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Alberto Julián Pérez

Texas Tech University

Luis de Tejeda y el barroco rioplatense

Luis José de Tejeda y Guzmán (Córdoba 1604 -1680) es el primer poeta criollo, educado

y formado en el Río de la Plata, del que tenemos registro hasta hoy. La labor de numerosos

estudiosos, a partir de 1916, ha hecho posible la publicación de su obra miscelánea. Debemos

destacar entre estos a Ricardo Rojas, Enrique Martínez Paz, Pablo Cabrera y Jorge M. Furt.

Gracias a este último contamos con una excelente edición crítica de su obra, publicada en 1947,

bajo el título Libro de varios tratados y noticias.

El autor escribió el manuscrito que llegó a nuestras manos en circunstancias especiales,

íntimamente relacionadas con su biografía. A comienzos de la década de 1660, acosado por sus

enemigos políticos, decidió recluirse en el Convento de Santo Domingo en Córdoba. Allí

profesó como fraile dominico y escribió su obra. Era un hombre de edad madura. Tenía cerca

de sesenta años (Furt XIV).

Luis de Tejeda era descendiente de una de las familias fundadoras de la ciudad de

Córdoba. Pertenecía a una élite privilegiada por su posición social y su fortuna. Su abuelo y su

padre fueron militares. Él, igualmente, era oficial del ejército y participó en varias campañas.

Su familia poseía poder y prestigio. Formaba parte de un nuevo sector social, que surgió y se

desarrolló con la conquista. Los capitanes que establecieron la traza urbana de la ciudad y

dominaron a los naturales, recibieron de la corona el derecho de poseer tierras y obligar a los

nativos a trabajar en ellas sin compensación. Los Tejeda eran encomenderos. Poseían vastos

campos, dedicados a la agricultura y a la ganadería. Tenían importantes cantidades de indios

encomendados y de esclavos.

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Luis de Tejeda fue funcionario real en numerosas ocasiones: alférez y procurador

general de Córdoba en 1634, varias veces alcalde ordinario y alcalde de primer voto, juez de

apelaciones en 1637, capitán a guerra y teniente de gobernador, la autoridad máxima, en 1641

(Santiago 49). Era miembro del Cabildo y participaba en sus deliberaciones. Ostentó funciones

políticas y judiciales. No le quedó por cubrir ningún aspecto del poder.

Como militar luchó en las guerras contra los indígenas de Chaco, Tucumán y Río

Cuarto, y en las guerras en defensa de Buenos Aires. Los Tejeda tuvieron igualmente gran

influencia en la vida religiosa de la ciudad (Martínez Paz 108). Su padre donó la casa familiar

para construir en ella un convento carmelita y construyó la iglesia dedicada a Santa Teresa. A

la muerte de su padre, en 1628, siendo el hijo primogénito, heredó de este sus feudos y

encomiendas, y el patronato del monasterio de carmelitas descalzas. Su madre y sus hermanas

se hicieron monjas carmelitas. A la muerte de su tía, en 1638, pasó a él el patronato del convento

dominico de Santa Catalina.

En 1661, acosado por sus enemigos, entró en la orden de los dominicos. El convento

era un espacio familiar. El tribunal de La Plata lo había condenado y ordenado que se

confiscaran buena parte de sus bienes. Temía por su vida. Dentro del convento no tenía

jurisdicción la ley civil. Los monjes quedaban sujetos a la legislación religiosa.

Durante su juventud y su madurez disfrutó de una existencia plena. Su autobiografía

poética, dentro de las convenciones y los criterios literarios de la literatura de la época, muestra

el amplio poder que tuvo en vida y los privilegios de que gozaban los señores y los caballeros.

Don Luis recibió, además, la mejor educación que podía adquirirse durante la colonia. Tuvo

una suerte providencial: Córdoba fue el único sitio, en el Río de la Plata, donde se estableció

una universidad durante la época de la colonia. Fuera de Córdoba, la universidad más cercana

estaba en la ciudad de La Plata, hoy Sucre, en territorio boliviano. Los habitantes de esta parte

del Virreinato del Perú estudiaban en Córdoba o en La Plata.

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Luis de Tejeda fue parte de la primera camada de estudiantes que se recibió en la

Universidad de Córdoba, fundada por la Compañía de Jesús. Entró en el Convictorio de los

Jesuitas en 1612, continuó su formación en el Colegio Máximo y recibió el título de Bachiller

en Artes de la Universidad en 1623. Poco tiempo después de recibirse contrajo matrimonio y

asumió las responsabilidades que le correspondían en su vida adulta (Santiago 48).

Don Luis obtuvo en la Universidad una excelente formación. Los padres jesuitas eran

pedagogos exigentes. La Universidad tenía una pequeña cantidad de estudiantes e impartía una

educación personalizada. Ponían especial atención en la enseñanza de las artes y en el estudio

de la teología. El poeta recibió una buena educación literaria. La cultura española estaba

pasando por uno de sus momentos más brillantes. Los estudiantes leían a los autores del Siglo

de Oro y del Barroco. Tomó cursos de teología y filosofía. Había estudiado filosofía

neoplatónica cristiana. Conocía la obra de San Agustín y Santo Tomás. Leyó la obra mística de

San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús (Santiago 64-66). En sus escritos notamos la

impronta intelectual de su preparación académica.

