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Texto nro.

6
Liberalismo y Conservadurismo en el Siglo XIX
Versión libre y sintética de MOSSE, George, La cultura Europea del siglo
XIX. Ariel, Barcelona, 1997.

El desafío de la libertad frente a la Revolución francesa


Los historiadores aún llaman a las décadas que sigue a 1815 la "era de
la reacción". Ciertamente, la consigna de la Revolución Francesa, "libertad,
igualdad y fraternidad", había sido repudiada por la mayoría de los
gobiernos euro- peos. Superficialmente al menos, parecía que la caída de
Napoleón había sido el golpe de gracia para la libertad. Pero la generación
que había vivido el período napoleónico pensaba que el siglo estaba
renaciendo de su colapso y que la característica básica de este
renacimiento era, según ellos, el renacimiento de la libertad.
¿Era esa esperanza una mera continuación del culto de la diosa de la
Libertad que inspiró a la Gran Revolución? ¿Era el surgimiento de aquella
"libertad natural" de la Ilustración, con la que el pueblo estaba gobernado
solamente por las leyes naturales del cosmos? No era ninguna de estas
cosas. Era más bien la reformulación de una libertad que esa generación
pensaba que los filósofos del pasado inmediato habían oscurecido. Los
filósofos del siglo XVIII basaban su concepto de libertad en la razón y en la
ley natural, y derivaban las libertades de su fe en la racionalidad
intrínseca del hombre. Tales hombres rechazaban el pasado histórico, no
sólo porque no había sido capaz de construir la libertad humana, sino
también porque estaba repleto de unas supersticiones muy contrarias al
libre uso de la racionalidad. La luz de la razón condenaba a la historia.
"Felicidad", dijo el revolucionario Saint-Just, "es una palabra nueva en
Europa".
En la generación posnapoleónica, un resurgimiento de la historia refuerza
el nuevo concepto de libertad. Este resurgimiento había sido anunciado
por el historiador italiano Giambattista Vico, que, en su Scienza Nuova
(1725), había enfrentado el racionalismo de la época con una filosofía de la
historia. Vico pensaba que la historia operaba también de acuerdo con las
leyes naturales, leyes que determinaban su movimiento, que en opinión de
Vico era cíclico. Las civilizaciones ascendían y descendían, descendiendo
de la era de los dioses a lo heroico y a la era humana y su posterior
decadencia. La teoría cíclica de Vico tuvo poca influencia en sus
contemporáneos. Mucho después, a finales del siglo XIX, Benedetto Croce
restauró el prestigio de Vico como historiador, y más tarde aún Oswald
Splenger abrazó, en parte sus teorías. Sin embargo, para esta generación
posnapoleónica, Vico exponía una filosofía de la historia regida por las
leyes naturales que progresaba mediante el motor del espíritu humano.
Para este espíritu era básico un concepto de libertad.
Lo que afloró del pensamiento de Vico fue, pues, un concepto de libertad
que operaba como una ley natural en la historia y a través de la historia.
"Todo es historia", sostenía el napolitano, un comentario que a Croce le
gustaba repetir más tarde. Aunque aceptasen la primacía del espíritu en la
lucha del ser humano por la libertad, los seguidores de la religión de la
libertad habían abandonado el ritmo cíclico de la historia a favor de un
concepto de progreso basado, en realidad, en la fe optimista de la
Ilustración en el triunfo de la Razón. Pero este concepto de progreso se
unía ahora a la importancia de la conciencia del desarrollo histórico.
Progreso humano que se desarrollaba siguiendo las leyes de la historia y
no sólo a través del triunfo inevitable de la razón. Para este progreso del
hombre era básico un concepto de libertad en el sentido de progreso de la
libertad como parte del progreso del hombre a través de la historia.
Pero, ¿no había conducido la libertad al Terror, a la tiranía jacobina y, al
final, a la presa de hierro de Napoleón sobre Europa? ¿No conduciría la
libertad, aunque se concibiese en términos históricos, a nuevos excesos?
Los partidarios de esta nueva libertad tenían que afrontar este problema.
Creían en la libertad, pero les resultaba odioso lo que Robespierre y
Napoleón habían hecho de este anhelo humano. La importancia concedida
a la historia era una ayuda a este respecto, pues impedía innovaciones
súbitas. Fueron un paso más allá y repudia- ron el concepto de
democracia, concepto que en su opinión no conducía a la libertad, sino al
absolutismo. Culpaban a la doctrina de la voluntad general de Rousseau y
al uso que había hecho Robespierre de ella. Madame de Staël, en sus
Consideraciones sobre la Revolución Francesa (1816), hablaba de la revolución como
una crisis de la historia de la libertad, santificada por la historia, con la
modernidad del despotismo. Para ella, la democracia popular jacobina no
era más que otra forma de tiranía; la libertad había de conseguirse por
otro camino trazado por la constitución francesa de 1791 y por la
constitución de Inglaterra (pues Madame de Staël admiraba la
constitución inglesa, lo mismo que la había admirado antes Montesquieu).
"Es un bello espectáculo esta constitución, que vacila un poco cuando sale
del puerto, como el navío que se lanza a la mar, pero que despliega las
velas y da vía libre a todo lo grande y generoso del alma humana". A través
de esta constitución se despliega dentro del proceso histórico, la libertad.
La libertad era de la máxima importancia para esta mujer inteligente y
famosa; odiaba el Terror, pero no se lo achacaba a la Revolución. El ancien
regim había corrompido hasta tal punto la moral del pueblo que el
resultado de su justificada rebelión había sido el despotismo, y no la
libertad. Ella sostenía la opinión, tan a menudo repetida, de que la causa
última de las revoluciones no eran los revolucionarios, sino los adalides de
la reacción.
Madame de Staël creía que para evitar los excesos de la libertad
revolucionaria había que elevar al pueblo moralmente antes de otorgarle
esa libertad. El marco histórico de un proceso constitucional aportaría los
medios necesarios para conseguir este propósito. Esa vinculación de
moralidad y libertad sería característica de gran parte del liberalismo
decimonónico. Para estos hombres y mujeres, la Revolución francesa
había pervertido la libertad porque la Revolución había sido inmoral.
Había que vincular pues, la nueva libertad a una base moral. Ya
examinaremos más adelante con mayor detalle esta importante faceta del
liberalismo, que vino a atemperar el individualismo de la doctrina liberal.
Además, Madame Staël pensaba que esta vía hacia la libertad sólo puede
recorrerla una entidad histórica como la nación: "No se puede lograr algo
duradero más que en la nación." La afirmación de la nueva libertad
significó así mismo un cambio, no sólo del racionalismo al historicismo,
sino también del cosmopolitismo del siglo XVIII al nacionalismo del siglo
XIX.
Esta libertad fue el tema de Benjamín Constant en la conferencia que
pronunció en París en 1819 sobre la libertad antigua y la moderna. Los
discursos y conferencias de Constant, uno de los dirigentes liberales de la
cámara francesa después de 1819, fueron muy admirados por aquella
generación. También él creía que la libertad era moderna y que debía
diferenciarse de los g riegos y de los romanos. El interés por preservar esa
libertad individual, con la que habían acabado los demagogos de la
democracia antigua, era crucial para Constant. La democracia antigua
significaba para él la soberanía de la chusma, una soberanía colectiva que
había propugnado Rousseau y que había conducido directamente a la
guillotina en la plaza de la Concordia. Esa democracia era en realidad una
tiranía, pues no contaba con más garantías constitucionales que las
destinadas a preservar la libertad de participación popular en el gobierno.
Estas garantías no aseguraban la libertad; había que introducir auténticas
garantías constitucionales para proteger la libertad individual tanto de la
autoridad del gobierno como de la democracia tiránica. La participación
constitucional en el gobierno sólo era válida a través del principio
constitucional de la representación parlamentaria.
Para Constant, libertad significaba el derecho a someterse únicamente
a las leyes y no a los hombres, a elegir la propia profesión y hasta a abusar
de ella. Esta libertad moderna formaba parte, en su opinión, de una
evolución dentro de un marco histórico. Para él era importante la idea de
progreso; creía incluso que el prog reso moderno había convertido la
guerra en una cosa obsoleta. Como la guerra era anterior en la historia al
comercio, el comercio era evidentemente una evolución más avanzada que
conduciría de un modo inevitable a la paz universal. Más tarde, en ese
mismo siglo, el poeta Tennyson cantaría a las balas del comercio que
ahuyentaban la guerra. Tanto Madame de Staël como Constant
reformularon la libertad a principios de siglo, una reformulación que se
basó en el resurgimiento de la historia.
El principio del sometimiento a las leyes en vez de a los hombres y el
principio del gobierno representativo eran fundamentales para el
liberalismo, pero también lo era el rechazo de la democracia. La
reformulación de la libertad incluía la idea de que la jurisdicción de la ley y
del parlamento sobre los individuos tuviese unos límites. El que ocupaba
el centro de las cosas era el individuo. Constant expuso muy bien esto en
una ocasión: "...hay una parte de la vida humana que se mantiene
necesariamente independiente e individual, y tiene derecho de permanecer
al margen de todo control social". Para los liberales, esta parte de la vida
humana tenía una importancia decisiva; tanto el absolutismo como la
democracia la erosionaban. Volvían, por tanto, a la idea del siglo XVIII: la
idea de los controles y equilibrios que había propuesto Montesquieu.
Pensaban, lo mismo que el filósofo francés, que este ideal se cumplía en la
constitución inglesa y su admiración hacia Inglaterra se basó en esta
visión del sistema de gobierno inglés. Al mismo tiempo que el francés
Constant destacaba la importancia de estas garantías de la libertad,
Alfieri decía lo mismo en Italia. En Inglaterra había un equilibrio de
fuerzas políticas que impedía la opresión. La aristocracia, el pueblo y el rey
tenían cada uno de ellos sus derechos, y sin embargo estaban unidos.
Tocqueville expondría poco después en Francia unas ideas muy parecidas
y analizaría el caso inglés de un modo más detenido.
Los liberales no ponían objeciones a los grupos de interés; en realidad
consideraban que un equilibrio entre ellos era una garantía de la libertad.
Según un historiador moderno, Guido de Ruggiero, la esencia del
liberalismo político consiste en "una oposición de partidos que trasciende
la oposición de clases". Esta oposición de intereses tendría que conducir a
un equilibrio entre ellos que crea- ría una verdadera unidad. Ya hemos
visto que Cavour sostenía estas ideas. Esta concepción de la política
reforzó la tendencia hacia el gobierno constitucional que parecía tan
evidente en Europa después de 1815. Este avance hacia el
constitucionalismo pareció confirmar, a su vez, las ideas liberales de
progreso.

