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Cincuenta Sombras y Luces de Ted [Fanfiction]

Siempre tenía el mismo sueño. Soñaba que estaba en una playa tomando el sol
tranquilamente, siendo relajado por las suaves olas del mar. Llevaba puestos unos pantalones
de playa azules, sin camisa, y las gafas de sol Bentley que mi papá me había regalado.

―Teddy ―la escuché llamarme.

La chica, una rubia menuda de ojos verdes, venía hacia mí desnuda sonriéndome. Era un
fastidio. Todas las mujeres se me ofrecían por diversas razones: porque soy un Grey, porque
soy atractivo, porque mi padre tiene el poder y dinero suficiente para comprar lo que se le
antojase, y por ende yo igual, o porque las mujeres con las que ya había estado alardeaban
de mis talentos íntimos en una cama. Por lo que sea, ninguna mujer se interesaba en mí más
allá por mi dinero. Una mierda.

Sólo conocía cuatro mujeres íntegras, que no se vendían por nada. Phoebe Grey, mi hermana
menor. Encantadora, la verdad. Tenía Diecinueve, dos años menor que yo. Tenía el color del
cabello de mamá y los ojos grises de papá. Otra era Mía Grey, mi tía. Era preciosa,
encantadora y divertida. Phoebe y yo éramos sus sobrinos consentidos. Desde luego, la Dra.
Grace Trevelyan-Grey. Respetable, respetable mujer. Y una abuela ejemplar. Y la mejor de
todas, la mujer más dulce y comprensiva: Anastasia Grey, mi madre. Seguramente su mejor
amiga, Kate Kavanagh, lo era. Pero no llevaba una relación estrecha con ella. Éramos sólo
conocidos.

Para mí todas las mujeres venían a mí por el dinero, y más ahora que mis padres se iría de
vacaciones dejando a mi cargo los negocios…y a mi hermana. A esto habría que sumarle que
necesitaba una secretaria. Todas iban a la entrevista, esperando que para mí representaran
algo más para mí. Pero no, esto era sólo trabajo. O, al menos, eso creía yo.

Capítulo uno.

Que un rayo me parta si no estaba cansado. La última vez que había visto el reloj eran las seis
de la mañana y después no había podido volver a dormir por culpa del dolor de cabeza. Y que
un rayo parta a Bobby, por llevarme a un bar a tomar de esa porquería. Estiré el brazo hacia la
mesa y tomé el BlackBerry. Siete llamadas de mamá junto a dos mensajes de “¿Dónde te
metiste, Teddy? Responde” y “Mas te vale que estés en el Escala, Theodore Grey , porque si
me entero que volviste a tomar con Bobby estarás en serios problemas y otras trece llamadas
de papá y un solo mensaje que decía: “Estás preocupando a tu madre. Contesta, no me hagas
quitarte el puto coche.”

Mierda. Ahora sí estaba en problemas. Salté de la cama en menos de un segundo y me metí a


dar un baño. Apenas hube terminado, me vestí y salí del Escala en mi Saab 9-3 rojo, un regalo
de mi padre. De acuerdo, a papá le gustaba regalarme cosas, y a mí recibirlas. Recuerdo hace
unos meses, cuando cumplí los veintiún años, el momento en el que me entregó las llaves.
Mamá reía.

―No puedo creer que le regalaras este auto ―dijo ella.

―Te gusta, Anastasia, y lo sabes.


Ella se ruborizó. Papá le sonrió y volteó de nuevo a verme.

―Fue el primer auto que le regalé ―la miró de reojo y ella se ruborizó aún más―. Sé que le
trae recuerdos…umm…

―Déjalo ya, Grey.

Vi cómo le daba un azote en el culo y ella chillaba, acalorada. Papá sonreía juguetón. Puse los
ojos en blanco. Ellos nunca ocultaban ese magnetismo sexual que aún existía entre ellos, a
pesar del tiempo. Por eso para mí y Phoebe el sexo era algo sublime, natural y tentador. Pero
claro, papá y yo nos ocupábamos de que Phoebe contara con las experiencias menos
posibles. Era una niña todavía, no estaba en edad para tener sexo.

Cuando dejé de saborear los recuerdos, noté que ya estaba en casa de mis padres. Dejé el
auto en la entrada, y me apresuré a entrar.

― ¡Theodore Raymond Grey!

Mierda.

―Hola, mamá.

Ella venía bajando las escaleras con las mejillas coloradas y el cabello levemente despeinado,
mientras se acomodaba el vestido. No era necesario ser su hijo para saber que acababa de
abandonar los brazos de papá, quien debe estar lo suficiente satisfecho para no echarme
pelea a mí.

―Son casi las diez, Teddy ¿Dónde estabas? Nuestro avión sale al medio día ―ella suspiró―.
Ya, abrázame.

Le dediqué una media sonrisa, de esas que por alguna razón sus ojos se humedecían, y la
abracé. Los brazos de esta mujer siempre fueron cálidos, y yo los amaba. Ella se alejó y
sonrió a sus anchas. Pero que hermosa era mamá.

―Tu padre está contentísimo con dejarte esta responsabilidad. Dice que está seguro de que
podrás ―entrecerró los ojos y me apuntó con el dedo―. Cuidado, Grey.

―Anastasia, Anastasia ¿Qué voy a hacer contigo?

Bajando por la escalera, estaba el mejor padre del mundo. Sonriéndole a mamá, como
siempre le hacía, se acercó a ella para abrazarla por a cintura y besarla en la cabeza.

―Hola, Ted.

―Hola, papá ―le sonreí― ¿Todo listo para el viaje?

Abrazó más a mamá.


―La señora Grey jamás olvida lo esencial.

Ella soltó una risilla y se ruborizó. Siempre he pensado que se guardan un secreto que no nos
han dicho ni a Phoebe ni a mí.

― ¿Y Phoebe?

― ¡Aquí!

Mi hermana bajó casi saltando por las escaleras. Llevaba puesta una camisa ajustada, una
falda hasta la mitad de los muslos y tacones.

― ¿Es que no puedes ponerte pantalones? ―dijimos papá y yo al unísono.

Mamá y Phoebe pusieron los ojos en blanco.

―Siempre sé cuándo me pones los ojos en blanco, Anastasia ―dijo papá.

Ella volvió a ruborizarse.

―Bueno, ya nos vamos.

Papá me dio un abrazo corto con golpecitos en la espalda. Cuando abrazó a mi hermana, los
músculos se le tensaron.

―Enserio, Phoebe, ten cuidado. Eres demasiado preciosa y hay muchos corrompe-señoritas
en las calles.

―Sí, papá.

Los brazos de mamá reemplazaron los de papá. La abrazó fuerte y le dio un beso en la frente.
Vino hacia mí, me abrazó y me dio un beso en la mejilla.

―Cuida a tu hermana, pero no la esposes.

Papá se rio. De nuevo, otro secretillo entre ellos dos.

―Sí, mamá.

―Los amamos, cuídense.

Y riendo como un par de críos enamorados, escapándose de sus padres, atravesaron la


puerta para buscar su pedazo de paraíso privado

Capítulo dos.

―Uau. La casa sola para mí ―dijo Phoebe.


Yo la miré de reojo, divertido.

―No, no. Te irás conmigo al Escala.

Ella gimió de frustración.

― ¿Por qué? Por fin iba a tener un espacio para mí, sin que papá me dijera que es demasiado
tarde para dormir ¡Y me dejará usar su auto!

Solté una carcajada.

― ¡Era una broma, pequeña! ―ella se relajó al instante―. Mm…Papá nunca me dejó usar su
auto, así que no podrás usarlo hasta que hable con él y me diga que de verdad puedes usarlo.

― ¡Teddy! ―hizo un mohín, igual a mamá.

Suspiré.

―No me hagas así, ¿sí? Papá te dejó a mi cuidado. Eres mi responsabilidad.

Volvió a hacer un mohín. Suspiré.

―Puedo prestarte el mío mientras hablo con él. Seguro mamá no se enterará si tomo el suyo.

Dos horas más tarde estaba maldiciendo el momento en el que abrí la boca. Phoebe le había
enviado un email a papá para quejarse de que no había accedido a darle el coche. Luego un
email a mamá, diciéndole que había tomado su auto. Mala idea. Mamá amaba ese auto
porque representaba que papá “tenía más dinero que sentido común”.

―Ted, deja que tu hermana use mi auto. Fue un trato que hice con ella ―dijo papá―. Y, por
favor, no toques el puto coche de tu madre.

Escuché a mamá chillar al otro lado de la línea.

―De acuerdo ―le dije y para aligerar el ambiente agregué―: No te sulfures, Grey.

Lo escuché reír.

―Sabía que Anastasia iba a contagiarte con su lengua viperina.

― ¡Christian! ―chilló ella.

―Hablamos luego, Teddy.

Y colgó. Teddy. Hacía tiempo no me llamaba así. Desde que creí y comencé a sentir hambre
del sexo opuesto, digamos. Una vez había discutido con él, porque me había llamado así en
una reunión familiar. No se necesitaba ser su hijo para saber que mis palabras lo habían
herido. Y me odié por eso. Luego de haber pasado mi primera borrachera a causa del alcohol,
y después de haber mejorado de la resaca claro está, fui a pedirle disculpas. La cosa mejoró
porque le permití que fuéramos de pesca, pero no volvió a llamarme Teddy. Repentinamente
que me llamara así de nuevo me trajo una enorme cantidad de recuerdos.

Las reuniones familiares, donde la casa reventaba de gente.

››Teddy es un buen niño‹‹

Cuando accidentalmente borré los mensajes del BlackBerry de mamá.

›› No, Anastasia. Teddy solo estaba jugando con la BlackBerry ‹‹

Cuando cumplí los siete años y toqué una pieza de piano para él.

›› Oh, Ana. Gracias por darme algo tan maravilloso como Teddy ‹‹

En realidad nunca lo había visto llorar, sin mencionar ese día. Una parte de mí sabía que la
historia de mis padres era una basta de detalles, pero jame preguntado. Y vaya que me visto
tentado. Después de todo, basta verlos para saber sea ya como toda esta historia pasara,
ellos eran felices.

―Teo ―me llamó Phoebe, alejándome de los recuerdos.

Si lo la quisiese tanto, creo que la estrangularía hasta que retirara esa sonrisa insulsa de su
rostro.

― ¿Qué?

― ¿No irás a Grey Enterprises Holdings, Inc.?

―Sí, y no es tu problema.

― ¿Puedo ir?

La miré fijamente y se encogió de hombros.

―No ―siseé.

―Por favor ―suplicó―. Mamá me contó que necesitabas secretaria y…

― ¿No me digas que quieres el puesto? ―pregunté poniendo los ojos en blanco. La sola idea
de que mi hermana caminara por allí con una falda gris, tan corta como las que usaba ella,
paseándose por frente a los pocos hombres que trabajaban para mi padre no me seducía de
ninguna manera.

Phoebe bufó.

―No, Theodore ―la fulminé con la mirada y volvió a encogerse de hombros. Sabía que
odiaba que me llamaran por mi nombre―. Quiero ayudarte a escogerla. Tengo buen ojo para
el profesionalismo.
Ella me miró haciendo un mohín. Quería decirle que no pero, bueno, estaba tratando con
Phoebe Grey: mi pequeña debilidad.

―De acuerdo, pero al primer imbécil que te vea las piernas, regresas a casa.

Ella chilló y saltó sobre mí para abrazarme. Papá iba a matarme. No le gustaba que Phoebe
fuera al trabajo, precisamente porque las miradas de los tipejos que trabajaban para él,
miraban a Phoebe como un caramelo recién desenvuelto. Pero, después de todo, ¿quién
podría negarse a uno de los mohines de Phoebe Grey?

Capítulo tres.

―Y entonces ―rebusqué entre los papeles para hallar su nombre―: Natasha ¿No tienes
ninguna experiencia de trabajo?

―No.

Me sorprendió lo relajada que ofreció la respuesta.

―Perdona que me entrometa ―uní ambas manos y las dejé descansar sobre el escritorio―.
Si terminaste la universidad hace un año y no has tenido empleo ―sonreí burlón―, ¿qué has
estado haciendo con tu vida?

Ella hizo una mueca extraña, la cual interpreté como incomodidad, y cruzó las piernas.

―Estuve casada, pero no resultó ―sonrió coqueta―. Ya que no me mantiene, yo tengo que
mantenerme sola.

Me vi tentado a reír, puesto que su forma clara de hablar era impactante. Apostaría a que ella
estaba esperando que me sintiera inmensamente atraído por ella como para contratarla. La
idea resultaba tentadora. Era una mujer realmente atractiva con ese cabello rubio cayéndole
en suaves ondas por los hombros, con aquella piel tan clara y unos impactantes ojos azules.
Tentadora, muy tentadora, pero era de la clase de mujeres que pasaban por mi vida. Y mi
cama.

―Gracias ―le dije con la suficiente fuerza para que comprendiera que aquí no habría
oportunidad de cualquier tipo.

Miré de reojo a Phoebe, quien permanecía inusualmente calla y seria, y observó como la
mujer se marchaba, consiente de su fracaso. Suspiré aliviado y mi postura se relajó al
instante.

― ¿Qué opinas?

Ella volteó hacia mí, completamente seria. Dios santo, era increíble como lograba parecerse a
papá.
―Definitivamente esa no.

Le sonreí.

―Además ―continuó―: fue extraño.

― ¿Extraño?

―Era mayor que tú.

― ¿Y?

― ¿Cuántos tenía? ―continuó, ignorándome.

―Veintiocho ―contesté divertido.

―Oh, Teddy ―fingió pesar―. Esa mala mujer te miraba como si fueras un caramelillo. Temía
que se lanzara sobre ti, te arrancara la ropa y te violara.

Estallé en carcajadas mientras observaba que se levantaba para venir hacia mí. Me tragué la
risa y le permití que se sentara sobre mi regazo, cubriéndola en un pequeño abrazo.

― ¿Sabes que, aunque seas un obseso del control como papá, eres el mejor hermano que ha
existido?

Noté como una encantadora chispa brillaba en sus ojos grises, señal de lo sentimental que
podría llegar a ser. En ese mismo instante tuve el impulso de llorar mientras la abrazaba y
susurrarle al oído cuán importante era para mí. En ese instante comprendí que no había nada
en el mundo que no fuese capaz de hacer por ella.

Tocaron la puerta.

―Adelante, Lilian.

Lilian era la secretaria de papá, una mujer de media edad tan eficiente como encantadora. La
idea de una nueva secretaria había nacido a raíz de ella. Con una nueva secretaria,
temporalmente claro, Lilian podría tomarse unas merecidísimas vacaciones.

―Teddy, cariño, tengo un nuevo expediente para ti. Espero esta vez escoger bien, no como la
última ―sonrió cariñosa mientras dejaba un sobre manila sobre el escritorio―. Esta chica
parece ser encantadora. Y eso que apenas he cruzado palabras con ella.

―Hazla pasar, Lilian.

―Claro, cariño.

Ella salió de la oficina, sonriendo. Lilian nos había visto crecer a Phoebe y a mí y nos miraba
siempre con amor maternal. Cuando mamá nos llevaba a una visita sorpresa con papá, él
solía encargarla de nuestro mientras resolvía “asuntos importantes” con mamá en la oficina.
Ya podía imaginar que asuntos resolvían mientras Phoebe y yo jugábamos por los pasillos.

Sonreí mientras extendía la mano hacia el sobre. Phoebe soltó una risita.

―Dado ya que las candidatas al puesto son escasas, redoble de tambores por favor.

Le sonreí burlón mientras sacaba los papeles del sobre.

Madre mía.

Pinchado al papel por un diminuto clip se hallaba la fotografía de una mujer. Era preciosa, de
verdad. El cabello largo le caía en una elegante y jovial cascada de rizos castaños más debajo
de los hombros. Su piel, delicada y clara como la arena, era suave y finísima, y mostraba en
sus mejillas el vivo color del carmesí. Sus labios parecían hechos del más rojo coral. La
enorme sonrisa dibujada ahora en su rostro le permitía ver unas encías sanas y limpias y dos
filas de dientes y muelas blancos, relucientes e iguales. Su frente era pequeña y delicadísima
y tenía una nariz de gran belleza. Un pequeño lunar se acunada debajo de su ojo izquierdo de
manera adorable. La profundidad de un par de ojos verde claro me dejó sin aire. Me dejó
totalmente desarmado.

―Amanda Sandford ―cité como una súplica.

Phoebe soltó un silbido.

―La chica es, en realidad, una belleza.

―Si ―jadeé.

Volvieron a tocar la puerta. Esta vez Lilian asomó la cabeza.

― ¿Hago pasar a la chica, Teddy?

―Si ―contesté al instante.

Me encogí de hombros ante la mirada de Phoebe y Lilian. Ella sonrió y observó fuera de la
oficina. Phoebe se puso de pie y volvió a su asiento.

―Pasa, encanto, el señor Grey te atenderá.

Lilian se hizo a un lado y la dejó pasar.

Madre mía.

Llevaba puesto un vestido blanco sencillo, corto hasta la mitad de los muslos y mangas largas.
No llevaba demasiado maquillaje, lo que permitía que observarla fuera aun algo más delicioso.
Al sonreír, y que me parta un rayo si no tenía una sonrisa encantadora, se le formaban un par
de hoyuelos.

Lilian cerró la puerta.


―Buenas tardes, señor Grey ―me tendió la mano, pero el repentino nerviosismo me impidió
aceptársela. Ella desistió―. Mi nombre es…

― Amanda Sandford ―me aclaré la garganta y observé su expediente―. Siéntese. Iremos al


grano.

Observé d reojo como se sentaba. Uau, esas piernas…


―Obedeció al instante, eso me gusta ―noté como se removía inquieta―. Aquí dice que ha
trabajado como asistente de estilismo, bibliotecaria y cajera en una tienda de comida rápida
―la miré fijamente ― y sólo tiene veinte años.

Ella se aclaró la garganta.

―He tenido que desenvolverme en distintas áreas para costear los tratamientos de mi padre
―se mordió el labio. Madre mía―. Es paciente de cáncer.

De alguna manera saberlo me provocó un nudo en la garganta.

― ¿Y por qué busca expandir sus conocimientos en esta área? ―me removí un poco hacia
adelante―. ¿O ha venido por otros motivos?

Ella me sostuvo la mirada por un minuto entero, pero el rubor que cubrió sus mejillas la obligó
a retirarla.

―Sí y no ―volvió a mirarme―. Quiero expandir mis conocimientos y necesito un mejor


trabajo ―suspiró―. El costo del tratamiento de mi padre se ha elevado.

―Bien ―volví a mi postura anterior―. Le llamaremos en caso de ser seleccionado.

Se levantó torpemente y salió de la oficina a prisa. Era bastante notable que no era una diosa
con los tacones. Volteé la vista hacia mi pequeño detector de mentiras, burlón.

― ¿Y bien? ¿Qué te ha parecido?

Ella no dijo nada. Phoebe se levantó del asiento y rebuscó entre los papeles. Cuando halló lo
que estaba buscando me miró.

―Me gusta. Es mejor que ―clavó la vista en el papel―: Natasha Lincoln.

Capítulo cuatro.

Cuando al fin pude regresar al Escala, me sentía terriblemente cansado. Con los hombros
tensos, deslicé la chaqueta por mis brazos para aligerar un poco la carga de ropa mientras
atravesaba el vestíbulo. Me detuve a escasos pasos donde la luz dela luna penetraba el
espacio oscuro. Oscuro y vacío. Papá me había permitido vivir solo cuando había cumplido los
dieciocho. En ese momento me había parecido excelente idea. Podría llegar a la hora que
deseara, hacer lo que quisiera y traer a todas las mujeres que se me antojasen. Sólo me había
impuesto una norma: no abrir una habitación. Caminé por el pasillo hacia una puerta que da a
unas escaleras. Subí al pasillo de arriba giré a la derecha.

Y allí estaba.

Una sencilla puerta que llevaba tres años sin ser abierta. Papá me había hecho prometerle
que jamás la abriría, que guardaría la llave en algún lugar seguro y que no le preguntaría. Sin
embargo, lo hice. Él había suspirado antes de contestarme “que era algo personal y que
quería mantenerlo a salvo”. Una parte de mí se cruzó de brazos frente a la puerta para
custodiarla. Otra, muy intensa y seducida por la curiosidad, deseaba buscar esa llave y abrirla
¿Qué podría haber detrás de esa puerta para que papá actuara de aquel modo?

Agité la cabeza y caminé hacia la habitación. A medida que iba adentrándome a la habitación,
me fui despojando de la ropa. Saqué de los bolsillos la Blackberry, las llaves, la cartera y un
pedazo de papel y lo arrojé sobre la cama. Al caer sobre ella, el papel se abrió y quedó
expuesto.

Oh, madre mía. Era la fotografía de Amanda Sandford. Sonreí mientras tomaba la fotografía.
Podía recordar con nitidez el férreo deseo y atracción sexual que había despertado en mi
cuerpo como león dormido al verla atravesar la puerta. Una imagen suya detallada venía
ahora a mi mente. Unas pequeñas pecas se ocultaban tras el sencillo maquillaje, unos labios
rellenos y rojos eran un verdadero pecado y una implacable tentación cuando sonreía. Sus
ojos brillaban con tal intensidad cada vez que hablaba y los hombros se movían a un ritmo
inusualmente relajado. El vestido le sentaba de maravilla, remarcando unas exquisitas curvas,
unas piernas de ensueño y unos pechos redondos y perfectos…

La BlackBerry sonó repentinamente, despertándome de la ensoñación. Di un salto y tomé el


móvil en la mano. El identificador de llamada marcaba sólo una palabra: “Mamá”.

―Hola, mamá.

―Hola, Ted ―la escuché reír. Otra risa ronca la acompañó―. ¿Cómo va todo?

―Bien, mamá ―sonreí― ¿Y a ustedes?

Ella volvió a reír. Ah, eso no se pregunta.

―Nos va bien. Mañana viajaremos a Sidney ¿Y tu hermana?

―La dejé en casa hace una hora. Estuvo conmigo en Grey Enterprises.

―Uf, tu padre va a…

―Tu hijo no habrá llevado a su hermana a la oficina, ¿verdad?

Mierda.

―Mamá, no le digas nad…


Silencio.

―Ted, ¿Cuántas veces tendré que decir que no quiero a Phoebe allí?

Mierda. Mierda. Mierda. Le ha quitado el teléfono.

―No la llevé ―mentí―. Phoebe apareció para ayudar, pero la devolví en cuanto pude.

›› Uf, Phoebe. Perdóname por esto ‹‹

―Haré de cuenta que te creo, muchacho.

Silencio.

―Bueno, cariño ―la escuché―. Voy a dejarte para que descanses. Te quiero.

―Yo a ti, mamá.

Colgó. Madre mía, la cabeza me daba vuelta. Cansado, me dejé caer en la cama. Luego de
acomodar mi cabeza en la almohada, me quedé dormido.

―Grey ―contesté con voz severa.

Había pasado la peor de las noches. Había tenido una pesadilla que me había atormentado
durante toda la noche. En el sueño observaba como el Charlie Tango explotaba mientras papá
lo piloteaba. Veía como mamá le gritaba, llorando totalmente desesperada, que no podía
abandonarla. Al despertar, estaba bañado en sudor, con el cuerpo temblándome de la
angustia y un nudo en la garganta que apenas me permitía respirar. Contuve el impulso de
llamarlos y asegurarme que estuviesen bien. Ridículo, puesto que ninguno se ha ido en el
Charlie Tango.

Revisé que el manos libres estuviese conectado o que la llamada no se hubiese caído, porque
no escuché respuesta.

― ¿Bueno?

―Perdona, se me ha caído el móvil.

― ¿Qué quieres, Phoebe?

―Uh, alguien pasó mala noche ¿Quiere hablarlo?

―No, Phoebe. Estoy bien ¿Qué necesitas?

―Llamo para avisarte que ya he contratado a tu secretaria.

― ¡Phoebe! ―gruñí―. No te pedí que lo hicieras.


―Además ―continuó―: papá quiere hablar contigo.

Fruncí el ceño.

―No me ha entrado ninguna llamada ―protesté.

―No porque le he pedido yo que te llamara.

― ¿Para qué?

Phoebe colgó. Cuando iba a llamarla, el móvil sonó de nuevo.

―Hola papá ―respondí.

―Ted, tu hermana trabajará contigo.

Pegué un frenazo. Tras de mí las bocinas de los conductores molestos comenzaron a sonar.

― ¿Phoebe, en Grey Enterprises? ¿Estás seguro?

Se echó a reír.

―He hecho un trato con ella.

―Otro que cae bajo los encantos de Phoebe Grey ―bromeé.

―Teniendo una madre como Anastasia sabe muy bien cómo convencerme.

Me eché a reír.

―De todos modos no dejes que ninguno de mis empleados le esté mirando algo que no deba.

―Sí, señor.

―Hasta luego, Ted.

―Papá ―suspiré―. ¿Estás bien?

Debió sorprenderle, porque permaneció callado un minuto entero.

―Sí.

―Me alegro ―volví a suspirar―. Te quiero.

Volvió a permanecer en silencio por un minuto.

―Yo también, muchacho. Hasta luego.


Colgó. Emprendí de nuevo la marcha, más relajado, mientras las palabras “ya he contratado a
tu secretaria” resonaban en mi mente. Phoebe le había dado el visto bueno a pocas, pero en
este momento a quien único podía recordar era a Amanda Sandford. Mencionar su nombre,
incluso en mis pensamientos, era tan similar a acariciar la fina seda que envolvía el cuerpo
femenino. Madre mía ¿Qué había en aquella mujer común y corriente que me ponía al cien?

Agité mi cabeza y me concentré en el camino.

―Señor Grey, su hermana lo espera en la oficina ―dijo Natalie, la recepcionista.

―Tráeme un café ―le pedí, mirándola con el ceño fruncido.

¿Qué rayos hacía la recepcionista en el puesto de mi ‘secretaria’? Suspiré y entré a la oficina.


Phoebe ya estaba allí, desde luego, vestida con un elegante vestido negro bastante recatado.
Ha de estar ganándose puntos para permanecer allí.

―Buenos días, Theodore ―dijo ella, sonriente.

―Me parece que andas deseando un par de nalgadas, ¿verdad?

Ella se ruborizó.

―He mandado a pedirte un café ―bufó―. El abogado de papá quiere verte, así que le he
dado cita para las diez de la mañana.

―Me parece que ese es el trabajo de mi secretaria ―le sonreí burlón― ¿No que la habías
contratado?

― ¿Y quién crees que apartó la cita?

Phoebe caminó hacia el otro lado de la oficina. Entonces la vi. Llevaba puesta una sencilla
falda negra y una blusa blanca de botones. Los tacones negros la hacían ver alta y elegante.
Llevaba nuevamente el cabello rizo sobre los hombros como una hermosa casada. Los labios
pintados de rojo pasión tentaban a ser tomados.

―Te presento a tu nueva secretaria: Amanda Sandford. Amanda, éste es tu nuevo jefe:
Theodore Grey.

Me acerqué lentamente hacia ella, acechante, y le tendí la mano. Ella vaciló y se quedó
simplemente observando mi mano estrechada. La vi titubear y finalmente la aceptó. Una
chispa de electricidad, cálida y estremecedora, me recorrió el cuerpo entero cuando mi mano
tocó la piel de la suya. Mis ojos la contemplaron sin descaro, devorando visualmente lo que se
encontraran a su paso. Ella observó directamente hacia mi mirada lasciva y noté como el
rubor inundaba sus mejillas.

―Un placer ―ronroneé.

Oh, y vaya que lo era.


Capítulo cinco.

La vi agitar el cabello mientras anotaba las últimas indicaciones que le daba. Se mordió el
labio cuando su mirada se encontró con la mía. Maldita sea ¿Qué es lo que quería? ¿Qué le
arrancara la ropa allí mismo y la follara?

―…y ya he programado su reunión para mañana a las nueve de la mañana.

― ¿Tienes algo que hacer esta noche?

Maldita sea, ¿qué dije? Ella rio tímida.

―Um, no. Creo.

― ¿Te gustaría salir conmigo?

››Maldita sea, Theodore Raymond Grey. Cierra la puta boca‹‹

― ¿P-perdón? ―la oí tartamudear. Las mejillas se le tiñeron de un adorable carmesí.

Le sonreí.

― ¿No le apetece una copa? ―chasqueé la lengua― ¿O no tomas?

―Los viernes, a veces ―se encogió de hombros―. Depende el lugar.

― ¿Qué te parece mi departamento?

Oh, maldita sea ¿Qué diablos estaba pasándome? Ella me miró. Una mirada caliente, lasciva,
que dejaba claro sus intenciones.

Después de todo no era el único que estaba pensando en una cama.

―Yo…Esto no es correcto, creo ―se mordió el labio―. Usted es mi jefe y yo su…

Ella calló. Su mirada y la mía se encontraron por lo que pareció una eternidad. Aquel par de
ojos verdes brillaban con malicia y deseé saber que estaba pensando. Me levanté de la silla y
caminé lentamente hacia ella. Amanda permaneció allí, totalmente inmóvil, con la mirada
inundada por un flameante fuego que me quemaba las venas. Nuestros cuerpos estaban
cerca, demasiado, separados por una ráfaga de aire caliente proveniente de su cuerpo y del
mío. Amanda no apartó la mirada, sino que la sostuvo en cada momento.

―Dime, Amanda ―le sonreí lascivo. La escuché jadear― ¿Alguna vez has follado en una
oficina?

Ella volvió a jadear mientras su cuerpo retrocedía. Su pecho subía y bajaba a medida que su
respiración se aceleraba. Acerqué mi rostro al suyo con lentitud y rocé suavemente mis labios
contra los de ella. Dejó escapar el aliento, un aliento cálido y agradable, que se impregnó por
mi nariz. Bajé los labios lentamente y abriendo la boca, le rosé la barbilla con los dientes.
Nuestros cuerpos no se tocaban, pero ambos desprendían fuego por cada poro.

―No ha contestado mi pregunta, señorita Sandford.

―No.

― ¿No me ha contestado o no ha follado en una oficina?

―No he follado en una oficina.

Sonreí y en menos de un segundo pasé mis manos por sus caderas (oh, que caderas) y la
atraje con fuerza a mi cuerpo. La respuesta fue instante y el uno pudo sentir el calor y el deseo
del cuerpo del otro a pesar de la ropa. Ella tembló cuando vio en mis ojos mis intenciones pero
no me detuvo. Con una sonrisa triunfal en mis labios tomé pronto posesión de los suyos.

Su respuesta al simple tacto fue un gemido tan agudo como el de una gata en celo. Al sentir
como abría un poco más la boca para mayor acceso, tomé de ella cuanto pude. Metí mi
lengua dentro de su boca y la suya la buscó, tentándola y provocándola. Bien, yo también
podía jugar.

La agarré del culo y la acerqué aún más a mi cuerpo mientras aumentaba el ritmo del beso. La
besé con fuerza, chupando de sus labios con tanta intensidad que me volvía loco, y comencé
a acariciarla. Madre mía. Besarla mientras la tocaba se sentía realmente, realmente bien.
Amanda pasó sus manos por mi pecho y me acarició. Pasó las manos por el cuello, los
hombros y volvía al pecho. Repentinamente respondió al beso con una intensidad que me
dejó en el abismo. La escuché gemir.

Esta mujer me ponía al cien.

De pronto, sus manos me alejaron de ella bruscamente. Extasiado hasta el límite, a punto de
perder la cordura, la miré frío.

―Esto no está bien, Theodore.

Oh. Me había llamado por mi nombre. Y lo odiaba. Realmente detestaba que me llamaran así.
Sonaba demasiado personal ¿Cómo es que repentinamente, dicho por esos labios rojos e
hinchados por el beso, sonaba tan jodidamente excitante?

―Oh, nena. Deja que te enseñe lo que no está bien ―la tomé de la cintura y la acerqué
bruscamente a mi cuerpo―. Primero, dejarme picado―volví a besarla. Un beso caliente que
la hizo gemir―. Segundo, dejándome jodidamente caliente sólo por un jodido beso.

Aunque esperaba algo diferente, su respuesta volvió a ser la misma: se alejó de mí


bruscamente. Absorbió una gran bocanada de aire y ofreciéndome una última mirada,
desbordada de deseo y lujuria, salió corriendo de la oficina hacia el elevador. Primitivo y lo
suficiente hambriento, moví mis pies al ritmo necesario para alcanzarla. Ella ya estaba dentro
del elevador, presionando los botones para cerrar la puerta, cuando di un salto y logré entrar.
Las puertas se cerraron. Ella, yo, solos, las puertas cerradas. Sonreí.
Amanda colocó su mano sobre mi pecho para detenerme.

―Oh, no. Por favor ―jadeó―. N-no quiero perder el control.

Volví a sonreír y asalté su boca con besos suaves y sensuales. Ella no me apartó, no, sino
que tomó más de mí de lo que hace unos minutos había hecho. Pegó su cuerpo al mío,
ofreciéndose como el plato de la noche. Mordisqueé su labio suavemente y ella me respondió
con un beso carnal y sensual. Madre mía, esta mujer sabía besar. Su cuerpo comenzó a
temblar de una manera casi frágil.

―Por favor ―suplicó débil.

Y de un segundo a otro fui consciente de que Amanda había perdido el conocimiento en mis
brazos.

Capítulo seis.

Su respiración era relajada. Permaneció quieta, inconsciente, aun incluso cuando tuve que
moverla un poco para acomodarla. Cansado, me dejé caer sobre el pequeño sofá mientras le
daba un trago al Vodka. Primero le había invitado a tomar una copa a mi departamento y
luego la había llevado desde el éxtasis a perder el conocimiento. ¿Qué mierda me pasaba?
Ninguna mujer me había despertado el deseo de una manera tan estúpida y urgente. Volví a
darle un trago al Vodka y dejé que el líquido indecentemente frío bajara por la garganta.
Frustrado y molesto, presioné con fuerza el vaso cuadrado y lo lancé con fuerza contra la
pared, quedando en pedazos.

¡Estaba actuando como un crio irresponsable y estúpido! Estaba pensando con la cabeza
equivocada, cometiendo una cantidad desmedida de errores en menos de doce horas ¡Doce!
Cuando papá, un hombre que sabía manejar su vida tan bien como sabia respirar, me había
enseñado a mantener el control de la situación. Siempre. Pero no: unos pechos, un bue culo y
unas piernas largas tenían que arrebatarme el control.

― ¡Joder!

Levanté la cabeza al escuchar su voz. Llegó hasta el vestíbulo con el rostro enrojecido por la
cólera, tambaleándose de lado a lado mientras se secaba las lágrimas.

―Du er en fucking idiot.

Enarqué una ceja, repentinamente divertido.

― ¿Sabes hablar danés?

Su expresión cambió radicalmente, notándose visiblemente confundida.

― ¿Qué?

Le dediqué una media sonrisa.


―Nena, no necesitas decirme en francés que soy un maldito imbécil ―le guiñé un ojo―.
Basta un dulce y claro español.

―Jeg burde have vidst, du var et dumt svin.

―Nena, todos saben que soy un maldito cabrón.

Ella haló del cabello. Sus manos le temblaban.

― ¡Oh, Buen Dios! ―gimió de frustración―. Estoy en problemas ¡Otra vez! ―ella volteó hacia
mí―. ¿Dónde mierda estamos?

Le sonreí burlón.

―En mi departamento.

Ella soltó una maldición, pero esta vez en francés. Le sonreí burlón.

―Pourquoi devrait-il se reproduire?

Fruncí el ceño. ‘‘¿Por qué tiene que pasarme esto de nuevo?” ¿A qué se refería? ¿A que no
era la primera vez que se besaba con su jefe y este, como es un jodido idiota, la llevaba a su
departamento luego de “desmayarse”? Fruncí el ceño. Ya lo he comprendido. Seguramente no
había follado en la oficina, no. Seguramente no lo había necesitado. Seguramente así
engatusaba a los hombres para chuparles la sangre. Seguramente.

― ¡Mierda, mi madre! ―exclamó de repente.

Comenzó a morderse las uñas, nerviosa. Giró de golpe hacia mí.

― ¿Me presta su teléfono? ―preguntó con voz dulce.

Puse los ojos en blanco y le pasé la BlackBerry. Ella marcó un número a prisa y presionó el
móvil con fuerza en su oído. Al parecer no tardaron en contestarle, porque comenzó a
disculparse en su elegante y fino danés.

―Tilgiv mig, mor…No, lo siento. Si…No, mor*. Estoy bien… ¡Sí!...No voy a pedir un taxi
―puso los ojos en blanco―. Si, te dejé el dinero a propósito….Bien…―jadeó. El rostro se le
descompuso por completo―. No, mamá…Lo juro…Adiós.

Colgó. Extendió el móvil hacia mí, sonriendo tímida. Lo tomé, incómodo.

―Esto será extraño ―se mordió el labio―. Necesito…―jadeó nerviosa―. Lo de la


oficina…Eso…Tú y yo…

Le sonreí burlón.

―No, nena. Hoy no es tu día de suerte.


Para mi sorpresa, la oí suspirar de alivio. Los hombros se relajaron y su expresión cambió
completamente.

―Bien ―sonrió tímida―. Podrías… ¿Podrías decirme donde está la salida?

Observé la hora en mi reloj: casi la una de la madrugada.

―Es tarde ―sentencié.

―Lo sé.

―Te llevaría pero realmente estoy cansado.

Ella rio bajito.

―Sólo quiero saber salir de aquí.

―O puedes pasar la noche aquí.

Se mordió el labio. Me encogí de hombros.

―No es buena idea.

―Hay más de una habitación. La mía es cómoda, puedes dormir ahí. Yo estoy cansado, pero
no creo poder dormir.

―No lo sé.

Me puse de pie y caminé hacia ella.

―Ven ―tomo su mano.

La conduzco por la casa hasta la habitación. Es grande, demasiado. Desde los ventanales se
ven los iluminados rascacielos de Seattle. Las paredes son blancas, y los accesorios verde
claro. La enorme cama es ultramoderna, de madera maciza color gris, con cuatro postes pero
sin dosel. En la pared de la cabecera hay un impresionante paisaje marino.

La habitación nunca me había parecido tan enorme hasta hoy.

―Uau ―la escuché decir.

―Lo sé ―sonreí melancólico―. Enorme ―suspiré―. Puedes usar alguna de mis camisas
como pijama.

Extendí el móvil hacia ella. Tímida, lo aceptó.

―Puedes llamar a tu madre.

Y abandoné la habitación. Regresé al vestíbulo y observé la oscuridad. Qué patético. Era


consciente del amor que tenía, de todo el que tenía. Sin embargo me sentía miserablemente
vacío y solo. Incompleto.

Aparté la idea y caminé hacia la sala. Observé que entre medio de algunas películas
permanecía la copia del álbum familiar. Phoebe guardaba el suyo como un tesoro, de una
cubierta estúpida de color rosa. No vacilé y me acerqué para tomarlo. El mío tenía un sencillo
encuadernado de cuero negro, con una foto en frente de papá sosteniendo a Phoebe con tan
solo tres semanas de nacida, y mamá me cubría con sus brazos por el cuello. Papá estaba
radiante, como un hombre que sabe está completo. Sonreí mientras me sentaba en el suelo
¿Qué mejor que pasar una noche como esta que bañándose con tiernos recuerdos?

El sonido del hielo al chocar contra el cristal me hizo levantar la cabeza. Amanda estaba
sirviendo dos copas en el minibar. Usaba una camisa gris con letras negras que decían “Sigue
mirando mi camisa mientras te miro las tetas”. Al girarse hacia mí, enarqué la camisa.

―Habían mejores camisas, estoy seguro.

Ella se encogió de hombros.

―Mi hermano tiene una de estas ―arrugó la nariz―. Bueno, tenía. Su esposa acabó por
romperla.

Me eché a reír. Ella se sentó junto a mí y me ofreció uno de los vasos cuadrados de cristal.
Volvió a encogerse de hombros.

―Tenías cara de estar a punto de enloquecer.

Le sonreí amable y tomé el vaso. Esperó a que yo diera un trago para ella hacerlo.

― ¿Podría hacerle una pregunta?

―Eres…extravagante.

Ella dio un trago a la bebida.

― ¿Por qué? ―preguntó inocente.

―Me hablas de tú y al segundo me llamas de usted.

Amanda se ruborizó.

―Perdona. Es raro llamar a alguien de mi edad como “usted”.

Suspiré.

―Hablémonos de tú mientras no llegue la mañana ―le sonreí calmado―. Tu pregunta, hazla.

Se mordió el labio.
― ¿Tienes algún problema que no te deje dormir?

Enarqué la ceja.

―Es posible.

― ¿Quieres hablarlo? Mi hermano dice que hablar de los problemas es una buena terapia
―rio suave―. Es Trabajador Social.

Le sonreí.

―Eso lo explica ―suspiré―. No sabría por dónde comenzar.

― ¿Por el principio? ―sonrió burlona.

Le correspondí la sonrisa y le di un trago al Vodka.

―He tenido una pesadilla ―mis hombros se tensaron―. En ella vi a mi padre morir. Su
helicóptero, el Charlie Tango, había explotado ―le di otro trago al Vodka―. Mamá y yo
tenemos una aversión por ese helicóptero porque papá sufrió un accidente en él. No resultó
en nada grave, pero no me agrada.

Amanda dio un pequeño trago a la bebida.

―Pero está bien, ¿no? ―asentí―. Entones todo está bien.

Sonreí inseguro.

―Quizá, pero la sensación sigue ahí.

Ella asintió mientras miraba al suelo.

―Como si estuviese tatuada a la piel ―susurró con voz ahogada.

―Si ―suspiré― ¿Y qué hay de ti?

Sonrió avergonzada.

―Nada que valga la pena contar.

―Así que yo te cuento sobre una tormentosa pesadilla, pero no quieres contar nada.

Se mordió el labio.

―Nací en Inglaterra, pero mis padres decidieron criare en Estados Unidos. Mi padre es inglés;
mi madre, danés. Mi hermano también nació en Inglaterra, pero se crio en Estados Unidos. A
los dieciocho decidió irse a Inglaterra ―soltó una risita―. Regresó al año. Dijo que extrañaba
mis constantes burlas.
Reímos al unísono. Ella dio otro trago y me miró.

― ¿Qué me dices de tus padres?

Mis hombros se tensaron. Por alguna razón esa pregunta arruinaba la magia del momento.

―Ya sabes de mi padre ―ella se ruborizó―. Mi madre es dueña de su propia editora. Papá
se la regaló. Tardó años en convencerla.

Repentinamente vi un brillo inesperado en sus ojos.

― ¿Qué? ―pregunté divertido.

―Tu madre debe tener el trabajo más exquisito del mundo ―rio bajito―. Bueno, en mi opinión
¿Sabes lo que es leer todo lo que quieras y que te paguen por eso? Estoy segura que me
haría millonaria en menos de una semana. No hay nada como sentarse una tarde, con una
deliciosa taza de té, un café o un buen vino y leer.

Ella se calló y con el rostro enrojecido dio un trago a su bebida. Me eché a reír.

―Le caerías bien a mamá ―le dije.

― ¿A ti no te gusta leer?

―Nena, que sea hombre no significa que no sea un maldito ratón de biblioteca ―le sonreí
burlón―. Leer es mi forma de respirar.

Ella sonrió a sus anchas, una sonrisa que dejaba ver una tranquilidad y relajación en todo su
cuerpo.

―Siempre he pensado lo mismo.

Fue a darle otro trago a su bebida, pero se detuvo para echarse a reír.

― ¿Qué hacemos nosotros dos, medio borrachos hablando de libros?

Me eché a reír.

―No sé ―le contesté.

Observé nuestros vasos vacíos y suspiré.

― ¿Sabes una cosa? ―nuestras miradas se encontraron―. Es la primera noche que paso
con una mujer tomando, sentado en el suelo hablando de nuestras vidas y riendo sin llevarla
directo a la cama.

Ella se rio nerviosa.

― ¿Qué te parece otro trago? ―sugirió ella―. No creo que pueda dormir.
―Lo mismo digo nena.

Intercambiamos sonrisas antes de que ella tomara mi vaso y se pusiera en pie. Esta noche
había olvidado aquella amarga sensación de soledad.

Capítulo siete.

―…y entonces él salió, atravesó las puertas y me abrazó. Lloró mientras me decía que
necesitaba de mi humor negro.

Ambos reímos, esforzándonos por darle un trago al Vodka. De alguna manera había logrado
que Amanda se abriera y me contara cosas de su vida. Más que cosa mía debió ser la bebida.
Este era su cuarto vaso e inexplicablemente se notaba intacta, lúcida y relajada. Con algo de
alcohol en su sistema, se permitió ser joven, despreocupada y sincera. Creo.

― ¿Qué hacen tus padres? ―pregunté.

Amanda se encogió de hombros.

―Mamá hace joyas. Sabe trabajar con el metal ―ella suspiró―. Papá…Bueno, papá era
dueño de un zoológico ―sonrió―. Siempre ha sido bueno con los animales.

― ¿Qué sucedió?

Ella jadeó. Un recuerdo doloroso.

―Perdió todo su dinero ―ella volteó a mirarme. Una mirada llena de dolor―. Una persona
realmente estúpida provocó que lo perdiera. Él quedó deshecho y entró en una espantosa
depresión. Luego llegó el cáncer ―hizo una mueca de dolor―. Tenía diecisiete y tenía
millones de sueños. Uno de ellos era la universidad, pero jamás pude entrar. Tenía que
conseguir dinero.

Le dio un gran trago a la bebida y suspiró: un suspiro seco, amargo.

―Mi hermano ayuda con los gastos, pero aun así no nos damos abasto ―bufó―. Cada vez
que tiene una mejoría le sale otra cosa. Por Dios que es desesperante ―gimió de dolor―. Yo
sé que la culpa es mía, pero no sé cómo ayudarlo.

Ella sollozó. Sollozó tan fuerte que creí que moriría. Amanda se cubrió el rostro con ambas
manos y su cuerpo comenzó a convulsionar. Oh, Buen Dios. Se veía tan frágil, tan indefensa,
que lo único que pude hacer fue atraerla hacia mí, abrazarla fuerte y dejarla llorar contra mi
pecho. Ella se aferró a mí como si fuese lo único que le quedaba. La emoción repentinamente
fue conocida. Había estado aterrado por la idea de mi padre muerto, pero afortunadamente
sólo había sido un mal sueño. Amanda, sin embargo, debía enfrentar a diario la idea de que
quizá en ese día perdería el suyo. Me estremecí. Le acaricié el cabello, a modo de bálsamo.

Repentinamente el calor acarició mi piel. Amanda y yo alzamos la cabeza al mismo tiempo


para observar el amanecer. Madre mía, era una vista hermosa. Las nubes rosadas y amarillas
estaban regadas por todo el ancho cielo, mientras la cálida luz solar nos cubría. La escuché
suspirar segundos antes de que se separara de mí. Se secó las lágrimas y simuló una sonrisa
de disculpa.

―Lo siento ―volvió a suspirar―. No…no suelo hablar de esto con nadie. Lamento haberte
abrumado.

Le sonreí.

―No lo has hecho. Recuerdo que una persona me dijo que “hablar es como una buena
terapia”.

Ella sonrió a modo de disculpa. Suspiré.

―Debo prepararme para ir a trabajar.

Amanda se mordió el labio.

―Yo igual ―sonreí burlón―. ¿Qué? Puedo trabajar, no estoy tan borracha.

Me eché a reír.

―En todo caso me preparo y te llevo a casa, ¿sí?

―No es necesario, puedo ir caminando.

―Te llevaré.

―De verdad, me puedo ir cam…

― ¡Jesús! ―grité exasperado― ¡Que yo te llevo, mujer!

Ella puso los ojos en blanco pero aceptó.

―Como usted diga, señor Grey.

Esperé frente a su casa diez minutos. Puse a reproducir el primer CD que vi y suspiré. El móvil
sonó, así que lo contesté del manos libres.

―Grey ―contesté con voz amable.

―No, espera ¿Quién mierda eres?

Me eché a reír.

―Buenos días, Phoebe ¿Cómo estás?


―Excelente, hermano ¿Dónde estás?

―En casa de Amanda.

Silencio.

― ¿Es una broma, verdad? ―se echó a reír―. Claro que es una broma. Desde luego que es
una broma.

―Phoebe, tranquila. No ha pasado nada ―suspiré―. Te lo cuento en la oficina.

Gimió de frustración.

― ¿Ahora qué? ―pregunté divertido.

Amanda tocó la puerta del auto. Le quité el seguro y ella se sentó en el asiento del pasajero.
Llevaba un vestido azul claro elegante y sencillo, con un ligero escote en el pecho. Los
tacones negros le daban un toque sexy a sus piernas.

―Ted, tú amigo soy-tan-caliente-que-el-sol-se-derrite está aquí.

Amanda y yo cruzamos miradas antes te reír. Hubo un largo silencio al otro lado de la línea.

―Te mataré, Theodore ―y colgó.

Agité la cabeza y el móvil volvió a sonar.

―Grey ―contesté divertido.

― ¡Eh, Ted!

Vaya, Michael Wallace. Al fin.

―Eh, Wall ¿Cómo vas?

― ¿Qué cómo voy? ―bufó―. No soy un Grey, pedazo de idiota, pero me va como flotando.

―Sabes a lo que me refiero, Wallace ―puse en marcha el auto―. Ve al punto.

―El punto es que sí: Sherrilyn es agente abierto en Castle Publishing. La muy zorra es hija del
jefe, Grey, así que dile a tu padre que estaba 11O por ciento en lo correcto. Despedirla fue lo
mejor.

― ¿Sabes si llegó a vender alguna información?

―Grey Enterprises está a salvo, hermano.

Sonreí.
―Gracias, Wall. Te debo una.

―Esto es un favor, no me la cobres. Aunque podrías ayudarme co tu hermana.

Mi mandíbula se tensó.

―No ―contesté frío.

Lo escuché reírse antes de colgar. Cuando pensé que las llamadas habían finalizado, el móvil
volvió a sonar. Fruncí el ceño. Era mamá.

―Hola, mamá ―le respondí amable.

La escuché chillar.

― ¡Dios mío, Teddy! ¿Estás bien?

―Mamá tranquila, estoy bien ¿Qué sucede?

Ella volvió a chillar, esta vez más fuerza.

―Ana, no llores. Tranquila, nena ―escuché a papá. Hubo un largo y doloroso silencio―.
¿Teddy?

― ¡Jesús, te escucho! ―grité con la voz temblorosa― ¿Qué sucede?

Él suspiró.

―Hemos recibido una llamada, amenazándonos.

― ¿Amenazarlos? ¿Con qué?

―Ustedes ―él jadeó. Mamá volvió a chillar―. Nos están pidiendo algo, sino lo ofrecemos la
cobraran con ustedes.

Fruncí el ceño

― ¿Y qué es lo que quieren?

―Grey Publishing ―susurró―. Quieren la empresa de tu madre.

― ¡Jesús! ―palidecí―. ¿Qué vamos a hacer?

―Estoy arreglándolo todo desde aquí. Por lo pronto ten mucho cuidado. Te encargo mucho a
tu hermana. Ted, por favor. Ten mucho cuidado. Tú madre y yo estamos muy preocupados.

―Lo haré.
―Te quiero, Teddy.

Jadeé.

―Yo también, papá.

Colgó. Miré a Amanda, que había perdido el color, y bufé.

―Ahora si las cosas van a ponerse terribles.

Capítulo ocho.

Amanda y yo atravesamos las puertas del ascensor al unísono. El camino lo habíamos pasado
en silencio. Yo nervioso; ella, abrumada. En su puesto estaba nuevamente la de recepción,
que al verme se puso en pie para darle el lugar a Amanda. Agité la cabeza.

―Quédate ahí ―miré a Amanda―. Necesito hablar con la señorita Sandford en privado.

Quizá Amanda lo comprendió, quizá no, pero al final aceptó y pasó al interior de la oficina. Allí
estaba Phoebe sentada sobre mi silla y Michael Wallace sentado en las sillas de enfrente. Mi
pequeño demonio saltó de la silla y vino para abrazarme.

―Me tenías preocupada ―musitó con voz dolorosa.

Le correspondí el abrazo. De alguna forma extraña ella y yo hemos tenido desde muy
pequeños una conexión. Puedo sentir sus miedos, sus alegrías y ella las mías. Seguramente
hade estar sintiendo mi preocupación. La solté y deposité un beso en su frente.

―Cierre la puerta, Amanda. Por favor ―le pedí.

No fue hasta que escuché la puerta cerrarse que me permití respirar aliviado.

―Tenemos un problema ―observé a Wallace, quien frunció el ceño―. Mejor será que
tomemos asiento.

―No es por ser grosera ―comentó Phoebe mientras tomaba asiento―: ¿pero por qué ella
está aquí?

Amanda se removió, incómoda, en el lugar donde estaba de pie.

―Ella escuchó la llamada, Phoebe ―me senté―. Lo que tengo que decirles no puede salir de
aquí.

Miré a Amanda y ella asintió una vez. Suspiré.

―Mamá y papá llamaron esta mañana para darme una noticia ―miré a Phoebe―. Tenemos
un problema serio.
― ¡Theodore, por el amor a Dios! ―gritó exasperada―. ¿Podrías dejar los rodeos?

―Lo han amenazado.

Phoebe perdió el color y soltó el aire de golpe. Wallace me miró fijamente, esperando
respuestas. Me pasé las manos por el pelo.

―Papá no me ha explicado todo ―continué―. Sin embargo, me ha dejado claro que les están
pidiendo Grey Publishing.

― ¿La empresa de mamá? ―Phoebe tragó en seco―. No entiendo, ¿por qué quieren algo
que le pertenece a mamá si papá tiene mucho más?

―No lo sé ―jadeé―. Hay algo más.

―Oh, por Dios ¿Mas?

―Si mamá o papá no acceden a entregar la empresa, tú o yo podríamos ser su precio


mínimo.

La vi aferrarse con fuerza antes de echarse a llorar.

―Nena, todo va a estar bien ―mi cara se contrajo por el dolor. Odiaba ver llorar a mi
hermana―. Papá me ha pedido que te avise para estar prevenidos. Contrataré un par de
guardaespaldas para ti, uno buenos de verdad. Phoebe, por favor, no vayas a pelearme por
eso.

Agitó la cabeza y se secó las lágrimas.

―No lo haré, Ted. Lo prometo.

Repentinamente suena un móvil. Ninguno se mueve a contestar. Estaba seguro que no es


mío, pues mi tono de llamada no era ese.

― ¿Nadie piensa contestar? ―pregunté incómodo.

―Ese no es el mío ―dijo Phoebe mostrando su móvil.

―Tampoco el mío ―remarcó Wallace mientras lo revisaba.

Observé a Amanda, quien miraba a todos lados en busca del móvil. Agitó los hombros.

―En mi opinión no suena a que esté aquí ―repuso ella.

El móvil dejó de sonar. Segundos después la melodía comienza otra vez. Amanda camina
hacia la puerta lentamente y no tardé en entenderlo. La melodía, en efecto, sonaba fuera de
aquí. Ella abrió la puerta y permaneció de pie.

― ¿Qué sucede? ―pregunté.


―Es una caja ―se inclinó y la tomó―. Dice: ‘A quien pueda interesar’.

―Tráela.

Amanda a puso sobre el escritorio y la abrí. Fruncí el ceño. Dentro de la caja había una serie
de papeles, copias de algunos e-mails y fotografías. Allí igual estaba el móvil que había estado
sonando. Era un Samsung Gravity 3.

― ¿Qué es toda esta mierda? ―pregunté molesto para mí mismo.

Paré en seco ante la sorpresa. Eran e-mails enviados entre mamá y papá hace y algunos
años.

― ¿Ted? ―escuché hablar a Phoebe, pero no pude contestarle.

_______________________
De: Anastasia
Fecha: Junio 15 de 2011 9:27
Para: Christian Grey
Asunto: Todos los derechos para alguien

Mi jefe está loco.


Te culpo por mantenerme hasta tarde con tus…travesuras.
Deberías sentirte avergonzado de ti mismo.

Anastasia Steele
Asistente de Jack Hyde, Coordinador Editorial, SIP

_______________________

De: Christian Grey


Fecha: Junio 15 de 2011 9:32
Para: Anastasia Steele
Asunto: ¿Travesuras?

No tienes que trabajar, Anastasia.


No tienes idea cuan consternado estoy por mis travesuras.
Pero me gusta mantenerte hasta tarde ;)

Por favor usa tu BlackBerry.


Oh, y cásate conmigo, por favor,

Christian Grey
Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

Me eché a reír. Oh, eran de ellos. Sin duda. Sin embargo una sensación alarmante nació
dentro de mí ¿Quién podría tener acceso a esos e-mails? ¿Cómo? ¿Y para qué?

― ¿De qué son esos papeles, Ted? ―preguntó Phoebe.


―Es sólo una broma de Preston, no te preocupes ―mentí. Después de todo no serviría de
nada alarmarla aún más sin antes haber hablado con papá.

Capítulo nueve.

Las reuniones llovieron, así como las llamadas de mamá y papá. Phoebe y Amanda se habían
dividido el trabajo, que particularmente hoy tuvo el gustazo de multiplicarse. Wallace no había
querido marcharse, según él porque consideraba correcto no hacerlo. Pero la verdad es que
estaba asustado, preocupado. Conocía a Wallace a través de Sophie, la hija de Jason Taylor
quien desde hace años ha sido el empleado más fiel que papá ha tenido. Sophie Taylor es mi
mejor amiga, la única mujer que realmente no me interesa meterme en sus bragas. Además,
Wallace me mataría. Sophie es como su hermana. Recuerdo que ellos se habían conocido,
según Sophie, en un campamento al que ella había querido asistir desde que tenía siete años.

La puerta se abrió. Vi por el rabillo del ojo a Wallace pasándose las manos por el cabello.

—Hombre, necesito hablar contigo —me miró fijamente a los ojos y luego tomó asiento—.
Creo que tus padres deberían volver.

Respiro profundamente.

—No —le sonrío—. Podemos encargarnos desde acá. Wallace, ellos llevan preparando ese
viaje casi un mes. Merecen disfrutarlo.

—Entiendo, hermano, pero las cosas no están muy buenas en este momento.

—Me he encargado de contratar un buen equipo de seguridad, sin contar los contactos que
papá ha movilizado con un par de llamadas.

—Pero, Theodore, escucha —resopló—. Ninguno de ustedes estará seguro.

Trague saliva.

—Escúchame, Wallace. Esperemos a que papá llame, ¿sí? Entonces sabremos qué hacer.

Suspiró.

—Qué remedio —se puso de pie—. Estaré por aquí.

—De acuerdo.

Se marchó. Discutirle eso era inútil: de todos modos se quedaría. Suspiré y volví al trabajo.

Menos mal que papá me ha llamado, porque acabaría por volverme loco.

—Hola, papá ¿Qué tal todo?


—Por acá, si ¿Qué hay por allá?

—Espera un segundo.

Revisé que la puerta estuviese bien cerrada antes de hablar.

—Necesito hablar contigo —dijo.

— ¿Qué sucede?

—He recibido una caja y…

— ¿No la abriste, verdad?

—De hecho, sí.

Soltó una maldición.

—A ver, entonces —respiró hondo— ¿Qué mierda había en la caja?

—E-mails.

—Y unas fotografías.

— ¿De qué son los e-mails?

— ¿Quieres que te los lea? —pregunté divertido.

—Escucho.

Me eché a reír agitando la cabeza mientras rebuscaba los papeles.

—“No tienes que trabajar, Anastasia. No tienes idea cuan consternado estoy por mis
travesuras. Pero me gusta mantenerte hasta tarde. Por favor usa tu BlackBerry. Oh, y cásate
conmigo, por favor.” ¿Te suena?

Silencio.

—Mierda, Ana ¡Tenemos que hablar! —resopló furioso—. ¿Qué más decían?

—No he leído más, es demasiado. Suficiente embarazoso ha sido esos, gracias.

—Hemos escrito cosas peores, muchacho. ¡Ana!

— ¡Christian! —chilló ella—. Al menos deja que me bañe, ¿sí?

—Mientras te tomas tu tiempo, Ana, tu hijo acaba de leer uno de los e-mails que una vez Jack
iba a utilizar para chantajearte.
Silencio.

— ¿Quién es Jack, papá?

Silencio.

—Luego te hablo, Ted.

Colgó. Genial ¿Quién demonios era ese tal Jack?

Capítulo diez.

Maratón 2|3

—“Luego te hablo, Ted” —repetí burlón—. Esperaba que me llamaras ese mismo día, no cinco
días después.

—No pasaron cinco días, Theodore. No pude llamarte ayer porque estaba resolviendo otros
asuntos.

— ¿Sobre el tal Jack?

—Si —suspiró—. Creemos…bueno…

—Al grano, por favor. Me estás poniendo nervioso.

—Hace unos años tu madre trabajaba para Jack, quien para ese entonces era Editor en SIP.

—Lo que ahora es Grey Publishing.

—Exacto.

—En las copias de los e-mails sale un tal Jack Hyde ¿Es el mismo?

—En efecto. Jack era el jefe de Ana, pero descubrió unos e-mails que Ana y yo nos
enviábamos e intentó chantajearla con ellos.

— ¿Qué tipo de chantaje?

—Favores sexuales a cambio de su silencio —respondió con voz áspera—. Jack está en la
cárcel.

— ¿Por qué? —pregunté en tono amargo. La confesión me había pillado por sorpresa.

Suspiró.

—Ted, difícil decir esto.


—Papá…

—Estaba asustado, nunca quise…

—De acuerdo, ahora sí estoy nervioso.

—Ted… Tú, Ana y Phoebe son lo más importante para mí —jadeó—. Cuando Ana quedó
embarazada de ti pensé muchas cosas. No estaba preparado, quería más tiempo con tu
madre, no quería compartirla… La vida con ella era todo para mí y no estaba preparado para
ser padre. Estaba asustado y le dije cosas terribles. Secuestró a Mía y Ana fue a pagar el
rescate, pero la lastimó —lo escuché llorar al otro lado de la línea—. Entonces comprendí que,
no estaba preparado para ser padre, quería tenerte. Quería…que me quisieras. Que algún día
pudieras decir que te sientes orgulloso de ser mi hijo.

Me quedo callado, sin saber que decir. La confesión, nuevamente, me había pillado por
sorpresa.

—Papá —mi voz sonó melosa, abrumada por el momento—. Claro que me siento orgulloso de
ser tu hijo. Eres el mejor padre, no lo dudes.

Una risilla de alivio brotó de su garganta.

— ¿Dónde está mamá? —pregunté.

—Durmiendo —soltó una risita—. Lo de los e-mails la ha dejado histérica.

—Dime algo, papá ¿Crees que Jack Hyde tiene algo que ver en todo esto?

—Si —sentenció firme—. Pero, por otro lado, no —siguió hablando antes de que lo
interrumpiera—. Jack está en la cárcel y desde allí dudo que pueda hacer gran cosa.

—Quizá tenga a alguien fuera. Una conexión.

—Quizá —silencio—. O Quizá sea otra persona.

— ¿Cómo quién?

—Ana cree que puede ser una vieja amiga —resopló—. Puede ser, no lo sé.

— ¿Qué amiga?

— ¿Se te da preguntarlo todo, eh? Igual que Ana —rio—. Es una vieja amiga, que luego nos
trajo problemas. A tu madre no le cae muy bien.

—Entiendo.

—También puede ser su ex esposo, Linc.


— ¿Y él por qué?

—Digamos…que mi vieja amiga y yo tuvimos un...bueno…una aventura mientras estaba


casada.

Silencio. Por Dios. Mi padre metido en esa clase de líos. Ahora sí lo he visto todo.

—Creí que sólo había salido con mi madre, señor Grey —repuse burlón.

—Sólo he salido con tu madre. Aquello fue algo que marcó mi vida, pero no volvería a ello.
Ana tiene todo lo que necesito.

Sonreí. Era exquisito cuando papá hablaba del amor hacia mamá.

— ¿Quién de los tres te parece más sospechoso? —pregunté.

—Jack. O Linc. Son los que tienen razones con mayor peso. A uno le quité la libertad, al otro
lo dejé en cero.

— ¿Por qué?

—Hay cosas que es mejor no sepas, Ted. Simplemente estarías mejor sin saberlo.

No pude evitar pensar en la habitación que me había prohibido abrir.

—Entiendo.

—Ahora escúchame: Ana y yo pensamos que alguien nos está observando de cerca. Lo que
más nos importa son ustedes ¿Ha sucedido algo extraño después de que nos marcháramos?

—No, solo lo de la caja.

—La tomaste tú, ¿no?

—No, fue mi…

››Amanda ‹‹

— ¿Qué sucede? —preguntó él.

—Han pasado cosas raras desde que contratamos una nueva secretaria. De hecho, ella fue
quien tomó la caja. ¿Crees que ella pueda estar involucrada?

—No lo s…—escuché voces al otro lado de la línea—. Dame un segundo, Ted.

Lo escuché hablar con un hombre, pero no lograba entenderlo. Cuando comencé a pensar en
Amanda, en la forma sutil que una conversación fluía entre nosotros, la repentina sensación
de haber confiado en alguien, aunque sea por una noche, que quizá quiera ver a nuestra
familia en pedazos me hizo comprender que había sido un imbécil.
— ¿Ted? —lo oí llamarme.

—Sí, dime.

—Acaba de llegarme una información sobre Jack que he mandado a pedir —rebuscó en los
papeles—. Dice que Jack tiene hijos gemelos. Un hombre y una mujer. Sus nombres son
William y Amanda.

Capítulo once.

››Mi nombre es…‹‹

―Amanda.

››…para costear los tratamientos de mi padre‹‹

―Mierda.

››Quiero expandir mis conocimientos y necesito un mejor trabajo‹‹

Reí amargamente mientras tomaba de un solo trago el contenido de la copa.

››Tenías cara de estar a punto de enloquecer‹‹

―Oh, claro que lo estoy ―puse la copa sobre la cantina y miré al cantinero―. Deme otra
copa. Algo más fuerte.

―Sí, señor.

Observé el lugar en donde estaba mientras el cantinero terminaba de prepararme la bebida.


No era un lugar muy elegante, sino más bien corriente. El ambiente estaba cargado por una
electrizante música, las luces de colores no dejaban ver el color de las paredes, aunque creo
que era negro con diseños en espejos. Del techo cuelga una esfera de luces que ilumina la
pista, repletas por gente que bailaba enloquecida con un trago en la mano.

―Su trago, señor.

Lo tomo sin darle las gracias y comienzo a caminar por el bar. Ahora sonaba la melodía
pegajosa de los años 8O. Reconocía la canción: “I Will Survive” de Gloria Gaynor. Las parejas
en la pista bailaban alegremente, sin chicas de lindas piernas que conspiraran contra tu
familia. Tomé un largo trago dela fuerte bebida.

››Nací en Inglaterra, pero mis padres decidieron criarme en Estados Unidos.‹‹

¿Y qué tanta de esa mierda era cierta? Seguro ninguna. Amanda me había engañado. Su
padre debe ser Jack Hyde, un prisionero y no un paciente de cáncer, su hermano no ha de ser
Trabajador Social, sino un maldito asesino chantajista. ¡Su maldito apellido era Hyde! ¡El
apellido de un hombre que intentó hacerle daño a mi familia!

››¿Qué me dices de tus padres?‹‹

Debí haber sospechado desde el instante en que me había hecho esa pregunta. Ella no
estaba interesada en mí, ni emocional ni sexualmente, sino en lo que pudiese sacarme acerca
de mi familia. Y yo le había contado sobre mi niñez y la de Phoebe incluso fotografías.

― ¡Maldición!

Tomé el resto de la bebida de un trago y caminé de vuelta a la cantina para pedir el siguiente.
El cantinero no dijo nada: aceptó de inmediato. Esperé allí, pasándome las manos por el
cabello notablemente frustrado ¿Qué iba a hacer? Dentro de la empresa estaba el punto de
información de Jack. Si la despedía, sospecharía que la hemos descubierto. Por otro lado, si
no lo hacía ella informaría hasta del más mínimo detalle. Podría contarle a papá. Cuando corté
la llamada hace un par de horas, la había finalizado llenándole la cabeza de dudas, pues no le
había explicado los motivos por el cual lo hice. Sin embargo, él ya tenía demasiado por lo que
preocuparse. Yo debí estar atento a las señales: su inesperada y sensual aparición, la
respuesta inmediata a una propuesta de sexo, lo que había parecido una simple charla de
media noche y ahora estaba claro que era una charla para sacarme información, que haya
escuchado la llamada de mi padre, que encontrara la caja. Vaya, he sido un idiota.

―La chica te tiene loco, ¿eh?

Volteo hacia la voz. Un hombre alto y cabello pelirrojo recogido con una coleta me mira con
unos ojos azul oscuro insondables mientras sonríe. Se sienta y levanta la mano para que lo
atiendan.

―Me sirve lo mismo que le ha servido al caballero.

―Sí, señor.

El cantinero me dejó la bebida justo frente a mí y fue a preparar la del sujeto de al lado. Me
tendió la mano. Yo dudé. Algo dentro de mí me gritaba que me marchara. Sin embargo, la
acepté.

―Me llamo Ben ¿Y tú?

―Grey, Theodore Grey.

―Uh, el apellido me suena ―soltó nuestras manos y se echó a reír―. Pero no. Temo que no
conozco a nadie con ese apellido.

Enarqué la ceja, incrédulo. Volvió a reír.

―La verdad es que no paso más de un mes en un lugar, así que es lo mismo.

Sonreí cansado.
― ¿Mar de amores? ―preguntó.

Negué con la cabeza y di un largo trago.

―Bueno, como sea ―observó como el cantinero dejaba la bebida frente a él. La tomó y me
hizo una seña―. Entiendo que no estés muy hablador, así que iré por ahí a disfrutar de la
vida.

Ben se alejó de la cantina con un paso firme, seguro y potente. ¿Por qué tengo la sensación
de haberme topado con un problema?

Capítulo doce.

Horas más tarde veo como el pelirrojo abandona el bar. La cabeza me late con fuerza, por la
cantidad de alcohol que he bebido desde anoche. Me levanto del asiento y experimento la
sensación de dar vueltas en el mismo eje. Las luces me enloquecen y siento que voy a perder
el equilibrio en cualquier momento. De este modo, vuelvo a sentarme. Rebusco entre mis
bolsillos mi móvil. Oh, oh. Diecisiete llamadas perdidas. No quiero mirarlas, pero la bebida me
nubla la razón y las veo. Una de mamá, cuatro de papá, nueve de Phoebe y tres de Wallace.

Oh, mierda.

Busqué el número de Wallace y presioné la tecla de llamar.

— ¿Ted? Dios mío, ¿Ted? ¿Estás bien?

El corazón se me encogió. Era Phoebe y estaba llorando.

— ¿Qué es ese ruido? —soltó una maldición—. Mierda, contesta.

—Estoy en un bar —grité para que pudiera escucharme—. Phoebe, ¿estás con Wallace?

— ¡Maldición, si! —chilló con fuerza. Incluso con la alta música fue capaz de dejarme sordo
unos segundos—. Estaba asustada. No contestabas el teléfono y papá me llamó porque no
contestabas y necesitaba hablar contigo ¡Y tú, grandísimo idiota!

—Phoebe, mierda. Deja de gritarme, ¿quieres? Pásame a Wallace.

— ¡No!

—Phoebe, por favor. Estoy demasiado borracho para manejar. Ni siquiera puedo permaneces
un minuto en pie.

—Yo le digo, Grey. ¿Dónde estás?

—No lo sé.

—Suficiente ¿Dónde estás?


—Que no lo sé, ¿sí? Vi que era un bar y entré.

— ¿Qué queda cerca de él?

—Esta como a cinco o diez minutos de Grey Enterprises.

—Entendido.

Colgó ¿Cómo podía ser una preocupona nivel quince y luego ser una copia de Christian Grey
en menos de un minuto? La cabeza me da vueltas. Me sostengo de la barra con fuerza para
no caerme. La silla parece dejar de darme estabilidad. Le pido al cantinero un poco de agua.

—No servimos agua, señor.

— ¿Qué clase de bar es este que no sirve agua?

—Se nos acabaron las botellas —responde ofendido.

Bufé en respuesta e intenté mantener mi atención en algo para no caer al suelo. Revisé el
móvil: las 9:15 p.m. Maldita sea, era tarde. Papá va a armarme pelea cuando lo llame. Me
puse en pie y dejé que el mareo y las sensaciones de estar cayendo se desvanecieran.
Caminé y caminé hasta salir del bar. El aire estaba más limpio, frío y desde luego más
calmado. Me apresuré a tomar el móvil para marcar el número de papá. Cuando comenzó a
sonar, la idea razonable del cambio de horario me vino a la cabeza. Podría estar durmiendo.
Sin embargo, contestó al cuarto tono.

—Ted, ¿estás bien?

—Eh, papá. Lamento haberte preocupado a ti y a Phoebe.

— ¿Dónde estabas?

Vaya, su voz era normal. No estaba molesto.

—En un bar.

Esperé su descarga. Nada.

—Bueno, puedo oí que estás hasta la bilis de borracho. Supongo que todo esto ha sido
demasiado para ti. Entiendo.

Suspiré.

— ¿No estás enojado?

—No, Ted. No podía esperar que te cayera todo esto encima y no sintieras que es demasiado.
Incluso para mi es agotador y he tenido que lidiar con situaciones como esta a menudo.
Además, me has llamado. Lo que significa que aun estas un poco lúcido.
Lo escuché reír bajito. Seguro no ha de querer que mamá se despierte.

—Oye, Ted. Tu madre y yo hemos decidido suspender el viaje.

Gemí de frustración.

—Pero han estado planeándolo tan emocionados.

—Sin embargo no hemos podido disfrutarlo. Cuando todo esté más calmado, podremos
organizar otro.

— ¿Están seguros?

—Sí. Tenemos que ocuparnos de un detalle y regresamos. Nos tomará dos, quizá tres días.

— ¿Qué detalle?

Se echó a reír.

—Es una sorpresa, muchacho.

—Está bien —sonreí. Observé el auto de Wallace estacionarse frente al bar—. Tengo que
colgar. Le he pedido a Wallace que venga por mí. En el escala del uno al diez, creo que estoy
un doce de borracho.

Se echó a reír.

—Entonces me alegra que llamaras a Wallace. Si ocurre algo nuevo, llámame.

—Lo haré.

Colgué. Del auto de Wallace bajaron él y Phoebe. Fruncí el ceño en señal de desaprobación.

— ¿Qué haces aquí, Phoebe?

Ella cruzó los brazos y me miró molesta.

—Vine a buscar al borracho de mi hermano, ¿a qué más?

Me eché a reír.

—Eres un ángel, hermanita.

Caminé algunos pasos para abrazarla, pero me tropecé y caí. Phoebe y Wallace me ayudaron
a ponerme en pie.

—Quítale las llaves del coche —le dijo Wallace a Phoebe.


Ella metió las manos en los bolsillos y las sacó. Me eché a reír.

—O dejas de reírte o te patearé el culo.

De un momento a otro me sentí ya sentado en el cómodo asiento del auto de Wallace. Él rodó
el auto y entró por la puerta del conductor. Aceleró casi de inmediato. Miré por el espejo y vi
los asientos vacíos.

— ¿Dónde está Phoebe?

Wallace bufó.

—Está conduciendo tu auto.

Me quejé por lo bajo, balbuciendo algo que ni yo mismo entendí.

—Estás más borracho de lo que alguna vez fui capaz de ver en mi padre ¡Y era un maldito
ebrio!

Me eché a reír.

—Pero no era mujer —fruncí el ceño—. Las mujeres te debilitan.

Y luego me quedé profundamente dormido.

Capítulo trece.

— ¡Oh, maldición! —grité.

Phoebe se echó a reír.

—Maldita sea, no es gracioso.

—Lo es porque, en realidad, jamás te he visto tan borracho.

La miré con el ceño fruncido.

— ¿Puedes traerme una pastilla o algo?

Ella puso los ojos en blanco y abrió la puerta.

—Amanda, ¿puedes traer algo para el dolor de cabeza y un vaso de agua?

La chica soy-tan-dulce-que-no-sabes-lo-que-planeo-para-destruirte sonrió tímida y se levantó del


asiento. Phoebe se giró.

—Listo.
—Gracias. Quizá me traiga veneno.

Ella frunció el ceño.

—A ver, espera ¿Qué sucede? Hace unas horas era obvio que te caía a las mil maravillas
¡Incluso vinieron juntos al trabajo!

Le hice una mueca.

— ¿No me vas a contar? Tengo curiosidad.

—No tengo ganas de hablar, ¿de acuerdo?

Phoebe gruño.

—Mierda, Phoebe —bramé—. Me duele la cabeza, ¿entiendes?

—No puedo creer que me ocultes cosas, Ted —se hizo la ofendida. Le sonreí burlón—. Creí
que nos teníamos confianzas.

—Nos la tenemos, pero tengo un dolor de cabeza de puta muerte.

Entrecerró los ojos.

—Deberían lavarte la boca con jabón.

—Quizá más tarde. Ahora debo firmar un montón de papeles e ir luego a una reunión
aburridísima sobre el proyecto-mejora a Grey Construcciones. A tío Elliot le encantará.

Phoebe suspiró.

—Ted… —arrugó la nariz—. De acuerdo, te duele la cabeza. Lo entiendo, pero no puedo


librarme de la sensación de que algo anda mal.

La miré dulcemente. En estos momentos era como hablar con mamá.

—Todo va a estar bien, nena. Tranquila.

Phoebe meneó la cabeza de lado a lado.

—Me refiero a ti, Raymond —sus ojos se volvieron dulces y cálidos—. ¿Está todo bien
contigo? No sueles tomar nunca de esa manera y Wallace me dijo que comentaste algo sobre
una mujer. Algo de “las mujeres te debilitan”. ¿A quién te referías?

—A nadie en especial —me encogí de hombros—. Ni siquiera recuerdo haberlo dicho.

— ¿No tendrá que ver con Amanda?

—No.
— ¿Seguro?

—Sí.

— ¿Entonces?

—Nada.

— ¿Me seguirás contestando en monosílabos, Ted?

—Quizá.

Ella chilló de coraje.

—Era broma —le contesté riendo.

Ella entrecerró los ojos, teorizando.

—Sólo quiero ayudarte, Ted —pronunció suavemente, con ternura.

Le sonreí de igual manera.

—Lo sé, hermana. Lo sé.

— ¿Entonces? ¿Todo esto ha sido provocado por Amanda? ¿Acaso te gusta o qué?

—Amanda es la típica zorra-calienta-braguetas —la miré frío—. Una mujer así no me produce
ni un mal sueño.

Repentinamente el sonido del cristal roto al chocar contra el suelo. Amanda estaba allí de pie,
con el rostro lívido y los ojos vidriosos. En una mano sostenía un vaso invisible y en la otra un
par de pastillas. La miré fijamente, sin el más mínimo arrepentimiento. La oí jadear y su pecho
comenzó a moverse a medida que la respiración se le alteraba.

—L-lo siento. Buscaré otro vaso.

Y abandonó de la oficina. Al mirar a mi hermana, sus mejillas estaban teñidas por un color
carmesí a causa del rubor y los ojos bien abiertos.

—Jesús, Ted. Deberías disculparte.

—No.

Ella jadeó ante mi firme negativa.

—No fue un comentario muy apropiado —y bajando el tono de voz agregó—: y creo que la
has ofendido.
—Phoebe, no. Le he dicho la verdad. No ha de haberse ofendido si quiera, seguramente ha
actuado de tal manera porque sabe que la he descubierto.

Dos golpes a la puerta me hicieron callar.

—Le traje el agua y las pastillas, señor.

Amanda miraba al suelo, donde había caído el primer vaso. Sonreí satisfecho. Estaba listo
para el nivel dos.

—Déjanos solos, Phoebe —le pedí.

Ella abrió los ojos aún más, pero se apresuró a salir. Cerró la puerta de un portazo. Cuando la
impresión se le haya pasado va a echarme bronca, estoy seguro.

—Pase, señorita Sandford —pronuncié suave.

Amanda caminó hacia el escritorio, quedando a pocos pasos de mí.

—Quiero que fotocopie el contrato para las mejoras de Grey Construcciones, las suficientes
para las personas con las que me vaya a reunir en unos minutos. Ni uno más, ni uno menos.

—Sí, señor.

—No olvides mandar a recoger el cristal roto.

—Sí, señor.

—Adicional a eso —me puse de pie y di algunos pasos hacia ella—: no quiero que por ningún
motivo jamás, ni siquiera porque alguien más se lo sugiera, vuelva a tutearme.

—Sí, señor.

Acorté la distancia que nos separaba y la tomé con fuerza del antebrazo.

—Sobretodo, Amanda, no vuelvas en tu jodida vida intentar hacer que me meta entre tus
piernas porque acabarás deseando no haber nacido ¿Entendido?

Ella jadeó.

—Sí, señor.

Sonreí.

—Eso espero, porque si no conocerás cuanto dolor puedo causarte.

Dicho esto la solté y caminé fuera de la oficina con aires de suficiencia. Ahora, Amanda
Sandford, conocerás a un verdadero Grey.
Capítulo catorce.

Frente a mí esta Preston Kearney, el supervisor de finanzas de Grey Enterprises, en una


reunión de pasillo.

— ¿Para cuándo podríamos iniciar con las mejoras? —pregunté ya exasperado por la
tardanza de la reunión.

—Creo que en dos meses sería aceptable —contestó Kearney.

—Prepara entonces los permisos. Quiero que todo esté listo para el día en el que se inicien
las mejoras. Demás está indicarle que no puede pronunciar una sola palabra de esto a mi tío.

—No, señor.

Me despedí asintiendo una vez. Al dejarlo atrás, presioné las puertas del elevador para
acceder a mi oficina. Mientras esperaba, me entró una llamada al móvil.

—Grey.

—Señor Grey, le habla Walter Evans, el subdirector del Hospital Submarino Trevelyan-Grey.

—Buenos días, Evans ¿En qué puedo ayudarte?

—Hemos depositado algunas ideas para el ecosistema de osos pardos y nos gustaría que
pasara para explicarle el costo.

Observé mi reloj de muñeca. Las 11:45 a.m.

—Claro ¿Ahora?

—Si le parece, señor.

—Desde luego, Evans. Nos vemos en media hora.

—Lo esperaremos con gusto, señor.

Colgó. Las puertas del elevador se abrieron y me introduje en el de inmediato. Por suerte
estaba vacío, así que no tenía que permanecer en esa postura de jefe hasta que llegara a la
oficina. Relajé los hombros, demasiado tensos desde que supe que Amanda era hija del
desgraciado que trató de chantajear a mamá ¿Y cuáles serían sus planes ahora que le había
cortado de golpe cualquier intento para acercarse a mí? Seguro ya ha de estar maquinando
otra manera de hallar información de mi boca. Pero estaba equivocada. Ahora estaba alerta y
cualquier cosa que ella dijera la tomaría a modo de mentira.

—Es una maldita traicionera, eso es lo que es —murmuré con los dientes apretados.

Las puertas del ascensor se abrieron. El pasillo estaba tranquilo y vacío. Todo lo que veía era
el intento de secretaria, oculta tras el escritorio mientras leía.
—Venga, ¿por qué mierda lo hiciste, Amanda? Diablos, reacciona.

Di pasos lentos y silenciosos para no ponerla sobre aviso. Ella pasó una hoja de lo que leía.

—Maldición, maldición.

Puse los ojos en blanco y aceleré el paso. De pie frente a ella, no despegó la vista del libro.
Me aclaré la garganta mientras me cruzaba de brazos. Ella dio un pequeño salto en el asiento,
cerrando de golpe el libro. “Placeres de la noche” de Sherrilyn Kenyon.

— ¿Leyendo en el trabajo, Amanda?

Ella se ruborizó.

—Perdone, señor. No había nada que hacer.

—De igual manera no le pago por leer.

—Lo siento, no se volverá a repetir.

—Eso espero —presioné mis manos en el borde dl escritorio con fuerza—. Sino, quedarás
despedida ¿He hablado claro?

—Totalmente.

Ella se enderezó y cruzó las piernas. Bajó la vista a sus manos y comenzó a jugar con sus
dedos, nerviosa. Seguro era una estrategia para distraerme, pero ahí estaba yo: mirándole los
pechos, que subían y bajaban según su respiración, y la gran y exquisita vista de la tentadora
porción de su muslo. Un dolor caliente comenzó a crecer en mi entrepierna. Maldita sea.

—Será mejor que te prepares, encanto. Vas a ir conmigo a una reunión.

Ella volteó hacia mí, con el ceño fruncido.

— ¿Qué tendría yo que hacer en una reunión con usted? —preguntó, visiblemente
confundida.

—Porque eres mi secretaria, y si te digo que vienes conmigo, encanto, vienes conmigo.

Capítulo quince.

Apagué el motor cuando estuve bien estacionado. Amanda abandonó el auto casi al instante.
La observé sosteniéndose con fuerza de la puerta mientras se presionaba el pecho. Puse los
ojos en blanco mientras salía del coche ¿Ahora qué?

Ella volteó hacia mí, con los ojos cristalizados.


― ¿Es aquí? ―preguntó, con la voz queja.

Aventuré a descubrir un pequeño rastro de dolor, como pequeñas agujas clavándose en su


garganta. Por mero impulso me vi frente a ella, secándole las lágrimas con movimientos
suaves del pulgar. Amanda contuvo el aliento y cerró los ojos. Parecía tan vulnerable, como
una niña asustada buscando consuelo. Mi corazón dio un vuelco, enternecido por la imagen
de un rostro descompuesto por el dolor y el miedo.

Sin embargo, la sensación no duró mucho. Amanda abrió los ojos de golpe y retrocedí.
Entonces comprendí: había bajado las defensas, a pesar de que le he declarado la guerra en
silencio, y ambos nos vimos vulnerables.

―Perdone ―se disculpó y volvió a retroceder―. Me ganó la emoción.

¿Y por qué tengo el presentimiento de que estás ocultándome algo, adicional a lo otro?

―Camina.

Caminamos en silencio hacia la entrada, la cual lucía un arco de medio punto con grabados de
escenarios marinos. La puerta de doble hoja, totalmente de cristal, se abrió a medida que nos
acercábamos. El interior era una belleza: el ambiente marino de la decoración era de ensueño,
del techo colgaba el esqueleto de una ballena jorobada, al fondo en la derecha estaba la
pecera de los delfines, con un delfín hembra que no podía escuchar muy bien porque ya era
muy vieja, en la izquierda estaba el pequeño acuario donde habitaban las estrellas y erizos de
mar. Incluso, asqueroso, también una babosa de mar.

Recuerdo que papá decidió comprar este lugar cuando ya casi estaba en ruinas. Antes era un
zoológico al cual mamá y papá solían traernos cuando mi hermana y yo éramos pequeños. Al
parecer el antiguo dueño entró en problemas con la bebida y descuidó el lugar. Egmont
Evans, de cuarenta y cuatro años el hermano mayor de Walter Evans, de treinta y nueve,
había intentado sacar el lugar a flote, pero pronto se fue en bancarrota. Mi padre ofreció
comprarlo y él decidió convertirlo en un hospital.

―Señor Grey, es un gusto tenerlo aquí.

Un hombre de cabello corto negro, como se hubiese echado aceite en el pelo en vez de gel,
de baja estatura y regordete caminó hacia mi encuentro. Una sonrisa amable se dibujó en sus
labios mientras me tendía la mano. La acepté, pero no sonreí.

―Egmont, buenos días ―señalé a Amanda―. Permítame presentarle a mi secretaria,


Amanda Sandford. Amanda, éste es Egmont Evans: el encargado del lugar.

En cuanto Egmont reparó en la presencia Amanda, la sonrisa se esfumó se su rostro. Amanda


giró el rostro a la derecha, pretendiendo no verlo.

― ¿Mindy? ―preguntó, con la sorpresa expresada claramente en su voz.

¿Mindy?
―No me llames Mindy ―ella se giró hacia él, la furia dibujada en su rostro―. Eres un
asqueroso traidor, Degmont.

¿Degmont?

―Eh ―Egmont frunció el ceño―. No me llames así, nininí.

¿Nininí? ¿Qué maldito lenguaje están hablando?

― ¿Y cómo entonces, eh? ¿Maldito cerdo, amigo despreciable, pedazo de cabr…?

― ¡Basta, eh! ―bramó él―. No vas a venir a insultarme por los errores que cometió tu padre.

― ¡Él confiaba en ti y lo traicionaste! Le quitaste lo que era suyo.

―Sabes que no es cierto, Mindy. Tu padre era un ebrio.

― ¡Y tú un asqueroso mentiroso, lo sabes!

―Ya es suficiente ―sentencié―. No me interesa en lo más mínimo lo que están hablando.

Ambos se quedaron en completo silencio ¿Ahora qué diablos pasaba?

―Si no le molesta, señor, le pediré a mi hermano que le muestre los documentos ―miró
fijamente a Amanda―. Necesito aclarar un asunto con Amanda.

Lo fulminé con la mirada ¿Qué era esa sensación de saber que él estaría a solas con ella?

―Bien ―siseé―. Volveré pronto, así que no tarden demasiado.

Aproximadamente media hora más tarde, de documento va y documento viene, caminé hacia
la entrada con la esperanza de encontrar allí a Egmont y a Amanda. Error. Devoré el sitio con
la mirada, pero no vi a ninguno de los dos.

— ¡Eres un imbécil, maldito hijo de perra! —oí a Amanda gritar.

Seguí la voz hasta las oficinas principales, conectadas por un pasillo largo al final a la
izquierda. Las puertas estaban cerradas, pero por Dios que se podía escuchar perfectamente.

—Te lo diré nuevamente, nena, porque es mi última oferta —Egmont se echó a reír—. Los
Grey dan mucho dinero para las mejoras, desde luego porque legalmente el lugar es suyo, y
no me gustaría perderme de eso. Sin embargo —se oyeron pasos, seguramente de él
acercándose a ella. O al revés—, por ti haría una excepción.

—Vete al diablo.

—Escucha, Amanda. Estoy perdiendo la paciencia, muñeca. La oferte es esta: le entrego todo
a tu padre de nuevo y a cambio todo lo que tienes que hacer es abrirme las piernas.

El sonido de piel contra piel rebotó en el aire. Amanda debe haberle obsequiado una deliciosa
cachetada.

—Eres un cerdo, Degmont.

—Me pones al cien cuando me llamas así, muñeca.

—Das otro maldito paso, imbécil, y juro que no respondo.

—Yo te hago responder, nena. No te preocupes.

Amanda soltó un pequeño grito, que fue sofocado casi al instante. Apenas podía escuchar
algo: respiraciones violentas, quejidos bajos, pero nada más. Frustrado, me pasé la mano por
el cabello ¿Qué estará pasando allá adentro?

—Por favor, Degmont. No quiero, detente.

Me quedé helado. Apenas podía oírla, pero su voz sonaba apagada y palpitante: estaba
llorando. Por mero impulso abrí la puerta de una patada. La escena me sobrecalentó la
sangre: Amanda sobre el escritorio, llorosa y temblando, Egmont sobre ella sujetándole las
manos por encima de su cabeza mientras soltaba gemidos. De un movimiento lo tomé por el
cuello, separándolo de ella, y le propiné un fuerte golpe en el rostro que lo hizo caer al suelo.
Tomé a Amanda del brazo, quien no paraba de llorar y temblar, y la oculté tras mi cuerpo.

—La vuelves a tocar y eres hombre muerto.

Capítulo dieciséis.

Solté maldiciones mientras me la llevaba del brazo de la oficina. La ira reverberó desde lo más
profundo de mi ser, y todo en lo que podía pensar era en sacarla de aquí. Pasamos a prisa por
el vestíbulo, aferrándome a su brazo con fuerza, evitando mirar hacia atrás. Estaba seguro
que si lo hacía, me daría la vuelta y regresaría a esa oficina para matarlo a golpes.

Afuera, inusualmente, el ambiente me parecía denso y molesto. Amanda soltó un chillido


cuando la halé del brazo para que caminara más rápido. Atravesamos el estacionamiento,
directamente hacia el auto, en cuestión de segundos. Tanteé los bolsillos para encontrar las
llaves del coche. Abrí la puesta del pasajero de golpe y la obligué a entrar. Pero claro, las
cosas no podían ser tan sencillas. Amanda salió del coche, aun llorosa y temblando, y me miró
fijamente.

― ¿Qué? ―espeté.

Amanda se cubrió el rostro con ambas manos mientras sollozaba.

―Perdón ―musitó bajito.


Respiré profundamente.

―Entra al coche, Amanda.

―Pero…

― ¡Entra al puto coche ahora!

Amanda se tapó la boca para evitar gritar y se metió al coche. Cerré la puerta con fuerza y
rodeé el auto para entrar por la puerta del conductor. Ya adentro, el ambiente se volvió más
tenso ¿De qué iba todo esto? Había escuchado, actuado y ahora he reaccionado. Mientras
pegaba el acelerador, miles de preguntas vinieron a mi mente:

¿Quién era, en realidad, la mujer que tenía al lado?

¿Quién era Egmont en su vida?

¿Qué tiene que ver él con Jack?

Maldita sea, ¿es o no Amanda hija suya?

Cuando papá me había contado mediante aquella llamada que Jack tenía dos hijos de nombre
William y Amanda, había dado por sentado que esa mujer y la que tenía a mi lado eran la
misma. Ahora bien los motivos eran injustificados, ya que no había pensado en la situación en
si con la cabeza fría. No. Solo había presentido que algo andaba mal. Amanda se había
comportado como una persona, no solo como una mujer con las hormonas trabajando horas
extras. Y me había fascinado. Sin embargo, pensar que me había permitido lucir vulnerable
con una mujer que no fuera mamá o Phoebe y que quizá esté aquí para colaborar en una
posible y absurda venganza de un hombre desquiciado, me hacía perder la cabeza con
facilidad.

La había prejuzgado, culpabilizado y humillado ¿Y qué sucedía si al final de todo había sido
solo una tonta confusión? ¿Y que si al final esta Amanda no era la Amanda de la cual
debemos cuidarnos?

Tomé la curva hacia la derecha y medité cada dato conocido:

Jack está en prisión.

Según lo poco que papá dijo, él tiene motivos para desear vengarse.

Tiene dos hijos, uno de ellos es mujer y se llama Amanda.

Había hablado de su supuesta familia con verdadera devoción.

Jack es Hyde; Amanda, Sandford.

Soy un estúpido idiota que ha estado haciendo las cosas sin pensar.
―Oh, por favor detén el auto.

Giré el rostro hacia ella. Amanda se presionaba el estómago mientras algunas lágrimas
resbalaban de sus ojo, ahora cerrados con fuerza. Lucía levemente pálida y temblaba a
consecuencia de las arcadas. Estacioné el auto a un lado de la carretera. Al apagar el motor,
Amanda abrió la puerta de inmediato e inclinó el cuerpo hacia adelante para impulsarse y salir
del auto. La vi inclinarse y fuertes arcadas sacudieron su cuerpo.

Amanda estaba vomitando.

―Oh, Jesús ―musité mientras abría la puerta del auto y salía de él.

Rodeé el auto y caminé hacia ella. Amanda se tapaba la boca mientras su cuerpo se hallaba
recostado del coche. Sus ojos estaban cerrados, pero su cuerpo aun temblaba. Me acerqué a
ella, la moví un poco y abrí la puerta. Ella no se resistió, así que permitió que la devolviera al
interior. Con cuidado pasé el cinturón por su cuerpo para abrocharlo. Echó la cabeza hacia
atrás, como buscando alivio.

― ¿Qué tal estás? ―pregunté con calidez.

Ella abrió los ojos con lentitud, observándome con cautela. Tragó saliva y noté como el cuerpo
aún se le agitaba.

―Bien ―murmuré.

Me puse en pie, rodeé de nuevo el auto y entré. Volteé el rostro hacia ella y le sonreí amable.

―Iremos a un hospital.

Ella gimió en respuesta, pero la ignoré.

El Harborview Medical Center estaba abarrotado de gente, pero ser un Grey la mayoría de las
ocasiones tiene sus exquisitas ventajas. En cuanto atravesamos las puertas, un pequeño
grupo de enfermeras se dispuso a atender a Amanda. Tambaleándose un poco, y con ayuda
de las enfermeras, logró recostarse sobre una camilla, en la cual desapareció luego de haber
atravesado unas puertas.

Permanecí en la sala de espera mientras era atendida. Repentinamente me sentí cansado y


teoricé que ha de ser crédito al bajón de adrenalina.

Y súbitamente fui consciente de la cantidad de miradas femeninas posadas sobre mí. Suspiré
mientras echaba a cabeza hacia atrás. Madre mía, estaba agotado y apenas era medio día.

¡Medio día!

―Mierda, Phoebe―vociferé mientras sacaba el móvil de mi bolsillo.


Marqué el número a prisa. Phoebe contestó al quinto tono.

― ¿Si? ―contestó suave.

― ¿Por qué rayos no contestaste la llamada rápido?

―Primero: respondí en cuanto pude, perdona. Segundo: estoy atendiendo las reuniones que
tenías en la tarde, ya que la reunión con Evans pareció tomarte más tiempo.

―Uf, me había olvidado de esa reunión ―chasqueé la lengua―. Gracias, Phoebe.

―De nada, Ted.

―Voy a colgar. Llamaré a Wallace.

―De acuerdo, Grey.

Puse los ojos en blanco y colgué. Al instante marqué el número de Wallace. Sonó una. Sonó
otra.

―Eh, Grey ―contestó él.

―No me llames Grey ―gruñí―. Escucha, necesito un favor.

―Ted, eso no es novedad. Dime algo que no sepa.

―Necesito que esto quede entre tú y yo, Wallace. Papá no puede enterarse de esto. Será
como nuestro secreto.

―Ted, perdona, pero no degusto el paladar de mi mismo sexo.

Necesité de un minuto entero para saber a lo que se refería.

― ¡No soy gay, imbécil! ―bramé.

Más de la mitad de las mujeres voltearon a verme, cautivas. Bufé.

―Era una broma, Theodore ―él estalló en carcajadas―. Ya, dime lo que necesitas.

―Necesito que investigues con lujos de detalles a Amanda Sandford.

―Bromeas, ¿verdad? ¿Qué investigue a tu secretaria?

―Sí.

―Sé que está como pastelito en plena dieta, ¿pero investigarla?

Puse los ojos en blanco.


―No es personal.

“No del todo”, me grita mi subconsciente.

― ¿Entonces?

―No puedo explicártelo. Primero consigue todo lo que puedas: fecha de nacimiento, seguro
social, dirección, escuelas, trabajos, que hace cuando no pude dormir; todo.

― ¿También quieres que te diga como luce en bragas o que color de sujetador usa cuando
está deprimida y?

Gruñí.

―Compórtate ―bufé―. Pero sí: básicamente ¿Para cuando puedes tenerla?

―Venga, Ted. Tengo vida y mucho trabajo ¿Qué tal un par de semanas? Y estoy de oferta
porque eres mi mejor amigo.

―De acuerdo, calma ―sonreí―. Te la debo.

Sé que siguió hablándome, pero la voz de una mujer me distrajo por completo.

―Amanda, Amanda Sandford. Por favor, Lucie, conoces a mi hija.

―Venga, Stella. No me sé el apellido.

Una mujer pequeña, de piel clara y pelirroja estaba de espadas a mí. Golpeaba insistente con
los dedos sobre el escritorio en forma de media luna de recepción. La mujer frente a ella,
mayor y de cabello blanco, rebuscaba entre los papeles y en la pantalla del ordenador.

―Wallace, te llamo luego.

Y colgué sin esperar respuesta. Me levanté del asiento y me acerqué para escuchar más de
cerca, sin levantar sospechas.

―Sí, aquí está ―le dijo Lucie, la de cabellos blancos―. La atendió el Dr. Keller, el mismo que
atiende a su esposo. Kattie, una de las enfermeras, llenó el expediente según lo que Amanda
le dijo.

―Kattie fue quien me avisó que ella estaba aquí ¿Pero cómo está? ¿Qué tiene?

―Ha sido por falta de alimento ―Lucie despegó la vista del ordenador y miró a Stella. Se
quitó los espejuelos, como lo haría un psicóloga en una sesión con un paciente que necesite
urgentemente ayuda―. Amanda tenía mucho alcohol en el sistema, no había comido nada
desde ayer y sufrió un colapso nervioso.

― ¿Y sabes quien la ha traído?


―Yo ―solté de golpe.

Stella giró lentamente hacia mí. Sus pequeños ojos oscuros me miraron con suspicacia.

― ¿Y usted es? ―musitó con lentitud.

Le tendí la mano con el rostro amable. Ella la aceptó cautelosa.

―Theodore Grey, el jefe de su hija.

Sus ojos se cerraron, teorizando. Observándola de cerca, esta mujer no se parecía en nada.
Esta mujer tenía el cabello rojo como fuego; Amanda, como miel clara. Amanda tenía los ojos
verdes; Stella, cafés. Amanda era alta; Stella, menuda. Definitivamente Amanda debe
parecerse a su padre.

¿Pero quién era su padre?

Capítulo diecisiete.

Esa era, en teoría, la pregunta más importante. ¿Quién era su padre? No podía quitarla de mi
mente ¿Y por qué presentía que estaba frente a lo obvio, pero obviamente no era capaz de
verlo? Desde luego, hace apenas dos horas estaba totalmente seguro que Amanda era hija de
Jack ¿Ahora? Ahora me sentía como un miserable. Haber presenciado la forma en la que
Amanda atacaba verbalmente a Egmont mientras defendía a su padre, me hizo pensar que
estaba equivocado.

Pero verla ahí, sonriéndole a una madre con la cual no tenía ninguna semejanza física, me
había hecho volver a mi antigua teoría. ¿Cómo era posible que no tuviese si quiera una
semejanza? Yo tenía los ojos de mi madre, era un ratón de biblioteca como ella y amaba el té
Twinings English Breakfast. Veo a esa mujer pelirroja, vivaracha y de piel no tan clara y volteo
a ver a la chica de la camilla: sin maquillaje observaba debajo de los ojos y el puente de la
nariz un mar de pecas, el cabello como miel y los ojos pequeños y apagados.

Y si las similitudes estaban en su padre, ¿quién era?

—Venga, Amanda —Stella se pasó las manos por el cabello—. Eres experta en darme sustos.

Amanda se ruborizó.

—Perdona.

— ¿Bromeas, Vanessa? Tuve que dejar el trabajo a medias para venir.


Un hombre alto se posó en la puerta de la habitación. Su complexión era la de un modelo de
Calvin Klein: espalda ancha, ojos cafés, cabello cobrizo.

—John —Amanda sonrió—. Hola.

John le sonrió y caminó hacia ella. Se sentó en el borde de la cama, le acarició el cabello y
besó su frente.

— ¿Qué tal te sientes?

—Bien —sonrió—. ¿Qué tal el trabajo?

—Estaba hasta el tope, pero ya sabes: a mi hermana le dio por darme de esos sustos que
hacen que se me detenga el corazón.

Esta vez fue el mío el que se detuvo. Si este era su hermano, debería ser William. Pero no, su
nombre era John. ¿Sería su segundo nombre? ¿William John? ¿John William? Oh, maldita
sea. La duda era un enemigo mortal.

Amanda, sonriendo, volteó hacia mí. Se ruborizó. John giró hacia mí y frunció el ceño.

— ¿Y quién es él?

—Es mi jefe —se mordió el labio—. Fue quien me trajo.

La expresión de John se relajó al instante. Sonrió.

—Vale, gracias. Vanessa suele meterse en líos.

—John —se ruborizó—. Venga, cállate.

Enarqué una ceja.

— ¿Vanessa? —pregunté divertido.


Ella bufó.

—Mi nombre completo es Amanda Vanessa Sandford —entrecerró los ojos en dirección a
John—. Mi hermano quiso ponérmelo.

—Fue mutuo acuerdo, nena.

—Pues yo no estuve de acuerdo.

—Sólo al principio, pero luego lo tomaste normal.

¿Luego? ¿Cómo? Se supone que le habían puesto nombre antes de que pusiera decir
siquiera una protesta. Agité la cabeza, confundido.

—Debo irme —avisé.

Ella asintió, tímida. Me acerqué cuidadosamente a la camilla, por el lado contrario donde su
hermano estaba sentado. Me incliné hacia ella para depositarle un beso en la mejilla y
acerqué mi boca a su oído para que solo ella pudiera escucharme.

—Tú y yo tenemos que hablar —mordí con suavidad el lóbulo de la oreja—. Hasta luego,
nena.

Me incorporé y sonriéndole abandoné la habitación.

Estacioné el auto frente a la casa de Wallace. Miré el reloj y observé que ya iban a ser las seis
de la tarde. Wallace me había pedido que viniera, aunque desconozco los motivos. La casa
era sencilla: un jardín bien adornado por flores amarillas de distintos tonos, de madera pintada
de blanca y gris. En el frente tenía unas mecedoras, donde se sentaba a leer el periódico en
sus días libres. La casa era de dos pisos: demasiado grande para una persona que vivía solo.
Pero luego pensé en el Escala y al menos esto se parecía bastante a un hogar.
Sólo faltaba la familia.

Al bajar del auto, Wallace abrió la puerta de la casa y me hizo una seña que me indicaba que
me esperaría adentro. Segundos después atravesé la puerta y observé aquel cuadro de ‘El
nacimiento de Afrodita’ en la pared del fondo.

—Estoy en la sala, Ted —gritó Wallace.

Caminé sin prisa hacia la sala: mitad sala mitad oficina. Wallace estaba sentado sobre la mesa
de caoba fina, con la vista fija en el ordenador que tenía delante. Él volteó a verme, con ojos
fascinados.

—Tengo que mostrarte algo —se frotó las manos—. Sé que te dije que me ocuparía del
asunto que me pediste en un par de semanas, pero no pude contenerme.

Interesado en lo que podía decirme, me acerqué a él y observé lo que tenía en el ordenador.


Archivos y más archivos.

—Busqué información de Amanda Sandford: número telefónico, dirección, seguro social, fecha
de nacimiento —abrió un archivo vacío—: pero no hallé nada.

El corazón me latió con fuerza.

— ¿N-nada? —balbucí—. ¿Cómo que nada?

—Es un archivo clasificado: entiéndase que no puedo acceder a ningún archivo con su
nombre.

Respiré profundamente.

—Intenta con Amanda Hyde —dije frío.

Él volteó hacia mí, confundido.

— ¿Por qué Hyde?

—Creo que mi secretaria es hija de Jack Hyde y papá y yo pensamos que él tiene algo que
ver con las amenazas que han recibido.

—De acuerdo, despacio —jadeó—. Cielos, esto es grave.

Él no dijo nada. Sin embargo, comenzó a teclear sin parar. Distintos archivos codificados
comenzaron a aparecer en la pantalla.

—Creo que tengo algo.

Tecleó un código y el archivo se abrió.

—Amanda Jeannette Hyde, nacionalidad americana, ojos verdes, cabello castaño… —frunció
el ceño—. Qué raro. Solo hay datos sobre ella hasta la edad de siete años.

Abrió una fotografía que venía adjunta con el archivo. Era la foto de una niña con el rostro
pequeño, asustado y lleno de pecas.

Maldita sea, era ella.

—De modo que Amanda Sandford es Amanda Hyde —musité con molestia.

Capítulo dieciocho.

—Ted, espera —se giró hacia mí—. Antes de sacar conclusiones, vamos primero a ponernos
en orden.

— ¿En orden? —bufé—. Mira la foto, Wallace. Esa niña es la copia exacta de Amanda.

—Lo sé —volvió la vista hacia la pantalla—, pero no es ella.

Mi estómago dio un vuelco.

— ¿No es?

Wallace negó con la cabeza.

—La niña de la fotografía es Tanya Sullivan —leyó el archivo—. Tiene ocho años. Sus padres,
Helen y Ryan Sullivan, la abandonaron tres años después de que naciera. La crió una mujer
que la recogió y a los quince años comenzó a trabajar de prostituta. Conoció a Jack W. Hyde,
a los diecinueve y a los veintiséis dio a luz gemelos.

—Amanda y William, supongo.

—Según lo que dice aquí, Tanya fue hallada muerta en su hogar dos años después que
Amanda fuera removida del hogar.

Fruncí el ceño.

— ¿No dice nada de William?

Wallace negó con la cabeza.

—Aquí solo hay información de Amanda Hyde y una breve información de su madre. No se
profundiza siquiera en las causas de la muerte.

—Espera, espera ¿Hay fotos de Amanda?

Wallace tecleó un código. La fotografía de una niña pelirroja y delgada con enormes ojos
azules apareció en la pantalla. Fruncí el ceño.

—Amanda no es pelirroja —refunfuñé.

—Pero se parecen.

Observé la fotografía definidamente. Bueno, sí, era cierto: la niña de la fotografía tenía pecas
en las mejillas y en el puente de la nariz, era de tez clara y ojos verdes. Como Amanda.

Solté una maldición.

—Son parecida, ¿pero cómo? —me pasé la mano por el pelo—. La Amanda que conozco
tiene el cabello castaño-miel; la niña de la foto, rojo. Además los ojos son de otro color.

Permanecí en silencio un segundo.

—Espera, mierda —solté otra maldición—. Estamos haciendo las cosas a ciegas. Antes de
descubrir quiénes son sus hijos, debemos saber primero quien es Jack. Yo no tengo idea de
quien sea ni física ni emocionalmente, pero mis padres si ¡Eso es!

Rebusqué entre los bolsillos de mi pantalón y hallé el móvil. Marqué a prisa el número y
esperé a que contestara.

››Contesta, por favor. Mierda, papá‹‹

—Hola, Ted.

››Oh, gracias a Dios‹‹

—Papá, ¿qué cosas recuerdas de Jack?


Silencio.

—Bueno, todo. Básicamente. Es imposible olvidar a ese cabrón.

Uf, está enfadado.

—Escucha —me pasé la mano por el pelo—. He estado haciendo algunas averiguaciones
desde acá, ya sabes, desde que me dijiste que Jack tenía dos hijos.

—Continúa.

—Tengo sospechas, cada vez más infundidas, de que su hija trabaja para mí.

Silencio.

— ¿De qué mierda estás hablando, Ted? —gruñó.

—No estoy seguro de este hecho, papá, así que no te sulfures tanto.

—Esto es serio, Theodore, mierda. Cuéntame lo que averiguaste.

—Wallace halló la foto de dos niñas: Amanda Hyde, pelirroja de ojos azules, y Tanya Sullivan,
su madre. Aparece que ella y Hyde se conocieron cuando trabajaba de prostituta. También
aparece que Tanya apareció muerta dos años después de que su hija, Amanda, fuera
removida del hogar. No aparece nada de William.

Escuché a papá maldecir.

— ¿Estás seguro de que la hija de Hyde y la muchacha es la misma? Por cierto, ¿para que la
contrataste?

—Necesitaba una secretaria. Y, no, no lo estoy. Le pediré a Wallace que te envié la


información, junto con la fotografía que Amanda entregó para la entrevista.

—Hazlo. Estaré esperando los datos. Mientras tanto iré cambiando la fecha de regreso.

— ¿Cuándo regresan?

—Debido a las últimas noticias, en dos días.

—De acuerdo.

Silencio.

—Lamento que no hayan podido disfrutar del viaje.

—A la mierda el viaje, Ted. Tú y Phoebe son lo más importante ahora. Ese viaje podemos
hacerlo en otro momento.
—Sí, bueno, pero la idea era liberarse de las tensiones. Los dos.

—Anastasia sabe cómo quitarme las tensiones de encima.

Permanecí callado unos segundos antes de estallar en risas.

—Demasiada información, gracias. Hablaremos en otra ocasión.

—Desde luego.

La llamada finalizó. Guardé el móvil en mi bolsillo y me presioné las sienes. Nuevamente,


estábamos a ciegas, y esta vez con muchas más dudas.

—Realmente espero que no tengas nada que ver en esto, Amanda, porque sino te
arrepentirás por esto.

Capítulo diecinueve.

La alarma sonó justo a las cinco de la mañana. Estiré el brazo para apagarla y bostecé.
Estaba cansado, vaya que sí, pero había decidido que esta mañana comenzaría de nuevo con
la rutina de ejercicio. Me puse de pie rápidamente. Busqué entre los cajones unos pantalones
deportivos y una camisilla. No me bañaría. Era preferible hacerlo al terminar. Guardé en mis
bolsillos las llaves del auto el móvil, el juego de llaves y busqué el IPod.

Sonando en mis auriculares Without You de David Guetta y Usher, comencé a trotar tras salir
del aparcamiento subterráneo del Escala. Mientras trotaba notaba que aún no había
amanecido: el cielo mantenía esa capa impenetrable oscura de hace unas horas, con la
misma intensidad como si pensara en no doblegarse ante ninguna especie de luz. En las
calles no había muchas personas, restando a uno que otro corredor que salía a hacer su
rutina mañanera.

La brisa era bastante fresca. Pasé frente a una cafetería que abriría a las seis de la mañana.
Sin embargo, el aroma del café llegó a mí como magia. Agité la cabeza y comencé a acelerar
el paso. Papá seguramente estaría rechinando los dientes si llegase a enterarse que he salido
solo a la calle, sobre todo con lo sobreprotector que ha sido siempre.

Crucé la esquina con rapidez y observé a dos personas hablando en el umbral de un pequeño
local. Con la poca luz de los postes pude observar que eran dos mujeres. Una de ellas era
más alta que la otra. La más bajita de ellas tenía el cabello oscuro y el rostro en forma de
corazón. Por la oscuridad no podía ver mucho. La más alta estaba de espaldas. La luz
chocaba sobre ella, dejando ver una piel clara y el cabello rojo. Era un rojo intenso, como el
rojo mismo de la pasión.

— ¿Segura que esto es lo que pedí? —preguntó la más alta.

La chica menuda le sonrió, creo.


—Totalmente —le entregó un paquete plateado—. Sigo pensando que esto es peligroso,
Amanda.

Mi corazón comenzó a latir desesperadamente. ¿Será…?

—Venga, Rachel. No necesito esto.

—Pienso que tu madre debería saber lo que estás haciendo.

Amanda le dio una palmadita a un pequeño bulto en su espalda baja.

—Claro que no —Amanda dio unos pasos hacia atrás—. Escucha: entro a trabajar a las ocho
de la mañana —revisó el reloj en su muñeca—. Son las cinco y cuarto. Iré a reunirme con él.

—Mierda, ¿en serio?

—Sí, caray —Amanda se pasó la mano por el pelo—. Ya debo irme.

Antes de que la chica menuda pudiese decir algo, Amanda cruzó la calle rápidamente. La
chica alzó los ojos y recitó “Ten piedad, Señor” como un mantra antes de introducirse por la
puerta del local. Agitado por lo sucedido, y verdaderamente intrigado por saber si esta mujer
era quien yo pensaba, crucé en total sigilo y silencio la calle. Observaba como el cabello rojo
se movía al compás del viento y del movimiento. Mantuve distancia para asegurarme de que
no notara mi presencia.

Giró a la izquierda, moviendo la cabeza de un lado a otro, como si esperara encontrarse a


alguien en cualquier comento. Siguió caminando, siempre alerta, hasta doblar de nuevo a la
izquierda. Observé pegado a la pared. Era un callejón: un simple espacio vacío y sucio entre
dos edificios. En el edificio izquierdo había una vieja escalera de incendios. Amanda tensó los
hombros y con cuidado comenzó a subirla.

Esperé algunos segundos luego de que subiera para yo hacerlo. Al poner un pie, la escalera
comenzó a hacer suaves ruidos, como tuercas viejas rozándose ya cansadas del esfuerzo.
Apresuré el movimiento para no caer, ni para perderla de vista. Ya arriba, noté que el esfuerzo
no había sido la gran cosa.

La habitación por donde ella había entrado estaba a oscuras. Atravesé silenciosamente el
umbral y caminé sin levantar sospechas por el interior. El sonido de algo que cayó al suelo fue
lo que me ayudó a localizarla. Amanda estaba en una habitación con poca luz. Por lo que
pude observar era un baño: la bañera vieja y ovalada estaba pegada a la pequeña ventana, el
inodoro y el lavado, donde ella tenía las manos presionando con fuerza, estaban casi pegados
a la bañera. Cuando ella alzó un poco el rostro, pude ver su reflejo en el espejo. Un rostro
encantador, bañado por una capa de estrés y preocupación, lleno de pecas bajo los ojos y
sobre el puente de la nariz, con unos ojos enormes de gato azules, visiblemente cansados,
confirmaba una duda que me quemaba la garganta. Frente a mí estaba la verdadera Amanda:
Amanda Hyde, la hija de ese maldito cabrón, no Amanda Sandford, mi secretaria.

—Bien, puedo con esto —soltó el aire mientras su cuerpo de columpiaba hacia adelante y
hacia atrás—. Si puedo.

Pasó la mano por debajo de la camisa, acariciándose el vientre, y luego la pasó por su
espalda baja, sacando de entre medio de su cuerpo y su ropa una Glock Modelo 37 Calibre 45
plateada.

La vi acariciarla como si tocara un gato.

—No me falles, Danna —jadeó—. Juro que si lo haces te pondré al fuego para que te derritas
muy lentamente.

Enarqué una ceja ¿Realmente el arma tenía nombre?

—Mierda —revisó su reloj de muñeca—. Diez minutos más. Sólo diez más.

Retrocedí un poco mientras observaba como revisaba que estuviese cargada. Bueno, sí. No
soy participe de andar por ahí con un arma, menos si ésta cargada. Papá me ha contagiado
con su aversión por las armas, aun cuando mamá insiste que saber disparar aumenta mi
seguridad. Di unos pasos hacia atrás, cauteloso, pero al golpearme con algo en el hombro
solté un pequeño quejido. Amanda alzó rápidamente y giró en mi dirección. Afortunadamente
estaba demasiado oscuro como para que pudiera verme. Ocultó disimuladamente el arma
entre su ropa.

— ¿William? ¿Eres tú?

Algo caliente me recorrió la columna vertebral, intensificándose a medida que se expandía por
mi cuerpo. Claramente esperaba por su hermano: esperaba por instrucciones nuevas,
esperaba que le dijera lo que debía hacer.

Y en ese instante, Amanda Hyde acababa de firmas su sentencia de muerte.

Capítulo veinte.

Retrocedí con cuidado de no hacer ruido y bajé cauteloso por la escalera-peligro-de-muerte. Al


salir del callejón, aliviado por librarme de un disparo seguro pero cabreado por saber que
Amanda no era más que una asquerosa traidora, reincorporé la marcha contraria hacia el
Escala.

Estaba más apresurado que nunca, sin importarme que fueran a ser apenas las seis de la
mañana. Visualicé el interior del estacionamiento subterráneo del Escala en tiempo record. El
guardia de seguridad me saludó inclinando la cabeza hacia el lado, pero estaba demasiado
azorado como para detenerme y hablar con él como hacía en alguna de las ocasiones en las
que salía a correr en la madrugada.

Mientras las puertas del ascensor se abrían, mentalicé a una Amanda pelirroja con ojos
azules. De acuerdo, si, de ese modo se parecía a la niña de la fotografía ¿Pero de que iba
todo esto? ¿Cuál era el objetivo de todo aquel disfraz? ¿De presentarse de una manera
físicamente distinta?

Entonces la idea acudió a mí en medio de esta laguna oscura que se interponía en mi camino.

Era un disfraz, una simple máscara de chic-buena-profesional que estaba utilizando para
engañarnos a todos, para utilizarla a su manera para que pensáramos justo lo que ella
quisiere que nosotros pensemos. Y, por supuesto, todos hemos caído.

Cuando las puertas del ascensor se abrieron, atravesé el vestíbulo como una bala en
dirección a mi habitación. Asalté los cajones, me di un baño a prisa y me vestí con el primer
traje de lino gris que viera. Tomé las llaves del Audi y me apresuré a bajar para marcharme.
Tanteé los bolsillos y hallé el móvil justo antes de llegar al coche. Ya adentro, le conecté el
manos libres y marqué el número de Wallace.

