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Mientras dormías,
cantabas
Nayareth Pino Luna

| trigésimo noveno libro de los libros de la mujer rota |


Este libro fue escrito gracias al fondo del libro, línea creación literaria (2020) del
Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio.

MIENTRAS DORMÍAS, CANTABAS

Primera edición en Chile: Los libros de la Mujer Rota, julio 2021


© Nayareth Pino Luna

maquetación y diseño: Paula Riquelme


pintura de portada: Gaspar Álvarez
registro de propiedad intelectual: 2021-A-2474
isbn: 978-956-9648-62-5

www.loslibrosdelamujerrota.com
Quirihue 49, Ñuñoa, Santiago, Chile
mail: info@loslibrosdelamujerrota.com
teléfono: +56 9 63509424

Los Libros De La Mujer Rota


@LLdelamujerrota
@loslibrosdelamujerrota

La reproducción parcial o total de esta obra debe contar con la autorización de la editorial.
Para Clara, Magno y Yenny,
por ese amor y por esa casa que hicieron suya
Deja que los muertos entierren a sus muertos.
MATEO 8:22

—¡No mires abajo! —le grita Alsino—. Mira lejos y no caerás.


PEDRO PRADO
I
UN AÑO M ÁS QUÉ M ÁS DA
Su corazón se detiene. Marta piensa que su corazón se
detiene en esos veintitrés segundos de dos mil diecisiete
que van quedando. El estruendo de la cuenta regresiva a
su alrededor. Esas personas que ella llama familia, pero
que podrían ser un grupo de extraños gritando en los oí-
dos del otro que el tiempo se va, que no importa, que hay
que gritar. Dos mil dieciocho y el ritual aprendido. Ese
que los niños van memorizando un poco más abajo, allí
donde crece el charco de copas intemperantes. De abrazos
aleatorios. Y ahí está Marta, detenida entre un charco y
otro, cuando una tía —de las que aún viven— la abraza,
mientras ella persevera en un corazón que va perdiendo
su ritmo. De algún modo le parece posible morir en este
carnaval derramado, a los veinticuatro, a la misma edad
que tenía Leonor cuando pasó a ser su tía muerta.

A Marta le incomodan los abrazos, entre otras cosas,


pero esta vez se deja abrazar. Cae sobre el cuerpo de esa
mujer, de su abrazo obsecuente y recuerda a su tía muerta.
En la radio, como si se tratara de una broma, sintonizan
el himno nacional. Un himno en el que todo es una des-
cripción de un escenario inhabitado que promete. Violines
PINO LUNA

y timbales que van adquiriendo más y más dramatismo, y


que terminan en la liberación de algo así como un temblor.
O un simulacro de un temblor. Como el corazón de Marta.
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Ahora la abraza su hermano, le dice que lo peor ya
pasó, que la quiere. Ella le cuenta que tiene una crisis, lo
dice así, dejando la oración suspendida. Sabe que no mo-
rirá, pero el miedo tuerce su razón. El pensamiento se
confunde y las palabras se pierden en la punta de la lengua.
Su hermano le da otro abrazo, no un abrazo de año nuevo,
sino uno de esos que se dan cuando se cree que un abrazo
puede curar algo, lo que sea. Sin saber, a ciencia cierta, si
es una de esas mentiras destinadas a disminuir el miedo
del día a día: como celebrar un año que se va.

Marta se da cuenta de que su abuelo experimenta la


soledad probable de quien celebra año nuevo en un grupo
impar. Corre como queriendo salvarlo, pero alguien más
lo abraza y ahora ella es la soledad probable de año nuevo.
Los mira abrazarse —como si nada o a pesar de todo—,
y de nuevo es su corazón. Piensa en su tía muerta, en ese
living en que un día la velaron, o dos, dos días, y en una
mnemotecnia dispuesta a sacarle el pánico de entre sus
costillas recuerda cada detalle. Dónde estaba cada una de
las personas que hoy se abrazan, qué ropa usaban, qué edad
tenían, años y meses, cuánto o cómo lloraron, cuántas ve-
ces se acercaron al féretro de Leonor, cómo la miraron si
es que la miraron. Por un momento parece tranquilizarse,
pero es esta noche —y lo que sucedió antes del quiebre de
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un año con otro— la que le da la impresión de una muerte


súbita.

Es extraño ese momento en que ya todos se han dado los


abrazos. Es un momento en el que se decide —así pasiva-
mente— que es mejor bailar. La radio sintoniza la primera
cumbia, de esas cumbias melancólicas que se bailan a paso
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de hormiga, un paso que siempre es el mismo, un paso
que siempre es lento. Los bailes existen para evitar que los
cuerpos terminen haciendo otra cosa. Los cuerpos a veces
eligen dañarse, por eso es mejor entregarse al vaivén, pasos
hacia adelante y pasos hacía atrás.

En los departamentos de alrededor también bailan,


en todo ese block todas las familias bailan, menos en uno,
el departamento de en frente. En él hay tres personas, es-
tán sentados mirando sus vasos medio vacíos, mientras a
sus oídos llegan todas las canciones de año nuevo mezcla-
das, formando un género musical que, de seguro, ya existe.
Sus vasos tienen pisco y el poco de bebida que quedó de la
cena. De sus aspectos no se puede inferir nada con mucha
seguridad. Una de esas personas parece tener cincuenta
y tantos años, viste un pantalón de buzo manchado con
pintura y una polera que tiene una frase en inglés que no
viene al caso ni hoy ni nunca en su vida. A las nueve de la
noche, cuando le abrió la puerta a su hijo —Gabriel, un
treintañero principiante—, sintió su mirada de decepción.
Una mirada que los padres comienzan a identificar sin
problemas gracias a la habilidad que confiere la culpa.

No estás vestido de año nuevo, dijo Gabriel.

El padre reconoció esa mirada y en un segundo pasó


de la culpa a la terquedad que lo obligó a asumir el papel
de impertinente.

Qué tanto, si solo seremos nosotros tres.

Él no quiso decir eso. Su hijo le preguntó si llegó su


PINO LUNA

hermana —una treintañera experimentada—.

Sí, y espero que te guste como anda vestida.


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Otra cosa que no quiso decir.

Plantear que la cena transcurrió en completo silencio


sería esconder tres mentes que cranearon qué decir, pero
que no dijeron nada y si dijeron algo, preferirían no ha-
berlo dicho. Cuando faltaban veintidós segundos para año
nuevo, devino en el padre una angustia conocida. Un deseo
de querer salir corriendo de ese departamento y migrar
a un lugar que no le recuerde todo esto. El sentimiento
creció conforme la cuenta regresiva se acercaba al dos mil
dieciocho. El sentimiento lo liquidó cuando experimentó
la soledad probable de año nuevo.
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Luego de calmar su crisis, Marta sale al pasillo del block y se
encuentra con el vecino de enfrente y sus dos hijos. El hom-
bre de la polera improcedente le dice que no para de crecer.
Ella lo observa como diciéndole por qué dice esas cosas, que
ya tiene veinticuatro. Él, que no alcanza esa mirada, sonríe
como si entendiera y la abraza. Marta recibe el abrazo de
ese hombre, de su hija y de Gabriel. En este último abrazo
se detiene unos momentos.

Había algo en Gabriel que siempre le generó curiosi-


dad. Su tía y él tenían la misma edad, fueron compañeros de
curso hasta que Leonor ya no pudo seguir yendo al colegio.
Él la defendía de los compañeros que la molestaban, y parece
que Leonor había estado toda la vida enamorada de él. Una
frase que solo es posible cuando la vida es una historia corta
con final predecible; cuando el amor es ajeno y no se mueve
más allá del deseo. Leonor murió cuando Marta recién co-
menzaba a hablar así del amor, no le comentó si sentía algo
por él, así que no podía saber si eso constituía una verdad.

Los vecinos entran a la casa de la abuela de Marta


como lo hacían en cada año nuevo. Marta se queda atrás, en
el pasillo, con una fiesta a sus espaldas. No entiende cómo es
PINO LUNA

posible suspender todo eso que pasó durante la cena, todo


eso que fue dicho minutos antes de las doce.
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Sintonízate con la parabólica.

Le grita de un de repente Gabriel, quien la busca para


invitarla a bailar. Ella recuerda las palabras de su abuela, la
orden que ella había dado y se convence de que quizá sea
mejor dejar las cosas así. Le sonríe, resignada o convencida,
entrando al departamento. Se deja llevar por Gabriel, quien
la toma de la cintura y la lleva de un compás a otro. Todos
en ese departamento bailan, incluso Don Ricardo —el papá
de Gabriel—. La angustia conocida parece desaparecer en
esa pequeña felicidad que imprime la cumbia en su cara. En
los bailes las caras se encuentran y solo por un momento
—mientras dura la canción—, perdón y olvido. Los niños
corren haciendo del polvo, barro; dando vueltas o bailando
entre los cuerpos adultos. El coro es un mantra en el sáns-
crito de lo familiar. La Parabólica, la parabólica-bólica-bólica.

Cuando se termina la cumbia, Marta examina a Ga-


briel con intención. Mirarlo es recordar a Leonor. Pensar
que quizá le hubiera gustado bailar una vez más con él o
aunque sea verlo bailar. Pero Leonor está muerta, se dice
Marta y se siente estúpida, porque claro que está muerta.
Antes de que sigan bailando, en un impulso lo conduce al
pasillo del block, y sin rodeos le pregunta.

¿Alguna vez sentiste que la Leonor te quería, que


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estaba enamorada de ti?

No sabe, no contesta; si no sabe, lo inventa; la resurrección


de la carne y la vida eterna. Hay preguntas sobre la muerte
cuya única respuesta posible es una gran zanja en la tierra
donde entra todo, sin medida, sin piedad. Nadie sabe qué
sintió, si al recibir la muerte su expresión fue de pánico o
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de simple entrega. Leonor murió sola. Incluso su último
mes de vida, junto dos abuelos cada día más próximos a
la muerte, resulta un enigma. Ninguno de los integrantes
de esa gran familia pisó ese departamento en noviembre
del dos mil diez. Si acaso vio la muerte encaminarse por
el sitio eriazo frente a su ventana, si proyectó despedidas
no consumadas, o cómo se miró en su espejo el día en que
salió de esa pieza para ir al hospital y no volver. Marta no
tiene idea.

Gabriel, en ese corredor entre una casa y la otra, mira


fijamente hacia donde las micros paran. Intenta calcular
cuánto tardará una micro en aparecer, cuánto se demora-
ría en correr y alcanzarla, llegar al punto exacto en que el
chofer puede abrirle la puerta y no dejarlo a su suerte. Una
micro está pronta a aparecer, pero Marta decide continuar.

¿Qué pasó? ¿Te molestó la pregunta?

Complejo, responde él y luego el silencio o respira-


ción que sucede a esa palabra y antecede a lo que continúa.
No, no es eso, solo que, ¿han pasado cuántos años ya?

Siete, responde ella mirándose los pulgares, inten-


tando encontrar carne muerta que arrancar con las uñas. Él
le dice algo así como que cree que todos los muertos se ol-
vidan. Luego repite, como si lo dicho no fuera concluyente.

Todos los muertos se olvidan y me siento bien al


respecto.

¿Bien de olvidar o bien de qué?


PINO LUNA

Bien de que, bien de que podamos vivir nuestras


vidas sin tener la muerte sobre nuestros hombros. Claro,
Leonor era tu hermana, no la mía.
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Leonor era mi tía, replica ella sin quitar los ojos de
sus pulgares.

Marta, Leonor era tu hermana. Y, bueno, a veces


me miraba con amor, todos sabemos reconocer esa mi-
rada y no sé, creo que año nuevo no es para hablar de
estas cosas.

Marta trata de imaginar ese gesto en Leonor, pero


es la misma cara una y otra vez, la misma ropa, la misma
muralla, el pelo que cae exactamente igual. Es una foto.
Se esfuerza en rememorar una sonrisa alternativa a lo im-
preso. Le vienen unas ganas de palparlo todo, de querer
ver a Leonor en ese último mes de vida, de articular la
historia de ese final. Quiere saber, pero no puede hacer
preguntas. No así. No a ellos, sus abuelos, quienes ahora
bailan olvidando —quién sabe— una que otra pena.

Quiere explorar el territorio de las cosas suspendi-


das en el tiempo y el espacio, presume maneras, caminos,
incluso atajos, desconoce que para entrar en ese territorio
es necesario declarar los miedos. Ese miedo que se escapa
cuando dice que Leonor fue su tía cuando fue su herma-
na. Ella siempre le tuvo miedo, miedo de cuando estaba
viva. Porque cuando murió, una Marta que ya no existe
—y que confunde— esbozó una sonrisa. Hoy, una mueca
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burlesca que con los años ha tomado cuerpo. La luz y el


sonido tienen masa, entonces ve una mueca en el espejo
que la ciega y la ensordece. La golpea.
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Cuando le dijeron a Marta que su abuela estaba remode-
lando el departamento, sintió como esa simple palabra se
hacía amplia, devastadora. Remodelar el departamento
era borrar la muralla de Leonor. Una pared de su pie-
za en la que había pegado recortes de diarios y revistas
que preservaba con cola-fría, famosos con bigotes a lápiz
pasta. Noticias sobre crímenes entre hombres absurdos,
inundaciones, pronósticos del tiempo u horóscopos errá-
ticos, compraventas de autos —con o sin deudas—, cru-
cigramas sin rellenar.

Marta pensaba que toda esa pared ocultaba un


mensaje, algún significado esperando para ser descubierto.
Pero Leonor no creía en las correspondencias del destino
y en la ubicuidad de los signos. Ideas que no son más que
refugios para personas que piensan que todo allá afuera
puede significar algo; decía de vez en cuando, de vez en
cuando alguien le preguntaba por su signo, o cuando le
hablaban de amor.

A Marta le gusta imaginar a Leonor frente a esa


muralla vacía pensando que sería buena idea llenarla de
cosas, como si se tratara de un proyecto dentro de esa
PINO LUNA

vida inasible que llevaba entre esas murallas. Marta no


rememora, Marta inventa. Inventa la sonrisa de Leonor al
ver que la muralla ya estaba completa, siente que su ima-
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gen mental es verosímil y se alegra, que es lo que busca
alguien que persigue lo verosímil: una sonrisa compla-
ciente que le diga que, si esto no es verdadero, lo parece
o casi lo parece. No piensa que Leonor, ese día, en una
de esas, descubrió que sus labios estaban cada vez más
azules, que la escoliosis ya había hecho todo el daño que
tenía por hacer, que ya ni siquiera se miraba al espejo.
De las cuatro paredes de su pieza solo una le pertenecía y
ya la había consumido.

Esa muralla era su espacio de definiciones y siete


años después de su muerte desapareció de ese departa-
mento. Un año antes desapareció la pared que separaba
la pieza de Leonor del resto de la casa. La muralla de las
imágenes quedó intacta y pasó a integrarse a la decoración
del living-comedor. La abuela de Marta colgó cuadros so-
bre esta: las fotos de los matrimonios y fiestas que vinieron,
las imágenes de los primeros días de clase de sus nietos
más pequeños y las graduaciones de sus nietos mayores.
Esa pared era la prueba de la vida después de la muerte:
sonrisas sobre la muralla.

A Marta le contaron por teléfono lo de la remode-


lación como se lo contaron a todos los familiares, como
se cuentan las muertes y las desapariciones. En voz alta,
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sin textos o ideogramas. La abuela está remodelando el


departamento, sí, todo el departamento, sí, inclusive esa
pared, pero está tranquila, dice que está bien, que no está
triste, que está contenta, que la gente contenta remodela
sus casas.

Clara es el nombre de la abuela de Marta. Ella luego


de sacar todos los marcos de foto, intentó despegar cada
recorte de esa muralla, para darse cuenta de que despegar
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esas imágenes era romperlas, hacerlas añicos. Le dijo al
yerno que la estaba ayudando que lo hiciera no más: que
instalara esas nuevas paredes sobre las antiguas paredes,
sí, incluyendo esa.
Los cuadros que estaban ahí se repartieron en otras
murallas. En la pared de Leonor solo se observa un retrato
de ella. La foto que la abuela Clara mandó a imprimir en
cantidades colosales, y que repartió a toda la familia, una
vez que murió su hija más querida. En la foto se ve a una
Leonor con el pelo negro y largo, el flequillo frondoso, su
tez azulada, cianótica, un polerón del Pato Lucas y los
dieciocho años que algún día cumplió.

PINO LUNA
23
Hay cumbias que son tristes, que tienen un ritmo incierto,
en el que no se sabe si bailar de una u otra manera, por lo
que es necesario buscar señales de un compás en la letra.
La cumbia que suena ahora es de esas, habla de aquellas
cosas que se van, mientras se escuchan unas palmas en el
coro. Palmas que nada tienen que ver con algarabía, sino
con el manifiesto de una cadencia irresuelta. La canción
habla del tiempo, la canción es un reloj.

El tiempo pasa y se nos va la vida.

Tic tac.

La señora Clara, quien baila con los ojos cerrados,


persiguiendo el ritmo de la canción tanto como puede, se
empieza a sentir algo mareada.

Tic tac.
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No me puedo el cuerpo, dice sin que nadie la escu-


che. Todos intentan imitar las palmas de la canción con
tanta fruición que la letra se vuelve imperceptible.

Las tristezas y las penas nunca fueron buenas

hacen mucho mal.

Obvio que las penas hacen mal, dice otra vez Cla-
ra, inaudible. Se sienta o cae en una silla, y su mirada se
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detiene en un punto en ese departamento. Un punto que,
si alguien tuviera que dibujar, lo graficaría como una masa
ínfima que levita entre toda esa gente. Detenerse en ese pun-
to no es otra cosa que suspender el presente. Aunque desa-
parecieran todas las paredes de ese departamento, aunque
remodelara cada rincón, ese punto en ese espacio habitable
jamás la abandonaría.

La música se silencia cuando reparan en el sollozo


de la señora Clara. Gabriel y Marta entran a ver qué pasa.
Los nietos más pequeños le toman las manos consolándola.
Ellos tienen los ojos grandes porque los espacios que habi-
tan aún no tienen ese punto que obliga a entrecerrarlos. O
porque, en ese lugar donde todos bailan, ellos no llegaron
a comprender el daño, la hipocresía ejecutada hacía unas
veintiún canciones atrás.

De sus tres hijas, dos no se inmutan. Karina, la


mamá de Marta, mira a sus dos hermanas reprochándolas.
Ellas responden con ese gesto de quien no quiere hacerse
cargo, como un qué tanto, qué quieres que haga. Marta se
toca el pecho. Sus manos, un fonendo, porque ahí, en ese
lugar, solo se escucha el llanto ahogado de Clara. Cuando
se dan cuenta de que nada puede consolarla, deciden sen-
tarse a esperar que pase ese momento, como se sentaron
alguna vez rodeando el blanco ataúd de Leonor, esperando
a que pasara, a que ese cuerpo estuviera donde tenía que
estar: en la tierra; a que esas sillas estuvieran donde tenían
que estar: alrededor de una mesa; a que por una única vez
las cosas se nombraran por lo que eran: Karina era la mamá
PINO LUNA

de Leonor, y Clara, su abuela. Una abuela que se nombró


madre luego de que a Karina la interceptara un hombre a
la salida del colegio.
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Gabriel se acerca a Marta, le dice que mejor vayan a con-
versar al departamento de su papá y la lleva a la pieza que
usaba cuando vivía allí. Ella mira y no ve nada, la pieza
de Gabriel está en ruinas, como las piezas que dejan los
hijos cuando se van. Él se acuesta en la cama y cierra los
ojos. Marta lo ve en esa cama. Si bien su amistad se cir-
cunscribía a las festividades familiares, tendían a coquetear
de manera furtiva, ambigua, por redes sociales. Ella, sin
reconocer la naturaleza de esas interacciones, decide aco-
modarse a su lado.

¿Qué onda?, dice él abriendo los ojos. Recién me


hablabas de Leonor y ahora me quieres seducir.
Esta última palabra va acompañada de una sonrisa
que evidencia su intención. Ella le sonríe de vuelta, de
muchas maneras la historia de Gabriel le genera una inco-
modidad solapada, disfrazada de cierta admiración. Él fue
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el único buen estudiante que logró entrar a la universidad,


a pesar de haber estudiado en un liceo de La Pintana, a
pesar de su historia. Fue el primero en lograrlo y el único
en esa villa de blocks. Marta piensa que tal vez Gabriel
nunca habla de esa historia y de los costos de esa historia,
de lo que quedó atrás, de quiénes quedaron atrás. Se le
ocurre que quizá sería buena idea hablar de eso. No sabe
cómo y se equivoca.
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¿Nunca intentaste encontrar a tu mamá?

Gabriel, como buscando qué decir para no seguir


hablando de esto, responde.
Yo no tengo mamá.

Yo no tengo una hermana muerta y tú no tienes


una mamá desaparecida, creo que estamos bastante bien.

¿Tú crees?

Vuelve a sonreír. Marta comienza a sentir una sim-


patía alternativa a la que ha experimentado por él hasta
este punto.

Yo creo que es mejor dormir un rato, dice él cerrando


los ojos. Como si sus ojos cerrados vinieran a significar una
imposición. Como quien dice yo creo que es mejor dejar las
cosas hasta acá, mientras abre la puerta o cierra la puerta, si
es a alguien a quien se deja atrás.

¿A veces no te da pena tu papá?


Complejo, responde.

Una palabra con una entonación imposible de gra-


ficar, una prosodia con la convicción que lo lleva a pensar
que se puede convencer o conquistar a quien sea. Marta
le da esa mirada que se le dirige a alguien para que siga
hablando.

Sí, un poco, creo que cuando mi mamá se fue, él se


congeló. Creo que no se lo esperaba. Aunque no sé si eso
PINO LUNA

sea posible. Si yo me casara, que lo dudo, pero vamos a


suponer, si yo me casara y viviera todos los días con una
mujer a mi lado, y me despertara con esa mujer y le hiciera
27
el amor o no se lo hiciera, que es más significativo que sí
hacérselo, y cada noche fuera una especie de incomodi-
dad sostenida, me daría cuenta de si ella tiene un plan tan
elaborado como el que hizo mi mamá. No sé, creo que es
imposible no darse cuenta de que alguien ya no te ama, y
ni siquiera eso, darse cuenta de que alguien te aborrece,
que alguien te odia tanto que incluso no quiere ver más ni
a sus hijos, porque son también tus hijos. En una de esas,
mi papá se siente culpable, no porque ella se haya ido, sino
culpable de no haber previsto esto, de no haber sabido leer
lo que había que leer. Si él se hubiera dado cuenta, creo
que no lo hubiera permitido, no sé qué cosa hubiera hecho,
pero ella seguiría acá, con nosotros. Tan perdida como él.
Tan triste. A veces pienso que es mejor que se haya ido, que
no hay que ser egoístas, yo no sé qué cosas sufría mi mamá
con mi papá, sé que él no le pegaba ni nada, pero dicen que
no hablaban mucho. Y eso sí que no lo entiendo. Cómo
puedes dormir con alguien cada día y no hablarle. No sé,
ahora estamos tú y yo acostados, yo no paro de hablar, tú
no paras de hacerme preguntas y de intentar seducirme,
claro. Pero hablamos, cómo no puedes hablar con alguien
que duerme a tu lado. Explícame eso.

Una vez una tía nos contó que parece que la vio en el
norte y que cuando intentó acercarse, ella se escapó o algo.
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

Sí, escuché esa historia. Pero no sé, la han visto en


tantas partes que me parece imposible. Cómo alguien pue-
de ser visto tantas veces y aun así escapar.

Quizá es un fantasma.

Sí, como Leonor. Como tú y yo en esta pieza. No


sé, Marta, lo último que escuché de ella es que al parecer
28
tenía un Facebook con su segundo nombre y su segundo
apellido. Debo reconocer que la busqué, era uno de esos
Facebook sin fotos de perfil, revisé la lista de amigos y en-
tré a uno que me tincó. La vi en una foto grupal, con sus
colegas de una tienda de retail. La verdad es que no me
importa encontrarla. No necesito un trasplante de médula.
Creo que culpar es de mezquinos que no saben leer lo que
hay que leer. Ni siquiera recuerdo cómo era su voz, una vez
escuché que la voz es lo primero que se olvida y me parece
bien para el caso de historias como esta.

Marta deja que esa última frase selle la conversación


y ambos cierran los ojos. De un momento a otro la música
se vuelve a escuchar en el departamento de enfrente. Marta
le propone volver, pero él dice que tiene sueño, que dormirá
un rato, que la noche será larga, que mejor le dé un beso.

¿Un beso? ¿Qué clase de beso?

Uno que no signifique nada, como un beso en la


boca, por ejemplo.

Complejo, sonríe ella ahora.

Marta sale al departamento de su abuela. Ya es casi la una


de la mañana, su pareja de baile duerme y decide sentarse
a mirar. La señora Clara baila con sus hijas, sus nietas, sus
vecinas. Mujeres bailando entre mujeres. Nadie les podría
enseñar a ellas cómo tocar una cintura y decidir el ritmo.
Bien saben cómo llevar un baile, cuándo tomarse de las
manos o cuándo es momento de bailar en solitario, con
PINO LUNA

los ojos cerrados, de alejarse, de dar pasos hacia atrás, de


cambiar pareja.
29
Mientras toda esta escena pasa frente a sus ojos, Mar-
ta intenta proyectar la pared oculta para reconstruir el mapa
de todas aquellas imágenes que la vieron crecer. Recuerda
a su abuela absorta en un punto fijo. Se imagina a Leonor
mirando la nada y la encuentra mirando su pared. Esa mu-
ralla llena de recortes era el escape de Leonor, piensa. Casi
se convence de que su tía había diseñado su propio escape a
ese punto que existe en cada lugar donde haya una persona
triste o cansada. Sin embargo, Marta olvida algo, como se
olvida lo que no se sabe.

Ciertas noches Leonor era asaltada por una pesadi-


lla. Otra vez el mismo asunto, se decía cuando tenía ese
sueño. Abría el refrigerador y se cortaba la luz. Abría y
cerraba la puerta de ese electrodoméstico, y nada. Abría
y cerraba la puerta como esperando que volviera la luz, y
un olor la empezaba a molestar. Era el yogurt, el queso, el
pan, las verduras pudriéndose. Sentía cómo todo se hacía
agua en sus pies, cómo iba perdiendo la noción del tiempo,
abriendo y cerrando la puerta. Hasta que, de pronto, sus
pies se elevaban de ese suelo anegado y ella, prefiriendo
morir electrocutada, se esforzaba por ser cable a tierra. Era
ahí cuando alguien pronunciaba su nombre. Leonor. Y ella
despertaba de un tropiezo sobre su cama. Era la misma
hora siempre. O eso se decía para intentar morir, de una
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buena vez por todas, del susto. Buscaba el interruptor de


su lámpara y lo primero que veía era esa muralla. No se
escuchaba nada más que esa muralla.
30
Gabriel se queda en esa cama con ganas de volver a su
departamento alejado de esa villa de blocks detenida en el
tiempo, alejado de la nada que es, a fin de cuentas, su papá.
Intenta dormir, pero la puerta cerrada que dejó Marta al
salir lo inquieta. Él nunca cierra las puertas de una pieza,
deja una pequeña distancia entre la puerta y el marco, un
delta que le da la tranquilidad de una puerta que no se
cierra. Gabriel está en esa pieza de su infancia encerrado
y tras una puerta cerrada no puede, si quiera, ensayar un
sueño, un párpado que se junta con el otro.

No desde aquella vez en que Mónica cerró su puerta


para no volver a ese escenario a cumplir su rol. Un papel
que desaparecía de escena cuando ella cerraba la puerta
del dormitorio de sus hijos y ellos se quedaban dormidos o
despiertos, pero en cama dispuestos a continuar su vida al
día siguiente. Esa vida con Mónica en el engranaje donde
todo sucedía por arte de magia. Mamá, tengo hambre;
en el refrigerador queda comida. Mamá, se me rompió el
pantalón; enchufa la máquina de coser. Mamá, se me ol-
vidó la cartulina; yo llamo al negocio. Mamá, parece que
me resfrié; limonada y miel. Mónica cerró esa puerta y al
PINO LUNA

hacerlo despertó sin querer a Gabriel, pero no al Gabriel


de año nuevo, sino a otro, un Gabriel para el que todavía
era fácil volver a cerrar los ojos y continuar los sueños es-
31
cindidos. Ese Gabriel inmerso en aquel engranaje donde
Mónica era lo que otra Mónica quiso ser.

Gabriel, involuntariamente, la imagina entrar a su


pieza a despedirse. La imagina sentarse a su lado, decirle
algo que suene a despedida. La imagina tocándole la fren-
te sudada para peinarlo hacia atrás como solía hacerlo de
vez en cuando, incluso, la imagina dándole un beso. Hay
días en que la voluntad de Gabriel se lleva el rencor y la
puede imaginar llorando a los pies de su cama mientras
de fondo suena Let it be. Como si fuera alguna película en
la que todos juegan a ser víctimas, al tiempo que suplican
la clemencia de un público incrédulo. Pero no es Let it be
lo que se escucha, sino otra canción. Una canción de una
mujer que se va.

Gabriel clasifica todas esas ideas en tonteras que solo


pueden suceder de manera involuntaria. Como lo que lleva
a una persona a mirar hacia arriba cuando habla, a discul-
parse cuando no hay culpa, a abrazar cuando todavía no
hay que abrazar; a no cerrar los ojos en la ducha, a rezar
cuando viene un miedo del verdadero, a decir su nombre
casi en voz baja, a decirlo todo lo contrario, a dar la mano
y a hacer daño, a dar la mano y casi desaparecer; a no que-
rer jugar a adivinar las sombras y mirar atrás, a confundir
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

cabezas en la multitud, a pisarle los talones al otro; a mirar


alcantarillas y pensar en lo que se podría perder en ellas
si todo se fuera de las manos, a esperar que otro toque el
timbre de la micro para bajar, a no comer lo que se cayó
al suelo o a no pensar comerlo, a no contestar llamadas de
teléfono. A mirarse los pulgares buscando carne muerta
que arrancar con las uñas como lo hace Marta, o a coque-
tear para llenar los espacios vacíos como lo hace él. A no
32
cerrar las puertas interiores del todo. Pequeñas fórmulas
involuntarias que van definiendo lo que las personas son o
no son en un momento o en otro.

PINO LUNA
33
Una puerta cerrada fue solo una pieza en la cadena de erro-
res que cometió ese miércoles al ejecutar su huida. Mónica
quería irse sin despedidas, como se supone que deben irse
los padres, solo salir por una puerta y no dar explicaciones.
Que su salida haya sido a las once de la noche fue un error,
otro más. Ella quería irse a las once de la mañana, pero
una hora antes, mientras preparaba sus pequeñas maletas
libres de sentimentalismos y marginadas solo a lo necesario,
recibió un llamado del colegio.

