesanos y burgueses ilustrados departían sobre la necesidad de
la Iglesia o del Estado, o sobre la ley natural, en pleno viraje del rubor Rococó al
neoclasicismo apolíneo–, e incluso fue una de las primeras expresiones
prerrománticas. Y aunque se movería durante el siglo siguiente en ese dominio
errático que es la literatura folletinesca, buena parte del gran canon literario, y la
idea misma de lo novelesco, están teñidos por sus impulsos y climas. Si la primera
piedra fue arrojada en 1764 por esa novela extravagante de venganzas familiares
y atmósfera shakespereana que es El castillo de Otranto de Horace Walpole, las
reverberaciones sólo se intensificarían y crecerían exponencialmente hasta
fecundar el género de terror contemporáneo, la optimización de su iteración
capitalista como producto.
Stricto sensu, la novela gótica tiene una duración de alrededor de medio
siglo. Luego se disemina hacia dos vías: (a) la de un modo gótico que, más o menos
camuflado, impregna con sus recursos toda la estética predominante del siglo XIX
(el realismo) para luego dar forma al simbolismo decadentista y, finalmente,
penetrar ya cristalizado en el siglo XX y ser capaz de vertebrar incluso las grandes
experimentaciones de las vanguardias contemporáneas (Kafka, Kubin, Artaud,
Gracq, Ball, Kantor, Borges); y (b) la del género folletinesco fantástico, que va
desde el penny dreadful truculento y la refinada ghost story victoriana-
eduardiana hasta el pulp americano y el terror de mercado.

2. Resulta notable cómo hacia 1827, cuando ya el género de la novela gótica había
dado sus frutos más extraordinarios a lo largo de medio siglo, la Encyclopaedia
Londinensis lamentaba el absoluto mal gusto, el pésimo estilo y el esquematismo
formulístico de estos horrible romances, supuestamente concebidos en su
sensacionalismo para el entretenimiento superfluo y el estímulo morboso de
muchachitos, mujeres y gente inculta. Incluso Samuel Taylor Coleridge, poeta
cuya imaginería hoy tendemos a asociar inevitablemente al gusto por lo mórbido
y ultramundano, afirmaba que estas novelas no propiciaban una lectura
productiva, sino que más bien azuzaban un mediocre y frívolo estado de
ensoñación.
Al borde mismo de ser pateadas del tablero de la literatura, las fantasías
góticas eran subestimadas en la medida en que también el gusto clásico e
iluminista del siglo XVIII (encabalgado entre un liberalismo de fuerte espíritu de
solemnidad y un conservadurismo intelectual antirromántico que todavía
circulaba a comienzos del XIX) desestimaba, por inhibición, aquellos dos grandes
impulsos incontrolables de la psiquis humana que devuelven la dignidad del
hombre al limo de sus orígenes ancestrales: la risa y el miedo. De hecho, a lo largo
del siglo XVIII la tragedia como género teatral (también la comedia, en tal caso,
pero fundamentalmente la tragedia post-racineana) fue por completo expurgada
de esa grotesquería barroca, esa carcajada carnavalizadora y ese thremós atávico
y supersticioso que caracterizaban al linaje traumático y psicológicamente
intoxicado que va de Edipo rey a Macbeth, y sólo se fue pautando un arte
cortesano basado en la plena observancia preceptiva al arte poética de Boileau.
No es sorprendente entonces que, cuando Horace Walpole publicara en 1764 su
novela El castillo de Otranto (subtitulada en su segunda edición como “A Gothic
Story”), y justificándose tímidamente con el pretexto de tratarse de la traducción
de un manuscrito medieval italiano, los lectores ingleses ya no reconocieran
inmediatamente en las sugerencias incestuosas de la novela, en su erotismo
larval, en sus retornos espectrales de los antepasados, en su crueldad sanguinaria
y en su despliegue espeluznante de un destino impiadoso, esa misma potencia
que habían aprendido a encomiar en el teatro shakesperiano. Es indudable que
no se trata sólo de una impugnación contra la supuestamente pobre factura
artística de este emergente género narrativo lo que explica el desdén
dieciochesco ante toda escenificación del terror desbordante, sino que también
palpita allí un vínculo profundo entre el surgimiento y auge del racionalismo
ilustrado y una represión prohibitiva de los impulsos primitivos asociados tanto a
la locura como al misterio de lo incognoscible. Por otra parte, en el siglo XVIII el
teatro de Shakespeare todavía no había sido realmente leído, en el sentido
trascendente de la palabra, y quizás en esa época tenga sus mejores lectores
entre los prerrománticos alemanes del Sturm und Drang, iniciadores también de
la estética gótica, como Goethe y Schiller. Pensemos que en la lenta penetración
con que, a lo largo del siglo XVIII, se va construyendo la idea del genio
shakesperiano, la edición crítica más relevante de sus obras, curada por Samuel
Johnson, aparece en 1765, apenas un año más tarde de la publicación de El
castillo de Otranto.
Frente al laicismo o al teísmo iluminista, la novela gótica exacerbaba un
retorno a lo medieval, la era más oscura del cristianismo, y a esa feudalidad
contaminada y sincretizada con el barro de supersticiones precristianas (no por
nada muchos críticos, ya en pleno siglo XX, se seguirán refiriendo a la novela
gótica como “género novelesco medieval”1 e incluso la Encyclopedia Britannica la
define hasta el día de hoy como “ficción pseudo-medieval”). Los personajes

1
Hauser, Arnold. Historia social de la literatura y el arte. Vol. II: Desde el Rococó hasta la época del cine.
Madrid: Debate, 2002, p. 76.
crispados que expresan con muecas desencajadas un horror y una ansiedad
alarmantes, los regresos preternaturales de los pecados de los mayores, el
evidente sadismo exhibicionista de las situaciones concertadas, la expedición
morbosa por subsuelos y corredores de castillos mostrencos que el siglo XVIII
consideraba ya por completo entregados a la ruina del tiempo… todos estos
elementos contribuían a engendrar la impresión de que, si la literatura estaba
destinada a ensalzar los aspectos más elevados del alma humana, estas novelas
de lo hórrido sólo representaban un obstáculo regresivo en el progreso del
espíritu, un residuo hecho para las reblandecidas mentes de aquellos seres
anormales, marginales o inferiores por naturaleza –mujeres, jóvenes, opiómanos,
degenerados y plebeyos– que no protagonizaban el curso heroico de la historia
hacia su realización. Y, sin embargo, sería precisamente esta misma marginalia
humana la que vertebraría todo el despliegue del romanticismo. Y no será casual
que el gusto gótico se vea particularmente impulsado por el pensamiento
abolicionista y feminista de fines del siglo XVIII (pensemos en el poema
antiesclavista “To Horror”, de Robert Southey, o en las novelas que escribieron
los padres de Mary Shelley, Caleb Williams de William Godwin y Maria de Mary
Wollstonecraft). Asimismo, la novela gótica canalizaría, en su avance hacia la
literatura de terror moderna, esa euforia viva que puede asociarse al núcleo duro,
y acaso perverso, de las grandes búsquedas filosóficas y de los sueños de la
metafísica: el asombro ante lo irreal… y el camino que lo irreal traza hacia una
interioridad misteriosa donde aguarda, en letargo, la absoluta exterioridad pre-
humana e incluso quizás in-humana. “El camino secreto va hacia dentro”, decía
Novalis, y, en busca de su anhelada flor azul, errante por un paraje extraño y
sepultado en el interior de una gruta, en realidad el poeta sondeaba una vía para
llegar a la remota cultura mágica propia de los tiempos en que todavía los viejos
dioses estaban impresos con pintura fresca en la psiquis esquizofrénica del
hombre, recién amasada en su fango primigenio.
Freud en su célebre estudio sobre lo siniestro (Das Unheimliche, 1919)
hacía derivar este impulso emocional del complejo de castración, pero ni siquiera
esta explicación psicoanalítica nos permite borrar las huellas de aquello
profundamente inclasificable, propio del miedo a toda manifestación repentina
de una sobrenaturaleza. A lo largo del tiempo, toda una estirpe transhistórica de
fantasistas de lo macabro, practicantes ascéticos de la menestralía de la
truculencia, ha formulado, de diversas maneras, la idea de que el terror no
configura un mero juguete literario o artefacto cultural, hecho para divertimento
pasajero de jóvenes e iletrados, sino una exploración del alma, una investigación
del Mal, una simbolización del gran phobos atávico… y, al fin y al cabo, un
experimento mental operado con los instrumentos de la emoción más poderosa
e intensa de la psiquis. Entre E.T.A. Hoffmann y sus relatos de hundimiento en lo
alucinatorio, y Edgar Allan Poe, con su declaración de que el horror no viene de
la literatura alemana, sino del alma, hay una maduración del miedo que pasa de
ser un simple fetiche sensacionalista o una convención del gusto poético –
pensemos en el horror todavía decorativo y retórico que exhiben los Poetas del
Cementerio, como Robert Blair o Thomas Warton– a erigirse en un prisma desde
el cual develar, por medio de la distorsión, el sentido más oculto e irreal de lo
humano. Esta progresiva “mayoría de edad” que va adquiriendo el terror como
objeto literario y artístico alcanzará sucesivas iteraciones de profundidad, que
pueden ubicarse, grosso modo, en ese file rouge que une a Arthur Machen, H.P.
Lovecraft y Thomas Ligotti, cuyas ficciones parecieran cumplir el papel, más que
de ocios literarios, de herramientas para averiguaciones antropológicas o
filosóficas. Toda una terapéutica, personal y colectiva, que concibe la literatura
como un medium para llegar a otra cosa.
Si existe alguna función ordenadora o disgregadora de la psiquis en la
confección de relatos que invocan el miedo, de historias que giran obsesivamente
en torno al encuentro con lo inhumano, resulta notable que su formalización
como género claramente definido, al menos si pensamos en términos
genealógicos, se ubique recién en el surgimiento de la gothic novel inglesa, a
mediados del siglo XVIII, es decir, tardíamente si sopesamos la ancestralidad de
su sentido antropológico. Salvo que nos tomemos al pie de la letra el reclamo
francés de localizar la emergencia de la novela gótica en las Memorias del conde
de Comminge de Claudine Guérin de Tencin, publicadas en 1735 2, la fundación
canónica debería señalarse en El castillo de Otranto de Horace Walpole, de 1764:
una novelita que en su primer prólogo pide disculpas por el gusto estético
chabacano y elemental desplegado en las páginas sucesivas, y que disimula la
autoría bajo el disfraz de una mera traducción de viejos manuscritos italianos.
Pero ya aquí se hace ostensible esa fascinación que la mentalidad hipercivilizada
del Iluminismo europeo, y especialmente británico, encuentra en la Edad Media.
Espacializando una época, la mirada dieciochesca hace permutar el Medioevo
hacia la forma de un gigantesco territorio para la libre imaginación, enmascarado
en apócrifas erudiciones, en esquivas referencias remotas y en exotismos que
habilitan la exploración de un reino que no es otro que aquel por el cual el
idealismo trascendental de Immanuel Kant inaugurará un asombro morboso
descomunal. Si la filosofía kantiana afirmaba que no podemos conocer la cosa en
sí si no es a través de su recortada aparición fenoménica, determinada por formas
apriorísticas de la sensación, del entendimiento y de la razón –es decir, que el
sujeto es una minúscula isla en medio de ese vasto océano que es la realidad
numénica–, entonces el arte debía poder encontrar una vía hacia ese Afuera de
nuestra mente, hacia esa exterioridad incognoscible y misteriosa. Y, dado que ni
siquiera lo sublime, según Kant, nos permitiría echar un vistazo al gran noúmeno