— ¿Qué mierda quieres? —gruñó—. Apenas son las seis de la mañana.

—Ha sucedido algo esta mañana. No tengo tiempo de contarte. Voy camino a tu casa, así que
reúne allí al equipo de seguridad.

— ¿Quieres que le quite la seguridad a tu hermana?

—No, mierda.

—Entendido —bostezó—. Aquí te espero.

Colgó. Busqué en los contactos el número de Phoebe y marqué para llamar.

—Mierda, Ted —gimoteó—. Es muy temprano.

— ¿Por qué mierda todos tienen que contestar con “mierda”? —bufé—. Necesito que te
ocupes de mis asuntos durante la mañana.

— ¿No irás a trabajar?

—En la mañana no, pequeña.

—Ted, ¿pasó algo?

Oh, Phoebe sí que me conoce.

—No, nena, tranquila. Es un asunto personal.

Ella soltó una risilla.

— ¿Una chica?

—Sí —mentí.

Bueno, básicamente eso no era una mentira.


— ¿Una posible cuñada?

Bufé.

—No.

Ella soltó otra risilla.

—Ya entendí. Sin presiones.

Colgó ¿Sin presiones? Solté un bufido y me concentré en el camino.

Veinticinco minutos más tarde me hallaba estacionado frente a la casa de Wallace. Cuando el
motor se apagó, me apresuré a bajar y caminar hacia la puerta de entrada. Toqué un par de
veces antes de que Wallace me abriera.

—Pasa, pues —entré y luego él cerró la puerta—. No consideré que era necesario todo el
equipo de seguridad, así que asigné un portavoz.

—Pusieron seguridad en la casa de tío Elliott y tía Mía, ¿verdad?

—Desde luego.

Wallace me condujo hacia la sala donde esperaban cinco hombres, vestidos de negro y con
las manos cruzadas delante.

—Caballeros —habló Wallace—, el hombre los-cité-aquí-por-mis-cojones ha llegado.

Le sonreí burlón.

—Que profesionalismo, hermano —me burlé—. Bueno, no los cité por simple gusto. Más bien
ha sido porque descubrí algo esta mañana que me ha hecho reflexionar.

Wallace frunció el ceño, expectante.

—He decidido reducir la vigilancia en Grey Enterprises y aumentarlas en casa de mis padres.

— ¿Reducir la seguridad? —Wallace se pasó la mano por el pelo—. Venga, Ted. Christian se
pondrá furioso.

—Christian tendrá que permitirme tomar mis propias decisiones —sonreí burlón—. Además ya
me las arreglaré con él cuando regrese del viaje. Sin más que decir, ya pueden incorporarse.

Los cinco hombres inclinaron la cabeza y se marcharon sin el menor preámbulo. Wallace
permaneció quiero, con los ojos entrecerrados.
—De acuerdo, suéltalo —chasqueó la lengua—. Dime que sucedió.

Le sonreí. La intuición de Wallace era envidiable.

—Me levanté temprano para correr y me topé con Amanda —Wallace frunció los labios—. Me
topé con Amanda Hyde.

—Alto —alzó la mano—. Sentémonos.

Ambos nos sentamos en los cómodos sillones de la sala.

—Explica —gruñó.

Contuve la risa exitosamente.

—Salí a hacer ejercicio y me topé con Amanda. No, no era mi secretaria. No en ese momento.
Amanda era pelirroja y de ojos azules cuando me topé con ella.

— ¿Cómo es eso?

—La seguí sin que se diera cuenta hasta un cuartito de un departamento bastante mediocre.
Tenía un arma, una Glock plateada.

—Mierda, ¡un arma!

—No me vio, pues. Incluso cuando accidentalmente hice un ruido que la puso sobre aviso
pensó que era William, su hermano.

—Entonces fue hasta allí para encontrarse con él —se rascó la barbilla—. Cuando te topaste
con ella, ¿Dónde fue?

Le expliqué donde había sido.

— ¿Qué hacemos entonces? —antes de permitirme hablar, alzó la mano—. Iré a investigar el
lugar, como cliente o que se yo. Ya veré ¿Qué harás tú?

—Suponiendo que ella esté haciendo todo esto porque desea acercarse a mí y sacarme
información o algo parecido —sonreí—, entonces se lo permitiré.

Enarcó una ceja.

—Te has vuelto loco, ¿verdad?

—No ¿Qué mejor manera de saber qué es lo que busca, que hallando la manera de
derrumbar sus defensas? —chasqueé la lengua—. Sea como sea, Amanda es una mujer. Una
muy atractiva, por cierto. Todo lo que tengo que hacer es seducirla, quizá enamorarla, y
llevarla hasta un punto donde su mente se ciegue de tal manera que no sepa cómo llevar a
cabo sus planes. Y en ese momento será vulnerable.
—Y sus defensas caerán —concluyó él—. Igual es peligroso, Ted. ¿Qué pasaría si tus
sentimientos se mezclan?

Le sonreí burlón.

—Eso no pasará. Tengo claros mis objetivos, y en ellos no está enamorarme.

Capítulo veintiuno.

Phoebe me sonrió en cuanto atravesé las puertas de la oficina, aunque identifico una mirada
llena de interrogantes, mientras finalizaba una llamada.

—Entonces esperamos esos documentos la semana entrante —me hizo unas señas para que
me sentara—. Bien, me parece excelente. Le informaré a mi hermano. Que pase una
excelente tarde.

Colgó. Cruzó ambas manos y las dejó reposar sobre el escritorio. En ese momento no parecía
una chica loca de diecinueve años, sino una mujer elegante y profesional.

—Me he comunicado con Preston Kearney. Ha conseguido todos los permisos para las
reconstrucciones en Grey Construcciones. La próxima semana enviará la propuesta completa,
incluyendo los costos de reparación y la redecoración.

Sonreí.

—Tienes todo bajo control, como veo.

Ella sonrió tímida, pero en sus ojos brillaba el orgullo.

—Además he verificado el lugar en donde podrían cambiarse mientras las reparaciones se


hacen.

—Bien —sonreí—. Recuerda que esto nadie puede saberlo. En un mes tío Elliott cumple años,
y todo este asunto de remodelar la fachada y el interior del edificio es un regalo.

Ella me miró escéptica. Le sonreí burlón.

—Te conozco, Phoebe. No eres exactamente muy discreta.

—Lo que sea ¿Quieres tu asiento de vuelta?

—No, aún no. Se me antoja dividirme el trabajo con mi hermana ¿Te parece?

Sus ojos brillaron, expectantes.

— ¿Y papá lo aprueba?
—Nena, papá confía en ti tanto como en mí. Y, desde luego, yo confío en ti. Si no, ¿Entonces
para que te dejé la empresa encargada a ti toda una mañana?

Ella volvió a sonreír tímida.

—Bueno, ya ¿Qué otra cosa ha pasado mientras estuve resolviendo ese pequeño asunto
personal?

—No —se mordió el labio—. ¿Me contarás?

—No ¿Amanda llegó temprano?

—Sí ¿Por qué no me contarás?

— ¿Y en donde está que cuando llegué no estaba en su lugar? ¿Cuál es la insistencia en


saber?

—Le pedí que fuera a comprarme algo de almorzar ¿No puedo preocuparme por mi hermano?

—Phoebe, no es nada. Es un simple mal entendido que tuve. Asunto aclarado.

Y justo cuando abrió la boca para protestar, dos suaves golpes a la puerta la hicieron callar.

—Pase —gruñó.

La puerta se abrió, dejando paso a un rostro pálido y cansado. Amanda llevaba de nuevo el
cabello caramelo y los ojos verdes. Llevaba un ajustado vestido negro con un discreto escote
en forma de “V”. Los tacones negros nuevamente le resaltaban las buenas piernas. Estaba de
nuevo en su juego.

—Le traje el almuerzo, señorita.

Observé como daba pasos lentos y cautelosos y al inclinarse para dejar la bolsa y la bebida
hacía un leve gesto de dolor. Pero vaya que mostraba un buen ángulo de su culo.

—Te has tardado —hizo un puchero. Amanda sonrió—. Muero de hambre.

—No había jugo de naranja, así que he tenido que ir a otra cafetería —al caminar dos pasos
hacia atrás, hizo otro gesto de dolor—. ¿Necesita algo más?

Phoebe me lanzó una mirada fugaz.

—Tráele un café con crema a mi hermano. Dos de azúcar, por favor.

Ella asintió y salió de la oficina. Hay que admitir que tiene un buen culo y…

—Ted, mierda —oí hablar a Phoebe.

Me eché a reír. Siempre me arruinaba los mejores pensamientos.


—Deja de mirarle el culo, por Dios.

—Come —le guiñé el ojo—. Te pones de mal humor cuando tienes hambre.

Phoebe le dio una mordida a su emparedado y se lo tragó de un intento. Mierda, tiene hambre.

—No es hambre —le dio un sorbo al jugo—. Bueno, sí, pero te quedas pegado mirándole el
culo. Ella no se da cuenta, pero yo sí.

— ¿Yo?

—Deja de hacerte el inocente, señor quiero-morderle-el-culo-a-mi-secretaria.

Estallé en carcajadas.

—Mejor te dejo comer —me puse en pie y me acomodé el chaleco del traje—. Iré
personalmente por ese café.

—O a inspeccionar personalmente como morderle el culo.

Le sonreí burlón.

—Come, ahora.

Puso los ojos en blanco y comenzó nuevamente a devorar su almuerzo. Me di la vuelta y salí
de la oficina. Amanda no estaba. Caminé directamente hacia el ascensor. Entonces se abrió y
los ojos verdes de su pequeño y cansado rostro se conectaron con los míos.

—Iba por ese café —ronroneé.

Sus pequeños y delgados dedos se aferraron al vaso de cartón.

—Lamento haberme tardado —pestañeó, cansada. Lo extendió hacia mí—. Aquí tiene.

Sonreí lascivo mientras tomaba el café y lo depositaba en el primer espacio plano que hallé.
Amanda retrocedió hacia el interior del ascensor en cuando di algunos pasos hacia ella.

— ¿Necesita algo más? —preguntó con voz temblorosa.

Sonreí victorioso. Las puertas del ascensor se cerraron tras mi espalda.

—De hecho, sí. Pero no es algo estrictamente profesional.

—Pero fue usted mismo el que dejó claro que no aceptaba un trato más allá del profesional.

—Lo recuerda, lo cual habla muy bien de usted —chasqueé la lengua—. Pero, ciertamente, no
es del todo personal. Básicamente, esto es algo que tiene que ver con ambas situaciones.
Amanda frunció el ceño.

—Me temo que no le entiendo.

Sonreí complacido.

—Espero que no tenga planes para esta noche, señorita Sandford, porque mis planes
requieren de su presencia. Y bastante más de esa adorable boca suya.

Amanda soltó un brusco jadeo. Eureka.

Capítulo veintidós.

Maldita sea yo y mis impulsos por haberla traído. Y maldita sea Wallace y su frase “te lo dije”.
Amanda estaba exquisita: unos simples jeans negros moldeaban las más espectaculares
piernas que he visto en mi jodida vida y los tacones le daban una altura bastante elegante,
aun cuando era una mujer alta. Llevaba una camisa “Animal Print” que marcaba unos pechos
redondos y perfectos que le quedaba de bomba.

Y malditos fueran los hombres que la observaban caminar, con el deseo claro en sus ojos de
llevársela al lugar más alejado posible y disfrutar de un buen rato de placer. Ella
repentinamente se detuvo y me observó con el ceño fruncido.

— ¿Sucede algo? —preguntó en voz baja.

—Camina —gruñí.

Estábamos en la petulante Reunión Anual del Vino Empresarial, lo cual no era más que una
reunión de empresarios importantes y con grandes aportes de Seattle que se reunían para
probar de los mejores vinos en todo el mundo y hacer alarde de su éxito. Papá veía a esta
reunión para presumir lo que para él era realmente valioso: su esposa.

Yo, en cambio, vine a esta tontería simplemente para tratar de tirarme a mi secretaria sin que
fuera exageradamente obvio.

—Sigo sin entender —Amanda apartó un mechón de pelo del hombro para peinárselo con los
dedos—. ¿Qué tengo que hacer yo aquí en medio de este monumental gentío de avaros y
derrocha-dineros?

A pesar de lo que ese tono de voz significaba, no pude evitar sonreír. Oh, me había
descubierto.

—No quería venir solo —admití sin más reparos.

Amanda soltó un bufido.

—Eso es un asunto personal, no uno profesional. De hecho, lo primero no se acerca ni un


poco a lo segundo.
—Intenta no estar tanto a la defensiva, ¿quieres? No te he pedido que nos fuéramos a la
cama.

—Yo tampoco lo hice —repuso con voz seca—. De hecho, todo lo que hice fue tomarme una
que otra maldita copa mientras me contaba cosas acerca de su familia.

— ¿Recuerdas al menos como es que llegaste a mi departamento? —chasqueé la lengua—


.Te desmayaste luego de que te besara, nena. Y no pusiste la más mínima resistencia.

—Venga —se detuvo frente a mí, mirándome desafiante—. Mejor dígalo y listo.

Le sonreí burlón.

— ¿Qué quieres que te diga, nena?

—Quiero que me digas cuál es tu maldito problema. Y sí, te estoy tuteando ¿Me despides, por
favor? Porque no quiero trabajar para un déspota pedante como tú.

Amanda se cruzó los brazos mientras brazas ardientes cubrían sus ojos. En cuanto vio a un
mesero pasarnos por el lado estiró el brazo para tomar una copa del delicioso Malbore de
Somotano. Yo la imité y apenas le hube dado un trago a mi bebida quité su copa de las
manos.

—Tú no vas a tomar ni una sola gota esta noche —le di otro sorbo mientras observaba su
rostro. Cabreada era quedarse corto—. No me fio de mujeres ebrias.

— ¡Eres un maldito estúpido!

Entrecerré los ojos, teorizando.

—Soy un maldito estúpido porque no voy a dejar que otra mujer pise mi departamento ¿Lo vas
entendiendo, encanto? Tú no pisas de nuevo mi departamento.

—Oh, es que tengo tantas ganas de hacerlo —repuso en tono irónico.

—Supongo que el lugar te da igual, después que pueda tener acceso a eso que proteges
entre las piernas.

Ella abrió la boca, la cerró y repitió esa acción dos veces antes de tomar entre sus dedos la
copa de vino. Lo siguiente que vi fue como el líquido oscuro se adhería a mi camisa, mojando
mi pecho.

—Acabas de arrojarme encima uno de los mejores vinos secos que he probado en toda mi
vida. Oh, mierda. ¿Debería comerte a besos?

Su rostro se descompuso en una mueca de confusión.

—Maldita sea, ¿acaso padeces de bipolaridad? No puede ser que seas tan zalamero.
Le sonreí burlón.

—Cielo, ¿no lo notas? —me acerqué a ella con la intención de bajar el tono de voz—.Todas
las personas avaras están observando el espectáculo que estamos proveyéndole —la tomé de
la mano y comenzamos a caminar—. Así que mejor ven y ayúdame a quitarme todo el líquido
pegado a la piel.

Ella hizo una protesta, la cual ignoré rotundamente. Caminamos hasta los baños, donde ella
comenzó a repetir una y otra vez que la soltara discretamente. Junto a nosotros pasó una
pareja que reía como si acabaran de realizar una travesura. Nos lanzaron una que otra mirada
jocosa antes de alejarse por el pasillo. Unos pasos más adelante visualicé una escalera.
Lentamente la subimos y al final hallamos un pasillo. A la izquierda había una puerta de
madera pintada de blanco, por la cual entramos. Ya en el interior de la habitación, Amanda
logró zafarse de mi abrazo.

—Eres la persona mas jodidamente rara que he conocido —se apartó el pelo del rostro—. Oh,
ya se: tomaste antes de venir, ¿cierto?

Chasqueé la lengua de mala gana.

—No, nena. Estoy más sobrio que tú.

Amanda se cruzó de brazos.

—Técnicamente yo estoy más sobria que tú, ya que no me dejaste tomar ni una maldita gota
de alcohol.

—Ya te lo he dicho: no me fio de mujeres ebrias.

—Mira, dejemos algo claro: no suelo embriagarme con facilidad, así que…

—Que le den, pues —bramé—. No vas a tomar y punto.

Se mordió el labio para callar su rabieta.

—Despídeme para que pueda irme a celebrar —soltó.

Enarqué una ceja.

—Renuncia —canturreé.

—Despídeme porque no voy a renunciar.

—Renuncia porque no voy a despedirte.

Amanda dio un respingo.

—Entonces yo me largo a embriagarme en cualquier lugar.


Ella se giró, dispuesta a marcharse, pero yo la sostuve del brazo y la atraje a mi cuerpo. Sus
pequeñas manos quedaron recostadas suavemente sobre mi pecho. Amanda clavó sus ojos
en los míos. Verdes contra azul, brillando con una inusual intensidad que me heló la sangre
¿Qué era ese sentimiento que me surcaba el cuerpo entero, ahora que la tenía tan cerca de
mí? Tan cerca que podía respirar su propio aire. Tan cerca que podía inhalar la suavidad del
olor de su cabello. Tan cerca que las rodillas me temblaban como un crio de quince años
frente a la primera mujer que le levantó emociones, no sólo el deseo.

— ¿Por qué mierda simplemente no puedes quedarte quieta, ahora y siempre, cuando es lo
más que deseo? —ronroneé con la vista nublada por el deseo, un deseo que me hervía en la
sangre a cada respiración.

—Porque no soy una zorra-calienta-braguetas —una capa húmeda empañó sus ojos—, y no
quiero que otro hombre me haga sentir de la misma manera otra vez.

Presionó sus manos contra mi pecho y se separó de mi. Hizo una mueca de dolor, pero
inmediatamente se recompuso y atravesó la puerta para marcharse. Nuevamente, me había
dejado en un plano frío. Se había negado. Vaya, mierda. No estaba precisamente
acostumbrado a que sea una mujer la que se negara. En realidad, esa era la parte que odiaba:
el sin numero de mujeres que se ofrecían por un par de horas en mi cama. Nada más. Había
esperado que cediera, sin embargo se ha marchado. Claro está: yo la había insultado, pero en
ese momento estaba tan furioso con la idea de que ella fuera la hija de Hyde que no podía
pensar en otra cosa. Pero ahora lo sabía: sabía que era la hija de ese maldito cabrón.
Entonces, ¿Por qué mierda me sentía como un canalla miserable que disfruta insultar a una
mujer? ¿A esta mujer en particular?

¿Y por que mierda me importa el estado emocional de esa maldita traidora?

Capítulo veintitrés.

— ¿Y la chica con la que viniste, Theodore?

«Esa maldita boca, Thalía»

—Tuvo que salir —le di un trago al champagne. Malísimo. Papá estaría echando espuma por
la boca—. Y, por enésima vez: no me llames Theodore.

Thalía sonrió coqueta. En cuanto estuve consiente que Amanda no regresaría a la reunión de
avaros, decidí que era mejor marcharme. Sin embargo tuve la desgracia de toparme con
Thalía Johnson, la hija de un editor español importante. Para mayor desgracia, mamá tenía
una especie de contrato con esa editorial, así que tuve que mantener un trato cordial con la
familia. Lo que significaba que debía tomarme un par de copas con la ‘hija de papi’.

—Venga, guapo. La tía con la que habéis venido no es más que una guarra sin importancia —
enarcó la ceja mientras sus labios se curvaban en una sonrisa lasciva—. ¿Qué tal si tú y yo
aprovechamos mejor el tiempo para…?
—No —solté tajante.

Thalía me miró desafiante.

— ¿Acabas de decirme que no? —soltó una risilla falsa—. Venga, estas loco ¿Cómo vas a
decir que no a un buen polvo?

—Precisamente por eso: porque ahora estoy hecho un polvo —me tragué el resto del
champagne de un trago—. Ahora, si me disculpas, me iré a mi puta cama a dormir.

Dejé la copa sobre la pequeña mesa y me marché hacia la salida. Escuché como me decía
por lo bajo “bastardo”, pero ya iba llegando a la puerta. No iba a devolverme para responderle
el insulto. Repentinamente comprendí el por que de la repentina furia que corrió por mi cuerpo.
Maldita sea, llevaba mas de una semana sin sexo. Eso, y que la mujer que realmente deseaba
en estos momentos me había rechazado. Dos veces. Aquella primera vez que me dejé llevar
por una tentación. Tentación que provocó una noche entera hablando y hablando. Sonreí. Oh,
eso estuvo bien.

Pero, mierda. Yo no quería hablar. Yo lo que quería simplemente es llevármela a la cama y


hacerla gritar de placer. No, pero claro: la señorita ahora tenía que hacerse la muy digna y
recriminarme un maldito comentario cuando hice en un momento donde estaba fuera de
control por el coraje. Y, desde luego, se me había ofrecido Thalía: una rubia más.
Repentinamente recordé el sueño que detestaba:

«Estaba en una playa tomando el sol tranquilamente, siendo relajado por las suaves olas del
mar. La chica rubia me llama. La veo caminar desnuda hacia mí, esperando únicamente que
la complazca en la cama y le de regalos caros. Carísimos. Pero el precio del placer es así»

Agité la cabeza para alejar los pensamientos un instante ¡Rubia, Jesús! Como Thalía. Y, Buen
Dios, estaba harto de las rubias.

—Seguro te atraen las pelirrojas, ¿eh?

Giré la cabeza hacia el lado. Nada. La voz resonó en mi cabeza. Oh, mierda. De nuevo.
Cuando me hallaba en problemas, una voz hablaba haciendo el papel de mi conciencia y la
cual era ridículamente igual a mí, aparecía en mi cabeza.

—Vete al demonio, vocecilla infernal —gruñí por lo bajo.

La voz rió en mi cabeza.

»—Ted, Ted… Sabes que no voy a callarme. Estas haciendo una idiotez, ¿lo sabias?

—Claro que sí: hablo con una voz estúpida que canturrea en mi cabeza.

»—Bueno, nadie puede oírme. Sólo tú.

Bufé.
—No hago nada malo: cuido de mi familia. Seduzco a una mujer que quiere hacer daño para
sacarle información ¿Qué de malo hay?

»— ¿Y ella? ¿Cómo ha de sentirse ella?

Solté otro bufido.

—Ella no va a darse cuenta, vocecilla-que-habla-como-yo.

»—Cometes un error y lo sabes. ¿Acaso quieres verla llorar?

Suspiré.

—No lo sé. Si de verdad quiere hacer daño, desde luego. Que pida perdón de rodillas, si ha de
ser necesario. La destruiré si le toca un solo pelo a alguien de mi familia.

»— ¿Y si toca tu corazón?

— ¿Señor?

Giré la cabeza hacia la voz que me hablaba. Vaya, una voz real. No mera conciencia. El tipo
llevaba el uniforme de ‘Ballet Parking’ y me mirara como si necesitase con urgencia un
psicólogo.

— ¿Se marcha? —preguntó.

Asentí.

— ¿Busco su auto, entonces?

Volví a asentir y observé como el sujeto se marchaba rápidamente. ¿Te da miedo un tipo que
hable solo, amigo?

»—No hablas solo, pequeño Ted. Estás profundizando contigo mismo.

—Profundiza el silencio, mierda.

Los siguientes cinco minutos, mientras esperaba que trajeran el auto, me dediqué a ignora la
molesta voz de mi conciencia.

El olor a café me penetró las fosas nasales con un placer exquisito en cuanto atravesé las
puertas del ascensor. La chica de recepción, Natalie estaba de nuevo en el sitio de Amanda.

— ¿Por qué mierda nunca estas en recepción? —le pregunté divertido.

Ella sonrió tímida, a modo de disculpa.


—Es su hermana la que me hace llamar, señor.

— ¿Está adentro? —pregunté mientras tomaba el café que me ofrecía.

Le di un trago. No es el café que siempre pedía, pero por Dios que estaba exquisito.

—No. Ella ha salido a atender una llamada. Su secretaria está esperándolo en la oficina, por
órdenes de su hermana.

Oh, casi me atraganto con el café. Buen día, Grey.

—Eh, gracias —musité.

Dejé el café sobre el escritorio y abrí de golpe la puerta de la oficina. Amanda estaba allí, tal
como Natalie me había dicho. Lo único que estaba fuera de lugar, un pequeñísimo detalle, es
que estaba sentada en mi silla. Ella no se puso en pie, ni siquiera cuando cerré la puerta con
más fuerza de la necesaria. Llevaba puesta una camisa de seda gris clara y una falda, un
poco mas corta de lo que llamaría laboralmente presentable, de un gris más oscuro. Ya podía
imaginarme los tacones que adornaban esas exquisitas piernas. Amanda me sonrió. Una
sonrisa que interpreté como “esta es mi idea de una guerra”.

— ¿Se puede saber que haces sentada en mi silla? —ronroneé.

Ella sonrió juguetona. Mm, esos labios…

—Quiero oírlo, pues. Dilo: “estás despedida”.

Estallé en carcajadas. Oh, no lo había olvidado.

—Ya te lo dije: renuncia.

Amanda chasqueó la lengua mientras se acomodaba la falda gris.

—No lo haré. Despídeme.

—Renuncia.

Amanda se pasó la lengua por el filo de los dientes, tan lentamente que el ritmo se incrementó
en mi entrepierna.

— ¿De verdad? —habló ella, aun con esa sonrisa lasciva—. ¿Tendría que renunciar?

Le lancé un guiño.

—Uf, bueno. Para ser sincera renunciar no es lo mío.

—Tampoco es lo mío, nena.


Enarcó una ceja.

—Entonces veremos quien cae primero, nene. Porque, de mi parte, voy a tutearte hasta que
desees matarme. Voy a hacerte la vida un yogurt hasta que no tengas más opción que
suplicarme porque acepte el despido.

Le sonreí burlón.

—Veremos quien suplica, nena. Ahora ve y tráeme un poco de ese rico café.

Amanda sonrió juguetona mientras caminaba hacia mí. De pie, cara a cara, ella simplemente
dejó escapar una risilla burlona.

— ¿Quieres café? Bien. Ve por él tú mismo, nene.

Y tras guiñarme el ojo salió de la oficina. ¿Quién estaba jugando con quien?

Capítulo veinticuatro:

— ¿Tienes al menos los papeles que se entregaron en la última reunión? —pregunté divertido.

Ella sonrió risueña.

—Están en el primer cajón de tu escritorio.

—Veamos, pues —abrí el primer cajón y tomé la carpeta negra—. Vaya, aquí están.

—Abrí tus cajones. Despídeme, nene.

—Hoy no me siento demasiado benévolo: no, nena. Sufre.

Amanda bufó.

—Como quieras.

— ¿Llamaste?

— ¿A quién? —preguntó inocente.

Le sonreí burlón.

—A Walter Evans.

Amanda se apartó un mechón de pelo imaginario.

—Realmente no tengo ganas de hablar con ellos, Grey.

—Nena, sólo pásame la llamada.


Ella dudó.

—Está en la línea tres.

Enarqué la ceja.

— ¿Entonces por qué tanta reticencia?

—Porque no he llamado yo, sino él.

—Vaya, gracias.

Sacudí la cabeza mientras tomaba el teléfono.

—Hazme un favor, ¿al menos puedes?

Ella sonrió risueña.

—Puedo intentarlo.

—Necesito que te sientes mientras atiendo esta llamada, ¿crees que puedas?

Amanda entrecerró los ojos, teorizando.

— ¿Con qué fin?

—Ninguno. Sólo necesito hablarte de algo cuando la finalice.

—Bueno, si. Creo que puedo.

Le devolví la sonrisa burlona que exhibía en el rostro mientras tomaba la llamada de la línea
tres.

—Grey.

—Señor Grey, buenas tardes. Le habla Walter Evans.

—Lo sé. Le había pedido a mi secretaria que lo hiciera —ella frunció el ceño—, pero me ha
parecido mas útil que haya sido usted mismo quien llamara.

—He hablado con mi hermano y me ha contado sobre la confusión de…

—Me parece que no ha sido ninguna confesión, Evans. Su hermano intentó abusar de mi
secretaria. Nadie me lo ha contado. Yo mismo lo he visto.

Amanda apartó la vista de inmediato y se removió en el asiento, incómoda.

—Mi hermano me ha contado una historia distinta y con el respeto que se merece, señor, le
creo por varias razones. Primero: porque es familia. Segundo: porque conozco a la perfección
a Amanda y se la clase de mujer fácil que es.

Un puñado de emociones me revolvió el estómago.

—El punto es, Evans, que he visto a su hermano. Los he escuchado hablar y estoy bastante
consciente de la situación. ¿O va a discutirme lo que vi?

—No, pero…

—Su hermano es un cerdo y usted no tiene muchas opciones: o lo saca de ese lugar o lo
clausuro. Sin dinero, ese lugar se irá a la mierda y personalmente me encargaré que no
consiga fondos para mantenerlo. Usted decide.

Amanda volvió a clavar su mirada en mí. La expresión de su rostro me hizo sonreír.

—Como usted ordene, señor.

Colgué y suspiré complacido.

— ¿Por qué mierda hiciste eso? —bramó.

—Porque puedo.

Le guiñé el ojo y ella simplemente me atravesó con la mirada.

—Muchas gracias, Theodore ¡Mierda! Acabas de meterme en otro problema.

Enarqué la ceja, irónico.

—Mira —cerró los ojos y respiró profundo—. La única razón por la cual no hemos intentado
recuperar ese lugar es porque Walter y su hermano se encargaron de hacer parecer que mi
padre trató de ocultar negocios ilícitos dentro. No espero que entiendas, pero mi padre esta
enfermo y no quiero que se esfuerce en…

Las palabras quedaron en el aire cuando la puerta de la oficina se abrieron con violencia.
John, su hermano, entraba como alma que lleva el diablo. Lo que me hizo comprender que
algo no andaba mal fue una simple cosa: las lágrimas que caían desesperadas por sus ojos.

Amanda se giró hacia él y al verlo se puso en pie.

— ¿Qué haces aquí?

Silencio.

— ¿Qué pasa?

John no dijo nada. Amanda puso su mano en su hombro y lo agitó suavemente.


—Dios mío —gimió—. Es papá, ¿cierto?

John soltó un gruñido.

—Vanessa, nena —le acarició la mejilla, pero un destello de dolor surcó sus ojos—. Papá
acaba de fallecer.

Capítulo veinticinco.

Amanda permanecía quieta sobre el asiento, con los ojos cerrados y el rostro contraído por
una pena enorme. John la agitaba de los hombros, pero ella permanecía igual. Quiera, como
una muñeca a punto de caerse del estante donde ha sido colocada con tanto amor y esmero.
Rota, como alguien que sufre la pérdida de alguien o algo valioso. Rota, como estuviera
muriéndose.

—Por Santo Cristo, nena —le decía John, con una angustia en la voz que me erizó el vello del
brazo—. Reacciona, pequeña.

Nada. Quieta. Amanda estaba quieta.

—Por favor, Vanessa.

Otra vez nada.

—Por favor, cielo. Di algo.

Amanda no abrió la boca. No parpadeaba, no movía ni un musculo. Ni siquiera agitaba los


hombros, como haría si respirara. Me incliné apenas un poco y tomé su pequeño rostro entre
mis manos. Vuelve…

—Reacciona, por el santo amor a Dios —musité con voz ahogada.

¿Por qué debía doler tanto verla en ese estado?

—Vamos, nena. Me está preocupando —acaricié suavemente su mejilla—. Reacciona.

Entonces abrió los ojos de golpe. Inspiró profundamente, como si llevara minutos sin respirar,
e inspiradamente comenzó a llorar. Lloraba tan fuerte que el alma se me partió en mil
pedazos. Soltó un chillido ensordecedor que me puso a temblar. Comenzó golpeando el pecho
de John, quien no hizo el más mínimo esfuerzo por detenerla. Se puso en pie y mientras se
halaba el cabello con fuerza gritaba maldiciones en su perfecto danés.

«Es culpa mía»

«Piedad, Jesús»

«Mi héroe está muerto»


«Mi papá se fue»

Amanda comenzó a convulsionar a medida que los sollozos aumentaron. Las manos le
temblaban y el rostro estaba humedecido por potentes lágrimas. Me sentía tan impotente…
¿Cómo puedo aliviar un dolor que desconozco?

—No, nena. No —John la presionó con fuerza contra su pecho—. No fue tu culpa.

—Él nunca debió….John…no. Ay, Jesús.

Forcejeó para soltarse, pero John la mantenía pegada a él. Los brazos le enroscaron el
cuerpo, deteniendo cualquier tipo de movimiento violento.

—Tenía cáncer, pequeña —John soltó un jadeo—. No podíamos hacer nada más por él.

—Pero no es justo —chilló—. Los doctores dijeron que se estaba recuperando. La doctora
Trevelyan-Grey nos lo dijo personalmente.

Mi corazón dejó de latir por un segundo.

— ¿Trevelyan-Grey? —pregunté con voz ahogada.

John asintió mientras le acariciaba el cabello a Amanda para intentar calmarla.

—Atendió a Amanda cuando era niña. Cuando la reconoció, decidió pertenecer al grupo de
doctores que atendían a mi padre.

Fruncí el ceño. Por Dios…Jack ha tenido acceso a nosotros durante todo este tiempo. Pero,
¿desde niña? ¿Desde cuando Amanda estaba en la familia Sandford?

— ¿Qué edad tenia cuando la atendió? —pregunté.

John frunció el ceño.

—Seis o siete, no recuerdo con exactitud ¿Por qué?

— La doctora Trevelyan-Grey es mi abuela.

La expresión de John no cambió, pero en la mirada vi reflejada la sorpresa. Amanda se separó


de él tambaleándose y comenzó a secarse las lágrimas.

—John, quiero verlo. No puede…él no….por favor.

El dolor surcó sus ojos.

—Voy a llevarte con él cuando estés mas tranquila.

— ¡Quiero verlo ahora! —se abrazó del vientre—. Esto… ¡Esto está matándome!
Se cubrió el rostro con las manos temblorosas. John se pasó las manos por el pelo, sin saber
que hacer.

—No voy a llevarte así, estás demasiado nerviosa.

—Quiero ver a mi papá —se dejó caer de rodillas—. Es mi héroe. Mi héroe no puede morir.

Incapaz de soportar la situación por más tiempo, me dejé caer de rodillas y la atraje a mi
cuerpo. Ella halló refugio en un pecho caliente, mientras mis manos acariciaban con
delicadeza su pelo. Su cuerpo entero temblaba, pero se aferraba a mí como si fuera un
salvavidas.

—No llores, nena —le besé el pelo—. Me duele tanto verte llorar.

—Mi papá…mi héroe…Lo quiero de vuelta, Ted.

—Sh, lo se. Lo se, nena.

—Duele —gimoteó—. Duele demasiado.

—Lo sé, encanto. No llores, por favor.

—Me quiero morir —gimoteó con fuerza—. Fue mi culpa, Dios. Mi papá…

—Quédate unos minutos con ella, por favor —John volvió a pasarse la mano por el pelo—. Iré
a comprarle un poco de agua de azahar para los nervios.

Apenas pude asentir. Todo su cuerpo temblaba junto al mío. Enroscó los brazos alrededor de
mi, buscando un poco mas de refugio. El llanto, los gimoteos y las convulsiones eran cada vez
más fuerte.

—Ted, quería… —Phoebe se quedó helada ante la escena—. Jesús, ¿Qué sucede?

El gemido que brotó de la garganta de Amanda nos dejó a ambos helados. Jesús, cuanto
dolor…

—Su padre —le acaricié el pelo—. Al parecer acaba de fallecer.

Phoebe se tapó la boca con ambas manos. Amanda, sin embargo, volvió a gimotear con una
fuerza increíble.

—Debí estar con él anoche. Debí quedarme a su lado. No debí ir a esa reunión de avaros.
Pero no pensé que esa fuese su última noche.

Golpeó mi pecho con fuerza. Dolía, pero no tanto como el hecho de saber que le había
arrancado la ultima posibilidad de verlo. Que le había quitado de manera egoísta la última
noche que pudo haber pasado con su padre.

—Nena, perdona —le susurré—. Ha sido culpa mía.


Me puse en pie, con cuidado de no sobre alterarla, y la cargué en brazos. Hundió el rostro en
mi pecho e inhaló profundamente.

— ¿Qué estas haciendo? —preguntó débil.

—Voy a llevarte conmigo —le besé la frente—. Voy a cuidar de ti.

Capítulo veintiséis.

La observé un rato mientras dormía. Estaba recostando al espaldar de la cama y Amanda


tenia la cabeza sobre mis piernas, durmiendo plácidamente. El cabello estaba regado sobre
mis muslos observaba como la respiración acompasaba proporcionaba un ruidito placentero.
No era nada comparado al manojo de nervios que había sido hace tres horas, cuando no
había parado de llorar y gritar tras la noticia. Aunque farfullaba algunas cosas mientras
dormía, era mucho más placentero escucharla que presenciad de nuevo otro ataque de
nervios.

Y por primera vez en horas tuve tiempo de pensar.

Su padre muerto. Ahora bien ¿Quién era? ¿Jack? ¿Por qué era necesario tantos espacios en
blanco? Nuevamente intenté enumerar las cosa que sabía.

Lo que cuadraba:

Jack está en prisión.

Tiene motivos para desear vengarse, así que perfectamente podría estar planeando todo esto.

Lo que no encajaba:

Tiene dos hijos, uno de ellos es mujer y se llama Amanda. La información de Amanda Hyde
describe una mujer pelirroja, la Amanda que conozco no ¿Y que hay de William? ¿Por qué no
aparece nada de él?

Había hablado de su supuesta familia con verdadera devoción e incluso aquí estaba: llorando
la muerte de su padre. Pero, ¿qué padre?

Jack es Hyde; Amanda, Sandford. ¿Era adoptada o cambio de identidad?

Si su hermano era William ¿Por qué John es al único que menciona como su hermano?

¿Qué hacia Amanda aquella madrugada con un arma?

¿Para que fue a ver a William? ¿Con qué fin?


Amanda se agitó un poco y soltó un gemido. Le acaricié suavemente el pelo y poco a poco se
fue relajando. Movió los brazos un poco y dejó al descubierto algo que me dejó helado.
Cicatrices. John le había quitado las pulseras y el reloj, dejando desnudas ambas muñecas.
Unas viejas cicatrices surcaban sus muñecas, dibujándose entorno hacia arriba arropando
suavemente el dedo pulgar de la mano derecha. En la izquierda tenia una delgada línea, casi
invisible, que llegaba casi hasta el codo. La única forma de verla es estar demasiado atento.

Por Santo Cristo, ¿cómo pudo haberse echo esas cicatrices?

—Mamá… —murmuró ella dormida.

Se agitó un poco y el cabello rodó hacia un lado, dejando al descubierto una línea marcada
por otra cicatriz que desaparecía por la ropa. Toqué con cuidado la cicatriz de la espalda y un
estremecimiento extraño me recorrió el cuerpo entero. Cicatrices, por Dios. Cicatrices viejas
que han de contar una historia

¿Pero que historia?

Por la habitación retumbo la melodía de Your Love Is King. Estiré el brazo para tomar el móvil.
Cuando la melodía comenzó nuevamente presioné el botón para contestar.

—Grey —murmuré.

— ¿Estas en tu departamento o a donde te fuiste?

Uf, Phoebe.

—Estoy en mi departamento, pequeña ¿Por qué?

— ¿Por qué hablas tan bajo?

—Porque Amanda está dormida y no quiero despertarla.

—Oh, cierto. He olvidado que la llevaste contigo. Por cierto, ¿Cómo esta?

—Ha costado mucho que se quede dormida, pero emocionalmente ha de estar del mismo
ánimo.

Phoebe permaneció en silencio unos cuantos seguros.

—Imaginar que podría ser yo quien perdiera a papa me duele, Ted.

Repentinamente recordé aquel sueño:

“Papá sonreía luego de haberse despedido de mamá. El Charlie Tango explotaba mientras
papá lo piloteaba. Veía como mamá le gritaba, llorando totalmente desesperada, que no podía
abandonarla”.

Me estremecí. Si, la sensación es espantosa.


—Papa está bien, Phoebe. No te preocupes.

—Yo se que está bien, sólo que trato de imaginarme como ha de sentirse la pobre de
Amanda. Si la sensación de perder a papa algún día me deja un hueco en el estómago, no
quiero imaginar como ha de ser perderlo de verdad.

Amanda se agitó con brusquedad y gimoteó. Se había despertado.

—Phoebe, te llamo mas tarde.

—Pero tengo que decirte que p…

Colgué antes de que terminara. Amanda se movió con brusquedad en la cama y el móvil cayó
al suelo. La envolví con mis brazos en cuanto vi que quiso ponerse en pie.

— ¿Dónde esta John? —preguntó con voz ahogada.

—Ha ido con tu madre.

Inhaló profundo.

—Por favor, llévame a verlo —gimoteó débil—. Necesito ver a mi papá, Ted.

—Lo veras, nena. Solo tienes que tranquilizarte un poco. Estás muy nerviosa.

—Es que no me entiendes —dejó de luchar y permitió que la abrazara—. Bruno me salvó la
vida.

— ¿Bruno es el nombre de tu padre?

Asintió. Nota mental: Bruno Sandford.

— ¿Quieres hablarlo? Quizá si sacas el dolor te sentirás mejor.

Jadeó.

—Bruno era un hombre tan bueno, tan tierno, tan risueño… —ahogó un gritito—. No puedo
creer que esté muerto, Dios.

Campanas de advertencia sonaron en mi mente. Un segundo…

— ¿Por qué le llamas Bruno? Quiero decir: lo llamas papá y ahora lo llamas por su nombre.

Rió amargamente.

—Es difícil explicarlo, Ted. Ni siquiera podrías entenderlo.

— ¿Y por qué dices que te salvó la vida?


—Porque tomó a una niña sucia y miserable y la convirtió en su princesa.

Ahogué un jadeo.

— ¿Te adoptó?

Asintió. Mierda, a esto quería llegar. Debía aprovechar la oportunidad, aunque la vía no sea la
mejor.

— ¿Y quien es tu padre biológico?

Su cuerpo entero se tensó.

—No quiero hablar de ese cabrón. Es un hijo de puta que salió de mi vida.

Capítulo veintisiete.

Aquellas palabras me dejaron frío.

«No quiero hablar de ese cabrón»

Era como si no lo amara…

«Es un hijo de puta que salió de mi vida»

…ni existiera en su vida.

Y aquí estaba yo, parado frente al mini bar mientras ella observaba caer la noche por la
ventana. Tan serena, como si los edificios altos de Seattle le proporcionaran paz ¡Maldita sea!
Lo menos que podía sentir en este momento era paz, ahora que las dudas se clavaban en mí
como agujas.

Si Amanda odiaba a su padre, no podía estar aliada a él.

Si Jack estaba fuera de su vida, no podía estar aliada a él.

¿Entonces quien mierda está ayudando a ese maldito imbécil? ¿Qué diablos está pasando?
¿Por qué siempre que creo saber hacia donde va todo esto algo pasaba? Algo siempre lo
cambiaba todo y, buen Dios, realmente quería zarandearla hasta que me dijera que mierda
quería.

Quería gritarle, exigirle, que revelara de una maldita vez que era lo que quera hacer con mi
familia. Porque había venido hasta acá, sus malditos planes. Y sobre todo quería saber
porque se me había metido tanto en la piel. Porque creía que podía con esto, que podía
utilizarla a mi antojo y sacarle toda la información que fuera necesaria. Pero no.
Estaba totalmente desarmado, experimentando emociones y sensaciones que en la vida he
experimentando antes.

Y me daban un miedo terrible.

Amanda era un puerto distinto. Un puerto peligroso, angosto, que si te descuidas jamás
podrías alcanzar. Incluso aunque estuviese frente a tus ojos. Tan lejano y tan denso que era
un verdadero placer llegar a el.

Tomé con fuerza el vaso de cristal en mi mano y lo arrojé contra la pared. El cristal roto resonó
con fuerza al caer al suelo y el sonido por un momento me destrozó los nervios. Maldita sea,
mi vida estaba de cabeza totalmente. Estaba hecho un desastre porque no se manejarla ni
controlar mis impulsos ni emociones.

Todo por una mujer.

— ¿Qué pasó aquí?

Amanda observó el cristal roto con los ojillos entrecerrados por la pena. Todo lo que podía
observar era como sus labios se abrían con cada palabra que pronunciaba. Esa forma tan
sensual de mover la boca, de pasarse la lengua por el filo de los dientes sin percatarse. La
forma en que las curvas de su cuerpo brillaban por el resplandor de los últimos rayos del sol.
La manera tan tierna en la que sus mejillas se teñían de rojo por el dolor, como sus dedos
acariciaban la piel de su brazo mientras esperaba por una respuesta, como me miraba con
ese brillo exquisito de curiosidad.

— ¿Ted? —preguntó con voz suave.

Parpadeé y me vi frente a ella, mirándome expectante. Alagué la mano y acaricié su mejilla.


Cerró los ojos, aceptándola. Mi cuerpo entero se estremeció, formándose una sensación
extraña pero placentera en el vientre.

— ¿Qué estas haciendo? —ronroneé.

Ella suspiró.

—No se a que te refieres.

—Me deslumbras ¿Cómo lo haces?

Rió con amargura.

—No tengo como deslumbrarte, Ted —clavó la vista hacia el lado—. Cuando tienes mas
sombras que luces no puedes deslumbrar a nadie.

La atraje hacia mí tomándola de los antebrazos. Cerró los ojos, a modo de escape.

— ¿Y crees que eres la única con sombras? —rosé mis labios con los suyos—. Soy un Grey,
maldita sea ¿A caso crees que las mujeres me buscan por algo que no sea mi dinero, mi
apellido o mi cama?

— ¿Lo ves? —gimió—. Siempre me atraen los chicos malos.

—Nena, a mi me atrae todo lo que tenga una vagina.

Sonrió burlona.

—Uf, que alivio. Porque empezaba a pensar que eras gay.

Sonreí contra su boca y sin que pudiese hacer otra cosa tomé posesión de ella. Amanda no
reacciono al principio, a causa de la sorpresa, pero de un segundo a otro note como
correspondía con la intensidad que esperaba. Unificó nuestros labios a un ritmo que quema,
trazando líneas rectas mientras llegaba hasta mi espalda. Enroscó los brazos en torno a mi
cintura y se restregó contra mí, permitiendo que este chico malo tuviera acceso a sus
sombras. La tomé del culo y la levanté. Ella enroscó las piernas alrededor de mi cintura
mientras su espalda quedaba presionada contra la pared.

— ¿Qué me estás haciendo? —gruñí contra su boca.

Pasó sus manos por mi pecho con sensuales caricias que me hicieron estremecer.

—Cállate y has conmigo lo que quieras.

Reí contra su boca y proseguí a iniciar con caricias suaves en sus piernas. Amanda soltó un
escandaloso gemido cuando mis manos se deslizaron por debajo de su falda y tocaron la piel
de sensible de su trasero.

—Dios, eres tan suave.

Soltó otro gemido. Tiroteó de mi camisa para soltar el primer botón.

— ¿Estas impaciente, eh? —pregunté burlón.

Asaltó mi boca con una ferocidad que me erizó la piel. Con movimientos suaves, su boca tomó
posesión de la mía con una destreza que me dejó helado. Su lengua buscó la mía y a medida
que abría más la boca para tomar más espacio con sensuales embestidas provocaba gruñidos
desde lo más profundo de mi garganta.

Jesús, esta mujer sabía besar.


Amanda soltó un gemido bestial que retumbó en la habitación.

—Dios, eres ruidosa —mordí su labio con delicadeza—. Eso me gusta ¿Cuándo fue la ultima
vez que te dieron un sexo de buena calidad, nena?

—No creo conveniente hablar de mi vida sexual ahora.

Deslicé los labios hacia la carne suave de su cuello.


—Mm… —rosé la piel con los dientes—. ¿Por qué no?

Su cuerpo se tensó y presionó sus manos contra mi pecho para alejarme de ella. Fruncí el
ceño, confundido.

— ¿Qué? —gruñí.

— ¿Cómo que “que”? —se pasó la mano por el pelo—. Tú eres la clase de hombres de las
que debo alejarme ¡Pero no! Aquí estoy apunto de permitir que un total desconocido me folle.

Jesús, esa boca…

—Bien, entendido ¿Cuál es el problema?

Ella soltó un bufido.

— ¿El problema? Ahora ninguno ¿Pero que va a pasar en la mañana cuando te des cuenta
que te acostaste con tu secretaria? —me hizo callar al alzar la mano—. Yo te lo diré: te reirás,
harás alarde de lo bueno que eres en la cama, me despedirás y actuarás como si nada.

Me crucé de brazos mientras alzaba ambas cejas.

—No hemos hecho nada, ¿y ya soy bueno en la cama?

Me fulminó con la mirada.

—Pero bueno… —puso los ojos en blanco—. Eres un idiota.

—Gracias —sonreí burlón—. Ha sido muy amable, señorita.

Un ruidillo molesto se interpuso entre nosotros. Era el sonido del ascensor al abrirse.

—No se para que mierda tienes un puto teléfono si nunca lo contestas.

Oh. Dios. Mío.

—Mierda, papá —corrí a abrazarlo—. No sabía que llegabas hoy.

Sus impenetrables ojos grises me miraban fijamente. Mitad fríos, mitad calientes. Mitad
cabreado, mitad feliz. Sus labios se curvearon un poco, segundos antes de devolverme el
abrazo. El cabello cobrizo, cubierto por pocas canas, se alborotó un poco cuando se pasó la
mano por el cabello al soltarme. Instantáneamente unos brazos más pequeños me envolvieron
con ternura. Ese calor…

—Mamá —la abracé con un poco mas de fuerza—. Mierda, como te eché de menos.

—Yo también, Ted —se separó para darme un beso en la mejilla. Le sonreí—. ¿Cómo están
las cosas?
—Bien. Creí que regresarían mañana ¿Por qué regresaron hoy?

—Wallace me llamó —contestó papá—. Dijo que consideraba mejor para todos que
regresáramos antes. Además Phoebe le dijo a Ana que estaba preocupado por ti. Que
actuabas extraño. Así que Ana comenzó a pedirme que regresáramos antes ¿Y como le digo
que no, eh?

Mamá y yo le sonreímos al unísono. Él jadeó.

—Jesús, no hagan eso —sonrió juguetón—. Tienen la misma sonrisa, Dios mío.

Mamá le rodeó la cintura con un brazo y le lanzó una mirada tierna. Él le sonrió, de esa
manera como siempre le sonríe que le hace lucir una mirada llena de amor. Luego ambos
voltearon hacia mí, divertidos.

—Tenemos que darte una sorpresa —mamá se ruborizó. Oh, que encanto de mujer—. La idea
era dárselas a ti y a Phoebe juntos, pero ya que no contestabas no podía esperar mas sin
saber de ti.

Le sonreí con amor. Oh, mamá… ¿Qué haría sin ti?

—Bien, ¿y cual es la sorpresa?

Mamá sonrió y se giró para entrar al ascensor. Papá regresó al interior del ascensor también y
observé lo que cada uno llevaba de la mano.

Oh. Dios. Mío.

Mamá llevaba de la mano a un pequeño niño delgado, quizá de tres o cuatro años, de cabello
rubio y enormes ojillos marrones. Lucia asustado y confundido y se aferraba con fuerza a la
mano de mamá. Papá llevaba de la mano a una niña más un poco mayor, de seis o siete
años, con el cabello rubio y ojillos marones. Como el niño. Oh, deben ser hermanos.

— ¿Y estos niños? —pregunté sonriendo.

—Christian y yo los hemos adoptado —contestó mamá.

Me acerqué a los niños, los cuales se ocultaron detrás de mis padres. Les sonreí y le tendí la
mano. La niña, asustada, se acercó a mí y me dio la mano. Oh, era adorable.

—Hola, nena —le acaricié la mejilla—. Que preciosa eres ¿Cómo te llamas?

La niña sonrió un poquito.

—Nadelia.

Le devolví la sonrisa. Tendí mis brazos hacia ella y esperé. No se movió, solo me miraba
como si le fuese a hacer daño. Miró a mamá y ella asintió. Debió sentirse segura, porque
permitió que la cargara. De todos modos, ¿quién no va a sentirse seguro con esa mujer?
— ¿Cuándo los adoptaron? —le pregunté mientras le acariciaba la mejilla a la nena. Oh, era
verdaderamente adorable.

—Los niños se habían escapado de la casa de acogida en donde vivían cuando los
encontramos —explicó papá—. Ana quedó flechada con ellos. Bueno, yo igual. Así que
decidimos adoptarlos. Moví algunos contactos para hacer el proceso más rápido, ya que
tuvimos que regresar antes.

Observé al niño abrazado de la pierna de mamá.

— ¿Y el pequeño? —pregunté—. ¿Cómo se llama?

—Démitri —respondió mamá mientras lo tomaba en brazos.

El niño se refugió en su pecho. Oh, la quiere. La quiere de verdad. Ha de sentirse seguro.

—El niño no habla, así que Christian y yo hemos decidido darle un tiempo. Sino, lo llevaremos
a terapia.

—Te hablo por experiencia, nena.

En medio del emotivo momento el sonido de alguien aclarándose la garganta captó nuestra
atención. A Amanda le temblaban las manos a medida que caminaba hacia mí.

—Tienes visitas, yo me voy. Iré a ver… —contuvo el sollozo—. Quiero ver a papá.

Negué con la cabeza.

—No, de ninguna manera. Es tarde. En todo caso, espera a mañana.

Ella soltó una maldición mientras las lágrimas explotaban.

— ¡Es que no me entiendes! —chilló—. Tu padre está aquí, el mío no.

—Mañana, lo prometo —le acaricié la mejilla—. Ahora es muy tarde.

Nadelia estiró su pequeña mano hacia ella y le tocó la mejilla. Amanda sonrió triste.

— ¿Y esta niña?

—Bueno, a partir de hoy son mis hermanos.

Le acarició la mejilla y la niña soltó una risilla. Los ojos de Amanda mostraron un brillo
singular.

—Oh, es tan tierna —musitó sonriente.

Mamá se acercó con el niño de la mano, lanzándole una mirada a papá que no logré entender.
— ¿Y esta chica quien es, cielo? —preguntó mamá.

Sonreí en dirección a Amanda.

—Ella es Amanda Sandford, mi secretaria. Amanda, ellos son mis padres: Anastasia y
Christian.

Amanda les sonrió tímida mientras se inclinaba para acariciar la mejilla del niño, pero en todo
lo que podía fijarme era en la expresión de papá. Su cuerpo entero se tensó. Oh, mierda.
Sabia de que Amanda le hablaba.

—Ted, tengo que hablar contigo —musitó tan autoritario como siempre.

Puse los ojos en blanco mientras dejaba a la nena en el suelo.

—Amanda, ¿podrías quedarte con los niños un momento mientras hablo con mi padre? —le
pregunté.

Sus ojos brillaron con una intensidad especial.

— ¿Bromeas? Claro que no —agitó el cabello del niño—. Son como una gotita de miel.

Tomó al niño en los brazos y Nadelia de la mano y desaparecieron a los pocos segundos,
dejándome a solas con el lobo feroz.

— ¿Qué mierda hiciste, Theodore Raymond Grey? —bramó él.

Y aquí vamos.

Capítulo veintiocho.

Cerró la puerta con un firme e intenso portazo. Mamá puso los ojos en blanco mientras se
sentaba frente a mí. Papá, sin embargo, permaneció de pie, cruzado de brazos, mientras su
mirada gris me taladraba. Seguramente un disparo a manos de la linda chica que estaba con
mis nuevos hermanos no dolería tanto.

— ¿Por qué la trajiste al Escala, Ted? —preguntó por segunda vez.

Suspiré.

—Es complicado, papá. Su hermano…

— ¿Su hermano?

—…le dijo que su padre…

— ¿Su padre?
—…había muerto.

— ¿Jack está muerto? —su expresión se relajó de inmediato—. ¿Por qué no me lo habías
dicho?

Sonreí con un deje de remordimiento. Papá entrecerró los ojos.

—No está muerto, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

—Papá, escucha: Wallace y yo estamos llenos de dudas ¿Viste la fotografía que te enviamos,
no? ¿La de la niña y la madre? —papá asintió—. Todo eso me parece raro. Compara a la
chica que acabas de ver en el vestíbulo con la niña de la foto.

—Tiene un parecido con la madre, no con la niña.

—Exacto. Lo que nos confirma que ella es su madre. Además —me rasqué la barbilla—, ayer
en la mañana salí muy temprano a correr. En ese trascurso de tiempo me topé con una
Amanda pelirroja y de ojos azules.

Mamá se puso pálida.

—Christian…Jack era así: pelirrojo de ojos azules.

—Eso —advertí—: eso es lo que sucede. Ni Wallace ni yo sabemos cómo es Jack, solo papá
y tú. Sin embargo, a pesar de eso, al medio día cuando regresé a la oficina me encontré con la
misma chica que vieron en el vestíbulo: cabello claro y ojos verdes.

—Un momento —papá se rascó la barbilla—, ¿sabes que hacia esa niña a las tantas de la
madrugada por la calle?

Suspiré.

—Fue a ver a William.

El cuerpo entero de papá se tensó. Mamá se puso de pie y enroscó los brazos alrededor de él.

— ¿Cómo lo sabes? —preguntó él.

—Yo la seguí. Subió al cuarto de un edificio, donde parece que iba a reunirse con él.
Recuerdo que tenía un arma y cuando hice un ruidillo accidentalmente se giró hacia mí
pensando que era su hermano.

Mamá abrió los ojos como platos.

— ¡Mierda, Ted! —gruñó papá—. ¿En qué mierda estabas pensando cuando la trajiste aquí,
luego de que vieras que tiene un arma? —miró a mamá—. Te había dicho lo de las armas.
—Christian —chilló ella—. Hace años no uso un arma para complacerte. Si hubiera sabido…

— ¡Eh! —grité— El asunto no es sobre las armas, sino…

—….Sino del echo que trajiste a la hija de Jack a este lugar, Ted —gruñó él—. Ese es el
asunto.

Suspiré cansado.

—Escucha…No sé, tengo mis dudas. Cuando su hermano vino a darle la noticia de la muerte
de su padre realmente se veía afectada. Incluso puedes preguntarle a Phoebe.

— ¿William estuvo en Grey Enterprises?

—No, su hermano John. Es su hermano adoptivo, creo.

Mamá frunció el ceño.

— ¿Amanda es adoptada?

—Eso me ha dicho. Aproveché la oportunidad para preguntarle por su padre, pero todo lo que
me dijo fue: “No quiero hablar de ese cabrón. Es un hijo de puta que salió de mi vida”.

Papá frunció el ceño.

— ¿No será que John es William?

Lo medité en silencio durante un minuto.

—Lo dudo. Quiero decir: lo he visto y la diferencia de edad es notable entre ellos. Amanda y
William son gemelos. Creo que opto por la opción de que, en efecto, es adoptada.

— ¿Y crees que conozca a Jack?

—Sí, desde luego. Sino no me hablaría de él. Pienso que, de una manera u otra, Amanda
sabe quién es su padre y de esa manera también sabe que es un delincuente.

Papá entrecerró los ojos.

— ¿Qué estás tratando de decir, Ted?

Mamá pasó la mano por el rostro de papá.

—Creo que Teddy está intentando decirte de alguna manera para que no te enojes que piensa
que Amanda es inocente —ella me miró, me sonrió y volvió a mirarla—. Yo también lo creo.
Tenía los ojos rojos e hinchados. Debe haber llorado mares. Además se ve que es una chica
buena.
Observé como papá cerraba los ojos ante la caricia de mamá, pero pocos segundos después
los abrió y retiró su mano.

—No, Ana. Todo lo que venga de Jack es malo, incluso esa chica —se aceró al escritorio y
clavó su mirada en mí—. Quiero que la saques de aquí, que la despidas y que te olvides de
ella —golpeó el escritorio con el puño cerrado—. Vi como la mirabas, como procurabas que
estuviese bien. Olvídalo, Ted. Ella vino para llevarte entre las patas.

Bufé.

—No, papá. Sé lo que hago. Ya no soy un niño.

—No me discutas, Ted. Yo también tuve tu edad. Yo también me enamoré. Yo también luché
contra eso, pero aquí me vez: casado, con dos hijos y una vida plena y feliz —sus ojos
llamearon—. Jack trató una vez de quitármelo todo y no se lo permití. En esta ocasión no será
diferente.

—He dicho no —gruñí—. No estoy enamorado de ella, mierda. Sólo creo que ella no tiene
nada que ver.

Rio sarcástico.

—Eso de “no estoy enamorado” ya lo he escuchado antes, Ted. Es lo mismo que me dije
cuando tu madre se marchó.

Fruncí el ceño.

— ¿Qué mamá qué?

— ¡Se marchó! —gruñó—. ¿O qué? ¿Crees que somos la familia perfecta? ¡Mierda, no! Le
hice muchas cosas a tu madre. De unas me avergüenzo, de otras no. Pero no voy a permitir
que ese cabrón quiera separarnos de nuevo, sólo porque no pudo metérsele entre las piernas.

Mamá se acercó a papá y lo haló del brazo, sonrojada.

—Christian, basta. Mierda, estás hablando con Ted, tu hijo.

La mirada fija y cortante de papá se volvió en una más cálida y pasiva.

— ¿Es que no estás oyendo lo que está diciendo? Está obsesionado con esa chica.

Mamá frunció el ceño y le dio un golpe en el brazo.

—Creo que ya es suficiente, Christian. Tú también tuviste tus obsesiones.

—Sí, pero las dejé atrás.

—Entonces deja que Ted las deje también, pero por su cuenta.
— ¡Mierda, Ana! —se pasó las manos por el pelo—. ¿Por qué no ves el problema?

—Yo también estoy asustada, Christian —le acarició el rostro con la mano—, pero tenemos
que asegurarnos antes de actuar en concreto ¿Puedes, por favor, ser paciente?

Papá cerró los ojos y dejó escapar el aire. La expresión en su rostro mostraba la más cruda
indecisión.

—Ana. Dios, Ana —tomó su mano entre la suya y la acercó a él sin apuros—. ¿Cómo puedes
tener tanta fe en mí?

—Porque puedo —rozó sus labios con los de él—. Oh, mi Cincuenta.

Me aclaré la garganta a propósito. Papá se echó a reír antes de robarle un corto beso.

— ¡Ted!

El grito que soltó Amanda resonó en la habitación. Nadie pudo moverse, porque una Amanda
furiosa y con las lágrimas lloviendo de sus ojos entró dando tumbos a la habitación.

— ¿Qué mierda pasó? —le pregunté, con el corazón en la boca.

Ella me lanzó un sobre blanco, que rondó por el escritorio. Con el ceño fruncido estiré el brazo
y lo tomé. En el interior había una cantidad impresionante de fotos de personas que no
conocía. Bueno, al menos no a todas.

— ¿Qué es eso? —preguntó papá.

Habían seis fotografías. Una de ellas era de Amanda, la otra de Stella, su madre adoptiva.
Otra era de John, su hermano, y otra de un hombre de sonrisa amable y cabello oscuro. ¿Su
padre adoptivo, quizá?

La otra inmediatamente supe quién es.

—Hay una foto de Jack.

Se la pasé a papá. Sus ojos se oscurecieron.

—Sí, es él —confirmó.
Tomé la última foto.

— ¿Cómo es que tienes esa foto? —gruñó Amanda— ¿Cómo es que tienes la foto de mi
hermano biológico?

Observé la imagen. La última fotografía me dejó delirando. Era un hombre joven, más o
menos de mi edad, pelirrojo y ojos azules. Su mirada intensa era amenazante.

¡Mierda! Era Ben, el tipo que conocí en el bar aquella vez que Phoebe y Wallace fueron a por
mí.
Capítulo veintinueve.

— ¡Contesta, Ted!

Se apartó el pelo de la cara y una mirada helada se cruzó con la mía.

— ¡No te quedes callado, maldición! —tomó la fotografía en sus manos—. ¿Cómo es que
tienes esta foto? ¡Se supone que nadie más debe saber de él, solo mi maldito abogado!

Papá me lanzó una mirada extraña y leí que sus labios decían “haz que siga hablando”.

—Yo… —balbucí—. ¿Qué?

Soltó una maldición.

— ¡No finjas, Theodore! Tú no puedes tener esto, mierda. Es…es un archivo privado ¿Qué
hiciste? ¿Cómo te atreves a fisgonear en mi vida?

—Yo... —miré a papá. Asintió—. Pido un informe de todos los empleados.

—Pero son archivos privados, Ted ¿Cómo los obtuviste? —gimió de frustración—. Esas fotos
deberían estar en manos de mi abogado, no en las tuyas.

— ¿Como que tu abogado? ¿De qué hablas, Amanda?

—A ver —ella suspiró—. Mi abogado ayudó a mis padres en el proceso de adopción. Él


documentó algunas cosas y eliminó otras, eso es todo.

— ¿Eliminar qué? —gruñí frustrado—. No estoy entendiendo nada.

Amanda suspiró y tomó una de las fotografías. Era la única de las seis fotografías en las que
no me había fijado. La observó por un minuto entero, con el rostro descompuesto por el dolor,
y la colocó frente a mí.

—Ella era mi madre, mi madre biológica —soltó un suspiro ahogado—. Pero ya murió.

Tomó dos fotografías y las puso frente a mí. Una era Stella, su madre adoptiva, y la otra la del
hombre de sonrisa amable y cabello oscuro.

—A ella la conoces: es Stella, mi madre adoptiva —señaló la fotografía del hombre. Los ojos
se le llenaron de lágrimas—. Él es Bruno: mi…mi padre adoptivo.

Contuvo el sollozo cuando la voz de papá retumbó por el lugar. Colocó la foto frente a ella,
sosteniéndola en la mano, mientras la mirada. Frío, controlador y calculador.

— ¿Él quién es? —la interrogó.

—Jack —respondió con asco—. Es Jack Hyde, el hijo de puta que me dio la vida.
Miró hacia otro lado, escapando de los recuerdos o de la cruda mirada de papá. Jesús, este
hombre podía ser intimidante cuando quiere.

— ¿Y qué sabes de él?

Observé como sonreía burlona.

—Lo normal: que está en la cárcel —soltó una risilla burlona—. Es lo que se merece.

— ¿Por qué está en la cárcel?

Bueno, Grey. Déjalo ya.

— ¿Por qué está en la cárcel? —preguntó nuevamente.

Amanda lo miró fijamente, desafiante. Una mirada potente frente a una fría y controladora. Era
una conexión tan electrizante e impresionante que uno retrocedería de la escena
instintivamente.

—Todo lo que mi abogado quiso decirme fue que hizo algo malo, pero no quería quedarme
con eso solamente. Así que investigué —Amanda frunció los labios. La mirada que le lanzó a
papá le dejaba claro que no era su tema favorito—. Acosó a la mujer de un magnate, intentó
asesinarlo y quedarme la empresa, secuestró a su hermana, chantajeó a su mujer y casi la
asesina a golpes cuando acudió a la cita.

Papá parpadeó, perplejo.

— ¿Y no sabías nada de eso?

—Yo nací cuando él estaba en prisión. Considerándolo: pues no.

— ¿Entonces?

— ¿Qué quiere que le diga? —gruñó frustrada—. Conocí a ese cerdo en prisión, desde un
principio dejó claro que yo no era de su agrado, mamá dejó de llevarnos, William se volvió loco
y toda esa mierda empeoró cuando mamá se convirtió en una puta para ganar dinero —se
pasó la mano por el pelo—. ¿Enserio cree que me hace feliz que vean eso en algún maldito
expediente?

Papá la miró fijamente, luego a mí, a mamá y se marchó del lugar sin decir nada.

— ¿Y ahora que dije? —gimió de frustración.

Mamá sonrió tímida mientras se acercaba. Le acarició el cabello en un gesto maternal y


observé como Amanda se relajaba.

—No eres tú, cariño. Es él. Christian también es adoptado y siempre se ha referido a su madre
como “la puta adicta al crack” —la abrazó—. Sólo le has despertado unos cuantos recuerdos.
Soltó el abrazo y fue en busca de papá. Una Amanda cansada y frustrada cayó sentada en un
asiento frente a mí. Su mirada se cruzó con la mía de repente.

— ¿Qué? —bramó.

Alcé las manos en son de paz.

— ¿Qué era lo que querías con esto, Ted? —bufó—. Ya te había dicho que era adoptada, ¿no
era más fácil preguntarme lo que sea que querías saber en vez de hacer toda esta tontería?

—Mira —me crucé de brazos—: yo no mandé a investigar nada, ¿entiendes?

— ¿Fue tu padre entonces? Porque a decir verdad era quien más se veía ávido por saber.

—No, tampoco.

— ¿Pretendes decirme que simplemente aparecieron en tu cama, Ted? Porque el sobre


estaba allí a la vista de todos. Y, para colmo de males, decía mi nombre: Amanda Hyde
¿Cómo demonios pudiste averiguar eso?

Me mordí la lengua para no hablar. Aún tenía muchas, demasiadas, dudas. No me convenía
que ella supiera la razón por la cual la he investigado. Ni cuanto ya sabía.

—No lo sabía, pues. Te juro que esas fotos no las he conseguido yo, ni papá ni nadie.
Simplemente no sé cómo llegaron hasta mi cama.

—No quiero que hagas eso, Ted

— ¿Hacer qué?

—Rebuscar en mi pasado. Mi pasado está sucio, manchado y arruinado. No quiero que


navegues en aguas tan profundas, porque no va a gustarte lo que vas a encontrar.

—Todos tenemos nuestras sombras, nena.

—No, Ted. Todos tenemos nuestras sombras, pero yo no tengo luces —ella se puso en pie y
caminó hacia mí—. Tú sí. Tu padre se ha dado cuenta, por eso me mira con tanta molestia.
No soy una buena chica. Soy hija de Jack y todo lo que venga de él es malo.

Me acarició el rostro con la mano. El tacto de esa caricia era una delicia. La calidez de sus
dedos sobre mi piel me hacía estremecer.

—Lo mejor es que no vuelvas a verme —jadeó—. Una persona como yo sólo podría hacerte
daño. Eres tan bueno, tierno y sincero que me desarmas. Nunca he conocido a alguien como
tú y es fascinante.

Pasó el pulgar por mis labios con suavidad.


—Mereces algo mucho mejor —presionó sus labios contra los míos—. Renuncio.

Y sin más reparos observé como atravesaba la puerta, dejándome un vacío devastador en el
pecho ¿Por qué debía doler aquellas simples palabras?

Capítulo treinta.

«Se ha ido»

— ¿Qué sucedió, Ted? —preguntó mamá.

«Se ha ido»

— ¿En dónde está Amanda? —preguntó papá.

«Se ha ido»

Agité la cabeza mientras me cubría el rostro con las manos. Amanda se había ido. Se ha
marchado sin darme una sola explicación.

«Todos tenemos nuestras sombras, pero yo no tengo luces»

Oh, pero sí las tienes.

«No soy una buena chica»

Si lo eres, eres magnifica ¿Por qué no lo ves?

«Soy hija de Jack y todo lo que venga de él es malo»

Pero no eres como él. No lo eres, eres maravillosa.

«Lo mejor es que no vuelvas a verme»

¿Por qué no dejas que sea yo quien lo decida? ¿Y por qué mierda dejé que te marcharas?

—Ted, estás preocupándome —mamá me acarició los brazos—. ¿Qué es lo que ha pasado?

—Se fue —solté de golpe.

Esas dos palabras sonaban más pesadas de lo que aparentaban y dolían más de lo
humanamente soportable. Se había marchado cuando yo había supuesto que sería yo quien
la echaría de mi vida cuando supiera la verdad.

Una verdad de la que ella estaba huyendo.

—Se fue, mamá —golpeé el escritorio con el puño—. ¡Se fue! Y dejé que se marchara.
Mamá me cubrió con sus brazos, protegiéndome. El calor de aquel amor fue capaz de
calmarme, pero el inesperado e inmenso vacío en mi pecho seguía intacto ¿Qué es esto que
me está pasando? ¿Por qué debía doler que ella se marchara? ¿Por qué quería que se
quedara, aquí y ahora, conmigo? ¿Por qué añoraba tan desesperadamente que ella estuviese
en el lugar de mamá, dándome ese abrazo tan maravilloso que fuese capaz de calmarme?

— ¿Por qué se ha marchado, Ted? —preguntó mamá.

Oh, amaba cuando utilizaba ese tonecillo de voz tan cálido y dulce.

—Huyó —solté una risilla amarga—. Huyó. No sé de qué: si de mí, si de ella misma o de
ambas.

— ¿Por lo de Jack?

Asentí sin retirar las manos de mi rostro.

—Ha dicho lo mismo que papá: lo que venga de Jack ha de ser malo. ¿Por qué malo? Mamá,
ella no lo es. Ella es distinta. Es frágil, pero tan valiente a la vez.

La escuché suspirar.

—Oh-oh. He oído eso en algún lado.

—Te dije que ese “no estoy enamorado” era un “la quiero más de lo que debo” —papá
suspiró—. Si sirve de algo, Ted, Amanda no es Jack. Eso me ha quedado claro.

Retiré mis manos de mi rostro y le sonreí burlón.

— ¿Puedes decirme algo que no sepa, pues?

—Quizá no, pero las cosas están mejor: Jack está preso y su hija tiene un hogar seguro.

—Yo no creo que sea seguro. Sino entonces como explicas que haya ido armada a ver a su
hermano. ¿Por qué odia a su padre? ¿Por qué habla de él con asco? ¿Qué hizo él para
ganarse un odio así? Incluso tu madre biológica tuvo tu cariño, sin importar lo que hizo ¿Por
qué Amanda no lo tiene hacia su padre?

—Jack no se daba a querer —mamá presionó su mano contra mi hombro—. Era un mal
hombre. No hay que sorprenderse que sus propios hijos lo rechazaran.

Una idea cruzó por mi mente como un relámpago.

—Quizá no todos. Quiero decir: Amanda lo odia, eso seguro, ¿pero qué hay de William? —me
agité el pelo con una mano, desperezándome—. ¿Recuerdas aquella noche donde fui a parar
a un bar? Aquella noche Phoebe y Wallace fueron por mí. En aquel bar conocí a un tal Ben,
que resultó ser William. ¿Y si no es Amanda la que quería sacarme algo, sino William? ¿Y si
William es el que está ayudando a Jack? Después de todo fue la misma Amanda la que me
dijo que su hermano se volvió loco cuando dejaron de visitar a Jack en la cárcel.
Papá entrecerró los ojos.

—Continúa.

—Wallace y yo hemos investigado solamente a Amanda porque fue la única que llamó mi
atención. Sólo Amanda, nada de William. Dada ya las últimas circunstancias, creo que hemos
estado culpando al hijo equivocado.

—Es decir: Amanda —se rascó la barbilla—. Dile a Wallace que averigüe sobre William: lo
quiero todo, absolutamente todo, sobre él. Utilizaré algunos contactos para saber quién ha ido
a visitar a Jack desde hace veintiún años. Antes de eliminar sospechosos es mejor estar
seguros. Si Amanda no tiene nada que ver, su nombre no se verá registrado en las listas.

Asentí una sola vez. Estaba cansado.

— ¿Qué harás tú, Teddy? —preguntó con una voz suave.

Oh, ese era el padre comprensivo que conocía. Sin embargo, estaba esperando una
respuesta instantánea. Medité la situación. Una parte de mí sabía la razón de esta ansiedad
desmedida por mantenerla cerca, aunque la simpe idea era inquietante. Otra parte de mí
sabía que la necesitaba. Era la única mujer que se había atrevido a llevar la contraria a mis
órdenes.

Y, Buen Dios, era el paraíso.

— ¿Qué haré? Sencillo: Iré a buscarla.

Y sin más me puse de pie, caminando a paso decidido hacia el ascensor.

La casa de Amanda mostraba la pena por cada rincón. Las luces de la sala y una de las
habitaciones de arriba estaban encendidas. Lo demás estaba a oscuras y en completo
silencio. Estacioné el Audi en la acera y bajé de golpe. Revisé si había un timbre que tocar y al
no verlo golpeé la puerta tres veces. Esperé, pero nadie abría. Esperé. Esperé. Esperé.

Entonces se abrió.

Stella se asomó por la puerta, con el rostro descompuesto por la tristeza. Unos ojos cansados
y tristes parpadearon antes de reconocerse.

—Señor Grey, buenas noches.

—Buenas noches, Stella. Espero me permita ofrecerle mis condolencias por lo sucedido.

Los ojos de Stella se volvieron cristalinos.

—Gracias, señor Grey. John me ha contado que usted cuidó de Amanda. Se lo agradezco
mucho.

Tragué saliva.

— ¿Ha venido ella con usted?

Fruncí el ceño.

—De hecho esperaba encontrarla aquí.

—No, aquí no está —su expresión fue de alarma—. ¿Qué ha pasado?

—Ella se marchó y…

Mi voz quedó sucumbida por el timbre del teléfono. Stella corrió para contestarlo y con la
esperanza de que se tratase de Amanda entré sin ser invitado. Estiró el brazo y contestó al
cuarto timbrazo.

— ¿Bueno? ¡Oh, Cielos! Gracias a Dios, nena ¿Dónde estás? Tu jefe está aquí. Dice que…

Le arrebaté el teléfono.

— ¿Dónde diablos estás? —gruñí.

Silencio.

— ¡No te quedes callada, Amanda!

Silencio.

— ¿No vas a decir nada?

La oí sollozar.

— ¿Por qué viniste? Yo no quería hablar contigo.

—Porque estaba preocupado. Preocupado por ti.

Gimió.

—Te dije que lo mejor era marcharme.

— ¿Con que sentido? Si al menos hubieses venido a casa de tu madre no estuviese tan
preocupado. El no verte aquí solo hace que mi ansia aumente ¿Dónde estás?

Ella lloriqueó.

—Voy a irme, Ted. Lejos.


Una extraña desesperación de apoderó de mí. No, vuelve…

— ¿Irte? ¿A dónde?

—Ay, por favor. No me hagas esto más difícil.

No te vayas…

—No, es que. ¡No! Es una tontería.

—No quiero hacerte daño.

— ¡Te vas! Y eso duele, maldita sea.

Silencio.

—A mí también me duele —admitió con voz débil—. Pero soy mala para ti. Ni siquiera sería
buena como amiga. No puedo. Te deseo, Ted. Te deseo desde el primer día que te conocí.
Sucumbir a la tentación es demasiado para mí.

— ¿Y que si no es solo el deseo?

—Tanto peor. No quiero mancharte con mi pasado. Siento vergüenza.

—Han sido días duros, nena. Por favor, no renuncies a esto.

— ¿A qué? —gimoteó—. Dios, eres un ángel. Yo sólo te mancharía.

—No, tú…

Ella chilló con fuerza.

—Adiós, Ted.

— ¡No!

Pero ya era tarde: había colgado. Algo dentro de mí acabó por destruirse. Su partida había
dejado un hueco demasiado grande dentro de mí ¿Cómo iba a rellenarlo ahora?

Capítulo treintaiuno.

Nunca había experimentado esa sensación. Esa sensación de un mal sabor de boca cuando
sabes que sea lo que sea que perdieras ha sido culpa tuya. O esa sensación de haber dejado
todo tal cual como estaba por un miedo atroz que nació de otro miedo. Bueno, no. No había
dejado las cosas tal como estaban.

Desde hace dos meses iba todas las mañanas a casa de Stella, con la esperanza de saber
algo de ella. Ella me recibía ya con la típica sonrisa y un delicioso desayuno. Nos sentábamos
a la mesa y hablamos de cualquier tontería. La primera semana de mis constantes visitas,
notaba que seguía en shock por la muerte de su marido. Una parte de mí seguía viniendo por
querer saber de Amanda, pero otra lo hacía porque mi presencia la hacía sentirse menos sola.
Su hijo John vivía en una casa aparte con su esposa y su hijo. Sólo Amanda vivía con ella,
pero se había marchado.

Y lo peor de todo es que ni siquiera había llamado.

Quería pensar que no llamaba por miedo a escucharme, por miedo a saber de mí y que si lo
haría sus defensas bajarían hasta el punto de regresar. Pero también estaba molesto. Su
ausencia, en todos los sentidos, había dejado distintos vacíos. A su madre: la había dejado
sola. A su hermano: los nervios de punta por la preocupación. A mí: incontables sentimientos
sin aclarar.

—Ted, te estoy hablando.

La voz de Phoebe nunca antes me había sonado tan irritante como esa mañana. El día
anterior había programado dos reuniones para hoy. La primera era para firmar los permisos de
remodelación en Grey Construcciones. Le habíamos dado la noticia a tío Eliott hace una
semana. Se le veía contento y muy agradecido, ya que el mismo trabajo no le había dado
tiempo a reflexionar que ya era hora de hacerle mejoras a ese edificio. Phoebe y mamá
escogieron el lugar donde se instalarían mientras se terminaban las remodelaciones. Papá
había tomado posesión de Grey Enterprises de nueva cuenta y yo había vuelto a mi puesto de
vicepresidente. Lo cual, a ser verdad, era un alivio. Pero esas reuniones que Phoebe había
programado me incluían irremediablemente.

La primera, por motivos familiares.

La segunda, por motivos personales.

En la tarde teníamos una tediosa reunión para reemplazar a Egmont Evans. Menudo caso.
Papá insistió e insistió para que le contase por qué lo había despedido, asi que no me quedó
de otra que decirle. Al final, se puso de mi lado. Claro, sin lanzar una que otra maldición y
repetirme que ese hombre era un cerdo, igual que Jack.

—Ted, mierda —Phoebe me lanzó los documentos sobre el escritorio—. Contéstame.

— ¿Qué quieres? —le espeté de malhumor.

Ella resopló mientras se cruzaba de brazos.

—No sé qué mierda te está pasando, pero no te la descargues conmigo ¿Quieres?

—No estoy de humor, Phoebe. No navegues esas aguas.

Frunció el ceño.

— ¿Qué mierda te pasa, Ted? Bien, ¡se acabó! Llevas dos meses con un humor de perros. A
veces llego a la casa y veo llorar a mamá ¿Qué le haces?

De acuerdo, sí. Phoebe tenía razón. En estos dos meses no he sido precisamente un
caballero y no me siento orgulloso de eso. Pero de ahí a hacer llorar a mi propia madre…No,
señores. Nada que ver.

—Eh, tú —le gruñí— Yo no le he hecho nada.

— ¿Entonces qué está pasando? —gimoteó—. Yo se que te pasa algo, pero no quieres
decirme.

Abrí una de las carpetas y me dispuse a firmar los papeles, ignorándola. Cuando alcé la vista
estaba de pie frente a mí. La expresión de su rostro me desarmó por completo. Mi linda
hermana estaba llorando.

— ¿Ya no confías en mí?

Oh, Phoebe. Mi pequeña debilidad.

—Confío en ti, más de lo que en mí mismo.

Suspiró.

—Si no quieres decirme, está bien ¿Pero estás bien? De verdad, sin espejismos. Me
preocupas.

Le sonreí.
Una sonrisa torcida.
Apenas notable.
Pero sonrisa al fin y al cabo.

—No, pequeña —extendí los brazos para abrazarla. Se sentó sobre mi regazo, ocultando su
cabeza en mi pecho—. No estoy bien, al menos no ahora. Pero esto ya pasará.

Ella se mantuvo en silencio por un par de minutos, permitiendo simplemente que la abrazara.

—Yo lo sé —dijo suave.

Le besé el pelo.

— ¿Qué cosa?

—La amas. Eso sé. Por eso estás tan irreconocible estos días. La amas y ella se ha ido.

Mi cuerpo entero se tensó ante aquella deducción.

—No, nena. Eso no es así.

—Uf, Ted. Todo el mundo se ha dado cuenta —se removió en mi regazo—. Todos menos tú.
—Sólo son conclusiones mal infundadas, ¿sí? Quédate tranquila.

— ¿Y qué ganas con negarlo, pues? Es ridículo —alzó el rostro y me miró fijamente—. No te
engañes. Las cosas pueden doler más.

Le sonreí burlón.

—Ahora eres experta en el amor, ¿eh?

Sus ojos se aguaron.

—De acuerdo entonces, Ted. No voy a rogarte —se puso en pie y se acomodó el vestido
blanco—. Pero tampoco te las descargues conmigo, que sólo quiero ayudarte.

Bufé.

—No necesito ayuda, Phoebe. No necesito aceptar amor por una mujer que no siento.

Su rostro hirvió de coraje.

— ¡Bien! —pataleó fuerte contra el suelo. Jesús, parecía una niña—. Cuando caigas de frente
con el problema no andes llorando por los rincones.

Giró sobre sus talones y se marchó de la oficina. Verle el rostro enfurecido dolía más que
cualquier cosa. Excepto, claro, de no ver a cierta mujer totalmente desaparecida que me
estaba volviendo loco.

Pero aceptar que la amaba era algo que jamás haría frente a Phoebe Grey.

Capítulo treintaidós.

Conecté el IPod al reproductor manos libres, que llevaba exactamente dos meses sin ser
usado. El silencio en el Escala era devastador, como si acabase de pasar una tormenta y
fuera consiente de los daños. Sincronicé el aparato para que la música que sonara fuera de
alguna emisora. Al darle dos click al azar. Música latina. La voz de una mujer seductora y
relajante cantaba a un ritmo árabe, pero en claro español. Al cerrar los ojos, recordé el sabor
de unos besos robados y un par de ojos verdes traviesos que me observaban. A la mujer la
acompañaba un hombre que candaba: “La lengua del amor, muchacha. La lengua de la
pasión, mi amor.”

La imagen de unas caricias suaves y tiernas me estremeció. El nombre de aquella mujer se


me escapó de los labios como por arte de magia.

Amanda…

Agité la cabeza y al abrir los ojos decidí cambiar de emisora. Una mujer británica cantaba en
inglés, aun ritmo moderno. “We playing with love tonight….”
Jugamos con el amor esta noche…

—Oh, maldita sea —bramé mientras cambiaba de nuevo la emisora.

Una música suave, algo romántica, cantada por una banda británica.

…”And I’m in love with you…”

Oh, esa canción…

…”and all this little things”.

Halé con fuerza el IPod y lo golpeé con fuerza contra el suelo. La canción dejó de escucharse
por la habitación. En ese momento no se oía nada. Me dejé caer sobre el sofá blanco y oculté
mi rostro entre mis manos, desesperado. Ha pasado demasiado tiempo, Dios. Dos meses.
Dos malditos y largos meses extrañándola. De todas las mujeres en este maldito mundo, ¿Por
qué ella? ¿Por qué la hija de Jack? ¿Por qué una mujer que huye de ella misma?

—Santa madre de Dios.

Al oír su voz, no hice nada. Por primera vez en mucho tiempo quería estar solo. Quería
permanecer en silencio mientras mi desesperación se esfumaba lentamente. Sin embargo no
lo hacía.

—Cielos, ¿qué hiciste?

El sonido de los tacones yendo de aquí para allá llenó el silencio. De un momento a otro el
sonido acabó frente a mí. Sentí su cálida caricia sobre la piel de mi mano mientras trataba de
exponer mi rostro.

—Ted, mírame.

Gimoteé por el estrés.

—Cariño, por favor…

Cuando mis manos cedieron ante su insistencia, noté que de mis ojos caían lágrimas como
lluvia en verano. Sus delicados dedos la secaban, pero casi al instante nuevas lágrimas
brotaban. Su rostro se descompuso por el dolor y por un instante me imaginé que asi ha de
verse el mío. Un dolor agudo, punzante, asfixiante…

—Oh, mamá —besé el dorso de su mano con desesperación—. Estoy tan asustado.

—Sh —musitó con calma mientras me envolvía con sus pequeños brazos—. Lo sé, cariño.
Tranquilo, cielo.

—No sé qué hacer —gruñí—. Estoy tan asustado que no sé qué hacer.
—Oh, Teddy. No tengas miedo.

La envolví con fuerza mientras lloraba contra su pecho. La calidez de esta mujer me desarma
totalmente. Mientras permitía que llorara, abrazado a ella como un crio de cinco años que
acababa de despertar de una pesadilla, acariciaba mi brazo con un tacto increíblemente
suave.

— ¿Cómo supiste que iba a necesitarte esta noche?

Ella suspiró.

—Phoebe, la pequeña FBI. Ha dicho que estabas mal, peor que las veces anteriores que me
llamaba para decirme.

Gruñí.

— ¿Qué voy a hacer, mamá? —inhalé profundo su aroma—. No sé qué hacer. No, yo…No
sé…

— ¿La quieres, verdad?

Permanecí en silencio un minuto entero. Vaya, Jesús, esto dolía.

— ¿Podría ser muy malo? —pregunté con un hilo de voz.

Ella soltó una dulce carcajada.

—Oh, Ted. No, cielo. No sería tan malo.

—Pero, ya sabes, es la hija de Jack.

—Sí, pero no es Jack.

La piel se me erizó mientras me separaba de ella. Sus ojos azules, como los míos, eran los
más dulces y comprensivos que jamás he visto. Por eso esta mujer era la mejor madre del
mundo.

—Amanda cree que, siendo su hija, es como él. ¿Por qué tiene que ser tan complicado?

Hizo una mueca.

—Voy a contarte algo, Ted. Es un secretillo.

La halé de la cintura para que se sentara junto a mí. Esta vez la envolví con mis brazos,
recibiendo el amor que ella me daba atreves de aquel simple acto.

—Cuando yo tenía tu edad, mi mejor amiga tenía una cita muy importante. No era cualquier
cita: iba a darle una entrevista a uno de los más importantes magnates en la industria. Su
nombre era Christian Grey, el flamante, atractivo y soltero propietario de Grey Enterprises.
Oh, mierda. Papá…

—Sin embargo, ella enfermó. Utilizó sus mejores armas contra mí y me engatusó para que yo
fuera por ella. Ese día, pequeño diablillo, cambió mi vida para siempre. Conocí al hombre de
mi vida, el que ha puesto el mundo a mis pies y lo más importante: me ha dado la familia que
tanto amo.

Mamá me acarició el pelo.

—Pero tu padre no era un hombre común y mucho menos corriente. Era un dominante, un
obseso del control, autoritario y directo. Yo era una sumisa ante sus ojos.

¿Por qué mierda tengo el presentimiento de que no hablaba exactamente del carácter?

—Christian y yo no teníamos tantas cosas en común, Ted. Tenía muchas cosas, yo no tantas.
Christian lo tenía todo, excepto yo. Pero para poder estar juntos pasamos por muchas cosas.

—Pero tuvieron tiempo de conocerse, ese es el punto. Amanda no estuvo cerca de mí ni una
semana.

Ella soltó una risilla.

—No necesitas un año para enamorarte. Cuando vi a Christian por primera vez fue suficiente
para tenerlo en mi mente por mucho, mucho tiempo. No confiaba en él, pero él en mí sí.
Después de todo, Christian me consideraba la mujer más atractiva del mundo, pero yo no.

Fruncí el ceño.

—Tú eres preciosa —hice un puchero—. Perfecta.

Ella me besó el pelo.

—El punto, Ted, es que amar no importa. Lo que importa es si lo haces de verdad, o es mera
obsesión.

— ¿Obsesión como qué?

—Verla como una vía de escape, como algo que te ayudaría por un tiempo a estabilizarte.
Usarla.

—Uf, mamá. Ella si es una vía de escape. Es una chica normal y sencilla. Natural. Me
mantiene atado, con los pies sobre tierra.

— ¿Y eso sería solo por un tiempo?

—Aun con estos dos meses de infierno, ella aun me mantiene con los pies sobre tierra. Atado
con fuerza.
No pude verla, pero sabía que estaba sonriendo.

—Mi niño pequeño está enamorado.

Capítulo treintaitrés.

Ella se acurrucó contra mí en la cama. La abracé suavemente para no aplastarla. No sabía


cómo, pero ella siempre aparecía cuando la necesitaba. Su voz y la suavidad de sus caricias
eran como un bálsamo para mí.

— ¿Estás más tranquilo? —preguntó mientras recostaba su cabeza sobre mi pecho.

Sonreí.

—Sí, eso creo.

— ¿Quieres hablar de ese ‘creo’?

Suspiré pesadamente.

— ¿Se puede enamorar de alguien a quien no has visto en dos meses?

—Sí, seguro. El amor no está en la imagen, sino en los recuerdos. Cada vez que la piensas, te
enamoras más de ella.

Gemí de frustración.

— ¿Y si papá no está de acuerdo?

—Christian nunca está de acuerdo, pero yo le hago pelea. Tú tranquilo.

Reí con ganas, pero cuando una idea cruzó por mi mente fruncí el ceño.

— ¿Y si decidiera buscarla? ¿Me ayudarías con papá?

Soltó una risilla.

—Oh, sí. Además él entendería.

— ¿Cómo lo sabes?

—Ustedes dos son iguales, cariño. Un par de Grey cortados con la misma tijera. Cuando
quieren algo ni siquiera tienen que luchar para saber que lo van a conseguir — me dio un beso
en la mejilla—. Duerme un poco.

Resultó que esa noche durmiendo con mamá me permitió descansar pleno y completo. Al
despertar en la mañana, ella había preparado un sencillo pero delicioso desayudo: tortitas
españolas, fresas cocinadas con vino y un jugo de naranja recién preparado. Lo devoré todo
con ganas mientras ella me observaba complacida.

— ¿Está rico? —preguntó ella.

Mastiqué lentamente un pedazo de la tortita española. Asentí. Está buena. Cuando


terminamos de desayunar nos fuimos directo a Grey Enterprises. Mamá quería darle la
sorpresa a papá y por mi mente pasó la idea de que ‘hablarán de cosas importantes’ en la
oficina. Ya, claro. Como si uno tuviese aun seis años y no supiera nada de sexo.

— ¿Cómo piensas encontrar a Amanda, Teddy?

Sonreí. Bueno, cuando mamá me llamaba Teddy se me formaba un zoológico entero en el


pecho de la emoción.

—No lo sé. No tengo la más remota idea de a donde pudo haberse marchado.

— ¿Le has preguntado a su madre?

Asentí mientras salía del estacionamiento subterráneo del Escala.

—Se le ocurre que pudo haber ido a Detroit o a Alabama.

—Detroit… ¿Por qué Detroit?

—Ella nació allí. Según me dijo Stella, Jack le dijo a la madre biológica de Amanda que se
fuera de Seattle. Supongo que ha de haber sido cuando planeó lo del secuestro de tía Mía y
todo lo demás.

Mamá se removió en el asiento, inquieta.

— ¿Y Alabama?

—Cuando la madre biológica decidió dejar de visitar a Jack en la cárcel se cambió a Alabama.
Stella dice que Amanda ama aquel lugar, porque representa la primera gran felicidad en su
vida: la adopción que la alejó de una mala vida.

Bufé.

—Y resulta que está huyendo de eso.

—Ted, no la juzgues tan duro. Tu padre tampoco tuvo una buena infancia que recordar e
igualmente huyó de eso —observé por el rabillo del ojo y noté que sonreía—. Fue el amor lo
que lo sacó de las sombras.

Una idea cruzó rápidamente por mi mente.

—Cincuenta Sombras ¿A eso te refieres, verdad? El apodo que le has dado a papá: Las
cincuenta sombras de su pasado.

—Sí —suspiró—. Todos tenemos sombras, pero también luces.

— ¿Y por qué mierda ella tiene que pensar que no las tiene? —gruñí frustrado.

—Porque su padre no la quiso y su madre…bueno, no sé qué hacia su madre, pero si dejó


que alguien más adoptara a su hija es porque no le importaba demasiado. Cuando tienes una
idea de que tus propios padres, los que te dieron la vida, no te quieren, no puedes pensar que
eres merecedor de amor.

Un escalofrío invadió todo mi cuerpo.

—Te refieres a papá, ¿verdad? ¿El creía que no merecía ser amado?

—No, para nada. Con tu padre las cosas nunca fueron fáciles. Fue duro hacerle entender que
lo quería.

— ¿Me parece a mí solamente o papá y Amanda tienen cosas en común?

Observé que sonreía.

—Muchas, en realidad: un carácter cambiante, una mirada expresiva, indecisiones


emocionales, las ganas de pelea, la inseguridad, el miedo a no ser correspondido…

—Lo que me lleva a una sencilla conclusión: tengo que encontrarla. Necesito encontrarla.

Casi una hora más tarde llegamos a Grey Enterprises. Llevé a mamá a la casa para que
tomara un baño y se cambiara de ropa. La llevaba del brazo mientras me contaba una que
otra cosita del viaje entre tanto esperábamos dentro del ascensor. Un viaje que estaba seguro
no fue lo suficientemente placentero y que deseaba que todo esto se acabase para poder
iniciarlo nuevamente.

—He hablado con Christian y le he dicho que cuando toda esta pesadilla acabe y reanudemos
el viaje, organicemos otro con toda la familia. Pero, ya sabes, alguien tiene que quedarse a
cargo. He pensado que Mía podría dirigirlo, pero él no está muy de acuerdo.

—Podríamos pedírselo a tío Eliott.

—No sé si pueda con Grey Enterprises y Grey Construcciones a la vez.

Las puertas del ascensor se abrieron. Ella seguía hablando mientras caminábamos hacia la
oficina del magnate.

— ¿Crees que Christian acceda a que Ethan, el hermano de Kate, lo dirija temporalmente? Sé
que el podría.

—Podríamos intentarlo —le sonreí divertido. Papá no accedería a que Kate o Ethan
manejaran asi como asi su imperio.

Abrí la puerta para que ella pasara. Papá y Phoebe tenían el rostro lívido, mientras
observaban no-se-que sobre el escritorio. Mamá y yo quedamos como estatuas en la puerta.

— ¿Por qué esas caras? —preguntó ella.

Se movió al instante, se aceró a papá y le agitó el hombro. Apenas había dado un paso al
interior de la oficina cuando dos pequeños brazos se colgaron de mi cuello. Sus senos
golpearon con fuerza mi pecho, estremeciéndome. El cabello rojo tan intenso como la pasión
se movía de aquí para allá, como si tuviese vida propia. El abrazo tuvo fuerza a medida que
enroscaba los brazos aún más en torno a mi cuerpo. Al separarse, unos hermosos ojos azules
me miraban cubierto de lágrimas, brillando por el miedo, la emoción, la tristeza y la
inseguridad.

Era imposible no reconocer aquel rostro encantador.

Capítulo treintaicuatro.

Papá y Phoebe estaban pálidos.

Mamá sonreía, pero la preocupación por ver a papá y a Phoebe en ese estado le empañaba la
emoción.

Sin embargo, lo que yo sentía en ese momento no podía ser descrito con una sola palabra.
Aquella Amanda, después de todo, no era la que rondaba mis pensamientos. Aquel cabello
castaño y los ojos verdes habían desaparecido. Frente a mí había una hermosa mujer de
cabello rojo como la misma pasión y unos ojos azules centellantes, tan penetrantes y vitales
que me estremecieron el cuerpo entero.

Distintas, sí, pero iguales.

Aquel reguero de pecas era mucho más notable, cubierto por una ligera capa de sudor. Se le
veía cansada, pero por un momento pude notar que aquel huracán de sentimientos que
estaba experimentando en este instante anidaban con fuerza en su pecho.

Había planeado miles de cosas que decirle cuando la viera, pero la que salió de mi boca fue la
única que no pensé soltar tan de golpe.

— ¿Dónde mierda te metiste? —gruñí.

Pese a todo, vi cómo se ruborizaba. Oh, por favor…

—Tenía que venir a contarles algo. Es, em, importante.

Uh, oír su voz era exquisito. El huracán en mi pecho subió de categoría uno a dos.

— ¿Se puede saber qué es?


La vi enarcar una ceja. Vaya, la retadora nivel uno ha vuelto. Papá se puso de pie, sin darle oportunidad
a la chica desaparecí-porque-quise-y-punto hablara.

—Amanda ha ido a resolver unos pendientes a Alabama y Detroit —papá se pasó las manos
por el pelo—. Jack ha tenido contacto con medio mundo, empezando con su hermano. De
alguna manera se las ha arreglado para preparar algo con lo que pueda vengarse.

—Jack tenía amistades viejas en Detroit —habló Amanda—. Le debían favores, así que se los
ha estado cobrando desde la cárcel. Es un sujeto que te rompe las pelotas —bufó—. Te hace
un infierno portátil esté donde esté.

— ¿Y cómo sabes eso? —pregunté.

Ella pareció dudarlo, pero al final simplemente suspiró.

—Fui a verlo a la cárcel, después que…bueno.

—Después que me dejaras —le espeté de mala gana.

Por un instante la habitación quedó en silencio. Ella me miró fijamente. Azul contra azul.
Luego oí las risas de mis padres.

—Oh, es tu hijo —chilló mamá, presionando el vientre—. No hay duda.

El huracán categoría dos se volvió categoría cinco en un abrir y cerrar de ojos.

— ¿Qué están gracioso? —gruñí.

Phoebe se puso de pie de golpe, con el rostro lívido.

—Bueno, ya. N-no.

Ella calló y estalló en lágrimas. En ese momento supe que algo malo estaba sucediendo.

—Phoebe… —caminé hacia ella y la abracé. Sus pequeños brazos me rodearon al instante—.
Oh, nena. No llores.

Escuché a papá suspirar.

—Ted, hay algo que debemos decirte.

Repentinamente llegamos al ojo del huracán. Oh, mierda. Ese tono de voz no era agradable.

—Por alguna extraña razón nadie nos supo dar razones hasta esta mañana, cuando la misma
Amanda atravesó la puerta de esta oficina —papá se aferró a mamá—. El asunto es que Jack
escapó de la cárcel.

Mi corazón latió como loco. Vi como mamá se ponía pálida y se aferraba del brazo de papá.
Amanda sólo se limitó a bajar la cabeza.

— ¿Escapó de la cárcel? —gruñí— ¿Cuándo?

—Hace dos días —papá suspiró—. Desde hace dos días ese imbécil anda libre por las calles.

Miré a Amanda, que se movía inquieta de un lado para otro.

— ¿Tú lo sabías? —le espeté de golpe.

Ella me miró. Una mirada débil, frágil…

—Regresé porque sabía que tenía aún más cola que le pisen —tragó saliva—. Descubrí que
la familia a la que había intentado asesinar era la tuya. ¡Y, mierda! Yo no quería volver, porque
no tengo cara para mirar a tu madre, ni a tu padre y mucho menos a ti.

— ¿Por qué a mí?

—Tú pudiste haber muerto, Ted. Cuando Jack secuestró a tu tía para que tu madre fuera a
rescatarla, la golpeó. Ella pudo haberte perdido, ¿entiendes?

Y en ese momento comprendí su desesperación. Se halaba del cabello, como si miles de


personas la señalaran y le hablaran a la vez. Debí reconfortarla, pero nuevamente las
palabras que salieron de mi boca no fueron las apropiadas.

—Tu padre es un cerdo.

La vi inhalar fuerte por la nariz. No movió un solo músculo, ni siquiera para pestañar.

—Tienes razón.

Giró sobre sus talones y caminó hacia la puerta. Afortunadamente pude detenerla por el
brazo.

— ¿A dónde mierda crees que vas? —gruñí.

—Oye, vine para contarle a tu padre lo que averigüé. Vine a pedirle disculpas por lo que les ha
hecho Jack, a disculparme por todos los problemas que esto les ha causado y ya me voy. Así
que, por favor, suéltame.

Le sonreí burlón.

— ¿Y permitir que desaparezcas por dos meses más? Nena, no soy tan estúpido.

—No voy a desaparecer dos meses.

— ¿No?

—Simplemente no voy a regresar.


Apreté su brazo con un poco más de fuerza y la atraje hacia mi cuerpo. Ella tembló, pero no
me apartó. Rocé mis labios con los de ella, suavemente. La sensación era maravillosa, y el
huracán de emociones en mi pecho se había alejado de la calma para arrasar con todo a su
paso.

—Veamos si te dejo marchar —ronroneé.

Capítulo treintaicinco.

Si no fuera porque la tenía tomada de la mano, Amanda se hubiese marchado hace mucho.
De eso estaba totalmente seguro. Aunque, a decir verdad, la expresión de irritación en su
rostro resultaba divertida. Halaba de mi mano disimuladamente, como si realmente pensara
que podía soltarse de mí. Mi mirada estaba fija en mis padres. Papá estaba frente a mí,
sentado en la silla de su escritorio. Mamá estaba sentada sobre sus piernas, agarrada a él
como un salvavidas. Phoebe estaba sentada a mi derecha, pálida como el papel en sí.

—He mandado a reforzar la seguridad en el edificio, de la casa y del Escala —miró fijamente
mi mano entrelazada con la de Amanda—. Creo que deberíamos poner seguridad en la casa
de la madre de Amanda y en la de su hermano.

Noté como se tensaba.

—No creo que sea necesario. Jack no se va a aparecer por allí.

—Eres en este momento un punto intermedio entre ese hombre y mi familia —señaló nuestras
manos entrelazadas—. Estás sosteniendo la mano de mi hijo, lo que significa que hay un
punto libre. Si te expones tú, lo expones a él.

—Créame que no le sostengo la mano por mero gusto. Ted no quiere soltarme.

—Si lo hago vas a irte, desaparecer, esfumarte. No, gracias.

—Es porque sigo pensando que las cosas estarían mejor si yo no hubiese aparecido por aquí.

— ¿Crees que si no hubieses venido a buscar trabajo Jack no hubiese aparecido? No es


contigo con quien cree tener una cuenta pendiente.

—Pero al menos no tendría que ver a la cara al hombre que Jack tanto odia que, por cierto, el
sentimiento es bastante mutuo.

— ¿Tienes algo más que añadir? ¿Quizá te faltó algo?

Me fulminó con la mirada.

— ¿De qué diablos estás hablando?

— ¿Por qué rayos el cabello? Bien, entiendo —bufé—. No, no entiendo. ¿Por qué fuiste a
buscar trabajo con un lindo cabello castaño y ojos verdes? ¿Por qué ahora apareces pelirroja
con los ojos azules? ¿Qué mierda está pasando?

Ella apartó la mirada, como avergonzada.

—Yo no quería nada que tenga que ver con Jack —musitó en voz baja—. Pero, ya ves,
físicamente me parezco a él. Así que empecé a usar lentes de contacto, para cambiarme el
color de ojos, y a pintarme el cabello a los doce años. Un tinte que se va a las dos semanas.

La imagen de una chica joven de doce años pintándose el cabello para huir de su pasado, de
un padre que jamás le demostró un poco de amor, era devastadora.

—Sólo quería una vida normal, ¿entiendes? —tiró de mi mano con fuerza, en vano—. ¿Cuál
es tu problema? No soy una niña estúpida que necesita que cuiden de ella.

— ¡Pues deja de comportarte como tal, con un demonio!

Oímos como alguien se aclaraba la garganta. Un par de ojos grises nos observaban severos.

—Creo que tenemos que calmarnos, me parece —papá le acarició la espalda a mamá para
tranquilizarla—. Tenemos que pensar que hacer.

—Hay que atrapar a Jack —Amanda se acarició la sien—. Puede que haya escapado, pero
sigue siendo un receloso patán.

— ¿Si? —le espeté meloso—. ¿Cómo piensas hacerlo?

Ella me fulminó con la mirada.

—Jack confía mucho en William. Quizá si logro hablar con él y quiera ayudar, podría…

—Sí, claro ¿Irás a verlo armada? Para serte sincero, si tienes que ir armada para ver a tu
propio hermano no es exactamente una prueba de que él nos ayudaría.

—Si tienes una mejor idea, quiero oírla —gruñó cabreada.

—De hecho sí, pero no tiene nada que ver con Jack y no es algo que deba hacerse en
público.

Recibí el golpe de su puño cerrado directamente en el abdomen. Mierda, golpea con fuerza.

—Eres un idiota —murmuró entre dientes.

—Sólo he sido sincero.

—Cierra la boca.

—Será mejor que la cierres tú, cielo, porque no me hago responsable de lo que pueda hacer
con ella más tarde.
—Ya es suficiente, ustedes dos —gruñó papá—. Me parece que han olvidado que hay más
personas en esta habitación. Quiero se calmen. Ambos. ¿Entendido?

Amanda resopló.

—Ted es el del problema. Se comporta como un maniaco.

—Al menos no me comporto como una fugitiva loca que aparece y desaparece de la nada.

—Cielos, váyanse a una habitación —bramó papá mientras golpeaba el escritorio—. Ya he


colocado seguridad en las propiedades —señaló a Amanda con el dedo—. Haré lo mismo con
la casa de tu madre y de tu hermano. Y, por el amor a Cristo, no desaparezcas.

Amanda gruñó.

—No es un trato justo.

—A la mierda el trato justo —grité de exasperación. Me puse de pie y halándola de la mano la


obligué a levantarse—. Tú y yo nos vamos.

Dicho eso caminé con ella fuera de la oficina. Trataba de soltarme, pero al final le resultaba
inútil. Logramos entrar al ascensor justo antes de que las puertas se cerraran. Le solté la
mano por un momento.

— ¡Mierda, Ted! —se frotó la muñeca—. Eres un bruto.

La acerqué a mí, enroscado mi brazo en torno a su cintura, y la arrinconé contra la pared.


Amanda jadeó, provocando que todo su cuerpo temblara. El calor de la cercanía de su cuerpo
contra el mío era exquisito. Mis manos se movían automáticas por su cuerpo, acariciando la
curva de sus caderas hasta llegar a su muslo; esa deliciosa porción de carne expuesta por un
vestido amarillo de estampados de flores. La sentí estremecerse ante el tacto y la pasión
anidó con fuerza en nuestros cuerpos, aumentando el deseo. Acerqué mi boca a la carne
expuesta de su cuello, danzando sobre ella con besos suaves. Ronroneé contra su piel. Oh,
esta mujer sabia de maravilla.

—Dios, Amanda —la aferré más contra mi cuerpo. Noté como sus manos se aferraban a mi
cuerpo, atrayéndome hacia ella—. Cielos, te he echado de menos.

Amanda soltó un gemido.

—Oh, Ted ¿Qué vas a hacer conmigo?

La besé en el cuello.

—Voy a llevarte a casa y te haré el amor.


Capítulo treintaiséis.

Nuestras bocas sabían que trabajo realizar, pero nuestros cuerpos no. Éramos solo manos,
nervios, ansias y pasión combinados de una manera desesperada. Su cuerpo estaba bajo el
mío, recostado sobre la mullida cama de mi habitación. La piel de su muslo se erizaba ante el
suave tacto de mi mano. Sus manos estaban enterradas en mi pelo, manteniendo mi boca
unida a la suya. Solté un gemido cuando su cuerpo se arqueó al mío. Jesús, la deseaba.
Deseaba a esta mujer como jamás he deseado a otra. La deseaba aquí y ahora.

—Amanda… —gemí contra su boca—. Oh, como te deseo.

Mis manos comenzaron a subir el vestido. La sedosa piel que encontraba en mi camino me
enloquecía. Esta mujer tenía la piel más suave y deliciosa que he probado jamás. Sentí como
su cuerpo comenzó a temblar cuando acaricie la piel de su vientre debajo de su vestido.
Amanda dejó de besarme y comenzó a empujarme para que me apartara. En un parpadeo ella
estaba de pie, saliendo de la habitación como alma que lleva el diablo. Perezoso, confundido y
más excitado que nunca me levanté de la cama para buscarla.

Amanda estaba de pie frente al ascensor, presionando frenética el botón para que las puertas
se abrieran. Se pasaba la mano por el pelo, como si una idea loca le cruzara por la mente y
acababa de darse cuenta que iba a cometer una estupidez.

— ¿Qué pasa? —pregunté sin aire.

Amanda volteó a verme con los ojos llorosos.

—No puedo, Ted. Lo siento.

— ¿No puedes qué?

—No puedo quedarme aquí contigo, no puedo tener sexo contigo, no puedo estar cerca de ti.

— ¿Por qué? —pregunté desesperado.

—Porque no soy buena para ti, ni para nadie. Porque me cuesta desnudarme frente a alguien
que es maravilloso en todos los aspectos. Porque no quiero que veas las cicatrices que
marcaron mi vida tan duramente.

—Pero las cicatrices no me importan. Todo lo que es realmente importante está dentro de ti.

—Sólo tengo sombras, nada más.

—Y un sinfín de luces que me deslumbran.

Ella negó con la cabeza.

—No vas a entenderme, Ted. Tú crees que soy buena, pero no tienes la menor idea de cómo
ha sido mi vida.
Me acerqué a ella, pero extendió sus brazos hacia adelante. No iba a permitir que quebrantara
su límite de seguridad.

—No puedo estar en este lugar —estalló en lágrimas—. Cuando descubrí todas las cosas que
Jack les hizo a tus padres, me sentí tan avergonzada que me pregunté si sería buena idea
regresar. Pensaba que cuando tu padre se enterara me odiaría, me trataría como si me odiara
o me metería a la cárcel. No lo sé. Pero cuando comencé a hablarle, cuando le mostré mis
antiguos papeles donde afirmaban que yo era hija de Jack, tu padre ni siquiera se alteró.
Entonces me dijo que ya lo sabía.

Me sonrió triste.

—Y me dijo que igual tú. Que, de hecho, tú lo habías descubierto. Entonces comprendí aquel
cambio de humor drástico conmigo: cuando me llamaste zorra-calienta-braguetas.

Nota mental: caerme a golpes.

—Mi plan era contarle todo, porque pensé que no sabía nada. Le conté lo poco que sabía
Traté de hacerlo todo rápido porque no quería verte —dejó caer la cabeza—. Si te veía…no
me marcharía. Pero te vi y todo lo que se me ocurrió en ese momento fue lanzarme a tus
brazos. Luego recordé que debías odiarme.

Se acercó unos pasos.

—Por eso no querías que me marchara hace dos meses, ¿no? ¿Pensabas que me iría con
Jack? ¿Pensabas que tenía algo que ver en las notas y todo lo que estaba pasando?

Negué con la cabeza. Oh, nena…

—No quería que te fueras porque eras distinta. Porque me mantienes con los pies en el suelo
de una manera increíble. Y, maldición, porque no había conocido una mujer que me
enloqueciera de esta manera.

Sonrió. Una mirada cargada de tristeza.

—Así que todo esto es por sexo, ¿eh?

Le sonreí burlón.

—A veces me pregunto si entiendes las señales.

—Las entiendo, Ted. Lamentablemente las entiendo.

—Pues las entiendes bastante mal.

Ella se giró, dándome la espalda. Por un momento pensé que en su mente un rondaba la idea
de marcharse. Pero no. Ella permaneció ahí, por cinco minutos enteros. Callada, inmóvil.
Parecía a punto de romperse, como una muñeca de porcelana.
— ¿Qué tanto sabes de mí? —preguntó con voz temblorosa.

Suspiré.

—No mucho. En realidad casi nada.

— ¿No sabes entonces como es que llegué a formar parte de la familia Sandford?

—No.

La oí suspirar.

—Bien —ella se giró hacia mí. Los ojos parecían oscurecidos por cincuenta sombras: las
sombras de su pasado—. Voy a contarte la historia de cómo me convertí en la hija de alguien
más.

Capítulo treintaisiete.

Ella me miró fijamente: una mirada llena de angustia y dolor, mucho dolor.

—Por favor, no me interrumpas —musitó con voz apagada.

Yo tragué saliva y asentí lentamente. Amansa suspiró y se abrazó a ella misma mientras se
sentaba en el suelo, frente a mí.

—Cuando yo era niña —jadeó—, vivía en una casa pequeña de madera. No era muy grande y
en las noches hacía mucho frío, pero al menos si llovía no me mojaba. Tenía tres años, como
mucho, pero lo recuerdo como si me hubiese sucedido apenas ayer.

›› Mamá estaba cansada —sonrió melancólica—. Nos parecemos mucho, excepto en el


cabello y en los ojos. Era una mujer preciosa: enormes ojos verdes, cabello claro, unas
mejillas rosadas, una piel clara y saludable; era alta, una figura increíblemente bien
conservada y una sonrisa de ensueño —soltó una risilla triste—. Tenía el rostro lleno de
pecas, como yo, pero las odiaba. Nunca le gustaron sus pecas. A mí sí: mamá era
encantadora, incluso cuando algunas noches llegara ebria. Incluso así era elegante y
carismática.

››Sin embargo, esa noche llegó hecha una furia. A papá lo habían llevado a prisión —juntó las
piernas y se abrazó a ella. Ella no me miraba, su vista estaba en el suelo—. Papá me daba
miedo. Cuando mamá nos llevaba a verlo a la cárcel, gritaba mucho y decía cosas obscenas.
Yo me escondía bajo la mesa y William, mi hermano gemelo, se reía de mí. Papá lo quería, lo
trataba bien, pero a mí no. Me odiaba. Con el tiempo, mamá dejó de ir a visitarlo y William se
enojó. Peleaba todo el día y a veces se descargaba conmigo.

Vi como las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos, pero las limpiaba con la misma rapidez
con la que caían.
—Mamá no hacía nada. Bueno, si lo hacía al principio, pero pronto se cansó de las constantes
quejumbres de un niño malcriado y molesto. Como papá ya no estaba para darle dinero,
mamá comenzó a llevar hombres a la casa —hizo una mueca de disgusto—. Sexo a cambio
de dinero.

››Con el tiempo, mamá fue consiguiendo dinero rápido y seguro, pero la invasión de hombres
en su cama la fueron convirtiendo en una mujer fría, amargada e infeliz. William y yo pasamos
a ser animales que debía alimentar cuando encontrara un tiempo. Cuando cumplimos cuatro
años, William entraba y salía de la casa para buscar comida. Supongo que la robaba, porque
nadie quería tener demasiado cerca a los hijos de un delincuente y una puta.

››William nunca compartió su comida conmigo, ni siquiera porque sabía que me estaba
muriendo de hambre. Era su venganza: porque sabía que papá odiaba las visitas que le
hacíamos solo porque yo iba con ellos.

Amanda volvió a secarse las lágrimas con violencia, como si el mero recuerdo le produjera
una enorme amargura. Yo permanecía en silencio, tal como ella me había pedido. De todos
modos estaba seguro de ser incapaz de decir palabra alguna.

—Recuerdo que mamá perdió la poca paciencia que tenía cuando cumplí los cinco años —el
cuerpo le tembló a medida que se acariciaba con suavidad los cortes en la muñeca que una
vez pude notar—. Recuerdo que tenía mucha hambre. Yo no era como William: tenía miedo a
salir a la calle, que me atraparan robando, que llamaran a la policía, que mamá se enojara.
Pero, de verdad, tenía mucha hambre.

››Mamá estaba en la cocina. Siempre cocinaba antes de ‘trabajar’ —tuerce la boca en lo que
parece una sonrisa irónica—. Decía que necesita energías para su trabajo, porque era
agotador.

Y por lo que pareció una eternidad, Amanda levantó la vista y me miró. Enarca una ceja, como
si lo que acababa de contar le resultara gracioso, y agita la cabeza mientras suelta una risilla
triste.

—Yo no solía interrumpirla, porque se cargaba un mal humor terrible cuando le tocaba cocinar
—se encogió de hombros a modo de disculpa—. La comida olía deliciosa y mi estómago
llevaba días suplicando por algo de comer. Así que entré a la cocina, sin hacer ruido, y halé
suavecito la falda de su vestido. Sólo le dije “Tengo hambre, mami” —las lágrimas brotaron
como cascadas de sus ojos nuevamente—. Ella empezó a gritarme y me dijo que me callara.
Me empujó lejos, pero estaba tan cansada que lo único que pude hacer fue refugiarme bajo la
mesa.

Ella calló, como si recordarlo la estuviera matando lentamente. Dios mío, era una niña: una
niña pequeña y desprotegida.

—Esperé a que ella se fuera de la cocina para tratar de llegar a las hoyas, pero era demasiado
pequeña y no llegaba a ellas. Cuando llegó se enfureció muchísimo. Comenzó a soltar
maldiciones. Volvió a empujarme, pero no me oculté bajo la mesa. Me quedé en un rincón
observándola. Mi mamá antes era muy linda y buena, pero papá le arruinó la vida.
— ¿Podría hacerte una pregunta? —musité.

