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Paul Theroux: La placa de bronce decía 'Borges'

The New York Times 22 de julio 1979

Una ventosa mañana de Boston Paul Theroux abordó el Lake Shore Limited de Amtrak para hacer
el primer tramo de un viaje en tren que terminaría meses más tarde en la Patagonia. En el camino
se detuvo en Buenos Aires para ver al eminente cuentista argentino, Jorge Luis Borges. La visita y
el resto del viaje se describen en su libro The Old Patagonian Express. Aquí un fragmento:

A pesar de su misterioso nombre, el Subterráneo de Buenos Aires es una eficiente red de metro de
cinco líneas. Del mismo tamaño que el metro de Boston, fue construida cinco años más tarde, en
1913 (lo que la hace más antigua que la de Chicago o Moscú), y, como en Boston, puso pronto a
los tranvías fuera de negocio. El apartamento de Jorge Luis Borges estaba en Maipú, a la vuelta de
la Estación Plaza General San Martín, en la línea Retiro-Constitución.

Yo había ansiado tomarme el Subterráneo desde que supe de su existencia; y había deseado
largamente hablar con Borges. Él era para mí lo que Lady Hester Stanhope había sido para
Alexander Kinglake: “en toda la sociedad, el permanente tema de interés”, un genio excéntrico, tal
vez más que un profeta, escondido en las profundidades de un país impío. En Eothen, uno de mis
libros de viaje preferidos (“Eothen es, espero, la única palabra difícil que se puede encontrar en el
libro,” dice el autor, “y significa... Desde Oriente”), Kinglake dedica un capítulo entero a su
encuentro con Lady Hester. Sentí que no podía hacer menos con Borges. Entré en el Subterráneo y,
luego de un breve viaje, encontré fácilmente su casa.

La placa de metal en el descansillo del sexto piso decía Borges. Toqué el timbre y me hizo pasar un
niño de unos siete años. Cuando me vio se chupó el dedo, avergonzado. Era el hijo de la criada. La
criada era paraguaya, una india entrada en carnes que me invitó a pasar y me dejó en el vestíbulo
con un gran gato blanco. Había una luz tenue encendida en el vestíbulo, pero el resto del
apartamento estaba oscuro. La oscuridad me hizo recordar que Borges era ciego.

La curiosidad y la incomodidad me llevaron en un pequeño salón. A pesar que las cortinas estaban
corridas y los postigos cerrados, podía inferir un candelabro, la plata familiar que Borges menciona
en uno de sus cuentos, algunos cuadros, viejas fotografías, y libros. Había pocos muebles – un sofá
con dos sillas al lado de la ventana, una mesa contra una pared, y una pared y media de
bibliotecas. Algo se frotó contra mis piernas. Encendí una lámpara: el gato me había seguido.

No había alfombra en el piso que pudiera hacer tropezar al hombre ciego, ni mueble molesto con el
que pudiera chocarse. El piso de parquet relucía; no había ni una mota de polvo en todo el lugar.
Las pinturas eran amorfas, pero tres grabados en metal eran precisos. Los reconocí como las Vistas
de Roma de Piranesi. El más borgeano era La Pirámide de Cestio y podría haber sido una ilustración
de las Ficciones de Borges. El biógrafo de Piranesi, Bianconi, lo llamó “el Rembrandt de las ruinas”.
“Necesito producir grandes ideas,” dijo Piranesi. “Creo que sería los suficientemente loco como
para, si me encargaran los planos de un nuevo universo, aceptar la tarea.” Es algo que Borges
mismo podría haber dicho.