El desafío de la libertad frente a la revolución industrial


La idea de progreso y el ideal de gobierno constitucional habrían de
seguir formando parte de la ideología liberal a lo largo del siglo. Pero el
ideal de la libertad individual, no sólo se enfrentaba al pasado
revolucionario reciente, sino también al presente inmediato de la
Revolución Industrial. ¿Cómo podía resol- ver esta afirmación de la
libertad el problema de las clases trabajadoras, de la estructura social en
rápido cambio? En la medida de que el desarrollo industrial significaba
una economía en expansión, podía definirse la libertad como libertad para
desplazarse en consonancia con esa expansión. Esto condujo a una
insistencia creciente en la libertad económica entre los preocupados por
los graves problemas sociales del período. La religión de la libertad había
procurado sacar provecho de las lecciones de la Revolución Francesa, pero
ahora se enfrentaba a las realidades hoscas e inexorables de la Revolución
Industrial. Para preservar la religión de la libertad ¿se podía decir a los
pobres: "enriqueceos y todo irá bien"? En 1848 ya se había hecho patente
el fracaso de ese lema.
Pero el liberalismo fue capaz de adaptar su interés básico por la libertad
del hombre a las realidades de la sociedad. Marcó el ritmo en esto
Inglaterra, ya que fue, en realidad, el principal laboratorio del pensamiento
liberal durante el siglo. El resto de los liberales europeos admiraban a
Inglaterra por el funcionamiento de su constitución, pero acrecentaba esa
admiración el influjo y el dinamismo que tenía allí el pensamiento liberal.
Es por tanto el liberalismo inglés el que hay que analizar, antes que el del
resto de Europa, pues fue el que intentó afrontar los retos de la
industrialización de la forma más constructiva. Sin embargo, lo cierto es
que el liberalismo inglés a diferencia del liberalismo del resto de Europa,
estaba operando con el telón de fondo de una cambio industrial
rapidísimo.
Inició esta tarea la riqueza de las naciones, de Adam Smith, en 1776. En
esta obra de la Ilustración se emplazaba la libertad en el marco de las
leyes de la naturaleza, de la libertad natural de la humanidad: "La
naturaleza encomienda a cada hombre a su propio cuidado". El optimismo
de la Ilustración dominaba la obra de Smith. Todo hombre, si seguía su
propia naturaleza o sus propios intereses, se veía conducido por una mano
invisible a promover un fin que no era parte de su intención: el bien de
todos. Smith admitía el Estado (lo consideraba necesario, en realidad),
pero sólo para dar seguridad a los hombres, para proteger sus vidas y sus
propiedades. El gobierno tenía una función puramente negativa, pues
Smith odiaba a ese "animal taimado", el político; valoraba más las normas
naturales de justicia que las humanas. Su idea de libertad carecía del
elemento histórico. Smith escribió su obra antes de la Revolución
Francesa, pero la idea de libertad natural siguió teniendo un cierto
atractivo para los liberales incluso después de la caída de Napoleón. En la
Inglaterra de mediados de siglo, el industrial y reformador Richard Cobden
(1804-1865) decía que intentar regular las relaciones entre patrón y
trabajador era como querer regular las estaciones. El elemento histórico
de este liberalismo pareció desaparecer, por el momento al menos. La
razón de todo esto era que en la época de Cobden los conservadores
insistían en los efectos positivos del tradicionalismo como base principal
de su programa. Persistía, sin embargo, la fidelidad al constitucionalismo,
a las formas de gobierno parlamentarias y representativas. Las formas de
la libertad política eran éstas, mientras que seguía rechazándose la
democracia popular, igual que la habían rechazado Madame de Staël y
Benjamín Constant.
El optimismo de Smith se mantuvo durante el primer período de la
Revolución Industrial. En 1798, el Ensayo sobre la población de Thomas Robert
Malthus, que creía también en la ley natural, postuló que cuando la
población comenzaba a sobrepasar el suministro de alimentos, la
naturaleza la controlaba mediante la guerra, la peste, el hambre y la
enfermedad. Se reflejaban en su tesis el rápido crecimiento demográfico
de Inglaterra y los problemas resultantes. En la teoría de este clérigo
anglicano había poco del optimismo del pensamiento liberal. La
experiencia había hecho tambalearse la fe en que llegaría por medios
pacíficos una vida justa y próspera para todos los hombres. Malthus
introdujo el concepto de lucha en el pensamiento liberal. La vida era una
lucha por la supervivencia contra la guerra, la peste y el hambre. Los
gobiernos no podían intentar abolir estos flagelos porque formaban parte
del mismo plan inexorable de la naturaleza. Pese a lo que pudieran indicar
los aspectos inhumanos de su tesis, Malthus perseguía el bienestar de
sus semejantes, pues creía que la intervención del gobierno agravaría las
consecuencias implacables e inevitables de la vida humana en este
mundo. Con la libertad natural, la población y el suministro de alimentos
encontrarían su propio equilibrio.
Aunque Malthus se oponía a que el Estado interfiriese en los procesos
naturales, creía que el individuo podía hacer algo al respecto. La gente
debía hacerse virtuosa y resistir las tentaciones. La solución para el
hombre y la miseria no era la legislación, sino la virtud del individuo.
Malthus coincidía en esto con la creciente insistencia en la moralidad
dentro del marco liberal. El eclesiástico no era tan insensible como han
afirmado escritores posteriores. Era necesario mantener la libertad frente
al gobierno, pero también lo eran la contención y la conducta virtuosa del
individuo. Sin embargo, Malthus veía la libertad como lucha: ésta era
necesaria porque la libertad individual significaba luchar por la
supervivencia. Pese a las intenciones de Malthus, esta creencia condujo a
una justificación del acaparamiento económico; confirió un prestigio moral
en la sociedad al espíritu competitivo del hombre de negocios. Este
concepto de lucha se convirtió en parte integrante de la ideología liberal,
una parte de la equiparación tácita de enriquecimiento y libertad.
También figuraban los beneficios de la competencia en la tentativa de
David Ricardo de demostrar que los salarios hallaban sus propios niveles
de subsistencia. Su obra Sobre el principio de la economía política y los impuestos
(1817) consideraba los intereses de las clases sociales como inmensamente
divergentes. La sociedad no se basaba en que el interés de cada hombre
beneficie a todos, como había pensado Smith; se basaba por el contrario
en la lucha entre distintos elementos de esa sociedad. La vida era también
una lucha por la existencia. El pensamiento liberal se ajustaba en Ricardo
a una pobreza que era más visible que nunca en las nuevas poblaciones
industriales de Inglaterra, una pobreza que no parecía aliviarse con el
tiempo.
Pero la reformulación más fundamental del liberalismo se produjo
durante el período 1776 a 1832 bajo la inspiración de Jeremy Bentham.
Bentham, con una profunda conciencia de la situación de Inglaterra,
intentó abordar estos problemas rechazando el esquema del siglo XVIII de
la ley natural y buscando una base más realista para su pensamiento.
La medida de la libertad en la sociedad no era la libertad natural, sino
la utilidad: la famosa frase: "la mayor felicidad para el mayor número".
Esta felicidad tenía que determinarse mediante lo que él llamaba el
principio del placer. Como la humanidad tenía dos amos, placer y dolor, el
objetivo de la sociedad era producir el máximo de placer y el mínimo de
dolor para el individuo. El individualismo de Bentham estaba atemperado
por el hecho de que veía a las personas, no como individuos, sino como
asociados a grupos; la felicidad del individuo estaba vinculada a la
felicidad del grupo, "el mayor número". Para preservar esta felicidad,
Bentham admitía que se interfiriese en la libertad individual en pro de la
armonía social. En la aplicación de la coerción, que él equiparaba al
dolor, había que mantener el equilibrio para preservar la felicidad. ¿Quién
debía imponer este equilibrio? Bentham respondió a esta pregunta de una
forma que tiene suma importancia, pues a quien correspondía esta
función según él, era al legislador. Bentham elevó las tareas del
parlamento dentro de la ideología liberal inglesa del nivel inferior que les
había asignado inicialmente Smith a las tareas de gobierno. Él mismo
estuvo en primera línea en la lucha por la reforma parlamentaria.
¿Qué tenían de liberales los principios de Bentham? La armonía social
debía lograrse según él a través de la legislación, mientras que Smith,
Malthus y Ricardo consideraron que esa armonía se alcanzaba si no había
injerencia del Esta- do. Sustituir la ley natural por la utilidad podría
parecer que conduce a un abandono de la libertad individual absoluta que
la religión de la libertad valoraba por encima de todo. Pero hemos de
recordar que el principio del placer se equiparaba con la libertad individual.
Bentham luchó por un parlamento burgués. No quería que hubiese
privilegios de clase en la sociedad. Y lo que es más importante aún, con su
afirmación del racionalismo, Bentham mantenía la tradición del siglo
XVIII. La razón lograría el equilibrio adecuado entre placer y dolor que
garantizaría al máximo la libertad. Bentham creía en la posibilidad de una
ciencia política verdaderamente científica que calcularía con precisión ese
equilibrio. Él y sus sucesores, clasificándolo todo según criterios
benthamianos, formularon sus argumentaciones en términos científicos
abstractos. Con ayuda de esta ciencia ni siquiera el parlamento podía
legislar arbitrariamente, ya que el legislador debía regirse por políticas
concretas y racionales, por cálculos matemáticos y estadísticos concretos
sobre los principios de placer y dolor.
Bentham utilizó las ideas científicas de la época para combatir el
absolutismo gubernamental. Este convencimiento de que existía una
ciencia positiva del gobierno y de la sociedad era básicamente similar a la
que tenía en Francia Auguste Comte y Proudhon. Este último afirmaba, de
hecho, que un primer ministro simplemente necesitaba ser un especialista
en estadística. Bentham quiso integrar con este planteamiento, libertad y
legislación. Consiguió resultados concretos impresionantes: la reforma de
un código penal anticuado, la reforma penitenciaria y una aportación
significativa a la reforma del propio parlamento. Proporcionó al liberalismo
una teoría de la legislación y una base teórica para pro- pugnar reformas a
través del parlamento. Su pensamiento tenía también un as- pecto
negativo. No proponía reformas económicas: sus teorías tendían, en
realidad, a separar el tema de la reforma política del de la reforma
económica. Postulaba, por una parte, la posibilidad de una coerción social
ilustrada, y por otra, dejaba libertad económica absoluta. Esto generaría
en el pensamiento liberal una esquizofrenia que iría haciéndose cada vez
más evidente.
Los puntos débiles de Bentham los analizó con suma perspicacia John
Stuart Mill (1806-1873), que era él mismo producto de una educación
benthamiana. La idea de Bentham de que todo podía relacionarse con
circunstancias externas y mensurables, y luego codificarse en principios
absolutos que no fallarían jamás si se razonaba sobre la base de la
utilidad, tenía, en opinión de Mill, graves fallos. Para él la política no era
una cuestión de geometría sino que estaba dominada en general por los
sentimientos humanos. Bentham estaba demasiado inmerso en la tradición
abstracta y sistemática de la Ilustración según Mill, que recurrió de nuevo
a la historia, reintroduciendo en la religión de la libertad el punto de vista
histórico. Bentham había considerado la democracia parlamentaria un
principio absoluto, pero para Mill, esta democracia se convirtió en una
forma de gobierno vinculada a ciertas épocas, ciertos lugares y ciertas
circunstancias. Atendiéndose a una orientación histórica, volvió a la vieja
preocupación liberal de la tiranía de las masas y al problema del poder de
las mayorías numéricas. Propuso en consecuencia un gobierno formado
por una élite intelectual, propugnando una segunda votación en las
elecciones parlamentarias para universitarios varones.
Esta preocupación de Mill era muy similar a la de Madame de Staël,
pero el telón de fondo era en su caso la Revolución Industrial, y no la
Revolución Fran- cesa. "Es casi una trivialidad en política decir que hoy
rige el mundo la opinión pública. El único poder que merece tal nombre es
el de las masas... su pensamiento lo formulan por ellas hombres muy
parecidos a ellas mismas... eso no impide que el gobierno de la
mediocridad sea mediocre." Al plantearse la cuestión de la libertad con
profundidad histórica, Mill pudo percibir una cosa que se le había
escapado a Bentham, un problema que acosaría cada vez más a las
mejores inteligencias del siglo. Su solución al problema de las masas
proporcionó al liberalismo una teoría de la jefatura, pues su aristocracia
se basaba, no en privilegios heredados, sino en logros intelectuales. Es
significativo que las ideas de Mill se difundieran en una época en que las
clases medias prósperas fundaban instituciones educativas y enviaban a
sus hijos a los mejores colegios privados ingleses.
Mill creía también en la reforma; le preocupaba mucho la suerte de los
pobres. Pertenecía al grupo de los llamados "radicales filosóficos", que
unían a una creencia en la libertad absoluta de discusión una fe similar a
las mejoras sociales. Se oponían a Malthus y propugnaban el control
demográfico forzoso que conduciría en su opinión, a una elevación de los
salarios. Mill llegó a pensar, desde su planteamiento histórico, que
Inglaterra se hallaba en el umbral de una nueva etapa "positiva" de la
historia, una etapa en la que se resolvería la cuestión social. Pero ¿cómo
podría lograrse esto sin tocar la propiedad privada, que era sagrada para
los liberales y una parte integrante de su definición de la libertad
individual? La solución de Mill vino cuando comprendió que la libertad
personal y la libertad de usar y abusar de la propiedad personal (la
fórmula de Constant) no podían compaginarse ya. Después de 1847 se
aproximó al socialismo, rompiendo con el campo liberal. Como todas las
organizaciones sociales eran provisionales, consideradas dentro de un
marco histórico, quizá el socialismo pudiese aportar ese equilibrio entre
justicia y libertad del que parecía carecer la ideología liberal. El principio de
justicia debía ser, no la sacralidad de la propiedad privada, sino la división
equitativa del producto del trabajo.
Fue en esta etapa de su evolución cuando Mill escribió su libro más
famoso, Sobre la libertad. El libro, como la obra anterior de Constant
defendía la libertad individual, pero discrepaba de su criterio previo
porque no insistía ya en la santidad de la propiedad privada. Tenía que
haber discusión libre y sin trabas el máximo autodesarrollo y sin
interferencias ajenas. Este desarrollo no se podía alcanzar a través del
"egoísmo ilustrado" de Adam Smith, sino solo a través de la búsqueda de
iguales oportunidades para todos. Mill que había percibido ya los fallos de
Bentham atacó sus debilidades con argumentaciones liberales. ¿Cómo
podía haber un máximo de libertad si el sistema económico excluía del
proceso a ciertos individuos? A mediados del siglo se iba haciendo más
claro que no habría ni acceso ilimitado a la cima de la jerarquía social y
económica ni espacio en ella. Mill, cuyas ideas adoptarían más tarde en el
cambio de siglo los reformadores sociales, no sólo reintrodujo una
perspectiva histórica en la religión de la libertad, sino que le proporcionó
una teoría de la élite aceptable para los "capitanes de la industria".
El concepto de la lucha por la existencia continuó siendo un elemento
importante del liberalismo. El darwinismo le concedió una nueva
oportunidad cuan- do Herbert Spencer trasladó sus imperativos al campo
social. La lucha sin trabas por la existencia conducía a la libertad. No
había que lamentar que los débiles pereciesen en la lucha. Era una cosa
positiva, era lo que decretaban, según la interpretación de Darwin, las
leyes de la naturaleza. La religión de la libertad se convirtió en una
doctrina implacable que aunaba la libertad individual con los más aptos.
El liberalismo de Spencer adaptó, en realidad, el movimiento a la marea
creciente del imperialismo europeo, mientras que para algunos se convirtió
en una justificación de la implacabilidad económica extrema.
La caída de Napoleón no había significado el fin de las ideas de
libertad. El liberalismo iba cada vez más a hombros de la rápida
industrialización de la sociedad europea. La libertad económica pasó a ser
cada vez más fundamental para la libertad individual que deseaban los
liberales. Fuesen cuales fuesen las ideas de Mill sobre el tema, los partidos
políticos liberales se oponían a las limitaciones a la actividad económica, y
muchos liberales creían que el libre comercio eliminaría todas las
tensiones internacionales. Existían, sin embargo, problemas que era
preciso afrontar. El índice de expansión de la economía fallaba, e incluso
cuando se expandía producía un desasosiego social generalizado. En la
década de 1840
Benjamín Disraeli hablaba de dos Inglaterra: la de los ricos y la de los
pobres.
Pero las ideas liberales se adoptaron e intentaron afrontar estos
problemas. Bentham otorgó un nuevo estatus al parlamento y al
liberalismo como movimiento de reforma política. Mill creía en una élite
que podía dirigir a las masas. Estos hombres representaban sólo un
aspecto del liberalismo; igual de importante fue el aspecto moral del
movimiento. Muchos creían que los problemas de la sociedad eran
primordialmente morales, no económicos o sociales.