Ella ladeó la cabeza lentamente.

—Los cortes en tu muñeca, ¿cómo te los hiciste?

Amanda se sorprendió. Como acto inmediato enroscó los cortes de la muñeca izquierda
entorno a su mano derecha. Dejó escapar un suspiro pesado que incluso deseé detener esta
conversación, envolverla en mis brazos y acurrucarla hasta que se quedara dormida.

—Fue al otro día —suspiró—. Como se había enojado conmigo, mamá me encerró en su
habitación sin cenar. Otra vez. Rebusqué entre sus cosas y encontré una cuchilla —arrugó la
nariz—. Trataba de abrir la ventana con ella, pero se me resbalaba. Terminé llena de cortes en
las manos, pero pude abrir la ventana.

››Ya en la calle…Bueno, no conocía mucho de ese lugar. Caminé y caminé. Hacía frío y todo
lo que tenía era un vestido lila todo sucio y roto. Estaba cansada, los cortes de las manos y las
muñecas me dolían, me sentía sucia y perdida; ni siquiera pensé en buscar un abrigo, sólo
quería un poco de comida.

Amanda sonrió: una sonrisa sincera, bonita, que le iluminaba la cara.

—Entonces conocí a Stella —ella sonrió hacia mí y no pude más que devolvérsela—. Ella iba
acompañada de dos mujeres. Estaban en una mesa comiendo, riendo y pasándose de mano
en mano unas joyas que ella estaba vendiendo. Mi estómago gruñó en protesta cuando la vi
morder un pedazo de pan.

Hice una mueca de dolor. Dios mío…

—Cuando ella me vio que la observaba, intenté darme la vuelta y salir corriendo. Sin embargo,
no pude moverme. Estaba molida y muerta de hambre y todo lo que pensaba era “me voy a
morir” —hizo una mueca extraña, y si lo que estuviese contando no me resultara tan doloroso,
me hubiese reído—. Entonces la vi ponerse de pie…y me ofreció comida. Venga, quería
decirle que no. Me daba pena, pero tenía demasiada hambre. Me dio de comer, a pesar de
que las mujeres que estaban con ella no estaban muy a gusto, y después de mucho tiempo
me sentí mejor.

—Y te adoptó —concluí.

Amanda asintió, perezosa.

—Todo fue muy tedioso y tardío, porque mamá se opuso —suspiró—. Pero no quería que me
quedara con ella, así que me enviaron a una casa de acogida —se frotó los brazos, como si
tuviese frío—. La mujer era horrible y cocinaba terrible. Su marido, un hombre regordete y
perezoso, se la pasaba quejándose. Al final, sólo me tuvieron ahí porque le daban una
cantidad para cuidarme —bufó—. De todos modos sólo estuve allí siete meses, aunque para
mí fue mucho. Vivir con Stella, con Bruno y John fue lo mejor que me ha pasado.

— ¿Y los que tienes en la espalda? ¿Los que se ocultan con el vestido?


La vi cerrar los ojos.

—Fue uno de los tipos con los que mamá se acostaba. Fue un accidente, no es que él
quisiera. Estaba borracho y se tambaleaba por la habitación. Estábamos en la sala. Me moví
del lugar para que no cayera encima de mí. Tropezó y cayó. Al levantarse volvió a
tambalearse. Cuando iba a caerse el vidrio de la botella me cortó la espalda. Él se disculpó al
otro día y se encargó de que un médico me revisara. Nunca más se apareció por la casa.
Mamá perdió un cliente.

Amanda calló y di por sentado que ya no tenía nada más que decir. El silencio repentinamente
pareció doloroso. Verla ahí, envolviéndose ella misma tan desesperadamente como si no
tuviese quien cuidara de ella, era devastador.

—Amanda… —musité con voz quejumbrosa.

Ella agitó la cabeza.

—No sientas pena, Ted —sonrió con amargura—. No la merezco.

—No te auto juzgues de esa manera.

—No lo entiendes. No vas a entenderlo.

—Explícamelo.

Ella clavó sus ojos en los míos. La agonía, el dolor y la desesperación danzaban en ellos.

— ¿Sabes cómo llamaban a mamá, Ted? —en su voz sonaba el deje de amargura y
repulsión—. Decían que era una ‘gata callejera’: venían, la montaban y se iban.

Ella se puso de pie y comenzó a dar vueltas por la habitación. Soltó un gruñido.

—A medida que fui creciendo, pensaba que eso estaba bien —se haló el cabello con fuerza
con ambas manos—. Era mi madre, ¿no? Si ella lo hacía, debía estar bien. Debía ser
correcto. Debía…

Fruncí el ceño, cada vez más confundido.

—Stella, Bruno y yo saltamos por completo la charla de sexo. Ninguno de los dos creyó que
podría tener problemas con eso: pensaban que era una joven normal, con problemas
normales, con una personalidad normal. Pero, después de todo, no puedes desprenderte de
un pasado que te ha dejado cicatrices en el cuerpo y en la memoria.

—Creo que no estoy entendiendo.

Ella rio con amargura.

—Ted… —suspiró antes de clavar sus ojos llenos de lágrimas en los míos—. Simplemente
seguí sus pasos —rio con amargura—. Me he acostado con tantos hombres que ya he perdido
la cuenta.

Y en cuanto pronunció aquellas palabras, todo lo que pude hacer fue reírme.

Capítulo treintaiocho

De acuerdo, no vuelvo a reírme.

— ¡Estúpido cabrón insensible!

La sujeté con cuidado de las muñecas para detenerla cuando volvía a lanzárseme encima
para golpearme. Vaya, hay que admitirlo: golpea con fuerza, demasiada.

—Nena, perdona, no me estaba riendo de ti.

Amanda soltó un chillido y dejó de forcejear. Se tambaleó con cuidado y cayó sentada en el
sillón, con las manos cubriéndole el rostro.

—Cálmate, cariño —ronroneé cuando me senté junto a ella—. Sh, no llores.

Amanda retiró las manos del rostro y volteó a verme. La imagen de una mujer cansada,
agotada y emocionalmente destruida era más de lo que pudiese soportar.

— ¿Por qué te has sentado a mi lado, cuando hace unos minutos debiste echarme de aquí?
—preguntó con voz lastimera.

Sonreí con timidez.

— ¿Por qué me has contado todo esto si es obvio que te avergüenzas de lo que has vivido?

Ella se ruborizó.

—Si lo digo, me echarías.

—Pruébalo.

—No puedo.

—Sí.

—No.

Sonreí complacido y estiré mi brazo para cubrirle el cuerpo. En un movimiento rápido, la


impulsé hacia mí. Amanda se acomodó sobre mi regazo y colocó las piernas a ambos lados
de mi cintura. Le acaricié los brazos suavemente, disfrutando de ese contacto tan esencial,
primitivo y natural. Amanda cerró los ojos y de su boca se escapó un gemido que conectó
directamente hasta mi entrepierna.
—Sé que estas sintiendo lo mismo que yo, nena —acaricié lenta y calmadamente su pierna—.
¿Cómo has podido permanecer callada, sabiendo que esto nos estaba matando a ambos?

—Ted…

—Quiero oírlo, cariño —acerqué su cuerpo al mío y acaricié la deliciosa piel de su cuello con
suaves movimientos de mis labios—. Necesito oír de tus labios lo que está sintiendo tu
corazón.

Ella gimió y buscó el camino más rápido para alcanzar mi boca. Detuve su trayecto,
sosteniendo su cabeza con mis manos. Sonreí.

—Sólo tienes que decirlo, nena —rosé apenas mis labios contra los suyos—. Dilo y será lo
que nos libere.

—Tengo miedo.

—Lo sé, pero no voy a hacerte daño. Vamos, nena. Quiero oírlo.

Ella volvió a gemir mientras tomaba mis manos entre las suyas. Asaltó mi boca, primero con
besos suaves y cálidos, luego con más ímpetu. Mordió suavemente mi labio y lentamente noté
como todo su cuerpo se relajaba.

—Ted… —intensificó el beso—. Te amo…

Sonreí contra su boca, la apreté contra mi cuerpo e impulsándome hacia adelante me puse en
pie. Amanda enroscó las piernas en mi cintura, decidida a no alejarse. Absortos por una nube
de pasión, Amanda y yo nos devoramos lentamente entre caricia y caricia. La apreté con
fuerza y lentamente nos encaminamos hacia el dormitorio.

Amanda gimió cuando su espalda sintió el reconforte de la cama. Mientras mi boca hacia un
lento y placentero recorrido desde su boca hasta su cuello, ella palmeó con dedos
temblorosos mi pecho para desabrochar los botones de mi camisa. Solté una risa ronca
mientras le acariciaba la curva de la cadera.

— ¿Estas impaciente, eh?

Tomó la camisa con ambas manos y rompió la camisa. Los botones cayeron al suelo. Vi como
cerraba los ojos, luchando con una idea que le surcaba en silencio. Iba a echarse para atrás,
estaba seguro.

—Ted —susurró—. Quiero esto, de verdad.

Sonreí. Pasé la nariz por su cuello, inhalando el delicioso olor de su piel. La sentí tensarse
cuando la punta de mi nariz se acercaba a la cicatriz.

—No podría soportar que me vieras desnuda —musitó al fin.

— ¿No puedes entender que te quiero? Cristo, Amanda. Puedes estar cubierta por un millón
de cicatrices y no me importa.

Abrió los ojos. Todo lo que hizo fue mirar al techo. Su respiración se volvió suave, per un poco
agitada. Presionó sus manos contra mi pecho y se separó de mí. Creí que se marcharía. Sin
embargo, permaneció de pie a espaldas de mí. Observé los suaves movimientos que hacía.
Pasó las manos hasta su espalda y comenzó a desabrocharse el vestido. La tela blanca se
deslizó por sus piernas, cayendo flácido sobre el suelo.

Contuve la respiración.

Aquella cicatriz surcaba su espalda hasta la mitad. Era apenas notable, pero no dejaba de ser
impactante. La piel brillaba con la luz del sol, dándole una belleza sobre humana espectacular.
Se quitó los tacones, el brasier y las bragas. Estaba totalmente desnuda frente a mí, dándome
la espalda. Me mostraba completa la cicatriz: una cicatriz que marcaba un cuerpo esplendido.
Y aun así era la mujer más hermosa que he conocido.

— ¿Ves que horrible cicatriz? —soltó un gemido de frustración—. Entendería si ni siquiera


quieres acercarte.

Sonreí burlón, aun sabiendo que no podía verme, y me puse en pie. Terminé de quitarme la
camisa. Me quité los zapatos, las medias y los pantalones.

—Ted, um. Perdona —jadeé—. No quería espantarte, pero quería que vieras la razón por la
cual no quería que me vieras desnuda.

Deslicé mis manos alrededor de su cintura y la atraje hacia mí. Su cuerpo chocó contra mi
cuerpo desnudo. Tembló, pero no intentó en algún momento que me separara de ella. Rosé
con mis dientes la piel de su hombro, dejando pequeños besos sobre ella. Amanda se
estremeció y sentí como acercaba su cuerpo más al mío.

— ¿Qué haces? —musitó suave.

Sonreí contra su piel.

—Voy a hacerle el amor a la mujer que quiero.

— ¿Seguro?

La conduje lentamente hacia la cama. Me recosté sobre ella y antes de que pudiera emitir
palabra alguna asalté su boca. Fueron besos lentos y suaves al principio, pero podía sentir
como su desesperación aumentaba. Clavaba las uñas en mi espalda, como si fuese posible
que en el último momento decidiera alejarme.

—Ted —gimió mi nombre contra mi boca.

Deslicé mis labios hasta su cuello, succionando el sabor de aquella carne expuesta, mientras
mis manos se deslizaban por sus piernas. Clavé mis caderas contra las de ella, de modo que
pudiera sentir la prueba de mi deseo por ella.
—Ted —clavó sus dientes en mi hombro con fuerza—. Voy a morir.

—Sh —rocé con un poco de fuerza mis caderas contra las de ella—. Tranquila.

Ella gimoteó cuando volví a rozar mis caderas.

—No —gimió—. No. Te quiero, Ted. Te quiero dentro. De mí.

Mordí con suavidad la carne de su cuello.

—Quiero disfrutar de ti. Lentamente, sin prisas.

Ella volvió a gimotear cuando mi boca bajó hasta sus pechos. Deslicé la lengua por la
suavidad de su piel rosada, exquisita y frágil. Arqueé mis caderas contra las suyas, mientras
mi lengua relamía la parte más sensible de sus pechos. Deslicé la boca lentamente por su
abdomen, su vientre, la curva de sus caderas…

— ¡Ted! —gimoteó con fuerza—. Por piedad.

Gruñí cuando sentí que mi boca llegaba a su objetivo.

—Ted… —volvió a gimotear.

Oh, maldita sea. La tomé de la cintura, acomodándola hacia mí. Presioné con furia mi boca
contra la suya. Ella se arqueó, deseosa. Mi cuerpo flameó emociones, deseando experimentar
sensaciones. Abrí sus piernas con las rodillas, golpeando con suavidad su entrada.

— ¿Segura?

Amanda tomó posesión de mi boca con violencia. Enroscó las piernas alrededor de mi cintura,
invitándome a entrar. Ambos contuvimos el aliento, a la espera. Lentamente me fui
adentrando, tomándola como mía. Su cuerpo se tensó, pero me recibió. El calor que me
invadió me dejó sin aliento. Los brazos de aquella mujer me envolvieron con fuerza,
desesperada por más. No por un simple contacto sexual que nos dejara satisfecho. Yo sabía
lo que ella buscaba y estaba dispuesto a ofrecérselo.

—Ted —clavó sus uñas en la espalda—. Por favor. Hazme el amor.

Gruñí contra su boca y ambos comenzamos a movernos. Mi cuerpo entero estaba tenso,
anhelante, moviéndose contra su cuerpo como uno solo. El calor de su cuerpo impregnó el
mío, dichoso de poseerlo. Mientras la devoraba, mientras consumía del néctar de su piel y la
hacía mía, mientras entraba y salía de su cuerpo para volver a formarnos como uno, todo lo
que podía pensar era en la manera como esta mujer me completaba.

Capítulo treintainueve.

Le acaricié la mejilla con la punta de mi nariz mientras ambos disfrutábamos de la dicha


postcoital. Estábamos recostados sobre el suelo del vestíbulo: ella sobre mí, yo dentro de ella.
Amanda tenía los ojos cerrados, sonriendo, mientras sus manos me envolvían por la cintura.
Tomé posesión de su boca y ella me devolvió con la misma viva pasión. Cuando separamos
nuestros labios por un momento, escuché como suspiraba.

—Mm —musité mientras mordía suavemente su labio—. ¿Estás cansada?

Amanda soltó una risotada. Una tan llena de vida, feliz y relajada que me dejó alucinado.

— ¿Y tú no? —me dio un casto beso—. Hemos hecho el amor todo el día.

—No es para tanto.

—Oh, Ted. He conocido el lugar gracias a ti. Me has hecho el amor en la cama, en el pasillo,
en la cocina, en el sofá, en el baño, en el estudio, en…

La callé con un beso, un beso que ella supo devolver muy bien.

—No puedo estar alejado de ti por mucho tiempo —ronroneé.

Amanda rozó mi nariz con la suya.

—Ojalá te hubiese conocido antes…

Fruncí el ceño.

— ¿Antes de que?

—Antes de que me volviera una puta —repuso con amargura.

Acaricié la curva de su cadera mientras intentaba que me mirara fijamente. Sus ojos azules
brillaban con emociones que no pude descifrar.

—Eh, nena —acaricié su cabello—. No repitas eso.

—Es que es la verdad —apartó la mirada—. Me comporté como una puta.

Frustrado, tomé su boca en un beso intenso. Ella tardó unos segundos en responderlo, pero
enseguida su boca golpeó con fuerza contra la mía. Rodamos en el suelo, posicionando su
espalda contra él, y comenzamos a movernos en un ritmo lento, muy lento. Amanda gimió
mientras se aferraba a mí.

— ¿Cómo te hago entender —solté un gemido— que eres la mujer más maravillosa que
jamás he conocido?

—No, uh. Por favor.

—No importa, nena. Tu pasado no afecta lo que siento. Te quiero, mierda. ¿No puedes
entenderlo?
Escuché como jadeaba en medio de aquel mar de sensaciones. Su cuerpo entero se tensó
ante las lentas embestidas. Al cerrar los ojos, la sensación de estar tomándola nuevamente
como mía, que no era un simple sentimiento de querer vengarme o sacarle información
porque realmente la quería, era una realmente placentera.

Pero aquel ruido inesperado, de cristal que cae al suelo, nos tomó desprevenidos.

— ¿Qué fue eso? —la escuché preguntar con voz temblorosa.

Gruñí de impotencia y, luego de haber separado su cuerpo del mío, me puse en pie. Extendí la
mano hacia ella y la ayudó a levantarse. Comenzó a mirar de un lado a otro, nerviosa,
mientras se refugiaba en mis brazos como una niña asustada.

—Ven —tomé su mano—. Vamos a buscar algo de ropa. No hagas ruido.

Como estaba oscuro, era imposible no sentirse azorado y desesperado por no sabes que
estaba pasando. Caminamos sin hacer ruido hasta la habitación. Ya adentro, rebusqué entre
los cajones por un pantalón de deportes y una camiseta. Observé como Amanda tenía
problemas para colocarse de nuevo el vestido, así que lancé la primera camiseta que logré
tomar de los cajones. La camiseta decía “Doy clases de sexo: Primera erección gratis”. Pese a
la situación, no pude evitar reírme. Oh, debería dejar de comprar esas camisetas.

Lamentablemente, la diversión del momento se vio empañada por los pasos que se oyeron
por el pasillo. Amanda abrió los ojos como plato y pude ver el nerviosismo en ellos. Me pasé la
mano por el pelo, desesperado. Tomé su mano y la halé junto a mí.

—Hay una escalera de incendios, podemos bajar por ahí.

Ella asintió frenética y nos vimos los dos corriendo hacia las escaleras. La ayudé a bajar,
asegurándome que estuviese bien sujeta, antes de bajar también. Bajamos con cuidado,
sujetándonos de donde podamos. Entonces todo pasó muy rápido: oímos la voz de un hombre
que gritaba desde la habitación, palabras que no entendí en lo más mínimo.

— ¡Rory! —gritó más claro.

Ninguno de los dos se detuvo, pero noté que Amanda bajaba más lento.

— ¡Dios mío, Ted! —gritó ella—. ¡Es William!

No bien su voz se apagó, oímos el sonido de un disparo cerca de nosotros. Observé al


hombre desde abajo. Estaba demasiado oscuro para verle el rostro, pero podía notar que
llevaba puesta una gorra. El tal William apuntó de nuevo a nosotros e instintivamente
apresuramos el paso. Cuando al fin nuestros pies tocaron el suelo, tomé su mano y
comenzamos a correr. Repasé mentalmente la situación:

William había entrado al departamento.

Nos había disparado.


Estábamos en medio de la calle descalzos y Amanda a medio vestir.

No tenía teléfono ni las llaves del auto.

¿Qué mierda íbamos a hacer?

—Ted —habló Amanda con voz ahogada por la carrera—. ¿A dónde vamos? William…William
está allí.

Observé el lugar. Debe ser bastante tarde ya, porque el lugar estaba bastante solo. Bueno, el
tiempo en brazos de aquella mujer pasaba volando.

—Hay que buscar un teléfono. Si logramos comunicarnos con papá o con Wallace podrían
venir por nosotros.

La escuché lanzar una maldición.

—Te dije que estar conmigo te iba a traer problemas.

Tomé su rostro entre mis manos y la obligué a mirarme.

—No importa lo que pase: yo quiero estar contigo. Tú no me causas problemas, me das
soluciones. Si no te tuviera conmigo, posiblemente me hubiese lanzado sobre tu hermano
para pelear con él. Posiblemente hasta hubiese tenido oportunidad de dispararme —ella
gimoteó—, pero tenía que ponerte a salvo.

La besé lentamente antes de sonreírle.

—Vamos —apreté su mano—. Vamos a buscar un teléfono.

Comenzamos a caminar, pero ella me detuvo.

— ¿Qué sucede? —inquirí.

—Creo que sé lo que William quiere.

Fruncí el ceño.

—Hace unos años mi abogado me dio una memoria externa. Me dijo que la guardara y que
nunca viera el contenido —arrugó la nariz—. Bueno, um, no le hice mucho caso. La memoria
interna tenía unas fotos, desagradables fotos, de Dave Hyde, el padre de Jack, follándose a
unas mujeres.

Enarqué una ceja, confundido.

— ¿Y para qué quiere tu hermano esas fotos?

Su rostro se descompuso por el nerviosismo.


—Porque en una de esas fotos aparece la madre biológica de tu padre.

Capítulo cuarenta.

Seguí caminando con ella de la mano, apretándola con algo más de fuerza. Notaba como
trataba de soltarse, quejándose de dolor.

—Ted, me estás lastimando.

Paré en seco, mirándola fríamente a la espera de que hablara. Se encogió de hombros, pero
su mirada era capaz de atravesarme sin problemas.

— ¿Qué diablos te pasa?

Inhalé profundo.

— ¿Por qué mierda no me dijiste antes lo de las fotos?

Inclinó la cabeza un poco, a modo de disculpa.

—Lo había olvidado.

— ¡Vaya! —gruñí— ¡Lo olvidaste! Como si no fuese importante.

La vi fruncir el ceño.

—A ver, Ted. Estoy cansada, hambrienta, emocionalmente molida, nerviosa porque mi


hermano trató de matarnos, asustada porque quizá nos esté buscando ahora y furiosa porque
me has estado halando del brazo, lastimándome. Eso sin contar que me abruma tu reacción
por unas fotos que he olvidado por tu culpa.

Enarqué una ceja.

— ¿Mi culpa?

—Iba a contarle sobre esas fotos a tu padre —se ruborizó—. Entonces te vi, peleamos, me
llevaste a tu departamento, me hiciste el amor tantas veces que la cabeza aun me da vueltas y
luego lo de William…Ted, se me ha ido todo en blanco.

Seguro ella me habría sacado una sonrisa, solo para animarla un poco, pero una dolorosa
idea pasó veloz por mi mente.

—Entonces hay una posibilidad de que Jack sea hermano de papá —tragué saliva—. Tú y yo
podríamos ser primos.

Sonrió avergonzada mientras negaba con la cabeza.


—De eso nada, Ted. Tú y yo no estamos emparentados de ninguna forma —sonrió coqueta,
pasando lentamente la mano por mi pecho—. Al menos no de esa forma.

Sonreí aliviado.

— ¿Cómo estás tan segura?

—Te lo diré luego. Debemos ir a un lugar seguro. William podría estar buscándonos.

Una idea pasó volando por mi mente.

—Ya sé a quién podemos pedirle ayuda.

Cuando mamá se entere de que he venido a casa de Bobby, va a regañarme como si aún
tuviese cinco años. Ella piensa que él es una mala influencia para mí. Quizá tenga razón: él
fue el que me metió en el estilo de vida “sexo y alcohol” desde los quince años.

Pero él era quien más cerca estaba. Ocupado follándose a una zorra, sí. Pero estaba.

—Más vale que sea de vida o muerte, Grey, o te patearé el culo.

Tenía puestos unos calzoncillos ajustados que no dejaban mucho a la imaginación. Los ojos
estaban más oscuros de lo normal y el ensortijado cabello azabache de “chico malo” estaba
despeinado. Oh, apenas iba empezando.

—Necesito que me prestes tu móvil y tu coche —le solté de golpe.

Enarcó una ceja. Fue entonces cuando reparó en la presencia de Amanda.

— ¿La chica está casada? —preguntó en tono jocoso.

—No.

— ¿Tiene un novio violento? ¿Un familiar? ¿Un amigo?

— ¿Qué diablos…? No, Bobby.

— ¿Entonces por qué aparecen así frente a mi puerta: tú descalzo y ella casi desnuda? —
sonrió burlón—. Y con esa camisa.

Pese a la situación, noté como mis labios se curvaban.

—Es una historia demasiado larga para explicarla ahora ¿Me harás ese favor?

—Pues sí, me parece —nos invitó a pasar—. Parece como si los viniera persiguiendo un
asesino en serie.
‘‘Algo así’’, murmuró mi subconsciente.

Pasamos hasta la sala donde nos dejó esperando. Amanda apretó mi mano, nerviosa.

— ¿Llamarás a tu padre para que venga por nosotros?

Negué con la cabeza.

— ¿Entonces?

—Es arriesgado hacer que salgan de la propiedad para que vengan por nosotros. Iremos para
allá en el auto de Bobby.

Sonrió a modo de disculpa.

— ¿Es de fiar?

—Pese a lo que opina la madre de Ted, sí —me giré justo a tiempo para atrapar las llaves en
el aire—. Aunque entiendo porque lo dice: no tengo la pinta de ser un buen chico.

Bobby sonrió burlón antes de ponerme el móvil en las manos.

—No tengo idea de en qué clase de líos te metiste, pero deben ser muy malos si has tenido
que llevar en estas condiciones.

Chocamos los puños.

—Te debo una.

—Eh, Ted —se pasó la mano por el pelo, nervioso—. Sé que tu madre no está muy contenta
con que seamos amigos, pero cuando me necesites no dudes en llamarme. Puedo llegar a ser
un cabrón insensible a veces, pero sé pagar una buena amistad con una buena amistad.

Asentí mientras le sonreía.

—Gracias, Bobby. Lo sé, hermano. Tranquilo.

Tomé a Amanda de la mano de nuevo y caminamos a prisa hasta el garaje. El precioso


Porsche plateado de Bobby resplandecía como siempre. Amanda y yo esperamos sentados
en el auto a que las puertas del garaje se abrieran para marcharnos. Al encender el auto
apenas hizo un gruñido. Nada más. Mantuve la mano izquierda en el guía mientras con mi
mano libre buscaba la de Amanda. Ella la recibió, dándole un pequeño apretón.

—Todo va a estar bien, tranquila.

Enseguida el auto comenzó a moverse. En un abrir y cerrar de ojos nos encontrábamos de


camino a la casa. Le pasé el móvil.

—Busca en los contactos el número de mi papá. Bobby lo tiene anotado como ‘‘Mayor Grey’’.
Por el rabillo del ojo la vi teclear, buscando el número. Al hallarlo, presionó la tecla para llamar.
Coloqué el móvil en mi oído, soltándome de su mano.

—Grey —contestó con voz ronca.

Puse los ojos en blanco.

—Un día de estos vas a matar a mamá —musité—. Bueno, da igual. Sólo quería decirte que
voy hacia la casa con Amanda.

— ¿A esta hora? Son casi las ocho y treinta.

Me aclaré la garganta.

—Hubo un problema.

— ¿Qué problema?

—William entró al departamento —giré hacia la derecha—. Tuvimos que salir por la escalera
de incendios. Estaba armado. Sospecho que intentó matarnos.

— ¿Sospechas? —gruñó.

—Bueno, nos disparó un par de veces mientras intentamos escapar.

— ¿Y dónde mierda estaban los de seguridad?

—No tengo la menor idea.

Oí como maldecía.

— ¿Los dos están bien? ¿No están heridos?

—Estamos bien. Le pedí a un amigo que me prestara su coche y su móvil.

—Mantén los ojos abiertos durante el camino. Tengan mucho cuidado.

—Sí, Grey.

—Hablo enserio, Ted. No quiero que Jack tenga la más mínima oportunidad de hacerte daño.

—No la tendrá, quédate tranquilo. Estás haciendo las cosas bien.

—No estaré tranquilo hasta ver como atraviesas la puerta de entrada. Cuelga ya y conduce
con cuidado.

—Control ante todo, ¿eh?


—Sólo quiero verte a ti y a Amanda aquí, a salvo, lo demás ahora mismo me vale mierda.

Solté una carcajada.

—Entendido. Nos vemos en un rato.

Colgué.

—Tu padre te quiere mucho —la oí comentar.

Mis labios se curvaron.

—Es un padre ejemplar.

Soltó una risilla triste.

—Tienes una suerte de dioses, Ted. Mi padre biológico no me quiere y el único que he podido
ver como un padre está muerto.

Tomé su mano y la apreté con un poco de fuerza.

—Quizá tengas un tercer padre —le sonreí tímido—. Papá te quiere. Te aprecia. Estoy seguro
que de una u otra manera se ve reflejado en ti. El Cincuenta Sombras y La Chica Sin Luces.
Es algo que hay que temerle.

Amanda sonrió burlona.

—Como hay que temerle a un Grey, supongo.

Solté una carcajada. Luego apreté su mano.

—Soy un terroncito de azúcar. A mí no me debes temer.

—No, porque eres mío. Mi Ted. Mi bendición.

Capítulo cuarentaiuno.

Estacionamos el auto frente a la casa. Amanda estaba luchando por mantener los ojos
abiertos, lo cual era frustrante. Bajé del auto y lo rodeé para abrirle la puerta. Lo primero que
hizo fue lanzarse a mis brazos. Le besé el pelo mientras la cubría con mis brazos. Oh, estaba
fría.

— ¿Tienes frío? —le pregunté en voz baja.

—Ted, Cristo. Tú vienes mucho más cubierto que yo.

Sonreí. Oh, es cierto. La acuné un poco más y la llevé hasta el interior de la casa. Apenas la
puerta se cerró, vi como toda esa gente aparecía: mamá, papá, Phoebe, Wallace, los de
seguridad, Jason Taylor, Sophie, su hija, e incluso la madre de Amanda, John y una mujer que
cargaba un niño de dos o tres años.

— ¡Oh, Amanda! —gritó John cuando se lanzó sobre ella para abrazarla—. Cristo, nena.
Estaba tan preocupado.

—John —gimoteó—. No puedo respirar.

Él la soltó, pero los brazos de Stella la cubrieron. Amanda se aferró a ella, buscando ese calor
que ha de haber extrañado.

—Tilgiv mig, mor —se disculpó en un elegante danés.

—Te eché mucho de menos, mi cielo. ¿Por qué te fuiste así? Estaba tan preocupada.

Sonreí cuando Amanda besó a su madre en ambas mejillas. Alguien rodeó mi cintura con las
manos. Oh, ese calor…

— ¿Estás bien, cariño? —preguntó mamá.

Me giré para devolverle el abrazo. La imagen me destrozó. Tenía los ojos rojos he hinchados.

—Estoy bien, mamá —besé su frente—. Tranquila.

— ¡Ted!

Alcé la mirada para ver como Phoebe me saltaba encima para abrazarme, con una cascada
de lágrimas brotando de sus ojos ¿Por qué las mujeres de esta familia son tan
emocionalmente sensibles?

—Que estoy bien, por el amor a Dios —musité.

Papá me observó desde una distancia promedio ¿Qué? ¿También has a llorar sobre mi
hombro, Grey?

—Creo que deberíamos pasar a la sala —dijo—. Ambos deben decirnos que es lo que ha
pasado.

Miré a Phoebe. Le di un beso en el pelo para calmarla.

— ¿Podrías prestarle algo de ropa a Amanda? No ha tenido tiempo de ponerse algo


presentable.

Miró disimuladamente hacia ella. Estaba enfrascada en una conversación incómoda, donde
John, su madre y la mujer que llevaba al niño cargando le hablaban al unísono.

—Y si puedes liberarla un poco de esa escena, te lo agradecería. Está muy cansada.

Luego de soltarme, me golpeó con fuerza en el brazo. Hice una mueca de dolor.
— ¿Y eso por qué fue? —bramé.

—Por ser impulsivo, descuidado, irresponsable y por asustarme.

Le sonreí burlón.

—De nada.

Ella me sacó la lengua y observé como alejaba a Amanda lentamente de la jauría de lobos
hambrientos que la rodeaban. Ella me lanzó una mirada cansada a medida que subía las
escaleras junto a Phoebe.

—Vamos a la sala —dijo papá tan autoritario como siempre.

Pasamos todos a la sala, un lugar tan enorme que cabíamos todos sin problemas, y tomamos
asiento. Comencé a explicarles desde que todo comenzó a empeorar, sin profundizar
demasiado que cuando escuchamos los ruidos Amanda y yo estábamos haciendo el amor
sobre el cómodo y mullido suelo del vestíbulo, hasta que llegamos a la puerta de la casa.
Mamá miraba a papá constantemente, nerviosa.

—Christian, ¿qué piensas? —le dijo ella bajito.

Papá se rascó la barbilla. Sus ojos estaban tensos y cansados. Parece haber envejecido unos
cuantos años.

—No sé qué ha pasado. Seguridad no tiene idea de cómo pudo haber entrado —acercó a
mamá por la cintura—. ¿Qué estaba buscando William en el Escala? No creo que sólo sea
para matarte.

«Las fotos»

Me removí inquieto en el asiento. Repentinamente escuché pasos bajando por la escalera.


Daba por sentado que eran Amanda y Phoebe. Pero no, era sólo mi hermana.

—Este, Ted —hizo una mueca extraña—. Amanda no se siente muy bien.

Me paré de golpe. Cuando había caído en la cuenta de que me estaba moviendo, tenía a
Phoebe frente a mí.

— ¿Qué tiene?

—Se puso muy pálida. La vi correr al baño para vomitar.

Stella se acercó unos pasos.

—Amanda siempre termina vomitando cuando se siente bajo mucha presión —dijo.

Sé que dijo algo más, pero para el momento en que caí en cuenta de que lo hacía ya me
hallaba caminando hacia la habitación. Estaba recostada sobre la cama de Phoebe, hecha un
ovillo con los ojos cerrados. Tenía puesta una pijama de invierno rosado, con un estampado
que recordaba decía “Todo lo que necesito es un buen vaso de vino”, y aun así estaba
arropada. Caminé hacia ella y me metí a la cama. Le rodeé el vientre con el brazo y me
acurruqué contra ella. Le besé el pelo y noté como sonreía.

—Perdona que no haya bajado —se acurrucó más contra mí—. Me ganaron las náuseas.

—Sh, tranquila. Entiendo.

La oí suspirar.

—Aunque sigo diciendo que he venido sólo a causarte problemas, me hace bien que estés
aquí conmigo.

—Tenerte conmigo me hace bien, Amanda.

—Pero por mi culpa mi hermano casi te mata. Ninguno de los dos está seguro mientras él y
Jack estén por ahí, libres.

Acaricié su mejilla con la punta de mi nariz.

—Te amo. Haré todo lo que este en mi poder para protegerte. No puedo imaginar mi vida sin
ti.

Capítulo cuarentaidós.

Los primeros rayos del sol se asomaban por la ventana. Estaba recostado sobre la cama de la
que fue mi habitación hasta cumplir los dieciocho años. La mata de pelo rojo reposaba sobre
mi pecho, moviéndose al compás de mi propia respiración. Sus brazos descansaban sobre mi
vientre mientras mantenía oculto el rostro en la base de mi cuello. Mantuve los ojos cerrados,
deleitándome del vaivén de sus labios contra la piel de mi cuello.

—Oh, ya estás despierta —musité bajito.

Amanda soltó una risilla.

—Estaba tomando mi desayuno.

— ¿Así que ahora soy tu desayuno?

Rosó los labios por mi mentón.

—De hecho, sí —soltó una risilla—. Y sabe delicioso.

La halé de la cintura, de modo que su cuerpo quedó sobre el mío.

— ¿Dormiste bien? —le pregunté.


Acaricié la curva de sus caderas, los muslos lenta, lentamente…Oh, Cristo. Estaba desnuda.

—Mm, se siente tan bien —musitó ella.

— ¿Te levantaste muy inquieta, eh?

—Nunca me he despertado con alguien en mi cama —tiroteó del elástico de mi pantalón— y


yo quiero que me hagas el amor. Ahora.

Antes de que pudiese terminar bien del todo la frase, tomé su boca con un beso sobrecargado
de deseo. Gimoteó mientras luchaba por halar del elástico de mi pantalón. Cuando menos lo
esperaba, nos descubrí a ambos completamente desnudos, unidor de una forma total y
completa. Nos movimos al mismo ritmo lento y apasionado, como si mañana no hubiese luz.

—Ted —presionó sus manos contra mis hombros, para no perder el ritmo—. Eres el hombre
más maravilloso que he conocido.

Cerré los ojos con fuerza, cuando un fuego devastador me bañó entero. Sus pequeñas manos
acariciaron mi rostro, hasta que sus labios se unieron con los míos. Gemí. Aquella pequeña
invasora seguía consumiéndome, haciendo conmigo lo que deseara. La aferré más a mí como
si fuese posible.

El molesto sonido de alguien tocando la puerta nos tomó desprevenidos, pero me negué a
detenerme. Amanda ocultó su rostro en mi cuello, absorbiendo en suaves besos de la carne
expuesta.

—Eh, Amanda ¿Estás despierta.

Amanda gimoteó.

—Mierda, es John.

La tomé de la cintura y giramos sobre la cama, quedando, esta vez, yo sobre ella. Sus brazos
se aferraron a mí a medida que nos movíamos más a prisa.

— ¿Amanda? —insistió.

Ella contuvo un gemido, mordiendo con fuerza mi hombro. Mierda.

—Ted, oh, detente.

Aceleré los movimientos. Amanda gimoteó con fuerza y noté como se rompía en mis brazos.
Me desplomé sobre ella, satisfecho.

—Este, ya he entendido —John soltó una risilla—. Te veo en la sala.

Hubo un largo silencio, donde sólo se escuchaba nuestras respiraciones. De repente la


escuché reír.
—Oh, Dios mío —se pasó la mano por la frente—. John va a hacerme un inferno embotellado
con esto.

Acaricié la piel de su muslo, deleitándome con el suave tacto.

—John no tenía que interrumpirnos, nena —le di un largo beso—. Le estaba haciendo el amor
a la mujer que amo.

Sus ojos brillaron con un brillo especial.

—Eres maravilloso, Ted —acarició mi rostro—. Eres un buen hombre. El mejor de todos.
Ahora entiendo por qué todas las mujeres te quieren.

Le sonreí burlón.

—No es por mi ser un buen hombre que las mujeres me buscan, nena. Es porque soy un
Grey. El apellido Grey es sinónimo de dinero, poder y lujos.

Noté como temblaba.

—Oh, Ted. No te sientas así. Eres un hombre verdaderamente maravilloso: eres tierno,
comprensivo, alegre, fiel a tu familia, un buen amigo, el mejor de los amantes, el más detallista
y un sobreprotector asfixiante, lo cual no sé si es bueno o malo, pero me encanta.

Solté una carcajada.

—Me subestimas demasiado. Podría llegar a defraudarte.

—Eso jamás.

— ¿Por qué?

—Porque he probado ya lo que es sentirse defraudada y duele menos que estar sin ti.

— ¿Por qué simplemente te niegas ver que eres una mujer por demás maravillosa?

Sonrió triste.

—Quizá porque he estado tanto tiempo rodeada de personas que son un montón de basura
que podría sentirme igual —tocó mis labios con los suyos—. Pero cierto loco día me topé con
el hombre que me hace sentir mujer de verdad.

— ¿A pesar de los otros?

Sonrió apenada.

—Muchos hombres tocaron mi cuerpo, Ted, pero sólo tú tocaste mi alma.


Y ante aquella confesión, todo lo que pude hacer fue estrecharla entre mis brazos con fuerza y
volver a hacerle el amor.

Capítulo cuarentaitrés.

Acaricié con la punta de mi nariz la carne sensible de sus pechos. Inhalé profundamente,
deleitándome con el hechizante olor de la piel de esta mujer.

— ¿Por qué siempre terminamos en el suelo? —preguntó ella con voz adormilada.

Solté una carcajada. Oh, era cierto. Habíamos pasado de hacer el amor en la cama al suelo
en cuestión de minutos.

—No tengo la menor idea —ronroneé—. Tenerte tan cerca no me permite pensar con claridad.

Sofoqué su risa cuando tomé su boca con vehemencia. Los músculos de su cuerpo se
relajaron y comenzó a devolverme el beso. Como fuego y leña nos devoramos, con el pulso
acelerado por la sensación. Me obligué a mí mismo a detenerme. Santo Cristo, esta mujer iba
a matarme.

—Por Dios, Amanda —le di un casto beso—. ¿Qué estás haciendo conmigo?

Pasó los dedos por mi pelo. Cerré los ojos para saborear mejor la sensación.

—Tú me haces sentir mujer, no un objeto sexual meramente usado para recibir placer —
suspiró—. Creí que podría bloquear los sentimientos y evitar que otro hombre tuviese acceso
a mi cuerpo, pero cuando me tomaste entre tus brazos y me dijiste que querías hacerme el
amor —al abrir los ojos vi como su rostro se acercaba al mío para besarme—: rompiste mis
defensas.

La sentí temblar.

—Te amo y no sé otra manera de demostrártelo que no sea con mi cuerpo —volvió a suspirar
y noté en sus ojos un tenue destello de remordimiento—. Sólo sé hacerlo de esta manera.

Le sonreí enternecido.

—Tienes mil maneras de demostrármelo, aunque no te has dado cuenta —la golpeé
suavemente en el culo—. Basta de pláticas. Tu hermano te está esperando y yo debo ir con mi
papá.

Dejé a Amanda frente a la puerta del cuarto de Phoebe, vestida de nuevo con la camiseta de
la noche anterior. Phoebe se mostró encantada de prestarle ropa. Para ella Amanda ha de ser
una muñeca viviente que puede vestir a su gusto. En cierto modo compadecía a mi mujer.

Cuando atravesé la puerta del estudio, repentinamente deseé haber tocado. Mamá estaba
sobre su regazo, tiroteando con vehemencia de los botones de la camisa de papá. Cristo,
nunca se cansan.

—Señor Grey. Señora Grey.

Los dos se detuvieron: mamá ruborizada, papá sonriendo como si fuese lo más natural del
mundo follarse a su mujer en el estudio. Lo cierto es que estaba bastante seguro que mis
padres han probado todas las superficies habidas y por haber de esta casa.

—Lamento interrumpirles el desayuno, pero necesito hablarles de algo importante.

Mamá se acomodó en el regazo de papá, colgándole los brazos del cuello como una niña. La
mirada de papá era maravillosa. La veía como si la mujer que tenía delante fuese la razón de
su existir, como si no hubiese otra, como si ella fuera la única que lo completara.

Oh, Amanda…

— ¿De qué se trata ese asunto importante, Teddy? —la sonrisa de papá se volvió triste—.
Perdona, sé que no te gusta que te llame de esa forma.

Oh, papá….Perdóname.

— ¿Ted?

Agité la cabeza para despertar de mi ensoñación.

—Este, sí —solté una bocanada de aire—. ¿Recuerdas que nos hablaste de Ella? ¿Tu madre
biológica?

La sonrisa se esfumó al instante de su rostro. Ese era un campo minado que era mejor no
atravesar.

—Sí, lo recuerdo ¿Ella que tiene que ver?

Me pasé la mano por el pelo.

—Amanda cree saber la razón de que William haya ido al Escala.

— ¿Qué tiene que ver Ella en todo esto, Theodore?

Uf, Grey…

—Amanda tiene unas fotos del padre de Jack teniendo sexo con otras mujeres.

— ¡Theodore! —golpeó la mesa con el puño—. ¿Qué mierda tiene que ver la puta adicta al
crack con todo esto?

—Según Amanda, Ella aparece en unas fotos con el padre de Jack. Teniendo sexo.

El rostro de papá se volvió color cenizo. Sabía exactamente que cruzaba por su mente.
—No. Jack y tú no son hermanos —siseé.

Pese a todo no vi el alivio en su rostro.

— ¿Cómo estás tan seguro, Ted?

—Amanda me lo dijo.

— ¿Ella como lo sabe?

Incliné la cabeza hacia un lado, disculpándome.

—No me lo ha dicho.

Papá se puso en pie, haciendo a un lado a mamá, y salió como alma que lleva el diablo del
estudio. Mamá y yo cruzamos las miradas por un instante y decidimos al unísono seguirlo. En
la sala, la escena fue distinta.

Amanda tenía al hijo de John en brazos, acunándolo para que durmiera, mientras míos dos
hermanos pequeños escuchaban ensoñados la suave melodía que salía de sus labios. Dejó al
niño, ya dormido, sobre el sofá. Al estirar el brazo para tomar algo con que arroparlo, observé
como papá se la llevaba a rastras, halándola con fuerza del brazo. Ella trató de resistirse, pero
fue en vano. La llevó directo al estudio, sin darme oportunidad de ayudarla.

— ¿Qué estás haciendo, papá? —gruñí.

Él bloqueó la entrada con su cuerpo.

—Esto ya no te concierne, Ted. Este asunto lo debemos arreglar la chica y yo.

—Pero papá…

— ¡Nada, con un demonio! —bramó con fuerza—. La hija de ese cabrón y yo ajustaremos
cuentas en este instante.

Luego cerró la puerta con fuerza.

Capítulo cuarentaicuatro.

Una pelea de perros y gatos casi me parecía una burla en comparación con la pelea que se
desarrollaba en el estudio. Los gritos y los azotes eran cada vez más fuertes. Tenía los
nervios de punta, frustrado por no poder saber que estaba ocurriendo.

—Ted, tranquilo —mamá acarició mis hombros con cariño—. Christian y Amanda sólo están
hablando.

»— ¡Que no, con un demonio! ¡Deje de gritar, porque no se nada más!


Le sonreí burlón.

— ¿Segura? Casi parecería que se están matando.

—Oh, Ted. Christian tiene un carácter de los mil demonios, igual que Amanda. Desde luego
que ellos van a discutir con tanta energía que podrían destruir todo Seattle.

— ¿Por qué simplemente no le pidió que hablaran? ¿Era necesario llevársela a rastras?

—El tema de su madre biológica es muy delicado para él, lo sabes.

—Lo sé, pero es desesperante verlo fuera de control. Sobre todo cuando va a descargarse
con Amanda.

Noté como sonreía.

—Ustedes van excelente, ¿verdad?

No pude evitar sonreír.

—Oh, magnífico. Amanda ha sido un pedacito de cielo.

El golpe de realidad opacó la sonrisa de mi rostro.

—Hay algo más, ¿verdad?

Suspiré.

— ¿Podría contar el hecho de que ella piense que es mala persona?

Mamá sonrió tímida.

— ¿Recuerdas que una vez dije que Amanda y Christian tenían un parecido escalofriante? —
asentí—. Bueno. Cada día encuentro más parecido entre ellos y cada vez es más
escalofriante.

Asentí.

—Por ejemplo: ambos tienen un pasado difícil, ambos son adoptados, ambos tienen un padre
del que no se les hace fácil hablar, ambos tienen esa absurda idea de que no merecen el
amor de nadie —me dedicó una sonrisa irónica—. ¿Me equivoco?

—No, mamá —tomé su mano entre las mías—. ¿Cómo hiciste para que papá cambiara?

—Ante todo, aclarar mis propios sentimientos. Debía estar segura de quererlo demasiado para
ser paciente. Ahora pregúntate: ¿La quieres demasiado como para ser lo suficientemente
paciente?
Ni siquiera me tomé el tiempo. De mis labios se escapó un automático “si”. Mamá apretó mis
manos.

— ¿Qué es lo que ves en ella?

—Amanda es una mujer excepcional, mamá. Cuando habla, mi corazón se descontrola. Cada
palabra que sale de sus labios es como una deliciosa miel. Incluso cuando intenta hacerme
cambiar de idea, la sensación de saber que estoy más cerca de esa mujer que ella jura no
existir…Cristo, es…exquisito.

Le sonreí avergonzado.

—Tienes que ser paciente, Ted. Muy paciente. Pero, sobre todo, debes saber cuáles son tus
propias sombras.

Fruncí el ceño.

— ¿Mis sombras? Creí que era a ella a quien debía ayudar con eso.

—Todos tenemos sombras. Cuando decides ayudar a alguien más con las suyas, es mejor
que conozca las tuyas.

Asentí lentamente.

— ¿Qué crees que deba hacer?

Mamá abrió la boca para hablar, pero las carcajadas que escuchamos a continuación nos
dejaron helados. Amanda y papá venían abrazados, como padre e hija, con una estúpida
sonrisa de felicidad en el rostro. Por el amor a Cristo, hace unos minutos se estaban matando
como un par de lobos.

—Cada vez más escalofriante… —murmuró a son de broma.

Bufé.

—Creo que les vendrían bien una que otra sesión con el psicólogo.

Escuché como papá y Amanda respondían al comentario con una risa. Mamá apretó mis
manos con un poco de fuerza. No soy el único confundido.

— ¿Entonces? —musité con impaciencia.

Amanda se aferró a papá.

—Le conté a Christian de las fotos —hizo una mueca—. ¿Te gusta viajar en avión?

Enarqué una ceja.

— ¿A qué se debe la pregunta?


—Viajaremos a Alabama —respondió papá—. Dejaré a Grey Enterprises en manos de tu
hermana y Wallace. Y, eh, Ted…Ve a comprarle ropa a tu novia.

Amanda se ruborizó. Oh…la ropa de Phoebe no era de su talla, desde luego. Amanda era
más alta y más delgada.

—Así que… —hice una mueca de preocupación—. ¿Ya todo está…um, bien?

Amanda y papá sonrieron al unísono. Jadeé. Verlos sonreír a la misma vez era algo
escalofriante.

—Dejen esa sonrisita prepotente —señalé a Amanda—. Tú, vámonos. El señor Grey quiere
que te compre ropa.

Dos horas más tarde deseé poder darme un baño de agua fría. Amanda me modelaba un
vestido corto rojo, con un enorme escote en la espalda y otro en forma de ‘V’ en el pecho. El
vestido le resaltaba las curvas, los pechos y el culo. Oh, debe hacerlo a propósito.

— ¿Qué tal me queda? —chilló traviesa.

Coloqué los otros vestidos que había escogido sobre mis muslos, para que no viera la
respuesta oculta en mis pantalones.

—Ve y quítatelo si no quieres que termine rompiendo ese pedazo de tela en pleno vestidor. Y
me importa una mierda si nos ven o nos escuchan.

Ella sofocó un jadeo y noté como se ruborizaba.

—No puedes decir eso y simplemente pretender que no me afecte —y luego de pestañear, vi
cómo se bajaba la cremallera del vestido—. A propósito: hay mucho espacio en el vestidor.

Luego cerró la puerta. Agité la cabeza, divertido, mientras me pasaba la mano por el pelo. Un
par de minutos más tarde, la puerta volvió a abrirse.

Madre mía.

Llevaba puesto un conjunto de lencería de muerte, rojo y negro. Los encajes bailaban sobre el
trozo de pela. Podía notar sus pezones sobre la tela metálica casi trasparente. El color
quedaba bonito con su cuerpo y le marcaba un buen culo. Mm…

— ¿Qué te parece? —dio vueltas lentamente—. Se me ocurrió que podríamos estrenarlo la


primera noche que pasemos en Alabama.

Me paré de golpe, dejando caer la ropa al suelo, y la acerqué a mi cuerpo con violencia.

—Se me ocurre que podríamos estrenarlo aquí y ahora.


Y con pasos torpes nos ocultamos dentro del vestidor.

Capítulo cuarentaicinco.

—Son dos mil trecientos quince dólares, señor Grey.

Extendí la tarjeta de crédito hacia la rubia que nos atendía para pagar, pero la pequeña mano
de Amanda me detuvo.

—Ni de broma dejaré que pagues tanto dinero —se cruzó de brazos—. ¿Dos mil trecientos
quince dólares en una sola tienda? ¿Enserio, Teddy?

Ante la mención de mi apodo no pude más que sonreír. No era igual a cuando mamá o papá.
Era más familiar, un sentimiento cálido, un cosquilleo dulce. Pero dicho por ella mientras me
miraba culpable a través de esos ojos azules centellantes, con una sonrisilla tímida que hacia
latir mi corazón como un tambor, me hacía querer comérmela a besos.

—Son solamente dos mil trecientos quince miserables dólares, nena. No te preocupes.

— ¿Miserables? —bufó—. Con suerte podría conseguir esos dos mil trecientos quince dólares
en dos años de trabajo, en todo caso.

Le sonreí burlón.

—No te pongas difícil, ¿quieres? A ver, ¿dónde está tu ropa?

Amanda se ruborizó.

—La había dejado la maleta en el taxi. Supongo que el taxista pensó que no iba a pagarle, por
eso se las llevó.

—O quizá sólo quería conservar tus bragas para fantasear con ellas.

El rubor en sus mejillas aumento considerablemente. Incluso el pálido rostro de la rubia se tiñó
de un rojo intenso. Pf, mujeres.

—Oh, mierda. No puedo creer que dijeras eso —me dio un pequeño empujón—. Venga, paga
ya. Quiero irme.

Le sonreí burlón antes de darle un pequeño beso en los labios. Extendí la tarjeta de crédito
hacia la chica rubia. La tomó, temblando. Sonrió tímida mientras comprobaba no-se-que en el
computador.

—Este, Ted —giré el rostro hacia ella—. ¿Podría hacerte una pregunta?

Enarqué la ceja.
—Claro.

—Anoche vi una chica en la casa de tus padres. Eh, estaba al lado de un hombre mayor —
jugueteó con su pelo—. ¿Quién es?

—Mi exnovia.

Chasqueó la lengua.

—Oh ¿Y qué hacía allí?

—De visita. Se lleva bien con mamá.

Una llama de furia cruzó por sus ojos azules.

—Ya —soltó.

Solté una carcajada.

—Por Dios, ¿estás celosa?

— ¿Celosa yo? —bufó— ¿Sólo porque tu ex fue a visitar a tu familia? No, por supuesto que
no.

—A ver, tú —le tomé la mano—. Primero: era una broma. Segundo: era Sophie, la hija del
hombre que trabajaba para papá, quien es a su vez mi mejor amiga. Tercero: me pones al
cien cuando estás celosa. Aunque, a decir verdad, es la primera vez.

Una carcajada, una sonrisilla, incluso verle el rubor sobre las mejillas hubiese sido mucho
mejor que el golpe que me propinó en el brazo. Mierda ¿Era una mujer o un maldito
boxeador?

—Listo, señor Grey —la rubia me devolvió la tarjeta—. Gracias por su compra. Vuelva pronto.

Incliné la cabeza, a modo de agradecimiento, y me llevé a Amanda fuera de la tienda,


tomándola de la mano.

— ¿Y la ropa? —refunfuñó ella.

—Los de seguridad la llevaran al auto —acaricié su mano—. ¿A dónde quieres ir ahora?

— ¿Bromeas, verdad? —enarcó una ceja—. Ya gastaste bastante dinero, Ted. Deberíamos
irnos. Muero de hambre.

—Oh, no has desayunado…

Negó energéticamente con la cabeza.

—Ya, entendido. Vamos, nena. A comer hasta que ya no podamos respirar.


La verdad es que nunca la había visto comer. Discutió un poco en el auto, solo un poco,
porque iba a llevarla a un restaurante que, según ella, era carísimo. Me pregunté que
consideraba ella extremadamente caro. Para mí nada era limitado, claro está. Era un Grey y
las puertas nunca se me cerraban.

Amanda tomó con el tenedor uno de los deliciosos camarones bañados en salsa de mango.
La mordisqueó lentamente, con gracia y un sin número de modales perfectos. Los codos fuera
de la mesa, postura derecha, cubierto correcto.

— ¿Qué tanto dinero ganaban tus padres?

— ¿Cuál de todos? —sonrió burlona—. Mentira, sé de quién me hablas —se echó otro de
esos deliciosos camarones en sus labios, lenta…lentamente—. No sé, la verdad. No me
encargaba de eso. John sabe más que yo.

— ¿Tu madre hacia joyas, no? ¿Joyas a mano?

—Sí, pero comenzó a perder dinero cuando le diagnosticaron el cáncer a papá —frunció el
ceño con pesar. Oh, debe estar recordando la muerte de su padre—. Papá tenía un zoológico,
pero eso ya lo sabes. Lo perdió, entró en depresión y enfermó.

La escuché suspirar. Dejó el tenedor sobre el plato y se limpió la boca.

—Se me ha quitado el hambre.

Fruncí el ceño.

—Apenas has tocado la comida, nena. Tienes que comer.

—Se me ha ido el hambre, de verdad.

—Come un poco más, por favor.

—Ted, de verdad.

La fulminé con la mirada.

—Come. Ahora.

Puso los ojos en blanco y se dispuso a comer nuevamente. Suspiré aliviado y llevé uno de los
camarones a mi boca. Mm, estaban riquísimos.

—Cuando hablé con mamá —habló mientras estiraba el brazo hacia la copa de vino. Le dio un
sorbo—, ella me dijo que fuiste a visitarla todos los días.

—Sí.
— ¿Por qué?

Paré de comer. Estiré el brazo para tomar la copa de descansaba en su mano. Tomé de ella,
sin soltarle la mano. Sus ojos brillaron peligrosos, excitados. Sonreí.

—Quería saber si habías vuelto —siseé.

Pasó la punta de su lengua por sus labios con delicadeza.

— ¿Por qué?

—Porque estaba interesado en ti. Porque, a decir verdad, estaba muriéndome por tenerte
conmigo incluso antes de descubrir que estaba enamorado de ti.

Una enorme, encantadora y adorable sonrisa surcó su rostro, haciéndola ver más guapa, más
joven y más real.

Tranquila.
Relajada.
Feliz.

— ¿Sabes algo? No vi a tu hermano por la casa. Creí que quería hablar contigo.

Haló la copa para darle un sorbo.

—Sí habló conmigo. Quería que cuidara de Josh mientras él y Johanna iban a no-se-dónde —
arrugó la nariz—. Me siento mal por dejarle al niño a tu madre. Tiene suficiente con Nadelia y
Démitri.

—Pf, mamá debe estar feliz. Le fascinan los niños.

Sonrió tímida.

—Mm, ¿Amanda? —musité—. ¿De qué hablaron papá y tú esta mañana?

Ella estalló en risas. Oh, espera ¿Qué es tan gracioso?

—La verdad, bueno, tengo que confesarte que más que hablar, creí que en cualquier
momento iba a matarme —le dio otro sorbo al vino—. Estaba muy, muy enojado cuando le
conté sobre las fotos. Por un momento le vino la idea de que estaba ayudando a Jack para
hacerlo rabiar o cosas así —enarcó una ceja—. Eso me enfureció mucho. Christian tiene un
genio de los mil demonios.

— ¿Así que ahora le llamas Christian? —pregunté en tono burlón.

Se encogió de hombros.

—Me habló un poco de su pasado. Es, en cierta forma, parecido al mío. Me hico tantas
preguntas como eran posibles. Creo que sentimos empatía el uno por el otro —vi un brillo
peculiar en sus ojos—. Cuando me abrazó…recordé a Bruno. Christian me dijo que Jack
había sido un idiota por perderse a una buena hija como yo.

Hizo una mueca, mostrando claramente su desacuerdo. Sonreí.

—Papá tiene buen ojo para ver quien es bueno o no, nena. Si lo dice es porque es cierto.

Negó con la cabeza.

—Mejor cambiemos de tema, ¿sí? —dio un sorbo al vino. Me llevé un camarón a la boca
antes de que se enfriase—. ¿De verdad vas a ir a Alabama?

—Por supuesto. No pienso perderte de vista.

—No voy a marcharme.

—Quiero asegurarme, eso es todo.

Soltó una carcajada.

—Esto es agradable.

— ¿Qué cosa?

—Cenar con alguien especial. Cenar contigo. Es algo casi como romántico.

Le sonreí.

— ¿Y quién ha dicho lo contrario?

Capítulo cuarentaiséis.

Luego de cenar fuimos a un par de tiendas más. No pude evitar comprarle un par de modelitos
de lencería que iban a quedarle de maravilla. Desde luego, sin que los viera. Logré
convencerla de que se fuera con aquel pantalón blanco, la blusilla negra y unos preciosos
tacones Christian Louboutin que mostraban unas piernas de muerte. Nuevamente protestó a
la hora de pagar, pero la distraje con un par de besos mientras le pasaba la tarjeta de crédito a
la pelirroja que nos atendía. Caminé con ella de la mano por el centro comercial mientras se
acostumbraba a la altura. Estábamos a la misma estatura ahora.

— ¿Cómodos? —le pregunté con un deje de inocencia en mi voz.

Ella asintió, sonriendo.

—Tengo el presentimiento de que estoy usando unos tacones carísimos.

—Lo valen, nena. Te quedan de muerte.


— ¿Cuánto valen?

—Un precio bastante módico, cariño. No te preocupes por eso.

— ¿Cuánto?

—Déjalo, cielo —la abracé por la cintura—. Nos iremos en el otro auto, con dos de los chicos
de seguridad, porque el mío está repleto de bolsas. Los otros dos se lo llevarán.

—Te lo dije —replicó con voz cantarina.

Le di un golpecito en el culo.

—Ya, déjalo. Vámonos ya. Tenemos que ir al Escala por mi ropa.

Cuatro sujetos altos de seguridad estaban frente a mí. Dos de ellos eran hermano y recuerdo
que sus nombres eran Stephan y Conor Morgan. Solía llamarlos ‘Morgan 1’ y ‘Morgan 2’. Creo
que les hace gracia, porque siempre que los llamaba así intentaban disimular una sonrisa. Los
otros dos no los recordaba. Creo que son nuevos.

—Revisaremos el departamento Morgan 2 y yo —Stephan contuvo la risa—. Eh, quiero decir:


Conor y yo.

Asentí con una sonrisa traviesa en mis labios. Morgan 1 y 2 salieron del elevador, dejándonos
con los dos empleados desconocidos. Amanda se removió inquieta, apretando mi mano.

— ¿Y si William se llevó algo? ¿Sabrías que pudo haber sido?

—William sólo pudo haber venido por dos motivos: a buscarte o a matarnos.

— ¿Pero cómo sabia él que estaba contigo?

Lo medité por un momento.

—Quizá nos estaba siguiendo.

— ¿Y si nos estaba siguiendo justo ahora? ¿Desde la casa de tus padres, desde el centro
comercial o…?

Presioné mi boca contra la suya para calmarla. Noté como se relajaba y lo seguía al instante.

—Puede estar siguiéndonos, pero estamos protegidos. Ellos saben lo que hacen.

Apreté su mano para que notara que estaba allí para ella. Dos golpecitos contra las puertas
del ascensor nos pusieron sobre aviso. Los dos hombres de seguridad frente a nosotros, los
cual seguía sin recordar, apretaron un botón y las puertas se abrieron.
—No hay nadie en el edificio, señor —anunció Morgan 1.

—Bien —halé de su mano—. Ven.

Atravesamos el vestíbulo con pasos largos. Tanto ella como yo teníamos esa necesidad oculta
de marcharnos lo antes posible de allí.

—Son ideas mías, ¿o estás nervioso?

Solté una risilla.

—La última vez que estuve aquí no me trae buenos recuerdos.

La oí jadear.

—Ah, ya —musité con voz cortada.

Le sonreí burlón.

—Me refiero a la visita de William, cielo. Hacerte el amor en mi cama y en todos los lugares
que pudimos antes de la desastrosa persecución fue delicioso —golpeé mi boca contra la
suya—. Oh, no tienes idea. Te arrancaría la ropa y te haría el amor aquí mismo, pero hay
cuatro hombres en este lugar.

Ella gimoteó y enroscó sus dedos en mi cabello, aumentando la intensidad del beso. Mm, que
labios tan suaves…

—Quieta —aparté las manos de mi cabello, sujetándolas con fuerza—. Te recomiendo no


despertarme, cielo, porque entonces no permitiré que salgas viva de este lugar.

Ella sonrió traviesa.

—No suena tan malo.

Mordisqueé su labio, para quitarle la sonrisa. Madre mía, cuanto la quiero. Mm, la quiero
desnuda, debajo de mí. Ahora, en esta mullida y suave escalera.

—Cuando te tengo cerca no puedo pensar —la besé fugazmente—. Sólo puedo pensar en
hacerte gritar mi nombre mientras te hago el amor, mientras hago contigo lo que más deseo.

Rosó sus labios con los míos en un tacto sublime. Tan sublime que me hizo estremecer. Su
beso fue lento, tierno, pero con un sabor a pasión que me traspasaba por completo.

— ¿No íbamos por tu ropa? —musitó inocente.

Solté una carcajada.

—En efecto, señorita. Y usted va a ayudarme.


Capítulo cuarentaisiete.

Guardamos toda la ropa en apenas dos maletas, lo cual era poco considerado con el
guardarropa que utilizaba tanto para salir como para trabajar.

—Ya está—le dio un golpecito a la maleta—. Tienes más ropa que una mujer, Grey.

—Eso se debe a que soy un hombre muy trabajador.

Sonrió burlona.

—Oh, desde luego.

Tomé ambas maletas y le indiqué que era hora de marcharnos. Se colgó de mi cuello, como
una niña a la que acaban de darle su helado favorito. Ella tropezó y tuve que presionarla
contra mí para que no callera. Abrió los ojos como plato al ver que la foto del buró caía al
suelo, rompiéndose.

—Uh, perdona —se mordió el labio—. No era mi intención.

Puse los ojos en blanco.

—Camina, mujer.

Pero ella se arrodilló para recoger el cristal roto.

—Deja eso, nena. Voy a contratar a alguien para que recoja este lugar.

Ella extendió algo plateado y pequeño. Una llave.

— ¿Guardas una llave en el marco de una foto? —soltó una risilla—. Uh, esto suena secreto.

Le sonreí burlón.

—Es la llave de un cuarto misterioso que papá no quiere que abra —le guiñé el ojo—.
¿Entramos?

—Por supuesto que no, Ted.

—Entonces vámonos ya, mujer. ¿Para qué le das importancia a una llave?

Amanda agitó los hombros. Salimos de la habitación. En medio del pasillo me detuve cuando
una loca idea me cruzó por la mente.

—Ya que hablamos de ese cuarto misterioso, voy a revisar que esté cerrado. ¿Me
acompañas?

Amanda asintió. Caminamos por el pasillo hacia una puerta que da a unas escaleras. Subimos
al pasillo de arriba y luego giramos a la derecha. La puerta pareció estar cerrada. Amanda giró
la cerradora. Cerrada. Alzó la mano donde aún tenía la llave.

— ¿Dónde la guardo? —preguntó.

—Ponla en uno de mis bolsillos.

Ella sonrió coqueta mientras metía la mano en el bolsillo. Al sacarla la deslizó con suavidad
por el cinturón, tan cerca de…

—Para —gruñí.

Su mano se deslizó más abajo.

—Suficiente.

Más abajo…Oh…

—Detente. Ahora.

Subió la mano lentamente por el abdomen, el pecho y la base del cuello. Dejé caer las
maletas y la aferré con fuerza entre mi cuerpo y la pared. La sonrisa se hizo más amplia y
radiante, dejándome ver aquellos dientes blancos y perfectos.

— ¿Me quieres volver loco? —enredé mis dedos entre su cabello e inhalé con fuerza el
delicioso olor de su cabello—. Toma esa maldita llave y abre la puerta.

Gimoteó. Metí la mano dentro del bolsillo y tanteé para abrir la puerta.

— ¿Te volviste loco? —la callé con un beso—. Dijiste que tu padre no…

Pero ya ninguno de los dos pudo continuar. El repentino deseo que nos bañó nos prohibió
pensar en otra cosa más que en ella y yo, yo y ella. Nos adentramos cuerpo a cuerpo a la
habitación oscura. Hacía calor, desde luego. Era una habitación que llevaba años cerrada. La
culpa me palpitó en la mente.

Iba a hacerle el amor a mi mujer en un lugar caluroso y sucio.

Había abierto el cuarto que papá me había hecho prometer que jamás abriría.

La presioné contra la pared, mientras meditaba en silencio con los ojos cerrados.

—No deberíamos estar aquí. No deberíamos haber abierto este cuarto —jadeé—. Vámonos.

La tomé de la mano y la apreté suavemente. Abrí los ojos para enfocarme en su rostro para
hallar paz. Pero…

—Por Dios…

Amanda tenía la espalda recostada sobre lo que parecía ser una cruz. Una cruz de madera
con muñequeras y tobilleras, como correas…

— ¿Qué demonios…?

Giré de golpe para observar la habitación. Había una enorme cama con sábanas rojas y al
otro lado había una serie de fustas, esposas y artefactos extraños colgando de la pared. A un
lado de la cama hay una cómoda, cubierta de polvo. Hay otra pequeña mesa circular en un
lado de la habitación. El vago olor del cuero era hipnotizante.

— ¿Este es el maldito secreto de papá? —gruñí—. ¿Qué se supone que sea este lugar?

El color rojo de las sábanas de satén estaba volviéndome loco. La expresión de Amanda
también mostraba sorpresa, aunque no confusión.

— ¿Tú sabes para qué demonios papá tendría esto? —solté una maldición—. ¡Por Dios! Esto
parece un cuarto de tortura.

Amanda apretó mi hombro suavemente.

—Ted…esto…No es lo que piensas —jadeó nerviosa—. Esto es como, eh, un cuarto de


juegos.

La fulminé con la mirada.

— ¿Acaso te volviste loca? —señalé con la mano abierta las fustas—. ¿Acaso consideras un
juego golpear con esas cosas? ¡En caso que sea para eso!

—Esto es sexo sadomasoquista, Ted. Hay personas con gustos distintos en, eh, el sexo y…

— ¿Estas queriéndome decir que a papá le gusta azotar mujeres mientras se las folla? —
bramé.

Amanda retrocedió asustada.

—No lo sé, Ted.

La tomé con fuerza de los antebrazos.

— ¿Cómo es que sabes de esto, eh?

La vi tragar saliva.

—Fue hace años. Un sujeto con el que salía que hiciera algunas cosas —apartó la mirada—.
Era un poquito violento, pues. Me hacía daño, así que me marché.

Ante la mención de la palabra ‘daño’, me obligué a mí mismo a soltarla.

—Perdona —musité.
Ella extendió la mano hacia mí y envolvió sus dedos entre los míos. Una repentina y agradable
paz me inundó.

—Sé que esto es fuerte, pero trata de calmarte —pasó su mano libre por mi rostro—. Tus
padres son felices, Ted. Eso se nota a distancia. Quizá ambos tienen los mismos gustos y
disfruten de las mismas prácticas sexuales. Sea lo que sea, no puedes meterte. Es su vida
privada y no te incumbe.

Fruncí el ceño.

— ¿Pero y si le…?

— ¿Hace daño? —ella negó con la cabeza—. No lo creo. En todo caso, eh, es algo que ellos
saben manejar —apretó nuestras manos unidas—. Esto consiste en hallar placer a través de
prácticas sexuales poco frecuentes.

Respiré hondo.

—Pero esto es, um…Debes admitir que es difícil de asimilar —tragué saliva—. Saber que
papá le pega a mamá mientras hacen el amor…

Inesperadamente ella golpeó sus labios contra los míos, suavemente.

—Intenta no pensar en ello, ¿sí? Es algo que ambos disfrutan, te guste o no. Eres adulto y
creo que podrías comprender la situación mejor. Quizá mañana, cuando tengas la cabeza fría,
puedas entender.

La devoré en un intenso beso.

—Espero que tengas razón, nena, porque saber esto me está volviendo loco.

Capítulo cuarentaiocho.

Abrí la puerta del pasajero para que ella bajara. Sonrió tímida mientras se ocultaba entre mis
brazos. Oh, por favor. Parecía una niña.

— ¿Qué tal estás? Has estado muy callado todo el camino.

Le besé el pelo.

—He estado pensando, eso es todo. No es tan sencillo como lo haces querer parecer.

Ella gimoteó contra mi pecho.

—Venga, ya —pasó suavemente la nariz por mi pecho—. Ya sé cómo animarte: te prepararé


un postre. El que quieras, pues.

La abracé por la cintura, conmovido y enternecido. Um, un postre…


— ¿De lo que sea? —ella asintió— ¿Podrías ser tú cubierta de vainilla y caramelo?

Soltó una risilla.

—Quizá, no lo sé.

—Sería un postre delicioso, caliente y exquisito al paladar —inhalé el exquisito olor de su


cabello. Uh, fresas—. Hueles bien.

—Déjalo, Grey —alzó el rostro para sonreírme—. Pídame lo que quiera, señor Grey, que estoy
dispuesta a complacerle.

—Diría que te desnudes, que voy a hacerte el amor aquí en el coche, pero los de seguridad
están bastante cerca. No quiero dar tal espectáculo y permitirles fantasear con tus gritos.

Golpeó su frente contra mi pecho.

—Me junté con un maldito loco y obsesivo compulsivo por el sexo ¿Por qué sigo aquí? —su
boca asaltó la mía con furia—. Vas a matarme un día, hombre —sonrió—. Pero te amo.

Sonreí.

—Lo sé, nena. ¿Quieres que te ayude a cocinar?

Ella negó con la cabeza.

—Lo hago yo sola, no te preocupes. No destruyo cocinas si es lo que temes.

Solté una carcajada.

—No me preocupa la cocina, Amanda.

Hizo un puchero.

—Me gusta ms cuando me dices ‘nena’.

—Ya, adentro —la empujé un poco—. Me debes un postre.

Dio un saltito. Dios, podía parecer una niña en cualquier momento. Al entrar observamos a
toda la familia adentro: mamá tenía a Démitri en brazos, papá a Nadelia y Phoebe estaba
entre los dos. John y su esposa, quien cargaba al niño, estaban en una esquina de la
habitación hablando con Stella. John reparó en su hermana y observé un brillo especial en su
mirada.

—Este… ¿Amanda?

Solté una risilla. Su voz tenía un deje de incredulidad.


—Este… ¿John? —le sonrió burlona mientras caminaba hacia él—. ¿Qué?

John le dijo algo bajito que ella no entendió. John lo repitió y vi como Amanda daba unos
cuantos saltitos de emoción. Se colgó en el cuello de su hermano y pronunció un sinnúmero
de palabras en danés.

— ¡Oh, sí! —soltó un gritito—. ¡Voy a ser tía otra vez!

John puso los ojos en blanco, pero en su mirada estaba esa luz de felicidad única. Amanda
abrazó a su cuñada y caminó dando saltitos hacia mí.

—Tú, yo, cocina. Ahora —me haló de la mano—. Hay que preparar un postre gigante.

Ella siguió halándome y escuché como John soltaba una carcajada.

—Soporté a esa yegua desbocada por dieciséis años —agitó los hombros—. Ve si puedes con
ella.

Amanda le dijo en danés que cerrara la boca. Terminé halándola de la mano hasta la cocina.

— ¿No te gustan los niños? —preguntó con voz cantarina.

Sonreí.

—Me encantan, nena.

— ¿Te gustaría tener hijos alguna vez?

Oh…

— ¿Intentas llegar a algún lado? —pregunté cauteloso.

Ella sonrió tímida.

—Sólo es curiosidad.

Pasé suavemente la mano por su cintura, el vientre…

— ¿Curiosidad, eh? —golpeé su cuerpo contra el mío—. ¿Curiosidad?

La sentí temblar contra mi piel. Sus ojos se volvieron oscuros y tibios.

—Era una pregunta, nada más —se mordió el labio—. No te preocupes.

Pero en sus ojos hubo un destello de decepción, como si aquellas palabras no fueran
precisamente las que quisiera pronunciar.

— ¿Quieres, verdad? —rosé mi nariz con la suya—. Por eso tanta curiosidad.
Gimoteó.

—Sólo era una pregunta —jadeó—. No…yo…

Amanda explotó en un llanto tan repentino que me erizó la piel. Ocultó el rostro en mi pecho,
abrazándose a mí con fuerza, y no pude más que aferrarla a mí.

—Cielo, ¿por qué lloras? No llores. Me duele verte llorar.

Inhaló fuerte, buscando un poco de paz.

—Tengo tantos sueños que jamás he podido cumplir, Ted —gimoteó—. No puedo cumplirlos,
mas sin embargo siempre deseo más ¿Por qué deseo más?

—Oh, cariño —le besé el pelo—. Desear no es malo. Desear cosas es tan humano como
respirar.

—Pero nunca obtengo nada. Ya ves a papá. Quería una familia que me quisiera y que velara
por mí y ya no tengo papá. Otra vez.

Cerré los ojos con fuerza mientras mis brazos la envolvían con todo el amor que podía darle.
Ella soltó un llanto brutal, descargando un poco la frustración. Oh, cariño. Tu dolor es mío.

—Nena, por favor. No llores así —inhalé el olor de su cabello—Todavía tienes a tu madre y a
John. Eres su pequeño lucero. Te adora, se nota desde lejos.

Poco a poco se fue calmando, aferrándose a mí como un salvavidas. La fui llevando poco a
poco hasta el suelo, permitiéndole que se recostara sobre mi pecho para descansar. Los
pasos se escucharon rápidamente por el pasillo. John acudió, con el rostro agitado por la
preocupación. Le hice señas de que todo estaba bien. No muy convencido decidió marcharse.
Acaricié su pelo, notándola más tranquila.

— ¿Cariño? —la llamé suave.

Ella apretó las manos alrededor de mí.

—Entiendo cómo te sientes, pero verte así… —la apreté contra mi cuerpo—. Es tan delicioso
estar con esa Amanda alegre, relajada y sonriente. Esa sonrisilla tuya es la que me volvió loco
la primera vez que te vi.

Le besé el pelo. Amanda suspiró.

—Con respecto a tu curiosidad, sí: quiero tener hijos ¿Cuántos? No lo sé —acaricié su


vientre—. Sólo sé que quiero verlos crecer aquí adentro, porque eso significaría que eres
totalmente mía —sonreí—. No sólo yo va a estar dentro de ti.

Capítulo cuarentainueve.
El pasillo estaba en silencio. Amanda tenía la cabeza recostada en mi pecho, con los brazos
envolviéndome en un abrazo que supe devolverle. Creo que se estaba quedando dormida,
porque escuché una respiración más suave.

—Eh, tú —la agité suave— ¿Estás dormida?

Gimoteó. Pronunció algunas palabras que no logré entender.

— ¿Quieres que te lleve a la cama?

—Estoy cansada, hombre. No doy para otro round.

Solté una carcajada.

—Sólo voy a llevarte a la cama para que descanses.

Bostezó. La acuné en mis brazos y me levanté con ella. Peso pluma, por Dios. Amanda se
acomodó en mis brazos. El pelo le caía por un lado, dejando ver ese rostro de ángel que
poseía. Era tan preciosa que perdí el aliento momentáneamente.

— ¿Ted? —envolvió sus manos por mi cuello—. Puedo caminar hasta la habitación.

Le besé el pelo.

—No pesas nada, preciosa. Además estás cansada.

Aunque protestó con voz cansada, ya me encontraba caminando con ella en brazos. La familia
entera nos observaba expectantes, esperando que alguno de los dos explicara qué había
pasado hace unos minutos. Me dirigí directo a la habitación, donde estaban las bolsas de
todas las cosas que le compré. La recosté sobre la cama. Amanda abrió los ojos de golpe. Le
sonreí.

— ¿Qué?

Una pequeña y dulce sonrisa se dibujó en sus labios.

— ¿Tienes una idea de lo feliz que estoy de tenerte?

Rosé mi nariz contra la suya.

—Lo sé.

Y sin más preámbulos tomé su boca en un beso intenso.

—Será mejor que descanses, nena. Mañana nos vamos a Alabama —bajé las manos hasta el
dobladillo de su camisa—. Te ayudaré a cambiarte.

Hizo un puchero, a modo de protesta, pero me dejó desvestirla.


— ¿Quieres ponerte una pijama? —le dije en tono burlón.

Agitó la cabeza.

—Como quieras, nena —halé la sábana para cubrirla—. Descansa.

Apenas le hube dado un beso en el pelo, noté como se acomodaba en la cama. Cerró los ojos
y el rostro se le fue relajando lentamente. La observé por un largo rato hasta que finalmente se
quedó profundamente dormida ¿Hacía cuanto no había descansado como Dios manda? Verla
allí, con el cabello desparramado sobre la almohada, con el rostro relajado y el cuerpo en
descanso sólo he hizo sentir una furia inmensa ¿Cómo Jack pudo perderse de algo así? Aun
ausente desde hace muchos años en su vida, Jack seguía haciéndole un daño terrible.

Y deseé matarle por eso.

Agité la cabeza y me di media vuelta. Me dirigí hacia la sala, donde la familia permanecía.
Vaya, lo que causa la curiosidad.

— ¿Y Amanda? —preguntó John.

—Acaba de quedarse dormida.

— ¿Pero está bien?

—Entre todas las cosas, sí.

Suspiró y volvió a sentarse junto a su mujer. Phoebe se puso en pie y vino hacia mí. Me sonrió
tímida antes de abrazarme. Sonreí enternecido mientras la cubría con mis brazos. Oh, mi
pequeña debilidad.

— ¿Qué?

Phoebe soltó una risilla.

— ¿No puedo simplemente abrazar a mi hermano?

—Puedes —le besé el pelo—, pero me parece que quieres algo más.

—Em, sí —alzó la cabeza para mirarme—. ¿Podríamos hablar en privado?

Enarqué una ceja.

— ¿Es algo malo?

Negó con la cabeza. Luego la inclinó un poco.

—No lo sé —se mordió el labio—. Necesito un consejo.

Sonreí burlón antes de encaminarnos hacia el estudio. Quizá es que he estado enfocado solo
en la mujer que dormía desnuda (oh, gloriosamente desnuda) en mi habitación, pero no había
fijado lo nerviosa de la actitud de mi hermana. Tenía las manos unidas desde la espalda, la
mirada vagaba por los rincones y caminaba en ‘zig-zag’. Mm, Phoebe… ¿Qué tienes que
decirme?

Cuando los dos estuvimos dentro del estudio, cerré la puerta suavemente. Phoebe suspiró e
inhaló una enorme cantidad de aire antes de girar hacia mí de golpe.

—Ted, por favor ¡No vayas a ponerte como papá!

Enarqué una ceja, confundido.

— ¿De qué me he perdido?

Gimoteó.

—Hablé con mamá, pero tengo miedo de decirle a papá porque sé que va a ponerse frenético.
Mamá me dijo que hablara contigo, porque eres bastante parecido a papá pero más
comprensivo y…

— ¡Para, nena! —resoplé—. Estoy perdido, pequeña ¿No preferirías ir al grano?

Se mordió el labio.

— ¿No te enojarás?

—No, Phoebe, pero estás poniéndome los nervios de punta con tanto misterio.

—Estoy estúpidamente enamorada de Daniel Rodríguez.

Soltó las palabras tan de golpes que necesité de un minuto entero para entenderlas.

Mierda.

Daniel Rodríguez era el hijo del mejor amigo de mamá, un fotógrafo bastante bueno que se
encargaba de tomar fotografías en eventos importantes. Y, mierda, Daniel era un imbécil. La
última vez que nos habíamos visto estaba por llevarse a la cama a la mujer con la que me
estaba acostando.

—Nena… —me pasé la mano por el pelo—. ¿Es una broma?

Su mirada se volvió triste por un momento.

—No —jadeó—. ¿Te enojaste, verdad?

—Sabes que ese tipejo y yo no tenemos precisamente una relación amistosa, Phoebe ¿Y
cuándo mierda pasó esto?

—Es una historia muy larga.


Se removió inquieta. Oh, me estaba ocultando algo.

—Dime. Ahora.

Se mordió el labio.

—Cuando cumplí los dieciocho fui con una amigas a un club —soltó una risilla nerviosa—. Se
me pasaron un poco las copas. Era la primera vez que tomaba.

Una llamarada de odio brotó desde lo más profundo de mi ser.

—Dime que él no se aprovechó de eso para acostarse contigo —inhalé profundo— ¡Si fue así
lo mato, Phoebe!

Phoebe se haló el cabello, desesperada.

— ¡No, no fue así! Ted, estaba borracha hasta el pelo. Mis amigas también. Estábamos todas
totalmente idas. Si no hubiese sido porque él estaba allí nos hubiera pasado eso que estás
pensando —se acercó a mí y tomó mis manos entre las suyas—. Te lo conté a ti porque no sé
qué hacer. Necesito a mi hermano: ese que siempre me da consejos porque me quiere y me
cuida.

—A ver, tú —resoplé—. ¿Qué consejos necesitas? ¿Sobre qué?

—Sobre sexo.

Oh.

— ¡Mierda! —solté sus manos—. ¿De sexo? ¡Eres una niña!

Me fulminó con la mirada.

— ¡No soy una niña, Ted!

—Tienes diecinueve, Phoebe. ¡Diecinueve!

— ¡Tú te has acostado con un montón de mujeres desde los quince! —gimoteó—. Ted, no es
sólo el sexo. Por favor, es importante para mí. Lo amo, de verdad lo amo, pero Daniel me ha
dejado claro que no quiere nada serio conmigo.

— ¿Entonces por qué?

—Lo quiero, Ted. En el fondo sé que él también, pero no quiere dejar la vida de donjuán que
lleva.

Sus ojos estaban al borde de las lágrimas.

— ¿Qué necesito para que me tome enserio?


Intenté no mirarla, para no bajar mis defensas, pero saber que mi pequeña hermana estaba
sufriendo por amor me destrozaba entero. Daniel era un imbécil, sí, pero ella lo quería. SI
llegase a hacerle daño le haría pagar.

—No necesitas nada, pequeña. Eres preciosa.

—No, Ted. No es nada acerca de la belleza —puso su mano en mi pecho, sintiendo los latidos
del corazón—. ¿Cómo puedo llegar a aquí?

—Si él no quiere permitírtelo, estará difícil.

—Por favor —las lágrimas brotaron de sus ojos como cascadas—. Necesito los consejos de
mi hermano.

Suspiré.

—Está bien —presioné la mano que tenía sobre mi pecho—. Pero deja de llorar. Sabes que
no puedo soportar ver a una mujer llorar.

Capítulo cincuenta.

Dejé a Phoebe dormida en su habitación. Mamá y papá s fueron a dormir. John y su mujer,
junto a su hijo, se marcharon directo a su casa. Stella se fue con ellos. Yo, sin embargo,
estaba en la sala sin poder dormir. El reloj marcaba la una de la mañana. La conversación con
Phoebe me había dejado frío.

Podría haberle dado todos los consejos que me hubiese pedido, desde luego. Pero no sobre
sexo. Eso era demasiado. No podía simplemente mirarla y dejarla de ver como una niña. Era
difícil entender que se volvía mujer cada día, acercándose peligrosamente a una edad donde
ya no va a necesitar que cuide de ella, que la proteja, que la mantenga a salvo.

Me dejé caer sobre el sillón y me tapé la cara con ambas manos. Cuando papá se entere de
esto iba a soltar la lengua con gusto. Si para mí, que soy su hermano, entender que la
pequeña Phoebe ya había crecido, para él será un golpe muy duro.

En mi mente comenzaron a aparecer imágenes al azar:

La pequeña chiquilla loca e inquieta con dos coletas corriendo por el jardín.

La niña que venía a mi habitación porque había tenido una pesadilla.

La niña que lloró abrazada a mis piernas cuando comencé a ir a la escuela.

La chiquilla burlona que le encantaba treparse en mi espalda.

¿En qué momento había crecido tanto?


— ¿Ted?

Quité las manos de mi rostro para ver como Amanda caminaba hacia mí. Tenía puesta una de
mis camisetas. Tenía escrito “Vendo un par de besos por un poco de sexo”. Sonreí divertido
¿Es que no le importaba usar esas camisetas?

Mm, pero esas piernas…

— ¿Qué haces aquí? —bostezó—. Es tarde.

Se desplomó en el sofá junto a mí. La acuné en mis brazos. Acaricié su cabello. Oh, que
suave...

—No puedo dormir, nena.

— ¿Pesadillas? —bufé y ella rio—. Bueno, ¿entonces?

Torcí el gesto.

—Estaba pensando, es todo.

— ¿En qué?

Suspiré.

—Una conversación con Phoebe.

— ¿Tan malo fue?

—Mm, no.

— ¿Entonces?

Le besé el pelo.

—Me estaba pidiendo consejos de sexo —gimoteé—. ¿Cómo se supone que responda a eso?

—Oh —soltó una risilla—. Ya veo.

—Phoebe no puede simplemente venir y decir “¿Qué podría seducirlos mejor: lencería o estar
desnuda?” No puedo ni siquiera pensar que mi hermana pequeña vaya a desnudarse frente a
un hombre.

—Phoebe no es una niña y no es tu hermana pequeña.

— ¿Ah, no? —refunfuñé.

—No, esa es Nadelia. Además, eso es algo que pasará alguna vez. Phoebe algún día se
casará y tendrá sus propios hijos. Los hijos no se hacen con poca ropa.
—Controla esa lengua —gruñí—. Estamos hablando de mi hermana pequeña, no de una gata
en celo.

Amanda bufó.

—Ya sé, hombre. Tu hermana tiene derecho a hacer su vida. Lo curioso es saber cómo lo
hará con un hermano sobreprotector y un padre obsesivo por el control.

Sonreí burlón.

—No es gracioso. Cuando papá se entere va a ponerse como una fiera, te lo digo.

—Uy, no tienes que decirme. Conocí a esa bestia hace unos días.

Se removió en el asiento hasta posicionarse sobre mí, con las piernas a ambos lados de las
mías.

— ¿Qué te hace sentir eso?

Sonreí.

—Excitado, muy excitado.

Puso los ojos en blanco.

—Me refería a lo de tu hermana.

—Oh —sonreí burlón—. Veamos: quiero matar al tipejo que quiere abrirle las piernas a mi
hermana, en caso de que quiera.

— ¿A qué te refieres?

—Ella está enamorada, él no. A eso me refiero.

—“Toca a mi hermana y te patearé el culo” —suspiró—. Eso diría John.

Pasé el pulgar por sus labios mientras sonreía.

—John sabe que eres una criatura tentadora.

—Una criatura que está cansada y espera que su diletante compañero se vaya a la cama con
ella —acarició mi mejilla con un tacto apenas sensitivo—. Phoebe es una mujer muy
inteligente y sabrá hacer las cosas bien. Si te ha pedido consejos es para cometer los menos
errores posibles —sonrió—. Además la relación de hermanos que tienen es preciosa. Si yo
llegase a pedirle un consejo de sexo a John sería mi trasero el que patearía.

Solté una carcajada.


—Yo podría enseñarte lo que deseas —moví la mano lentamente por sus piernas, hasta llegar
a la curva de su cintura—. Aclararía todas tus dudas sobre sexo.

La sentí estremecerse.

—Estamos en la sala, nos pueden ver —golpeó mi mano—. Detente.

Apreté su trasero, presionándola más contra mi cuerpo.

—Sensaciones, sensaciones —musité—. No me cansaré de tocar tu piel nunca.

Gimió.

—Hay algo que debo decirte, Ted —jadeó—, pero necesito concentrarme.

Me obligué a detener las caricias. Todo lo que ella debía decirme bien recibido sea.

— ¿Qué?

Amanda respiró profundo.

—Es algo que decía mi psicólogo.

Enarqué una ceja.

— ¿Ibas al psicólogo?

—Si —cerró los ojos—. Mamá me obligó. Fue cuando descubrió que estaba teniendo sexo sin
control. Creyó que había algo mal conmigo. Bueno, algo así.

Oh…

— ¿Y?

—El psicólogo dijo que tenía un trastorno sexual, que puede haber sido provocado por la
cantidad de alcohol que he consumido desde los trece años.

Oh…

—Tengo Hipersexualidad —abrió los ojos y me miró cautelosa—. En antiguos conceptos:


ninfomanía —rosó sus labios contra los míos en apenas un suave contacto—. Es por eso que
no puedo decirte que no a la hora de hacer el amor.

Capítulo cincuentaiuno.

La tomé de la mano.

— ¿Qué haces, nena?


Amanda se sobresaltó. Al despertarme la vi de pie, desnuda, mirando por la ventana de la que
antes había sido mi habitación. Los rayos del sol le hacían brillar el cabello y la piel de una
manera espectacular. Ella apretó mi mano y una sonrisilla relajada se asomó por su rostro
cuando la cubrí con los brazos desde la espalda.

—Estaba observando la vista —suspiró—. Los campos cuentan una historia feliz, con una
familia unida.

Capté un deje de tristeza en su voz. Acaricié su vientre con suavidad.

—Pronto tú y to contaremos la historia de una familia feliz —mordí con suavidad el lóbulo de
su oreja—. Un par de niños pelirrojos corriendo por el jardín, persiguiendo a un pequeño
cachorro mientras los otros dos, un par de castaños, nadan en la piscina.

Dio un respingo, fingiendo indignación.

— ¿Pero cuantos hijos quieres, pues?

Sonreí.

—Más de dos, eso es seguro.

— ¿De verdad quieres tener hijos conmigo?

—Quiero hijos contigo, un futuro contigo, una vida contigo.

Giró repentinamente hasta quedar delante de mí. Enterró sus dedos en mi cabello mientras su
boca se unía a la mía con desesperación.

—Dime que me amas, Ted. Necesito escucharlo para sentirme mejor conmigo misma.

Gemí contra su boca. Me aferré a ella lo más que pude, arrinconándola en la esquina de la
habitación.

—Te amo, Amanda. Te amo más que a cualquier cosa que haya podido llegar a amar antes.

Noté como todo su cuerpo se relajaba junto al mío y como no puedo resistirme por demasiado
tiempo a esta mujer, terminamos haciendo el amor otra vez.

— ¿Ya estás lista, cariño? —le pregunté mientras cerraba mi maleta.

Vi que buscaba algo, que al parecer no encontraba.

— ¿Qué buscas?

—No sé, siento que olvido algo —agitó los hombros—. Quizá esté en las maletas que el
taxista se llevó.

— ¿Tus bragas?

Se ruborizó.

—Deja de decir eso, Ted.

Le sonreí burlón. Observé lo bien que le quedaba aquel vestido morado con los Christian
Louboutin negros que le había comprado. Mm, pero que preciosa es esta mujer.

—Ya, olvidado. Deberíamos irnos ahora antes de que el piloto del avión se canse de esperar
—le sonreí lascivo—. Me entretuve demasiado contigo.

Agitó su cabello.

—No es culpa mía, Grey.

—Ya, como sea —tomé su maleta—. Será mejor que bajemos.

Amanda abrió la puerta y salimos. Al bajar por las escaleras vimos a mamá y a papá
despedirse de Phoebe.

— ¿Mamá también irá? —enarqué una ceja—. Pensé que sólo iríamos nosotros tres.

Miré de reojo a Amanda, quien al notar mi mirada resopló.

—Deja de mirarme. Yo no sé nada.

Mamá soltó una risilla.

—Le dije a Christian que quería ir y él no puso reparos —se encogió de hombros—. Sería
como unas vacaciones de tres días —le sonrió divertida—. A menos que pueda convencerlo
de que nos tomemos unos días adicionales.

Papá le devolvió la sonrisa.

—Nos proponemos complacer, señora Grey.

La diversión del momento se cortó de golpe. ¿Esa frase es algo referente a su ‘cuarto de
juegos’? De seguro como otras tantas frases que nunca comprendía y que ahora comenzaban
a tener un morboso significado.

Amanda agitó mi brazo. Por el rabillo del ojo vi como agitaba la cabeza, tratando de decir sin
palabras “no los juzgues”. No era algo fácil.

— ¿Ya nos vamos? —preguntó papá.

Agité los hombros sin nada más que decir. Me dio una mirada perspicaz y prosiguió a tomar la
maleta de mamá. Ella abrazó a Phoebe y salió junto a papá. Phoebe vino donde mí y se colgó
de mi cuello.

—Los voy a extrañar —chilló al soltarme—. Todavía no puedo creer que papá me dejara la
empresa en mis manos.

—Es que confía en ti, nena —la miré perspicaz—. Como lo hago yo. Confío que no hagas las
cosas sin pensar. Sabes a lo que me refiero.

Vi como Phoebe se ruborizada.

—Ya, te entiendo. Lo prometo.

Besé su frente antes de sonreírle. Podrían ser un par de días, pero la echaría de menos.
Phoebe se arrojó a los brazos de Amanda y le dio un fuerte abrazo. Uh, ¿en qué momento se
habían vuelto tan amigas?

—Gracias por los consejos, Am.

¿Am?

—De nada, Ibie.

¿Ibie? Oh, perfecto. Apodos.

—Venga ya, niñas. Ya nos tenemos que ir.

Amanda le dio un último abrazo y se marchó conmigo. Cuando el sol del día le golpeó en la
cara al salir, noté que sonreía.

— ¿Qué consejos le diste a mi hermana? —enarqué una ceja—. ¿Y en qué momento? No es


que te haya dejado sola estos días precisamente…

Amanda se ruborizó.

—Anoche me desperté para buscarte y me la encontré en el pasillo. Estuvimos hablando un


rato —sonrió—. Tu hermana es muy dulce.

Sonreí con orgullo.

—Sí, lo es.

—Eh, chicos —nos llamó papá—. Se nos hace tarde —sonrió burlón—. Es un decir.

Claro, siendo nuestro propio avión jamás se nos haría tarde. Para eso le pagábamos al piloto.
Incliné la cabeza en dirección al coche y Amanda y yo nos acercamos. Guardamos las
maletas en la cajuela y nos metimos en la parte trasera del coche. Hoy le tocaba al flamante y
obsesivo Christian Grey conducir.
—Viajar otra vez —Amanda gimoteó cuando tomó asiento—. No han pasado ni una semana
cuando ya tengo que volver a montarme en un avión ¡Y para viajar del lugar del que acabo de
regresar!

Tomé su mano y le di un leve empujón.

— ¿A qué iremos? Quiero decir: te acompañaré a lo de las fotos y eso ¿Pero por qué no le
dijiste a papá donde estaban y ya? ¿Por qué vas tú? —acaricié su mejilla con el pulgar—.
Podrías ahorrarte el viaje.

—Es complicado. Quien las tiene sólo puede entregármelas a mí.

— ¿Por qué?

—Porque, técnicamente, Amanda Hyde ya no existe. Desapareció hace años —hizo una
mueca—. Tu padre sabe por qué.

—Pero yo no.

Se removió inquieta.

—Dos años después de que me adoptaran, hallaron a mamá muerta en su casa —suspiró—.
Días antes de su muerte Jack había escapado de la cárcel. Tu padre pensó que iba a por él,
pero no —un odio desmedido cruzó por sus ojos al mirarme—. Jack escapó de la cárcel sólo
para matar a mi madre.

El corazón dejó de latirme por un instante. Cuando me dispuse a darle todo mi apoyo, mamá y
papá entraron en el coche. Papá me observó desde el espejo retrovisor.

—No olvidaron nada, ¿verdad?

Eh, quieto Grey. Deja de ser tan controlador un minuto.

—No, papá. Tenemos todo.

—Bien —alzó ambas cejas—. Ted, el cinturón.

Puse los ojos en blanco. Epa, Grey. Ya no soy un niño.

—Bueno, nena —tomó la mano de mamá—. Me reconforta saber que vas a estar conmigo.

Cuando oí sus palabras caí en cuenta. Necesitaba a mamá. Ella era su salva vidas. La
necesitaba cerca para enfrentar lo de las fotos de…bueno, mi abuela. El auto se puso en
marcha.

—Christian —le llamó Amanda—. Acabo de recordar algo, pero no sé si sea de vital
importancia. Es sobre Jack.

Papá se puso tenso.


—Recuerdo que hace dos años Jack se comunicó conmigo.

— ¿Y qué dijo?

—En ese momento no lo entendí —hizo una mueca—. Bueno, ahora tampoco. Dijo que quería
que lo ayudara a encontrar a dos mujeres. Una de ellas es Ella, tu madre biológica.

Papá suspiró.

— ¿La conocía?

Asintió.

—Creo que mi abue…eh, el padre de Jack le contó sobre ella. Tengo una teoría, pero no
tengo como probarla.

— ¿Cuál?

—Jack conocía a Ella por medio de su padre, aunque no sé cómo es que supo de ella. Según
sé, Jack no tuvo mucho contacto con su padre. Ella tenía contactos con personas que
trabajaban con drogas y esas cosas. Jack consumía de esas cosas, pero por debajo de la
mesa: es decir, en secreto. Mi teoría es que hay alguien entre medio de ambos: tu pasado y el
de él.

Papá lo pensó el tiempo que le tomó salir de la propiedad.

—Ella y el padre de Jack —frunció el ceño—. Los únicos que estamos en medio seríamos
Jack y yo.

—No, no solo tú. Digo, sí, pero hay algo que no me sigue cuadrando porque me pidió que
encontrara a otra mujer.

— ¿Cómo se llama?

Amanda pareció pensarlo por un largo tiempo.

—Elena, creo. Elena Norton. No, Lon…Mierda —resopló—. ¡Ah, ya! Elena Lincoln.

Papá pegó un frenazo.

— ¡Otra vez esa mujer! —chilló mamá.

Vi a papá comenzar a desesperarse.

— ¿Qué tiene que ver esa mujer con Jack? —bramó papá.

—No lo sé. Jack no quiso decirme más luego de haberle dicho que no lo ayudaría. Sonaba
urgente encontrarla, según su voz.
Mamá rechinó los dientes.

—A ver, nena —papá trató de tomar su mano, pero ella lo rechazó—. No, maldición. Ya Elena
desapareció de nuestras vidas.

—Pues según lo que veo acaba de hacer su reaparición.

—Bueno, sí, pero no dejemos que nos afecte hasta que sepamos bien lo que pasó.

Mamá acabó por rendirse, apretando la mano de papá.

— ¿Quién es esa tal Elena? —pregunté.

Mamá puso los ojos en blanco.

—Una mujer sin importancia, cariño.

Si y Amanda es hija de Michael Jackson. Ajá.

—Oye, em —dijo Amanda bajito. Se acercó un poco más a mí: piel con piel—. Lo estás
haciendo bien.

Fruncí el ceño.

— ¿Qué cosa?

—No juzgar a tus padres.

Sonreí mientras tomaba su mano.

—Tengo un gran apoyo a mi lado.

Ella sonrió y se acurrucó contra mí. Repentinamente un rompecabezas que nunca había
pensado que existiría se esparció por la mesa invisible. En este instante cada uno de nosotros
era una pieza, pero la mujer que tenía en brazos, como si en ellos pudiese escapar de una
realidad cruel, me parecía la más importante.

Capítulo cincuentaidós.

Amanda observaba la vista desde la ventanilla del avión privado. Las nubes aún estaban
teñidas de un rosa ahora más claro ya que era temprano.

— ¿Cuántas veces has ido a Alabama? —le pregunté.

Ella me prestó atención.

—No recuerdo. Pocas veces, creo. La última vez que fui tenía doce años. Oh, y hace dos
meses, claro.

— ¿Estuviste allí los dos meses?

—Sí. Estaba buscando información —hizo una mueca—. Nací allí y Jack tiene secretos en ese
lugar. Uno de ellos son las fotos.

— ¿Por qué decidiste hacerlo?

Se encogió de hombros

—Si hubieses pasado una vida entera huyendo de un pasado inconcluso, ¿no lo harías?

—Pues no lo sé, supongo que sí.

Sonrió burlona.

—Sospecho que usarás el tiempo que nos tome el viaje para interrogarme.

Sonreí culpable.

—No hay necesidad de responder.

—Ya, hombre —se acurrucó junto a mí lo más que pudo— Pregunta.

Por un instante dudé.

— ¿Por qué fuiste a ver a William aquella noche?

Silencio.

— ¿Qué noche?

—Aquella noche cuando fuiste a verlo a un lugar viejo y abandonado.

—Um, ¿eso como lo sabes?

—Te seguí. Salí a hacer ejercicio y te vi.

Silencio.

—Ah, ya. Tú estabas allí, ¿eh? Creí haberte visto —soltó una risilla—. Pensé que estaba loca.

—Estás loca —repuse en tono de burla.

—Gracias, cariño.

Algo caliente se removió en mi pecho. También te amo, cariño.


—William me había llamado en la mañana —explicó—. La llamada me puso muy nerviosa. No
había sabido nada de él desde que éramos unos niños. Tenía la esperanza de que quisiera
simplemente hablar, pero yo sabía que no era así. Él quería que lo ayudara con la venganza
de Jack. Vaya venganza absurda, pues. William no me explicó nada en concreto, así que
cuando se dio cuenta de que no iba a ayudarlo me dio de las palizas que solía darme niña —
suspiró—. En su defensa puedo decir que Jack le dañó el cerebro.

Fruncí el ceño.

— ¿Por qué?

—William cree que Christian trató de matar a Jack, que Ana se le ofreció a cambio de un
mejor empleo y Mía, tu tía, se acostaba con él por drogas. Como Jack no le quería dar más,
Mía lo culpó de secuestro.

Mis padres soltaron un bufido.

—Ese cabrón tiene una imaginación más grande que lo que lleva entre las piernas.

Amanda se sonrojó. Oh, sí. Papá era todo un maldito pervertido de la mierda.

—Christian, por favor —lo regañó mamá—. La novia de tu hijo te está escuchando.

Papá se giró un poco. Le sonrió tímido.

—Perdóname, pequeña.

Vi que Amanda le sonrió tímida.

—No te preocupes.

Pasé una mano por su espalda.

—Es un padre muy amoroso, ¿no crees?

Papá me sonrió burlón antes de tomar el rostro de mamá entre sus manos para besarla. Ella
soltó una risita.

—Son felices, te lo dije —murmuró Amanda contra mi oído.

—Eso parece, nena —le besé el pelo—. Eso parece.

—Distráete conmigo —me dio un suave golpe en el abdomen—. ¿Se acabaron las preguntas?

—Mm, no lo sé.

Sonreí antes de robarle un pequeño beso.

—Cuéntame lo que quieras contarme.


—Uf, se me hace más fácil si sé lo que quieres saber.

—Todo me interesa, nena.

—Veamos, um ¿Estudiaste en la universidad?

—No. No tuve oportunidad. Por la enfermedad de Bruno y todo eso.

— ¿Qué te hubiese gustado estudiar?

—Artes Culinarias —pronunció con voz cantarina—. Me encanta cocinar.

—Qué curioso —interrumpió papá—. A mi mujer igual.

— ¿De verdad? —la voz de Amanda estaba preñada de emoción—. Oh, vaya. Ted, tu mamá
es la madre de ensueño. Leer y cocinar son de las cosas que más amo.

—Creo que si dejamos a mi mujer y a tu novia cinco minutos a solas revolucionarían el mundo
—comentó papá divertido.

Amanda y mamá se echaron a reír.

—Y aún me debes un postre —hice un mohín—. Uno de chocolate, gracias.

—Quería de vainilla —ella hizo un puchero—. Me encanta la vainilla.

Mamá y papá aullaron de risa.

— ¿No será ella una hija perdida tuya, Grey? —bromeó mamá.

—No, ni hablar —gruñí mientras la abrazaba por la cintura posesivamente.

—No, claro que no —habló papá—. Si fuera hermana tuya no le harías lo que le haces a esta
pobre chica. La verdad espero que quede algo de ella antes de una boda.

Amanda se sonrojó. Bufé.

—Bienvenida a la familia, nena —urmuré mientras le mordía suavemente el lóbulo de la oreja.

Capítulo cincuentaitrés.

—Ah, de todos modos este lugar me encanta.

Amanda cerró los ojos e inhaló fuerte. Huntsville olía a flores y a humedad. Uh, claro.
Estábamos en primavera.

—Hace un par de años pusieron un jardín botánico al lado del aeropuerto —explicó Amanda—
. Por eso es que el aroma de las flores es tan fuerte. No son para vender, sino más bien las
tienen como un museo de la flora.

— ¿También te gusta la jardinería o qué?

Ella me sonrió burlona. Le correspondí.

—No, a mí no. A Stella sí.

Le tiendo la mano. Ella la toma y antes de poder pensarlo, la beso. Sus besos saben al vino
que tomamos en el avión.

—Quería proponerte algo —ronroneé contra su boca—. Nos conviene a los cuatro.

— ¿Qué cosa?

—Estaba pensando alargar un poco la visita. ¿Un par de días, quizá? Mis padres tuvieron que
cancelar sus vacaciones por todo eso de Jack, así que volvieron al trabajo. Me gustaría que se
distrajeran un poco aquí.

Ella sonrió. Uf, nena. Esa sonrisa me dejaba siempre desorientado.

—La idea me gusta. Sólo tenemos que ir por las fotos y le planteamos la idea. No creo que
haya problema.

— ¡Con un demonio, Devor! —Amanda golpeó la mesa de caoba—. Debiste avisarme.

El tal Devor, con un trillón de canas en el pelo, volteó la mirada hacia Amanda. Lucía apenado
y del cuello le resbalaban unas cuantas cosas de sudor. Creo que podría entenderlo. Nunca
había visto a Amanda tan molesta. Incluso a mí me dieron escalofríos.

—Sí, yo…T-te hubiese llamado, pequeña, pero sabes que no me gusta hablar de estas cosas
por una vía no segura.

—A ver, Davor —se pasó la mano por la frente—. Estuve aquí hace tres días ¿En qué jodido
momento enviaste las fotos a Massachusetts?

Devor se secó el sudor con un pañuelo.

—Las envié anoche, pues. Hablé con Havie y me dijo que no había problema —se aclaró la
garganta—. Sabes que habíamos acordado cambiarlas de lugar, Amanda.

— ¡Es que nunca me avisan!

Miré a papá de reojo. Genial. Tampoco sabía quién era Havie.

—Necesito ese sobre. Ahora.


—Sabes que no te las puedo dar. Tienes la curiosidad de un niño de dos años. Abrirías ese
maldito sobre y ¡puf!

Amanda bufó. Vi como Devor entrecerraba los ojos.

—Las viste, mierda —masculló él—. Bueno, ¿es que no te parece suficientemente peligroso lo
que ya sabes?

Se cruzó de hombros. Mujer Terca 3000.

—Me importa una mierda si es peligroso o no. Sé manejarlo. Dime donde enviaste las fotos.

Devor puso las manos entrelazadas sobre el escritorio. Le pidió que se sentara, pero estaba
tan alborotada que no fue capaz de hacerlo. Me quedé sentado ¿Debería acercarme y que
termine rasguñándome la cara? Uf, parecía una gata encelo.

—Cuando Bruno y Stella te adoptaron, quedamos en que iba a desaparecer Amanda Hyde.
Bien. ¿Entonces qué haces aquí?

Amanda maldijo en voz baja.

— ¿Qué importa el puto cabello?

Los ojos del hombre brillaron de preocupación.

—Tu padre está suelto por ahí, sin contar a tu hermano —me señaló—. Sales con el hijo del
hombre que más odia —señaló a papá—, con quien vienes. Además está su mujer.

Rebuscó entre los cajones de su escritorio. Le pasó un sobre blanco.

—Tienes la astucia de un Halcón de Merlín, Amanda. Eso es lo que tu padre quiere de ti —


suspiró—. Ya sabes la historia entre Jack y los Grey. Ese hombre está furioso por saber que
alguien de su sangre está con alguien de la sangre de Christian Grey. Carne de su carne.

—Jack no conoce de sentimientos paternos —objetó ella—. Su madre se suicidó. Su padre lo


abandonó —tomó asiento al fin—. Yo sé más de lo que crees.

Devor sonrió.

—Tu terquedad te hace cometer muchas locuras —me miró discretamente. Me removí
inquieto—. A diferencia de lo que crees, eso te hace especial.

—No es lo que decía mi psicólogo —musitó entre dientes.

—Roger está más loco que todos nosotros, pequeña. Es inteligente, sí, pero loco.

Amanda suspiró. Se le veía un poco más tranquila.


— ¿No vas a darme las fotos? ¿O, al menos, decirme a donde las enviaste?

La miró fijamente.

—Ya te las he dado —miró al sobre blanco, que aun descansaba sobre la mesa—. Úsalas
bien, Amanda.

Amanda extendió el brazo para tomarlas, pero Devor la detuvo. Sacó un sobre amarillo de uno
de los cajones y lo sostuvo en su mano.

— ¿Eso qué es? —preguntó ella.

—Havie y yo hemos asegurado tu vida de todas las maneras posibles —la miró severo—, pero
tienes una habilidad que Dios proteja para meterte en problemas —extendió el sobre hacia
ella—. Lee.

Tomó el sobre en sus manos y comenzó a sacar los papeles sin perder tiempo. Mientras la
hacía, observé que Devor sacaba otro sobre amarillo. Amanda leyó y leyó. Noté que
comenzaba a ponerse pálida.

—Oh, Dios mío…

Miré a papá. Él y mamá se levantaron de la silla y se nos acercaron, preocupados. Amanda


miró fijamente a Devor, con las manos temblorosas.

— ¿Es c-cierto? —se puso de pie— ¿Qué otras porquerías no me han dicho?

Devor se encogió de hombros.

—Por eso quería que la encontrara —dejó caer los papeles al suelo—. Eso…eso es
asqueroso.

Me puse de pie.

— ¿Qué sucede? —pregunté cauteloso.

La mirada de Amanda lucía enloquecía y llena de repulsión. Devor se adelantó y extendió el


otro sobre hacia ella.

—Esa mujer no puede saber quién eres —Amanda tomó el sobre—. Al menos no por un
tiempo.

— ¿Qué sucede? —pregunté de nuevo.

Amanda volteó a verme, luego a papá y luego a Devor. Trató de hablar, pero la voz se le
quebró las primeras tres veces.

—Elena… —musitó aturdida.


Papá frunció el ceño.

— ¿Elena qué? —preguntó él.

Amanda suspiró temblorosa.

—Elena y Jack habían tenido una especie de relación sadomasoquista por un año. Luego
ellos…ellos… —se tapó la boca para no gritar—. Descubrieron que…que…

— ¡Dilo! —gritó papá desesperado.

Epa, Grey. No le grites.

—Descubrieron que son hermanos —hizo una mueca de asco—. Jack y Elena son hermanos.

Capítulo cincuentaicuatro.

Si las cosas pudiesen empeorar en algún momento, era este. Aquella oficina era un caos:
Amanda lloraba mientras se cubría el rostro con ambas manos, papá tenía el rostro ceniciento
y mamá se debatía entre hablar o callarse para evitarle una pena mayor a Amanda. Supongo
que optó por la segunda, porque se limitó a pasarle la mano por el pelo a papá.

Y yo…bueno. No tenía idea de a quién demonios debía consolar. Todos parecían afectados,
hasta Devor. Yo no podía sentir nada, salvo un inmenso asco por Jack Hyde.

—Hay cosas que, a veces, es mejor no saber —Devor extendió hacia Amanda una bolsa de
papel—. Otras es mejor aludirlas. Temporalmente.

Amanda se secó las lágrimas y lo miró fijamente.

—Estoy cansada de tener que esconderme, Devor. Esto…esto no es vida.

Devor hizo una mueca de dolor.

—Prometí que iba a mantenerte a salvo. Se lo prometí a tu padre, que fue como mi hermano.

Los ojos de Amanda brillaron de agradecimiento.

—Te lo agradezco, de verdad —limpió el resto de las lágrimas con el dorso de la mano—,
pero estar ocultándome y cambiando de identidad no es vida, caray.

—Por ahora es la única manera segura de que estés en las calles —volvió a tenderle la bolsa.
Esta vez ella la aceptó—. Esperemos que esta sea la última vez.

Amanda suspiró con pesar y al ponerse de pie, desapareció por una puerta de madera rojiza.
Había pasado poco más de una hora desde que Amanda se había encerrado en aquel lugar.
Mamá había ido al baño. Sentirse desesperado era quedarse corto. Al fin y al cabo, ¿Qué
diablos podría hacer encerrada allí? Papá puso su mano sobre mi hombro.

—Sé que podrías lucir más nervioso.

Sonreía cansado. La noticia le debe haber bajado los ánimos dolorosamente. Eso sin contar
que ha visto las fotos hace apenas unos minutos. Fruncí el ceño, preocupado.

— ¿Estás bien? —le pregunté con voz amable.

Sus ojos estaban cansados, apenas sonreía y los músculos del cuerpo se le veían tensos.

—No ha sido fácil sobrellevar todo lo que ha sucedido en estos días —se pasó la mano por el
pelo—. Mientras Jack siga por ahí, maquinando planes contra mi familia, no estaré tranquila.
Tu madre ni siquiera puede pegar el ojo —sonrió enamorado—. Se aferra a mí todas las
noches. Ha estado teniendo pesadillas y...

Su voz se cortó pesadamente. La expresión en su rostro era triste, como si llevase


remordimientos dentro de sí.

—A veces pienso que lo mejor hubiese sido alejarme de ella cuando tuve la oportunidad —me
estrechó en sus brazos y me dio dos golpecitos en la espalda. No pude más que devolverle el
gesto—. Si la hubiese dejado marchar, ni tú ni Phoebe hubiesen llegado a mi vida de ninguna
manera

Oh, papá…

—Es importante que sepas lo que tienes, hijo —soltó el abrazo y me miró fijamente. Aquel par
de ojos grises brillaban de una manera excepcional—. Pueda que no haya llegado de la
manera perfecta, pero ha llegado.

¿De qué mierda hablab…? Ah, Amanda. Claro.

—Yo tuve que esperar muchos años para ser feliz, Ted —sonrió—. Ser feliz con una buena
mujer, tener hijos, un hogar… —me dio un golpe en la espalda—. Una mujer puede cambiar
cientos de hombres, pero sólo uno de ellos la merece. Si la tienes, cuídala.

Sonreí burlón.

—Oh, pero que romántico, señor Grey.

Papá me correspondió el gesto. Hubo un ruido de pasos al otro lado de la puerta.

—Te ves preciosa, Amanda —era la voz de Devor.

Escuché como Amanda resoplaba.

—A mí me parece que esto ya es demasiado.


—Tonterías. El color te queda perfecto.

Las puertas se abrieron. Devor llevaba la bolsa de papel en una mano y en la otra un sobre
blanco. Después veía una mujer muy mona: de piel clara, cabello negro y unos ojos de un azul
muy claro. En el puente de su nariz tenía un montón de pecas.

Sólo un idiota no la reconocería.

—Uau —musité.

Amanda se ruborizó.

—Le dije que es demasiado, pero me ha insistido —se mordió el labio—. Deja de mirarme así,
hombre.

—Es que…eh….uh….bueno —solté una risita tonta—. Te ves, este…oh….ya sabes…

Papá me golpeó suave en el brazo.

—Lo que trata de decir es que te ves preciosa —aclaró él—. Distinta, a decir verdad, pero
preciosa.

Le sonrió tierna.

—Sigo pensando que es demasiado.

Devor se aclaró la garganta a medida que se acercaba de nuevo a ella. Le expendió el sobre.

—Aquí está todo lo que necesitas —apretó su hombro—. Amanda Hyde y Amanda Sandford
deben desaparecer en este instante. Cuando salgas de aquí, te llamarás Zara Leanhardt.

Puso los ojos en blanco.

— ¿No podías escoger un apellido más sencillo?

—Considérate afortunada de tenerlo, pues. He hecho todos estos papeles a la carrera.

—Nunca te lo he preguntado, ¿pero no te metes en líos con los policías por esto?

—Lo que hago es totalmente legal, pequeña. Se llama “protección a testigos”.

—Pero yo no soy ningún testigo de nada.

—Pero ellos no lo saben.

Devor le guiñó el ojo. Amanda abrió el sobre y leyó alguno de los papeles.

— ¿23 años? “Trabajos antiguos: asistente de director general, secretaria economista…” —


bufó—. ¿Qué es toda esta mierda?

Devor se encogió de hombros.

—Tu Curriculum Vitae, desde luego.

—Yo tengo lo de economista lo que tú tienes de Brad Pitt, lo cual no es mucho.

Amanda chasqueó la lengua. Solté una risilla.

—Será temporal, pequeña.

Un poco menos tenso, me acerqué hasta ella y la tomé de la cintura. Ella me sonrió tímida. La
observé lentamente. Desde la punta del pelo hasta la punta de las pies, lenta…lentamente.

—Este, ¿Ted? —se ruborizó—. Deja de mirarme así.

Le sonreí.

—El color te sienta bien, nena —rocé mis labios contra los de ella—, aunque la verdad prefiero
llevarme a la cama a una pelirroja de ojos azules.

Me golpeó en el brazo.

—Hay otras personas en la habitación.

—Ellos no han hecho algo distinto a lo que nosotros hemos hecho. Saben de lo que estamos
hablando.