2
Cuyo contrataque inglés se basa en señalar que ya Joseph Addison había anticipado las convenciones
estéticas de la novela gótica en un breve ensayo publicado en 1711, y que Alexander Pope había hecho lo
propio en su poema Eloisa to Abelard en 1717. En la polémica pueden terciar los norteamericanos,
alegando que la tan gótica como verídica A Narrative of the Captivity, Sufferings and Removes of Mrs.
Mary Rowlandson, escrita por la propia Mary Rowlandson y publicada en 1682, es una precursora secreta
del género. Asimismo, la literatura española puede argüir que uno de los relatos incluidos en la novela El
peregrino en su patria de Lope de Vega, publicada en 1604, tiene la primacía en la antecedencia genérica,
con lo cual, naturalmente, Inglaterra puede volver a responder reenviando el origen al teatro
shakesperiano. Esta ociosa y casi deportiva gotificación retrospectiva de la cultura, confundiendo la
historia de un género con sus precursores estéticos, nos permitiría llegar a El asno de oro de Apuleyo o al
propio Poema de Gilgamesh como verdaderos iniciadores del gótico.
que es la realidad exterior a nuestras facultades mentales, entonces la vía del arte
debería buscarse en el horror. Al fin y al cabo, ¿no hay entre el horror y el asombro
que busca propiciar la filosofía una marca común de pertenencia? Y no porque
los primeros terrores de la novela gótica desplieguen tramoyas pueriles, como
armaduras que hablan y fantasmas que arrastran cadenas, debe olvidarse que
hay allí un verdadero impulso de la especie hacia el dominio de lo desconocido,
hacia un dominio de mucha mayor dignidad y altura que los clichés que lo
encarnan, e incluso de mucha mayor infamia. ¿No hay acaso un sustrato perverso
y extraño en ese goce que propicia el locus gótico de las fantasías novelescas, esa
atmósfera amniótica de irrealidad novelesca en la que todo puede suceder y en
la que la ambigüedad y las sugerencias siniestras nos devuelven esa misma manía
esquizofrénica y fóbica que nuestras pesadillas, como elementos vestigiales de
una psiquis primitiva, escenifican en nuestro cerebro? ¿No hay acaso en el
retorno a los ruinosos y mágicos panoramas medievales un miedo atávico a que
vuelva la locura de nuestros ancestros? Porque esos personajes ataviados y
mitrados y coronados que recorren pasadizos y subsuelos oscuros de los castillos
y que contemplan el mundo desde las almenas de colosales torres, no son, a las
claras, el hombre medieval en sí mismo, sino el hombre moderno, disfrazado,
jugando a una medievalidad que permite dar rienda suelta a instintos inhibidos.
Hegel percibió la peligrosidad de esa regresión imaginaria y, sacudiéndose
también el misterio kantiano de lo incognoscible y afirmando que sí era posible
conocer el noúmeno, prefirió, en su historización de la filosofía, pasar velozmente
sobre la Edad Media “con las botas de las siete leguas”. No es que Kant se hubiera
interesado por la Edad Media, pero es probable que en la mentalidad
dieciochesca haya habido una articulación, por mero desplazamiento mental,
entre la idea del noúmeno –esa cosa en sí, ese Absoluto que se nos sustrae pero
cuya oscuridad nos asombra– y la Edad Media como campo gravitatorio para
escenificar un vínculo imagínico con el misterio y el terror.
3. El siglo XVIII inglés se vio azotado por una moda goticista, especialmente en el
terreno arquitectónico, que, si bien fue hasta cierto punto minoritaria,
sintomatizó el afán prerromántico de novedad. Villas y castillos neogóticos
comenzaron a dominar el estilo de ciertas casas de campo aristocráticas. Los
nobles ingleses incluso se hacían construir “ruinas” artificiales para hermosear los
paisajes de sus heredades. Si el arte seguía siendo clásico, este anticlasicismo
medievalista fue parte del disfrute privado de las clases señoriales. El propio
Walpole, que mandó a construir ese paradigma del neogótico arquitectónico de
la época que fue su castillo de Strawberry Hill, consideró, al escribir El castillo de
Otranto, que se trataba de un divertimento de nula trascendencia artística y, de
hecho, detestaba la novela sentimental al estilo de Samuel Richardson,
desconociendo al mismo tiempo que en las décadas siguientes el romanticismo
encontraría una gran productividad en sincretizar novela sentimental y novela
gótica. Es más, la novela gótica no alcanzará su cúspide como fenómeno de masas
sino en las novelas de Ann Radcliffe, en la última década del siglo XVIII, donde la
goticidad walpoleana se volverá escenografía para que en el proscenio de la
novela se desplacen los sentimientos pasionales y desgarrados de impresionables
heroínas, damsels in distress acosadas por perniciosos villanos. Esta mixtura
gótico-sentimental llegará a configurar gran parte del sistema de representación
que posibilitaría la gran novela realista. Ya Jane Austen, en La abadía de
Northanger, que no es sino una parodia realista de la novela gótica, presenta a
una protagonista sugestionada por la lectura de horrid novels, la mayoría de las
cuales fueron escritas por autoras mujeres como Radcliffe, Eliza Parsons, Regina
Maria Roche o Eleanor Sleath. Esto es indicador de una fuerte identificación entre
la evolución del género y la emergencia de la escritura de mujeres como
advenimiento de una nueva sensibilidad. Cuando a mediados del siglo XIX
Gustave Flaubert busque cortar sus lazos íntimos con el romanticismo, escribirá
Madame Bovary, novela cuya vocación de realismo se asienta en demostrar la
toxicidad intelectual de las novelas gótico-sentimentales en las lectoras mujeres.
Yendo un paso más allá que “la Quijote femenina” de Charlotte Lennox (1752),
cuya Arabella se creía al pie de la letra las novelas caballerescas francesas, o que
la propia Catherine Morland, que distorsiona la realidad a partir de sus lecturas
obsesivas de novelas góticas, Emma Bovary se hunde en la infamia por imitar las
ambiciones soñadoras de sus heroínas novelescas. Pero Gustave Flaubert no
puede dejar de admitir “Madame Bovary c’est moi”: y es que detrás de toda la
evolución de la novela realista, que intenta librarse del idealismo maniqueo de
las novelas populares, está ese lector adolescente, sentimental, supersticioso e
intimista, entregado a la jouissance novelesca, cuyo modelo fue concebido y
optimizado por un linaje de escritoras que va de Ann Radcliffe, Mary Shelley, Eliza
Parsons, Clara Reeve, Charlotte Dacre, Regina Marie Roche, Sophia Lee, Charlotte
y Emily Brontë, Elizabeth Gaskell hasta Charlotte Perkins Gilman, Daphne Du
Maurier, Valentine Penrose, Shirley Jackson, Alice Munro y Anne Rice.
Si bien el gótico surgió como una suerte de chiste sofisticado, como un
juguete apócrifo destinado a imitar las desmesuras shakesperianas, también
expresó una creciente fascinación por vegetar lo anacrónico, por revivir las ruinas
y explotar las potencialidades pintorescas de la Edad Media, la sobriedad cruel de
sus muros, la ornamentación supersticiosa de sus tapices y heráldicas, sus
extremas emociones al interpretar mágicamente la realidad. Un hedonismo de
anticuario sentimental que se traslada a toda una moda morbosa por combinar
crueldad y belleza, y que se articula en los decadentes aposentos donde moran
los viudos opiómanos de Poe (“Ligeia”, “Berenice”, “Morella”…), en el
historicismo de Walter Scott, siempre predispuesto, en su arqueología de las
ruinas inglesas y escocesas, a torcer la documentación fidedigna en favor de las
brumas de la leyenda espectral (The Monastery); en el arcaísmo melancólico de
John Keats (“The Eve of Saint-Agnes”) o en el preciosismo legendario de Alfred
Tennyson (Idylls of the King).
Asimismo, se puede leer la novela gótica de Walpole como una vindicación
de Shakespeare, casi un desagravio. Frente al desdén que Voltaire y otros
iluministas franceses expresaban hacia el salvajismo imaginativo del Bardo, el
experimento literario asentado en El castillo de Otranto, y la tónica de lo que será
la subsiguiente evolución del género, es básicamente una reposición de los
“barbarismos” y medievalismos sobrenaturales del teatro isabelino y jacobino (en
esto podría decirse que El castillo de Otranto es el brazo armado de la defensa
que hace Samuel Johnson de Shakespeare frente a los ataques voltaireanos). Y
tal retorno a una idea mágica de lo feudal filtrado por Shakespeare, Marlowe y
Webster (una idea barroca de lo feudal, si debemos ser precisos) aparecerá en la
novela gótica como una obsesión por asociar el retorno del escenario arcaico a
tramas literal o figuradamente centradas en el tema del incesto (pensemos en el
menos conocido drama gótico de Walpole, The Mysterious Mother, donde este
vínculo entre tabú y medievalidad llega a su máxima consumación: “¡este teatro
de monstruosa culpa!”, “¡este pilar de acumulados horrores!”).
No es extraño entonces que lo feudal o semi-feudal (es decir, el Medioevo
extendido que en algunas regiones remotas de Europa todavía podía percibirse
en pleno siglo XVII) emerja fulgurante y terrible en el decadentismo gótico de
obras de fines del siglo XIX como Drácula de Bram Stoker, Là-bas (Alla lejos) de
Joris-Karl Huysmans o las narraciones de Arthur Machen –con su captación de
figuras malditas como Gilles de Rais o Vlad Tepes, pertenecientes al lado oscuro
de la historia europea–, las cuales vinculaban el corazón de la Edad Media a
formas extremas y diabólicas del Mal, incomprensibles para la mentalidad
moderna. Ya en el siglo XX, el surrealismo de Antonin Artaud y Georges Bataille
encontraría en esa operación de remontar y replegar la historia occidental hacia
su lunática pre-modernidad, un modo de pensar la naturaleza del Mal desde
adentro. Ambos practicarán personales idilios imaginarios con figuras ancestrales
propias del gusto decadentista, sea el emperador romano Heliogábalo, como
emblema de una total anarquía pagana propia de la Antigüedad, o el vil caballero
francés Gilles de Rais, quien, tras defender la cristiandad codo a codo con Juana
de Arco, se retiró a su castillo a asesinar niños y a estudiar ocultismo. Esta última
figura le servirá a Bataille para justificar el crimen como lo más genuino de la
condición humana. Por su parte, algunas resacas de este surrealismo sacrificial
encontrarían en los años sesenta una culminación extraordinaria en la
recuperación, por parte de Valentine Penrose y luego de Alejandra Pizarnik, del
personaje espeluznante de la condesa Erzsébet Bathory, que, como Gilles de Rais
o Vlad Tepes, cultivó una monstruosa saga de suplicios infernales en las
ergástulas de su castillo húngaro3. Las más descalabradas fantasías góticas del
dandismo finisecular, como Drácula o Allá lejos, son precisamente monumentos
a ese retorno siniestro de una feudalidad esperpéntica, grotesca, una época
convertida en emblema de lo irracional del hombre, una era en que los instintos
andaban desatados, disfrazados de demonios, espectros, y un Dios vengativo,
despótico y misterioso enviaba desde el cielo sus irónicas tragedias. La feudalidad
pensada como ese mundo estragado donde convive el ideal caballeresco y la
sacra búsqueda del Grial con la arbitrariedad con que los reyezuelos de comarcas
atomizadas se erigían en demiurgos de la guerra y en caudillos feroces. La
idiosincrasia inhumana de estos señores feudales, hiperbolizada hasta la pesadilla
por la novela gótica, daría lugar a ese imaginario donde los viejos reyes de lugares
remotos se vuelven alimañas, vampiros, por una degradación mágica: Bathory, la
condesa sangrienta, Gilles de Rais, base de la leyenda de Barba Azul, o Vlad Tepes,
el empalador valaco que inspiraría a Bram Stoker para crear a su conde… los viejos
nobles del Medioevo se tornan vampiros.
En la imaginación decimonónica, especialmente con el ascenso de las
clases medias industrializadas a partir de la Restauración de 1815, la vieja
aristocracia comienza a aparecer representada en la literatura a partir de cierto

3
Si bien, en rigor, Bathory es un personaje de fines del siglo XVI y comienzos del XVII, cuando ya Hungría
formaba parte de la casa imperial Habsburgo, el mundo rural de los viejos señoríos húngaros y
transilvanos todavía estaban atados plenamente a los modos sociales y políticos de la vida feudal. De
modo que la mítica “condesa sangrienta” es, si bien no estrictamente medieval, un epítome de la
feudalidad gótica. Algo similar puede decirse de la bruja Sidonia von Bork, personaje de la Pomerania
renacentista que obsesionó a los románticos y que dio lugar a una extensa novela gótica alemana de
Wilhelm Meinhold, Sidonia von Bork, die Klosterhexe (1848): son remanentes vestigiales de la cosmovisión
medieval los que atraen en estos episodios, pese a estar ya situados en la modernidad.
primitivismo medievalizante, especialmente ciertos rancios abolengos rurales o
propias de territorios periféricos y recónditos que moran en las ruinas
arquitectónicas de la estirpe. La asociación entre vieja estirpe nobiliaria y locura
es palmaria. El Usher de Poe, la decadente estirpe de los Pyncheon en La casa de
los siete tejados de Hawthorne, la señorita Havisham en Grandes esperanzas de
Dickens y el vampiro rumano de Stoker son instancias de esa misma fantasía de
una demencia de invernadero que queda flotando en las antiguas heredades,
sean de una pequeña hidalguía o bien de arcaica nobleza, donde sobrevive una
idiosincrasia necrófila y supersticiosa, propia de los valores medievales que
engendraron a esos linajes.
Ahora bien, incluso aquellas novelas góticas que no se sitúan en tiempos
medievales, están saturadas de ruinas de castillos y monasterios remotos, de
parajes lúgubres o sublimes, de cementerios nocturnos, bosques repletos de
bandidos y nobles siniestros que encierran en sus dominios a una joven damisela
desamparada… La ambientación pseudo-medieval es, en sí misma, la marca de
origen de la novela gótica: un émulo lúdico y nocturno de la interioridad
medieval, con sus guaridas subterráneas, simulacros familiares, leyendas negras,
biblioratos renegados y claustrofobias demenciadas. Una literatura concebida
para autodramatizar ese laberinto emocional inhibido por las luces dieciochescas.

