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Alberto Julián Pérez

Texas Tech University

Las « Soledades » de Luis de Tejeda

El poeta Luis de Tejeda (Córdoba 1604-1680) fue el primer escritor criollo educado y

formado en el Río de la Plata del que tenemos registro. Era descendiente de una de las familias

fundadoras de la ciudad. Estudió en la universidad jesuita de Córdoba. Como su abuelo y su

padre, fue militar. Ocupó diversos cargos públicos: fue procurador general, alcalde, juez de

apelaciones, capitán a guerra y teniente de gobernador (Santiago 49). Los Tejeda tuvieron

influencia en la vida religiosa de la ciudad (Martínez Paz 108). Su padre donó la casa familiar

para construir en ella un convento carmelita, y edificó la iglesia dedicada a Santa Teresa. Don

Luis, hijo primogénito, a su muerte, heredó de este el patronato del convento, así como sus

feudos y encomiendas (Furt XIV).

En 1661 fue acusado por sus enemigos políticos de abuso de poder. El tribunal de La

Plata (actual Sucre) lo condenó y le confiscaron sus bienes. Procurando escapar de la ley civil,

entró en la orden de los dominicos y vivió en su convento hasta su muerte. Fue allí donde

compuso su obra, una colección miscelánea de prosa y verso, que permaneció sin publicar

hasta 1916. El filólogo Jorge M. Furt realizó en 1947 una edición crítica de esta, respetando la

escritura original. La tituló Libro de varios tratados y noticias (Santiago 71-3).

El “Romance autobiográfico” y las “Soledades” son los poemas más destacados de la

colección. Para la composición de estos últimos utilizó como metro la silva, de versos

heptasílabos y eneasílabos, con rima consonante o libre. Son cinco poemas extensos, cultos y

elaborados. El autor se esmeró en su escritura, procurando mostrar su maestría en cada verso.

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Las “Soledades” sintetizan la visión de mundo del Barroco americano: tienen una

concepción dual, escindida, conflictiva, de la realidad y del mundo. Escuchamos en los poemas

dos voces, enfrentadas y discordantes. Una voz que se eleva al cielo, y otra voz que se arrastra

en la miseria humana (Maravall 131-74).

La “Soledad 4ta”, que me propongo analizar, es un poema dramático, en el que aparecen

personajes del mundo sagrado cristiano, y personajes del mundo profano de la Córdoba de su

tiempo. El personaje central del mundo contemporáneo es el “Peregrino”, un alter ego del

poeta. Ambos mundos, el sagrado y el profano, se miran, se reflejan, en forma distorsionada.

La vida, tanto en el tiempo de Cristo, como en el brutal y oprobioso mundo de la colonia, era

violenta y terrible. La ambición humana, la maldad, el egoísmo, se muestran en ellos al

desnudo. El autor describe una sociedad de “monstruos”: los sayones que golpeaban a un Cristo

inocente con sus látigos lacerantes en el Pretorio, reflejaban al conquistador, atacando a los

indígenas “bárbaros”, que rehusaban reconocer el poder del Emperador, y al encomendero,

maltratando a sus indios y esclavos. Habían asignado a los nativos un lugar marginal e indigno

en el nuevo orden americano: eran los sirvientes, los esclavos; no tenían derechos, ni libertad;

les negaban su propia identidad.

El mundo Barroco no se compadecía de los indígenas: Tejeda los consideraba seres

salvajes, que rehusaban aceptar su condición de vasallos y su inferioridad frente al europeo. Él

se jactaba de la fuerza de sus armas, qué fácilmente les habían demostrado la superioridad de

la monarquía absoluta española.

Luis de Tejeda era, paradójicamente, un militar y político que, en el momento que

escribía este poema, había perdido su poder. Lo había tenido, y lo rememora. Fue víctima de

las intrigas políticas de sus enemigos y competidores, que lo acorralaron.

En el poema, el poeta no podía hablar con entera libertad. Durante el Barroco, tanto

en España como en América, no existía “libertad de expresión”: el escritor debía ajustarse a los

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parámetros que establecía la censura. La literatura era considerada potencialmente

desestabilizante y “peligrosa”, y la corona la vigilaba celosamente. Aquellos que se “propasaban”

eran castigados.