Devor se aclaró la garganta.

—En el quinto piso del edificio tenemos unas habitaciones vacías, ¿no les apetece una?

—Oh, sí —ronroneé—. De hecho, es algo casi urgente.

Amanda se removió inquieta entre mis brazos.

—Dios mío, eres un enfermo mental.

—Un hombre es adicto al elixir de su mujer.

Gimoteó.

—Vete a la mierda, Grey.

Le sonreí.

—Veamos qué dices cuando estemos los dos en una habitación, cariño.
Capítulo cincuentaicinco.

Amanda se desplomó sobre la cama del hotel, visiblemente cansada. Pasó ambas manos por
el rostro y dejó reposar el brazo sobre él. Acaricié su pierna desnuda y mis labios depositaron
un suave beso en los muslos.

—Bonita vista —murmuré contra su piel.

Apartó el brazo de su rostro y me agitó el cabello.

—Será mejor que controles esa boca, Grey.

Sonreí.

— ¿Crees que Christian esté enojado?

Deslicé mis labios hasta el dobladillo del vestido.

—No —inhalé el olor de su piel—. Está afectado por las fotos y la noticia de Jack y Elena.

— ¿De dónde la conoce?

—No sé. Nunca me ha hablado de ella —tiré de su cintura para acercarla a mí. Se acomodó
sobre mi cintura con la mirada distraída—. Posiblemente mamá lo esté consolando en este
momento.

Se sonrojó.

—Eres un sinvergüenza.

—Tengo un padre sinvergüenza.

—No puedo dejar de pensar en todas las similitudes que tenemos. Es un poco escalofriante,
¿no crees?

Alcé ambas cejas. Amanda soltó una risilla.

—Escalofriante es quedarse corto.

— ¿Y tú? ¿Ya no estás enojado?

Fruncí el ceño.

— ¿Enojado por qué?

—Lo del cuarto. Tu padre. Eso, pues.

—No sé —le sonreí—. Creo que no. Tenías razón, de todos modos: ellos están felices.
Supongo que disfrutan con eso.

Estiró el brazo lentamente hacia mí y con sus pequeños dedos acarició mi mejilla. Me lanzó
una mirada tímida, como si esta fuera la primera vez quie hiciéramos el amor, antes de
acercar su boca a la mía. Me sorprendió la suavidad del beso. Enterró las manos en mi
cabello, pero el beso continuó siendo tierno. Enrosqué mis brazos en su cintura, para sentís su
cuerpo más cerca del mío.

—Esto ha sido tan raro, ¿no? —murmuró ella.

Golpeé mis labios contra los de ella, desesperado por volver a besarla.

— ¿Qué cosa?

—Lo nuestro.

Sonreí.

—Oh, lo ha sido. Desde luego.

Para mí sorpresa ella se separó de mí y se puso en pie. Quedó de espaldas a mí, como si
tratara de formar una barrera entre nosotros.

— ¿Qué sucede?

La oí suspirar.

—Estoy asustada —gimoteó—. Tengo miedo a que te hagan daño.

Me levanté de la cama y me acerqué a ella. La sujeté de la cintura para levantarla y llevarla a


la cama. La cubrí con mi cuerpo y fui desnudándola poco a poco. Amanda temblaba, pero una
parte de mí sabía la respuesta: ella estaba tratando de negarse el placer. El miedo y la
frustración que había estado experimentando estos días no le permitían disfrutar de nada.

— ¿Y si Jack llega a tener acceso a ti o a Phoebe? Le he dado otro motivo para vengarse,
Ted: estar contigo.

—Jack no lo tendrá. Ya hemos tomado medida al respecto.

Suspiró.

—Lo sé, pero no puedo evitar sentirme así.

Tomé posesión de su boca, intentando hacerla olvidar. Un gemido ronco proveniente de su


garganta me hizo reaccionar. Ambos estábamos desnudos, acariciándonos como un par de
bestias salvajes buscando calor. Amanda me mordisqueaba el cuello mientras le acariciaba
las piernas. Mantuvo los ojos cerrados, sintiendo el placer que le proporcionaba. Separé sus
piernas con la rodilla, posicionándome cuidadosamente contra su entrada. Se arqueó contra
mí al sentirme dentro de ella. Mordisqueaba mi cuello mientras espetaba las uñas en mi
espalda, causándome un dolor mezclado con placer.

—Te amo, Ted —gimió—. Me cuesta tanto aceptar tanta felicidad.

Volví a tomar su boca.

—Tú eres mi felicidad, nena. No olvides eso. Nunca.

Nos aferramos el uno del otro, dándonos toda la felicidad que éramos capaces de proveernos.

Capítulo cincuentaiséis.

Como era de esperarse, terminamos en el suelo. Estábamos sentados en el suelo, cruzados


de piernas uno frente al otro, devorando todo lo que pedimos por el servicio al cuarto. Amanda
había pedido un batido de frutas cítricas. Yo sólo pedí café.

—Entonces, ¿eras un cerebrito…o qué?

Le sonreí burlón.

—Era bueno con los números, idiomas y ciencias. La verdad es que me aburría con facilidad.
Terminaba las cosas en tiempo record. Supongo que era mejor adelantarme.

Hizo una mueca.

—Soy pésima en matemáticas, a decir verdad. Los números me parecen de lo más ridículo.

—Creo que no es la primera cosa que no tenemos en común.

—La segunda, de hecho. A ti te gusta el chocolate y a mí la vainilla.

—Bueno, es cierto.

Le dio un largo sorbo al batido. Estiró el cuerpo y se echó el cabello hacia atrás. No pude
apartar la mirada de sus pechos: la forma en que subían y bajaban al ritmo de su respiración.
Parpadeaba con pereza y sus nuevos ojos azul claro relucían de felicidad. El cabello estaba
alborotado, como si la hubiesen follado bien. Sonreí.

— ¿Por qué sonríes? —preguntó ella inocente.

—Tu cabello.

— ¿Qué pasa con mi cabello?

—Dice “me acaban de follar como Dios manda”.

Se ruborizó. Pasó los brazos por sus pechos y se cubrió mientras cruzaba las piernas.

—Aunque cierres las piernas, nena, sé muy bien como abrirlas.


Intentó ignorar el comentario, concentrándose en disfrutar del batido, pero cada parte de su
cuerpo había reaccionado: las piernas más juntas, los pezones erguidos, el rostro enrojecido.
Oh, sí. Su cuerpo lo conocía a la perfección.

— ¿Hablarás con su padre? —dejó la copa sobre el suelo—. Ya sabes: lo de quedarnos un


par de días extras.

—No, pero sinceramente dudo que acepte. Lo de Elena —bufé—, lo cambia todo.

—Ah, vale ¿Entonces cuando volvemos?

—Supongo que esta noche o mañana.

—Tengo que buscar trabajo —suspiró—. Con ese Curriculum no voy a avanzar mucho. De
economía no se absolutamente nada.

—Puedo darte trabajo —alcé ambas cejas—. Me encantaría tenerte accesible a todas horas.

Golpeó levemente mi brazo.

—Necesitas visitar un psicólogo. Una sesión no te vendría mal.

—La única sesión que necesito es: tú, yo, cama. El trío perfecto.

—O el suelo, el baño, el sofá, la…

—Ya, este…Planeo una nueva lista —dejé la taza de café a un lado y la atraje hacia mí,
halándola de la cintura—. En primer lugar, me muero por unos ascensores. Me parece que el
del Escala estaría perfecto. Luego el auto, definitivamente. Dentro y sobre el auto, cabe
aclarar.

Dejó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—Espera, que no he terminado —la acerqué más y paseé mi nariz por sus pechos, inhalando
el aroma dulce de su piel—. Tengo pensado el baño de Grey Enterprises, el que está cerca de
la sala de juntas. Oh, claro, también la sala de juntas. Ver esas piernas abiertas sobre la mesa
debe ser una imagen magnífica.

—Hablando de imágenes magníficas, se me antoja dar un paseo por ahí —hizo un puchero—.
¿Podemos?

Sonreí enternecido.

—Un paseo nos vendría bien a ambos.

Media hora más tarde los dos estábamos vestidos y arreglados. Amanda llevaba un vestido
blanco corto estilo griego que le quedaba de maravilla. Llevaba puestos unos tacones
plateados y unos pendientes de diamante que le regalé. Yo me había limitado a una ropa
casual. La tomé de la mano para marcharnos. Allí, al abrir la puerta, estaba papá. Le lanzó
una mirada quisquillosa a Amanda y casi al instante relajó el gesto.

—Perdona, te ves distinta con el cabello y… —sonrió a modo de disculpa—. Bueno, venía a
decirles que tomaremos el avión de regreso a Seattle en cuarentaicinco minutos.

Amanda gimoteó.

—Eh, papá —me rasqué la barbilla—. Amanda y yo habíamos pensado dar una vuelva y…

—Lo siento, pero debemos volver. Tengo mucho trabajo, Ted. No puedo dejarle todo a tu
hermana.

Observé a Amanda. Puso los ojos en blanco, pero al final accedió.

—Me debes un paseo —murmuró en voz baja.

Le sonreí.

—Lo tomaremos algún día, nena. Vamos a empacar entonces.

Un par de horas más tarde nos encontrábamos en Seattle. Ya era de noche y el viaje nos
había dejado cansados a los cuatro. Papá había despertado a mamá, quien se había quedado
dormida sobre su hombro. Amanda luchaba con el sueño, pero se le veía visiblemente
cansada. Tomamos nuestras maletas y caminamos en silencio hasta el coche que seguía
estacionado en el mismo lugar. Papá conducía de nuevo, mientras Amanda y yo nos
hacíamos arrumacos sin que ninguno de ellos se enterara.

—Eh, papá —él volteó a verme por el espejo retrovisor—. A nosotros nos dejas en el Escala.

Papá frunció el ceño.

—No me parece bien, Ted. No es seguro.

—Seguramente a Jack ni a William les pasará por la mente ir a ese lugar. Estaremos bien.

Asintió, no muy convencido. El resto del viaje nos pasamos hablando de la primera tontería
que nos venía a la mente. Amanda hizo un par de comentarios que provocaron las carcajadas
descomunales de papá. Algunas cosas no las entendía, pero supongo que ellos sí porque no
paraban de reír.

En media hora nos encontrábamos en el estacionamiento subterráneo del Escala. Mamá me


lanzó una mirada suplicante, casi tan penetrante como la de papá. Casi, pero no.

— ¿Seguro que quieres quedarte aquí, cariño? —mamá hizo una mueca—. La última vez…

Amanda se estremeció.
—Sí, estoy seguro. No pasará nada, tranquila —abrí la puerta del coche—. Prometo ir mañana
en la noche a cenar, ¿sí? Amanda aún no prueba tu comida.

Las dos rieron.

—Claro, cariño.

Papá se removió inquieto. Se giró lentamente. Su mirada mostraba lo cansado y estresado


que estaba.

—Ten cuidado, Ted. Lo digo enserio. Ojos abiertos siempre —miró de soslayo a Amanda—.
Cuida a la chica.

Le sonreí.

—Llevo días haciéndolo, Grey. Es una de mis prioridades.

Sonrió tímido.

—Bien. Los esperamos mañana.

Esperé a que Amanda bajara del auto para cerrar la puerta. Mis padres desaparecieron en
cuestión de segundos del estacionamiento. Llevé a Amanda de la mano hasta el ascensor y
presioné el botón. Al abrirse las puertas, nos introducimos en él. Mientras esperábamos, miré
de reojo a Amanda. Uh, me parece que estaba pensando lo mismo que yo…

—No, no y no —soltó una risilla—. Aquí no.

Bufé.

—No dirías lo mismo si te metiera mano aquí mismo.

Soltó una carcajada.

—Tal vez, pero recuerda que mi problema es que no puedo decirte que no.

Hice una mueca.

—Mi problema no es mío, sino de mis manos que no pueden mantenerse alejadas de ti.

Las puertas del ascensor se abrieron. Ella jugueteó con sus manos hasta tomar las mías. Las
envolvió con agilidad y fue halando de mí hasta el vestíbulo. Los dos nos detuvimos en seco
ante la escena.

Las luces estaban encendidas.

— ¿Las dejaron encendidas las de seguridad? —musitó ella.


Algo calló al suelo. Cristal.

—Que estemos solos no significa que debas hacer ruido, maldita sea.

Aquella voz era de un hombre, pero era una voz que yo jamás había escuchado. Amanda
presionó mis manos, mostrándose nerviosa.

—Eh, perdona. No lo vi ¿Estás seguro que están aquí?

—Esas fotos no desaparecieron así como así, William. Las debe tener tu hermana.

Amanda abrió los ojos como plato. Oh, mierda.

—Lo sé, papá, pero…

—Tu hermana está con el hijo del maldito de Christian Grey. Estoy seguro de que las escondió
aquí.

—No, oh —Amanda se tapó la boca con ambas manos—. Es Jack. Es William. Están aquí.

Me giré rápidamente para presionar el botón del ascensor. Mierda. Mierda. Mierda.
Escuchamos pasos acercándose. Debían estar bajando las escaleras.

—Nos van a descubrir —alzó sus manos, desesperada. Estaba temblando—. Jack nos va a
matar.

La acurruqué contra mí lo mejor que pude. Tenía el pulso acelerado y estaba muerto de
miedo. Volví a presionar el botón del ascensor.

—De prisa, mierda —murmuré.

Los pasos estaban más cerca. Mierda, mierda. Maldita sea. Volví a presionar el botón del
ascensor, pero ya era demasiado tarde. Jack y William estaban en el vestíbulo, a escasos
pasos de nosotros. Los dos venían armados. William estaba tal como lo recordaba, pero
llevaba el cabello suelto esta vez y la gorra. Jack era otra cosa. Parecía un desequilibrado con
aquella barba de algunos días, la ropa sucia y los ojos enloquecidos. Sonrió en nuestra
dirección y ambos nos apuntaron con el arma.

—Vaya, pero que suerte —acercó el arma a su boca y la besó. Luego volvió a apuntarnos—.
Mira lo que tenemos aquí: a la puta de mi hija y al bastardo de Christian Grey.

Capítulo cincuentaisiete.

En este momento podía comprender la preocupación de papá. Jack estaba loco, totalmente
loco. La sonrisa socarrona no se había borrado ni un minuto de su rostro mientras nos
apuntaba con el arma. William lucía nervioso y el arma le temblaba ligeramente en la mano.

—No pensé que este encuentro fuese tan pronto, la verdad —Jack dio algunos pasos hacia
Amanda y tiró de ella con violencia—. ¿Qué desmadre te hiciste, a ver?

Amanda forcejeó inútilmente.

— ¿A ti que mierda te importa?

Jack hizo una mueca de asco.

—Igual de respondona que tu madre —tiró de su brazo, empujándola hacia William—. Sujétala
bien. Que no se suelte —volvió la mirada hacia mí—. Vaya, vaya. De verdad que eres hijo de
Grey. Te pareces a él —me apuntó con el arma—. No, no. Te pareces más a tu madre, sí. Los
ojos azules.

Pensé en lanzarme sobre él, pero Amanda estaba aprisionada por William, con el arma
presionándole en la cabeza. No era momento. Un paso en falso y William podría disparar.

—No eres muy hablador, ¿o sí? —Jack soltó una carcajada—. ¿Cómo está tu madre?

—Excelente —contesté entre dientes.

—Me imagino —sonrió burlón—. ¿Te habló de mí?

—Has sido nuestro tedioso tema estos últimos días, sí.

—Uh, supongo que ya te dijo que éramos amantes.

Apreté los puños. No era tiempo. No era tiempo.

—Anastasia Grey es la mujer más decente que has de haber conocido en tu vida, maldito
cerdo.

La sonrisa desapareció casi al instante. Levantó el arma por encima de su cabeza, como si
tuviera pensado golpearme con ella, pero inmediatamente volvió a apuntarme con ella
mientras reía.

—La misma actitud de tu padre, muchacho.

—Ha de ser porque nunca te has enfrentado a un hombre de verdad, ¿eh? —señalé a
Amanda con la barbilla— ¿Tienes miedo que tu propia hija, una mujer, te haga daño? No eres
más que un cobarde.

Se acercó a ella en menos de tres pasos. Presionó su barbilla con los dedos, obligándola a
abrir la boca, y le introdujo el arma. El pánico latió desde lo más profundo de mi ser. No, por
favor…

—Eso se puede arreglar con un disparo —introdujo un poco más el arma—. Uno sólo y ¡bam!
Se acaba.

— ¡No! —grité.
Jack sonrió satisfecho y retiró lentamente el arma de su boca. Amanda hizo una mueca.

—No te atreverías a disparar.

Jack se giró nuevamente. Le hizo una mueca de burla.

—Eres un cobarde, Jack. Un resentido. Un estúpido —soltó una carcajada—. ¡Eres un imbécil,
Jack Hyde!

Alzó su brazo por encima de su cabeza y golpeó su rostro con el arma. Amanda soltó un
gemido de dolor y casi cae al suelo. William la levanta con impaciencia y la mantiene de pie.
Acarició su mejilla con el arma.

—La única razón por la cual sigues viva, es porque tengo un interés personal en obtener unas
fotos que tú tienes.

Amanda le sonrió, con los dientes blancos bañados en sangre.

—Vas a tener que matarme, Jack, porque no te las voy a dar.

Jack soltó un gruñido y se dispuso a apuntarle con el arma. Cuando estuvo a segundo y medio
de disparar, di dos pasos hacia él.

—Si le disparas, no te daré las fotos —solté de golpe.

Jack giró hacia mí, con la mirada enloquecida de odio.

— ¿Las tienes tú? —gruñó—. ¿Por qué las tienes tú?

Tragué saliva.

—Él no las tiene —gritó Amanda.

—Sí, si las tengo. Están guardadas, Jack. Si le disparas, nunca las tendrás.

Sonrió burlón.

—Tú no las tienes, muchacho —señaló a Amanda con el arma, sin apartar la mirada de mí—.
Esta hija de perra es como su madre: todo lo que ella ama lo defiende. Su querida madre
murió por no querer decirme a donde la envió o con que familia dejó que se fuera.

Amanda jadeó.

— ¿Qué estás diciendo? —gritó William.

Oh…Él no sabía que Jack había matado a su madre.

—Dijiste que Christian había matado a mamá —vociferó William, soltando a Amanda. Ella
cayó en el suelo, haciendo una mueca de dolor—. Nunca me dijiste que… ¿Para qué
buscaban a Amanda?

Jack se puso ligeramente nervioso.

—Te está engañando, William —susurró Amanda—. Él la mató. Te está usando.

— ¡Claro que no! —gritó Jack—. Te dije que la sostuvieras.

— ¡Dime la verdad! —William dio dos pasos hacia Jack—. Quiero saber qué pasó con mamá
¡Quiero saber quién la asesinó!

Jack volvió a señalarme con el arma.

—Te he dicho un centenar de veces que fue el padre de este bastardo.

William dio un respingo y se apartó, dándole la espalda a Jack. Un disparo resonó por la
habitación. Amanda apuntaba a Jack, directamente a la cabeza.

—Los dos sabemos que soy más rápida con el arma que tú —le apuntó a William—. Apártate.

William retrocedió, quedando casi a mi lado. Jack apunto a Amanda. Pensé que iba a disparar.
Amanda cambió la trayectoria del arma y le disparó en la pierna. El líquido rojo comenzó a
brotarle a borbotones. Soltó un grito de dolor y cayó al suelo, quejándose. Volvió a apuntarle a
su hermano.

—Demasiado cerca, William —inclinó la cabeza hacia un lado—. Aléjate.

Su gemelo no lo dudó y se apartó de mí. Vaya, mi mujer es de armas tomar. Literalmente.


Caminó con cuidado hasta mí. Presionó el botón del ascensor.

— ¿Estás bien? —me preguntó bajito.

No pude evitar sonreír. Pasé mi brazo por su cintura, atrayéndola hacia mí.

—Claro, nena.

—Estás cometiendo un error, Amanda —se inclinó al lado de su padre para ayudarlo—.
Nosotros somos tu familia. No ellos.

La vi cerrar los ojos. Eso era un golpe bajo.

— ¿No acabas de entender que Jack mató a nuestra madre, Will?

—No me llames “Will” —murmuró entre dientes—. Si te vas con esa familia, reniego de ti
totalmente.

—Que va, William —abrió los ojos y le sonrió triste—. Nosotros nunca hemos sido familia.
Las puertas del ascensor se abrieron y nos dispusimos a entrar. Amanda mantuvo el arma en
dirección a Jack y William. Finalmente la bajó cuando las puertas se cerraron. Presionó las
manos en sus rodillas e inclinó el cuerpo hacia adelante, como si hubiese corrido un maratón.

—Oh, por Dios —jadeó—. Ahora sí va a estar furioso.

Me pasé la mano por el pelo, desesperado.

—No tengo las llaves del auto —murmuré— ¿Cómo vamos a salir de aquí?

Amanda se enderezó y metió la mano en el bolsillo izquierdo de su pantalón. Me lanzó las


llaves.

—Estaban sobre una mesilla. Supuse que no es tuyo, sino de Jack. Si no me equivoco son de
una Winstar dorada del 2OOO.

La miré fijamente ¿Dónde había estado esa mujer tan arriesgada que manejaba a la
perfección un arma?

—Quizá debimos hacerle caso a Christian, Ted —se pasó el dorso de la mano por la boca.
Hizo una mueca—. Tenemos que decirle. Christian tiene que saber que Jack busca las fotos
—me lanzó una mirada de soslayo—. Creo que también dese saber lo del cuarto de juegos.

Tragué en seco.

—No, este, ese detallito podríamos omitirlo.

—No, Ted. Si William o Jack entraron a ese lugar, podría ser peligros ¿Y si sale en las noticias
o algo así? Podría afectarlo.

Hice una mueca. De acuerdo, es cierto.

—Cuando sepa como entré a esa habitación, va a ponerse furioso.

—Si eso te preocupa, puedes decirle que entramos porque Jack estábamos cerca. Invéntale
que tratamos de ocultarnos y como tenías la llave en mano abriste.

Sonreí burlón.

—Esa cabecita tuya maquina planes muy rápido.

Intentó sonreír, pero todo lo que le salió fue una mueca. Las puertas del ascensor de abrieron
de golpe. Ninguno de los dos salió hasta que ella lo considerara seguro. Observó algo a lo
lejos y chasqueó la lengua.

—Allí está el auto de Jack —silbó—. Si quieres que lleguemos vivos a la casa de tu padre, lo
mejor es que manejes tú. Tengo los nervios destrozados en este momento.

Hice sonar las llaves.


—Bien, yo conduzco.

Caminamos discretamente hasta la camioneta. Amanda miraba a todos lados, como si alguien
nos siguiera.

—Alguien nos está siguiendo, Ted —murmuró.

Genial. Era todo lo que nos faltaba.

—No nos sigue nadie, cielo. Sólo estás nerviosa.

Revisó que el arma aun tuviera balas. Observó a una parte oscura del estacionamiento. Una
sombra diminuta se alzaba, como un rostro

Mierda.

—Bueno, mejor nos vamos.

Tomé su mano, pero ella simplemente se acercó despacio, apuntando a la oscuridad.

— ¿Quién es?

Nada. Dio algunos pasos más.

—Salga, ¡ahora!

De la oscuridad surgió una mujer muy atractiva. Debía estar en sus cuarenta y muchos o
cincuenta y pocos. Tenía el cabello color caramelo y los ojos verdes, como…

—Mamá —jadeó Amanda—. ¿Eres tú?

La mujer le sonrió tímida ¿Cómo era que se llamaba? Ah, sí. Tanya.

—Luces distinta, Amanda —dio unos pasos hacia ella—. No te imaginaba así.

Amanda se pasó una mano por el pelo.

—He tenido que cambiármelo —se acercó un poco más—. Yo creí…

Tanya avanzó a grandes pasos hacia ella.

—Escucha, nena, no tengo mucho tiempo. Jack cree que estoy muerta —sonrió a medias—.
Lamento mucho haberte hecho pasar por tantas cosas horribles. Pude haberte dejado
muriendo de hambre, pero me había convertido en un monstruo por las drogas y el alcohol.

Acarició su rostro con suavidad. Amanda cerró los ojos ante el contacto. La escena en sí me
provocaba escalofríos.
—He observado a tu hermano. No hay nada que hacer con él. Jack lo tiene en sus manos.
Pase lo que pase nunca creas lo que ese hombre te diga: la familia Grey nunca nos hizo nada,
sino al contrario.

—Lo sé, yo…

A lo lejos se escuchaba un disparo. William salía del ascensor y venía directo hacia nosotros.

—Tienen que irse, pequeña —le dio un abrazo fugaz—. No merezco que me perdones.
Aunque me comporté como la peor de las madres, quiero que sepas que te amo.

—Oh, mamá —gimoteó—. Ven conmigo.

Ella la empujó hacia mí.

—Llévatela.

Halé de ella hasta la camioneta. Entró por la puerta del pasajero. Yo, entretanto, entré por la
del conductor e intenté encender el auto. Un disparo chocó contra el cristal de atrás,
haciéndolo añicos. Amanda soltó un chillido mientras observaba como su madre se marchaba
a toda prisa. Las lágrimas brotaron de sus ojos.

—No podemos dejarla, Ted.

—Ella se marchó —puse en marcha la camioneta—. Va a estar bien.

Salimos en la camioneta del Escala a toda velocidad. Amanda daba miradas fugaces hacia
atrás, pero muy pronto perdimos de vista El Escala. Primero Jack y Elena resultaron ser
hermanos, ahora la madre biológica de Amanda estaba viva ¿Qué sigue?

Capítulo cincuentaiocho.

Aparqué frente a la casa de mis padres. Amanda bajó como una bala, disparada directo hacia
la entrada. Bajé a prisa para detenerla, envolviéndola con fuerza entre mis brazos.

— ¡Suéltame! —gritó.

La sujeté desde el vientre, apegándola a mí, y la arrastré hasta el interior de la casa. Era
tarde, todos estaban dormidos. Las luces estaban apagadas y no se escuchaba más ruido que
el que nosotros estábamos haciendo. Amanda siguió forcejeando y no me quedó más remedio
que soltarla. Flanqueé con mi cuerpo la puerta de entrada para evitar que saliera.

—Por favor, Ted, déjame salir.

—Ya debe haberse ido, nena. Aunque regreses, ya no va a estar ahí.

Soltó un chillido.
—Por favor, te lo suplico ¡William pudo hacerle daño!

—Lo dudo, cielo. Llamamos a la policía en el camino. Ya nos hubiesen dicho si encontraron a
alguien más.

Las luces de la entrada se encendieron. Papá bajaba con un pantalón gris, los ojos
entrecerrados por el sueño y el pelo desordenado.

— ¿Ustedes que hacen aquí? —preguntó. Abrió los ojos como plato—. Cielos, ¿qué te
sucedió, Amanda?

Papá debió haber reparado en la sangre seca de su boca y sus manos.

—Por favor, necesito salir —dio dos pasos hacia mí—. Por favor, Ted, déjame.

— ¡Que no! —gruñí—. Tú no vas a ningun maldito lugar.

— ¡Es que no me entiendes! —se haló del cabello—. No puedo quedarme tranquila ¡Está viva,
Ted! ¡Viva!

— ¿Pero qué son esos gritos?

Mamá bajó las escaleras a prisa, amarrándose el alzo del albornoz al cuerpo.

— ¿Pasó algo, verdad? —se aferró del brazo de papá—. Ya, digan algo ¿Qué sucede?

Suspiré.

—Jack y su hijo estaban en el Escala cuando llegamos. Jack golpeó a Amanda y se veía
bastante dispuesto a matarnos.

Mamá se puso pálida. Papá soltó una maldición.

—Te lo dije, Theodore. No era buena idea que fueras al Escala todavía.

—Lo sé, yo…

—Ted —dijo Amanda—. Por favor…

— ¡Te dije que no, maldita sea! —la tomé con fuerza de los antebrazos—. No iremos a ese
maldito lugar. Tu maldito padre ha acabado con mi paciencia, ¿entiendes?

El silencio se hizo un eco doloroso entre nosotros. Pequeñas lágrimas se escapaban de sus
ojos, haciéndome sentir culpable. Oh, ¿pero qué mierda me está pasando?

—Sé que nunca voy a presentarte a un hombre que le caigas bien y acepte que somos pareja,
sé que nunca vas a poder soportar la idea de que el hombre que quiere matar a tu familia sea
mi padre, o que mi hermano desee vengar las mentiras que Jack ha inventado —se soltó de
mi agarre—. Pero tú nunca vas a entender lo que es pensar que tu madre esté muerta, lo que
es llorar todas las noches preguntándote que hiciste mal para que te odiara, te dejara morir de
hambre y te rechazara.

Se secó las lágrimas con el dorso de la mano. Estiró ambas manos hacia mí y acabó por
golpearme con fuerza en el pecho.

— ¡Nunca lo entenderás, Theodore Raymond Grey! —gimiteó—. Siempre has tenido lo que yo
quise: tuviste amor a manos llenas. Todas las noches alguien te daba un beso, te arropaba y
te abrazaba hasta que te quedabas dormido. Alguien siempre te protegía de las pesadillas ¡A
mí no! —jadeó— La única caricia, las únicas palabras cálidas que recibí de mi madre
biológica, fueron las que me dio esta noche. Cuando me abrazó, me sentí protegida. Sentí,
aunque sea por unos segundos, que le importaba y que me amaba. Nunca tuviste que
preguntarte lo que era saber que la madre que te dio la vida te amaba, porque siempre lo
supiste. Pero hay personas como yo —señaló a papá— o como tu padre que no tuvimos ese
sabor dulce del amor maternal.

Tomé su rostro entre mis manos para besarla. Las palabras que había pronunciado, cada una
de ellas, había dolido. El sabor metálico de su sangre se expandió en mi boca cuando
nuestras lenguas chocaron desesperadamente la una contra la otra.

—Lo siento, nena. Lo siento —la tomé entre mis brazos con fuerza, inhalando el delicioso
aroma de su pelo—. Ver cómo te golpeaba, como te insultaba y como introducía el arma en tu
boca ha sido demasiado para mí. Los nervios están a punto de consumirme.

— ¿Armas? —chilló mamá—. Oh, mierda. Jack estaba armado.

Papá se pasó la mano por el pelo. Estaba notablemente furioso.

—Ustedes dos se instalan en la habitación. Mañana enviaré a alguien por sus cosas —lanzó
una mirada de soslayo a mamá—. Lo mejor es que nos deshagamos de ese lugar de una vez.

Amanda se aferró a mí.

—Dile —murmuró.

Tragué saliva.

—Tengo algo que decirte, papá.

Frunció el ceño.

— ¿Qué?

—Me diste una llave, de un cuarto que no podía abrir ¿Por qué?

Su rostro mostró la confusión más pura.

—Porque confío en ti, claro. Y porque representa una prueba personal mantenerme alejado de
ese lugar,
Oh, papá.

—Yo entré —me aferré a Amanda—. Abrí ese cuarto.

Papá palideció inmediatamente. Mamá, por otro lado, solamente apartó la mirada hacia otra
dirección.

—L-lo siento —musité.

Papá soltó una maldición y caminó directamente al minibar. Mamá lo siguió.

—Christian, por favor —le dijo con voz temblorosa—. Trata de calmarte.

— ¡Calmarme una mierda, Ana! —se escuchó el ruido de cristal roto. Debió lanzar un vaso de
whiskey al suelo—. Tu hijo acaba de ver ese cuarto ¿Lo estás entendiendo?

—Ted no es un niño, Christian. Quizá…quizá pueda entender que…

— ¿Qué su padre es un sádico, Ana?

—No eres un sádico, Christian. Yo lo sé. Tus hijos lo saben.

—Ellos no saben nada. No era a ellos a los que follaba ¿Debo recordarte por qué me dejaste
la primera vez?

Fruncí el ceño. Me alejé de Amanda y crucé el umbral.

— ¿De qué estás hablando?

Papá frunció el ceño: quizá molesto conmigo, quizá molesto con él mismo. Tomó otro vaso y
se sirvió la bebida caliente. Te vas a dañar la maldita garganta, Grey.

— ¿Por qué abriste ese cuarto, Ted?

Inhalé todo el aire que era capaz.

—No es porque quise, ¿ya? Creo que conoces bastante bien los arranques sexuales, ¿no? Le
quieres meter mano en todos los malditos sitios que encuentres.

Una pequeña sonrisilla cómplice se asomó por su boca. Mamá puso los ojos en blanco y
caminó directo hacia Amanda, que observaba lo que sucedía.

—Vamos a curarte ese golpe —mamá bufó—. Jack es un salvaje…eh, perdona.

Amanda soltó una risilla.

—No te preocupes, Ana. Lo sé.


Las dos se marcharon con paso ligero, dejándonos solos. Vamos, papá. Dime lo que me
vayas a decir, que necesito enterrarme dentro de mi chica.

—Podrías aprender a no ser tan transparente, Ted.

Fruncí el ceño.

— ¿Qué?

Sonrió lascivo mientras le daba un trago al whiskey ¿Es que no le molestaba?

—Es bastante obvio lo que quieres, muchacho: una cama, tú y tu mujer.

Chasqueé la lengua.

—De hecho las escaleras lucían igual de bien.

Soltó una carcajada. Dejó caer la cabeza mientras suspiraba.

—Lamento que hayas tenido que ver eso —hizo una mueca—. Es lo menos que hubiese
querido que supieras.

—Está bien —le dije.

Alzó la cabeza y me miró confundido.

— ¿Qué?

—Entré hace un par de días —me encogí de hombros—. Amanda me explicó. Supongo que
ambos disfrutan con eso.

Papá, por primera vez en mis veintiún años de vida, se ruborizó. Madre mía.

—De hecho, sí —afirmó—. Jamás hubiese querido hablar de esto. Es algo bastante personal.
A tu madre no le gustaría que sus hijos conociesen a fondo su vida sexual.

—Oh, créeme que a mí tampoco.

Sonrió cansado.

— ¿No quieres un trago? —me ofreció.

Hice una mueca.

—Está bien.

Sirvió un poco de whiskey en una de las copas. La extendió hacia mí. No muy convencido la
tomé y un trago. El líquido caliente me quemaba la garganta.
— ¿No prefieres esto con un poco de hielo? —gruñí.

—A veces —sonrió—. Supongo que no estás acostumbrado.

—No, de hecho no —observé el vaso—. Al menos no esto.

—Ven, Ted —me dio una palmada en la espalda—. Demos una vuelta por el jardín. Voy a
contarte como en realidad nos conocimos Ana y yo.

Capítulo cincuentainueve.

—Eh, ya —me sonrojé—. Enserio, papá, no necesito saber más.

Papá sonrió burlón mientras se bebía el último trago de su bebida.

—La historia tiene mucha tela…

—Espero que ya no tengas más tijeras —le di un trago al amargo whiskey—. Es bastante
larga.

Suspiró.

—Ha sido larga, sí. Mi vida cambió radicalmente aquel día que Ana entró a mi oficina, cayendo
al suelo —su mirada era una ausente, recordando aquel momento—. La deseé como nunca
había deseado a otra mujer en mi vida. Todavía hoy, tantos años después, la sigo deseando.

—Te creo.

Sonrió socarrón. Estaba borracho. Bueno, un poco. Pero ese poco ya era la cosa más extraña.
No solía emborracharse. Supongo que hablar de esto lo pone de los nervios y el alcohol lo
mantiene más tranquilo. A mí también. No es que el tema sea de los mejores, aunque
tampoco ha sido el peor con el que he tratado, pero tomar de esta cosa tan ardiente me
ayudaba a sobrellevar la historia de un hombre que golpeaba a las mujeres morenas para
satisfacer unas necesidades poco conocidas.

—Así que —estiré las piernas en una de las sillas del jardín— mamá sucumbió a los encantos
del millonario y soltero más codiciado Christian Grey. Entonces resulta que el flamante
millonario tenía un cuarto especial en su flamante apartamento. Uh, pobre mamá.

Soltó una carcajada.

—La verdad es que Ana acabó por sorprenderme. Quería pasar un tiempo con ella, unos
meses en realidad —lo observé por el rabillo del ojo y noté como se estremecía—. Jamás
hubiese imaginado que estar tan cerca de esa mujer, de mantenerla a mi lado de todas las
maneras posibles, iba a cambiarme tanto la vida.

Tomó un trago de su vaso con aire ausente, olvidando que ya no le quedaba ni una sola gota.
Al notarlo, soltó una carcajada.
—Anastasia —murmuró tranquilo.

No pude evitar sonreír. O sea, en sí todo era un poco más raro. Papá comenzó a cerrar los
ojos lentamente, como si fuese a quedarse dormido, pero de un momento a otro volvió a
abrirlos. Agitó la cabeza para desperezarse.

—Aunque puedas pesar que lo que nosotros hacíamos es algo intenso —sonrió lascivo—, ha
sido la historia de amor más loca que podría contarte. La clave era hallar esa delgada línea
entre el dolor y el placer. Ana lo hacía muy bien. Sabía cómo volverme loco.

Me removí inquieto en el asiento. Ya era suficiente.

—Cada vez que estoy dentro de ella, que le hago el amor, me siento mucho más vivo. Más
real. Más suyo.

—Eh, oye…Estamos hablando de mamá, no es algo que…

— ¿Verdad que Anastasia es una mujer encantadora? —suspiró cansado. Los párpados
comenzaron a cerrárseles de nuevo—. Haría lo que sea por ella —soltó una carcajada de
borracho—. Como aquella vez que me habló de la fusta de cuero trenzado color marrón.

Puse los ojos en blanco. Que estuviese borracho era quedarse corto. Cortísimo.

—Cuando haces eso me recuerdas a tu madre —sonrió—. Le encanta poner los ojos.

Antes de que me contara otra historia morbosa, me puse de pie y caminé hacia él. Pasé uno
de sus brazos por mis hombros y lo impulsé para que se levantara.

—Arriba, Grey. Te llevaré a la cama.

—Me encantaría saber dónde es que te hicimos: si en la habitación, en el piano, el baño, el


cuarto de juegos…

—Sí, sí. Bonito, Grey. Ha sido conmovedor.

Caminamos despacio por el sendero de rocas del jardín. Observé las violetas que mi hermana
y yo cuando entrabamos en la pre-adolescencia. Los recuerdos me hicieron sonreír. El césped
verde se movía suavemente por la brisa nocturna. Me pregunté vagamente que hora sería.

Sostuve a papá con fuerza mientras subíamos las escaleras. Ayudaba, desde luego, que pese
a estar borracho ayudara a mantenerse en equilibrio. Tratamos de pasar en silencio frente a la
puerta de mi habitación, donde Amanda y mamá hablaban. Observé por la rendija de la puerta
entre abierta. Mamá llevaba puesto un albornoz de seda azul. Amanda un albornoz blanco de
baño. Llevaba el cabello mojado recién peinado y se había quitado los lentes. Habían vuelto
sus preciosos ojos azules.

—Es la una de la madrugada —repuso mamá—. ¿Qué tanto hablarán en ese bendito jardín?
Amanda se encogió de hombros.

—Tienen mucho de qué hablar, creo. Ted tiene unas dudas al respecto.

Mamá suspiró a son de respuesta.

—Le dije a Christian que no le diera esa llave. Ted siempre ha sido un niño curiosísimo.

—Ted no lo ha tomado tan mal. Quizá al principio, pero creo que hablar conmigo le ha servido.

— ¿Cómo es que sabías de eso?

Amanda se ruborizó. Mierda. Como amo a esta mujer.

—Hace algún tiempo tuve una relación así. Probé sólo por curiosidad. No es tan malo.

— ¿Se lo contaste a Ted?

—Sí.

Se hizo un silencio incómodo.

—La verdad espero que no profundice demasiado. Quiero decir: que no se le ocurra
preguntarme si me gusta demasiado para repetir una relación así.

— ¿Lo deseas?

Hubo otro silencio, aunque menos extenso.

—Sí —hizo una mueca—. Pero Ted no lo aceptaría. Mucho menos hablar de intentarlo.

— ¿Lo echas de menos?

De nuevo, silencio.

—Sí.

Papá me dio una palmada en la espalda, sobresaltándome. Había olvidado que lo tenía
colgando del cuello. Se enderezó y se soltó de mí.

—Voy de mi propio pie hasta la habitación —volvió a darme una palmada en la espalda—. Me
parece que debes hablar con tu novia.

Hice una mueca. Papá me sonrió poco antes de marcharse directamente hacia su habitación.
Suspiré y abrí la puerta. Dos pares de ojos azules voltearon a verme, sobresaltados.

—Eh —tragué saliva. Sentía la boca seca—. Papá está en su habitación. Está, em, un poco
pasado de copas.
Mamá sofocó una risita.

—Bueno, mejor iré con él.

Le dio un abrazo a Amanda y a mí un beso en la mejilla y caminó fuera de la habitación. La


puerta se cerró tras ella. Uh, pobre mamá. Aunque papá esté borracho no la dejará dormir.
Unos pequeños brazos apretaron el mío.

— ¿Qué tal te ha salido todo? —preguntó cauteloso.

Giré lentamente, teniéndola frente a mí. Sus ojillos azules me observaron con un brillo tan
hermoso que la piel entera se me erizó.

—Eres tan preciosa —musité.

Amanda sonrió tímida y mi corazón latió a una velocidad impresionante. Acerqué su rostro al
mío tranquilamente, rozando mis labios con los suyos. Tan suaves…

—Eres mi mayor refugio, nena —enrosqué mis manos alrededor de su cintura—. Tenerte es
como un respiro de aire fresco.

Chocó sus labios contra los míos, soltando un suspiro.

—Por eso necesito que te sinceres conmigo —musité contra mi boca.

— ¿Mm?

— ¿Realmente lo extrañas?

Su cuerpo se tensó.

—Mierda, ¿nos escuchaste?

Sonreí cansado.

—No fue a propósito.

—Ah, cielos —forcejeó para soltarse, pero le resultó inútil—. No quiero hablar de esto.

Le sonreí lascivo. Tiré suavemente del cinturón del albornoz, luego de las mangas y comencé
a bajarlo lentamente por su cuerpo. Su cuerpo desnudo quedó expuesto, reluciendo ante la
tenue luz de la lamparilla: la piel blanca, los senos rellenos, los pezones rosados , las pocas
pecas en su pecho, la forma perfecta de sus caderas, el pelo ensortijado entre las piernas…

—Eres tan preciosa —musité alucinado.

Acaricié con mis manos sus senos rellenos. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos,
recibiendo el placer.
—Cada parte de tu cuerpo encaja perfectamente en el mío.

Amanda gimió.

—Ted, uh…

Me aparté solo un segundo para desnudarme. Me apresuré nuevamente a tomarla por la


cintura, aferrándola a mí con fuerza.

—Ninguna otra mujer había logrado calentarme tanto —pasé mi lengua sobre su labio,
mordisqueándolo suavemente—. Acuéstate en la cama.

Demasiado excitada para discutirme, accedió. La vista de su cuerpo desnudo sobre la cama
donde había dormido cuando era un crío era demasiado erótica. Sonreí lascivo.

—Abre las piernas.

Amanda cerró los ojos, pero obedeció de inmediato.

—Puedes ser muy obediente cuando quieres, ¿eh?

Arrastré mi cuerpo sobre el suyo como una serpiente, dejándole besos sobre la suavidad de
su pálida piel. Noté como se estremecía, sacudiéndose y rosándose contra mi propia piel.

—Quieta —besé la comisura de su boca—. Quieta.

Amanda gimoteó aferrándose a mí. Sujeté sus manos y las coloqué por encima de su cabeza.
Hice un nudo rápido con el cinturón del albornoz y sus manos quedaron atadas al espaldar de
la cama.

— ¿Qué haces? —preguntó jadeante.

Acaricié sus piernas y halé de ellas suavemente, acomodándola. Clavé mis ojos directamente
hacia ella. Azul contra azul, brillando con el mismo ardiente deseo.

—Pueda que no tengas una idea de cuan hermosa luces ahora mismo —presioné mis caderas
contra las suyas—. Tampoco cuan apetecible eres.

Con un gruñido brutal desde lo más profundo de mi garganta me introduje lentamente dentro
de ella. Amanda se arqueó, recibiéndome.

—Oh, Dios mío —gimoteó—. Oh…

La envestí un par de veces con ritmos lentos. Al aferrar mis manos en su cintura el ritmo de
las embestidas aumentó considerablemente. Ella presionó la cabeza sobre la almohada,
intentando controlar los gemidos que amenazaban con brotar brutalmente de su garganta.

—Eso, nena —me introduje más, como si fuese posible—. Deja que papá haga el trabajo.
Capítulo sesenta.

Caí a un lado de la cama, extasiado y satisfecho, con la respiración acelerada


descomunalmente. El pecho de Amanda se sacudía violentamente mientras trataba de
recuperar el aliento. Sus manos seguían atadas al espaldar de la cama.

—Vale, Ted. Necesito estirar los brazos.

Sonreí con los ojos cerrados por el cansancio.

—No, nena. No voy a soltarte.

Se movió en la cama con violencia.

—No estarás hablando enserio, ¿verdad? ¡No puedes dejarme atada a la cama toda la noche!

Pasé la mano por su vientre, acariciándola lentamente.

—Es la única manera de evitar que no te salgas en mitad de la noche para buscar a tu madre.

Amanda gimoteó.

—Vale, tú ganas: no saldré.

—Solo voy a asegurarme —pasé la lengua por su ombligo—. Lo compensaré en la mañana.

Cerré los ojos y me quedé dormido pocos minutos más tarde.

Mierda. Cuando abrí los ojos sentía que llevaba sólo dos horas durmiendo. Hacía demasiado
calor y había mucho sol entrando por las ventanas de cristal al fondo de la habitación. Reparé
en algo blanco sobre la cama, haciendo una extraña forma de corazón.

El cinturón del albornoz con el que había atado a Amanda a la cama.

Pero claro, ella no estaba. Tampoco su ropa ni el albornoz. Lo único que había en el suelo era
mi ropa y una sábana blanca: la que había usado para arroparme a media noche cuando el
frío me caló hasta los huesos.

— ¿Amanda?

Presioné mi mano contra mi cabeza para detener el dolor de cabeza tras todo lo que llegué a
tomar anoche. Madre mía.

—Amanda, mierda…

Me levanté de un salto y me vestí tan rápido como pude. Abrí la puerta y corrí escaleras abajo
como alma que lleva el diablo. Pensé que, quizá, atarla impediría que fuera a buscar a su
madre. Caminé a prisa hasta la mesilla cerca de la cocina, rebuscando las llaves del auto de
mamá. Quizá se enoje, pero tendrá que pasármela.

—Eres terca como una puta mula, mierda —murmuré.

—Vale, seguro que hablas de mí.

Giré de golpe. Amanda estaba en la cocina, detrás de la estufa eléctrica último modelo en
enseres para la cocina. Estaba tomando una taza de café, más específicamente en la que
solía usar yo para tomar un café rápido con la familia, mientras sacaba unas tortillas
españolas del sartén. Me sonrió burlona.

—Buenos días, nene.

Bufé.

—Pensé que te habías ido.

Hizo una mueca. Dejó la taza de café a un lado de la estufo y se dispuso a colocar la tortilla
sobre un plato. La partió en cuatro y sobre ella vertió un líquido pegajoso color rojo.

— ¿Eso qué es? —pregunté curioso.

Ella sonrió sin apartar la vista de su trabajo.

—Jarabe de miel y frambuesa.

Pasó el dedo por la boca del envase para atrapar las últimas gotitas y luego se llevó el dedo a
la boca. Chupó el líquido del dedo con fuerza y soltó un gemido de placer. Me remojé los
labios.

—Y esto —me mostró el platillo terminado — es tu desayuno.

Enarqué una ceja.

— ¿Me preparaste el desayuno?

Sonrió burlona.

—Claro —chasqueó la lengua—. Cualquier cosa para mi secuestrador favorito.

Puse los ojos en blanco.

—En mi defensa estaba un poco borracho.

Ella soltó una risilla y caminó hacia mí dando saltitos. Enroscó sus brazos alrededor de mi
cuello y presionó sus labios contra los míos.

—Te perdono porque ha sido el sexo más alucinante que he tenido en toda mi vida.
Sonreí burlón.

— ¿Aunque te haya dejado atada toda la noche?

Agitó levemente los hombros.

—La verdad es que no estaba tan fuerte y estabas demasiado borracho como para enterarte.

Suspiré.

—No fuiste a buscar a tu madre, ¿verdad?

Ella permaneció en silencio unos segundos, mirándome fijamente.

—No, no he ido. Lo he pensado, pero probablemente tengas razón: debe estar bastante lejos.
Con suerte William no sabe nada todavía. Menos Jack —permaneció callada un corto
tiempo—. ¿No sería mejor que William lo supiera.

Fruncí el ceño, confundido.

— ¿Saber que su madre está viva?

— ¡Sí! —puso sus manos contra mi pecho— Tal vez entonces él entienda que Jack lo está
usando y se arrepienta.

—Me parece que es poco probable.

—Yo sé que William no están bueno ni agradable, pero tampoco quiero verlo muerto o en la
cárcel por culpa de Jack.

Por un instinto puro y nuevo mis labios se curvaron a modo de respuesta.

—Lo quieres.

No era una pregunta, sino una afirmación, y ella de algún modo lo sabía. Trató de apartarme
la mirada, pero yo sabía la respuesta.

—Es mi hermano, ¿no? —suspiró—. Pese a todo hay un vínculo entre nosotros que ninguno
puede romper.

Asentí cómplice.

—Desde que los Sandford me adoptaron, siempre me he preguntado por él. Quería saber si
estaba bien —arrugó a nariz—. William corre peligro con Jack. Está totalmente convencido de
que los Grey le hicieron daño a una familia que nunca rindió frutos.

Sonreí enternecido.
—De todos modos en el fondo lo amas. Es tu hermano —rocé mi nariz con la suya—. Tienes
un corazón delicioso, precioso y valiente.

Capítulo sesentaiuno.

Toqué un par de veces la puerta. Papá abrió, anudando su corbata. Iba vestido muy elegante,
como siempre que va al trabajo, con un traje negro de lino, camisa de botones blanca y una
corbata gris.

— ¿Qué necesitas, muchacho?

Bufé.

—Es que no tengo nada de ropa para trabajar ¿Me puedes prestar uno de tus trajes? Sólo
será por hoy.

Sonrió burlón y se hizo a un lado para pasar. Mamá estaba sentada sobre la cama poniéndose
los tacones. Al notarme me regaló una de sus preciosas sonrisas. No pude más que
devolvérsela.

—Buenos días, cariño.

—Buenos días, mamá.

Le di un beso en el pelo y caminé hacia el armario-sin-fin del matrimonio Grey. Tomé un traje y
una corbata color negro y una camisa de botones blanca. Al entrar de nuevo a la habitación no
pude evitar que mis labios se curvaran un poco. Papá tenía a mamá abrazada por la cintura
mientras le daba uno de esos besos que tenían prohibido darse delante de nosotros cuando
éramos niños. Supongo que, como ya no lo somos, ya no está prohibido.

—Mejor me voy, ¿de acuerdo? —sonreí burlón—. Que disfruten del desayuno.

Tras de mí escuché la risilla sofocada de mamá. Me apresuré un poco para estar listo antes
de las ocho. Sobre la coqueta al lado de la cama estaba mi vieja alarma. Marcaba las 7:32
a.m. Mierda, se me hacía tarde. Me vestí rápidamente y le agradecí a Amanda que me
hubiese hecho el desayuno, sino no me hubiese dado tiempo a desayunar. Todavía tenía la
exótica combinación de miel y frambuesa en la boca. ¿Qué sabor tendía un poco de miel,
frambuesa y Amanda?

Dos golpecitos en la puesta me hicieron despertar.

—Pase —grité.

Papá abrió la puerta. Estaba listo para la batalla laboral.

— ¿Te vienes conmigo o te vas en un coche aparte?


Le sonreí.

—Me voy contigo.


—Entonces mueve el culo que se nos hace tarde —dio la vuelva para marcharse, pero
regresó—. Tu hermana viene con nosotros. Ve a sacarla de la habitación antes de que lo haga
yo.

Hice una mueca. Papá seguramente la sacaría a nalgadas. Odiaba llegar tarde y ya se nos
estaba pasando la hora. Revisé que todo estuviera en mis bolsillos. Al comprobarlo abandoné
la habitación. Caminé por el pasillo, directamente hacia la habitación de Phoebe. El móvil
sonó.

—Grey —contesté.

—Mierda, Theodore —Bobby gruñó—. ¿Dónde mierda está mi coche y mi móvil?

Mierda.

—Ambas cosas están en el garaje de la casa de mis padres —suspiré—. Lo siento. He tenido
como mil problemas.

Toqué la puerta del cuarto de Phoebe.

—Ya. Entiendo ¿Puedo pasar por ellos? Tengo otros coches, pero ese es mi favorito.

Volví a tocar la puerta.

—Sí, claro. Le diré a alguno de los empleados que guarden las llaves.

—Oye, ¿pero todo bien? Nunca me contaste qué había pasado.

—Sí, eh…Espera un segundo —tapé el móvil con la mano—. ¡Mierda, Phoebe! Si no sales
ahora papá va a sacarte a…

La puerta se abrió. No, no era Phoebe. Era Amanda. Llevaba unos shorts rojos y una camisa
blanca con unos labios en rojo intenso. Tenía el rostro serio, desafiante.

—Phoebe no va a trabajar —dijo.

Miré por encima de su cabeza. Phoebe estaba sentada en la cama, con el rostro agachado
mientras lloraba.

—Te llamo luego, Bobby —colgué—. Ahora sí, ¿qué sucedió?

Phoebe sollozó. Amanda me empujó y cerró la puerta.

—El chico este, del que ella está enamorada, se fue.

Fruncí el ceño.
— ¿Daniel Rodríguez?

Puso los ojos en blanco.

—Sí, hombre ¿Quién más?

La fulminé con la mirada. Ella se ruborizó.

— ¿Pero cómo que se fue? ¿A dónde?

—A una universidad en Inglaterra. No sabía que el tal Daniel era un año menor que ella.

—Sí, pero parece un maldito sádico de veinticuatro. Da igual ¿Mi hermana cómo está?

Amanda suspiró.

—La verdad no muy bien. Daniel ni siquiera la llamó. Le ha enviado un mensaje.

Solté una maldición.

—Sabía que ese intento de hombre le iba a….

—Eh, Ted —apretó mis antebrazos—. No le digas nada, ¿quieres? Phoebe se siente muy mal.
Dice que lamenta mucho haberte pedido consejos, hacerte enojar y bla, bla, bla por algo que
no resulto ni la mitad de bien.

—Es mi hermana, mierda. Igual iba a dárselos —eché la cabeza hacia atrás—. Lo mataré.

Me dio un empujón, impulsándome a caminar hacia las escaleras.

—No. Tú te vas a comportar como un hombre decente y vas a ir a trabajar. Yo me quedo con
Phoebe —me dio un cachete en el trasero—. Ve y hazme sentir orgullosa de mi megalómano
favorito.

Sonreí burlón. Ella me lanzó un beso en el aire y se metió a la habitación con mi hermana.

— ¡Ted! —observé a papá detenerse en el rellano de las escaleras— ¿Dónde mierda está tu
hermana?

Me acomodé el saco del traje.

—Ella no va a venir. No se siente bien.

Frunció el ceño.

— ¿Qué tiene?

—Eh…pasó mala noche.


Entrecerró los ojos. Detector de mentiras Grey activado.

—Haré de cuenta que te creo —miró la hora en su reloj de muñeca—. Se nos va a hacer
tarde, mierda ¡Mueve el culo, Theodore! Tengo una reunión a las ocho en punto.

Bajé las escaleras junto a él.

—No creo que llegues a tiempo, Grey.

Me dio un golpe en la cabeza.

—Por eso vas a conducir tú —me lanzó las llaves—. Conduce hasta que me dé un infarto.

—Estás viejo, Grey. No vas a durar mucho —bromeé.

Hizo una mueca, fingiendo estar irritado.

—Mejor pregúntale a tu madre si soy muy viejo.

—No —le lancé las llaves—. Y conduce tú. Luego te pones como un energúmeno porque no
te gusta que te lleven.

Abrió la puerta de la entrada y la atravesó. Cerré de un portazo al salir. El Audi R8 Spyder de


papá estaba estacionado en frente. Un hombre calvo de media edad esperaba al lado. Papá le
lanzó las llaves, que atrapó casi sin moverse, y se estrecharon las manos. Al hombre lo
conocía, claro que lo conocía, lo raro se me hacía verlo de nuevo en servicio.

— ¿De qué me he perdido? —pregunté.

Papá sonrió.

—Jason Taylor se reincorpora al servicio de los Grey.

Capítulo sesentaidós.

Terminé de firmar los papeles que papá me había pedido que firmara. Miré la hora en mi reloj
de muñeca: las diez de la mañana. Tomé los papeles y me apresuré a salir de la oficina.
Caminé hacia la oficina de papá, pero prefería darle los papeles directamente sobre sus
manos. Su secretaria, la querida Lilian, estaba detrás de su escritorio.

— ¿Papá no ha salido de su reunión, Lilian? —le pregunté.

Ella me dedicó una cálida sonrisa.

—Estaba buscándole unos papeles que me pidió —tomó una carpeta delgada de cuero negro
y le extendió—. ¿Puedes llevársela? Igual me ha mandado a buscarte.

Fruncí el ceño ¿Para qué me mandaría a llamar a sus privadas y urgentes reuniones?
—Gracias, Lilian.

Coloqué la carpeta sobre los papeles y caminé rumbo a la sala de juntas. Las paredes de
cristal estaban cubiertas por cortinas, lo cual me hacía sentirme incómodo. Papá sólo dejaba
correr las cortinas cuando era algo verdaderamente urgente. Taylor estaba en la puerta,
custodiándola. Tenía las manos agarradas y en descanso sobre sus piernas.

—Eh, Taylor.

Taylor inclinó la cabeza, saludándome. Otra vez.

—Señor Grey.

— ¿Todo bien ahí adentro? Todo luce muy callado.

Los labios se le curvaron levemente.

—Todo en orden. No ha habido ningún problema.

Sonreí.

—Bien —le di una palmadita en el hombro—. Me alegra que regresaras. La familia nunca
estaría más segura que ahora.

Esta vez sonrió abiertamente.

—La verdad extrañaba la manera tan singular de su padre a la hora de dar órdenes.

Solté una carcajada.

—Nunca habrá un jefe como Christian Trevelyan Grey —le di otra palmadita en el hombro—.
Mejor entro ahora. A papá no se le da muy bien lo de ser paciente.

Taylor volvió a su expresión seria. Volvía a estar en servicio. Abrí la puerta con cautela.

—….pero no fueron permisos autorizados previamente, señor Grey, sino…

Los seis hombres, y papá, se callaron al verme en la puerta. Papá estaba de un humor de los
mil demonios.

—Pasa, Ted.

Mierda. Papá me indicó con la barbilla el asiento vacío a su izquierda. Caminé hacia allí y me
senté sin chistar.

— ¿Pasó algo? —le pregunté en voz baja.

Asintió discreto. Me pasó unos papeles para que los revisara. Era el contrato para las
remodelaciones de Grey Construcciones. No había nada que significara o justificara su mal
humor.

—Los contratos no han sido registrados —explicó—. Sólo aparece la firma de Grey
Enterprises. La firma de tu hermana es la única que se ve en los contratos, la venta de
materiales, el alquiler del local donde se mudarán temporalmente, el contrato de
confidencialidad… —se enderezó en el asiento. Un Christian serio y malhumorado le había
quitado el humor bromista de esta mañana—. El asunto es que los contratos no están
completos. Faltan firmas.

— ¿Cómo que faltan firmas? —me quejé—. Yo mismo revisé que los papeles estuvieran en
orden. Jamás permití que Phoebe firmara algo que me resultara sospechoso. Que le den,
Phoebe sólo firmó la orden para que iniciaran el papeleo y dos documentos de compra de
materiales. Lo demás lo he firmado yo.

—Me temo, señores, que la única firma que aparece es la de Phoebe Grey —el hombre
sentado a dos sillas a mi izquierda, uno calvo, moreno y de ojos cafés, mostró unos papeles—
. Seguramente este ha de ser el documento del que habla, donde se afirma que la presidencia
solicita que inicien con el papeleo del alquiler de la mudanza, entre otras cosas —mostró otro
documento—. Me temo que la firma de su hermana sigue apareciendo con más frecuencia de
la que afirma.

Me levanté de un solo impulso.

—Estoy bastante seguro de que mi hermana no ha colocado su firma en más de uno que otro
documento. Las firmas que deben aparecer en todos los documentos, o en la mayoría de
ellos, es la mía.

Las voces se alzaron en protesta, comentando de aquí para allá en un tono de voz moderado.
La puerta de la sala de juntas se abrió de momento. Un Taylor preocupado, tenso y nervioso
se acercó a papá.

—Ha ocurrido al, señor Grey —se acomodó la corbata, inquieto—. Es preferible hablar en
privado.

Papá asintió y me indicó con la barbilla que saliera.

—Deben disculparnos un momento —se levantó del asiento—. Mi hijo y yo debemos resolver
un asunto privado.

Dicho esto salió como una bala con Taylor siguiéndolo. Aceleré el paso para alcanzarlo. Abrió
la puerta de su oficina. Taylor y yo entramos sin chistar. Al ser el último en entrar te tocó
cerrarla. Papá ni siquiera se dignó a sentarse. Se paró frente a Taylor, visiblemente
preocupado.

— ¿Qué pasó? —inquirió.

—Acaban de informarme de un incidente en su casa, señor. Los de seguridad escucharon


unos disparos. Dos hombres de seguridad intervinieron a tiempo sacaron a sus hijos y los
llevaron a un lugar seguro. La señora Grey se encuentra trabajando. Debe estar en camino
para reunirse con sus hijos.

Tragué saliva.

— ¿Y Amanda?

La mirada de Taylor era dolorosa. No, por favor…

—Sigue dentro de la casa.

Solté una maldición.

— ¿Cómo que sigue dentro de la casa, maldita sea? ¿Quién diablos se metió?

—Según lo que me han confirmado, se trata de un hombre pelirrojo, alto y…

—William —murmuré—. Maldita sea.

— ¿Por qué no la han sacado? —bramó papá.

—El muchacho tenía a la señorita sujeta del cuello. Uno de los de seguridad trató de ayudarla,
pero el muchacho comenzó a disparar a diestra y siniestra.

Solté una maldición mientras extendía la mano hacia el escritorio. Tomé las llaves del auto de
la empresa, abrí la puerta y corrí hacia el ascensor. Una mujer vestida de blanco salía, así que
me apresuré a entrar y las puertas se cerraron a tiempo para ver como Taylor y papá trataban
de darme alcance. Encerrado allí, la ira que llevaba por dentro de mí explotó de golpe. Golpeé
las paredes, una y otra vez, sin que la ira desapareciera.

«Dime que me amas, Ted. Necesito escucharlo para sentirme mejor conmigo misma»

Oh, te amo. Nena, te amo.

«Tengo tantos sueños que jamás he podido cumplir»

Haré que los cumplas, lo prometo.

«Quería una familia que me quisiera y que velara por mí»

Las puertas se abrieron. Corrí a toda prisa y no me detuve hasta que estuve frente al auto.

—Si le haces daño te mato, lo juro —murmuré para mí mientras entraba dentro del auto.

Aceleré en cuanto pude, abandonando en cuestión de segundos el estacionamiento de Grey


Enterprises. Pasé por alto las luces rojas, los alto y otras señales que ni siquiera recuerdo.
Tenía que llegar cuanto antes.

«Ojalá te hubiera conocido antes»


No me importa, nena. Te quiero conmigo. Para siempre.

«Tengo miedo a que te hagan daño»

Yo también. Me muero si te hacen daño.

«Me cuesta tanto aceptar tanta felicidad»

Mi felicidad eres tú. Tienes que estar bien. Giré el guía hacia la izquierda. Apreté los dientes
con fuerza mientras trataba de concentrarme en el camino. Sujeté mis manos al volante con
tanta fuerza que los nudillos se me pusieron blancos.

—Dios mío, que esté bien —noté unas lágrimas indiscretas brotar lentamente de mis ojos—.
Prometo presentártela, llevarla de mi mano a tu casa, hacerla mi esposa, darle una vida feliz,
llenarla de hijos y envejecer con ella. Sólo te pido que no permitas que le hagan daño.

Capítulo sesentaitrés.

La casa parecía tranquila, como si en ella no hubiese nadie. Lo único que te haría sospechar
son las caras de los tres hombres que había frente a ella. Lucían pálidos, alertas y azorados.
Estacioné el auto, haciendo chillar los neumáticos, y bajé de el sin apagarlo. Los de seguridad
hicieron una barrera para impedirme pasar.

—No puede pasar, lo siento.

Solté una maldición.

—Ya lo sé, pero mi novia está allá adentro.

—No hay forma de entrar, a menos que estemos armados. No sabemos si esté dispuesto a….

— ¿A caso él no ha dicho nada? ¿Algo?

—No, señor. Afortunadamente todo lo que se escucha son gritos, como si estuviesen
discutiendo. Al sacar a sus hermanos no se volvieron a escuchar disparos.

Me pasé la mano por el pelo, desesperado. Dios mío, que esté bien…

— ¡Amanda! —grité.

Hubo un largo silencio donde no se escuchaba nada. Por un momento creí que el corazón
abandonaría mi cuerpo, caería al suelo y acabaría conmigo. Aparté de un empujón a los de
seguridad y corrí hasta la puerta de entrada. A medida que me introducía en la casa, con
aquel aire tenso y peligroso, notaba que los de seguridad estaban pisándome los talones.

— ¿Dónde mierda estás, William? —murmuré.


Di pasos firmes hasta la sala. Allí estaba. Desde luego, no estaba solo.

William estaba sentado en el sofá, con la cabeza agachada mientras lloraba. Sostenía en su
mano derecha el arma. Amanda estaba frente a él. El brazo izquierdo estaba recostado sobre
sus piernas y su mano derecha le acariciaba el rostro con cariño. William cerró los ojos un
momento y casi al instante volvió a abrirlos. Sus ojos quedaron fijos en los míos. Su cuerpo se
alzó, empujando a Amanda al suelo. Apuntó el arma hacia mí. Ni siquiera me sentí asustado o
intimidado. Veía como Amanda se alzaba hacia él, confundida. Ella estaba bien. Lo estaba.
Era lo único importante.

Ella volteó a verme y abrió los ojos como platos. Dio un salto hacia mí y se interpuso entre el
arma y yo. William pareció vacilar un momento. Bajó el arma, nervioso. Mis brazos se
movieron rápidamente, tomando a Amanda de la cintura, y la oculté tras mi cuerpo. William
volvió a apuntarme con el arma. No iba a permitirle tener acceso a ella.

Tendría que matarme.

— ¡William, no! —forcejeó para que la soltara—. ¡No, Ted!

El arma comenzó a temblarle.

—Fue una mala idea que vinieras, Grey —miró a Amanda—. Esto no tenía nada que ver
contigo.

—Si tiene —murmuré entre dientes—. Esta es mi casa, le disparaste a mi familia y eres el
hermano de mi mujer. Te metiste con lo mío.

William rechinó los dientes.

—Sólo quería hablar con ella —rio burlón—. Yo me crié en la calle, pequeño Grey. La vida me
enseñó a defenderme con violencia.

— ¿Y tenías que venir a mi casa y amenazar todo lo que me importa?

—Lo único que tienes, que realmente me importa, lo estás ocultando tras tu espalda.

Sentí como el cuerpo de Amanda se estremecía. Ella no te pertenece. Es mía, William. Mía.

—Apártate, Grey.

—No.

Dio apenas dos casos hacia mí, dispuesto a dispararme. Cuando menos lo pensé, Amanda se
había soltado y colocado frente a mí. Contuve el aliento.

—Si le disparas no voy a perdonártelo nunca, William Benjamin Hyde —se acercó a él—.
Dispárale y yo misma me encargaré que nunca, nunca, salgas de la cárcel. Olvidaré que
llevamos la misma sangre, olvidaré lo que nos unió hace unos minutos, olvidaré tus palabras,
tus abrazos, todo. Te voy a odiar hasta que ya no pueda seguir respirando. Dispárale y será lo
último que hagas en tu puta vida.

William palideció. El arma le tembló en la mano.

—Por favor, Will —le suplicó ella.

Recordé la última vez que le había llamado “Will”.

«No me llames “Will”. Si te vas con esa familia, reniego de ti totalmente»

Sin embargo, aquel apodo cariñoso pareció dolerle.

—No lo sé —apuntó con la barbilla hacia los de seguridad, seguramente listos para disparar
en cualquier momento—. En cuanto baje el arma ellos van a dispararme.

—No lo harán, te lo prometo.

William dudó.

—Ven conmigo.

—No puedo.

William pareció dolido.

—Pero no quiero apartarme de ti.

Un cosquilleo me agitó el cuerpo ¿Podría ser que él…?

—Vale, yo tampoco —se acercó más, como si no tuviese importancia que él estaba armado—.
Tienes que bajar el arma, chico. Podemos resolver esto ¿Juntos?

William bajó un poco el arma.

—Aún podemos recuperar el tiempo, Will —bajó un poco el arma—. ¿Recuerdas lo que me
dijiste hace unos minutos?

El rostro se le descompuso por la pena.

—Me dijiste que me querías —William bajó el arma, mirando a su hermana como si fuera un
descubrimiento—. ¿Tienes una idea de cuánto esperé para oírte decir eso? ¿Tienes una idea
de cuantas noches lloré porque me sentía rechazada por mi propio hermano? Mi gemelo, Will.
Duele demasiado no tener a mi hermano —extendió los brazos, esperando a que él tomara la
decisión—. Por favor, no me dejes.

William dejó caer el arma al suelo, como si acabaran de traspasarle el cuerpo con un millón de
balas. Extendió los brazos hacia ella y la apretujó contra él. Observé como lloraba, mojando la
manga de su camisa. Tragué saliva. La escena era tan escalofriante como si viese a Amanda
colgada del cuello de su padre.
Hubo un largo silencio donde nadie supo que hacer. William se quejaba, mientras abrazaba a
su hermana con fuerza y le decía que la quería. El asunto era si creer o no. La escena en sí
era bastante real y, bueno, conmovedora, pero todavía tenía esa sensación de dolor en el
pecho. Mientras ella siguiese colgada de su cuello, no iba a encontrar la paz en ningún
momento.

Observé a los de seguridad, debatiéndose que hacer mientras sostenían el arma firmemente
en la mano. Quizá esperaban que diera alguna orden, que William empezara a disparar o
algo, cualquier cosa. ¿Pero qué mierda iba a saber yo? Dos peligrosos brazos estaban
cubriendo lo único que verdaderamente me importaba en aquel momento. Ni los disparos ni
las armas ni la amenazante posibilidad de morir allí mismo si alguien iniciaba los disparos me
parecía tan peligroso como verla abrazada a él, como si ella fuese su más grande adoración.

—Ya es suficiente —murmuré.

William alzó la vista y me miró. Soltó a su hermana. Ambos me miraron fijamente, tan
parecidos…

—Ted —suspiró. Extendió el cuerpo hacia mí y saltó a mis brazos—. Diles que no le hagan
daño.

Los músculos tensos no me permitieron reaccionar.

—Bajen las armas, muchachos —observé el arma en el suelo—. Tomen esa y desaparézcanla
ahora mismo.

Amanda suspiró y los dos observamos como los de seguridad tomaban el arma y se
marchaban. La tensión entre los tres se hizo más pesada y palpable, como un hilo delgado
que tiraban de él desde las entrañas con fuerza.

En mi vida me había sentido tan jodidamente angustiado.

— ¿Debo agradecerte que no hallas decidido dispararle? —repuse tenso.

William alzó la barbilla.

—Intuyo que no soy el mejor huésped que has tenido, ¿eh?

—Apreciaría que limitaras las bromas a cero —hice una mueca—. Me sigo viendo tentado a
romperte las b…

— ¡Ted! —chilló Amanda—. Basta.

—No, déjalo —William se cruzó de brazos—. Tiene unos límites que no sobrepasará.

Dio dos pasos hacia Amanda. La empujé tras de mí, protegiéndola. Demasiado cerca,
amigo…
Sin embargo, William sólo sonrió.

—Buenos reflejos —inclinó la cabeza—. Buenos gustos.

Miró de soslayo a su hermana.

—Sí que sabes buscarte líos buenos, pequeño Grey.

Fruncí el ceño.

— ¿A qué te refieres?

Amanda apretó mi hombro.

—William estaba contándome cosas del plan de Jack —pareció dudar—. Ya sabe lo de mamá.
William, me refiero. Vino por respuestas.

—Y con una pistola.

La escuché soltar un bufido.

—Vale, también.

Resoplé.

— ¿Qué es esa costumbre nueva con el “vale”?

Soltó una risita.

—Perdona, se me ha pegado. Es un buen libro. La chica es española. Trata de…

—Después, nena —enarqué una ceja—. Tu hermano vino disparando a mi casa.

Gimoteó.

—Vale, es que todo ha sido raro.

—Peligroso, maldita sea.

Amanda suspiró.

—Ya, mensaje recibido. La cosa es…

—La cosa es que sacó a mis hermanos a punto de pistola, te dejó aquí con él, me dejó el
corazón en un puño, me…

—Ya, espera —apretó mi hombro, nerviosa—. Yo también estaba preocupada. También me


pregunté si tendría la oportunidad de verte de nuevo.
El corazón se me encogió de dolor. Oh, estaba bien. Estaba aquí. Era la misma. Estaba bien.

—Por favor, Ted. No dejes que se lo lleven a la cárcel. Jack…Jack lo estaba usando. Él no…

— ¡Oh, por favor! —vociferé. Tomé el móvil de mi bolsillo, hice una llamada rápida y le di
algunas indicaciones—. Voy a deberte ese favor, Wallace.

Colgué. Amanda giró y quedó frente a mí.

— ¿Eso qué fue?

Le sonreí burlón.

—Un favor más que le voy a deber a mi mejor amigo.

— ¿Le pediste que…?

Puse el dedo sobre sus labios para callarla. Lancé mi móvil a William. Lo atrapó apenas sin
moverse. Buenos reflejos…

—Papá me va a joder bien por esto —suspiré—. Uno de los muchachos de seguridad va a
llevarte a la casa de Michael Wallace. Él va a darte unos papeles y otras cosas más. Luego va
a llevarte a un lugar seguro.

William pareció verdaderamente impresionado.

— ¿Me estás gastando una broma?

—No —puse los ojos en blanco—. Lárgate ahora antes de que me arrepienta.

Asintió. Amanda y él cruzaron una mirada rápida. William le sonrió ampliamente, ella se limitó
a abrazarlo con fuerza y murmurarle que se cuidara. Al desprenderse el uno del otro, me
pregunté cómo es que Jack podía dormir tan tranquilo sabiendo que había dejado a la
intemperie a sus hijos.

Su hija con otra familia.

Su hijo en la calle.

William asintió, me inclinó la cabeza y tras lanzar una última mirada de cariño a su hermana se
marchó. El cuerpo de Amanda se tensó.

—Puede que suene cruel, pero me alegra que se haya ido.

Amanda giró hacia mí con el ceño fruncido. Suspiró.

—Quizá haya sido lo mejor —pasó ambas manos por mis brazos—. Lamento haberte
preocupado.
La tomé de la cintura sin refrenarme y choqué mi boca contra la suya. Ella gimió,
devolviéndome el beso. Ella sabía a miel, alcohol y al singular sabor a mujer tan suyo. La
aferré contra mi cuerpo, decidido a no soltarla.

El alma me había vuelto al cuerpo. Ya no había frío, sino un calor ardiente que me hervía
sobre la piel.

—Necesitas aprender a quedarte quieta —la tomé de la cintura y la levanté. Ella enroscó las
piernas alrededor de mi cintura—. No es de Dios darme estos sustos.

La dejé sobre el sofá con cuidado. Allí, ella sentada y yo de pie, me pareció que el mundo se
había detenido sólo para que nosotros pudiésemos amarnos sin prisas. Las venas me latían,
la sangre comenzó a hervirme del deseo y el cuerpo entero se me estremeció por la
necesidad.

Necesitaba hundirme en ella para sentirme vivo.

—Desvísteme —le ordené.

Amanda tragó saliva y extendió sus manos temblorosas hacia mí. Me quitó el saco, con una
lentitud dolorosa y excitante, desanudó la corbata y prosiguió de inmediato a quitar uno a uno
los botones de mi camisa.

—El pantalón —siseé.

Ella se remojó los labios. Deslizó los dedos lentamente, tocándome. Cerré los ojos al sentir las
palpitaciones del deseo. Oí como Amanda jadeaba. Me deshice del pantalón, me quité los
zapatos y las medias.

—Eres tan hermoso —murmuró ella.

Sus ojos brillaban de deseo peligroso. Extendí mi mano hacia ella, para ayudarla a ponerse de
pie. Le sonreí.

—Desnúdate. Lentamente —me remojé los labios—. Quiero verte.

Contuvo el aliento, pero lentamente fue despojándose de su ropa. Su cuerpo desnudo quedó
expuesto ante mí. Observé sus pezones rosados y jóvenes erectos para mí, como si con ese
simple acto ella deseara tentarme. Mi boca se hizo agua, deseando saborearlos.

La tomé por la cintura y fui lentamente deslizando mis labios hacia sus pechos. Ella contuvo
un jadeo cuando mi lengua comenzó a jugar con ellos, suave y lentamente. Tentándola. La
temperatura entre nosotros aumentó un poco. Amanda se aferró a mí para no caer, gimiendo
ante las caricias. Mi mano libre la sujetó por la cintura, presionando mi erección contra su
vientre.

—Oh, madre mía —gimió—. Oh…

Deslicé mi boca hacia su otro pecho y comencé el proceso con ese.


—Me voy a morir, Ted —gimoteó—. Oh…

Detuve el trabajo con mi boca y solté su cintura. Pareció tambalearse, pero encontró apoyo al
sostenerse de mis hombros.

—Siéntate —le indiqué.

Amanda me miró fijamente mientras deslizaba su cuerpo hasta el asiento. La imagen desde
aquí era maravillosa.

—Si pudieras verte como te veo, te darías cuenta porque te amo de esta manera tan profunda
—acerqué mi boca a la suya para besarla—. Seguramente sabrías porque me daba tanto
miedo perderte.

Sus ojos brillaron de amor. Por el rabillo del ojo veo la corbata en el suelo. Le sonrío juguetón
y extiendo mi mano para tomar la corbata.

—Vale, ya sé lo que harás —extendió las manos hacia mí, coqueta—. Le has agarrado el
gusto a atarme.

Le sonrío antes de besarla. Ato sus manos con la corbata y las dejo descansar detrás de su
cabeza. Abro sus piernas con las manos y me acomodo entre ellas. Acaricio sus caderas, sus
muslos, sus rodillas… La sensación de mi piel tocando la suya es indescriptible. Me introduzco
en ella lentamente y presiono mis dientes con fuerza para controlar los gemidos.

—Mm…siempre estás lista.

Veo que cierra los ojos cuando su cuerpo me recibe. Abre la boca e intenta respirar con
rapidez.

—Quédate quieta. Esto va a ser intenso.

Gimió.

—Duro, nena.

Empecé a moverte. Los primeros embates fueron lentos, matándonos a los dos. Sus piernas
se enroscaron alrededor de mi cintura, pidiéndome más. Absorbí una bocanada de aire a
medida que ambos nos movíamos con más necesidad. Dentro. Fuera. Dentro. Fuera. Dentro.
Fuera.

—Mierda, Amanda.

Salgo de ella y vuelvo a entrar con ímpetu. Ella gime y se aferra, apretándome en su interior.
Jadea y se retuerce, dándome más. En aquel momento que estábamos los dos amándonos
con libertad, supe lo asustado que estaba.

Asustado de la idea de perderla.


Asustado de la idea de no poder hacerle nunca más el amor.

Asustado de la idea de estar solo de nuevo.

Asustado de la idea de no volver a sentir sus besos, su piel, su cuerpo.

—Te amo —gruñí contra su boca—. Necesito más de ti.

Y con un grito de placer los dos nos consumimos, alargando hasta el máximo el deseo y la
necesidad.

Capítulo sesentaicuatro.

El agua caliente estaba deliciosa. Podía sentir como los músculos tensos de todo mi cuerpo se
relajaron automáticamente al sentir el calor del agua y el calor de su piel contra la mía. Estaba
sobre mí. El cabello negro chorreaba y las gotas de agua caían sobre mi pecho. Su boca se
movía con agilidad por mi cuello, el pecho y el abdomen. Mm...

—Creo que se acabó el agua caliente —murmuró.

Mordió con un poco de fuerza mi hombro. Mierda.

—O es que estás más caliente que el agua —rio—. La temperatura aquí es agradable.

Mordisqueé sus labios en cuanto tuve acceso.

— ¿Es que nunca estás satisfecha?

Soltó una risilla. Deslizó los dedos por mi barbilla y se impulsó hacia delante para besarme.

—Es tan fácil acostumbrarse a esto —mordisqueó mis labios. Oh, sí. Era muy fácil—. Tengo
hambre.

Solté una carcajada.

—Muy romántico, nena.

Se mordió el labio.

—Perdona, pero el desayuno se me ha ido por completo con el asunto de William.

Mis músculos se tensaron inesperadamente. Mis brazos la rodearon, aferrándola a mí lo más


que pude.

—Mientras toda esta mierda no se acabe, te juro que no voy a dejarte sola ni dos jodidos
minutos.
Ella soltó una risilla nerviosa.

—No ha sido tan malo. William ahora está de nuestro lado.

Hice una mueca.

—No lo sé. Tengo mis dudas.

—Ya. Lo sé. No te cae muy bien.

—No es que me caiga mal, nena, simplemente no soporto verlo o hablar de él.

Hizo una mueca, burlona.

—Ha-ha. ¿Pero no vas a estar peleado con él toda la vida, verdad? Quiero decir: es mi
hermano —sonrió coqueta—. Por ende, tu cuñado.

Resoplé.

—Lindo, muy lindo.

—Vale, quizá no sea el mejor cuñado, pero es mi hermano. ¿Cómo te cae John entonces?

—Con John no tengo problemas, nena. No fue quien sacó a mi familia a disparos.

Suspiró. Un suspiro pesando y cansado. Me pregunté vagamente si, en todo caso, me había
pasado con el comentario.

—Cuando vi a William salir de no-se-donde, la verdad me asusté demasiado. Quizá no por mí,
sino por tus hermanos —acarició mi rostro. Ella aquí, su mente en otro lugar—. Sabes que no
quiero hacerte daño y hacerle daño a tu familia es hacerte daño a ti.

Oh, no.

—Al principio pensé que William venía por órdenes de Jack. Estaba enloquecido —frunció el
ceño—. Parecía como si estuviese sufriendo mucho. Sé que debí buscar una manera de salir,
pero no pude. Es… ¿Cómo te lo explico? William es como yo, en cierto sentido. Jack nos hizo
daño a los dos. A uno de manera diferente al otro, pero lo hizo. Nos separó.

Suspiró. Un suspiro seco. Oh, nena.

—Cuando lo vi así, en ese estado tan desesperado y dolido, incluso olvidé el montón de veces
que me había golpeado de niña —puso su dedo índice sobre mis labios al notar que iba a
protestar—. Sé lo que vas a decir: que eso no lo justifica.

—No lo hace, nena.

—Ya. Lo sé. William sufrió el rechazo igual que yo: él me golpeaba y yo se lo permitía. De
alguna manera eso representaba un desahogo para nosotros. William se aliviaba haciéndole
daño a alguien más y yo…

Tragó saliva. Oh…

— ¿Por eso te parece bien que te golpeen mientras haces el amor con alguien más? —
pregunté con voz ahogada.

Imaginé su pequeño cuerpo siendo golpeado por alguien más, ofreciéndole un placer que ella
no recibía, por la sola idea de que ser golpeaba la hacía sentirse…mejor.

Negó la cabeza frenéticamente, pero luego asintió.

—Sí y no —gimoteó—. Al principio, sí. Pero era simplemente porque no estaba familiarizada
con esa práctica. Ya cuando le encuentras el sentido, cuando defines cual es la línea entre el
dolor y el placer, la verdad es que no es tan malo —me miró cautelosa—. Perdona.

—No, nena —le acaricié el pelo—. Quiero entender, de verdad. Supongo que cuando uno está
muy jodido por dentro busca hacer cosas extremas para liberarse de tanta mierda.

Sonrió triste.

—Como tu padre —murmuró.

Fruncí el ceño. Ya, tenía razón. Me pregunté vagamente que cosa habría llevado a papá hasta
esta…práctica.

—Quizá no pueda entender bien lo de sentirse jodido —sonreí tímido—. Papá nos ha dado
una vida tranquila.

Ella agitó la cabeza, a modo de negación.

—Tú tienes un problema muy grande, Ted —acarició mis labios con su pulgar—. Te niegas a
ver cuán maravilloso eres.

Sonreí burlón.

—Sólo soy maravilloso cuando estoy contigo.

Volvió a negar con la cabeza.

—Lo eres en todo momento: con tus hermanos, con tus padres, en tu trabajo, con los
empleados… —sonrió abiertamente—. Te he observado, hombre. No das un paso en falso.
Eres tan seguro de lo que haces, pero inseguro con respecto a ti mismo.

—No necesito sentirme seguro de mí mismo, nena. Me basta con lo que tengo.

Ella me observó en total silencio. No agitaba los hombros, como si hiciera si respirara, no
parpadeaba ni se movía. Lo único que podía escuchar claramente era mi propio corazón. Nos
quedamos ahí, totalmente quietos, mirándonos fijamente.
— ¿Quién lo hizo? —preguntó.

Fruncí el ceño, confundido.

— ¿Quién ha sido qué?

—La chica ¿Quién fue la chica que te volvió tan inseguro?

Sonreí ¿Cómo lo hacía? Quizá era esa “intuición femenina”.

—La conocí cuando tenía quince años. Creo que estaba enamorado o simplemente fue la
primera vez que deseé una chica. El asunto es que ella no estaba interesada en mí. Le atraían
los chicos desarreglados, los chicos malos, y yo tenía la tendencia a ser más dulce. Según
ella.

Amanda sonrió abiertamente.

—Tienes la deliciosa tendencia a ser muy, muy dulce —mordisqueó mi labio. Vaya. Su nuevo
juguete—. Déjame decirte que la chica era una tonta. Mentalmente le doy las gracias por
haberte rechazado.

—Las demás no me rechazaron —sonreí burlón—. Yo les brindaba placer y mi dinero regalos
caros.

Ella cerró los ojos y sus labios se deslizaron lentamente hacia la piel húmeda de mi cuello.
Depositó besos suaves, absorbiendo el agua con la lengua. ¿Yo que podía decir? Su lengua
hacía un buen trabajo.

—Yo no quiero regalos caros —deslizó su boca hasta mi pecho—. Todo lo que quiero es a ti a
manos llenas. Todo lo que quieras darme, yo lo quiero —inició el recorrido de regreso hasta
mis labios—. Te amo.

Tensé los músculos del cuerpo cuando volvió a descender. Ascendió y descendió una y otra
vez, absorbiendo las gotas de agua que había sobre mi pecho. Madre mía, esa lengua…

—Mío —deslizó la boca hasta la mía, besándome con ímpetu—. Todo para mi solita.

Un suspiro involuntario brotó desde mi garganta a medida que el beso se hizo más largo. Lo
único que fue capaz de cortar con el momento tan perfecto, fue el azote de la puerta.

—Vaya mierda, Ted. Nosotros preocupados y tú dándote un baño con tu novia.

Mierda, papá.

—Salgan los dos de esa tina. Ahora —inspiró por la nariz—. Los espero en el puñetero coche.
Se tardan y juro que los saco sea como sea que estén.

Salió del baño, azotando la puerta al salir. Amanda y yo permanecimos en silencio unos
segundos.

—Vaya, que intenso —murmuré en son de broma.

—“Los espero en el puñetero coche” —imitó—. Creo que está un poco molesto.

Papá abrió la puerta del baño de nuevo. Sus ojos grises estaban dispuestos a matar a
cualquiera.

—Ahora dije ¿Qué mierda están esperando?

Volvió a azotarla.

—Ya, levántate —le ordené—. El obseso del control no está de buenas.

Soltó una risita mientras se ponía de pie. El agua resbalaba por su cuerpo a medida que se
movía, dándole una bonita imagen. Las gotas jugueteaban sobre su piel, acariciando cada
curva.

—Madre mía —murmuré con devoción.

Ella chapoteó en el agua, mojándome la cara, mientras reía.

—Arriba, tú. No voy a soportar otro “Ahora dije” de tu padre.

Tomó una de las toallas y se marchó a la habitación. Me impulsé hacia adelante, me puse de
pie en la tina y salí de ella. Noté entonces que se había llevado la última toalla en el estante.
Sonreí como un imbécil. Apenas unos meses atrás había caído en la cuenta de lo realmente
solo que estaba, haciendo lo mismo. Gastando energías en una cama con otras mujeres.
Tomando, andando en las calles hasta las tantas de la madrugada, comprando un rato de
placer con regalos caros y durmiendo en camas ajenas.

Hasta que cierto día a una encantadora mujer se le ocurrió pedir trabajo en Grey Enterprises.

Sonreí y caminé hacia la habitación. Amanda estaba sentada sobre la cama poniéndose un
par de tacones rojos. Llevaba puesto un pantalón corto negro y una camisilla de raso rojo que
le quedaba de bomba. Al notar que estaba allí se sonrojó.

— ¿No piensas vestirte?

Le sonreí burlón.

—Pásame la toalla. Te llevaste la última.

Sonrió coqueta, extendió el brazo para tomarla y me la lanzó. Me sequé a prisa y rebusqué
entre la maleta algo casual que ponerme. Escogí al final un par de jeans y una camisa de
botones a rayas. Amanda sonrió y se acercó. Enrolló mis mangas hasta los codos y presionó
su boca contra la mía.
—Te ves muy sensual, Ted —sonrió coqueta—. Esta mañana amaneciste especialmente
cautivador.

La atraje de golpe hacia mí. Soltó una risilla.

—Esta mañana tú amaneciste muy coqueta, nena —sonreí burlón—. Si no fuera porque papá
nos está esperando, te arrancaría la ropa y te haría el amor de nuevo.

Acarició mi labio con su dedo.

—Tendremos tiempo después.

— ¿En la noche?

Soltó una carcajada.

—Quizá. Depende si me dejas viva.

La puerta de la habitación se abrió.

— ¿Qué mierda están esperando?

Bufé.

—Ya, Grey —tomé a Amanda de la mano—.

Bajamos los tres casi a trote directamente hacia su auto. Venía solo, lo que me hizo pensar
que a fin de cuentas de verdad estaba preocupado. Me sentí vagamente identificado con la
sensación de irnos con el diablo. En cuanto estuvimos todos en el auto, él conduciendo, yo a
su lado y Amanda atrás, aceleró como endemoniado. Estaba esperando el discurso. Ya.
Ahora.

— ¿Se puede saber en qué jodienda estabas pensando, Theodore?

Ahí vamos con el Theodore.

—Estaba preocupado, ¿sí?

— ¡Pero estaba armado, con un….!

— ¡Sé que estaba armado, no tienes que gritarme!

Inspiró profundamente, intentando calmarse. No le funcionó, al parecer:

—Debería cortarte las pelotas, muchacho. Usas el jodido cerebro que no debes usar. No todo
en la puta vida es sexo.

Bufé.
—Y mira quien lo dice, señor “foll-duro”.

Me fulminó con la mirada.

—Vuelve a decirme una mierda, Ted —siseó—. Me importa una verdadera jodienda si te gusta
como actúo o no. Cuando tú naciste, le prometí a Ana que los iba a proteger de lo que sea.
Cualquier cosa. De cualquier persona. Eso incluye de ti mismo.

Tragué en seco.

—Agradezco que nos protejas, pero…

—No, nada —golpeó el guía—. Cuando tienes a tu novia cerca, olvidas el resto ¿Tienes una
idea de cómo está Ana? ¿Cómo está Phoebe? ¿Cómo estaba yo unos minutos antes de
encontrarlos? ¿Crees que se siente encantador no saber una mierda de tu hijo? Los minutos
que pasaste dentro de esa casa, sin saber qué diablos pasaba, fueron los más largos y
dolorosos de mi vida. Era casi tan terrible como aquel día que Ana se fue, como aquel día que
la vi tirada en el suelo porque el hijo de puta de Jack la había golpeado —soltó una
maldición—. Todo lo olvidas por un par de piernas.

Lo fulminé con la mirada. Papá podía hacerme enojar con dos simples palabras.

— ¡Detén este maldito coche ahora!

Giré de golpe hacia atrás al escuchar gritar a Amanda. Estaba enrojecida de la cólera. Papá
rio burlón.

—No —refunfuñó.

Amanda se quitó el cinturón y abrió la puerta. El viento la golpeó en la cara, agitándole el


cabello.

— ¡O paras o salto!

Papá soltó una maldición y frenó de golpe. Amanda se bajó y comenzó a alejarse del auto. Le
hice una mueca a papá.,

—Vaya, gracias. Déjame ver como resuelvo el problema con la chica de las piernas.

Capítulo sesentaicinco.

En algún punto de la conversación, el cual no estaba seguro de cuál había sido, fui rotunda y
decididamente excluido. Los autos nos pasaban por el lado. Algunos, incluso, se habían
estacionado al otro lado de la carretera para grabar la discusión. No todos los días ves a
Christian Grey, en plena calle discutiendo a gritos, con una mujer. Yo simplemente permanecí
quieto y en silencio, recostado del borde del puente. En algún momento deberán cansarse.

—No sé de qué te quejas tanto —le espetó Amanda—. He tratado de cooperar en cada puta
cosa que me piden.

— ¿Pero podrías al menos no llevarte entre las patas a mi hijo? —soltó una maldición—. Te
dije que eras un punto intermedio entre ese hijo de puta y mi hijo.

— ¡Pero ahí vamos de nuevo! —chasqueó la lengua—. Que si el hijo de puta esto, el hijo de
puta aquello ¡La hija del hijo de puta dijo aquello! ¡La hija del hijo de puta hizo lo otro!

—Dame entonces otra jodida manera de llamar a ese imbécil.

— ¡Sólo deja de decir “el hijo de puta” cada cinco minutos, con un carajo!

Abrí los ojos como plato. Uh.

— ¿Ah, sí? —papá le sonrió burlón. Una sonrisa burlona de papá nunca, nunca, nunca, es en
son de broma—. Lo único que busco es proteger a mi familia, y sí, considero que eres un
problema.

Amanda bufó.

—Mira quien me habla de problemas, Grey.

—Conmigo no uses ese tono de “me vale una jodienda”.

— ¡Pues no lo uses tú conmigo! —gimoteó—. Tu actitud es un asco.

—En tal caso estamos a mano.

— ¡Eres un controlador excesivo!

—Lo sé.

— ¡Crees que todo puedes controlarlo!

—Sí que puedo.

— ¡Eres desesperante! —gritó con más fuerza—. ¿Y por qué mierda sigo peleando contigo?

Papá chasqueó la lengua.

—Quizá porque sabes que lo que digo es verdad —me señaló—. Lo distraes. Nadie está
ahora para distraerse. Ni yo, ni él, ni tú.

—Ahora no me salgas con que te preocupas por mí—cruzó los brazos—. Traicionero.

—Todo lo que me importa es mi jodida familia —le sonrió burlón—. Me parece que mi hijo
tiene pensado introducirte en ella por un periodo eterno.

—Ya ¿Y?
—Que los dos me ponen los pelos de punta. Ya es suficiente con que uno de los dos, en este
caso tú, se meta en problemas. No necesito que, como ahora, los dos me provoquen más
canas de las que ya tengo.

Amanda agitó los hombros. Que mujer terca, por Dios.

—Ahora —habló papá—: les voy a pedir que suban al coche.

Amanda enarcó una ceja.

—No —refunfuñó.

Papá inhaló profundamente.

—Que se suban al puto coche ahora.

—Que no.

Puse los ojos en blanco y eché la cabeza hacia atrás. Por Dios…

El móvil sonó en mi bolsillo. Me apresuré a contestar, aliviado.

—Grey.

—Oh, por Dios ¿Todo bien? —chilló mamá.

—Sí, mamá. Estamos bien.

—Pero, ¿Dónde están? Christian dijo que los traerían para acá?

Observé la escena. Amanda le gritaba a papá, él tenía las manos en las caderas y los sujetos
al otro lado seguían grabando.

—Bueno, este…Tuvimos un pequeño problemilla de camino.

— ¡A mí me vale madre si eres el poderoso Christian Grey o un pesado imitador de


supermacho! ¡No me voy a montar en tu jodido coche!

Suspiré.

— ¿Esa es Amanda? —preguntó mamá, sorprendida—. ¿Es-están discutiendo?

—Yo con ella, no. Papá.

— ¿Christian?

—En plena carretera y a grito suelto —asentí.


— ¿Tu padre? —rio— ¿Christian, gritando en plena carretera?

—Así como lo oyes.

—Pero, ¿qué sucedió?

—Estaba molesto por no avisarle que estábamos bien —bufé—. Ya, quizá se me pasó. La
cosa es que empezó a decir un disparate tras otro y Amanda se enojó.

—Oh, cariño. Sabes cómo es tu padre.

—En cierta forma es divertido —hice una mueca—. Aunque asustan, a decir verdad. Es como
ver pelear a dos Christian.

Ella rio.

—Christian ha de estar insoportable, ¿a que sí?

—Uf, no solo él. Amanda igual.

Los dos voltearon a verme, haciendo el mismo movimiento. Me fulminaron con la mirada.
Tragué saliva.

—Eh, mamá…

Papá abrió los ojos como platos y me arrebató el teléfono.

—Nena, tuvimos un problema de camino.

Fulminó a Amanda con la mirada y se alejó un poco. Decir que estaba enojada era poco. Ni
siquiera sabía si acercarme resultara en una buena idea.

—Ni se te ocurra acercarte, Ted —alzó ambas manos—. El genio de tu padre es de los mil
demonios ¡No lo soporto!

Bufé.

—El problema no sólo es el genio de papá, nena. Es el tuyo.

Entrecerró los ojos. Caray…

—Ya, escucha —me apresuré a decir—. Tú y papá tienen un genio terrible que choca y choca.
Una simple palabra desemboca en una discusión como esta.

— ¡Pero no fue una simple palabra! Quiso decir que sólo soy un par de buenas piernas.

—Sé que están buenas, doy prueba de ello, pero no quiso decirlo —hice una mueca—. Quizá
sí quiso, pero es que está molesto. No contigo, conmigo. Suelo desaparecer por horas. Bueno,
eh, antes. Me quedaba a dormir con otras mujeres o salía por ahí con amigos y nunca les
avisaba que estaba bien.

—Da igual: no tiene que tratarme como si fuera una más en tu cama porque, eso sí te lo digo
Theodore, no pienso ser un par de piernas para abrir únicamente por un rato.

Relamí mis labios. Dios, esa boca…

—Un par de piernas muy bonitas, nena —sonreí sardónico—. De eso nada. Tus piernas me
gustan ya estén abiertas o cerradas. En todo caso yo me encargo de abrirlas.

Golpeó mi brazo, pero observé como una sonrisilla se asomaba por su rostro.

—Deja de hablar de mis piernas, caray.

—Es que son un par de piernas muy encantadoras y cautivadoras, cariño.

—Ya —se sonrojó—. Fin.

—Sólo estoy esperando a que el obseso del control acabe la llamada, termine toda esta
mierda y pueda llevarte a la habitación para abrirte las piernas. Tengo en mente una linda
visión de esas piernas sobre mis hombros mientras voy probando de…

—Listo —interrumpió papá. Frunció el ceño al ver a Amanda tan acalorada y alterada—. Será
mejor que nos vea —sonrió—. Te tengo una sorpresa, Ted.

¿A caso dejarás que le abra las piernas a mi novia?

—Oh, fantástico —sonreí—. Nada mejor que una sorpresa después de una pelea tan atroz.

Sonrió culpable, pero sabía que era lo menos que se sentía. Hizo un gesto hacia Amanda y
sonrió cálido.

—Perdóname, pequeña. He tenido un día pesado —me observó de soslayo—. No eres tú


quien me pone los pelos de punta, es mi hijo.

Amanda bufó.

— ¿Y qué hay del asunto de las piernas? Me sigue pareciendo que el asunto es conmigo.

—El sentimiento lo conozco muy bien —agitó los hombros—. Las piernas de Ana me siguen
distrayendo.

Puse los ojos en blanco.

—Dejemos el asunto de las piernas ya, ¿les parece? —chasqueé la lengua—. Está usted
hablando de mi madre, señor Grey. No es correcto hablar así de sus piernas.

Me dio un suave golpe en la cabeza.


—Al auto.

Le hice una mueca e inmediato nos fuimos directo al auto. Lo único raro es que se sentó en el
asiento del pasajero, no en el del conductor.

— ¿Planeas que yo conduzca?

Sonrió.

—No.

— ¿Entonces?

Un auto plateado se estacionó cerca del Audi. Taylor bajó del lado pasajero y caminó
directamente hacia el Audi. Se introdujo por el lado del conductor.

—Oh, ya veo —refunfuñé. Tiré de Amanda y nos introducimos por la puerta del pasajero
trasero—. Que tu padre te deje conducir su auto, que no sea porque va demasiado apurado,
no es algo que le toque a uno a los veintiún años, ¿eh?

Soltó una carcajada.

— ¿A dónde, señor? —preguntó Taylor.

—A casa de mis padres.

Taylor asintió y puso el auto en marcha. Observé vagamente a dos hombres de seguridad salir
del auto y dirigirse hacia donde estaban los sujetos con las cámaras. Supuse que iban a
quitárselas, para que la pelea no llegara a las noticias, pero no tuve tiempo de averiguarlo
porque el auto desapareció del lugar casi al instante.

El camino transcurrió en silencio, lo que me hizo pensar que esa tensión entre papá y Amanda
seguía intacta. Papá hablaba animosamente con Taylor, preguntándole acerca de sus
vacaciones. No les presté demasiada atención. Amanda tenía la cabeza recostada sobre mi
hombro, pensativa.

—Eh, nena —le acaricié el pelo—. Estás muy callada.

—Estaba pensando en mamá.

Ah, ya. Pero, ¿en cuál de los dos?

—No le dije a William que estaba viva ¿Crees que debí decirle? Es que tuvimos tan poquito
tiempo para hablar…

—Debiste, sí. Creo que tenía derecho a saber, pero también creo que van a tener tiempo para
hablarlo.

La oí suspirar.
— ¿Tú crees?

—Siempre que esto no sea un engaño, sí.

—Espero que no —murmuró con voz apenas audible.

Oh, nena.

—Igual me sigue preocupando mamá ¿Crees que esté bien?

—No lo sé, nena. Espero que sí.

—Estoy harta de toda esta mierda —refunfuñó molesta—. Quiero una jodida vida tranquila, sin
un jodido padre fastidiándote todo el tiempo.

—Pronto, nena —le besé el pelo—. Esto no va a durar para siempre.

—A mí me ha durado veinte años, lo cual en mi caso si es un “siempre”.

—Te prometo que esto se va a acabar, cielo. Muy pronto todo esto será sólo un mal recuerdo.

Amanda suspiró y se acurrucó en mi pecho.

Capítulo sesentaiséis.

Observé la casa de mis abuelos mientras tenía a Amanda de la mano. Se me había hecho la
cosa más extraña que viviéramos a este lugar. Mis abuelos no estaban. El abuelo, Carrick
Grey, se había ido con la abuela, Grace Trevelyan Grey, a un grupo de ayuda para los niños
pobres de África. El viaje no me sorprendió: ellos siempre, al igual que mis padres, buscaban
la manera de ayudar a personas que tenían menos que nosotros. Lo que se me hacía raro era
venir. Llevaban un año por allá y no habían llamado para decir que iban a regresar.

Amanda soltó un silbido.

—Vaya casa la de tus abuelos, eh —sonrió tímida—. Ojalá hubiese tenido abuelos con tan
buenos gustos.

Le sonreí burlón.

— ¿Insinúas que los tuyos tenían malos gustos?

—Bah, yo que sé. Fui una vez a su casa y nada más —pestañeó con rapidez—. No les
agrado.

— ¿Y qué razón tienen ellos para que una mujer como tú, tan loca y desenfrenada, no les
agradase?
Me sacó la lengua.

—No les era de mucho agrado, ya sabes —dibujó unas comillas en el aire con su mano libre al
decir—: “clases sociales”.

Fruncí el ceño.

— ¿Clases sociales?

—Ajá —sonrió burlona—. Los padres de Stella son empresarios importantes. Ellos nunca
aceptaron que su hija recogiera a una niña de la calle. Es como mezclar “pobres con ricos”.
Cuando mis padres empezaron a perder dinero, le dijeron a mamá que eso les había pasado
por tomar algo de la calle y mezclarlo con el oro.

Ella pestañeó juguetona, pero noté que esas palabras en verdad le dolían. Apreté su mano.
Una sonrisilla dulce y encantadora se asomó por sus finos labios. Pronunció un par de palabra
antes de reír. La suavidad de su risa me recordó a la seda. Suave, fresca, agradable…

—Ted —soltó una risilla—. ¿Estás escuchándome?

Sonreí distraído.

—S-si —hice una mueca—. No, perdona.

—Te decía: que tengo frío ¿Podemos entrar?

Sonreí burlón. Observé a papá darle unas indicaciones rápidas a Taylor. Ya él se encargaría
de hacérselo saber al resto del personal de seguridad. Pasé el brazo por su cintura y
entramos. La casa de mis abuelos era enorme. Recuerdos vagos de Phoebe y de mí cuando
pequeños me vinieron a la mente. Parte de nuestra infancia la vivimos aquí, viniendo de visitas
casi todos los fines de semana. Mis abuelos eran unos consentidores.

Amanda observó asombrada el vestíbulo. Las paredes estaban pintadas de un crema muy
claro. No estaba cargado de cosas: en la pared derecha había una pequeña mesa color
caoba, con un florero de cerámica con estampados griegos y un precioso arreglo de flores. En
la pared izquierda había una enorme fotografía de toda la familia: mamá, papá, Phoebe, yo, tío
Elliot, Kate, Ava, mi prima, Parker, su hermano, tía Mía, Ethan, Adriadna, mi otra prima, los
abuelos y los bisabuelos. La fotografía la tomábamos todos los años. Estaba ansioso porque
pasen estos dos meses que faltaban para reunirnos. Imaginaba a mis hermanos adoptivos
junto a nosotros y Amanda frente a mí, envuelta entre mis brazos.

—Es una foto preciosa —comentó ella.

Sonreí inconscientemente.

—Todos en la familia tienen una foto como esta. Papá suele tener la suya en la sala, pero la
ha mandado a quitar para cambiarle el marco.

—Ah.
— ¿Quieres que te muestre la casa? Igual no debe haber nadie. Mis abuelos están en África.

—Me parece bien —sonrió.

La guié por la casa hasta llegar a la sala. Observó la decoración, las fotos y…

— ¡Ted!

Amanda se sorprendió. No había sido ella. Nos introducimos de lleno en la sala. Oh, madre
mía…

La sala estaba a punto de reventar. Todo mundo estaba allí: mamá, Phoebe, tío Elliot, Kate,
Ava, su novio Quientin, Parker, tía Mía, Ethan, Adriadna; Brent, su mejor amigo, los abuelos y
los bisabuelos.

— ¡Madre de Dios! —vociferé emocionado.

Casi al instante sentí el abrazo de todos. Amanda se apartó discreta y esperó en una esquina
mientras observaba la escena. La abuela fue la primera en abrazarme. Le correspondí el
abrazo con energía. La había extrañado.

—Oh, abuela. Qué bueno verte.

—A mí también me da gusto verte, pequeño —agitó mi cabello—. Has crecido bastante este
año.

Sonreí. El siguiente en abrazarme fue el abuelo. Me sonrió visiblemente emocionado. Luego


se hizo a un lado con la abuela para que tía Mía me abrazara.

— ¡Teddy! —chilló—. Vinimos en cuanto Christian nos avisó —me acarició la mejilla—. ¡Ese
Jack otra vez! Parece que no tiene nada mejor que hacer que estar fastidiándole la vida a mi
hermano.

Me removí inquieto. Eh, tía. Te amo, pero la hija de Jack te está escuchando.

—Ya, Mía —intervino tío Elliot—. Eres demasiado intensa.

Hizo un mohín y dejó que él me saludara. Así fue luego uno por uno, hasta la pequeña Ava.
Bueno, ni tan pequeña. Era la nieta mayor, pero incluso lucía mayor de lo que yo era, de
verdad. Era preciosa: siempre lucía un brillante y precioso cabello castaño oscuro, la piel
bonita y buen cuerpo. Aunque Kate tenía los ojos azules y Ava cafés, bastaba mirarlas para
intimidarte. Ambas tenían esa mirada firme e indiscreta. No se parecía demasiado a su madre,
ni a su padre. A veces, en son de broma, le decía que era adoptada.

—La verdad me tienes muy, pero muy abandonada Eodore —musitó ella.

Le sonreí burlón y la atraje hacia mí para abrazarla. Ella soltó una risilla y se aferró a mí. Que
tenían las mujeres Grey que siempre resultaban ser mi debilidad, ni yo lo sabía.
—Creo que creciste —rio burlona—. ¿Qué has estado haciendo estas últimas semanas? Me
enteré que dirigías Grey Enterprises por un lapso menor de tiempo.

Bufé. En esos momentos me recordaba mucho a Kate.

—Por Dios, Ava —chilló Adriadna.

Ella era muy parecida a Ethan, su padre. Se acercó a mí y me dio un beso en la mejilla. Otra
Grey, otra debilidad.

—Ignórala, Ted. A veces se le sale lo de “Kavannah quiere una noticia”.

Solté una carcajada.

—Pero, ¿qué hacen todos aquí? —pregunté.

—Christian nos llamó —explicó Mia—. Nos dijo que tenía que ver con Jack.

Observé a Amanda de reojo, quien se movía inquieta en una esquina. Le hice una seña para
que se acercara. Ella negó con la cabeza. La fulminé con la mirada. Se encogió de hombros y
se acercó cautelosa. Las mejillas se le tiñeron de rojo cuando toda mi familia la miró fijamente.
Deslicé mi brazo por su cintura. Parecía incómoda, pero a la misma vez noté que se relajaba.

—Ya, no me digas —Ava chilló—. ¿Tienes novia?

Le sonreí burlón.

—Sí —sonreí ampliamente—. No te pongas eufórica. No quiero que la asustes.

Como era de esperarse, me ignoró totalmente. Dio un saltito y se lanzó sobre Amanda para
abrazarla. Paralizada, simplemente le correspondió el abrazo. Ava podía ser muy explosiva
cuando quería.

—Te dije que no te pusieras eufórica —murmuré.

Ava la soltó cuando tío Elliot la apartó. Le guiñó el ojo a Amanda y rodeó a su hija con un
brazo.

—La verdad pensaba que eras gay —dijo sin reparo—. Tu padre y tú me han dado una
lección: no juzgarlos por la apariencia —me guiñó un ojo—. Tuvimos que esperar a que mamá
encontrara a Christian recién follándose a Ana.

—Vete a la mierda, Lelliot.

Papá entró a la habitación sonriendo. Saludó a la familia y se posicionó junto a mamá.

—Ya, Christian —refunfuñó tío Elliot—. Deja de hacerte el interesante ¿Qué sucedió ahora
con Jack?
Miró cauteloso a Amanda.

—Jack escapó de la cárcel.

Silencio.

—Descubrimos que Jack tuvo dos hijos. Uno de ellos ha estado ayudándolo.

Amanda me tomó de la mano y la apretó con fuerza.

—Ya —tío Elliot se pasó la mano por el pelo—. No me digas que su hijo o hija salió como el
padre.

Papá miró a Amanda. Hizo un movimiento, indicándole que no.

—No lo sé —habló él—. Me apeteció llamarlos para mantenerlos al tanto. Creo que deben
saberlo, sobre todo por lo que pasó con Mía hace años.

La aludida protestó. Sea lo que sea, no parece haberlo olvidado.

—No me digas que intentará secuestrarme de nuevo —bromeó de mala gana.

Amanda se removió, inquieta. Mierda. Le hice una seña a papá para que interviniera. Él
asintió.

—Creo que tendremos que dejar eso para más tarde —le dio un beso a mamá y caminó hacia
nosotros—. Tengo una sorpresa para mi hijo —sonrió—. Y para mi futura nuera.

Puse los ojos en blanco. Por Dios, hace unos minutos estaban discutiendo en la carretera…

—Al auto, ustedes dos —nos ordenó.

Amanda protestó. Ahí vamos de nuevo, caray.

—Deja que mi trasero descanse —tajeó.

Le sonrió.

—Descansará luego ¡le guiñó el ojo—. Al auto.

—Te ganas dos puntos, pierdes cinco —chasqueó la lengua—. Vaya hombre de negocios.

—Ya cállense los dos —aullé—. Al auto. Ahora.

— ¿Entonces? —preguntó—. ¿Qué les parece?


Amanda y yo nos quedamos con la boca abierta. Estábamos en la sala de una enorme,
enorme, enorme casa. El estilo de la decoración era rústico, incluyéndole el marrón y el verde
para darle un ambiente tropical. La escalera que daba a la segunda planta parecía estar hecha
de pierda. Abajo, al lado derecho de la escalera, había un pequeño riachuelo. El agua se veía
clara y fresca. Por un momento creí sentir el olor a agua de río y la vegetación verde en la
mañana. Unas escaleritas nos permitían entrar y disfrutar del agua. Quizá era una piscina. Al
lado había una pequeña mesa de madera. Ni siquiera habíamos pasado de la sala. La sala en
sí era espectacular.

— “¿Qué les parece?”—reí—. Mira la casa, Grey. Si esto es apenas la sala, no me quiero
imaginar el resto.

Sonrió.

—Ya, ¿entonces les gusta? Díganme ya —miró la hora en su reloj de muñeca—. Tengo que ir
a hablar con mis hermanos y en la noche tengo una cena de negocios.

— ¿Qué quieres que te diga?

—Si les gusta la casa, claro.

Enarqué una ceja.

—Ya, entendido ¿Para qué?

Agitó los brazos, queriendo decir “¿No es obvio?”

—Este es mi regalo —sonrió—. Una casa con espacio de sobra para que puedan retozar a
gusto.

Amanda reprimió un grito.

— ¡No puedes hablar en serio! —se tapó la boca con ambas manos—. ¡Te volviste loco!

—No —le sonrió sardónico—. Bueno, ¿les gusta o no? Tengo que firmar el contrato de
compra.

—Ya, sí. Pero esto es demasiado.

—Amanda tiene razón —bufé—. Deja de malgastar dinero.

—No malgasto —me lanzó las llaves—. Y es mentira: la casa ya está comprada. Estaba en
oferta. Veintidós millones. Un precio excelente.

Amanda gritó.

—Ustedes sí que saben gastar dinero —se cruzó de brazos—. Terminé metida en una familia de
malgastamos-dinero-como-locos.
—Algo así —rio—. La ropa de ambos ya está en la habitación —nos lanzó una mirada
lasciva—. Que se diviertan.

Nos lanzó una última mirada y se marchó. Amanda y yo nos paseamos por la enorme
habitación, preguntándonos en silencio miles de preguntas a la vez.

—Uau —silbó—. Una casa verdaderamente enorme —me miró de soslayo—. Para nosotros
solos.

Sonreí.

—Verdaderamente enorme.

— ¿Y qué vamos a hacer con ella, señor Grey?

Miré de reojo la pequeña mesa. Le sonreí lascivo.

—Probar todas las superficies posibles, nena —la atraje hacia mí de golpe—. Empezando por
esa mesa.

Capítulo sesentaisiete.

No nos habíamos perdido de milagro. Recorrimos el primer piso con calma, desnudos. Ya era
de noche y la propiedad se mantenía bastante a oscuras, a excepción de la luz interior. La
decoración del salón familiar me recordaba al África con sus tonos marrones, las mesas
caobas, los sillones de un marrón oscuro y el estante de libros, divididos en cuatro bloques, en
dos paredes. Nuestros ojos se iluminaron. Libros, por Dios. Había también una pequeña
chimenea con un diseño curioso y una mesa en forma de un tambor africano gigante. Los
armarios tenían un diseño de madera con una textura preciosa.

Salimos de la habitación y caminamos por un pasillo hasta llegar a la sala principal. Era
bastante espaciosa. Había una chimenea, aunque esta tenía un diseño más simple. Los
muebles eran crema, excepto por uno que tenía una cubierta con diseños tipo egipcios.
Curioso. Tres lámparas espectaculares, con un cuello en forma de caracol y una base doble,
se situaban al lado de los muebles. Las paredes-puerta de cristal mostraban una vista
magnífica. Al lado había un piano negro precioso. Papá tenía uno así en casa. Espero que la
tradición de tocar el piano en las reuniones familiares nunca acabe. Me encantaba observar a
papá tocar el piano mientras cantaba.

Dimos media vuelta y caminamos hasta toparnos con el comedor. Nuevamente la decoración
en tonos marrón. El detalle de unas cortinas de maya dividiendo el patio exterior era
fascinante. La mesa era enorme, en forma rectangular, y doce mesas, tres en cada lado, la
rodeaban. La puerta era corrediza. Amanda soltó un silbido. Acaricié con mis labios la piel
desnuda se sus hombros.

—Menuda casa —rio—. No me canso de repetirlo.

—La verdad es que papá esta vez se ha botado con el regalito.


—Lo dirás por ti: a mí no me regalan una casa todos los días.

Reí bajito mientras mordía con suavidad el lóbulo de su oreja.

— ¿Qué te parece si nos damos un baño, nos vestimos y salimos a cenar?

— ¿Y por qué no preparamos nosotros nuestra cena?

—La verdad no creo que haya comida. La casa es nueva.

Amanda se giró y se frotó contra mí como quien no quiere la cosa. Apreté los dientes con
fuerza. El calor de su cuerpo incendió el mío. Arqueó las caderas, tentándome. El placer
bombardeaba en mi miembro, doliendo de tal manera que solté un gruñido. Sonrió coqueta.
Oh, sé perfectamente lo que estaba intentando.

— ¿Quieres que cocine algo para ti? —preguntó con voz pastosa, seductora.

—La verdad es que no se si haya comida en la cocina, pero ahora mismo se me antoja
hincarte el diente.

Jadeó.

—Oh, sí —mordisqueé su labio—. Que no creas que no se: era lo que te proponías.

Sonrió coqueta y se lanzó contra mi boca.

— ¡Dios mío, Ted! —gritó ella desde la cocina.

Estaba sentado en uno de los cómodos sillones de la sala cuando la escuché gritar. Di un
salto y me puse de pie. Arranqué como cañón de bala directamente hacia la cocina, con el
corazón latiéndome a mil por hora.

Pero no había pasado nada. Ella sólo estaba parada en la cocina, tapándose la boca con
ambas manos.

— ¿Qué pasa? —pregunté ofuscado.

Amanda dio un saltito en el lugar en donde estaba y saltó directamente hacia mis brazos.

— ¿Pero qué…? —pregunté desorientado.

Se separó, mirándome culpable. Las mejillas comenzaron a teñírsele de rojo.

—Perdona, me emocioné —musitó.

Le sonreí burlón.
—Lo he notado ¿Pero a qué se debe la emoción?

Soltó un chillido tan fuerte que casi creí quedarme sordo.

— ¿Qué no lo ves? ¡Mira esta cocina! —la señaló con los brazos abiertos—. Es la cocina de
ensueño.

Ya, era cierto. La cocina era casi tan grande como la sala y estaba repleta de hoyas por todos
lados. Tenía tres fregaderos, tres sillas de madera sin espaldar, un refrigerador de acero
inoxidable, dos puertas de cristal y una entera de acero, repletos hasta explotar de alimentos y
tres compartimientos en la parte inferior. Junto al refrigerador había un horno microondas, un
triturador de frutas, una batidora y un montón de vajillas para cocinar. Al otro lado de la cocina
estaba el horno y una vista hermosa se observaba por las ventanas de cristal. Adicional a eso
unos estantes pequeños repletos totalmente de libros. Vaya, ahora entiendo.