Los libros conformaban un conjunto variopinto. Una esquina consistía mayormente en ediciones de
Everyman, los clásicos en traducción inglesa – Homero, Dante, Virgilio. Había estantes de poesía sin
ningún orden partiular – Tennyson y e.e. cummings, Byron, Poe, Wordsworth, la English Literature
de Hardy, The Oxford Book of Quotation, varios diccionarios – incluyendo el del Doctor Johnson – y
una vieja enciclopedia encuadernada en cuero. No había bellas ediciones; los lomos estaban
gastados, las telas descoloridas; pero lucían como si hubieran sido leídos. Tenían marcas de dedos,
brotaban de ellos marcalibros de papel. La lectura altera la apariencia de un libro. Una vez que ha
sido leído, nunca vuelve a ser el mismo, y las personas dejan su marca personal en el libro que han
leído. Uno de los placeres de leer es ver esa alteración en las páginas, y la forma en que, leyéndolo,
has hecho ese libro tuyo.
Había un sonido de pies que se arrastran en el corredor, y un gruñido inconfundible. Borges
emergió del tenuemente iluminado vestíbulo, sintiendo su camino a lo largo de la pared. Estaba
vestido formal, con un traje azul oscuro y una corbata oscura; sus zapatos negros estaban atados
flojamente, y había un dejo inglés en su cara, una seriedad pálida en su mandíbula y en su frente.
Sus ojos estaban hinchados, fijos, y sin vista. Tenía la precisión delicada de un químico. Su piel era
clara – no había manchas en su manos que delataran su edad – y había firmeza en su cara. La
gente me había dicho que tenía “cerca de ochenta”. Estaba en ese entonces en su año setenta y
nueve, pero parecía diez años menor. “Cuando alcances mi edad,” le dice a su doble en el cuento El
Otro, “habrás perdido casi por completo la vista. Verás el color amarillo y sombras y luces. No te
preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano.”

“Si,” dijo, tanteando en busca de mi mano. Aprentándola, me guió a una silla. “Por favor, siéntese.
Hay una silla por aquí, en algún lugar. Por favor siéntase en casa.”

Habló tan rápidamente que no noté el acento hasta que no hubo terminado. Parecía sin aliento.
Hablaba como en ráfagas, pero sin dudar, salvo cuando comenzaba un tema nuevo. Entonces,
tartamudeando, levantaba sus manos temblorosas y parecía extraer el tema del el aire y sacudir las
ideas de él mientras hablaba.

“Es de New England,” dijo. “Qué maravilloso. Ese es el mejor lugar para haber nacido. Todo
comenzó ahí – Emerson, Thoreau, Melville, Hawthorne, Longfellow. Ellos lo empezaron. Si no fuera
por ellos no había nada. Estuve allí – fue hermoso.”

“Leí su poema sobre ese viaje,” le dije. New England 1967 comienza “Han cambiado las formas de
mi sueño”...

“Sí, sí,” dijo. Movió sus manos impacientemente, como un hombre mezclando dados. Nunca
hablaba de su obra; era casi desdeñoso. “Estaba dando conferencias en Harvard. Odio dar
conferencias – amo enseñar. Disfruté de los estados – New England. Y Texas es algo especial.
Estuve allí con mi madre. Ella estaba vieja, más de ochenta. Fuimos a ver El Álamo.” La madre de
Borges había muerto no hacía mucho, a la gran edad de noventa y nueve. Su habitación estaba tal
como la dejó. “¿Conoce Austin?”

Le dije que había tomado el tren desde Boston a Fort Worth y que Fort Worth no me había parecido
gran cosa.

“Debería haber ido a Austin,” dijo Borges. “El resto no es nada para mí – el Midwest, Ohio, Chicago.
Sandburg es el poeta de Chicago, ¿pero qué es él? Sólo es bullicioso – todo lo sacó de Whitman.
Whitman fue enorme, Sandburg es nada. Y el resto,” dijo, sacudiendo sus dedos en un imaginario
mapa de Norteamérica.

“¿Canadá? Dígame, ¿qué ha producido Canadá? Nada. Pero el Sur es interesante. Es una pena que
perdieran la Guerra Civil - ¿no piensa que es una pena, eh?”

Le dije que pensaba que la derrota había sido inevitable para el Sur. Habían sido nostalgiosos y
complacientes, y ahora eran los únicos en los estados que hablaban de la Guerra Civil. Los del
Norte nunca hablaban de ella. Si el Sur hubiera ganado, tal vez nos habrían ahorrado algunas de
esas reminiscencias Confederadas.

“Claro que hablan de eso,” dijo Borges. “Fue una derrota terrible para ellos. Sin embargo tenían
que perder. Eran agrícolas. Pero me pregunto ¿es la derrota tan mala? ¿No dice Lawrence en The
Seven Pillars of Wisdom, algo sobre «la vergüenza de la victoria»? Los Sureños eran corajudos,
pero tal vez un hombre de coraje no puede ser un buen soldado. ¿Qué piensa usted?”