4. El horror fue una encapsulada obsesión del siglo XVIII que convivió
ambiguamente con el enciclopedismo. Condenada cuando cobraba la forma de
novela y tolerada cuando se canalizaba como motivo casi ornamental de la lírica,
era, sin embargo, muy bien tasada cuando se codeaba con la filosofía.
Cuestionarse el origen de la atracción y el placer por el horror y teorizar en torno
a su naturaleza como fuente de lo sublime era algo muy bienquisto en la época,
aunque luego su explotación novelesca fuera considerada un divertimento
culposo. Además de Kant, también Edmund Burke, Anna Laetitia Barbauld, James
Beattie, Nathan Drake y la propia Ann Radcliffe elaboraron sus especulaciones: el
horror como fuente de placer estético, asociado, en su vínculo a lo sublime, con
las zonas emocionales más poderosas que la mente es capaz de experimentar. Un
extraño disfrute, complejo y paradójico en la medida en que abreva en una
emoción negativa que se define como anhelo por satisfacer una curiosidad
profunda, por experimentar asombro y por solazarse en la vitalidad que ese
estado de ánimo transmite a las sensaciones. En su tratado “Sobre el placer
derivado de los objetos del terror” (publicado no mucho después del Otranto),
Barbauld sostiene que “cuanto más terribles, fantásticas y extraordinarias son las
circunstancias de una escena de horror, mayor placer recibimos de ella”. Beattie,
por su parte, percibía que el gusto por el horror deriva de un placer infantil que
nunca madura en nosotros. Resulta notable que sea la Radcliffe quien practique
por primera vez la distinción entre terror y horror, términos que para la tradición
filosófica dieciochesca resultaban generalmente intercambiables (y que, de
hecho, todavía lo son). Siendo quizás la autora más emblemática del
menospreciado género, ella percibe el terror como una emoción derivada de la
ausencia o distancia del objeto temible (el misterio, la vaguedad, la insinuación,
la atmósfera, la incertidumbre), mientras que el horror sería la hiperpresencia,
evidente y efectiva, de ese temido Mal. El terror tendría un efecto placentero
dado que el objeto sublime se encuentra a una adecuada distancia del
espectador, el cual permanece a resguardo; el horror, en oposición, exhibe la
proximidad obscena de ese objeto y, en consecuencia, engendra malestar y
sobreestimulación nerviosa. Ya en el siglo XX se harán lecturas feministas de esta
díada: el terror correspondería a una tradición femenina del gótico y el horror, a
una masculina. Los climas opresivos, la sublimación, la sugerencia siempre
diferida de lo sobrenatural, los embrujamientos de la consciencia, el espejismo y
la visualización frustrada por espacios velados serían los elementos que
componen una imaginería supuestamente femenina: el terror. La gráfica
mostración pura del espanto, lo sensorial y el peligro experimentado a nivel físico
y, en última instancia, la formulación de un enfrentamiento con la Cosa, serían
los gajes de la asertiva fantasía masculina. Por insostenible y maniquea que
pudiera resultar esta división, de la cual una cronología histórica arrojaría
decenas de zonas grises e indefinidas, es interesante percibir cómo en estas
conjeturales regiones del gótico, donde el género queda hendido por la sajadura
del género, se admiten dos fuerzas que conviven en la tradición y que anticipan
dicotomías más sofisticadas, como la que recientemente ha propuesto Mark
Fisher en torno a lo extraño y lo espeluznante (the weird and the eerie). Ya sin
adjudicaciones dimórficas, Fisher percibe que, si en lo extraño la alteridad
inquietante aparece in praesentia a través de la monstruosidad, de algo que no
debería estar allí, de la mezcla y el collage de cosas incombinables por naturaleza,
en lo espeluznante ese Otro se presentifica in absentia, por medio de rastros,
signos vestigiales, huellas de algo inasimilable que palpita en la serenidad del
vacío. De este modo, allí donde lo extraño se concentra en la Cosa y su aparecerse
como fenómeno, lo espeluznante se formula en el espacio donde esa Cosa ya no
está y en la vacilación metafísica que esta ausencia inspira.
En la panoplia colosal de novelas del género gótico publicadas en su siglo
de oro –que duraría, más bien, media centuria, entre las últimas tres décadas del
siglo XVIII y las primeras dos del siglo XIX–, aparecen, entre otras, El viejo barón
inglés de Clara Reeve, Vathek de William Beckford, El castillo de Wolfenbach de
Eliza Parsons, Los misterios de Udolfo de Ann Radcliffe, Caleb Williams de William
Godwin, El monje de Matthew Gregory Lewis, Wieland o La transformación de
Charles Brockden Brown, Manuscrito encontrado en Zaragoza del conde polaco
Jan Potocki, Zofloya de Charlotte Dacre, Zastrozzi de Percy Bysshe Shelley, Los
elixires del diablo de E.T.A. Hoffmann, el poema dramático Manfred de Lord
Byron, Frankenstein de Mary Shelley y, finalmente, la crepuscular y gigantesca
Melmoth el errabundo de Charles Robert Maturin, obra que fascinaría al joven
Honoré de Balzac al punto de llevarlo concebir una secuela. Nótese, sin embargo,
que esta lista no tiene en cuenta la profunda goticidad que exuda la escritura
profética de William Blake, todo el Sturm und Drang alemán (con Schiller y
Goethe a la cabeza), el nacimiento de la novela histórica con Walter Scott así
como la densidad satírica de Jane Austen o Washington Irving, que se
diseminarán hacia la tensión entre humor y horror que desplegará luego Edgar
Allan Poe. La proliferación es todavía mucho mayor. Además de la evidente y
fertilísima hegemonía de la “imaginación femenina” en la evolución del género,
e incluso en su misma existencia –al fin y al cabo, la reducción social al ámbito
doméstico revela, en la espectralización del oikos, la naturaleza neurotizada del
fantasma como proyección de frustraciones–, la presencia de la regresión a un
pasado más o menos feudal es predominante.
La idea de la aventura como motor de la ficción es algo que toda la
literatura moderna asocia con un retorno a lo medieval (lo romancesco
propiamente dicho), lo cual puede percibirse ya en el teatro shakesperiano o en
el Quijote; allí donde Shakespeare erige, en base a antiguas crónicas, una
mitologización de los diferentes estratos de la Edad Media inglesa (o europea en
general), desde el legendario hasta el historiográfico y político, Cervantes coloca,
en medio del prosaísmo costumbrista de una España tan imperial como rústica,
el retorno lunático a los valores caballerescos y al Medioevo deformado de las
novelas de caballerías como la única vía posible para recuperar una peligrosidad
del mundo, una inhospitalidad esencial que es fundamental para que el hombre
se sumerja en la aventura de lo incognoscible. Incluso el género de capa y espada,
esencialmente barroco, se hace posible en la medida en que remite el código
moral del seicento a una idiosincrasia del honor y la prueba sustentada en el
código medieval de caballería. La evolución de la novela como forma mental de
la modernidad o como prótesis civilizatoria adviene, entonces, sobre la base de
dos ejes: la fascinación por lo incierto graficado en una vuelta a lo medieval o a lo
pseudo-medieval (en contraposición al costumbrismo de lo contemporáneo o a
la petrificación estólida de la Antigüedad grecolatina como horizonte del
clasicismo del Ancien Régime) y la interioridad sentimental, esa pre-psicología
apuntalada fundamentalmente por la escritura íntima y epistolar que las mujeres
llevaron a su optimización a lo largo del siglo XVIII y que luego se transfiguró en
la base misma de la novela romántica4. Entre esa interioridad neurasténica y
fascinante que dramatizan Ann Radcliffe, Mary Shelley, Jane Austen y luego las
hermanas Brontë, y una idea de medievalidad como regresión evasiva del
presente se configura la fragua de la novela gótica en tanto precursora y
vehiculizadora del romanticismo. De Goethe y Schiller a Victor Hugo y Walter
Scott, del Götz von Berlichingen y el Wilhelm Tell a Nuestra Señora de París y
Ivanhoe, el mapeo del folclore arcaico como búsqueda del Volkgeist y la
reconstrucción de la historia medieval como crisis originaria de los estados-
naciones europeos se convierten en las operaciones cardinales del imaginario
que anticipa y sucede a la Revolución Francesa. Más allá de los sustratos
ideológicos que conviven, el medievalismo de la época se formula en términos de
regreso atávico a un entorno donde los pilares del derecho natural pueden
restituirse y donde se pueden volver a barajar los destinos sociales en base a la
idea de la gran voluntad individual.
Ya dijimos que Hegel había considerado que la Edad Media era una época
oscura a la que había que saltar con las botas de las siete leguas, pero es
indudable que los espectros de lo medieval contaminaron el siglo XVIII con sus
sugestivas miasmas mefíticas: la Ilustración sólo puede pensar el Mal y la locura
asociándolo al pasado primitivo y sus afortunadamente superadas desmesuras.
La novela gótica es el intento de detenerse en lo medieval como en una escena
primaria, traumática y atávica del origen esquizofrénico de Europa y de las
naciones. Remontarse a lo feudal es también ir al nicho originario de las pasiones
que alimentan el siglo XVIII: la investigación teogónica sobre el Bien y el Mal, los
derechos naturales e inalienables del hombre frente a las tiranías, las vacilaciones
entre el ateísmo cínico y un retorno febril de lo sagrado.

4
Recordemos que entre novela y romanticismo se tiende un cordón umbilical etimológico (lo romántico
es lo novelesco siempre que novela es una traducción del francés roman, tal como se denominaba a las
novelas de caballerías escritas en lenguas romances vernáculas en oposición a los tratados de filosofía
escritos en latín).
Ahora bien, más allá de la convención canónica que periodiza la novela
gótica clásica entre Walpole y la publicación en 1820 de ese vastísimo novelón
digresivo que es Melmoth el errabundo de Maturin5, el hecho de que desde
Otranto hasta Stephen King haya una proyección genealógica sólo se evidencia
cuando se pasa revista a las instancias intermedias, aquellas que nos permiten
detectar la línea punteada que une a Walpole con Hoffmann, a Hoffmann con
Poe, a Poe con M.R. James, Bram Stoker y Arthur Machen, a estos con Lovecraft,
Aickman y Shirley Jackson, para finalmente arribar a Stephen King, Anne Rice,
Clive Barker o Thomas Ligotti. De Otranto y Usher al Overlook y al manicomio del
doctor Locrian, tales inventarios y trazados derivativos, por supuesto, implican
mezclarlo todo, pero ¿qué genealogía no arroja espurias ligazones inconexas? Ya
es de por sí extraña y tortuosa la genealogía de asociaciones de ideas que une los
usos del término “gótico”: desde las tribus bárbaras que invadieron el Imperio
Romano en el siglo V, pasando por los eslabones de la exuberante arquitectura
de las catedrales medievales, denominadas “góticas” despectivamente por los
artistas del Renacimiento; la recuperación durante el siglo XVIII, con la novela
gótica, de la imagen de lo medieval como evocación de lo novelesco, lo oscuro y
lo fascinante; la evolución del término en el siglo XX hacia los escenarios
anacrónicos del cine de terror de la Universal y la Hammer, hasta, finalmente, la
estética anárquica y tribal del punk rock de los setenta, de los Sex Pistols o The
Clash, que confluye en el gótico post-punk, lóbrego, depresivo y post-industrial
de Bauhaus o de Joy Division. La idea de lo feudal como un mundo estragado y
misterioso se amplifica y sobrevuela la noción de lo gótico, transformada y
permutada en variaciones de una relación de ideas entre lo arcaico y la locura.
Los hermanos Grimm, Edgar Allan Poe, Victor Hugo, Bram Stoker, Marcel
Schwob y H.P. Lovecraft –instancias de esta antología– desplegaron esa caja de
resonancias donde lo medieval funcionaba como un disparador para la

5
Algunos críticos colocan, como límite convencional del período clásico del gótico, la publicación, en 1826,
de Las memorias y confesiones de un pecado justificado de James Hogg.
imaginación morbosa: ratas, pestes, mendigos, leprosos y catacumbas. Un limo
putrefacto que aflora como una regresión, la emergencia del subsuelo hacia la
superficie, la visibilización de una era perimida y reprimida. La Ilustración
consistió en demonizar la Edad Media y patear sus grotesquerías bajo la alfombra
de las luces. La novela gótica es la expresión pesadillesca del retorno triunfante y
lujuriante del pasado –de esa casa embrujada que es el cerebro medieval– al seno
del imaginario iluminista.