— ¿Imaginas cuantas cosas podría cocinar aquí?

Se tapó la boca con ambas y dio un saltito. El compás de sus senos desnudos creó
repentinamente una bonita imagen de este lugar. Observé como danzaba alegremente,
parloteando una que otra cosa, de aquí para allá. Sonreí tontamente mientras mi cabeza
maquinaba ideas sin parar.

Nosotros dos, en medio de la cocina cocinando, mientras dos pequeños niños correteaban por
el jardín.

—Necesitamos un perro —solté sin pensar.

Amanda volteó hacia mí, enarcando una ceja.

— ¿Qué?

—Un perro: necesitamos un perro.

—Pero, ¿para qué?

—Para que los niños jueguen con él.

—Pero aun no los tenemos.

Chasqueé la lengua y me acerqué. La apreté por la cintura y la acerqué a mí. Ella soltó una
risilla.

—La verdad confió que ya esté en camino —ronroneé.

—Oh, ¿tan seguro estás?

—Estoy seguro de que ya viene. Después de todo, ¿nos hemos protegido alguna vez?
Ella permaneció en silencio, pensándolo.

—Ya, me parece que no.

—Ah, ¿ya ves? En muy poco tiempo celebraremos la invasión de un vientre cálido.

— ¿Y si no llega? Quizá no corras con tanta suerte.

—Si no es para esta oportunidad, ya será para la otra —acaricié la curva de su cadera—. En
lo personal me parece que ese niño ya está bien hecho. Hemos sido bastante profesionales
haciéndolo.

Soltó una carcajada.

—No te rías —hice una mueca—. Hiere mis sentimientos, señorita.

—Oh, perdone. Es que a mi novio se le ha metido en la cabeza la loca idea de tener un hijo
ahora.

— ¿Y usted no quiere?

—Por él estoy dispuesta a todo, señor Grey.

— ¿Y puedo saber por qué?

—Porque él es mío —rozó su nariz contra la mía—. Yo hago lo que sea por lo que es mío.

Sonreí complacido.

—Basta de pláticas. Tú y yo vamos a darnos ese baño. Muero de hambre, nena. Aliméntame.

Los dos salimos envueltos en toallas blancas luego de un delicioso baño con agua caliente.
Rebuscamos en el enorme, enorme, enorme armario en busca de ropa. Repentinamente me
sentí en medio de una tienda con aquellos tres comodines repletos de ropa y zapatos. Ahora
veo que la casa no fue lo único que compró.

—Ah, mierda. Tu padre me compró ropa interior —gaznó.

—No lo creo. Seguramente se lo ha pedido a una asesora de imagen amiga suya.

Salimos del armario-habitación y lanzamos la ropa sobre la cama. Observé un par de


paquetitos plateados sobre ésta.

— ¿Es lo que creo que es? —preguntó socarrona.

—Condones —le mostré el paquetito plateado—. Parece que papá andaba de bromas.
—O tal vez está tratando de decirte “cuidado y me sales con una sorpresa, muchacho”.

—Que le den. Si te embarazo, seré yo quien los mantenga.

—Oh, no —refunfuñó—. Yo me voy a conseguir un trabajo. Si me embarazo, lo mantenemos


los dos.

—Ya resuelvo eso, nena. Trabajarás conmigo.

Enarcó una ceja. Oh, no. Habrá pelea.

—Pensé que te había dicho que buscaría trabajo estos días.

—Ya lo sé —me encogí de hombros—. Yo te dije que no iba a permitir que te alejaras
demasiado de mí.

—Pero, ¿trabajar contigo? Eso va a verse muy mal por el hecho de acostarte con el personal.

—Antes de ser mi empleada, fuiste mi pareja.

—Pero antes de ser tu pareja, fui tu empleada. Es lo mismo.

Bufé. Mujer terca regresa.

—Ya no importa.

—Sí importa —bufó mientras comenzó a vestirse—. No quiero que piensen que me estoy
acostando contigo por dinero.

Tomé mi ropa y comencé a vestirme. Mierda, tenia razón.

—Sí, de acuerdo, pero con el tiempo se darán cuenta que no es así.

— ¿Es que no pensaste al menos consultármelo?

—La verdad es que apenas se me va ocurriendo.

—Bien, entonces puedes ol…

—Mira, no busco pelear con esto —respiré hondo—. Vas a trabajar conmigo y ya.

Se cruzó de brazos y ya vestida salió de la habitación. Me puse el pantalón del pijama y la


seguí.

—Ya, ¿enserio estás molesta por eso?

Giró hacia la derecha para bajar por las escaleras.

—Amanda, no es para tanto.


Se giró con los brazos cruzados.

—No quiero que decidas por mí, eso es el problema. Y si es para tanto, Ted. La verdad no
quiero que me consideren como una cualquiera que se revuelca con su jefe por dinero

—Mi familia sabe que no es así ¿A quién mierda le puede importar el por qué nos acostamos?

Abrió la boca para responder, pero los golpes de la puerta la detuvieron. Ambos fruncimos el
ceño.

— ¿Esperas a alguien? —preguntó.

—No.

Ella se apresuró a abrir la puerta, pero la detuve.

— ¿Qué? —siseó.

—Puede ser Jack.

— ¿Tocando la puerta? No parece mucho su estilo.

Amanda abrió la puerta de golpe. Una mujer elegante de cincuenta y tantos entró de inmediato seguida
de dos hombres vestidos de negro. La mujer vestía elegante con un vestido de coctel color mango y unos
tacones blancos. El cabello rizado y rojo estaba total y perfectamente atado bajo su sombrero de soy-
una-tipa-demasiado-elegante. Los ojos oscuros miraron a Amanda fijamente, fríos e insensibles.

—Victoria —pronunció su nombre ausente—. ¿Q-qué haces aquí? ¿Cómo supiste donde
vivía?

—Fui a casa de Stella. Ella me dijo que vivías con este muchachito así que fui. Su familia me
dio la dirección de esta casa.

— ¿Pero qué haces aquí?

La mujer, la tal Victoria, soltó una maldición mientras le mostraba el periódico.

— ¿Se puede saber quie es esto?

Amanda frunció el ceño y tomó el periódico. Lo leyó rápidamente y soltó un bufido.

—No es nada grave.

Victoria le quitó el periódico y comenzó a leer:

—“La nieta de la empresaria más importante de Inglaterra ha sido vista paseándose de la


mano del hijo de uno de los empresarios más importante de Estados Unidos. Theodore Grey,
el hijo mayor de Christian Grey quien cuenta con veintiún años de edad —me miró de
soslayo—, ha sido visto junto a una joven de nombre Amanda Sandford. La joven de veinte
años ha puesto el nombre de Victoria Larsen a sonar por distintos medios alrededor del
mundo. Sabemos que la señorita Sandford no ha sido más que una niña que la única hija de la
empresaria recogió de la calle. Victoria ha esquivado con éxito el lente. Todo el mundo se
pregunta por esta inesperada relación entre los Sandford-Larsen y los Grey. El mundo aún no
está preparado para que dos potencias empresariales se unan de esta manera.”

Victoria le lanzó el periódico y las hojas se expandieron por el suelo.

— ¿Emparentada con esta familia? ¿Desde cuándo?

—Yo que sé —agitó los hombros con desprecio—. No veo la razón por la cual te deba
molestar.

—“El mundo aún no está preparado para que dos potencias empresariales se unan de esta
manera.” —recitó—. Sabes muy bien que mi familia no se mezcla con nadie más ¡Menos con
americanos!

— ¡Pero yo soy americana!

—Y por lo mismo no estuve de acuerdo con Stella para adoptarte: americana y de la calle. Mi
padre debe estar revolcándose en la tumba al saber que en su familia hay una americana.

—Ya, que yo a tu padre ni lo conocí.

— ¡Gracias a Dios! —le apuntó con el dedo—. Será mejor que resuelvas esto —me miró de
soslayo—. Aléjalo de mi familia.

Nos lanzó una última mirada y se marchó gritando:

— ¡Americanos! Bah.

La elegante mujer desapareció junto a los otros dos hombres.

—Conque ella es tu abuela —siseé.

Amanda soltó un bufido.

—Bienvenido a la familia, nene.

Sonreí. Uh, le había dicho esas mismas palabras hace poco.

Capítulo sesentaiocho.

Amanda se acostó en la cama, dándome la espalda.

— ¿Sigues enojada?
—No, que va.

Bufé.

—Menos mal, pensé que sí —repuse con sarcasmo.

—Ha-ha —se arropó—. Buenas noches, Theodore.

—Ah, ah —repuse—. Ese “Theodore” lo vas cortando en este preciso instante. No me gusta
para nada en el tonito que lo dices.

—Como digas.

Puse los ojos en blanco, deslicé mi brazo por su vientre y la atraje hacia mí.

—Au —se quejó.

— ¿Qué? —bufé—. Estas demasiado sensible, nena.

—No entiendes, Ted. Eres un bruto.

Se giró lentamente y se acurrucó contra mi pecho. Oh, que bipolar.

—Perdona —ocultó su rostro en mi cuello—. No me siento bien.

—Ya lo he notado ¿Qué tienes?

Ella rio bajito, pero la risa acabó con un quejido de dolor. Oh…

—Estoy dolorida—musitó avergonzada.

Sonreí.

—Eso lo explica todo.

Soltó una risita bajita.

—Esto es vergonzoso. Nunca había estado con alguien y…

—Sh, nena —besé su pelo—. No pasa nada.

—Cállate —deslizó sus labios por mi cuello—. Quería una reconciliación más romántica. Que
me hicieras el amor como sólo tú sabes hacerlo…

Me estremecí. Oh, nena…

—Pero la verdad no creo poder aguantar otra sesión de sexo salvaje con Theodore Grey —
solté una carcajada—. No te burles. Vas a romperme un día de estos.
—Ya, no me rio.

—Perdóname por comportarme como una niña hace un rato —se acurrucó aún más contra
mí—. Agradezco lo del trabajo, pero siento que no me lo he ganado.

—Pero yo…

—Escucha, Ted —suspiró—. Desde que mis padres me adoptaron, siento que debo ganarme
todo lo que me daban: comida, ropa, libros, todo. No quería que algún día me echaran en cara
algo que me hayan dado sin ganármelo. Este trabajo que me ofreces no me lo he ganado, me
lo das porque quiero trabajar y porque quieres tenerme cerca.

—Lo sé, nena. Trata de entender que las cosas no están muy buenas.

—Por eso mismo aceptaré el trabajo —besó la base de mi garganta—. Pero prométeme que
cuando todo esto se resuelva vas a dejar que me supere por mí misma. Quiero trabajar, ir a la
universidad, abrir mi propio restaurante…

Sonreí.

— ¿Quieres abrir un restaurante? —le pregunté alucinado.

—Oh, sí. Me gusta mucho la comida italiana, pero me encantaría combinarla con la comida
china. Una vez intenté hacer una pasta de tres quesos con salsa de soya. Sabía buena.

—Tendrás que cocinarla para mí —la cubrí con mis brazos—. La verdad se escucha curioso.

—John decía lo mismo —suspiró—. ¿Puedo peguntarte algo?

—Puedes, aunque con ese tonito creo saber lo que vas a preguntarme.

— ¿Crees que pueda visitar a William al lugar donde lo llevaron?

Inhalé profundamente.

—No lo creo.

Amanda chilló.

—Ted, por favor. Tengo muchas cosas que preguntarle.

—No me fío de él.

— ¿Y si voy con una decena de hombres del equipo de seguridad?

Sonreí burlón, aunque sabía que ella no podía verme.

—No lo sé, nena.


— ¿Qué tal el equipo completo? Por favor, por favor. Necesito hablar con él.

Suspiré vencido.

—De acuerdo. Hablaré con Taylor para que escoja a los muchachos que van a acompañarte
—la sujeté contra mí—. Sigo pensando que no deberías ir.

—Todo estará bien. William no va a hacerme daño.

—Más le vale, porque si llega a tocarte un solo pelo me lo comeré vivo.

Nos pasamos el resto de la noche hablando y hablando y hablando. Me contó acerca de su


familia adoptiva. Resulta que Stella tiene otros cinco hermanos, todos varones, y que ella era
la única mujer. Sus tíos habían tenido mínimo dos nietos, por lo cual la familia parecía ser
enorme. Amanda era la menor y la única que no se ha casado todavía. Ni ha tenido hijos.
Claro, eso siempre se puede cambiar.

Su cumpleaños era el 2 de diciembre. Era 17 de mayo, lo que significa que no hace mucho
había dejado atrás sus diecinueve años. Su color favorito era el azul. Los tacones no eran su
fuerte, pero le gustaba aparentar que sí. Sabe hablar inglés, español, danés y un poco de
francés. Sueña con visitar Italia, especialmente los restaurantes.

Ya eran casi las seis de la mañana. No habíamos dormido nada y aún nos hacíamos
preguntas al azar, como si nos quedara un mundo para conocernos. Amanda llevaba un
bonito vestido gris. Estiraba los brazos hacia atrás para cerrar la cremallera, pero no podía. Le
sonreí burlón mientras caminaba hacia ella.

—Yo te ayudo, nena —subí la cremallera con suavidad para no pincharle el pelo. La enorme
cicatriz de su espalda desapareció al instante—. Listo.

—Gracias.

Se sentó sobre la cama para ponerse los tacones mientras me anudaba la corbata.

— ¿Cuándo es tu cumpleaños?—preguntó.

—22 de mayo —sonreí—. A la vuelta de la esquina.

—Uh, en cierto —sonrió ampliamente—. Tengo que comprarte un regalo.

—Suerte con eso —sonreí burlón—. Vámonos ya. Tenemos que hacerte el expediente con tu
nuevo nombre.

Bufó.

—Ya, es cierto.
Pasamos el resto del camino hablando de cualquier cosa. Al llegar al estacionamiento,
notamos que no había nadie. Sólo los coches. Amanda se acomodó el vestido al bajar.
Viéndola con el cabello negro y los ojos azules más claros, repentinamente me sentí como si
estuviera con otra mujer.

—Extraño tu cabello rojo —hice un puchero— y los ojos azules más oscuros.

Hizo una mueca.

—Yo extraño ser normal.

—No va a durar para siempre, nena.

Fui a tomarla de la mano, pero me rechazó. Sonrió coqueta.

—Usted es mi jefe, señor.

—Nada de eso —gruñí—. Eres mi mujer.

—No: Amanda es su mujer. Zara Leanhardt es su empleada.

— ¿Sabes que me importa una mierda, verdad? —la tomé de la cintura y la acerqué hacia mí.
Sus labios y los míos hicieron un ruido sonoro al chocarse—. Al final me las llevo a las dos
directo a la cama.

—Que descarado —fingió sentirse ofendida—. Esto es acoso sexual en el trabajo. Puedo
demandarlo, señor Grey.

La solté y alcé ambas manos.

—Usted gana, señorita —hice una señal hacia los ascensores—. Es hora de ir a trabajar.

Ella asintió.

—Sí, señor.

Caminamos en silencio hasta el ascensor y esperamos pacientemente a que las puertas se


abrieran. Ya abiertas, nos introdujimos al pequeño espacio. Presioné el número del piso y las
puertas se cerraron casi al instante. Entre nosotros había un enorme espacio vacío. Amanda
miró disimuladamente cada rincón del ascensor.

— ¿Hay cámaras aquí? —preguntó.

Sonreí cómplice.
—Siempre ha habido cámaras en los ascensores.

Hizo una mueca.

—Qué lástima —parpadeó en mi dirección—. Creo que los de seguridad tendrán un poco de
diversión.

— ¿A qué te ref…?

La pregunta se quedó en el aire justo en el preciso momento que chocó su boca contra la mía,
impaciente. Sus pechos redondos golpearon contra mi cuerpo, sus manos inquietas halaron
de mi cabello para acercarme más a ella y mis manos recorrieron la curva de su cintura con
desesperación ¿Qué había en esta mujer que me resultaba tan difícil vivir sin ella? ¿Por qué
su piel se deslizaba por mis dedos con tanta facilidad, aun cuando mucho antes mis manos
habían acariciado la suavidad de la piel femenina en incontables ocasiones?

—Cristo, nena —gemí contra su boca—. Te amo.

Amanda se aferró a mí con fuerza.

—Yo también te amo, Ted. Más de lo que piensas —mordisqueó mi labio—. No podría vivir sin
ti. No podría.

Acaricié su pelo y observé su rostro. Sus facciones tan preciosas lucían más relajadas y
delicadas que antes. Sus ojos brillaban con intensidad: brillaban llenos de amor y dicha. Un
amor y una dicha que palpitaba desde el centro de mi propio corazón.

—De todas las mujeres con las que he estado, tú eres la única que me ha hecho sentir vivo —
acaricié su rostro—. Eres como una amanecer: mi amanecer.

Capítulo sesentainueve.

Contuve la respiración cuando sus manos se deslizaron hasta el botón de mis pantalones. Lo
desabotonó con una lentitud dolorosa.

—Hazlo ya, maldita sea —gruñí.

Amanda soltó una risita e introdujo la mano por mis pantalones. Apretó con su pequeña mano
mi miembro. Sentía como latía, desesperado por estar dentro de ella.

—Mierda —gemí—. Oh, nena.

Ella volvió a reír.

— ¿Te divierte? —apreté los dientes cuando deslizó la mano, apretándome—. Mierda.

— ¿Te confieso algo? —nuestras miradas se encontraron. Sus ojos se volvieron más oscuros.
Deseo—. Jamás había pasado este límite con alguien más.
Jadeé.

— ¿Límite? —pregunté confundido—. ¿Te refieres a…?

Ella sonrió y se deslizó hasta el suelo. Oh…

— ¿Tus, eh… —¿cómo mierda los llamo—, compañeros no te dejaban…?

Ella negó con la cabeza dos veces. Pasó el dedo por mi miembro. Palpitante, latente…

— ¿Y se llamaban ellos mismos hombres? —intenté bromear, pero el palpitante deseo era
embriagador— ¿No se te pudo ocurrir intentarlo cuando estuviésemos en privado?

Amanda gruñó. La sujeté de los antebrazos y la ayudé a ponerse de pie. La apretujé contra mi
cuerpo y mi boca vagó hasta la suya. El choque de nuestros labios fue brutal. Fue como una
mezcla entre hielo y fuego, uniéndose a la vez. Tortura. Dolor. Placer.

—No nos va a dar tiempo —apreté su trasero hacia mí. Mi erección golpeó contra su vientre—
. Te deseo demasiado.

La campana del ascensor anunció que habíamos llegado al piso. Amanda jadeó. Con dedos
temblorosos me acomodó la camisa dentro del pantalón y colocó el botón. Las puertas se
abrieron. Papá sostenía en sus manos un fólder crema. Enarcó una ceja. Amanda se giró de
golpe y abrió los ojos.

—Buenos días —canturreó él.

Pasé mis brazos por su vientre y la atraje hacia mí.

—En privado, te lo dije —susurré en su oído y miré a papá—. Buenos días.

Se introdujo al ascensor, disimulando una sonrisa. Presionó la mano contra las puertas
cuando estuvieron a punto de cerrarse.

— ¿Bajarán? —sonrió burlón—. ¿No tendrán demasiada prisa?

— ¿Tú a dónde vas?

—Iré a buscar unos papeles que dejé en el auto.

Uau. Papá olvidó algo.

—Bajaremos. Amanda tiene que hacerse un expediente laboral.

Él asintió. Salimos del ascensor y nos dirigimos hacia mi oficina.

— ¿Puedes llamar a Phoebe? —le dije cuando estuve sentado—. Ella mandará a hacerte el
expendiente. Con ella avanzarás más rápido.
—Sí, señor —se giró para salir, pero se detuvo para mirarme— ¿Quieres un café?

— ¿No me mandarás a ir por él?

Soltó una carcajada.

—No, cariño.

Sonreí enternecido.

—Ya, entonces sí quiero ¿Puedes ponerle crema?

Sonrió y salió de la oficina. Revisé los papeles que había sobre mi escritorio y comencé a
trabajar.

A la hora de almorzar, Amanda y yo decidimos salir a un restaurante a quince minutos de


aquí. Comida italiana. Cuando las puertas iban a cerrarse, papá colocó la mano para
detenerla.

— ¿De salida? —preguntó burlón

—Iremos a almorzar.

—Ah. Yo iré por unos papeles. Luego pienso sacar a tu madre de los libros y llevarla a
almorzar.

—Te acompañamos hasta el auto.

Ambos sonreímos y dejó que las puertas se cerraran.

—Recuerdo que Ana y yo éramos bastante discretos —murmuró contento.

Debe estar hablando del ascensor esta mañana. Vaya, papá está de verdad de buen humor.

—Ya sabes: hormonas —repliqué. Amanda me dio un codazo en las costillas—. Au.

— ¿Y qué tal la casa?

Silbé.

—Alguien por aquí, cuyo nombre no mencionaré, se volvió loca con la cocina.

Amanda se encogió de hombros.

—La casa está bien —dijo.


—Le mostré la casa a Ana. Por fotos, claro —papá sonrió—. Le brillaron los ojos con los libros
y la cocina.

Amanda y yo soltamos una risilla.

—Hay libros por todas partes —comenté emocionado—. Por todas las esquinas.

— ¿Qué tal la piscina?

Amanda giró hacia mí, con el entrecejo fruncido.

— ¿Piscina? —pregunté confundido—. No recuerdo ninguna piscina.

Una sonrisa traviesa se dibujó en su rostro.

—En el techo —canturreó—. Veo que no han alzado la cabeza en los pasillos.

— ¿De qué mierda estás hablando?

El móvil sonó en su bolsillo.

—Grey —respondió. Su sonrisa se ensanchó—. Hola, nena…Tuve que salir


temprano….Si…Ya, en la noche lo compenso —soltó una risita—. Yo también te quiero,
nena…Te amo… ¿Almorzamos juntos? Bien…Hasta luego, nena.

Colgó. Las puertas del ascensor se abrieron y salió como una bala. Nosotros lo seguimos.

—Así que, ¿mamá y tú celebraron aparte lo de mi nueva casa? —bromeé.

Abrió la puerta del coche, pero pude notar que sonreía.

—Ana y yo no necesitamos tener un motivo para pasar una buena noche —sacó un montón
de papeles, los metió dentro del fólder y volvió a cerrar la puerta—. Pero sí, algo así. Ana está
muy contenta.

—He de imaginarlo.

Soltó una carcajada.

—Ya, ¿por qué esas caras largas? Yo parezco el crío enamorado y ustedes los padres
enojados —me golpeó suave en la cabeza—. Que no les preocupe que los haya encontrado
en el ascensor.

— ¿Quién está preocupado por eso? —le espetó Amanda—. Ni que en tu vida no hubieses
visto a alguien teniendo sexo.

Papá le sonrió amable. Su buen humor era increíble. De verdad. Tendía ser también un
poquito escalofriante.
—Ted, ¿podrías dejarnos un segundo a solas? —me guiñó un ojo—. Espera aquí.

Se llevó aparte a Amanda, halándola suavemente del brazo. Ella le lanzó una mirada dura,
pero papá cruzó algunas palabras sonriente. Amanda asintió, con cara de pocos amigos. Papá
le dijo algo, sea lo que sea, y ella sonrió. El ruido de un motor se escuchaba desde lejos,
acercándose. Papá volteó a verme, luego a ella y ambos soltaron una risotada. Escuché el
chirrido de unos neumáticos.

— ¿Terminaron? —grité—. Hay algo que no me parece que esté…

Mi voz se quedó vagando tras el sonido de un disparo. Pasó tan de repente que apenas me di
cuenta.

Amanda se dejó caer en el suelo y se arrastró para cubrirse tras el auto de papá. Papá estaba
en el suelo. Observé una mancha roja sobre la manga de su traje gris. Sangre.

— ¡Papá! —grité.

Amanda se arrastró hacia él, pero retrocedió cuando otro disparo le pasó de cerca. Clavó sus
ojos en los míos. Pánico.

— ¿Qué mierda está pasando? —gritó ella.

Observé a papá levantarse con dificultad, pero segundos después volvió a caer cuando recibió
un disparo en el abdomen. Mi estómago dio un vuelco. Algo dentro de mí se secó. Me pareció
vagar un segundo horas atrás, cuando un Christian Grey de un impresionante buen humor
bromeaba con nosotros. La risa golpeaba en mi cabeza. La escena resultó ser más dolorosa.
Papá alzó la vista hacia mí y se desplomó. Amanda soltó un grito y se arrastró hacia él. Sonó
otro disparo, hiriéndola en un costado. Clavó sus ojos azules en los míos. El dolor en ellos era
desgarrador. Me quedé sin aire. Los pulmones me ardían de dolor, miedo y desesperación.
Pronunció un débil “te amo” antes de desplomarse.

— ¡No! —grité.

Amanda me observó con los ojos abiertos. Estaba sentada frente a mí, organizando los
papeles. Frente a mí, viva. Estaba aquí. Mi corazón latía con una fuerza violenta.

—Ted, ¿qué tienes? —se levantó del asiento y caminó hacia mí— ¿Estás bien?

La miré confundido.

—Te quedaste dormido —me explicó—. Cuando llegamos a la oficina te estabas quejando de
dolor de cabeza. Recostaste la cabeza y te quedaste dormido —se sentó sobre mis piernas y
me acarició el rostro—. Tuviste una pesadilla, ¿verdad?

Asentí asustado.

— ¿Qué pasó? ¿Quieres contarme?


Tragué en seco.

—Salíamos a almorzar. Nos encontramos a papá, hablamos con él y —se me secó la boca—
alguien empezó a disparar. Papá estaba herido. Tú estabas herida. Muertos. Los dos estaban
muertos.

Amanda arrugó los ojos y acarició su boca con la mía. El calor de sus labios me relajó. Todo
estaba bien. Era sólo una pesadilla.

—No te preocupes demasiado, Ted. Todo está bien. Tu padre, yo, todos.

—Yo me quedé allí, viendo. Los disparos no cesaban. Yo simplemente observé como los
disparos se llevaban a dos de las personas que más amaba…

Cerré los ojos con fuerza, peleando contra la frustración. Sus suaves manos me agitaron el
cabello.

—No te sientas tan mal. Son sueños. No controlamos lo que soñamos.

Presioné mis manos contra mi boca. Humedad. No había caído en cuenta que lloraba.

—Ted —pronunció con voz suave—. Todo está bien, cariño. Fue sólo una pesadilla.

La observé directamente a los ojos. Un dolor agudo perforó mi ser, doliéndome como jamás
me había dolido en la vida. Sólo una palabra, un nombre, me vino a la mente.

Jack.

Jack era el único que podía acabar con todo. El único que podía dejarme vacío y seco.

—Tengo que sacarte de aquí —pronuncié.

Me levanté bruscamente del asiento, tomé mi móvil y las llaves del auto. Tomé a Amanda
bruscamente del brazo y la llevé arrastras hasta el ascensor.

—Ted, ¿qué haces? —preguntó nerviosa.

Traté de recordar el número de Joe, el piloto privado de la familia, pero los números danzaban
en mi cabeza.

—Oye… —acarició mi brazo—. Estás demasiado nervioso. Trata de…

—Te dije que voy a sacarte de aquí —marqué el número en cuanto lo encontré—. Vamos a
irnos de Seattle un tiempo. Seguros.

—Ted, basta —me apretó el brazo—. Trata de relajarte, por favor. Estás preocupándome. Si
es por lo de la pesadilla…

—Si le doy a oportunidad a Jack, podría volverse algo real.


— ¿Diga? —respondió Joe.

Suspiré nervioso. Amanda miraba a todos lados, buscando una manera de detener esto que
ella consideraba una locura.

—Necesito un favor —le dije.

Capítulo setenta.
Maratón 1|3

Joe presionaba un montón de botones mientras se comunicaba con alguien por radio. Había
visto a papá hacerlo desde el Charlie Tango. Siempre preferí el jet. Se me hacía más seguro.

—Todo listo, señor —anunció él.

Asentí. Junto a él había un hombre alto, pero no pude observarlo bien porque estaba inclinado
hacia un lado. Agité la cabeza y caminé de vuelta hacia Amanda. Ella tenía ya el cinturón
puesto. Lucia nerviosa, aunque trataba de no dármelo a notar.

— ¿A dónde vamos? —me preguntó en cuanto me hube sentado.

Agité los hombros.

—No lo sé —susurré.

— ¿Cómo que no sabes?

—No lo sé —remojé mis labios—. Aun no me decido.

— ¿Qué tal si no nos vamos? —bufó—. Vas a preocupar a tu familia.

—Podrán soportar unos días sin nosotros. De todos modos, no vivimos con ellos.

—Ya lo sé, pero Ted… —pasó sus dedos por mi rostro—. No podemos huir. Mucho menos
así: sin avisar. Con lo obsesivo que es tu padre con la seguridad y su paranoia de estos días
puede pensar que Jack nos tiene.

—Lo llamaré cuando lleguemos.

—Pero, ¿lleguemos a dónde? Ni siquiera tú sabes a dónde quieres ir.

Tomé su mano entre las mías y besé sus nudillos.

—Sólo será por un tiempo —ronroneé.

Amanda sonrió tímida.


—Estás asustado —susurró nerviosa—. Yo también lo estoy. Pero no por Jack. Por ti. Se vale
tener miedo, Ted, pero me duele verte así.

Silencio.

—Dime algo, por favor —frotó su nariz contra la mía—. Sé que hay una parte de ti que está
muy asustado, pero no lo quieres admitir.

—No estoy asustado —mentí—. Sólo creo que merecemos esto: un tiempo a solas, sin
preocupaciones.

—Ted…

—Sh, nena —presioné mi boca contra la suya—. No hablemos más.

Suspiró y se rindió cuando volví a invadir su boca. Deslicé mis manos por su cintura, subiendo
lentamente por su espalda. Mis dedos rozaron la cremallera del vestido. Noté como se
estremecía. A lo lejos, como si estuviera a metros de distancia, escuché las turbinas del jet.
Estábamos despegando.

—Nos van a ver —susurró contra mi boca.

Tenía los ojos cerrados. Al observar su rostro, pálido y encantador, había caído en la cuenta.
No estaba huyendo de Jack, ni huyendo de lo que podría hacernos. No huía por el simple
hecho de querer alejarme de tantos problemas y amenazas. Estaba huyendo porque tenía
miedo a que le la arrebataran. A ella. La mujer más increíble, adorable, valiente, luchadora e y
la que me hacía sentir completo.

Mis ojos la contemplaron repentinamente de una manera diferente. Sus rasgos suaves y
delicados, los ojos levemente fruncidos a medida que mis manos acariciaban su espalda, sus
labios entreabiertos, rosados y rellenos, sus pecas dispersas por su pequeña y encantadora
nariz.

—Una Hyde —susurré.

Amanda abrió los ojos de golpe.

— ¿Sabes lo loco que suena eso? —sonreí—. Mi padre y tu padre se odian.

Tragó saliva.

—Pero a su hija… —acaricié su labio con mi pulgar—. Daría la vida por ella.

Una pequeña sonrisa se asomó por sus labios. Pequeña apenas, una sonrisilla nerviosa, pero
sonrisa al fin y al cabo.

—Yo daría la mía por ti —musitó.

Sonreí.
—Lo sé, nena —la envolví en mis brazos tanto como pude— ¿Qué te parece si nos vamos a
la cama?

Soltó una risilla.

— ¿Hay una cama aquí?

—Sí —le di un beso en el pelo—. Es bastante cómoda.

Deslizó su mano por mi pecho, arriba y abajo, como una suave caricia.

—Así que, ¿prefieres pasar el tiempo conmigo en una cama? —preguntó quedamente.

Inhalé el delicioso aroma de su cabello con los ojos cerrados. Mm. Fresas.

—El sexo contigo es algo maravilloso. Algo sublime, cálido y puro —le di un beso en el pelo—.
Si te digo que quiero ir a la cama contigo, no necesariamente significa que quiero tener sexo
contigo. Significa que quiero recostarme en la cama junto a la mujer que amo.

Suspiró.

—No puedes simplemente decir eso y esperar a que no me afecte —canturreó.

— ¿Y qué quieres que te diga? Te amo. No hay una sola cosa que no haría por ti.

— ¿Puedo tomar partido de eso y decirte que regresemos a Seattle?

Hice una mueca. Regresar no es una opción. Estaba decidido a tomarme un tiempo lejos de
Seattle.

—No —siseé—. Para nada.

—Pienso que es más seguro si permanecemos todos cerca. Lejos somos vulnerables.

—Somos vulnerables estemos donde estemos. Si Jack quiere hacer daño, nos va a alcanzar.
Tú y yo necesitamos alejarnos de esta oscura problemática. Merecemos olvidarnos unos días
de que soy hijo de Christian Grey, que tu padre es Jack Hyde y que ellos se odian. Nos lo
merecemos —suspiré y me puse de pie, halando de ella—. Arriba, nena. Nos vamos a la
cama

Capítulo setentaiuno.
Maratón 2|3

Volamos por más de una hora. Durante esa hora le propuse distintos destinos a Amanda, pero
ella insistía en que era mejor regresar. Al final decidimos viajar hasta California. Las próximas
horas de vuelo se la pasó debatiéndose si aceptar esta locura o seguir insistiendo en regresar.
Al final terminamos aquí, en Tahoe City, California. Inmediatamente que bajamos del jet, nos
dirigimos a un alquiler de autos.

— ¿Quieres escoger tú el auto? —le pregunté burlón.

Puso los ojos en blanco.

—No seré responsable del dinero que gastes —pestañeo coqueta—. Luego tu padre me hará
culpable. Por cierto, deberías llamarlo.

Golpeé mi boca con la suya y mordisqueé su labio.

—Después —la tomé de la mano—. Ahora consigamos un auto.

Poco después salimos conduciendo un precioso Camaro Z28 del 2013 blanco.

— ¿Qué te parece el coche? —le pregunté sonriendo.

Evitó una sonrisa, disfrazándola con una mueca.

— ¿Te pone de buen humor gastar dinero?

—A Phoebe le cambia el humor comprar roja, zapatos y cientos de cosas —deslicé los dedos
por el volante—. Yo siempre he querido un Camaro.

—Ya, pero tienes un bonito Saab.

—Y antes del Saab tuve un Audi —sonreí. Giré el volante hacia la derecha—. Verás, es como
un chiste familiar: Mamá y papá tienen un Audi. Al cumplir quince años, me dieron uno. Los
Blackberry igual. Todos tenemos uno. Cuando cumplí los veintiuno, papá me preguntó que
quería de regalo y le pedí el Saab.

—Tienes más coches que vergüenza.

Solté una carcajada.

—Se puede decir.

Amanda suspiró y permaneció en silencio un buen rato. Me concentré en conducir, pero podía
notar que ella me observaba.

—Te ves relajado —comentó—. Como antes.

Fruncí el entrecejo mientras la miraba de reojo.

— ¿A qué te refieres con “como antes”?

—Cuando te conocí. Cuando yo sólo era tu secretaria y no había un Jack Hyde entre las
sombras —jugueteó con las puntas de su cabello—. Desde que Jack dio señales de vida,
siempre tienes el rostro tenso. Pareces mayor de lo que eres. Más maduro. La preocupación
está dibujada en tu rostro desde la más viva expresión.

Mantuve una mano sujeta al volante y la otra la extendí hacia la tuya. Su pequeña mano se
perdió en la mía.

—Incluso cuando estás con tu familia, te ves nervioso y preocupado —apretó mi mano—.
Desde que llegamos te ves más sereno.

—Me siento más tranquilo —acaricié su muñeca, sobre una de sus cicatrices, con el pulgar—.
Papá mantendrá a toda la familia a salvo. Sabe cómo. Es experto en controlarlo todo —
suspiré—. Pero ya no soy un crío. No puede estar todo el tiempo velando por mí. Ahora
menos: adoptaron dos niños. Son su responsabilidad.

Noté que sonreía.

—Son unos niños adorables —canturreó.

—Sí, ya.

— ¿Es que no te agradan?

—Sí, me agradan. Es sólo que ¿Cuántas veces los he visto? Un par de veces nada más.

Ella se quedó callada. Silencio.

— ¿Y si le decimos a Christian y a Ana que los dejen quedarse con nosotros un tiempo? —
sugirió—. California es hermoso. Les encantará.

Lo medité un minuto entero.

—Ya, la verdad no suena tan mal.

El móvil sonó. Bufé.

— ¿Puedes contestar? Debe ser Wallace. Le envié un mensaje cuando bajamos del jet.

Amanda estiró el brazo para tomar la BlackBerry.

— ¿Hola? No…Ted está conduciendo…No lo sé, yo…Vale, ¿qué querías? —apartó el


teléfono un segundo—. Creo que tu amigo está un poquito cabreado—. No puedo pasártelo,
está conduciendo…Está bien, en una pieza…No quiere…Tampoco puedo…

Silencio. Volvió a apartarse el teléfono.

—Es tu padre.

Solté una maldición.

—Conéctalo al dispositivo de manos libres, por favor.


En cuando lo hizo, la voz de papá resonó por todo el vehículo.

— ¿Puedes explicarme que mierda pasa por tu cabeza, Theodore Raymond Grey?

—Hola, papá. Tuve un vuelo excelente. Nos sirvieron de tu vino favorito. Estarías sonriendo.

—No me gastes bromas en este momento, niño. Los dos parecen unos críos adolescentes.
Dejaste el trabajo botado, desapareciste por horas, me tienes con la garganta haciendo el
trabajo del corazón, Ana no ha parado de llorar, Phoebe no se separa de los niños ni del
teléfono ¡Y tú vacacionando con tu novia!

—Primero: no te estoy gastando una broma. Intentaba ser sarcástico. Segundo: iba a llamarte
cuando llegara.

— ¡Cuando llegara! —rio amargamente—. Muy considerado, ¿eh? El único problema es ¡que
no lo hiciste! Tuve que llamar a tu amigo por esas casualidades, llámale “la jodida intuición”,
para enterarme que estás en California. Será mejor que muevas el trasero de vuelta.

—No voy a volver —bufé—. Estoy bien aquí.

—No es cuestión de sentirse bien o no, Ted. Jack sigue por ahí. Por cierto, ya me enteré que
mandaste a proteger al hijo de Jack.

— ¿Qué tal el asunto?

—Debí darte las nalgadas a tiempo, Grey ¿Qué cómo está el asunto? El tal William no está
donde Wallace lo dejó.

Amanda se tapó la boca con ambas manos.

— ¿E-escapó? —tartamudeó.

—Lo siento, pequeña. Tu hermano simplemente no es de fiar.

—Pero él —contuvo el aliento—. Vale, quizá no sea el mejor tipo de todos, pero estaba
arrepentido. Yo hablé con…

—Debió haberte mentido. Lo que sea. Ya es demasiado tarde. Busquen un lugar para que
duerman esta noche y regresan mañana. No te atrevas a decir que no, Theodore.

Colgó. Amanda me miró de reojo.

—Sabía que iba a enojarse —murmuró.

—El asunto es que no se enojó, se cabreó como sólo él sabe —le sonreí burlón—.
Busquemos una casa. No pienso regresar.

—Tu padre es capaz de venir, ¿lo sabes?


—Por eso mismo debemos escoger una con bastante espacio.

Allison Strouser, de bienes raíces, nos mostró el patio trasero. Había un jacuzzi junto a la
cerca de madera. Agitó su cabello negro y revisó los papeles.

—La casa cuenta con 5 habitaciones, 6 camas y 5 baños. Como verán tiene una amplia
cocina, un mini bar, biblioteca, estudio, una terraza amplia, un jardín enriquecido y en perfecta
limpieza y un jacuzzi en la jardín trasero —señaló el lugar con la palma abierta— que es
donde estamos.

Miré a Amanda, divertido.

— ¿Qué te parece la casa?

Puso los ojos en blanco.

— ¿Qué precio tiene?

Allison la miró con desprecio.

—La casa está ubicada en Rocky Ridge Rd, un lugar calmado y seguro. Además está a
minutos del Lago Tahoe.

Amanda enarcó una ceja.

— ¿Cuánto? —volvió a preguntar, esta vez con más firmeza.

Sonreí divertido.

—Tiene un precio de $3,975,000.

Amanda asintió.

— ¿Millones? —Allison asintió, impaciente—. ¿Tres millones? —volvió a asentir—. Vale, me


parece bien.

Sonreí divertido, aunque en el fondo estaba realmente impresionado ¿Cómo es que aceptó
así, sin protestar?

— ¿Firmamos entonces? —preguntó Allison.

Diez minutos más tarde, todo estaba en perfecto orden. Allison se marchó visiblemente menos
arisca. Amanda observaba con un brillo peculiar en los ojos el interior de la casa. Cuando
nuestras miradas se cruzaron, lo que hubo de por medio fue puro fuego.
— ¿No vas a decir que soy un “derrocha-dinero”? —pregunté burlón.

Agitó los hombros.

—A los Grey les encanta hacer eso —se acercó a mí me haló de la mano hasta las
escaleras—. Debería acostumbrarme, creo.

— ¿A dónde planeas llevarme exactamente?

—A la habitación. Tú y yo vamos a estrenar esa cama de tres millones de dólares.

Sonreí. Oh. Buena idea.

Capítulo setentaidós.

— ¿Comemos? —le pregunté.

Amanda hizo una mueca.

—La cocina está vacía —sonrió—. ¿Salimos a cenar?

Lo medité en silencio, pasando el brazo por su espalda desnuda. Llevábamos dos horas en la
cama, nos habíamos dado un baño extenso, no habíamos comido nada desde que bajamos
del jet, casi eran las ocho de la noche y en la casa no había nada de comida. Salir a cenar me
había parecido una excelente idea.

—Me parece bien —admití—. La verdad no conozco mucho de esta zona. No sé exactamente
a donde podríamos ir.

Sonrió coqueta y observé que estiraba el brazo hacia una de las mesas de noche para tomar
un folleto. La había visto colocarlo ahí luego de dar una visita rápida a la cocina.

—Estaba en uno de los cajones —me explicó—. Tiene opciones de lugares para ir a comer y
vacacionar.

—Hubieses empezado por ahí —bromeé.

Me sacó la lengua y se concentró en leer.

—Hay un lugar a cuarenta minutos de aquí —sonrió—. Sirven mariscos, carnes en barbacoa y
unos postres deliciosos.

— ¿Dónde? —me pasó el folleto—. 1850 W Lake Blvd, Tahoe City, CA, Estados Unidos. No
tengo idea de dónde queda, pero creo que podemos llegar.
—No te vayas por ahí —rio—. Aquí dice “Dirígete hacia el sur en Rocky Ridge Rd hacia
Squaw Carpet Way”.

—Ya, pensé que sería un buen atajo —le sonreí burlón—. ¿Luego que sigue?

—Continuar directo por Rocky Ridge Rd.

—Bien.

— ¿Tienes más o menos planeado cuando regresaremos a Seattle?

—Ahí vamos otra vez —murmuré—. ¿No puedes simplemente olvidarte de Seattle por un
rato?

—Puedo, pero no es correcto. Nuestros trabajos, nuestra casa, nuestra familia y todo lo que
tenemos está allá.

—También Jack y todos nuestros problemas. Así como tu hermano, que ahora resulta ser un
mentiroso de primera.

Amanda jadeó.

—Vale, eso fue un golpe bajo.

—No quise decir…

—Quisiste decir que William me usó. Eso quisiste decir.

—No es lo que dije. Simplemente me parece que William se aprovechó de que tú querías
recuperar a un hermano que nunca tuvo y que estaba demasiado nervioso porque había
entrado disparando a la casa de mis padres, donde estaban mi mamá, mis hermanos y tú,
para que no lo encerráramos en la cárcel.

—Pues yo no lo creo —observé que se cruzaba de brazos—. Algo tiene que haber pasado
para que William se marchara.

—Quizá le urgía contarle sobre todo lo que descubrió —siseé.

— ¿Descubrir qué? —grité—. ¡No le dijimos nada!

— ¿Crees que necesitan que le digamos algo? ¡Tu hermano y tu padre lo saben todo desde
hace tiempo!

— ¡Jack no es mi padre! —bramó—. Ese tipo no es nada mío.

—Sí, como digas ¿Y el cabello rojo? ¿Los ojos azules? ¿De dónde mierda salieron?
— ¡Ese no es el punto!

—El punto es que te empeñas en pensar que William es un buen tipo, pero no. Tienes que
abrir los ojos y entender que no te quiere, que nunca lo ha hecho y que nunca lo hará.

Amanda gimoteó con tanta fuerza que me sentí completamente miserable.

—Nena, perdona —detuve el auto a un lado de la carretera—. Yo no quise…

— ¡Cállate! —clavó sus ojos en los míos. Lloraba—. Te comportas como un crío caprichoso y
egoísta. Se te hace fácil hablar así porque Phoebe te ama de una manera especial. Que no se
te olvide la diferencia entre nosotros: tú creciste en una casa rodeada de amor, William y yo
pasamos los primeros años junto a una mujer que le valíamos mierda.

—Lo sé, es que yo…

— ¡Tú nada! —se bajó del auto y antes de cerrar la puerta, gritó—: ¡Cuando te comportes
como un hombre, quizá puedas buscarme en alguna maldita calle drogándome para no sentir
como los demás hombres usan mi cuerpo!

La vi marcharse, alejándose cada vez más del auto ¿Drogas? Oh, por Dios.

—Debería patearme mi propio culo —murmuré para mí.

Bajé de golpe del coche y traté de darle alcance. El cabello se movía por el aire como si
tuviera vida propia. Caminó y caminó hasta internarse en una calle oscura. Olía a basura,
perro mojado o no sé a qué.

— ¿A qué te refieres con “alguna maldita esquina drogándome”?

— ¡No te importa! —se dio vuelta hacia mí, sin dejar de caminar—. Deja de seguirme.

—No —chasqueé la lengua—. Deja de caminar.

Volvió a darme la espalda.

—Nena, sé que me pasé con lo que dije hace rato, pero este lugar está oscuro y sucio. Me
parece muy peligroso. Regresemos al auto y vayamos a cenar.

— ¿Quieres cenar? —se detuvo y se paró frente a mí—. ¿Todavía tienes hambre después de
comportarte como un cerdo?

Hice una mueca. Ya, sí me lo merezco.

—Lo que quiero es marcharme de aquí, Amanda.

— ¿Ahora te importa? ¡Contigo no se puede hablar! Necesitas ordenar tus prioridades.

— ¿Y por qué mierda crees que estamos aquí? —la tomé del brazo, atrayéndola hacia mí.
Amanda era una mujer alta, pero yo le pasaba por media cabeza—. Sólo quiero protegerte.

—Pues no lo haces, Ted —gimoteó, intentando soltarse—. Dices cosas que lastiman.

—Me temo que soy impulsivo, demasiado obstinado y orgulloso —presioné mi frente contra la
suya—. Me odio a mí mismo cada vez que digo una estupidez como esas.

—Eres demasiado impulsivo, de hecho. Quisiera que pudieses aceptarme tal como soy. Lo
hago contigo —suspiró—. Mira donde estamos. California. Esto es una jodida locura, pero
estoy contigo.

—Pero insistes en regresar. No quiero hacerlo.

—Ese es el problema, Ted —gimió—. La simple mención de la palabra ‘Seattle’ te cambia por
completo. Lo peor es que siempre terminas enojado y descargándote conmigo.

—Lo sé.

—Piensas que cualquiera va a hacerme daño, pero me sé defender sola.

—Lo sé.

—Te asusta regresar, porque crees que Jack nos va a estar molestando. Ya lo hace ¿Cuánto
crees que tarde en averiguar dónde estamos? Si quiere llegar a Christian a través de nosotros,
será cuestión de días para que lo averigüe.

—Quizá, pero…

—Crees que debes tener el control de todo.

—Es que…

—Tienes la mala costumbre de desahogarte con sexo, en vez de hablarlo conmigo —apartó la
cara—. Es muy difícil sentirse querida y valorada como mujer cuando es así, pero te entiendo.
Has estado bajo mucha presión.

Obligué a que levantara el rostro tomando su barbilla. Los ojos le brillaban por las lágrimas.

— ¿No te hago sentir querida ni valorada como mujer?

—Sí lo haces —hizo una mueca—, excepto cuando no quieres hablar de las cosas que te
preocupan.

—Lo más que me preocupa en este instante eres tú.

—Te preocupa todo. Tu familia, tus amigos, yo. Es demasiado, Ted. Quisiera que
compartieras tus miedos conmigo.

—Pero lo hago.
—Sólo una que otra cosa —acarició mi rostro—. Quiero compartirlo todo contigo, si es que
quieres compartir tu vida conmigo.

—Lo quiero, cariño.

—Entonces deberías hablarme, contarme tus cosas. Yo no voy a ir corriendo donde Jack para
contarle cosas, Ted. Aunque no sean de mi sangre, tengo una madre y un hermano —
presionó suavemente sus labios sobre los míos—. Mi único miedo es perderte. Nunca he
conocido a alguien como tú, que me haga sentir lo que tú me haces sentir.

Un pensamiento cruzó por mi mente.

— ¿Me explicarás lo de las drogas? —pregunté cauteloso.

Hizo una mueca de disgusto.

—No lo decía enserio, Ted. Relájate.

— ¿Segura?

—Ya, lo estoy. Hace frío. Vamos a cenar.

Le sonreí burlón y la llevé todo el tiempo de la mano hasta el coche.

Capítulo setentaitrés.

Tenía el nombre de Juliett Hyde en la camiseta negra. Me pareció una broma de mal gusto el
apellido, pero como Amanda parecía bastante incómoda con la situación decidí ignorarlo.
Juliett llevaba demasiado rubor en las mejillas y los enormes ojos verdes daban un poco de
miedo.

—Lo sentimos, señor. Estamos llenos.

Amanda resopló. Puse los ojos en blanco y saqué algunos billetes del bolsillo,
extendiéndoselos.

— ¿Cree que ahora nos pueda conseguir una mesa? Condije por casi una hora. Mi mujer
tiene hambre.

Juliett tomó los billetes.

—Bienvenidos a Sunnyside Restaurant & Lodge —sonrió—. Mi nombre es Juliett ¿En qué
puedo ayudarles?

Amanda y yo intercambiamos miradas. Me pareció ver que sus labios murmuraban la palabra
‘rara’.
—Queremos una mesa para dos —dije.

— ¿Adentro o afuera? Desde afuera hay una vista preciosa del Lago Tahoe.

Observé de nuevo a Amanda.

— ¿Adentro o afuera? —ronroneé.

Pasó la lengua por sus labios suavemente al captar el doble significado de mis palabras.

—Me gusta adentro, mucho —sonrió coqueta.

Juliett pareció repentinamente incómoda, pero seguía sonriendo.

— ¿Entonces adentro? —dijo.

Observé ligeramente que se ruborizaba. Amanda agitó la cabeza mientras sonreía.

—Mejor afuera, al aire libre.

Juliett asintió.

—Los llevaré a su mesa.

Nos guió hasta el exterior. El ambiente era como estar cenando en un muelle, de vista directa
hacia el espectacular lago. El patio-terraza en Sunnyside da al lago Tahoe y en el muelle
estaban alineados los barcos. La luna brillaba entera en el cielo, reflejada en las aguas.
Juliette señaló una mesa vacía. Las sillas estaban en el mismo lado, de modo que cenaríamos
uno junto al otro.

— ¿Les parece bien esta? —preguntó ella.

—Es perfecta —le sonreí.

Las mejillas se le tiñeron de rojo. Moví una de las sillas y Amanda tomó asiento. Luego me
acomodé junto a ella.

— ¿Les apetece pedir algo de beber? ¿O traemos la bebida cuando vayan a cenar?

— ¿Me permite la carta de vinos?

Asintió avergonzada y la extendió. La abrí sobre la mesa, de modo que Amanda pudiese ver.

— ¿Algún vino favorito? —le pregunté.

—La verdad aquí no hay un solo vino que haya probado —extendió su brazo por mis hombros,
cariñosa—. Mejor escoge tú.

Sonreí burlón.
—Tráiganos dos copas de Vega Sicilia. Del 1991.

—Del 1991 —repitió, anotándolo en una pequeña libretilla—. Correcto ¿Qué pedirán para
cenar?

Enarqué una ceja en su dirección. Ella se ruborizó y nos extendió el menú.

— ¿Qué vas a comer? —le pregunté.

Deslizó el dedo índice por el menú.

— ¿Qué tan bueno son los Camarones y Cangrejos Louie? —preguntó.

Juliett se removió inquieta.

—Esos platillos lo servimos sólo en el almuerzo —explicó.

—Vale —refunfuñó Amanda.

Sonreí burlón y volví a sacar algunos billetes del bolsillo.

— ¿Por qué no le dice a su chef que nos preparen dos platos de Camarones y cangrejos
Louie?

Juliett volvió a tomar los billetes.

—Enseguida, señor.

Se marchó a toda prisa.

—Creo que le has dejado más de doscientos dólares esta noche —ronroneó.

—Es que nunca te saco a cenar y cuando lo hago te antojas de platillos que no están sirviendo
—bromeé.

—Pude escoger otra cosa.

—Ya, pero desde luego querías los camarones y el cangrejo. Fue en lo primero que te fijaste.

Suspiró, rindiéndose. Acercó su silla a la mía y se acurrucó junto a mí.

—Además pediste un vino carísimo. $75.00 la copa.

—O $156.00 la botella —le sonreí—. ¿Qué son unos cuantos billetes de nada?

—Los Grey son unos derrocha-dinero.

Volví a sonreírle. Deslicé mi boca por su cuello, ocultando el rostro entre su cabello.
—Quieto —sofocó una risa—. Eh, para.

—Mm… —mordisqueé el lóbulo de la oreja—. Sabes bien.

—Ya —jadeó—. Estamos en un lugar público.

—No hacemos nada malo, nena —deslicé mi brazo por su cintura, atrayéndola hacia mí—.
Dudo que el vino sepa mejor que tú.

Una charola golpeó contra la mesa.

—Oh, disculpe —susurró Juliett—. Casi se me cae la bandeja.

Me aparté de Amanda, sonriendo.

—No se preocupe —le dije—. Gracias.

Colocó las copas: una frente a mí y la otra frente a Amanda.

— ¿Le ofrezco algo más?

—No —miré a Amanda—. ¿Quieres algo?

—A menos que puedan servirnos una zorra hervida —sonrió—. No, nada.

Enarqué una ceja, sorprendido por su comentario. Juliett sonrió de mala gana y se marchó.

— ¿Me explicarías? —le pregunté divertido.

Puso los ojos en blanco.

—Colocó las copas en la mesa y dejó caer la charola a propósito —sonrió burlona—. Quiere
que la comas con la boca.

Solté una carcajada.

—Ni siquiera me había fijado en eso ¿Qué importa?

Enarcó una ceja.

—La tal Juliett se derrite cuando le sonríes —hizo un mohín—. Claro: tenía que juntarme con
el dios del sexo. Totalmente irresistible.

Deslicé la mirada por su cuerpo, lentamente.

— ¿Dios del sexo? —asintió—. Curioso, curioso. Creí que era al revés.

Sus mejillas se tiñeron de rojo.


—Deja de preocuparte por eso, ¿quieres? —choqué mi boca con la suya—. Sólo se ha fijado
en mi dinero.

— ¿Sólo en tu dinero? Yo creo que ella estaba pensando en qué cama…

— ¿Le parece si le traigo la cena de una vez, señor?

Amanda rechinó los dientes. Procuré no sonreír en dirección a Juliett.

—Me parece bien, gracias.

Permaneció de pie unos segundos, pero al final se marchó.

—Te lo dije —chilló.

Agité la cabeza mientras sonreía y extendí el brazo para tomar la copa. La acerqué a mi boca
y di un largo trago al vino. Mmm…

—Sabe rico —canturreó—. ¿Cómo dijiste que se llamaba?

—Vega Sicilia. Un vino español, de la cosecha del 1991.

— ¿Sabes mucho de vinos?

Le di un trago antes hablar.

—Papá sí. Yo sólo lo escuchaba hablar de vinos y poco a poco fui aprendiéndome los
nombres. Cuando cumplí los quince o dieciséis, papá me dejó probarlos.

—A mí también me gusta probar —susurró—. ¿Puedo?

Le di un trago al vino y ella asaltó mi boca de golpe. Mordisqueó mi labio, absorbiendo el


líquido. Gimoteó cuando esta vez fui yo quien mordisqueé su labio. Escuchamos un
carraspeo.

—He traído la cena —Juliett colocó los platos frente a nosotros—. ¿Necesitan algo más?

Amanda rechinó los dientes.

—Tráiganos una botella del mismo vino, por favor —le dije.

Juliett asintió y desapareció de inmediato cuando Amanda le lanzó una mirada cortante.

—La mataré —chilló—. ¡Lo hace para fastidiar!

Le sonreí burlón.

—No le estoy prestando la más mínima atención, cariño —le di un trago a vino—. A comer.
Casi una hora después terminamos. Luego casi otra hora más tarde llegamos a la casa.
Amanda estaba más que feliz. Cada vez que veía A Juliett le rechinaban los dientes. Se
desplomó en el sofá de la sala y se quitó los tacones.

—Estoy a punto de explotar —gimoteó—. Estoy agotada.

Me aseguré de cerrar la puerta antes de lanzar las llaves y el móvil sobre la mesa. La luz de la
pantalla brilló. Una llamada. Tomé el móvil y contesté.

— ¿Bueno?

—Recuerdo haberte dicho que regresaras a Seattle —gruñó papá—. ¿Por qué no te he visto?
¿Y qué mierda pasa que no puedes contestar una jodida llamada?

—Creo que el móvil estaba en silencio, perdona.

—Tus “perdona” no me importan, Theodore —alguien tocó la puerta—. Ábreme.

Puse los ojos en blanco y fui directamente hacia la puerta para abrir. Sus ojos grises parecían
traspasarme, pero la dulce mirada de la mujer que estaba al lado hacia un incómodo
contraste. Tenía los ojos vidriosos cuando se lanzó sobre mí.

— ¿Es mucho pedir que ya no hagas esto, Ted? ¿Sabes lo que me duele pensar que estás en
peligro?

—Mamá —se me quebró la voz. La apreté con fuerza—. Perdóname.

Observé que tras papá estaba Phoebe en el mismo estado que mamá, sosteniendo de la
mano a mis hermanos pequeños.

—Será mejor que quites esa expresión —papá le indicó a Phoebe que entrara. Ella me lanzó
una mirada fría. Estaba enojada—. Ana quería venir, Phoebe no quería quedarse sola ¿Y
quién iba a cuidar de los niños? Así que los traje.

Mamá seguía sollozando. Las palabras que Amanda me había dicho una vez resonaron en mi
cabeza: “Vas a preocupar a tu familia”.

—Maldita sea, mamá —inhalé el olor de su cabello—. Lo siento, lo siento. Enloquecí. No sabía
lo que hacía.

—Yo lo sé —gimoteó—. Eres como tu padre: impulsivo. Es sólo que me preocupé.

—No, Ana —musitó papá—. No es sólo que sea impulsivo. Tu hijo es un irresponsable. Deja
el trabajo acumulándose, utiliza el jet privado sin avisar, se marcha a otro estado, alquila un
coche, compra una casa, gasta dinero en un restaurante ¿Y no pudo llamar? —rechinó los
dientes—. No me dejas más opción que despedirte, Ted.
Giró sobre sí y se marchó. Mamá se separó de mí y con los ojos llorosos me acarició el rostro.

—Hablaré con él.

Salió de la casa, siguiéndolo. Despedido. Estaba despedido. Mi padre, el grandioso Christian


Grey, acababa de despedirme.

Capítulo setentaicuatro.

Tuve una noche de pesadillas horribles. La última que recuerdo haber tenido, trataba de
Amanda. En el sueño, observaba una casa sucia y vieja. Podía sentir el calor y el fuerte olor a
humedad, las pocas ventanas estaban cubiertas por cortinas rojas y tras pasar la puerta de
entrada te topabas directamente con la sala. Unos pequeños y sucios sofás marrones la
decoraban, a la derecha estaba el comedor, compuesta sólo por una mesa y cuatro sillas y a
casi todas les fallaba una pata. Resulta que en el comedor también estaba la comida. Frente a
la estufa cocinando estaba una mujer joven y delgada. Llevaba un corsé rojo y negro. Noté
debajo de la mesa a una niña muy pequeña. Debe de tener entre tres a cuatro años. No tardé
en reconocerla por el cabello rojo, todo sucio y enredado, y los ojos azules brillando de
hambre.

—Mami —chilló bajito.

La mujer, Tanya, golpeó el caldero con fuerza y se giró de golpe.

—Cállate, Amanda. Lo único que sabes hacer es llorar.

—Pero tengo hambre.

La niña retrocedió cuando su madre le dio una patada a la mesa.

—Si tanta hambre tienes, ¿por qué demonios no sales y buscas tu propia comida y me dejas
en paz? —se volvió hacia el caldero—. ¿Yo que podía esperar? Eres la misma porquería que
tu padre.

La niña chilló con fuerza y salió corriendo hacia una de las habitaciones en el fondo. Me
desperté de golpe, jadeando con fuerza. No tardé en darme cuenta que no era por falta de
aire, sino por la confusión y la duda ¿Amanda abría vivido en esas condiciones?

La susodicha se movió en la cama y estiró su brazo por mi pecho, acomodándose.

— ¿No puedes dormir? —preguntó adormilada.

—Tuve una pesadilla.

Bostezó.
— ¿Quieres hablarlo?

Sonreí contra su pelo.

—No, nena. Duérmete.

La acomodé en el otro lado de la cama y ella gimoteó. Presioné mi boca contra la suya.

—Iré a tomarme un vaso de agua —le expliqué.

Volvió a gimotear.

—Te acompaño.

Hizo ademán de levantarse, pero volví a acomodarla en la cama.

—Quédate en la cama —mordisqueé su labio—. No tardaré.

— ¿Seguro?

—Sí.

Enroscó sus brazos alrededor de mi cuello y presionó su boca contra la mía.

— ¿No hay nada que pueda hacer para que me prefieras a mí en vez del vaso de agua?

—Puedes —sonreí—, pero entonces ninguno de los dos dormiríamos.

Soltó una carcajada.

—Puedo aguantar.

—Lo sé —mordisqueé su labio—. No quiero absorber todo lo bueno de ti.

—De ti puedes absorber lo que sea. Cada parte de mi cuerpo es tuyo.

—Totalmente mío —choqué mi boca con la suya—. A dormir. No me tardo.

Dejó caer los brazos sobre la cama y se acurrucó entre las sábanas. Sólo podía verle
pequeños rastros de su cabello negro y los ojos azules cerrándoseles lentamente. Antes de
que los cerrara completamente, le sonreí. Salí de la cama y me marché de la habitación.
Quizá las pesadillas estaban apareciendo por toda la presión a la que he estado sometido
estos días, o porque las cosas han sucedido de golpe o porque no he tenido tiempo para
asimilar todo de una vez.

El pasillo estaba en completo silencio. Las luces apagadas, la brisa nocturna y la total calma
me hicieron sentir un poco más tranquilo. Froté mis ojos con fuerza y bajé hasta la sala. Le
agradecí a papá haber preparado dos maletas con ropa, una para mí y otra para Amanda.
Traté de pensar en una razón coherente para estar despierto a las tres de la mañana cuando
había dado por hecho que era Seattle y Jack lo que me ponía en este estado de ánimo.

—Así que tampoco puedes dormir.

Me giré de golpe al escuchar su voz.

—Papá —suspiré—. No, no puedo.

Sonrió amable y me ofreció espacio junto a él.

— ¿Por qué no puedes dormir? —preguntó.

Inhalé una enorme bocanada de aire al desplomarme en el sofá.

—Pesadillas —admití.

—Ya veo.

— ¿Y tú?

Me miró de soslayo, cauteloso.

—Pensaba.

— ¿En qué?

—En tu despido.

—Ah —sonreí—. La verdad lo merezco. No he tenido la cabeza bien puesta en el trabajo.

—No hemos tenido unos buenos meses, al contrario. Todo el mundo anda nervioso —
suspiró—. Ana tiene razón: despedirte es injusto.

—Eh, gracias.

—Pero no significa que ya tienes trabajo —rio—. Quedas suspendido temporalmente, hasta
que tengas las facultades mentales para volver al trabajo.

— ¿Estás tratando de decir que estoy loco? —bromeé.

—Sólo digo que no estás concentrado —suspiró—. Escucha: Cuando Ana trabajaba para
Jack, una parte de mí sabía que ese —hizo una mueca— hombre no estaba dispuesto a
dejarnos en paz. Siempre he investigado a todas las personas que trabajan con mi mujer.
Todas. Es la única manera que tengo de mantenerla segura. Ana lo es todo para mí.

Se detuvo un segundo y observé como sus labios se curvaban distraídos.

—El miedo a perderla es insoportable, ¿eh?


Fruncí el ceño, confundido.

— ¿A qué te refieres?

—Perderla. A Amanda. Te importa una mierda lo que Jack haga, sabes perfectamente que no
va a salirse con la suya —hizo una mueca—. Te preocupa que tenga acceso a ella.

Permanecí en silencio. Noté que el cuerpo entero se calentaba de la vergüenza.

—Se necesita estar loco o desesperadamente enamorado para hacer esto —me dio un suave
golpecito en la pierna—. Entre todas las cosas, Amanda lo ha tomado bien. Si me hubiese
llevado a Ana a otro estado, ni te cuento.

Solté una carcajada.

—Ha estado un poco nerviosa desde que llegamos —admití—. Discutimos. En medio de la
calle. Gritamos. Nos dijimos una que otra cosa hiriente.

Me miró escéptico.

—Ya, quizá fui yo el que le dijo una que otra cosa hiriente. Incluso desde antes de irnos, ella
estaba tratando de convencerme de quedarnos en Seattle.

—Seattle —hizo una mueca—. La palabra mágica.

—Pensé que si nos alejábamos unos días, los dos podríamos estar más tranquilo. Me
manejaba tranquilo y sensato, pero esa pesadilla…

Al recordarla, me estremecí.

— ¿Qué pesadilla? —preguntó.

Suspiré y con la voz temblorosa le conté. Asintió, tenso.

—Entiendo —fue todo lo que dijo.

Hubo un silencio entre ambos, uno un poco incómodo.

—Hace muchos años tuve una pesadilla —dijo—. Aun la recuerdo. No era agradable, a decir
verdad. En la pesadilla, Ana estaba en el suelo, fría e inmóvil —tragó saliva—. Luego recuerdo
el secuestro de Mía, recuerdo a Ana en el suelo, golpeada por Jack, fría e inmóvil. Por un
momento mi mundo cayó. No sólo pude perder a Ana, sino a ti. Todo por un descuido. Por mi
forma de ser, por mi obsesión por hacerlo todo a mi manera —hizo una mueca—. Cambiarlo
todo de golpe, cuando has sido de una manera más de lo deseado, tiende a ser duro. Pero no
imposible.

Sonrió burlón.

—Aunque a veces no me sale como deseo.


—Te sigue gustando el control.

Asintió.

—Siempre, Ted. En el trabajo, es perfecto. En el hogar, no tanto. Firme, sí. La crianza de los
hijos no es sencilla. Peor también hay que saber ser flexible. Lo cierto es que contigo no es
muy fácil ser flexible y con tu novia ni que decir.

Hice una mueca, ofendido.

—El problema es que Amanda y tú tienen un carácter similar, lo cual es escalofriante —


bromeé.

—Lo he notado —sonrió burlón—. Quizá por eso tengamos la tendencia a discutir.

—De hecho.

—Quizá ninguno de los dos sabe cómo tratar con el otro. Es como pelear con el pasado de
cada uno.

—Pero tú lo has superado, ¿no? Amanda lo tiene atado al brazo.

—Los dos corrieron con suertes diferentes. Tú lo tuviste todo: padres, hogar, salud, comida,
amor. Amanda careció de todo eso.

—Fue adoptada, papá. Por una familia que la adora ¿No ves como John la protege? ¿Cómo
Stella se preocupa por ella?

—Intenta entenderla, Ted. Su padre estuvo en la cárcel, su hermano la golpeaba, su madre la


dejaba morir de hambre, ella muere, Jack está acosándonos. No es algo que puedas quitarte
de encima. Te lo digo por experiencia.

Me removí inquieto en el asiento.

—Tanya —murmuré.

— ¿Quién es Tanya?

—La madre biológica de Amanda.

—Entendido ¿Qué sucede con ella?

Tragué saliva.

—No está muerta.

Papá inhaló aire con violencia.


— ¿Qué no está muerta? ¿Y cuándo pensabas decírmelo?

— ¿Cuándo me acordara? —me encogí de hombros—. No lo sé.

— ¿Cómo te enteraste?

—Fue el día que encontramos a Jack en el Escala. Tanya estaba en el estacionamiento, se


acercó a nosotros y cruzó palabras con Amanda.

— ¿Qué le dijo?

—No mucho. Sólo que Jack pensaba que estaba muerta, pero no era así.

— ¿Fue Jack quien la asesinó? Bueno, intentó hacerlo.

—Según ella, sí.

—Pero, ¿por qué?

—Recuerdo que Jack perdió un control y confesó que la había asesinado porque Tanya se
negaba a decirle a que familia había entregado a Amanda.

Asintió en silencio.

—Suponiendo que Jack quería encontrar a su hija —chasqueó la lengua—, ¿para qué lo
haría?

—Buscaba unas fotos, las que tú ahora tienes. Las de tu madre biológica.

—Sí, pero esas fotos las ha estado buscando recientemente.

Hice una mueca. Eso era cierto.

— ¿Qué interés puede tener Jack en sus hijos cuando eran pequeños? —se preguntó,
distraído—. No es que se le diera con ser un padre preocupado.

—Según lo que me ha dicho Amanda, a Jack no le pareció agradable tener una hija.

—Las hijas a veces dan más problemas que los hijos. Ya ves a tu hermana.

Asentí. Phoebe había subido con mis hermanos pequeños a una de las habitaciones sin
hablarme.

—Excepto tú, claro. Tú me has sacado más canas que tu hermana.

—Cuando quieras —bromeé.

Papá suspiró.
—Hay muchas cosas que quedan en blanco —dijo—. Me parece que el hecho de que Jack
buscara a Amanda cuando era niña es algo importante. Por qué no lo sé.

Asentí. Arriba, en los pasillos, se escucharon pasos.

— ¿Ted?

Amanda se detuvo en las escaleras. Aunque estaba oscuro, observé que llevaba una camisa
gris con letras negras que decían “Sigue mirando mi camisa mientras te miro las tetas”. Sonreí
al reconocerla. Era la camisa que había utilizado la primera vez que estuvo en el Escala, luego
de haberse desmayado tras nuestro primer beso. Beso forzado, pero beso.

—Perdona, no sabía que estabas con tu padre.

— ¿Qué sucede? —pregunté dulcemente.

—Tu móvil no ha dejado de sonar —gimoteó—. No me deja dormir y me dijiste que ibas sólo
por un vaso de agua.

— ¿Por qué no lo contestaste?

Bostezó.

—Porque no es mi móvil.

Le sonreí burlón.

— ¿No dice de quién es?

Agitó la cabeza. El móvil volvió a sonar.

—Contesta —le dije.

—No es mi móvil, Theodore.

El móvil siguió sonando.

—Contesta y listo.

Puso los ojos en blanco y contestó.

— ¿Bueno? Ted está dormido. No puede contestar —abrió los ojos como platos—. ¿Qué
quieres?

Fruncí el ceño.

— ¿Quién es?

Unas tenues luces blancas llenaron la habitación. Tuve la sospecha de que tenían relación
con la llamada. El golpe contra la puerta resonó con fuerza. Amanda gritó al dar un salto
donde estaba y dejó caer el móvil. Papá y yo nos pusimos en pie al unísono.

— ¡Abre la puerta! —gritó alguien desde afuera.

— ¡No! —gritó Amanda.

Papá se acercó unos pasos.

— ¿Qué pasa? —le preguntó.

Otro golpe contra la puerta resonó. Observé a mamá y a Phoebe bajar a prisa.

— ¿Qué son esos ruidos?? —preguntó mamá.

— ¿Quién llamó es quien está afuera? —preguntó papá.

Amanda asintió frenética.

—Es Jack —dijo con la voz seca—. Nos encontró.

La puerta cedió ante otro golpe. Jack entró armado, pero cojeando. Recordé vagamente que
Amanda le había disparado en la pierna. Ninguno de nosotros se atrevió a moverse,
manteniendo la vista fijamente sobre la puerta.

—Vaya —sonrió—. A esto le llamo reunión familiar.

Como era de esperarse, Amanda y papá dieron un paso al frente.

—Largo de aquí —dijeron al unísono.

Jack hizo una mueca de disgusto.

—Odio tu insistencia en creerte parte de esta familia, pequeña Hyde.

Observé que Amanda apretaba los puños.

— ¿Ahora qué quieres Jack? —le preguntó de mala gana.

— ¿Jack? —le sonrió burlón—. Antes me llamabas ‘papá’ ¿Qué pasó?

— ¿Cómo nos encontraste?

—Venía de copiloto con ustedes en el Jet.

Recordé al hombre extraño en el Jet y quise golpearme a mí mismo por ser tan imbécil.
Amanda chilló con fuerza y se impulsó hacia él. Observé a otra persona entrar y le apuntó a
ella directamente.
—Quieta —William hizo una mueca—. Ni lo intentes.

El rostro de Amanda se descompuso por la desilusión.

—Te odio —murmuró.

Papá apartó a Amanda de los dos. Di algunos pasos hacia ella y la oculté tras mi cuerpo.
Papá y Jack se miraron fijamente: una mirada de ojos azules y grises que aseguraban guerra.

—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos, Christian —Jack reparó en
mamá—. Hola, Ana.

Mamá ató el cordón del albornoz. Los ojos de Jack brillaron perversos, llenos de un sucio
deseo.

—Deja de mirar a mi mujer de esa manera, Jack —murmuró papá entre dientes.

—Se te llena la boca llamándola “mi mujer”, ¿no?

—Bastante, sí.

—La verdad me da igual —sonrió sardónico, pero casi al instante la sonrisa desapareció—.
Toma a tu hermana y larguémonos de aquí.

Amanda se tensó detrás de mí. William, apuntándome, caminó hacia nosotros.

—No vas a tener acceso a ella, William —refunfuñé—. Tendrás que matarme.

Sonrió ampliamente.

—Será un placer.

Amanda se movió rápidamente y se interpuso entre William, el arma y yo.

—No, William. Por favor —le temblaron las manos—. Me voy a donde ustedes digan, pero no
lo lastimen.

— ¡No! —gruñí.

William haló a Amanda del brazo, la apretó contra él y presionó el arma en su cabeza.

—Será mejor que te apartes, niño Grey.

Un tirón en las entrañas me hizo entender que apartarme en este momento era lo más
sensato.

—Si le tocas un solo pelo…

William tomó un mechón de cabello y haló de él. Amanda hizo un gesto de dolor.
— ¿Qué decías, Grey?

Papá soltó una maldición.

—Creí que querías Grey Publishing.

—Oh, todavía se me antoja —dijo él—. Entre otras cosas.

— ¿Y por qué quieres llevarte a la muchacha?

— ¿Qué tanto te importa? ¿Quieres llevártela a ese formidable cuarto que tienes en tu antiguo
edificio.

Papá tensó la mandíbula.

—Te encantaba llevar jovencitas a ese lugar.

Papá apretó los puños.

—Las cosas se quedan así: tú te quedas con Ana, pero tu hijo no tiene a mi hija. Simple.

— ¿En qué te afecta que estén juntos?

—Mi sangre no va a mezclarse con la tuya, Grey. No mientras yo pueda evitarlo —le hizo una
señal a William con la cabeza—. Vámonos.

Amanda chilló con fuerza, forcejeando por soltarse, totalmente presa del miedo. Hice
movimientos rápidos para detener a William, pero él alzó el arma por encima de su cabeza y
me golpeó en el rostro. Caí al suelo un poco mareado. Escuchaba los gritos, los llantos y
algunos disparos al aire. Veía todo borroso, como si una espesa niebla me cubriera los ojos.
La voz de papá estaba cerca, gritándome con desesperación que reaccionara. Los gritos no
cesaron. El corazón me latía a prisa, a punto de estallar en mi pecho. A pesar del mal sabor
de boca, presioné mi mano contra el suelo y me puse de pie. Mamá y Phoebe estaban en las
escaleras, la una abrazando a la otra. Papá se debatía entre ayudarme o ayudar a Amanda.

Amanda.

Un tirón de las entrañas me hizo ponerme en pie. Caminé tambaleándome hasta afuera,
donde una camioneta arrancaba a toda prisa.

—No —jadeé—. No, no…

—Ted —habló papá—. Lo siento, pero era imposible.

— ¡Imposible no, maldita sea! —apreté la mano contra mi cabeza al sentir una fuerte
punzada—. ¿Por dónde se fue?

—No podemos buscarlo, Ted. Jack está loco. Se llevó a Amanda con el arma dentro de su
boca. Podía…

— ¡No me importa, con un demonio! ¿Por dónde se fue?

—Estás sangrando por ese golpe. Vamos a curarte para que…

— ¡No quiero que me curen! No quiero nada, papá. Quiero que Jack me la devuelva ¡Para eso
me fui de Seattle!

Observé la calle oscura y fría, pero mucho menos fría que lo que me sentía por dentro. Los
ojos se me humedecieron y todo el cuerpo estalló en dolor. Se me cortó el aire y el pecho
comenzó a arderme.

— ¿Dónde estás, mi amor? —susurré al aire, sintiéndome tan vacío como jamás lo había
hecho.

Capítulo setentaicinco.
»Punto de vista de Amanda

Al abrir los ojos, todo lo que pude ver fueron sombras oscuras. Parpadeé varias veces. El
cuerpo me pesaba, los músculos estaban tensos y los párpados se me cerraban solos. Hacía
calor, olía a comida y a algo que no logré identificar. Arrugué la nariz e impulsé mi cuerpo
hacia adelante para sentarme. Mis manos y tobillos estaban atadas por unas cuerdas
rasposas. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, me sorprendí de saber dónde
estábamos.

En el vestíbulo de El Escala.

Gimoteé desesperadamente por soltar las cuerdas, pero éstas parecían enroscarse más a
medida que las movía. En algún lugar remoto de mi cabeza aparecieron recuerdos de la última
vez que mantuve los ojos abiertos.

Los gritos.

Los disparos.

El forcejeo.

Ted.

Al recordar su nombre, sentí un espantoso tirón en las entrañas. Recordaba verlo caer al
suelo, sangrar por la herida de la cabeza, luchar contra sí mismo para levantarse, gritar mi
nombre en susurros.

Estallé en llanto, presa de la desesperación y el dolor ¿En qué momento había llegado a este
lugar? ¿Por qué estaba aquí?

Unos pasos rápidos se acercaron al lugar donde estaba. Me encontré con unos ojos azules
fríos y desquiciados. Jack parecía haber envejecido un par de años más, con aquel cabello
atado en una coleta y las arrugas en la frente de un hombre que ha estado enloqueciendo
poco a poco. Junto a él venía mi hermano. Mi corazón latió con fuerza. Los dientes me
rechinaron con violencia, conteniendo las palabras “te odio”.

—Ya era hora que despertaras —Jack hizo una mueca de desagrado—. Das sueños largos.

«Voy a patear tu maldito trasero, cerdo», pensé.

Alcé la barbilla y me tragué mis palabras.

—Lo bueno es que se levantó sin ganas de hablar —se burló.

William sonrió ampliamente, burlándose.

— ¿Por qué estamos aquí? —pregunté.

Jack enarcó una ceja y sonrió. Me estremecí al notar que su gesto era exactamente igual al
mío.

—Quise que volviéramos a un lugar que representa tanto para mí —pasó el pulgar por su
barbilla—. Tengo entendido que igual para ti.

William soltó una carcajada mientras tomaba un líquido blanco. Leche, quizá. Uh, que asesino
peligroso. Sonreí burlona.

—Tú no sabes nada de ocasiones especiales, Jack —solté.

—Oh, claro que lo sé —acarició el arma que llevaba en sus pantalones—. Verás: este pent-
house representa el día que todo comenzó a salirme mal.

—Qué pena.

—Yo debí llevarme a Ana, tu ex-casi-suegra.

—Qué bonita historia —sonreí feliz—. Me encanta que todo te saliera tan…mal.

Jack enfureció y todo lo que vi a continuación fue su mano golpearme en el rostro. Gemí de
dolor.

—Oh, Jack —me carcajeé—. Siempre con los golpes.

—Te dije que era imposible —comentó William.

Jack resopló y le arrebató la leche a William para darle un trago.

— ¿Cómo es que entraron al Escala? —pregunté.

Jack y William sonrieron al unísono.


—La compré —dijo Jack.

Entrecerré los ojos.

— ¿Y con qué dinero? Este lugar debe valer…

—Trece millones —Jack sacó un papel de su bolsillo y lo desdobló varias veces—. Trece
millones, quinientos doce mil para ser exactos.

— ¿De dónde sacaste el dinero?

—De mí.

Retumbaron los tacones por el lugar, golpeando con fuerza en el suelo. Una mujer elegante y
atractiva, pero más o menos de la edad de Jack, quizá inclusive un poco mayor, se detuvo
junto a él. No la conocía, pero sabía quién era.

—Elena —dije entre dientes.

Pareció sorprenderse por un momento, pero la expresión en su rostro cambió al instante que
no supe si realmente lo había estado.

—No sabía que me conocías.

Su voz repentinamente me recordó a una serpiente de cascabel. Pensé en decirle que sí lo


sabía, que también sabía que era hermana de Jack y que habían mantenido una relación
sexual por un largo tiempo, pero seguramente me preguntarían de donde había sacado la
información. No era conveniente que ellos supieran que los Grey estaban enterados de ese
dato. Noté que tenía en la mano izquierda un sobre azul y blanco, de revelado inmediato.

—No la conozco —dije—. Christian habló de usted.

Los labios se le curvaron.

—Así que el viejo Christian aun me recuerda —hizo una mueca—. Dime, niña ¿Sabe que Jack
y yo mantenemos contacto?

Agité la cabeza.

— ¿Segura?

Asentí. Lanzó una mirada de suspicacia a Jack.

«Créeme, zorra»

—El viejo Grey no lo sabe —sonrió complacida—. Eso es magnífico.

«Disfruta mientras puedas»


—No creo que Christian sea más viejo que tú —le espeté.

Hizo ademán de acercarse y golpearme, pero Jack la sostuvo a tiempo.

—Déjala —serpenteó—. Su debilidad son los Grey. Como la tuya.

Elena lo fulminó con la mirada.

—Quiero lo que tú quieres, Jack —gruñó—. Venganza.

Ala, se le está soltando la lengua. Me dije a mi misma que esta era una oportunidad de oro.

— ¿Para qué quieres vengarte? —pregunté.

Elena me sonrió burlona.

—Es un viejo cuento para niños, mi amor.

—Pues quiero escucharlo.

Hizo una mueca.

—Hace tiempo, mucho tiempo, Christian y yo teníamos algo. Hubo un tiempo que no necesitó
de mí, que fue independiente, se hizo hombre y creó su imperio. Antes de tener eso, fue mío.
Antes de Ana, antes de sus hijos, antes de todo. Fue mi hombre —una luz oscura pasó por
sus ojos—. Un día, rompió con todo. Su perfecta Ana iba a darle un hijo. Al principio estaba
feliz por él, pero acabó por quitarme su apoyo.

Se pasó la mano por el pelo, agitándolo, como si el recuerdo le resultase agradable.

—Ya no ponía de su dinero para nuestro negocio. Lo dejó todo en mis manos —puso los ojos
en blanco—. Pensaba utilizar el dinero de Linc, mi ex-marido, pero Christian le quitó hasta la
dignidad. El bueno para nada murió unos años después, ebrio.

Tragué saliva. Christian había dejado en la calle a un hombre por nada, por mero gusto,
causándole la muerte poco después. Me di una bofetada a mí misma. El tal Linc debió
merecerse lo que le pasó. Christian no tuvo nada que ver en que muriera ebrio. Linc decidió
tomar. Nadie lo obligó.

—En fin —prosiguió—. No es nada personal, simplemente no quiero que Christian Trevelyan-
Grey disfrute de una vida feliz mientras tuve que trabajar muy duro para conseguir dinero.

—Christian tiene todo porque luchó para obtenerlo —murmuré entre dientes—. Muy a
diferencia de ti —miré a Jack—, o de él.

—Tienes razón —rio—. Jack no ha hecho nada por él mismo.

Jack presionó su brazo, irritado. Ella se soltó, clavando sus ojos fríos en él.
—Hay que reconocerlo, Hyde —me sonrió amable—. La niña tiene agallas.

Jack gruñó.

—Es toda una guerrera —prosiguió—. Aunque, a decir verdad, esos halagos sólo los he
escuchado de tus compañeros de cama. Lo cual, según entiendo, no se refiere al carácter.

Rechiné los dientes.

— ¿De qué estás hablando?

William soltó una carcajada y se deslizó tan rápido al lado de la mujer que ni siquiera ella
había notado cuando él le arrebató el paquete de fotos.

— ¿No te has preguntado a qué me he dedicado estos años, hermana? —sonrió frío—. Me he
dedicado a seguirte, a saber cada cosa que haces y dices.

Abrió el paquete de fotos y lanzó tres al suelo para que pudiera verlas. Eran fotos mías a los
diez años junto a mis padres adoptivos y a John. Contuve el aliento. Lanzó varias fotos más.
El estómago se me encogió.

— ¿Te gustan? —carcajeó—. Fotografías bien, hermanita.

En las fotos estaba desnuda sobre camas distintas, con hombres distintos, teniendo
relaciones. Mi rostro lucía contraído por el placer. Por Dios, no puede ser…

— ¿Cómo…? —empecé a decir, pero la voz me falló.

— ¿Cómo las conseguí? —sonrió—. Se me da bien estas fotos. Ni siquiera me notas cerca.

— ¿Pero cómo puedes hacer esto?

Lanzó varias fotos más. Tenía diecisiete, lo recuerdo. Subía al auto de Cris Bells, mi
antiguo…amo.

— ¿Crees que a tu niño Grey les guste ver esas fotos? —carcajeó—. Espero que se sienta
muy emocionado, hermana, porque no tardarán en llegarle.

—Tú eres el que enviaste los e-mails en la oficina de Christian cuando empecé a trabajar para
los Grey —contuve el aliento—. ¿Qué ganabas con eso?

—Yo no sabía que el viejo Grey se iba de viaje con su perfecta Ana —intervino Jack—, pero
las recibió su hijo. Sé de buena fuente que te echó bronca por un tiempo —sonrió cruel—. La
pequeña zorra-calienta-braguetas. El mismo apodo cariñoso que le di a la encantadora
señorita Steele.

Agité mi cuerpo, deseando poder golpearla. Lo único que hice fue lastimarme con las cuerdas.

—Es una salvaje —comentó Elena fingiendo estar alterada—. Supongo que si Christian te
desprecia, es porque eres igual a mí.

—No es cierto —gruñí.

—No eres más que una zorra callejera, abriéndole las piernas a todo hombre que te
ofrezca…cualquier cosa.

Apreté los dientes con fuerza. Maldita yo y maldito mi pasado.

—Yo lo sé todo —sonrió—. Tú te empeñas en defender a los Grey. Bien. Veamos que piensa
el pequeño Teddy cuando vea esas fotos.

Capítulo setentaiséis.
»Punto de vista de Ted

Taché en el calendario el 21 de mayo con una ‘x’ roja. Sólo faltaba un día para mi
cumpleaños, pero los ánimos estaban caldeados. Hace dos días Amanda había aparecido y
pese a nuestros esfuerzos no sabíamos dónde estaba. El sólo recordar su nombre me produjo
escalofríos y un hueco terrible en el estómago. Observé con pesadumbre la poca luz que
entraba por la ventana de mi habitación. El hueco enorme en la cama, donde Amanda debería
estar dormida, quedó expuesto ante una luz triste y melancólica. El vaso casi vacío de cristal
en mi mano pareció pesar. Quizá era la sexta copa, o quizá ya décima. Los números
parecieron poco importantes. El vaso de cristal se deslizó entre mis dedos y cayó al suelo. Me
dejé caer sentado sobre la cama y presioné mis manos contra mi rostro.

—Dos días son demasiados —musité.

Inhalé con fuerza, pero mis pulmones parecían pesarme más de la cuenta. El golpeteo de la
lluvia contra la ventana me parecía insoportable. Había vuelto a Seattle el mismo día que
Amanda había desaparecido, porque supusimos que la traería para acá, erróneamente. Ellos
deben seguir en algún lugar de California.

Escuchaba lejanamente el móvil sonar, pero no le presté atención. Debían ser las ocho de la
noche. No recibía llamadas a esta hora. El móvil continuó sonando con impaciencia.

—Maldita sea —murmuré. Estiré mi cuerpo hasta la mesita de noche y tomé el móvil—.
¿Qué?

Escuché una respiración, pero nada más.

— ¿Quién demonios llama?

—Au, tranquilo —Bobby suspiró—. Oye, me enteré lo que le pasó a tu chica.

—No tengo ganas de hablar.

Colgué. Segundos más tarde volvió a sonar. Al segundo timbrazo, lo contesté.


— ¿Qué? —grité.

—No me cuelgues, pringado.

— ¿Qué demonios quieres, Bobby?

—Primero: saber cómo estás ¿Qué tal todo?

— “¿Qué tal todo?” —bufé—. ¿Tú cómo crees?

—Mal, dato recibido. Segundo: es importante que hable contigo.

—No estoy para resolverte los problemas.

—No quiero que resuelvas mis problemas, pringado. Voy a ayudarte a resolver los tuyos.

— ¿Qué?

Escuché de lejos el timbre de la puerta. Fruncí el ceño.

— ¿Estás en la puerta de mi casa?

Bobby rio.

—Sí, pringado.

Me levanté de la cama y comencé a caminar perezosamente hasta la puerta. Al abrir, Bobby


cortó la llamada y entró a la casa. Apenas hube cerrado, me bombardeó.

—Ya, escucha. Hablé con Wallace esta mañana, pero él… —arrugó la nariz—. Mierda,
apestas. Apestas a puro alcohol.

Lo fulminé con la mirada.

—La verdad que lo de pringado te va perfecto —hizo una mueca—. Realmente estás sucio de
la cabeza a los pies.

—Si vienes a insultarme, mejor termina por largarte.

—No, no vine a eso. Vine a… —agitó la cabeza—. Cielos, Ted ¿Cuántos tragos te diste?

— ¡Que te den! —le grité.

Soltó una carcajada. Lo fulminé con la mirada y su expresión volvió a tornarse seria.

—Hablemos de algo serio —dijo.

Asentí de mala gana.


— ¿Un trago? —le ofrecí.

—Serios y sobrios.

Agité los hombros mientras me servía otro trago. El Wiskey caliente me quemó la garganta.
Ese dolor era menos que saber a Amanda lejos, en manos de Jack.

— ¿Qué es eso tan serio que tienes que hablar conmigo? —me giré hacia él—. Importante,
espero. Porque no tengo ánimos para recibir visitas.

Chasqueó los dedos y se dejó caer sobre uno de los sillones de la sala.

—Supongo que conoces a Devor, ¿no? —dijo.

Lo miré extrañado.

—No —mentí.

Se pasó el pulgar por la barbilla.

—Claro que lo conoces. Devor es el sujeto que ha estado ocultando la identidad de Amanda
desde que era pequeña.

—No sé de qué estás hablando.

—Ted, detente. Yo sé eso y otras cosas, pero es…digamos que “clasificado”.

—No sé de qué mierda hablas.

—A ver —se aclaró la garganta—. Tú nunca has conocido a mis padres, no tengo hermanos ni
tíos. Abuelos, puf, nada que ver. Amigos, muy pocos ¿Te has preguntado por qué?

Agité el brazo en mi mano. El líquido se agitaba. La vida privada siempre se había mantenido
así: en privado. Siempre me he preguntado acerca de su familia, pero nunca comentaba nada.
Era el único amigo que era verdadero, sin interés por lo que tengo.

—Sabes que esas cosas no voy a preguntártelas.

—Lo sé, pero yo te las voy a contar —suspirar—. La razón por la cual nunca te he presentado
a mi familia es porque no tengo.

Asentí. No es que lo sabía, pero era una de las muchas posibilidades que mi cabeza había
maquinado.

—Mira, te voy a contar —estiró los brazos—. Cuando era pequeño, amenazaron a mi familia y
bla bla bla. Mis padres, que tenían mucho dinero, nos ocultaron a mi hermana y a mí. Devor
fue quien lo hizo. Es un maestro del escondite ese hombre —sonrió—. Quince años y jamás
me han encontrado.
Por un momento olvidé que Bobby era mayor que yo por casi tres años.

—Lo único malo es que tampoco supe de mi hermana —hice una mueca—. Hasta anoche.

— ¿Por qué?

—Verás…Durante nueve años he estado buscando a mi hermana y a mis padres —se


encogió de hombros—. Mis padres murieron, pero mi hermana no.

—Me alegro por ti.

Hizo una mueca de burla.

—Estoy seguro de que puedo sorprenderte —sonrió ampliamente—. Mi hermana vive con la
familia Sandford.

— ¿Y a mí qué?

—Es una de las nietas consentidas de la señora Victoria Larsen.

Mis ojos se abrieron como platos.

— ¿Victoria Larsen? ¿La…?

Bobby asintió.

— ¿Es familiar tuyo?

Dudó, pero al final asintió haciendo una mueca.

—Es mi abuela.

— ¿T-tu abuela? —reí como un idiota—. Eso…eso quiere decir que Amanda y tú…

—Somos familia —asintió—. Quizá no biológica, pero lo somos.

—No te llamas Bobby, ¿verdad?

Agitó la cabeza, sonriente.

—Mi verdadero nombre es Lysandre Larsen, ¿qué tal? Apuesto a que Bobby se escucha más
normal.

Asentí.

—Pero Amanda nunca me contó que en la familia de su abuela hubiese muerto uno de sus
hijos.

— ¿Qué parte de “es confidencial” no entiendes, Grey? Es una información que no se le podía
decir a nadie. La única que sabe que su hijo está muerto, es ella. Y yo, claro. También mi
hermana.

—Pero, ¿Ya sabes dónde está?

Asintió.

—En dos horas sale un vuelo para Brasil —sonrió—. Iré por ella.

—Bonita historia, ¿pero por qué me la cuentas?

—Porque ahora somos familia, pringado —se puso en pie—. Planeo recuperarla, ¿entiendes?
Adoptada o no, Amanda y yo somos primos. Eso mola, ¿eh?

A veces también olvidaba que Bobby, eh, Lysandre, había vivido durante varios años en
España. El acento español a veces se le escapaba.

«¿Qué es esa costumbre nueva con el “vale”?»

«Perdona, se me ha pegado. Es un buen libro. La chica es española. Trata de…»

«Después, nena»

Un dolor en las entrañas me hizo cerrar los ojos. El recuerdo de su voz en mi cabeza dolía. El
dolor palpitó por todo mi cuerpo. El vaso de cristal se volvió a deslizar entre mis dedos y cayó
al suelo. Contuve el aliento, esperando que el dolor pasara. Pero no pasó. Permaneció,
extendiéndose por cada parte de mi cuerpo, doliéndome de una manera inhumana.

— ¿Te sientes mal? —oí a Bobby preguntar.

Alcé las manos, señalando que no se acercara.

—Entendido: te doy espacio —metió las manos en sus bolsillos—. Estás pálido.

Agité la cabeza.

—No he dormido, es todo —dije.

— ¿Desde hace cuánto no duermes?

—Desde el martes —me encogí de hombros—. Desde que Amanda ya no está —tragué
saliva—. La cama está fría sin ella. No…no puedo dormir si no está conmigo.

Los ojos de Bobby brillaron, quizá por compasión o quizá por la burla.

—Devor ya sabe lo que sucedió. Vendrá a Seattle mañana —se removió inquieto—. Yo iré a
resolver lo de mi hermana, pero volveré mañana mismo. Tu chica va a aparecer. Ya verás.

— ¡Será mejor que me digas como! —grité—. En estos dos días hemos buscado, papá ha
puesto a todo el mundo a trabajar para encontrarla ¡Dime donde puede estar! Porque no
sabemos en dónde demonios pueda encontrarse.

—No te desesperes, Ted.

Vi que iba a acercarse, así que retrocedí.

—No puedo hacer otra cosa. Ni siquiera sé si está viva —mi rostro se contrajo por el dolor—
¿Y si Jack la asesinó? —agité la cabeza—. Debe haber una explicación coherente para esta
ineptitud. No puede ser posible que Jack no aparezca en ningún lado.

—Quizá no es tan imbécil después de todo. O tiene un cómplice.

—Te aseguro que lo tiene —bufé—. Otro Hyde.

—Ya, como sea. Verás que aparecerá —observó la hora en su reloj—. Debo irme, sino no
alcanzo al vuelo. Tengo que hacer un monton de cosas antes de irme.

Asentí. Presionó rápidamente su mano contra mo hombro.

—Aparecerá. Viva, sana y te volverá a calentar las pelotas.

Sonreí a medias y observé como se marchaba. Suspiré cansado y caminé hasta uno de los
sillones de la sala. Me desplomé y sacudí mi pelo. A mi lado estaba el control remoto de la
televisión.

»…y no es algo muy común. Por años esa propiedad perteneció a uno de los empresarios
más importantes en el mundo, Christian Grey. El Escala ha sido vendido por trece millones.
Grey jamás ha vendido alguna propiedad que haya pasado por sus manos y nos preguntamos
el por qué«

Fruncí el ceño ¿Papá vendió el Escala? ¿Pero qué mierda…?

El móvil sonó.

—Wallace —dije al contestar—. Dimen que tienes noticias.

— ¿Viste las noticias? En la tele, hermano.

— ¿Lo del Escala? —cerré los ojos—. Ah, llamas por eso.

—No, pero es importante —escuché un ruido, como si revisara unos papeles—. Tu padre me
dijo hace unos días que iba a poner el lugar en venta, que iba a deshacerse del lugar. No eres
el único Grey que confía en mí, eh.

—Wallace…

—Sí, sí. Perdón. El Escala se puso en venta en la mañana, a eso de las 6:43 a.m., cuando se
hizo el papeleo formal. A las 7:22 a.m., una mujer llamó para pedir información —de nuevo el
mismo ruido—. Joanna Umbridge y su esposo compraron el pent-house por trece millones,
quinientos doce mil dólares.

— ¿Se vendió en menos de una hora? —agité la cabeza—. ¿Cuál es el punto?

— ¿El punto? Ni idea, pero sí te digo que tengo un fuerte presentimiento sobre esto.

En silencio, asentí. Los presentimientos de Wallace siempre resultaban en algo. Era muy
intuitivo.

— ¿Crees que tenga relación con Amanda?

—Todo puedo pasar —de nuevo el ruido de los papeles—. Sin embargo, te tengo noticias.

Mi corazón dio un vuelvo. Oh, por favor… Por favor…

—Según un colega mío que me debía un favor, así que decidí cobrárselo con apoyo para
encontrar a tu chica, me dio informes de dos hombres, cuyas descripciones coinciden
perfectamente con Jack y William, que abordaron un avión hacia Seattle.

Mi corazón dejó de latir de la emoción.

— ¿Amanda está en Seattle?

—No lo creo, Ted. Del avión que tomó Jack no bajó una mujer con las características de
Amanda.

— ¿Y si viajó en otro avión? Jack quizá no quiso ser muy obvio y…

—Ted, escucha. Tenemos que considerar una opción, una muy dura. Quizá Jack…

— ¿La mató? —reí sin humor—. No. Ella está bien. Con Jack, pero…pero bien.

—Ted —suspiró—. Vamos a seguir buscándola, ¿de acuerdo? Aunque es algo amargo y
doloroso, debes considerar que la opción de que ella pueda estar mu…

Lancé el móvil con fuerza contra la pared, cayendo al suelo hecho pedazos. Noté las lágrimas
brotar de mis ojos con una velocidad pesada y dolorosa. Amanda no puede estar muerta.

—Maldito seas, Jack —sollocé—. Maldito seas.

Capítulo setentaisiete.
»Punto de vista de Amanda

El último golpe que Jack me había dado seguía latiéndome en la cabeza. Al abrir los ojos de
golpe, me obligué a cerrarlos otra vez. El lugar era más oscuro que el vestíbulo la última vez
que desperté. Volví a abrirlos lentamente, para acostumbrarme a la oscuridad. Al moverme,
noté que ya no tenía las manos ni los tobillos atados. Respiré profundo y un dolor agudo en el
pecho me paralizó. Parpadeé y contuve el aliento.

Estaba en el cuarto de juegos de Christian. Por Dios, el cuarto de Christian. El olor familiar del
cuero me enloquecía. La última vez que había estado en un lugar como este, tenía diecisiete
años. Cerré los ojos, luchando con fuerza contra los recuerdos.

«Cris Bells ataba con fuerza mis manos con un extremo su corbata blanca. Ató el otro extremo
al espaldar de la cama negra. MI cuerpo estaba recostado sobre las sábanas rojas, temblando
como una cría en su primera vez.

—Listo, nena —sonrió—. No te muevas, Amanda. No me gusta que lo hagas.

Asentí.

—Apretaste demasiado la corbata —le dije—. Vas a lastimarme.

—Sólo un poco, Amanda. Ya lo hemos hecho antes.

—Por eso te digo que vas a lastimarme. Cris, yo no…

Cris cerró los ojos. Estaba molesto.

—No me gusta que me llames por mi nombre, maldita sea —volvió a abrirlos: un par de ojos
cafés que daban miedo—. Si vuelves a soltar la maldita lengua, te juro que no respondo.

Tragué saliva, nerviosa. Cris se apartó para observar mi cuerpo desnudo. Sonrió complacido.
Estaba atada de pies y manos a la cama: no podía moverme.

—Veamos —se agitó el cabello negro—. Tienes los malditos pechos más perfectos que he
visto en toda mi jodida vida —sonrió malicioso—. Quiero verlos rojos, nena. Vas a suplicar que
me detenga, pero en silencio —deslizó el dedo índice por mis labios—. Ya sabes qué pasa si
abres esa boquita tuya.

Asentí despacio. Observé como se acomodaba sobre mí, observando directamente a mis
pechos expuestos. Deseaba poder cerrar los ojos, pero Cris podría notarlo. No podía recordar
cuando fue la última vez que me había sentido bien con esto. Cuando estar atada sin poder
sentir más que dolor era placentero. Que el hecho de que un hombre seis años mayor que yo
tocara, besara o mordiera mi cuerpo como si fuese comida me resultada seductor. Sólo
recordaba sentirme vacía, usada y humillada. Pero eso me hacía sentir bien: me hacía sentir
que alguien me tomaba enserio para algo, aunque fuera para esto.»

Las lágrimas brotaron de mis ojos de golpe, sin siquiera notarlo. Tambaleándome, me levanté
de la cama y caminé hacia la puerta. Estaba mareada. Por un momento largo pensé que iba a
caerme, pero logré sostenerme de algo. Mis ojos se abrieron de golpe al observar la cruz de
madera en la pared. Fotografías de Ted estaban pinchadas con pequeños clips de colores.
Comencé a temblar. Las fotografías eran de nuestra casa. Ted en el jardín, con un vaso de
cristal en una mano mirando con melancolía, odio o ambas cosas el resto del jardín. Otra era
él dormido en el suelo. Nuestra cama estaba intacta, como si se negara a dormir en ella. Junto
a esa estaba una de él llorando mientras sostenía una de sus camisas que alguna vez me
había puesto.

El corazón se me encogió ¿Cómo es posible que William se haya podido acercar tanto? ¿Por
qué ninguno de nosotros, o Ted o incluso Christian se había dado cuenta de que estábamos
totalmente vigilados? ¿Y qué mierda hacían los de seguridad? ¿Cómo es que no notaron
nada?

—Oh, Ted —musité con la garganta seca—. Que no te hagan daño, por favor. Por favor. Por
favor.

La puerta se abrió de golpe, dándome un susto. William venía con una bandeja de comida en
ambas manos. El arma en su cintura lucia amenazante.

—Apartate de la puerta —dijo.

Dio dos pasos hacia atrás. Me fulminó con la mirada, así que retrocedi un poco más. Cerró la
puerta con el pie.

—Toma la bandeja.

Me acerqué con cuidado y la sostuve. William cerró la puerta con llave. Se acercó a mí, tomó
la bandeja y la dejó sobre la cama. Al girarse hacia mí, noté que me sonreía. No era cruel, ni
burlona. Era una más bien…cariñosa.

—Pensé que no ibas a despertar, maldición —suspiró—. Te traje comida.

Alcé la barbilla.

—No quiero.

Volvió a sonreír.

—Tienes que comer. No has comido en días. Hasta te ves más delgadas.

Jadeé.

— ¿Qué día es? —agité la cabeza—. Debe ser…20…21 de mayo…

—23 de mayo —se encogió de hombros—. Es domingo.

Abrí los ojos de golpe.

—N-no… —jadeé—. No puede ser, no… —me cubrí la boca con ambas manos—. El
cumpleaños de Ted.

Hizo una mueca.

—Jack te secuestra, te golpea… ¿Y todo lo que te importa es que te perdiste el cumpleaños


del niño Grey?
Alcé la mano y lo golpeé en el rostro. Hizo una mueca de dolor.

—Perdón —musitó.

— ¡Quiero que me dejes salir en este mismo instante! —grité.

—Este —hizo una mueca—. No.

Volví a golpearlo en el rostro.

— ¡William Benjamín Hyde! —lo golpeé en el pecho—. Estoy hambrienta, me duele la cabeza,
estoy mareada y tengo unas jodidas ganas de vomitar que ni te imaginas ¡Déjame salir de
este maldito lugar!

— ¿Puedes dejar de gritar? —se frotó el pecho—. Jack no está.

Parpadeé. Miré discretamente el lugar. A unos pasos de mí había un jarrón de cerámica rojo.
Si pudiera llegar a él.

—Ah-ah —gruñó—. Ni lo intentes.

Hice ademán de golpearlo. Sin embargo, giré sobre mis talones y corrí para tomar el jarrón.
Era un poco pesado, pero bastaría para sólo dejarlo inconsciente un rato. Lo malo del plan, es
que William me dio alcance y al halarme del brazo, por el mismo peso, el jarrón cayó al suelo,
haciéndose pedazos.

—Te dije que no lo intentaras —jadeó.

Deslicé mis ojos hasta el arma y mis manos se deslizaron para tomarla. Sin embargo, William
me la arrebató. Era muy rápido.

—No eres la única que sabe manejar un arma a las mil maravillas.

Le sonreí burlona y golpeé su muñeca. El arma cayó al suelo. Aunque intenté tomarla, él la
pateó. El arma desapareció por debajo de la cama.

— ¿Podemos hablar? —dijo.

—Claro —sonreí—. Sólo tienes que abrir esa puerta y llevarme a casa.

Hizo una mueca.

—No.

—Entonces no.

Corrí hacia la puerta, empujándolo hacia un lado. Cuando abrí la puerta, corrí y corrí
directamente hacia el ascensor. William me agarró del brazo, tropezamos y ambos caímos al
suelo. Me impulsé hacia adelante, pero él me sostuvo del tobillo.

— ¡Suéltame! —grité.

— ¡Si te vas ahora…! —le golpeé la nariz con el pie. Soltó una maldición—. ¡Con un demonio!
¡Si te vas lo vas a joder todo.

Forcejeé para soltarme.

— ¿Joderlo todo? —bufé—. ¡Mira quién lo dice! Yo confié en ti y tú lo arruinaste —mis ojos se
humedecieron—. No te lo voy a perdonar.

—No tenía muchas opciones —gimió de dolor—. Sólo déjame explicarte, por Dios. Antes de
que Jack regrese.

Dejé de forcejear.

—Por favor, Amanda —me suplicó—. Necesito explicarte.

Contuve la respiración por unos segundos, segundos que me parecieron eternos. William me
soltó el tobillo y se presionó la nariz con ambas manos, conteniendo el sangrado. William no
iba a tener tiempo suficiente de detenerme si me paraba en este mismo instante y salía
corriendo, aunque el tiempo que le tome el ascensor abrir podría darme alcance. Podría
marcharme por la escalera de incendios. Seguramente comenzaría a disparar, pero tras la
conmoción por el golpe su puntería sería terrible. Son suerte, podría escapar.

Sin embargo, me quedé.

—Estás sangrando —dije.

Hizo una mueca de dolor.

—No me digas —musitó.

Le di una patada. Se quejó.

— ¿Hay algo para curarte?

Pronunció palabras que no entendí.

—Habla bien, William.

Soltó un bufido.

—En la cocina hay un botiquín que Jack compró para curar la herida de bala que le
propinaste.

Le sonreí.
—Me alegra que aún le duela.

Asintió

—Sí, a mí también.

Fruncí el ceño, confundida, y al ponerme de pie caminé hacia la cocina. El botiquín blanco de
metal estaba junto a la estufa. Procuré no dejar que los nervios me dominaran. Jack podría
volver en cualquier momento con esa mujer. Debía irme antes de que regresara.

Pero no podía dejar a William así…

— ¿Amanda? —lo escuché llamarme.

Suspiré desesperada. Quizá no se lo merecía, quizá después de todo debería marcharme


ahora que está con las defensas bajas. Pero era mi hermano a pesar de todo y lo quería. Que
Dios me perdonara si era malo, pero no podía dejarlo en ese estado simplemente.

— ¿Dónde estás?

William se tambaleaba. Tenía los ojos cerrados para cuando se dejó caer al suelo. Tomé el
botiquín y me senté junto a él.

—Quítate las manos de la cara —le dije mientras abría el botiquín—. Lamento el golpe, yo…

—No —gimió de dolor—. Está bien. Lo merezco.

—Sí, lo mereces —tomé unas gasas—. Que mucha sangre veo aquí.

—Golpeas como hombre —bromeó.

—Uh, vaya. Haciendo bromitas —presioné con cuidado su nariz—. ¿Por qué no me han
matado?

—Porque Jack quiere usarte.

— ¿Para qué?

—Para atraer a tu niño Grey.

Presioné un poco más fuerte la gasa a propósito. Obviamente, se quejó.

—Perdón —musitó.

Bufé.

— ¿Para qué quiere atraer a Ted?

—Para atraer a Christian.


—Bueno, ¿pero qué mierda con lo de atraer? —gruñí—. Si hubiese querido atraer a Christian,
debió ir por una vía segura. Phoebe, Ana… ¿Por qué no a ellas?

—Porque Christian construyó una fortaleza para protegerlas —hizo una mueca al ver que
remojaba una gasa con alcohol—. Tu niño Grey y tú son descuidados.

—Gracias —musité.

Dejé la gasa en el suelo y tomé otra.

—Elena dijo que iba a enviarle las fotos a Ted —tragué saliva—. ¿Lo hicieron?

—No —suspiró—. Ella cree que sí, pero no las envié.

— ¿Por qué me cuentas todo esto? —pregunté cautelosa—. ¿Cómo sé que de verdad no lo
hiciste?

William tomó mi mano, deteniendo mi labor de curarlo.

—Porque te quiero —susurró.

Solté su mano con violencia.

—No te creo, William. Si me quisieras, no me hubieses hecho lo que me hiciste —gimoteé—.


Me separaste del hombre que amo. Yo soy suya, él es mío. Nos pertenecemos —lo golpeé en
el brazo—. ¡Deja de reírte!

William se carcajeó una vez más antes de tomarme la mano.

—Prometo que será temporal —clavó sus ojos en los míos. Éramos iguales. Un hombre y una
mujer, dos hermanos, que eran la copia del otro—. Cuando supe que pap…Jack había matado
a nuestra madre, me juré que yo mismo iba a matarlo. El mismo día que tu niño Grey te sacó
de Seattle, yo me largué del lugar al que me había metido el amigo suyo —apretó mi mano—.
Iba a matarlo, Am. Estaba dispuesto a matarlo. Que pagara por lo que había hecho.

—Sin embargo, lo ayudaste a…

—Déjame terminar —suspiró—. Escuché a Jack planear lo que iba a hacer: secuestrarte,
torturarte, usarte para que los Grey vinieran. Después de todo, había funcionado con Ana. Ella
al final sucumbió al chantaje —hizo una mueca—. Lo que no me agradaba de ninguna manera
era lo de ‘torturarte’. Así que pensé que si le hacía creer que seguía de su parte, me diría sus
planes.

Hice una mueca.

— ¿Funcionó? —preguntó.

Apretó mi mano.
—Estás aquí, ¿no? Tu niño Grey está jodido totalmente. Ha estado tomando demasiado. En
cuanto Jack llame, no dudará en caer en su chantaje.

Jadeé.

—No se lo permitas, William —me tapé la boca con ambas manos—. Por favor, te lo suplico.

—Estoy haciendo lo que puedo, Am. Pero no podemos hacer las cosas sin pensar. Quiero
sacarle todo lo que pueda a Jack, saber qué piensa hacer, como lo va a hacer y cuando.

— ¿Qué hay de esa mujer, la tal Elena? ¿Cómo consiguió el Escala?

—Jack es peligroso por sí mismo, rondando a la familia Grey, pero con el dinero de Elena
resulta que es el doble de peligroso. Además, esa mujer está resentida, ardida y celosa. Esos
dos son peligrosos. No tienes ni la más mínima idea de a cuantos tienen vigilando esa familia.
Los dos o tres de seguridad que el viejo Grey ha puesto es nada.

— ¿Entonces Ted no está seguro?

Hizo una mueca de burla.

—Todo lo que te preocupa es el niño Grey, ¿eh? —lo fulminé con la mirada—. Nadie está
seguro, Amanda. Jack ha enloquecido con el encierro.

—Entonces vámonos antes de que Jack llegue. Podríamos ponerlos en sobre aviso.

—Tenemos que hacerlo, pero desde adentro. Entiendo que quieras volver con tu niño Grey,
pero no sólo ellos están en riesgo —sonrió tímido—. Además, tengo un informante afuera.

— ¿Quién?

Sonrió ampliamente

—Mamá.

Abrí los ojos como platos.

— ¿Entonces lo sabes?

Asintió.

—Entre tú y yo debemos armar un plan, Amanda.

— ¿Me prometes que esto incluye evitar que Jack llegue a Ted?

—Te lo prometo, hermana ¿Confiarás en mí?

—Sí, William. Espero que no me defraudes esta vez.


Sonrió y me permitió que lo curara.

Capítulo setentaiocho.
»Punto de vista de Ted

De: Michael Wallace


Fecha: 19 de junio de 2032 9:42
Para: Theodore Grey
Asunto: El Escala

Tal como te he estado diciendo las últimas semanas, el Escala fue comprado por Joanna
Umbridge y su esposo. Pagaron trece millones, quinientos doce mil dólares. He ido a
investigar el lugar, haciéndome pasar por un agente de seguridad del edificio. Joanna ha de
tener veintimuchos o treintaipocos. He logrado tomar algunas fotografías ¿Las adjunto?

Michael A. Wallace, director de asuntos de seguridad de Grey Enterprises Holdings, Inc.

Suspiré al leer el mensaje. Hubiese deseado que fueran noticias sobre Amanda. Deslicé los
dedos por el teclado, tratando de decidir si contestarle ahora o más tarde. Después de todo,
¿en qué puede afectarme saber lo que sucede en el Escala? Ese lugar ya no nos pertenece. Y
había pasado un mes desde la desaparición de Amanda.

Volví a suspirar y le di a «Responder».

De: Theodore Grey


Fecha: 1 de junio de 2032 9:56
Para: Michael Wallace
Asunto: El Escala

Sí, adjúntalas.
P.D: ¿Has sabido algo de Amanda?

Theodore Grey, vicepresidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

De: Michael Wallace


Fecha: 1 de junio de 2032 9:56
Para: Theodore Grey
Asunto: Mujeres desaparecidas

Creo tener noticias, pero no estoy seguro. Preferiría investigarlo antes de contarte.

Michael A. Wallace, director de asuntos de seguridad de Grey Enterprises Holdings, Inc.

De: Theodore Grey


Fecha: 1 de junio de 2032 9:56
Para: Michael Wallace
Asunto: Imbécil
Ni una mierda, dímelo ahora mismo.
P.D: No querrás perder tu empleo, ¿o sí?

Theodore Grey, vicepresidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

De: Michael Wallace


Fecha: 1 de junio de 2032 10:09
Para: Theodore Grey
Asunto: Quieto, labrador

Anoche, mientras veía las fotos que tomé del Escala, me llegó una foto adjunta de un e-mail rarísimo:
vainillachocolate@gmail.com. El e-mail fue creado en un cibercafé en un barrio extraño de Brasil.
¿Rarísimo, no? Bueno. La fotografía mostraba la dirección del Escala, escrito con letras elegantes. La
letra es de mujer, cabe aclarar. La fotografía fue enviada anterior mente a un e-mail, también creado en
el cibercafé de Brasil. El e-mail es confiaenb-o-b@gmail.com. Fue creado cuarenta y dos minutos antes
de que vainillachocolate@gmail.com le enviara la foto. Como consiguieron mi e-mail, ni idea.
Sobretodo porque se trata del e-mail que utilizo sólo para cuestiones de la seguridad en la
empresa de tu padre.

Michael A. Wallace, director de asuntos de seguridad de Grey Enterprises Holdings, Inc.

De: Theodore Grey


Fecha: 1 de junio de 2032 10: 11
Para: Michael Wallace
Asunto: Demasiadas palabras

¿Tiene o no que ver con Amanda?

Theodore Grey, vicepresidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

De: Michael Wallace


Fecha: 1 de junio de 2032 10:17
Para: Theodore Grey
Asunto: Demasiadas palabras

La letra es de Amanda. Dime tú.

Michael A. Wallace, director de asuntos de seguridad de Grey Enterprises Holdings, Inc.

Golpeé el teclado con desesperación. Brasil. Amanda. Su letra. No lograba entender la


relación de una cosa con la otra. Quizá, sólo quizá, la clave estaba en el Escala. Sino, ¿por
qué enviarían su dirección? Sin embargo, ¿Cómo Amanda puso haberlo hecho? ¿Cuándo?
¿Para qué?

Me levanté del asiento y me estiré para tomar el móvil. Marqué un número con rapidez.
— ¿Ted?

—Wallace, voy al Escala.

Wallace bufó.

—Allí no hay nada, Ted. Fui de visita, digamos, pero sólo me encontré con la tal Joanna.

Una loca idea me cruzó por la cabeza.

—Elena —contuve el aliento—. ¿No se trataría de ella?

—Pf, no lo creo. Joanna era una mujer joven, al menos bastante más que Elena.

— ¿Cómo era?

—Te aseguro que no tan alta como Amanda. Veamos…rubia, ojos azules, buenas curvas, piel
clara. Oh, el cabello rizado. Elegante.

— ¿Y qué tal un familiar?

— ¿De Elena? Creo que sólo es Jack.

—Averígualo, mierda.

Wallace soltó un bufido, pero escuché que comenzó a teclear. Pasaron los minutos, pero
nada.

—Oh, lo tengo —dijo—. Elena tenía un hermano, pero falleció hace unos años junto a su
esposa en un accidente. Ellos tenían una hija. Comenzó a estudiar en una universidad en
Inglaterra, pero dejó los estudios a mitad para casarse. Se divorció a los dos años y terminó la
carrera hace un año. Su nombre es Natasha Lincoln. No hay fotografías de ella.

Mierda. Oh, mierda. Natasha Lincoln ¡Claro! Era la rubia que había ido al Grey Enterprises a
pedir trabajo. Debe ser la misma. Oh, maldita sea. La sobrina de esa mujer quiso meterse en
la empresa.

—Oh, Ted. Esto no va a gustarte.

Oh, esto ya no me está gustando.