Sólo el coraje no hace de uno un buen soldado, dije, no más que sólo la paciencia no hace un buen
pescador. El coraje puede hacer a un hombre ciego ante el peligro, y un exceso de coraje, sin
precaución, puede ser fatal.

“Pero la gente respeta a los soldados,” dijo Borges. “Por eso nadie tiene en estima a los
americanos. Si América fuera una potencia militar en lugar de un imperio comercial, la gente la
admiraría. ¿Quién respeta a los hombres de negocio? Nadie. La gente mira a América y todo lo que
ven son vendedores viajantes. Y entonces se ríen.”

Agitó sus manos, asió con ellas, y cambió el tema. “¿Cómo vino a la Argentina?”

“Luego de Texas, tomé el tren a México.”

“¿Qué piensa de México?”

“Destartalado, pero agradable.”

Borges dijo, “No me gusta México ni los mexicanos. Son tan nacionalistas. Y odian lo español. ¿Qué
les puede pasar si piensan así? Y no tienen nada. Sólo están jugando – a ser nacionalistas. Pero lo
que les gusta especialmente es jugar a ser pieles rojas. Les gusta jugar. No tienen nada en
absoluto. Y no pueden pelear, ¿eh? Son soldados muy flojos – siempre pierden. ¡Mire lo que unos
pocos soldados americanos pudieron hacer en México! No, no me gusta México para nada.”

Hizo una pausa y se inclinó hacia adelante. Sus ojos se agrandaron. Encontró mi rodilla y le dio un
enfático golpecito.
“No tengo ese complejo,” dijo. “Yo no odio lo español. Aunque con mucho prefiero lo inglés. Luego
de que perdiera la vista en 1955 decidí hacer algo radicalmente nuevo. Y entonces aprendí
anglosajón. Escuche...”

Recitó el Padrenuestro enteramente en anglosajón.

“Ese era el Padrenuestro. Ahora esto – ¿conoce esto?”

Recitó las primeras líneas de The Seafarer.

“The Seafarer,” dijo. “¿No es hermoso? Yo tengo una parte inglesa. Mi abuela vino de
Northumberland, y tengo otros parientes de Staffordshire. «Saxon and Celt and Dane» – ¿no es
así? Siempre hablamos inglés en casa. Mi padre me hablaba en inglés. Tal vez sea parte noruego –
los vikings eran de Northumberland. Y York – York es una ciudad hermosa, ¿eh? Mis ancestros
estuvieron allí, también.”

“Robinson Crusoe era de York,” dije.

“¿Sí?”

“«I was born in the year something-something, in the city of York, of a good family...»”

“Sí, sí, me había olvidado.”

Dije que había nombres noruegos por todo el norte de Inglaterra, y di el ejemplo del nombre
Thorpe. Era el nombre de un lugar y un apellido.

Borges dijo, “Como el alemán Dorf.”

“O el holandés dorp.”

“Esto es extraño. Le contaré algo. Estoy escribiendo un cuento en el que el nombre del protagonista
es Thorpe.”

“Esa su ascendencia de Northumberland que lo incita.”

“Tal vez. Los ingleses son una gente maravillosa. Pero tímida. No querían un imperio. Se lo forzaron
los franceses y los españoles. Y entonces tuvieron su imperio. Fue una gran cosa, ¿eh? Dejaron
mucho a su paso. Mire lo que le dieron a India – ¡Kipling! Uno de los mayores escritores.”

Dije que a veces un cuento de Kipling era sólo un argumento, o un ejercicio en dialecto irlandés, o
una metedura de pata estruendosa, como el clímax de At the End of the Passage, donde un hombre
fotografía el fantasma en la retina de un hombre muerto y luego quema las fotos porque son muy
escalofriantes. Pero ¿cómo llegó el fantasma ahí?
“No importa – siempre es bueno. Mi favorito es The Church That Was at Antioch. Qué historia
maravillosa. Y qué gran poeta. Yo sé que está de acuerdo – leí su artículo en The New York Times.
Quiero que me lea algunos poemas de Kipling. Venga,” dijo, levantándose y guiándome a una
biblioteca. “En ese estante – ¿ve todos los libros de Kipling? Bueno, a la izquierda está The
Collected Poems. Es un libro grande.”