5. El proyecto de recopilación de cuentos de hadas de la tradición oral germánica


llevado a cabo por los hermanos Jacob Grimm (1785-1863) y Wilhelm Grimm
(1786-1859) a lo largo de toda la primera mitad del siglo XIX no sólo restituye el
Volkgeist (esa obsesión alemana por el espíritu del pueblo, opuesta al
cosmopolitismo ilustrado y universalista) como movilizador de las pasiones
soterradas de la psiquis infantil para propiciar una forma de pedagogía, sino que
también hace reflotar esos elementos reprimidos pertenecientes a una
concepción primitiva de la infancia. Los relatos recuperados por los hermanos
Grimm, como “La Cenicienta”, “Blancanieves”, “Hansel y Gretel” o “La bella
durmiente”, han funcionado, con su crueldad y truculencia, como
escenificaciones de profundo utilitarismo catártico. De hecho, cuando estas
piezas folclóricas llegaron a la Norteamérica decimonónica, los padres y las
instituciones educativas, en complicidad con los editores, condenaron y
atenuaron la crudeza medievalizante de sus valores morales. Es indudable que
esta función receptiva de la crueldad en los cuentos de hadas (casi novelas góticas
en miniatura y no en vano recopiladas en la misma época de surgimiento del
género) expresa por homología el sentido íntimo de toda representación del
terror en el arte.
“El flautista de Hamelín” (“Der Rattenfänger von Hameln”, literalmente “El
cazador de ratas de Hamelín”) recupera una leyenda que se remonta a la Baja
Sajonia del siglo XIII, atravesada por los ecos angustiantes de la llamada “Cruzada
de los Niños”, una semi-legendaria cruzada de cientos de niños europeos que,
guiados por un muchacho con visiones místicas, se dirigió a Tierra Santa con el
objeto de oficiar una masiva conversión pacífica de “infieles”: cada uno de estos
precoces cruzados terminaría siendo vendido como esclavo en Túnez. Este éxodo
mítico es una de las fuentes más probables del relato recogido por los hermanos
Grimm. Aparece allí esa imagen arquetípica del peregrino mágico, acaso un
practicante de artes oscuras, que se lleva a los niños como venganza contra los
padres. Una célebre estrofa medieval, convertida en una inscripción que
sobrevive actualmente en la ciudad bajosajona de Hamelín, da testimonio
escalofriante de aquel enigmático acontecimiento:

En el año de 1284 en el día de Juan y Pablo


siendo el 26 de junio
por un flautista vestido con muchos colores,
fueron seducidos 130 niños nacidos en Hamelín
y se perdieron en el lugar del calvario, cerca de las colinas.

La leyenda medieval se concentra en la figura del flautista, cuya música


secuestra a los niños del pueblo, aunque luego, probablemente el siglo XVI, se
incorporó el elemento de las ratas. Si bien se ha especulado sobre el
acontecimiento trágico que pudo inspirar la idea del éxodo infantil (pues, además
de la supuesta “Cruzada de los Niños”, pudo tomarse como inspiración algún
accidente de la época, una peste, una campaña militar, una emigración masiva
que siguiera la ruta del expansionismo sajón hacia el este), es indudable que el
escenario traza las señas del origen del capitalismo: el burgo mercantil, el culto a
la propiedad privada, las autoridades ambiciosas y los vecinos hipócritas. Es el
naciente burgués de las ciudades alemanas de la Baja Edad Media el que traiciona
la confianza de la figura que representa el retorno de soterradas supersticiones
primitivas. Ese flautista –simbolice a un líder militar o un reclutador de colonos,
o bien, como quiere Marcel Schwob, una encarnación del Maligno– representa
también, con su magia persuasiva, el retorno de una primera Edad Media, de un
viejo mundo germánico cuyas comarcas eran visitadas por dioses disfrazados o
hechiceros mendicantes. Un mensaje pareciera declinarse aquí: el burgués
mezquino y traicionero se merece la plaga y su consecuente peste (porque las
muchas ratas del relato configuran el augurio de una peste a venir). Al negarse a
pagar el tributo de esa creencia sagrada que les permitió liberarse de las ratas por
medios misteriosos, los vecinos de la comarca pierden a los hijos. El pueblo
salvado queda sin herederos, exceptuando al niño cojo y al niño ciego que, no
habiendo podido seguir al flautista, retornan como representantes de un legado
estéril. Ya no hay hijos: ese oro ahorrado y no pagado al flautista, esa plusvalía
arrancada a fuerza de descreimiento, no tiene ahora legatarios, de modo que el
capital pierde su valor de cambio y se vuelve un fetiche vacío (¿de qué sirve el
capital sin el orden social de la sucesión familiar?). Bajo el signo de un lema
subyacente (no hay futuro para el hombre moderno si no se paga tributo a las
viejas imaginaciones supersticiosas), se plantea también la idea de que hay que
educar a los hijos en el respeto por lo mágico: la magia, casi como si lo dijera
William James, tiene prerrogativas pragmáticas en el terreno tortuoso de la
pedagogía. No se necesitan sólo Emilios rousseauneanos prototípicos de la
educación ilustrada, sino también (como diría Bruno Bettelheim) un folclore
repleto de imágenes perturbadoras y sortilegios irracionales con los cuales
restituir los grandes núcleos tortuosos de la psiquis: un utilitarismo simbólico que
permita la maduración.
En una genealogía del gótico, resulta tentador colocar estos cuentos de la
infancia en un lugar cardinal: el retorno del viejo miedo feudal, emblemático de
la ficción gótica, se disemina como método para educar la mente infantil. “El
flautista de Hamelín” asusta no por la aparición de un ser espeluznante o por la
irrupción de lo sobrenatural, sino por la grandeza mágica y oscura de la venganza,
por la atmósfera flotante, como de ensueño, de su flautista nocturno, y también
por la ambigüedad de su resolución compositiva: ¿a dónde se lleva a los niños?,
¿qué representa esa cueva que se cierra tras su paso, ese denominado “lugar del
Calvario”? Esa ambivalencia queda suspendida como una pregunta siniestra:
¿sólo se los lleva consigo para habitar con él en otro reino, probablemente
cruzando el umbral hacia lo invisible, o los destina a la voracidad de alguna forma
de venganza indecible, ante la cual el relato corre por pudor la cortina del
proscenio (no casualmente algunas interpretaciones contemporáneas perciben
en el flautista una inquietante figuración de la pedofilia)?
Pensemos cómo, pese a las reversiones morigeradas e higienizadas de “El
flautista de Hamelín”, especialmente aquellas que nos granjeó el edulcorado cine
norteamericano o las cientos de ablandadas reediciones escolares, el cuento
encuentra su perfecta iteración en una anómala y oscura versión checa: Krysar
(1986) de Jirí Barta, animada en stop-motion y basada en la extraña novelización
simbólica que Viktor Dyk publicó en 1915. Con su escenografía retorcida a fuerza
de expresionismo y enrarecida por la saturación de referencias al arte germánico
medieval, la animaci´no de Barta devuelve el cuento a esa poza de pesadilla
hipnótica y repone el vértigo de su medioevo irreal, lo cual nos recuerda la
ambigüedad originaria de la leyenda y sus delicadas proyecciones fatalistas.