La pauta moral que acompañó al liberalismo


Siempre había habido una fuerte tendencia en el liberalismo a enfocar el
mundo en términos morales. En Francia, Alexis de Tocqueville (1805-1859)
consideraba que el gobierno liberal se apoyaba, en último extremo, en el
espíritu del que estaba impregnado: "no, no es la maquinaria de las leyes la
que produce los gran- des acontecimientos en el mundo: lo que hace que
los acontecimientos sucedan es el espíritu del gobierno", o, tal como lo
formuló en otra ocasión: "... el hombre ha de creer sino quiere ser un
esclavo." Pero, ¿creer en qué? En el libre juego de la expresión política, y en
la vitalidad de la vida política, por supuesto; pero, por encima de todo esto,
en una especie de vaga religión cuyo objetivo moral se centraba en esa
libertad. Los liberales de la Europa continental tendían a hablar del
imperativo moral del liberalismo en términos vagos, pero los ingleses, no.
En Inglaterra el liberalismo lo apoyaban las clases sociales que tendían al
inconformismo en la religión, los que no eran ni anglicanos ni católicos.
Este inconformismo estaba imbuido del espíritu calvinista de iniciativa
personal. Pero no debemos edificar una teoría sobre este hecho, como hizo
Ruggiero en su Historia del liberalismo europeo (1927),venía a decir en él que la
fuerza del liberalismo tenía que basarse en la ideología protestante más
que en la católica, porque el protestantismo reforzaba el individualismo y
el catolicismo no. Ruggiero vinculaba el protestantismo en Inglaterra con
el inconformismo. Pero este protestantismo insistía también en una
comunidad de los creyentes, y sería fuente de inspiración como se verá, del
socialismo cristiano además del liberalismo. Por otra parte, había un buen
número de personas, sobre todo en Francia, que pensaba que el
catolicismo y el liberalismo podían, y en realidad debían, trabajar juntos.
Sin embargo, cuando los liberales ingleses hablaban del imperativo moral,
y la mayoría de ellos lo hacían, se referían a un tipo específico de moralidad
que no tenía nada de vaga. De hecho, esta moralidad atemperó la idea
liberal de libertad y autonomía en tan gran medida que bien podríamos
plantear la cuestión de cuanto subsistió. Los historiadores al concentrarse
en la idea liberal de lucha y de libertad económica, han pasado por alto la
moralidad rigurosa que acompañaba estas ideas. En esto se permitía muy
poca libertad. Los liberales aceptaron e impulsaron el cambio de
moralidad que se produjo en el siglo. Conviene por tanto analizar esta
moralidad en relación con el liberalismo, aunque se convirtiese en la
moralidad dominante en Inglaterra en general y también en gran parte de
Europa. La libertad liberal de la que hemos hablado hasta ahora se
hallaba rigurosamente circunscripta y limitada por este proceso.
Es difícil analizar la pauta moral que acompañaba el pensamiento
liberal. No cabe duda de que en el cambio de siglo se produjo una
modificación en el tono moral de la sociedad, que se ejemplifica
fácilmente. Una anciana tía de Walter Scott le pidió que le proporcionase
algunos de los libros con los que ella había disfrutado su juventud el siglo
anterior. Sir Walter hizo lo que le pedían, y más tarde, cuando preguntó a
la anciana si había disfrutado recuperando su juventud la respuesta de
ella lo sorprendió bastante. Su tía se ruborizó ante la mención de los libros
y confesó que los había destruido porque no eran una lectura adecuada.
Asimismo, en Alemania, una dama que estaba sentada junto al escritor
Brenetano le contó lo mucho que había disfrutado con una obra que
había escrito él en su juventud. Debió de quedarse sorprendida cuando el
autor, en vez de sentirse complacido, contestó que siendo mujer y madre
debería haber sentido vergüenza al leer una obra como aquélla. Este
cambio es lo que Harold Nicolson ha denominado "la arremetida de la
respetabilidad". Fue, como demuestran estos ejemplos, un fenómeno muy
rápido, casi de una generación.