Era Gabriel, al parecer tenía fiebre, mucho dolor de


estómago y principios de sinusitis. Estaba en la enfermería
del colegio. Cuando Mónica llegó, él sonrió: su plan había
resultado a la perfección. A las doce del día tenía la clase
de Artes y durante el fin de semana había sido incapaz de
terminar uno de esos trabajos complejos que diseñaba su
profesora. Una profesora cuyos trabajos se transformaron
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

en pesadillas en las que repetía cuarto medio por no en-


tregar una escultura en papel maché.

Gabriel no tiene fiebre.

La inspectora del colegio miró a Mónica como dis-


culpándose.

Gabriel no tiene fiebre, repitió Mónica.


34
En este colegio no hay enfermera, nosotras solo co-
municamos a las mamitas lo que los niños nos dicen que
sienten.
Mónica imaginó una discusión en menos de dos se-
gundos, un escenario en el que ella ganaba todas las bata-
llas y concluía con una amenaza que involucraba a alguna
autoridad municipal que no conocía. Pero decidió que era
mejor tomar fuerte el pequeño brazo de su hijo y largarse
de ese colegio sin enfermera. Gabriel, sonriente, buscaba
su mirada, mientras Mónica caminaba a una velocidad
inalcanzable para un niño de poco menos de un metro y
medio de estatura. Cuando ella por fin le dio la cara y lo
vio tomado de su brazo, no le quedó más que devolverle la
sonrisa. Después de una sonrisa de él, venía una sonrisa de
ella y así se habían ido los primeros once años de su vida.

¡Tú niñito, no tienes fiebre, ni dolor de estómago, ni


sinusitis!

Pero mamá, se siente como si fuera a pasar. Ustedes


lo pasan diciendo. Yo siento como que en cualquier mi-
nuto viene la fiebre y todo junto, y no podía estar así en
el colegio.

Cuando Mónica escuchó el teléfono, supuso que se


trataba de una llamada de ese estilo. Dentro de su plan
estaba prohibido contestar llamadas, pero lo hizo. Mónica
ya no podría irse según lo previsto, porque a las dos tenía
que despertar a su hijo, que se había quedado dormido, y
decirle que el almuerzo estaba listo.
PINO LUNA

Gabriel sudaba mucho mientras dormía, ella le decía


que era un cerdo y él, lejos aún de la adolescencia, imitaba
el relincho de un caballo solo para que Mónica le dijera
35
que así no hacían los cerdos, solo para que ella tuviera
que hacer como hacían los cerdos y él se riera, y luego ella
también.
Gabriel miró la bandeja quejándose.

Sí, lo mismo de ayer, pero con más ganas.

Ya entrada la tarde, Mónica apareció en la pieza de Ga-


briel con una caja que encontró mientras buscaba qué
llevarse y qué no. La caja guardaba las cartas y dibujos
que habían hecho alguna vez sus hijos. Una carta le dio
mucha risa. Tenía un dibujo gigante de Gabriel y de ella,
en que ambos eran casi de la misma altura. En el extremo
superior, la letra de un niño que partía enorme y luego se
iba achicando hasta resultar ilegible. Gabriel le preguntó
qué era lo que le daba tanta gracia. Ella le dijo que la es-
perara, que iba buscar sus lentes para leerla mejor. Era esa
típica carta que escribe un niño para pedir perdón, en la
que promete el cielo y la tierra. Se la leyó a Gabriel, quien
señaló que él no escribiría esas cosas. Ella le quiso decir
que esa era su letra, pero no lo era. Esa letra en esa carta
ya no era más la letra de Gabriel.

Tienes razón, no es tuya. Mira esa letra, sin duda


M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

esta no es tu carta.

Él la miró con pena. Con esa pena que nace de ver


la pena en el otro. Mónica se sacó los lentes y le dijo que
lo quería, aunque haya cambiado la letra y ya no fuera ese
niño. El Gabriel que pedía perdón tenía otra letra, no dijo
nada y ella se fue.
36
La maleta ya estaba hecha, solo quedaba ocultarla en el
clóset hasta que llegara Ricardo. Eso piensa Gabriel al re-
cordar ese día. Aunque a veces duda y especula que Mónica
se fue con dos maletas y que dos maletas eran imposibles
de ocultar en una casa como esa. No puede encontrar la
explicación que borre de la vista de su papá esas maletas.
Solo muy pocas veces, en las miles de veces en las que ha
revivido esta historia, abre la posibilidad a que su papá vio
esas maletas que Mónica no ocultó. Pero esas pocas veces
se dice que no, que quizá las escondió en la ducha.

Ricardo entró a la casa a las siete de la tarde, sus


entradas eran silenciosas, sin preguntas. Sus dos hijos es-
taban acostados porque hacía frío y ya había empezado la
teleserie. Él los fue a saludar, sin euforias ni afectos. Vio
a Mónica más arreglada de lo usual, como se arregla una
mujer antes de salir a un lugar al que quiere llegar. La
saludó, sin euforias, sin afectos. Ella le dijo que se atrasó,
pero que estaba todo listo. Él le preguntó si había algo que
pudiera hacer por ella.

Nada. Ya no hay nada que se pueda hacer.


PINO LUNA

Lo dijo así, impersonal. No era momento de pelear.


Él decidió que era un buen momento para un dolor cabeza
y se acostó. Se tapó hasta desaparecer.
37
Eran las nueve de la noche y había llegado el mo-
mento de hacer dormir a Gabriel. El ritual sucedió sin
percances. Gabriel se lavó los dientes, no muy bien. Orde-
nó la mochila para el día siguiente con la desprolijidad de
un niño que puede llamar en el recreo para que le lleven
el libro olvidado. La hermana de Gabriel tenía quince
años y ya nadie le decía qué hacer. Si quería podía no la-
varse los dientes, ni ordenar la mochila. Igual lo hacía, el
ritual nocturno era un hábito al que suscribía sin reparos.
Un ritual que, a pesar de la adolescencia innegable, ter-
minaba con un beso que Mónica les daba a ambos.

Mónica primero cerró la puerta de su hija, luego la


puerta de Gabriel y al hacerlo dio un suspiro. Sabía que
esa era la última vez con sus hijos, pero no, no fue un
suspiro lo que dio, fue una especie de resoplido lo que
surgió de ese cuerpo. Se sacó los zapatos. Nadie podía
despertar en esa casa. Se dirigió al baño, prendió la luz y
se quedó unos minutos mirándose en ese espejo. El frío
de sus pies descalzos le recorrió el cuerpo, llegándole a
sus labios que ella no pudo evitar hacer sonreír. Sonreír
con sus labios en ese baño que no era más el suyo. Se
bajó los pantalones con rapidez y casi se sentó en esa taza,
sin rozarla. La orina cayendo y ya no había más que se
pudiera hacer.
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

A las diez y media de la noche entró a esa pieza, que


fue suya, a recoger sus maletas. No le vio la cara a Ricardo
quien perseveraba en su dolor de cabeza.

Parece que duerme, pensó Mónica, y si no duerme,


parece que duerme.

Abrió el cajón de su velador para buscar sus lentes y


38
no estaban. Los había dejado en la pieza de Gabriel luego
de leer las cartas durante la tarde.

PINO LUNA
39
Gabriel de ese día recuerda que fue su papá el que los des-
pertó. Recuerda que les dijo que se apuraran, que su mamá
había tenido que salir. De ese día recuerda a su hermana
caminar, un poco más adelante, junto a su pololo. De ese
día recuerda los sabañones en los dedos de las manos y
el temor a los sabañones en los dedos de los pies. De ese
día recuerda la cara de su papá tan opaca, tan desprovista
de luz que era pura humedad. De ese día recuerda que su
amigo lo abandonó en el recreo para ir a hablar con la niña
que le gustaba. Gabriel se quedó solo en el patio y se sintió
bien. Los miró a todos y se dio cuenta de que él ya no era
el mismo de antes. Los que corrían en el patio eran ese él
de antes. De ese día recuerda que cuando llegaron con su
hermana a la casa no hubo nadie hasta que Ricardo llegó
con una caja de pizza y una botella de bebida desechable.
Se sentaron en la mesa y les contó lo que había pasado.
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

Su mamá se fue y no va a volver.

Las caras de ellos. La pizza enfriándose.

Su mamá se fue y no va a volver.

Gabriel preguntó si, acaso, había dejado una carta.

La gente deja cartas cuando se suicida, Gabriel.


Nuestra mamá se fue, nos abandonó.
40
Gabriel preguntó si había algo que ellos hubieran he-
cho mal, algo que quizá no sabían que estaba mal. No sé,
contestó o no contestó Ricardo. Camila, su hermana, dijo
que lo que estaba mal era irse.
Ella se fue de la casa, dijo o gritó, Gabriel no recuer-
da. La pizza que nadie se comió. Las nueve de la noche y
acostarse sin lavarse un diente. La hermana que no llegó en
toda la noche. El día siguiente y ahora Gabriel ya no solo
no era el mismo de antes, sino también no era el mismo de
ayer. Ese Gabriel con el que se había sentido bien y que tuvo
que dejar atrás, como se abandona la idea de una idea que
no podría ser ni hoy ni nunca.

Camila había dicho que su mamá no dejó cartas y


sí que dejó cartas, dejó una caja de cartas en el velador de
Gabriel, una caja abierta y la carta que ambos leyeron. Él
decidió guardar la carta y cerrar la caja. Lo mejor era des-
hacerse de ella. Salió al pasillo del block y golpeó la puerta
de Leonor. Lo recibió la señora Clara, el saludo cálido de
ella y la sonrisa débil de él. Se sentó en uno de los sillones
y apareció Leonor en pijama.

Quiero pedirte un favor, le dijo él ya en la pieza de


ella. Leonor lo miró con la preocupación de alguien frente
a un favor que quizá no pueda cumplir.

Quiero que guardes esta caja para siempre. Si yo


la tengo un día más, no sé qué podría hacer con ella. He
imaginado que si la quemo de un momento a otro toda mi
casa se quemaría y también tu casa y la de todos. Necesito,
PINO LUNA

Leonor, que la guardes en algún lugar y no me la pases,


aunque te lo suplique. Solo quiero saber que está a salvo,
pero lejos de mí.
41
Tranquilo, Gabriel, está bien.

Cuando Gabriel le preguntó si había visto algo extra-


ño esa noche, ella supuso qué era lo que él quería descubrir
con exactitud. Pasaba gran parte de su día mirando por la
ventana y desde allí podía ver toda la avenida, ver a los que
llegaban y a los que se iban. Recibiendo la caja, le contestó
que hacía una semana, más o menos, que no miraba por su
ventana, que le dolían los ojos.

Gabriel no hizo más preguntas, tampoco lloró. O


eso recuerda de esa tarde. Llanto o no, olvida que este
también reside en las ganas de llorar. Justo en esa sensa-
ción como de temblor que se anuncia entre ladridos, como
cuando se mira a alguien próximo a decir lo que no se
quiere oír. Como un ya no te quiero, como un se murió la
mamá. Como desear que le hubieran dicho eso. Las his-
torias de abandono son más incómodas que tristes, piensa
Gabriel. En las historias de gente que muere el llanto y las
ganas de llorar se entrecruzan, y las lágrimas se deslizan y
hay belleza. Frente a una puerta cerrada no le queda más
que mantener los ojos abiertos, pestañear débilmente. No
vaya a ser que se derrame alguna lágrima. Llanto o no
llanto, olvida que este también reside en la piel y cambia
sus colores. Lo delata.
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S
42
La ventana de Leonor era pequeña, más alta que ancha
y sobre ella, una triza que intentaron arreglar con cinta
adhesiva para envolver regalos. La pieza de Leonor no
tenía ventanas, por lo que su ventana se trataba de la
conquista de un espacio que no le pertenecía. Ella iba al
cuarto que estaba al final del departamento, un cuarto
que usaban para guardar cachureos, y ahí se quedaba.
Cuando algún vecino la veía, ella saludaba o se escondía
detrás de las murallas. A veces estaba tranquila y otras,
angustiada. Los días tranquilos eran aquellos en los que
podía estar horas mirando por la ventana. Los días de
angustia, esos en los que sus movimientos eran erráti-
cos, iba al cuarto de los cachureos, corría el velo y no se
movía hasta que alguien la saludaba desde abajo. Esos
eran sus dos estados. Todos los demás —la felicidad, la
tristeza, el dolor, la mentira, la verdad—, se medían en
relación a estos.

Esta afición por la ventana y lo que había tras ella


comenzó cuando el cardiólogo recomendó que se educara
en casa, pero como no vivía en una familia aristocrática
del siglo XIX, ni del siglo XX, eligió mirar por la ventana.
PINO LUNA

Mirar desde el tercer piso le daba una perspectiva de las


cosas, específicamente de las cosas que se alejan y de sus
distancias. De cómo algunas se apreciaban más peque-
43
ñas, y otras parecían no desaparecer a pesar del horizonte.
Sus momentos favoritos del día eran los que se referían al
movimiento: idas, retornos y remolinos.
Las idas se daban en las mañanas y la velocidad
de los desplazamientos dependía del clima, o eso creía
entender Leonor. Cuando los días eran fríos, los cuerpos
adquirían la velocidad de una respiración que se agita. Una
respiración que solo en invierno era posible de ver justo ahí,
frente a los rostros de quienes exhalaban. Cuando los días
eran templados y la respiración, casi imperceptible en la
atmósfera, los cuerpos transitaban con liviandad. Cuando
el calor era demasiado, parecían titilar, y mientras más se
alejaban más titilaban. Si prefería el frío o el calor, Leonor
adoptó la templanza.

Los retornos tenían una velocidad constante. El can-


sancio rara vez se percibía, rara vez modificaba el frío o el
calor de los cuerpos. Lo que pudo comprender de estos es
que existía una variable mucho más decidora: la edad. Los
adultos retornaban inexpresivos, a pesar de que tendían a
saludar mucho más a los vecinos durante la tarde, no era
fácil reconocer qué estaban sintiendo. Los niños, en tanto,
volvían más felices. A Leonor a veces le daba rencor no
poder seguir yendo al colegio. Creía atribuir a este la cau-
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

sa de la felicidad de los niños, pero esta sin duda no era


la causa. El colegio debe ser uno de los peores lugares del
mundo, se convencía. Los adolescentes, por otro lado, ca-
minaban poseedores de un nuevo secreto. Ella fantaseaba
con romances ocultos y cigarros en la esquina invisible a
los padres.

Los remolinos también tenían una velocidad cons-


tante, y eran a la vez idas y retornos. Como alguien que
44
salía en la mañana a trabajar y volvía al punto de parti-
da, pero los remolinos tenían esa clase de magnitud que
incluso desde el tercer piso no disminuía. También eran
hermosos a su manera, pensó Leonor cuando vio uno por
primera vez. Le había contado a Gabriel esto de la ventana
y él diseñó un cronograma con los horarios que podían ser
de su interés.

A las siete y media nos vamos al colegio, comenzó Ga-


briel leyendo una hoja de cuaderno en que consignó todo
con precisión. Pero te pediría ver antes, para ver si ese
pololo de mi hermana hace algo extraño antes de llegar
a buscarnos. Fíjate si fuma. A las siete mi papá se va a
trabajar, pero no hay mucho que ver. Nosotros llegamos
a las dos, más o menos. Antes, como a las once mi mamá
sale a comprar las cosas para el almuerzo y según mi
papá se queda cahuineando por ahí. Averigua dónde es
ahí. ¿Podrías?

Sí.
A las seis y media el club deportivo Pablo de Rokha
juega a la pelota. Yo los salgo a ver vez que puedo. Son
re buenos.

El Monono dice que son volaítos.

Tu papá no sabe lo que es el fútbol. Haz lo que te


digo. Míralos jugar.

Leonor guardó el cronograma y lo cumplió fielmen-


PINO LUNA

te las primeras dos semanas, hasta que vio el remolino


por primera vez. Ese día había invitado a Gabriel y a su
hermana a ver el partido con ella desde su ventana, los
45
esperó, pero solo llegó Gabriel. Ambos se dispusieron
para ver el espectáculo futbolístico de barrio. Leonor les
había puesto nombres curiosos a casi todos.
Al arquero le digo el Noramoza, que es Zamorano
al revés, o sea es el que más hace goles. Pero para el otro
equipo. Al delantero alto le digo el ripio, porque juega
tan volado o curaíto que cuando intenta recibir un pase
de cabeza termina en el suelo. Al defensa le digo el limón
porque…

Eres pésima haciendo chistes, Leonor.

Ella luego de señalarle que él no era ningún rey de la


comedia, le preguntó por qué no había venido su hermana.
Ella sí se hubiera reído, agregó.

¿Por qué pensaste que vendría?

Ambos se quedaron en silencio viendo el partido,


hasta que notaron que los jugadores se detenían en la can-
cha y se tapaban la cara. De pronto, desde esa cancha se
levantaba un huracán de polvo y piedras.

Un remolino, dijo Leonor.


M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S
46
Marta ve a Gabriel entrando por la puerta y se da cuenta
de que, tal vez, había estado llorando. Gabriel ve a Mar-
ta y aunque él tuviera cosas que decir, ahora, no le diría
nada. Él sabe más de lo que ella cree y de muchas formas
comprende por qué justo ahora se interesaba por su her-
mana muerta. Se sienta a su lado. La rodilla de él no cho-
ca con la de ella. Sus hombros no se rozan. No piensan
tampoco romper ese cerco. No ahora. Las puntas de sus
pies, de sus zapatos, permanecen apáticas, sin ángulos o
inclinaciones que un pseudopsicólogo de Google pudiera
describir como la inconfundible tendencia a lo sexual. Sus
manos también se mantienen dentro de esos márgenes,
sin inclinaciones o tendencias románticas, eróticas, hacia
el otro. Las de ella permanecen una sobre la otra. Cada
tanto sus dedos se mueven gentilmente, conscientes de
la rugosidad de esos nudillos que mueve de arriba hacia
abajo. Marta está entregada en esa caricia. Las manos de
Gabriel descansan sobre sus muslos. Rozan la aspereza de
un jeans nuevo. Sus otros pantalones negros ya los había
dado de baja, y sus yemas, sin él saberlo, amasan esa tela
que aún les resulta extraña.
PINO LUNA

Marta y Gabriel comprometidos, imperturbables y,


de pronto, el sonido de unas olas emergiendo de la radio,
el canto de unas gaviotas, el viento. Unas guitarras espa-
47
ñolas marcando el inicio de lo que será una canción. Las
voces de dos hombres y la letra inconfundible.

Gabriel comienza a cantar, el volumen de su voz


aumenta conforme la canción conquista a quienes están
en esa fiesta. Las manos que descansaban en sus muslos
ahora se mueven al ritmo de la canción. Despacito. Los
niños se toman ese living-comedor. Todos son Ramón
Luis Ayala Rodríguez, ninguno Luis Fonsi. Gabriel de-
cide sumarse a ese cuerpo de baile, acompaña a la señora
Clara, quien siempre ha tenido la destreza de capturar
todo tipo de ritmos. La canción es perfecta, los niños
no habían sido tan felices, Marta no se había reído tanto.
Gabriel la invita a ser una más. Ella se rehúsa, le sugiere
que siga bailando con Clara. Él no acepta y la toma de
los brazos, conduciéndola ahí con todos.

Ahora las puntas de sus zapatos se encuentran, se


señalan, nadie lo podría poner en duda. Sus hombros,
piernas, manos, se acarician, se amasan. Están bailando,
haciéndose gracias el uno al otro. Cuando la canción ter-
mina, toda esa adrenalina se dinamita en un abrazo breve,
porque Gabriel, justo en ese momento, se da cuenta de
que Abdón está demasiado lejos. Le dice algo al oído de
Marta.
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

No te des vuelta, haremos algo, ven.

Los niños, algo excitados después de la canción del


momento, escuchan con atención a Gabriel, quien toma
la palabra, hablándole a cada uno de los presentes mien-
tras conecta su celular al equipo de música.

Vamos a ponerle una canción al Monono.


48
Y como si el baile tuviera la facultad de retornar los
cuerpos a algún lugar, Abdón se levanta, hace un meneo de
hombros para todos, como diciendo que acepta el desafío.
Se acerca a su pareja de baile, que no es otra que Clara.
Macondo, Macondo, yo me voy para Macondo.

Es la canción y si bien la idea de Gabriel era poner


la favorita de Abdón, había errado. Cuando la canción ter-
mina se da cuenta. El abuelo se acerca dándole las gracias
y le pregunta si él puede poner una canción.

Esta que acaba de sonar me gusta, pero la otra que


le estoy pidiendo me gusta mucho más. Macondo. Busque
la cantada por Luisín Landáez, esa tiene un ritmo más,
cómo decirle, más bonito.

Le cuenta que una vez vio en el norte al mismísimo


Luis Felipe Landáez quien andaba en el tren de la cul-
tura de Allende. Marta, acercándose, le dice que hay un
video de Gabriel García Márquez bailando la canción. Se
lo muestra, le pregunta si ha escuchado del libro. Él, quien
apenas lee su nombre, le dice que sí, pero que no lo ha leído
todavía. Ella le responde que no se preocupe, que con las
canciones basta, ahí está todo, lo convence.

El abuelo inicia su baile. Todos aplauden y se unen


al trencito que encabeza este hombre de setenta y un años.
Cuando la canción se termina, le pide a Gabriel que la
ponga otra vez. Todos se quejan a coro, pero la canción
va de nuevo.
PINO LUNA

Los cien años de Macondo, sueñan, sueñan en el aire.


49
Los bailarines se sientan y solo quedan bailando él y la
señora Clara. Parecen estar protagonizando un estelar de
baile, no dejan de sonreír y de mirar a las cámaras. Las lu-
ces los enfocan, el público desaparece. La cumbia se trans-
forma en una canción de Sandro y sus cuerpos rejuvenecen
cincuenta años. El tiempo retrocede a cuando estaban re-
cién casados.

No tenían siquiera un milímetro de futuro asegurado,


pero bailaban como si protagonizaran la radionovela de la
tarde. En sus caras, esa sonrisa de enamorados, la sonrisa
justa, ni muy amplia, ni muy tibia, algo inclinada hacia la
izquierda, los ojos achinados. Te propongo simplemente que
me quieras, le cantaba Abdón a Clara, o ella a él.

Los cuerpos vuelven a mutar, el baile otra vez los


lleva de un pasado a otro. El vestido blanco se transformó
en minifalda roja y el traje de dos piezas se convirtió en una
camisa semiabierta. Las luces son menos intensas. Es así
como se conocieron, en una fiesta que pudo ser cualquier
fiesta. No era una cumbia, ni Sandro, era una canción en
inglés la que sonaba. Luego de haber visto a Clara, a Ab-
dón le bastaron tan solo diecinueve segundos para sacarla
a bailar. Ella le preguntó si acaso él sabía inglés, él, sin
titubear, contestó que sí. A ver tradúceme, lo desafió ella,
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

y él comenzó a balbucear incoherencias.

Tú no sabes inglés, lo recriminó Clara acercándolo


a su pecho.

Tú tampoco, le contestó él. Pero de que sabemos


bailar, sabemos bailar, ¿o no?

¿Y te gusta cómo bailo?


50
No tanto, pero el otro sábado quizá me guste un
poco, y el siguiente sábado otro poco más, y así. La fuerza
de la costumbre, le llaman.
Los sábados pasaron. El miedo se apoderó de él
cuando se dio cuenta de que quizá esto era amor. El mie-
do se apoderó de ella cuando pensó que ese hombre era un
cobarde. Un día el miedo de ella se fue y decidió encararlo.
Me gustas, Abdón, me gustas mucho. Él no le dijo nada.
Clara se murió de pena un par de sábados. Pasaron otros
más y un sábado Abdón apareció en su casa. En sus manos
tenía un regalo. Un diccionario de inglés-español. Ella lo
abrió y buscó una palabra.

¿Tú eres idiot o te haces?

Buscó otra.

Sorry.

Ella quiso decir te perdono.


PINO LUNA
51
Con ese amor los años se precipitaron hasta este pun-
to. Los abuelos siguen bailando, pero ya nadie los mira.
Tampoco hay luces que los enfoquen. La canción se acaba
y el reguetón vuelve a sonar. Abdón mira a Clara como
diciéndole, sí, esta música me gusta, si yo me adapto a
los nuevos tiempos, pero no hay caso que me salga. Clara
entiende, pero decide sentarse un rato con su viejo. Ab-
dón le sugiere que siga bailando, y tomándole la mano
con una fuerza que cualquiera podría confundir con vio-
lencia, se aferra a ella esos segundos en que Clara tarda
en decidirse en continuar su baile. Cuando Clara hace
el amague para pararse de la silla, Abdón vuelve a tomar
sus manos, enfático, él no conoce otra forma, y las besa
ya sin violencia o algo que se le parezca.

El cuarto de la ventana de Leonor era en realidad el


cuarto de Abdón. Y los cachureos no eran eso, sino una
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

serie de artefactos que él guardó para un día arreglar o


regalar: loza de plata ya negra, relojes, discos, sombreros
quién sabe por qué, VHS con películas mexicanas que ha-
bía grabado por si alguien le dijera un día que tenía ganas
de ver no sé cuál película. También guardó enciclopedias
que compró en la feria y que según él sus nietos usarían
para hacer tareas. Nunca preguntaron por esas películas
y solo dos de sus siete nietos usaron esas enciclopedias.
52
Si se tuviera que realizar una retrospectiva para
dar con el momento en que él comenzó a aferrarse así a
las manos de los otros, habría que remontarse a cuando
él y Leonor compartían el cuarto de la ventana. Fue al
día siguiente del cumpleaños número dieciocho de ella.
Ese cumpleaños de la foto en la que se ve a una Leonor
sonriente, con un Pato Lucas estampado en un polerón.

Se despertaron tarde, porque la fiesta se había pro-


longado hasta la madrugada de ese día. Limpiaron la casa
en pijama y una vez que terminaron, Abdón fue a su cuarto
y vio a Leonor frente a la ventana. Silenciosos, el uno al
otro, ambos compartían el lugar. Pero esa vez fue diferente.
Leonor estaba estrenando la bata de dormir que le habían
regalado el día anterior, tenía el pelo tomado con un to-
mate y sollozaba. Leonor estaba llorando y Abdón no dijo
nada. Solo cerró la puerta y se quedó con ella dentro de
ese cuarto, con la ventana abierta.

No decir nada no fue deliberado. Él buscó entre to-


das las palabras que había dicho alguna vez y las que no,
entre las palabras que había escuchado con seguridad y las
que creía haber escuchado. Quería una palabra con la que
pudiera iniciar el consuelo a esa pena que lo hacía tiritar de
frío. El invierno transformaba esa escena en un hecho que
Clara hubiera condenado e incluso castigado. Ella cuidaba
como hueso santo a Leonor y no podía permitir tonteras
como esa. Abdón lo tenía claro, pero para él esta escena
no se trataba de una tontera. Leonor necesitaba aire y aire
era lo que estaba tomando.
PINO LUNA
53
A pesar de que todos creían ver su cansancio, en su delga-
dez, en las venas azules que se asomaban por su piel, en
su respiración agitada, lo cierto es que nadie pudo llegar
a entender. Solo Leonor pudo saber cuán complejo era
y cuán complejo sería seguir encerrada en ese departa-
mento, siendo la mujer adulta que comenzaba a ser; una
mujer que se había alegrado cuando se fue la última de
sus hermanas, no solo porque esa pieza que compartían
ahora solo sería de ella, sino porque ya no tendría que
escuchar las historias insignificantes de personas que le
habían hecho tanto daño.

Había pasado una hora y el llanto ya casi se había


ido. Leonor sabía que su papá presenció todo aquello,
pero él no le había visto la cara, por lo que no tenía la
prueba concreta del llanto. Decidió cerrar la ventana y
fue ahí cuando, así, sin más, todo ese tierral sembró el
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

asombro en su cara.

Monono, ¡mire!

Él, que había estado mudo durante una hora fin-


giendo organizar unos VHS, sintió cómo le volvía el alma
al cuerpo. Se paró de su silla y fue a la ventana. Dudó
si mirar a la cara a Leonor, pero lo hizo y ya no estaba
llorando. Solo tenía ojos para ese vaivén informe a ratos y
54
otros, con la forma satelital de los huracanes. Un despla-
zamiento con la física de las cosas imprevistas. Abdón y
Leonor miraban ese remolino, y mirarlo era también ser
suspendidos por este. Su ventana era el lente para descu-
brir que el vendaval no solo existía cuando se levantaba de
la tierra, sino que siempre estaba ahí, dispuesto a aparecer
para que los otros se taparan la cara, para que ella hiciera
lo que tenía que hacer.

Cuando el remolino retornó a la tierra, cuando el


polvo quedó suspendido dispuesto a posarse en los zapatos,
en los muebles y en el pelo de los que pasaban, Abdón le
tomó las manos a Leonor. Quedaron uno frente al otro,
mirándose, descubriéndose. Él se aferró a esas manos con
fuerza dejándose llevar por la emoción. Una emoción sin
lágrimas, una emoción que se tradujo en el quejido del
llanto que no se asoma. En un recogimiento del pecho, en
unas manos que perdieron la fuerza.

No es necesario que diga nada, lo consoló Leonor.


Él se llevó las manos a su cara y ella le dijo que no,
que no se ocultara, que no había nada que ocultar. Las
lágrimas por fin cayeron y se abrazaron. Un abrazo que,
como todos los abrazos en la historia de Leonor, fue breve.
Abrazarla era encontrarse con la enfermedad en su cuerpo.
Por eso Leonor se dejaba el pelo más allá de la cintura, por
eso usaba batas de dormir durante el día.

Aquí ninguno ha llorado. Aquí no ha pasado nada.


¿Entendió?
PINO LUNA

Él retomó la fuerza perdida y sostuvo, así, una vez


más las manos de su hija.
55
Lo primero que ve Marta al bajarse de la micro, cuando va
a ver a sus abuelos, es esa ventana que ahora mira desde su
otra cara en esta noche de año nuevo. Cuando está en el
paradero y espera que la micro siga su camino para cruzar
la avenida, no hay día en que no espere ver al fantasma de
Leonor mirándola. Ella no sabe con seguridad si cree en
los fantasmas, pero si se tratara de volver a ver, creería en
los milagros, en el vino y en la eucaristía.

Cuando Leonor murió Marta tenía diecisiete, Leo-


nor veinticuatro. Ambas sabían que eran hermanas. Algo
les habían contado de la adopción que hizo la señora Clara
para que Karina siguiera con su vida. Sin embargo, todos
respetaban los títulos. Ellas eran tía y sobrina, los abuelos
de Marta eran también los papás de Leonor, y Karina era
solo la hermana de Leonor. Un nuevo tipo de hermana,
indicó Clara, y nadie se atrevió a contrariarla, mucho me-
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

nos a indagar en la historia que terminó con una de sus


hijas expulsando, de entre sus piernas, a una criatura que
no tenía por qué querer llamar por su nombre.