Si bien escribió tanto en prosa como en verso, Don Luis fue fundamentalmente poeta.

Lope de Vega y Luis de Góngora influyeron en su obra (Santiago 124-5). Supo integrar al

lirismo poético el pensamiento religioso.

Luis de Tejeda fue un hombre sinceramente creyente. Su formación con los padres

jesuitas fue determinante en su vida (Caturelli 207). Los jesuitas eran parte de una orden joven.

Su fundador, Ignacio de Loyola, le imprimió un carácter militante y misionero. Tuvieron una

labor destacadísima en el Río de la Plata. Defendieron los derechos de los pueblos indígenas.1

1 Fundaron numerosas misiones en Paraguay, en el corazón del territorio indígena, en plena selva. Defendieron
la libertad de los indígenas, y se enfrentaron a los bandeirantes portugueses, a los que los terratenientes de San
Pablo enviaban a asaltar las misiones. Se llevaban a los indígenas por la fuerza y los vendían en Brasil como
esclavos. Los jesuitas lograron que la corona permitiera que las misiones se armaran con armas de guerra y
formaron ejércitos indígenas para su defensa.

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Fueron los primeros educadores e intelectuales durante la etapa colonial. De la orden surgieron

historiadores, lingüistas, ensayistas (Pérez 179-88).

Don Luis recibió una esmerada educación religiosa. En su obra ve el mundo cristiano

desde una perspectiva trágica y agónica. Estructuró los textos que integran el Libro de varios

tratados y noticias siguiendo el modelo del Rosario (Santiago 71-3).

Creó una obra de personajes. Su extenso romance biográfico es un largo poema

dramático. A este le anteceden y continúan poemas religiosos, como “El árbol de Juda” y “El

Fénix de Amor”. Entre ambos ubica párrafos ensayísticos, que aclaran y explican el sentido de

los poemas. Forman entre todos una interacción barroca, en que unos textos se reflejan en otros

y comentan sobre estos (Pino 121-7). Es una manera de concebir una obra en espejo: el sentido

del texto religioso se refleja en el texto biográfico. En ambos hay lucha contra la debilidad

humana y el pecado. En ambos acecha el mal. En los poemas religiosos aparece Cristo

condenado por los romanos y los sacerdotes judíos; en el romance autobiográfico encontramos

a Luis, el pecador, y a sus hermanos, confesando sus debilidades y sus faltas, y luchando contra

el pecado. Son mundos disímiles que se reflejan. Su carácter es elíptico, deformado, grotesco.

Son alegorías y símbolos que la religión potencia, y la biografía muestra como ejemplares

(Barcia 16).

El mundo de la poesía de Don Luis, sobre el que me concentraré en mi trabajo, es un

mundo intelectual, meditado, filosófico, erudito. Es también la expresión literaria de un sector

social nuevo, el “criollo”, en camino de establecer su propia identidad en el espacio colonial

rioplatense. Luis de Tejeda es un hombre de la élite colonial, rico, poderoso, hipereducado,

En 1640 los padres jesuitas comandaron la primera batalla de un ejército indígena guaraní contra un
ejército de 4000 soldados mercenarios bandeirantes que asaltó las misiones. Los indígenas derrotaron
completamente a los portugueses en la batalla de Mbororé, sobre el río Uruguay, en el actual territorio de
Misiones, en Argentina (Pérez 231).

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militar y político, y en la última etapa de su vida, cuando escribe, religioso por necesidad. Es el

hombre acosado, que se refugia en el convento y en la religión, y dedica sus últimos años de

vida a hacer lo que no había podido hacer antes en su existencia trajinada: meditar, leer, pensar,

escribir. Filosofía y poesía, por esto, se asocian en su obra.

El sector criollo al que pertenecía Don Luis - los hijos de los conquistadores y jefes

españoles que habían fundado las primeras ciudades y organizado los territorios coloniales -

era una élite que tenía un sentido absoluto de su poder. No eran nobles, y por eso, en España

desconfiaban de estos estamentos, que habían progresado y adquirido autoridad gracias a los

importantes servicios militares prestados a la Corona. Tenían acceso a una nueva fuente de

riqueza que parecía ilimitada: los vastos territorios conquistados, los enormes

emprendimientos agrícolas y ganaderos, la numerosa mano servil indígena semiesclava. Se

transformaron en su sector social feudatario, esclavista, que sostenía su poder sobre las armas,

y hacía política con un control total del ejército y de la justicia. Eran ellos los vecinos que todo

decidían, como lo hacía Don Luis, en las nuevas ciudades del Virreinato. En Córdoba no eran

mucho más de cien. Poder y riqueza concentrada. Eran monárquicos extremos, la monarquía

absoluta no conocía matices.

Formaban parte de una sociedad estamentaria. Por debajo de estos nuevos señores

estaban los soldados pobres y aquellos que formaban parte de la ciudad sin tener propiedad

destacada, en particular los artesanos y todos los servidores del régimen colonial. Y por debajo

de estos, en gran número, los sirvientes indígenas. Una sociedad étnicamente diferenciada,

separada por la riqueza, la educación, la propiedad, la lengua, el origen, la raza. Una sociedad

aristocrática de señores y servidores. Entre ambos no había nada, excepto el poder desnudo y

la fuerza militar.