Algunas causas de este cambio en la moralidad


¿Qué es lo que se oculta tras este endurecimiento de la moralidad? Sólo
se pueden dar respuestas provisionales, porque aún se sabe muy poco
sobre este fenómeno. Parece seguro que el movimiento evangélico de
Inglaterra, el elemento más fuerte del inconformismo, y los movimientos
pietistas de la Europa continental ejercieron una influencia directa sobre
la moralidad de la época. Es- tos dos movimientos se habían mantenido
fuera de la corriente principal de la Ilustración; los dos se oponían a sus
principios básicos. Se suele olvidar que en el siglo XVIII se produjo un
resurgimiento religioso incluso mientras los philosophes estaban escribiendo
sus tratados ilustrados. Este resurgimiento insistía en la piedad del
corazón. Los dogmas no tenían demasiado interés ni para los herma- nos
Wesley, en Inglaterra, ni para el conde Zinzendorf, en Alemania. El foco del
pensamiento religioso era para ellos la auténtica conversión del espíritu.
Esta piedad exigía deshacerse de las frivolidades del mundo. En
Inglaterra, sobre todo, revivía la idea puritana de la vida como una
lucha entre el mundo y el espíritu, entre los deseos de la carne y la
entrega a la propia vocación.
Hubo otros dos factores que reforzaron esta pasión moral reavivada. Se
pro- dujo una reacción moral contra la Revolución Francesa y su
tendencia antirreligiosa. Para Madame de Staël, el Reinado del Terror
había sido un fallo moral del pueblo: muchos ingleses relacionaban los
acontecimientos de la Revolución Francesa con la inmoralidad imperante
en aquella nación. Hombres y mujeres de la nobleza y de las clases
medias pedían una reforma moral de la nación para poder resistir mejor a
la inmoralidad revolucionaria en la lucha entre las dos naciones. Folletos y
diarios daban amplias pruebas de la intención de reformar los hábitos. La
frivolidad, los excesos mundanos y sexuales se consideraban indignos de
una nación entregada a una lucha de vida o muerte contra las fuerzas que
simbolizan todo lo inmoral. Los evangelistas de Inglaterra se beneficiaron
de este sentimiento de repugnancia. Se reavivaron las prácticas
dominicales; la frivolidad se consideró un signo de liviandad en una
época de g rave crisis. William Wilberforce convenció al rey Jorge III para
que dictara una pro- clama en 1787 condenando el vicio. Si tenemos en
cuenta el talante moral de sus hijos, quizá este hecho no careciese de
ironía.
El segundo factor, relacionado con la expansión de la economía, fue la
rápida ascensión de los nuevos ricos dentro de la jerarquía social. Esta
burguesía segura de sí misma y ambiciosa traía consigo la dedicación al
trabajo duro y el sentimiento de que los valores del hombre que se hace a
sí mismo eran superiores a los de la vieja aristocracia. Estos valores se
unieron al impulso puritano revivido, ejemplificado por el movimiento
evangélico. Estos hombres que nunca habían formado parte de la
aristocracia ociosa y refinada, gracias a una permeabilidad creciente de
las barreras de las clases inglesas, se infiltraron entonces en esa clase. No
es extraño que Edmund Burke lamentase la desaparición de la "gracia no
comprada de la vida" de un período anterior. La gracia de la pertenencia a
las clases superiores se podía comprar ya y eso, por sí solo, creó una
actitud diferente hacia la vida. La piedad, la repugnancia moral hacia la
Revolución Francesa, y las actitudes de la burguesía fueron elementos que
contribuyeron al nuevo tono moral. Esto no se limitó a Inglaterra; estas
condiciones se dieron en toda la Europa occidental, pero fue Inglaterra la
que mejor ejemplificó estas actitudes morales, pues se ajustaban al
pensamiento liberal que pasó a asumir y a impulsar esta moralidad,
considerándola adecuada para esta ideología, en su período de la
Revolución Industrial. El individualismo se mantenía en primera línea
aunado con el tipo de inflexibilidad que proporcionaba la victoria en la
lucha por la existencia. Esa vida ejemplifica el verdadero espíritu cristiano
y conducía a la autorrealización sobre la base de la individualidad del
propio carácter.

Los medios de difusión de esta nueva pauta moral: la


literatura popular
Dos pasajes de la famosa novela de Charles Kingsley Westward Ho!
(1855) muestran cómo concebía esta nueva actitud un destacado
evangelista. El hombre tenía el deber de ser enérgico consigo mismo, como
explicaba uno de los héroes del libro a sus jóvenes compañeros: "dominar
nuestros caprichos y nuestros apetitos y nuestras ambiciones en el
nombre sagrado del deber; esto es verdaderamente valeroso y
verdaderamente fuerte; pues el que no es capaz de regirse a sí mismo,
¿cómo puede regir a sus hombres o a sus caudales?". Lo que los puritanos
habían denominado su "llamada" o "vocación" se llamaba aquí deber. El
individualismo implícito se destacaba aun más en otro pasaje del libro de
Kingsley. Había dos tipos de personas: las que procuraban hacer el bien de
acuerdo con ciertas normas aprobadas que habían aprendido por haberlas
oído, y otras que, sin saber si eran buenas o no, se limitaban a hacer lo que
era justo, porque el espíritu de Dios estaba en su interior. Fue este tipo de
piedad el que se puso de moda en el cambio de siglo. El aspecto
contemplativo del pietismo dejó paso a una piedad de la acción. Esta
transformación estaba en sintonía con las experiencias de las clases
mercantiles e industriales, aunque los puritanos del siglo XVII hubiesen
afirmado ya que "la acción es todo".
Esta acción estaba ejemplificada por lo que los victorianos llamaron el
"evangelio del trabajo". En palabra de Carlyle: "... mi reino no es lo que
tengo sino lo que hago." Era en el trabajo donde se ponía de manifiesto el
deber. John Henry Newman atribuía también la misma importancia al
trabajo: "No estamos aquí para que podamos irnos a la cama de noche y
levantarnos por la mañana, traba- jar para ganarnos el pan, comer y
beber, reír y bromear, pecar cuando nos apetece y reformarnos cuando
estamos cansados de pacer, criar una familia y morir." El trabajo había de
realizarse con el espíritu adecuado: el servicio de Dios dentro de la vocación
secular de cada uno.
El libro que difundió esta moralidad y su aplicación al trabajo, Self Help
(1859), de Samuel Smiles, fue el libro de más éxito del siglo: en 1905 ya se
habían vendido un cuarto de millón de ejemplares. Su popularidad fue tan
g rande fuera de Inglaterra como dentro de ella. Garibaldi fue un gran
admirador de él. En Japón causó sensación con el título de Libro del carácter
y de la decisión europeas. El alcalde de Buenos Aires comparó a Smiles,
sorprendentemente, con Jean-Jacques Rousseau. Estos países
subdesarrollados veían, muy acertadamente, en el libro de Smiles un
reflejo de las actitudes que estaban contribuyendo de forma importante a
la industrialización triunfal de Inglaterra.
El objetivo de Self Help, era ayudar a las clases trabajadoras a
instruirse para llegar a la cima. Para seguir este camino era necesario
mejorar el carácter individual de los que deseaban triunfar en la vida: "La
corona y la gloria de la vida es el carácter". Smiles indicaba como debía
ser el carácter con ejemplos de hombres que se habían elevado por sí
mismos hasta la fama y la fortuna. Lo que tenía que formar el carácter era
la moral, pues para Smiles los problemas económicos y sociales eran en
realidad problemas de moralidad. Cuando hablaba de la frugalidad y el
ahorro, lo que le atraía eran los aspectos morales de la confianza en uno
mismo y la contención y no las consecuencias económicas de esas
prácticas. También formaba el carácter la lucha competitiva: elimina la
competencia y eliminarás la lucha por el individualismo. Esta lucha había
de librarse de un "modo viril" para alcanzar el éxito. Exhortaba a los
trabajadores a convertirse en caballeros, pues esto significaba adquirir un
profundo sentido del honor, evitando escrupulosamente actos ruines. "Su
ley es la justicia: actuación según di- rectrices justas." Se trataba de una
creencia arraigada en el código moral como la única vía para el éxito
mundano.