En ese mundo absolutista, dictatorial, monárquico, todos eran vasallos, debían

someterse a la autoridad absoluta del rey. Entre pares, la competencia era tremenda: cada

individuo luchaba por conquistar el primer puesto y recibir el favor del poderoso. Arriba, solo

había lugar para uno. Pero mientras ese creía que disfrutaba del poder, otro estaba minándolo,

para quitárselo. Era una sociedad hipócrita, donde el cortesano trabajaba en la sombra.

Comunidad de vasallos, en la que los más hábiles e inescrupulosos se valían de la traición para

sobrevivir.

La “Soledad 4ta” es un poema dramático, en la que el autor recurre a fuertes imágenes

visuales para expresarse. Crea un texto barroco a dos voces. La más auténtica de las dos, es la

enunciación sagrada. El escritor, que debía cuidarse de lo que decía sobre el mundo

contemporáneo, ante la ferocidad de sus enemigos políticos, podía, en su texto dramático

religioso, expresarse más auténticamente entre líneas. El tema religioso le permitía al escritor

barroco americano mostrar más libremente sus emociones. Al escribir un texto profano debía

contenerse, autocensurarse.

En la pasión de Cristo y en los personajes bíblicos representados en las obras de arte del

renacimiento y el barroco podemos ver dibujados, en forma disimulada, los grandes dramas

pasionales de los artistas (Maturo 118). El artista, como ser negado, reprimido y sufriente, se

identificaba con los personajes sacros. En la “Soledad 4ta” la voluntad autoral se proyecta con

autenticidad en los personajes dolientes de Cristo y de la Virgen. Su patetismo toca el corazón

de los lectores. En contraste, uno siente que su voz está amordazada cuando habla de la

sociedad de su tiempo, y solo dice lo que puede decir, y calla lo más. Da una imagen incompleta

y engañosa de lo que pasaba.

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El escritor perseguido y condenado que es Tejeda jamás se queja, ni nos cuenta su

verdadero pesar, ni dice sinceramente qué le pasa en su poema. Había sido militar, e ingresó al

convento como monje. No debía hablar. Vivía en una sociedad estamental, pertenecía a la elite

criolla. Las cosas no eran lo que parecían ser.

El Barroco se caracterizaba por la duplicidad y el fingimiento. El escritor utilizaba el

lenguaje para crear una red autónoma de sentido, ubicar a ciertos sujetos elegidos en el espacio

conflictivo, mostrar alegóricamente su mundo, valiéndose de ricas metáforas y símbolos. No

buscaba revelar su verdad. Era mejor ocultarla y ocultarse. Disfrazarse, travestirse. Si el tema lo

permitía, jugar. Era una cultura criolla egoísta y narcisista, donde nadie quería perder. El

objetivo de los señores era acumular más y más poder. Desconfiaban de todo.

En la “Soledad 4ta.”, Tejeda nos presenta un momento cruel y vertiginoso de la pasión

de Cristo. Este estaba en el Pretorio, frente a sus jueces. La Justicia Divina observaba lo que

sucedía. El “diáfano belo” del cielo no le impedía a esta ver la escena. Dice el poeta: “Miraba

desde el solio sempiterno/ la Justicia Divina/ alto atributo de la esencia trina/…el diafano belo

qe hasta el suelo/ inmenso espacio dista/ no le ocultaba a su profunda vista/ el no visto

espectaculo, mas tierrno/ qe ha de historiar el tiempo en sus anales/ desse estupendo y

memorable dia” (Tejeda 251). 1

El Barroco le daba todo el poder a la imagen: el poeta se concentraba en su

composición. Buscaba en ella profundidad, explotaba sus matices y destacaba su sentido

simbólico (Pino 121-7). Acompañaba esa imagen visual, en forma contrastante, con la

explicación intelectual, creando un contrapunto entre imagen y comentario. Lo sensible y lo

mental convivían en el espacio alegórico.

1Los versos que trascribo en mi ensayo siguen la grafía del manuscrito de Jorge Furt, en su edición crítica de la
obra de Tejeda.