Los sacerdotes y las órdenes religiosas daban a esta sociedad un servicio importante,

sobre todo en el plano de la educación. Era de alguna manera el único grupo capaz de

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relacionarse con todos: señores, servidores, indígenas. A través de sus ideas cristianas buscaban

un elemento común que pudiera permitirles dialogar, entenderse. La religión era central en el

mundo colonial. La obra de Don Luis en su totalidad lo evidencia.

La cultura barroca era una cultura moralista, elitista, que se proyectaba en América

sobre una sociedad jerárquica, racista. El mundo barroco reconocía dos mundos enfrentados,

que jamás llegaban a unirse. Los opuestos, en el barroco, eran irreconciliables. Su forma

artística más acabada era el grotesco. El grotesco exhibía la deformación del barroco. Expresaba

la experiencia de una sociedad americana injusta, estamental, violenta, opresiva. En ella una

nueva élite esclavizaba y explotaba enormes territorios con grandes poblaciones nativas, a las

que se le negaba su lengua, su identidad, sus derechos. Eran esclavos.

El barroco reflejó lo monstruoso. Mostraba un mundo degradado, deformado (Pino

121-3). Los géneros que mejor lo testimoniaban eran la novela picaresca y la sátira. Don Luis,

sin embargo, era un escritor serio. No tenía gran sentido del humor. Era un hombre trágico,

agónico, que sufría. No la estaba pasando bien. Su vida corría peligro. Había tenido que

renunciar a todo, e internarse en un convento. Vivía encerrado. Su esposa había muerto. Sus

hijos seguramente lo veían poco. Solo le quedaba rememorar sus épocas de poder y libertinaje.

Su obra era la poesía de un hombre maduro: no conocemos lo que escribió el Don Luis

joven, que seguramente tiene que haber escrito. Su educación universitaria exigía la práctica

de la escritura, tanto en prosa como en verso. Su género favorito era la poesía dramática. Fue

un género que se desarrolló y se afianzó durante la colonia.2

La poesía de Don Luis era una poesía elitista, expresión de un sector privilegiado,

pseudo-noble, propietario, poderoso. En su romance autobiográfico, introdujo a miembros de

su familia y de otras familias poderosas y ricas como personajes. No incluyó a servidores pobres,

2Progresivamente, los personajes dramáticos se hicieron más mundanos. A fines del período colonial aparecerán
poemas con vecinos, soldados, paisanos y gauchos.

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indígenas y esclavos, en papeles importantes. Don Luis integraba una cultura criolla,

americana, presuntuosa, dominante, que ponía distancia ante los débiles y desamparados. Eran

los señores de la nueva sociedad americana. Deseaban imitar en su conducta a la nobleza

española, que no los reconocía como iguales. Esta falta de reconocimiento llevó a la larga a una

verdadera división entre americanos y peninsulares. Los criollos eran monárquicos

convencidos, creían en el poder y el privilegio, pero su fuerza dependía de su fortuna. No eran

nobles ni podían aspirar a los títulos de nobleza con facilidad. Eran el germen de la clase

adinerada y burguesa que, con el paso del tiempo, daría nacimiento a una nueva sociedad de

clases. La Corona desconfiaba de ellos.

El romance autobiográfico

El romance autobiográfico de Don Luis es un largo poema escrito en octosílabos

asonantados. El poeta trata de cortejar el gusto de un público popular joven. El círculo de gente

educada lectora de poesía en su época era seguramente muy limitado. En el romance nos habla

de su primera etapa de vida, cuando era un estudiante. Cuenta episodios relevantes de su

relación con sus familiares, las aventuras amorosas que vivió junto a sus hermanos, y su

matrimonio posterior arreglado.

Comienza el poema hablando de “la ciudad de Babylonia”, símbolo y alegoría de su

Córdoba natal (Tejeda 23). Dice el poeta: “La ciudad de Babylonia, / aquella confusa patria, /

encanto de mi sentido, / laberinto de mi alma; …” (23). La ciudad lo seduce. Es un “laberinto”

que “encanta” sus sentidos y amenaza la salvación de su alma. La literatura barroca todo lo

combina y lo “confunde”: yuxtapone lo sagrado y lo profano, la salvación y el goce erótico. El

poeta se reconoce como “pecador”. Su poema va a describir su lucha con el pecado y su

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búsqueda de trascendencia espiritual. Es la historia de sus “caídas”. El hombre es

simultáneamente atraído por fuerzas opuestas. Es un ser agónico.

En la bíblica ciudad de Babilonia el pueblo judío había sufrido cautiverio. Él,

igualmente, se siente cautivo del “pecado” en la ciudad de Córdoba (Devoto 95).

En su poema conviven el amor a Dios y el deseo carnal. Para “cantar” el poeta se sitúa

frente a los muros de la ciudad, a la que caracteriza como un “alcázar”. Quiere que esta lo

escuche y lo comprenda. Dice: “Mientras canto y mientras lloro / y entre memorias pasadas /

refiero agravios presentes, / me escuche desde su alcázar” (23).

La ciudad de Córdoba-Babylonia es un ser dotado de voluntad. Habla con ternura sobre

el río Suquía que corre junto a ella (Maturo 118). Explica que es un “humilde y pobre río/ qe

murmura a sus espaldas” (24). A diferencia del río, él desea hablar de frente. Sus “desengaños”

le exigen contar sus “verdades”.

El poeta asegura que esa será la última vez que se ponga a cantar con su “antigua flauta”.