Los medios de difusión de esta nueva pauta moral: la


educación
Samuel Smiles fue el gran propagandista popular del evangelio del
trabajo, pero esta moralidad se inculcó y se institucionalizó también a
través de la educación. Generaciones enteras de ingleses fueron educadas
en esta creencia. Thomas Arnold (1759-1842) fue la figura clave en la
introducción de la moralidad en las escuelas a través de sus reformas.
Cuando fue nombrado director de Rugby en
1828, inició reformas en el sistema educativo que no tardaron en
extenderse a otros colegios privados, colegios en los que se educaban y aún
siguen educándose las clases dirigentes de Inglaterra. Arnold dispuso sus
objetivos pedagógicos en este orden: 1) principios religiosos y morales; 2)
conducta caballerosa; 3) capacidad intelectual. Este orden es significativo;
lo primero era la formación del carácter, lo último, la capacidad
intelectual. Arnold admiraba más al alumno aplicado que al de brillante
inteligencia, pues el aplicado ejemplificaba la autodisciplina en nombre
del evangelio del trabajo firme. El alumno de inteligencia excepcional
podía extraviarse y salirse del molde. La actitud de Arnold hacia el talento
intelectual, que estaba vinculada a los ideales pragmáticos del
nacionalismo inglés, ejerció una gran influencia en el pensamiento de los
ingleses, que aún son capaces de considerar la brillantez intelectual como
una prueba de falta de fiabilidad moral.
Arnold quería producir caballeros, y los defendió del mismo modo que
Smiles: "el caballero se distingue sobre todo por su dignidad. Valora su
carácter, no aquella parte de él que sólo pueden ver los demás, sino como
lo ve él mismo, teniendo en cuenta su supervisor interno". Este ideal, que
compartían Smiles, Kingsley y Arnold, se ampliaba aún más: "El
verdadero caballero tiene un pro- fundo sentido del honor y evita las
acciones ruines. Su norma de probidad en la palabra y en la acción es
alta. No escurre el bulto ni prevarica, no anda con rodeos ni guarda
rencores, sino que es sincero, honrado y franco."
Pero para transformar a los escolares en caballeros, Arnold añadió un
elemento a la definición de Smiles: cristianismo. Él equiparaba la
adolescencia con el pecado original, un estado de imperfección natural
desde el que los hombres ascienden a la madurez. Este crecimiento sólo
podía producirlo la formación del carácter y ésta, a su vez, significaba
introducir el evangelio del trabajo y del deber a través del dominio de uno
mismo. Así era como se transformaba a los muchachos en caballeros
cristianos, pues Arnold equiparaba estas cualidades con la equidad
cristiana. Thomas Hughes (1822-1896), admirador de Arnold había hecho
lo mismo en un libro adecuadamente titulado la Virilidad de Cristo. El ideal
de caballero se asentó de este modo sobre una base teológica no dogmá-
tica; se convirtió en un ideal cristiano. Los chicos tenían que luchar contra
sus yos pecadores para poder pasar a la edad viril. La educación se
organizaba de modo que ayudase en esta lucha, encauzándola hacia una
conclusión positiva. En vez del castigo con la vara, Arnold utilizaba la
exhortación moral; del mismo modo que compaginaba su cargo de director
con el de capellán del colegio. Impulsaba a los muchachos hacia la rectitud
avergonzándolos; utilizaba, además de la exhortación, la capacidad tanto
para mandar como para obedecer. Llevar esto a la práctica fue lo que se
consideró su innovación más notable. Aunque el uso servil de los
alumnos más pequeños por los veteranos había imperado siempre en los
colegios privados, los maestros solían ser responsables de la conducta de
todos los chicos del colegio. Arnold otorgó, sin embargo, al curso más
alto, el sexto, autoridad disciplinaria sobre sus condiscípulos más
pequeños. Estos muchachos pasaron a ser los lugartenientes de Arnold,
responsables directamente ante él, y recibían a cambio toda su confianza y
apoyo. El sexto curso se convirtió en el custodio del ideal del colegio,
ejemplo de servicio altruista a la comunidad. Esto se generalizó aplicando
el concepto del caballero al servicio público. La lealtad al grupo significaba
que un caballero debía ser justo y honrado. Esto significaba, a su vez, que
no debía "denunciar" a los infractores, pues informar de las faltas de otro
muchacho a los maestros se consideraba razón suficiente para la
expulsión del colegio.
Arnold castigaba con dureza las denuncias porque creía que el infractor,
no sólo no se atenía al carácter recto del caballero, sino que demostraba
también deslealtad al grupo al que supuestamente regía. Es evidente que
en estos colegios se formó a generaciones para el liderazgo. Desdeñando el
proceso democrático de gobierno de la mayoría, Arnold creía que entre los
caballeros, como dirigentes, tenía que haber lealtad e igualdad. Había un
aspecto más de esta formación para la jefatura que es preciso mencionar,
la insistencia en el juego limpio. Aunque Arnold no era muy amante del
deporte, no tardó en darse cuenta del valor que podía tener en este
adiestramiento. Si ser un caballero se caracterizaba por una "actuación
siguiendo directrices justas", no había duda de que en el fútbol y en el
cricket un muchacho podía aprender a practicar el juego limpio que
siempre debe acompañar a estas actuaciones de un caballero cristiano.
Mucho después de los tiempos de Arnold, un antiguo alumno pudo
escribir que los deportes que se podían practicar en Rugby constituían "la
verdadera religión del colegio". Así ha seguido siendo hasta el presente en
muchos colegios privados. Donde mejor se formaba el carácter, según este
criterio, era en el campo de fútbol, pero el proceso de adiestramiento de
Arnold era más complejo que esta versión simplificada de él. La insistencia
en el deporte puede servir para señalar un hecho inherente a toda esta
moralidad: atemperaba la competencia a través del concepto de juego
limpio. No sólo se aplaudía por hacerlo bien al propio equipo, sino
también al adversario. Esto contrasta con el fútbol estudiantil de Estados
Unidos, donde se reserva el aplauso para el equipo propio. La idea es en
este caso ganar a toda costa y se estimula la rivalidad sin ningún factor
moral que la atempere, mientras que en los deportes, tal como los veía
Arnold y los colegios ingleses, era donde debía cimentarse la educación de
un caballero.
Aunque muchas almas sensibles no resistieron el régimen de Rugby, los
admiradores del Dr. Arnold imitaron y popularizaron sus métodos. El
principal de ellos fue Thomas Hughes, cuyo libro, Tom Brown’s Schooldays
(1857) glorificaba la tradición de Rugby. Tom era la encarnación del ideal
de Arnold. No había duda de que Tom era un dirigente; para él la sociedad
era como un niño al que había que guiar. Tom defendía, como un
caballero, al débil frente a los abusos cobardes. La cobardía constituía un
delito más g rave, significaba eludir el deber tanto en el aspecto de la
jefatura como en la de la fuerza física. El elemento físico destaca en el
relato del período académico de Tom: "Luchar a puñetazos es el modo
natural e inglés de que los chicos resuelvan una disputa." Boxear era tan
importante como las virtudes que se aprendían en el campo de fútbol. Todo
esto era una parte, y de momento la parte más importante, de la
formación del caballero cristiano. Conviene que citemos un pasaje de la
defensa de Hughes del "cristianismo musculoso": "...el cristiano
musculoso se atiene a la vieja creencia cristiana y caballeresca de que el
cuerpo de un hombre se le da para que lo adiestre y lo domine, y luego lo
use para proteger a los débiles, para apoyar todas las causas justas y para
someter la tierra que Dios ha dado a los hijos de los hombres." La cita es
un claro reflejo de un país que se halla en plena construcción imperial.
También se percibía con toda claridad el menosprecio por todos los logros
intelectuales: "... por el simple vigor del cuerpo o de la inteligencia no
tiene (creo y albergo la esperanza) el menor respeto, aunque caetaris
pabirus, preferiría probablemente, como cuestión de gusto, al hombre que
pueda levantar
100 kilos de peso sobre la cabeza con el dedo meñique que al que puede
formular una serie de sorites perfectos o exponer la doctrina de los
"inconcebibles contradictorios."
Hughes habría de resumir estos ideales en su Virilidad de Cristo, dirigidos a
los trabajadores con objeto de ayudar a mejorar su suerte. Las cualidades
del caballero cristiano estaban todas ellas presentes, pero se
compendiaban aquí en el evangelio del trabajo. La consagración de Tom
Brown a sus deberes de jefatura se convertía, al aplicarlas a las clases más
bajas, en la dedicación exclusiva al deber del trabajo. Mientras Arnold
convertía en dirigentes a los hijos de las clases medias en Rugby, Hughes
formaba a la clase trabajadora en el evangelio del trabajo honrado. El
propio Hughes habría de dejar atrás este planteamiento de la sociedad y
de la moral. A medida que se fue haciendo más militantemente cristiano,
fue triunfando más en él mismo, el radicalismo social. Pasó a aborrecer la
competencia y la rivalidad, y se convirtió en adalid de los sindicatos, pero
su espíritu inquieto no hallaba descanso. Después de 1867 volvió a sus
ideas anteriores. Fundó en Tennessee un asentamiento llamado "Rugby"
donde los Tom Brown podrán demostrar que eran capaces de crear una
nueva sociedad. Como no había ningún doctor Arnold para dirigirlos,
fracasaron...pese al hecho de que solo se admitían muchachos de colegios
privados. Aunque el ideal falló en Tennessee, no falló en Inglaterra. El
evangelio del trabajo se convirtió en la base de la moral victoriana, y el
caballero cristiano, en su ideal de jefatura.
La educación difundió esta forma de vida por medio de los colegios y de
las escuelas para trabajadores. Esta educación debía empezar en la
infancia. Fairchild Family (1818), de Martha Butts, iba dirigida a los niños
pequeños. En ella, esta moralidad se mezclaba con una veta de brutalidad
que estaba presente hasta en Tom Brown. Igual que Arnold creía que los
niños no estaban regenerados hasta que no pasaban la edad madura,
Martha Butts pensaba que los niños pequeños tenían que saber que eran
pecadores. La pequeña Lucy Fairchild gritaba a su madre a la edad de
nueve años: "Oh, mamá, mamá, no puedes imaginar que corazón malvado
tengo:" Esto complacía a la señora Fairchild: "pero mi querida Lucy, los
que alcanzan el conocimiento de su propia naturaleza pecadora cuando
aún son pequeños, ésos son felices". Lo que llevaba a Lucy a comprender
esto era su orgullo, su envidia y su falta de caridad. La tesis del libro era
que la felicidad final era mejor que las satisfacciones inmediatas; que ser
bueno conducía, en realidad, a una vida satisfactoria en la tierra, mientras
que ser malo llevaba a su destrucción. Así, la pequeña Lucy Augusta
Noble, una vanidosa, moría quema- da, una advertencia para los niños de
los Fairchild.
Lo que podría llamarse crueldad de los padres ayudaba a los niños a
adquirir un sentido moral. La señora Fairchild exponía a Lucy a un
envenenamiento de la sangre para demostrarle que eran preferibles unos
sencillos zapatos a unas zapatillas moradas. A Henry, de seis años, se le
sometía a un régimen de pan y agua en una habitación cerrada durante
diez horas por haber comido una fruta prohibida. A las dos niñas
pequeñas las llevaba su padre a ver un ahorcado por- que habían tenido
una discusión entre ellas. A pesar de que pedían asustadas que las llevara
otra vez a casa, las hacía sentarse debajo de la horca y les explicaba que
disputas como aquellas suyas podían conducir al fratricidio. Esta crueldad
se documentaba en las Sagradas Escrituras. Los niños de los Fairchild
aprendían a obedecer un código moral estricto, igual que en Rugby un
código que les inculcaban sus padres, que les daban ejemplos además. El
resultado era una orgía de autosatisfacción por parte de los Fairchild
adultos, convencidos de su virtud y de los niños pequeños, convencidos de
que estaban superando sus tendencias pecaminosas. El libro de la Srta.
Butts ejemplificaba la hipocresía que acompañaba a esta moralidad.
Esta fue, pues, la pauta moral que acompañó al pensamiento liberal en
Inglaterra. Como en esto no había un laisser faire, la sociedad económica
competitiva se atemperaba mediante esta moralidad rigurosa. Había
también una idea de jefatura que no era aristocrática y que podía atraer a
las clases medias. Esta actitud hacia la vida fue uno de los factores que
modelaron en mayor medida los ideales ingleses en su período de
predominio en Europa. Los liberales sostenían que la base de su
pensamiento era "la personalidad del hombre, que ha estado más
oprimida y desdeñada que cualquier otro valor social y político". Pero el
liberalismo estableció a su vez estos valores. Inglaterra, en la emoción de
la Revolución Industrial, produjo pensadores que elaboraron una ideología
que proponía la libre competencia como la solución a los problemas
políticos y eco- nómicos, pero pasaba al mismo tiempo a poner límites a
esta libre competencia fomentando una moralidad estricta. Modificaban
además este principio de libre competencia el concepto de legislación
benthamiano y la creencia de que la ra- zón establecería un equilibrio de
intereses en el que podría florecer la auténtica libertad. El liberalismo no
era mero egoísmo, como sus enemigos sostenían.