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La Justicia Divina vio en el pretorio a María, la madre de Cristo. Esta no lograba

distinguir físicamente a su hijo, porque aquellos que lo acusaban y querían condenarlo

ocupaban la puerta de ingreso y obstruían la visión. María lo buscaba, angustiada, y finalmente

logró “verlo” con “la vista del alma” (251).

En ese mundo alegórico religioso, no realista, dios hace todo posible. Ante ese cuadro,

la Justicia Divina comenta: “si assi ofendio la divina malicia/ del Ho a Dios, quien puede sino

el Hijo/ qe es He y Dios tanbien satisfacella?” (251). El hijo se dispone a pagar por la “infinita

culpa” del hombre.

Comienzan a darle latigazos a Cristo. Ante eso, toda criatura “sensible, irracional, e

intelectiva, / menos el hombre mismo”, quedan pasmados (251). El hombre, esclavo del pecado,

muestra su crueldad. Pilatos, dice el poeta, hacía azotar a Cristo para aplacar la sed de sangre

de “los escribas, Sacerdotes/ y gremio Pharisseo”, que querían matarlo. Pensaba que el castigo

físico infamante aplacaría el odio de sus enemigos. Le arrancan su túnica. Cristo se deja atar

mansamente a la columna. Continúan los azotes, que laceran su carne. Cristo sangra. Dice el

poeta: “…los yerros y cadenas/ alanceteadas del azero agudo/ del sacro cuerpo candido y

desnudo/ agotaban sus venas de corales/ de humor rubicundo/…qe vañaban corriendo el duro

suelo/ a emulaciones del imperio cielo” (252).

En ese momento, interviene el sol, que participa en el drama sagrado. Indignado por lo

que ve, detiene la luz y deja al mundo en sombras. Dice el poeta: “El sol unica luz y ojos del

orbe/ quedo tan assombrado/ de ver a su criador, asi açotado/ qe desde el alto asiento/…Argos

de tantos ojos/ lo troco todo en palidez sombria” (252). Esto, sin embargo, no detuvo a los

soldados, que continuaron castigándolo. Al ver lo que sucedía, con visión “intelectiva”, María

decidió hablar con Dios. Quería pedirle algo especial, y necesitaba que intercediera en su favor.

Comprendía que el sacrificio del hijo era necesario, porque Cristo venía a pagar por las culpas

de la humanidad. Esa sangre que ahora Dios entregaba en sacrificio, había estado en su cuerpo;

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ella, su madre, lo había dado a luz. Dice: “Del corazón desta tu indignada esclava/ la sangre fue

la carne, a qe te uniste/ y un valor infinito assi le diste/ qe fue el remedio de la culpa brava”

(253). Quería por eso ser también parte de ese sacrificio y ofrecerse junto a él. Le dice a Cristo:

“y assi Hijo mio, en este Sacro Sto/ sacrificio tanbien la parte ofrezco/ qe me hiço tan dichosa

entre mujeres/ en el ofreces tu lo mismo qe eres/ y yo lo qe me diste y no merezco” (253).

La virgen se identifica con su hijo y sufre todo el dolor de la pasión. Medita,

lamentándose. Hubiera deseado que los “Mynistros tan crueles”, que se llevaron a Cristo, la

hubieran llevado a ella en su lugar. Dice: “oxala verdad fuera/ qe yo amarrada al mármol

estuviera/ como es verdad, qe alli el amor me tiene/ atada con cadenas y prisiones...” (254).

La madre insiste en que ella y el hijo son una sola carne. Le duele su martirio. Imagina

que la tortura ya terminó y Cristo está buscando en el suelo sus vestiduras. Dice: “considero las

busca mi hijo amado,/ hasta el suelo inclinado/…buscando la una y otra vestidura/…de

aquellos sucios pies, atropellado/ de tanta gente vil, qe solo piensa/ su maior menosprecio

ofenssa y daño” (254). Termina el poeta esta parte, con una muy bella imagen de la Virgen: “o

como diera el cielo/ el claro resplandor de sus estrellas/ a tan ingrato suelo,/ por el contacto de

sus manos bellas.” (254)

Sigue a continuación en la “Soledad 4ta” la sección profana, que tiene como personaje

protagónico al Peregrino. Después de concluir el episodio bíblico, el poeta introduce al lector

en la realidad de la Córdoba del momento. Crea una suave transición de una parte a la otra.