Gabriel sigue a Marta a esa pieza y cuando intenta


prender la luz se da cuenta de que algo en ese interruptor
o quizá en el soquete no funcionaba. Así que deja la puerta
abierta con la luz de una fiesta a la distancia.
56
Estoy enferma, Gabriel. Algo me pasa. No puedo so-
portar la idea de su muerte. No me refiero a que ella se haya
muerto. Sino a toda la idea, de ese día, de los días anteriores,
de lo que pensó, de cómo se sintió. Siento que la abandoné.
Yo también la abandoné. Todos la abandonamos un
poco y si pensamos en eso solo vendrá la culpa, y la culpa,
Marta…

Gabriel hace una pausa.

La culpa nunca ha sido un buen negocio.

¿Entonces qué?

Él no responde. Un día alguien le enseñó que no


se contesta lo que no se sabe, entonces, solo se queda ahí,
abrazando desde sus hombros a Marta quien insiste en
mirar a través de esa ventana.

Al rato se da vuelta buscando el rostro de él, quien


ahora la observa sin identificar en ella la desesperación con
la que le había hablado durante esta noche. Algo había pa-
sado por ella. Quizá qué ideas, se pregunta Gabriel, pero
es un plan el que tiene entre cejo y cejo. Marta le cuenta
que es su propio camino para salir de dónde está, un lugar
en el que no quiere permanecer ni un minuto más. Quiero
que me ayudes, le pide. Gabriel se siente, por un momento,
aterrado. Pero decide hacerlo. Ayudar a Marta a entender.

No podremos hacer preguntas, señala Marta.

Complejo, responde él.


PINO LUNA
57
***
La pena está a la vuelta de la esquina, tan presente, como esa
espada que pende sobre todos, pero la pena es una espada que
cae y vuelve a caer. Como un buitre. Por más que te laves la
cara y respires, por la nariz, todo por la nariz. Y aprendas
meditación, o vayas a retiros budistas, hinduistas, altruistas,
e inventes nuevos dioses en que creer, a quienes culpar. Aun-
que aprendas que los dioses no existen para eso y empieces a
creer en las flores o en los astros, en los ciclos de la luna y en los
ciclones oceánicos. Aunque tomes un ascensor para llegar a tu
terapeuta y ella te hable de tu infancia, y tú no quieras hablar
de tu infancia, y le hables de lo que hiciste ayer. Pero ayer no
es el problema. Ayer te levantaste a la hora usual, tomaste un
desayuno insuficiente y te lavaste los dientes sin fuerza. Ayer
saliste de tu casa, marcaste la tarjeta para subirte a la micro
y luego al metro. Y luego al metro y a la micro otra vez. Lle-
gaste a tu casa. Comiste algo. Contaste tu día sin dar muchos
detalles. Tomaste el celular y te dormiste. La alarma sonó y
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

no la escuchaste. Despertaste con media hora de retraso, no


alcanzaste a tomar desayuno y en la esquina te diste cuenta.
Se te había quedado la tarjeta de la micro. En esa esquina
te encuentra. No te suelta en todo el día. Cae sobre ti. Los
muertos no se olvidan.
58
II
¿N O C R E E S Q U E E S U NA FA LTA ,
NO CR EES QUE ES UN DESCA RO?
Elegir una canción es como elegir un nombre con el que
llamar a alguien que nace o muere. Elegir una canción es
como poner títulos, es desafiar las leyes universales, esas que
dicen que cuando se hizo la luz todo estaba en silencio, o
eso que se desprende de aquello, que primero fue la luz, que
del sonido no se sabe, que la historia de la tierra y del agua
transcurrió en un silencio total hasta que llegó el hombre o
el ser humano, o la mujer y el hombre. Elegir una canción
también es jugar con la gravedad, porque una buena can-
ción interfiere en el espacio-tiempo por el que todo circula:
el hombre y el ser humano, la mujer y el hombre. Elige una
canción, le dice Marta a Gabriel cuando se reintegran en la
fiesta. Él se toma un tiempo para pensarlo, no más de quince
segundos, dice que ya sabe, que tiene una canción en mente.

Esta es la cumbia más bella que he escuchado.

Y si no fuera persiguiendo todo, me calmaría y te diría


cómo.

Como qué.

Él la canta como si esas fueran sus últimas palabras.


En una canción todas son las últimas palabras. Gabriel no
PINO LUNA

baila, porque las buenas canciones, dice él, solo existen para
una cosa: o bailarlas o cantarlas. Marta no sabe si está de
acuerdo, aunque no lo piensa demasiado. Leonor no lo hu-
63
biera estado. Su premisa de vida era estar en desacuerdo.
Una buena canción se puede cantar y bailar, y si se eligiera lo
uno o lo otro, no tendría mayor importancia. Fin del asunto.
Marta en vez de cuestionar la lógica de lo que dice Gabriel,
intenta imaginar por qué le gusta tanto esa canción. Debe
estar enamorado, concluye. No de mí, remata. Claro que no
de mí, se contesta.

Cuando la canción casi se acaba, Camila se aproxima a


Gabriel, su hermano. ¿Te tinca si nos vamos? Durante la
fiesta, además de escuchar con atención cada cahuín fa-
miliar, había ofrecido sus variados servicios de peluquería
y cartomancia. Una vez cumplido su propósito decide que
es momento de partir al carrete de su polola en Santiago
Centro. Gabriel, sin pensarlo mucho, le responde que se
queda. Que tiene cosas importantes que hablar con Marta.
Camila sin entender se acerca a su oído y le susurra.

¿Me puedes explicar cuáles son esas cosas importan-


tes que tienen que hablar? En el carrete va a estar la Xime.
¿No estás saliendo con ella?

No, o sea, sí, pero no creo que pase de enero.

¡Mira, tú! Entonces, te quedas. ¿Y qué le digo a la


Xime?
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

La verdad.

¿Qué te quieres agarrar a tu prima?

Sí, ridícula, justamente eso. Dile que me quedé por-


que una amiga tenía problemas. Esa es la verdad. ¿Cómo
va a ser mi prima? Y da lo mismo, sabes, no sé en qué mo-
mento empezamos a salir y eso no está bien. Ella lo decidió
64
sola. Tampoco sé si le gusto o está aburrida.

Qué horrible que eres a veces, le reprocha ella y co-


mienza a despedirse. Ejecuta su salida con calidez. Gabriel
la sigue cuando ella se dispone a bajar las escaleras del block.

Espera, no te vayas. Es que tú no estás entendiendo.


No me la quiero agarrar, no me quedo por eso. Ella está mal,
está pensando en Leonor.

¿Y por qué?

No sé, eso trato de entender.

¿Y por qué me dices esto a mí Gabriel? Qué sé yo,


quizá tiene pena, no sé, o se siente culpable.

¿Pero de qué?, pregunta y en un acto reflejo mira


hacia atrás esperando no encontrar a Marta. Le dice a
Camila que va a terminar con la Xime, que la va a llamar
ahora mismo. Ella lo mira impávida y le susurra, como ha
susurrado cada insulto en su vida: conchasumadre.
Ay, perdón, verdad que no se puede hablar de la ma-
mita.

Él toma su teléfono y llama a la Xime. La saluda, le


dice feliz año, ella le pregunta dónde está. Gabriel le con-
testa que le tiene que decir algo. Ella le vuelve a preguntar.
Escúchame, Xime, te tengo que decir algo.

¿Ya vienen en camino?

Eso no importa, contesta él.


PINO LUNA

¿Por qué no?

Porque ya no estamos juntos, esto se acabó.


65
La voz de ella ya no se escucha, Gabriel puede inclu-
so identificar la canción que bailan en esa fiesta. La canción
se escucha otro par de segundos y luego cuelgan.

Ximena tiene veintinueve, es de complexión pequeña,


ojos grandes, y ayer, tras una conversación con su ami-
ga de departamento, había tenido una revelación. Ambas
concluyeron que ya no eran las mismas de antes. Esas que
se enamoraban, vivían y sufrían como si todo se tratara de
una enorme y cansadora procesión.

Simplemente, ya nada me importa tanto, y así tienen


que ser las cosas. Si mis papás quieren seguir gritándose en
los supermercados, me importa un orto. Si Gabriel prefiere
quedarse durmiendo antes que juntarse conmigo, también
me importa un orto. Cuando mi mamá me llama cobrán-
dome sentimientos, achacándome alguna culpa, alejo el
teléfono, le digo que sí, que está bien. Si Gabriel es un
latero, que se quede en su casa, porque yo salgo. Si mi jefa
me mira con esa cara de mierda que pone a veces, le tiro
una sonrisa irónica.

¿Y cómo es una sonrisa irónica?

Así, mira.
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

Ximena con destreza escénica, ejecutó esa noche una


expresión que su amiga aprobó con la nota máxima. Re-
sultó tan verídica como mordaz.

Ya, Meryl Streep, quédate quieta, cierra un poquito


más el ojo izquierdo.

La amiga la estaba maquillando para ir a ninguna


parte. Así se entretenían de vez en cuando. Probando co-
66
lores, viendo hasta dónde podían llegar. Nadie las vería, a
menos que se sintieran más deslumbrantes de lo usual y
decidieran tomarse una foto y subirla por ahí, no por va-
nidad, sino como registro de esas noches de amor y vino
tinto. Sin embargo, esta no fue una de esas veces. El re-
sultado fue desastroso.

Ximena continuó.

Vamos a cumplir treinta, y antes no quería, pero aho-


ra no hallo la hora de que pase. Ya me cansé de esa ado-
lescencia prolongada que fueron los veinte. Más de quince
años, diecisiete casi. Diecisiete años de adolescencia. Ya
no quiero más.

Cuando Gabriel la llamó, Ximena estaba justamente bai-


lando con esa amiga. Por su cara, ella notó que algo fuera
de lo normal le había pasado.

¿Qué onda? Le preguntó.


Ximena, quien todavía no cortaba, alejó el teléfono
y le contó al oído.

El Gabriel dice que terminó conmigo.

¿Y te importa?

Ximena luego de evaluar la situación, luego de in-


cluso ensayar una emoción subiéndole por la garganta, le
contestó que no. Que no le importaba. No habría lágrimas,
ni mucho menos. Gabriel ya no le interesaba y así tenían
PINO LUNA

que ser las cosas, se convenció.


67
Como si cada punto en esa cicatriz fuera la vertebra que
intentó escapar. Así quedó marcada la espalda de ella. Vér-
tebra a vértebra. El vestido azul que usa esta noche deja
ver gran parte de esta. Cuando camina hacia Gabriel y le
pregunta qué pasó, él posa su mano en su cintura, subiendo
hasta llegar a su cicatriz. Sin contestar le pide que ponga
otra vez la canción y entran a la casa.

La canción suena de nuevo. Gabriel se detiene a pen-


sar en todas las canciones que le han gustado. Elige olvidar
eso de que una canción buena se canta o se baila. Bailar
con ella es tocarle esa cicatriz, y cantar y bailar, todo al
mismo tiempo. Él piensa que esa canción es como ella.
Como un intento de algo que no se concreta.

Y si no fuera persiguiendo todo.

¿Y si tu plan no funcionara?
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

Ella no dice nada, solo se mueve al ritmo lento de la


cumbia. Deja que Gabriel hable solo. Hacia la mitad de la
canción ya se sabe la letra y la canta.

En las cosas simples de entenderse

hay tantas cosas que no entiendo.


68
Mírame, Gabriel. No sé si mi plan vaya a funcionar,
no sé si encuentre algo en esta casa. Quiero intentarlo.
Quiero que estés conmigo.
En este momento la casa podría estar vacía. Ellos
podrían besarse, desnudarse, sin que nadie se diera cuen-
ta. Se abrazan. A Gabriel le viene una pena de año nuevo.
Esa pena que se baila o se canta, o todo al mismo tiempo.
Él comprende el miedo de Marta y sí, le contesta. Una
promesa es una canción de cuna que, si bien no calma la
oscuridad, promete que ya no hay monstruos, que ahora
sí se pueden cerrar los ojos. Para cantar a veces hay que
cerrar los ojos. Dejar que otra oscuridad espante el miedo,
como una cumbia triste.

Quiero que me cuentes la historia de esta cicatriz.

Él piensa que las cicatrices son como tatuajes con una


historia para contar. Una historia de imprudencia, de un
amor que no era, de un duelo insostenible; de una pérdida
que, cuando ya nada surtía ese efecto paliativo que se busca
al inicio de toda pérdida, se decidió inscribir en el cuer-
po como diciendo sí. Las cicatrices no son como tatuajes,
piensa Marta, porque no hay voluntad, no hay deseo. Ella
que ha perdido, que no tiene tatuajes, no sabe. Aún no ha
dicho la palabra que lleva a alguien del pésame al sí, es este
cuerpo el que me pesa.

Detrás de cada cicatriz, detrás de cada tatuaje hay


una historia, un cuento, Marta.

Si los tatuajes son cuentos, las cicatrices son novelas,


PINO LUNA

responde ella.
69
Hubo, quién sabe si todavía, un dibujo de Marta guar-
dado en un cajón de esos con una llave que se perdió y
que nadie anda buscando. El dibujo era una tarea que se
le ocurrió a su profesor jefe en quinto básico, una época
en que las tardes familiares eran un desnucarse pensando
qué era lo que ese profesor había pedido. A las ocho de
la noche, Karina tomaba el cuaderno de su hija e iba a la
última página. Tarea para la casa: dibuja un árbol familiar
en el que cada integrante de tu familia debe estar repre-
sentado por un animal. Punto seguido. Fundamenta tu
respuesta. Marta tenía una tarea y su mamá, una idea de
lo que le habían pedido.

Tienes que dibujar un árbol y decir qué monos pin-


ta cada familiar en ese árbol. Por ejemplo, tu hermano
podría ser un chimpancé; tu papá, un pájaro carpintero.

Y qué es un pájaro carpintero.

Un pájaro que hace muebles.

La mirada inquisitiva de Marta.


Muebles para pájaros.

La mirada que no se disipó, porque no fue tal. Mar-


ta solo tenía rabia por tener que hacer la tarea.
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

Un pájaro carpintero con el pico tala la madera y


construye sus refugios.

Ya, mamá. Ya entendí.

Primero dibujó el árbol y cuando lo vio se dio cuen-


ta de que olvidó las ramas. Entonces tiró unas rayas que
pretendieron ser el ramaje. Dibujó a su hermano, el chim-
pancé. A su papá, el carpintero. A su mamá, un pájaro
70
común y corriente. A su abuela, un gato arriba del árbol.
En la fundamentación de la respuesta explicaría la esca-
lera que dibujó junto al gato. Dibujó a sus tías maternas,
dos cuncunas —más bien gusanos— sobre una rama. En
el grupo no estaba Leonor. Marta quería elegir la rama
perfecta. Encontró una que parecía trizada y sobre esa
línea imperfecta dibujó un caracol.

Cuando terminó de dibujar, estaba tan agotada que


no fundamentó sus respuestas. Guardó el cuaderno en
su mochila con el plan de completar la tarea en el recreo.
Pero el recreo se le fue en el quiosco intentando comprar
algo que no alcanzó a comprar. Comprendió, justo en ese
momento, que había cosas que simplemente no podían
ser. Que la vida se trataba de rendirse en el momento ade-
cuado. Que después de ese momento todo se complicaba.

No pude terminar la tarea, profesor.

Marta entendió que resignarse también era mentir.


O inventar.
La lavadora de mi casa se echó a perder, entonces…

Recordó que esa era la mentira para contar cuando


iba con buzo al colegio. No encontró la mentira para la
tarea que no se hizo. El profesor la miró con reprobación,
una mirada que dominaba con maestría, e imprimió un
no logrado en el dibujo. Marta lo increpó, le dijo que
su mamá le pegaría, si llegara a ver esa mala nota en su
cuaderno. Él le creyó, porque era una mentira. Le dio
otra oportunidad.
PINO LUNA

Mañana trae la tarea completa en una hoja de block


y la fundamentación la harás frente a todo el curso.
71
Mamá, mi profesor encontró tan buena mi tarea
que me pidió una disertación.

Su mamá le creyó, porque era otra mentira.


El otro día llegó y Marta estaba lista con su dibujo
para presentar. Explicó los animales, el mono, el gato, los
gusanos.

El caracol es mi tía que se va a morir. Tiene una


joroba que le quita el aire, entonces se pone azul al cami-
nar. Por eso este es un caracol azul. Por eso lo dibujé en la
rama más delgada, porque en cualquier minuto se cae. En
cualquier minuto mi tía se va a morir.

Marta se puso a llorar. Catorce segundos de silen-


cio, sus compañeros no dijeron nada, sabían que este solo
existía para cuando fuera necesario, como frente a una
compañera que se desmorona. Su profesor le dio las gra-
cias y le sugirió que fuera al baño a lavarse la cara. Marta
fue al baño, pero no había nada que lavar. No volvió a
entrar a la clase. Ese día su profesor comprendió algo que
ella descifrará recién esta noche. Anotó en su agenda citar
apoderada de Marta, pero eso no pasó. Al otro día un niño
se rompió la cabeza jugando al caballito de bronce y otro
apoderado fue citado.
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S
72
Si tú dijeras ahora la palabra cicatriz, yo la sentiría, justo
ahí en mi espalda, donde la ves. A veces pienso que la
única manera de sentirla es haciéndola palabra, y cuando
eso pasa, la siento viva.

Gabriel dice la palabra y Marta siente esa cicatriz


que atraviesa su cuerpo. Una fisura leve, más clara que el
resto de la piel y que está enmarcada en pequeños puntos,
como si intentaran protegerla de algo así como una herida
que se abre. Él palpa cada punto. No siento nada, dice ella.
Gabriel acerca la espalda de Marta a su boca, o su boca
a su espalda y la besa. No siento nada, repite. Gabriel la
gira, ambos quedan uno frente al otro, sin cicatrices que
se interpongan y la besa. Este es su primer beso y Marta
no siente nada.

Nuevamente posa su boca en su espalda. Le baja el


vestido que queda en el suelo. Le saca un zapato y luego el
otro. Sube besándole las piernas. No siento nada, dice ella.
Cuando Gabriel se aproxima con su boca más allá del om-
bligo, con su lengua, ella lo detiene. Toma su ropa y se viste.
Gabriel la deja sola. Cuando vuelve, le pide disculpas. Le
dice que él pensó algo que no era. Ella lo calma, este no es
PINO LUNA

el momento, es eso. Gabriel contesta que cualquiera puede


ser el momento, que cuando ella quiera, él estará listo, que
si quiere lo podrían hacer bailando y nadie se daría cuenta.
73
Es mi talento, Marta.

Ella se ríe y ahora se besan como si un beso entre ellos


fuera parte de algún cotidiano. Como un beso que en algu-
na dimensión paralela ocurrió en un tiempo anterior a este.

Si tú piensas que la Leonor me quería, estás equi-


vocada. Ella me quería mucho, pero no estaba enamorada.
Hubo un momento en que pensé que estaba enamorada de
mí. Creo que fue cuando pololeé por primera vez, pero era
porque Leonor odiaba a mi polola. Pero no me quería de la
forma en la que estás pensando.

Y por qué cuando te pregunté si la Leonor te miraba


con amor, me dijiste que sí.

Fue porque pensé que era una pregunta sin importan-


cia. No pensé que de esto se iba a tratar esta noche. También
te dije que la había olvidado, y que los muertos se olvidan y
créeme que no es cierto. Que no he olvidado a Leonor, ni a
mi mamá, por si te interesa saberlo.
Marta le dice que para contarle la historia de su cica-
triz tiene que hablar de Leonor, porque tiene razón en eso de
que esta noche se tratará sobre ella. Le cuenta la historia del
dibujo sin hacer muchas variaciones, pero con la diferencia
radical de un relato sin final ni prolepsis. Gabriel le pregunta
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

dónde está ella en ese árbol. Marta piensa que, de ese árbol,
ella es la raíz que intenta escapar bajo el pavimento, porque
este árbol familiar es un árbol sobre el pavimento. Leonor
era un caracol sobre una rama muerta, a la altura suficien-
te para que el golpe la destruyera y la transformara en un
cadáver, si así se puede llamar la naturaleza muerta de los
caracoles. Un cadáver sobre el pavimento a pleno sol, porque
murió en un día soleado, en que soleado significó soledad.
74
Un día tú vas a ser una reina de belleza y cuando eso su-
ceda vas a hacer algo inesperado. Cuando tú seas Miss
17 y las cámaras estén sobre ti, mirarás a una como si a
través de ella estuvieras mirando al mundo y dirás: todo
esto es una porquería.

Marta tenía once años, sabía que no sería Miss


17, porque no le interesaba y porque no era tan bonita.
Pudo prometerle que lo haría, que le diría al mundo que
todo era una porquería, pero la verdad era que Leonor no
quería que su hermana favorita fuera Miss 17, solo creía
que la historia era perfecta para transmitir su visión de
mundo y el valor de lo inesperado como respuesta ante
cualquier cosa. Marta sabía que a Leonor le gustaba que
le llevaran la contra, entonces eligió decirle lo que estaba
pensando.

Yo no soy bonita y menos lo seré después de la ope-


ración. Seré una chatarra y tendré una cicatriz horrible.

Leonor le dijo que era por su bien. Marta la miró


con rencor.

Mi mamá me dijo que me tienen que operar para


PINO LUNA

no terminar como tú.

¿Y cómo soy yo?


75
Torcida, fea, deforme, pensó Marta, pero no dijo
nada. Se largó a llorar. Si se tuviera que hacer la genea-
logía de su culpa, ese sería el día. El primer día de un
conflicto que se precipita hasta esta noche de año nuevo.
Gabriel y Marta están recostados en la que fue la
pieza de él. Todo este rato Gabriel ha estado pensando en
cómo decirle aquello que se le pasó por la mente después
del diálogo con su hermana. No sabe cómo decirlo, pero
concluye que tampoco necesita saberlo, que hay cosas que
solo se tienen que decir.

Yo creo que tu plan no va a funcionar, Marta. Aun-


que busquemos y nos quedemos todo el día en la casa de
la señora Clara, no vamos a encontrar nada. Porque Leo-
nor no escribía y porque lo que tú tienes es culpa.

Seis días, exactamente seis días después de su muerte


creyó ver su fantasma. Lo creyó tanto que lo hizo palabra.
Vi su fantasma, dijo Marta. Estaba vestida con el polerón
de la foto y sus jeans de cuero. Se veía contenta, porque
me sonreía. Pero no fueron seis días, sino seis años. Seis
años, exactamente seis años antes de su muerte vio su
fantasma por primera vez. Leonor estaba viva y Marta, en
un hospital. Su fantasma se aparecía a los pies de su cama
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

y le decía que la venía a buscar. Ella pensó que Leonor


había muerto y se aterró. Esa idea parecía tan verdadera,
no solo por el hecho de su muerte, sino por la promesa de
llevarla con ella. Al día siguiente cuando vio a su mamá
llegar como si nada, supo que no había muerto, que nadie
tenía que morir para darle paso a un fantasma. Que ella
era el fantasma.
76
Algunas palabras mutan incrustándose en la dermis, capa
a capa y, una vez dentro, sin derramar ni una gota de san-
gre destruyen todo lo que palpita, porque la muerte va por
dentro y el grito es ciego. La penúltima vez que se vieron,
dijeron aquello que se dice cuando la teoría de la mente
del otro yerra, cuando la comunicación se pierde —no por
ausencia, sino por knockout—; cuando cae la torre y toda
lengua es extranjera. Incluso la propia. Cuando la palabra
es irreproducible. Porque cuando cae la torre se las lleva a
todas y luego viene el silencio.

Y una sonrisa muda.


Leonor sintió cómo Marta se burlaba de ella. Pero
no fue eso. Estaba aturdida, nerviosa, no se perdonaba
haber dicho lo que dijo, tampoco sabía cómo repararlo.
Su sonrisa era la palabra dicha retumbando en un rictus.

La conversación había versado sobre el futuro.

Tu mamá me dijo que no te estaba yendo tan bien en


matemáticas. Gabriel te puede ayudar, en una de esas. Él
estudia ingeniería. Algo debe saber, ¿o no?
PINO LUNA

Marta la miraba, en principio, ignorándola. La ha-


bían obligado a ir ese domingo a un almuerzo familiar,
justo el día en que cumplía un mes de pololeo con el joven
77
que le había gustado durante casi toda la enseñanza me-
dia. Un hombre que al tercer mes de pololeo le diría que
estaba pensando en otra cosa. En abrirse a las posibili-
dades, todas las posibilidades.

Vamos a entrar a la universidad, Marta. ¿No te has pues-


to a pensar? Yo también estoy pensando en ti. No te
quiero reprimir. Tú me entiendes. Quiero lo mejor para
los dos. Y no, no me pongas esa cara. ¿Viste?, esto es lo
que no me gusta. No se puede hablar contigo sin que
te enojes o te pongas sensible. Yo te quiero, Marta, yo
estoy enamorado de ti. Quiero que lo sepas. Que no se
te olvide. Pero pienso que esto es lo mejor para los dos.
Alejarnos, sin rollos, sin atados. Nunca se sabe si po-
demos volver más adelante. No hay que cerrar ninguna
puerta. Ya, no seas tontita, no llores. Ven aquí, si sé que
quieres, una vez más, si no te cuesta nada. Para qué nos
vamos a ir en esas.

Marta aceptó, pero apenas él había salido de su


pieza supo que no lo volvería a dejar entrar. Él la llamó
a los meses. Le preguntó dónde estaba, que andaba por
su campus con un amigo. Ella, que estaba ahí, le dijo
que no. Que estaba en semana de pruebas y le colgó.
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

Marta no tenía cómo saber que así terminarían las


cosas. Tampoco sabía que esta conversación con Leonor
sería tanto peor que la que tendría tres meses después
con su pololo. Que incluso esta la recordaría con deta-
lles, que la otra la contaría en un futuro riéndose de lo
cara de raja que había sido ese famoso Joaquín.
78
¿Y ya sabes qué quieres estudiar?, le preguntó Leonor, quien
todavía no se daba cuenta de lo irritables que resultaban
sus preguntas para Marta.
No sé, Leonor, no tengo idea.

¿Pero cómo no vas a saber qué hacer con tu vida?


Tienes la posibilidad de estudiar, la suerte. Muchos no la
han tenido, Marta.

Y, qué, ¿me quieres hacer sentir mal ahora?

No, quiero que lo pienses bien. Tu mamá me dijo


que parece que querías entrar a enfermería o quizá a algo
humanista. Eso no te lo recomiendo. A veces no es tan
buena idea pasarse la vida leyendo.

¿Y por qué no es buena idea según tú?

Es solo una impresión, contestó Leonor dejando


de doblar la ropa limpia, de organizarla para guardarla
en los cajones correspondientes. Se sentó sobre su cama
y fue en ese momento en que reparó en lo desagradable
que resultaba ser para esa joven ahí en su pieza. Marta le
dirigió una mirada de tirria. Le parecía que esas preguntas
estaban casi respirándole sobre los hombros, por la boca,
que era la única manera en que Leonor podía hacerlo.

Leonor la contempló apoyada en la pared, sentada


en la cama, con el celular en sus manos. Hubo un largo
silencio, hasta que Marta soltó una risa frente a algo que
le había llegado a su celular. Fue ahí cuando Leonor se
dio cuenta de que esa niña que había querido tanto, ya era
PINO LUNA

una mujer, y que el amor que había sentido por ella, por
más que se esforzara, ya no podía seguir siendo el mismo.
79
¿Y qué me dices, Marta?

Perdón, Leonor, en qué estábamos.

Respondió haciendo un gesto como de quien intenta,


de manera impostada, recordar algo. Ah, sí, agregó. De
leer, me decías que no era tan bueno y no entiendo. ¿No
que a ti te gusta tanto?

Marta alargó esta última palabra de una forma que


resultó decepcionante. Leonor consideró que no seguiría
perdiendo su tiempo, que toda esa ropa la estaba esperando.
Marta, en tanto, iba confirmando sus ideas sobre Leonor y
todos en esa casa, en esa familia. Un montón de hipócritas,
creía, que jamás hablaban de lo importante. Que sin duda
una carrera no era tema.

Tú nunca hablas, ¿cierto, Leonor? Qué te tiene que


importar a ti si quiero ser enfermera o estudiar teatro.

Leonor la miró, intuyendo a dónde quería dirigir esa


conversación. Esta no era la primera vez y la detuvo.
A ver, Marta, no te confundas. Yo solo quería con-
versar contigo, pero parece que no se puede. Mírate, Marta.
Qué pena tenerlo todo y ser así.

¿Así cómo?
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

Así, tan simple. Tan ordinaria. Una pendeja común


y corriente. Sin brillo, sin sueños. Yo no sé por qué me
preocupó tanto de ti. No vales la pena.

Y yo no sé por qué te compras todo los cuentos que


te han metido en la cabeza. ¿Quieres hablar? Hablemos.
Dime si no te parece raro todo esto. Que tú y yo seamos
hermanas, que no lo podamos ni decir. ¿Quieres pregun-
80
tar? Pregunta, pregunta de dónde vienes. Qué pasó. ¿No te
interesa, acaso? Deja de molestarme a mí y preocúpate de ti.

¿Y tú, Marta? ¿Has preguntado? ¿Has hecho algo


por saber? Porque, claro, esta también es tu vida. Pero ahí
estás, como siempre. No haces nada, dejas que todo te pase
por encima. Eres peor que esas otras. Una vez pensé que
tú eras distinta, pero me doy cuenta que no. Yo no tengo
hermanas, Marta. Tú nunca serás mi hermana. ¿Y teatro?
¿En serio? No seas ingenua, por favor.

Marta había dejado su celular a un lado. La sangre le


hervía. Yo no tenía que estar aquí, pensaba, y sin meditarlo,
sin articularlo aunque fuera antes, soltó.

A veces me gustaría desearte la muerte, solo para que


te vayas enterando. Pero no sé, dime tú qué hago.

Y la sonrisa muda.

Una dejó sola a la otra, y ya no se podía llamar por su


nombre a la que se fue. Pasó el tiempo, una transformó la
distancia en kilómetros de la otra, y ya era tarde para gritar
por su nombre a la que se fue. Una le deseó la muerte a la
otra, y ya era demasiado tarde. Leonor quiso arreglar las
cosas, pero no pudo. Quiso mandarle un mensaje dicién-
dole que la fuera a ver. Que ella también se había excedido.
Quiso escribirle que sí, que sabía que se iba a morir, que
ella también lo deseaba a veces. Pero como Gabriel había
dicho, Leonor no escribía, no porque no quisiera, sino por-
que simplemente no podía.
PINO LUNA
81
El plan de Marta era encontrarse con los cuadernos
de Leonor y con todo lo que una lectura conlleva:
descalces, alegorías, delirios, horizontes. Espejismos.
Marta imaginaba abrir un cajón y encontrar pistas que
la llevaran a entender a Leonor. No entiende cómo es
posible que no escribiera. Intenta rememorar esas escenas
de ella sobre un cuaderno y casi tiene la impresión de
haberla visto escribiendo. Cuando Leonor dejó de ir al
colegio, se fue olvidando de aquellos mecanismos que
se enseñan en la escuela. Olvidó la geometría de los
triángulos, la evolución de las especies, las capas de la
tierra y escribir. Solo hubo algo que no olvidó, quizá
porque correspondía a ese tipo de cosas que una vez que
se aprenden no se olvidan; como respirar, como quebrar
un vaso, como leer.