El liberalismo en Francia
Mientras que el liberalismo alemán luchó contra obstáculos
insuperables desde el principio, el liberalismo francés surgió con fuerza de
la Revolución. Ya hemos visto que Constant, el más importante de sus
primeros teóricos, rechazó tanto la democracia como el ancien regime. La
Carta de 1815 parecía dar esperan- zas de un alborear de liberalismo, pero
la intransigencia borbónica empujó muy pronto a los liberales a la
oposición. Influyó en ellos Edmund Burke... no su "gracia no comprada de
la vida" de la sociedad aristocrática, sino su concepto del lento despliegue
de la libertad. El elemento históricamente orientado de ideolo- gía liberal
que se mencionó al principio de este análisis pasó a ocupar el primer
plano. Sin embargo, en 1830 estos liberales fueron instrumentos eficaces
en la revolución que expulsó a los Borbones. La monarquía burguesa de
Luis Felipe (1830-1848) habría de introducir la era liberal.
Lo hizo así concediendo el derecho al voto a unas 250.000 familias,
abriendo un poco más las puertas del poder político... pero no lo
suficiente. La revolución ignoró a la inmensa mayoría del pueblo, lo mismo
que los liberales que hicieron la Ley de Reforma inglesa de 1832 sólo
permitieron que se incorporase al sufragio una clase limitada de la
población. Tanto en Francia como en Inglaterra esta iniciativa liberal
señaló el principio no de una era de paz y satisfacción, sino de un período
de gran agitación política y social. Esto se debió a la puesta en práctica de
la idea liberal de que si el ancien regime era malo, también, lo era el gobierno
de la democracia. Sin embargo, la ascensión de Luis Felipe significó, al
menos de momento, una victoria liberal. El primer ministro del rey y el
teórico de este liberalismo triunfante era Francois Guizot. Este creía
firmemente en un máximo de libertad individual que permitiese la mayor
libertad de autodesarrollo.
¿Qué podía garantizar el predominio del espíritu de la religión de la
libertad? En esto Guizot retrocedía más allá de Bentham y de Mill, hasta
una teoría de un laisser faire casi absoluto. Él llamaba a esto la "gran
tranquilidad". El gobierno debe ser armonioso, lo que significaba a su vez
mantener un "justo medio", un "just milieu".
Este "justo medio" entrañaba la preservación deliberada del statu quo.
Esto significaba, en teoría, no tomar ninguna iniciativa en cuestiones
sociales y políticas, con el fin de conservar la "gran tranquilidad" que
permitía la libertad más completa. La biografía de Oliver Cromwel de
Guizot ejemplifica ese repudio de todas las acciones extremas, un repudio
que equivalía, en teoría, a una abstención completa por parte del estado de
actuaciones trascendentales. Cromwel había introducido la libertad en
Inglaterra una vez obtenido el poder, decía Guizot, sólo a través de su
moderación. Pero no fue capaz de mantener esa libertad. ¿Por qué? "Dios
no otorga a estos grandes hombres, que echan sus cimientos en el
desorden y la revolución, el poder de regular a su gusto, y para las
generaciones sucesivas, el gobierno de las naciones". La misma
observación se podía aplicar al régimen del que Guizot era el espíritu
inspirador, pues, ¿no había echado sus cimientos en la revolución? Pero
Guizot creía que 1830 se podía superar a través de la moderación. Quizá
acertase en su valoración, pero no se podría dejar a un lado tan fácilmente
las tensiones sociales de la Revolución Industrial.
Para la agitación a favor de más reformas sociales, en favor de una
amplia- ción del derecho del sufragio, Guizot tenía una solución. Él no era
el tribuno de una clase que simplemente quería conservar el poder,
excluyendo a todas las demás. La interpretación marxista de toda la
ideología mesocrática se equivocaba en esto. Para Guizot, como para todos
los liberales, la "gran tranquilidad" no tenía por qué paralizar la movilidad
social. La doctrina del laisser faire liberaría al individuo de trabas artificiales
fomentando su progreso social y económico. A través del tipo adecuado de
moralidad (es decir, de actitud hacia la vida) todos podían hacerse ricos y
calificar para el voto. Esto estaba implícito en todo el liberalismo inglés y
Guizot creía también en este tipo de progreso individual. Su famoso
consejo a los banqueros de Francia fue "enriqueceos", pues así se benefi-
ciarían todas las clases de la población. No era un consejo cruel o cínico,
pero sólo puede entenderse dentro del contexto liberal. Guizot temía a la
democracia, por supuesto. Pero este miedo cristalizó en oposición a los
que propugnaban el prog reso social y político sin considerar las
actitudes morales; no significaba oposición a la movilidad económica y
social en cuanto tal.
Guizot era enemigo, por una parte, de todos los privilegios asentados, y
por otra parte, de los "alborotadores", de los que querían utilizar el Estado
para imponer lo que ellos llamaban justicia social, destruyendo así la
libertad individual que él, como liberal, consideraba el máximo bien. Pero
el régimen de Luis Felipe se desmoronó en 1848. No hay que olvidar, sin
embargo, que el gobierno liberal duró en Francia dieciocho años; no fue
ningún experimento transitorio condenado al fracaso. El que acabase
desmoronándose significaba sólo que el tipo de liberalismo de Guizot estaba
desacreditado. No había sido capaz de afrontar los problemas a largo plazo
de las aspiraciones políticas y sociales crecientes. Los liberales ingleses
enfrentados en el mismo tiempo con la agitación "cartista", no fueron
capaces tampoco de afrontar esas demandas. El liberalismo francés sólo
sacó a la luz de una forma más espectacular el problema inherente a toda
ideología liberal.
Tocqueville escribió su Ancien Régime precisamente con el telón de fondo de
la caída de Luis Felipe y el coup d’état de Luis Napoleón. Este autor, el más g
rande de los liberales franceses, veía sus ideales aplastados por la
dependencia francesa de la autoridad, la centralización institucional y el
odio a la desigualdad. Veía ya a Francia oscilando siempre entre el
despotismo y la revolución. Los ideales de Tocqueville eran diferentes de
estas dos alternativas. Él creía que la actividad política libre era el máximo
bien para hombres y gobiernos. Esta actividad libre no depositaba
ninguna confianza en el Estado. Su organización política extraía su
vitalidad de las unidades de gobierno locales más que de las centrales.
Tocqueville era un gran admirador del sistema inglés de gobierno local a
través del juez de paz, y también de la aristocracia inglesa. Se trataba de
una aristocracia que jugaba un papel crucial en el libre intercambio de la
expresión política y no estaba aislada de la política y del gobierno, como lo
estaba la aristocracia francesa.
En opinión de Tocqueville, las instituciones libres se basaban, no sólo
en la vitalidad política del gobierno local, sino también en la garantía de la
propiedad privada. En sus escritos anteriores imaginaba una sociedad
construida sobre pequeñas propiedades rurales como la más firme
garantía de la vida política. Pero cuando el régimen de Luis Felipe
demostró que los medios económicos no garantizaban necesariamente la
libertad perdurable, fue asignando progresivamente mayor importancia a la
administración pública. En Francia esta administración era opresiva, y
fomentaba la dependencia de todas las clases de la burocracia, mientras
que en Inglaterra no parecía ser así. Lo que había en Inglaterra, según
Tocqueville, no era una interacción entre todas las clases de la sociedad,
sino algo que era el resultado de una libertad política continuada que él
remitía, lo mismo que Burke, a la Edad Media. Él, que había resaltado la
riqueza de la aristocracia inglesa, resaltaba ahora los contactos de esa
aristocracia inglesa con la masa de la población debido a la vaguedad de
las fronteras de clase. Su ideal era Inglaterra, y Estados Unidos como
prolongación de los hábitos políticos ingleses y de la libertad política
inglesa. El liberalismo de Tocqueville estaba mucho más minuciosamente
argumentado que el de Guizot. Su fundamento de- bía ser un gobierno
local fuerte y la estabilidad de las relaciones de propiedad, pero el remedio
definitivo de todos los males de la sociedad era el libre juego de la actividad
política. A Tocqueville le interesaba más en último término la con- ducta
política y social que edificar sistemas de gobierno. Era un agudo observa-
dor de las políticas dentro de los límites de su liberalismo, que ignoraba
las fuerzas cataclísmicas de las nuevas clases trabajadoras. Así, analizaba
el escena- rio inglés sin mencionar el movimiento cartista. El ideal de la
acción política libre resolvería todos los problemas, los políticos y los
económicos. Desgracia- damente, el liberalismo de Tocqueville, y en
consecuencia, sus análisis de la so- ciedad, demostraron ser vulnerables a
aquéllas fuerzas que estaban minando len- tamente el propio liberalismo.
Aunque el liberalismo de Guizot llegó al poder, no fue el único tipo de
liberalismo. La tradición de la Gran Revolución fomentó un concepto de
libertad orientado hacia la democracia social y política, un liberalismo que
ignoraba la condición previa de moralidad liberal. Es sorprendente que
Lamennais, su principal representante, no dijese nada sobre la
inviolabilidad de la propiedad priva- da y si dijese mucho sobre la libertad
política y social. Lamennais, lo mismo que John Stuart Mill en su
evolución final, desechó la idea de la propiedad como principal soporte
ético y político de la libertad. Su liberalismo no exigía una moralidad
mesocrática sino, por el contrario, la máxima libertad para el "alma del
pueblo". Lamennais era antimateralista y este hecho de que otorgase
tanta importancia al "alma del pueblo" se debía a un respeto al pasado
romántico y católico; no glorificaba al pueblo francés como único o
superior a cualquier otro. El gobierno, garantizando un máximo de libertad
para su pueblo a través, tanto de la democracia social y política como de la
económica, iluminaría por medio de esta libertad, a las almas individuales
de todos los miembros del pueblo.
Lamennais no era socialista. Los métodos que se utilizasen para
obtener la libertad eran para él intrascendentes en comparación con el
bien inconmensurable que traería esta libertad para todos. Se trataba de
un liberalismo muy alejado del "enriqueceos" de Guizot. Sin embargo,
también Lamennais fracasó en 1848. No obstante, su definición de libertad
como democracia tanto social como política habría de ejercer un cierto
atractivo sobre futuros liberales. Pero sería el liberalismo de Guizot el que
habría de tener mayor interés para las clases medias, y para las clases
trabajadoras habría de aportar técnicas más concretas de progre- so social
y político el socialismo.