Movía sus manos como un prestidigitador cuando mi vista se encontró la edición de Elephant Head
de Kipling. Encontré el libro y lo llevé al sillón.

Borges dijo, “Léame The Harp Song of the Dane Women.”

Hice como me decía.

What is a woman that you forsake her,

And the hearth-fire and the home-acre,

To go with the old grey Widow-maker?

“«The old grey Widow-maker»,” dijo. “Es tan bueno. No se pueden decir cosas así en español. Pero
estoy interrumpiendo, siga.”

Volví a empezar, pero a la tercera estrofa me detuvo. “«...the ten-times-fingering weed to hold
you» – ¡que hermoso!” Seguí leyendo este reproche a un viajero – el solo hecho de leerlo me hacía
pensar en mi casa con nostalgia – y cada pocas estrofas Borges exclamaba cuán perfecta era una
frase en particular. Admiraba estas palabras compuestas del inglés. Locuciones así eran imposibles
en español. Una simple frase poética como “world-weary flesh” debería ser interpretada en español
como “esta carne fatigada por el mundo.” La ambigüedad y la delicadeza se pierden en español, y
Borges estaba enfurecido por no poder lograr versos como los de Kipling.

Borges dijo, “Ahora mi segundo preferido, The Ballad of East and West.”

Hubo incluso más interrupciones en esta balada de las que había habido en The Harp Song, pero
aunque nunca había sido de mis preferidas, Borges me llamó la atención sobre los buenos versos,
replicando varios pareados, para decir a continuación, “Eso no se puede hacer en español.”

“Léame otro”, dijo.

“¿Qué le parece The Way Through the Woods? Dije, y lo leí con la piel de gallina.
Borges dijo, “Es como Hardy. Hardy era un gran poeta, pero no puedo leer sus novelas. Se debió
dedicar sólo a la poesía.”

“Lo hizo, al final. Dejó de escribir novelas.”

“No debió haber comenzado,” dijo Borges. “¿Quiere ver algo interesante?” Me llevó de nuevo a las
estanterías y me mostró su Encyclopedia Britannica. Era la rara oncena edición, no un libro de
hechos sino una obra literaria. Me dijo que buscara “India” y que me fijara en la firma en las
ilustraciones. Era la de Lockwood Kipling. “El padre de Rudyard Kipling ¿vio?”

Me dio un tour por las estanterías. Estaba especialmente orgulloso de su copia del Dictionary de
Johnson (“Me lo enviaron de la Prisión de Sing-Sing, una persona anónima”), su Moby Dick, su
traducción de The Thousand and One Nights de Sir Richard Burton. Revolvió los estantes y sacó
más libros; me llevó a su estudio y me mostró su colección de Thomas DeQuincey, su Beowulf –
tocándolo, comenzó a recitarlo– sus sagas islandesas.

“Esta es la mejor colección de libros en anglosajón de Buenos Aires,” dijo.

“Si no de Sudamérica.”

“Sí, supongo que sí.”

Volvimos a la biblioteca del salón. Había olvidado mostrarme su edición de Poe. Le dije que había
leído recientemente su The Narrative of Arthur Gordon Pym.

“Estuve hablando de Pym justo la noche anterior con Bioy Casares,” dijo Borges. Bioy Casares había
sido su colaborador en una serie de cuentos. “El final de ese libro es tan raro – la oscuridad y la
luz.”

“Y el barco con los cadáveres.”

“Sí,” dijo Borges dudando un poco. “Lo leí hace tanto, antes de perder la vista. Es el mejor libro de
Poe.”

“Me gustaría leérselo.”

“Venga mañana a la noche,” dijo Borges. “Venga siete y media. Puede leerme algunos capítulos de
Pym y luego cenamos.”

Tomé mi campera de la silla. El gato blanco le había estado mordiendo la manga. La manga estaba
mojada, pero ahora el gato dormía. Dormía sobre su espalda, como si quisiera que le acariciaran la
barriga. Sus ojos estaban bien cerrados.

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