— ¿Qué sucede? —le pregunté.

—Acabo de encontrar fotografías de Natasha Lincoln. No me vas a creer.

—Habla ya.

—Natasha Lincoln y Joanna Umbridge son la misma persona.


Contuve la respiración.

—A tu padre le va a dar un infarto —gruñó—. A mí me dará otro ¿Cómo no me di cuenta


antes?

—Wallace, espera… —solté una maldición—. Ya lo tengo ¡Con un demonio, ya sé!

— ¿Ya sabes qué?

«—Y aún me debes un postre —hice un mohín—. Uno de chocolate, gracias.

—Quería de vainilla —ella hizo un puchero—. Me encanta la vainilla»

— ¡Vainillachocolate! —solté una risa—. ¡Eso es!

—Oh, maldita sea. Sabía que ibas a enloquecer.

—No, no. Wallace, escucha. Amanda y yo teníamos algo pendiente. Un postre.

—Ya sé de qué postre hablas. Uno que incluye condones. Pero no me interesa eso ahora,
Ted.

—No, Wallace. Ella me había ofrecido un postre. Yo quería de chocolate, pero ella de vainilla
¡Vainilla chocolate!

—Estás tratando de decirme que el e-mail es de Amanda, ¿o qué?

—Si la foto con la dirección fue enviada desde ese e-mail, estoy seguro de que tiene relación.

— ¿Qué hay del otro? ¿Confiaenb-o-b?

—No lo sé.

—Entonces no es nada, Ted. Quizá es mera coincidencia.

Solté una maldición.

—Yo sé que algo tiene que ver. La respuesta está en el Escala.

—Pero yo ya fui…

Colgué. Corrí hacia la habitación. Tomé las llaves del auto, metí el móvil en el bolsillo, mi
cartera y mis viejas llaves del Escala. Un presentimiento me decía que Amanda, el Escala y el
misterioso e-mail tenían relación. Lo único que no me acababa de cuadrar es el otro correo
¿Quién era confiaenb-o-b?

Capítulo setentainueve.
Aviso: cuando los párrafos sean divididos por «••••••», significa que el narrador cambió |Ted-
Amanda|

Me froté los brazos para darme calor. En mi nueva habitación temporal, entiéndase el cuarto
de Christian, no había una sola ventana. No entraba luz, mucho menos una ráfaga de aire,
pero aun así me moría de frío. Podía calcular más o menos la fecha. 19 de junio. William
había venido hace cuatro horas a darme comida, pero la bandeja seguía intacta oculta bajo la
cama. Recuerdo que me había dicho que era medio día, más o menos. No estuvo mucho
tiempo, cinco minutos a lo mucho, para que Jack no se diera cuenta que él se preocupaba por
mí.

Enrosqué mis brazos alrededor de las piernas. Mantuve los ojos abiertos todo el tiempo,
esperando que William entrara. Jack iba a salir con esa mujer, la tal Elena. Según Will, iban a
verse con otra mujer. Cinco minutos eran pocos, así que prometió contarme más en cuanto
Jack se marchara.

Yo simplemente no podía más con esto. No podía comer, ni dormir. No tenía ánimos para
nada. Cada que William venía para hablar, todo lo que quería escuchar es “ya nos vamos de
aquí”. Sin embargo, ese día parecía muy lejano. Contarme los planes de Jack sólo conseguía
provocarme pesadillas. Despertar de la pesadilla, observar este lugar oscuro y caluroso,
darme cuenda de que estaba sola y que no podía salir me estaba haciendo enloquecer poco a
poco. Sobre la tela de la camisa podía sentir mis costillas. Había perdido peso, pero no podía
comer. La comida nunca pasaba de mi garganta. O simplemente la vomitaba.

Necesitaba salir de aquí.

La puerta del cuarto de juegos se abrió. William se pasó una mano por la frente y cerró los
ojos por el cambio de luz.

—Jack y Elena se fueron —cerró la puerta—. Tengo buenas noticas.

Contuve la respiración cuando se sentó en la cama dura. Quizá ya íbamos a salir de este
lugar. Podré ver a Ted otra vez…

—La foto de la dirección del Escala ya llegó al tal Michael Wallace.

— ¿Significa que ya podemos salir de aquí?

Agitó la cabeza.

—Ese no es el plan.

Sentí como los ojos me escocían. Oh, mierda. Me echaría a llorar.

— ¿Así que pretendes que esperemos a que Wallace venga? —sequé con violencia las
lágrimas—. ¡No va a venir!

—Te equivocas. El amigo de tu niño Grey vino ayer, pero lo atendió Natasha.
— ¿Quién demonios es Natasha?

—La sobrina de Elena.

Enarqué una ceja.

—Así que ahora tenemos una prima —William frunció el ceño—. Mierda, no lo sabes.

— ¿Qué Jack y Elena son hermanos? Sí, lo sé. Me desagrada que toda la familia que
tenemos sean unos jodidos delincuentes —suspiró—. En fin. Si el amigo de tu niño Grey es
tan listo como dices, regresará.

— ¿Y si no lo hace? —chillé—. Ya no soporto estar encerrada aquí. El encierro y la oscuridad


me están volviendo loca.

Hizo una mueca de dolor. Will, por favor…

—Nos iremos pronto, te lo prometo —dijo.

— ¿Y si Wallace no viene?

—Tiene que hacerlo. Es la única manera. Es fácil, ya lo repasamos: le implantamos


sospechas de que estás aquí, reúne a un montón de policías, vienen y se llevan a Elena, Jack,
Natasha y su amigo.

— ¿Quién es su amigo?

—Es un chico de nuestra edad, más o menos. Está con ella por idiota, supongo.

Traté de sonreír, pero sólo me salió una mueca.

—Lo extraño —musité.

William sonrió tímido y abrió los brazos hacia mí. Me acurruqué junto a él, deseando estar en
los brazos de mi chico testarudo.

—Ted debe estar pasándola mal, ¿no? —se me formó un nudo en la garganta—. Extraño
tanto su voz, sus caricias, sus estúpidos comentarios que me hacían sonrojar, sus besos, su
manera tan sublime de hacerme el amor y…

—Eh, sí —se removió inquieto—. Ya lo he entendido.

Sonreí un poco. No, Will. No me has entendido.

••••••

El sol de la tarde era precioso. Brillaba intensamente tras unas nubes rosadas de atardecer,
como si un pintor hubiese deslizado suavemente los pinceles sobre el lienzo en blanco para
crear la más hermosa de las obras. El Seattle Tower lucía impotente en lo alto de los cielos,
majestuoso. La vista era preciosa, no había duda. Sobre todo porque no había tráfico y los
autos se movían tranquilamente.

Lo único que podía dañar el día era que un psicópata llamado Jack Hyde secuestrara a mi
mujer, quien por desgracia era su hija, con la ayuda de otro Hyde, que para mayor desgracia
era el hermano de mi mujer. O quizá un padre frenético y totalmente obsesivo por el control
que condujo únicamente para frenar frente a mi auto en diagonal, con mi mejor amigo de
pasajero, para evitar que fuera al Escala.

—Baja del auto —lo oí gritar, pese a que tenía los cristales arriba y la voz de Metric cantando
All yours retumbaba en el interior.

Abrí la puerta soltando una maldición y al parpadear lo tenía frente a m. Sus ojos grises
estaban enloquecidos, llenos de coraje, y por un momento pensé que era capaz de asesinar.
Aquí mismo, ahora, incluso a mí que soy su hijo.

— ¿Pensabas ir al Escala, sin más? —gruñó—. ¿Sin alguien de seguridad que vaya contigo,
ni siquiera Wallace?

—Wallace dijo que en el Escala no había nada —alcé las manos—. Entonces no hay peligros.

—Mis cojones —gruñó—. Sin seguridad, tú no sacas el maldito culo de esa casa ¿Qué parte
no entendiste?

— ¿Qué parte de “ha pasado más de un mes y nada” no entiendes? El Escala es una pista, yo
lo sé. Lo presiento. La única manera de descartarlo es ir personalmente.

Wallace se bajó del auto con los ojos en el móvil. Se acercó a grandes pasos.

—Te tengo noticias, amigo —dijo.

— ¿Ahora qué? —refunfuñé.

—El e-mail de confiaenb-o-b es tu amigo, ese que odia tu madre.

— ¿Bobby? —pregunté confundido—. Pero, ¿qué mierda…?

Oh. Bobby, claro. Bobby seguía en Brasil. El e-mail fue creado en Brasil. Había dicho que
regresaría, que incluso Devor iba a venir, pero ninguno de los dos se apareció. Llegué a
pensar que se había quedado porque su hermana no había querido venir a Estados Unidos,
pero…

— ¿Qué mierda tiene que ver Bobby con Amanda?

«Planeo recuperarla, ¿entiendes? Adoptada o no, Amanda y yo somos primos.»

¿Será posible que Bobby…?

«Yo iré a resolver lo de mi hermana, pero volveré mañana mismo. Tu chica va a aparecer. Ya
verás.»

— ¡Santa Madre! —grité—. Todo este tiempo… ¡Bobby sabía!

Papá y Wallace me miraron como su hubiese enloquecido.

— ¿Me he perdido de algo? —preguntaron al unísono.

«Tengo miedo de que te hagan daño»

—Con un demonio, Vanessa —sonreí al pronunciar su segundo nombre—. Estás más loca
que una cabra.

Papá presionó mis hombros y me golpeó contra el auto, haciendo que lo mirara fijamente.

—Listo, se acabó. Esto se termina ahora. Inicias sesión con un psicólogo.

—No, no. Amanda, ella…

—Si está viva, aparecerá. Pero me preocupa tu estado emocional.

—Vete a la mierda, escúchame —lo aparté—. Amanda está en el Escala. Elena compró el
lugar. Ella, Natasha, su sobrina, Jack, William y Amanda están escondidos ahí, escondidos.
De alguna manera, Amanda logró comunicarse con Bobby y Bobby con Wallace, pero sin que
fuera demasiado obvio. E-mails claves. Amanda quiere que sepamos donde está, sin ser
demasiado obvia. Para que atrapemos a ese nido de cucarachas todos juntos.

Papá y Wallace se miraron fijamente.

—Tiene algo de lógica —dijo papá.

—Excepto el cómo Amanda consiguió enviar los mensajes —se encogió de hombros—.
Puede que nos estemos adelantando.

—Pues yo planeo averiguarlo —aparté a papá para abrir la puerta.

Como era de esperarse, me detuvo.

—No puedes ir al Escala, Ted. Es peligr...

—Voy a recuperar a mi chica. Si mamá estuviese ahí, ¿tú que harías?

Papá permaneció en silencio un rato.

—Ir al Escala y patearle el culo a esos dos Hyde.

—Ahora entiendes.

—Sí, y por eso iré contigo.


••••••

— ¿Quieres salir?

Lo miré fijamente.

—A la cocina —se corrigió.

Agité la cabeza.

—Deberías salir un rato. Cuando Jack regrese…

— ¿Qué hay de diferente estar en la cocina o aquí? —gruñí—. Seguiría encerrada en este
lugar.

—Al menos allá hay luz.

Bufé. Presioné mi frente sobre mis rodillas, cansada. Luchaba con las ganas de vomitar.
Había intentado comer, pero nada. Seguía deseando vomitar todo lo que comiera. Un suave
golpeteo molesto en el vientre me provocó una mueca de dolor. Cólicos, maldita sea. William
se desplomó en la cama irritado. El móvil le sonó. Una melodía que repetía “It’s a cold and
crazy world”. La ironía era un asco.

— ¿Qué quieres? —respondió—. Sabes que papá no está.

Soltó una maldición.

—No hagas ni una mierda…Escóndete, no uses el arma…No, yo veo que hago. No hagas
nada que te ordene…Si…

Colgó.

— ¿Qué pasó? —pregunté.

William agitó la cabeza y se pasó ambas manos por la cara.

— ¿Qué está pasando? —insistí.

William me miró fijamente.

—Nos vamos de aquí.

Si corazón latió con fuerza.

— ¿Qué? —pregunté alucinada.

—Tu niño Grey está en el estacionamiento con su padre y otro sujeto, creo que el tal Wallace
—soltó una maldición—. No estaba en el plan que el niño Grey viniera, menos el padre.
Ted, jodido loco. Oh, mi Ted…

••••••

El estacionamiento subterráneo del Escala ya no parecía tan seguro como antes, ni siquiera
un poco. No podía librarme de la sensación de que me estuviesen vigilando, ni siquiera por
encontrarme todavía dentro del auto. Papá debe haberlo percibido también porque todo su
cuerpo se puso tenso. Wallace parecía tranquilo desde el asiento de atrás. Supongo que ya
sabe manejar las tensiones.

—Ahora, caballeros —dijo él—. ¿Cómo carajo piensan entrar?

Papá y yo hicimos una mueca.

—Pues —suspiré—. No lo sé.

—Excelente plan.

Sonreí a respuesta de su sarcasmo.

—No hay guardias, ni policías, ni nadie de vigilancia —puntualizó papá.

— ¿Y eso qué? —pregunté.

Me lanzó una mirada fría.

—Este lugar siempre ha estado bajo vigilancia.

—Será porque la vigilancia era de tu equipo de seguridad.

—El lugar tenía seguridad, sea que la haya puesto yo o no.

—Así que, ¿simplemente todos renunciaron cuando este pent-house dejó de pertenecerte?

—Voy a patearte el culo si continúas en esa actitud, Theodore Raymond Grey.

Alcé las manos en señal de paz.

—Ya dejen de pelear, mierda —gruñó Wallace—. Las puertas del ascensor se están abriendo
¡Agáchense!

Los tres nos ocultamos como pudimos, dentro de la incomodidad del Saab. A lo lejos observé
dos bolas de fuego moviéndose lentamente, con cautela.

—Mierda, William.

El corazón se me encogió en el puño. Aquello que William llevaba del brazo, sosteniéndolo
para que no se cayera, era una persona. Amanda…Una Amanda reducida, más pequeña,
bastante más delgada y bastante más pálidas. La boca se me secó. Oh, mi amor…

—Mierda, ¡agáchate! —gritó Wallace.

No supe a que se refería, hasta que vi una bala romper el cristal. William había disparado.
Amanda estaba en el suelo con los ojos cerrados, como si le doliera respirar. El cabello rojo
estaba de vuelta. Bajé del auto rápidamente y me acerqué corriendo. William me apuntó con el
arma, pero por alguna razón la bajó y suspiró aliviado. Se acercó a Amanda y la ayudó a
levantarse.

—Arriba, saltamontes —le dijo—. Tenemos que irnos.

Amanda hizo ademán de levantarse, pero volvió a desplomarse en el suelo.

—No puedo —susurró cansada.

William soltó una maldición.

—Cuando salgamos de aquí voy a atarte a una jodida silla y te llenaré la boca de comida.

Ella soltó una maldición y abrió los ojos. Sus ojos azules se encontraron con los míos. Se
abrieron de golpe, luchando con la sorpresa y la emoción que saltaba en su cuerpo.

—T-Ted —musitó débil.

Solté el aire de golpe y me dejé caer al suelo junto a ella. La envolví en mis brazos con fuerza,
cubriéndola completamente con mi cuerpo. Una sensación de calor me inundó, calor y
felicidad fundidos de una manera tranquilizadora. Sus ojos se humedecieron, los míos igual y
nuestros labios absorbieron la humedad en un beso desesperado, caliente y lleno de
desesperación.

Después de tantos días, por fin mi cuerpo sintió de nuevo calor.

—Oh, maldita sea —jadeé.

La apreté de la cintura, acerándola más, y tomé posesión total de su boca. Ella gimió contra
mis labios, recibiéndome a gusto.

—Eres tú —sonreí—. Estás aquí. Estás bien.

—Dentro de lo que cabe —murmuró William.

Le lancé una mirada fría, casi cruel.

—Maldito hijo de pu…

—No, Ted. No —Amanda jadeó—. William ha estado cuidándome.

—Sí, como no —murmuró entre dientes—. Sólo date una miradita.


— ¿De qué cojones están hablando? —gruñí.

—No ha comido —le lanzó una mirada seca a su hermana—. Le doy la jodida comida y no la
come. Si lo hace, la vomita.

— ¡Amanda! —la reñí.

—No es que yo quisiera, no podía… —hizo una mueca de dolor—. Oh, cielos.

— ¿Qué tienes? —pregunté alarmado.

Contuvo un gemido de dolor.

— ¡No hice toda esta mierda para que vinieras directamente al Escala, Ted!

—Yo vine por mi mujer. No es difícil de entender. Yo no pedí ser adicto a ti.

—Tu jodido trasero está en riesgo.

—Entonces mueve el tuyo, que está muy bonito por cierto, y salgamos de aquí —nuestros
labios se chocaron suavemente—. Como extrañé a esa deliciosa boca tuya.

Me golpeó en el brazo. Ni siquiera podía golpear con fuerza. Era casi como un golpecito de
aire.

—Dejen el jodido romanticismo para más tarde y levanten el trasero.

Amanda hizo una mueca e intentó ponerse en pie. Me levanté y la sostuve de la cintura,
deslizando su brazo por mis hombros.

—Jack puede venir en cualquier momento —la miró fijamente—. Ten cuidado.

Amanda frunció el ceño.

— ¿Qué no vienes con nosotros?

Agitó la cabeza. Amanda parecía alarmada.

—N-no me voy si no vienes conmigo.

—Déjate de tonterías —le sonrió tímido—. Voy con mamá. Estaremos seguros.

William se acercó con cuidado y le acarició el cabello. Hizo una mueca de dolor.
—Jack va a pagar por esto, te lo juro —le dio un beso en la frente—. Come, ponte bien.
Hazme sentir que esto valió la pena.

Le sonrió asustado, como si alejarse de ella fuese tormentoso.

—Te voy a extrañar, Am. Confío en que pronto podremos vernos sin armas de por medio.

William se giró y comenzó a correr fuera del estacionamiento subterráneo del Escala. Amanda
gimoteó contra mi pecho. Deslicé mis brazos por su cuerpo para cargarla. Apenas pesaba.
Estaba demasiado delgada. Caminé con ella en brazos, con los brazos colgados del mi cuello,
hasta el auto. Papá estaba en el lado del conductor y Wallace en el pasajero. Introduje a
Amanda en el auto y observé el lugar. Junto al auto había un hombre muerto, con los ojos
abiertos y un disparo en la cabeza. William le había disparado a él, quizá porque se acercaba
silenciosamente al auto. Lo reconocí. Era uno de los tipos de seguridad que nunca reconocí
aquella vez que fuimos por nuestras cosas al Escala, luego del ataque de William.

Hubiese querido golpearlo, aunque estuviese muerto, pero el grito de dolor de Amanda me
alteró por completo. Me deslicé en el interior del auto y tomé su mano. Un líquido viscoso se
introdujo entre mis dedos. Sangre. Oh, no. No. Amanda estaba sangrando.

Capítulo ochenta.

El Harborview Medical Center era el hospital más cercano. Estaba lleno de gente, como si
todos se hubiesen puesto de acuerdo ese día para no facilitarnos las cosas. Sostuve a
Amanda contra mi cuerpo para mantenerla en pie. Ella soltó un grito de dolor y se retorció.

—Aguanta, nena —musité—. Tú puedes, chica loca.

Deslizó su mano temblorosa hasta alcanzar la mía.

—Tengo miedo —susurra.

—Ya, no lo tengas. Todo va a estar bien.

Contuvo un gemido de dolor. Apretó mi mano y noté que temblaba. Papá sólo tuvo que gritar
una sola vez para que recostaran a Amanda en una camilla. Cerró los ojos, luchando con el
dolor y el deseo de gritarlo. Aferraba mi mano con fuerza, incluso cuando poco a poco nos
acercábamos a las puertas de “sólo personal autorizado”.

—No puede pasar, señor Grey —me dijo una enfermera.

Me detuve en seco.

—Por favor, yo… —gimoteó—. Acabo de recuperarla. ¿No podría…? Ni siquiera voy a…

—Vamos a revisarla, señor. No se permiten familiares.

Papá presionó su mano en mi hombro, haciéndome retroceder.


—Va a estar bien, Ted —dice—. Hay que esperar.

Reí sin ánimos.

—Para ti es fácil decirlo —gruñí.

Aparté su mano de golpe y caminé hacia la sala de espera. Me desplomé en la primera silla
vacía que hallé, presionando mi cabeza con ambas manos. Las imágenes de las últimas
cosas que habían sucedido regresaban a mi mente con rapidez, golpeándose entre sí para
sobresalir. La espera iba a ser insoportable, sean ya cinco o diez o quince o incluso una hora,
las dudas iban a sacudirme sin contemplación para torturarme, las miles de preguntas que
quería hacerle (¿Cómo estás? ¿Qué te han hecho? ¿Cómo hemos podido aguantar tanto
separados?) vagaban en mi cabeza sin saber cómo organizarlas. Cerré los ojos con fuerza,
refugiándome en los recuerdos. Los buenos, esos que tanto extrañaba contarle. Aquellos que
eran capaces de sacarnos a ambos una sonrisa.

«¿Tienes una idea de lo feliz que estoy de tenerte?»

Tú no tienes idea de lo feliz que me hace tenerte de nuevo.

«— ¿Qué te hace sentir eso?

Sonreí.

—Excitado, muy excitado.»

Sonreí involuntariamente.

«Dime que me amas, Ted. Necesito escucharlo para sentirme mejor conmigo misma.»

¿Por qué esa frase seguía torturándome, como si me causara un dolor que no pudiese
describir?

«Sé que hay una parte de ti que está muy asustado, pero no lo quieres admitir.»

Suprimí un gemido de dolor. Esto que había pasado había sido culpa mía. Si tan solo no
hubiese sido tan irresponsable, testarudo, impulsivo y cobarde no hubiésemos tenido que
pasar por todo esto.

El secuestro.

La espera.

El tiempo doloroso.

Amanda aquí, en ese estado.

—Ted.
Froté mis ojos con ambas manos y levanté la cabeza. Papá extendía hacia mí un vaso de
cartón. El olor del café me relajó un poco.

— ¿Café con crema? —pregunté suave.

Sonrió tímido.

—Sé cómo te gusta el café —dice.

Sonrío agradecido y tomo el café. Inhalé fuerte la deliciosa mezcla del café con crema recién
preparado. Le di un sorbo lentamente. Mierda, estaba caliente. Aunque el sabor me era
familiar…

—Supuse que te haría bien echarle algo al estómago, aunque fuera café.

Asiento dos veces.

— ¿No han dicho nada? —pregunto.

—Aún no —le da un trago a su café—. He llamado a mi madre. Llegó hace unos minutos. Dijo
que te saludaba más tarde.

Suspiré.

—También le avisé a Ana. Viene para acá con Phoebe, Taylor, y dos hombres de seguridad
—hizo una mueca—. Taylor está enfadado. Quizá no lo diga, pero está rechinando del coraje.

Enarqué una ceja. Papá agitó los hombros.

—Fuimos al Escala sin seguridad —dio un trago a su café—. Viéndolo desde un plano neutral,
le doy la razón.

Observé el cálido color del café. Tiene el dibujo de una hoja impreso en la espuma de leche.
Oh, conozco este dibujo.

—Compraste los cafés en Portland Coffee House —dije.

Sonrió burlón.

—Los mejores haciendo café —inclinó un poco la cabeza—. Después de Ana, claro.

Le devolví la sonrisa a medias. Dio algunos pasos y se acomodó en el asiento contiguo al mío.
Daba sorbos a su café, distraído. En sala de espera resonaba una melodía suave, cantando
“todo estará bien” al final de casi todos los versos. Las ironías hoy trabajan horas extras.

—Escucha, Ted —dijo—. Sé lo duro que es quedarse aquí sentado, esperando por noticias.
Sucede que es el protocolo del hospital. Entiendo tu angustia. Estuve en tu situación hace
muchos años, cuando Jack golpeó a Ana y…Bueno, ya sabes.
Me estremecí.

—Pero mamá estaba embarazada. Amanda…Amanda estaba sangrando sin ninguna razón.

Lo escuché inhalar fuerte.

—Podrías considerar que Amanda, ya sabes, esté embarazada.

Giré de golpe hacia él. El vaso de cartón me tembló en la mano. El líquido oscuro y caliente
caía en gotas al suelo.

— ¿Embarazada? —pregunté.

Ya, ni siquiera reconocía mi voz.

—Que no te sorprenda, Ted. No son las personas más sexualmente inactivas que conozco.

— ¿Embarazada? —volví a preguntar, más para mí mismo que para él.

Papá puso los ojos en blanco.

—Veamos —le dio un sorbo a su café—. ¿Alguna vez recordaron tomar pastillas, usar
condones?

Me encogí de hombros.

—No.

— ¿Una sola vez?

—Um, ¿no?

— ¿Siquiera los que les dejé una vez en la cama cuando les compré la casa?

—No, Grey. Nosotros…bueno…queríamos un hijo —agité los hombros—. No deseaba que


fuera de esta manera tan…tan…

— ¿Abrupta?

—Abrupto, sí —suspiré—. ¿Crees que ella…?

Hizo una mueca.

—Pienso que sí, aunque a decir verdad no me sorprendería —se quedó pensativo unos
segundos, dándole sorbos a su café—. Sería mi primer nieto, o nieta. Si me hubiese enterado
ayer, hubiese sido un buen regalo.

Solté una maldición en silencio.


—Mierda, papá —gruñí—. Ayer era tu cumpleaños. Lo olvidé por completo. Lo siento, lo
siento.

Sonrió cariñoso.

—Estabas pasando por un mal momento. Ni siquiera pudiste disfrutar de tu cumpleaños.

—No, pero…

—Teddy.

Alcé la vista al escuchar la voz de mi abuela. Me puse de pie y en menos de dos segundos
estaba frente a ella.

— ¿Cómo está? ¿Está bien? ¿Puedo verla?

Sonrió cariñosa.

—La chica está bien, cariño. Está débil, pero consiente, lo cual es excelente. Le hemos
aplicado un medicamento para controlarle el dolor. Es muy ligero. No debemos de abusar en
estos casos.

— ¿Casos? —tragué saliva—. ¿Amanda…?

La abuela sonrió ampliamente.

—Está embarazada —asintió—. Tiene poco más de cinco semanas.

Contuve el aliento. Un hijo. Oh, Dios mío. Cuando menos lo esperaba…

— ¿P-pero…? —solté una risa nerviosa—. ¿Ella…el bebé…están…?

—Están bien, dentro de lo que cabe. Su cuello uterino está un poco débil y su alimentación no
ha sido buena, circunstancia que pone en peligro tanto la vida de la madre como la de la
criatura.

Jadeé.

— ¿Quieres decir que…que Amanda puede abortar?

—Puede —asintió—, pero si no tomamos las debidas precauciones.

—Entendido —contuve el aliento—. ¿Cuáles?

—Debes hacer que coma. Empieza con sopas, porque pasó varios días sin comer. El
estómago debe acostumbrarse de nuevo a la comida.

Asentí.
—Si cuando esté en su segundo trimestre el ultrasonido muestra que el cuello del útero se
está abriendo o acortando, podría recomendarles el cerclaje uterino. Eso consiste en cerrar el
cuello del útero con puntos para tratar de impedir el aborto o un parto prematuro.

—Por Dios —deslicé las manos por mi rostro—. ¿Esas son todas las indicaciones?

—No, Teddy. Es recomendable mucho reposo, sobre todo reposo absoluto. Que no haga
mucho esfuerzo, que no se altere. Y muy importante, Ted…

Ah, mierda. Ya sé que va a decir…

—Nada de relaciones sexuales —sonrió cariñosa—. Al menos, por un tiempo.

—Como si un mes no fuera suficiente —mascullo.

Siento un golpe en el brazo, volteo y veo a papá luchando con la risa. Hago una mueca de
dolor.

—Sólo será hasta que todo se normalice, cariño ¿No quieres un niño sano?

Sonreí ampliamente.

—Desde luego, abuela.

Acarició cariñosa mi mejilla.

—Entonces ve y mímala, pequeño. Una mujer embarazada siempre debe ser mimada por su
pareja. Mujer feliz, embarazo feliz —miró divertida a papá—. ¿Verdad, Christian?

Papá rio.

—Perfecto —puse los ojos en blanco— ¿Puedo verla ya?

La abuela asintió.

—Ya está enterada del embarazo —sonrió—. Era decirle para tranquilizarla o atarla a la cama
para que no se moviese demasiado.

—Seguro le hubiese gustado que la aten —musité.

Papá volvió a golpearme en el brazo. Bueno, tranquilo Grey.

— ¿En qué habitación?

—Acaban de pasarla a la 3O2, edificio sur.

Asentí y caminé a prisa hacia el edificio. LA gente me miraba fijamente, alguna que otra
persona fingía ignorarme, pero luego notaba que su vista estaba directamente hacia mí. Me
pregunté vagamente por qué. Luego vi mis manos y lo comprendí. La sangre seca. Suspiré de
frustración y me dirigí hacia los baños.

Giré a la derecha y observé de frente los baños. Adentro no había nadie, salvo yo desde
luego. Inhalé el aire de golpe y lo solté. Cada músculo de mi cuerpo parecía trabajar el doble
este día. Abrí el grifo y coloqué mis manos bajo la deliciosa agua caliente. Cerré los ojos. No
tenía deseos de ver su sangre correr, unida con el agua como si no fuese nada.

—Mierda, que sencillo.

Me giré de golpe al reconocer la voz.

—William —siseé su nombre.

Revisó que la puerta estuviese bien cerrada. Vi de reojo que llevaba un arma en su pantalón.
Maldita sea.

—Cálmate, niño Grey —sonrió burlón—. No voy a dispararte.

Puse los ojos en blanco.

— ¿Qué mierda quieres? —me giré para cerrar el grifo—. No tengo tu tiempo.

—Nos enteramos que Amanda está hospitalizada —se acercó un poco—. ¿Qué tiene?

—Nada que te importe.

Soltó una maldición.

—Es mi hermana.

—Lo era —me giré hacia él—. Lo que tú hiciste…

Alzó ambas manos.

—Yo sé lo que hice, pero…pero es mi hermana. Punto. Además…mamá está rechinando los
dientes de la preocupación.

—Aja.

—No vine para que puedas descargarte conmigo —gruñó—. Mamá quiere ver a Amanda, o al
menos saber cómo está.

LO medité por un buen rato mientras volvía a lavarme las manos, cerraba el grifo, me las
secaba, deslizaba los dedos por mi barbilla, hacía respiraciones profundas y me quedaba
mirando al suelo. Me pregunté si me estaba tardando demasiado en contestarle.

—Amanda está embarazada —musité.


William abrió los ojos como platos.

— ¿De verdad?

—No, estoy jugando —musito.

Entrecerró los ojos.

— ¿Tú?

—Creo que fue mi mejor amigo —solté una maldición—. ¿Quién mierda crees que la
embarazó?

Puso los ojos en blanco.

—No me refería a eso. Es raro verte hacer bromas.

Lo fulminé con la mirada.

—Como sea —dijo—. Entonces, ¿está bien?

—Más o menos. Lo estará.

—Bien. Seguiré al pendiente.

—Acércate a ella un jodido centímetro…

Sonrió burlón.

—Me mantendré informado sin acercarme, tranquilo.

William se giró, abrió la puerta del baño y se marchó. Solté una maldición y me apresuré a
llegar al edificio sur.

«—Está embarazada —asintió—. Tiene poco más de cinco semanas.»

Me detuve en seco en pleno pasillo. Oh. Madre. Mía. ¡Un hijo! ¿Cómo es que lo he tomado tan
normal y tranquilamente? ¡Un hijo! Amanda. Yo. Un pequeño y diminuto invasor ¡Un hijo!

«Despierta, Ted. Vas a tener un hijo. Vas a ser padre»

—Dios mío —musité.

Solté una carcajada que incluso a mí me sobresaltó. Haberlo querido, haberlo deseado, no era
nada como saberlo aquí.

—Un hijo —chasqueé la lengua—. ¡Por mi jodida suerte!

Tanteé en mis bolsillos y localicé mi móvil. Marqué un número en las teclas rápidas ¿Cómo iba
a llegar a la habitación de mi mujer con las manos vacías, sobre todo cuando ella me
esperaba con algo maravilloso en su vientre? No podía llegar sin nada. Ella se merecía algo
especial.

E iba a tenerlo.

Capítulo ochentaiuno.

Al llegar a la habitación de Amanda, me encontré a Taylor entre medio de dos sujetos con
traje. Los de seguridad, seguramente. Los de seguridad, seguramente. Taylor tenía las manos
cruzadas por delante, la barbilla alzada y lucía increíblemente serio. Mejor dicho: enojado.
Revisé que aún tuviera los papeles en el folder. Perfecto.

—Hola, Taylor —lo saludé.

Asintió una vez.

—Buenas noches, señor —musita cauteloso.

— ¿Papá te puso a vigilar la habitación?

Agitó la cabeza.

—Se lo he pedido yo.

Le sonreí burlón.

—Me parece que estás molesto.

Tensó la mandíbula.

—No, señor Grey.

—Lo estás —hice una mueca—. Trabajar para los Grey es complicado, sobre todo si somos
tan impulsivos.

Taylor no sonrió, pese a esperar calmar las aguas.

—No se preocupe por eso, señor —dijo—. Me he acostumbrado al trabajo duro.

Vi que la comisura de sus labios se alzó un poco. Quizá papá y yo estábamos perdonados.
Taylor se hizo a un lado para permitirme pasar.

—Su hermana está dentro —anunció.

Hice una mueca. Phoebe…Siempre sabes cómo arruinarme el momento.

—Qué remedio —dije suspirando.


El no-me-se-su-nombre de la derecha abrió la puerta para dejarme pasar. Me sorprendió que,
a medida que iba entrando, la habitación resultara tan enorme. Quiero decir: es un hospital, no
un hotel. Lo más parecido a un hospital eran las paredes blancas y las pequeñas ventanillas.
La cama era una deliciosa cama ComforPedic, supongo para que hiciera la misma función de
arriba-abajo que una normal de hospital, cubierta por un edredón azul grisáceo. Los aparatos
médicos a ambos lados de la cama junto a unas coquetas de madera gris. Observé las
cortinas en las ventanas: blancas, como la pared, con un precioso dibujo tejido de un delfín.

—…pero yo le avisé que estabas bien —Phoebe gimoteó—. Ted no ha sabido darle noticias a
tu familia ¡Estaba como enloquecido! Era raro verlo como si…

—Eh —dije—. Deja de hablar a mis espaldas.

Me sacó la lengua. Phoebe podía ser muy niña cuando quería.

—Sólo estaba entreteniéndola —la señaló con ambas manos—. He tenido que hacer milagros
para que se quede recostada ¡Simplemente no quiere hacerme caso!

Hice una mueca. Amanda clavó sus ojos azules en los míos, brillando de amor y emoción.
Sonreí como un crío y acorté a grandes pasos la distancia que nos separaba. Extendió sus
pequeños brazos hacia mí para que la abrazara. Deslicé mis manos cuidadosamente por su
cintura y nuestras bocas se acercaron lentamente, saboreándose con caca pequeño y tierno
rose. Cada uno de mis músculos se relajaron al instante.

—Te extrañé —ronroneé.

Amanda cerró los ojos con fuerza y chilló como si estuviese herida.

—Yo también —abrió los ojos de golpe. Brillaban por las lágrimas—. Ye extrañé tanto, Ted.

Deslicé mis dedos por su rostro mientras la besaba. Su cuerpo se relajó al contacto. Sus
manos se movieron lenta y tranquilamente por mi pecho, los costados (obligándome a soltar
una risa por las cosquillas), hasta abrazarme por la cintura, aferrándome a ella.

—Ya, creo que estoy sobrando —oí a Phoebe murmurar.

Nos separamos sonriendo. Amanda dejó caer la cabeza hacia atrás, luchando por no cerrar
los ojos. Debe estar cansadísima…

—No te vayas, Phoebe —le dice—. Me ha hecho bien tu compañía.

—Mi hermano ya está aquí —sonrió tierna, demasiado—. Tienen un mundo entero por hablar.

Amanda se sonrojó. Quizá ella piense que no estoy enterado sobre el embarazo…

—Quédate —le dije—. Al menos mientras envían a alguien por ti.

—No es necesario. Papá está con mamá y la abuela en su oficina —jugueteó con su cabello—
. Además tengo un millón de cosas pendientes.

—Ya, Phoebe. Eso puede esperar.

—Ni papá ni tú se están haciendo cargo hoy de la empresa. Alguien tiene que firmar el
papeleo.

— ¿Qué papeleo?

Puso los ojos en blanco.

—Tienes que ponerte al día, Theodore —se acercó a nosotros para despedirse—. Vendré
mañana, ¿sí?

—Estaremos aquí —bromeé.

Amanda gimoteó.

—No quiero pasar la noche aquí —hizo un puchero—. No me gustan los hospitales: son
blancos, fríos e incómodos.

Reí suave.

—Estarán bien aquí —acaricié su labio con mi pulgar—. Seguros.

Abrió los ojos como platos, y sonreí. Oh, sí.

—Como sea —intervino Phoebe—. Hablé con Ava. Creo que mañana también viene el resto
de la familia.

—Genial —mascullo.

Phoebe se despidió, besando nuestras mejillas, y luego se marchó. Deslizo suavemente mi


mano hasta alcanzar la suya, que descansa cómodamente sobre el abdomen. El corazón se
me desboca al tocar sin querer su vientre. Uau…

— ¿Ya lo sabes? —pregunta con voz queda.

Sonrío involuntariamente, mirando directamente su vientre ¿Cómo podía una mujer cargar
algo tan hermoso y tan sublime?

—Lo sabes —dijo.

No era una pregunta. La miro fijamente, con los ojos preñados de una emoción, una felicidad y
un amor que no podía describir.

—Lo sé —musito.

Amanda suspira.
— ¿No estás enojado, irritado, quizá incómodo?

Levanto pronunciadamente la ceja.

—No, nena —dije—. ¿Tú lo estás?

Sus ojos brillan peligrosos, quizá hostiles, pero se relajan en cuanto acaricio su mano.

—No —admite—. Nerviosa, sí. Asustada, quizá. Pero definitivamente enojada no, mucho
menos irritada.

Permanecimos en silencio un rato. Con su mano libre observo que comienza a juguetear con
su cabello. Se echa a un lado, como haciéndome espacio.

—Acuéstate conmigo —me dice—. Esta cama es tamaño gigante. Me siento perdida en ella.

Sonreí burlón.

—La cama es para los enfermos.

Me fulminó con la mirada.

—Voy a levantarme de esta cama y te…

—No, no —gruñí. Me deslizo con cuidado en la cama y me acomodo junto a ella—. No puedes
andar levantándote y moviéndote de aquí para allá.

Soltó una risilla. Sonreí sin darme cuenta. Oh, pero que sonido más hermoso.

—Puedo levantarme e ir de aquí para allá, pero sin abusar —se desliza en la cama con
cuidado, pasa el brazo por mi pecho y se acurruca suavemente junto a mí—. Mm…

Me estremecí. Oh, sí. Ese calor…Su piel junto a la mía, incluso cuando la una gruesa barrera
llamada ropa nos separaba, ardía dulcemente. No era deseo, no era pasión…era necesidad.
Nuestros cuerpos se necesitaban, de la manera que sea.

—Te eché tanto de menos… —musita con voz ahogada.

Luché contra las ganas de mandar todo a la mierda y apretarla entre mis brazos. Pero el
bebé…

—Frustrante —suspiré—. Desgastante.

— ¿Qué?

Besé su pelo.

—Deseo tanto hacerte el amor, desahogarme en ti, hundirme en ti hasta que amanezca —
Amanda jadea—, pero no es posible.

Amanda se removió un poco en la cama.

—Quería que, cuando volviéramos a vernos, todo fuese como antes —suspiró—. Ni en mis
más locos sueños me hubiese imaginado que estaba embarazada —rio risueña—. La
sensación es tan…es…no sé cómo explicarlo. Tan…

—Sublime —sonrío—. Delirante. Excelso.

Amanda suelta una risita.

—Sí, podría decirse —se acurrucó un poco más junto a mí—. Pensé que la noticia no había
sido agradable para ti.

Frunzo el ceño.

— ¿Por qué no? —le pregunto ofendido.

¿Qué no había sido agradable? ¡Que le den! Bueno, eh, mejor no.

—Tardaste mucho en venir a verme —jadeó—. Temí…temí que quisieras marcharte, que
cambiaras de opinión respecto a tener hijos conmigo y…

—Para —gruñí—. Odio que hagas eso.

— ¿Hacer qué?

—Que pienses tonterías —deslicé mis dedos por la piel de su brazo, arriba y abajo—. Te amo,
estoy como un imbécil enamorado de ti y tendremos un hijo que, por cierto, ya está haciendo
actos de presencia.

Soltó una risita.

—Dios mío, vaya que me asusté —musitó ausente—. El sangrado fue tan repentino…

Me estremecí.

—No me lo recuerdes, cariño. Tremendo susto.

—Es raro pensar que dentro de mí… —suspiró feliz—. Que dentro de mí haya algo pequeñito
creciendo. Oh, ¿y si es niña?

Mierda.

—Entonces tendríamos problemas —hice una mueca—. Yo no… —suspiré—. Suficiente es


saber que quieran devorarse a mi mujer ¿También a mi hija? Qué bonito.

Amanda rio.
—Puede ser niño —se burló—. Un hipersexual como su padre.

—O como la madre —sonreí—. Mm…Como amo esa hipersexualidad tuya.

Me golpeó suavecito en el pecho.

—No es gracioso.

—No, en realidad es excitante. Tienes el don de la palabra, bendita seas. Una sola y ninguno
de los dos abandonaríamos la cama.

—Pero no vas a tocarme…

Los músculos del cuerpo se me tensaron.

—No, nena. Es peligroso.

—Tu abuela me dijo. Es sólo que…

Le besé el pelo.

—Lo sé, mi amor. Tenemos que hacer algunos sacrificios, pero la recompensa será
maravillosa.

Noté que sonreía.

—No me importa lo que sea, niño o niña, me encantaría que sacara tu sonrisa. Es la más
hermosa que he visto en mi vida, Ted. Todo tú.

Acaricié suavemente su cabello.

—Duerme, preciosa. Prometo mañana llevarte a casa.

—A casa —suspiró—. Eso me hace feliz. Muy feliz.

—A mí también, cielo. Pase lo que pase, nada podrá arrancarte de mi lado. Me aseguraré de
ello.

Balbuceó algo antes de quedarse repentinamente dormida. Sonreí como un crío mientras
cerraba los ojos. Por fin iba a poder dormir tranquilo, feliz. Mi mundo entero se encontraba
ahora entre mis brazos.

Capítulo ochentaidós.

Me desperté muerto de frío y noté que estaba desarropado. Había dormido como nunca y todo
mi cuerpo estaba relajado. Me estiré sobre la fría cama mientras bostezaba, presionando el
espacio contiguo con el brazo, pero éste no alcanzó a tocar nada más que las sábanas. Junto
a mí no había nadie.

— ¿Amanda? —la llamé.

No obtuve respuesta. Di un salto fuera de la cama y rebusqué con cuidado. Nada. Amanda no
estaba. Oh, no…

— ¿Por qué trajiste todo rosa? No soy muy apasionada con el rosa, Phoebe.

Suspiré aliviado. Las asesinaré.

—Phoebe. Amanda —grité—. Vengan acá.

Por un momento no escuché nada, luego unas risillas.

—Te lo dije —canturreó Amanda.

La puerta del baño se abrió y las dos salieron riendo. Amanda llevaba un vestido rosa y unos
tacones bajos, del mismo color. El cabello rojo estaba atado en una coleta por un lazo rosado
de puntos. Demasiado rosa…

— ¿Qué diablos? —hice una mueca—. Phoebe, eso es un crimen.

— ¿Qué? —refunfuñó—. Le traje de su ropa, pero le queda enorme. Tuve que traerle esto: es
un vestido que no usaba porque me quedaba pequeño. En todos los sentidos.

Hice una mueca de dolor. Amanda estaba tan delgada…

— ¿Desayunaste? —le pregunté suavemente.

Sonrió tímida.

— ¿No has visto la hora, Ted? —se acercó suavecito, colgando los brazos en mi cuello—. Ya
casi son las tres de la tarde.

— ¿Enserio? —enarqué la ceja—. ¿Tanto he dormido?

—Babeas cuando duermes, hermano —bromeó Phoebe.

—Cierra la boca —Amanda me golpeó en el pecho—. Quieta.

—Quieto tú.

—No, quieta tú.

Sonreímos al unísono y deslicé mis labios hacia los de ella. Mm…menta.

— ¿Qué desayunaste? —le pregunté—. No desayunaste sólidos, ¿verdad? Debes comenzar


con…
—Sopas, caldos —me sacó la lengua—. Lo sé, Theodore.

— ¿Comida del hospital?

Hizo una mueca de asco. Phoebe soltó una carcajada.

—Es que…Amanda… —se tapó la boca para intentar parar de reír—. Fue chistoso.

Enarqué una ceja y Amanda suspiró.

—Phoebe me pidió una avena, pero en vez de canela le echaron clavo —hizo otra mueca de
asco—. Sé que el color es parecido, pero nada que ver con el sabor.

Phoebe se presionó el estómago y se irguió.

—Tuvo que lavarse la boca tres veces —se carcajeó con fuerza—. Se puso…oh…toda roja.
Salió corriendo a…

—Espera —fulminé a Amanda con la mirada—. ¿Correr?

Amanda se sonroja.

—Espero que eso de “Salió corriendo” no tenga que ver contigo. Tú no puedes estar
corriendo. Sandford…

Chasqueó la lengua.

—Sólo corrí al baño. De verdad… —se mordió el labio—. No te enojes.

Hice una mueca.

—Explícame porqué estás levantada y vestida.

—Ya me dieron el alta —sonrió tímida—. No quise despertarte.

—Debiste despertarme.

—Parecías cansado. Quería que durmieras un poco más.

—No vuelvas a dejarme dormir tanto. Luego en la noche no podré cerrar los ojos.

Phoebe soltó una carcajada. Aún estaba riéndose por lo de la avena…Ya, seguía sin
encontrarle lo gracioso.

—Yo, eh… —se aclaró la garganta—. Me iré…

La puerta del cuarto se abrió de golpe.


— ¡Ted!

Amanda se apartó cuando Ava se lanzó sobre mí para abrazarme.

— ¿Estás bien? —tanteó mi pecho, mis brazos y mi espalda—. ¿Ese loco no te hizo daño,
verdad?

—No, Ava.

— ¡Teddy!

Adriadna apartó a Ava para abrazarme.

—Me alegra tanto que estés bien.

Le di un beso en el pelo.

—Qué comité de bienvenida tan emotivo.

Cuando las palabras se desvanecieron en el aire, la puerta volvió a abrirse. Mamá, papá, tío
Elliot, Kate, Parker, tía Mía y Ethan entraban felizmente. Todos menos Parker, el hijo de Kate.
Mi primo estaba echando chispas. Atraje a Amanda hacia mí.

—Ya nos enteramos, Ted —gruñó él.

Amanda se tensó. Tragué saliva.

— ¿Sobre qué?

—Tu novia es hija del sujeto que secuestró a mi tía. A nuestra tía —miró a Amanda con los
ojos oscuros, furioso—. No me parece que debamos incluirla como parte de la familia.

—Elliot, controla a tu hijo —gruñó papá.

—Deberían encerrar a la hija de ese miserable —siseó Parker.

—Parker, por favor —siseó tía Mía.

—No, Parker tiene razón —protestó Ava—. No sólo secuestró a Mía, también a Ana.

Casi olvidaba que Ava y Parker nunca llamaban a sus tíos “tíos”, sino por su nombre.

—Te quedarás callado, ¿o qué? —Ava tomó a Amanda por la muñeca, alejándola de mí—.
Esta chica no te conviene.

— ¡Ava! —gritó Kate.

Respiré profundo y aparté a Ava de Amanda. La acerqué a mí y la oculté tras mi espalda.


—Ted, dame un segundo —susurró Amanda.

Agité la cabeza.

—No voy a permitir que hagas esto, Ava —gruñí—. Ella es mi pareja.

Parker se paró junto a su hermana.

— ¿No te importa que Mía fue secuestrada por el padre de esa “mujer”? ¿Qué golpeara a tu
madre? ¿Qué intentara matar a tu padre?

—Jack es Jack, Amanda es Amanda —gruñí—. No es lo mismo.

— ¡Ese imbécil estuvo a punto de matarte! ¡Y el hermano de ella también!

— ¡Ya basta, cállense! —gritó Adriadna.

Todo mundo hizo silencio. Dio dos pasos hacia adelante.

—Se están comportando como un par de niños —señaló a mamá y a tía Mía—. A quienes les
debe afectar toda esta mierda del romance de Ted con la hija de Hyde es a ellas dos, pero ni
mamá ni tía Ana están chillando del coraje. Si el hijo de alguien debe estar protestando por
esto, esa debo ser yo, Ted o Phoebe —bufó—. Yo veo a Ted muy feliz, Phoebe tiene una
buena relación con ella y a mí me basta con que Ted esté bien. Además el mismo Christian
Grey ve con buenos ojos la relación de Amanda con Ted, así que sus protestas son estúpidas.

—Pero… —protestó Ava.

—Nada, Ava —gruño Adriadna—. Nadie puede escoger a nuestros padres, así que dejen de
juzgar a lo tonto.

— ¿Entonces debemos esperar a que ella mate a Ted o, que se yo, a Phoebe? —Parker rio
burlón—. Buena puntualización, prima.

—Ya basta, Parker —habló Elliot—. Nos vamos. Ava, saca tu trasero de aquí. Afuera los dos.

Parker y Ava nos lanzaron una mirada fría, tío Elliot nos sonrió a modo de disculpa y salió
junto a Kate. Adriadna me lanzó una mirada divertida.

—Creo que me alteré un poquitín —soltó una carcajada—. Ya sabes cómo me ponen ese par
de inmaduros.

Puse los ojos en blanco. Amanda se aferró a mi brazo con fuerza. Tenía los ojos cerrados.

— ¿Qué tienes? —pregunté alarmado—. Eh, nena. Te estás poniendo pálida.

La sostuve de la cintura y la llevé lentamente hasta la cama. En lugar de recostarse, prefirió


permanecer sentada, ocultar el rostro en mi cuello e inhalar profundas bocanadas de aire
mientras enroscaba los pequeños brazos en mi cintura.
—Recuéstate un rato, cariño —musité suave—. ¿Son náuseas?

Agitó suavemente la cabeza.

—Mareos —susurró.

Acaricié la piel de su brazo y le di un beso en el pelo.

—Tal vez deberías quedarte recostada un rato… —comencé a decir.

Amanda gimoteó.

—No. No. No. Quiero irme. No me gustan los hospitales, Ted.

Solté una carcajada.

—Está bien, ¿a dónde quieres ir a comer? Algo ligero…

—Me conformo con salir de aquí —mordisqueó mi cuello, a sabiendas de que ninguno de los
presentes podían verla a la perfección—. Me muero de hambre…

Tragué saliva.

—Compórtate —musité en voz baja—. Sino, le diré a mi abuela que te deje un par de días
más.

Soltó una carcajada.

—Me comportaré, Theodore —volvió a mordisquear mi cuello—. Siempre y cuando me lleves


a comer a un buen lugar.

—Oh, lo haré.

Mamá, papá, Phoebe, Adriadna, Amanda y yo estuvimos platicando un rato en la habitación


durante el tiempo que a Amanda le duraron los mareos. Resulta que mis padres se habían
puesto de acuerdo para llevar a Démitri a un psicólogo, ya que el niño no había querido decir
una sola palabra. Nadelia parecía acostumbrarse fácilmente a mamá, aunque era de
esperarse. Mamá era buena en todo lo que hacía.

Adriadna se fue con su mejor amigo, quien la esperaba en el estacionamiento del hospital.
Mamá, Phoebe y papá se fueron juntos. Iban a llevar a mis hermanos pequeños a dar un
paseo. El cosquilleo de la culpa me cayó de golpe. No he compartido nada con esos niños…

—Theodore —gruñó Amanda— ¿Qué esperas para encender el auto?


Enarqué una ceja lentamente, torciendo la boca para fingir sorpresa.

—Me has sorprendido —hice un puchero—. ¿Cómo puedes tratarme así?

Golpeó mi brazo con fuerza. Creo que ha vuelto la marimacho.

—Me. Muero. De. Hambre —articuló cada palabra con firmeza—. Nunca me has visto con
hambre. No te conviene. Llévame a comer, Raymond.

Sonreí burlón.

—Que humor —musité.

Observé de costado que me sacaba la lengua. A la mierda. Extrañaba sus tonterías. Puedo
soportar que se comportara como una niña.

— ¿Ya te decidiste? —la miré dulcemente—. ¿O prefieres que cocine yo?

— ¿Sabes cocinar? —agitó las pestañas, inocente—. Ahora sí me impresionaste.

Capturé la broma en su tono de voz.

—Mientras estuvimos en el Escala, ¿alguna vez viste a alguien allí? —permaneció callada un
momento, pero luego agitó la cabeza para darme la respuesta—. Yo cocino para mí, me
encargo de mi ropa y de la limpieza. De todo, pues.

— ¿Un amo de casa? —se burló—. Conmovedor.

Le sonreí enternecido.

—De acuerdo, voy a cocinar para ti —ronroneé.

Amanda sonrió tierna.

—Debo comer bien, recuérdalo.

—No te caerá mal, cielo. Te prepararé algo liviano.

—Entonces… —parpadeó varias veces—. ¿Iremos a casa?

Le di una miradilla rápida a los papeles que estaban en los asientos traseros.

—Tenemos que ir a un lugar primero —sonreí.

Estacioné el auto frente el local clausurado. La gente pasaba y pasaba frente a él sin prestarle
atención. Frente al local estaba una cafetería repleta de gente. Era un punto muy concurrido
de Seattle. Amanda me lanza una mirada gélida.

—Creo que me trajiste a un restaurante clausurado. Clausurado del verbo clausurar, si es que
no sabías —se cruza de brazos—. Clausurar: cerrar, inhabilitar temporal o permanentemente
un edificio, un local, etcétera.

Solté una carcajada. Realmente tenía un genio de los mil demonios cuando tenía hambre.

—Sé que está clausurado —me estiré hacia atrás para tomar el fólder—. Por eso hemos
venido.

Bufó.

—Ya, entendí. Mientras tú haces negocios, yo tengo que ver un restaurante vacío —enarcó
una ceja—. Un restaurante sin comida no me llama la atención en este momento.

Deslicé mi mano hasta tomar la suya.

—Prometo que va a gustarte —besé su mano, sin contar la línea de visión—. ¿Bajamos?

Sus hormonas parecieron calmarse por un momento, permitiéndole sonreír.

—Qué remedio contigo, hombre —soltó una ricilla—. Bajemos, has tus negocios y llévame a
comer.

—Por lo visto, la comida es más importante que yo —fingí estar ofendido—. Tomaré eso en
cuenta más tarde.

Ambos bajamos del auto. Apenas hube parpadeado, estábamos rodeados por cuatro hombres
de traje negro. Los de seguridad.

—Esto será rápido —tomé su mano y le di un pequeño apretón—. No creo poder soportar por
más tiempo la Amanda-me-muero-de-hambre.

Soltó una carcajada.

—Bueno, pues me alegra. Porque en este momento no me agrada el Ted-vine-a-hacer-


negocios.

Sonreí. Caminamos hacia el interior del local. El montón de sillas y mesas seguía ahí, por lo
que supuse aún no habían terminado con la clausura. Los de seguridad entraron,
posicionándose dos junto a cada uno. Que incómodo. Todo gracias a mi padre. Aunque,
desde luego, ahora estaba mucho más de acuerdo con su sobreprotección.

—Señor Grey, lo estábamos esperando.

Nina Sherley, una rubia agente de bienes raíces, esperaba sentada con una sonrisa fingida
junto a dos hombres, los dos vestidos con trajes elegantes en azul marino.
—Nina —saludé con la cabeza—. Me alegra verlo, señor Mason —saludé al más bajito—
Señor Stevenson —imité el saludo.

Los dos hombres asintieron.

—Les presento a mi mujer —sonreí en su dirección—. Amanda, ellos son unos conocidos de
papá.

Amanda asintió y sonrió amable. ¿Qué andará rondando por esa cabeza…?

— ¿Tiene los papeles firmados? —preguntó Nina

—Aún no —le sonreí burlón a Amanda—. Primero quería asegurarme de que todo estaba en
orden.

Nina sacó unos papeles de su portafolio.

—Las deudas fueron pagadas en su totalidad y se depositó el dinero de la venta —revisó otros
papeles—. También se depositó el adelanto de dos años por las penalidades y las demandas
que el antiguo dueño recibió por parte del inspector de sanidad —volvió a revisar otros
papeles—. Sólo queda arreglar algunos problemas en la construcción, la fumigación de
plagas, comprar las mesas, las sillas, etcétera.

—Entonces, ¿se puede decir que todo está en orden?

—Sí, señor —contestó el señor Mason—. Al pagar las multas y las denuncias, éstas fueron
retiradas.

—Además, ahora el lugar es totalmente legal —prosigue el señor Stevenson.

Asiento complacido y le extiendo los papeles a Amanda. Ella frunce el ceño, adorablemente
confundida.

—Para ti —ronroneo.

Toma los papeles, titubeante.

— ¿Y yo para qué quiero estos papeles?

—No, tonta —sonrío—. Me refiero a este lugar.

Abre los ojos como platos, sorprendida. Extiende los papeles hacia mí, temblando.

—No puedo aceptarlo —musita.

Vuelvo a extenderle los papeles.

—Sí puedes —guiño un ojo—. Lo compré para ti.


Nuevamente extiende los papeles hacia mí.

—Acabo de escuchar todo lo que tuviste que pagar. Es demasiado dinero —gimoteó— ¡Deja
de malgastar dinero!

Entiendo de nuevo los papeles.

—Esto puedo permitírmelo —le sonrío—. No hice más que una buena inversión.

— ¿Pero yo que haré con este lugar?

—Convertirlo en un restaurante —le acaricio el rostro suavemente para tranquilizarla— ¿No


era lo que querías? ¿Abrir un restaurante?

Sus ojos brillan peligrosos, luchando entre la emoción o el coraje. Toma los papeles y los lee.
Una y otra vez. Parece no creérselo.

—P-ero… —balbucea—. No puedo. No…no he estudiado. No puedo manejar un restaurante


si no sé cocinar.

—Lo haces bien. He probado lo que cocinas.

—No es lo mismo cocinar en casa que en un restaurante. Se deben conocer un montón de


cosas y…

—Ah —sonreí ampliamente—. De hecho, también pensé en eso.

Rebusqué entre los papeles un sobre blanco. Al hallarlo, lo extendí hacia ella. Temblando, lo
abrió y sacó los papeles.

—Ay, Dios mío —clavó sus ojos humedecidos por las lágrimas en los míos—. ¿Me inscribiste
en la universidad?

Asiento emocionado.

—Pero… —se seca las lágrimas—. No puedo. El embarazo…

—Lee bien, mujer —acaricio su cabello—. No tiene fecha. Cuando lo desees, podrás empezar.

—Dios, Ted —soltó un gritito—. ¡Estás obsesivamente loco!

Agito los hombros, sonriendo. Amanda se cuelga de mi cuello y choca sus labios ansiosos con
los míos. Mm…

—Firma ya —sonrío burlón—. Tengo que llevar a mi mujer y a su invasor a comer.

Amanda sonrió ampliamente y volvió a besarme, prolongándolo. Uno podría acostumbrarse


fácilmente a eso, sobre todo cuando el vacío de este último mes había desaparecido por
completo…
Capítulo ochentaitrés.

—Abre la boca —le ordené.

Obediente. Presionó los labios para absorber el caldo de la cuchara. Cerró los ojos, frunció el
entrecejo e hizo una mueca extraña.

—Está rico —sonrió, aun con los ojos cerrados—. Ahora sí que estoy verdaderamente
sorprendida.

Sonreí burlón y repetí el proceso. Amanda se relamía con gusto, saboreando la sopa de papas
con vegetales. Ella protestaba cada vez que apartaba un trozo de papa de la cuchara. Pero la
papa era algo sólido y recuerdo haber escuchado claramente el “no sólidos, empieza con
sopas y caldos” de la abuela cuando le di una llamada para saber exactamente qué podía
comer.

— ¿Más? —ronroneé.

Asintió frenética. Su lengua rodeó la cuchara con fuerza, deslizándola por el frío metal,
succionando con fuerza. Sus ojos lucían más oscuros, casi perversos. ¿Qué habrá imaginado
que era la cuchara? Mmm…yo lo sé.

—Come —sonreí lascivo—. Aleja esos pensamientos sucios de tu mente.

Torció la boca, fingiendo estar ofendida.

— ¿Pensamientos sucios? —hizo ademan de tomar la cuchara, pero lo único que hizo fue
agitar la sopa—. Sólo estaba comiendo.

— ¿De verdad? —suspiré sorprendido—. Parecía que te follabas la cuchara ¿En qué estabas
pensando?

Amanda se paró de golpe de la cama y con la palma abierta arrojó el tazón de sopas al suelo,
rompiéndose.

— ¿Pero qué…? —balbucí.

Se acomodó sin problemas sobre mi regazo, colocando las piernas a ambos lados de mi
cuerpo. Chocó su boca deliciosamente americana al cien por ciento contra la mía, lenta y
sensualmente. Deslizó la punta de su lengua por mis labios, enroscando sus dedos en mi
cabello. Cuando sus pechos chocaron violentamente contra mi pecho, los dos soltamos un
gemido, aunque sonaba más como dos animalillos heridos de muerte.

—Ted… —susurró con un matiz sensual en su voz—. Sé…sé que no podemos, pero…

—Hay…Hay que detener…

—Lo sé, lo sé —gimoteó—. Sólo quiero que me toques, que me acaricies.


Me observó con ojos suplicantes, ardientes, necesitados. No supe que hacer. No iba a
soportar una simple caricia o un simple toque. Iba a desear, necesitar, más. Pero no podíamos
llegar a más. Sin embargo, mis manos comenzaron una danza sublime por sus caderas, su
cintura, la curva de su cuerpo, deslizándose suavemente por la cálida piel de sus brazos.
Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás.

—Extrañé esto… —ronroneó seductora—. Tus manos sobre mi cuerpo, moviéndose a un


ritmo deliciosamente lento.

Contuvo el aliento cuando mis manos acunaron sus pechos. Mm…Encajaban tan bien.

—Quiero que me hagas el amor —deslizó sus manos hasta las mías, dándole caricias en
círculos—. Maldito Jack. Esto es su jodida culpa.

Apreté los dientes con fuerza.

—No hablemos de él, nena —bajé las manos hasta su cintura y la atraje hacia mí. Sus pechos
rosaron mi rostro. Inhalé el olor de su piel, a través del estampado “International Sex” en su
camisa—. No en este momento.

Cerró los ojos con fuerza. Se desplomó contra mí, apretándome. La escuché sollozar con
suavidad.

—Eh, nena —acaricié su espalda—. No llores ¿Por qué lloras?

Enroscó los brazos en mi cuello y los sollozos aumentaron.

—Me duele…

Abrí los ojos, alarmado.

— ¿Qué te duele, nena?

—Me duele lo que nos hizo —enroscó los brazos en mi cuello con más fuerza—. Jack está
totalmente loco, Ted. Me da miedo.

—No te asustes, cariño. No te hará daño.

—No lo entiendes —se separó de mí para mirarme fijamente a los ojos—. Jack no está solo.
Esa mujer, la tal Elena, le está proveyendo un poder que es muy peligroso: dinero, armas, un
escondite, gente…

—Pero no va a tener acceso a nosotros ¿No has visto la casa? Está absolutamente rodeada.
Todas: las de mi familia, la de tu madre y la de tu hermano.

Jadeó.

—Pero William… —se le quebró la voz—. Mamá…


Permanecí en silencio mientras ella continuaba sollozando. De debatí internamente entre
contarle que había hablado con su hermano o quedarme callado…

—Amanda —suspiré—. Yo hablé con tu hermano.

Amanda paró de llorar y frunció el ceño.

— ¿Con John?

Hice una mueca.

—Con William.

Contuvo un grito de expectación.

— ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Para qué hablaste con él? ¿Alguien más lo vio? ¿Por qué no me
contestas? ¡Ted!

—Pero si no me has dejado —sonreí burlón—. Cuando: ayer. Dónde: En el baño de hombres
del hospital. Hablé con él porque estaban preocupados por ti. Y, no, nadie más lo vio.

— ¿”Estaban”? ¿Quiénes “estaban”?

—Tu madre y él, desde luego. O al menos eso es lo que me dijo.

— ¿Qué más te dijo?

—Dijo que se mantendrá informado sin acercarse.

Amanda suspiró: mitad aliviada, mitad decepcionada.

—Sé que William no es santo de tu devoción… —comenzó a decir…

—No me fio de él —agité la cabeza—. Ni una pizca.

—Ted… —tomó mi rostro entre sus manos—. William cuidó de mí, me dio comida, me curaba
cada vez que Jack perdía el control conmigo. Quien se descuidó fui yo. Yo dejé de comer, no
podía dormir, me sentía muy mal. Yo quería…quería… —le falló la voz—. Solo quería volver a
verte.

Hice una mueca de dolor. Oh, nena…

—Si hubiese dicho lo que él me dijo… —tragó saliva—. Comer bien, descansar, este
embarazo no sería tan complicado.

Su rostro se oscureció.

—Eh —acaricié sus brazos—. Todo está bien. Tú, mi hijo, yo. Todos estamos bien.
—Pero...

—Deja de pensar en negro, ¿quieres? Blanco. Piensa en blanco. Lo bueno. Estuvimos


separados mucho tiempo, pero algo bueno salió de todo esto. Pronto seremos tres.

Una sonrisilla traviesa apareció en su rostro.

— ¿Recuerdas cuando hablamos de esto? —soltó una risita—. Dijiste que el bebé ya estaba
bien hecho.

Me uní a su risa.

—Lo recuerdo —deslicé mis brazos por su cintura para abrazarla—. Somos merecedores del premio a
No-queremos-despegarnos-del-cuerpo-del-otro 2O13.

Amanda soltó una carcajada.

—Quisiera que se llamara como tú si fuese niño.

Hice una mueca.

—Mejor no.

— ¿Por qué no? —rio—. Tienes un nombre muy…

—Que no —mordisqueé su labio—. Me gustaría…Chad.

— ¿Chad Grey? —deslizó la lengua por sus labios—. Suena raro.

—A mí me gusta —clavé mi nariz entre sus pechos—. Y si es niña…

— ¡Audrey! —gritó—. Me gusta ese nombre.

—Oh, no. Audrey, no.

— ¿Por qué no?

—Mm… —deslicé la punta de mi nariz por sus pechos—. Salí con una chica llamada Audrey.

—Entonces no —repuso firme.

Solté una carcajada. Inhalé el delicioso aroma de su piel. En algún lugar de mi cerebro había
captado que ella había suspirado, pero sólo me dediqué ese instante a experimentar la
sensación de su piel pegada a la mía. Cuando enroscó los dedos en mi cabello fue como si los
cielos se abrieran y los ángeles empezaban a cantar en coro, entonando en perfecta armonía.

Desde luego, la paz no parecía completa en ningún momento.

—Tu móvil está sonando —repiqueteó con voz de niña.


Estiré mi cuerpo, sin obligarla a moverse, para tomarlo.

—Grey —contesté sonriendo.

—Te llamo para dos cosas, así que espero que no estés ocupado.

—Hola, papá, ¿qué tal estás? Yo muy bien —la apreté contra mí. Amanda solté una risita—.
De maravilla, de hecho.

—Escúchame, Theodore. Tengo un millón de llamadas que hacer. Tu madre quiere que tú y tu
novia vengan a cenar. Yo no te lo pido. Los espero aquí en una hora.

—Ya cenamos —me burlé.

—En una hora dije.

Puse los ojos en blanco.

—Está bien, allí estaremos.

Amanda hizo una mueca. Leí en sus labios que preguntaba: “¿Estar dónde?”. Presioné el
dedo índice sobre sus labios para callarla.

—Eso es lo primero. Lo segundo… —escuché a mamá gritarle algo por la otra línea, pero no
logré identificar más allá de las palabras “opinas” y “azul”—. El azul te queda excelente,
nena…Bueno, entonces ponte el color ciruela…Sé que es viejo, pero te queda de muerte —
soltó una carcajada—. ¿En qué estaba? Ah, sí. Mi madre acaba de decirme que la Cena de
Beneficencia será mañana. Mierda, espera —gritó el nombre de mamá—. Mejor deja el
vestido azul para mañana, Ana. Dormiremos en el Grace.

Se escucharon risas al otro lado de la línea. Deslicé los dedos por la barbilla de Amanda
mientras esperaba. Ella sonrió traviesa y fue inclinándose hacia mí. Rosó mi barbilla con los
dientes. Me concentré un montón en concentrarme. Esos dientes…

—Apuesto a que llevas más de cuatro días sin afeitarte —enroscó un poco más los dedos en
mi cabello—. Y tienes el cabello más largo…

—Listo —anunció papá—. Iré al grano: mañana iré a llevarte la invitación. Hazme un favor de
comprarle un vestido a tu novia.

—Este año no iré. Prefiero quedarme en casa y…

—Es a las seis de la tarde. No olvides los antifaces.

—Eh, creo que no me has enten…

—No olvides el vestido. Ah, y mueve el culo. Te quiero aquí en una hora.
Colgó.

—El señor me-importa-una-mierda-tu-opinión quiere que vayamos a cenar a su casa —sonreí


inocente cuando clavó sus ojos en los míos—. Así que vas a tener que mostrarse esas
deliciosas piernas.

Me golpeó en el brazo antes de ponerse de pie.

Estuve todo el camino tratando de pensar por qué la insistencia de papá para que ambos
fuéramos a cenar a su casa. Supuse que era por el embarazo, así que traté de no pensarlo
demasiado. Amanda me apretó la mano y mi sistema nervioso dio un salto acrobático.

— ¿Qué tienes? —pregunté alarmado.

Puso los ojos en blanco.

—Sólo quiero sostenerme de algo mientras me acomodo el zapato, es todo.

La fulminé con la mirada.

—Te ayudo —me deslicé hasta abajo, acomodándole el tacón soy-mas-alto-que-Goliat—.


Debiste ponerte algo menos peligroso.

—Son sólo tacones.

—Tacones altos.

— ¿Y?

—Que estás embarazada. Esos tacones son instrumentos peligrosos. Pueden afectarte.

—Solo son unos bonitos tacones que tú compraste por no sé cuánto, así que le voy a sacar
provecho.

Me impulsé hacia arriba y enrosqué su brazo con el mío.

—Entonces sostente de mí, no sea que resbales o tropieces.

Amanda soltó una carcajada.

— ¿Vas a comportarte así durante todo el embarazo?

— ¿Volverás a usar los zapatos mortales?

Hizo una mueca.

—Me gustan, así que sí.


—Entonces sí. Me comportaré así durante todo el embarazo, nena. Aguántame.

Capítulo ochentaicuatro.

Papá nos saludó sonriente cuando nosotros entramos a la sala. Mamá y él estaban sentados,
abrazados, en el sofá como dos críos enamorados. Phoebe estaba en el sofá de la izquierda
junto a Nadelia y Démitri. La niña me sonrió tierna y corrió hacia mí. Por dentro, el mar de
emociones se calmó. Aún tenía tiempo de compartir con mis hermanos pequeños.

—Hola, nena —sin soltar a Amanda, cargué a la niña en mis brazos—. Has crecido un par de
centímetros.

Rio tierna.

—He comido mucho.

Le sonreí en respuesta. Amanda se soltó de mí para cargar a Démitri.

— ¿Qué crees que haces? —fruncí el ceño—. No puedes hacer esfuerzos.

Puso los ojos en blanco y se desplomó suavemente en el sofá. Démitri se acomodó en su


pecho. Mi hermano pequeño le estaba tocando los pechos a mi novia. Cuidado, niño.

—Bueno —Phoebe cruzó las piernas. Volvió a ponerse de esas malditas faldas extra cortas—.
Dijeron que, cuando Amanda y Raymond llegaran, iban a darnos una noticia importante.

—No me llames Raymond, Effie —gruñí.

—De acuerdo, Theodore.

— ¡Phoebe!

— ¡Theodore! —me riñó Amanda.

Puse los ojos en blanco. Phoebe me sonrió con burla, sabiéndose ganadora.

— ¿Cuál es la noticia? —preguntó.

—Espero que sea importante —dije. Acomodé mejor a la niña en mis brazos—. Amanda no
puede estar de aquí para allá, menos con esos tacones.

La aludida me sacó la lengua. Observé que mamá se acurrucaba junto a papá, risueña. Él, por
su parte, parecía feliz. Quiero decir: siempre lo estaba, o la mayoría de las veces, pero por
razones obvias, entiéndase el parásito Jack Hyde, no se le veía frecuentemente alegre. Pero
ahora, cuando acunaba a mamá en sus brazos como si fuera lo más valioso que tenía, hasta
lucía más joven.
—Ana nunca se cansa de sorprenderme —sonrió ampliamente—. Desde aquel día que cayó
al suelo entrando a mi oficina.

Phoebe y yo sonreímos involuntariamente.

— ¡Pero que alguien diga cuál es la noticia! —Phoebe gimoteó—. Me ponen de los pelos.

Mamá y papá sonrieron enamorados. Mamá lucía diferente. Había algo especial en ella…

—No había querido decirles inmediatamente —dijo ella—. Me había enterado un día antes de
que Amanda apareciera.

— ¡Mamá! —chilló mi hermana.

Papá sonrió, burlándose de su berrinche.

—Lo que Ana trata de decir —miró a mamá con adoración—, es que está embarazada.

Mi mandíbula cayó al suelo. Mi mente se quedó en blanco y olvidé como unir los dientes.
Phoebe no se movía: ni siquiera parpadeaba.

— ¿Qué? —preguntamos al unísono.

Papá asintió lentamente. No estaba enojado, ni exasperado por la noticia. Estaba feliz,
tranquilo. No podía imaginar aquel hombre que él mismo me había contado: aquel que le
había dicho cosas horribles a la misma mujer que tenía al lado.

« Cuando Ana quedó embarazada de ti, pensé muchas cosas. No estaba preparado, quería
más tiempo con tu madre, no quería compartirla… La vida con ella era todo para mí y no
estaba preparado para ser padre. Estaba asustado y le dije cosas terribles.»

Pero aquí estaba: abrazándola, dándole pequeños y discretos besos en la mejilla, mirándola
con una admiración que conmueven hasta una roca. Mi hermana y yo nos miramos fijamente,
incrédulos, y luego ella miró a mamá.

— ¿Estás segura? —se mordió el labio—. No me malinterpretes, no quiero decir que estés
vieja, mamá, pero…

Mamá soltó una carcajada.

—Me hice los estudios pertinentes —recostó la cabeza del hombro de papá—.Debido a mi
edad, debo cuidarme un poco más de lo normal. Pero Grace nos ha dicho que no ve
problemas para que el embarazo se desarrolle normalmente.

Chasqueé la lengua para despertar del shock. Mi mamá estaba embarazada. Amanda igual.
¿Quién lo diría? Mi mujer y mi mamá embarazadas y al mismo tiempo. El repiqueteo de las
campanas en mi mente me hizo sonreír. Mi hermano, o hermana, posiblemente iba a nacer
más o menos al mismo tiempo que mi hijo.
Entonces comprendí la alegría de papá.

¿A qué hombre no puede hacerle feliz saber que un hijo viene un camino? Entonces sumarle
eso a un nieto…Papá debe desbordar alegría incluso por esos peligrosos ojos grises. Incluso
a mí me costaba respirar. Me sentía tan lleno de orgullo, alegría y felicidad.

Phoebe saltó del asiento y terminó por sentarse en el regazo de papá. Gritó tan fuerte que
papá soltó un gruñido.

—Ahora voy a tener cuatro hermanos —sonrió ampliamente—. ¡Y un sobrino!

Papá soltó una carcajada y abrazó con fuerza a dos de las mujeres más importantes de su
vida. Observé a Amanda. Ella sonreía distraía mientras le acariciaba el cabello a Démitri. Se
veía tan cálida, tan maternal…

—A-an-da.

Mamá abrió los ojos como platos. Démitri se removió inquieto en el pecho de Amanda. La vi
hacer una mueca. Oh, iba a echarse a llorar…

—A-an-da —repitió Démitri—. A-nn-a.

Mamá hizo un puchero.

—Trata de decir mi nombre —sus ojos se humedecieron—. Christian, el niño ya habló.

Amanda soltó una carcajada cuando Démitri hizo lo mismo. Sonreí enternecido y me acomodé
junto a ella. Dejó caer la cabeza sobre mi pecho y acunó al niño mejor. Mamá se puso en pie y
cargó a mi hermano.

—Me hacer recordar cuando Ted dijo su primera palabra.

Me encogí en el asiento. Espero que mamá no empiece a contar cosas vergonzosas de mi


niñez.

— ¿Por qué no pasamos al comedor? —papá me sonrió. Uf, gracias—. Ana preparó una
ensalada de almejas.

Amanda soltó una maldición.

—También una sopa de fideos baja en sal —le guiñó un ojo—. Hay que consentir a los nietos
desde ahora —le lanzó una mirada de soslayo a Phoebe—. Excepto tú. Nada de sexo hasta
los treinta, señorita.

Phoebe lo golpeó en el brazo y se adelantó al comedor. Me pregunté vagamente como estaría


llevando lo de Daniel. Deseé golpearme en aquel preciso momento. Ni siquiera le había
preguntado.

— ¿Me ayudas a levantarme? —preguntó Amanda.


Estiró los brazos hacia adelante, esperando. Le sonreí burlón, me puse de pie y la ayudé a
levantarse. Enroscó los brazos en mi cuello y sonrió coqueta.

—Así que ahora te toca jugar doble… —musitó.

Enarqué una ceja. Ella rio en respuesta.

—Vas a tener un hermano.

Sonreí ampliamente.

—También un hijo.

—O una hija.

—O una hija —asentí.

—Casi al mismo tiempo —deslizó lentamente las manos por mi espalda, en movimientos
lentos y sensuales—. Parece que donde los Grey ponen el ojo, también la bala

Sonreí burlón. Expuso sus blancos dientes al sonreír. A lo lejos escuché el timbre sonar.

— ¿Alguno espera visita? —pregunté.

Papá sonrió.

—Oh, sí. Esperamos visita.

Caminó hacia la puerta de entrada. Desde la sala escuchamos voces, llantos, jadeos y un
sinfín de ruidos. Stella corrió hasta la sala con los ojos llorosos. Al ver a su hija, se acercó y la
envolvió en sus brazos.

—Amanda, oh, mi niña —lloriqueó—. ¡Gracias a Dios que estás bien!

—Oh, mamá. Perdóname. Te he…te he echado de menos.

John abrazó a las dos. Noté que lloraba. No había rastro de duda que amaba a su hermana,
pese a saber que no llevaban la misma sangre. Papá me dio unos golpecitos en el hombro.

—Hoy tendremos la casa llena —sonrió complacido—. Estoy orgulloso de ti, Ted. Has sabido
hacer las cosas bien con el embarazo —sus ojos se oscurecieron por un momento—. Me
alegra que no cometieras los mismos errores que yo.

Observé sus ojos fijamente.

— ¿Recuerdas cuando me enojé porque me llamaste Teddy delante de todos hace unos
años?
Sonrió triste.

—Sí, lo recuerdo.

—Olvida lo que te dije. Llámame Teddy. La verdad…lo extraño.

Sonrió ampliamente.

—Como quieras, Teddy.

Capítulo ochentaicinco.

No recordaba haber visto alguna vez una mesa tan ruidosa. Claro que, en las ocasiones
especiales donde la familia entera se reunía, también se formaba un escándalo en la cena.
Todo el mundo hablaba, se reía y comía como si fuera el último día. Mamá y papá parecían
apartados en la gran mesa. Supongo que, el hecho de saber que la mujer que ama va a darte
un regalo tan invaluable como un hijo, tienes motivos suficientes para querer estar a solas con
ella. Era justo lo que sentía.

Pero entonces veía a Amanda. La veía reír mientras hablaba con Stella, podía ver el alivio en
los ojos de su hermano y la plenitud de Joanna, su cuñada. No me sentía capaz de alejarla de
esa felicidad.

—Te trate un regalo —escuché a Stella decir—. Bueno, entre John y yo lo mandamos a
preparar.

Phoebe, quien había estado entretenida con nuestros hermanos, alzó la vista. Amanda se
acurrucó junto a mí. Tanto espacio en la silla, pero la chica prefería sentarse sobre mí. Que
tierno.

— ¿Qué es? —preguntó ella con la voz preñada de emoción.

Stella le sonrió, sacó un paquete enorme de su bolso y se lo extendió. Amanda rompió la


envoltura con cuidado. Oh, era un álbum. Deslizó los pequeños dedos por el cuero del álbum y
lo abrió. La primera foto era de los cuatro: ella, John, Stella y su padre adoptivo. Sus ojos
azules se humedecieron.

—Recuerdo esta foto —soltó una carcajada—. Oh, claro que sí.

En la foto Amanda se veía más joven, quizá de unos dieciséis. Llevaba puesto un bonito
vestido azul que le marcaba las deliciosas curvas de su cuello. Estaban riéndose. Amanda se
retorcía, sujeta del brazo de John, quien la miraba con amor. Sus padres adoptivos sonreían.

—Fue en mi cumpleaños —me explicó Amanda—. Mamá, papá y John habían pedido unas
margaritas con alcohol y yo un jugo de fresas —soltó una carcajada—. Me tomé la margarita
de John por accidente. Lo gracioso es que ninguno se dio cuenta. John se había tomado mi
jugo y yo no paraba de reírme por el alcohol.
John soltó una carcajada. Amanda volvió a deslizar los dedos por la foto y la pasó. En esa foto
ha de tener unos seis o siete años. John estaba más pequeño. Los dos estaban delante de
sus padres. Los únicos felices de la foto eran sus padres y John. Amanda parecía deseosa de
esconderse.

—Es la primera foto todos juntos —suspiró—. Estaba un poquito nerviosa.

—Le temblaban las rodillas —John sonrió triste—. Cuando la vi por primera vez, no quería que
fuera mi hermana. Pero… —se encogió de hombros—. Amanda era una niña muy dulce a
pesar de todo.

La aludida le sonrió con amor. Pasó varias hojas, observando las fotos lentamente. Yo
observaba sus gestos: sorpresa, alegría, tristeza, emoción, ilusión. Sus ojos se humedecían
cuando veía una foto de su padre adoptivo. Aún debe dolerle su muerte.

—Perdona —se secó las lágrimas—. Las fotos me han puesto un poco sensible.

Sonreí conmovido mientras le acariciaba el cabello. Echó la cabeza un poco hacia atrás y
nuestras bocas quedaron muy cerca.

—Que rico estar así… —ronroneó.

—De hecho, sí —mordisqueé su labio—. Te veo feliz.

—Oh, es que es agradable estar todos juntos. Tu familia y la mía en una misma mesa.
Gracias.

—Yo no fui el de la idea, sino papá. Supongo que quería darnos una sorpresa a los dos.

— ¿Te das cuenta? —soltó una risita—. Vas a tener un hijo y un hermano casi al mismo
tiempo ¿Te imaginas si los dos nacen el mismo día?

Hice una mueca en respuesta a su pregunta ¿Cómo iba a dividirme entre el nacimiento de mi
hijo y el de mi hermano?

—Sería divertido —estiró el brazo para tomar la copa de champagne, pero fui mucho más
rápido y se la arrebaté antes de que el cristal tocara sus labios—. ¡Oye!

—Tú no puedes tomar —enarqué una ceja—. Pero buen intento.

—Venga, un solo trago.

—No.

—Por favor…

—Doble no.

Ella me sacó la lengua, haciéndola ver como una niña.


—Ted, un trago no le hará daño —dijo mamá. Le dio un trago al champagne y cuando fue a
darle un segundo trago, papá le arrebató la copa—. Christian…

—Tú tampoco puedes —frunció el ceño cuando ella le sonrió—. ¿Qué?

—Nada, Christian —tomó la copa con agua—. Tienes razón, es todo. Tengo que cuidarme.

Papá le sonrió ampliamente, totalmente conmocionado porque mamá había decidido


obedecerle ¿Ves, Amanda? Quedarte quieta y calladita de vez en cuando es bueno.

— ¿Nos estamos perdiendo de algo? —preguntó John.

Phoebe soltó una carcajada e intentó controlarla tomando agua.

—Nos estamos perdiendo de algo —John asintió—. Quiero saber.

—Pensé que papá les había dicho —musité.

El aludido se encogió de hombros.

—Comunico la que hice, no la que hizo mi hijo.

Mamá soltó una carcajada. Que sutil, papá.

— ¿Será lo que me imagino? —Stella cubrió su boca con ambas manos—. ¿Amanda?

Amanda sonrió ampliamente, feliz. Incluso su emoción y su felicidad eran contagiosas: todos
en la mesa sonreímos, incluso los niños. Mi felicidad no había como explicarla con simples
palabras. Cuando tuve a Amanda de nuevo entre mis brazos después de tanto tiempo, todo lo
que podía sentir era una paz completa que me entraban ganas de llorar. Conste que no soy un
hombre que de mucho por llorar. Sentimental, algo, emotivo, posiblemente, que sienta
debilidad por la familia, seguro. Pero apasionado por el llanto, no. Seguramente ha de ser la
influencia femenina en el hogar. He convivido con mujeres toda mi vida, por eso es que
detesto ver a una mujer llorar. Sin embargo, Amanda era algo distinto. Era un hogar, una
familia. Incluso cuando sus pequeños brazos me rodeaban me sentía protegido. Que locura.

Fui consciente minutos después del alboroto. John abrazaba a su hermana con fuerza y de
alguna manera incómoda su esposa y Stella igual. Incluso Phoebe, mamá, papá y los niños
estaban de pie. Yo era el único sentado. Que me parta un rayo si no era esto algo incómodo.
Una leve presión en el brazo me hizo dar un salto en la silla.

—Quieto —papá soltó una carcajada—. Estás muy…tranquilo.

— ¿A qué te refieres?

—Bueno: cuando Ana estaba embarazada de ti, al principio no me hizo gracia. Pero, bueno,
no estaba listo. Pero con Phoebe… —sonrió mientras la miraba—. Creo que llegué a
emocionarme el doble. Quizá porque esa vez la deseaba.
Hice una mueca.

—Ya, gracias por aclararme que fui un accidente.

Giró hacia mí y me fulminó con la mirada.

—No fuiste un accidente, Theodore. A lo que me refiero —suspiró—. A lo que me refiero es


que estás aquí sentado, con la mirada perdida en el vacío. Dime algo: ¿te ha sentado mal la
noticia de que vas a ser padre?

Lo miré arisco.

—No —le respondí.

— ¿Seguro?

—Sí, papá. Seguro ¿Por qué lo dudas?

—Venga, Ted. Admiro como has defendido a tu novia, como la has cuidado y como la has
protegido. Yo hubiese hecho lo mismo por Ana. Pero me preocupa que pienses demasiado las
cosas y que cambies con respecto a la idea de ser padre.

Le sonreí burlón.

—Respecto a la idea no, sino al hecho de que voy a ser padre. Y no, no cambiaré respecto a
ese punto. Quizá no esté eufórico ni conmocionado porque siempre supe que nos íbamos a
convertir en padres muy pronto.

Papá frunció el ceño.

—No se cuidaron a propósito —dijo.

Asentí.

—Así que, después de todo, ya lo habían planeado.

Asentí de nuevo. Papá hizo una mueca que me resultó graciosa.

— ¿No pensaron que era muy pronto?

—Nos cruzó esa deducción por la mente, pero ya vez los resultados. Estamos bien, no te
preocupes —señalé a Amanda, quien sonreía ampliamente—. Sólo mírala. Está rebosante de
felicidad.

Amanda se colgó del cuello de su hermano y, sea lo que sea que le dijo, él rio. Vi pasar a
Phoebe de prisa hacia las escaleras. Papá no parece haberse fijado, porque siguió
hablándome de no-sé-qué-cosa.
—Oye, dame un segundo —le dije mientras me ponía en pie—. Ahora vuelvo.

Caminé a grandes pasos hacia la escalera, subiendo los escalones de dos en dos para
alcanzarla. Phoebe estaba por entrar a su habitación cuando la llamé. Sus ojos humedecidos
trataron de apartarse de mí.

— ¿Phoebe? —me acerqué y alcé su barbilla—. Eh, nena ¿Por qué llores?

Disfrazó el hilo de dolor en sus ojos con una carcajada.

—Nada, Ted. Es que me s-siento muy…muy… —volvió a reír—. Me siento abrumada por
tantas emociones.

Fruncí el ceño.

—Es por Daniel, ¿verdad?

Su rostro se descompuso en una mueca de dolor.

—No —gimoteó—. Sí.

—Oh, Phoebe —la atraje hacia mi pecho y comenzó a llorar—. No llores, pequeña. Sabes
cómo odio verte llorar.

—Es que… —gimoteó—. He intentado todo, Ted, pero no puedo olvidarlo. Tú trataste de
decirme que no lo hiciera, pero lo hice.

—No puedes mandar el corazón, cielo. No es tu culpa —le acaricié el pelo—. Quisiera poder
evitar que sufras tanto, pero no puedo.

—Soy una estúpida.

—No, él es un estúpido. Tú eres una mujer maravillosa. Daniel se está perdiendo de algo
precioso contigo.

—Lo dices porque soy tu hermana.

—Lo digo porque eres mi hermana —asentí—, pero también porque eres increíble, Phoebe.

—Adulador.

—Terca.

—Estúpido.

—Bruja.

Phoebe soltó una carcajada. Una sonrisa involuntaria se dibujó en mis labios.
«¡Ya es suficiente, Ava!»

«Deja de comportarte como un estúpido»

«Parker, ¡basta!»

Phoebe y yo nos miramos al unísono. Oh, no.

—Amanda —grité.

Bajé los escalones de dos en dos hasta el lugar donde las voces se hacían más fuertes.
Parker golpeó a Amanda contra la pared y ella hizo una mueca de dolor. Ava gritaba palabras
al aire, palabras sin sentido que no logré escuchar. Acorté la distancia y aparté a Parker de
ella.

— ¡No te atrevas a tocarla de nuevo, Parker! —bramé.

Me interpuse entre ellos. La ira me cubrió completamente, calentándome la sangre. El nudo de


calor palpitó en mi garganta. Parker me miró fijamente, furioso.

— ¿Y qué si no me da la puñetera gana? —gritó.

Reí sin ánimos y lo siguiente que noté fue como le golpeaba en el rostro. Una vez, dos veces.
Parker cayó, presionándose la mano contra la nariz. El líquido espeso le resbalaba por los
dedos.

— ¡Ted! —gritó Ava.

Cayó al suelo para revisar a su hermano, pero en cuestión de segundos caminó hacia mí y me
dio una bofetada. Solté una maldición mientras la apartaba. Sin embargo, como ella era tan
pequeña, se coló por el costado y agarró a Amanda desde la parte de atrás del cuello. La
arrastró como si fuese un animal, con intenciones de sacarla de la casa.

— ¡Ava! —gruñí.

La tomé de la muñeca, obligándola a soltarla. La sostuve con fuerza de los antebrazos,


incapaz de controlar el coraje y desprecio que sentía por ella.

—No vuelvas en tu maldita vida a tocarla, Ava Grey —grité.

— ¿Vas a defender a esta zorra?

Apreté sus antebrazos con más fuerza, hiperventilando del coraje.

—Cierra tu estúpida boca antes de que olvide que eres mujer.

—Suelta a mi hermana.

Cuando me giré, lo único que alcancé a ver fue el golpe que Parker me propinó en la boca. Me
repuse casi de inmediato y se lo devolví con creces. El cuerpo me temblaba de coraje. Apenas
era consciente de todos los golpes que le había propinado, cegado por el repentino odio que
Ava y él habían sembrado en mí.

—Ted, detente —papá me apartó de él—. Quieto. Eh, quieto.

Inhalé y exhalé con violencia, incapaz de controlarme. Ava gritó una maldición. Acorté la
distancia y la tomé por el antebrazo.

—Si tú o el hijo de puta de tu hermano vuelven a tocar a mi mujer, no seré responsable de mis
actos.

Amanda se acercó, sólo para intentar alejarme de Ava. Ella quiso lanzársele encima, pero
pude detenerla.

— ¡Ava, maldita sea! —la empujé hacia atrás—. Me tienes arto, vete al demonio.

Tomé a Amanda de la mano y la atraje hacia mí. Mamá estaba lívida, abrazada a mi hermana.

—Oye, estoy muy feliz por lo de tu embarazo —le dije, pero la emoción no se notaba en mi
voz—. Pero nosotros ya nos vamos a casa.

Ella asintió despacio, triste.

—Vámonos —le dije a Amanda, pero puso resistencia—. Mueve el jodido trasero, Amanda.
Nos vamos ¡Ahora!

Ella se encogió de hombros y me dejó que la sacara de la casa. Cuando llegamos al auto, una
Ava furiosa se asomó por la puerta de entrada.

—Si prefieres a la hija de ese maldito asesino —gritó—, significa que te vale una mierda tu
familia.

—Descongela tu jodido corazón, Ava —gruñí—. No es que la prefiera por encima de mi


familia, es que estoy enamorado.

Obligué a Amanda a entrar por el lado del pasajero, rodeé el auto y entré, acelerando en
cuanto me fue posible. Respiré profundo tantas veces que perdí la cuenta. Furioso, golpeé con
fuerza el volante mientras el auto salía de la propiedad. Maldije en voz baja. La sangre me
ardía del coraje.

—Ted… —comenzó a decir.

—No hables —gruñí.

Ella suspiró.

—Lo siento.
—No es tu culpa.

—Sí lo es.

—Que no —golpeé de nuevo el volante—. La maldita culpa la tienen esos dos estúpidos e
insensibles que tengo por primos.

—Están preocupados por ti —gimoteó—. Aprécialo.

— ¿Qué lo aprecie? —reí sin humor—. No sabes lo que dices.

—Pero…

—Amanda, basta. Ava y Parker creyeron que podrían tocarte. Están locos como una puta
cabra si creen que podrán sacarte de mi vida.

El silencio se hizo de golpe. Amanda deslizó con cuidado su mano hasta alcanzar la mía, que
seguía presionando el volante con fuerza.

—Gracias —musitó.

Fruncí el ceño.

— ¿Por qué?

—Por defenderme, por cuidarme…

Mi cuerpo se relajó de golpe.

—Eres mi mujer, por el amor a Dios. Estás esperando un hijo mío. Tengo que hacerlo, eso no
lo olvides.

Observé que sonreía.

—Te amo —me dije.

Sonreí.

—Lo sé.

— ¡Ted!

—Yo también te amo, nena.

Capítulo ochentaiséis.
»Punto de vista de Amanda

Tuve que poner mucha paciencia de mi parte para convencer a Ted de que lo curara. No era
un golpe enorme, era apenas un rasguño pequeño, pero no quería que se le infectara. Todo el
tiempo gruñía, o soltaba una maldición. No recuerdo haberlo visto tan enojado alguna vez y la
verdad era preocupante. Se salía de control con una facilidad preocupante.

—Quédate quieto, Theodore Raymond Grey —volví a presionar el algodón con alcohol sobre
el labio.

Hizo una mueca de dolor, pero prefirió permanecer en silencio. Al fin. Yo estaba sentada sobre
sus piernas, en una posición bastante incómoda. Me movía constantemente para
acomodarme, pero creo que en el trascurso del movimiento estaba despertando algo que no
era conveniente.

— ¿Te duele algo? —preguntó con voz pastosa. Tenía el ojo izquierdo abierto, pero no el
derecho—. Deberías no moverte demasiado.

Noté que el calor me inundaba en las mejillas, pero continué deslizando el algodón por su
labio como si nada. Al final, Ted terminó por cerrar ambos ojos, sus hombros se relajaron
visiblemente y una pequeña sonrisa se asomó por sus labios. Me constó un montón
concentrarme. Ted realmente era guapo. Incluso ahora podía notar que era mucho más guapo
de lo que mis ojos ya se habían acostumbrado. Tenía un rostro intimidante. Aunque sus ojos
estaban cerrados, sabía que ocultaba un par de ojos azules incriminatorios, calculadores y
salvajes, pero cálidos y tiernos al mismo tiempo. Cuando sonreía, parecía hacerlo por dos
motivos: porque está tratando de intimidarte o porque está intentando agradarte. Era una
sonrisa insegura, como si temiera que lo rechazaras, lo que me provocaba un vuelco en el
corazón. Su cabello rizado, ahora ligeramente más largo, le caía alborotado hasta las orejas y
lo hacía lucir aún más atractivo, incluso más salvaje. Las cejas, dibujadas a la perfección de
un dios seductor, no eran ni muy claras ni muy espesas. Cuando enarcaba una ceja
acusatoria, mi corazón se desbocaba. La barba de varios días le había lucir mayor, seguro, y
totalmente listo para salir y conquistar el mundo.

Era demasiado atractivo, casi como un delito, pero yo sabía que lo más hermoso de él estaba
por dentro. Es un romántico empedernido, tierno, cariñoso, asfixiantemente sobreprotector y
muy dulce con los niños.

— ¿Terminaste? —preguntó con voz suave.

No había sido consciente de que me había detenido. Entreabrí la boca para respirar. Observé
sus labios, que aún mantenían la sonrisa. Mis dedos se deslizaron con cautela por su barbilla
y su quijada. La barba rasposa me causaba escalofríos y una sonrisa involuntaria se formó en
mis labios mientras me inclinaba para reclamar los suyos. La extraña mezcla de alcohol y
menta me parecieron temporalmente agradables.

— ¿Amanda? —Ted deslizó las manos por mi cintura, apretándome ligeramente a él—. Yo
también quiero, pero…

Enrosqué mis menos en su cabello, presionando mi boca contra la suya con más fuerza,
obligándolo a callar. No podía soportar que me dijera que no podía hacerme el amor, que
debíamos detenernos, que tocarnos sólo estaba llevándonos a la tentación. Pero yo quería
que me tocara, que jugara con mi piel, que su lengua recorriera cada centímetro de mi carne.
Le deseo tanto que me entran ganas de llorar, porque sé que va a rechazarme. Porque sé que
va a poner distancia.

Sin embargo, Ted deslizó sus manos por mis piernas, subiéndome el vestido. La piel se me
erizó ante el contacto de sus manos calientes, tocando con avidez la carne de mi vientre.
Parpadeé varias veces, regodeándome de las sensaciones. Cuando tuve los ojos bien
abiertos, caí en cuenta de que ya no llevaba el vestido. Sus manos me propinaron caricias
suaves en la espalda, sobre la cicatriz. Me arqueé contra él, deseando que no tocase esa
espantosa cicatriz.

—Eres una mujer preciosa —deslizó las manos un poco más arriba y comenzó a
desabrocharme el sostén—. He visto cientos de veces esa cicatriz y no me molesta en lo
absoluto —bajó los tirantes del sostén, quitándomelo por completo. Observó mis pechos,
hambriento— 38C —sonrió ampliamente—. Siempre lo supe. Bendita seas, mujer.

Atrapó uno de mis pechos con la boca, absorbiendo, mordiendo, tomando. Cerré los ojos con
fuerza, permitiéndole a su lengua caliente hacer su trabajo. Deslizó las manos hasta mi
cintura, atrayéndome hacia él con un suave apretón. Mi espalda se arqueó. Su maravillosa
boca chupó con fuerza y una corriente eléctrica se deslizó por mi cuerpo hasta mi entrepierna.
Gimo con fuerza, incapaz de retener el placer en mi interior. Deseaba que me hiciera el amor,
ahora, pero entraría en acción el “no podemos”.

—Oh, no. Ted —gimoteé—. De…detente.

Fuego, todo lo que sentía era fuego. Sus manos acariciaban posesivamente mi cuerpo
mientras su boca caliente y su lengua fina y peligrosa continuaban torturándome.

—Yo también lo deseo —ronroneó—. No sabes cuánto, pero no podemos hacerlo —sonrió
contra mis pechos—. Pero creo poder darte algo de alivio.

Enarqué una ceja, confundida. Ted me sostuvo por la cintura y se levantó conmigo de la
cama. Me sostuve de su cuello, por miedo a caer. Sin embargo, casi al instante, Ted me
recostó sobre la cama. Movió las manos por mis piernas y en menos de un parpadeo noté que
no llevaba mis bragas. Oh, Dios. Estaba desnuda. Y él me sonreía, completamente vestido.
Se arrodilló en el suelo y, halándome de las piernas, me acercó a él.

— ¿Qué vas a hac…?

Mis palabras se quedaron en el vacío. Ted comenzó a deslizar la punta de su nariz por el
interior de mi muslo, cada vez más y más abajo. Muy abajo, lentamente…

—Oh —jadeé cuando su boca llegó a su destino.

Su lengua dibujó círculos sobre mi carne expuesta, de una manera deliciosamente lento. Su
lengua ardiente prosigue con los movimientos sensuales: arriba y abajo, en círculos,
mordisqueando suavemente. Gimo y aferro las manos en las sábanas, absorbiendo el
delicioso placer. No podía pensar en el vergonzoso hecho de que había escogido este preciso
momento, cuando estaba desesperadamente necesitada por recibir placer, para explorar con
su lengua tortuosa mi sexo. No. Lo único que podía pensar era como esa maravillosa lengua
me daba un respiro placentero, como esos movimientos lentos y rítmicos me acercaban más y
más a un alivio urgente.

—Mm —ronroneó.

Su voz estaba preñada de una excitación salvaje, un deseo pecaminoso y extensivo que nos
estaba enloqueciendo a ambos. Gimo, y su lengua sigue dándome placer. Cada vez más
intenso, cada vez más profundo, cada vez más cerca del punto más claro y divino del dolor en
mi vientre.

—Mmm… ¿Yo para qué quiero un postre de vainilla? —sonrió contra mi sexo, deslizando con
suavidad la punta de su lengua—. Tú sabes mejor.

Las mejillas me ardieron, quizá por el comentario, quizá porque el placer era demasiado o
quizá por ambas cosas. Quise poner mi mente en blanco, intentar calmarme, pero estas
sensaciones iban a volverme loca. Todo mi cuerpo ardía y lo único que podía apagarlo era él.

—No…puedo —gimo—. Oh, Dios. Ted, por favor.

Hizo un ruido ronco, pero no se detuvo. Aumentó el ritmo sin piedad, decidido a terminar lo
que había empezado. La culminación era mi única salvación. El dolor profundo seguía
extendiéndose cálidamente por mi cuerpo. Mis músculos tensos se preparaban para explotar,
deseando poder asaltarlo y consumirlo a él también. Lo siento ardiendo, más intenso. Un
poder supremo y exquisito me recorre por la espalda, los brazos, los pechos. Siento que voy a
morir. Estoy viendo el alivio.

— ¡Ted! —grito cuando alzando el clímax.

Él se detiene de repente, jadeando. Ha sido demasiado para ambos, sobre todo para él. No
puedo creer lo que ha hecho, pero una parte perversa y coqueta se lo agradece. La otra, una
más agradecida, sabe que debe corresponderle. Sin embargo, me siento invadida por un amor
inmenso cuando desliza cariñosamente su nariz por mi vientre. Noto que sonríe. Yo sonrío.

—Hola, invasor —murmura bajito, como si temiese despertar a alguien.

Mi corazón late fuertemente, inundado de amor.

—Querías que supiéramos de ti, ¿eh? —besó suave mi vientre—. Nos has dado muchos
sustos.

Cubro mi boca para evitar gritar, pero las lágrimas se escapan de mis ojos. No había hecho
nada para merecerlo. Ted era demasiado para una mujer como yo. Sólo sabía causarle
problemas. Él debería estar con una mujer que le dé alegrías.

— ¿Sabes? La noche que dormimos juntos en el cuarto de hospital —sonrió—, tuve un sueño
precioso.

— ¿Cuál?
—Soñé con una niña preciosa y pequeña. Tenía tus labios y tus pequeñas pecas —volvió a
deslizar la nariz por mi vientre, esta vez con los ojos cerrados—. La sostuve en mis brazos.
Era preciosa, Amanda. Era el cielo tenerla cerca de mi pecho.

Contuve un gritito. Ted había soñado con una niña, una nuestra. La sensación de regocijo y
amor me golpeaba en el pecho, una y otra vez. Se sentía maravilloso, increíble. Era como
caminar por las nubes, hundirse en los suaves algodones y lanzarte de espalda.

— ¿Tienes hambre? —preguntó.

Solté una carcajada.

—No, Ted. Estoy bien.

— ¿No te duele nada? Parker te golpeó contra la pared.

—No te preocupes. Estoy bien —sonreí involuntariamente—. Los dos.

Noté que sonreía contra mi vientre. Aún mantenía los ojos cerrados.

—Prepararé el baño. Creo que nos hace falta un baño con agua caliente.

—Eso sería excelente.

Depositó un pequeño beso en mi vientre y se puso de pie. Me observó tranquilo, como si no


hubiese que preocuparse por nada. Una parte de mí, sabía que él se sentía tranquilo
teniéndome con él. Me había convertido en parte de su vida, pero él se había convertido en la
mía.

Lo que me pareció extraño, es que no se dirigió al baño, sino fuera de la habitación.

— ¿A dónde vas? —le grité.

—Ahora regreso —gritó en respuesta.

Unos cinco, o quizás diez, minutos más tarde regresó a la habitación. Mi mandíbula se abrió de golpe,
sorprendida. Theodore venía totalmente desnudo. El muy señor cuidado-que-te-pillo-de-sorpresa
sonrió lascivo.

—Ven conmigo.

Soporté mi cuerpo con el apoyo de mis brazos.

—Creí que íbamos a darnos un baño.

Ted se encogió de hombros.

—Eso haremos —su sonrisa se ensanchó, se acercó de golpe y me levantó de la cama—.


Prometo que va a gustarte.

Que va, Grey. Lo único que estaba en mi mente era la cercanía de su carne y la mía, juntas y
necesitadas. Notó el hilo perverso de mis pensamientos, porque sus ojos lucían ardientes.

—Todavía no —ronroneó. Enrosqué mis piernas en su cintura, deseando poderlo sentir un


poco más dentro de mí—. No.

Mmm…Ese “no” era tan primitivo…

— ¿Qué planes has llevado a cabo que requiere de nuestra desnudez? La cama está aquí. No
creo que haya lugar más cómodo.

Parpadeó incrédulo. Sus labios se curvearon juguetones.

—La niña aún tiene ganas de jugar —acercó su boca a la mía, únicamente para mordisquear
mi labio—. Sé cómo enfriarte.

Por un momento, mis ojos se llenaron de expectación. Pero Ted hizo lo que no deseaba:
comenzó a caminar por el pasillo, rumbo a un pasillo que no había explorado. De repente, se
detuvo.

— ¿Cambiaste de planes? —canturreé.

Enarcó una ceja. Mm…me pone al cien que haga eso.

—Mira hacia arriba.

Dudé un segundo, pero obedecí. Todo lo que vi fue luz. Un trasparente cristal, igual de largo y
estrecho que el pasillo, se extendía por lo que debería ser el techo. El reflejo me hizo pensar
en agua: trasparente, fresca.

— ¿Qué es eso? —pregunté sorprendida.

—La piscina.

La miré estupefacta.

— ¿Bromeas?

—Eh, no. Vamos a arriba.

Ted continuó caminando por el pasillo. Al final había una escalera hecha de roca, como la
escalera principal, pero ésta subía en espirales. Arriba, hacía frío. El pelo comenzó a
agitárseme por el viento, cubriéndome los ojos. Ted me dejó en el suelo, así que aproveché la
oportunidad para arreglarme el pelo. El destello azul-blanco me parecía una maravilla.
Entonces, lo noté una enorme piscina, de aproximadamente diez o quince metros, se extendía
por el techo de nuestra casa.
— ¿Estás diciéndome que hay una piscina sobre nuestras cabezas? —chillé sin creérmelo.

Ted sonrió burlón.

—Oh, sí —me tomó de la mano—. Ven, vamos a nadar.

Intentó guiarme hasta la piscina, pero yo lo detuve.

—Espera, Theodore. ¡Hace frío! El agua debe estar helada.

—No, nena. El agua está caliente. Tiene un calentador incluido.

Enarqué una ceja, incrédula.

— ¿Enserio?

—Sí —me guió hasta la piscina—. No te metería al agua si estuviera fría.

Sonreí embobecida. Entramos lentamente a la piscina, usando las bonitas escaperas con
azulejos blancos. Mm, estaba caliente. Una delicia. Ted ya estaba hasta el cuello en el agua.
Me sonrió, animándome a entrar. Sus brazos me cubrieron bajo el agua, teniendo extremo
cuidado de no presionarme demasiado el vientre. Mi cabello parecía fuego flotante, a medida
que él nos guiaba por el agua.

—Te dije que estaba caliente —murmuró contra mi oreja.

Un estremecimiento me hico jadear.

—Estás entrando en territorio peligroso —ronroneé—. Hay amenaza de calentamiento


extremo.

Soltó una risita burlona. Dejó descansar su barbilla en mi hombro mientras nos deslizábamos
suavemente por el agua caliente.

—Podría pasarme toda la vida así —susurró.

Mi corazón se ensanchó, desbordado de felicidad.

—Te amo —le susurré.

Mi voz sonaba distinta. Casi como si llorara, pero al mismo tiempo como si le ganara una
emoción infinita.

—Yo te amo más, nena —inhaló la piel expuesta de mi cuello—. Soy un hijo de puta con
suerte. Quizá yo no fui el primero, pero te juro que voy a ser el último.

Sus palabras me abrumaron por completo. No lo merecía, maldita sea. No siempre he sido
buena mujer. Buena amante, quizá. He prestado mi cuerpo para el placer de otros hombres.
Pero a Ted…yo quería darle todo ¿Pero qué le puede dar una mujer como yo, que ha sido
tocada por muchos, a un hombre que se merece una mujer tan pura como él?

Tenía que hacer algo para merecerlo. Y lo primero que debía hacer era quitarle alguna que
otra carga.

«Espero que esto que estás pensando no traiga más problemas», escuché decir a mi
subconsciente.

Asentí mentalmente, totalmente de acuerdo.

Capítulo ochentaisiete.
»Punto de vista de Amanda

Creo haber dormido sólo dos horas porque los párpados me pesaban. Tenía sueño, pero no
podía dormirme. Ted estaba dormido a mi lado, total y absolutamente desnudo. Su desnudez
era maravillosa. En su cuerpo no había una sola marca que pudiese arruinar su belleza, salvo
por un lunar en el pecho. Era apenas visible. Pero, por fortuna, me encontraba tan cerca de él
que podía notarlo. Ese pequeño lunar en su pecho era imponente, como si reclamara todo el
cuerpo sólo para él.

Por ahora, era mío.

Una sensación de desasosiego se incrustó por mis venas. Ted era mío, por capricho o por
derecho, pero era mío. Todo lo que tenía que hacer era merecerlo. Debo ser lo que él
necesite, como me necesite. Debe poder confiar en mí, que sus problemas sean míos y sus
inquietudes sean mis inquietudes.

«Sus problemas sean míos», repitió una voz en mi cabeza.

Asentí cómplice. Me levanté de la cama con extremo cuidado de no despertarlo. De pie frente
a ella, no pude evitar emocionarme al verlo en la cama. Quiero decir: no es la primera vez que
lo veo desnudo, mucho menos. Pero Ted estaba ahí, en la que ahora es nuestra cama. Y se
veía tan sereno, tan tranquilo y feliz que se me rompió el corazón. Cuando despertara, su
perfecto rostro iba a fruncirse por la preocupación.

«Evitemos eso y pongamos manos a la obra», habló mi subconsciente.

Suspiré convencida y rebusqué unos jeans cortos y una camiseta roja en el armario gigante.
Era agradable volver a estar rodeada de mis cosas, aunque la mayoría siguiera siendo nueva.
Una chica, sea como sea, siempre ama tener mucha ropa y en este armario-habitación ropa
era lo que sobraba a manos llenas. Decidí cambiarme allí mismo. Escogí unos tacones rojos
bonitos, pero Ted acabaría gritándome si llegase a enterarse que los había usado. Los
coloqué donde estaban y en su lugar tomé unas cómodas sandalias rojas. Decidida, regresé a
la habitación. Caminé de puntitas hasta la coqueta para no despertarlo. Necesitaba las llaves
de su auto y muy posiblemente su móvil, así que con la consciencia cargada los tomé sin
levantar sospechas.

Suspiré con alivio al verme fuera de la habitación. Fase una, completa. Era hora de la fase
dos: robar su auto. Seguro iba a ser un tanto más difícil, porque había hombres de seguridad
por todos lados. Miré la hora en el móvil de Ted. Las 5:44 a.m. ¿Acaso ellos no duermen?
Intenté abrir la puerta de entrada en silencio, sin éxito. Dos hombres de seguridad se
interpusieron. Mierda.

—Buenos días, señora —habló uno de ellos. Cuerpo alto, voz profunda. Este daba miedo—.
¿Saldrá?

—Eh…sí.

— ¿A dónde?

«Mierda. Piensa, Amanda.»

—Yo… —me aclaré la garganta—. Lo siento, tengo la garganta seca.

— ¿Quiere que le traigamos algo de la cocina?

— ¡No! —grité e inmediatamente traté de componerlo todo con una sonrisa—. No es


necesario. Yo…voy a comprar unas cosas que necesito para esta noche.

— ¿El señor lo sabe?

—Por supuesto que sí —mentí—. No vino conmigo porque está muy cansado.

El hombre junto al otro frunció el ceño.

—Debo preguntarle al señor primero —casi gruñó. De acuerdo, este daba más miedo—. Es el
protocolo, señora.

«¿Por qué mierda me dice señora? Apenas tengo veinte años»

Volví a aclararme la garganta.

—Eh, yo creo que no. Miren: Ted está muy cansado y se pone de mal humor cuando lo
despiertan temprano. Yo iré a comprar unas cosas que necesito…Si ustedes entienden a qué
me refiero.

Los dos hombres casi sonrieron. Los hombres siempre piensan en sexo.

—Sólo dígame a dónde quiere ir, señora —dijo TipoUno.

—Oh, no se preocupen. Ted me ha prestado su auto.

TipoUno y TipoDos se miraron.

—No podemos dejarla ir sola, señora.

—Pero pueden seguirme en su auto —señalé a uno de los autos negros estacionado frente a
la casa—. La verdad quiero manejar. Lo extraño.

TipoUno y TipoDos asintieron, no muy convencidos.

Choqué los cinco mentalmente con mi subconsciente. Me apresuré hacia el Saab, deseosa de
hacer todo esto lo antes posible. Tenía la ligera esperanza de que Ted no se despertara hasta
que haya echo la mitad de las cosas. Podía imaginar cuando se enterase.

«Robaste mi coche, mi móvil, te llevaste a dos de los hombres de seguridad ¿Qué diablos
sucede contigo?»

Casi lamenté hacer esto. Casi, pero no. En el interior del Saab, la verdad es que era mucho
mejor estar del lado del conductor. No conduzco desde los dieciocho. Mi licencia debía estar
en casa de mi madre, en mi habitación, en el segundo cajón de la coqueta derecha, al fondo
junto a mi brasier rosado con volantes de Victoria Secrets. Genial.

Solté un chillido de emoción cuando el motor se encendió. Fue apenas un gruñido, como si
acabase de despertar. El auto comenzó a moverse lentamente. Era una gozada, la verdad. Se
deslizaba con suavidad y era muy cómodo conducirlo. Miré ligeramente hacia atrás, apenas
unos segundos, mientras salía de la propiedad.

«Perdóname por esto, Ted»

Casi al instante observé que un coche negro me seguía. Bien, la fase dos estaba completaba.
Pero, a medida que el auto se alejaba más y más de la propiedad, comprendí que no había
pensado como hacer la fase tres. Mierda.

Miré al móvil sobre el asiento del pasajero.

— ¡Claro, Phoebe!

Logré conectar al móvil en el manos libres del coche. Marqué su número y esperé
pacientemente a que contestara.

— ¡Ted! —chilló molesta, pero luego bostezó—. Son las…seis y nueve de la mañana.

Solté una carcajada.

—Phoebe, soy yo. Amanda.

Escuché un ruido al otro lado de la línea, como si estuviera saliendo de la cama.

— ¿Amanda? ¿Qué haces con el móvil de mi hermano? ¿Qué pasó? ¿Está bien? ¿Estás
bien? ¿El bebé está bien?

—Oh, Phoebe. Demasiadas preguntas. No pasó nada. No te preocupes.

—Entonces… ¡explícame por qué me llamas tan temprano!


—Porque necesito que me ayudes. Robé el auto de tu hermano.

— ¿Qué? ¡El Saab! ¡Amanda!

— ¡Phoebe! —chillé—. ¿Me vas a ayudar o no?

Ella suspiró.

—Bien, ¿qué necesitas?

Sonreí agradecida.

Estacioné el auto frente a la propiedad, nerviosa. Esperaba llegar aquí y sentirme fuerte,
valiente e incluso decidida. Pero, cuando me bajé del Saab, las piernas me temblaban. Incluso
me dio frío. Bueno, igual hacía frío.

—Ya estás aquí —me dije, tratando de infundirme valor—. No puedes echarte para atrás.

Caminé hacia la puerta de entrada y toqué el timbre. Nada. Esperé unos cuantos minutos más
para volver a tocar. Otra vez, nada. Revisé la hora en el móvil. Casi eran las ocho. Volví a
tocar el timbre. Una chica joven de cabello rubio abrió la puerta.

—Buenos días —dijo amable.

Intenté sonreír.

—Eh…Buenos días —me aclaré la garganta—. Busco a Ava Grey.

—La señorita Grey sigue dormida.

—Um… ¿Podría despertarla?

La chica me miró con cara de no-creo-que-sea-buena-idea.

—Por favor —le supliqué—. Es urgente.

—Nina ¿Es Ted? Vi su auto desde la ventana.

Un nudo se formó en mi garganta. Oh, Dios. Que nervios.

—Eh, no —dije—. No es Ted.

Ava se apresuró a la puerta de entrada, mirándome con ira.

— ¿Qué diablos haces aquí? —gruñó.

Uh. En ese momento deseé encogerme y salir huyendo.


«Concéntrate, cobarde»

—Tú y yo tenemos que hablar —dije firme.

Me di unas palmaditas imaginarias en el hombro, a modo de felicitación.

—No —gruñó—. No recibo zorras en mi casa.

Hizo ademán de cerrar la puerta, pero la detuve. Pese a su voluntad, entré a la casa. Podía
sentir que era pez muerto, pero bueno.

— ¡Lárgate de mi casa! —gritó.

Me giré hacia ella, decidida a parecer segura. Pero, a decir verdad, las rodillas seguían
temblándome.

—No me voy a ir, Ava. Nosotras tenemos que hablar.

—Ya te dije que no —me lanzó su mejor mirada de te-odio—. Lárgate.

Suspiré frustrada.

—Ava, escucha… No estoy aquí para caerte bien.

—Ah, de todos modos no lo lograrías.

—Vine aquí por Ted. Sé que no le gusta estar peleado contigo. Siente esa extraña debilidad
por las mujeres de su familia.

—Felicidades.

—Lo que dijo…no lo dijo enserio. Estaba molesto.

—Poesía barata.

— ¡Ava! —grité furiosa—. No te comportes como una niña y escucha. Todo tu jodido problema
es porque Jack es mi padre ¡Pero ese hombre y yo no tenemos nada en común!

—Claro, excepto sangre.

Mis dientes rechinaron de frustración. Era terca. Muy, muy terca.

—Escucha —gruñí—. Jack nunca se ocupó de mí. Eh, que ni siquiera me ha querido jamás.
No somos iguales.