La moralidad que acompañó al liberalismo en Francia


También arraigó en Francia la moralidad dominante en Inglaterra y en
Alemania. En 1825 un liberal francés atribuía las condiciones de la clase
trabajadora a su indolencia, su apatía y su imprevisión. Esto es idéntico
sin duda a las ideas de Smiles y Thomas Hughes. En Francia el culto a la
respetabilidad se generalizó. El símbolo supremo de respetabilidad de
Inglaterra, la reina Victoria, tenía su contrapartida en Francia: Luis Felipe.
Y Napoleón III nunca se atrevió a caer en la promiscuidad descarada que
caracterizó a Napoleón I. Eran frecuentes las excepciones a esta indigesta
moralidad mesocrática. Así, el cancán, que era sin lugar a dudas un baile
muy erótico, tuvo un éxito enorme durante el Segundo Imperio. Muy poco
se sabe tanto sobre el crecimiento como sobre la difusión de la moralidad
mesocrática en Francia. No cabe duda de que en el Segundo Impe- rio la
moralidad sexual era más claramente permisiva que en la Inglaterra con-
temporánea, aunque Inglaterra tenía un problema de prostitución que
llegó a adquirir dimensiones fantásticas. Puede que esto se debiese a los
aspectos sumamente represivos del victorianismo. Quizá la moralidad
mesocrática penetre menos profundamente en Francia porque esta nación
no había pasado por una fase ni de evangelismo ni de pietismo. La
Revolución francesa había abogado en su etapa jacobina por un
puritanismo moral que llevó a Robespierre a proclamar que el único
adorno de la mujer debía ser la virtud. La oposición al ancien régime incluía
una repugnancia a su forma de vida.... pero muchos rechazaban la
Revolución que aceptaba esta moralidad.