6. Si la literatura norteamericana digirió los elementos de la novela gótica para


verterlos en los moldes de sus propias tensiones socio-históricas (el fanatismo
puritano, los juicios de Salem, la esclavitud, el conflicto entre el viejo mundo
prerrevolucionario y el progreso del nuevo país), la obra de Edgar Allan Poe
(1809-1849) representa quizás la estética más singular e individualizada: de haber
una filtración del contexto colectivo en sus fantasías oscuras, ésta sólo se produce
a través de distorsiones, máscaras y desplazamientos. Toda su escritura es la
dramatización imaginaria de una intensa biografía mental, al punto de que en su
época sus excentricidades y vicios fueron exagerados hasta componer un fetiche
estereotípico que la sociedad americana rechazó por socialmente infame, pero
que llegó a convertirse en póstumo objeto de culto para la literatura europea,
especialmente para esa línea de la bohemia francesa que va desde Baudelaire
(que descubrió, tradujo e imitó a Poe, y llegó a llamarlo “mi hermano”) hasta los
decadentistas del fin de siglo.
Resulta imposible pensar la evolución del terror norteamericano sin las
novelas misteriosas de Charles Brockden Brown (como Wieland o La
transformación), sin los relatos satíricos de Washington Irving (como “La leyenda
de Sleepy Hollow”) o sin la obsesiva narrativa genealógica de Nathaniel
Hawthorne (como La casa de los siete tejados), sin embargo, la obra de Poe se
erige en episodio inasimilable, casi una isla psíquica incapaz de explicarse por su
sola inclusión en un contexto literario. La radical inestabilidad de su narrativa, la
ambivalencia nunca resuelta entre el terror serio y la parodia metaficcional, su
fascinada irreverencia contra las normas imperantes del buen gusto literario y la
sensibilidad anómala con que expresó en símbolos pesadillescos la traumática
sucesión de muertes de las diferentes figuras femeninas de su vida… todo este
itinerario hace de su escritura una de las experiencias psicológicas más intensas
de la historia del arte.
H.P. Lovecraft, que comenzó su obra como un declarado imitador de Poe,
consideró que el autor de “La caída de la casa Usher” había logrado lo que nadie
antes, y que, en líneas generales, confirió al terror moderno su forma definitiva.
Si antes los escritores de lo extraño habían trabajado en la oscuridad en lo que
respecta a los móviles del miedo a lo sobrenatural, Poe fue capaz de concebir una
“malignidad convincente” que transformó para siempre los estándares del terror.
Logró estirar la comprensión psicológica del terror entre dos polos extremos, el
de un sólido realismo cientificista y el de un etéreo descenso a la plástica del
sueño, lo cual formuló una amplitud expresiva que ya no tendría vuelta atrás para
el género.
Gran parte de sus relatos más inquietantes, centrados en la noción
perturbadora de que la muerte puede ser vencida por la fuerza de voluntad,
fueron en realidad concebidos como sátiras del gótico, pero obradas con una
comprensión tan sutil de los disparadores del género, que los lectores comunes
de la época, desatendiendo el componente paródico, leyeron en la exageración
de sus recursos un estímulo perfectamente calibrado para producir el puro terror.
Poe ha visitado la imagen de un Medioevo oscuro, inflamado por las
pestes, la demencia y un despotismo aniñado, en relatos que recuperan la
fascinación gótica por lo feudal: “Metzengerstein”, “Hop Frog”, “La máscara de la
Muerte Roja”, e incluso esos otros, más brumosos en su escenificación, como
“Berenice” o “Ligeia”, impregnados de una atmósfera luctuosa de invernadero
aristocrático y alquímico. Sin embargo, en “El rey Peste”, el laberinto de la
Londres apestada del siglo XIV, en tiempos de Eduardo III, adquiere visos
delirantes y distorsivos que no son completamente asociables a la imaginería de
la novela gótica o del folletín sensacionalista de la época, y que, en todo caso,
reenvía a ciertos costados esperpénticos de las fantasías hoffmannianas. Si, como
quería Borges, el Dark Romanticism estadounidense había producido textos,
como ser Bartleby de Melville o las alegorías culposas de Hawthorne, que
anticipaban a Kafka y al siglo XX, no sería errado decir que “El rey Peste”, con su
clima de pesadilla grotesca y absurda, anticipa plenamente esa realidad incierta,
opresiva y ridícula, entre el humor y lo siniestro, que flota en El proceso y en El
castillo.
En otoño de 1835, Poe estaba instalado precariamente en Richmond,
enturbiando su labor periodística con los miasmas del alcohol. Ensimismado por
una idea fija, se fugó entonces durante un mes a Baltimore y se casó con su amada
prima-niña, Virginia Clemm, cuya posterior enfermedad y muerte sería el
disparador de todo un imaginario fúnebre en su escritura. Ese mismo mes
apareció en el Messenger de Richmond “El rey Peste”, quizás el relato más
extravagante de todos los que concebirá. Una pieza que, sin perder el costado
humorístico que venía practicando en toda una serie de sátiras anteriores,
retoma la intensidad de esos abismos de la imaginación gótica que ya había
explorado a fondo con “Berenice” y “Morella”. Puede que para escribir “El rey
Peste” refrescara algún recuerdo de sus años como soldado raso en la isla de
Sullivan, en la cual los habitantes de la vecina ciudad de Charleston se refugiaban
de los diversos brotes urbanos de fiebre amarilla. De hecho, un par de años antes
de que Poe publicara este cuento se había producido un notable brote en New
Orleans. Es probable que esto le confiriera mayor actualidad al tema de la peste.
El yellow Jack, como se lo conocía por entonces, asolaba a menudo algunas
ciudades de la costa este norteamericana y, en cierto modo, una justicia poética
resonaba en el hecho de que fuera el comercio de esclavos africanos uno de los
detonantes de estas epidemias.
El argumento de “El rey Peste” es, podría decirse, meramente anecdótico,
mientras que, en cambio, es el estilo saturado y estrambótico lo que marca la
singularidad del cuento en su época. Dos caricaturescos marineros, Patas y Hugh
Tarpaulin, uno altísimo y esbelto, el otro bajo y rechoncho, recorren la
espeluznante Londres nocturna durante los años de la peste del siglo XIV.
Huyendo de una taberna en la que han dejado la cuenta sin pagar, se ocultan
entre las desoladas barriadas de la orilla del Támesis, abandonadas a la ruina y a
los ladrones a causa de ser el probable foco de la siniestra plaga. En este sombrío
y pavoroso entorno que se erige como el corazón de la peste, ambos compañeros,
pícaros y borrachines, descubren, en la bodega de una derruida casa de pompas
fúnebres, una extravagante tertulia. Sentados sobre ataúdes, seis personajes de
aspecto mortuorio, cuyos cuerpos se encuentran en diversos grados de
putrefacción, celebran un banquete. Entre ellos, el que preside la reunión es una
figura escuálida y descarnada: el rey Peste, monarca de esos dominios funestos.
Los estrafalarios nombres y títulos de los tétricos comensales que componen el
Concejo Real son: la Reina Peste, el Archiduque Pest-Ífero, el Duque Pest-Ilencial,
el Duque Tem-Pestad y la Archiduquesa Ana-Pesta. Los dos marineros se sientan
a beber con ellos, pero ante las impertinencias que cometen, el monarca los
condena a beber de un solo trago un galón completo de ron con melaza. En medio
de la barahúnda que causa la gresca entre todos, los dos pícaros terminan
destrozando el recinto y huyendo cada uno con una de las dos espantosas
mujeres de la comitiva en brazos.
Si todos los primeros relatos de Poe eran hasta cierto punto piezas de
humor, ejercicios de divertimento entre lo superfluo y lo alegórico, únicamente
en el primero, “Metzengerstein”, había jugado con la idea de tomar las
convenciones de la ficción gótica para elaborar una sátira. Sólo que si en éste la
sátira estaba dirigida exclusivamente a la literatura, a los clichés del género gótico
tan en boga en aquella época, en “El rey Peste” (no en vano subtitulado como
“Cuento que contiene una alegoría”) la ironía carga las tintas contra la actualidad
política de los Estados Unidos. Pese a que, en un nivel superficial, el lúgubre rey
y su corte evocan la de Eduardo III, monarca inglés durante los años de la peste,
más en profundidad, el relato funciona en su concepción como una sátira de la
desastrosa administración del entonces presidente norteamericano Andrew
Jackson. Toda la narración, de hecho, abunda en claves alegóricas que remiten al
contexto político, desde el epígrafe que cita una tragedia isabelina que trata
sobre las consecuencias del mal gobierno hasta referencias mínimas, como la
parroquia de St. Andrews donde comienza la historia (que remite al nombre de
pila del presidente satirizado), el aspecto del propio rey Peste, que recuerda a las
caricaturas que los pasquines de la época hacían de Jackson, así como la
apariencias de los otros comensales, que funcionan como guiños para
representar a otras figuras políticas de la época.
Pero leer esta narración a partir del germen de su propósito –desde su
intención y no desde su tentación– y desde esa reconstrucción contextual, a
modo de una mera sátira anti-jacksoniana, es leerla desde lo menor y obviar la
extrañeza de su atmósfera estética, su perturbadora cualidad enigmática, la
riqueza delirante que adquiere su mundo cuando el lector ingresa en él abstraído
de la voluntad lineal del autor. Es la realidad que abre a la imaginación, más que
su sustrato ideológico, lo que hace pertenecer “El rey Peste” al sempiterno
repertorio de íncubos del cerebro. El desenfreno alcohólico y los despliegues de
la muerte, dos núcleos morbosos de la mentalidad del autor, son los verdaderos
temas que sobrevuelan esta báquica pesadilla de necrofilia.
Poe, después de “Berenice”, había jurado no volver a caer jamás en tales
extremos de mal gusto y anormalidad morbosa… Con “El rey Peste” podemos
confirmar que sus promesas en el terreno de la repugnancia literaria eran tan
hueras como sus reiterados abandonos y reincidencias en la bebida. De hecho,
uno de los más recientes biógrafos del autor, Peter Ackroyd, supone que la
claustrofóbica estancia donde los dos marinos beben junto a ese rey que
representa a la Muerte seguramente se base en las lóbregas tabernas que Poe
debe haber conocido e incluso frecuentado, antros sórdidos muchas veces
ubicados en repugnantes subsuelos.
Hay críticos que han percibido en este cuento ecos de ciertas descripciones
de la epidemia de cólera que hiciera el poeta alemán Heinrich Heine. Poe toma la
cuestión de la peste desde la óptica del humor negro, pero, posteriormente, al
volver a representar el tema, aunque repetirá los mismos elementos de Heine,
no volverá a la farsa grotesca que despliega en “El rey Peste”. Así, en “La máscara
de la muerte roja”, la imagen de la peste se volverá solemne, simbólica, y buscará
generar más bien el espanto del lector antes que la hilaridad.
Robert Louis Stevenson se horrorizó tanto al leer “El rey Peste”, que su
juicio quedó nublado entre el amor y el odio. La vena mortuoria le resultó tan
repulsiva que calificó al cuento como un “infame fárrago de horrores” y resumió
su argumento como “una absurda borrachera durante la peste”. Afirmó que
“aquél que fue capaz de escribir ‘El rey Peste’ ha dejado de ser humano” y que el
lector sólo puede ensuciarse al leer la cínica irreverencia hacia la muerte que
exudan sus páginas.
El bizarro conjunto que se articula entre la historia y los personajes
pareciera anticipar, en su tono satírico, algunas de las distorsiones más propias
de lo que serán, ya en el siglo XX, las fantasías del expresionismo y del
surrealismo. Con su alegoría política bufa y gargolesca, este relato anuncia el
estilo de la sátira pre-surrealista de Alfred Jarry en Ubú rey, ciclo de farsas
teatrales que representan el poder de forma onírica y grotesca. El banquete del
rey Peste en sí mismo pareciera también precursor del nonsense de la fiesta de
té en Alicia en el país de las maravillas.
Como muchos otros relatos góticos de Poe, la historia se desarrolla en un
mundo sugestivamente medieval. También “Metzengerstein”, “Berenice” o
“Morella” tenían ese tinte brumosamente feudal. La ambientación de “El rey
Peste” en los años de la peste negra y las figuras esperpénticas que se presentan
en el relato abrevan sin duda en los espantajos infernales y espeluznantes que
pululan en los cuadros de El Bosco o en algunos episodios de las novelas de
Rabelais, e incluso puede pensarse en los Sueños de Quevedo, especialmente en
el titulado “de las Calaveras”, donde, entre la parafernalia de muertos levantados
de las tumbas, también aparece una personificación de la peste. Asimismo, el
imaginario macabro de “El rey Peste, entre féretros, sudarios, osamentas y
nieblas nocturnas, funda en cierto modo la estética halloweenesca que en el siglo
XX se convertirá en objeto de inagotables representaciones culturales, en
especial por medio de esa línea de familias tétricas y humorísticas como las de
Charles Addams, Edward Gorey o Ray Bradbury.
Se han determinado diversas fuentes de inspiración de las que pudo
servirse Poe para escribir el cuento: un incidente de gran impacto periodístico
ocurrido en un salón de baile parisino, en 1832, al que un invitado llegó disfrazado
como una luctuosa representación del Cólera; determinado capítulo del Vivian
Grey de Benjamin Disraeli, así como también algunas de las pavorosas
descripciones que hace Daniel Defoe en su Diario del año de la peste. Es, además,
más que probable que estuviera entre las lecturas de Poe aquella escabrosa
novela sobre la epidemia de fiebre amarilla que azotó Filadelfia en 1793, Arthur
Mervyn (1799), escrita por Charles Brockden Brown, uno de los precursores, si no
el precursor absoluto, del gótico americano. Sin embargo, debe buscarse la
fuente fundamental de “El rey Peste” en cierta anécdota referente a un hecho
real ocurrido en Londres, hacia 1779, y cuya crónica apareció en una revista naval
en 1811. Allí se narra cómo un gentleman, al pasar de noche por el patio de una
iglesia, escuchó cantos e hipos saliendo de una cámara mortuoria del cementerio.
Encontró allí a unos marineros ebrios celebrando un banquete nocturno en el
interior de la bóveda, en medio de cadáveres, cuyas bocas, a modo de chanza,
llenaron de vino y pan. Finalmente, mientras se retiraban, uno de los marineros,
se desmayó y se ahogó en una charca de barro. Sus compañeros devolvieron al
reciente fallecido al nicho y depositaron el cuerpo entre los mismos frígidos
comensales que los habían acompañado en su festín.
Aunque Poe retomará constantemente al recurso del humor a lo largo de
toda su obra, no volverá a producir esta clase de sincretismo desbocado y
caricaturesco entre sátira y horror, con excepción parcial del delirante cuento
titulado “El sistema del Dr. Tarr y el profesor Fether”, escrito una década más
tarde.

7. En las cartas XII y XX del libro que dedica a sus viajes por la región del río Rin,
Victor Hugo (1802-1885) hace mención de la leyenda popular alemana de la
“Maüsethurm” o “torre de las ratas”, construcción cuya arquitectura y origen lo
obsesionaban desde la infancia. La tétrica historia del impiadoso arzobispo Hatto
–que hizo calcinar a la gente pobre del condado que reclamaba comida durante
una hambruna, para luego ser él mismo devorado por las ratas– adquiere un
matiz especial si se la lee junto con “El entierro de las ratas” de Bram Stoker: los
roedores voraces como emblemas vengativos de una casta pobre despreciada
por el poder (aun cuando entre un relato y otro, entre el pobre campesino
medieval, vejado por los desmanes oscurantistas del feudalismo eclesiástico, y el
lumpenproletario de la periferia urbana, degradado a bandido, media el cambio
de mirada que va desde una romantización de la justicia social hacia una
percepción folletinesca, mucho más morbosa y determinista, del malandraje
desclasado).
A su vez, esta explotación de la tradición oral que hace Hugo como método
para remontarse a un medioevo estereotípico es la misma que guía la labor
pedagógica de los hermanos Grimm: la Edad Media como una era cuya crueldad
permea el sentido de una educación sobre el Bien y el Mal. Esta misma leyenda
alemana, tomada por numerosos poetas del romanticismo, entre ellos Robert
Southey, funcionará también como sustrato atávico de “Las ratas en las paredes”
de Lovecraft.

8. La Edad Media es también la era en que los cuerpos están sometidos a


tensiones descomunales y distorsiones grotescas: martirologios, ascetismo,
suplicios, muertes prematuras, desnutrición, pestes y lepra. La seducción
malsana de la podredumbre física fue uno de los nodos perversos del simbolismo
y del decadentismo en Francia: la fulgurante belleza de lo muerto, la
fosforescencia del mal, la abyección lúbrica de lo enfermo, el regodeo hedonista
en el vicio, el preciosismo de una religiosidad torcida, los paraísos artificiales de
la demencia…
Marcel Schwob (1867-1905), uno de los adalides de esta menestralía de
epicúreos de lo terrible, estudió con rigor las malicias canallescas y socarronas del
argot parisino del siglo XV. La furtividad maliciosa del hampa y los infinitos
matices de las antiguas jergas rufianescas fueron una de sus grandes obsesiones,
y llegó incluso a ser un erudito en tales materias. Amó la potencia imaginativa de
las distancias geográficas y escenificó parajes exóticos sumergidos en una
atmósfera de ensueño. Frecuentó a contemporáneos como Alfred Jarry, Paul
Valéry y André Gide. Practicó una ferviente anglofilia literaria sólo equiparable a
la de Baudelaire, y su idolatría por la obra de Stevenson lo llevó a peregrinar (ya
enfermo de un inexplicable mal que lo tenía sujeto a la morfina) a esa misma
Samoa donde el escocés había terminado sus días. A la vuelta de ese viaje, murió
de una gripe.
“El rey de la máscara de oro” fue publicado en 1892 dentro de una
colección homónima de relatos y es quizás la cumbre de toda su narrativa
simbolista, uno de los mayores testimonios de la manía francesa por las quimeras
negras de Poe (desde Baudelaire hasta el Conde de Lautréamont, Guy de
Maupassant, Joris-Karl Huysmans y Paul Valéry). Entre sus primeros relatos
poéticos se cuentan piezas narrativas de culterano refinamiento, en las cuales
Schwob ya anticipa el estilo preciosista de esas ensoñaciones apócrifas que
compondrán sus Vidas imaginarias, obra que, a su vez, sería el modelo del primer
libro de relatos de Jorge Luis Borges, Historia universal de la infamia.
Situado en un no-lugar, un reino indistinto pero medievalizante, “El rey de
la máscara de oro” restituye el peso mitológico que posee la figura del rey leproso
en el imaginario gótico de lo feudal, especialmente ese legendarium derivado del
trágico “cara-cerdo” Balduino IV, rey de Jerusalén durante el período
inmediatamente anterior a la Tercera Cruzada, quien padeció lepra desde la
infancia y debió acostumbrarse a cubrir su tremenda desfiguración con una
máscara de fino género. Schwob, además de ser un entusiasta obsesivo de la vieja
París del siglo XV, con sus pícaros y siniestros coquillards, se vio encandilado por
el ciclo de leyendas medievales que giraba en torno a la llamada “cruzada de los
niños”, acontecimiento que le inspiró una obra homónima y que, asimismo, ya
había sido una de las probables bases históricas de la cual derivara la inquietante
leyenda alemana de “El flautista de Hamelín”.