La “luz de la raçon” lo ilumina. Sus “potencias dormidas” ya despiertan (25). Se le aparece Dios.

Está en “el centro de su alma”.

El Señor reflexiona. Lo mira y se dice a sí mismo: “Este qe ha poco saque / del abismo

de la nada / y oy tiene por su individuo / la naturaleza humana / Ya ha tenido un ser eterno /

en mi idea soberana…” (25). Antes de existir en el mundo, había sido una idea en la mente de

Dios. Sus padres lo habían hecho de una “materia vil y baxa”, y el creador infundió a esa materia

un alma. Le dio “un spiritu bello” (26). Luego, él lavó en el “Jordan sagrado” su “antigua

heredada mancha” y recibió la gracia de Dios. Aún no ha logrado usar sus “potencias”: la

memoria, la voluntad y el entendimiento.

El Creador podría, si quisiera, tenerlo a su lado y salvarlo, pero no lo hace. Le da libre

albedrío. Dice: “Su libre albedrio le doy / llévele consigo y vaya / peregrinando la tierra / de

Babylonia su patria” (27). Fue así, cuenta el poeta, como comenzó su “peregrinacion larga”. El

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Señor lo puso a prueba. Tendría que demostrarle que él merecía la salvación. Era responsable

de su vida.

Sus padres le dieron una crianza ejemplar, y sus maestros lo guiaron y le inculcaron el

amor al bien. Pero la ciudad de Córdoba lo tentó. La caracteriza como una ciudad seductora y

“sin Dios”, (28). Sus deseos susurraban como “abexas” entre flores varias. Durante su infancia

resistió, pero, poco a poco, rindió su “…inclinacion / a la inclinacion contraria / Troque por el

vicio el gusto / que a la virtud me inclinaba…” (30). Eso no le impidió disfrutar de los libros.

Su amor al placer, sin embargo, “esclavizó” su libertad, que iba por las calles y “se entraba / por

los burdeles de Chipre” (31).

El poeta nos cuenta que la ciudad amurallada tentaba su lujuria: “Eran lynzes los deseos

/ los afectos eran armas / escalas los pensamientos / y llaves las esperanças.” (32)

Su expresión se embellece. Crea, con osadas y dinámicas figuras sensuales, fuertes

contrastes barrocos y matices lumínicos. Aparecen personajes mitológicos y alegóricos.

Los “sátiros” trataban de atraerlo. Él resistía. No dejaba que lo “cazaran”. Dice: “Tras de

mi ciego sentido / deuna laguna de llamas / qe en agua, sulfurea ardía / llegué a la orilla del

agua. / Satyros de sus profundos / hasta la orilla saltaban / a cazar las divertidas / o juventudes,

o, infancias” (33).

Su “juventud” solo se animó hasta “la orilla” del agua en “llamas”. En un principio no

fue más allá. Pero la amistad de los sátiros le prometía muchas cosas. Con su ayuda podía

ingresar al mundo de los placeres. Disfrutar del vino y del amor carnal.

Eran sus años de estudiante. Había tentaciones por doquier. Necesitaba confiar en los

padres jesuitas y contarles todo. Confesarse. Fue a la iglesia. Una vez adentro, vaciló.

Finalmente, frente al confesionario, decidió hablar, pero no contó todo. Reconoce que no fue

sincero. La situación se repitió. Sus “confesiones / y comuniones ingratas / eran repetidas veces

/ por la obligacion del aula” (34). Así “traicionó” los principios de la religión.

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Había tomado cursos de “Gracia” y “Eucaristía” y otras materias de teología en la

Universidad. Era natural que en su pecho guardara “un negro horror de maldades” (34). A los

veinte años, se propuso “reformarse” y cambiar. Consideró hacerse sacerdote. Sin embargo, fue

perdiendo su interés, porque apareció en su vida una nueva tentación: la mujer. Antes había

hablado de las mujeres de los “burdeles”, ahora se refiere a las jovencitas de su condición y su

clase (31). Llegó Anarda a su vida y su “ídolo de nieve” pronto se derritió. Confiesa que “Anarda

/ en su incendio consumió / mi renaciente esperança” (36).

El amor se transformó en un nuevo y peligroso juego para Luis y sus hermanos menores

(Luis era el mayor primogénito). Él se acercó a Anarda, nos dice, y sus hermanos, Garcindo y

Gerardo, cortejaron a Cassandra, su hermana. Comenzó el juego de la seducción. Cassandra,

joven coqueta, les hizo promesas a sus dos hermanos menores. Ellos le solicitaban “favores”, y

“…Cortes ella, y cautelosa / tan mañosa se los daba / que cada cual entendia / qe era el dueño

de su alma” (37). Lo que buscaba Cassandra, cree él, era casarse, y le dijo que sí al primero que

se lo pidió: Gerardo.

Cassandra era hermana de Anarda. Se trataba de un enredo amoroso entre familias de

vecinos. Su padre, poco contento con la situación, terminó interviniendo. Tenía otros planes

para sus hijos y no consideraba a las muchachas a la altura de estos. Los Tejeda eran, junto con

los Cabrera, las familias más influyentes y ricas de Córdoba. Juan de Tejeda era un hombre

ambicioso. Cuando conoció el interés de sus hijos en estas jovencitas, pensó en enviar al mayor,

Luis, a la península, para que continuara su carrera allá, en la “gran corte de España” (38).