Gabriel le compartía los libros que leía en el colegio


M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

y los comentaban. Cuando él pasó a enseñanza media,


Leonor adquirió una especie de obsesión con los libros
que elegía la nueva profesora de Gabriel. Esos libros
le habían enseñado que era una tontera eso de que la
literatura te permite vivir mil vidas y viajar, y ser feliz.
Que leer era más parecido a una procesión en que mueres
y resucitas, de vez en cuando al mismo tiempo. Y si leer
era eso, ella quería hacerlo todos los días de su vida.
82
Gabriel sabía que ambos necesitaban esas pequeñas
reuniones literarias. Leonor necesitaba esos libros y él, esas
cosas que ella decía sobre ellos. Le gustaba ver la sonrisa de
su profesora cuando se quedaba en el recreo a comentarle
algo sobre el libro del mes. Ella fue la primera mujer que él
quiso de verdad —eso creía—, ese querer que necesita de
buenas razones, aunque tampoco tantas. Cuando Gabriel
se graduó de cuarto medio, se acercó a su profesora y le
confesó su verdad.

Usted me gusta, me gusta porque sabe escuchar, y


antes de que nos dejemos de ver necesito contarle una his-
toria. Yo tengo una amiga que está enferma, es mi vecina
de enfrente, dejó el colegio hace años y le gusta mucho
leer. Le gustó aún más cuando usted empezó a ser mi pro-
fesora, sus libros los leíamos juntos, los comentábamos y
ella me decía qué cosas decirle a usted para sorprenderla.
Le cuento esta historia porque tengo miedo de que un día
se olvide de mí. Que nos encontremos en la calle y ya no
se acuerde de mi nombre.
La profesora tenía nueve años más que él, era jo-
ven, torpemente revolucionaria y ciertos días de la semana
amanecía bonita. Cuando Gabriel terminó de hablar, ella
que lo había escuchado de la única manera en que sabía
hacerlo, le dio un abrazo. El patio del colegio estaba lleno
de escolares que habían dejado de serlo, profesores incó-
modos en trajes de medio pelo y familiares orgullosos o
aburridos. La profesora le prometió no olvidarlo. Le dijo
que sería imposible. Ese día cuando llegó la noche y las lu-
PINO LUNA

ces debían apagarse, él pensó en ella, y ella en él. Cerraron


sus ojos y al día siguiente todo era parte de una historia
lejana que algún día le contarían u ocultarían a alguien.
83
Le dije a mi profesora que me gustaba, le contó
Gabriel a Leonor.

Qué tonto que eres, Gabriel. Me das risa.


¿Por qué tonto? ¿Nunca has querido a alguien?

No.

Ambos estaban en el pasillo entre una casa y la otra.


Era una noche de diciembre y si bien hacía calor, Gabriel
notó que las manos de Leonor estaban frías. Le dijo que ya
era tarde, que mejor se fuera a acostar. Que si se enteraba
la señora Clara, se iba a enojar. Leonor estuvo de acuerdo
en eso, y cuando ambos estaban dispuestos para cerrar sus
puertas, ella le dijo.

¿Sabes qué cosa no le preguntamos a tu profesora?

¿Qué?

¿Qué hay antes?

¿Antes de qué?

De esto, Gabriel, de todo esto.

Nada.

¿Estás seguro? No puedes contestar una pregunta si


M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

no estás seguro. Nunca se contesta aquello que no se sabe.

Después de todos los libros que Leonor había leído, esa era
una inquietud que la rondaba con frecuencia. Ella pensaba
que antes solo estaba la muerte, que no es lo mismo que
nada, porque nada no es una respuesta decente. Creía que
en algún momento de su concepción algo pasó y la muer-
84
te no se fue. Pensaba que los muertos no pueden escribir
ni enamorarse. Que los muertos solo observan, desde le-
jos, siempre desde lejos. Que leer implica distancia, pero
no movimiento. Que admirar a alguien desde esa distancia
era enterrarse en la tierra, cagarse de susto y esperar a que
pasara, pero la muerte era eterna.

Para escribir hay que estar vivos; para amar también.

Hay momentos en una fiesta en que todo está tenso, en que


los roces de la cena vuelven a emerger y el baile se detiene.
Es una especie de lucidez que algunos no soportan. Ya son
las dos de la mañana, la familia de Marta empieza a tomar
sus cosas para partir, pero cuando la buscan para despedirse
no la encuentran. La llaman por teléfono. Ella no responde.

Quizá ya sea la hora de irme, Gabriel.

Él le dice que no lo puede dejar solo, que él se quedó


por ella. No te vayas, le pide.

Pero ella se levanta y parte a la casa de su abuela. La


ve bailar.

Pícara, picarona.

Su hermano le dice que ya se van. Comienzan a des-


pedirse y el abuelo Abdón, que dormitaba, despabila y les
pregunta por qué se van si la fiesta está recién empezando,
y yo me pongo triste si ustedes me dejan aquí con esta vieja
loca. Se levanta, toma de un brazo a Karina, la mamá de
Marta, y la saca a bailar, como si al hacerlo detuviera su par-
tida. Ella se mueve como baila una niña que no quiere, como
PINO LUNA

una especie de bulto sin ritmo, sin voluntad. La señora Clara


sigue bailando, en trance, como si nadie se estuviera yendo.
85
Con la partida de la familia de Marta el paisaje casi no
cambia. En una esquina están los niños; en otra, los nietos;
en la tercera, los esposos de las tías; en la cuarta esquina es-
tán ellas: las tías de Marta, las que se llamaron hermanas de
Leonor. En esta esquina se detendrá todo por un momento.

¿No crees que es una falta,

no crees que es un descaro?

Leonor tenía doce años. El aire, el peso de la noche y el


año, la sensación de uno que partía. Eran las primeras
horas del último año del siglo veinte, de un año nuevo en
que todos decidieron perder el control. Tomar todo lo que
había por tomar, cansados, queriendo que ese año desapa-
reciera en la misma fiesta, que entre baile y baile las hojas
del calendario se desprendieran, pero así no funcionaban
las cosas. Gabriel y Leonor se encargaban de cuidar a los
más chicos, mientras sus padres y todos los adultos iban
acercándose cada vez más al suelo. A ese suelo telúrico. A
ese suelo de un pésimo año. Se podría aludir al año de Don
Ricardo, que vivía sus primeras fiestas lejos de Mónica. Se
podría contar la historia de los padres de Marta, la cesantía
de uno y el trabajo puertas adentro de la otra, lo taciturnos
que se volvieron, cómo desaparecieron las palabras en esa
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

casa. También se podría contar la historia de las tías de


Marta. O la de Leonor a propósito de ellas.

La pobreza del año 1998 hizo que las hermanas de Leonor


—o tías, o como quiera que se les llame— buscaran ayuda
en lo que tuvieran cerca. Vivían juntas, una allegada de la
otra. Un día, mientras compraban lo que podían en la feria,
recibieron un llamado. Esa noche se acercaron a la iglesia
86
de la esquina. Comenzaron a hablar del amor de Jesucristo,
del pecado de la carne, de los torcidos, de que la pobreza se
terminaría porque él todo lo puede. Ese año también co-
menzaron a mirar con sospecha a Leonor. Según el pastor
de la esquina, ella era un castigo, y todo castigo es impuro
y no nace de nuestro señor Jesucristo, sino del que vive en
las sombras.

En esta fiesta de año nuevo intentaban encontrar en


Leonor algo que las ayudara a comprender ese castigo para
poder redimirla y salvarla en lo posible. Repararon en que
Leonor miraba más de la cuenta a la hermana de Gabriel.
Ella tenía dieciséis y había ido a la fiesta con el pololo de
turno. Él le metía las manos por la blusa, la mantenía pre-
sionada contra su cuerpo, como si hubiera una erección
que ocultar o satisfacer. Don Ricardo, cuando retomaba el
equilibrio, iba a esa esquina y le decía que cortara el hue-
veíto, que parecía una puta. A ella le encantaba esa palabra
y la carne de esa palabra.

Leonor contemplaba curiosa, sus hermanas no le quitaban


los ojos de encima. En un momento de la noche se fue a
recostar a su pieza y ellas —mujeres sin nombre— la si-
guieron, empezaron a golpear la puerta. Leonor se hacía
la sorda, había puesto el seguro, pero ellas lograron abrirla.
Se dio cuenta de que su cuaderno estaba sobre el velador
e intentó, lo más rápido que pudo, ocultarlo. Una de ellas
lo alcanzó a ver, o alcanzó a ver la acción de ocultar algo.
Cerraron la puerta y se acercaron a Leonor.
PINO LUNA

Qué quieren, por qué no me dejan tranquila.

Nosotras te vimos, Leonor, no nos mientas.


87
¿Me vieron qué?

Te vimos mirar como no se debe mirar a la Cami-


la. Nosotras no somos tontas. Así que será mejor que nos
digas la verdad.

La sangre, el corazón, el aire que exhalaba, Leonor


se empezó a poner azul y, en un intento de algo así como
un escape, perdió la poca fuerza que le iba quedando. Una
de sus hermanas la sostuvo de las muñecas. La otra, que
había visto la dirección del cuaderno oculto, corrió la cama
y en la orilla lo encontró.

Das asco, le dijeron. ¿No te da vergüenza?, le dijeron.


Estás torcida de adentro hacia fuera, le dijeron.
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S
88
Un cuaderno de ocho milímetros convertido en un cuader-
no de caligrafía. Líneas rojas sobre las líneas grises. Tinta
azul. El abecedario completo trazado con sus minúsculas
y mayúsculas. Los adverbios más simples, los sustantivos
más simples y, entre todas esas palabras, un nombre. La
mayúscula que parte abajo y se desliza hacia arriba, y vuel-
ve a caer. La caída que se une a un trazo que sube para
bajar y vuelve a subir para caer. La unión, tres movimientos
iguales: subir, la curva, bajar recto; subir, la curva, bajar
recto; subir, la curva, bajar recto. La unión, subir y bajar
por el mismo camino, el punto y luego la unión. Subir y
bajar a la misma altura, pero con una pequeña distancia. Y
nuevamente la caída que se une a un trazo que sube para
bajar, y vuelve a subir para caer.

Así Leonor intentó aprender a escribir. De memoria


ensayó mil veces Camila y cuando la coreografía del nom-
bre se perdía en un trazo errado —y el destino de la palabra
era irremontable—, Leonor dibujaba. El cuaderno pasaba
a ser un croquis de figuras humanas. Torsos de mujer y
los pechos que aplaudían viejos borrachos en programas
de media noche. Los pechos que nadie aplaudía, como
PINO LUNA

los de su madre, esos pechos cuya areola se confundía en


un eclipse entre piel y carne, o carne y piel. Dibujaba los
pechos de Camila, ahora sin las manos del imberbe sobre
89
ellos. También dibujaba los de sus hermanas amamantan-
do, pero los dibujaba sin las colchas que ocultan aquello
que se piensa cuando se osa confundir vida y pecado. Los
dibujaba con lápiz pasta azul. Por eso cuando sus herma-
nas abrieron el cuaderno no se reconocieron en él, porque
todo en ese cuaderno era de un azul violáceo como ella.
De un azul sin aire, de un azul ya no respira, de un azul
se va a morir.

Las palabras también eran azules. Intentaba recordar sus


primeros años en el colegio, la forma en la que su profesora
le había enseñado a escribir y solo recordaba las líneas que
dibujaba su profesora en la pizarra. Tres líneas. Así, Leonor
tomaba una regla e imprimía tres líneas en su cuaderno.
Imaginaba una palabra, como cerro, o como tierra, como
tigre, o como risa. Apoyaba el lápiz sobre el cuaderno y
comenzaba. El hecho de que no pidiera ayuda no dificul-
taba su tarea, no era la soledad el problema, sino el silencio.

Esto es cualquier cosa menos escribir, se decía luego


de inventar todas las oraciones posibles con las pocas pa-
labras que le daban seguridad. Leonor tomaba el libro que
leía con Gabriel, miraba la primera palabra y la última, y
esto sí que es una escritura, confirmaba. Ella no tenía un
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

comienzo o un propósito, ni un lugar al que llegar. Las tres


líneas sobre su cuaderno hacían de su escritura un simple
ejercicio escolar. Por eso le gustaba dibujar, porque una vez
que empezaba sabía cuándo su dibujo estaba terminado y
ya no quedaba nada más por hacer.

Escribir era distinto. Escribir es magia negra, es un


ritual que conduce a un lugar al que no sabías que podías
90
llegar, pensó alguna vez. Ese lugar puede ser húmedo o
gris; bello o ingente. Ese lugar puede ser a o b, no importa,
desconoces su fuerza, la materia, la luz y —lo que es más
importante— su sonido o su completo silencio.
Leonor tenía miedo de ir a ese lugar al que conduce
la palabra que es escrita.

PINO LUNA
91
A Gabriel le gustan, en cierta medida, estas fechas porque
puede imaginar qué está haciendo. Puede suponer que hoy
cenó y dio unos cuantos abrazos, incluso la puede imaginar
bailando. Dicen que todos los chilenos bailamos igual, piensa.
El baile corresponde a una de esas cosas que van en la san-
gre, aunque las canciones son la herencia, porque son las que
determinan el ritmo, la fuerza en el espacio de los cuerpos.

Si se concentra, en los segundos que suceden la pue-


de ver. La tiene. Mónica con la copa en la mano derecha,
la mano izquierda que se levanta, la fórmula que lleva a
los dedos a pasar el pelo detrás de la oreja y ahí se detie-
nen. Los dedos sobre la oreja y esa afición por el vino y
su calor. La sangre que irriga sus mejillas y todo lo que
es posible irrigar. La lengua y se ríe fuerte. Y cuando se
ríe así es porque alguien en su espacio próximo le parece
insufrible. Esa persona es un hombre y la mira con rencor,
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

porque esa carcajada lo interrumpe. Él es el hermano de


la amiga que la invitó a pasar el año nuevo con su familia.
Lorena, una mujer generosa, risueña y violenta. Todo eso
a la vez. Su hermano es todo lo contrario —sea lo que eso
pudiera llegar a significar—. Mónica lo mira intentando
descifrarlo y en ese intento fracasa, decide sospechar de él
y de su existencia. Ese es el argumento, el conflicto.
Lorena tiene dos hijos que ya están grandes y que no
92
están en esa fiesta. Se fueron a la Torre Entel a mirar los
fuegos artificiales, a drogarse, a tocarse, a caminar luego
a una fiesta que está cerca de la fiesta de Camila, y no se
cruzan. No se encuentran.

Le puedes preguntar cualquier cosa, menos si tiene hijos, le


advirtió Lorena. Él imagina cuántas preguntas podría hacer
para llegar a esa sin rozarla. Él quiere conocer la historia de
Mónica. Especula que sus hijos murieron en un incendio —
pero alguien cuyos muertos se han ido en un incendio deben
tener la cara deformada por el fuego—; o quizá los dejó en
algún lado como alguien deja perros en la carretera; o quizá
un día se fue y eso es todo. Un día decidió que la vida era
más fácil sin hijos.

Mejor sin preguntas. Ella siente cómo él se aproxima


y lo mira de reojo. ¿Mónica? Sí, contesta ella. Él que no
sabe cómo invitar a alguien a bailar, le toma la mano y la
conduce a ese espacio sin muebles que es una pista de baile.
Ellos bailan, porque ella acepta. Sus orejas están rojas. Es el
vino, piensa ella. Son los nervios, piensa él. Ella mira la piel
alrededor de sus ojos para calcularle la edad.

Sin duda que es menor que yo. Estoy bailando una


cumbia con alguien menor, quizá tiene diez años menos o
siete. De qué edad me veré yo, quizá de lejos pensó que era
joven, porque de cerca tengo diez o siete años más que él.

Las orejas que siguen rojas, las manos que se encuen-


tran cuando deciden girar, ese breve río que se modela entre
PINO LUNA

un cuerpo y el otro; la sangre, porque también es la sangre.


Lo que piensan dentro de esos cuerpos, lo que no dicen, lo
que desean, las piedras que se arrastran con la corriente. Ya
93
no piensan, hablan. Mónica, por ejemplo, le susurra al oído.

Sé qué me quieres preguntar, sé que la Lorena te dijo


que no hablaras de ese tema. Y sí, tengo hijos, pero no sé
dónde. Pueden estar cerca o lejos. ¿Tú tienes hijos?

Sí, si tengo.

¿Cerca o lejos?

Cerca.

¿Los puedo ver?

No, no están aquí.

Entonces, están lejos.

Sí.

¿Como los míos?

Hay un límite entre la verdad y lo que no es verdad. Para


algunos, ese límite es el nombre. Unos lo llaman mentira,
especulación, injuria. Otros lo llaman ficción. Gabriel no
miente, ni especula, menos hace ficción. Su espacio es ese
lugar que se levanta entre lo real y lo irreal. El límite nada
tiene que ver con las formas de nominar, no se relaciona,
incluso, con esas anáforas que se inventan algunos para re-
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

gresar o volver a decir. Ese límite, al no ser un nombre, es


transitado una y otra vez; y en esa falta sustantiva puede no
haber escape.

Gabriel se detiene en la letra de la cumbia que sue-


na justo en este y en ese momento, no le gusta. Impostora.
En este punto de su proyección los personajes bostezan,
94
decide que se aburrieron de bailar. Me traicionaste. Intenta
recordar cómo eran los ojos de Mónica cuando tenían sue-
ño y recuerda los lentes. Impostora. Su mamá usaba lentes.
Y todo vuelve a diluirse. Mal me jugaste. Como en un río.
Y era mentira

que me querías.

PINO LUNA
95
Trece segundos y no hubo estruendo de una cuenta regre-
siva a su alrededor. Ni personas que ella pudiera llamar
familia, nadie gritó en los oídos del otro que el tiempo
se iba, que no importaba, que había que gritar. Dos mil
dieciocho y no hubo abrazos. De ningún modo le pareció
posible morir en este año nuevo a los cincuenta y tres años.
En esta noche de año nuevo tiene la certeza del tedio de
una vida que se prolongará lo innecesario. Mónica está sola.

En un departamento a veinticinco kilómetros al no-


roriente de Gabriel, junto a una mujer que duerme un poco
más allá, Mónica responde mensajes. Los saludos que le
llegan a su celular, los buenos deseos, los espero que estés
disfrutando junto a los tuyos. Los hoy me tocó trabajar
—de ella—, pareciera que no es año nuevo, incluso no se
escuchan fiestas alrededor.

Quizá esta gente no baila, quizá no salen a abrazar a


los vecinos, quizá duermen; o están lejos, vestidos de blanco,
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

en una playa viendo sus celulares, contestando los saludos,


los espero que estés disfrutando junto a tu familia; los sí, este
lugar es increíble, somos increíbles, inauditos, tenemos tanto
y lo estamos pasando muy bien. La nona está en Santiago,
pero está mejor que nosotros, la está cuidando la señora Mó-
nica, no si ella es de confianza, es casi de la familia.
96
Mónica se asusta. No importa si está despierta o dormida.
Llega a saltar. Nunca está preparada para ese timbre que ins-
talaron en la pieza de la señora Sonia, por si fuera a necesitar
algo, por si se le llegara a ocurrir morirse en año nuevo. El
susto de Mónica viene acompañado de una especie de arcada
o un combo en la boca del estómago. Un dolor o impulso
que siente vez que la señora Sonia toca ese maldito timbre,
y entre dos o tres arcadas se levanta y camina a su pieza. Se
da cuenta de que va sin pantuflas; no vaya a ser que me vea
así la señora Sonia, se dice en voz alta. No vaya a ser que
la mate de la impresión, como si tuviera hongos, gangrena,
pie diabético, como ella; como si mi piel estuviera llena de
venas y arterias a punto de desbordarse y saltarme a los ojos,
en la ducha, mientras le friego las piernas, en ese pedestal,
desnuda.

Mónica se pone pantuflas y camina a esa pieza. El


timbre no deja de sonar. En el pasillo la escoltan fotos fa-
miliares, cuicos sin gracia que no miran a la cámara, como
si sus vidas estuvieran en una novela —ni lo sueñen, miren
de frente—. Y ahí está ella, la señora Sonia. Viva, por suerte.

¿Qué día es hoy?

Ya es año nuevo, señora Sonia. ¡Feliz año!

Dame el teléfono, niña. Comunícame con Sebastián.

Mónica marca, nadie contesta.

No deben tener señal allá, señora Sonia. Llamemos


mañana mejor. Duérmase.
PINO LUNA

Cuántas veces te he dicho que no me digas lo que ten-


go que hacer, Mónica, por Dios. Toma ese teléfono y marca.
97
Pasan cinco minutos, nadie contesta. Ahora tiran a
buzón de voz.

Ahí contestaron. Hable.


La señora Sonia intenta sostener un diálogo. No le
gusta hacer el ridículo, entonces finge una conversación con
su hijo Sebastián. Le pregunta cómo va todo, que los chico-
cos esos no se vayan a ahogar en la playa, que son los únicos
que me quieren.

Sí, si yo los quiero.

Miente.

No como ustedes que me dejaron aquí.

Mónica la interrumpe.

Mándele mis cariños.

Miente.

La señora Sonia la ignora. Sin despedirse de nadie le


pasa el teléfono.

No soy tonta, Mónica. Ándate de acá que no tolero tu


cara de cordero degollado.

Mónica cierra la puerta de la pieza queriendo dar un


M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

portazo, pero cuando la puerta está a punto de hacer fricción,


toma firme la manilla y evita el golpe. Ese breve diálogo la
fastidió más de lo que ella quisiera para las primeras horas de
un nuevo año. Se saca las pantuflas y camina por el pasillo
mirando las fotos. No me miran, piensa. Ellos nunca miran.

Hijos de puta, dice en voz alta.


Ellos tampoco escuchan.
98
Se vuelve a poner las pantuflas y baja a saludar al conserje.
No se sonríe, no se acomoda el pelo, como si su reflejo —
en ese espejo dorado de ascensor antiguo— no existiera.
Cuando llega al primer piso se encuentra a un tipo que
no es el conserje.

Oiga, lo despierta, y dónde está Jorge.

¡Feliz año y buenas noches, señora! ¿Quién es usted?

Soy Mónica, la nana del sexto.

Él le explica que es un reemplazo. Jorge quiso pa-


sar el año nuevo con su hija, ella aprendió a contar hasta
diez, le cuenta. Mónica se imagina a la niña contando
hasta diez al revés. Los ojos de Jorge le recuerdan a los
ojos de Gabriel, aunque lo único en común entre ellos
sea el nombre. Cuando él llegó a trabajar al edificio,
hacía cinco años, él le dijo que su mamá también se
llamaba Mónica.

Qué curioso, mi hijo también se llama Jorge.

Ese era el nombre que ella quería, pero Ricardo


decía que era nombre de viejo, con olor a guardado.
PINO LUNA

¿Y a qué se dedica su hijo?, le preguntó Jorge aque-


lla vez.
99
Es electricista. Trabaja en el norte, en una empresa
de aire acondicionado.

Yo nunca he estado en el norte, le contestó él.


Es bonito, fíjese. Mi hijo me invita siempre, pero los
pasajes son muy caros.

Mónica no sabe bien qué es de sus hijos. Un día le contaron,


como una tragedia, que Camila ahora era lesbiana; un día
le contaron, como una hazaña, que Gabriel había entrado
a estudiar Ingeniería Comercial. Cuando sus hermanas la
llamaban para decirle algo así, ella les pedía que, por favor,
no continuaran.

Si ustedes jamás van a revelar nada sobre mi para-


dero, yo tampoco tengo derecho a saber nada de ellos. Así
que, por favor, no sigan. No quiero saber. Yo desaparecí.

Toma el ascensor de vuelta, que seguía en el mismo


piso, y, nuevamente, sin mirarse, viaja de un piso a otro. Ella
en el ascensor, la lucecita que ilumina cada piso, la alfombra
algo sucia, pero aún suave a pesar de los años. En los segun-
dos que tarda en llegar al sexto, el tiempo retrocede una hora
y tres cuartos. Para Gabriel y Marta siguen siendo las dos
de la mañana, para Mónica es casi la una. Pero allá afuera
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

podrían faltar tan solo doce minutos para las doce. Podría
haber una familia sentada alrededor de una mesa; las papas
mayo, la carne al jugo, el tomate con cebolla, las bebidas y
el vino. Habrá una familia alrededor de una mesa y toda esa
comida pasándose de mano en mano.

Que se venga a sentar la Mami que estamos atrasados.


Podría decir alguien. Dirá alguien.
100
La noche se acaba y no hay ninguna verdad sobre la mesa.
Gabriel y Marta están en extremos opuestos. Marta decide
acercarse, le toca el hombro, lo retorna al presente, a ese
escenario sin extras, ni invenciones. El piso es un charco
entre polvo, bebidas y cola de mono. Gabriel ve a los niños
durmiendo, a los adolescentes mirando sus celulares. A la
señora Clara bailando con un yerno demasiado ebrio como
para coordinar un pie y el otro. Le da risa. Solo un poco. El
Monono da ronquidos que se interrumpen cuando en su ba-
lanceo recupera el equilibrio. Los mira a todos y salvo Marta,
él y unos pocos, están casi todos borrachos. Ya no le causa
ninguna gracia. Mira a Ricardo y siente algo en la boca del
estómago. Este se apoya sobre el hombro de una de las tías
fijando la mirada, de vez en cuando, en el escote de la mujer.

Qué asco, piensa Gabriel. Este conchasumadre sabe


toda la verdad.

Que nunca se contesta una pregunta que no se sabe, que


aquello que se lleva anunciando tanto tiempo no hay manera
de que no ocurra; son esas cosas que fue aprendiendo gracias
a otros. Que para pelear había que saber correr, le enseñó
PINO LUNA

un amigo mientras le sacaba la cresta en el patio del colegio.


Perdóname, le suplicaba Gabriel en el suelo. La distancia
no permite precisar si Gabriel había hecho algo o no. Lo
101
que sí es posible decir es que ese día aprendió lo que se su-
pone olvidaría en algún momento. La escuela está llena de
esos aprendizajes que descansan en un futuro de desilusión,
amistad y calle. Él hasta este momento no ha aprendido
que un nudo no se desata a golpes, que los nudos requieren
estrategia. Gabriel no sabe.

Perdóname, le dice al oído a Marta.

Se aproxima con seguridad a su papá. Lo toma de


la polera, justo ahí donde se inscribe la palabra happiness.

Ya, conchasumadre, me vas a decir toda la verdad.

Es mucho más fuerte, más grande que Ricardo, pero no


logra levantarlo. Cada arruga hecha por el sol, cada hilo
de sudor seco en la frente, Gabriel lo examina completo.
El tufo de vino en su cara. Cuánta miseria, piensa. Así era
Ricardo para él, para Camila, para Mónica. Solo un sujeto.
De lunes a sábados, al sol; domingos, por ahí. Que qué le
vio Mónica, quién sabe. Que qué le vio él a ella.
Si yo me casé con tu mamá fue porque ella tenía una
coraza y yo quería atravesar esa coraza, y cuando entré no
había nada.
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

¿Y por qué se fue?

Qué quieres que te diga.

El grito, la música, un niño llorando.

Qué te pasa, tonto hueón, dice alguien.

Marta se abalanza sobre él. Gabriel aún lo tiene


entre sus manos. Ricardo desafiante le responde, la saliva
102
justo en la cara. Ricardo se ríe. Es una carcajada violen-
ta, no otra cosa. Las tías también se ríen. Marta logra
separarlos y se lleva a Gabriel afuera del departamento.
Se escucha un coro de burlas, de risas, de alegría alegría.
Marta intenta contenerlo, pero él la rechaza.

Todo esto es tu culpa.

Se miran sin saber qué hacer, qué decir; desde lejos


la música vuelve a sonar fuerte.

Me enamoré, y no pensé….

PINO LUNA
103
***
Te puedes tocar, un poco más abajo, justo ahí y pensar en él, en
sus brazos, en esa espalda que muerdes, aunque él no quiera,
aunque te diga para conchatumadre que me está doliendo y
tú te rías. Y él te agarre del pelo y quedes frente a sus ojos, esos
que parece que siempre te ocultaran algo. Mejor no recuerdes
sus ojos, concéntrate en cómo te desnuda cuando se ven des-
pués de tanto tiempo, sin prisa, en cómo te detienes en ese aro
que usa en la oreja, en tus ganas de sacarle el ridículo. Con la
boca. Sí, piensa en cuando él termina antes que tú y te sigue
tocando. Y te confundes y piensas que te quiere. Y le dices te
quiero, a veces llorando, y él te contesta que cortes el hueveo.
No te ha escrito todavía. Ni un saludo. Ni un mensaje. No
pienses en eso ahora. Concéntrate. Y ahí está, ahí lo tienes,
tu orgasmo. Y ya nada importa. Vas a tu minúsculo baño de
empleada doméstica. Te lavas las manos con jabón, la vagina
solo con agua —porque así te enseñaron—, de adelante hacia
atrás —como debe ser—. Te quedas ahí un rato, estilando, y
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

pasa una hora, y pensaste mil cosas. Ni un segundo en ellos.


104
III
ME ENAMORÉ Y NO PENSÉ
A M A RT E TA N T O, TA N T O TA N T O
En otro lugar, ni tan lejos, un hombre joven sostiene en
brazos a una niña de casi dos años. Le canta. Ella, quien
ya tiene idea de un buen par de cosas, todavía no puede
cantar, de su boca solo salen risas que ese hombre recibe
aliviado. Esta niña, al ver lo fácil que resulta para él, intuye
que un día será ella quien cante. No tiene prisa y, mientras
tanto, decide entregarse a eso que ya domina a su manera.
Un baile en los brazos de su padre.

Que se venga a sentar la Mami que estamos atrasados.

Dice una mujer joven, de raíces castañas, pelo rubio,


polera con brillantes.

No me vengan a cargar el muerto a mí que ustedes


llegaron tarde, responde la Mami, una mujer vieja, gorda,
hermosa.

Se sienta a la mesa y se vuelve a parar. Toma un vaso,


un tenedor y los convoca a todos.

La Mami quiere hablar, la Mami quiere decir algo.

Me enamoré y no pensé
PINO LUNA

amarte tanto, tanto tanto, tanto tanto.

Cállate, Jorgito, no seas desubicado, le dice una mujer


a Jorge, quien la mira disculpándose, mientras se sienta con
109
su hija en brazos. Ahora están todos esperando el discurso
de la mami. Un discurso que da en todas las festividades.
Que incluso podrán recitar de memoria el día en que ella
ya no sea parte de ninguna fiesta.
Les quiero agradecer a mis hijas, a mis yernos, a mis
nietos, bisnietas; gracias por estar acá conmigo. Quiero,
también, recordar a mi viejito, mi querido esposo, y a la
Jenny, mi hijita hermosa. No sé dónde estarán, pero sé que
están bien, en una de esas están acá, escuchándonos. Así
que mucho cuidadito, ah. Y bueno, un salud, por los que
están y por los que ya no. Y a comer, mierda, que no queda
nada para las doce.