Mientras la Virgen contaba los pasos que daba su hijo al salir del Pretorio, el poeta ejercitaba

los suyos en su “Babylonia”. Le pide a la virgen que ofrezca a su hijo sus lágrimas, junto a las de

ella, y le solicite su protección. Dice: “Su poderosa intersession imploro/ porque estas tibias

lagrimas qe lloro/ unidas con las suias y mescladas/ mediante su valor impetratorio/ la ofrezca

a su hijo en el pretorio.” (255).

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El poeta vuelve al tema de la mirada, central en su poética. Dice el Peregrino: “Tan

cautivo en su ciega Monarquia/ con la concupicencia de mis ojos/ aquella Babylonia me tenia/

qe imperiosa y triunfante/ hacia ley en mi, de mis antojos” (255). Confiesa su apego a los

placeres. Era propietario rural, y formaba parte de la esfera del poder real en la ciudad. La

“nación Carybe y Brava/ del calchaqui sacrílego indomable” se había rebelado (256). Como

militar y oficial se aprestó a cumplir con sus deberes de “encomendero feudattario”. Los criollos

debían participar en la defensa del territorio y en las guerras ofensivas ordenadas por la Corona.

Los indígenas eran, para él, una gente “traydora, apostata, incostante”, que negaban el “justo

basallaxe” al Rey y, asegura, ultrajaban la religión. Los consideraba bárbaros, y étnicamente

inferiores a españoles y criollos.

Tuvo que abandonar temporalmente sus tareas de encomendero y comerciante, y

constituirse “en millitar centurio/ de feudataria y reformada gente/ de corazón intrepido y

valiente “(256). Dejó a su familia y partió a la guerra, que se prolongó durante varios años.

Primero luchó contra los indígenas rebeldes, y los derrotó. Dice: “en sus incultas sierras/ el

barbaro gentio al blando yugo/ del español rindió la cerviz ruda”. Luego de vencerlos, las

autoridades le pidieron, como comandante de la plaza de armas, que fuera al Río de la Plata,

para defender el puerto del ataque de los piratas holandeses. Poco después, el Brasil amenazó a

su vez invadir Buenos Aires. La guerra se prolongó. Finalmente, concluida esta, regresó a

Córdoba. Allí, restableció su relación con su familia y volvió a su vida de encomendero y

comerciante.

El poeta-peregrino le habla a Cristo. Se reconoce pecador y se confiesa. Lo que ocurrió,

dice, fue por su culpa, por su avaricia y falta de piedad, y agrega: “…si yo a los pobres diera/ lo

qe os negué con condision avara/…y con un trapo me quedara apenas/ no me hallara cercado

de cadenas/ en este mi segundo cautiverio…” (259. Fue la “vil concupiscencia” de sus ojos la que

lo esclavizó. Buscó vanamente los placeres. Quiere dejar todo eso en el pasado.

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Ve a Cristo, humillado, rodeado de verdugos, que busca en el suelo sus vestiduras, luego

de haber sido cruelmente azotado. Él sufre. Se pregunta por qué no lloró más antes, cuando

estaba entregado al pecado. Quiere confesar todo y buscar el perdón de Dios.

Había sido prisionero de su “codicia y amor propio”. Fue egoísta, impiadoso. Cuenta

que una vez, un pobre viejo sirviente enfermo, que vivía en su casa, le rogó que lo ayudase, y, si

moría, tuviera a bien ocuparse de su entierro, lo que no hizo. Otra vez, una esclava suya, le pidió

detenerse, durante una marcha. Se sentía mal, y creía que iba a morir. No accedió a su pedido.

Con crueldad le contestó: “…tambien donde yo voy, ai gente y cura/ y no os faltara Iglecia y

sepultura” (261). La obligó a continuar la marcha y la esclava falleció poco tiempo después de

llegar a su casa.