El padre consiguió para Garcindo una esposa que, consideraba, estaba a su nivel y lo

hizo casar. Cassandra se sintió rechazada y planeó su venganza. Sabía que Gerardo, el otro

hermano, estaba enamorado de ella. Le había propuesto matrimonio. Lo presionó. Le pidió

que, si “de veras” la amaba, la siguiera a la parroquia, junto con dos amigos, para casarse con

ella de inmediato. Gerardo aceptó y la ceremonia se realizó en secreto. Dice el poeta: “Alli se

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dieron las manos / y se entregaron las almas / si caben tales finezas / entre celos y venganças”

(39). El padre de los muchachos, que era de armas tomar, se enteró de lo sucedido. Había

pensado en una joven de una familia rica para casar a Gerardo, y lo ocurrido lo contrarió. Acusó

a la muchacha de “pública honestidad” y la llevó a la corte para anular el matrimonio.

Don Luis interrumpe la historia sobre sus hermanos y regresa a la descripción de lo que

le ocurrió en su relación amorosa con Anarda. Cuenta que sus “almas” se habían unido en

forma “indisoluble”. Tanto se había aferrado a ella que “…era el despedirme della / era el

partirme y dexarla / desasir a golpes fieros / la perla del duro nacar” (40). Los enamorados se

encontraron con múltiples obstáculos. Felizmente para ellos, Dios los protegía. Varios

percances los pusieron a prueba. Una tarde calurosa de verano se bañaban en el río y un

remolino arrastró a Luis. Un “diestro nadador”, afortunadamente, lo salvó (42).

Una noche el poeta saltó un muro para ir a ver a su amada y estuvo a punto de caer en

un profundo y peligroso pozo. Se introdujo en el dormitorio de Anarda y se acostaron juntos.

Un peligroso rival celoso llegó a la casa, entró al cuarto y trató de asesinarlos mientras estaban

dormidos. El poeta despierta y lucha con él. Otros dos amigos vienen a ayudar al rival. Don

Luis decide escapar para no comprometer a Anarda. Le dijo a su amada: “…Anarda, por tu fama

/ me llebo el cuerpo conmigo / y dexo contigo el Alma” (44).

Fue a la cárcel, donde habían encerrado a su hermano. Lo habían acusado de contraer

matrimonio con mujer inmoral. Don Luis se quedó allí con él. Debía protegerse del “loco

amor”. Ante la situación, Anarda enfermó. Luis y su hermano decidieron pasar el tiempo

escribiendo una comedia sobre sus desdichas.

El juez condenó a su hermano Gerardo a pagar una gran suma de dinero por su “falta”

y ordenó que Cassandra fuese enviada a vivir a la casa de su madre (46).

En ese tiempo el suegro de su padre hizo traer de España una hermosa imagen de Santa

Teresa. Su padre deseaba hacerle una capilla, en la que, una vez muerto, pudieran enterrarlo.

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Poco después algo terrible ocurrió: su hija menor enfermó gravemente y murió. El padre,

desolado, le rezó a Santa Teresa y le pidió ayuda. Le prometió que, si resucitaba a su hija,

convertiría su vivienda en un monasterio carmelita y proveería los fondos para sostener la

orden. Además, le entregaría a la Santa su amada hija como monja. Aseguró que le daría su rica

casa “…como propia y bien dotada / para un monasterio vuestro / y esta hija ya sin alma, / para

fundadora deel / y monja carmelitana” (48).

No hubo el padre terminado de hacer su promesa, cuando ocurrió el milagro: la

muchacha resucitó. El padre se puso loco de alegría. Al ver que estaba bien, cambió su actitud.

Pensó que le había prometido demasiado a la Santa. Estaba dispuesto a entregarle su casa para

que se hiciera allí un monasterio, pero no podía obligar a su hija a hacerse monja: la había

prometido antes en matrimonio. No bien pensó esto, la doncella expiró en sus brazos. El padre,

desesperado, repitió la promesa a la Santa: su hija sería monja.

La muchacha estaba muerta, pero el padre se aferró a su esperanza. La Santa lo escuchó

y su hija resucitó por segunda vez. Dice el poeta: “…incorporase al momento / por si misma en

las almohadas / la amortajada donzella / y con fervientes palabras / a la divina Theresa / su

divinidad consagra…” (50). El padre, feliz, contó a todos el milagro ocurrido y comenzó de

inmediato la obra prometida. Reformó su casa e inauguró el convento carmelita poco tiempo

antes de morir él (Santiago 143).

Ese convento resultó ventajosísimo para Don Luis y su familia. En él terminaron

viviendo sus dos hermanas, su madre y su abuela materna. Luego que murió el padre, Don Luis

asumió el patronato del convento. No era la primera casa religiosa que fundaba su familia, sin

duda entre las más piadosas e influyentes de la Córdoba colonial: su tía-abuela, Leonor de

Tejeda, igualmente donó su vivienda, a la muerte de su esposo, para fundar allí un monasterio

dedicado a Santa Catalina de Siena (Santiago 47). Muchos años después Don Luis pudo usar

la influencia religiosa que tenía su familia en la ciudad para escapar de sus enemigos, que lo

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hicieron condenar por la ley civil: se recluyó en el Convento de Santo Domingo, bajo la

protección del derecho eclesiástico. Allí hizo vida de religioso y escribió su obra.