—Pura basura —se cruzó de brazos—. Enserio, nena. No me interesa. Eres una zorra barata.
Sé con cuantos te has revolcado.
Suspiré vencida. No había nada que hacer. No podía justificarme, no en ese ámbito de mi
vida. No había nada bueno en ese oscuro momento.

—Está bien —sonreí sin ánimos—. Tú ganas. Quise venir para arreglarlo todo, pero está claro
que no quieres que esté con él por una que otra razón. Jack y yo no somos iguales, eso es
cierto. Pero… —me encogí de hombros—. Mi antigua vida sexual no es algo de lo que pueda
sentirme orgullosa.

—La verdad yo siento asco.

Me mordí el labio, para evitar llorar.

—Yo igual.

Me giré para marcharme.

—Sólo estás con Ted por su dinero. Te está dando todo. Incluso sexo. Seguro que con esto
estás más que feliz, pero a mí no me engañas. La única razón por la cual le abres las piernas
es para que te de todo lo que no has tenido en tu asquerosa vida, zorra.

Giré mi cuerpo entero sin previo aviso y todo lo que vi fue cuando mi mano golpeó con fuerza
su mejilla.

—Podré ser una maldita zorra, Ava Grey. Pero no me vendo por dinero. Yo estoy con él
porque lo amo —le mostré las cicatrices de mis muñecas—, porque a él no le importa mi
pasado —me giré y alcé la camisa, para que pudiera ver mi otra cicatriz—, porque no le
importa los errores que he cometido.

Volvía a acomodarme la camisa, suspirando desanimada. Cuando volví a mirarla, observaba


con el ceño fruncido mis cicatrices.

—Ted es un hombre increíble —dije—. Lamento mucho que sea un Grey. Lamento mucho ser
una Hyde —acaricié mi vientre suavemente. Una paz me inundó de golpe—. Lo siento, Ava.
Pero no voy a dejarle.

Alcé la barbilla, mostrando orgullo, y me marché. Al atravesar la puerta de entrada me sentí


ligeramente mareada. Genial. Le había robado el auto a mi novio para nada. Peor: cuando se
entere a donde vine va a querer atarme a una silla para que no vuelva a desaparecer.

«¿Qué esperabas? Es Ava Grey: Presidenta de Mal Humoradas Enterprises Holdings, Inc.»

Suspiré frustrada y me volví hacia el auto. Presioné mis brazos alrededor de mi vientre y cerré
los ojos.

—Tienes que ser el pegamento de la familia, mi amor —susurré—. Esto está peor de lo que
pensé.

Abrí la puerta del Saab y me introduje en él.


—Epa, tú ¡Espera!

Alcé la vista. Uau. Ava.

— ¿Sí? —pregunté, procurando mantener mi emoción a raya.

Ava se acercó al coche.

—Tú… —vaciló—. Mm… ¿Estás embarazada?

Enarqué una ceja.

—Pues…sí.

Ava parpadeó. En sus ojos había una lucha muy peligrosa: enojo, tristeza, emoción, coraje.

—Está bien —suspiró—. Sigues sin agradarme, que eso quede claro entre las dos. Pero
bueno. Ted…un bebé —se encogió de hombros—. Hagamos una tregua, mientras nazca el
bebé.

Sonreí triunfante.

—Borra la estúpida sonrisa de tu cara —dijo, pero una pequeña sonrisa se asomó por su
rostro—. Yo…hablaré con Parker. Mm. Quiero saber de esas cicatrices.

Me encogí de hombros, tratando de parecer indiferente.

—Cuando quieras.

Ava frunció el ceño.

— ¿Ted sabe que tienes su coche?

—No —solté una risilla—. Ni su móvil. Mm, ni que me llevé a dos hombres de seguridad.

Ava enarcó una ceja.

—Se va a poner furioso.

Asentí y una loca, muy loca idea, se me formó de repente, haciéndome sonreír.

—Creo saber cómo contentarlo.

—Con sexo —ella asintió—. Típico.

Me mordí el labio.

—La verdad…no podemos. Lo tenemos prohibido. Por el bebé. Es un embarazo un


poco…complicado.
— ¿Enserio? Horrible. Sin sexo, puah.

Sonreí.

—Gracias por escucharme —le dije.

Ella asintió.

—Escucha, eh…Quizá parezca inmadura e impulsiva, pero mi familia… —se encogió de


hombros—. Familia es familia, ¿no?

Sonreí sin ánimos.

—Sí, lo es.

Me despedí de ella y me marché de la propiedad. Aliviada, marqué el número de Phoebe.

— ¿Qué tal te fue con Ava? —preguntó al contestar.

—Conseguí una tregua, al menos mientras nace mi hijo.

Un cosquilleo me recorrió el pecho. Mi hijo. Sonreí involuntariamente.

—Um, Phoebe —observé a mi derecha el centro comercial. Uau, que suerte. Ava tiene el
centro comercial a minutos de su casa—. Necesito otro favor. Bueno, varios.

—Estoy nerviosa, Phoebe.

Phoebe me sonrió feliz.

—Va a salir todo genial ¡Lo he estado distrayendo!

Asentí agradecida. Cuando se me ocurre una idea, parece maravillosa. Sin embargo, cuando
la voy a poner en acción, me tiemblan las rodillas.

—El vestido te queda perfecto —sonrió—. Lo vas a matar de un infarto.

Agradecí que lo dijera. Llevaba puesto un largo vestido rojo, con un corte-escote en la cola
que dejaba ver mi pierna izquierda. Me moldeaba los senos y la cintura, lo cual era excelente.
Necesitaba darle una distracción y que olvidara estar enojado conmigo. La seda del pecho se
enroscaba en mi cuello, envolviéndolo, y cayendo por mi espalda. Los tacones dorados lucían
bien con mi color de piel. Lo mejor es que no eran demasiado altos. Una pulsera de oro y unos
bonitos pendientes quedaban geniales juntos. El cabello, teñido temporalmente de café,
estaba peinado de lado atado con diminutos broches dorados. Me pregunté vagamente que
dirá Ted del cabello teñido. Siempre he querido teñirlo café y esta oportunidad me parecía
excelente.
—Oye, iré a buscarlo —dijo Phoebe—. Enserio, Am, no voy a poder retrasarlo más. Ted sabe
que estás aquí. El único lugar que no ha revisado es este.

Asentí nerviosa.

—S-sí. Búscalo. Y-yo ya tengo t-todo listo.

Ella me sonrió burlona.

—Todo va a estar bien.

Me guiñó un ojo al marcharse.

«Nada va a salir mal».

Ted debe estar en la fiesta de la casa de sus abuelos. Yo, mientras tanto, estaba en una
casita del embarcadero de la misma propiedad. Revisé que todo estuviese listo. La mesa
estaba perfecta, con el mantel blanco, las copas, la pequeña caja negra en medio de la mesa
y los platos esperando a que uno de los meseros sirviera los mariscos que yo misma le
preparé a Ted. Había velas y pétalos de rosas en el piso. Me pregunté a mi misma si no sería
demasiado.

El corazón me latía a prisa. Sentía ganas de llorar. Estaba demasiado nerviosa. Ni siquiera
sabía si la voz me iba a salir o si al último momento voy a terminar desmayada en sus brazos.

— ¿Amanda?

Oh, Dios. Mi cuerpo comenzó a temblar cuando lo vi a distancia, observando la casita del
invernadero con curiosidad. Iba impecablemente vestido con ese traje de lino crema, camisa
de botones blanca y una corbata azul. Estaba tan guapo, tan perfecto, que por un momento
pensé que me desmayaría. Se aproximó a grandes pasos. Basta, Grey. Más lento, por favor.

— ¿Aman…? —sus ojos se fijaron en los míos—. Uau. T-te… —sonrió—. Estás…Mm…Me
dejas sin aire.

Sonreí con nerviosismos. Sus ojos fascinados se volvieron de golpe en incriminatorios.

— ¿Dónde te has metido todo el día? Tú…no estabas en la cama. Te robaste mi coche. Mi
móvil. Te llevaste a los de seguridad, que quizá fue lo más sensato que hiciste en todo el día,
usaste a mi hermana para tus planes y…

Acorté la distancia entre nosotros, temblando como gelatina, y me colgué de su cuello. La


cercanía de nuestros cuerpos, nuestras bocas, le hicieron callar. Una suave melodía comenzó
a sonar. Amaba esa canción, sencillamente. Los ojos de Ted brillaron con intensidad. Suspiró
aliviado y cubrió mi cuerpo con el suyo. Nuestros cuerpos se movieron al suave ritmo de la
música, relajándonos.

—Te ves hermosa —susurró contra mi oreja—. Bueno, todo el tiempo. Pero esta noche luces
particularmente hermosa.

Reí contenta.

—Pero…Te pintaste el cabello.

—Sólo es temporal.

—Mm…Te queda genial. Hacer realidad la fantasía de muchos hombres.

— ¿Cuál?

—La de estar con muchas mujeres a la vez.

— ¡Ted! —chillé.

Soltó una carcajada. Su aliento contra mi cuello me hizo estremecer.

—Así que… —comenzó a decir—. Te escapaste de casa temprano para preparar una cena,
¿o qué?

Uh, mierda. Los nervios volvieron a gobernarme. Me aparté de él y le sonreí.

— ¿Sabes? —comencé a decir. Mi corazón estaba agitado, como si acabara de sufrir una
carrera de tres kilómetros—. Cuando hablé con Phoebe, me dijo que en este lugar Christian le
pidió a Ana que se casara con él.

Ted sonrió. Debe ser un recuerdo bonito para él.

—Pensé que sería un lugar especial para ti.

Ted asintió.

—Sí, lo es —dijo—. Mamá y papá hablan de este lugar con ilusión. Pero… ¿por qué lo sacas
a colisión?

Sonreí.

—Ted —di dos pasos hacia él—. Tú eres maravilloso, de verdad. Eres el hombre que
necesito, el hombre que siempre he querido. Eres el amor de mi vida. Vamos a tener un hijo y
eso es un regalo precioso que no sé cómo agradecerte —estiré el brazo hacia la mesa y tomé
la caja negra—. Te compré algo.

Sonrió curioso. Extendí la caja hacia él y la tomó con cuidado, abriéndola lentamente. Frunció
el ceño.

—Creo que este no va a servirme —me mostró un anillo pequeño de plata—. Es un anillo de
mujer.
Reí nerviosa.

—Ay, Ted —suspiré y tomé el anillo que aún seguía en el estuche—. Este es para ti —respiré
profundo—. El anillo representa algo, pero tú tienes que decírmelo.

— ¿Decirte qué?

Mi cuerpo entero tembló.

— ¿Quieres casarte conmigo, Ted?

Ted parpadeó, incrédulo. El lugar me daba vueltas.

— ¿Qué? —preguntó, confuso.

Solté el aire de golpe.

—Yo…Ted, siempre haces cosas grandiosas por mí. Es mi turno. Quiero ser buena para ti. En
el momento que tengas que presentarme ante alguien, quiero que te sientas orgulloso de la
mujer que llevas de la mano.

—Pero Amanda…

—Espera, Ted. Si vamos a ser pareja, quiero que…que estemos bien. Voy a mejorar.
Estudiaré, me haré cargo del restaurante, me superaré y cuando menos te lo esperes estaré a
tu altura. Y sé que vas a sentirte orgulloso de la mujer que seré. Pero quiero hacerlo a tu lado.
Cásate conmigo.

Sus labios se curvaron en una sonrisa.

— ¿No debería ser al revés?

—Eso no importa, Theodore. ¿O te avergüenzas de que sea una mujer la que te pida
matrimonio?

Ted sonrió ampliamente, tomó el anillo que tenía en mis manos y se lo colocó en el dedo
anular de la mano izquierda. Tomó mi mano izquierda y colocó el pequeño anillo en mi dedo
anular.

—Escucha —tomó mi barbilla y la levantó para que lo mirara fijamente—. Estoy muy orgulloso
de la mujer que eres. Eres excepcional. Un hombre como yo no puede pedir más. Si vas a
superarte, hazlo porque de verdad lo desees, no para estar a mi nivel. No hay niveles entre tú
y yo —su sonrisa se ensanchó—. Acepto.

Envolvió sus brazos alrededor de mi cuerpo y me besó. Mi cuerpo entero se relajó. Este
magnífico hombre aceptó casarse conmigo. Por primera vez en mi vida me siento realmente
completa.
Capítulo ochentaiocho.
»Punto de vista de Ted

No recuerdo alguna vez haber comido tanto. Me dije muchas veces que probaría la comida,
pero no podía llenarme. Sin embargo, estaba en mi segundo plato. Los mariscos estaban
deliciosos y la combinación del vino era excelente. Quizá sea que no quería negarme. Esta
noche era una especial. Incluso había olvidado por un largo lapso de tiempo que
estábamos en la casa de mis abuelos y que al otro lado de la propiedad se estaba llevando a
cabo la cena de beneficencia anual. Pero debía ser sincero conmigo mismo: en este instante,
en este precioso y maravilloso, lapso de tiempo, sólo tenía tiempo para ella.

Esta noche Amanda me había deslumbrado como jamás lo había hecho. Casi podía saborear
lo dulce de sus inseguridades, inseguridades que la orillaron a llevar a cabo toda esta locura.
Una locura, sí, pero una locura que me hizo comprender lo mucho que esta mujer valía.

— ¿Quieres más?

Me ofreció un poco de los camarones en salsa naranja, pero ya estaba lleno. Sin embargo,
ella se servía como si llevara todo el día sin comer.

—Veo que tienes hambre —susurré.

Amanda soltó una risita mientras devoraba el camarón. La verdad era precioso verla comer.
Una parte de mí suspiraba tranquilo, la otra dio un brinco de miedo. Mierda, estaba comiendo
sólidos.

—Eh, espera —gruñí, golpeando la mesa—. Sólidos. Estás… ¡Estás comiendo sólidos!

Amanda abrió los ojos como platos.

—S-sí. Lo sé. Yo hablé con tu abuela, tranquilo.

Entrecerré los ojos.

—Recuerdo que dijo…

Puso los ojos en blanco y siguió comiendo. Me levanté del asiento y la obligué a levantarse.

—Estoy comiendo —gimoteó—. Espera unos minutos.

—No. Vamos a buscar a mi abuela y le preguntaré si te permitió comer sólidos ya.

—Rayos, Ted —se limpió la boca con la servilleta—. Eres un aguafiestas.

Le sonreí burlón, atrapando su cuerpo con ambos brazos.

—No me malinterpretes, nena —deslicé mi pulgar por su labio, saboreando la dulce textura de
una boca prometedora—. Sólo quiero que todo esté bien.
Ocultó su rostro en mi pecho, como si algo la avergonzara.

—Necesito hablar con Christian —dijo.

Ese tono de voz…

—Sobre Jack —vacilé.

Ella asintió.

—Escucha —alcé su rostro. Sus ojos conectaron con los míos. Ojos salvajes, sensuales—. Sé
que debes hablarle de aquello que sabes, sea lo que sea, pero hoy… —reclamé su boca.
Apenas era un suave tacto, nada del otro mundo, pero fue casi como una tormenta eléctrica—.
Papá está feliz con el embarazo de mamá. Está allá afuera con su familia compartiendo ese
amor que está sintiendo por un nuevo hijo.

Instintivamente, mis manos se deslizaron a la calidez de su vientre.

—Estoy enloquecido de felicidad —sonreí contra su boca—. Además voy a casarme con mi
mujer.

Sus mejillas se tiñeron de rojo, un rojo sensual y agradable.

— ¿No te molesta? —preguntó en voz baja.

— ¿Molestarme? —agité la cabeza—. No, nena. Reconozco que a veces soy un poco…tardo.

—Oh, no es eso —se apretujó contra mí—. Sólo quería que supieras cuanto te amo.

Volví a sonreír contra su boca. Mm…Su boca estaba distrayéndome. Maldita boca tan dulce.
Maldito este deseo que me consume.

— ¿Aún tienes hambre? —susurró.

Su cuerpo se tensó junto al mío, expectante. Sus ojos se oscurecieron, captando el repentino
doble sentido de mi voz.

—Siempre tengo hambre —respondió sonriente.

Nuestras bocas seguían juntas, por lo cual podía sentir cada fibra de su cuerpo deseándome
de la misma manera brutal y salvaje que yo a ella.

—Podríamos pasar al interior de la casa —mis manos se movieron automáticamente por su


cintura, cortando con nuestros cuerpos el espacio invisible entre nosotros—. Me muero de
hambre.

Jadeó contra mi boca. Su aliento chocó en mi rostro, deleitándome con el sabor dulce de un
buen vino. La tomé de la mano y nos encaminamos rápidamente hacia la casa grande. Mis
sentidos estaban desorbitados, como si hubiese bebido varias botellas de vino y no supiera
que estaba haciendo. De todos modos, ahí estábamos los dos: escabulléndonos al interior de
la casa como si fuéramos delincuentes.

Amanda apretaba mi mano. Sé lo que pasaba por su mente. La imagen de nuestros cuerpos
juntos se había convertido casi en un capricho sexual. La clave estaba en respirar profundo,
cerrar los ojos por un segundo y olvidarme de todo. Lo malo es que no funcionaba. La tenía de
la mano, podía sentir el calor de su cuerpo traspasarse por el mío con el simple gesto de una
caricia y yo la deseaba. De la forma que pudiese tenerla, no importaba como.

Por desgracia, Ava nos detuvo cuando íbamos a entrar.

—Los he estado buscando. A ambos —balbuceó algo que no entendí, pero pude escuchar
como sus tacones resonaban por el suelo mientras se acercaba—. Dense la vuelta, que
amables.

Amanda soltó una carcajada apenas audible y me obligó a girarme hacia mi prima. Ava estaba
muy guapa: usaba un largo vestido negro, un escote sencillo en el pecho, pero enorme en la
espalda y el cabello elegantemente recogido. Si yo fuera su padre, no la dejaría usar ese
vestido. Podía ver su espalda totalmente. No estaba ni la mitad de encantadora que Amanda,
pero bueno.

— ¿Qué quieres, Ava? —repuse tajante.

No había olvidado todavía lo que pasó la noche anterior, ni de cerca. Seguía queriéndola lejos
y seguía queriéndola ahorcar. Ava puso los ojos en blanco.

— ¿No le dijiste, o sigue arisco conmigo porque se ha convertido en su rutina?

Tuve la sensación de que no hablaba conmigo, sino con Amanda. Ella se encogió de
hombros. Correcto, habla con ella.

—Supongo que este es el momento donde me dices de qué está hablando —siseé.

—Bueno —Amanda suspiró—. Esta mañana…

—Muy temprano —agregó Ava.

Amanda la fulminó con la mirada.

—Esta mañana, fui a casa de Ava para hablar.

— ¡A su casa! —grité furioso—. Muy sensato.

—Ted, escucha.

—Ay, por Dios —Ava se agitó el pelo invisible que le caía sobre el rostro—. Fue a mi casa,
discutimos, yo la eché, pero siguió hablando y bla bla bla —sonrió divertida—. La cosa es que
hicimos una tregua.
Enarqué una ceja. Ya, ahora sí estaba confundido.

— ¿Una tregua? —pregunté.

Ava asintió.

— ¿Una tregua? —repetí.

Ava volvió a asentir, poniendo los ojos en blanco ¿Confundido? No, sorprendido. Amanda
había logrado razonar, si puede decirse de esa manera, con la señorita irracional. Mientras las
observaba a las dos, primero a una y luego a la otra, algo dentro de mí explotó. Era como una
corriente eléctrica que se extendía desde mi corazón, corriendo enloquecida por mis venas, y
estallara en la palma de mi mano. Lo que sea, se sentía bien. Era cálido, relajante y relajante.

Reaccioné cuando Ava me golpeó en el brazo. Au.

—Estás idiota —siseó.

Puse los ojos en blanco.

— ¿Qué quieres, Ava? —le espeté.

—Te estaba diciendo, pero no sé si estás distraído o me ignoras a propósito, que hablé con
Parker y…

—Ah, aquí están.

Adriadna soltó un silbido como siempre que hacia cuando encontraba algo, o alguien, que
buscaba. Adriadna también venía preciosa: un vestido largo blanco, con cinturilla de
diamantes, el cabello atado por un broche de plata y un escote en los senos. Las mujeres
Grey decidieron ponerse escotes esta noche.

— ¿es que no les da frío? —gruñí—. Ponganse un abrigo o algo. Tú, Ava. Ese escote en la
espalda está demás.

Ava me puso los ojos en blanco.

—Y tú, Adriadna ¡Puedo verte los pechos!

Hico ademán de cubrirse, pero desistió. Me mostró su mejor sonrisa manipuladora.

—Amanda tampoco viene muy abrigada.

—Iba a poner solución a eso.

«Quitándole el vestido en una habitación en privado, pero Ava nos interrumpió»

Sonreí inmediatamente. Creo que las dos captaron mi sutil indirecta.


—Pervertido —sisearon Ava y Adriadna a la vez.

—Tu familia sí que te conoce —canturreó Amanda.

Puse los ojos en blanco.

—El equipo dinámico triple A —susurré a son de broma.

Las tres soltaron una carcajada.

—Los estaba buscando porque vamos a empezar la… —Adriadna frunció el ceño y su mirada
se mantuvo fija sobre mi hombro— ¿Tú quién eres?

Amanda y yo nos giramos al unísono. La conexión eléctrica entre nosotros se acabó cuando
soltó mi mano para abrazar a William. Madre mía.

—William —pronuncié, alarmado—. ¿Cómo lograste entrar?

William simplemente me dedicó una sonrisa mientras abrazaba a su hermana. Cerró sus ojos
un momento mientras la abrazaba con fuerza, pero supuso que debe haber recordado que
estaba embarazada porque soltó el abrazo. Le depositó un beso en la frente y volvió a
abrazarla. Admito que la escena en sí era conmovedora, pero de todas maneras un escalofrío
de desconfianza divagó por mi columna vertebral.

—Epa, lo que nos faltaba —chilló Ava—. El otro hijo de Jack.

— ¡Ted! —se quejumbró Adriadna—. Ay, por Dios ¡Segur…!

Logré taparle la boca.

—Espera un segundo —le dije.

Apartó mi mano de un solo golpe.

—Este…No sé si acabas de darte cuenta, pero ese tipo tiene a tu novia… —frunció el ceño—.
De acuerdo, la está abrazando. Pero… ¿no se supone que es el hijo malo? Estaba ayudando
a Jack.

Amanda soltó una carcajada. William le besaba el vientre, sonriendo. Um, ¿quizá era la
emoción de convertirse en tío? Con este hombre era difícil saberlo.

—Ya —Adriadna se cruzó de brazos—. No parece tan malo. Casi tierno ¡Pero es igual! ¿Qué
hace aquí? Tu padre va a ponerse frenético ¡Todo mundo sabe que él y su padre secuestraron
a tu novia.

Mierda. Papá.

—Este —comencé a decir, pero me detuve cuando esos pares de ojos azules
escalofriantemente iguales voltearon a verme—. William, tienes que irte. Si papá te ve aquí…
William miró a su hermana.

— ¿No le has dicho? —Amanda se mordí el labio— ¡Amanda! Pero… —soltó una maldición—.
¿Estás loca? ¡Christian tiene que saberlo!

—Ay, William —chilló ella—. Lo sé. Quería decirle hoy, pero es que han pasado tantas
cosas…

—Santo Cristo, Amanda. ¡Lo primero que debiste hacer es decirle! ¿Qué te dije? ¡Jack no
actúa solo! —volteó a verme—. Tu padre ¿Dónde está? ¡Hay que hablar con él!

—Um, yo creo que no. Si te ve…la verdad no creo que te permita salir de esta casa. No al
menos entero. Quizá después de una buena paliza…

Amanda me fulminó con la mirada. Uh…tranquila.

—Es en serio, William. Mi papá va a romperte en pedazos. Yo que tú…

—Es guapo —comentó Adriadna.

Hice una mueca de desaprobación.

— ¿Qué? —le espeté.

Se sonrojó.

—Um…el chico…es guapo.

—Oh, no —gruñí—. Ni lo intentes.

Ava le lanzó una mirada a William.


—Viéndolo bien, Adriadna tiene razón.

— ¿Qué? —gruñí.

—Te lo dije —canturreó Adriadna.

—Te quiero lejos de él —le espeté.

—Me quieres lejos de todos los chicos. Sólo dejas que salga con Charlie.

—Es gay —gruñí—. No te podría una mano encima.

—Exacto —se cruzó de brazos—. Y sólo dije que era guapo.

William se encogió de hombros mientras le sonreía a Adriadna.

—Eh —gruñí—. Deja de sonreírle. Adriadna, no le coquetees ¡Pobre de alguno de los dos! —
señalé a William—. Tú, no la toques. Ni siquiera sueñes con hacerlo. Lo digo en serio.

—Eh —alzó las manos—. No he salido con chicas.

—Ah —suspiré aliviado—. Eres gay.

Me sonrió a son de burla.

—Te aseguro que no. Ni un poco.

Adriadna sonrió. Oh, maldita sea. ¿Qué pasa con las mujeres de esta familia?

— ¿Alguna vez mencioné que me gustan los hombres decididos? —extendió la mano a
William—. Soy Adriadna Grey. Un placer.

William aceptó el saludo. Oh, sí. Sigue tocándola.

—William Hyde —le sonrió—. Próximamente William Sullivan.

Amanda frunció el ceño.

— ¿Vas a cambiarte el apellido por el de mamá?

— ¿No cambiaste el tuyo?

—Es diferente —se encogió de hombros—. A mí me adoptaron.

—Como sea. No quiero seguir usando el apellido de Jack.

—Amen —asintió.

—Pienso que William Sullivan se escucha mucho más sexy que William Hyde —comentó
Adriadna, soltando el saludo—. Suena algo misterioso.

William le sonrió en respuesta.

—Oye, ya basta —gruñí. Empujé a Adriadna hacia el jardín—. Ve a tomarte un poco de agua,
quizá unas seis o siete copas, a ver si se te baja la calentura.

Me hizo una mueca y haló a Ava. Antes de desaparecer en la oscuridad del jardín, le lanzó
una sonrisita a William.

—Es mi prima —gruñí.

—Deja de ser tan gruñón —me guiñó—. Sales con mi hermana y yo no digo nada.

—Es distinto.

William asintió.
—MI hermana está embarazada. Tu prima… —observó el lugar por donde Adriadna y Ava se
habían marchado—. Bueno, no está nada mal. Yo diría que está frustrada sexualmente, ya
que su primo no le permite coquetear con nadie.

—Cállate.

Alzó ambas manos, pero su expresión mostraba que estaba divirtiéndose.

—Como sea, tienes algo de razón: no puedo quedarme mucho tiempo —abrazó a Amanda—.
Sólo quería verte, saber cómo estás y decirte que mamá te extraña demasiado.

Amanda gimoteó.

— ¿Le dices que yo también, por favor?

William le sonrió.

—Claro, pequeña. Ah, te traje algo —rebuscó en los bolsillos de su pantalón—. No es nada
especial, pero… ¿Dónde mierda lo puse? ¡Ah!

Extendió hacia ella algo pequeño, como una foto. Amanda deslizó la mano por la foto y sus
ojos se humedecieron.

—Qué bonita foto ¿Cómo la conseguiste?

—Mamá me la dio —le dio un beso en la frente—. Pensé que deberías tenerla tú.

—Vale, gracias.

Sonreí involuntariamente. Hace mucho no la escuchaba decir “vale”.

—Tengo que irme —sujetó el rostro de su hermana con ambas manos—. Habla con Christian.
Lo digo en serio. Yo he seguido monitoreando a Jack, pero no tengo la más mínima idea de
donde esté metido. Ni Elena, ni su sobrina. Pero sería excelente que Grey esté al tanto y use
esos fantásticos contactos que tiene.

Amanda asintió. William le dio el último abrazo antes de desaparecer en la oscuridad. Me


seguía preguntando como es que había burlado la seguridad.

—Oye… —rodeé su cintura con mi brazo—. Será mejor que vayamos a la cena.

Ella asintió. Observé la foto. Dos niños pequeños, gemelos, siendo cargados por una mujer de
sonrisa amplia. Oh…

—Son ustedes —dije—. Tanya, William y tú.

Ella asintió y se guardó la foto en su escote. Sus senos retumbantes captaron mi atención.
Mm…Sus senos eran muy bonitos.
—Deja de mirarme así —soltó una carcajada—. Son sólo pechos.

—Mm…pero son unos pechos muy bonitos. Luego de un par de besos obtienen un rosado
muy encantador.

—Oh, Dios ¡Cierra esa boca!

—Por favor…Podría darte una lista entera del color que obtiene tu piel cuando la beso,
principalmente tu…

—Ya cállate, Ted. Me avergüenzas.

La atraje hacia mí, abrazándola por la espalda. Mi erección golpeó contra su trasero mientras
mis manos tocaban su sexo por encima del vestido. Gimió y la excitación trascendió hasta mi
miembro.

—Tengo muchos planes con tu cuerpo —inhalé de la piel de su cuello—. No tienes la más
mínima idea de lo que podría hacerte en este preciso momento.

Amanda gimoteó, luchando con las sensaciones que mis caricias le propinaban. Sus gemidos
eran suaves, alentadores, pero ardiente y apasionados. Podría escucharla gemir todo el día.
Traspasaba su deseo por mi cuerpo. Me enloquecía. Su aroma, un aroma tan mujer, estaba
consumiéndome. La calidez de su sexo era abrumadora. Una nueva oleada de placer nos
devoró a ambos, regodeándonos de la exquisitez más pura del deseo. Podría derrotarla contra
la pared y poseer su cuerpo, hacerlo mío. Vaciar el deseo en su interior. Comer de ella,
alimentarme de su propio placer. Necesitaba enterrarme en su cuerpo, perderme y olvidar los
problemas. Quería que gritara mi nombre, que mi lengua navegara en su piel hasta que ella no
pudiese soportarlo más, que suplicara por mí, por más de mí. La quería desnuda, su boca en
mi piel, mi boca en su piel. Que fuéramos sólo ella y yo.

—Uh ¡Ted! —gimió—. Oh, por favor. Detente.

MI cuerpo se apretó más contra ella, torturándonos a ambos.

—La cena —gimoteó, aferrándose a su único plan de escape—. Debemos…ir a…oh…la cena.

—Lo sé —le propiné suaves caricias a su sexo—. La noche promete sensuales promesas.

—Oh, Dios ¿Qué estás planeando?

—Es una buena noche para jugar un poco.

— ¿Cómo?

La hice girar en un movimiento rápido. Nuestros cuerpos quedaron cerca, golpeándose. Clavé
mi erección en su vientre, extendiendo el deseo.

—Podemos improvisar —ronroneé.


— ¿Siempre has sido así de explícito con todas las mujeres?

—No —mordisqueé su labio—. Sólo contigo.

Capítulo ochentainueve.

Mamá le está extendiendo la tarjeta con los precios de la subasta anual. Su atención estaba
en las palabras de mamá, pero su mano traviesa se deslizaba con cuidado por mi muslo. Me
concentré en evitar un movimiento brusco que nos pusiera sobre aviso. Continuó deslizando la
mano arriba y luego hacia abajo, discreta.

—La propiedad en Aspen es de Christian —le explicó mamá—. Phoebe, Ted, Christian y yo
solemos ir todas las vacaciones navideñas ahí. Christian ha estado buscando una casa más
grande para ir este año. Ya no cabemos todos ahí.

Amanda me apretó el muslo. Actuaba a ciegas, buscando con efervescencia un punto en


específico. No, nena. Más arriba.

—Papá tenía una propiedad cerca de Aspen —le comentó Amanda. Hizo un movimiento
rápido y extendió la mano hacia mi abdomen—. La vendimos para conseguir dinero cuando
enfermó.

Amanda apartó la mano cuando el mesero colocó la comida frente a ella. Hice una seña con la
mano para que no sirviera el mío. Aún estaba lleno por la cena de la casita del embarcadero,
pero Amanda…

—Uh, hace mucho que no como un Spätzle —inhaló discretamente—. Lækkert.

Sonreí involuntariamente. Hace mucho no la escuchaba hablar danés.

— ¿Sabes hablar danés? —le preguntó mamá, impresionada—. Ted también lo sabe.

Amanda soltó una risita.

—Lo sé.

Asentí.

—La primera vez que la escuché hablar danés me dijo que era un maldito imbécil.

—Oh, Ted ¿Pero qué le hiciste para que te dijera eso?

Me encogí de hombros. Digamos que nunca había caído en cuenta del por qué.

—Me besó a la fuerza —sonrió burlona—. Me acosó sexualmente en el trabajo.

Mamá me lanzó una mirada acusatoria, y volví a encogerme de hombros.


— ¿Qué clase de pervertido he criado? —chilló.

Papá a su lado, que se había mantenido en silencio, se aclaró la garganta. Mamá puso los
ojos en blanco.

—Claro… —agitó los hombros—. El padre.

Papá levantó las cejas, denotando buen humor. Amanda deslizó la mano por mi muslo
nuevamente, tomando con tranquilidad el tenedor y devorando la cena. Continuó deslizándola
hasta alcanzar el broche de mi correa. Detuve el transcurso de su mano, enroscando mis
dedos en los suyos.

—Deberías dejar de hacer eso —susurré tranquilamente.

Hizo una mueca mientras masticaba.

—A propósito ¿No acabas de comer hace quince minutos?

— ¿Eso qué? —extendió la mano hacia la copa de agua—. Tengo hambre.

—Comiste dos veces.

— ¡Ese fuiste tú!

Hice una mueca. Es cierto.

—Tú igual.

—Déjame comer —dio un trago a la copa—. Que no se te olvide que tú tienes la culpa.

— ¿Yo?

Me miró con burla.

— ¿Estás de guasa? —carcajeó—. Hablo del embarazo.

—Oh, claro. Bueno…la culpa es de ambos.

Agitó los hombros y siguió comiendo. Mientras lo hacía, divagué lentamente por los
alrededores con la mirada. La mesa frente a la nuestra estaba repleta por la familia Sullivan,
propietarios de un viñedo maravilloso. La pena era saber que la familia era demasiado
ambiciosa y que las clases sociales lo eran todo. Gente de su “clase” no se mezclaban con
alguien inferior. Me pregunté vagamente, sólo siguiéndole la corriente a mi curiosidad, qué
pensarían si alguno de ellos llegase a enterarse que mi novia había sido mi secretaria un
tiempo atrás…Bueno, no es que me importase mucho.

Dos mesas a la derecha observé a la familia Smith, los de la editorial. Thalía Smith, la hija de
papi, me observó con enojo. Creo que no ha olvidado aquella noche meses atrás cuando la
rechacé. Um…recuerdo esa noche. De verdad tenía ganas de llevarme a Amanda a la cama.
La observo de reojo, limpiarse la boca, y sonrío. Al final lo conseguí, pero luego no quise que
se marchara.

—Uf, no puedo comer más —refutó.

Observé su plato vacío y solté un silbido.

—Milagro, pues. Tres platos en una noche.

— ¡Yo no comí dos veces!

—A ver —intervino papá—. Ya me ha dado curiosidad ¿De qué cena en particular hablan?

Amanda se sonrojó.

—Diles tú —musitó.

—Claro —chasqueé la lengua—. Déjamelo todo a mí.

Papá alzó la ceja, expectante. Esperó con sus ojos grises firmes clavados en los míos por una
explicación. Tomé la mano izquierda de Amanda y la alcé ligeramente, para que ambos
pudiesen ver el anillo. Mamá se cubrió la boca con ambas manos, emocionada. Papá…bueno,
él simplemente asintió.

—Me parece bien —comentó—. La chica está embarazada y…Se han tardado.

—Christian… —murmuró mamá—. No empecemos.

— ¿Qué? —gruñó—. Cuando tuvimos a Ted, estábamos casados. Estos dos son muy jóvenes
—miró a Amanda—. ¿Qué edad tienes?

Amanda volvió a sonrojarse.

—Um, veinte años.

Él abrió los ojos como plato.

— ¡Veinte! —parpadeó horrorizado—. ¿Ves? Se han tardado. No queremos que su familia


piense que no te harás responsable.

Bufé.

— ¿Le parece que no he respondido, Christian Grey? He hecho más que responder, no te
preocupes.

—Ah, pero qué tontería —repuso Amanda, cruzándose de brazos—. Ted y yo nos casaremos
cuando estemos listos. Por ahora, nos comprometidos ¿No es así, Ted?
Hice una mueca.

—Yo preferiría que lo hiciéramos pronto, nena.

Puso los ojos en blanco. Casi podía sentir su irritación.

—Vale, no hemos hablado de fechas. Ya lo haremos. Después.

Sonreí burlón.

—Necesitas relajarte, nena.

—No estoy tensa ni nada —parpadeó inocente—. Sólo que tu padre trata de ponerme como
una chiquilla.

—Eres casi una niña —gruñó él—. Al menos, cuando me casé con Ana ella tenía veintiún
años.

—Sólo era un año mayor que yo, Christian. Relájate—estiró el brazo para tomar la copa y
darle un trago al agua—. Te puede dar un infarto.

Le sonrió divertido.

—La verdad, lo dudo. Un hombre puede mantenerse en forma con una vida sexual activa muy
plena.

Mamá puso los ojos en blanco.

—Christian, a ellos eso no les interesa.

—Si no les interesara, no habría un niño de por medio ¿No lo crees? Vamos, Ana. Tú hijo
embarazó a una chica dos años menor que él.

—Sólo se pasan por dos años, Christian. Ya déjalos en paz. Tu hijo ya no es un niño y sabe lo
que hace.

Amanda asintió, satisfecha. Papá suspiró y envolvió con cuidado a mamá en sus brazos.

— ¿Falta mucho para la subasta?

—La cena se solía servir antes de la subasta, pero ahora es al revés. Calculo que en unos
diez minutos, más o menos. ¿Por qué?

— ¿Podríamos dar un paseo o algo así? Tengo ganas de caminar.

—Yo creo que no —interrumpió papá—. La subasta ya va a empezar —se puso de pie y
ayudó a mamá—. Ahora regresamos.

Amanda suspiró frustrada.


—A veces pienso que lo hace adrede.

Agité la cabeza, divertido, y envolví mis brazos alrededor de su cuerpo.

—Oye —se mordió el labio—. ¿Puedes traerme algo de jugo? Se me antoja un jugo de
naranja —parpadeó tierna—. ¿Puedes?

Eché la cabeza hacia atrás.

—No tengo otra opción, ¿o sí?

—Mm…no.

—Bueno —la besé en el pelo—. ¿Sólo el jugo?

—Sí.

—De acuerdo, ahora regreso.

Me levanté perezosamente de la silla y caminé a grandes pasos hasta la cocina. Tuve que
detenerme varias veces para saludar a alguno de los invitados, pero corté con ellos de la
manera más educada posible. En la cocina estaba la abuela.

—Hola, cielo —depositó un beso en mi mejilla—. ¿Necesitas algo?

—Yo no —sonreí—. Amanda quiere un jugo. Uno de naranja ¿Tienes?

Sonrió cariñosa y le pidió a una de las muchachas de servicio que sirvieran un jugo de
naranja.

— ¿Ella como se ha sentido?

—Bien, abuela. Afortunadamente no le han dado nauseas ni mareos.

—Oh, pero le darán. Es normal en los embarazos —me acarició la mejilla con cariño—.
Tendrás que prepararte para los antojos, cariño.

—Uh, yo creo que ya empiezan a darle —arrugué la nariz—. Quería preguntarte algo,
aprovechando que estás aquí.

La muchacha de servicio le tendió el vaso de jugo a la abuela, quien luego me lo pasó a mí. El
naranja intenso se veía apetecible.

— ¿Puedes servirme uno a mí, por favor? —le pedí.

La muchacha asintió. La abuela le sonrió para agradecerle.

—Bueno —habló—. ¿Qué querías preguntarme?


—Hace un rato, Amanda estaba comiendo mariscos. Esos son sólidos. Ella me dijo que se lo
autorizaste.

La abuela asintió.

—Lo he hecho, sí. Pero no te preocupes, cariño. Los mariscos tienen unas vitaminas y
antioxidantes que le sentarán muy bien.

Suspiré aliviado.

—Bueno, me alegro.

—Quisiera pedirte que, por favor, la llevaras conmigo en una semana para revisarla.

Fruncí el ceño.

— ¿Hay algo malo?

—No, cielo. Sólo quiero asegurarme que todo pase normal —sonrió cariñosa—. Es mi primer
bisnieto.

Sonreí ampliamente, agradecido que ella sintiera la misma emoción por la noticia. La
muchacha me entregó el otro vaso y me despedí de la abuela. Mientras caminaba de regreso
a la mesa, tomé el jugo sorbo a sorbo. Estaba bueno. Observé desde lejos que Amanda
hablaba con una chica de cabello oscuro. Caminé con lentitud. A ella le sentaría muy bien
tener amigas. De hecho, no recuerdo que alguna vez mencionara a alguna. Pero esa
chica…La conocía…Maldita sea. Es Juliett Sullivan. Amanda seguía sentada, pero podía ver
la irritación en su rostro desde aquí. Juliett había permanecido de pie frente a ella.

—La verdad no esperaba verte aquí —masculló Juliett.

Amanda respiró profundo.

—Yo tampoco —siseó.

—Pensé que tu padre había perdido el zoológico.

—Lo hizo.

—Entonces, ¿qué haces aquí? —hizo una mueca de preocupación terriblemente fingida—. El
colmo sería que seas una de las representantes del centro. Seguramente tienes problemas
con las drogas, ¿a que sí? Con esa vida que llevabas…

—Comienzas a hartarme, Juliett —gruñó—. No tengo deseos de armar un escándalo, así que
voy a pedirle a tu única estúpida neurona que dejes de fastidiarme.

Uh. ¿Acaso estas dos se conocen?


—Escucha, cielo —se acomodó el cabello—. Antes de que puedas llegar a mí, van a sacarte a
patadas. Piénsalo, nena.

Amanda se levantó del asiento de golpe. Las bebidas cayeron al suelo cuando ocupé los
brazos para detenerla, interponiéndome entre Juliett y ella.

— ¿Qué está pasando aquí? —gruñí.

Amanda respiró profundamente, intentando calmarse. Juliett, sin embargo, sonrió.

—Te lo dije, nena —canturreó—. ¿Tienes una idea de quién es él, cielo?

«¿Tienes una idea de lo harto que me tienes con tus “cielos”?»

La verdad hacia mucho tiempo no hablaba con Juliett. Ahora podía recordar que odiaba
cuando se refería a todo mundo por “cielo”. Irritante.

—Te lo voy a presentar —me señaló—. Es Theodore Raymond Grey, el nieto de los dueños
de esta casa.

—Mira, Juliett —murmuró entre dientes, furiosa—. Sé perfectamente quien es —soltó el aire
de golpe—. Ted es mi novio —le gritó, poniendo énfasis en el mí. Ya, la verdad se sentía
genial—. Así que más te vale que te alejes de él, zorra.

Juliette inspiró furiosa e intentó golpearla, pero detuve su mano en el trayecto.

—No vas a ponerle la mano encima, Juliette —repuse calmado—. Voy a pedirte amablemente
que te retires de la propiedad.

—No me voy.

La fulminé con la mirada, descargando el coraje en un reflejo intuitivo contra sus ojos furiosos.

—No logras intimidarme, Ted —se cruzó de brazos—. ¿Sabes de donde conozco a tu
noviecita? Se acostó con mi hermano.

Mis dientes rechinaron por instinto. Amanda forcejeaba con mi agarre para liberarse y
golpearla.

—No me importa una mierda —gruñí—. ¡Fuera!

— ¡Tienes de novia a una zo…!

No sé cómo, ni cuando, pero Amanda estaba delante de mí, obsequiándole una cachetada
que resonó por encima de la música del piano. Se hizo un silencio terrible, casi salvaje.

—No me hagas hablar de lo que hizo tu hermano, Juliett —gruñó por lo bajo—. Tú me llamas
zorra, pero yo le tengo muchos calificativos poco afectivos al cerdo de tu hermano.
—Mi hermano no es un cerdo, zorra de mierda.

Otra cachetada resonó. Debería detenerla, pero…Bueno, a decir verdad Juliett se lo merecía.

—Juliett —intervine—. Voy a pedirte que saques tu jodido trasero de aquí, ahora, antes que yo
mismo lo haga. Y me va a importar muy poco si parezco un caballero o no. Insultaste a mi
novia, lo cual quita el calificativo de dama hacia ti. Fuera. Ahora.

Juliett rechinó los dientes del coraje y se marchó de la mesa. Sujeté a Amanda del brazo y la
llevé hacia la casa.

— ¿Para qué me llevas hacia la casa? ¡Quiero irme de aquí!

—No —repuse irritado—. Tú y yo tenemos muchas cosas de que hablar.

Capítulo noventa.

Quisiera poder decir que habíamos tenido una conversación normal, pero no. Esta discusión
hace mucho había pasado de normal y tranquila. La sala familiar repentinamente había
adoptado un aroma a guerra. Amanda estaba furiosa, aunque eso podía entenderse. Pero yo
no tenía ninguna razón para estarlo. Sin embargo, lo estaba. Me sentía profundamente irritado
de una manera tan absurda que acababa por irritarme aún más.

—Estoy esperando que me respondas —gruñí—. ¿Te acostaste con él sí o no?

— ¿Cuál es tu afán por una respuesta? —gruñó en respuesta—. Me resulta extremadamente


humillante que trates de saber cosas como esa.

—Ah, ¿y según tú por qué?

— ¡Porque yo no te he preguntado por las mujeres con las que te has acostado, Ted! —gritó—
. Y no se me antoja hablar de los hombres con los que me he acostado.

— ¿Ese es el jodido problema? —solté una maldición—. Esas mujeres forman parte del
pasado, por el amor a Dios.

— ¿Entonces por qué me sigues preguntando? —se pasó la mano por la frente—. Si no
pregunto por tus pasadas experiencias sexuales, ¿por qué tienes que hacerlo tú?

—Me parece que, si vamos a formar una familia, lo menos que debe haber entre nosotros son
secretos.

— ¡Bien! —se cruzó de brazos—. ¿Por qué no empiezas tú?

Me paso la mano por el pelo, exasperado. Que difícil era tratar con ella. Estaba furiosa, lo que
equivale a poco tratable. Pero yo seguía presionándola para que me respondiera ¿Yo que iba
a esperar? ¿Me llegaría a gustar la respuesta?
«Desde luego que no».

Era cierto, no iba a gustarme. Imaginarme que algún otro hombre la tocara, sobre todo si lo
conocía…La sangre me hirvió de celos. Sí, maldita sea, eran celos. Cierto es que ella me
había contado sobre sus ex amantes, si pudiese llamarse así, pero en ese instante no me
había importado. Sin embargo ahora esos hombres del pasado parecían resurgir de un
infierno barato, tardío y masoquista.

Mi instinto posesivo gritaba: «¡Ella es tuya!» Y sabía que así era, pero hace algún tiempo
había sido de otros hombres…

«Pero ahora es tuya»

De eso no había duda, asentí. Pero me preguntaba si era capaz de vivir así, sabiendo que ella
ocultaba cosas de sus pasadas experiencias por no-sé-que-razón. ¿Y qué si otro hombre la
había complacido más que yo? ¿Y qué si ese otro era Baxter Sullivan, el hermano de Juliett?

«No vas a permitir que te la quite, ¿o sí?»

No, gruñí mentalmente. Ni siquiera iba a darle oportunidad de acercarse a ella.

—Raymond Grey —musitó ella. Cuando veo sus ojos, éstos parecen dos bolas de fuego azul.
Casi me sentí incluso intimidado—. ¿Ves? Es muy fácil cuando eres tú el que hace las
preguntas. Bien, ahora soy yo quien espera una respuesta.

—Mejor dejemos de lado el tema.

—Pues no —se cruzó de brazos—. ¿Qué me escondes?

— ¡Santo Cristo, Amanda! Pero qué difícil es hablar contigo.

— ¿Conmigo? —bufó—. Tú empezaste.

—De acuerdo, pero quise terminarlo.

—Claro, claro. Pero cuando te apliqué la misma técnica que a mí.

Solté una maldición mientras lanzaba golpes al aire.

—Tienes una aterradora forma de sacarme de mis casillas —me pasé la mano por el pelo—.
Dejemos de lado este tema y…

—Ah, no… —caminó hacia mí, pero al doblarse sin querer el tobillo tuve que sostenerla para
que no se cayera— ¡Santa mierda! Maldición.

— ¿Te duele?

Me golpeó el brazo con fuerza.


—Au, sí..au… —se sostuvo de mi hombro—. Ayúdame a sentarme.

La sostuve de la cintura y la ayudé a sentarse sobre el sillón. Se masajeaba el tobillo, dejando


claro el dolor reflejado en su rostro. Alcé su vestido para quitarle los zapatos.

—Te dije que no era buena idea usar tacones —refuté de mala gana.

— ¡Esto es culpa tuya! —chilló.

— ¿Mía? No, nena. Yo no uso tacones.

—Has estado los últimos diez minutos —gimoteó de dolor— fastidiando con el mismo tema.
No me dejas pensar.

—Ya olvidemos eso —sostuve con cuidado su pie—. ¿Quieres un masaje o prefieres que
busque a mi abuela?

—El masaje suena bien.

Sonreí burlón y deslicé los dedos por su pie, presionando con suavidad el lugar donde le dolía.
Amanda se recostó sobre el sillón, regodeándose de un poco de alivio. Pelear con ella era
estúpido. Ronroneó de satisfacción cuando comencé con masajes más cómodos.

—Lo siento —rezongó—. Estaba molesta.

—Supongo que puedo llegar a ser un poco tedioso de vez en cuando —musité sin mirarla,
concentrado en el masaje.

—No eres tú —gimoteó de satisfacción—. Mm, sí. Ahí —suspiró—. Juliett estaba
fastidiándome la existencia. Me puso los pelos de punta del coraje.

—Conozco a Juliett —presioné un poco el tobillo con caricias suaves—. Es guapa, pero
irritante.

—Vale, me alegra que la encontraras guapa.

Sonreí al notar el terrible doble filo de su sarcasmo.

—La familia de Juliett tiene uno de los mejores viñedos americanos —le expliqué—. Papá los
conoció hace cinco, no, seis años en la reunión anual del Vino Empresarial y…

Amanda soltó una carcajada.

—Oh, me acuerdo de esa reunión —se presionó el vientre—. Mm…te veías muy sensual
bañado en vino.

Puse por ojos en blanco. Sus cambios de humor eran tan volátiles…

—Lo que sea —recosté su pie en el sillón y me senté en el suelo—. ¿Tú de donde la
conoces?

Enarcó una ceja, dejando claro lo obvio. Claro…por Baxter. Amanda suspiró.

—Acuéstate en el suelo —dijo.

La miré extrañado.

—Hazme caso.

Puse los ojos en blanco, pero la obedecí. Crucé las piernas, las manos sobre el pecho y
esperé mirando hacia el techo.

— ¿Aún quieres saber lo de Baxter?

«Sí».

No. Gr, maldita sea ¿Quiero o no?

—No lo sé —admití.

Suspiró. Se hizo un largo silencio entre nosotros que duró un largo y agobiante minuto.

—Perdí mi virginidad con Baxter —musita con rapidez.

Inhalé con fuerza y expulsé el aire violentamente. De acuerdo, esto ya ha sido demasiado.

—Ya veo —musito en voz baja.

—Lo siento —susurró con voz apenas audible—. Es que me has insistido y…

—No te preocupes por eso, nena.

—Oye… —extendió su mano hacia mí y mi resistencia cayó cuando ese toque eléctrico rosó
nuestros dedos—. No me gusta hablar de eso. Fue una mala experiencia. Sólo se lo he
contado a John, pero hablar de eso con mi hermano es extraño. Te amo, Ted, pero…no sé si
quiera que sepas sobre esto.

Apreté su mano.

—No voy a juzgarte si es lo que temes.

Observé a sus ojos volverse pequeños, confirmando que ese era su miedo.

—No hay nada bueno que contar sobre eso —dijo. Suspiró y clavó la mirada en el techo—. Él
estaba borracho, el olor a alcohol no me excitaba en lo más mínimo pero decidí acostarme con
él —apretó mi mano—. Si pudiese revertir el tiempo, no lo hubiese hecho. Baxter es un sucio y
no tiene idea de cómo hacer que una mujer se corra.
Me miró de reojo y se ruborizó. La confesión me ha pillado por sorpresa y no sabía cómo
responderle. Ella se deslizó del asiento al suelo, tropezándose con el vestido. Se recostó
sobre mí y soltó una carcajada.

—Estúpido pie —se alzó y logró acomodarse mejor, con su rostro enrojecido junto al mío—.
Hola.

Sonreí.

—Hola —ronroneé—. De una u otra forma, siempre terminamos en el suelo.

Sonrió tímida. Um…

—Hay algo que quiero decirte —se desplomó totalmente sobre mí, presionando todo su
cuerpo sobre el mío—. Baxter fue una de mis peores experiencias. No estoy interesada en
verle de nuevo, mucho menos volver a acostarme con él. Tiende a hablar con sus amigos de
las mujeres con las que se acuesta, así que no es mucho de mi agrado.

Hizo una mueca, dejándome saber que había sido así con ella. Debo recordarme a mí mismo
hacerle una visita pronto junto a mis amigos puño derecho y puño izquierdo.

—Al único que podría llamar caballero es a ti —confesó sonriente—. Tengo la irritante idea de
que piensas que puedo desear estar con alguien que ya estuve, pero yo no quiero eso ¿Qué
mujer va a dejar a un hombre como tú por esa cosa llamada Baxter?

Sonreí idiotizado. Eran las palabras más encantadoras que he escuchado los últimos diez
minutos.

—Te juro que me enloqueces cuando sonríes —asaltó mi boca, sobresaltándome con el
beso—. Pones a mis hormonas a trabajar tiempo extra.

—Me gusta eso —sonrío burlón.

—Oye… ¿Te molesta si nos vamos? Con la discusión de Juliett, la nuestra, el maldito tobillo…

—Entendí, tranquila —suspiré y rosé mi nariz con la suya—. Voy a avisarle a los demás para
que vengan a despedirse, así no caminas demasiado.

—Que amable —se burló.

Me levanté del suelo con ella, la cargué y la coloqué sobre el sofá. Sujetó mi corbata y me
obligó a chocar nuestros labios de un jalón.

—Si te tardas, no me vas a encontrar completa —ronroneó.

— ¿A qué te refieres?

—Estoy a dos besos y un rose de explotar. Necesito con urgencia un baño de agua fría.
— ¿De verdad? —deslicé suavemente mi mano por su cintura, y un gemido suave se escapó
de sus labios—. Te creo, nena. Necesitas algo frío.

Haló más de mi corbata, chocando nuestros cuerpos con impaciencia.

—Me conformo con algo caliente también —sus ojos eran oscuros, un azul peligroso y denso,
cuando me miraron.

—Baño frío —asentí—. Con urgencia.

Ella soltó una carcajada y me soltó la corbata. La verdad tenía que salir de esa habitación. Ese
intenso y desenfrenado deseo se esparcía en mi interior. Respiré el fresco aire cuando me
hube fuera de la casa. Era sencillo: buscar a mi familia, despedirnos e irnos a casa. Una casa
que ocultaba en sus muros muchos deseos urgentes y debíamos contenerlos. Esto prometía
guerra.

Cuando llegué al jardín, la subasta estaba en pleno apogeo. Mierda. Papá se pondría furioso
si lo interrumpo. Irritado, me recuesto de la mesa de las listas, pero desde aquí nadie puede
verme. Estaba muy oscuro. Ni modo, a esperar. El maestro de ceremonias anuncia la estancia
de un fin de semana en el Hotel Heathman de Portland que alcanza la primera cifra de treinta
mil dólares. Mierda, aún falta la subasta de tres propiedades más.

Quizá debería volver con Amanda…

— ¿Y qué vas a hacer? —preguntó un chico cerca de donde estaba, pero no podía verlo.

—Me la voy a llevar a la cama de nuevo. Amanda se ha desarrollado bastante bien.

La primera voz se rio. La segunda, irritantemente, la reconocí. Baxter. Me acerqué con


cautela. Los dos estaban sentados en el pasto, en un lugar donde nadie podría notarlos a
menos que los hubiesen escuchado hablar.

—Te será muy difícil, Bax —dijo la primera voz—. Tu ex-zorra está con el Grey Hijo.

—Bah, me vale una mierda. Que le guste a mi hermana, no es mi puto problema. Lo que
quiero es follarme a Amanda de nuevo. Esa mujer está de infierno ahora. Nada que ver
cuando me la follé por primera vez.

El furor del coraje me estranguló. Di pasos rápidos hacia esa parte del jardín. El olor del cigarrillo era
desagradable, pero mucho menos que verle la cara de soy-un-hijo-de-puta-sin-vida.

—Grey —masculló con asco al verme.

—Baxter —musité con desprecio—. ¿Fumando de esa porquería en la casa de mi abuela?

Me lanzó una mirada febril y arrojó el cigarro al suelo, aplastándolo con el pie. Se puso en pie
y me dedicó una de sus sonrisas despreciables.

—Me enteré que estás en turno con Amanda.


Apreté los puños con fuerza, mientras le obsequiaba mi sonrisa más irónica.

—En turno, no. Ella no es una prostituta, espero entiendas.

—Bueno —se metió las manos en los bolsillos—. Tiene una fama muy oscura, no sé si te has
enterado ya.

—Conozco muchas cosas que tú desconoces, Baxter. Como, por ejemplo, cómo tratar a una
mujer. A una dama.

Sonrió irónico, pero podía observar en sus ojos como la cólera se formaba.

—Esto…te daré un consejo. Amanda…Amanda no es una dama, chico. Es una puta, ¿si me
entiendes? Le abre las piernas a quien le conviene.

Tragué saliva. Le doy apenas dos minutos a este cabrón…

—Apuesto a que has sido tan idiota que le has dado regalos caros —sonrió victorioso—. Yo te
lo digo, chico. A esa puta le das una cosa que valga un mundo y te abre las piernas. Y ahora
con el rumor de que está embarazada —alzó la ceja—. La putita te está amarrando, ¿eh? Y
pensar que quizá ni sea tuyo…

Hubo un segundo donde mi mente se desconectó de mi cuerpo y me encontré a mí mismo


golpeándolo. Una y otra vez en el rostro. El dolor se expandió por mi brazo, pero me sentía
demasiado hambriento de golpes que no podía pararme. Deseaba matarlo. Deseaba poder
hacerlo pedazos de la manera más cruel. Que conociera el dolor de verdad, que no pudiese
levantarse de su jodida cama en mucho tiempo. Que aprendiera la única y sencilla lección que
me empeñaba en enseñarle: ningún hijo de puta podría ensuciar el nombre de mi mujer, dudar
de ella ni de la paternidad de mi hijo. Los dos eran míos y estaba dispuesto a defenderlos de
todas las jodidas formas posibles.

Le golpeé una vez más en el rostro y Baxter cayó en un ruido sordo sobre el suelo húmedo del
jardín. Una gran cantidad de sangre brotaba de su nariz y boca. Parecía desorientado, pero le
lancé varias patadas a sus costillas. Soltó varios gemidos de dolor e intentó cubrirse. Alzó las
manos. Suplica, bastardo, suplica.

—Y-ya…—balbuceó incoherente.

Me incliné sobre él y le asesté un par de golpes más en su jodida boca. Debe recordar el dolor
durante días. El dolor le enseñará que su boca jamás debe pronunciar el nombre de Amanda.

—No vuelvas en tu puta vida a pronunciar su nombre —musité sin aliento—. Esa es mi mujer,
bastardo de mierda. Es mi hijo. Yo lo hice ¿Me entiendes? Es mío. Vas a aprender a
respetarla, hijo de puta. O juro que vas a conocer quién demonios soy realmente. Y esto,
Baxter, es sólo una puta probadita. Vuelves a insultarla y te mato.

Me sacudí el saco, pero las mangas estaban manchadas de sangre. Me lo quité y lo eché en
el primer bote de basura que hallé. Caminé de vuelta hacia la casa. Observé de reojo que la
subasta todavía no había acabado. En el interior de la casa, Amanda estaba medio dormida
sobre el sofá. Al verme, se desperezó y me regaló una de esas sonrisas que sólo ella sabe
dar.

— ¿Y tus padres?

—La subasta no ha acabado —le dije. Me acomodé en el sillón junto a ella y la envolví en con
mis brazos—. De modo que tenemos unos minutos para nosotros.

— ¿Y tu saco? —preguntó.

Sonreí culpable.

—Olvida el saco —besé su pelo—. No es importante.

Ella suspiró y dejó caer su cabeza sobre mi pecho. Los nudillos me dolían, realmente me
dolían. Pero luego la veía a ella, envuelta en mis brazos, y nada importaba. Sí, todo valía la
pena.

Capítulo noventaiuno.

—Un paso primero, luego otro. Uno, dos, Uno, dos.

Me golpeó en el brazo.

—Dios, Ted —se aferró a mi cintura—. Eres tan raro.

—Sólo estoy bromeando. Anda, sostente de algo mientras abro la puerta.

Amanda se sostuvo del precioso arbusto en el pequeño jardín de entrada. Sostenía los
tacones dorados. Rebusqué las llaves en mi bolsillo, pero no lograba encontrar una mierda.
Sólo tenía las llaves del auto, la caja del anillo (que al tocarla no pude evitar una pequeña
sonrisa de satisfacción), el celular y la billetera. Las llaves de la casa no estaban. Intenté abrir
la puerta, pero tenía seguro. Tomé la billetera. Recuerdo haber guardado una copia… ¡Aja! La
llave estaba junto a dos paquetitos plateados. ¿Preservativos? ¿Cuándo mierda los había
puesto?

—Los estoy viendo desde aquí —canturreó.

Solté una carcajada mientras tomaba la llave.

—Si eres de esos hombres que lleva preservativo en sus billeteras, ¿por qué no los usaste
conmigo?

Me encogí de hombros, evadiendo la respuesta. Cuando la puerta estuvo abierta, la tomé en


brazos y entré con ella. Sentí el replique del dolor en los nudillos, pero hice caso omiso.
Amanda dejó caer los tacones en el suelo del recibidor, provocando un ruido seco. Ocultó su
rostro en mi cuello y soltó una carcajada.

—Tienes una risa muy dulce —comenté con voz melosa. Lancé una patada a la puerta para
cerrarla—. Por fin en casa, madre mía.

—Estoy loca por quitarme el vestido y ponerme ropa de casa.

—Yo te ayudo con el vestido.

Volvió a soltar una carcajada.

—Contaba con eso —canturreó—. Pero hay algo que quiero saber. Sobre los preservativos.

Puse los ojos en blanco mientras subía las escaleras.

—No sabía que los tenía —le expliqué—. Ni siquiera recuerdo haberlos puesto.

—Antes de conocerte, antes de que estuviésemos juntos, ¿salías con otra mujer?

Me detuve en seco frente a la puerta. Estiró el cuello para conseguir verme.

—Salía con otras mujeres, Amanda. Pero era sólo era sexo. Siempre fui claro con ellas.

Sus ojos se clavaron en los míos, analizando y asimilando cada una de mis palabras.
Lentamente, una pequeña y hermosa sonrisa se dibujó en su rostro.

—Como nunca me has aclarado que sólo quieres sexo conmigo, estás en problemas. No
pienso desistir. Ahora me cumples.

— ¿Y no es lo que he estado haciendo?

—Sí, pero quiero que tengas presente que no pienso marcharme.

—Ni debes preocuparte —tanteé con cuidado en busca de la cerradura. Al hallarla, le di una
suave patada a la puerta para abrirla—. Veo muy difícil que te deje marchar.

Su sonrisa se amplió. Me conduje hacia la cama y la recosté sobre ella. Amanda tomó mi
corbata con ambas manos, obligándome a permanecer sobre ella.

— ¿Por qué no vamos a nadar un poco? —sugirió.

— ¿Qué hay de tu tobillo?

— ¿Qué más da? Tú puedes sostenerme, ¿no?

Incliné la cabeza, asintiendo y disintiendo a la vez.

—Supongo que sí —dije.


—Entonces, ¿por qué no pones a calentar el agua de la piscina mientras me desvisto?

Ella alzó las cejas, sugerente. Le sonreí perverso a modo de respuesta.

—La verdad eso de nadar desnudos resulta —haló de mi corbata, acercándonos más—
deleitante.

—Y supongo que tendré que cargarte como la otra vez —me acerqué a su boca,
mordisqueando su labio suavemente. Un pequeño rose, luego un mordisco suave y luego el
extenso y sonoro beso—. Ya sabes: esas cosas pasan cuando usas unos jodidos tacones de
tres metros…

—No eran de tres metros, por Dios. Y sólo me tropecé un poquitín.

—Um… ¿Y te sigue doliendo?

Se ruborizó.

—Un poco.

—Entonces, la moraleja, ¿cuál es?

—Ah, no ¿No usar tacones?

—Exactamente.

— ¿Me lo vas a prohibir? —gimoteó.

—No, no precisamente. Pero, dadas las circunstancias, ese doblez de tobillo pudo evitarse.
Pudiste usar algo más bajo.

—Vale ¿Si uso algo más bajo, no te comportarás tan gruñón?

—No estoy siendo gruñón.

—Uh, pero pronto va a salir. En estos últimos días me has estado gruñendo demasiado.

—Anda, quítate ese vestido para darnos ese bendito chapuzón —le gruñí.

Soltó una carcajada.

—Te lo dije —canturreó.

Me quité de encima y desanudé mi corbata.

—Iré a calentar el agua. Tú deshazte de ese vestido, mujer.

—Sí, señor —musitó burlona.


Me di media vuelta y caminé hacia las escaleras que dan al techo.

El móvil comenzó a sonar frenéticamente. Observé la hora en la pantalla. Mierda, eran las seis
y diez de la mañana. ¿A qué jodido loco se le ocurriría llamar a esta? hora Volví a observar la
pantalla. Oh, claro. Papá.

—Hola, papá.

Lo que me hizo levantarme de golpe fue reconocer que él estaba llorando.

— ¿Qué pasa, papá? —pregunté alarmado.

—Ha —se le cortó la voz—. Sucedió algo y… —estalló en sollozos—. Ted…

Papá maldijo en voz alta. El corazón se me disparó del pecho, latiendo tan fuerte que
comenzaba a dolerme.

—Madre mía, ¿pero qué estás sucediendo? Comienzas a asustarme.

Amanda se desperezó a mi lado, observándome confundida.

— ¿Qué sucede? —preguntó.

— ¿Papá? —insistí—. Ya dime que está pasando.

—Es Phoebe —jadeó—. Ella…

— ¿Ella qué? —grité.

—No puedo decirte mucho, porque no sé qué coños pasó, pero Phoebe sufrió un accidente
esta mañana mientras salía hacia el trabajo.

Una corriente de aire frío me cruzó por la columna.

—Es urgente que vengas al hospital. Perdió mucha sangre y Ana no puede donar por el
embarazo. Tienes que venir tú. Son del mismo tipo.

Asentí, consciente de que no puede verme. El móvil me resbaló de las manos, cayendo
ruidosamente al suelo. Santo cielo, mi hermana. Mi Phoebe.

«Oh, Dios mío, no. Por favor, no…»

Capítulo noventaidós.

Apenas era consciente del ritmo utópico en que conducía el coche. No era muy bueno en las
mañanas cuando me acostaba tarde a dormir. No era bueno con las malas noticias, aunque
en los últimos meses he recibido más de las que desearía. Pero mi hermana…

Suelto un gruñido de dolor mientras golpeo el volante. No había podido desprenderme de esta
sensación tan dolorosa desde la llamada de papá.

«Phoebe sufrió un accidente esta mañana mientras salía hacia el trabajo.»

Esas malditas palabras me habían estado taladrando la mente durante el viaje. ¿Por qué
permití que Phoebe trabajara en la empresa? Papá se lo había permitido, pero fue gracias a
que le hablé de su buen desempeño. ¿Por qué debía estar dormido? ¿Por qué me había
quedado en casa, cómodamente en mi cama, mientras mi hermana estaba luchando en contra
de la muerte?

«¿Sabes que, aunque seas un obseso del control como papá, eres el mejor hermano que ha
existido?»

Freno de golpe al ver frente a mí el hospital. Un conductor de ambulancia me gritó que


moviera el coche, pero le ignoro rotundamente. Los pasillos extensos y abarrotados de gente
me parecieron interminables. Tenía que llegar a Phoebe. Tenía que saber cómo estaba. Llevo
a la recepción de urgencias, pero no hay nadie que atienda. Maldita sea. Gruño en mi interior
y un deseo innecesario de asesinar a alguien me invade.

— ¡Que alguien me atienda, maldita sea! —grito.

Una mujer mayor aparece. Su rostro lívido me observa.

— ¿En qué puedo ayudarle, joven?

—Mi hermana, Phoebe Grey, la trajeron esta mañana. Tuvo un accidente, no sé más.

—Oh, la señorita Grey —revisa su monitor—. La están operando.

Se me encogieron las entrañas.

— ¿De qué la están operando?

Volvió a revisar su monitor.

—Una de las balas rozó en el pulmón.

Contuve la respiración.

— ¿D-disparos? —balbucí—. Yo…yo había dado por hecho que se trataba de un accidente
automovilístico.

—Al parecer, los disparos asustaron a su hermana y se accidento. Lamentablemente, uno de


los disparos alcanzó a herirla.
Me pasó la mano por el pelo ¡Un hijo de puta quiso matar a mi hermana! Y en ese instante
solo me venía un nombre a la cabeza: el hijo de puta de Jack Hyde.

— ¿Dónde está mi padre, no sabe? —gruño.

La anciana se encogió.

—Está hablando con la doctora Grace, joven. En su oficina.

Asiento agradecido y corro directamente hacia la oficina. Me toca esquivar a unas cuantas
familias que esperan por una noticia, otras que lloran una muerte, otras que no saben qué
demonios está pasando. Cuando llego a la oficina, todo lo que escucho son maldiciones. Abro
la puerta y veo a papá discutiendo con Wallace. Papá me lanza una mirada breve, pero pude
notar todo el dolor, el enojo y la frustración que sus ojos grises cargaban.

—Seguro ha sido Jack —gruño sin esperar respuesta.

Papá lanza una maldición, confirmándolo.

—Ese jodido hijo de puta va a pagar el doble lo que ha hecho —gruñe, y noto que su
semblante es asesino. Podría matar a Jack con sus propias manos.

—Creí que Phoebe tenía medio equipo de seguridad protegiéndola —replico enfadado.

—Eso estamos revisando —aclara Wallace—. Christian ha despedido a todo el equipo,


excepto por mí y Taylor. Nos vamos a reunir y escogeremos al nuevo equipo de seguridad.
Desde luego, no podemos arriesgarnos. Así que el equipo actual debe mantenerse en
posición mientras contratamos gente de confianza.

Papá me observa con el semblante cansado.

— ¿Y Amanda?

Me encojo de hombros, irritado.

—Se ha quedado en la casa.

Miró a Wallace. Éste asintió.

—Iré a reunirme con Taylor —anuncia—. Reorganizaremos de nuevo la vigilancia. Jack no


volverá a tener acceso a la familia.

Papá asiente y él se marcha. Se desploma sobre el asiento, cansado, y parece más añejo.
Introduce su mano en uno de sus bolsillos y saca un papel pequeño. Está sucio y tiene
algunas manchas pequeñas de sangre. Oh, no. Es la sangre de mi hermana. Se me encoje el
corazón de pensarlo, y me debato mentalmente si tirarme al suelo a llorar o intentar
mantenerme tranquilo por papá. Al final, opto por la segunda opción.

—Cuando encontraron a tu hermana, dijeron que esto estaba sobre sus piernas —extiende el
papel hacia mí—. Es un jodido cerdo.

Tomo el papel de sus manos, y con el nudo en la garganta creciéndome con cada desdobles
leo el contenido.

«Esto es por mezclarte con mi hija»

Aprieto el papel en mi mano y suelto una maldición. Eso era todo. Todo esto estaba pasando
porque Amanda y yo estábamos juntos. Porque ella estaba esperando un hijo mío. Porque los
apellidos Hyde y Grey estaban mezclados. Oh, no. Maldita sea…esto era culpa mía. La vida
de mi hermana estaba peligrando por un descuido. Amanda, ese bebé…eran un descuido. La
preferí a ella antes que a mi familia ¿Y ahora qué? Mi hermana podría irse para siempre. Y
todo, mierda, todo iba a ser mi responsabilidad.

— ¿En qué estás pensando?

Me giro hacia papá, que me mira furioso.

—Esto que está pasando… —me paso la mano por el pelo, furioso conmigo mismo—. Es mi
culpa, papá.

Él agita la cabeza.

—Jack quiere que sientas de esa manera. No se lo permitas.

Yo agito la cabeza, contradiciéndolo.

—Por un capricho, mi hermana sufrió este accidente —suelto una maldición—. Me obsesioné
por estar con esa mujer, la hija de Jack ¡Y mira lo que sucede!

—Ya cierra la boca —gruñe—. Jack quiere jodernos la vida como lo hizo hace años. No te
comportes como un niño.

Suelto una maldición y abandono la oficina, frustrado. Papá no va a comprenderme. Estaba


tan furioso conmigo mismo, tan poco raciocino, que me vi a mi mismo caminando como un
deambulante los pasillos del hospital. Vuelvo a pasarme la mano por el pelo, cada vez más
furioso y frustrado ¿Pero qué carajos he hecho? ¡Arriesgué la vida de mi hermana por
Amanda! Mi estúpida relación-obsesión con una Hyde nos había traído hasta aquí. Maldita
sea, Ava y Parker tenían razón. Esperé a que algo como esto sucediera para darme cuenta de
los problemas que ser una Hyde estaba causando en mi familia. Maldita sea, nunca debí
involucrarme con ella.

Observo un espacio vacío en los asientos y me desplomo sobre ellos, presionando mi cabeza
con ambas manos. Amanda…Amanda…Maldita sea, ella es uno de los peores errores que he
cometido. Arriesgué a mi hermana. A mi pequeña Phoebe. Mi pequeña y traviesa hermana
estaba en un peligro espantoso. No podía dejar de sentirme culpable, vil, egoísta…

—Ted.
Trago en seco al escuchar su voz. Escucho sus pasos acercarse, pero de una manera lenta y
cautelosa.

— ¿Qué haces aquí? —pregunto, sin levantar la cabeza.

—Te marchaste de casa —Amanda gimotea—. Me dejaste preocupada. Sólo me dijiste que
Phoebe…que Phoebe había tenido un accidente.

Dejo caer las manos y la observo de reojo. Veo que se acerca y mi corazón se acelera.

—No me toques —le advierto, y ella se detiene.

— ¿Por qué?

Agito la cabeza, me levanto del asiento y continúo caminando. Ella me sujeta del brazo, me
giro bruscamente y aparto su mano.

—No. Me. Toques —gruño, palabra por palabra.

Amanda se aparta y veo en su rostro un destello de dolor.

— ¿Por qué?

—No quiero —me encojo de hombros—. Mejor ve a casa.

—No quiero —se acerca y yo retrocedo—. ¿Por qué me rechazas? ¿Qué hice?

Extiendo hacia ella el papel arrugado. Lo toma dudosa y una expresión de horror se forma en
su rostro al leer el contenido.

— ¿J-Jack? —le tiemblan las manos—. Oh, Dios mío…

—Esto es culpa tuya —gruño iracundo—. Es culpa mía. Es nuestra maldita culpa.

Parpadea mientras su pecho se agita.

—Hazme el favor de irte, Amanda —le digo—. La verdad ahora mismo no me dan ganas de
verte. Lo único que quiero es saber cómo está Phoebe, y para eso no te necesito.

Amanda asiente dos veces y antes de girarse para marcharse, veo como una simple y solitaria
lágrima se escapa de sus enormes ojos azules. Verla marcharse dolía como el infierno, pero
no podía exponer más a mi familia por mi egoísmo.

Capítulo noventaitrés.

La primera semana en el hospital fue la peor de todas. Las buenas noticias: Phoebe había
aceptado bien la operación y, pese a haber caído en un coma, era cuestión de días, quizá
semanas, despertaría. Las malas noticias: me sentía como un bastardo hijo de puta. Hacía
exactamente una semana desde que Amanda había pisado el hospital. El móvil estaba repleto
de mensajes que no había escuchado. Amanda no parecía comprender que no quería hablar
con ella. Pero mi estúpido corazón parece tampoco comprender que esta mierda debía
acabarse. Mientras ella estuviese cerca, en mi familia iban a suceder todo tipo de desgracias.

La segunda semana fue mil veces peor. Amanda no dejaba de dejarme mensajes en la
contestadora del móvil. Yo me sentía cada vez peor. Y peor. Y peor. Me entraban unos
incontrolables deseos de volver a casa, abrazarla con todas mis fuerzas y repetirle
incansablemente que la amaba. Pero luego recordaba a Phoebe y volvía de nuevo a la
antigua posición de brazos caídos. No podía hacerlo. No había pisado la casa desde que me
marché esa mañana rumbo al hospital. He estado viviendo en el Heathman, solo.

La tercera se convirtió en un infierno insoportable. Papá estaba frenético. No dejaba de


repetirme una y otra vez que estaba comportándome como un imbécil bastardo hijo de puta. Y
dolía escucharlo decirme eso. Es como si, de la noche a la mañana, dejara de sentirse
orgulloso de su primogénito. Yo me limitaba a escucharlo, aunque en el fondo sabía que todo
lo que me dijera me era bien merecido. Mamá ni siquiera trataba de calmarlo. Venía a ver a
Phoebe en la mañana y se marchaba en la noche, así que aprovechaba el día entero para
recriminarme y estar de acuerdo en todos los puntos que papá exponía.

En la cuarta semana, cuando se cumplió un mes del accidente, toda mi resistencia y cordura
se fueron a la mierda. El móvil me temblaba en la mano. Deseaba llamarla, escuchar su voz,
pedirle perdón…pero sabía que estaba furiosa. Después de tanto tiempo había hallado el valor
para escuchar los mensajes.

«No sé qué sucedió en el hospital, ni por qué me rechazas, pero quería que supieras que
esperaré a que te encuentres de mejor humor. Te amo»

«¿Qué tal estás? Estoy muy preocupada por ti. Hazme saber que estás bien»

«¿Sigues enojado? Lamento haber hecho algo que te hiciera enojar. Llámame, por favor»

Me salté varios mensajes. Por el tono de su voz, podía deducir que lloraba. Me aferro a la silla,
desesperado. Me sorprendo de la facilidad con la cual lastimo a las personas que amo. Su
último mensaje, dejado ayer, me hiela la sangre de dolor.

«Estoy cansada de dejarte mensajes, de preocuparme por ti.


No quieres hablarme, lo sé. Tu padre ha venido y me lo ha contado. Quizá yo tenga la culpa.
Tal vez debí decirle a Christian lo que sabía de Jack, así él pudiese haber protegido a tu
hermana con mucha mayor eficacia. Pero tú eres un despreciable egoísta, miserable y poco
hombre. Que estés enojado conmigo, que me odies, no tiene una mierda que ver con tu hijo.
Me duele saber que estoy enamorada de un cobarde. Quizá no sea perfecta, quizá no soy tan
buena para ti, pero no voy a permitir que a mi hijo le suceda lo que a mí: crecer con una madre
abusadora, tener un padre que reniegue y lo odie. No va a crecer con una madre que le
guarde rencor al padre, después de todo me hiciste feliz. Gracias por este regalo, pero ya no
puedo soportar más esta situación»

El hueco en el estómago se me expande con rapidez, doliéndome. Ella tenía razón: me he


comportado como un miserable poco hombre. Me he perdido del embarazo, de ver como mi
hijo crece lentamente en su vientre, de su sonrisa de felicidad, de su tranquilidad. ¿Quién la ha
estado cuidando? ¿Estará sola? ¿Se ha alimentado bien, ha dormido suficiente, su salud
habrá mejorado?

«Llámala», gritaba mi subconsciente.

El móvil seguía temblándome en la mano. Estaba asustado. Tenía miedo a su reacción.


Seguramente, al reconocer mi voz, me colgaría. Temo que, si voy a la casa, ya se habrá
marchado. ¿Quién iba a querer vivir en una casa tan grande, cuando no había nadie con quien
compartir algo tan sublime como lo es un embarazo? ¿Cómo voy simplemente a presentarme
ante ella con lo mal que la he tratado? Pero estaba mi familia de por medio… ¿Por qué debía
escoger entre mi familia o Amanda? ¿Entre Phoebe y mi hijo? ¿Por qué debía ponerme yo
mismo tantos obstáculos?

Me levanto del asiento en la sala de espera y camino por el pasillo, halándome los pelos por la
desesperación. Mi mente no dejaba de preguntarse por ella. ¿Doy la media vuelta y la busco?
¿Sigo derecho y visito a mi hermana? Suspiro nervioso y por mi mente pasan muchos
recuerdos. Sopeso muchas cosas: el antes, el después y el ahora. Antes de conocerla, estaba
solo. Me acostaba con distintas mujeres, le daba cosas caras, ambos nos complacíamos y
nunca más volvía a verlas. Pero cuando ella llegó…

Todo fue como un torbellino. Llegó de una manera inesperada. Me atrapó en el primer instante
que sus ojos y los míos se conectaron. Sentí esa energía abrasadora: cálida, electrizante,
hechizante. Y que me parta un rayo. La forma en la que me enamoré de ella fue tan salvaje e
instantánea que apenas pude saborear las sensaciones. Habían pasado a lo sumo dos
semanas de conocerla cuando se marchó. Recuerdo el vacío, las noches frías y dolorosas. Y
cuando ella volvió, todo fue luz y calor de nuevo.

Pero esta vez es diferente. Este frío que sentía yo lo había provocado. Le había pedido que
me dejara, que no me tocara. La había rechazado de una manera cruel, como un hijo de puta
lo haría. Y la conciencia estaba matándome. Imaginé como habría sido Jack con ella:
insultándola, humillándola, maltratándola. Y yo no estaba muy lejos de eso. Hago una mueca
de asco. Jack y yo no estábamos muy lejanos. Estábamos divididos por una delgada línea
invisible. Él era un miserable canalla. Yo me hallaba cada vez más cerca de ese descriptivo.

«Llámala»

Agito la cabeza con violencia. Llamarla no es buena idea. No iba a desear hablar conmigo. Y
no estaba seguro si yo lo deseaba. No estaba seguro de querer regresar a sus brazos y
exponer a mi familia.

«Tú otra familia también está expuesta»

Suelto una maldición, la cual me gruñe en la garganta. He dejado a mi hijo a un lado por mi
familia. Pero él, o ella, también era mi familia. Suelto otra maldición. Mierda. Mierda. Jodida
mierda. Sostengo con fuerza el móvil y marco el número de la casa. Suena. Suena. Sigue
sonando.

—Contesta, con un demonio —gruño.


«La familia Grey. En estos momentos, el hombre prospecto está de culo en un hospital. Si
quiere dejarle un mensaje, dígale de mi parte también que es un imbécil»

Pongo los ojos en blanco. Está furiosa. Y, la verdad, no la culpo. De todas maneras, haber
escuchado su voz unos segundos había aliviado un tenue desesperado deseo por escucharla.
Ahora debía conseguir hablarle de verdad. Decido dejarle un mensaje.

—Hola, nena —me aclaro la garganta—. Necesito hablar contigo. Llámame.

Cuelgo. Me doy una bofetada mental por imbécil. Vuelvo a llamar y dejo un nuevo mensaje.

—Mira…sé que me he comportado como un idiota. Necesito hablar contigo, por favor. Quiero
arreglar esto, sí es que aún hay una oportunidad de hacerlo. Regrésame la llamada.

Cuelgo. Hago una nota mental: otro golpe en la cabeza, ésta vez por lento. Vuelvo a llamar y
espero el tono para dejar un mensaje.

—Te quiero, nena.

Cuelgo otra vez, un poco satisfecho. Me siento en la sala de espera. Observo atento por si
logro ver a papá. Hace media hora iba a reunirse con la abuela para contarle los avances de
Phoebe. No quise entrar. Necesitaba un minuto para pensar, pero pesadamente ya ha pasado
mucho desde esa reunión. Necesitaba saber de Phoebe.

Me suena el móvil.

—Grey —contesto, sin ver la pantalla.

—Eres un idiota ¡No vuelvas a llamarme, Ted!

Cuelga. Parpadeo viendo el móvil. Los músculos tensos se aflojan levemente. Había llamado
desde el teléfono de la casa, cosa que me tranquiliza. Sigue segura allí, protegida por los de
seguridad. Wallace y Taylor habían re seleccionado un excelente equipo nuevo. Desde que
ellos están, nada sucede. Lo cual nos lleva a pensar que Jack tenía hombres encubiertos en el
antiguo equipo de seguridad…

Sacudo el cuerpo, intentando alejar los escalofríos. Vuelvo a marcar el número de la casa.
Éste es contestado al segundo tono.

— ¿Qué quieres? —gruñe molesta.

Sonrío involuntariamente. Jamie Foxx canturrea de fondo Fly Love.

—Necesitamos hablar —dije.

—No.

—Escucha —suspiro—. He estado pensando las cosas y…


—Es demasiado tarde para remendar las cosas, Grey. Me cansé de luchar por hablar contigo.
Incluso respeté lo de tu hermana, pero ya es demasiado.

—Yo lo sé, pero…

Escucho la voz de un hombre llamándola. Está riendo. La sangre me hierve. No reconozco la


voz. Estaba con un hombre en nuestra casa.

— ¿Ese quién es? —gruño.

—No te importa.

—No te importa.

— ¿Estás con otro en nuestra casa?

Amanda suelta un chillido.

—Ya que estás tan ávido de saber: sí, estoy con un hombre en nuestra casa. Y sólo para que
estés conforme: hace el amor mejor que tú, Grey. Mucho mejor. Así que déjame en paz.

Cuelga. La sangre me hierve cuando escucho el tono de descolgado. Aprieto el móvil y,


soltando una maldición, me dirijo al estacionamiento. Ya va a ver ella si él le hace el amor
mejor que yo.

Capítulo noventaicuatro.

Cuando abro la puerta del coche, escucho que me llaman. Suelto una maldición y hago que no
he oído nada, pero la voz es insistente. Sé que es papá, por lo mismo no quiero responderle.

—Ted, te estoy llamando —gruñe, y me sostiene del hombro—. Necesitamos hablar.

—Necesito hacer algo, papá —aparto su brazo de un manotazo—. Hablamos luego, ¿quieres?

Volvió a apretarme el hombro, haciéndome girar. Clava sus ojos grises en los míos,
impaciente.

—Que seas mayor de edad no te da el jodido derecho de esquivarme cuando digo que quiero
hablar contigo.

Suspiro.

— ¿Qué necesitas? —replico complaciente.

Papá se cruza de brazos.

—Tu madre y yo estamos cansados de esta estúpida e ilógica situación, por lo cual he
decidido hablar contigo.
—Supongo de qué, pero ahora mismo no tengo…

—Qué pena, porque no vas a mover tu jodido culo de aquí hasta que hablemos —me taladra
con la mirada, y casi puedo sentir como me hago más pequeño. Que sea un buen padre no
quiere decir que no me intimide de vez en cuando—. ¿Por qué no has vuelto con tu novia?

Me encojo de hombros e instantáneamente siento el golpe en la cabeza.

—No me respondas de esa forma. Encoger los hombros es un movimiento vacío para decir
que no te importa, y esto es importante.

—Sé que lo es, pero no tengo…

—Olvida por un momento que soy tu padre —su semblante se relaja—. Haz de cuenta que
soy Wallace o el tal Bobby.

Bobby. Mierda, no he sabido nada de él hace más de dos meses.

—Ted —me reprende.

Suspiro.

—Está bien. Hablemos, pues.

— ¿Qué ha sucedido con Amanda?

—Nada, nada realmente —le sonrío como a un amigo, pero sus ojos grises siguen siendo los
de un padre—. Oye, no me mires así. Hago lo mejor que puedo.

—Abandonar a tu hijo no es lo mejor que puedas hacer, Ted —presionan sus manos en mis
hombros—. Ana y yo hemos ido a verla anoche. Un león hambriento es mucho menos violento
que ella.

—Está enojada —asiento.

—Y tiene muchos motivos para estarlo —me mira severo—. La abandonaste, la rechazaste, la
has estado evitando, no te has preocupado por ella, ni por su salud, ni por su embarazo.

Cada palabra sonaba como el replique de una cuchilla. Au.

—Te has vuelto irresponsable, cobarde, inhumano, tajante y egoísta. Tus actitudes van a
explotarme las pelotas —enarcó una ceja—. Ya estoy viejo, Ted. Mi hijo mayor está dándome
terribles dolores de cabeza, mi hija está en un coma, tengo dos niños pequeños en casa de
los que ocuparme y debo mantenerme lo más tranquilo posible para no alterar a Ana y su
embarazo.

Presiona mis hombros, obligándome a sentarme en el asiento del conductor.

—Las razones por las que tú estás aquí y ella allá son desmesuradamente ridículas —me
lanza una mirada llena de cariño paternal, y casi me echo a llorar—. Todavía eres un niño,
Ted. Pero te tengo una noticia: vas a ser padre. Es hora de que aprendas a tomar decisiones
difíciles, no a escapar de los problemas.

Parpadeo dos veces. Las palabras de papá me dejaron sin habla. Tenía razón. Santa mierda,
claro que la tenía. Desde luego estaba preocupado por mi familia, pero también estaba
asustado. Pese a haber sido yo quien había deseado tener un hijo de primera instancia, con
su llegada las cosas cambiaron. Amanda y yo no habíamos podido hacer el amor. La
frustración sexual me había hecho ver cosas erróneas, tomar decisiones sin sentido y
resentirme contra las personas equivocada.

—Así que… —sonríe complacido—. Conduce directo a casa, discúlpate con ella y escúchala.
Está molesta, sí. Pero se entiende. Las hormonas en el embarazo la mantienen sensible.

Asiento.

—Espero entiendas que esto lo hago por tu bien, por el suyo y por el bebé —su sonrisa se
ensancha—. Vas a darte cuenta que lo mejor de un embarazo no es sólo hacer al niño.

Me guiña el ojo, dejándome impactado. Se aparta y mis manos temblorosas encienden el


auto. Salgo disparado hacia la casa, con un único pensamiento en mi mente: recuperar lo que
es mío, lo que por idiota perdí, pero que ya no estoy dispuesto a dejarlo ir.

Al llegar a la casa, me sorprenden todos los autos estacionados en la propiedad. Dentro


escucho el suave ritmo de “Too Little Too Late”. Muy apropiado, pienso con ironía. Me
apresuro a entrar. El interior estaba repleto de gente que no conocía: franceses, italianos,
españoles… ¿Qué mierda es esto? En el fondo, a la derecha, observo a Stella en la sala. Me
acerco, pero la escena hace que me hierva la sangre. Un francesito castaño estaba sentado
junto a Amanda, sobre ella, sobre el vientre. Le proporcionaba suaves besos y caricias a un
vientre un poco hinchado. Amanda le corresponde la sonrisa, como si ese fulano fuera el
padre. Llevaba puesto un simple vestido blanco. Podía verle las piernas desnudas, mostrando
más carne de la que debería ser correcta.

—Muy bonito —gruño, incapaz de controlar los celos.

Amanda me observa, pero su mirada parece otra. Sus ojos azules estaban cargados por un
enojo profundo, mezclado con una tristeza que me provocaba un nudo en la garganta. El
francesito se aparta de repente.

— ¿Qué haces aquí, Ted?

Rio sin ánimos.

—Te dije que teníamos que hablar —señalo a la multitud—. Desde luego, debí suponer algo
como esto. Me ausento y haces una fiesta.

Pone los ojos en blanco y se levanta. Camina hacia mí y mi enojo disminuye. La quiero cerca,
deseo abrazarla…
Pero ella decide mejor abofetearme.

—Yo no hice esto —gruñe—. Primero. Segundo: dije que no quería hablar contigo. Tercero:
Sólo estoy aquí porque tu padre me lo pidió, no porque desee permanecer en la casa de un
niño rico y mimado egoísta.

Suelto un bufido, le agarro la muñeca y tiro de ella hasta las escaleras. Forcejea, pero no la
suelto.

— ¡Déjame en paz! —chilla—. Ted, ¡suéltame!

—Te lo he dicho: tenemos que hablar.

—Eres un bruto, un idiota, un imbécil, un prepotente riquillo de…

Exasperado, la agarro de la cintura y nuestros cuerpos chocaron. Guarda silencio,


penetrándome con sus hermosos ojos azules. Mi cuerpo tiembla, anhelante. Siento que
forcejea, pero su cuerpo también tiembla como el mío. Deslizo mis labios hacia los suyos con
violencia y siento que me quemo. Una fuerte oleada de calor cubre mi cuerpo. La aferro con
más fuerza, deseándola de una manera salvaje e inhumana. La levanto por la cintura y sus
piernas desnudas se aferran a mí. Me corresponde el beso y no puedo recordar haber
saboreado una sensación así antes.

—Santa madre —gimo—. Como lamento haberme portado de esta manera. No te merezco.

—Te odio —lloriquea—. Te odio tanto.

La aferro más a mí cuidadosamente. Mi cuerpo y el suyo estallan juntos, como el agua y las
corrientes eléctricas que chocan de repente.

—Lo lamento —inhalo el delicioso aroma de su piel—. Lo lamento tanto.

—Suéltame —dice, pero sus manos buscan de mí—. Te odio.

—Sh —mordisqueo la carne expuesta de su cuello—. Sh, nena.

Me deslizo con ella hasta nuestra habitación. Nuestras bocas no se separan. Llegamos al
punto donde no queríamos hacerlo, porque ya habíamos pasado mucho tiempo separados.
Recuesto su cuerpo en la cama, mientras mi boca dejaba un rastro de besos desde su cuello
hasta su pecho.

—Detente —gimoteó, pero sus manos seguían reteniéndome a su piel.

Deslizo las manos por sus piernas y me deshago ágilmente de su vestido. Tiro de su diminuta
ropa interior y la arrojo al suelo. Contengo el aliento al ver su cuerpo desnudo. Sus senos y su
vientre estaban hinchados. Mis ojos se llenaron de lágrimas. ¿Cómo he podido perderme de
esto por idiota? Oculto el rostro en la calidez de su vientre y lloro. Lloro como un niño asustado
que acabase de despertar de una pesadilla. Lloro como dicen que los hombres no lloran. Saco
todo el enojo y la desesperación, la impotencia y la melancolía de las últimas semanas. Beso
su vientre húmedo por mis lágrimas. Inhalo su piel y el deseo sucumbe ante la dolorosa
sensación de haber perdido todo.

—De verdad lo siento —lloriqueo—. Lamento haberme comportado como un cobarde.

Amanda deslizó las manos por mi cabello, enroscando los dedos en él.

—No es cuestión de pedir disculpas, Ted —lloriquea—. Siento que no puedo contar contigo.
Me dejaste sola, no me llamas, no contestas a ninguno de mis mensajes. Es como si de la
nada…me odiaras —jadea—. ¿Es eso? ¿Me odias?

Gimoteo.

—No, nena, no —deslizo mi boca a la suya, pero ella me rechaza—. No te odio.


Estaba…estaba asustado. Sabes lo que Phoebe significa para mí.

— ¿Y yo? —sus ojos brillaron enloquecidos. Verlos era como ver los ojos de Jack. Esa
comparación me hizo estremecer—. Supongo que nada, porque me dejaste.

—Yo… —trago saliva—. Lo sé, pero…

—Y a tu hijo —cierra los ojos y deja caer la cabeza sobre las almohadas—. He ido hace unos
días a hacerme un ultrasonido y no estuviste conmigo.

Noto como las lágrimas siguen aflojando.

— ¿Qué fue lo que pasó? —chilla con fuerza—. Todo estaba bien. ¿Por qué hiciste eso?

—Estaba abrumado, dolido. No sabía qué hacía.

— ¿Ni siquiera pensaste en tu hijo? ¿O es que no sientes nada por él?

— ¡Estoy aquí porque me importa! Los dos, nena. No…no quiero perderlos.

—Estás aquí sólo porque te dije que me acostaba con otro sujeto —me mira de soslayo y
pone los ojos en blanco—. Perfecto. Así que ahora piensas que soy una cualquiera.

Frunzo el ceño.

— ¿No te acuestas con el francés?

Abre la boca, suelta una palabrota y me lanza una patada en las costillas. Me retuerzo en la
cama y observo como se viste.

— ¿A dónde vas? —le grito.

Ella sigue caminando hacia el pasillo.


—A acostarme con el francés.

Me levanto de la cama y le doy alcance. Golpeo su cuerpo contra la pared, separándole las
piernas con la rodilla. Sostengo sus manos junto a las mías, unidad a la pared.

—Tú. No. Vas. Con. Ese. Francés —replico, palabra por palabra.

Ella forcejea, pero ésta vez no puede lanzarme ninguna patada.

—Eres un bruto —gruñe.

—Tú estás provocando al bruto.

— ¡Tú me estabas ofendiendo! —forcejea de nuevo—. Cerdo.

—Me dijiste que él te hacía el amor mejor que yo —clavo mis ojos en los suyos—. Sé que
nadie jamás te hará el amor como te lo hago yo, nena. Tu cuerpo tiembla cuando me acerco.

—Si lo hace, ¿por qué diablos dudas de mí? —veo en sus ojos la ofensa—. Lo que te dije,
sólo lo hice porque estoy jodidamente enfadada contigo —sus ojos lagrimearon—. Quería que
estuvieses conmigo en el primer ultrasonido, pero me rechazaste. Nos hiciste a un lado como
si fuésemos una molestia.

— ¿Por qué no fuiste a buscarme? —recrimino—. Pudimos ir juntos.

— ¡Estúpido! —gimotea—. ¿Cómo pretendes que lo hiciera si nunca me contestabas las


llamadas ni los mensajes?

Hice una mueca. Mierda.

—Quiero arreglar las cosas —digo con suavidad—. Por favor. Los he echado de menos. Sé
que, para poder recuperarlos, debo cambiar algunas cosas. Pero estoy dispuesto a hacerlo.

Me mira escéptica.

—Por favor… —le suplico—. Hago lo que sea.

Vuelve a lanzarme una mirada, pero ésta vez es más dulce.

—Te juro que no va a ser fácil —sonríe—. Vas a pagarme todo lo que me has hecho este
último mes.

Asiento tímido.

—Lo que sea —le digo.

Ella asiente.

—Ya sé lo que quiero que hagas —forcejea de nuevo—. Oye, suéltame.


La suelto. Me toma de la mano y me lleva corriendo hasta la habitación. Confundido, la veo
buscar entre los cajones de la coqueta.

— ¿Qué buscas? —pregunto.

Suelta una risilla, y mi pecho se forma un huracán de la emoción. Saca unos papeles, los
cuales extiende hacia mí.

—Para ti—dijo.

Enarco una ceja, tomo los papeles y los leo.

— ¿Quieres que firme un pagaré en artículos de lencería?

Se sonroja y me arrebata los papeles.

—Esos no son, perdona ¡Ni siquiera es mío! —devuelve los papeles al cajón y saca otros—.
Estos sí.

Camina hacia mí y los extiende. Cuando voy a tomarlos, los retira.

—Pueda que te sonría, quizá incluso corresponda a los besos, pero personalmente voy a
encargarme de corregirte —entrecierra los ojos—. No quiero que el padre de mis hijos huya
cada que un problema se vuelva difícil.

—Tú… ¿vas a corregirme? —bromeo, pero sus ojos son severos.

—Lo haré —agita el papel doblado en el aire—. Por esto y porque realmente quiero envejecer
contigo.

Me extiende los papeles y los tomo impacientes. A medida que voy leyendo, mis manos van
temblando. No puedo seguir leyendo. Apenas y recuerdo como respirar. Cuando miro a
Amanda, ella sostiene una copia del ultrasonido. Santa madre…

—De este modo, señor Grey —me sonríe—, usted va a tener gemelos.

Capítulo noventaicinco.

¿Alguna vez te has sentido como si estuvieses bajo el mismo techo de un enemigo? Ahora
multiplica esa sensación por treintaisiete enemigos. No bien bajamos hasta la sala, toda la
familia de Amanda estuvo a segundos apenas de asesinarme. Era incómodo, mucho. Camino
junto a ella para tomar asiento en el sillón donde había estado sentada con el francés. Su
familia volteaba insistente hacia mí, dedicándome de esas miradas que sólo podían significar
“ESTAS JODIDO”. Amanda aprieta mi mano.

—Sólo están un poco enojados, descuida —musita burlona.


—Creo que es más que un poco.

Soltó una carcajada.

—Es que mamá les dijo que me habías dejado —su rostro se ensombreció—. Les molestó
saber que me dejaste sola y embarazada.

Asiento irritado.

—Tienen razón.

—Ya se les pasará.

Acaricio distraído su mano. El francés me observa desde el sillón de la izquierda. Rechino los
dientes, irritado. Le da un trago al licor y desvía la mirada a una mujer con un bebé. La mujer
es de estatura media, cabellos rubios y ojos cafés. Parece de esas mujeres capaces de
comerse el mundo de un bocado: fuertes, impresionantes y valientes. Justo como la mujer que
tengo al lado.

«Ahora la valoras, ¿eh, sínico?»

Agito la cabeza para hacer callar esa voz. Sé que tiene razón, pero estaba dispuesto a hacer
incluso más de lo que pudiese. Era bastante consciente que con dos palabras y un beso no
iba a recompensarla por tanto.

— ¿Por qué no me das un rato al niño, «mon amour»?

Su acentillo francés me… Espera, ¿qué? La mujer le cede el bebé al francés y éste se hace a
un lado para darle espacio. Amanda suspira a mi lado.

— ¿No es lindo?

Frunzo el ceño.

—Oye, sé que me he comportado como un hijo de puta, pero no es necesario que me digas a
la cara que él te parece atractivo.

Amanda parpadea con rapidez.

—Este —suelta una carcajada—. No me refería a eso, Ted.

— ¿Entonces?

—Me refiero al bebé, por Dios —pone los ojos en blanco—. Qué imaginación…

—Bueno: cuando llegué, él estaba muy contento toqueteándote.

—Por Dios, Ted. Sólo me estaba tocando el vientre.


—Lo repito: te toqueteaba.

Amanda me golpea en el brazo.

—Por favor: Evian es mi primo, Ted. Para mi familia es raro saber que estoy embarazada.
Bueno —se ruboriza—. Sabes a lo que me refiero.

Ay, mierda.

— ¿Tu primo?

Ella asiente.

— ¿Por qué no me lo dijiste antes?

Se encoge de hombros.

— ¿Por qué habría de decírtelo? Tú pensaste que yo me acostaba con él ¿Qué más daba?

Me encojo de hombros, anotando mentalmente una auto paliza. No contento con el resto, se
me había pasado por la cabeza que ella pudiese serme infiel. Acaricio su mano con suavidad.
Es apenas un rose, un rose extremadamente suave, pero veo como lentamente se estremece
y se acerca a mí. La envuelvo en mis brazos y ella se acomoda con facilidad. Evian nos lanza
una mirada suspicaz y oscura, así como el resto de su familia.

—Tenemos mucho de qué hablar —murmura.

—Esperemos a que todos se vayan.

Asiento lentamente y deslizo mis labios por su pelo para darle un beso.

Casi dos horas después la casa estuvo totalmente vacía. La familia adoptiva de Amanda era
enorme y muy ruidosa. A eso debo agregarle que saben cómo guardar rencor. Ningún familiar
suyo me saludó con alegría ni emoción alguna. En otra situación me hubiese sentido ofendido,
quizá molesto. Pero en esta no. Tenían sus motivos para querer arrancarme la cabeza de un
tirón.

Al final de la noche, sólo quedó Stella. Estaba sentada en el sillón frente al nuestro, tomando
con cuidado y calma una taza de café negro. Evito una mueca de asco. El café negro no me
gusta. Lo prefiero con leche o crema.

—Te dije que iban a venir, cariño —sonrió—. Sólo era cuestión de avisarles.

—Me alegro mucho verlos a todos —dijo Amanda sonriente—. Hace mucho no nos reuníamos
todos así. Fue casi como Navidad.

—Oh, pero hablando de Navidad: he aprovechado esta visita para pedirles que la cena sea
aquí en Seattle este año. No quiero que Johana y tú anden viajando en sus estados —le dio
un trago al café—. Evian va a encargarse de conseguir un lugar aquí. La casa no va a ser
suficiente para nosotros.

Miro de soslayo a Amanda.

— ¿Son más? —pregunto con voz chillona por la sorpresa.

Amanda y Stella sueltan una carcajada.

—Mi familia es enorme —explicó Stella.

Asiento distraído.

—Es una lástima que Lena no haya venido —musita Amanda con tristeza.

—Ya sabes cómo es Lena, cariño —vuelve a darle un trago al café—. Probablemente está por
ahí con ese muchacho, Brad, gastando dinero y viajando como si fuesen su último día.

Amanda parpadea melancólica. Lena debe ser una persona muy querida para ella. La
acurruco entre mis brazos y ella se desliza cómodamente en ellos.

— ¿Quién es Lena? —pregunto.

—Es mi prima —suspira—. Lena está terriblemente loca, pero es una chica increíble —vuelve
a suspirar—. La echo de menos.

— ¿Cuándo fue la última vez que la viste?

—En mi cumpleaños. Cuando cumplí los dieciocho —suspira tristemente—. De eso ya va


mucho tiempo.

Hago una mueca. Era cierto.

—Bueno —Stella coloca la taza sobre la mesilla—. Yo ya tengo que irme. No te lo he dicho,
cariño, pero mi madre está en Seattle.

Amanda silba largamente.

—Así que la señora Victoria Larsen visita de nuevo Seattle —me mira de soslayo—.Ya
imagino a qué.

—Lo dudo, mi amor —Stella se puso en pie—. Mi madre piensa expandir su joyería a los
Estados Unidos. Quiere que me ocupe de ella.

— ¿Desde cuándo ella quiere ayudarte?

—Oh, es algo que no te he contado. Resulta que tu relación con un Grey ha hecho sonar
mucho su nombre. Incluso me ha preguntado por ti cuando me llamó para proponerme lo de la
tienda.
Amanda silba de nuevo.

—Raro —musita—. Y no le agradan los americanos.

—Eso es algo que no va a cambiar —pone los ojos en blanco—. Pero al menos no va a
echarme en cara que adopté a una niña americana.

—Eso es bueno para ti, mamá.

Stella le sonríe y se acerca para darle un beso en la mejilla.

—Te llamaré mañana, cielo —me lanza una mirada cruda—. Luego hablo contigo.

Se marcha. Me encojo de hombros, incomodo, y noto como Amanda contiene la risa.

—No es gracioso —musito.

Ella bosteza. Lucha por levantarse, pero al final vuelve a caer en mis brazos.

—Estoy agotada —musita.

Sonrío enternecido.

— ¿Qué has hecho hoy?

—No me lo recuerdes —gimotea—. Desperté esta mañana con unas náuseas y mareos
horribles. Gracias a Dios que mamá vino, porque apenas podía pararme de la cama.

Mi expresión enternecida se convierte en una cruda y molesta. Si yo hubiese estado aquí,


Amanda hubiese podido sostenerse de mí. Hubiese pasado un mejor día, porque yo hubiese
debido cuidarla y mimarla.

Pero había sido tan cabrón que la había dejado sola tanto tiempo.

—Si subo esas escaleras una vez más, vomitaré —me lanza una mirada dulce—. ¿Podrías
ayudarme a subir?

Enarco una ceja.

— ¿Qué te cargue a la habitación? No lo sé. Se me puede romper la espalda.

Entrecierra los ojos y veo en ellos un atisbo de irritación.

— ¿Me estás llamando gorda?

Pongo los ojos en blanco, me levanto del asiento y la cargo en mis brazos.

—No te dije gorda, mujer. Era una broma.


Sonríe histérica.

—Lo sé —desliza sus pequeños dedos por mi rostro, y siento que cada parte de mí se
inmoviliza de inmediato—. Te he echado tanto de menos…

Hago una mueca de dolor.

—Lo lamento, de verdad. Lamento no ser el hombre del que te enamoraste.

—Sigue por ahí, todavía asustado y nervioso. Pero yo sé que pronto va a reaparecer. Por el
bien de todos.

Sonrío tristemente.

—Yo no tendría tanta fe en mí mismo. No sé cómo tú puedes.

—Tengo dos razones.

Sonríe y sé que habla de nuestros gemelos. Si ese hombre seguía por aquí, yo me encargaría
de hacerlo reaparecer.

Capítulo noventaiséis.
»Punto de vista de Amanda

Ted me recuesta sobre la cama y me mira con dulzura. Como he extrañado a este hombre. Le
he echado de menos en todos los sentidos. Al verlo aquí de nuevo, queriéndome llenar de
mimos, no puedo evitar recortar todas y cada una de las noches vacías que no estuvo
conmigo. El millar de llamadas que no contestó. Los mensajes que jamás respondió.
Recuerdo el frío insoportable de cada una de las noches. Me había acostumbrado a dormir
pegada a su piel caliente, envuelta como una cría en sus brazos. Recuerdo la mesa vacía en
los desayunos, la cena silenciosa. Recuerdo los pasillos deshabitados, la casa a oscuras.
Recuerdo las noches en la piscina: una piscina que ahora estaba vacía porque no había con
quien usarla.

— ¿Qué tienes, nena?

El corazón se enloquece con el tintinar de su voz preocupada. Sé que su arrepentimiento es


verdadero, sé que su deseo de arreglar es innegable, pero la sola idea de levantarme en la
mañana luego de darle toda una noche para pensar me hacía temblar. Podría reconsiderarlo
todo y marcharse a plena luz de la mañana. Me estremezco violentamente y Ted entorna los
ojos, analizando la fina expresión en mi rostro.

—No voy a irme —murmura, y sus palabras automáticamente destroza cada una de mis
tensiones.

Me acurruco como una niña entre las sábanas y sonrío.


— ¿Cómo sabias en lo que pensaba? —pregunto.

Me cubre con la sábana blanca, acaricia suave mi rostro y se sienta. Presiona ambos brazos
junto a mi cabeza y se inclina, sonriéndome como un ladrón de cine.

—Porque últimamente es lo que mejor hago: irme —su sonrisa se debilita—. Pero no lo haré,
nena. Voy a quedarme aquí.

Contengo un deseo insufrible por gritar. Va a quedarse. Por fin ha decidido regresar conmigo.
Sé que una parte de mí está furiosa por haberle aceptado de vuelta tan pronto. Pero es que lo
he necesitado tanto…He necesitado todo de él: su voz, sus fugaces sonrisas, su mirada
intuitiva, sus comentarios furtivos. Y sobre todo por los gemelos. Una sonrisa se forma en mis
labios. Dos niños, o niñas, estaban por llegar. No iba a permitir que pasaran por lo mismo que
yo. No podían verse solos y desamparados. No mientras sus padres aún pueden recuperarlo
todo.

—Creo que es mejor que no durmamos juntos —digo sin pensar.

La expresión de Ted me hace comprender que no está de acuerdo. Necesito pensar en lo que
acabo de decir y cuál es el fin de ello.

—Necesitamos un tiempo —comienzo a decir—. Nos saltamos un periodo de parejas muy


importante, Ted. No nos conocemos muy bien.

Él asintió en silencio.

—Deberíamos dormir separados por unos días —prosigo—. Creo…creo que eso nos podría
ayudar.

Parpadea lentamente, y sé que lo está pensando. Su semblante se torna oscuro, acusatorio, y


tengo la sensación de que va a negarse.

—Está bien —responde—. Lo haremos a tu manera.

Suspiro desconcertada.

—Creo que te enojaste, ¿verdad?

Ted sonríe como pirata y mi corazón late rápidamente.

—No, no estoy enojado. Desconcertado, quizá. Pero no enojado. Además —suspira—, es lo


justo.

—No era eso a lo que estaba refiriéndome. Sólo pensé que, quizá, un poco de espacio entre
ambos nos daría la oportunidad de arreglar las cosas. Ninguno de los dos piensa con claridad
cuando está con el otro.

Amplía su sonrisa. Cubro mi rostro con ambas manos y respiro profundamente.


—Estás tratando de distraerme —replico.

Suelta una carcajada que danza sobre mi piel.

—No estoy intentando distraerte —desliza sus dedos por mis manos, apartándolas de mi
rostro. Contemplo sus ojos azules, los cuales me miran intensos y seductores, y me hago más
pequeña—. Sólo estaba observándote.

Suspiro nerviosa e intento pensar en algo más: un punto de agarre flexible que ayude a
acortar con esa tensión sexual que estaba esparciéndose entre nosotros, como un hilo
invisible que tira a un hacia el otro.

—Estoy cansada —digo.

Pienso en darme una bofetada mental mientras su sonrisa se hace más viva, más salvaje.
Sabe que estoy aferrándome a una vía de escape.

— ¿Necesitas algo antes de dormir?

«A ti»

—No, Ted. Estoy bien.

Su sonrisa es cruel. Estoy segura que desea lo mismo que yo.

—Bien —se pone de pie lentamente—. Estaré en la habitación de huéspedes.

Asiento sonriente y observo que se marcha con extrema le lentitud, esperando que lo detenga.
Lo veo desaparecer tras la puerta. Tomo una almohada, la coloco sobre mi rostro y dejo
escapar mi frustración en un grito. Me encontraba dividida. Mi corazón latía acertante,
consciente de que Ted lo estaba intentando. Consciente que era lo mejor.

Pero mi cabeza furiosa y testaruda estaba en contra. No aceptaba que fuese capaz de
perdonarle tan fácil, como si aquello que hubiese echo fuese cosa de niños. Que decidiese de
un momento a otro olvidar todas las lágrimas esparcidas sobre la almohada, todos los gritos
de desesperación, todas las noches en vela, todos los momentos solitarios.

Presiono la almohada con un poco más de fuerza y vuelvo a gritar. Esta vez es un grito
incógnito de mera desesperación, frustración y melancolía. Necesitaba sacarme cada
impotencia, cada uno de las llagas que el coraje me había provocado. Retiro la almohada de
mi rostro y la lanzo con fuerza, cayendo en una de las esquinas de la habitación. La oscuridad
de la noche se cuela por las ventanas, haciéndome sentir en total soledad. El sabor amargo
de la desesperación me sienta mal. Comienzan las náuseas: salvajes e implacables. Enrosco
mis manos en torno a mi vientre, cierro los ojos con fuerza e imagino estar dormida. Las
náuseas golpean mi garganta. El calor expuesto flota en mi pecho, amenazando con
enloquecerme. Necesito alejar estas náuseas.

Extiendo la mano hacia la coqueta y tanteo un paquetillo de pastillas. No hay agua. No tengo
tiempo de ir por ella. Comienzo a temblar. Dejo las pastillas sobre la cama y me retuerzo
suavemente. Las náuseas se incrementan. Me enloquecen. Me asfixian. Abro la boca y respiro
con profundidad. El aire nuevo y limpio me relaja. Vuelvo a inhalar profundamente, cierro los
ojos con más fuerza y suavizo la presión en mi vientre.

Las náuseas desaparecen rampantemente. El alivio llega lentamente. La sensación de


enloquecimiento se esparce lejos de mí. Deslizo las manos con suavidad por mi vientre. El
calor se expande por mis dedos como corrientes eléctricas. La agradable sensación de amor
se expande por mi cuerpo. Sentía esa tibia y dulce emoción siempre que acariciaba a mis
pequeños hijos dentro de mí. Cada noche, a partir del día que me había enterado que eran
gemelos, cerraba los ojos y me los imaginaba. Dos pequeños niños correteando por el jardín,
gritando a todo pulmón mientras se persiguen, ensuciando una ropa que pasaré horas
tratando de quitarle las manchas. O dos niñas en una casa de muñecas, jugando a tomar el té,
a arreglarse con un maquillaje que sacaron de mi habitación.

Sonrío inconsciente y abro los ojos. La habitación estaba a oscuras. Estaba sola. Estaba sola
y a oscuras. Lo peor de la situación es que esto podría tener solución. Ted estaba a solo
pasos de mí. Sólo tenía que atravesar esa puerta, caminar hasta la habitación y hallarlo.
Extender mi cuerpo a él, reconfortarme en sus brazos, delirar de amor junto a su piel. Que el
calor de su anatomía me brindara protección y conforte.

Un hormigueo crece y se expande con velocidad por mi vientre, despertándose el callado y


penoso deseo. Me muerdo el labio, iniciando una lucha por contenerme. Le había pedido
tiempo, espacio, para que nuestra relación madurara. Pero yo deseaba volar hacia él, que me
recibiera gustoso y sin prisas y me hiciera el amor. Quería su lengua mágica deslizándose por
mi sensible piel. Quería sus tórridas manos torturando mis pechos. Lo quería a él enterrado en
mí, dándonos ese alivio que anhelábamos. Quería que olvidase su nombre en mis brazos.
Que su pasión se derritiera en mi cuerpo. Que jugara con mi libido de una manera salvaje,
casi inhumana.

Junto las piernas y presiono con fuerza. El deseo se expande con rapidez. Me palpita el sexo,
los senos y se me abre la boca para poder respirar. Deseo que me posea. Tiemblo
desesperadamente. El calor del deseo se sumerge en lo más profundo de mis entrañas y
explota. Gimo, y mis entrañas sufren por el insaciable deseo.

Me levanto de la cama en un salto. Mi cuerpo tembloroso y expuesto al pecado se desliza


torpemente hacia la puerta. Tanteo lentamente la cerradura y la abro de golpe. Jadeo al ver su
rostro: imponente, rabioso, salvaje. Un amante listo y preparado.

— ¿Qué haces aquí? —pregunto jadeando.

Él traga saliva violentamente y lo siguiente que observo es como me envuelve en sus brazos.
Presiona sus labios sobre los míos, haciendo una danza de besos sensuales que me hacen
temblar. Enrosca sus brazos en mi cintura, me levanta por los aires y me aseguro de rodear su
cintura con mis piernas. Gime, y mi pecho se acelera. El cosquilleo cínico y salvaje explota en
mi vientre, regándose por todo mi cuerpo. Mi boca se mueve justo al mismo ritmo que la suya
y nuestras lenguas comienzan una guerra excitante.

Me sujeta con fuerza de la cintura y camina despacio hacia la cama. Mi mente observa lejana
como me encamino a la perdición, aceptando juiciosa ese delirio. Me aferro a él con violencia,
ofreciéndome como carnada. Vuelve a gemir y mis entrañas gruñen peligrosamente. Me
coloca sobre la cama y siento su mano lujuriosa deslizarse por mi pierna. Voraz. Hambriento.
Salvaje. Acaricia mi pierna con su rodilla. El algodón del pantalón de su pijama me hace
cosquillas en la piel. Me acomoda en la cama y me aparta los brazos de su espalda. Me
arrebata la camisa y con dedos rápidos va deslizándome el pantalón y las bragas. Me siento
expuesta y visiblemente caliente.

—Tócame —le ruego.

Desliza sus manos por mi piel. Apenas es una caricia. Lo único que consigue es aumentar mi
desesperación, mi doloroso deseo y mi penosa necesidad.

—No, carajo —protesto.

Suelta una carcajada y su boca toma mi pecho sin piedad. Me arqueo para recibirlo. Su lengua
se desliza con agilidad, aumentando el calor en mi cuerpo. Cierro los ojos y recibo la tortura.
Continua implacable. No se detiene. Aumenta el ritmo de la tortura y me hago más pequeña.
El hormigueo en mi vientre se expande salvajemente. Me quema. Su lengua me regala
caricias en círculos sobre mi piel sensible.

Entonces, estallo en miles de pedazos. El orgasmo me toma por sorpresa y no puedo evitar
convulsionar. Ted se detiene, me observa fijamente con sus ojos tan intensos como el mar y
me sonríe como un ladrón. Respiro hondo y mis manos temblorosas acarician su cabello.
Tiemblo, y el deseo vuelve a crecer en mi vientre. Necesito más de él.

—Por favor —suplico.