Nunca, reconoce, mostraba compasión, ni por el indio encomendado, ni por el negro

esclavo. No los socorría cuando estos lo necesitaban. Tampoco asistía al hambriento. Se

lamenta de lo ocurrido y se pregunta: “Hai qe será de mi qdo en la quenta/ de aquel juicio qe

espero tan amargo/ me hagais Señor el concluyente cargo” (263). Negarle ayuda al pobre y al

necesitado fue como negarle socorro a Cristo. Dice: “…viéndoos mendigo, lacio, hanbrinto/

…de unas migaxas os negue avariento/ ni aplacar quisse con un xarro de agua/ la ardiente sed

dessa amorosa fragua…” (263).

Confiesa que jamás daba limosnas al necesitado, aun sabiendo que el dinero que ganaba

era fruto del trabajo forzado de los indígenas y esclavos en sus encomiendas y feudos. Ese

dinero lo dilapidaba en “luzimientos” vanos (264). Gastaba para ostentar, por vanidad. Termina

su confesión y su poema diciendo que, a pesar de todas sus faltas, confía en que dios

todopoderoso podrá perdonarlo, “despues de haver llorado” su pecado.

La representación dolorosa de Cristo en el Pretorio y el sufrimiento de la Virgen, viendo

el padecimiento de su hijo, cuando los azotes rompían su carne, bajo la mirada celestial

asombrada de la Justicia Divina, de la primera parte del poema, tienen una enorme fuerza

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dramática. La historia de Cristo nos toca profundamente. Sentimos, “tocamos” su sufrimiento.

Cuando, por otro lado, en la segunda parte, el cordobés feudatario confiesa sus “pecados” ante

Dios, reconociendo su indiferencia ante la miseria de sus esclavos y sirvientes, no quedamos

convencidos de que su arrepentimiento sea sincero. Nos resulta poco persuasivo.

El Tejeda de la década del sesenta era un viejo militar que había perdido su poder y no

tenía libertad para ser realmente honesto. Vivía en el convento de Santo Domingo. Varias de

sus propiedades le habían sido confiscadas.

Su familia, felizmente para él, tenía un vínculo excelente con la Iglesia (Caturelli 207).

Su padre había construido y sostenido dos conventos en la ciudad de Córdoba, entre ellos el

de la Carmelitas. Gracias a esto pudo salir de su situación haciéndose religioso. La ley civil no

tenía jurisdicción en el convento donde estaba Don Luis. Allí pudo dedicar su tiempo al

estudio y a la escritura.

Don Luis, como todos los miembros de su familia, era muy religioso y su fe era sincera.

Córdoba era un gran centro católico. Él se había formado en las escuelas y en la universidad

jesuita (Pérez 179-88).

Luis de Tejeda era un criollo sofisticado, rico, había ejercido múltiples cargos políticos

y militares. Fue propietario de varias estancias de miles de hectáreas cada una. Las había

heredado de su familia, que a su vez las había recibido de la Corona, en reconocimiento a sus

servicios militares durante la Conquista. El poeta era parte de un nuevo esquema de poder

dentro de su sociedad estamental. El estado autoritario colonial se afianzaba en la región.

Don Luis formaba parte de la sociedad criolla culta de la colonia. El orden virreinal era

relativamente estable. Los nativos de la zona habían sido sometidos, y su antigua forma de vida

y subsistencia habían sido radicalmente alteradas. Debían trabajar para sus señores en sus

encomiendas, sin compensación alguna. Sufrían un ataque constante contra sus creencias y sus

dioses, y el desprecio racista de sus señores. Estos debían alimentarlos y cuidar de la salud de

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los indígenas encomendados, pero el poeta reconoce en el poema que no lo hacían. La codicia

incesante de los encomenderos fue destruyendo su vida grupal y su cultura.

El indio, en esas circunstancias terribles, tenía pocas opciones disponibles. Podía tratar

de escapar y esconderse en el monte, o debía someterse y tratar de adaptarse a la situación, que

parecía no tener salida para él. Poco a poco aceptó la religión de la cultura invasora. El dios

cristiano lo conmovió profundamente y su ejemplo se volvió parte necesaria de su experiencia.