Don Luis concluye la historia del milagro de Santa Teresa y continúa con su descripción

de lo ocurrido a él y a su hermano Gerardo. Estaban en la prisión, ensayando su comedia,

cuando, una noche, se desató un huracán que arrancó las puertas de la celda. Escucharon las

voces de Anarda y Cassandra que los llamaban y corrieron tras ellas por las calles desiertas de

Córdoba, hasta llegar a la puerta de la casa de las hermanas. Entraron. En la sala hallaron un

féretro negro, que contenía el cuerpo de Anarda. Junto a él, Cassandra, lloraba y besaba un

crucifijo. Comenta el poeta, con bella y rica expresión: “Un sagrado cruzifixo / acia la cabeça

estaba / a cuios pies de rodillas / bezando sus cinco llagas / Casandra estaba, y llorando / inmóvil

como una estatua / el cabello suelto en ondas / surcando por sus espaldas” (53). Los hermanos,

sin saber qué hacer, se quedaron en silencio. Impresionados por la tragedia, salieron del lugar

y se fueron a su casa.

Allí encontraron a su padre, en su oratorio, rezando a Santa Teresa. Le estaba

agradeciendo la salvación de su hija. La casa estaba en obras. Construían allí el monasterio. Al

ver la imagen de Santa Teresa, su hermano Gerardo se arrodilló para rezarle y le prometió

hacerse fraile dominico.

Su padre le había dicho a su hijo Luis que lo enviaría a España. Dado los cambios

ocurridos, modificó su decisión. Aceptó que se quedara en Córdoba y arregló para él un buen

casamiento. Dice: “…puse en las manos mi causa / de mi padre, y tuvo gusto / de qe sin partirme

a españa / diese la mano de esposo / a Anfrisa de prendas raras / hermosa y tierna doncella / de

honrada y noble prosapia” (55). El matrimonio arreglado era algo normal en la época entre las

familias ricas. “Anfrisa” era en realidad doña Francisca de Vera y Aragón, con quien

verdaderamente se casó el autor (Santiago 142). Tuvo con ella un largo y seguro matrimonio,

del que nacieron diez hijos.

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Poco después murió el padre. Dos de sus hermanas ingresaron como monjas al nuevo

monasterio. Al tiempo su madre y su abuela también se internaron en él. Don Luis asumió el

patronato y la administración del convento.

Su vida se reencausó gracias a su matrimonio. Dice: “Algunos años vivi / fiel a las prendas

amadas / de mi esposa, y de los hijos / qe largo el cielo nos daba” (57).

Las “Circes encantadoras” de Babylonia-Córdoba continuaron siendo una tentación

para el poeta. Él dice que resistió y mantuvo su “alma” a salvo: “…el canto de las syrenas / por

tus margenes y playas / entraba por mis oydos / mas no llegava asta el alma” (57). El “casto

amor” de Anfrissa lo mantuvo apaciguado por un tiempo. Pero nuevas aventuras lo acechaban.

El demonio supo cómo meterse en su casa. Su esposa tenía una amiga íntima, Lucinda,

en quien ella confiaba ciegamente. Gracias a su hermosura, Lucinda se había casado con un

hombre poderoso y rico de la ciudad. Los dos matrimonios se habían hecho amiguísimos. Don

Luis iba a visitarlos a su casa. El esposo, ocupado en la administración de su hacienda, pocas

veces estaba.

Tras su aparente inocencia, Lucinda ocultaba su “maña”. Venía seguido a verlos a su casa,

acompañada de su hermana, que era… “menor suia; y tan mayor / en ser libre, y ser liviana”

(59). La muy pícara les armó una trampa a él y a Lucinda para divertirse.

Un día él fue a visitarla, sabiendo que su marido no estaba en casa. Abrigaba marcados

deseos hacia la joven belleza. La encontró en su huerta, bordando. Se pusieron a conversar y,

sin que se dieran cuenta, llegó la noche. El ambiente parecía convidarlos a la pasión. Dice: “…la

noche al pecado / convido con negra capa /…se enmudecieron las lenguas / y se turbaron las

almas” (60). Cuando quisieron regresar a la sala, encontraron que la puerta estaba cerrada: había

sido trabada por dentro. Su hermana se burlaba de ellos. Se quedaron solo en la huerta. La

tentación era fuerte. Tuvo que decidir cómo comportarse, qué hacer. Debía considerarlo con

cuidado porque “…en tan fieras batallas / aguardar es cobardia / y huir, la victoria mas alta” (61).

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Don Luis se comportó con Lucinda como lo que era: un caballero que creía en el “amor

cortés”. Se contuvo y el encuentro sexual no se concretó. Lo más importante para ellos era vivir

el sentimiento idealizado del amor. Eran seres “superiores” de la élite. Ambos estaban casados.

Era un encuentro extramatrimonial. Quizá se abrazaron, se besaron, se acariciaron, pero no

llegaron a consumar el acto. Estaban bajo un árbol coposo, estrechando “más la batalla”, cuando

una nube cubrió el cielo. Se escuchó un trueno, cayó un rayo y ellos reaccionaron: “No sordo

el deleyte entonces / antes se yela qe exhala / y quanto un amor juntó / divide un horror y

aparta” (63). Vieron en esos momentos que la “Circe ingrata” de la hermana había abierto la

puerta. Él se apresuró a salir: “Disimulado me fui / por no hacer la ofensa clara / y Luzinda se

quedo / sola llorando su infamia” (64).