9. La novela gótica murió por su gran facilidad para caer en la autoparodia


involuntaria, lo cual la convertía en foco privilegiado de sátiras: no basta con
nombrar La abadía de Northanger de Jane Austen, que elabora abiertamente su
catilinaria mordaz contra el género, sino que también debe pensarse en cómo la
tendencia disfemística a satirizar el gótico estuvo en las bases de todo el terror
de Poe (o incluso en sátiras del siglo XX, ya experimentales, como Los hechizados
de Witold Gombrowicz o En el castillo de Argol de Julien Gracq). Pese a esta
propensión al lugar común y a la línea gruesa, los disparadores narrativos, clichés
y atmósferas de la novela gótica contaminaron toda la literatura del siglo XIX. El
gótico dieciochesco cristalizaría, en el siglo siguiente, en un inventario de
recursos, motivos y subgéneros que encontrarían su principal cauce en la estética
literaria del realismo, dominante a partir de la década del treinta. La creciente
popularidad del periodismo amarillista y el folletinismo concentrados en el horror
de la vida criminal, convertida ya en toda una mitología urbana, vehiculizó gran
parte del instrumental expresivo de la novela gótica, y llegó a asentarse en la gran
tradición novelística del siglo XIX (Balzac, Dickens, Dostoievski, Zola), cuya
exploración del sombrío espacio urbano de la época, con sus miserias sepultadas
y su submundo nocturno, entraba en diálogo directo con un periodismo
obsesionado por el sustrato novelesco de la ciudad y todo su amplio bestiario de
anomalías: los asesinatos truculentos, los locos y deformes, las catervas de
mendigos, las maquinaciones furtivas.
La escritura de Bram Stoker es ya contemporánea al gusto decadentista de
fines del siglo XIX, cuando el fenotipo dickensiano del cronista buscador de
justicia social ya había dado paso al frío observador positivo del naturalismo, à la
Zola, o al morboso paseante solitario de cuño baudelaireano. Su relato “El
entierro de las ratas”, aunque publicado en 1896, fue escrito antes de Drácula,
en el año de 1878, durante su luna de miel en París. Fabuló aquí el escenario de
una París pretérita, la de 1850. Durante sus caminatas por la ciudad junto a su
esposa o mirando los tejados de la luminosa urbe desde la ventana del petit hotel
donde se hospedaban, Stoker tuvo atisbos de esa vieja ciudad, semioculta y
disimulada entre los pliegues de los modernos bulevares que surcaban la
modernizada París bellepoqueana de la Tercera República.
Y si bien la París del relato de Bram Stoker no es estrictamente la medieval,
sí se trata de esa ciudad oscura y pestífera, previa a las transformaciones
haussmannianas del Segundo Imperio: es decir, la de Victor Hugo (la París de 1815
a 1832 que retrata Hugo en Los miserables no es realmente muy diferente de
aquella lóbrega ciudad medieval que despliega como escenario de Nuestra
Señora de París), Eugène Sue (fundador del género novelesco de los mystères
urbanos) y Baudelaire (con su abarrotada urbe en la que el ensañado paseante se
da opiáceos baños de multitud); y también se trata del mismo entramado rotoso
que pinta Poe en la París de “Los crímenes de la calle Morgue”. Una ciudad
todavía agobiada por el espectro de la Edad Media, por su angosto y laberíntico
trazado primitivo, saturado de malandrines y recovecos sórdidos; esa París
emboscada en cuya lóbrega rue de la Vieille-Lanterne, en la reja de un recodo
escondido, se ahorcara el poeta Gérard de Nerval. Y ese lumpenaje ominoso que
acosa al narrador de “El entierro de las ratas”, deshecho humano de las violentas
revoluciones sociales del pasado, tanto del Terror del 93 como de las barracas de
1830, remite indudablemente a la horrenda era de la Corte de los Milagros y del
macabro Cementerio de los Inocentes propios de ese siglo XV rufianesco de
François Villon que tanto encandilará con su argot temible a Marcel Schwob. La
París marginal que recorre el turista del relato, quien oficia psicogeográficos
ejercicios de exploración, es una ciudad tomada por la basura y las ratas, habitada
por maleantes ladinos y sanguinarios. Una ciudad capaz de exhibir el sustrato
medieval que todavía sobrevivía en la periferia sórdida de la Ciudad de las Luces
antes de esa modernización que, en los años del fin-de-siècle, no llevaba ni medio
siglo de desarrollo.
En Bram Stoker la ciudad de las ratas configura una topología
intercambiable. En esta París a medio modernizar, donde la deriva del flâneur
puede jugar malas pasadas al distraído extranjero, Stoker hace también resonar
implícitamente el puerto inglés de Whitby, que en Drácula aparecerá invadido
por una funesta plaga: el conde vampírico, como un nuevo flautista de Hamelín,
arrastra tras de sí un ejército de ratas que le obedecen. El vampiro como alimaña
mayor posee toda una ciencia de la alimañística, un saber negro engendrado en
la soledad de su amniótico castillo medieval. También son ratas lo que el vampiro
le ofrece a su siervo Renfield para que le abra la ventana y lo invite a pasar. En la
iteración germánica y cinematográfica de la novela, Nosferatu, se añade una
plaga de ratas que invade Bremen (en la versión de Murnau) o Wismar (en la
versión de Herzog).
Para la memoria histórica de la literatura, Bram Stoker ha sido autor de
una sola obra. Drácula obturó con su iconicidad la percepción de sus otras
ficciones, quizás más desiguales, estilísticamente erráticas y hasta objetables en
su coherencia, como es el caso de La joya de las siete estrellas, La dama del
sudario o La guarida del gusano blanco. Sin embargo, es probable que el valor
superlativo de Drácula, con su potencia para concitar atmósferas dantescas,
pueda encontrarse fielmente diseminado en algunos de sus mejores relatos,
como “El invitado de Drácula”, “La Squaw”, “La casa del juez” o, precisamente,
“El entierro de las ratas”. Y si en este último se satiriza el tipo humano del flâneur,
el paseante urbano, turista que expresa un interés mórbido y retorcido por el
lumpenaje y las conurbaciones miserables de las grandes metrópolis modernas,
Stoker también castiga esa curiosidad malsana, ese turismo de oportunidad, tan
común en el intelectual burgués de la época, deseoso de comprobar con sus
propios ojos el inventario de degeneraciones humanas con que las novelas
naturalistas de la época, en contraposición con la romantización de la pobreza
que campeaba en la generación anterior, solían reducir la miseria a un fenómeno
positivamente cuantificable y derivado del determinismo biológico. En cierto
modo, aunque la calidad específica de la aventura y de sus resultados no hacen
más que confirmar estos prejuicios de época, es notable cómo Stoker, a la vez
que acentúa una perversión estereotipada, a años luz del fenotipo del pobre
virtuoso dickensiano, escarmienta también al civilizado inoportuno y lo somete a
una desventura aterradora que no carece de cierto patetismo. Un patetismo que
puede hacer pensar en la misma estructura (ideológicamente tendenciosa,
aunque de una gran capacidad para engendrar el terror) que se manifiesta en uno
de los textos cardinales de la tradición literaria latinoamericana del siglo XIX, “El
matadero” de Esteban Echeverría, donde la deriva urbana de un paseandero
burgués de Buenos Aires culmina en un fortuito encontronazo con la supuesta
barbarie atávica de las clases populares, aunque en este caso la peripecia
argentina derive en una solución compositiva mucho más cruenta que “El
entierro de las ratas”.
Ahora bien, indudablemente el cuento de Stoker posee esa cualidad para
el extrañamiento descriptivo y para el aumento de la tensión acumulativa que
Poe desplegó extraordinariamente en “El pozo y el péndulo” o en los capítulos
del motín a bordo de La narración de Arthur Gordon Pym: un peligro incierto que
va escalando sutilmente en la percepción del protagonista, a la par que engendra
en el lector una empatía total capaz de alcanzar una aceleración de vértigo.
“El entierro de las ratas”, en última instancia, queda asentada casi como
un testimonio de los remanentes primitivos que las grandes ciudades europeas,
en creciente industrialización, podían todavía exhibir en sus arrabales. Agrega
más a la culpa social del personaje el hecho de que los traperos que viven en su
sórdida ciudad de basura no son sino envejecidos representantes de la
soldadesca, así como de las sanguinarias mujeres de la Revolución francesa y de
la Primera República, fósiles vivientes del terror revolucionario y de la insaciable
guillotina popular: “una banda de forajidos como sólo medio siglo de
revoluciones periódicas puede producir”. No olvidemos la brutalidad degenerada
con que Thomas Carlyle, en su famoso ensayo de 1837, había caracterizado a la
Revolución Francesa, retrato trazado con densa expresividad gótica que daba a
los radicalizados sans-culottes los visos de caníbales salvajes. En cierto modo, en
este tugurio que escenifica Stoker lo reprimido que retorna desde el inconsciente
político parciera ser una barbarie desatada, identificada con la Revolución, pero
pintada con los colores de una feudalidad irrestricta, un páramo de ilegalidad
bandoleril tan peligroso como los medievales bosques asolados por gremios de
cuatreros. Para Stoker la asociación está clara: las temibles ratas del Reino de la
Basura, esas ratas masivas y devoradoras, capaces de dar cuenta de un cadáver
en pocos minutos, evocan las plagas y miserias de la vieja Francia feudal y son, en
cierto modo, equivalentes a la peligrosa comunidad humana que vegeta en este
distrito marginal. El misterio urbano, género aporofóbico tan propio del siglo XIX,
queda sintetizado por Stoker en esta siniestra corte de los milagros donde las
ratas y los hombres comparten, en promiscua convivencia, oficio y costumbres.
Al igual que el medievófilo Durtal, personaje de Huysmans, el paseante de “El
entierro de las ratas” podría exclamar: “¡Que me ahorquen si sospechaba que
París pudiera esconder semejante doble fondo!”.