Cada vaso, cada copa choca con las de los que están
al lado y más allá. Comienzan a comer, hay una radio
puesta, pero hablan tanto y tan fuerte que no se escucha
ninguna canción. Hablan en paralelo de una de las her-
manas de la Mami que se hizo algo en el pelo y que qué
parece.

Pensará que se ve bien, si parece chicoria con ese pelo.

En esa mesa todos tienen tejado de vidrio si de esti-


los se trata. Por la falta de tiempo o recursos se atienden en
peluquerías clandestinas. Baños acondicionados por muje-
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

res buscando conseguir un poco de plata para comprar los


productos que ofrecen sus vecinas, sin tener que rogarle a
esos que tienen por maridos.

Hablan también del precio de los limones, de lo sin-


vergüenza que son los feriantes. ¿Y a cuánto está el kilo de
limones?, pregunta uno de los hombres de esa fiesta. Él
nunca va a la feria y su casa rebosa en limones ahora que
lo piensa. Queda extrañado, por su cabeza pasan toda clase
110
de películas. Mira a su mujer, sentada justo frente a él, la
imagina yendo a la feria, hablar con el casero. Mi mujer
le está coqueteando a ese cochino y justo frente a mis ojos,
piensa. Toma un sorbo de jote, otro más y la vuelve a mirar.
Se detiene en la madurez que ha sembrado en su cara la
década de los cincuenta, en lo atractiva que se ha puesto,
en esa voz grave y en los molares perfectos que puede ver
cuando ríe a carcajadas. Se toma el jote al seco, es mi mujer,
esa es mi mujer, piensa.

¿Y fueron a votar? Dice alguien interrumpiendo las


fantasías de este hombre. No, contestan casi todos, pero
qué bueno que no ganó las elecciones ese gallo que ni la
cara sabe lavarse. Pero cómo que qué bueno, discute una
escolar de unos quince años. Volvimos a lo mismo, a tener
un delincuente en La Moneda. Sí, agrega un primo, quizá
qué nos espera con el precioso ese.

¿Precioso?, pregunta alguien.

Sí, contesta el joven, si no lo tomaron reo por lindo,


como dijo el tontorrón ese en la tele. No sé ustedes, pero
yo espero lo peor.

¿Qué hora es ya?, pregunta alguien ansioso.

Las once cincuenta y ocho.

Jorge se para.

Quiero decir unas palabras.

¡A la horita!, responde un coro, porque eso es lo que es.


PINO LUNA

Hoy me tocaba trabajar, pero quise estar presente en


este momento tan importante.
111
Apúrala. Once cincuenta y nueve.

Ya, cállense todos, que la Ari aprendió a contar hasta


diez. Hija, empiece.
Todos miran a la niña, todas esas caras familiares se
le vienen encima y siente pánico. O el pánico que puede
llegar a sentir una niña de corta edad, de cortos miedos.
Jorge se acerca. Ya son las doce. Nadie dice nada. Algo le
susurra en el oído. La niña lo mira contenta, ella confía
en él, y tardará unos diez años en dejar de hacerlo, cuando
peleen a gritos, nada terrible; cuando ella le diga que lo
odia, nada verdad. Ella hoy confía en él, en sus palabras,
esas que fueron susurradas, que nadie escuchó. No me deje
en vergüenza, le pudo decir. Te compro un helado maña-
na, le pudo decir. Hija, tú puedes, tú sabes. Y sin quitarle
la mirada, comienza. Uno, dos, tres. Todos se unen. Seis,
siete. Los niños golpean la mesa. La Mami se ríe. ¡Feliz
año nuevo!
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S
112
Alegría alegría son las palabras inaugurales de lo que será
el último pie de cumbia de la noche. Un par de canciones
más y ya todo se habrá terminado. A esta hora los cuerpos
están cansados, el alcohol se exuda a través de las fibras
de nylon, de las ropas sudadas. Incluso los niños, con sus
cabellos pegados en la frente, contribuyen a la humedad
atmosférica de una fiesta pronta a terminarse. En la casa de
Clara las fiestas no se entienden de una forma que no sea
así. En navidad también se baila, pero por hacer algo. En
año nuevo es en serio, y en serio quiere decir cierto, quiere
decir, si aquí se va a bailar, es mejor que sea hasta que ya
no nos podamos las piernas.
Alegría alegría también fueron las palabras con las
que Clara dio por terminada la discusión de la cena esa
misma noche, unas horas antes. Había dado una orden.
La fiesta debía continuar. Se acomodaron los vestidos, las
camisas, volvieron a encajar las mandíbulas. Cuando ya
había retornado cierta paz en esa mesa, una de las tías de
Marta tomó una copa y propuso un último brindis, enfa-
tizando que no era Clara, sino ella quien tenía la última
palabra. La ira nuevamente. Marta y su familia no podían
PINO LUNA

entender el cinismo. Ese que partió con un brindis. Otro


brindis, uno anterior.
113
Quiero hacer un salud por alguien muy especial, una per-
sonita que ya no está con nosotros, pero sé que me acompa-
ña todos los días. Por nuestra santita personal, por Leonor.
Cuando todos los silencios son incómodos hay veces
en que alguien decide abandonar ese lugar de la única for-
ma posible. Omar, el papá de Marta, se decidió a hablar.

¿Tú me estás hueviando? ¿me estás hueviando, cierto?

Esta tía no se dio por aludida, de qué estás hablando,


le preguntó con la prosodia de quien sabe cómo disimular
el daño, burlar la decencia. Omar solo podía hablar como
lo había hecho toda su vida. La entonación, el ritmo surgían
una vez era articulada la palabra. No había premeditación
alguna en eso que salía de entre sus dientes.

¿Me estás hueviando? Contéstame. Dime, ¿sí o no?

Qué te pasa. No tenís ni un respeto, vo’, ni por Leonor.

¡Leonor! ¿Me estás hueviando? Perdóneme, señora


Clara. Perdóneme. Pero me he aguantado esto siete años.
¡Siete!

Un día voy a encontrar a ese desgraciado, le prometió Omar


a Karina, su esposa. Lo voy a encontrar, lo voy a sorpren-
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

der por la espalda y le diré su nombre. Se dará vuelta y ahí


lo tendré, enfrente, y no haré ni un esfuerzo, porque será
fácil. Le escupiré la cara tres veces. Y no sé qué pase, no sé
qué me irá a hacer él y sus compañeros, él y su fuerza, pero
yo no voy a correr. Me voy a quedar ahí, viéndolo cómo se
limpia la cara. Un día haré eso, mi amor. Si fuera por mí, lo
mataría, pero no se puede. No podemos.
114
Eso le prometió Omar cuando murió Leonor. Llo-
ró tanto que luego ya no le quedaron ganas de hacerlo, ni
cuando lo despidieron de su trabajo a los meses; ni cuando,
justo los días previos a una navidad lo asaltaron quitándole
lo poco que le iba quedando. Omar esta noche bailará las
cumbias que le pida su suegra, a pesar de la rabia, de esa tris-
teza inmensa que no pudiendo brotar por los ojos, se escapó
por la garganta, la lengua, los puños, la frente.

Perdónenme todos, pero yo a ti no te voy a permitir


esto.

Qué me venís a decir vo’, feo conchetumare.

Los demás, en esa mesa familiar, sin saber bien qué


hacer, pensaban: esto no puede ser real, esto no está pasando.
Clara susurraba, mirando fijamente el trozo de pollo asado
y las ensaladas. Si estaba rezando o ensayando algo próximo
a decirse, nadie podía inferirlo. A Marta el aire se le hacía
un bien escaso, justo esa noche no andaba con el S.O.S
que le recetaron. Intentaba calmarse, respiración cuadrada.
Tomó aire, cuatro segundos; aguantó, cuatro segundos; ex-
haló, cuatro segundos. No estaba resultando. Su hermano
sostuvo su mano al verla ejecutar su ejercicio respiratorio.
Los niños en el extremo de la mesa —en esa tarima impro-
visada y más baja que la mesa principal—, asustados. Los
adolescentes contraían los músculos de la cara, el orbicular,
labios fruncidos. Nerviosos o con ganas de reír, ellos no
sabían, no entendían.

Abdón era el único que seguía comiendo. Nadie se


PINO LUNA

dio cuenta, pero justo cuando su hija pronunció el con-


chetumare, él se sacó los audífonos. Ya no escuchaba nada.
Al percibir la vibración de una pelea sobre la mesa, eligió
115
comer como siempre le dijeron que se comía, sin apoyar
los codos. Tomó el tenedor y el cuchillo, picó la carne a la
cacerola en trocitos pequeños, más pequeños. Los untó en
la crema de champiñón, esa que tan bien cocinaba Clara,
y se metió el tenedor a la boca. Sin siquiera intentarlo por
su cuenta, tomó un sorbo de bebida. Se tragó la carne sin
preámbulos. El resto de los platos se enfriaba. Quedaba
menos de una hora para las doce.

Oye, Omar, corta tu hueveo, estábamos teniendo


una cena familiar, estamos celebrando y…

Y tú, a ti sobre todo te digo —ahora le hablaba a la


segunda tía de Marta—. Tú tampoco puedes.

¿Yo no puedo qué? Mírate, Omar. Mira como tienes


a los niños. Qué te pasa. Tú no eras nada de Leonor, nada.
No sé qué te las vienes a dar de súper héroe aquí.

¿Y tú? ¿Qué eras? Dime. No, mejor dime, qué fuiste.


Qué fuiste para la Leonor. ¡Contesta!
Su hermana. Qué vergüenza, Omar. Leonor era mi
hermana, siempre lo fue, porque así lo quiso mi mamá.
¡Qué escándalo, por Dios!

No hablo de eso, tú sabes bien de qué estoy hablando.


M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

Hablo de que tú y esta otra se llenan la boca hablando de


la niña, la santa, la Leonor, la que nos cuida. ¡Vergüenza!
Eso siento por ustedes. ¡Vergüenza! Que le hicieron la vida
imposible. Eso fueron para ella.

La segunda mujer, esa que habló recién, se levantó de


la mesa. Se podía esperar cualquier cosa, que comenzara a
gritar o que incluso se le ocurriera llamar a los pacos. To-
dos siguieron en cámara lenta cada uno de sus movimien-
116
tos. La silla arrastrándose sobre el flexit, la forma en que
la volvió a acomodar, como si su intención fuera no volver
a sentarse. Rodeó la mesa, rozando con ligereza los torsos
de cada una de las personas presentes. Llegó donde estaba
sentado Omar y en forma burlesca, comenzó una especie
de danza ignominiosa, acompañada de ademanes de locura.

Qué pena por Karina, por tus hijos que están viendo
todo esto. Qué pena. Estás loquito. ¿Te tomaste tu pastilla
hoy día? Hay unas cuestiones que venden para guardar las
pastillas. Papá, usted debe saber. Tienen los días escritos
para que los enfermitos no se olviden de tomar ninguna.
Deberías comprarte uno. ¿Sabes qué más? Yo te lo voy a
regalar. ¡Un pastillero! Así se llaman, justo lo que te hace
falta, enfermo de la cabeza.

Déjalo oh, si este otro siempre andaba: ay, la Leonor,


no la molesten; ay, la Leonor, pobrecita. Cuídenla. Ay, la
Leonor. ¡Era la hija de tu mujer, tu hijastra!

¡Qué!

Marta con el poco aire que le quedaba golpeó la


mesa. ¡Qué! Qué están diciendo. Detén esto, le pidió a
su hermano.

Ya, ¡a ver!

A ver nada, mierda.

Nadie pudo identificar qué emoción precisa había en su


rostro. Era difícil determinar si se trataba de rabia o pena.
PINO LUNA

Era un desgarro el que tenía en los ojos, en la voz, en todo


el cuerpo. Clara había hablado, le pidió a Omar que, por
favor, no le hiciera esto. No ahora.
117
Señora Clara, perdóneme, pero creo que lo mejor
es que nos vayamos, dijo Omar parándose de la mesa, al
tiempo que su mujer y sus hijos lo seguían.
Se sientan todos los hueones. ¡Se sientan! De aquí
nadie se va. Acá la fiesta no termina hasta que yo diga.

Omar, Marta y su hermano se sentaron sin poner en


duda la orden de Clara. Karina se quedó de pie. Lo que
ella quería era salir de ese lugar, pero cómo, se pregunta-
ba, con qué palabras enfrentarse a su madre. Pero ella no
quería palabras, quería un grito, aunque ni siquiera podía
recordar el último. ¿Será que nunca?

Clara volvió a ordenar que se sentaran. La tía que


estaba de pie caminó a su lugar, abrió la silla y se sentó
experimentando una vergüenza compleja, esquiva, inasible.

Y ustedes dos, sí, a ustedes dos les hablo —continuó


Clara—. Si no fueran dos mujeres grandes, les sacaría la
cresta. Así que se me callan. Aquí no pasó nada. Somos
una familia. En las buenas y en las malas. De que la vida
nos ha golpeado, nos ha golpeado. Pero acá, a las que más
ha golpeado todo esto ha sido a ella y a mí, a ella sobre
todo —se refería a Karina quien seguía de pie sostenien-
do de memoria el único grito posible, un Tinnitus en su
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

oído—. Ustedes no saben lo que es vivir así. Ustedes no


saben, así que se me callan. Ahora vamos a comer en paz.
Tranquilos. Queda poco para las doce y nos vamos a abra-
zar como corresponde, y vamos a bailar, a tomar y a bailar
otra vez. Se los pido que puede ser el último año. De eso
no me olvido yo y no se pueden olvidar ustedes. Hay cosas
que hablar, sí, pero hoy no será el día. No este día. ¡Así
que se me callan!
118
Clara los miró uno a uno y se aseguró de que fueran
asintiendo a sus palabras. Sí, señora Clara. Sí, abuela. Sí,
mi amor. Sí. La última en responder fue Karina, Clara se
acercó y la ayudó a sentarse. Se quedó tras ella, acaricián-
dole un hombro, al tiempo que tomaba esa que no era su
copa e hizo un brindis.

¡Alegría alegría!

Todos, menos Karina, contestaron levantando sus


vasos o copas. Mirándose a las caras. Conteniendo lo des-
bordado.

¡Por Leonor! Remató una de las tías, la del primer


brindis.

PINO LUNA
119
Va una persona caminando por la playa, va vestida de blan-
co. Esa persona camina tanto que un día se muere. Llega al
cielo y cuando está frente a Dios, le dice: señor, por qué me
dejaste caminar sola, nunca conocí el amor, ni la amistad,
caminé durante los días más helados y en los días más cá-
lidos, siempre sola. Señor, por qué. Desde algún lugar que
no es el cielo se escucha una voz. Querida mía, ¿acaso no
reparaste en las huellas en la playa? Qué huellas, responde
la persona. Siempre que caminaste hubo dos pares de hue-
llas. Las mías y las tuyas. Nunca estuviste sola.

Así recuerda Marta la historia que contó el cura en el


funeral de Leonor. Siete años deformaron la historia origi-
nal, esa historia que no viene al caso, que no tuvo ningún
sentido ni en ese, ni en ningún entierro. El cura de pie, en
medio del toldo, bajo los casi treinta grados de ese día, y
luego de contar esa historia —sin saludar, sin presentarse—,
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

dijo: estamos aquí reunidos para despedir a la hermana, hija,


sobrina, tía, Leonora.

Como si la muerte tergiversara la forma de decir las


cosas, todas las cosas, Leonor pasó a tener otros nombres.
Dos nombres. El primero surgió por la orfandad, ese lugar
en que quedan los padres, las madres, frente a un hijo, hija
que muere demasiado joven como para ser nombrado de
una manera que no sea esa. Leonora fue la negligencia de
120
alguien para quien la muerte era una banalidad. El prime-
ro de ellos, se lo dieron en nombre del amor. El segundo,
en nombre de Dios. Ninguno de esos dos nombres ella lo
hubiera permitido. Pero estaba muerta y sería velada y en-
terrada con otros nombres.

Clara al colgar la llamada que confirmó la noticia lo


pronunció por primera vez. Ese que sería el primer nom-
bre. Una hora antes cayó un plato de porcelana de la galería
que estaba justo al entrar al departamento. No era un plato
especial, ni el más lindo, ni el primer plato que compraron
Clara y Abdón al llegar a esa villa de blocks.

Desde una comuna recién inventada, dibujada al mar-


gen, como lo fueron muchas, llegó la noticia: unos
departamentos sólidos, amplios, estarían disponibles
como viviendas sociales. El mito contaba que habían
sido construidos para unos militares de rango inferior.
Ellos, dándose aires que jamás tendrían la venía de sus
superiores, los rechazaron. No vivirían en esa comuna
de tomas, piedras y escombros. Clara y Abdón, luego
de adulterar unos cuantos papeles, postularon y fueron
seleccionados, e incluso tuvieron la dicha de elegir el
piso en el que vivirían.

En el más alto, obvio, aseguró Clara.

¿Y por qué es tan obvio?

Por la vista, por qué más va a ser.


PINO LUNA

Pero si no hay nada, respondió Abdón.

Irán a poner una plaza, me imagino, para las niñas.


121
En esa época ya tenían tres hijas. Si bien no hubo
plazas, lo importante era que ya no vivirían más de alle-
gados. Sobre sus cabezas, un cielo blanco, liso, nuestro,
se decía Clara al mirarlo. Y sobre este, un entretecho,
quién lo diría después de vivir en habitáculos improvi-
sados en patios ajenos. Construcciones de cholguán y
pizarreño, sin piso, sin cielo.

Luego de examinar cada rincón de esa que llamaron


orgullosos la casa propia, a Clara se le cruzó una idea que
nadie le sacaría de la cabeza. Esa muralla, la que estaba
justo al lado de la puerta, sería su primer proyecto.

Aquí, dijo Clara, pondremos una galería con toda


nuestra loza.

Qué loza, mi amor.

La que tendremos, Monono. Loza y figuritas de por-


celana, loza de cobre, de plata. Se verá hermosa.

Al quebrarse el plato, todos dormían en ese departamento.


Esta recaída no era como las anteriores. Esta vez parecía
que no habría vuelta atrás. Se fueron a la casa de la señora
Clara, se acomodaron en los sillones, en el suelo, acampa-
ron ahí durante las noches; los días los pasaban en el hos-
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

pital. A la espera. Cuando cayó el plato, los que dormían


en el living despertaron del susto. Siguieron cada uno de
los vidrios luego de ese estallido, de esa explosión concén-
trica que a esas horas parecía errática, a tontas y a locas.
Intentaron recoger cada una de sus partes para armarlo en
la pala de la basura. No pudieron. Al rato, ese evento se
había transformado, para algunos, en la señal inequívoca
de la visita que habría hecho Leonor antes de morir.
122
A las cuatro y tres minutos el teléfono sonó una vez,
dos veces, ya casi todos, todas estaban despiertas. Clara
tenía su mano sobre el auricular. No contestaba. Mamá,
conteste, se escuchó. Alguien se aproximó a quitarle el
teléfono que sonó por una quinta y sexta vez.

Aló, diga, contestó Clara. Sí, entiendo.

Se escuchó el primer grito. Clara, se giró hacia esa


hija que se apretaba el estómago y le hizo una seña de
silencio, como de cállate que se acaba de morir mi hija y
necesito escuchar las instrucciones de lo que viene ahora.

Sí, señorita, gracias.

Entre llantos ajenos, colgó el teléfono y sin decir pa-


labra, sin aceptar el abrazo de nadie, harta de esto que
estaba recién empezando, abandonó ese living. Se dirigió
a su pieza, buscó en un cajón los audífonos de Abdón y lo
despertó. Él tiritaba, tardó un poco más de lo usual en po-
nérselos y antes de que pudiera escuchar cualquier lamento,
Clara se adelantó.

Se murió la niña.
PINO LUNA
123
Unos días antes, cuando Leonor tocó la puerta, Clara se
despertó de golpe. A medida que Leonor cumplía años, el
sueño de Clara se hacía cada vez más ligero. Por si pasaba
cualquier cosa. Cuando la vio ahí de pie junto a la puerta,
no pudo —porque no quiso— imaginar o pensar en la idea
de que esta recaída significara algo. Si no se murió a los
doce, ni a los quince, ni a los diecinueve, ni a los veintiu-
no, no sería a los veinticuatro. De eso se había convencido.
Cuando Leonor comenzó a hablar se apoderó de ella la
seguridad o la inclemencia de alguien que se niega a ver
eso que está justo frente a sus narices. Clara no escuchaba.
Esto no es nada, se decía.
Lo que haré ahora será pararme a hacerte una agüita,
tú te vas a ir a acostar, yo voy a prender la tetera.

Clara hizo una descripción de todo ese futuro que


vaticinaba sin errores. Ella se paró, puso la tetera, esperó
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

que el agua hirviera y, cuando la temperatura alcanzó ese


punto en que ya se sabe que va a hervir, se dio cuenta. Leo-
nor no se había movido del umbral donde la había dejado.
La vio parada.

Monono, despierta. Tú vas a llevar a la Leonor a la


pieza, le vas a hacer un masaje en la espalda, le duele el
pecho, tengo que encontrar el mentolato. Toma. Acá está.
124
Cuando vuelva, tú, Leonor, vas a estar acostada.

Clara volvió a la cocina, tomó la raíz de un jengibre


y la peló con una cuchara. En su cabeza no había espacio
para nada más que el olor de esa raíz. De todas esas partes
de su cerebro dispuestas a tener miedo, a recordar, a huir,
todas estaban apagadas, solo podía sentir el olor de ese
jengibre incrustado entre una ceja y la otra. Tomó una taza
y preparó el agua. Cuando salió de la cocina los vio. Leo-
nor seguía en el umbral, Abdón la abrazaba. Clara pudo
quemarse los pies al dejar caer la taza. Pero, en un instante,
todos sus sentidos volvieron: escuchó a Leonor sollozar. De
un reflejo impidió que la taza cayera, le quemara los pies y
tuviera que buscar la escoba, la pala; perseguir el estallido
de un vidrio y otro; trapear, dejar ese suelo como estaba
un segundo antes del quiebre. No entendía por qué su hija
estaba ahí parada, por qué Abdón no le había hecho caso.
Y cómo fue que esa taza no cayó de sus manos.

Pero por la cresta, qué les dije.


Fueron a recostar a Leonor en su cama, ella decía
cosas, les decía cosas a ambos, pero Clara se fue a la cocina
otra vez. Preparó una olla grande con agua, un baño de
vapor la ayudaría. Solo Abdón estaba escuchando lo que
dijo Leonor esa madrugada. Abrió el mentolato y le dio
un masaje en la espalda. Desde que ella era niña que era
el encargado de ese ritual que prometía aliviarle esas dos
bolsitas que tenía dentro, le decía él. Las manos sobre esa
espalda y los años que fueron pasando, la prominencia, la
escoliosis, la espalda fría, el entumecimiento de dos cuer-
PINO LUNA

pos en contacto. El silencio de ese amor. El momento en


que Abdón le acomodaba el pijama.
125
Ya, mijita. ¿Cómo se siente ahora?

Mejor, contestaba ella. Él sabía que esa cortesía no


era cierta o había un refrán que algún día aprendió que
justificaba esa creencia. La dejó ahí en la cama y antes de
que él saliera de esa pieza Leonor lo llamó. Le dijo una
cosa, la única cosa que Abdón no olvidaría a pesar de los
puzles que no jugó, de los libros que no leyó, de su vida
frente a un televisor, de las escasas palabras que confor-
maban su diccionario. Ahí se dio cuenta de que esta vez
no habría vuelta.

Fue a buscar a Clara y le explicó que Leonor no po-


día respirar, que se sentía mal, que el oxígeno no ayudaba,
que nada la ayudaba, que no quería ir al hospital. Clara lo
escuchó en silencio. Se tomó unos minutos para articular
un futuro, ese que sucedería sin errores.

¡No! Nos vamos a vestir, tú vas a llamar al compadre


y nos vamos. Llegaremos allá y todo estará bien. Todo va
a estar bien. Eso es lo que haremos.
Ella quiere que le laves el pelo.

Se vistieron, Abdón llamó a su compadre, el padrino de


Leonor, la subieron al auto y partieron al Hospital Sótero
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

del Río, tal como Clara había vaticinado hasta ese punto.
Ella no entiende cómo, pero tan solo al entrar a la urgencia,
todo se le fue de las manos. Todavía no entiende. No le
cabe en la cabeza, no logra situar los eventos en ese punto
exacto —entre una ceja y la otra— en que todo se vuelve
claro y ahí está, y puede entender. No. Ella no pudo. Re-
cuerda a Leonor, esa camisa cuadrillé que le puso esa ma-
drugada. Ella estaba bien, se decía, se dice. No entiende
126
por qué luego esa camisa estaba manchada con sangre en
una bolsa. No entiende por qué en la mañana Leonor ya
no era ella. Por qué la habían conectado a esas máquinas.
Por qué ya no hablaba. Clara no entiende. No se perdona.
Ella quería que le lavara el pelo.

PINO LUNA
127
Se murió la niña.

Abdón tomó cada una de sus manos —que parecie-


ron ser cientos de manos y pesar cientos de kilos— y se
las llevó a la cara. Desapareció. Como un niño detrás de
una cortina. Como un padre detrás de sus propias manos.
Clara se quedó sola.

Y no le lavé el pelo.

Repitió esa frase mil quinientas treinta y tres veces.


Alguien la abrazaba y ella volvía a decir.

Y no se lo lavé.
Sus hijas mayores se encargaron del funeral. Sí, esas
mujeres. Marta y Karina, la madre de ambas, se mantu-
vieron al margen de los registros, de la funeraria, del nicho,
de la cuota impaga de mantención del cementerio, de la
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

reducción de los muertos que llegaron antes, de la ropa que


usaría Leonor. Clara vio cómo su nieta y Karina habían
sido capturadas por una fuerza paralizante. Decidió que
lo mejor para ellas era enfrentarse a Leonor de frente. Les
propuso que la acompañaran a vestirla. Y ahí lo vieron, en
sus manos. Ese vestido era la primera de todas las injus-
ticias que se cometieron a mansalva durante esos dos días.
128
Qué es esto, dijo Marta.

Karina le abrió los ojos como diciéndole que no di-


jera nada, que era mejor dejar las cosas así. Marta abrió
los ojos aún más y le pidió —también con la mirada— que
salieran de esa sala.

Yo no le pondré esta mierda, no podemos.

Karina estaba nerviosa, pero entendía. Intentaron


hacer otra cosa. Pensaron incluso sacarse la ropa que lle-
vaban puesta. No pudieron, no tenían tiempo.

A los once minutos un traje blanco de comunión


vistió el cadáver de Leonor.

Ahora es un angelito, contestaron las tías al ser en-


caradas.

PINO LUNA
129
Once minutos también tardaron los hombres de esa fami-
lia en cargar el cajón y subirlo hasta el tercer piso. Cuando
ya estaba dentro, lo montaron sobre el armazón dispuesto
a velarlo.

Anda a buscar un alargador, le dijeron a Marta.

Ella no sabía dónde. Miró a su abuelo, no quería


molestarlo, pero nadie en esa casa sabía dónde estaba
guardado el alargador. Sus tíos la apuraban y se acercó.

Tata, necesitamos un alargador, una zapatilla, dón-


de tendrá una.
Él comenzó a trajinar cada cajón, no lo encontraba,
incluso dudó si en esa casa había algún alargador, o si se
lo había prestado a un vecino. No hubo caso que lo en-
contrara, tuvo que salir a pedirle uno a Ricardo. Fue ahí
que él se enteró de la noticia.
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

Gabriel en esa época ya no vivía con su papá. Se había ido


a vivir con unos amigos que eran de región. Arrendaron
un departamento en el centro y Gabriel permaneció dis-
tante. Iba una vez al mes a visitar a Leonor y aprovechaba
de saludar a su papá. Solo saludaba. A veces Leonor esta-
ba de malas y lo echaba. Decía que ella no hablaba ni con
130
universitarios ni ingenieros. Él la corregía, es Ingeniería
Comercial. Ah, ni sé qué es eso —contestaba ella— y
por algo será. Se reían y se sentaban a conversar en las
escaleras del block, pasaban de un tema a otro, evitando
las conclusiones apresuradas. Hablaban de películas, de
los libros aburridos que ahora tenía que leer Gabriel, de
ese tipo de filosofía de la que pueden terminar hablando
todos si no tienen frío, ni hambre, y dejan lo cotidiano
a un lado.

Cuando Gabriel recibió la llamada estaba bajo el


cuerpo de su mejor amiga. Ella se balanceaba, semides-
nuda, sobre Gabriel. No se habían alcanzado a sacar toda
la ropa. No tenían tanto tiempo, estaban preparando su
examen de grado. Ellos que habían sido mejores amigos
durante toda la carrera, ellos que habían sufrido por amor
durante esos cinco años, habían acordado que no polo-
learían más, que una relación solo desordenaba sus vidas,
se hicieron prometer que no dejarían al otro caer siquiera
en algo que se acercara a un vínculo. Un día conversando,
se miraron y comprendieron que lo mejor de esos años
había sido su amistad. Se besaron, se rieron y luego cu-
liaron por primera vez. No estaban enamorados, solo se
amaban y querían acompañarse de las formas que fueran
necesarias, cuando hiciera falta.

En eso estaban cuando Ricardo llamó. Ella desde


su posición privilegiada podía ver de quién se trataba.

Es tu papá.
PINO LUNA

Déjalo, estamos bien. Sigue, Anto, por favor. Sigue.

Ella continuó, pero Ricardo volvió a llamar.


131
¿Lo silencio?, preguntó.

Sí, le pidió él. Antonia tomó el celular, pero al calor


de su cuerpo, de sus pupilas dilatadas, no hizo bien, y solo
lo dejó en vibración.

¡Listo! Dijo ella besándolo gentil por toda su cara


y al ver lo bien que se sentía Gabriel al recibir su cariño
le dijo, si vamos a hacer esto, hagámoslo bien. Comenzó
a desvestirse por completo. Fue ahí cuando Gabriel, al
observar su cuerpo desnudo, tuvo un presentimiento.

Espera, puede ser algo importante.

Su expresión al decir esto solo transmitía una cosa.

Leonor, sugirió ella.

Sí.

Al evocar ese nombre, el teléfono comenzó a vibrar


sobre el velador, era Ricardo.

No, no está bien, Gabriel. Se murió esta madrugada.


Hace tres días la llevaron al hospital y no se pudo hacer
mucho. Ahora la están velando.

Durante el camino se fue comiendo las uñas, los dedos, los


M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

puños dentro de la boca, pateaba los asientos de la micro.


Tres días, pensaba, tres días. Y ya era de noche. Cuando
se bajó de la micro vio la ventana de Leonor desde lejos,
corrió por la cancha —esa desde donde se levantaba el
tierral—, subió las escaleras lo más rápido que pudo y
escuchó que cantaban El rin del angelito.

Qué está pasando.


132
La puerta estaba abierta, la gente se amontonaba
entre su casa y la casa de ella. Qué está pasando —se re-
pitió—, vio el ataúd blanco, los globos. Había tanta gente
que dio empujones para llegar donde yacía Leonor.
Qué te hicieron.