Pocos días después encontró a Lucinda en casa de su prima. Ella había cambiado. Como

correspondía a una joven de su condición, se arrepintió por haberse propasado y confesó su

falta a un sacerdote. Le dijo: “Sabras…qe luego / qe te fuiste… / di parte a mi confesor / …Y en

sus manos hiçe voto / y a dios di mi fe y palabra / de no manchar mas el cuerpo / con la torpeça

del alma” (65). Él reconoció su falta, había querido “violar” los mandatos de la religión.

Lucinda siguió visitando a la esposa de Don Luis en su casa. Al verla, se avivaba en él la

llama de su amor. La prima de Lucinda, por su parte, lo incitaba y le decía que no abandonara

sus esperanzas.

Lisarda, una amiga de Lucinda, iba con frecuencia a su casa a visitarla, y el esposo de

ella empezó a sospechar de que ambas mujeres podían estar tramando alguna infidelidad.

Sospechaba de Luis. Pero, quien recibía visitas secretas no era precisamente Lucinda, sino su

amiga, Lizarda. Esta se encontraba en casa de Lucinda con su amante, Florencio.

El bueno de Florencio era un íntimo amigo del esposo de Lucinda, y este confiaba

ciegamente en él. El hombre le pidió a Florencio que vigilara a Don Luis, a ver cómo este se

comportaba. Una tarde, Florencio invitó a Lucinda y a Don Luis a casa de Lizarda. Allí

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Florencio iba a encontrarse con su amante. El marido de Lucinda, desconfiado, por la tarde fue

a espiar a su mujer. Saltó la cerca de la casa de Lizarda, espada en mano. Creyó que estaba a

punto de descubrir a su esposa con un hombre. Dice el poeta: “precipitado y zeloso / salvo la

cerca y muralla / y se arrojo hasta la guerta / donde entre unas verdes parras / durmiendo en

cama de campo / su propia deshonra estaba” (69). Furioso, se precipitó a ellos, los atravesó a los

dos con la espada y huyó. Pensó que había vengado su deshonra. Pero no había matado a su

mujer y a su amante, sino a Florencio y a Lizarda. Don Luis, junto a Lucinda, estaban

escondidos tras unas ramas, y el esposo no los vio. Lucinda, escandalizada por la tragedia, se

cubrió el rostro y regresó a su casa. Don Luis, no menos lerdo, escapó de la escena del crimen.

Como buen “pecador”, Don Luis no se olvidó de su enamorada: días después, miércoles

de ceniza, recorrió los templos de la religiosa ciudad en busca de la muchacha. La halló en una

de las iglesias. Estaba comulgando. Dice, valiéndose de una expresiva y oportuna antítesis:

“Viome al pasar y mirela - / ella de verguença un asqua / yo de turbacion un yelo…” (72).

Algo inesperado ocurrió en ese momento: escuchó una voz extraña cerca suyo, que le

hablaba. Miró alrededor y no vio a nadie. ¿De dónde venía esa voz? Se había arrodillado, sin

saberlo, sobre una sepultura. Se levantó con pavor. Dios, seguramente, estaba tratando de

decirle algo. Le agradeció su cuidado. Cada vez que estaba por pecar, el Señor aparecía para

protegerlo. Dice: “O paciencia inagotable / dela magestad mas alta. / con un sueño me

adormece, / con un trueno me amenaza, / con un rayo me estremece, /…en mi mayor precipicio

/ mi resolución ataxa…” (73). Él, pecador impenitente, volvía a caer, pero Dios siempre lo

protegía y lo perdonaba. Salió precipitadamente de la iglesia.

Llegó por fin la Semana Santa. La pasión amorosa lo consumía. Buscó otra vez a

Lucinda por los templos. No la encontró. Poco después le dieron la terrible noticia: Lucinda

había muerto! No podía creerlo. Fue a su velatorio. Observó, dolorido, el cadáver de Lucinda y

se puso a meditar. Pensó en la brevedad de la vida. Dice: “Contemplando iba en su cuerpo / (qe

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yo con otros llevava) / quanto aja un soplo mortal / la flor mas fresca y bizarra” (76). Terminado

el entierro, se sienta a la sombra de un sauco para llorar su pesar. Allí lo invade el sueño.

Estamos en un momento clave del romance. El final se aproxima. El poeta nos introduce

en su mundo onírico. Luis se “eleva” en alas del sueño hacia la “region alta” y ve “subir de la

tierra baxa / un monte pyramidal / a la fabrica estrellada” (77). Queda maravillado. Escucha una

voz misteriosa que le habla y le dice: “…aqueste monte qe miras / es la ciudad de Dios santa. /

Lo demás es Babylonia / qe peregrinando andas…” (77). Está frente a la ciudad de Dios. Si

quiere llegar al monte, continúa la voz, debe atravesar el “piélago”, el mar, que la ciñe.

Ve como desde de la ciudad de Dios vienen corriendo hacia él varios niños, doncellas y

mancebos. En ese momento despierta. Siente que se ha salvado: está entre los brazos de Anfrisa,

su esposa. Los dos le dan gracias al Salvador. En este punto termina el romance.