Don Luis, en esos años difíciles para él, buscó consuelo en la religión. Profesó como

fraile. En la Soledad 4ta. el peregrino, su alter ego, igualmente se había vuelto hacia dios, y se

había reconocido pecador y creyente.

Hay algo patético que nos conmueve en la historia intelectual de Luis de Tejeda. Vivía

en una sociedad estamental. La autoridad censuraba a los artistas y escritores. España era un

régimen monárquico absolutista, y en sus colonias ningún súbdito podía decir lo que pensaba.

El mundo colonial rioplatense era un orden policial represivo, supervisado por el ejército. El

escritor, en esas circunstancias, aprendió a expresarse indirectamente, creando en sus historias

tramas simbólicas e introduciendo personajes alegóricos (Barcia 16). Sus obras testimonian su

necesidad de una expresión más personal y también su impotencia ante el poder absoluto que

gobierna.

El escritor barroco vivía en un mundo escindido, donde no era dueño de sí mismo

(Devoto 95). Aún aquellos que disfrutaban del poder, podían a su vez, en circunstancias

adversas, ser víctimas de la arbitrariedad de la “justicia”. Así le ocurrió a Don Luis. En el Río de

la Plata no había verdadera justicia. Las luchas por el poder entre facciones dominaban la vida

política. Los “jueces” eran los mismos que cometían los crímenes. La nueva sociedad colonial

represiva nacía bajo el signo de la espada.

Luis de Tejeda en sus poesías testimonia la voluntad artística de creación de un sector

criollo en el Río de la Plata. Vivía en una comunidad desintegrada, cruel, de amos y sirvientes,

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en la que unos mandaban arbitrariamente, y otros debían obedecer y guardar silencio,

temerosos por su vida.

El mundo barroco no era un mundo ideal. Sociedad violenta, injusta, arbitraria, el

hombre barroco se expresa en América en su arte alegórico. Disfraza y traviste su expresión. En

la “Soledad 4ta” sentimos que el autor es más sincero cuando hace hablar a la virgen, que

cuando personifica al peregrino, confesando sus abusos de poder en la Córdoba colonial. Ese

peregrino, falsamente arrepentido, es el hombre nuevo de América: el representante de una

clase criolla señorial, arrogante y racista, que irá tomando consciencia progresivamente de su

papel único en la historia y se diferenciará de los señores venidos de España, hasta adquirir su

propia identidad americana.

Bibliografía citada

Barcia, Pedro Luis. “Luis de Tejeda y Guzmán y su obra”. Boletín de la Academia Argentina de

Letras No. 273-4 (Mayo 2004): 11-37.

Caturelli, Alberto. “El neoplatonismo cristiano de Luis de Tejeda, primer filósofo argentino”.

Sapientia No. 121 (1976): 207-216.

Devoto, Daniel. “Escolio sobre Tejeda”. Revista de Estudios Clásicos.Tomo II. Mendoza:

Universidad Nacional de Cuyo, 1946: 93-132.

Furt, Jorge M. “Nota biográfica”. Luis de Tejeda. Libro de varios tratados y noticias…VII-XIV.

Maravall, José Antonio. La cultura del Barroco. Barcelona: Ariel, 1975.

Martínez Paz, Enrique. “Luis de Tejeda: el primer poeta argentino”. Revista de la Universidad

Nacional de Córdoba No. 4 (1)(1917): 107-35.

Maturo, Graciela. “Luis de Tejeda y su peregrino místico”. El humanismo en la Argentina indiana

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y otros ensayos sobre la América colonial. Buenos Aires: Biblos, 2011: 107-155.

Pérez, Alberto Julián. La literatura de la Conquista del Río de la Plata. Barcelona: Letra Minúscula,

2022.

Pino, Georgina. “El Barroco americano”. Revista Estudios No. 7 (julio 1987):119-139.

Santiago, Olga Beatriz. Don Luis José de Tejeda y Guzmán Peregrino y ciudadano. Buenos Aires:

Editorial Biblos, 2011.

Tejeda, Luis de. Libro de varios tratados y noticias. Buenos Aires: Coni, 1947. Lección y notas de

Jorge M. Furt.

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