Un grupo de desconocidos cantaba, vio la biblia en


sus manos y pensó, por un momento, que se había equivo-
cado. Volvió a mirar a través del vidrio. Era ella. Buscó a la
señora Clara entre la gente, la abrazó; buscó a Abdón, lo
abrazó. No saludó a nadie más. Se quedó en una esquina,
sin mirar, sin escuchar a nadie hasta que de su boca salió
la palabra que necesitaba para salir corriendo de ese lugar.

Mamita, mamita, estoy bien.

Una de las tías de Marta, con los ojos en blanco, gri-


taba con una mano sobre el féretro.

Tuvo ganas de abalanzarse contra esa mujer. Vio


cómo un hombre —que no pudo identificar en ese mo-
mento y luego supo que era Omar— tomó a todos los
niños y los sacó de la casa. Les inventó un juego lo más
lejos que pudo. No podían ver eso que estaba pasando allí
dentro. Nadie podía. Los demás intentaban mirar el suelo,
cualquier cosa para no ser un personaje más de ese montaje,
para no ser cómplices.

Mamita, dónde estás.

Acá, mi niña. Acá.


PINO LUNA

Contestó Clara tomándole las manos a esa mujer.

Macabro, esto es macabro.


133
Susurraba Gabriel cruzando la cancha de tierra. An-
tonia, quien estuvo siempre a su lado, vio cómo el dolor
consumía el cuerpo de Gabriel. Su mandíbula impedía el
grito. Sus puños le ardían. Ya no le cabía nada más dentro
de la boca.
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S
134
Es probable que durante la cena de este año nuevo todos
pensaran uno o dos detalles sobre la muerte, uno o dos
detalles del velorio, del funeral o del sepelio como lo
llama Abdón. Es probable que identificaran el momento
exacto en que debieron decir algo, hacer algo y no lo hi-
cieron. Pero tuvieron que tragarse todos esos recuerdos,
y la carne, y las papas, el vino y la bebida. Tuvieron que
sonreír al recibir las fuentes de comida. Solo la voz de los
niños se escuchó durante lo que quedaba de cena. Algu-
nos adultos intentaban colgarse de esas conversaciones sin
éxito. El hermano de Marta intentó hacer algunas bro-
mas, pero todas resultaron crueles. Todas lo son cuando
no es el momento. Se calló.

En la radio hablaba un locutor, fingía la víspera de


un nuevo año a las tres de la tarde, mientras anunciaba
una cumbia. Uno de los niños, el más pintamono, em-
pezó a cantar.

Un año más que se va.

Al ver que todos en esa mesa lo miraban se puso


a cantar más fuerte. Su nombre es Jeremy, no entendió
PINO LUNA

mucho de lo que pasó esa noche, pero tiene claro que no


debió ocurrir. Por eso decide bailar usando todos los pa-
sos habidos y por haber. Sin alejarse de lo clásico: brazos
135
pegados a su torso, mirada en el cielo, el balanceo preciso
de caderas. Se escucharon las primeras palmas.

Si has llorado también has reído.


Su hermano Mairon —que no quiso ser menos—
se unió en un estilo posmoderno. Una mezcla entre rap y
cumbia.

¡Empezó la fiesta, mierda!

Son quince, son veinte, son treinta.

Clara cantó parándose a bailar.

Todos se levantaron, con tenedores empujaron las


verduras a medio comer, los huesos, los restos de un plato
a otro. Eso no se bota —dijo alguien—, hay que guardar
para el almuerzo. Se llevaron los vasos juntándolos de a
cinco con los dedos. Recogieron las migas, lo que cayó al
suelo. De a poco integraron a esas tareas mecánicas uno
que otro paso de baile.
Qué más da

tantos se han ido, ya.

Cuando todo estuvo limpio, llegó el turno de las si-


llas. Las acomodaron donde no molestaran, la mesa hacia
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

una pared. Fueron a buscar las botellas de bebida relle-


nadas con el cola de mono hecho por la señora Clara en
sus dos versiones: con alcohol y sin alcohol. Prepararon el
ponche. Desempolvaron las copas para la champaña: la
con alcohol y la sin alcohol. Abrieron un pan de pascua y
lo trozaron contando las cabezas de todos los ahí presen-
tes. Para que alcanzara. Las servilletas. El número exacto.
Estaba todo listo para recibir el 2018.
136
Nadie habló de uvas, ni maletas, ni ropa interior. El
punto era comer y bailar. Lo comido y lo bailado. Nada
de vaticinios, ni de suertes. Hoy no. Clara siguió bailando
con los niños. Los tramoyas prepararon el escenario en
que todo ocurriría.

¡El cotillón!, gritó alguien —no importa quién— y al


rato llegó con unas bolsas. Todos se abalanzaron. Mujeres
y hombres; niños y adultos. Se disfrazaron. Orejas de ra-
tón, guirnaldas, gorros de cumpleaños, coronas, escarcha,
pelucas; el aire entrando por conos de papel, la saliva, el
tímpano. Qué hora es.

Es el tiempo

el que no se detiene.

PINO LUNA
137
Mi corazón se detiene, pensó Leonor en esos diez segun-
dos de dos mil nueve que iban quedando. El estruendo de
la cuenta regresiva a su alrededor, esas personas que ella
llamó familia, pero que pudieron ser un grupo de extraños
gritando en los oídos del otro, que no importa, que nos
podemos morir o quedar atrapados entre los escombros,
hay que gritar. Dos mil diez y su hermana, esa que llamó
sobrina, la abrazó, mientras Leonor abandonaba la idea
absurda de una muerte repentina. Su muerte no lo sería y
es probable que ninguna muerte lo fuera.

Aunque los abrazos le incomodaban, en año nuevo se


olvidaba de su cuerpo, de su espina dorsal torcida. Se deja-
ba abrazar. Te quiero, le susurró a Marta. Ella la miró de
vuelta, sí, le respondió; y partió a abrazar a otros. Leonor
se quedó ahí, experimentando la soledad probable de año
nuevo, la soledad de quien celebra en un grupo impar. Vio
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

a sus hermanas abrazarse y fue a saludarlas. Las perdono,


les dijo al oído. Ellas la miraron de vuelta y sin saber qué,
no dijeron nada.

Las perdono por hoy.

En la radio comenzó a sonar el himno nacional, Leo-


nor pensó en todas esas canciones que podrían tocar en
vez de esa: Yellow submarine, Un golpe de suerte, Escándalo,
138
cualquier canción serviría para el enroque, pero esta era la
que sonaba y se rindió. Empezó a cantar muy fuerte. Sus
hermanas la miraron con suspicacia, sabían que se trataba
de una más de sus bromas y que una peor estaba por venir.
Cantar, por ejemplo, alguna canción religiosa como la del
dios que está aquí y allá, en todas partes. Leonor la cantaba
mientras se aproximaba a sus hermanas, las del daño. Ellas
hicieron el amague de salir corriendo y Leonor desistió de
esa persecución. Si se trataba de ellas, toda broma, por ino-
cente que fuera, podía costarle cara. Se sentó a recuperar
el aliento, mientras veía cómo todos se iban entonando al
ritmo de las cumbias de siempre. Este es mi último año,
pensó. Y si no fuera porque en todas las fiestas vaticinaba
lo que sería su muerte, ella pudo desesperarse y volverse
ausente de ese que sería su último año nuevo, de un año
en que pasarían muchas cosas.

Después del terremoto de febrero, las cosas se complicaron


para Leonor, quizá por el susto de sobrevivir un fin del
mundo, quizá porque desde su ventana no se volvió a ver
ningún remolino, o porque no encontró ninguna respuesta
posible a ese fenómeno de la naturaleza que desaparecía
así como así. Estaba más intranquila. Más irascible con
su familia. No toleraba verlos sopear, hablar con la boca
llena, ni el coro en que se transformaba su casa los fines
de semana; no toleraba sus voces, porque no toleraba sus
bocas; no toleraba sus bromas, porque no toleraba sus risas.

Leonor no entendió cómo todo fue a terminar así,


PINO LUNA

pero un sábado, uno por uno, los echó de su casa. Un día


no quiso abrirle la puerta a Gabriel, una tarde le dijo a
Marta justo lo que no quería decir. Ya estaba muy cansada.
139
No supo decirlo, y la verdad es que nadie guardó rencor por
esos últimos meses. Cuando Leonor se miró en su espejo
al salir de su pieza, justo antes de partir al hospital, pensó
en todas esas personas que la quisieron, de buena o mala
forma, y se perdonó por haber transformado la ira en una
despedida. Supo que la perdonarían, no eran tan imbéciles
como para enojarse con los muertos.

Porque desde niña asumió que su muerte no sería


repentina, se quedó otro rato más. Pensó en todas las veces
en que se encontró mirándose en ese espejo, cepillándose
el pelo, encrespándose las pestañas, porque Camila iría
a cortarle las puntas, a retocarle el flequillo. En cómo se
miraba luego de que Camila abandonaba esa casa, en lo
mucho que odiaba su pecho, su espalda y sus labios azu-
les. En lo inútil que fue todo ese odio, en lo inocente que
fue todo ese amor. Y liberó una sonrisa desde la ternura,
esa que practicó tan poco. Se acomodó la camisa y ya no
habría más espejos.
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S
140
Amor y vergüenza fueron dos palabras que se unieron, a
perpetuidad, en algún punto de su historia. Gabriel luego
del todo esto es tu culpa, de reconocer en su mirada su error,
le pide perdón; para él, amor y vergüenza no son palabras
afines en el diccionario de lo cierto. La distancia entre una
palabra y la otra es ingente, a pesar de que ternura y mamá
parecieran ser sinónimos en esos glosarios que se venden,
en alguna distopía, para comprender la vida humana antes
del hito que lo cambió todo. En el diccionario de Gabriel
esas palabras no tienen nada que ver la una con la otra. Él
sí es capaz de decir, perdóname, esto es muy difícil, yo no
entiendo.

Qué cosa no entiendes.

Por qué seguimos viniendo, por qué nos hacemos


esto, Marta.

Aquí pertenecemos, Gabriel.

Sí sé, le vuelve a decir él tomándole las manos. Soy


un tonto, hay muchas cosas que no entiendo y sigo adelan-
te, como si tuviera todo resuelto, pero no. Veo un mensaje
de mi papá en el celular, me encuentro con un libro que
PINO LUNA

leí con Leonor, o veo en la calle a una mamá mirando el


celular mientras su hijo se pierde. Hace poco encaré a una
mujer en el mall, estaba comprando camisas y me encontré
141
a un niño perdido. Le hubieras visto la cara, todos tuvimos
esa cara, no sabía dónde estaba su mamá. Qué tan difícil
puede ser encontrar a una mujer en el piso de ropa de
hombre, le dije para calmarlo. Pero ese piso estaba lleno
de mujeres, casi no había hombres. Aún así la encontramos,
y cuando ella llegó, lo abrazó tanto y tan fuerte; hubieras
visto ese abrazo, y después me pregunté esa noche por qué
le dije lo que le dije. En un punto pensé o decidí, no sé
bien, que todas estas cosas que no entendía, no sé cómo
decirlo, pero renuncié a entender. Y luego llegas tú con
tus preguntas.

Marta no le responde. La corriente de aire que se


da en esas escaleras del block, entre una casa y la otra, les
agita la respiración. Un poco más allá, la fiesta sigue, por-
que Clara está bailando.

Yo no sé cómo no se cansan, cómo no se cansa, dice


Gabriel cambiando de tema. No sé de dónde la señora Cla-
ra saca tanta energía. ¿Sabes qué decía la Leonor de ella?
Qué cosa.

Si esa mujer quisiera, un día podría cambiarles el


nombre a todos, y todos dirían sí, sí.

¿Y qué más decía?


M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

Que la amaba. Amo a esta mujer. Aunque no me


diga la verdad, la amo. Lo decía justo aquí donde estamos
ahora. Este era nuestro lugar.

Gabriel sostiene una mano de Marta, la posa sobre


su mano izquierda y con la derecha la acaricia. Las manos
de Marta son huesudas y el exceso de detergente, y uno
que otro corte de un cuchillo inoportuno le dan a su piel
142
la suavidad de una persona promedio. Nada especial. Leo-
nor, en tanto, cultivaba ciertos rituales que hacían que sus
manos no pudieran pasar desapercibidas.
¿Cierto que las manos de Leonor eran las más suaves
del mundo?, comenta Gabriel. Y qué risa, cuando le decía
esta película es lo mejor del mundo o este pan con queso
es el mejor del mundo, lo que fuera, ella me decía, y tú qué,
¿tienes diez años, acaso?

Marta no escucha esa última parte de la historia.


Luego de la pregunta, como quien esquiva un golpe, le
quita sus manos y ahí se queda detenida. En las manos
más suaves. Ella no sabe. Piensa en todos esos momentos
en que pudo sostener las manos de Leonor y no quiso, o
no pudo. Se recuerda mirándola de reojo, esforzándose
por acercarse, por decirle perdóname, por decirle te quie-
ro. Por decirle hermana cuando nadie las estaba mirando.
Y no pudo. Amor y vergüenza fueron dos palabras que se
unieron, a perpetuidad, en un punto de su historia. E in-
cluso en ese momento, cuando ni siquiera Leonor estaba
ahí, no pudo decir palabra. Pidió que las dejaran solas un
rato, mientras la vestían, y tampoco se atrevió a sostener
sus manos. Qué me costaba, piensa.

Leonor odiaba esta canción, dice Gabriel.

Marta, volviendo a ese lugar, pregunta cuál. Él apun-


ta su oído y ella escucha.

Colegiala no seas tan coqueta


PINO LUNA

colegiala ven dime que sí.


143
Leonor no se llamaría así originalmente. Karina quería
ponerle otro nombre, uno que no viene al caso, uno que
pronunció al presentársela a Clara. Ese es el nombre, le
dijo y la puso en sus brazos. Sabía que con su mamá todo
era definitivo, que entregársela era renunciar a ella, pero
estaba segura de que no quería convertirse en todo eso.
No quería nada que le recordara los acontecimientos que
terminaron con ella embarazada de un hombre que un día
se le acercó afuera del colegio.

Estos barrios son muy peligrosos para que una niña


tan linda ande caminando sola, déjeme acompañarla, que
yo estoy para servirle. Sí, le dijo ella, porque qué otra cosa
le podía decir a alguien en esos términos. Caminaron has-
ta su casa. Me llamo Miguel, le dijo, y le prometió que la
volvería a ver. Al otro día, estaba ahí, en la esquina del
colegio. Se empezaron a reír, a contarse si se acordaban o
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

no de sus sueños, si preferían el chocolate o la vainilla, si


le tenían miedo a la oscuridad o a los ratones, o si a veces
tenían malos pensamientos, lo que sea, usted puede confiar
en mí. Caminaron por las mismas calles, el mismo recorri-
do, y un día él le propuso que lo llevara a su casa. Quiero
conocer a sus papás.

Cuando Clara los vio llegar se asustó.


144
No, mamá, si es un amigo.

Lo invitaron a tomar once ese día. Clara lo sentó en su


mejor silla, le puso la taza que quedaba con oreja, la mejor
cuchara. Luego se hizo costumbre. Tarde tras tarde se reían
juntos, comentaban la teleserie. Un día Miguel dijo: señora
Clara, no se preocupe, yo y la Karina ponemos la mesa. Lo
dijo así, yo y la Karina, porque ese es el orden. Mientras ella
sacaba las tazas, Miguel presionó su cuerpo contra el de ella,
por detrás. Sus uniformes hacían fricción. El uniforme verde
de él, contra el jumper azul marino de ella. Se acercó a su
oreja y le susurró. Creo que me estoy enamorando de usted.
Karina se giró y le dio un beso. Ese día tomaron once entre
risitas que Clara miró con sospecha. En la noche lo habló
con Abdón: hoy miré bien a ese hombre y me da mala es-
pina. No lo quiero de nuevo por aquí. Cueste lo que cueste.

Al otro día Miguel y Karina se desviaron de la ruta,


él la invitó a donde trabajaba, la llevó a una oficina, y le dijo
que le tenía algo que confesar.
Yo me enamoré de usted, veo su carita tan bonita y
me dan ganas de llevármela a vivir al campo. Podría pedir
un traslado. Tendríamos hijos, perros, muchos perros; no
me gustan los gatos, tendría solo uno para que cace ratones.
Karina, lo que le digo es que quiero hacerla mi mujer, quiero
casarme con usted.

Ella soltó una carcajada limpia, como de escolares en


una micro que no dudan de su risa. Ella lo era. De súbito
la expresión de él cambió, la mirada de ese hombre que le
PINO LUNA

contó tantas cosas no era la misma. Karina se quiso discul-


par, porque tuvo miedo. Pero antes de que ella siguiera, él
le tapó la boca, agarrándola por la nuca.
145
De qué se ríe, si esto no es chiste. De mí nadie se bur-
la, Karina, nadie, ¿me escuchó? Si yo le digo que la quiero,
usted me dice yo también, Miguel. ¿Entendió?
Ella quedó contra la pared, contra su fuerza, mientras
este hombre seguía susurrándole. Yo te amo, Miguel, decía.
Yo te quiero, Miguel. Sí, Miguel.

Por más que ella intentó quitárselo de encima, no


pudo. Ese día, simplemente, no pudo. Salió corriendo de
ese lugar que no quedaba ni tan lejos de su casa y se fue
donde una amiga. Lloraron juntas. Mi mamá no puede saber
esto, si se llega a enterar querría matarlo y no podría. Pro-
metieron guardar el secreto. A los meses ya era una certeza.
Estaba embarazada. Clara fue a buscar al tal Miguel. No lo
encontró, se había cambiado, ella pidió información. No se
la dieron. Clara gritó.

Dónde está ese conchasumadre que violó a mi hija.

Ellos gritaron más fuerte.


A ver, india culiá, a quién le venís a gritar. Qué culpa
tengo yo si a tu pendeja le gusta chupar picos. Y bien rico
que lo hace, pregúntale, dile que te cuente.

Conchasdesumadre, gritaba Clara desde más abajo de


M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

la garganta. ¡Asesinos, violadores!

Ándate, india culiá, ándate.

¡Violaron a mi hija! Decía mirando a las personas que


estaban ahí esperando, como suplicándoles algo que ni ella
tenía tan claro.

Saquen de aquí a esa maraca, sáquenla, tontos hueo-


nes, les estoy diciendo que la saquen.
146
La tomaron entre tres, no tenían más de veinte años;
y de a pequeños empujones la llevaron a la salida.

¿Saben qué son?, les dijo Clara, enterrando su mirada


en la de ellos. ¿Saben qué son? Pero antes de que pudiera de-
cir lo que quería decir, uno de esos pobres y tristes hueones le
dio una patada en el estómago. Clara cayó al suelo. Vomitó
todo lo que tenía: el llanto, la tierra, la rabia, las piedras. Se
quedó ahí, recuperando la respiración, respirando toda esa
argamasa, hasta que alguien se acercó a ayudarla; y ella gritó,
levantando un brazo, sin perder ni un poco el equilibrio, por
última vez, desde más abajo del estómago.

No.

Tú te llamas Leonor, tu papá se llama Abdón y esa niñita


que está ahí es tu hermana, tiene catorce y una vida por de-
lante. Yo soy tu mamá.

Karina suspiró aliviada, si cerraba los ojos podía ima-


ginarse en su casa, ya sin puntos, sin dolor, sin esa promi-
nencia que seguía ahí justo bajo sus ojos; ya sin leche, porque
no, ella no amamantaría a Leonor, no así. Su mamá estaba
abrazando a su nueva hermana y no habría verdad que pu-
diera reemplazar esa mentira. Esa ficción para la emergencia,
para superar el trauma. O ese margen que permite la vida,
desde donde es posible agarrarse y enunciar el teatro de esas
cosas que no tienen por qué ser así.

Clara abrazó a esa pequeña y desde lejos, sin que nadie


PINO LUNA

pudiera escuchar, la voz de una mujer dijo.

Y así permanecieron, con esos nombres, con esos lazos,


veinticuatro años.
147
***
Cierras los ojos y ya no la puedes ver. Eres solo tú y tu sangre.
Esa que no se derrama. Y el sudor, ese que se derrama cuando
bailas, por tu espalda. Como cuando no puedes dormir, y el
sudor frío te hiela la piel y lo que está más abajo de la carne, y
piensas en ella. En su pelo negro, en la camisa que sostuviste
entre tus manos, en sus ojos, en que no supiste identificar la
despedida. Entre pecho y pecho, calcificado ese día de noviem-
bre. Te levantas, pones una toalla en tu parte de la cama y
renuncias a lo que será una noche en vela. Sigues bailando.
Ellas no tienen idea. Eres la mujer que las amamantó en un
tiempo pretérito irremontable. No recuerdan. La mujer que
vio nacer y morir a esa nieta que tomó por hija. Para ellas,
para ellos, eres otra mujer vieja que se deja el pelo demasiado
corto. Otra mujer que vistió muñecas después de la muerte,
que engordó cincuenta kilos o treinta. Te ven bailar, sudar,
reírte. No pueden imaginar tu renuncia. Eres solo una mujer
vieja, gorda, sudada, que baila en año nuevo. No se acuerdan,
pero antes de la muerte no bailabas así.
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S
148
IV
MIENTR AS DOR MÍAS, CANTABAS
C U M B I A PA R A A D O R M E C E R T E
Ella a esta hora estaría durmiendo, pero es año nuevo y
está bailando con un sujeto que conoció esta noche. Al
principio bailan sin decirse una palabra, pero llegado el
momento él decide hablar y le pregunta cuál es su nombre.
Natalia, le contesta. Dónde vives, continua él. Santiago.
Sí, pero en qué parte. Recoleta. A qué te dedicas. Soy
profesora de Lenguaje. Buena, y dónde estudiaste. En el
pedagógico. Sí, pero en qué colegio. En uno de por ahí,
no lo debes conocer.

Bilabiales, oclusivas, fricativas, todas esas posibles


formas de decir se imprimen en su tímpano con el calor,
ese que se hace vapor, respiración. Ella podría irritarse
por el cariz de aquellas preguntas, pero cada una de esas
palabras se traduce en una atracción inequívoca. Cuál es
tu nombre, dónde vives, sí, pero en qué parte, a qué te
dedicas, dónde trabajas. Todo eso lo pregunta ella. Ese
hombre hablando en su oreja es lo único que le importa,
pero ella no sabe. Bailan o se rozan, se preguntan todo lo
posible para un primer encuentro. Ella, que ya olvidó su
nombre, esta noche se atreverá a muchas cosas, menos a
preguntárselo. Será él quien, sin que nadie se lo pida, lo
PINO LUNA

pronuncie otra vez.

En un momento él la invita a que lo acompañe a


hacerse un cigarro. Lo que ella sabe es que, hasta este mo-
153
mento, este sujeto le gusta, la calienta, acepta. Están senta-
dos en unas escalinatas, él enrola su tabaco, están lúcidos,
ninguno de los dos tomó demasiado. Bajo las luminarias
ella se da cuenta de qué es más joven y más cuico de lo que
pensaba. No importa, se convence. Cuéntame más de ti.

Él le dice que a sus treinta y cuatro años se considera


un hombre feliz, que la mayoría de los hombres de su edad
están llenos de rollos, trancas, que se las cargan a sus polo-
las, pero que él se psicoanalizó tres años en Buenos Aires.
Viajaba todos los meses y veía al mejor terapeuta de Argen-
tina. Al mejor, enfatiza. Se murió el año pasado de hecho.

Ella no entiende ese ‘de hecho’. Pero le contesta que


sí, que los hombres creen que sus parejas son sus terapeutas.
Él sigue hablando.

Ahora que no me psicoanalizo empecé a leer más que


antes. Tú me debes entender, le dice. Leo a Paul Auster,
Bolaño y Zambra, no mucho más que eso. No me arriesgo.

Arriesgarte a qué.
A perder mi tiempo.

Ella podría pensar en lo obtuso que le resulta ese


hombre, pero es año nuevo. Le dice que sí, que son muy
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

buenos autores, que ella tampoco se arriesga a veces.

A qué, pregunta él.

A perder mi tiempo.

Con qué, pregunta. Ella ahora sabe. Contigo —


piensa—, perder mi tiempo contigo, pero otra vez el mis-
mo argumento. Es año nuevo y ya no valía la pena entrar
a esa fiesta e intentar conocer a otra persona.
154
En general, contesta. Ponte tú, desde que salí de la
universidad que trabajo en el mismo liceo, un liceo en La
Pintana.
Filete, dice él.

¿Filete? piensa ella. ¿No eres vegetariano, cierto?

No, contesta. El problema con la industria de la car-


ne es…

Natalia lo interrumpe.

Una vez conocí a una tipa que era vegana y decía fi-
lete como quien dice bacán. Me hubiera reído demasiado,
si decías que eras vegetariano. Lo siento.

A él le causa gracia. La mira con detención, intuye


que debe tener cerca de cuarenta, le parece una mujer de
esas que se ven bonitas sin serlo necesariamente. Háblame
más de ti, le pide. Natalia le cuenta que desde niña quiso
ser profesora, que su mamá lo era y que siempre se opuso
a que siguiera la misma senda, pero ella era algo obstinada,
y la verdad es que no se veía en otra cosa. Le cuenta que
le gusta nadar, pero no el mar; que canta, pero que nunca
aprendió a tocar guitarra. Lo he intentado cien veces, te
juro, pero no hay caso. Él se ofrece a enseñarle. Ella lo
ignora y sigue hablando. Le revela que estuvo a punto de
casarse el año pasado, pero decidió que era mejor que no.

No me arriesgo.

Él se ríe. Ahora a ella le parece menos irritante y la


PINO LUNA

idea de pasar una noche con él ya no resulta tan descabe-


llada. Él, como descifrando esa tensión, le ofrece de su
cigarro, se lo acerca a su boca, con sus dedos, sin dejar que
155
ella lo sostenga. Natalia lo siente de nuevo. Ese calor. Le
propone que entren a bailar, ahí justo dónde ella lo quiere,
en su oreja. Esta noche se rozan, se besan, tiran.

Se dormirán uno al lado del otro, él la despertará hablán-


dole al oído, ella le confesará que él le parecía insufrible,
pero que le gustaba su voz en su oreja. Él la mirará recos-
tada y le pedirá que le dé más detalles. Ella le irá diciendo
toda la verdad y él se irá calentando más y más. Y qué otras
cosas piensas de mí, le insistirá. Ella, que se quedará sin
palabras, comenzará a inventar. Esa mañana se besarán,
agarrarán, tirarán.

Me llamo Juan Gabriel, dirá él luego de tirar por


segunda vez. Mis papás son católicos aspiracionales, son
un poco imbéciles la verdad y no se dieron cuenta, o no lo
conocían. De hecho, si quieres te muestro mi cédula.

Juan Gabriel se levantará a buscar su pantalón en el


suelo. Abrirá una billetera gastada y se lo mostrará. Nata-
lia, con el carnet en sus manos, soltará una carcajada. Juan
Gabriel atribuirá a su risa la historia del nombre, pero ella
se burlará de sus apellidos: Pérez-Valdés Figueroa. Juan
Pérez, en términos simples.
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

En verdad, Natalia, a todos les digo que me llamo


Gabriel. Siéntete privilegiada.

Me gusta el nombre Gabriel. Una vez tuve un


alumno que se enamoró de mí o eso creía. Se llamaba así,
Gabriel. Se confesó conmigo en la graduación de cuarto
medio y luego pasaron otras cosas. No con él, claro, por-
que, a fin de cuentas, había otros nombres en esta historia.
156
Él le pedirá que le cuente esa historia.

Te la cuento con una condición —dirá Natalia aga-


rrándolo de la barbilla—, no me harás ninguna pregunta,
no me pedirás mi número, no nos volveremos a ver.

Él aceptará medio mintiendo.

¿Te has preguntado alguna vez qué hay antes?

Antes de qué.

De todo esto, Gabriel. Así es como parte esta historia.

PINO LUNA
157
¿Todavía crees que mi plan no va a resultar? Le pregunta
Marta a Gabriel. Él se toma diez segundos para pensar,
no quiere darle una respuesta, porque la respuesta es sí, tu
plan no va a funcionar. Él quiere darle una solución. Se
toma otros nueve segundos. Marta le insiste. Gabriel sigue
pensando, elabora planes que descarta, vuelve sobre el plan
de Marta. Es una pésima idea, piensa. Dame tiempo, le
dice.

Cuánto.

Complejo, responde él. Solo confía. Estoy pensando


en algo.
En qué.

En el último año nuevo con ella. ¿Tú estabas, cierto?

Sí, le contesta algo ofendida.


M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

Él le dice que esa fiesta los puede ayudar a descifrar


los últimos meses de su hermana. Lo que voy a decir va
contra todos los principios de Leonor —sigue Gabriel—,
de la meteorología. Va en contra de la ciencia y del método.

¿Qué método?

¿Cuál más? El científico. Escucha, cuenta la leyenda,


mi querida Marta.
158
Gabriel hace una pausa solo para contemplarla,
ella está tranquila, ya no tiembla. Esta puede no ser la
respuesta que ella quería, pero Gabriel se conforma. Dicen
las malas lenguas —continúa— que los primeros días del
año vaticinan cómo será el clima de todo el año. El día uno
es enero, el tres, marzo y así.

Gabriel se toma otra pausa para mirarla, le da un


beso y sigue. Si consideramos esa fiesta como un anticipo,
podríamos ver algo de lo que fue su último año. Señales.
Por favor, no me mires así. Lo que te quiero decir, además
de hacerte reír, es que yo me acuerdo perfecto de esa no-
che y no te recuerdo ahí. No te enojes, yo estuve toda la
fiesta a su lado. Estuve a punto de no ir y solo fui por ella.
Quizá nunca descubras qué fue de Leonor esos últimos
meses, pero de esta Leonor sí te puedo hablar. Déjame
que te cuente una cosa.

Cuando te pregunté por qué seguíamos viniendo, por


qué nos hacíamos esto, creo que es por ella que sigo vi-
niendo. Su departamento ya no es el mismo, está todo
cambiado, pero si me esfuerzo todavía la puedo ver ahí
sentada, riéndose de quién sabe qué, con ese moño gi-
gante y sus aros. En la radio justo estaban tocando loco,
loco, y me acerqué cantándole bien fuerte para que ella
me notara.

Loco loco, así me llama la gente.

Nos abrazamos. Le dije casi gritando, porque la


PINO LUNA

música es así, que rechacé ir a Pichilemu con mis ami-


gos por estar ahí con ella. Me contestó que qué me creía.
Bailamos esa cumbia. Le seguí cantando.
159
Eres linda patrona

tan bella como ninguna.