En el texto en prosa que le sigue Don Luis, “el pecador”, informa a sus lectores que en

el poema había contado su “primera captividad en Babylonia”, y que nos seguiría hablando de

la historia de su vida más tarde en otros poemas: sus “Soledades” (79). De estas llegaron a

nosotros las primeras cinco, y la última quedó inconclusa.

Sus “Soledades”, efectivamente, tienen un contenido parcialmente autobiográfico, pero

son composiciones de otro carácter. Se trata de silvas escritas en versos endecasílabos y

heptasílabos, con rima consonante o libre. El tema religioso prepondera. En dos de ellas

incluye, unido al tema sacro, episodios de su vida personal. Dado el cambio de registro es

necesario tratarlas en un estudio separado.

Las obras de Luis de Tejeda combinan distintos modos de escritura alrededor de una

preocupación existencial común. Emplea la prosa y el verso. Era un hombre de una rica cultura,

que había vivido experiencias desafiantes. Trató de volcar esto en sus composiciones. El arte

Barroco amaba crear diversos efectos y yuxtaponer imágenes contrastantes. Don Luis encontró

en la poética barroca los recursos poéticos necesarios para expresar sus sentimientos y sus ideas.

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El romance autobiográfico es un texto que nos habla de la vida amorosa de un joven

criollo apasionado. Es una composición fundamentalmente profana, por más que el poeta por

momentos se arrepienta de sus aventuras y pida ayuda a Dios. Testimonia la pasión erótica de

un sector de la población que, sin ser noble, se separó, por sus privilegios y su riqueza, del resto

de los habitantes de la ciudad. Los jóvenes criollos jugaban al amor dentro de su clase. Las

reglas cortesanas que adoptaban eran las mismas, creían ellos, que seguían los jóvenes en

España. Ansiaban ser aceptados por los españoles como iguales. En su literatura imitaban las

formas poéticas de la península. Vivían en una cultura, sin bien colonial, común. Sin embargo,

no eran nobles ni peninsulares: habían nacido en América, eran criollos, y tendrían que asumir,

tarde o temprano, su condición. Los españoles los veían como rivales, y desconfiaban de ellos

(Santiago 23-6).

La fundación de la universidad cambió la historia cultural de Córdoba. Gracias a la

circulación del saber que eso hizo posible hoy podemos leer una obra poética escrita por un

poeta local letrado, nacido en 1604, que conocía bien y seguía el modelo culto de los poetas

imperiales. Don Luis escribió su obra en un momento especial de su vida: era un hombre de

sesenta años dedicado a la vida religiosa, que, hasta poco tiempo antes, había sido miembro de

la sociedad civil.

Su actuación como militar y político fue extensa y prolongada. Conoció todos los

vaivenes del poder y sufrió los cambios de la fortuna. Fue patrono de conventos, actuó en

prolongadas campañas militares contra los indios, gobernó en repetidas ocasiones, poseyó

extensos campos y encomiendas, tuvo esclavos y cantidades importantes de indios

encomendados. Fue también un hombre de familia, padre de diez hijos.

Don Luis buscó crear una imagen ideal de sí en el romance. Es una pseudo-biografía

artística. Quería reafirmar la supremacía de su grupo. No tocó ningún problema social sensible,

ni habló de las luchas políticas entre familias. No comenta sobre las relaciones de poder que

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existían entre señores y subordinados, y entre señores, indios y esclavos. Imitó las fórmulas

literarias del barroco cortesano europeo con gran habilidad y talento (Santiago 152). En su

obra cualquier referencia al pueblo llano está prohibida. El otro no existe para Luis de Tejeda,

solamente el yo. Es un yo absolutista, que no conoce matices.

El legado literario de Luis de Tejeda constituye un valioso testimonio de las aspiraciones

sociales de las familias criollas enriquecidas en la sociedad colonial barroca rioplatense. Su

obra nos permite entender la “mentalidad” de una subclase aristocrática en formación: su

sentimiento de superioridad, su arrogancia, su elitismo. Es un grupo social que se impone por

la fuerza. Viven en una sociedad racialmente dividida, donde el señor siente que tiene derecho

a todo. Este sector criollo abrazó el arte culto barroco y le dio una nueva modulación, derivada

de los vaivenes de la experiencia colonial americana.

Bibliografía citada

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Letras No. 273-4 (Mayo 2004): 11-37.

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Sapientia No. 121 (1976): 207-216.

Devoto, Daniel. “Escolio sobre Tejeda”. Revista de Estudios Clásicos.Tomo II. Mendoza:

Universidad Nacional de Cuyo, 1946: 93-132.

Furt, Jorge M. “Nota biográfica”. Luis de Tejeda. Libro de varios tratados y noticias…VII-XIV.

Martínez Paz, Enrique. “Luis de Tejeda: el primer poeta argentino”. Revista de la Universidad

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Maturo, Graciela. “Luis de Tejeda y su peregrino místico”. El humanismo en la Argentina indiana

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Pérez, Alberto Julián. La literatura de la Conquista del Río de la Plata. Barcelona: Letra Minúscula,

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Santiago, Olga Beatriz. Don Luis José de Tejeda y Guzmán Peregrino y ciudadano. Buenos Aires:

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Tejeda, Luis de. Libro de varios tratados y noticias. Buenos Aires: Coni, 1947. Lección y notas de

Jorge M. Furt.

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