10. H.P. Lovecraft estaba obsedido por la idea de que las viejas supersticiones
pueden ser transformaciones legendarias de contactos reales que el ser humano,
en tiempos primitivos, pudo mantener con oscuras entidades no-humanas,
quizás incluso alienígenas. En “Las ratas en las paredes” (1924) desarrolla una
fascinación personal que ya aparece en sus primeros cuentos juveniles, como “El
alquimista” y “La tumba”: la idea del retorno, bajo alguna forma inquietante, de
los culpas de los ancestros, obsesión que no sólo se remonta a Poe y Hawthorne,
sino también al origen de la novela gótica en Walpole, cuyo Otranto ponía en el
centro mismo de su exploración del horror la cuestión del regreso de las
iniquidades parentales, retorno que se produce sub signo del adagio bíblico: “Los
pecados de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación”.
La maduración literaria que experimenta Lovecraft a comienzos de la
década del veinte es vertiginosa. Tras el descubrimiento de las obras Arthur
Machen y Algernon Blackwood, pasa de ser un “parodista involuntario” de Poe
(como lo llama Borges) y un imitador estilístico de Dunsany, a trazar el lore desde
cuya base proyectará toda su mitología primigenia, apoyada en un nihilista horror
cósmico donde el miedo a lo sobrenatural, propio de la ficción gótica, se disemina
hacia consecuencias ontológicas y universales mucho más vastas. Con “Las ratas
en las paredes”, relato no del todo desprendido del influjo de Poe y todavía previo
a los grandes núcleos de los Mitos de Cthulhu, estamos probablemente frente a
la mejor de sus piezas escrita hasta ese momento. En cierto sentido, Lovecraft
perfecciona aquí la base argumental que había desarrollado muy modestamente
en “El pantano de la luna”: la idea de un norteamericano que, descendiente de
un noble linaje europeo, recupera la antigua residencia familiar para restaurarla,
pese a las supersticiosas antipatías de los lugareños, las cuales se remontan a
lejanas blasfemias de la época celta. Hasta ahí ambos relatos comparten una
misma premisa, pero “Las ratas en las paredes” logra una articulación más
compleja: un lenguaje que, pese a los picos de extravagancia que alcanza, logra
un ritmo sumamente calibrado; una serie de imágenes oníricas que desbordan
los logros de todos sus cuentos anteriores y, finalmente, una construcción de
trama que, pese al rigor y el detalle, deja las brechas adecuadas para que se cuele
una ambigüedad de referencias siniestras que luego irán resonando en su obra
posterior. Es evidente que, tras ensayar con la forma extensa de sus relatos
serializados durante los dos años anteriores, Lovecraft pudo luego practicar
narraciones cuyos efectos y resortes estuvieran más delicadamente dispuestos.
“Las ratas en las paredes” es, de hecho, exceptuando los episódicos “Herbert
West” y “El miedo que acecha”, la más larga de sus piezas hasta entonces.
El punto de partida del argumento reproduce las grandes obsesiones del
medievalismo gótico como vía hacia la regresión atávica. Un viejo
norteamericano, tras perder a su hijo en la Gran Guerra, decide comprar el
remoto y antiguo castillo de sus antepasados ingleses. Viaja a la isla y lo restaura
en medio de un clima de rechazo por parte de los habitantes de la región, entre
quienes reviven habladurías acerca de una maldición que se cierne sobre el
infame linaje del protagonista, la antigua familia De la Poer. Si bien los orígenes
de esta casta se remontan al siglo XVI, el castillo ancestral tiene raíces harto más
antiguas: algunos aseguran que sus muros se alzaron sobre cimientos romanos,
celtas o de civilizaciones incluso anteriores. Los lugareños adjudican al linaje toda
una serie de leyendas degeneradas, una de las cuales menciona una invasión de
ratas que masacró a un pueblo entero. Tras ciertas investigaciones derivadas de
la restauración arquitectónica del castillo, el norteamericano descubre un vasto
subsótano donde yacen aún los restos de un secreto inmemorial y blasfemo de la
familia.
La idea de base – el descubrimiento de un horrible secreto ancestral en el
subsuelo de un castillo – nos recuerda, en principio, a “El alquimista”, el primer
relato publicado de Lovecraft, pero también refuerza ese elemento arquetípico
sobre los espacios ocultos y subterráneos de la casa familiar que ha llevado a
muchos críticos a leer el relato psicoanalíticamente. Por un lado, la idea del valor
simbólico del motivo de la casa familiar y de cómo los diferentes sustratos
subyacentes representan un descenso hacia las raíces de los conflictos psíquicos
primitivos, y, a su vez, si la casa simboliza la totalidad de la vida psíquica, los
sótanos o lugares ocultos y sombríos se asocian inevitablemente al inconsciente
y a cierto material reprimido a causa de su potencial perturbador (en este
aspecto, tanto “La caída de la casa Usher”, uno de los modelos del relato de
Lovecraft, como la novela de William Hope Hodgson, La casa en el confín de la
tierra, favorita del Solitario de Providence, también se encolumnan dentro de
interpretaciones análogas). A su vez, Carl Jung, en El hombre y sus símbolos
(1961), menciona un sueño muy afín al tipo de fantasías lovecraftianas sobre
descubrimientos de secretos ancestrales y/o familiares en lugares ocultos de la
casa:
Yo soñé cierto motivo durante varios años, acerca de que
yo “descubría” una parte de mi casa cuya existencia
desconocía. Unas veces se trataba de las habitaciones
donde vivieron mis padres, ya hacía tiempo fallecidos, y
donde mi padre, para sorpresa mía, tenía un laboratorio en
el que estudiaba la anatomía comparada de los peces, y mi
madre tenía un hotel para visitantes fantasmales.
Usualmente esa ala desconocida del edificio destinada a los
huéspedes era un edificio viejo e histórico, olvidado hacía
mucho tiempo, pero de mi propiedad heredada. Contenía
interesante mobiliario antiguo, y hacia el final de esa serie
de sueños, descubrí una vieja biblioteca cuyos libros
me eran desconocidos. Finalmente, en el último sueño, abrí
uno de los libros y hallé en él una profusión de ilustraciones
del más maravilloso simbolismo. Cuando desperté, mi
corazón palpitaba excitado.
La crítica ha notado también cuán sugerente se torna “Las ratas en las
paredes” al ser leído desde el sustrato mítico, a partir de comparaciones con
diversas tradiciones primitivas y leyendas europeas, como las del alegórico
Purgatorio de San Patricio o el macabro relato folclórico alemán sobre el cruel
arzobispo medieval Hatto II y el ejército de ratas que lo devoró vivo, y que, como
hemos visto, es también la fuente de “La torre de las ratas” de Victor Hugo
(aunque, de hecho, Lovecraft toma la leyenda no de Hugo, sino de una antología
del poeta romántico norteamericano William Cullen Bryant, titulada Una nueva
biblioteca de poesía y canción, publicada en 1876).
En el relato, el secreto que sale a la luz es el pecado blasfemo del
canibalismo, así como en “El miedo que acecha” era el asesinato de un familiar y
en “El horror de Dunwich” lo será el incesto. Siendo probablemente el cuento
más fuertemente inspirado en Poe –sin descontar algún elemento atmosférico
tomado de Drácula de Bram Stoker (un castillo en una apartada región donde los
campesinos condenan el pasado de una estirpe de tiranos sanguinarios y
antropófagos)–, también hace uso de una excentricidad de estilo que es muy
propia en los cuentos decadentistas que Lovecraft concibe en este período, con
referencias a Gilles de Rais y al Marqués de Sade, y quizás con no poca parodia
de los excesos y clímax de Huysmans. Es asombroso, en este plano, el nivel de
espanto que alcanza al describir la caverna subterránea donde parece extenderse
un sistema de templos, altares, jaulas, pozos, todo saturado de esqueletos
humanos y prehumanos, en cuyo indicio de un pasado prehistórico Lovecraft,
regresando otra vez a su obsesión con nuestros orígenes primates, se hace eco
de la teoría del hombre de Piltdown, fraude científico que todavía se consideraba
verídico en la época y que afirmaba haber encontrado en un fósil inglés el eslabón
perdido entre el simio y el hombre.
También es un punto fuerte del relato la manera en que se va
reconstruyendo el sistema de supersticiones y leyendas en torno a la familia De
la Poer: desde “El miedo que acecha”, Lovecraft comienza a introducir en la
mayor parte de sus obras pesquisas de antecedentes familiares, árboles
genealógicos infames, historia arquitectónica, contextos históricos y habladurías
cuyas sugerencias luego estallan en el desenlace. En “La casa evitada”, por
ejemplo, llegará a un extremo de escrupulosidad en esta tendencia a la
exposición “arqueológica” del contexto folclórico e histórico de una casa y de la
familia que en ella moró.
Son, sin duda, momentos insuperables las pesadillas atroces que
experimenta el protagonista y que Lovecraft se atreve a poner en palabras, como
aquella en la que el narrador se ve a sí mismo en medio de un obsceno banquete
romano, como aquellos del Satiricón, donde una criatura horrorosa es servida en
bandeja como alimento, o aquella donde se encuentra en una gruta apenas
iluminada, cuyo piso está cubierto de estiércol y donde visualiza a un “demonio
porquerizo de barba canosa que arreaba con su cayado un rebaño de bestias fofas
con forma de hongo, cuya apariencia me llenó de una aversión indescriptible”. En
ese momento cae un enjambre de ratas, como si fuera lluvia, y se devoran al
porquero y a sus gordas bestias. El medievalismo gótico, emblematizado por la
rata, alcanza aquí una cima de delirio onírico y conflagración fatalista: el
porquero, por distorsión onírica, reescenifica esa misma fuente legendaria del
obispo Hatto. La imagen perturbadora de la lluvia de ratas también fue leída por
Lovecraft en un episodio que Charles Fort narra en El libro de los condenados.
Por otra parte, los gatos, animales predilectos de Lovecraft, retornan en
este cuento desde la exótica Ulthar, con sus antiguos secretos, para convertirse
en uno de los principales ayudantes del protagonista en su rastreo del origen de
la maldición familiar. Sólo él y su gato pueden escuchar el ruido inquietante de
las ratas del castillo. Luego los felinos regresarán en su papel de ayudantes,
dueños de extraños poderes, en la primera novela de Lovecraft: La búsqueda
onírica de la ignota Kadath. Otro retorno que se produce en el cuento es la
referencia a Nyarlathotep. Lovecraft no la había retomado desde un cuento y un
poema homónimos escritos años antes. Cuando el protagonista de “Las ratas en
las paredes” se encuentra a punto de enloquecer a causa del descubrimiento que
hace en el subsuelo del castillo, afirma algo que en obras posteriores del autor
cobrará mayor sentido: “aquellas burlonas cavernas del centro de la Tierra, donde
Nyarlathotep, el lunático dios carente de rostro, aúlla ciegamente en la oscuridad
al son de dos flautistas amorfos”.
Luego, al caer en el desenfreno y la glosolalia típicos de los personajes
lovecraftianos degradados a la locura, el protagonista parece poseído por sus
antepasados y dice frases en una antigua lengua celta, con lo cual Lovecraft
vuelve sobre esa idea ya muy trabajada en cuentos anteriores acerca de la
memoria hereditaria (baste pensar en Jervas Dudley, Juan Romero o Arthur
Jermyn) y el determinismo cíclico con que el hombre se ve constreñido a repetir
los pecados de sus ancestros.
Cabe mencionar que, como parte de ese movimiento de progresivo
develamiento del horror que se produce en sus obras, lo que en “Las ratas en las
paredes” vemos como indicios pasados, como ruinas de una pesadillesca masacre
organizada bajo el signo de innombrables rituales antiguos, en uno de sus
próximos cuentos, “El ceremonial”, Lovecraft se atreverá a mostrarlo ya no
cubierto por el velo pudoroso del paso del tiempo: una festividad horrenda y
blasfema, equivalente a las mencionadas en “Las ratas en las paredes”, pero
descripta en tiempo presente.
A partir de este relato de Lovecraft, Henry Kuttner concebiría una de sus
piezas maestras, “Las ratas del cementerio” (1936), obra cuyo efecto por
completo asfixiante la coloca en la cima de la literatura de ratas, si es que puede
pensarse como un género en sí mismo. Asimismo la influencia del relato
lovecraftiano se proyecta claramente en “El cuidador de la basura” (1963) de
Joseph Payne Brennan, donde las ratas se vuelven emblemas de un futuro
distópico. La rata como gran emblema carnificino y ominoso de lo feudal, siendo
lo feudal no ya una mera época cronológicamente delimitada, sino una imagen
totalizadora y general del pasado europeo (y del pasado humano en general): lo
feudal como una idea de orden premoderno bajo cuyo régimen es pensable la
idea del horror antropológico, la muerte repentina, los esfuerzos colosales, la
arbitrariedad del poder, la superstición, la infiltración de lo religioso en la
intimidad (todo eso que Michel Foucault llamaba “lo ubuesco”: ese poder
grotesco y degradado que aparece caricaturizado en esa obra teatral pre-
surrealista que es Ubú Rey de Alfred Jarry). La rata funciona como un símbolo de
esa era imaginada como un mundo de pestes donde la naturaleza salvaje se
desliza por entre las junturas de los muros y en la oscuridad de las callejuelas de
los emergentes burgos.
La fascinación romántica por la Edad Media y sus terrores anticipa el
encandilamiento victoriano y eduardiano por la prehistoria del hombre primitivo,
en el que Lovecraft abreva ampliamente. Entre el medievalismo gótico y el
surgimiento colonialista de la antropología, hay una misma línea morbosa de
deseo: la retrocesión antropológica como medio para espiar las miserias mágicas
de nuestros ancestros. La novela gótica buscó el medioevo, pero sólo como cifra
de la idea completa de un pasado donde todavía la sobrenaturaleza hacía
escabrosos actos de aparición.