Leonor bailaba lento, pero bailaba bien, recuerdo que


tuvimos una conversación en esa cumbia. Me preguntó
si todo bien con mi papá. No, le contesté. Ese día como
todas las noches de año nuevo habíamos tenido una cena
incómoda. Mi papá con su clásico papel de impertinen-
te, tomando demasiado. Leonor me contó que en su casa
también fue raro, pero el año nuevo no era para andar ha-
blando de estas cosas. Eso me dijo. Me preguntó por mi
hermana, le dije que debía venir por ahí. Ella sonrió como
si le hubieran contado un chiste, de esos que se cuentan
en secreto, como diciendo no te rías, pero ella se rio. No
debería contar esto, porque no sé si es una verdad o una
conjetura. No sé si era su secreto o una invención mía.

Creo que Leonor siempre la quiso.

Es mi amor imposible, dice la canción dos veces segui-


das y quizá sea eso. Le sonreí de vuelta, como diciéndole
yo también entiendo el chiste; y fue ahí cuando apareció
Camila, si mal no recuerdo. Leonor me dejó plantado en
medio del baile y partió. No fue a saludarla, fue a mirarse
al espejo, ese que está al salir de su pieza. La seguí.
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

Podríamos ir a donde está ese espejo ahora. Ven,


Marta, vayamos.

Justo aquí se paró Leonor, se acomodó la chasquilla,


se pasó las manos por la cabeza acomodándose el pelo. Me
miró por el reflejo, ella sabía que yo conocía su secreto. O
eso creo ahora, no recuerdo qué pensé esa noche. Con
Leonor no decíamos mucho sobre nosotros, sobre lo que
160
sentíamos, solo nos acompañábamos. De eso se trataba
nuestra amistad. Saber que dentro de tu casa podía estar
quedando la cagada y que una puerta más allá, en la casa
de enfrente, habría alguien para hablar de cualquier cosa
menos de eso. Hablábamos de lo que fuera, ella me contó
eso que decían los viejos sobre los meses del año y los pri-
meros días de enero. Nos reímos, era el día séptimo, ponte
tú, y hacía un calor horrible. Te podría contar todo lo que
hablamos esa noche, pero no sé, creo que esto que te estoy
contando ahora es lo importante. Escucha bien.

Cuando se dio vuelta, me dijo, y tú, ¿no tienes otra


cosa mejor que hacer? Volvimos al living y Camila estaba
dando los abrazos. Hasta que llegó su turno. La abrazó,
te mentiría si te dijera qué cosas se desearon al oído de la
otra. Te mentiría si te dijera cómo se veía Camila esa no-
che. Probablemente, hermosa. Lo que sí recuerdo es que
mi hermana estuvo solo un rato. Se despidió de todos con
un chao, me tengo que ir, y desapareció. Esa fue la última
vez que Leonor la vio. Se quedó mirando la puerta un rato,
pequeño, pero decidor. No sé si mi hermana alguna vez
sospechó algo. Ella era más grande que nosotros, no nos
pescaba mucho. No creo que se diera cuenta.

No sé si esto es lo que estás buscando, Marta. Pero


es todo lo que tengo.
PINO LUNA
161
Leonor es una mujer que tirita de frío frente a un mar
inexistente, un mar de tierra, polvo y escombros. O eso
rezaba la fantasía que repasaba de vez en cuando antes de
dormir. Estaba frente a ese sitio eriazo, nublado y frío, de
otoño o de invierno, y sentía como alguien se aproximaba
a su izquierda. Prefería no mirar, no darse vuelta hasta
que esa persona se sentaba a su lado. Hola, le decía. Pero
Leonor no la miraba. ¿No tienes frío?, era la voz de Camila.
Ya estaba segura, confiaba en que su proyección era per-
fecta y decidía mirarla. El día seguía nublado, pero el pelo
de Camila brillaba frente a un sol inexistente, como una
pintura neoclásica que vio alguna vez en un libro escolar
de Gabriel. Un brillo artificial sobre su piel tostada y sus
ojos negros. Una luz sin otra explicación que su belleza.

¿En qué tanto piensas, Leonor? ¿estás lista para correr?

¿Para correr? contestaba Leonor.


M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

Sí, para correr.

Ahora esa voz inventada respondía a su propia voz.


Como si pensar en ella le confiriera cierta autonomía.

Si vas a tener la osadía de sentarte frente al mar, de-


bes estar dispuesta a correr. Un mar siempre puede reco-
gerse y llevárselo todo.
162
Leonor fijaba su mirada en ese mar, en los trozos de
madera, en las piedras, en los neumáticos, en cómo todo
comenzaba a recogerse; y le decía a Camila, antes de que
el mar se llevara esa mentira, eso que intentó más de al-
guna vez decirle.

Por qué tienes las pestañas tan largas.

¿Tú qué crees?, respondía ella.

Un día vendrá una tormenta y todo lo que está en el


suelo será llevado por el viento. Y solo tú podrás ver esa
tormenta. Tienes las pestañas así de largas para que ningu-
na casa te entre por los ojos cuando llegue el último viento.

Camila le tomaba sus manos porque era lo único


que podía hacer. Leonor se moriría mañana o pasado, y
no habría ninguna tormenta, solo un mar recogiéndose y
olas que acarreaban el polvo de las cosas que pesan, que
golpean. Leonor se dormía y ese mar que se lo lleva todo
desaparecía.
PINO LUNA
163
La señora Clara no sospecha que, justo ahora en su casa,
dos personas revelan algo que no pudo ver o siquiera es-
pecular sobre su hija muerta. No percibe que a un par de
metros de su centro, de ese perímetro que se dibuja en el
espacio de un cuerpo que baila, está el rumor de quienes
intentan encontrar nuevas revelaciones. El rumor es una
discusión sobre cuán trágico es un amor no correspondido.
Marta repite, una y otra vez, que ahora todo le parece más
triste. Está pensando en su cuerpo contra el de Gabriel,
contra el de todos esos cuerpos que ha visitado; todas esas
veces, esos mensajes, esos bailes, esos juegos y las palabras;
los lugares comunes y los exóticos; los incómodos y los
domingos. Leonor no tuvo nada de eso.

Es amor, Marta, es amor, replica Gabriel y le espe-


cifica en cuántas ocasiones le preguntó a Leonor si había
querido a alguien así, y ella le contestaba que no, qué cómo
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

se le ocurría. Él se había conformado con esa respuesta,


porque qué tan fácil podía ser enamorarse viviendo así,
y ahora que tenía esto, elegía aferrarse a esta posibilidad.

Cuántas veces te has enamorado tú, Marta.

No se están entendiendo, ella insiste, él tiene ganas


de gritarle todo eso que está pensando. En un punto ya
no discuten. Gabriel toma, entre los dorsos de sus manos,
164
las mejillas de Marta para articular un último argumen-
to, otra tentativa que la sacara de ese lugar. Pero decide
besarla desde su furia. Esa mujer —que le responde con
el mismo ímpetu, en ese block, a menos de cien pasos del
tierral— era lo que él había rehuido hasta ese momento
en una relación. Ese anhelo de sentarse a entenderlo todo,
de tomarse el tiempo e hilvanar la propia biografía en un
relato, una epopeya, fábula, lo que sea. Incluso un chiste si
falta el tiempo y se dan las cosas, o una novela si ya nada
se da y no queda otra que sentarse a escribir largo y lento;
desde lo que una desnudez permite, entre unas sábanas
algo sucias, en una cama deshecha, llena de migas, llena
de ellos. Él se sentía listo para reconocer su historia, para
buscar a Mónica o abandonar a Mónica, para inventar un
plan que lo dé vuelta todo.

Ven, Marta, vamos a hacer una última cosa.

Se fueron acercando a lo que quedaba de fiesta. Clara baila


un mambo interminable, un mambo que desafía las estruc-
turas, sin coro, casi sin letra, sin indicios de un principio o
un final. Gabriel analiza cómo cruzar ese perímetro, duda
cómo abordarla, levanta su índice frente a sus ojos semice-
rrados, pero ella no lo ve. Decide entrar.

¿Bailemos una última, señora Clara?

Como si lo que hubiera hecho fuera despertarla de


una siesta, ella dice que sí medio aturdida, casi adorme-
cida. Gabriel le hace una seña a Marta, quien conecta su
PINO LUNA

celular a la radio buscando una canción. Los bailarines la


reconocen, los dos saben que de todas las cumbias esta es
la más preferida. Entran en el tono, en el vaivén, pasos de
165
hormiga. Marta sube el volumen otro poco más, no quiere
que ningún ronquido interfiera los versos de esa belleza.
Los que duermen o roncan abren los ojos. Al escuchar de
qué canción se trata vuelven a dormirse sin dificultad.
Marta no sabe si vuelva a ver a Gabriel después de lo
que ha sido esta noche, pero en este momento, durante esta
cumbia, elige quererlo sin cavilaciones. Se detiene en su
abuela, recuerda las palabras de Leonor. Amo a esta mujer,
dice ella también en voz alta, ni tan alta, para no interferir
en la cadencia de una canción finita, piensa, a la que nadie
podría agregar o quitar un compás o una consonante.

Es ella la que ha sufrido, yo me atormento, que no es


lo mismo que sufrir, yo me culpo, se dice Marta. Clara le
sonríe y dispone los músculos de su cara como queriéndole
decir: venga a bailar, qué se queda ahí sentada. Sí, piensa
Marta, incorporándose.

Los primeros movimientos en un baile son erráticos.


Sucede ese segundo en que se piensa que se olvidó la lógica
detrás de un baile, en que se cree que es una más de esas
destrezas complejas. Como abrocharse los zapatos, como
—a la cuenta de tres— dar una pirueta en el aire. Pero no,
todos saben cómo. Esta se parece más a esas destrezas que
no necesitan más que el impulso, como saltar un charco de
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

agua, como estornudar. Luego viene ese segundo en que


los cuerpos se dan cuenta de que ese intento será un baile, y
ese último segundo, en que el calor deja atrás la vergüenza
y el pensamiento, y ya se está bailando.

Y esta, Gabriel ¿se canta o se baila?, le pregunta Marta.

Esta se canta y también se baila. Esta era la cumbia


de Leonor. ¿No es cierto, señora Clara?
166
Sí, responde orgullosa.

Esta era la canción que su hija eligió entre tantas y


este, el coro que ella se decide a cantar y a bailar al mismo
tiempo.

Mientras dormías, cantabas

cumbia para adormecerte.

Aunque siempre la ha cantado así, la letra no es esa.


Incluso si la pusieran a prueba y le mostraran una versión
de esta cumbia más pausada, ella seguiría afirmando que
lo que ella canta es lo que escucha, lo que la letra dice que
es. Marta, a causa de su juventud, quién sabe, de un oído
en perfectas condiciones, o gracias a esa inclinación de
ciertas personas a aferrarse a las cosas tal y como son, sin
especular algo más, sin ensayar otra posibilidad, entiende
que la letra es otra.

Abuela, es cantaba, la corrige.

¿Cómo dice, mija?


Mientras dormías, cantaba.

Indica Marta marcando cada palabra con sus manos.

Sí, pues, cantabas, le responde ella.

No, abuela. Es can-ta-ba, insiste Marta ahora seña-


lando cada sílaba en el aire. Pero no la convence.

No voy a saber yo cómo dice esta cumbia.


PINO LUNA
167
Los bailarines ya no discuten, sus cuerpos casi desaparecen,
pierden materia. Por un instante, Marta cruza su mirada
con la de Leonor —en su muralla, dentro de ese marco—.
La mira, sí, pero no piensa en ella. Solo se dice, desde un
lugar donde no se aloja el lenguaje, sino otra cosa, un lugar
vinculado a esas cosas que se sienten en el estómago, que
no son palabras, ni pensamientos.

Es amor, esto sí es amor.

Cuando la canción termina, Gabriel abraza a Clara y


desde esa proximidad le pide algo al oído. Marta no alcan-
za a escuchar. Especula que le da las gracias por su fiesta,
por bailar una última canción con él, o quizá por haberlo
ayudado cuando era chico, por haber sido como una madre
para él, aunque no está segura si así fueron las cosas. Él
sigue ahí hablándole algo; esto, sin duda, no es un agra-
decimiento, se convence. Clara asiente, sí, mijito, le dice.
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

Marta se pregunta si acaso alguien podría responder que


sí a un gracias. Claro que no, decide. Es como responder
sí a un te quiero. No recuerda que ella sí.

Clara abandona el living, Marta mira a Gabriel para


que le explique qué fue todo eso. Espera, le contesta él, y
aparece Clara. Tiene algo en sus manos, en esas manos
morenas, de empanadas, como las llaman quienes no tie-
168
nen otro lenguaje. Estas manos sí son gorditas y sus surcos
pareciera que tuvieran granos de trigo, de harina, de masa
de pan, de empanadas, sí. Pero estas son, por sobre todo,
manos de mujer que se han posado en el asfalto, en la
mierda, en la tierra que cubre el cuerpo de una hija, en el
crimen impregnado en el cuerpo de otra. Manos que han
curado enfermedades intratables, porque eso fue lo que ella
hizo. Hasta los doce años le dijeron que viviría. Cómo se
explica que viviera hasta los veinticuatro, sino es por sus
manos. Cómo se explica que eso que tiene ahora entre sus
puños, que oculta —o es así como agarra todas las cosas—,
lo haya usado solo una vez.

Clara le sonríe a Gabriel, toma su mano y ahí la deja.

Llévense todo si quieren, les sugiere.

Cinco semanas después de la muerte de su hija, Clara se


atrevió a hurguetear entre sus cosas. Tomó la caja de un
aparato electrónico que había comprado hace poco, y junto
a la garantía de ese aparato, guardó lo que encontró. La
selló con cinta de embalaje. Desde ese día, vez pelara una
papa, cortara un pedazo de carne, o picara lo necesario
para una carbonada, vería en un cuchillo la posibilidad de
cortar la cinta. Desde ese día —y durante ocho meses—,
vez que usara esa licuadora, pensaría en la posibilidad de
que viniera defectuosa, y necesitara abrir esa caja. No fue
así. Cuando Gabriel le contó lo que necesitaba, no enten-
dió. No por falta de comprensión, por qué alguien querría
mirar esas cosas. Pero aceptó.
PINO LUNA

La llave que sostiene Gabriel entre sus manos es la


llave de la biblioteca de ese departamento. Ese mueble
enorme de madera —en general caoba, de hasta tres cuer-
169
pos y dos pisos— en que ciertas familias guardan cosas
que no son libros: copete, álbumes de fotos, pilas, aparatos
electrónicos finados, carpetas con documentos que no se
botan. Entre todas esas cosas, en uno de los estantes in-
feriores —esos que para abrirse necesitan de una llave de
paleta antigua— está lo poco que quedó de Leonor.

Qué es todo esto, Gabriel.

Tu plan, Marta. Ese que no iba a funcionar. Creo


que es mejor intentarlo.
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S
170
Ciertos días amanecía bonita; todos los días, torpemente
revolucionaria. Encontraba las maneras de enseñar el len-
guaje, la lengua, desde los lugares más inconvenientes. Si
no la echaron de ese colegio fue porque lograba que sus es-
tudiantes —alimentados a pan y fideos— estudiaran algo,
lo que fuera. De tanto leer y escribir, de tanto entregarles
la palabra. No la sagrada. Porque no hay dios en el terreno
de la lengua o eso le enseñaron, enseñaba.

Nos pertenece y no podemos hacer otra cosa que no


sea tocarla, torcerla, capturarla, les decía Natalia.

Era una mañana de diciembre del año dos mil cuatro.


Se había quedado dormida pensando en ese alumno que
le había pedido que no olvidara su nombre, en esa vecina
de la que le habló. En que todas esas veces en que Gabriel
levantaba la mano para dar un comentario, o la seguía por
el recreo contándole sus descubrimientos literarios, no era
él, sino ella. Se propuso conocerla para regalarle una novela
que la impresionara, una novela diferente y que se había
convertido en su favorita luego de leerla mientras estudiaba
pedagogía en Castellano. Tomó el libro de clases del cuarto
medio C y anotó la dirección de Gabriel. Calle B. Block
PINO LUNA

1038. Apenas terminó su jornada salió en búsqueda de esa


que también había sido su estudiante.
171
Ella conocía muy bien la comuna, era de esas pro-
fesoras que iba a las completadas de sus cursos, a los baby
shower de sus alumnas. Ese tipo de docentes que se encar-
gaba de visitar a sus estudiantes cuando no estaban yendo a
clases por estar trabajando, cuidando. Sabía muy bien cuál
era esa calle B, pero no había pisado esa villa de blocks. Si
era valiente o temeraria, nadie podría aventurarse con lo
uno o lo otro; que no titubeaba al tomar una decisión que
consideraba correcta, esa era una certeza. Valiente o te-
meraria, abrió la reja oxidada que daba la bienvenida a ese
block. Subió al tercer piso, vio el departamento de Gabriel,
y frente a ese, el que buscaba. Tocó la puerta.

Leonor había visto desde su ventana a una mujer descono-


cida cruzar la reja del block. Al sentir la puerta, algo le dijo
que era ella y, antes de que otra persona abriera, se deslizó
a la entrada. ¿Quién eres? Preguntó luego de saludarla. La
mujer le explicó que era la profesora de Gabriel. Leonor se
reía por dentro, por fin conocía a la famosa profesora que
poblaba las fantasías más tiernas y las no tanto de su ami-
go. Era más elegante, más joven de lo que pensaba. Quizá
vino a declararle su amor y no lo encontró. Quizá me deje
una carta para él, ¿pero será legal? Todo eso elucubraba
Leonor. Cuando la profesora le pidió entrar, sospechó que
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

se trataba de otra cosa. La hizo pasar.

Las flores plásticas, los sillones abultados, las figuras


de porcelana, los estampados, todo eso hizo a esa profe-
sora inferir que sus papás eran personas mayores. Cuando
Leonor cerró la puerta y Natalia se giró hacia ella para
preguntarle su nombre, se dio cuenta. Ese regalo que había
preparado con tanto cariño ahora podía significar otra cosa.
172
Leonor tenía una severa escoliosis y Natalia, una decisión
entre sus manos.

Buenos días, señorita profesora. Qué la trae por acá,


dijo la señora Clara saliendo de la cocina. Le dio la mano
a Natalia y ella procedió a explicar el motivo de su visita.

Vine a hablar con —no le había preguntado el nom-


bre—, con su hija.

¿Con Leonor? ¿Se portó mal en el colegio, acaso?

Las tres rieron incómodas. Clara le ofreció quedar-


se a tomar once. Natalia, luego de considerar que quizá
era buena idea tener más tiempo, le respondió que sí, que
encantada.

¿Y qué me quería decir, profe?

Se sentaron mientras Clara preparaba todo lo nece-


sario para la once. Natalia le señaló a Leonor que su nom-
bre era muy bonito. Es como la canción Eleanor Rigby de
los Beatles, como Leonor de Martín Rivas, como Eleanor
Roosevelt.

¿Vino a hablar de mi nombre o qué?

No, respondió Natalia añadiendo a sus palabras un


carácter solemne, profesional. Vine a hablar de lo que di-
ces y piensas al leer un libro. Gabriel me contó su pequeña
trampa. ¿Qué ha sido para ti, Leonor, leer todos esos li-
bros? Porque los leímos juntas sin saber. Cuéntame.

Leonor, como quien le hubiera dicho, comenzó a ha-


PINO LUNA

blar lo más rápido que pudo. Hizo una revisión de los auto-
res que leyó cuando Gabriel estaba en primero, en segundo,
tercero y cuarto medio. Orwell, Ana Frank, Sierra i Fabra,
173
Baldomero Lillo, Hermann Hesse, Manuel Rojas, Kafka,
María Luisa Bombal, Virginia Woolf, Isidora Aguirre,
Juan Rulfo, Violeta y Nicanor Parra, Juan Radrigán, Bor-
ges, Bioy Casares y el último de todos: García Márquez
con El coronel no tiene quien le escriba. Dio sus apreciaciones,
lo que sintió al leerlos, lo que opinó cuando los terminó, lo
que pensó luego con el tiempo. Se detuvo en esto último,
porque Gabriel eso sí que no se lo pudo robar.

Aunque no se trató de un robo, sino de un préstamo,


teníamos un acuerdo. Gabriel no es un ladrón, profe.

Natalia se fue tranquilizando al escucharla hablar. El


que tenía en su bolso no se parecía a ninguno de esos títu-
los que había escogido para las lecturas complementarias y
una lectora como ella debía conocer una novela como esa.

La once ya está lista, dijo Clara invitándolas a pasar


al comedor, al tiempo que llamaba a Abdón a sentarse.

Señorita profesora, pero qué gusto más grande tener-


la por acá —saludó afectuoso Abdón besándole la mano—.
No había visto a una profesora tan joven y tan linda como
usted.

Siéntate, Monono, no le des la lata a la señorita.


M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

Clara tomó la palabra como intentando justificarse.


Explicó que Leonor no pudo seguir yendo al colegio, pero
no era que ella lo hubiera querido así. Leonor está vivien-
do tiempo prestado, agregó, ya son seis años. Tiene una
cardiopatía algo complicada, no la pudimos operar, así que
aquí está.

Mamá, es profesora, no doctora, interrumpió Leonor.


174
Ella no solo está enferma, se va a morir, pensaba Na-
talia conforme se iba enfriando su té en la única taza con
oreja sobre esa mesa. Fuera la decisión que tomara tenía
que hacerlo ahora.
Empezaron a hablar sobre lo que hizo una tal Mirna
y sobre lo que otro fulano —al que le dicen ‘El Paipás’—
dijo de ella cuando fueron a comprar el pan. Leonor opinó
de manera sagaz, haciendo bromas que sus papás no logra-
ban capturar. Natalia, al ir descubriendo la personalidad
de Leonor, la imaginó leyendo ese libro y vislumbró un
futuro posible. Natalia era de esas personas que se equi-
vocaban bastante. Si por valiente o temeraria, no se sabía
bien. Su decisión ya estaba tomada.

Te traje un regalo, Leonor. Es uno de mis libros favoritos,


un libro tan hermoso como triste, te advierto. Espero que
puedas leerlo con generosidad y si gustas, podría visitarte
una vez que termines, podríamos comentarlo juntas. ¿En
dos semanas lo crees posible?
Leonor asintió contenta. La profesora abrió su bolso
y ahí lo vio. Alsino de Pedro Prado. Le basto tan solo un
parpadeo para elaborar una mentira.

No me vas a creer, le dijo. Se me quedó en el colegio.


Qué tonta, perdóname.

¿Y ese libro que se ve ahí dentro? ¿Me quiere ver la


cara, profe?
PINO LUNA

¿Este? No, este es un libro que tengo que leer para un


curso de poesía que estoy tomando. Yo te traía una novela.
Pero, mira tú, qué distraída soy.
175
La mirada incrédula de Leonor, su sospecha, su
decepción, todo eso podía ser tolerado por Natalia. Nada
se comparaba a los escenarios que proyectó al reconside-
rar su plan. Una amenaza. En eso se podía convertir leer
para esta estudiante. Que un libro te puede pillar volando
bajo, que un libro te puede hacer daño, Natalia lo tenía
claro y debía protegerla. Compartir esa once con ella le
había dado no solo una impresión de la naturaleza de su
carácter, sino también de su historia. De su anamnesis.
Leer un libro así, tan triste, con un personaje como Al-
sino —jorobado, mutilado, ciego, con ese final, con esa
caída— solo podría traducirse en una rabia perfecta, en
una ira incuestionable. Rabia de su cuerpo, de ese bulto
que le había crecido sobre su espalda, de lo que podría
significar luego de leer ese libro. Rabia de creer —o si-
quiera haber imaginado— que un día se despertaría y
tendría el cuerpo, los labios, el color de una mujer que
nunca pasó por esto. Rabia de sus fantasías a la luz del
día y de sus ficciones nocturnas.
Ser profesora era tomar decisiones, le repitieron in-
numerables veces durante su carrera. Enseñar Lenguaje
era elegir, con detención, cada palabra, las gramáticas
desde donde desplegar un discurso, un consejo, una lec-
ción, una mentira. Así también lo era elegir los libros
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

que leerían sus estudiantes. Ella no aceptaba la lista que


le sugería el colegio, para ella la disposición, incluso, de
las lecturas complementarias era un acto de curatoría, un
manifiesto, un posicionamiento político, estético, ético,
por sobre todas las cosas. Este era un regalo innecesario,
como los hay lecturas inoportunas, equívocas. Debía bus-
car otro libro, otro regalo.
176
Leonor consideró que era mejor creerle, necesitaba pedirle
unas cuantas cosas y antes de que siguiera excusándose, le
dijo que estuviera tranquila.
La perdono, profe, pero con una condición. O dos,
dos condiciones, la verdad. La primera, me tiene que traer
ese libro, no se haga la lesa, y lo otro…

Leonor bajó la voz, miró hacia los lados y pronunció


una de las verdades —o infortunios— que más la avergon-
zaban: yo nunca he podido escribir, no sé si hay algo malo
conmigo, pero no entiendo cómo es que un par de palabras
pueden llegar a ser una cosa. Un texto. Lo he intentado,
pero no hay caso. Me entra pánico, profe. Como si hubiera
algo terrible esperándome. ¿Me podría ayudar? No quiero
que me enseñe a escribir, quiero que me explique.

Natalia sin entender hacia donde se dirigía Leonor,


le aseguró que sí, que le traería el libro, que la ayudaría
con la escritura. Acordaron una nueva reunión la semana
entrante, y antes de dar por terminada la visita, se pidieron
una última cosa.

Por favor, no le comentes nada de esto a Gabriel. Es


mejor así.

Sí. Delo por hecho, profe, y antes de que se vaya,


¿me podría ayudar ahora con una pregunta que tengo y
que nunca le hicimos con Gabriel? Me gustaría saber qué
hay antes.

Antes de qué.
PINO LUNA
177
¿Quién eres? Fue la pregunta que asaltó a Natalia duran-
te un par de años. En las noches, mientras se lavaba los
dientes; o cuando en el supermercado se daba cuenta de
que la cajera tenía su nombre en la piocha; o una alumna
levantaba su mano al escuchar su nombre. Natalia. ¿Quién
eres? Leonor abrió su puerta sin la cordialidad de un sa-
ludo en su cara y, ante el silencio de Natalia, volvió a pre-
guntar. ¿Quién eres? Lo siento mucho, contestó Natalia,
perdóname.

Había pasado un año. Esta mujer, parada ahí en el


umbral, era solo una desconocida que no había cumplido
su promesa. Tardó un año en encontrar un libro que reem-
plazara al original. Tardó un año en superar el pánico de lo
que podría llegar a significar un vínculo con una estudiante
como esta. Natalia creyó, luego de salir del departamento
de Leonor aquella tarde del dos mil cuatro, que no esta-
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

ba lista para ver morir a otra estudiante. Algunas de sus


alumnas desaparecían, suicidios, vidas secuestradas tras
puertas blindadas por el narco, maternidades amarradas
con guaipe. Valiente o temeraria, nada de eso importaba
cuando debía marcar una raya roja sobre esos nombres
en el libro de clases. ¿Quién eres? Le volvió a preguntar
Leonor. Su decisión era cerrarle la puerta en su cara y eso
fue lo que hizo.
178
Una tarde Natalia se encontró a una joven en la fila de
un banco. Estaba en silla de ruedas, tenía su edad más o
menos y una escoliosis severa, labios azules, el pelo largo,
negro, unos pantalones que dejaban ver unos calcetines
demasiado gruesos para ese otoño ni tan frío. Se parece a
ella, pensó. Estaba junto a una mujer que pudo ser Cla-
ra. Cuerpo ancho, talla baja, pelo corto; un chaleco largo
que caía pesado, quizá cuántas cosas traía esa mujer en los
bolsillos; en su cara, la expresión de una madre cansada.
Decidió acercarse, saludó primero a la mujer, quien le res-
pondió con un ademán sin palabra. Hola, cómo te llamas,
le preguntó a esa joven que no era Leonor. La joven la miró
hacia arriba, de reojo, sin poder mover el cuello y emitió
unos sonidos que Natalia no pudo descifrar. La madre la
miró con hartazgo. No me intranquilice a la niña, señorita,
le pidió. Natalia se alejó sin volver a repetir su pregunta.
Quizá se llamaba Natalia, pensó. De seguro no se llamaba
Leonor.

PINO LUNA
179
Cuando Gabriel le ofreció bailar a la señora Clara, tenía
una idea que lo llevaba a pensar que era así como se ter-
minaría la fiesta, pero él no era quién para decidir. Ella se-
guiría bailando hasta pasadas las cuatro de la mañana. Una
canción puede repetirse de maneras infinitas, para Clara
todas, excepto una, eran la misma canción, y su baile, era
un solo baile. No se tiene noción de qué cosas pasan, qui-
zá por sus caderas, cuando decide que una fiesta llega a su
fin. Nadie podría decir tampoco cómo es ese momento en
que ella deja de bailar. Si se le aparece un fantasma que la
toma por los hombros remeciéndola, y ella se da cuenta, de
eso, y ya su baile no tiene sentido, nadie sabe. Si solo abre
sus ojos más allá de sus párpados, y toda esa luz detiene el
movimiento; no se sabe cómo, pero ella decide apagar la
radio con la certeza de una fiesta que ya no más.

Clara despertará los muertos, las legañas que se al-


M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

canzaron a formar quedarán entre los nudillos de quienes


despabilan. Preguntarán, entumecidos, qué horas eran. Las
cuatro y algo, contestará ella. Se incorporarán dispersán-
dose por esa casa, renunciando a lo que será una fiesta sin
desenlace, y a lo que sigue después de eso. Clara buscará
en el cuarto de la ventana unas frazadas —no tantas por-
que es verano—, algunas colchonetas para los afortunados,
cojines en el suelo para los que eligen sacrificarse. Ricardo
180
ofrecerá su casa a quienes no encuentren cojín, suelo o col-
choneta. Nadie pondrá alarmas.

El primero de enero sucederá conforme se vayan


dando las cosas. Se despertarán algunos, dispondrán un
desayuno sobre la mesa, sigilosos de no despertar a nadie.
Fracasarán. Todos se irán despertando, sumándose a la
mesa de un desayuno que se agotará y repondrán sin di-
laciones. El agua se hervirá unas siete veces, hasta que la
última taza de té, leche o café sea servida. Hasta que ya
todos estén despiertos, sin ese espacio para las dudas que
es la pereza.

Una familia podría definirse desde muchos lugares,


uno de ellos es cuán fácil o complejo resulta sostener una
conversación que vaya del desayuno al almuerzo, desde el
almuerzo a la once, de la once a la despedida. La felicidad
no tiene relación alguna con este lugar. En una familia to-
das las variables son independientes. Esta es una que puede
estar horas hablando de tipos de tubérculos, de farándula,
de lo que hacen esos que viven de la política, de lo que di-
cen los vecinos, de lo mal que lo hacen las profesoras y de
lo bien que lo hacen ellos.