Conservadurismo en el siglo XIX

Aunque algunos de la generación napoleónica creyesen que el nuevo siglo


tenía que traer un renacimiento de la libertad, otros extrajeron una
conclusión distinta de la cataclísmica Revolución Francesa y sus
consecuencias. Estos, querían también un renacimiento de la libertad,
pero definían esa libertad de un modo completamente distinto a como lo
hacían los liberales. Los conservadores creían que el mantenimiento de la
libertad solo era posible dentro del marco de la tradición histórica. Las
ideas de ley natural y progreso habían conducido a la desintegración del
orden en la revolución. Solo concediendo importancia a la historia y al
sistema jerárquico que la tradición (es decir la historia) santificaba, se
podía preservar el orden y, en consecuencia, la libertad. Para los
conservadores, la libertad equivalía a un concepto de orden de origen
histórico y este concepto exigía la preservación de la jerarquía social y
política. La piedra angular de ese orden debía ser la legitimidad, el lema
que dominó el Congreso de Viena.
Había varios enfoques posibles de la historia, el orden y la libertad sobre
estas bases ideológicas. De Maistre se oponía a todo cambio: lo que es
histórico no debe cambiarse. Edmund Burke rechazaba el concepto de
libertad y de democracia de masas. Los derechos universales, los derechos
del hombre, parecían haber conducido, no hacia la libertad, sino al
gobierno del populacho. La dictadura jacobina durante la Revolución
Francesa reforzó esa tendencia de su pensamiento. Había que preservar
los derechos individuales sobre una base distinta. Como para el pasado
creaba el presente, busco un origen feudal de estos derechos: en la visión
conservadora de la historia inglesa de la que Burke estaba imbuido, las
libertades feudales habían evolucionado de forma continuada, a través de
la Carta Magna y de la soberanía del Parlamento hacia una mayor libertad
de los ingleses.
Su conservadurismo incluía dos creencias más. Todo el mundo debe tener
algunos derechos individuales básicos, pues la historia, por la que
entendía la evolución del feudalismo, había otorgado esos derechos. Pero
estos derechos, no habían entrañado libertad política o económica en la
Edad Media, y mucho menos igualdad social. Los derechos individuales y
el igualitarismo eran dos conceptos completamente distintos. Igualitarismo
significaba gobierno del populacho y, al final, destrucción de los derechos
individuales. Solo una sociedad jerárquica podía mantener esos derechos,
pues se habían mantenido de ese modo a lo largo de la historia. Solo
podían preservarse en un sistema social y político jerárquico. Por tanto, la
aristocracia tenía la tarea de asumir la jefatura que había aportado en el
pasado. Solo esa jefatura hereditaria podía poner coto a la marea de la
revolución igualitaria. Así pues, se aunaba ideas de derechos individuales
con un concepto de jefatura fuerte.
Burke había apoyado al principio la Revolución Francesa porque pensaba
que defendía los derechos históricos del hombre, pero la destrucción de la
nobleza, el experimento jacobino, la liquidación del pasado por la
Revolución, le fueron haciendo oponerse a ella. El conservadurismo de
Burke no rechazaba la libertad; rechazaba la hipótesis liberal de la
igualdad del hombre. Negaba la posibilidad de que el hombre pudiese
elevarse en la escala social y política a través de su propio esfuerzo. Para el
la historia no era la ascensión y el dominio de los hombres simplemente a
través de sus propios esfuerzos individuales o a través de la asunción del
tipo correcto de moralidad. Los liberales eran un producto, no solo de la
Revolución Francesa, sino también de la Revolución industrial; los
conservadores tendían a rechazar ambas.
Se rechazaba la moralidad liberal en nombre de una forma de vida
aristocrática idealizada. Este conservadurismo era, básicamente, una
reacción al nuevo hecho de una sociedad de masas, una tentativa de
impedir que esa sociedad alterase el orden. Una elite histórica garantizaría
la libertad, la chusma solo la aplastaría.
Este tipo de conservadurismo concibió que los pobres no tenían suficiente
carácter, ya que todos podían subir en la sociedad se esforzaban por
lograrlo. Pero el conservadurismo, que no creía en este tipo de progreso,
veía a los pobres como parte de la responsabilidad de la jefatura. La
revolución industrial había roto en dos la nación y correspondía a la
aristocracia restaurar la armonía de los antiguos tiempos. Las mismas
técnicas que se habían aplicado para mejorar la suerte de las clases
feudales más bajas podían aplicarse, modificadas, al trabajador industrial.
Este pensamiento conservador se remontaba a una era de armonía social
que se había esfumado con la aparición de la sociedad de masas industrial
A su vez, el cristianismo se convirtió en parte integrante de la corriente
principal del pensamiento conservador de la Europa Continental. El
conservadurismo estimulo así, el resurgimiento religioso, católico, que era
un aspecto del romanticismo. Fue una tentativa consciente de cimentar el
estado sobre una base cristiana en vez de sobre una base de racionalismo
y ley natural, como estaba intentando la Ilustración. Los pensadores
unieron a esta fe en la historia la creencia de que la historia se
manifestaba de la mano de Dios.
El exponente de estas ideas en Europa fue la Santa Alianza. Se trataba de
un tratado que acabaron firmando Rusia, Austria, Prusia y Francia (1815),
que sostenía que las relaciones entre los diversos estados, debía regirse
por los principios cristianos. Establecía una alianza entre los monarcas de
estos países, ya que el gobierno monárquico como fenómeno divino debía
unir a las diversas naciones según los preceptos de justicia, caridad
cristiana y paz. Solo así se podían superar las secuelas de la Revolución
francesa.
También expresaron y ampliaron este conservadurismo pensadores
importantes, especialmente en Francia. El más destacado de ellos fue el
conde Joseph de Maistre (1753 – 1821). Para el, “todo es historia”, solo la
historia puede crear, no los hombres, pero la historia era una
manifestación de lo divino y por tanto, el gobierno que poseyese cierta
antigüedad histórica era divino. Hasta la palabra reforma era blasfema.
Como la monarquía era una forma antigua de gobierno, era divina. La
monarquía era una forma jerárquica de gobierno y De Maistre daba a la
jerarquía tanta importancia como Burke, aunque con una orientación
distinta. El universo entero era una estructura jerárquica con Dios en la
cúspide. La autoridad inmediata subordinada a Él, en el mundo de los
hombres, debe ser un reflejo de la unidad de Dios. Debe aunar, pues,
dentro de sí tanto la soberanía espiritual como la temporal. Pero el Rey
solo poseía soberanía temporal; el auténtico soberano del mundo, el
verdadero bastión de todo el orden humano, había de ser por lo tanto el
papa. El rey tomaba decisiones para el estado bajo la autoridad del papa.
Pero el estado era parte del universo católico, cristiano, y, para De Maistre
la primacía de la historia se basaba en la primacía absoluta del universo
cristiano. El objetivo de ese argumento medieval y el absolutismo de De
Maistre era hacer frente al socavamiento del orden establecido y de la
autoridad por parte de las nuevas fuerzas de la época.
En este sentido, el conservadurismo era una ética de la decisión
dirigida contra las nuevas fuerzas de la sociedad, pero en un proceso
de toma de decisiones del que estaban excluidos todos menos los que
se hallaban en la cima de la jerarquía, el papa y el rey. Estos eran, por
su propia naturaleza, infalibles. Este conservadurismo era ultramontano,
ponía al papa, “al otro lado de las montañas (los Alpes)” como garante del
orden y de la armonía. Las ideas de De Maistre llegaron a ser influyentes
en la corte papal.
El papado parecía sumergido en el conservadurismo más extremado. La
iglesia rechazaba la libertad de pensamiento. La carta encíclica del papa
Gregorio XVI contra el pensador francés Lamennais calificaba la libertad
de conciencia de “absurda” y decía que la libertad de prensa era una
libertad detestable que extraviaba a las personas corrientes. La iglesia
había perdido mucho durante la Revolución Francesa y el reinado de
Napoleón; su reacción fue intensa. Además, el papado se sirvió de los
Habsburgo austriacos para reprimir la insurrección en los Estados Papales
y se vinculó con ello a la principal potencia conservadora.
Esta política de conservadurismo autoritario alcanzo su apogeo con el
Concilio Vaticano de 1870 y la proclamación de la infalibilidad papal. Para
los liberales esto señalo la consagración definitiva del absolutismo dentro
de la Iglesia en nombre del orden y la disciplina de los fieles. El
conservadurismo fue, pues, el pensamiento dominante del papado durante
el siglo y el papado estuvo políticamente vinculado a Austria, mientras que
recibía el apoyo intelectual de Francia. Este conservadurismo no era
monopolio del Vaticano ni de Francia; también existía en Alemania.
Adam Mueller (1779 – 1829) fue su representante más característico. Pero
el conservadurismo de Mueller difería de su modelo francés en un aspecto
importante. De Maistre había considerado el cristianismo católico como la
garantía de la armonía histórica del mundo. Mueller transfirió esta función
al estado alemán.
El estado no era una creación artificial y transitoria, un instrumento útil
de la humanidad. Abarcaba en realidad todo el conjunto de la vida. No
podía concebirse el individuo fuera del marco del estado; este era un
elemento constitutivo necesario del corazón, espíritu y cuerpo del ser
humano. Lo mismo que un hombre no puede abandonar su propio yo, no
puede abandonar tampoco el estado.
Para Mueller el estado, que lo abarcaba todo, y la relación jerárquica
dentro de él estaba santificados tanto por Dios como por la historia;
ninguna de estas dos cosas estaban sometidas a cambio. Y el estado no
solo estaba vinculado a Dios y a la historia, sino que debía ser un estado
cristiano, por lo que Mueller entendía, como De Maistre, un estado
católico.
Sin embargo, la suprema autoridad y el garante del orden era el estado
más que el papa. Mueller también tenía vínculos con el romanticismo,
especialmente por su idea de que todo debe integrarse con el estado. Para
él, el estado no solo era una entidad política, sino también una entidad
que satisfacía las necesidades emocionales humanas. Este estado
mantenía un agrio combate contra las nuevas fuerzas políticas, sociales y
económicas. Debido a la base cristiana explicita que un estado tal debía
tener, Mueller creía que estas nuevas fuerzas formaban parte de una
conspiración contra el propio cristianismo. No debe sorprendernos pues
que identificase a los judíos con esta conspiración y vinculase así el
conservadurismo centrado en la nación con el pensamiento racial. Mueller
además de su exaltación del estado alemán, destaco la importancia de sus
fundamentos cristianos y echo así un cimiento importante para el futuro
pensamiento racista.
El liberalismo también era ajeno a aquel hombre que, para muchos
contemporáneos, llego a ser el símbolo de la reacción después de la
Revolución Francesa: Metternich. Este estadista austriaco no solo era un
reaccionario para los liberales; hasta la mayoría de los conservadores los
consideraban así. Pues, a diferencia de De Maistre, no basaba sus ideas en
el catolicismo ni el cristianismo, y, a diferencia de Mueller, su mentalidad
era ajena a la exaltación del estado. A Metternich, un grand seigneur del
siglo XVIII, no le interesaban ni el resurgir religioso ni el nacionalismo de
su época
Su ideario se centraba en la necesidad de mantener un equilibrio de
fuerzas dentro del estado, algo de importancia similar a la que tenía
mantenerlo en las relaciones entre los propios estados. El medio de poner
estas nuevas fuerzas al servicio del estado era lograr un equilibrio entre las
clases de una nación y garantizar el mantenimiento de ese equilibrio por
medio de la monarquía absoluta. También Metternich pensaba que la
historia tenía una importancia decisiva; cimentaba esa estructura social.
No se podía permitir que se crearan nuevos estados o nuevas
constituciones antihistóricos. El nacionalismo era para él una de esas
fuerzas. El nacionalismo perturbaría el equilibrio histórico internacional
del poder, lo mismo que el liberalismo perturbaría el equilibrio interno del
poder dentro de un estado.
En opinión de Metternich, eran las clases medias las que perturbaban ese
equilibrio a través de su dinámica. Los ataques de la burguesía a la
monarquía conducirían inevitablemente, en su opinión, a que el populacho
atacase a la burguesía. Así que las clases medias se estaban encaminando
directamente a la anarquía democrática.
Metternich compartía otro prejuicio con otros conservadores: el
antiintelectualismo. Menospreciaba a profesores y estudiantes, convencido
de que, aunque conspiraban contra el orden, eran unos conspiradores
ineficaces. La oposición a la libertad de pensamiento y de expresión
también dio una orientación antiintelectual a conservadores como De
Maistre y los dirigentes de la iglesia. Sin embargo, en los decretos de
Carlsbad (1819) se fijó una vigilancia estricta de las universidades y se dio
orden de disolver las organizaciones estudiantiles.
Estos decretos eran una respuesta a las manifestaciones en favor de la
unidad alemana y a los ataques al acuerdo de Viena. Se estableció además
un control estricto de la prensa y de toda agitación política. Creía, como
habían creído muchos antes que él, que Dios estaba del lado del orden, no
de la revolución.
Metternich creía también en un estado austriaco fuerte y rechazaba la idea
de un parlamento imperial como medio para conciliar los intereses de las
diversas nacionalidades del imperio. El emperador debe ser el poder
supremo. Pero Metternich veía, sintomáticamente, el problema austriaco
una vez más como una cuestión de equilibrio de poderes. Un emperador
como poder supremo sería un árbitro que estaría por encima de las
nacionalidades enfrentadas.
La religión de Metternich carecía de dogmas y estaba orientada de una
forma muy similar: los ideales conservadores se expresaban para el en una
ley moral. Este conservadurismo solo se parecía al de los conservadores
ingleses en que se interesaban también por el bienestar del pueblo.
Este tipo de conservadurismo era muy distinto en su textura del De
Maistre o el de Mueller. Era mucho más flexible en el sentido de que
estaba orientado hacia la acción política práctica, y carecía tanto del
contenido religioso y católico como del romántico. El conservadurismo,
como la mayoría de las ideologías, penetro en otras formas de
pensamiento, hasta en las que deploraba. Pues hubo un conservadurismo
liberal, entiendo por ello un liberalismo que compartía ideales
conservadores.
El liberalismo creía en la libertad. Se basaba en gran medida en la
dinámica de las clases medias; ¿Cómo podía ser entonces conservador?
Leyeron sobre la reforma de la aristocracia inglesa, sobre la ampliación del
derecho del sufragio, lograda sin revolución, y atribuyeron todo al espíritu
histórico de Inglaterra. Pero ellos, por su parte, quisieron imitar estas
acciones inmediatamente, sin aguardar a que sus naciones evolucionasen
de forma lenta y pacifica como había propugnado Burke. Esta
contradicción, no debe ocultar lo que tomaron de Burke: la oposición a la
revolución violenta y una concepción de la libertad compatible con el
orden. Los liberados moderados querían preservar todo lo posible la
historia y la tradición, pero querían aunarlas con la libertad para la clase
media.
Guizot es un ejemplo notorio del conservador liberal. Es indudable que
consideraba necesaria la libertad para el libre desarrollo del hombre, pero
tras esto, limitaba de nuevo esa libertad en nombre del orden y de la
oposición a la revolución. Guizot limitaba la libertad precisamente donde
liberales como Tocqueville veían que era necesario ampliarla: en el campo
de la participación política en el gobierno. Además, veía con horror los
experimentos democráticos franceses de 1848 porque parecía abrir paso a
una perspectiva de cambio infinito y alentaban promesas que ningún
gobierno podía cumplir si quería gobernar. El liberalismo transitaba un
camino intermedio entre la democracia y el ancien regime. En el caso de
Guizot, este camino medio le empujo al conservadurismo por el temor a la
revolución y el deseo de un gobierno fuerte.
Lo mismo que el conservadurismo podía fundirse con este tipo de
liberalismo, podía fundirse con el nacionalismo de un modo aún más
decisivo. Adam Mueller era un nacionalista.
El elemento histórico del conservadurismo compartía la importancia
otorgada a la historia por el romanticismo y el nacionalismo. Todos ellos
querían estar en sintonía con el pasado lejano. Además, todas estas
ideologías aborrecían las revoluciones. Estos hombres consideraban sus
actuaciones conservadoras, pues querían recuperar las raíces del Volk y
veían en la civilización moderna cambios revolucionarios que había que
impedir. Se oponían al dinamismo de las clases medias; su visión estaba
centrada en un pasado lejano, estable, agrícola. La fusión del
conservadurismo y nacionalismo era tan completa que suele denominarse
movimientos conservadores a los movimientos nacionalistas.
El conservadurismo era una ideología difusa. Evidentemente, no todos los
conservadores eran nacionalistas o románticos. Algunos se consideraban
liberales. Pero en el siglo XIX, el conservadurismo ya tenía ciertos rasgos
comunes.
Los conservadores pretendían enfrentarse a las nuevas fuerzas que
surgían a principios de siglo apoyándose en la historia y en el orden.
Creían que la Revolución Industrial y la Revolución Francesa amenazaban
la existencia misma de la sociedad y, con ellos, cualquier libertad que
pudiese poseer el hombre. Todos miraban hacia el pasado y pretendían
aplicar sus directrices a los males del presente
Es difícil hacer un análisis de clase de aquellos que apoyaron el
conservadurismo. Había conservadores de la clase media y de la clase
trabajadora, lo mismo había aristócratas liberales. Pero, generalmente, los
ideales conservadores atraían a dos clases distintas de la población: a la
aristocracia, que quería preservar su situación, y a miembros de la clase
trabajadora, que veían en el paternalismo una mejora que no
proporcionaba el ideal liberal de “autoayuda”.

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