11. Si bien muchas (quizás la mayoría) de las ficciones góticas fundacionales no


se sitúan estrictamente en la Edad Media 6, la cosmovisión medieval está de

6
Pueden mencionarse numerosos casos prototípicos de medievalismo gótico no ambientado
directamente en la Edad Media, como la balada “Lenore” (1773) de Gottfried August Bürger, situada en
la casi contemporánea Guerra de los Siete Años, El diablo enamorado (1772) de Jacques Cazotte, en la
Nápoles borbónica, Los misterios de Udolfo de Ann Radcliffe, en el Renacimiento; Los elixires del diablo
de E.T.A. Hoffmann y Melmoth el errabundo de Charles Robert Maturin, entre los siglos XVII y XVIII;
fondo. Todo el sistema de supersticiones, tabúes e instituciones sociales que se
exhibe en la novela gótica, aunque su escenario sea contemporáneo, evocan el
misterio de ese período. A menudo, como anclaje de la filiación ya asentada en
el nombre mismo del género, los personajes dieciochescos o decimonónicos
circulan por arquitecturas ruinosas, castillos, abadías, catacumbas, bosques
lóbregos o viejos y laberínticos cascos históricos de una ciudad, espacios todos
que se remontan a la atmósfera y raíces mentales del medioevo, al menos en una
versión estereotípica, filtrada ya tanto por el prejuicio del Zeitgeist iluminista (la
Edad Media como un tiempo de barbarie irrestricta e idolatría homiciana) como
por la idealización romántica (la Edad Media como una era sugestiva y genuina
en la cual los hombres se daban y negaban cosas más importantes). Para que lo
sobrenatural advenga en la novela gótica, se requiere que los actores de su
proscenio confíen ciegamente en los oscuros milagros (que, como artificios
literarios, no serán sino trucajes de entretelón) y sólo el oscurantismo feudal es
capaz de conferir los matices de esa idiosincrasia quimérica, predispuesta a creer
en los poderes de las tinieblas y en la reversibilidad de la muerte.
Una percepción de la feudalidad que recurre una y otra vez en el
imaginario gótico es la de la ordalía: asediados por la peste y las enfermedades,
sea en el delirio del pánico colectivo o en la tragedia de la putrefacción individual,
todos los hombres son juzgados por igual y el cuerpo es el escenario de toda
punición espiritual. Siervos y señores, igualados, son invitados por la Parca a
bailar la danza de la muerte. Ese memento mori (“Recuerda que vas a morir”) que
atraviesa la imagen de lo medieval representada en la ficción gótica habilita
precisamente una catarsis muy propia del romanticismo: el retorno de ese
pasado irracional permite restituir categorías del sentimiento desestimadas por
la racionalidad moderna. El salvaje hedonismo vital de los ebrios marineros de

Manuscrito encontrado en Zaragoza de Jan Potocki, en una esotérica y bandoleril España en tiempos de
Felipe V, e incluso la novela histórica de Walter Scott, ya en la era crepuscular de la novela gótica, hace
uso de la lógica novelesca y estética de lo medieval, aun en aquellas de sus obras no situadas
estrictamente en la Edad Media, como El monasterio o Rob Roy.
Poe, con sus correrías por una necrópolis esperpéntica; la mort douce y la
impugnación de la mentira familiar en Schwob, donde la lepra puede definir el
sentido del homo viator medieval; el llamamiento a la gratitud social y la
vindicación del artista individual alegorizados por los hermanos Grimm, bajo cuya
leyenda aparece también la imagen eterna del castigo colectivo en forma de
plaga; la condena a la vertiginosa naturaleza autofágica del hombre en Lovecraft,
anticipada por Victor Hugo, y que reclama toda exégesis antropológica de la Edad
Media; y, finalmente, el develamiento de los despojos y residuos de la ciudad
moderna que opera Bram Stoker, mostrando cómo el sistema déchetterie del
progreso no elimina los espectros de la barbarie. En todos los relatos
seleccionados, lo que retorna es una idea de terror feudal, sea bajo la
escenificación o remisión a un Medioevo estilizado, o bien bajo la evocación de
una inhumanidad feudal. Así, por ejemplo, el civilizado y cosmopolita
protagonista de “El entierro de las ratas” encuentra entre las montañas de basura
de la periferia parisina algo de esa vieja ciudad enrevesada y harapienta, hecha
de madera y estrechas callejas, que fue barrida bajo la alfombra por la
modernización y la sofisticada reforma urbana del barón Haussmann, con sus
iluminados bulevares de fin-de-siècle. Del mismo modo, el próspero wasp
americano de Lovecraft que retorna al nobiliario castillo inglés de sus
antepasados encontrará que las supersticiones de los campesinos de la comarca
corresponden a un siniestro y oculto pasado de iniquidad, cuyas ruinas
inconcebibles todavía nos permiten reconstruir la abyecta cosmovisión que
justificó aquellas edificaciones medievales de subsuelos, pasadizos y mazmorras,
y que incluso permiten datar el horror en períodos de tiempo mucho más
remotos. ¿No estaban rematadamente perturbados acaso aquellos ancestros que
necesitaban ocultar sus actos tras gruesos muros de piedra, escondidos de los
vientos del cielo y de los lobos de la noche? ¿No hay en el eterno emblema del
castillo una cierta resonancia regresiva a la caverna prehistórica, una cueva
arcaica a la que el hombre europeo se retira, aterrado y suspicaz, tras la caída de
Roma, para encerrarse rezar y proteger las prerrogativas del clan?
El imaginario gótico no sólo impregnará gran parte de la literatura del
romanticismo, sino que se diseminará como una mancha de aceite a lo largo de
todo el siglo XIX y XX, a través del terror moderno, pero también bajo la forma de
una suerte de modo gótico, detectable incluso en aquella literatura que renegó
en su tiempo de la idealidad fatua del romanticismo. Así, el decadentismo
finisecular de Mirbeau, Huysmans, Lorrain o Schwob es una clara restitución de
las imaginaciones opiáceas que se remontan de Baudelaire a Poe y De Quincey, y
la fascinación gótica campea en los propios fundadores del realismo: en Balzac,
escritor de una precoz secuela de Melmoth y autor de La piel de zapa; Dickens,
cuyo sublime sentimentalismo novelesco está saturado de ese mismo gótico
urbano de los mystères de Eugene Sue; Dostoievski, en quien los descensos a la
locura y la infamia de sus personajes son evidentes ecos de los gatos negros y
corazones delatores de Poe; Giovanni Verga: impulsor del verismo en Italia, pero
también autor de un giallo gótico con Las historias del castillo de Trezza.
Asimismo, gran parte de la literatura victoriana y eduardiana –Stevenson, Wilde,
Carroll, Stoker, Henry James, Conan Doyle, Machen, Conrad, Chesterton–
representa una resaca de la vieja novela gótica y de las fantasías tenebrosas de
los infantiles Märchen alemanes. El propio Jules Verne, padre de la novela
positivista de aventuras, concibió el Nautilus del condenado capitán Nemo como
un castillo submarino, y también propuso su propio ejercicio gótico en El castillo
de los Cárpatos. Ya en el siglo XX, y más allá de la evidente genealogía gótica que
se expresa en la weird fiction y en el terror moderno, es imposible no ver la clara
fisonomía del gótico en ciertas formulaciones del simbolismo y el expresionismo
continental, evidente en Rilke, Kafka, Kubin, Schulz, Meyrink, Ghelderode (en
especial este último, que hizo del medievalismo atávico su piedra de toque), así
como en el surrealismo y sus derivas, de Artaud, Gracq y Bataille a Penrose y
Pizarnik. También buena parte de la gran literatura norteamericana del siglo XX
apoya su fragua en el primitivo Dark Romanticism de Hawthorne, Poe y Melville,
o en las ficciones fantásticas de Ambrose Bierce y Robert W. Chambers, lo cual es
evidente en el southern gothic de Faulkner, en la religiosidad inquietante de
Sherwood Anderson y Flannery O’Connor, en las distorsiones alucinatorias de
William S. Burroughs. Por su parte, es innegable que el canon clásico de la
literatura latinoamericana, especialmente rioplatense, posee una raigambre
gótica ostensible (Quiroga, Borges, Cortázar, Silvina Ocampo, Bianco, Sabato,
Felisberto Hernández, Mujica Lainez, Huidobro, Donoso, Tario, Palacio). En fin, si
bien la noción de modo gótico puede resultar abarcativa hasta la difuminación
del concepto, también se debe admitir que en la actualidad se vuelve cada vez
más patente la comprensión del gótico como un giro cultural que, emergiendo
como uno de los canalizadores de la novela moderna, en el siglo XVIII, ha llegado
a impregnar por completo la producción simbólica occidental como una forma de
escenificar y cifrar el problema del Mal y el retorno de un sustrato supersticioso
pre-moderno, capaz de impugnar o incomodar la alienación del irrestricto
progreso industrial y tecnológico: un ancla que devuelve constantemente a un
siniestro y arcaizante memento mori, y que reenvía de forma impiadosa al barro
séptico de la esquizofrenia originaria del pasado. Que la genealogía humana no
nos devuelve el reflejo de un origen racional y aséptico parece ser siempre el
núcleo perverso del imaginario gótico: ofrecernos en el retorno de las primitivas
creencias pánicas, un reflejo en el cual nos cuesta reconocernos, una efigie
distorsiva, casi inhumana, que pareciera decirnos (tomando una frase de Lacan):
eres esto, lo más lejano de ti, lo más informe.

***

La sola reducción tradicional de la antología al género del cuento limita en este


volumen la posibilidad de ejemplificar el siglo XVIII, cuya fundación de la estética
gótica se aposenta en novelas, muchas de ellas de gigantesca factura, de las
cuales sería quizás ocioso recortar fragmentos aislados. En esta particular
selección campea libremente el sesgo arbitrario que caracteriza a cualquier
recorte histórico de la literatura, en la medida en que toda historia del mundo
exterior es una no siempre bien disimulada historia de las impresiones personales
y, bajo todo montaje aparentemente objetivo, funciona de fondo la mecánica de
una íntima geografía del gusto. Siguiendo una relativa cronología, hemos buscado
ofrecer cierta imagen de esa feudalidad que obsedió el núcleo originario de la
ficción gótica a través de una serie de relatos que marcan la fascinación folclórica
típica del romanticismo (“El flautista de Hamelín” de los hermanos Grimm), la
sátira macabra y alegórica propia del Dark Romanticism norteamericano (“El rey
Peste” de Edgar Allan Poe), la arqueología truculenta del pasado feudal como
búsqueda del Mal originario (“La torre de las ratas” de Victor Hugo), la
diseminación de la medievalidad gótica hacia la desventura en la periferia urbana
no modernizada y el consiguiente descubrimiento de una “ciudad vieja” dentro
de la “ciudad nueva” (“El entierro de las ratas” de Bram Stoker), la infatuación
esteticista (también muy típica de la veneración del símbolo propia de los
legatarios franceses de Poe) con que se evoca el locus medieval como una
espacialidad de ensueño para fabular el morbus por la putrefacción de la carne
(“El rey de la máscara de oro” de Marcel Schwob) y, ya en la fundación de la weird
fiction contemporánea, el retorno del castillo como coartada para arquitecturar
una emergencia del subsuelo antropoide que se remonta a la ancestralidad
esquizofrénica (“Las ratas en las paredes” de H.P. Lovecraft).
Sutiles y tortuosos vasos comunicantes conectan un relato con otro. ¿Qué
une a los hermanos Grimm con Lovecraft? La idea de que la Edad Media –no como
época real sino más bien como emblema del dolor humano de los tiempos
primitivos, como cifra de una idea perturbadora de pasado histórico– alberga un
tesoro de iniquidades cuya reescenificación puede propiciar un extraño
magisterio.
Y dado que es ya una tradición propia de las antologías el cierre con
gratuidades inespecíficas, el volumen remata con un ejercicio mental, una
especie de torpe broma escrita por un servidor y producto de las ensoñaciones
ociosas que comparte con el ilustrador de este libro. Si Rafael Llopis pudo cerrar
su clásica compilación de Los mitos de Cthulhu con un relato de Joan Perucho que
desentona olímpicamente con la estética antologizada, hemos acabado por
considerar que aquí podíamos tomarnos más de una libertad.
El último relato, de la autoría de un servidor, se titula “El rey leproso”.
Aditamento quizás demasiado pretencioso al colocárselo en medio de la titaníada
de mahatmas de lo perverso aquí antologizados, el cuento intenta exasperar ese
imaginario feudal de la corrupción, la lepra y el desamparo de la carne, y tensar
sus cuerdas tanto como lo permiten las ineptitudes de un estilo frívolo a todas
luces. Marcas de diversos influjos pueden declararse: desde la perversión
decadente de Jean Lorrain o Remy de Gourmont y el neoexpresionismo de
Thomas Ligotti hasta las insidias de ciertos mangakas descarriados, como Hideshi
Hino o Junji Ito. Valga nombrar también a esos animales sagrados de la escuela
latinoamericana de lo extraño: Alberto Laiseca, Felipe Polleri y Mario Bellatin.
Por su parte, el ilustrador, que reafirma gráficamente el escabroso cordón
umbilical que aúna a los relatos de esta antología y que, en todo caso, impregna
al volumen de un régimen estético personal, casi privado, denuncia
modestamente la genealogía de una serie de tradiciones: el preciosismo
estilizado de Harry Clarke, Kay Nielsen o Alejandro Sirio, con su dinamismo teatral
y sus atavíos lujosos; la tradición rioplatense marcada por Quique Alcatena,
Horacio Lalia, y los dos Breccia; la proyección desdichada y los planos deformes
del cine expresionista; el viejo arte de la caricatura macabra, de Goya a Robert
Crumb.

AGUSTÍN CONDE DE BOECK

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