A las seis de la tarde del primero de enero decidirán que ya


es hora de partir. Tomarán sus cosas mirando de reojo ese
desastre que causó su presencia, pero será tarde. Mañana
se trabaja, no hay tiempo para ordenar, dirán excusando
su negligencia. Al día siguiente, de camino al trabajo ese
dos de enero, en una micro llena, las dos tías de Marta,
PINO LUNA

las hermanas de Karina —esas que se nombraron también


hermanas de Leonor—, se preguntarán, por un breve tiem-
po, por qué. Por qué todo esto. Un codazo las interrumpirá
181
y ellas, como bien saben hacerlo, se querrán defender, pero
al darse vuelta se encontrarán con la cara de un hombre y
no podrán. Por qué, se volverán a preguntar. Cómo es que
las cosas llegaron a este punto. Y esta vez será el llanto de
una guagua quien las detenga. Cómo tanto el descriterio
de esa mujer, se preguntarán. Cómo se le ocurre andar
paseando a la criatura. Otra vez se preguntarán, por qué.

Solo una persona prolongará su visita a otra noche.


Abdón y Clara le prepararán un catre de emergencia en el
living, y sin tener algo más que hacer, se pondrán los pi-
jamas. Abrirán su cama de dos plazas, que nunca ha sido
suficiente para dos cuerpos cada vez más grandes o más
viejos, y ahí se tenderán. Sin mirarse, frente a una tele ne-
gra. Este será el momento de hablar o no las cosas. Cinco
segundos bastarán, ninguno se referirá a los eventos esta
noche. Ella pensará que es lo mejor, él le contestará que sí,
que es lo mejor. Impresiones que no superarán los extra-
muros de esas mentes que, después de tanto, de lo comido
y lo bailado, se aman. Una mano se acercará a la otra y todo
se habrá acabado en ese abrazo inerme. Prenderán la tele
y la primera palabra entre ellos será sobre una noticia. El
recuento de niños quemados por la pirotecnia.
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S
182
Un niño que sale de su casa desabrigado a pesar de las
advertencias; ‘te lo dije’, porque ese niño, y no otro, luego
se enferma. Una escolar que se dedica a andar de fiesta en
fiesta; ‘te lo dije’, porque esa escolar, no otra, repite el año.
Un perro que persigue un auto; ‘te lo dije’, porque ese pe-
rro, y no otro, termina siendo un bulto más en la carretera.
Una mujer pasando bajo una escalera; ‘te lo dije’, porque
esa mujer, no otra, hace metástasis al final del día, muerta
al final del año. Si mi plan no llegara a resultar, no me
digas ‘te lo dije’.

Eso le pide Marta a Gabriel mientras se prepara para


abrir ese estante, mientras en el living Clara aún baila y los
demás duermen. Él le responde que hace muchos años que
ya no dice ‘te lo dije’, que no es bueno decir algo como eso,
sea la circunstancia que sea. Le da unos cuantos ejemplos.
Ella le cree. Encaja la llave en el cerrojo, gira hacia la de-
recha o izquierda —no se sabe a ciencia cierta— y ahí está.
Una caja de licuadora sellada.

Gabriel se levanta a buscar un cuchillo. Abre un


cajón y encuentra uno todo lo punzante que requiera el
vinilo de una cinta de embalaje. Recuerda que un día le
enseñaron que un cuchillo se transporta con el filo hacia
PINO LUNA

el propio cuerpo. Si es por educación o un manual absurdo,


no sabe. Toma el cuchillo con la hoja que corta, daña, mata,
mirando a su cuerpo. Se lo entrega en esa orientación a
183
Marta. Ella lo sostiene en su mano derecha, a pesar de ser
zurda. Define por dónde entrar, por dónde cortar la cinta.
Sin violencias. Esa caja, piensa Marta, puede esconder un
cascarón, algo que ese cuchillo pueda resquebrajar al pasar
más allá de lo justo. Posiciona el cuchillo, lo inserta, mo-
viéndolo hacia sí misma. Luego de los lados, las mismas
precauciones. La caja ya está abierta.
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S
184
La mierda de un pájaro sobre el hombro; que el pan no lle-
gue a las seis de la tarde, ni a las siete, que no llegue; que la
luz se corte un día sin lluvia, sin combatientes; un camión
tocando la bocina, dentro de ese camión, toda una familia,
y la invitación a escapar aglomerados a la playa. Todas esas,
cosas repentinas. Su muerte no lo fue. Leonor se había pro-
metido que cuando sintiera la muerte cerca se desharía de
todo eso que pudiera hablar de ella, de esa intimidad que ha-
bía podido delinear entre esas paredes. En una casa tan llena
de gente, en una casa que la ahogó tanto tiempo. Como se
ahoga alguien al tomar una taza de té, a pensar morirse
entre un acceso de tos y agua, tos y sangre, casa y muralla.
Todos estaban camino a San Antonio, a una cabaña
llena de camarotes, impregnada de ese olor que deja el mar
incluso donde las olas no llegan. Leonor prefirió quedarse
cuidando la casa, por si nos vinieran a robar, por si sucediera
cualquier cosa. Desde esa altura inhóspita, ella se preparó
un té, prendió la radio y se paseó, en algo así como un baile
impreciso, por todo ese living. El acceso de tos y agua, y
la taza que no dejó caer a pesar de la desesperación. De
muchas maneras también lo intuía, que este era el final. Su
PINO LUNA

último otoño.

Quedó paralizada frente a la galería que guardaba


la loza y la porcelana de Clara. Detuvo su mirada, su rit-
185
mo agitado, en las figuras, esas pequeñas representaciones
humanas. Se preguntó si el polvo encontraría la manera de
llegar a esos cuerpos vírgenes y pastoriles. A esos rostros
blancos y azules. Abriendo la galería, pasó su dedo índice
sobre la porcelana, arrastrando con él todo ese polvo, esa
mugre. Ya está cerca, pensó. Blanca y azul.

Leonor tomó todo eso que hablaba de ella y también


eso que alguien podría confundir con ella, con lo que fue.
Sus cuadernos de dibujos, sus intentos de escrituras. Las
revistas que fingía leer y que terminaba rayando con ga-
rabatos aleatorios. Los recortes que quedaron fuera de su
muralla y esos que se iban cayendo. Boletas y tickets de
las pocas aventuras en las que pudo embarcarse. También
tenía que pensar en qué hacer con sus libros. Buscó una
caja con la intención de decirle a Abdón, quien de vez en
cuando se ponía de colero en la feria, que los vendiera. El
resto de sus pertenencias las acomodó en el tacho de la
basura. Las ocultó entre las cáscaras de huevos, entre los
desperdicios de un plato frío. Pero esas bolsas no podían
quedar ahí, en esa casa.

Tomó las llaves y decidió bajar rumbo a ese lugar al


que van los restos. Hacía un año que no bajaba esas esca-
leras. Fue escalón por escalón. Tardó una hora en bajar y
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

volver a subir. Cuando por fin llegó a su casa, fatigada, con


el pecho resonante, cerró la puerta, puso todos los segu-
ros posibles, doble chapa, una silla. Y sin saber si era por
la vibración a la que había sometido su cuerpo, se puso a
llorar, sin ahogarse esta vez. Leonor se estaba muriendo y
lo sabía. Roja, blanca y azul.
186
¡Es mía! La interrumpe Gabriel. Esa caja es mía.

No se trata de la caja electrodoméstica que armó Clara.


Es otra. Una caja azul, pequeña, de esas que se abren y
cierran con una tapa sobrepuesta, de esas que se usan para
ocultar chucherías, pulseras, regalos. Cuando Clara aco-
modó todo eso que decidió guardar, esta caja azul quedó
por encima de esas cosas. Es lo primero que ven. Gabriel
tarda en darse cuenta, lo que Marta tarda en sacarla y
sostenerla entre sus manos.

¡Es mía! Esa caja es mía.

No quiere que Marta se desmorone otra vez. No


quiere que por su mente pasen todo tipo de ideaciones
sobre mensajes que no existen. Le quita esa caja y le ex-
plica. Sin detalles. Le pide que no le haga preguntas, que
mañana le puede contar todo, desde el principio, como
debiera ser, enfatiza. Marta no se contenta. Le pregunta
si esto tiene algo que ver con Leonor.

No, contesta él.


PINO LUNA

Hay olvidos que son definitivos, este es uno de ellos. Por


Gabriel pasan una serie de imágenes que esa caja despierta.
Él en su cama pretendiendo una sinusitis, gripe, gastroen-
187
teritis. Mónica entrando con un plato de porotos, sí, lo
mismo de ayer, pero con más ganas. Ella volviendo al rato
con una caja de cartas, esta caja, abriéndola, tomando una
de esas hojas, saliendo de esa pieza a buscar sus lentes. Mó-
nica leyendo, riéndose de las súplicas de perdón. Gabriel
reparando en que esa no es su letra. Hasta ahí el recuerdo
de Gabriel es preciso. Desde este punto, todo se pierde. Se
desploma. Él no sabe.

Hay recuerdos que son definitivos, que se encapsulan,


que se repiten una y otra vez. Mónica le dice que lo quiere
a pesar de una letra que ya no es más su letra. Sus manos
sobre su frente. Quedarse a mirar tele hasta tarde, que lle-
gue la hora de lavarse los dientes, preparar la mochila, el
beso de buenas noches. Cuando la decisión de esa madre
se tornó cada vez más definitiva con el paso de las semanas,
de los meses, él encapsuló ese recuerdo. Ella leyendo esa
carta con los lentes puestos. Sí, esta no es tu letra, le dice.
Con los lentes en su rostro. Ella deja la caja de cartas en ese
velador y se va. Gabriel la ve abandonar esa pieza con los
lentes en su nariz, sobre sus orejas, por delante de sus ojos.
A las horas entrará a despedirse. Un último beso, recordará,
porque una madre no puede irse, así como así, pensará él.
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

Como los hay recuerdos —o porque los hay—, los olvidos


son definitivos. Mónica se sacó los lentes y le dijo que lo
quería aunque haya cambiado la letra y ya no fuera más
ese niño. No tiene cómo recordar que ella entró a esa pieza,
a medianoche, a buscar sus lentes olvidados. Mónica no
podía salir de esa casa sin sus lentes y arriesgarse a tomar
la micro indebida, a perderse. Miopía, astigmatismo. Una
mujer no podía permitirse esos riesgos.
188
Varias horas más tarde que lo consignado en su plan
original, ya todo estaba listo. A pesar de los errores co-
metidos a mansalva ese día: haber contestado esa llamada,
haber ido a ese colegio sabiendo que era una mentira, ha-
ber caído en la tontera de abrir una caja de cartas y leerlas,
como si no tuviera claro qué hacer, como si no supiera que
esta era la decisión; la caligrafía imprecisa de un hijo y su
amor corriente, indicado, debido, no la podía disuadir. El
amor es una trampa, pensó ella. El amor de madre es una
trampa.

Cuando Mónica estuvo a punto de abandonar esa


casa, recordó sus lentes y le temblaron las manos, las pier-
nas, el mentón. Esta no es una señal, se convenció, diri-
giéndose a la pieza de Gabriel, deteniéndose unos segundos
antes de abrir esa puerta. No lo mires, no se te ocurra mi-
rarlo. Palpó las cosas en ese velador, se encontró con la caja
y volvió a temblar. Manos, piernas, mentón. No dudes, se
animó, no te atrevas a dudar, se amenazó. La poca luz que
entraba del pasillo más que ayudarla incrementaba su an-
siedad. Si Gabriel se llegara a despertar, no podría, llegó a
pensar. Él iría al baño, me encontraría despierta, arreglada,
vería las maletas, haría preguntas. Y tendría que mentir-
le. No le quiero mentir, no podría, pensaba Mónica y, en
medio de toda esa improcedencia, los encontró. Un alivio
recorrió su cuerpo, manos, piernas, mentón. Salió de esa
pieza como se sale de cualquier lugar: dando la espalda.

Ya lejos de su casa, con una porción de tierra entre


ella, sus maletas y ese block, vio aparecer una micro. Le
PINO LUNA

tiritó el cuerpo, porque hacía frío y era tarde. Sabía que


hizo lo correcto: no mirar, no caer, no arrepentirse. Esta
que se acercaba, sin duda, era su micro. El hombre a su
189
lado la ayudó a subir las maletas y se quedó ahí, abajo de
esa micro, mientras ella iba quedando cada vez más lejos.

Ya no hay más que se pueda hacer, le dijo Mónica a Ricar-


do antes de salir de esa pieza matrimonial por penúltima
vez. Él se tapó hasta las orejas, fingió dormir o un dolor
de cabeza. La sangre bombeaba todo su cuerpo, la adre-
nalina de pensar criar a dos niños solo. Siendo así como
era, insuficiente. Cuando ella entró a buscar las maletas,
cuando la sintió disponiéndose a salir, admitió eso que no
había aceptado hasta ese punto. Esto no puede terminar
así, se dijo parándose de esa cama. Se puso los zapatos, su
chaquetón y la detuvo.

Es tarde, es peligroso. Yo te acompaño.

Recorrieron la cancha de tierra en silencio. Él fu-


mando un cigarro para asegurarse de respirar aunque fuera.
Mónica sintiendo ese olor junto ella, el cigarro no la mo-
lestaba tanto como él. Esa aversión y su felicidad primitiva
al verse ahí, en ese paradero, junto a las que eran sus dos
maletas. La micro acercándose y ella, por fin, sintiendo que
nunca antes había tenido una certeza como esta. Él ayu-
dándola a subir las maletas. La palabra que no fue cruzada
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

y su viaje, ni tan largo, pero feliz. Primitivamente feliz.

Leonor los vio salir de ese block, vio las maletas, el cigarro,
su caminata lenta hacia a ese lugar donde las micros paran.
Se quedó ahí, sin quitarles ni por un segundo la mirada,
tanteándolos, intuyendo qué era lo que hacían. Vio a Ri-
cardo volver solo. Ella siempre supo, pero no quiso. No
190
tenía por qué querer. Hizo lo que creyó mejor. Tomó esa
caja, evitando el incendio, esa caja que en este, el primer
día de 2018, Gabriel sostiene evitando nombrarla por lo
que es, una cajita. Deforma el cartón entre sus puños, de-
dos, manos, mientras sus ojos se pueblan con recuerdos
imprecisos, con olvidos. No está atento a todo lo demás
que Marta va encontrando.

Esta caja era de Mónica. Esta caja no es mía.

Es lo que hay, piensa Marta, mientras explora desde las


yemas de sus dedos, como un ciego memorizando el ros-
tro querido, cada una de esas pertenencias. Una camisa a
cuadros manchada con cloro. Que así es como le dijeron a
Clara que se sacaba la sangre, si el detergente no funcio-
naba; si el bicarbonato tampoco; si el agua y el hielo, agua
y vinagre, no desprendía esa sangre seca amarrada al algo-
dón. Ella tomó esa camisa y vertió todo el cloro que tenía,
frotando la tela contra la tela. Sus manos casi se le fueron
en esa obra, pero la sangre ya no estaba ahí.

Esa caja también guardaba un par de calcetines chi-


lotes que Leonor se compró en el único viaje que hizo, a
Ancud, y que no se sacaba hasta que ya estuvieran tiesos.
Unos anillos que pesaban su valor en sal. Una lata de men-
tolato doblada a la mitad, que era así cómo se encrespaba
las pestañas. Esa que solía llevar en sus bolsillos y usar
frente al espejo a la salida de su pieza. Una o dos pestañas
caían, una o dos pestañas se inmiscuían en sus córneas, iris,
conjuntivas, después de usarla. Le regalaron un encrespa-
PINO LUNA

dor más de una vez, pero no era lo mismo.

En el fondo de todo lo guardado, una especie de


191
cojín o soporte de fragmentos de ella. Porciones de tela
que Clara recortó de sus tenidas favoritas, para no tener
que guardar toda esa ropa, para no encontrarse abrazando
bultos de prendas, para no tener que regalar o vender cada
una de esas vestimentas. Retazos que Marta va recordando
sobre el cuerpo de su hermana. Bajo todos esos trocitos de
tela, el cartón recordando los límites de un poliedro como
ese, sus caras, su volumen finito. No había más.

Esto es todo, Gabriel.

Él algo distraído, aún absorto en la historia de Mó-


nica, mira todo lo encontrado y, sí, le contesta. Parece que
esto es todo, Marta. Intenta ensayar, con urgencia, algún
consuelo a esa aparente decepción. Pero no hay nada de eso
en la cara de Marta. No es necesario. Está calma, como si
durante toda esta noche no hubiera esperado otra cosa que
ese montón de cachureos, que esos trocitos de tela entre
sus manos.

Esto es todo, le vuelve a decir a Gabriel, ahora son-


riendo.

Se deja rozar por una cierta satisfacción al percibir


cada uno de esos objetos. Este no se trata de un revés, de
un plan echado por tierra. Es una caja que habla de una
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

hija desaparecida. De una historia que le había tocado pre-


senciar desde un margen que hasta este punto le había
resultado cómodo.

¿Y ahora qué?, le pregunta a Gabriel.

Tú sabes, Marta. Tú dime.

Mi abuela te decía que nos podríamos llevar todas


esas cosas, pero aunque ella jamás las volviera a mirar, a
192
buscar, no le podríamos hacer eso. No sacaría nada con
llevármelas, guardarlas en otro lugar, pensando en que un
día, tal vez, una verdad, que hoy resulta imposible, me sal-
tará a la vista. No hay ninguna verdad, no así, por lo menos.
Quiero descansar en esto. Tomar todas estas cosas y guar-
darlas en esta caja. Dejarlas donde pertenecen. Eso quiero,
Gabriel. No volver a pensar de esta forma. Solo quiero
amarla. Sin oscuridades.

Sí, le contesta él, eso es lo que mereces. Lo que me-


recemos. Descansar de todo esto —aunque eso no era lo
que ella había dicho con exactitud—.

Marta cierra sus ojos y se apoya sobre el cuerpo de


Gabriel. Están sentados en el suelo. Dormitan un rato hasta
que esa casa vuelve a despertar. Permiso, permiso, les dicen.
Ya nadie baila, ni se escucha ninguna cumbia.

Sea lo que queramos hacer, Marta, hay que hacerlo


ahora.

Vamos a cerrar esa caja. Eso vamos a hacer.

Buscan cinta de embalaje en esa misma biblioteca, toman


las cosas una a una y las van guardando. Amontonando los
trozos de tela sobre todas esas pertenencias. Marta solo se
reserva uno, cualquiera de ellos, sin meditarlo, sin darle
tantas vueltas. Al ver la cajita, le pregunta si se la queda,
Gabriel responde que no. Que esa caja no es suya, que era
de su mamá. Ella le da un beso acariciándole el cuello, la
oreja, piensa que él también está descansando en una his-
PINO LUNA

toria que tampoco entiende.


Cuando ya todo está guardado, cierran el estante y
193
dejan la llave sobre la biblioteca. Salen de ese departa-
mento casi sin despedirse. Bajan las escaleras del block,
abren la reja o lo que queda de ella. Caminan hacia donde
las micros paran, cruzando el peladero. Esta vez Marta
no cree en fantasmas, esos que se aparecen por una ven-
tana, esos que toman la forma que recuerda de Leonor.
Cuando llegan al paradero, ninguno de los dos mira atrás.
Caen en el abrazo del otro, pendientes si una micro apa-
rece. A los cincuenta minutos, cuando sus cuerpos ya no
se pueden sostener de pie, una micro se aproxima a lo
lejos.

Es Marta quien levanta su brazo para parar la mi-


cro. Sin miradas cómplices que resuman lo que ha sido el
encuentro de esta noche, se suben. Feliz año, le dicen al
chofer, quien responde gracias, sin ganas, sin mirarlos, sin
darse cuenta si la máquina que procesa los pagos hace un
bip o dos. Le había tocado el turno de la madrugada, un
turno que partió a la una de la mañana, no tuvo fiesta, no
tuvo abrazos. En llegar de su casa a la estación tardaba
más de una hora.

Al fondo de la micro un hombre mayor duerme de


brazos cruzados, con la cabeza apoyada en la ventana. Sus
facciones tienen un parecido increíble a las del chofer. Qui-
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

zá uno tiene más arrugas, más pestañas o cejas que el otro;


quizá uno tiene más dientes, o todos sus molares, haciendo
de sus facciones unos milímetros más disímiles, pero el
parecido es innegable. Es probable que ninguno de estos
dos sujetos repare en ello. Marta y Gabriel se encargan de
cerrar todas las ventanas de esa micro, sin preguntarle al
chofer siquiera, sin mirar al sujeto del fondo, sin descu-
brir su parecido. Se sientan uno junto al otro espantando
194
el frío. Gabriel se acomoda en el asiento para apoyarse a
dormir sobre el hombro de Marta, le toma su mano, cru-
zando, entrelazando sus dedos en los de ella, y ahí Marta
se da cuenta.
Preferiría dejar las cosas así como están, Gabriel.

PINO LUNA
195
La idea de una relación, la idea de un próximo año nuevo
juntos, ya sin fantasmas; la idea de estar por primera vez
con alguien que lo remeciera, que lo inquietara como lo
hacía ella, que lo besara como lo hacía él, desde su furia; la
idea de que una noche abandonarían ese lugar juntos, tras
veinte conversaciones nocturnas, tras desenredarlo todo.
Gabriel siente cómo Marta va desapareciendo de su agenda,
cómo desanuda su mano de la suya. En esa micro que ya
está en marcha, a casi cuatro o seis cuadras del lugar en que
partió todo. Acomoda su cuerpo sentándose recto en ese
asiento, a punto de decir lo primero que se le ocurre, pero
lleva su mano a su boca mordiéndose los nudillos. Decide
decir otra cosa. No un reproche absurdo. Herido, sincero,
ridículo, ingenuo, así se siente. Todo a la vez.

Entonces, ¿es así? ¿Será así?

Yo no puedo, perdóname, le dice Marta incorpo-


M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

rándose.

¿Y por qué te vas a cambiar de asiento? Hablemos.


Dime qué hice.

Nada, le contesta ella conteniendo una risa de verlo


así, tierno, confundido, ¿enamorado, acaso? No, no me voy
a cambiar de asiento. Me voy a bajar, Gabriel. Eso es lo
que voy a hacer. Bajarme de esta micro y volver. Y no me
196
sigas a ninguna parte, te lo pido. Esto es algo que quiero
hacer yo sola.

PINO LUNA
197
A un kilómetro y medio de la casa de Leonor, con una
Marta que acaba de bajarse de una micro que parte y se
aleja; sintiendo el movimiento de un corazón que se advier-
te vivo, un corazón que esta vez no se detiene, comienza a
correr —porque así lo decide—. Corre por esas calles irre-
gulares, esas calles que cuando era niña la hacían terminar
con la sangre en las rodillas. A pesar de lo recurrente que
fueron esos tropiezos, por sus ojos no pasa representación
alguna de una caída. Corre veloz. Todas las otras veces: las
tres vueltas a la cancha del colegio, la reunión que parte en
breve, la micro que se va, todas esas fueron un ensayo para
esta gran corrida. Un simulacro.
Si siente o no las piernas, no está segura, solo sabe
o intuye —desde ese mismo lugar donde no se aloja el
lenguaje, sino otra cosa— que entre ese viento que abre su
cuerpo, se desprenden tres dolores. Ligera en esas calles
M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

en las que un día soldaron la muerte sobre sus hombros; a


ceño fruncido de la emoción de no poder creer ese llanto
que se asoma, corre como no sabía poder.

Desacelera el paso, porque ya queda poco y ahí está,


justo frente a su cuerpo, la cancha de tierra. Se detiene a
observar todo desde un lugar desde el que antes solo existía
la ventana de Leonor. Es testigo, por primera vez, de una
felicidad fiera, primitiva, que ahora domina su cuerpo. Solo
198
en una periferia como esta un amanecer es así de hermoso,
piensa Marta. Solo en esta miseria. Y reanuda su marcha
cruzando esa cancha de tierra, sin caer. No hay viento que
la haga taparse los ojos, que le llene los pulmones de es-
combros, que detenga su paso seguro.

Cuando abra esa reja oxidada, cuando suba las escaleras y


se quede un rato sentada entre un corredor y otro. Cuando
el sol ya sea concluyente y toque diez veces la puerta de ese
departamento. Y sea él quien se asome, con su impresión
y su ánimo. ¡Mi nietecita! Y la invite a pasar, agarrándola
fuerte de los hombros, de las manos, y le cuente que con
su abuela ya están despiertos, y aparezca la señora Clara,
mirándola de reojo, con reproche. Y Marta contenga la
emoción de ver a esa mujer, para convencerla de que está
bien, que fue la micro, que no pasó nunca, que solo se
quedó sentada ahí en el block pensando una que otra cosa.

Cuando la inviten a sentarse a la mesa y ella viva una


jornada más entre toda esa gente. Cuando todo eso suceda
y haya un tercer día en esa casa. Con sus abuelos, ya sin
visitas, solo ellos tres sobre la mesa. Cuando ella se decida
a hacer todas sus preguntas. Será ahí cuando esta historia
recién habrá terminado.
PINO LUNA
199
***
Mil novecientos ochenta y seis. Trece horas y diez minutos.
Invierno. Cuarenta y un centímetros, dos kilos cien gramos.
Un pequeño orificio en alguna parte de tu pecho, minúsculo,
imperceptible por el ojo humano, sino es a través del cristal
de alguna ciencia, de esas que se amontonan en las bibliotecas,
esas que creen salvar los cuerpos del daño. Una válvula que
se angosta. Te sostuvieron en sus brazos, en los brazos de tus
dos madres, con tus dos nombres y a las horas —cuando ya solo
tenías una madre y un nombre—, te vieron por primera vez.
Blanca y azul. Congénita quiere decir de nacimiento. Que
llegó contigo y ahí se quedó. Sin ciencia posible. Inoperable.

Esperanza de vida, doce años. Escoliosis severa, puede seguir


empeorando; empeoró, pero seguías ahí. Vértebra a vértebra,
torciéndote. Entre tus costillas sosteniendo el impacto de seguir
viviendo. En una casa como esa, con personas como esas. Sin
ciencia posible. Sin verdad. Sin letra siquiera, porque tuviste
200 M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

miedo. Miedo de la tinta azul sobre tu cuaderno. Miedo de


las vocales antihorarias, de las reglas de acentuación. De todas
las reglas. Pánico de siquiera llegar a equivocarte, de no saber
qué estás diciendo, de sus ojos y de la sangre de sus ojos. Terror
de la palabra en la punta de la lengua, de esa palabra que no
cae y de la que se estrella. Horror de esa magia negra que va
hilvanando una palabra sobre la otra, pero la escritura no era
ninguna magia negra, no pudiste llegar a descubrir.
Y frente a una verdad irresoluta, dejaste que la tinta azul
tomara otras formas. A los trece años —cuando te suponían
muerta—, virgen devota, dibujaste torsos de mujer. Sus cer-
vicales, torácicas, lumbares, montadas unas sobre las otras,
empalmadas con la precisión de un dios. Sus músculos tensos,
la piel en el papel mordida. Devota al calor de una fricción,
del dogma con que cada orgasmo tu espina dorsal, enderezan-
do. Tu corazón en cada estruendo, recordándola. Su torso y el
tuyo. La furia, el amor, la caída inevitable.

Veintitrés años. Esperanza de vida: en un rato, mañana o


pasado. Serán siete meses y ya sabes. Ese peladero frente a
tus ojos. Las veces en que de ese tierral emergieron tormen-
tas, remolinos y la duda de tus ojos. Frente a tu ventana, te
quedas esperando una respuesta. Qué hay antes. Dime qué
hay antes. Cardiopatía congénita quiere decir de nacimiento,
alguien te responde. De mí nadie se burla, ¿me escuchó? No
alcanzas a oír.

Te quedas dormida frente a esa ventana, con ese frío, entume-


cida. Despiertas y ahí está. Es el cielo esta vez. Ignoras qué
sea del polvo, el escombro, la tierra, de esos que dicen quererte,
ya no los escuchas. Es el cielo y es tu cuerpo el que se hace lige-
ro. Sin ciencia posible. Son tus orgasmos los que hacen de tu
espalda, de esos promontorios, otra cosa. Más ligera. Menos
dolorosa. Sin tantas preguntas. Solo aquí —te contestas a la
única pregunta que va quedando—, frente a un tierral como
este, un amanecer es así de rotundo.

La torre que cae y con ella derrumbado el daño, la furia, el


miedo, ese amor. Hasta que solo queda tu cuerpo. El orificio
PINO LUNA

en la muralla, no esa, sino otra, una que no ves, pero sientes;


la válvula angosta, el corazón rindiéndose en un acceso de tos
y sangre. Qué hay antes, vuelves a preguntar a una mujer o
201
un hombre cuando están a punto de dormirte. Sostienen tu
cuerpo, tus brazos, como si intentaras escapar. No tienen por
qué saber. Te pinchan para que no te des cuenta de esa muerte
que esperaste tanto tiempo. Te duermen porque creen que es
miedo el que tienes. Pero no es eso lo que te remece el cuerpo.
No tiene nada que ver contigo, no es más que un cuerpo que
muere.

Tu respiración lenta, adormecida, tierna. Leonor. Un reso-


plido. Dos mil diez. Tres horas y treinta y nueve minutos.
Primavera. Un metro cincuenta y dos centímetros, cuarenta
y tres kilos. Escoliosis severa, cardiopatía congénita. Cianótica.
Paro cardiorrespiratorio. Blanca y azul.
202 M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S
BANDA SONORA

La parabólica
Interpretada por La sonora de Tommy Rey, Chile; escrita
por Isaac Villanueva, Colombia.

Se va la vida
Interpretada y escrita por Rodolfo Aicardi, Colombia.

Despacito
Interpretada y escrita por Luis Fonsi, feat Daddy Yankee.
Puerto Rico.

Me voy pa’ Macondo


Interpretada por Giolito y su combo, Chile; escrita por
Rodolfo Aicardi, Colombia.

Los cien años de Macondo


Interpretada por Luisín Landáez, Venezuela; escrita por
Daniel Camino, Perú.

Te propongo.
Interpretada por Sandro, Argentina; escrita por Sandro
205 P I N O L U N A

y Óscar Anderle, Argentina.


Y si no fuera
Interpretada y escrita por Chico Trujillo, Chile.

Pícara
Interpretada y escrita por Sonora Malecón (Luis Lambis),
Colombia.

Impostora
Interpretada y escrita por Sonora Malecón (Luis Lambis),
Colombia.

Me enamoré
Interpretada y escrita por Agrupación Marilyn, Argentina.

Un año más
Interpretada por La sonora de Tommy Rey, Chile; escrita
por Hernán Gallardo, Chile.

La colegiala
Interpretada por Rodolfo Aicardi, Colombia; escrita por
Walter León, Perú.
206 M I E N T R A S D O R M Í A S , C A N TA B A S

Agua que no has de beber


Interpretada y escrita por Sonora Palacios, Chile.

Cumbia para adormecerte


Interpretada por Sonora Palacios, Chile; escrita por
Leonardo Núñez, Chile.
ÍNDICE

p.11 I. Un año más


qué más da

p. 61 II. ¿No crees que es una falta,


no crees que es un descaro?

p.10 7 III. Me enamoré y no pensé


amarte tanto, tanto tanto

p.1 51 IV. Mientras dormías, cantabas


cumbia para adormecerte

p. 2 0 5 Banda Sonora
| trigésimo noveno libro de los libros de la mujer rota |

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