Él permanece estático sobre mi cuerpo. Tomo la iniciativa y mis manos recorren con rapidez
su cuerpo para arrebatarle la camisa. Deslizo mis dedos por su torso desnudo. Ted cierra los
ojos y en su rostro veo la imagen de un hombre que muere de deseo. Detiene mi mano y
enloquece. Termina por desvestirse y yo me maravillo del hermoso hombre desnudo que
tengo conmigo.

—Soy un jodido egoísta —murmura—. Debí permanecer en la otra habitación.

Presiono la mano contra su boca para hacerlo callar.

—No digas nada, Ted —le digo—. Si no hubieses venido, yo hubiese ido hacia ti.

Suspira pesadamente.

—No merezco una recompensa tan hermosa —divaga sus manos por mi cuerpo—. No te
merezco a ti.

Lo hago callar con un beso: uno que suplica y suplica por él, por todo él. Gime y su cuerpo se
posiciona sobre el mío, implacable.

—Voy a hacerte el amor —gruñe.


—Por favor —le suplico.

—No —agita la cabeza—. Hagamos un trato.

Forcejeo violentamente, con la tensión sexual perforando mis sentidos.

—Vamos a dormir en habitaciones separadas, como habías pedido —sonríe—. Excepto por
esta noche.

—Bien.

Sonríe ampliamente.

—Vamos a darnos ese tiempo para conocernos mejor. Para que nuestra relación madure.

—Mierda, Ted. Te he entendido ¡Haz algo!

Pareciendo imposible, su sonrisa se hace mucho más notoria. Separa nuestros cuerpos,
colocándose de rodillas en la cama. Me abre las piernas y me agito violentamente, expectante.
Se acerca. Más cerca. Siento su calor. Siento su cuerpo. Observo que su mano sostiene su
pétrea erección, empuñándola como si fuese un sable. Jadeo. Se incorpora sobre mí y mi
cuerpo se arquea al recibirlo. Tiemblo salvajemente y gimo. Me aferro a su cuerpo
desesperadamente, pero él presiona mis manos contra mi cama y las entrelaza con las suyas.
Inclina su cuerpo hacia mí, golpea sus labios contra los míos y empieza a moverse.

Oigo el replique de sus caderas chocando con las mías. Me aferro a él. No quiero que se
detenga, no quiero que se aparte. El dulce fervor simiente del deseo en mi vientre me provoca
escalofríos. Sus embestidas son violentas, salvajes, agresivas, posesivas. Me siento suya. Lo
siento mío. Ardo en éxtasis. Me besa de forma voraz: con una necesidad y un deseo que
hacía mucho tiempo que no sentía.

En mi garganta está su nombre, pero no hayo las fuerzas para gritarlo. Es implacable. No se
detiene. Me hace suya con urgencia. Con cada nuevo embiste, mi cuerpo se sacude y siento
que voy a morir. Gime contra mi boca y mordisquea mi labio. Me retuerzo bajo él. Comienza a
moverse rápidamente, con urgencia. Mi vientre se prepara para estallar. Quiero gritar su
nombre. Quiero correrme con su nombre en mis labios, pero él sigue besándome con la
misma rabia con la que me embiste. Gimoteo. Mi cuerpo se sacude. Ted sigue torturándome
con sus embistes.

Entonces, estallo. Grito contra su boca, pero no se detiene. Continúan con las embestidas. Me
retuerzo con violencia. Mi placer vuelve a recrearse. Siento dolor; siento placer. Me besa con
fervor. Es un salvaje. No se detiene. El ritmo aumenta. Más. Más. Oh…

Estallo en un nuevo orgasmo, ésta vez más salvaje. No se detiene. Continua. Oh, no puedo
más. Presiona mis manos contra la cama y continúa el ritmo. No quiere detenerse. Va a
matarme. Contengo el deseo que amenaza con estallar una tercera vez. Nos estamos
desbocando. Me está consumiendo. Me besa con fiereza. Su lengua hace una danza dulzona
contra la mía.
Y estallo.

Grito a todo pulmón contra su boca y él se queda inmóvil. Sigue besándome, descargando en
mi boca el último aliento de su pasión. El calor baña mi cuerpo, resguardando el alivio. Me
retiene contra su cuerpo con cuidado mientras su boca sigue contra la mía. Mi corazón no
puede evitar encogerse de la alegría. Quería olvidar por una sola noche que me había dejado
sola. Sólo quería tenerlo lo más cerca posible.

Y este hombre maravilloso me hizo el amor toda la noche.

Capítulo noventaisiete.
»Punto de vista de Ted

Me estiro en la cama y suelto un largo y agradable bostezo. Junto a mí, veo un reguero de
sábanas que se revuelven mientras gruñen. Amanda patea y su cuerpo desnudo queda
expuesto ante mí. Deslizo mi brazo por su cuerpo, enroscándolo en su pequeña cintura, y la
atraigo hacia mí. Mis labios transcurren con armonía por su cuello, dejando un rastro de besos
húmedos. Me da unos suaves golpecitos en el pecho.

—No me toques, Grey —gimotea—. Pervertido. Desgraciado. Animal.

Suelto una sonora carcajada y conduzco mis labios a los suyos. Deja de golpearme y continúa
el beso: lento, muy lento.

—Ya amaneció —susurro.

Amanda junta nuestros labios con un suave toque. Luego los separa, sonríe y vuelve a unirlos.

—Hace calor —dice.

Asiento lentamente. El cuerpo lo siento cansado; la mente, despejada. Hoy es una nueva
mañana: una mañana mucho más alegre, más hermosa y completa.

— ¿Cómo amaneciste? —susurro.

Amanda se estira plenamente y su sonrisa se ensancha.

—Como si no pudiese sentarme en dos semanas —canturrea de buen humor.

Suelto una carcajada y mis manos se deslizan suavemente por sus caderas, los costados
hasta alcanzar el cuello y las mejillas. Un tenue color rosado aparece en sus mejillas. El
cabello estaba esparcido por la almohada, mostrando un espectacular juego de tonos rojizos
sobre las sábanas blancas. Sus ojos azules estaban abiertos totalmente. Un peculiar brillo
resurgía en ellos. Dios mío, pero que hermosa es.

Pero el móvil comenzó a sonar.

— ¿No vas a contestar? —pregunta.


—Que suene —acaricio sus labios con los míos, suavemente—. Si es importante, volverán a
llamar.

Deja de sonar. Suspiro agradecido y acomodo mi cuerpo junto al suyo con mayor comodidad.
El móvil vuelve a sonar. Frustrado, me separo de ella y tomo el móvil, que descansa sobre la
coqueta.

—Grey —gruño al contestar.

—Llamo para tres cosas —dice papá con rapidez—. Primero: ¿Estás con vida?

Suelto una carcajada.

—Sí, papá. Estoy vivo.

—Bien ¿Y Amanda?

Como si supiese que hablábamos de ella, desliza sus manos por mi espalda, cada vez con
mayor lentitud más y más abajo.

—Está bien, eso puedo asegurártelo. ¿Cuál es la tercera?

—Estoy con tu madre en el hospital. Tiene que hacerse varios estudios y posiblemente me
tome todo el día.

— ¿Estudios? —frunzo el ceño—. ¿Ella está bien?

—Sí, Ted. No te preocupes. Es de rutina. Sólo queremos asegurarnos de que el embarazo


marche magníficamente.

El embarazo. Una oleada inexplicable de calor cubrió mi pecho.

—Oye, hay algo que debo decirles a ti y a mamá.

Amanda hace una mueca luego de golpearme en la espalda.

—Esas cosas no se dicen por teléfono —susurra.

Hago una mueca.

—Ted, ¿qué tenías que decirnos? —gruñe papá.

—Mejor te lo digo en otra ocasión —me retracto—. No he has dicho en qué consiste la tercera
cosa por la cual me has llamado.

—Cierto —suspira—. Bueno, voy a quedarme aquí con tu madre mientras se hace los
estudios. Lilian se ha reportado enferma, Elliot está en no sé dónde mierda con Kate y no
puede echarme la mano, así que no tengo quien maneje mis negocios en Grey Enterprises.
—Jefe, tranquilo, que para eso estoy yo: para cubrirte el culo.

Suelta una carcajada de pura alegría.

—No iba a pedírtelo, más bien llamo para que muevas el culo y te vayas a la empresa.

—Ya lo hago, calme. ¿Y cómo está Phoebe?

Suspira.

—Está bastante mejor. Mamá piensa que es cuestión de días para que despierte del coma.

—Oh, esa noticia es genial.

—Tengo que dejarte, Ted. Tengo un millón de cosas que pagar aquí.

—Deja de endeudarte.

—Vete a la mierda —gruñe—. No, mejor ve a Grey Enterprises. Serías más útil allí.

—Gracias —contesto sarcástico.

Él cuelga. Dejo el móvil sobre la cama y envuelvo mis brazos en torno a Amanda. Ella suelta
una carcajada y se acomoda, de modo que nuestros cuerpos quedan más juntos.

— ¿Qué te ha pedido tu padre? —pregunta.

—Quiere que vaya a Grey Enterprises.

— ¿Tiene algún problema o algo?

—Su secretaria, Lilian, se reportó enferma y nadie está al frente de la empresa, ya que el
presidente está en el hospital con su esposa, la vicepresidenta de asuntos financieros sigue
en el hospital y el vicepresidente se estaba follando a su mujer.

Amanda me lanza una mirada cínica.

—Eres un cerdo —gruñe.

—Sí, nena. Como tú digas.

Ella se carcajea.

—Entonces, ¿irás?

—Pues, sí. Alguien tiene que manejar la empresa.

— ¿Puedo ir contigo?
Sonrío. Deslizo mis labios por los suyos, un contacto suave y tierno, y los mordisqueo.

— ¿No estás cansada?

—Un poco —mueve sus dedos por mi pecho desnudo. Un escalofrío agradable me recorre
todo el cuerpo, como cada vez que ella me tocaba—. Es que no quiero quedarme sola. No
quiero separarme de ti.

Acaricio su rostro con ternura y le sonrío.

—Yo tampoco quiero separarme de ti —susurro con suavidad—. Pero no sé a qué hora
regrese. No has dormido mucho.

Suelta una carcajada que me hace sonreír.

—Eso es culpa tuya —desliza sus delgados dedos por mi barbilla—. Quiero ir contigo.

—Bueno, en ese caso, a levantarse.

Amanda se sentó sobre la cama con el cabello mojado mientras se colocaba unas sandalias
doradas, que le quedaba de muerte con el vestido blanco.

—Al menos no te pusiste tacones —musito.

Ella levanta un poco la vista para lanzarme una mirada gélida.

—Sólo bromeaba —refuto.

Termina de abrocharse las sandalias, toma la toalla que había colocado sobre la cama y se
seca el pelo. Frota la toalla con suavidad, como si quisiera extender ese pequeño lapso de
tiempo. Cierra los ojos y veo una expresión de gozo en su rostro. Era increíble ver como
gozaba de cosas tan sencillas como estas.

— ¿Ya estás listo? —pregunta.

Sonrío para mí. Estaba a punto de hacerle la misma pregunta.

—Yo sí —me acerco lentamente hacia ella, me siento a su lado y rodeo mi brazo en torno a su
sonrisa—. ¿Y tú?

Sonríe con los ojos cerrados.

—Sólo me falta el pelo, pero puede secarse solo.

—Mm… —con mi mano libre, deslizo suavemente mi mano por su pierna desnuda. Amanda
da un respingo y la veo tragar saliva—. Qué pena que deba ir a trabajar. Que buen día
hubiésemos pasado los dos aquí.

Suelta una risa áspera, en éxtasis.

—Ya sabes: el señor no se conforma con una noche larga.

—Oh, nena, hay cosas que no son suficientes para un hombre enamorado.

—Ya cierra la boca, Grey —aparta mi mano de un golpe—. Eres un enfermo sexual. Yo quiero
mi espacio. Me abrumas.

Vuelvo a deslizar mi mano hacia su pierna sin desviar mi sonrisa de sus ojos. Ella parpadea.
Oh, nena…

—Quie-to —gruñe—. Tienes que ir a trabajar.

—Tú, conmigo.

—Ted…

Presiono mis labios sobre los suyos y nos levantamos de la cama.

Entro con Amanda de la mano. La recepción está siendo ocupada por una rubia que no
conozco. He de suponer que ha sido ingresada a la empresa recientemente. Pasamos junto a
los baños, ubicados a la derecha. Amanda suelta mi mano.

—Tengo que ir al baño —se sonroja—. No me tardo.

—Te espero aquí.

Ella hace una mueca.

—No, no y no —se cruza de brazos—. Vete. Dame espacio.

Pongo los ojos en blanco.

— ¿Por qué no usas el de presidencia?

—Porque explotaría antes de llegar —me da un empujón—. Vete, voyerista.

Suelto una carcajada y camino hacia los ascensores.

—No te tardes —le grito. Observo a dos muchachos de seguridad y cruzo una mirada rápida
con cada uno de ellos—. No se despeguen de aquí hasta que ella salga —entrecierro los
ojos—. No se aprovechen de la situación.

Ellos asintieron al unísono. Un poco más tranquilo, me dirijo hacia el ascensor y espero a que
las puertas se abran. Doy miradas furtivas hacia atrás, con la esperanza de que Amanda
saliera del baño antes de introducirme dentro del ascensor. Por desgracia, no tengo suerte. En
cuanto las puertas se abrieron, me introduje ipso facto.

Mientras sentía como el ascensor ascendía, recordé cada uno de los minuciosos detalles de
anoche. Pero que belleza de mujer, maldita sea. Había descubierto cosas hermosas sobre su
piel desde la primera vez que habíamos hecho el amor. Pero, por el amor a Dios, anoche fue
una noche totalmente distinta a las otras. Anoche la sentí de verdad. Sentí cada uno de sus
miedos, sus alegrías, sus preocupaciones, sus inseguridades. Se había abierto a mí de una
manera sublime.

No hubo un segundo en que no me sintiera miserable. No podía alejar la sensación de estar


comportándome como un imbécil. No podía quitarme de encima la maldita idea de que no la
merecía. No merecía tenerla, no merecía el maravilloso regalo de convertirme en padre, no
merecía que, pese a todo, me amara, no merecía haberla poseído como lo hice anoche. Tan
mía, tan perfecta, tan maravillosa.

Las puertas del ascensor se abrieron y salgo de una vez, con una sensación amarga en la
boca de culpa y desmerecimiento. Veo a dos hombres sentados en las sillas plateadas de
espera. Dos sillas vacías después, está una mujer pelinegra releyendo una revista de
chismes. La silla de mi secretaria está vacía.

—Buenos días —digo en tono amable.

Los dos hombres asienten en respuesta, pero la mujer sigue con las narices mentidas en la
revista. Agito la cabeza y me encamino hacia mi oficina. Escucho pasos rápidos tras de mí.
Pensando que es Amanda, me giro. No, non era ella. Era una chica que usaba ropas más
grandes que su correspondiente talla. Llevaba unos espejuelos enormes que resaltaban unos
diminutos ojos verdes. El cabello castaño estaba atado en una trenza que descansaba sobre
su hombro.

—D-discul-lpe s-señor.

Enarco una ceja y ella se sonroja.

—Buenos días, eh…

—M-me ll-llamo Su-susan, s-señor.

—Este…buenos días, Susan ¿Trabajas aquí?

—S-sí, s-señor. S-su p-padre m-me contrat-tó.

—Ah, de acuerdo —le sonrío—. Entonces bienvenida.

Ella sonríe tímida y se sienta sobre la silla del escritorio. Escucho el ascensor abrirse. Esta vez
sí es Amanda, quien sostiene en su mano un paquete de galletas de avena.

— ¿Tiene hambre, señorita Sandford? —le digo burlón.


Por Dios, comió dos platos de cereal en el desayuno hace menos de media hora.

—Un poco —muerde la galleta—. ¿Quieres?

Agito la cabeza, abro la puerta de la oficina y le ofrezco pasar.

—Muy amable, señor Grey.

Sonrío ampliamente. Observo a Susan, quien relee y relee un sinfín de documentos.

— ¿Algo importante para hoy?

Ella da un respingo y se acomoda sus espejuelos.

—U-unos docu-cumentos que d-debe firmar, s-señor.

—Llévamelos a mi oficina, por favor.

Ella sonríe y asiente una sola vez antes de volver a meter las narices en los papeles. La
observo de reojo antes de entrar a la oficina. Sonrío y veo a Amanda sentada en mi silla,
mastica que mastica las galletas de avena.

— ¿Qué tienes? —me pregunta.

Su pregunta me desconcierta, pero no me borra la sonrisa.

— ¿Por qué? —aventuro.

—No lo sé. Te noto raro.

Suspiro.

— ¿La verdad? La secretaria, Susan, me da…ternura.

Ella enarca una ceja.

— ¿Ternura?

Sonrío al identificar una pequeña punzada de celos.

—No malinterpretes, nena. Me recuerda a mí cuando era un poco más joven.

Observo un brillo precioso que explota en sus ojos azules.

— ¿Eras tartamudo?

Asiento con timidez. Ella hace un puchero y no sé si sonreírle en respuesta u ocultarme bajo la
mesa.
—No puedo imaginarte tartamudeando —me obsequia una sonrisa tierna—. Hubiese sido algo
lindo.

—Gracias —respondo ofendido.

—No me refiero a eso —se levanta de la silla, camina hacia mí y enrosca sus brazos
alrededor de mi cuello—. Pienso que un hombre tartamudo es tierno en el sentido que, al
expresarse, sabemos que es sincero por el esfuerzo extra.

Hago una expresión de desagrado.

—Traduciendo: no soy un hombre tierno.

Ella suelta una suave y divina carcajada.

—A tu manera, pero lo eres.

—Ya, trabajaré para mejorar eso.

Amanda vuelve a obsequiarme una de sus hermosas sonrisas. Rosa sus labios con los míos y
me quedo paralizado. Siento su cuerpo pegado al mío. Pero no siento deseo sexual. Solo
quiero tenerla junto a mí. Quiero abrazarla. Que me abrace. Quiero besarla. Que me bese.
Quiero sentirla. Experimentar el hecho de que ella es real, que ella me ha cambiado, que si
me deja de la manera tan mezquina como yo lo hice me moriría. Si no puedo besarla, tocarla,
abrazarla, siquiera mirarla, iba a convertirme en un despojo humano inútil.

—Te amo —susurro.

Esas dos palabras dichas por mis labios me estremecieron por completo. Envuelvo mis manos
en su cintura y la abrazo. Amanda coloca su cabeza contra mi pecho y me corresponde el
abrazo. Experimento de golpe un calor delicioso y seductor. Cierro los ojos, inhalo el suave
aroma de su cabello y me pierdo entre sus pequeños brazos, sintiéndome como un niño que
estuvo perdido y ha encontrado su hogar.

Capítulo noventaiocho.

Termino de firmar el contrato y guardo los papeles en la carpeta. Al leer el contenido, me


asombro de las actitudes de mi padre. Había comenzado un nuevo y maravilloso proyecto:
una escuela especializada en apoyar y ayudar a estudiantes tartamudos. Supuse que, el
hecho de que Susan estuviese trabajando para él, tenía mucho que ver con su programa.
Amanda estaba en la cafetería, cazando algún jugo de naranja y rosquillas de miel, así que
aprovecho para hablar con Susan tranquilamente. Ella entra a mi oficina, se acomoda los
espejuelos y se acerca lentamente.

— ¿N-necesita a-algo, s-señor?

—Quería preguntarle algo —extiendo la mano hacia la silla vacía—. Tome asiento.
Ella parpadea, pero obedece.

— ¿H-hice al-lgo mal, s-señor? —tartamudea.

Le obsequio una sonrisa amistosa para tranquilizarla.

—No, Susan. Solo quiero preguntarle cómo es que conoció a mi padre.

Su cuerpo se relaja ante mis palabras. La pobre ha de haber estado pensando que iba a
despedirla.

—Ha-hace dos d-días s-su pad-dre esta-taba buscan-ndo una se-secretaria po-porque la s-
suya va a ju-jubilarse.

Enarco una ceja, sorprendido.

— ¿Lilian se va a jubilar? —pregunto.

Ella asiente. Supuse que papá ya me lo había comentado, pero realmente no le había
prestado la debida atención.

— ¿Tomarás su puesto permanentemente? —pregunto.

—E-estoy a pr-prueba por d-dos m-meses —dice.

Asiento complacido.

— ¿Sabes algo sobre su nuevo proyecto?

Susan frunce el ceño.

—N-no, s-señor.

Vuelvo a asentir.

—Es todo, Susan. Gracias.

Susan sonríe tímida y se levanta del asiento. Cuando abre la puerta, veo a Amanda haciendo
equilibrio con una bandeja que lleva en las manos. Sonrío y agito la cabeza lentamente. Me
levanto del asiento, camino hacia ella y sostengo la bandeja. Amanda se sonroja y se hace a
un lado para permitirle a Susan pasar.

—Lo siento, linda —dice.

Susan le sonríe amable y se marcha. Amanda entra de lleno a la oficina, cierra la puerta y
vuelve a sostener la bandeja en sus manos, la cual coloca en sobre el escritorio segundos
después.
—Te he traído una merienda.

Le obsequio una sonrisa de burla. En la bandeja había dos vasos de jugo de naranja, dos
platos de pasta, queso ricota y dos envases de gelatina.

— ¿Jugo de naranja y pasta? —inquiero.

No puedo evitar hacer una mueca de desagrado e incredulidad, sin poder creer como alguien
que sabe cocinar de maravilla permite una combinación tan poco convincente.

Amanda pone los ojos en blanco.

—En la cafetería no hay gran cosa. Hubiese querido salir a comprar algo mejor, pero los de
seguridad no me dejaron salir sin tu autorización —se acerca a mí y se sienta sobre mis
piernas—. Supuse que no me dejarías.

Asiento, confirmándolo.

—Sola, no —acaricio su mejilla. Siento el calor de su rubor esparcirse por mi piel—. ¿Quieres
que te lleve a almorzar?

Sus ojos brillan. Casi puedo leer “comida” en ellos.

— ¿No tienes trabajo? —pregunta inocente.

—Entre mi nueva secretaria, mi hambrienta asistente y yo hemos adelantado bastante trabajo


en una sola mañana. Y mi mujer tiene dos invasores tremendos que la hacen comer como
loca.

Ella vuelve a ruborizarse, y no puedo reprimir el impulso de chocar mis labios contra los suyos.
Ronroneo contra su boca cuando ella me corresponde. Su respuesta es cálida y saboreo su
deseo y pasión en medio de un escalofrío.

Desgraciadamente, escucho mi móvil sonar. Esto ya parece costumbre, con un demonio.


Irritado, extiendo la mano y lo tomo sin obligar a Amanda a levantarse.

—Grey —digo al contestar.

— ¿Me extrañaste, pringado?

Sonrío al reconocer el tono inconfundible de la voz de Bobby.

—Vaya, hasta que escucho de ti.

— ¿Y qué? Estaba resolviendo el asunto de mi hermana.

—Eso fue hace dos meses.

—Mi hermano no quería irse de Brasil ¡Me costó todo convencerla de venirse a Estados
Unidos conmigo?

— ¿Y lo conseguiste?

Amanda frunce el ceño, confundida.

—Bobby —susurro a modo de respuesta.

—Afortunadamente, sí. Estuve un tiempo incomunicado, porque mi hermana vive en una


cabaña donde no hay una mierda de señal. Acabamos de llegar hace media hora. Me enteré
lo de tu hermana. ¿Ella como está?

—La abuela da un buen diagnóstico, gracias a Dios.

—Excelente ¿Qué tal estás tú?

—Ahora bien.

—Eh, noto algo raro. ¿Pasó algo?

Lanzo una mirada de culpa hacia Amanda, quien está distraída enroscando su cabello en su
dedo.

—Es una larga historia —deslizo la mano por su mejilla, acariciándola. Ella no deja de
juguetear con su cabella, pero noto que sonríe—. Me encantaría verte en estos días.

—No se diga más. Déjame entrar.

Frunzo el ceño.

— ¿Qué?

—Estoy afuera de tu oficina, pero tu secretaria no me deja pasar. Dice que estás comiendo
¿Exactamente qué cosa comes? Dijo que no estás solo.

Escucho a Susan decirle algo poco propio de su imagen. Bobby suelta una carcajada.

—La chica es arisca.

—Bobby, déjala en paz. Ya le digo que te deje pasar.

Bobby abrió la puerta en cuando dije aquellas palabras. No sé ni cómo pensé que esperaría.

—Ah, así que esto es lo que comía.

Amanda intenta ocultar el rubor en sus mejillas, pero era demasiado adorable como para
permitírselo. Tomo su barbilla y acerco su boca a la mía. Ella me lanza un manotazo en el
brazo, pero sonríe.
— ¿Sigue en pie lo del almuerzo? —pregunta.

Asiento, sonriéndole.

—Entones iré a hacer unas cosillas mientras hablan, ¿sí? —hace una mueca—. Pero no te
tardes. Me muero de hambre.

—No es ninguna novedad.

Me obsequia una mueca y se levanta del asiento. Saluda a Bobby y acto seguido abandona la
oficina. Señalo la silla vacía.

— ¿Por qué no te sientas?

Bobby sonríe burlón, pero decide sentarse.

—Así que volviste a ser el presidente —silva—. Es como usar calcetín: cuando quieres o
cuando no.

—La verdad, es solo por hoy. Papá está a compañando a mamá a hacerse unos estudios.

— ¿Está enferma?

Suelto una carcajada.

—No, está embarazada.

Él suelta una carcajada.

—Vale, como quieras. Conocí a uno que siempre decía eso cada vez que su novia se ponía
histérica.

—Este…es en serio. Mi madre está embarazada.

Bobby parpadea, sorprendido.

—Vaya. Todavía tu padre tiene puntería.

Estiro la mano hacia el escritorio y le lanzo lo primero que agarro, que para suerte suya ha
sido un inofensivo y diminuto pincha papeles.

—Pensé que si Amanda estaba subiendo de peso, es porque la alimentabas bien —señala la
bandeja de alimentos—. No que le dabas esa porquería.

—Si está subiendo de peso, no es por esto. Créeme.

—Ay, mierda —cubre su boca con la mano para detener una carcajada—. ¿No me digas
que…?
Asiento feliz. No puedo evitar exponer una extensa sonrisa de orgullo y felicidad.

—Eso explica el vientre, vaya. Lo curioso es el hecho de que tu madre y tu novia estén
embarazadas al mismo tiempo.

—Es extraño, sí —mi sonrisa se hace más amplia—. La mejor parte, es que Amanda está
embarazada de gemelos.

Los ojos de Bobby parecen estar a punto de salirse de sus órbitas.

—Olvida lo que dije de tu padre, campeón ¡Tu anotas el doble!

Pongo los ojos en blanco.

—Como quieras —me levanto del asiento—. Quisiera charlar más, pero Amanda ha estado
desde la mañana comiendo todo lo que encuentra. Temo que en este instante pueda comerse
hasta las paredes.

Él hace una mueca.

—La compadezco —se levanta—. Cargar con tres Grey a la misma vez no es fácil.

— ¿Por qué t…?

Pongo los ojos en blanco. El tercer Grey soy yo.

—Te llamaré estos días para hablar un poco más —sonríe—. Quiero que conozcas a mi
hermana.

—Claro que sí, Bobby.

Ambos estrechamos la mano y se marcha de la oficina. Veo que le lanza unas miradas
coquetas a Susan, la cual lucha por ignorarlo. Tomo el móvil, rebusco y rebusco las llaves que
estaban ocultas por unos cuantos papeles, y me marcho de la oficina.

—Iré a almorzar con Amanda —le digo a Susan—. Cualquier llamada importante, me la haces
saber en cuanto regrese.

Ella asiente.

—A propósito, ¿has visto hacia donde ha ido?

—Ha i-ido a ha-hacer una llama-mada a…

— ¡Ted!

Volteo en cuanto la escucho gritar. Viene corriendo desde mi antigua oficina. El corazón me
late a prisa. Se lanza a mis brazos y me abraza con fuerza
— ¿Qué pasa? ¿Te sientes mal? ¡Habla, carajo!

—Es Phoebe.

Un sabor amargo viaja de arriba abajo por mi garganta.

— ¿Qué tiene mi hermana?

Ella se aparta y una sonrisa amplia se expande por su rostro.

—Ya despertó ¡Phoebe ya despertó, Ted!

Capítulo noventainueve.

Amanda y yo saltamos del auto en cuando me hube estacionado en el amplio estacionamiento


del hospital. Tenía el corazón latiéndome a mil por hora. Mi hermana, mi pequeña debilidad,
por fin había reaccionado. Tomo a Amanda de la mano y comenzamos a correr hasta la sala
de espera. Allí estaba mamá y papá hablando con la abuela.

—Ya llegué —dije jadeando—. ¿Dónde está Phoebe? ¿Cómo está?

Papá parecía aliviado de verme.

—Phoebe ha estado muy intranquila, Ted —dijo—. Mi madre iba a inyectarle un tranquilizante,
pero tu hermana se ha negado. Se ha pasado todo el rato balbuceando el nombre de Amanda
y el de Jack.

Noto como Amanda se tensa a mi lado.

— ¿No saben por qué? —pregunto.

Papá agita la cabeza.

—Pienso que, si Phoebe ve a Amanda, se tranquilizará —le lanza una mirada a la aludida—
¿Podrías…?

—Claro —contesta antes de dejarlo terminar.

La visible tensión en el rostro de papá parece despejarse un poco. Extiende uno de sus brazos
hacia ella y le da un abrazo, como si le agradeciese el gesto. Luego me lanza una mirada
cálida.

— ¿Puedes quedarte con Ana? Llevaré a Amanda con Phoebe.

Asiento. Él deshace el abrazo y apenas ella se despide de mí con un tierno choque de labios,
desaparece por un pasillo largo que termina con unas puertas dobles blancas. Mamá se
acerca a mí y le ofrezco inmediato refugio en mis brazos. Enrosca sus pequeños brazos
alrededor de mi cintura y le deposito un sonoro beso en el pelo.
— ¿Cómo estás? —le pregunto.

—Tengo muchos más ánimos ahora que Phoebe ha despertado —levanta un poco el rostro y
me obsequia una de sus dulces y cariñosas sonrisas de madre amorosa—. ¿Cómo estás tú?

Le sonrío con timidez.

—Muy bien, mamá. La verdad, no me puedo sentir mejor.

— ¿Arreglaste todo con tu novia?

—Todo —asiento.

—Bien —deshace el abrazo—. ¿Me acompañas un minuto a la cafetería? No he comido nada


desde anoche y Christian está frenético.

Hago una mueca. Papá tiende a ponerse frenético si alguno de nosotros no se alimenta lo
suficiente. Seguramente ha de serlo el doble con su mujer embarazada.

—Claro, mamá.

Desliza su brazo hasta enroscarlo con el mío y caminamos juntos hasta el ascensor.

— ¿Ya te hiciste los estudios? —le pregunto.

Ella expone una sonrisa encantadora. Siempre he pensado que mamá tiene una de las
sonrisas más hermosas en todo el mundo.

—Sí. En cuanto salí de hacerle el último, fue cuando Grace nos avisó que Phoebe había
despertado —sonríe—. Menos mal, cariño. Ver a mi hija en ese estado no me dejaba dormir.

Asiento.

—Gracias a Dios, ya ha despertado —le digo.

—Sí —presiona el botón y esperamos a que las puertas se abran—. Me estaba volviendo
loca: Phoebe aquí, tu distanciamiento con Amanda, los niños, mi embarazo. Gracias a Dios
tengo a Christian. Me reconforta saber que tengo su hombro cada vez que se me vayan las
fuerzas.

Sonrío. Las puertas del ascensor se abren y nos introdujimos en él con rapidez.

—A veces recuerdo como era Christian antes de que nos casáramos —dice. Noto en su voz el
orgullo—. Me encanta verle junto a mí, preocupándose por ustedes, sus hijos. Recuerdo
cuando tenía todas esas dudas sobre si algún día podría llegar a ser un buen padre.

—Lo es. Y pienso que aún le cuesta creérselo.


Mamá suspira, dándome la razón.

—Bueno, olvidémonos de tanto sentimentalismo —acaricia mi mejilla—. ¿Entonces todo


marcha bien con Amanda?

Expongo una amplia sonrisa.

—Estuvimos hablando y arreglamos las cosas. Estaba furiosa.

—Lo sé. Fuimos a verla hace unos días. Como no ibas a la casa, ella estaba decidida en irse.
Pero con Jack por ahí… —la siento estremecerse—. Tuvimos que poner mucho esmero para
convencerla. Cariño —me observa fijamente—. No quiero meterme en tu intimidad, pero es
bueno que sepas la importancia de una pareja.

Aquí vamos otra vez…

—Lo sé, mamá. No te preocupes.

—No, cariño. No contestes solo para salir del tema. Si la situación fuese distinta, que su
relación decayó por incompatibilidad o algo así, podríamos entender esa separación. Pero,
Ted, estaban muy bien.

Suspiro.

—Lo sé, lo sé. Estaba enojado con Jack. Estaba enojado conmigo, porque Jack estaba
enojado con la simple idea de que Amanda y yo estuviésemos juntos. Estaba enojando porque
su hija esperaba un hijo de un Grey. Estaba enojado porque se desquitó con mi hermana —
me encojo de hombros—. Acabé desquitándome con quien menos culpa tiene.
Amanda…Amanda no tiene culpa de ser su hija.

Observo que sonríe diferente.

— ¿Le has dicho lo mismo que acabas de decirme?

Agito la cabeza.

—Solo me disculpé —me encojo de hombros—. Creo que, más que enojada, estaba dolida.
Siento que no hice gran cosa para que me perdonara. En realidad, me hizo las cosas fáciles.

—Ted —susurra—. Es que todavía eres un niño, cariño.

Hago una mueca, un poco ofendido.

—Um, gracias, mamá.

Ella sonríe, como si encontrara mi reacción algo gracioso.

—Me refiero a que no estabas preparado para tantas responsabilidades. Christian


consideraba que estabas listo para dirigir la empresa. Y lo sigue creyendo. Pero, cielo, no
estabas listo para una pareja. Mucho menos para tener hijos.

—Pero yo quiero —refuto—. Quizá no he hecho las cosas bien, pero no significa que no
quiera una familia.

Las palabras se ocultan bajo el sonido del ascensor al abrirse. Tomo a mamá de la mano,
coloco nuestras manos entrelazadas sobre mi pecho y caminamos directamente hacia la
cafetería. Por suerte, sólo había dos personas en la fila. Parece que hoy sirven comida
decente.

El olor de la sopa de pollo me hace pensar en Amanda.

—Tal vez debería comprarle algo de comer —digo en voz baja.

Observo a mamá hacer una mueca de confusión, pero luego parece haber comprendido
porque expone una deslumbrante sonrisa.

— ¿Día difícil? —sonríe burlona.

Le devuelvo la misma sonrisa.

—Amanda ha estado a punto de comerse las paredes. Fuera de eso, un hermoso día.

Suelta una carcajada.

—Los hombres piensan que el embarazo es un periodo muy sencillo, cariño. Es una de las
experiencias más hermosas, sí, pero los síntomas a veces te enloquecen. Los cambios de
humor, el apetito insaciable, las noches en vela, los antojos. Todo. Un hijo en el vientre altera
todo.

—Son dos —hago una mueca que culmina en una sonrisa.

Ella parpadea.

—Oh, Dios —se cubre la boca con ambas manos—. Oh, cariño ¿Gemelos?

Asiento orgulloso. Extiende sus brazos alrededor de mi cuello y se golpea contra mí,
abrazándome con fuerza.

—No puedo creerlo, Teddy. Pero qué alegría —deshace el abrazo y me mira fijamente con los
ojos—. Serás tan buen padre como Christian lo ha sido.

No puedo evitar sonreír emocionado. La envuelto entre mis brazos y la abrazo. El calor de su
cariño me resulta muy agradable, tanto así que desearía acurrucarme en una cama junto a
ella y que me acariciara el cabello como solía hacerme en las noches cuando era niño.

—Esa sopa de pollo huele muy bien —comenta.

Suelto una carcajada y, tras besarle el pelo, caminamos para hacer la fila.
—Tengo la sensación que de todos modos tendré que llevarla a cenar cuando salgamos de
aquí —le comento a mamá, que está concentrada en comer de su sopa de pollo.

—Bueno, cariño, son dos niños. Trata de entenderla.

Las puertas del ascensor se abren y salimos directamente hacia la sala de espera.

—La entiendo, no me malinterpretes —sonrío—. Simplemente es raro. Nunca había visto que
comiera de esa manera. La creo capaz de comerse las paredes, literalmente.

Ella suelta una carcajada y se limpia la boca con una servilleta. Se deshace del envase,
lanzándolo al zafacón más cercano. Observamos que Amanda estaba sentada en uno de los
asientos vacíos de la sala de espera, mientras papá le ofrece un vaso con agua. No tardo en
darme cuenta que está luchando con las náuseas. Me acerco a ella lo más rápido posible.
Coloco el envase de la sopa sobre el asiento vacío y me arrodillo.

—Eh, nena —deslizo la mano para apartar el cabello que le cubre el rostro—. Cariño, ¿qué
tienes?

Escucho a papá mascullar algo. Era obvio que estaba cabreado. Amanda se agita en contra
de las náuseas y presiona sus manos contra su boca con más fuerza. Se me encoge el
corazón ante la imagen. Me deslizo hacia el otro asiento vacío y la atraigo hacia mis brazos.
Sus manos sujetan con fuerza mi camisa. Casi puedo sentirle las uñas clavándose en mi piel.

— ¿Qué tienes, cariño? —le acaricio el pelo—. ¿El embarazo?

Ella no alcanza a contestarme, porque se levanta de golpe y corre hacia los baños de mujeres.
Me levanto de la silla y la sigo. En el baño habían dos mujeres, que al verme entrar me
observaron horrorizadas.

—Eh, lo siento —dije—. Solo será un momento.

—Es el baño de mujeres —gruñe una de ellas.

—Lo he notado.

Esquivo a las dos y encuentro a Amanda arrodillada, con el cuerpo sacudiéndose por el
vómito. Las arcadas se hicieron más fuerte.

—Oh, nena —susurro con dolor.

Ella gimotea antes de intentar ponerse en pie. Me acerco despacio y la sostengo en mis
brazos. Está temblando. No puedo soportar verla así.

—Venga, vamos a que te revisen —le acaricio el pelo—. Yo te ayudo.


—Estoy…bien —se aferra a mí—. No neces…

Presiona las manos contra mi pecho, para separarse de mí, e inclina de golpe el cuerpo hacia
abajo. Las arcadas vuelven a precipitarle el vómito. Impotente, le sostengo el pelo para
apartárselo de la cara. Se presiona el vientre y las arcadas desaparecen de nuevo. Me aparta
y se dirige al lavamanos, donde toma agua y se la echa en la boca.

—Nena, deja que te revisen. No me voy del hospital hasta que lo hagan.

La escucho gimotear antes de lanzarse a mis brazos. Enrosca los pequeños brazos alrededor
de mi cuello y presiona la nariz contra mi pecho. Sigue temblando, y el corazón se me parte en
pequeños pedazos. Cubro su cuerpo con el mío.

— ¿Qué pasa, nena? —le pregunto con suavidad.

—Creo…creo que me afectó más de lo que llegué a pensar al ver a Phoebe en ese estado —
gimotea—. Apenas podía hablar. La respiración se le cortaba. Ted, tenías razón. Esto es culpa
mía.

—No —gruño—. No digas eso, Amanda. Cuando lo dije no estaba pensando las cosas. Tú no
tienes la culpa.

—Esto está pasando porque me involucré contigo.

—En serio, tienes que cerrar la boca. No vuelvas a repetir las estúpidas palabras que yo he
dicho. No significan nada. No son ciertas.

—Ted, escucha…

—Amanda, maldición —tomo su rostro en mis manos y la obligo a mirarme—. Cuando dije lo
que dije, estaba asustado. Phoebe es mi hermana. La amo. Pero tú no tenías culpa de nada.
Quien dijo estupideces fui yo, así que no las repitas. Jack está jodidamente resentido. Ya has
sufrido bastante con esta situación, nena, pero ya es suficiente.

Aparta la mirada un segundo e inmediatamente vuelve a mirarme.

—Quiero mucho a tu hermana, Ted —susurra—. Me duele ver que esté así por culpa del
hombre que me dio la vida.

—Él es él; tú eres tú. Fue él quien la lastimó. Y pagará por ello.

—Ya lo sé —sus ojos se humedecen—. Pero no puedo alejar esa sensación de mí.

—Yo me encargaré de alejarla —deslizo mis manos por su cuerpo y la cargo sobre ellos—.
Ahora, a que te revisen.

—Ya me siento mejor —desliza los brazos por mi cuello—. De verdad.

—Nena, no lo intentes —le deposito un beso en la frente—. No vas a convencerme. Se trata


de la salud de mi mujer y mis hijos.

Una preciosa y tímida sonrisa aparece en sus labios.

—Está bien —susurra—. Te haré caso.

Sonrío complacido y salgo del baño de mujeres con ella en brazo. Dos adolescentes se
detuvieron en seco al vernos salir, con el ceño fruncido e imaginando las cosas que podría
hacer una pareja encerrada en el baño. Cualquier cosa, menos ayudar a la mujer de uno con
sus terribles ataques de nauseas.

Capítulo cien.

Le doy un trago a la taza de café para contener la risa. Amanda estaba furiosa porque la
abuela había decidido dejarla esta noche en el hospital, únicamente para asegurarse que
estuviese todo en perfecto orden.

-Ya me siento bien -dice, agitándose sobre la incómoda cama de hospital-. Quiero irme a
casa.

Vuelvo a darle otro trago al café. Mm…ya no está tan caliente.

-Es solo una noche, cariño -le digo con toda la dulzura que soy capaz.

Observo como sujeta el vaso plástico en sus manos y me lo lanza con rapidez. Apenas soy
consciente de que lo ha lanzado. Me agacho y el vaso cae al suelo.

-Eh -la reprendo con suavidad.

-Los hospitales me producen ansiedad. De verdad. No te miento.

-Te creo.

Le doy el último trago al café y lo coloco sobre la pequeña mesa caoba junto a la cama. Tomo
sus manos, las acaricio con suavidad y deposito un sonoro beso en ellas.

-Nena, mi abuela solo quiere asegurarse que todo esté bien. Y se lo agradezco.

-Yo también, pero…

Me coloco un poco sobre ella y la callo con el sonoro escándalo de un choque de labios. Ella
me corresponde, deslizando sus brazos por mi cuello.

-No me vas a convencer -ronronea seductora-, pero tu intento de persuasión sabe a café. Me
encanta el café ¿Ya te lo había dicho?

Sonrío contra su boca y la danza de lenguas inicia. Se aferra a mí y su cuerpo se arquea hacia
el mío. Su pecho golpea mi pecho y tiemblo. Noto como mis fuerzas disminuyen y mi cuerpo
cede ante ella, uniéndose con el suyo, mientras mis manos crean el camino directo al paraíso
que resguarda entre las piernas.

-Estamos en un hospital -gruñe con el éxtasis en su voz.

Alejo lo poco de cordura en mí y acaricio sus piernas desnudas. Llevaba puesta la bata de
hospital. La mayor parte de su piel quedaría descaradamente expuesta con un simple
movimiento de la tela hacia arriba…

El toqueteo de la puerta nos interrumpe.

Me aparto de ella tan rápido que golpeo la mesa son querer y la taza de plástico con el café
cae al suelo, vertiendo el poco contenido sobre éste. Amanda suelta una carcajada. Observo
sus labios rojos e hinchados por el beso, los ojos brillando sensualmente perverso y el pecho
subiéndole y bajándole por la agitación.

-Adelante -gruño.

Me acomodo sobre la cama, tomándole la mano, y respiro profundo para calmar mi agitación.
La puerta se abre con una desesperante lentitud. Me giro suspicaz y descubro a William
cargando un gigantesco oso de peluche junto a Tanya.

-Sorpresa -canturrea ella. Observo a William fijamente.

- ¿Cómo mierda consigues siempre evadir la seguridad? -gruño. William sonríe como un
zorro.

-Que no se te olvide que crecí en las calles. Son un delincuente. Si te refieres a los gorilas que
tenías en la puerta: no hicimos gran cosa.

Pongo los ojos en blanco y me levando de la cama, apartándome de Amanda, para que Tanya
pueda abrazar a su hija. La envuelve en sus brazos como si fuera una niña, y observo como la
sonrisa de Amanda no puede ocultar la felicidad que experimenta ante ese contacto de amor.
Tanya le da un beso en el pelo y vuelve a acomodarse, de modo que la cabeza de Amanda
queda recostada sobre su pecho.

-Te hemos traído un regalo -dice. William resopla, intentando hacer equilibrio con el peluche.

-Creo que es imposible que no lo haya visto, mamá.

Amanda extiende los brazos hacia su hermano, el cual coloca el peluche en el suelo donde no
se ensucie, y camina hacia ella. Se acomoda a su lado, desliza los brazos por su cuerpo y la
abraza. Esconde el rostro en su cabello, inhala con fuerza y escucho como expulsa aliviado el
aire de golpe. Se me forma un pesado y doloroso nudo en la garganta, preocupado porque
alguien pudiese descubrirlos. Me paro frente a la puerta, alerta.

- ¿Y ustedes cómo se enteraron que estaba aquí? -pregunta Amanda.

- ¿Bromeas? -William se carcajea y la suelta-. Te dije que íbamos a estar al pendiente de ti,
Nessa. Enarco una ceja. William debe conocer que el segundo nombre de Amanda es
Vanessa.

- ¿Ya te sientes mejor? -pregunta Tanya mientras le acaricia el pelo.

-Es bastante obvio -William me dedica una mirada divertida-. El niño Grey estaba bien puesto
sobre…

-William -lo reprende su madre. Él sonríe como un zorro y observo como Amanda cubre su
rostro hasta la nariz con la sábana blanca. Le sonrío, sabiéndonos descubiertos.

-No es lo que piensan -dice ella.

-Anda, haz de cuenta que te creo.

-William, ya basta -dice Tanya. Él se encoge de hombros.

-Mamá ha estado preparándote unas sudaderas de lana para el bebé.

- ¡William! -chilló ella, cubriéndose el rostro con la mano derecha-. Se supone que iba a ser
una sorpresa.

William hace una mueca de arrepentimiento y sonríe.

-Lo siento.

Amanda se carcajea.

-No importa. Igual me gustará.

-De hecho, como no sabemos aún el sexo del bebé, hice dos. Uno rosado y el otro azul. No es
porque los haya hecho yo, pero son hermosos. El rosa no está terminado.

Amanda me mira fijamente. Creo que está esperando a que sea yo quien de la noticia.

- ¿En serio? -repongo burlón. Ella sonríe. William y Tanya nos observan con la confusión
reflejada en sus ojos.

-Amanda y yo queremos darles una noticia -suspiro-. Son dos.

Tanya parpadea. El primero que parece haber captado fue William, porque sonríe como un
idiota.

-Aquí aplica "donde pongo el ojo, pongo la bala".

Me encojo de hombros, un poco incómodo. Tanya pega un grito de alegría que acaba por
sobresaltarme, pero me repongo rápidamente. Le lanzo miradas furtivas a la puerta mientras
ellos celebran la noticia de los gemelos. Una parte de mi quiere que se vayan y acabar con
estos nervios. Pero al ver a Amanda tan feliz con ellos, deseo prolongar el tiempo lo mayor
posible.

Para mi desgracia, observo como la puerta de la habitación se abre. Papá frunce el ceño, y no
consigo distinguir si es sorpresa o enojo. Mamá viene con él, enroscándole el brazo. Pero ella
sonríe.

-William -lo saluda papá.

Abro la boca y siento que la barbilla está por tocar el suelo.

-Señor Grey -lo saluda él, con su maldita sonrisa irritante.

Agito la cabeza, confundido. Obligo a mi boca a cerrarse, pero la sensación de desconcierto


se mantiene intacta.

-Buenas noches, Tanya -la saluda mamá.

Tanya le sonríe tímida. Creo que me he estado perdiendo de algo: algo importante. Enarco la
ceja, confundido, y me aparto de la entrada.

-Me alegra saber que les ha llegado mi mensaje -dice papá. William asiente.

-Llegó diez minutos antes de que llegásemos a casa. Por cierto: gracias. Está mucho mejor
que la otra.

Papá sonríe.

-Me siento total y absolutamente confundido -replico.

Todos se carcajean. Auch.

-Le contamos a Christian lo que sucedió durante el tiempo que estuve secuestrada -explica
Amanda-. William hizo una explicación general, le contó los planes de Jack y lo pusimos en
jaque. A ella, a Elena y a su sobrina, Natasha.

Frunzo el ceño.

-Sé quién es Elena. Digo: la he escuchado nombrar tanto que, bueno, lo que sea. Pero…
¿Natasha?

-Fue a la entrevista de trabajo -dijo papá-. Cuando buscabas secretaria.

La imagen de una mujer realmente atractiva con el cabello rubio cayéndole en suaves ondas
por los hombros, con aquella piel tan clara y unos impactantes ojos azules.

-Mm…recuerdo pensar que era guapa.

Amanda se aclara la garganta. Era claro que mi comentario no le había agradado en lo


absoluto.
-Lo siento, cariño -me disculpé.

Ella pone los ojos en blanco.

-Ya arreglaremos cuenta después -susurra.

Papá esboza una sonrisa extraña, la cual no pareció agradarle a mamá.

-Esa mujer -gruñe-. Primero se mete con Christian ¡Y ahora su sobrina con mi hijo!

-Mm…mamá. No pensaba contratarla. Eso hubiese sido demasiado -le sonrío a Amanda, que
no quita su expresión de molestia-. Lo bueno es que Phoebe escogió a Amanda.

Ella apenas sonríe, luchando por mostrar su molestia. Al final no puede, y la más hermosa de
las sonrisas quiebra su rostro, haciéndola ver hermosa. Hermosísima.

-Estás intentando arreglar tu imprudencia, pero no va a resultarte.

Me encojo de hombros.

-Lo mismo dijiste del café hace rato.

Sus mejillas se tiñeron de un rojo intenso. Mm…que adorable.

-Venga, entren ya. Yo también quiero.

No tuve que girarme para saber quién hablaba. Ava empujó a mamá y a papá para poder
pasar. Ésta llevaba en la mano dos peluches unidos por un corazón rojo, como si uno sujetase
el corazón del otro. En las camisetas estaba escrito "Pronto llegaremos".

-Uf, aquí hay mucha gente -se pasa la mano por el pelo oscuro-. Acabarán por sacarnos a
todos. Bueno, en fin ¡Traje un regalo! Ni idea que se regale antes de saber el sexo de los
gemelos, pero bueno… ¡Son gemelos! Hay que regalar algo.

- ¿Y cómo es que sabes que son gemelos? -gruño.

-Eh, nene, lo sabe toda la familia. Venían conmigo, pero me adelanté un poquitín.

- ¿Sólo un poco? -Adriadna se carcajeó luego de entrar a la habitación-. Corriste como una
desesperada hasta aquí.

William se levantó de golpe de la cama, tan rápido que estuvo a punto de caerse. Adriadna le
sonrió con dulzura. Volvieron los malditos coqueteos. Me interpuse a propósito en su campo
visual.

-Es tan dulce ver a toda la familia, ¿verdad? -fulmino a William con la mirada-. ¿Verdad?

Él sonríe.
-Claro, cuñado.

Adriadna me golpea en el brazo. Cuando tiene mi atención, se lanza sobre mí para


abrazarme. La rodeo con mis brazos y sonrío, dándole un beso en el pelo.

-Felicidades, Teddy -gimotea-. Debe ser bonito, ¿verdad? Dos niños.

Carcajeo.

-Sí, la verdad. Mucho.

Ella suelta el abrazo y me regala mi sonrisa favorita: una tierna, donde se le forman dos
hoyuelos encantadores.

-No pude traer un regalo. Estoy tomando unas clases de violín y apenas voy saliendo. No me
ha dado tiempo de comprar algo.

-No te preocupes, Ad. Me importa más que hayas venido.

-Te complaces con poco -chilló Ava-. Igual traje algo.

Ella casi salta hacia Amanda, dándole el peluche mientras besa ambas mejillas. Mm… No
recuerdo en qué momento se hicieron tan amigas. Adriadna ignora que estoy en medio y da
saltitos hacia William, dándole un beso en la mejilla. Frunzo el ceño ante la escena.

-Niños -gruño.

Los dos me observan fijamente. Alzo las manos, rendido, y me aparto. No tengo como
acercarme a Amanda. Tanya está sentada en un lado y en el otro está Ava. Dios, esto es
frustrante. Me paro junto a papá, que me da una palmadita en la espalda.

-Gracias por decirme, Theodore. Tuve que enterarme por tu madre.

Suelto un bufido.

-No he tenido tiempo, ¿sí? Yo apenas me voy enterando.

-Si no te hubieses marchado…

-Ya, lo entendí.

Observo como sonríe.

- ¿De verdad lo hiciste?

- ¿Qué no debí dejarla sola? Sí.

- ¿Solo eso?
-Oye, lo estoy intentando. De verdad lo hago. Sé que me quedan cosas por aprender. Quizá
es como dice mamá: todavía era un niño.

- ¿Eras?

-Bueno -señalo discretamente a Amanda-. Nunca había tenido algo como esto, ¿entiendes?
Una pareja.

-Y un hijo.

-Dos -sonrío con orgullo.

Él me golpea en la cabeza.

-Au -me quejo.

-Eso es por los dolores de cabeza que me has estado causando. Vuelves a hacerlo, Theodore
Raymond Grey, y vas a saber lo que es verme cabreado.

Mamá se carcajea. Perfecto.

-Discúlpame -gruño.

-Disculpas aceptadas.

Casi una hora más tarde, la familia fue yéndose poco a poco. Al final, solo quedaban mis
padres, Tanya y William. Amanda lleva cinco minutos bostezando. Debe estar agotadísima.
Observo la hora en mi reloj y frunzo el ceño. Hace casi una hora pedimos un cambio de
habitación, justo a la misma donde había estado la última vez, para que ella durmiese
cómoda.

Pero nada.

-Voy a revisar porque no han venido por ti -le digo-. No me tardo.

Ella asiente mientras me sonríe. Abro la puerta y camino por los pasillos. Las luces me están
dando dolor de cabeza. O tal vez es el estrés. O el cansancio. Lo que sea. Me dirijo hacia la
recepción del piso. Hay dos enfermeras. Una de ellas habla por teléfono: una discusión que
suena bastante personal. La otra está hojeando una revista de modas. Me aclaro la garganta,
pero ella no me nota. La que hablaba por teléfono me mira, golpea el hombro de la otra
enfermera y sigue con su discusión.

-Disculpe -le digo.

La enfermera me hace caso omiso.


-Disculpe -repito.

Nada. Respiro profundamente.

-Hace una hora pedimos un cambio de habitación para mi mujer, y aun no la han ido a buscar.
Ni siquiera nos la han confirmado.

-Ah, de acuerdo -dice sin despegar la mirada de la revista-. En diez minutos vuelvo a
preguntar.

- ¿Preguntar? Ella está cansada. Necesita dormir.

-Pues que duerma, señor. Iremos a despertarla cuando tengamos lista su habitación.

Furioso, golpeo el mostrador con el puño cerrado.

-No voy a permitir que duerma en esa habitación cuando hace una hora pedí un cambio.

La mujer levanta la vista.

- ¿Usted qué pretende que haga? No me han confirmado el cambio.

-A ver. Comuníquese con mi abuela, a ver si a ella le va a negar el cambio.

-A ver -extiende la mano hacia el teléfono-. Dígame a quien llamo, según usted.

-Grace Trevelyan-Grey.

La mujer abre los ojos como platos.

-Oh, disculpe -vuelve a colocar el teléfono en su lugar-. Yo…eh…en unos minutos le envío a
alguien para trasladarla.

Le sonrío irritado.

-Gracias.

Me doy la vuelta y regreso a la habitación. Antes de entrar, me topo a mis padres salir.

- ¿Ya se van? -les pregunto.

-Sí -dice papá-. Ana está cansada.

Ella sonríe.

- ¿Ya vienen por Amanda, cariño? Resoplo.

-Eso espero -extiendo mis brazos y la envuelvo en ellos-. ¿Nos vemos mañana?
-Vengo todos los días para ver a tu hermana -se separa-. Así que nos veremos luego.
Descansa, cariño.

Me da un beso en la mejilla, me despido de papá y espero pacientemente a verlos


desaparecer por el ascensor. Suspiro cansado y entro en la habitación. Tanya estaba
despidiéndose de su hija, dándole miles de besos en ambas mejillas.

-Duerme bien, cariño. Come. Por favor, no te alteres. Trata de pasar un tiempo tranquila, por
el bien del embarazo. No andes de aquí para allá.

-Sí, mamá.

-Consume muchas proteínas, calcio, hierro…

-Ya entendí, tranquila.

Tanya me lanza una mirada furtiva.

-Procura que haga caso.

Asiento mientras sonrío. La puerta de la habitación se abre y un chico pálido entra con una
silla de ruedas.

-Al fin -gruño.

-Bueno, ya nos vamos -dice William. Se acerca a su hermana y le da un beso en el pelo-. Te


quiero, Nessa.

-Yo a ti.

Los dos le lanzan una mirada preñada de amor y se marchan. Me acerco a Amanda y tomo su
mano con suavidad.

-Ven, siéntate.

-Aquí no estaba tan mal, ¿sabes? Le sonrío.

-Si puedo conseguirte algo mejor, ¿para qué dejarte aquí?

Sonríe agradecida.

-Eres un tonto.

-Gracias -repongo burlón.

Ella se levanta y la ayudo a caminar hasta la silla, donde se sienta.

- ¿No ha dejado nada?


Agito la cabeza. El muchacho empuja la silla de ruedas y sale de la habitación. Yo los sigo,
cada vez más cansado. Nos introducimos al ascensor, veo que presiona uno de los botones y
éste se cierra. Lucho por mantener los ojos abiertos. Deslizo mi mano hacia la de Amanda y la
sujeto. Le voy proporcionando suaves caricias mientras esperamos. Ella parpadea, luchando
por mantener los ojos abiertos. Ella también estaba agotadísima.

Finalmente, el ascensor se abre y salimos disparados a la habitación. Amanda bosteza y se


aferra a mi mano. El muchacho espera incómodo en el interior de la habitación.

-Ya puedes marcharte, gracias -le digo en tono amable-. Yo la recuesto.

Él asiente y se marcha. Rodeo a Amanda, deslizo mis brazos hacia ella y la cargo. La
recuesto sobre la cama y escucho como ronronea de placer.

-Mm…esta cama está -bosteza- deliciosa.

Le sonrío cansado.

-Anda, ven conmigo -dice.

Me estiro antes de empezar a quitarme los zapatos. Me desanudo la corbata, la coloco sobre
la silla y me recuesto a su lado. La envuelvo con mis brazos y la sensación de calor me
invade. Noto como se me cierran los ojos y me dejo caer en un profundo sueño, consciente de
que está conmigo, que está a salvo y que la amo.

Capítulo ciento uno.

Me desperezo con lentitud sobre la cama. Hace frío. Tanto, que en cuanto abro la boca para
bostezar, mis dientes comienzan a tiritar. Amanda no da signos de tener frío. No tiene como,
porque está bien arropada y la envuelvo entre mis brazos, para asegurarle calor. Como sigue
dormida, no me entran ganas de despertarla en absoluto. Abrazado a ella, le doy un beso en
silencio en el pelo y me aseguro de cubrirla bastante, para que así no sintiera frío. Inhalo
profundamente del olor de su cabello. Mm…huele tan bien. Lástima que mi plan no ha
funcionado como había deseado, porque a los pocos segundos comienza a gimotear y a abrir
los ojos. Parpadea con lentitud y en vez de alejarse, se acercó más a mí.

— ¿Qué hora es? —preguntó adormecida.

Sonrío contra su pelo.

—De día.

—vaya, creo que es —bosteza— bastante obvio ¿No es muy tarde ya?

—No lo creo, nena. ¿Por qué?

—Le prometí a Phoebe que iría a verla temprano. Tengo que ir a casa a darme un baño y
cambiarme. Por cierto, ¿ya me puedo ir?

—Me acabo de despertar, preciosa. No he hablado con nadie salvo contigo.

—Ah, vale. Entonces, ¿puedes buscar a tu abuela?

Enrosco mis brazos alrededor de su pequeña cintura, acariciando con suavidad el diminuto
bulto en su vientre.

— ¿Es que no me quieres contigo? —ronroneo contra su oreja.

Amanda no hace más que reírse y girarse hacia mí lentamente. Tiene los ojos azules medio
abiertos, aun dormidos, y sonreía como una niña a la que despiertas en su cumpleaños para
cantarle.

—No es eso —acaricia mi rostro con sus delgados dedos—. Sabes cuánto me encanta estar
contigo. Despertar contigo —presiona deliciosamente sus labios contra los míos—. Disculpa si
te he dado esa impresión.

—No es nada —presiono mis labios contra los suyos—. No te disculpes, cielo. ¿Quieres que
le pregunte a la abuela si puedes pasar a ver a Phoebe?

— ¿Puedes?

—Ajá… —acaricio su nariz con la mía —. ¿Quieres que le pida a alguien un poco de ropa para
ti? Puedes ducharte en el baño de la habitación.

—Prefiero hacerlo en el baño de mi casa, junto a mi novio.

Sonrío como un crío.

—Mm… —murmuro contra su boca—. Un baño con agua caliente, los dos juntitos,
desnudos…No lo sé, pero esa idea suena deliciosa.

Ella se carcajea.

— ¿Tienes que ir de nuevo a la empresa de tu padre?

—Pues…no lo sé. Supongo que sí ¿Por qué?

—Porque me debes un almuerzo. Y dos cosas más.

— ¿Dos? —enarco una ceja—. Refréscame la memoria.

—El baño con agua caliente, Ted.

—Ah, entendido ¿Y la otra? Observo como sus mejillas se tiñen de un intenso rojo.

—Es algo que no terminamos ayer.


Frunzo el ceño, confundido. Hago un poco de memoria sobre algo que hayamos tenido
pendiente, además del almuerzo. En cuanto llega a mí, sonrío.

—Mm… —deslizo mi mano lentamente por su pierna—. Lo que te debo es un orgasmo.


Amanda oculta el rostro en mi pecho.

—A ver, ¿en serio te avergüenzas? —le acaricio el pelo suavemente—. Ni siquiera logro
recordar cuantas veces hemos hecho el amor.

—Lo sé —evanta un poco el rostro hacia mí—. A veces me cuesta un poco hablar sobre esto.
Nunca he tenido tanta intimidad con una sola persona.

«Una sola persona». A veces olvido que Amanda se ha acostado con otros hombres. Mierda,
en serio prefiero olvidarlo. Me enfurece pensar que el tiempo que estuvimos separados, tuvo
tiempo de sobra para compararme con alguno de ellos. Con esos bisoños que solo se
acercaron a ella por una noche en una cama. La envuelvo en mis brazos, consciente de que
en mi rostro estaba la viva imagen de la irritación y la molestia, y no quería que lo notara.
Había despertado con buenos ánimos, con una sonrisa preciosa. No quería que se
desanimara con mis absurdas ideas, que no estaban tan lejanas de una realidad. Estaba
consciente de mi irresponsabilidad tras haberla abandonado por incitaciones de Jack.

Tremendamente estúpido.

Noto como envuelve sus brazos en mi cintura, presionando en mi espalda, y acomoda su


cabeza en mi pecho. Siento un cosquilleo delicioso que me recorre entero. Está caliente y es
un alivio. No puedo recordar en ese instante una sensación más gloriosa. Mis sentidos
estaban concentrados en sentirla. La beso en el pelo y cierro los ojos.

— ¿No tienes hambre? —le pregunto, aferrándome a algo para mantenerme despierto.

—Últimamente siempre tengo hambre —se carcajea—. Podría comerme toda la comida que
hay en el hospital, si me gustara la comida de los hospitales.

—Entonces iré a hablar con mi abuela para ver si puedes ver a Phoebe. Y nos escapamos
para comer algo, eh. Luego directo a casa.

—A tomar ese baño de agua caliente…

Sonrío.

— so no me lo pierdo ni por todo el té de China.

—Ah, refranes.

—Es una broma familiar. A mamá le encanta un té en específico, el Twining English Breakfast
Tea. Cuando papá le pide algo a mamá y ella no quiere, le contesta «Ni por todo el té de
China». Y él le replica diciéndole: «¿Ni por el Twining English Breakfast?»
—A John le gusta ese té. Y a mamá —esscucho como suspira con tristeza—. También a
papá.

Noto como una tristeza amenazante se expande en ella misma. Estoy sintiendo como tiembla.
No iba a tardar en explotar en llanto. Le acaricio el pelo suavemente para calmarla, y se aferra
desesperada aún más a mí. No puedo evitar sentirme tal como ella se siente. Me pesa saber
que está sintiéndose de esa manera.

—Lo extraño —gruñe, luchando con el dolor.

Oh, cariño…

—Lo sé, nena —sigo acariciándole el pelo sin detenerme—. Tranquila.

La escucho inhalar profundamente, presionando su nariz contra mi pecho.

—Es un gran alivio que estés aquí —deposita un beso en mi pecho —. Gracias.

—No, nena. Gracias a ti. No merezco estar junto a ti.

—Déjalo ya, tonto. De todos modos no iba a poder estar peleada contigo demasiado tiempo.

Suspiro angustiado.

— ¿Exactamente por qué me perdonaste?

—Ted…

—Dilo. Por favor, tengo miles de cosas juntas. Culpa, principalmente.

Escucho que suspira frustrada, incluso quizá molesta, justo antes de girar sobre la cama y
sentarse sobre mi abdomen. Tiene los ojos azules bien abiertos, un poco inquietos. Podría
jurar que había un tenue rastro de miedo y nerviosismo en ellos.

— ¿Qué razones necesitas? —gruñe—. Te amo, te necesito a mi lado. Me acostumbré


demasiado rápido a ti y no quería pasar una noche más sin estar a tu lado. Tenía miedo que
encontraras otra mujer. No quería que mis hijos pasaran por lo que yo: tener un padre que
nunca estuvo ahí, que te rechazó, que nunca le importaste —toma mis manos lentamente—.
Estaba muy enojada, y lo estoy. Estoy furiosa, me arde la sangre del coraje. Pero he de
comprender tus sentimientos. Tu hermana estuvo a punto de morir por culpa de mi padre.
Entiendo tu rechazo, aunque haya dolido desde los mil demonios.

—Amanda…

—No —gruñe—. Querías que te contara, ¿no? Ahora déjame hablar. Ted, yo nunca he sido
una mujer que soñara con una pareja, con una familia. Solo quería alejar toda esa mierda de
mi niñez. Yo pensaba que estaba bien: sexo, alcohol, drogas. Es lo que vi en mi madre. Es lo
que repetí —sus ojos se humedecieron y me odié por hacerla hablar—. Estaba molesta,
furiosa, con todo el mundo por decir que yo estaba mal. Porque yo estaba bien; ellos estaban
mal. Yo no quería detenerme, porque experimentar dolor y angustia durante el sexo me
liberaba, aunque luego me sentía como una basura.

Me paralizo totalmente cuando choca sus labios contra los míos, besándome con un miedo y
una desesperación palpable que acaba por hacerme pedazos.

—Cuando te conocí, me pareciste un hombre muy atractivo. Pero no quería fijarme demasiado
en ti. Solo quería concentrarme en encontrar un buen trabajo para poder ayudar a mamá con
los gastos de mi papá —observo una sonrisa muy pequeña iluminarle el rostro, pero sé que
intenta ocultármela—. Mis barreras se vinieron abajo cuando intentaste seducirme en tu
oficina aquella vez. No estaba segura de que quería hacer. Quería tener sexo contigo, pero no
quería…

—…perder el control —dije, recordando aquel día. Amanda se había desmayado en mis
brazos. Fue la primera y única vez que una mujer salía intacta del Escala.

Amanda asiente.

—Escucha —susurro—. No hay nada de malo en eso. No hay nada malo en desear a una
persona.

—Lo sé —su sonrisa se hizo más notable—. Eres un cerdo desgraciado. Me acosaste,
aprovechándote que eras mi jefe.

—Oh, sí. Y lo volvería a hacer. Ya vez: estás aquí. Y no hay una sola parte de tu cuerpo que
no conozca ya.

Sus mejillas se tiñeron de un suave y encantador rubor.

—Da igual —susurra, jugueteando un poco con sus dedos—. El asunto es que, Ted, no quiero
estar lejos de ti. No nos conocíamos demasiado para saber qué pensaba el otro. Yo estaba
dolida porque te habías marchado, pero tú estabas asustado p tu hermana. Creo que nos
ganó el orgullo.

—En mi caso fue algo llamado «estupidez».

—Ted… —hace una mueca —. Será mejor olvidarnos de eso.

— ¿Y qué pasó con «voy a corregirte»?

—Anda, que lo has estado haciendo bien. Hasta ahora no tengo qué corregirte.

—Ah, pero pronto —sonrío-. El Ted-hijo-de-puta no tardará en hacerte cabrear.

Amanda suelta una carcajada que viaja coqueta sobre mi piel y me provoca un delicioso
escalofrío. Está sonriendo ampliamente, tanto que puedo ver la fila de sus dientes
resplandeciendo, y su sonrisa es contagiosa. Sonrío con ella y no puedo evitar atraer su boca
hasta la mía lentamente, mordisqueando la carne sabrosa de sus labios. Su aliento choca
contra mi boca y lo recibo, así como el mío choca contra la suya, y nos fundimos en un
pragmático beso. Su respiración se altera violentamente a medida que el beso va aumentando
su dosis. Gime contra mi boca. El cálido placer se expande rápidamente por mi cuerpo y
aferro mis brazos alrededor de su pequeña cintura, obligando a su cuerpo acercarse al mío.
Siento el calor y sé que no quiero detenerme. No puedo detenerme. No podemos detenernos.

Sus pequeñas manos inician un ingenioso camino hasta el dobladillo de mi camisa. Siento
como su mano toca mi piel, alzando la tela de la camisa como si le molestase. Su mano
alcanza mi pecho. El calor me enloquece y deseo desnudarla. Deseo tenerla conmigo ahora,
desnuda, haciéndole de nuevo el amor sin tantas prisas ni miedos, como si nos preocupase
que el otro desapareciera. Utiliza ambas manos para desabotonar mi camisa. El calor de sus
dedos contra mi piel aumenta el mío. La sostengo por la cintura y me levanto de la cama.
Amanda aferra las piernas alrededor de mi cintura. Está decidida a no alejarse.

—Necesitas un baño urgente, nena —replico jadeante—. Agua fría.

—No —jadea, golpeando su boca contra la mía—. Te necesito a ti. Desnudo.

—Estamos en un hospital.

Maldita sea. Siento como mi resistencia se rompe, como un vaso de cristal que cae al suelo de
repente.

— ¿Importa? —aferra las piernas en mi cintura, firmes, mientras tantea mi pecho con los
dedos, terminando por desabrochar mi camisa—. Pensé que el lugar no te importaba.

—No lo hace —la sostengo firmemente—. Me vuelves loco.

Amanda desliza las piernas lentamente hasta el suelo. Tira de mi camisa mientras sonríe,
guiándome hacia el pequeño armario del cuarto de hospital. Abre la pequeña puerta y tira de
mí hacia el interior. Sonrío lascivo y la agarro de la cintura, acercándola a mí. Cuando la
puerta se cierra tras de mí, noto lo realmente pequeño que es el espacio. A duras penas
podemos movernos sin tocar las paredes. Amanda presiona ambas manos en mi rostro y
choca sus labios con los míos. Ambos gemimos en respuesta. Mis sentidos estaba centrados
en como respiraba agitadamente, como sus manos rozaban mi piel, como su cuerpo se
ajustaba al mío.

No puedo controlar un respingo cuando la puerta de la habitación se abre con una


escalofriante lentitud. Vemos por las hendiduras de la puerta del armario como un enfermero
entra lentamente, divisando el interior. Llevaba la típica ropa de un enfermero. Utilizaba
también unos guantes de látex azul y una mascarilla. Más que un enfermero, casi parecía un
cirujano recién salido de una operación. Llevaba en la mano derecha una carpeta de metal y
en la izquierda una aguja. Dios, Amanda no estaba tan mal para necesitar toda esta mierda.
La aludida se aferra a mí y su nerviosismo es palpable.

—Con un carajo —lo escucho maldecir. Su voz rasposa y pesada me es familiar, pero no logro
identificarla—. Estos hijos de puta.

Amanda jadea contra mi oído. La siento nerviosa, casi como si un miedo espantoso correteara
dentro de ella. Observo como el enfermero se quita el gorro y la mascarilla, exponiendo una
sonrisa de loco y unos ojos que podrían robarle el sueño a cualquiera. Siento como la sangre
abandona mi cuerpo y cubro a Amanda tras mi espalda lo mejor que me es posible.

Jack Hyde no dejaba de dar vueltas en la habitación, como si nos estuviese rastreando.

Capítulo ciento dos.

Siento como Amanda respira en mi cuello con nerviosismo y desesperación. Siento su miedo
a través de mi piel, como si fuera el mío. Aparto a Amanda hacia el fondo del armario, aunque
ya no nos queda más espacio. Estábamos pillados allí, mientras Jack continuaba paseándose
por la habitación. Veo que él introduce una mano en el bolsillo de su bata y saca un móvil
pequeño. Teclea un par de botones y lo presiona en su oído. Pasan unos segundos antes de
que le contesten.

—Me dijiste que esta era su habitación, Elena. Pero aquí no están —sus ojos vagan por la
habitación—. No…Desde luego que no me vieron, mujer…Gasté demasiado en esta inyección
como para dejarla por ahí…Cierra la puta boca…No, se hace lo que yo digo…Vete al diablo.

Cuelga. Guarda el móvil en el bolsillo y saca una pequeña caja de cartón marrón. Sonríe
enloquecido y besa la tapa antes de colocarla sobre la cama del hospital.

—Ni modo —dice.

Da la media vuelta y se marcha. Amanda envuelve los brazos alrededor de mi cintura y se


aferra a mí con desesperación. Trato de apartarla, pero tengo miedo a lastimarla. Ella no
quiere soltarme.

—Por favor, Ted —lloriquea—. No vayas.

—Nena, podríamos atraparlo —le digo. Ella presiona los brazos con más fuerza—. Por favor,
Amanda.

—No me dejes sola.

Cierro los ojos con fuerza para contener el impulso de soltarla y salir corriendo tras Jack.
Acaricio sus manos y esperamos allí; ella muerta de miedo, yo frustrado. El tiempo pasa con
absurda lentitud. Observo con los ojos bien abiertos cualquier movimiento en la habitación,
pero nada sucede. Estábamos solos.

—Quédate aquí —le digo—. Voy a salir.

Abro las puertas del armario y me giro, para volver a cerrarlas. Amanda presiona las puertas y
sale. Hago una mueca de desesperación.

—Quédate aquí.

Ella agita la cabeza, frenética.


—No me voy a quedar sola, Ted. Si tu sales, yo voy contigo.

Sé que no se quedaría aquí tranquilamente. La conozco. Además, Jack podría verme salir e
intentar lastimarla. Agarro su mano, la aprieto y caminamos con mucha cautela. Abro la puerta
sin hacer ruido y me asomo por el pasillo. Mierda, no hay nadie. Solo veo a una enfermera que
dobla la esquina y se aleja.

—Revisa si ves mi móvil —le digo.

Amanda aprieta mi mano. Sé que no quiere separarse de mí. Estoy sintiendo como tiembla del
miedo y lo único que quiero es cubrirla entre mis brazos y hacerle sentir segura.

—Está bien —dice.

Me suelta y observo que camina hacia la mesa junto a la cama. Me mantengo vigilando los
pasillos, por si veo algo extraño. O si llegan los inútiles de seguridad, para destrozarles el
rostro a golpes ¿Cómo es posible que se le pague tanto dinero y que no estén cumpliendo con
su trabajo? Seguramente papá les hará cobrar muy caro su ineficiencia. Y no movería un solo
músculo para ayudarles.

Amanda presiona su mano en mi hombro.

—No tiene mucha carga ¿Lo usarás?

Asiento. Ella me extiende el móvil, lo tomo y marco rápidamente el número de papá. Suena
una. Suena otra. Otra vez.

—Buenos días, Ted —responde de buena gana.

Trago saliva, culpable. Mierda. Las noticias sobre Jack van a dañarle el buen ánimo.

—Te…te escucho contento —suspiro—. ¿Qué ha sucedido?

—Tu hermana ha estado teniendo una recuperación impresionante, muchacho. Mi madre me


ha comunicado que en un par de días más podrá comenzar las terapias para caminar ¿Qué tal
por allá? ¿Cómo está Amanda?

La observo, quien está luchando por controlar su nerviosismo.

—No quisiera darte estas noticias, sobre todo después de escucharte tan contento con lo de
Phoebe, pero…

—No discutiste con ella, ¿verdad? Porque…

—No, no —digo rápidamente—. No es eso. Es… —me paso la mano por el pelo—. Jack
estuvo aquí.

Silencio.
—Ya veo —replica con voz seca—. ¿Dónde están?

Me quedo helado con su respuesta. Se le escucha tan tranquilo…

—En la habitación —tomo la mano de Amanda y la aprieto—. Los de seguridad no están. El


pasillo…bueno, está bastante solitario.

—Esas habitaciones no se ocupan mucho, Ted. Son, por lo general, bastante más costosas
que el resto. ¿Quieres que lleve sopa?

Frunzo el ceño.

—Bueno, jefe. Te estoy diciendo que Jack estuvo aquí ¿Y me preguntas si quiero sopa?

—En unos minutos te la llevo, muchacho. Salúdame a Amanda.

Cuelga.

—Pero, ¿qué diablos…? —balbuceo confundido.

— ¿Qué pasa?

Me encojo de hombros, intentando mantener la compostura.

—Yo pensé que iba a ponerse frenético, que iba a estallar del coraje, pero no. ¡Me ofreció
sopa!

Amanda frunce el ceño y abre la boca para comentar, pero el golpeteo de la puerta la obliga a
dar un salto. La atraigo hacia mí y la oculto en mi espalda. Dos golpes más se escuchan.

—Señor Grey, soy Taylor.

Suspiro aliviado. Doy un salto hasta la puerta y abro. Taylor entra a la habitación acompañado
de dos hombres.

—Hombre —digo más tranquilo—. ¿Hace cuánto no te veo?

Él me sonríe.

—Estuve ocupándome de un asunto que me encargó su padre —alzó un poco la barbilla y uno
de los hombres cerró la puerta al salir. El otro permaneció adentro—. Seguramente no ha
notado mi ausencia.

Hago una mueca de disculpa. Lo cierto es que no la había notado hasta ahora que lo veo.

— ¿Qué te encargó papá? —le pregunto.

—Debo hablarlo primero con él. Si me lo permite, le cuento. Mientras tanto, vine por Jack.
—No está —sonrío sarcástico.

Él me devuelve la sonrisa.

—Cuénteme sobre la “visita” ¿Estuvo aquí?

—Sí, estuvo. Pero no estuvo mucho tiempo. No sé si vino por mí, por Amanda o por ambos —
observo la cama, donde aún sigue la caja. Amanda mira también y siento como se
estremece—. Antes de irse, dejó esa caja.

Taylor la señala con la barbilla la caja que yace sobre la cama y el de seguridad se aproxima a
ella. La toma y regresa junto a Taylor, quien la abre con mucho cuidado. Frunce el ceño y
saca un pedazo de papel.

— ¿Qué es? —pregunta Amanda inquieta.

—Es una dirección —dice él—. No es de aquí.

— ¿Entonces de dónde? —pregunto.

—Es de Detroit.

Amanda da un paso hacia adelante y toma el pedazo de papel. Cuando ve la dirección, veo
que hace una mueca.

—Yo… —se pasa la lengua por los labios y me mira—. ¿Me prestas tu móvil?

Asiento y se lo paso, aunque me parece de lo más raro. Marca un número con dedos
temblorosos y se presiona el móvil en el oído. No tardan demasiado en contestarle, según
parece, porque comienza a hablar en un perfecto danés.

—Tilgiv mig, mor…—se disculpa—. Sé que es temprano, pero necesito hablar con Tanya…
¿Puedes despertarla?...Es importante, mamá…Mange Tak.

Amanda parece esperar. Miro a Taylor, que está igual de confundido que yo.

—Amanda… —comienzo a decir.

Levanta la mano para hacerme callar y comienza a hablar por teléfono de nuevo.

— ¿Mamá? Oye, perdona. Sé que es temprano…Es importante ¿Recuerdas donde vivíamos


en Detroit? ...Oye, no llores…Lo sé, lo siento…Es importante…¿Me puedes decir cuál es la
dirección?

Permaneció en silencio, escuchando lo que su madre le decía. Observó varias veces el papel.

—Vale —suspira—. Gracias, mamá…Te explicaré más tarde…Te quiero…Dale un beso a


Will…Sí, yo también…Adiós.
Cuelga.

—Har er en skiderik —gruñe en su perfecto danés—. Necesito hablar con Christian.

Como si intuyese que lo llamábamos, papá entra a la habitación con el semblante de un


hombre que es capaz de matar a cualquiera.

—Con un demonio —gruñe—. ¿Cómo es posible que Jack Hyde tenga acceso al hospital,
entre en la habitación de mi hijo y mi nuera y los malditos de seguridad no se hayan dado
cuenta? —gira hacia mí—. Te debo la puta sopa.

—Olvida la sopa, viejo —gruño—. Pensé que había enloquecido.

—Tenía a Ana junto a mí. Si le digo que Jack estuvo aquí, ¿cómo crees que iba a ponerse?
Aunque seguramente va a darse cuenta. Tiene dos hombres de seguridad más
custodiándola.

—Qué bueno que te veo —dice Amanda, interrumpiéndonos—. Tengo que…

—Dame un segundo, nena —mira a Taylor—. ¿Lo buscaron?

Taylor asiente.

—Nada, señor —dijo—. Ordené que no desistieran.

—Jack iba vestido como un cirujano —dije—. Completo. Solo pudimos reconocerlo porque se
quitó la mascarilla.

—Mierda —gruñe papá—. Eso debiste decirlo de primera mano.

—Perdón.

Cruza con Taylor unas palabras y éste sale disparado. Amanda se interpone entre papá y yo.
Estaba un poco molesta. Tal vez sea porque papá no dejó que hablara.

—Necesito decirte algo —extiende el pedazo de papel hacia él—. Jack dejó esta dirección
sobre…

Él toma el pedazo de papel y lo lee. Hace una mueca, como si la dirección le irritase.

—Sé dónde es —dice—. Crecí ahí.

La expresión de Amanda cambia totalmente.

— ¿Estás seguro?

—Claro que estoy seguro. Esa es la dirección de la casa de acogida donde viví de niño ¿Por
qué?
Amanda se pasa la mano por la frente, secándose una delgada capa de sudor.

—No estoy entendiendo nada —dice en un susurro—. ¿Estás seguro que esa es la dirección?

—Totalmente —repite irritado. No le gusta decir lo mismo dos veces.

Amanda toma mi móvil de nuevo y marca. Espera. Y espera.

—Oh, perdóname…Sí, soy yo otra vez…Que bueno que contestas tú…Mamá, ¿me dices de
nuevo la dirección? —le arrebata el papel a papá para leerlo—. Vale, sí…Oye, ¿segura que
esa es?

Vuelve a pasarse la mano por la frente.

—Ya, gracias…Sí, yo te llamo…Te quiero.

Cuelga.

—Amanda —digo mientras me acerco—. ¿Qué sucede?

Escucho que su respiración se altera considerablemente. Por un momento me entra el pánico,


así que la agarro por la cintura y la abrazo. Ella envuelve sus brazos alrededor de mi cintura
con fuerza, como si tuviese miedo a caer.

—Me estás asustando, Amanda. ¿Qué está pasando?

Aparta el rostro lo suficiente para vernos a papá y a mí.

—Esa dirección… —suspira pesadamente, como si le costara respirar—. Es el lugar a donde


Jack envió a mamá a vivir cuando fue encarcelado por lo que le hizo a Ana. Es el lugar donde
crecí.

Papá se puso tan blanco como las sábanas de la cama. Amanda se aferra a mí y siento que
hace un gran esfuerzo por mantenerse tranquila.

Así que los Grey y los Hyde comparten otro secreto.

Capítulo ciento tres.

Papá hizo unas cuantas llamadas en los siguientes quince minutos, tantas que ya había
perdido la cuenta. Por otro lado, Amanda parecía seguirle los pasos. Hizo tantas llamadas, en
inglés, español y danés, que se me hizo casi imposible seguirle el paso. En ese instante,
Amanda parecía más hija de Christian Grey que yo mismo. Y me sentí un poco extraño,
incluso intimidado, con esa idea. Parecía casi escalofriante como dos personas que no llevan
la misma sangre podían parecerse tanto.

Taylor no emitía ninguna expresión ni alguna palabra. Estaba totalmente en silencio, con la
vista clavada hacia delante. Estaba en plan de trabajo. Nada cálido, ni amigable. En ese
momento era un profesional. Creo que yo era el único que estaba allí sin hacer nada, sentado
viendo como los demás aportaban en algo. Amanda y papá seguían discutiendo por el móvil.
Por Dios…Menos mal que Amanda era una Hyde, porque si fuera una Grey habría que
tenerme miedo en realidad. Mm…no. Mejor no. Si le dijese sobre el comentario de su apellido
tendríamos la pelea del año.

La primera en colgar fue Amanda y a los pocos segundos papá. Se miraron fijamente. Se les
veía tan cansados, preocupados…

—Davor va a enviarte una información a tu e-mail —dijo ella—. Mamá y William vienen para
acá. También me comuniqué con el abogado de Bruno, mi padre adoptivo. Davor insistió que
uno de mis abogados debe estar presente si él no puede estarlo.

Papá asintió.

—Le dije a Wallace que viniera —me lanza una mirada de soslayo, una que fue demasiado
veloz—. Tal vez tarde un poco más que nadie en llegar, porque está haciendo algo por mí.

—Bueno, ya son muchos trabajos especiales —protesto—. ¿Alguien puede recordar que sigo
aquí, por favor?

Amanda suelta un pesado suspiro y se acerca con lentitud, como si estuviera asustada. Se
sienta en la cama y recuesta la cabeza sobre mis piernas. Veo que cierra los ojos e inhala
fuerte. Me entra un cosquilleo un poco extraño, uno que jamás me había dado antes, así que
comienzo a deslizar los dedos por su cabello para deshacerme de la incómoda sensación. A
ella parece gustarle, porque noto como una sonrisa pequeña y dulce aparece en sus labios.

Pero ese momento se corta en cuanto los tres golpeteos de la puerta la hacen abrir los ojos.

—Debe ser Morgan, señor —anuncia Taylor.

Él abre la puerta. Un hombre brusco de cabellos castaños se asoma a la puerta sin entrar a la
habitación. Está vestido con ropas grandes, pese a no ser muy robusto. Sobre su cabeza lleva
una boina antigua color marrón. Recuerdo a los Morgan: Morgan Uno y Morgan 2, pero a este
sujeto no…

—Timothy Morgan —dice él, extendiendo el brazo hacia papá.

Amanda da un salto, de modo que queda sentada.

— ¡Tío Tim! —chilla, casi como si llorara.

El hombre le sonríe con lo que me pareció a mí cariño. Amanda se levanta, corre hacia él y lo
abraza como si llevara años sin verlo.

—Estás enorme, pequeña —dice con ternura—. No te veo desde que estabas en la
adolescencia.

Amanda suelta una carcajada y rompe el abrazo.


— ¿Qué haces aquí? —le pregunta.

Antes de responder le lanza una mirada rápida a Taylor, quien automáticamente mira a papá.
Algo raro pasaba entre estos tres.

—Escúchame, nena —toma sus pequeñas manos—. Tenemos mucho de qué hablar.

Ella no deja que hable, sino que me señala. Eh…

—Al menos déjame presentártelo, ¿no? —sonríe en mi dirección—. Te presento a Timothy,


medio hermano de Bruno, mi papá —se gira hacia él antes de volver a mirarme—. Él es Ted,
el hijo de Christian. Ted es mi novio.

—Prometido —comento en son de burla.

—Ya no traes el anillo —sonríe con sarcasmo—. No creas que no me di cuenta sobre eso,
traidor.

Observo mi mano izquierda, totalmente desnuda sin el anillo que ella me había dado. Cuando
observo la suya, tiene el anillo puesto. Ni siquiera me había percatado. 6Mierda…

—Un gusto —musita Timothy, aunque podía notar que no le era agradable del todo. Al parecer
tengo ese efecto en toda la familia de Amanda. Lindo—. Mindy, nena. Hay un detalle muy
serio que xdebo decirte.

La expresión de Amanda cambia totalmente. Se le venía nerviosa, como si estuviese a punto


de abrir la puerta y salir corriendo.

—Es sobre Bruno —musita con cautela.

El nombre de su padre adoptivo acaba por quebrarle la calma y veo como las lágrimas se
preparan para la carrera.

—Supongo que ya te enteraste que —traga saliva— está…

Veo que Timothy aprieta sus manos con más fuerza.

—Amanda —dice. Su voz sonaba tan dura y seca que incluso mis nervios iniciaron su
descarga excesiva por todo mi cuerpo—. Bruno no está muerto.

La boca se me seca ante esas palabras. Amanda, por su parte, sé que está aferrándose a las
manos del hombre que la sostiene para no derrumbarse. Me veo a mi mismo avanzar hasta
ella, deslizo mis manos por sus hombros y la atraigo hacia mí. Ella no se mueve, no parpadea,
nada. Estaba en el mismo estado que aquella vez cuando John le había comunicado la noticia
de la muerte de su padre.

—Está… balbucea ella—. Pero John…


—Jack quiso matarlo, nena —apuntó Timothy—. En cuanto me dijeron que Jack se había
escapado, me preocupé como un loco. Así que me acerqué a tus padres para que me
contasen lo que estaba sucediendo. Cuando llegué al hospital, Jack estaba saliendo de la
habitación donde se encontraba Bruno. Había inyectado un veneno que no deja nada de
rastros, pero afortunadamente nos dimos cuenta antes y consiguieron salvarlo. Está
escondido, recuperándose. Ni Stella, ni John ni nadie sabe que está vivo. Solo tú, ahora.

Amanda aparta sus manos de él.

— ¿Por qué nos hiciste creer que estaba muerto? —chilló con fuerza—. ¿Tienes una idea de
lo duro que hubiese sido para nosotros?

—Amanda —musita despacio—. Sabes que me cortarían la cabeza si me acerco a ti. Estar
ahora hablándote frente a frente es muy peligroso para mí. Podrían encerrarme en una cárcel
por veinte años.

Frunzo el ceño, confundido.

— ¿Por qué? —inquiero.

Él suspira profundo.

—Le conseguía cosas a Amanda que no debía: alcohol, cuartos de motel, condones —se
encoge de hombros—. Era una menor. Bruno se puso extremadamente furioso y arremetió
contra mí. La única forma de no ir a la cárcel era manteniéndome alejado de Amanda —
acaricia el cabello rojo con cariño—. Lo hizo bien. Llevé a esta niña a esa porquería —me
lanza una mirada cálida, como la de un padre—. Es agradable ver que tiene cosas mejores,
limpias.

Observo que Amanda se pasa las manos por el vientre. Un gesto cariñoso, protector,
posesivo.

—Quiero ver a papá —dice.

Tim agita la cabeza.

—Por ahora no es conveniente —vuelve tomar sus manos—. Escucha, nena, no quiero
angustiarme. Mucho menos en tu estado.

Un dulce rubor se extiende por sus mejillas. Mm…Se veía tan adorable.

—Ya lo sabes —musita avergonzada.

Él le sonríe cariñoso.

—Tu padre también. Está ansioso por verte.

—Entonces déjame verlo.


—Am, tenemos mucho de qué hablar. Hay otra cosa…otra cosa importante que debes saber.

Ella espera a que él hable. Sin embargo, lo único que Timothy hace es rebuscar en los
bolsillos de su pantalón extra grande. Veo una foto en su mano, que se la extiende a Amanda.
Ella la toma con la doble de rapidez que empleó Tim para sacarla de su bolsillo. La expresión
en su rostro me da a entender que la fotografía no le cae en gracia.

— ¿Qué es esto? —gruñe.

Intento ver mejor la imagen, pero manda está constantemente moviéndola. Creo que es la foto
de unos bebés en la sala de recién nacidos, pero no consigo distinguir mucho.

—Son tus…

La voz de Tim se queda a medias cuando la puerta se abre. Tanya y William entraron con
rapidez, como si estuviesen asustados. Los ojos de ella se cruzaron con los de Timothy,
desatando una tensión que era palpable.

— ¿Qué haces aquí? —chilló.

Él parecía incómodo, pero no desistió de su repentina pose de dictador.

—Cailee —musita.

El nombre parecía importante únicamente para Tanya, porque sus ojos se humedecieron
apenas él lo pronunció. ¿Qué demonios estaba pasando aquí?

—Bueno, es suficiente —chilló Amanda—. Algo está pasando y no sé qué rayos es ¿Quién es
Cailee?

Tanya tragó saliva.

—Tus hijos deben saberlo —susurra Tim—. Tienen derecho.

William se posicionó junto a su hermana, sosteniéndole la mano.

— ¿Quién es Cailee? —inquirió también.

—Sólo diles —susurra Tim.

Tanya suspira con un pesar palpable y se acerca a sus hijos. Tiende una mano a cada uno y
les da un apretón.

—Cuando ustedes se marcharon de casa, William porque huyó y Amanda porque fue
adoptada, yo sentí un vacío enorme —entrecierra los ojos un poco para contener las
lágrimas—. Fue cuando comprendí que los amaba, pero ya era tarde para recuperarlos. Así
que seguí con mi trabajo.

Hizo una mueca de asco hacia ella misma. Debe referirse a la prostitución.
—Conocí a Timothy el mismo día que ustedes dos cumplían seis años. Esa noche no recibí a
nadie en casa. Me fui a un bar a tomar. Él estaba allí, hablamos, se nos pasó las copas y
terminamos en la habitación de un motel. Luego dejamos de vernos —suspira—. Yo quedé
embarazada.

Silencio. Amanda y William parecían en un especie de transe impenetrable. Le lanzo una


mirada rápida a papá, quien escucha atentamente sin hacer ruido. Tiene el ceño fruncido. Esta
información no la sabía.

—Cuando Cailee nació —comienza a decir— hice todo para dejar esa vida de callejera, pero
Jack escapó. Quiso que le dijera dónde estaban sus hijos y yo no quise —sus ojos se
humedecieron—. Se llevó a la niña e intentó matarme.

Amanda y William sueltan la mano de su madre al unísono.

— ¿Por qué no nos dijiste que teníamos una hermana? —vocifera molesto William.

La expresión de Amanda muestra la misma emoción. Enterarse así, de golpe, que tenían otra
hermana por ahí debe resultarle a ambos amargo. Observo a papá. Yo no sabría cómo
reaccionar si él viniese con una noticia así. Agito la cabeza con violencia. No, él no es capaz
de ocultarnos algo como eso.

—Pasé un tiempo recuperándome de las heridas —explicó—. Estuve en coma. Cuando


desperté y estuve más recuperada, me comuniqué con un viejo amigo de tu padre —al ver la
expresión de sus hijos, supe que ella hubiese querido deshacer el comentario—. Le dije que
quería encontrar a Timothy. Que me ayudara a encontrar a mis hijos, para estar segura que no
corrían ningún peligro. Pero me dijo que no había nada de lo que preocuparse, porque Jack
estaba otra vez en la cárcel. Pero no supo decirme nada de Cailee.
»Cuando pude levantarme de la cama, fui a ver a Jack —la expresión de su rostro mostraba
su dolor—. Dijo que había matado a la niña. Que eso había sido por no decirle nada sobre
ustedes —sus lágrimas comenzaron a manchar su rostro. Una punzada de lástima late dentro
de mí—. Después de eso decidí que era mejor no buscar a Timothy.

El aludido se acercó a Tanya.

—Pero Cailee no está muerta, niños —veo la sombra de una sonrisa—. Reconocí a Tanya en
cuanto la vi, hace unas semanas atrás. Me contó sobre ella e inmediatamente la busqué. Jack
la dejó abandonada en un basurero, intentando escapar de la policía. Vivió en un orfanato,
nadie la adoptó así que se escapó —se encoge de hombros—. Después nada.

Amanda frunce el ceño. No ha actuado como esperaba: entrar en llanto, gritar, protestar,
ponerse furiosa a un extremo desesperante. Sólo ha permanecido en silencio, dejando que su
madre dijera todo lo que fuese necesario.

— ¿A qué te refieres con «nada»? —preguntó Amanda.

—Me he enterado recientemente —explica Tim—. Aun la estoy buscando.


—Entonces, ¿Cómo están seguros que está viva?

—Una corazonada, nena.

Ella asiente y, para sorpresa de la mayoría, se abre paso hasta alcanzar la puerta de salida.
Consigue apartar a Taylor y sale hacia el pasillo. Me voy tras ella, cerrando la puerta con
cuidado al salir. Está en el pasillo, caminando de aquí para allá, agarrándose el cabello con
ambas manos mientras dice palabras suelta sin sentido en danés.

—Amanda —susurro.

Ella se gira hacia mí. Parece calmada, demasiado, pero sé que algo dentro de ella está
martillándola sin piedad.

— ¿Escuchaste, no? —maldice en danés—. Esto es un verdadero, verdadero, desastre.


Bruno no está muerto y para completar el cuadro tengo una hermana. Debe tener… —cierra
los ojos para calcular—. ¡Trece años! Y lo increíble es que sea hija de mi tío. Claro que no mi
tío biológico, pero eso es lo de menos.

Noto que respira con dificultad. Está hablando demasiado rápido, ¡claro que le faltaría el aire!

—Es como si la visita de Jack no fuera suficiente, no.

—Amanda…

—Me siento total y absolutamente defraudada. Ahora mismo solo quiero dormir por quince
días y librarme un poco de esto. En serio, voy a terminar por volverme loca.

Atrapo su rostro entre mis manos y la obligo a mirarme fijamente. Azul contra azul. Su cuerpo
entero pareció relajarse un poco. Expulsa el aire de golpe y los brazos le caen a ambos
costados del cuerpo.

—Sé que todo esto ha sido demasiado para un solo día.

—Una sola mañana —tajea.

—Una sola mañana —asiento—. Pero tienes que tratar de mantener la calma, nena. Por el
bebé.

—Los bebés —vuelve a tajear.

Le sonrío como un crío.

—Los bebés —acaricio su rostro—. Si quieres desahogarte, puedes hacerlo conmigo.

La sonrisa lasciva en su rostro me deja bastante claro sus planes de un desahogo. Ahogo un
jadeo e intento concentrarme en calmarla, pero poco a poco me doy cuenta que ahora yo
necesito hacerlo.
—Sandford, concéntrate —gruño.

—Dijiste que podía desahogarme contigo —aparta mis manos de su rostro, deslizando las
suyas por mi pecho—. Entonces déjame.

—No me refería a eso —trago en seco—. Será mejor que aprendas a diferenciar las palabras,
nena. O un día de estos vas a arder.

—Estoy ardiendo ahora mismo —frota su cuerpo contra el mío—. Apágame.

Le sonrío a modo de burla.

—Siempre estás ardiendo, Sandford.

—Entonces resuelve el problema, o tendré que tomar medidas al respecto.

—Estás un poco frustrada, es eso.

— ¿Tú crees? —cierro los ojos cuando sus labios comienzan un dulce recorrido por mi
cuello—. Nos han interrumpido varias veces ya.

—Porque no estamos en casa —aprieto los labios—. Estamos en un hospital y a mí me gusta


verte de este modo en privado.

—Hay habitaciones vacías —mordisquea el lóbulo de mi oreja—. No lo pienses demasiado,


Ted. Puedes arrepentirte de hacerlo.

Envuelvo mis manos alrededor de su cintura y la atraigo hacia mí. Ella suelta un gemido tan
cerca de mi oído que el efecto llega a mi entrepierna.

—Yo también quiero hacer el amor contigo —susurro—. Pero no quiero que sea algo rápido,
porque al desaparecer nos estarían buscando —acaricio su cuello con la punta de mi nariz—.
Quiero hacerte el amor sin prisas, cariño.

La escucho suspirar en mi oreja. Separa un poco el rostro, de modo que sus labios acarician
los míos con dulzura.

—Lo siento —musita.

—No pidas disculpas —presiono mis labios contra los suyos—. Vamos a cambiar de tema.
¿Quieres hablar de lo que acaba de pasar?

—No lo sé. Siento que es…demasiado.

— ¿No te gustaría saber de ella?

—Sí, claro que sí. No me mal interpretas. Es solo que, la forma en que supimos de ella, me
hace sentir tan defraudada. Pienso que esperó demasiado para decirnos. Esto es algo
importante. Muerta o no, debió decirnos que teníamos una hermana.
—Entiendo, nena. Pero intenta comprenderla. Perdió a sus gemelos. Luego creyó que su hija
había muerto. Debió ser duro para ella, ¿no crees?

Desliza la vista lentamente hacia su vientre. Sé que está pensando en ellos, o ellas. Pensando
en nuestros gemelos.

—Sí, supongo que sí —suspira—. Pero también me siento tan frustrada. No sé cómo ayudar.
Es como tener las manos atadas.

— ¿Me dejas hacerlo? —inquiero cauteloso—. Déjame ayudarte a buscar a tu hermana.


Podemos agilizar la búsqueda.

— ¿De verdad harías eso?

— ¿Y lo dudas? —presiono mi frente contra la suya—. Nena, no existe una sola cosa que no
sea capaz de hacer por ti. Te amo. Arrasaría con el mundo por ti.

Capítulo ciento cuatro.

Doy un suspiro cuando acaricio la cerradura de la habitación de Phoebe. No la he ido a ver


desde que despertó del coma. Nunca. Y la verdad me daba miedo lo que vaya a encontrar,
pese a que todos me decían que ella se veía mucho mejor ¿Pero qué es «mucho mejor»?
Vuelvo a suspirar y giro la cerradura. El simple «click» al abrirse hace que mis manos
tiemblen. Entro sin hacer ruido y la veo. Está dormida sobre la gran cama de hospital. Tiene
pequeños moretones en el ojo, la boca y el mentón. Cuando se mueve, muy lentamente, hace
una mueca de molestia. Dolor. El corazón se me encoje en un puño. El nombre «Jack» me
revuelve el estómago, y quiero que lo acompañe la palabra «venganza» o «muerte» por
haberla tocado. Por haber dañado a mi pequeña hermana.

Phoebe suelta un quejido cuando se mueve y veo que desliza su mano hasta la cabeza. Le
duele. Sus pequeños y cansados ojos se abren lentamente. Le molesta la luz. Me acerco al
interruptor y lo apago. La única luz disponible es la que entra por filtración por la ventana. Me
acerco a la cama, le tomo la mano y le doy caricias muy suaves, tiernas. Veo que hace el
mayor esfuerzo posible para sonreírme, pero solo consigue hacer una mueca. El moretón de
la boca le dolía.

—Ted —susurra.

—Sh —con la mano libre le acaricio el pelo desgreñado—. No hables, pequeña. Descansa.

—Te eché —suspira con una mueca de dolor— de menos —sonríe—. Tus cejas.

Frunzo el ceño.

— ¿Qué tienen mis cejas? —pregunto con burla.

—Siempre he dicho —vuelve a suspirar, esta vez mas lento— que parecen las de un oso. Y te
vez adorable cuando las juntas —hace una mueca, que inmediatamente se convierte en una
sonrisa marca Phoebe Grey—. Haces eso cuando te preocupas.

— ¿Lo hago? —le deposito un beso en la frente—. No me había dado cuenta.

—Es porque siempre frunces el ceño, para todo. Pero en realidad lo haces cuando te
preocupas y pocos lo notamos.

Sonrío como un crío. Esa es mi hermana, la niña curiosa que se fija en todos los detalles, por
más pequeños que estos sean.

— ¿Y por qué estás preocupado? —pregunta hablando con lentitud.

—Lo que pasa es que mi hermana pequeña está en una cama, cubierta de unos moretones y
esas pequeñeces. Sabes cómo me pone eso.

—Yo me siento mejor, en serio. No debes preocupare por eso.

—Supongo que no puedo evitarlo —le doy una caricia suave en la mejilla—. Sigues siendo mi
pequeña debilidad.

Sonríe un poco, pero esa pequeña sonrisa le ilumina el rostro. Luce mucho mejor.

— ¿Y Amanda?

—Con papá. Te daría miedo ver cómo actúan tan sincronizados.

—Sí, lo sé. Son muy parecidos. ¿Y mamá?

—Con papá —sonrío—. Alguien tiene que recordarle a esos dos que no so padre e hija, ¿no?

—Uf, eso sería terrible para ti ¿Eh?

Le sonrío burlón.

—Así es como me gusta verte, pequeña. Esa es mi dulce hermanita.

—Déjame en paz —le brillan los ojos—. Eché de menos molestarte.

—Prefiero que lo hagas, Phoebe. Y que no des más sustos como estos.

Sonríe un poco débil.

—Debes estar cansada, ¿verdad?

Asiente suavemente.

—Son los medicamentos. Son fuertes.


—Supongo que es para evitar el dolor. ¿Quieres que llame a la abuela?

Parpadea con lentitud. Tenía sueño.

—Bueno —le sonrío—. Lo que necesitas es dormir, pequeña —le deposito un beso en la
frente—. Es hora de descansar. Prometo venir a verte mañana.

—Ted —suelta un bostezo—. Aún no te vayas.

—Pero te ves cansada.

—Quiero hablar de algo contigo —intenta acomodarse mejor en la cama, pero termina
haciendo una mueca de dolor—. Iba a dejarte un espacio.

Agito la cabeza.

—La cama es para ti. No hagas movimientos bruscos, o puedes lastimarte.

—Bien, está bien —vuelve a bostezar—. Anoche escuché a nuestros padres hablando sobre ti
y Amanda. ¿Pelearon?

Intento sonreírle, pero me atrapa con sus ojos grises cansados.

—Tal vez —susurro.

Sonríe débil.

—Sabes que estuve a punto de morir —susurra.

La mención de la palabra «muerte» hace que se me seque la boca. La idea de haber perdido
a mi hermana tiene consigo un sabor amargo y desagradable. No, fuera…

—Pero ya estás bien —digo.

—Cuando estás tocando la delgada línea entre la vida y la muerte con la punta de los dedos,
las cosas se ven de una manera distinta —parpadea, luchando con el sueño—. Te das cuenta
que a pesar de uno que otro tropezón, la vida es hermosa. Te das cuenta de todas las cosas
maravillosas que tienes, a quien tienes, lo que puedes tener.

Trago saliva. Phoebe siempre da en el blanco. Haber estado a punto de morir no le quita ese
don tan quisquilloso y único.

—Me alegra que arreglaras ese problema —bosteza—. Amanda es una chica especial.
Complicada, quizá. Tiene una historia que te hace reflexionar sobre la suerte que tienes de
haber crecido con alguien que te ama. ¿Sabes lo que más me gusta de todo esto? —vuelve a
bostezar—. Que le estás dando lo que ella siempre quiso. Y ella, a su vez, te da lo que
necesitabas.

Le sonrío enternecido. Parpadea con lentitud, obligándose a mantenerse despierta.


—A dormir —canturreo en voz baja.

Vuelve a bostezar.

—Despierta —susurra con voz de niña.

Frunzo el ceño, divertido.

—Estoy despierto, Phoebe. Tú duerme.

Agita la cabeza suavemente.

—Estás dormido —acomoda la cabeza sobre la almohada—. Si yo fuera tú, me llevaba a


Amanda ahora mismo al altar y me casaba. Y no hubiese esperado a que ella me pidiera
matrimonio. No esperaría absolutamente nada para hacerla mía ante los ojos del mundo.

Cierra los ojos y sonríe.

—Eso es lo que las chicas queremos —susurra antes de quedarse dormida.

Observo como su rostro se relaja, la señal total y absoluta de que estaba dormida. Phoebe
Grey tenía un tacto delicioso para detectar a las buenas personas. Y un don un tanto más
irritante de presionar el dedo en la llaga correcta. Lo cual a veces, por más extraño que
sonara, era irritante. Te hacía sentir vulnerable.

Me aseguro de verla dormida antes de dar la media vuelta y marcharme. Lo cierto es que sus
simples palabras habían taladrado muy adentro. Vuelvo a repetirme que no es de extrañarse.
Phoebe era capaz de eso. Sin embargo, la sensación seguía ahí. Los reproches mentales
eran los mismos: hubo un tiempo en que la traté como si fuera una zorra, la dejé marchar, la
he hecho llorar, la he abandonado, juzgado. Y malaya sea mi suerte, que las pocas veces que
ha reído desde que volvimos a estar juntos han sido pocas. Amanda no ha pasado de susto
en susto y de disgusto en disgusto. Y que un rayo me parta, porque bien sabía que gran parte
era mi responsabilidad.

Necesito hacer algo contundente y definitivo. Y debía ser pronto.

Abro la puerta de la habitación donde había dejado a Amanda con mis padres y el equipo de
seguridad. Experimento una sensación extraña en la garganta y no sé qué es. Un mal sabor.
No quiero pensar en algún mal presentimiento. Mamá, papá o Amanda podrían notarlo. No
quiero angustiarlos con una tontería.

Amanda está junto a la ventana con mamá. No las puedo escuchar, hablan demasiado bajo.
Pero, cuando observo a papá, sé que también está intrigado. La actitud de las dos
embarazadas se torna misteriosa, mientras una sutil sonrisa cómplice se expande por el rostro
de mi madre. Estas dos traman algo. Y no parecen dispuestas a decir qué.

Así que tomo al toro por los cuernos y me acerco. Deslizo las manos por la cintura de
Amanda, la atraigo hacia mí y froto los dedos sobre su vientre. Es una caricia extremadamente
suave, casi como si no la tocara. Pero una corriente tan agresiva como las mismas olas en
una tormenta me recorre desde la punta del pelo hasta los pies. Siento que el corazón me late
a un ritmo sonoro y coqueto, casi estimulante. La sangre tibia se expande por mi rostro y
saboreo la calidez del abrazo.

Sostengo entre mis brazos a mi mundo entero.

—Me parece que están tramando algo —digo—. ¿Qué es?

Como un par de mulas tercas, se limitan a agitar la cabeza. Amanda intenta hacer una
expresión de ofensa, pero acaba convirtiéndose en una tierna mueca. Deslizo la nariz hasta su
cuello e inhalo. Tiene una piel muy suave. Acariciarla era un verdadero placer. Pero también
tiene ese olor impregnado en toda ella. Ese olor tan suyo, tan enloquecedor y travieso que
provoca un escalofrío por todo mi cuerpo.

— ¿Qué no me vas a decir? —le susurro cerca del oído.

Su cuerpo se estremece levemente, pero en mi cuerpo rebota la sensación un par de veces


más intensas.

—No estamos haciendo nada —responde.

Sonrío con el rostro oculto por la cascada de risos rojos. Reconocería el deseo oculto en ese
tono de voz, estemos donde estemos.

—Están muy misteriosas las dos —mordisqueo con suavidad el lóbulo de su oreja—. Tarde o
temprano voy a sacarte la información.

Siento como extiende el codo directamente hacia mi abdomen, proporcionándome un suave


golpe.

—Tus padres siguen aquí —susurra—. El siguiente golpe realmente va a dolerte.

Sonrío.

—No creo que me duela más a mí que a ti.

—Parece que deseas probarlo.

—Hablemos de eso más tarde.

Noto como los músculos de su rostro se mueven, formando una sonrisa.

— ¿Tienes hambre? —le pregunto.


—Siempre.

—Bien ¿Quieres que te lleve a cenar?

—La verdad prefiero cocinar yo —se gira hacia mí—. Tengo en mente algo que va a gustarte
—enarca la ceja, en una expresión de ensoñación que haría únicamente cuando habla de
cocinar—. Aguachile de camarón.

Su tono de voz recalca un entusiasmo muy curioso, pero a pesar de eso no puedo evitar
exponerle una mueca de burla.

—No tengo idea de lo que eso significa, pero debe saber muy bien.

—Es porque siempre comes cosas muy comunes, guapo. Pero te aseguro que vas a chuparte
los dedos.

—Supongo que debemos pararnos en un supermercado, entonces.

—Necesito comprar treinta limones —asiente—. Supongo que sí.

—Limones —digo, sonriéndole con burla—. Treinta. ¿Segura que sabes lo que haces?

—También debo comprar chile de árbol en polvo, unos chiles serranos verdes… —continúa,
ignorándome—. ¿Qué más…? Ah, claro. Cuatro pepinos. Puedo preparar una salsa Bloody
Mary para acompañar los camarones.

—Sí, lo que faltaba. María Sangrienta. O estás planeando una cena o una especie de ritual,
¿qué dices?

Me lanza una mirada furtiva y árida que me hacen desear morderme la lengua y
autocastigarme para evitar una próxima tontería.

—A ver, ¿intentas decirme que nunca has probado la salsa Bloody Mary?

—He escuchado del trago, nena, pero no de la salsa.

No me responde. Tantea con los dedos los bolsillos de mi pantalón, como si buscara algo.

—Bien, correcto —atrapo sus manos—. ¿Qué buscas?

—Un papel y una pluma —sonríe inocente—. Debo hacer una lista de las cosas que debo
comprar —suelta mis manos y me da dos golpecitos en el estómago—. Voy a hacer que
subas un par de kilos.

—Es para que nos emparejemos.

Volvió a darme dos golpes en el estómago, pero éstos eran golpes más rudos.

—Era una broma —refunfuño.


—Voy a ponerte tan gordo como un gato consentido y luego voy a meterte al horno para
cocinarte. Cerdo parlanchín.

—Pescado frito —carcajeo.

—Ya verás quien será el pescado —se aleja dando saltitos hasta el baño—. Seré el pescado
cuando me superes en la comida.

—Oh, por Dios —chillo, fingiendo una sorpresa que no sentía—. Juraría que ibas a decir otra
cosa.

—Ted, tus padres siguen aquí —sonríe burlona—. Y apuesto que ahí también soy mejor que
tú.

Sin más, se introduce en el baño. Mientras tanto, olvidé por casi un minuto como unir la
mandíbula para cerrar la boca. Cuando observo a mis padres, los dos estaban rojos. Estaban
aguantándose la risa.

—Correcto —susurro—. Eso fue un golpe bajo.

—Tal vez —susurra papá—. Pero nunca le insinúes a una mujer embarazada que está gorda
—desliza el brazo por la cintura de mamá—. Experiencia.

Mamá suelta una carcajada.

—Sabes lo que tienes que hacer antes de salir —dice él.

Su rostro vuelve a estar serio; su voz, dictadora.

—Llevarme a unos cuantos Guarda-culos —le sonrío—. Lección aprendida.

—Tu sonrisita tonta no va a ablandarme. Y como sé que eres lo suficientemente descuidado y


despistado, seré yo quien le avise a Taylor.

Toma un beso impropio de mi madre y se marcha.

—Discreto —susurro.

Mamá solo sonríe.

—Llámame cuando estés en casa, cariño —se acerca para abrazarme—. Tu padre no quiere
soltar palabra, pero sé que algo pasó. Por lo tanto me preocupa que salgas por ahí.

—Iremos a un supermercado solamente, mamá. Procuraré que Amanda no enloquezca y se


tarde. Y claro que te llamaré. No quiero que eso afecte a mi nuevo hermano.

—Oh —se carcajea—. Es tan extraño saberlo. Me resulta satisfactorio que lo tomaran de esta
manera.
—Sabes que me encantan los niños —sonrío—. Tengo que ir a visitar a mis otros hermanos.
No he congeniado mucho con ellos.

—Eso va a gustarles —hace una mueca triste—. Me preguntan todos los días por Phoebe.
Les dije que está en un viaje de vacaciones. Cuando Grace me dio la noticia de que había
despertado del coma… —sus ojos se humedecen—. Fue la mejor noticia que me han dado
desde que supe que estaba embarazada.

—Has ido a tus chequeos, ¿verdad? Espero que por esto de Phoebe no te estés descuidando.

—Christian jamás lo permitirías. Y tú no debes hacerlo.

—No lo haré, lo prometo. Creo que estamos mejorando.

—Se les ve muy bien, cariño. Y me da gusto que dejaras de lado todo aquello que me estaba
preocupando.

— ¿Preocupando? ¿Qué cosa te preocupaba?

—Tu insaciable necesidad por ir a tomar cualquier cosa que pudiese embriagarte.

—Por ahora no afloja ese deseo. Además, Amanda está todo el tiempo conmigo. No quiero
tomar cuando ella está.

—Eso es muy considerado, porque hacerlo puede ser muy peligroso.

—Sí, supongo que sí. Y aprovechando el viaje, ¿no quieres que compre algo para ti?

—No, cariño. Si llego a necesitar algo, tu padre hará que aparezca en unos cuantos minutos.

Asiento cómplice. Así es el enigmático multimillonario presidente y amo del universo.

—Amanda —la llamo—. ¿Piensas pasarte todo el día metida en el baño?

—Cierra la boca. Lo hago si quiero.

Pongo los ojos en blanco.

—El supermercado no estará abierto toda la vida.

—Déjame.

Me aparto de mamá, camino hacia la puerta del baño y doy dos golpecitos.

— ¿Todo bien allá adentro? —pregunto.

—Como en el cielo.
Sonrío.

—Ya, en serio ¿Qué sucede?

Ella abre la puerta de golpe, exponiéndome su cara de pocos amigos.

—El vestido —dice—. No me sirve.

—Um… —echo una vista al vestido que llevaba puesto a medias—. ¿Qué no es el mismo que
traías ayer?

—Exacto —se cruza de brazos—. Y ahora no me sirve. Me queda tan ajustado que me cuesta
respirar sin forzarme.

Contengo una carcajada, porque sé que se pondría furiosa conmigo.

— ¿Y qué se supone que voy a ponerme ahora? —chilla.

—Podemos detenernos en una tienda y compramos algo cómodo para ti.

—A gastar más dinero —pone los ojos en blanco—. Hermoso.

—No preferirías salir desnuda por las calles, ¿o sí?

— ¿Y soportar tu histeria? Sí, puedo con ello.

—Muy graciosa —le doy un suave empujón—. Póntelo. Te compraré algo cómodo.

Ella se da la vuelta.

—Ayúdame, ¿quieres?

Agito la cabeza, divertido. Deslizo la cremallera del vestido con lentitud, pero se me hace un
tanto difícil ¿Cómo es que un vestido que usó el día anterior puede quedarle tan ajustado al
siguiente?

—Ya está —le digo.

—Muy bien, despídete. Quiero quitarme esto.

Vuelvo a contener la carcajada. Camino hacia mamá, la abrazo y le doy un beso en la frente.

—Tengo que hacer otra parada, pero será rápido.

—Te aseguro que lo será —dice Amanda—. ¿Y tu padre? No importa. Le llamaremos desde el
auto —me aparta de mamá y le da un abrazo—. Dile a Phoebe que la veré mañana, sin falta.

—Claro, nena.
Se aparta y tira de mí hasta la puerta.

—Te quiero —le digo a mamá.

Escucho que se carcajea de desaparecer con Amanda por la puerta.

—Tienes prisa —bromeo.

—No me siento cómoda tan apretada. Nunca me ha gustado la ropa así. Siento que los
pechos no me encajan en este vestido. Creo que ni el depredador sexual más peligroso podría
tener acceso a ellos.

—Voy a lavarte la boca con jabón, señorita —la tomo de la mano y tiro suavemente de ella—.
Camina.

—Ya no soy señorita, pero gracias.

—Estoy plenamente consciente de eso. Y no hay nada que agradecer.

—Creo que no recuerdo donde está el auto.

Me detengo en seco.

—A la mierda —gruño—. Papá dijo que hablaría con Taylor, para informar al quipo que
salíamos. Si me voy, va a cabrearse enserio.

—Yo voy a cabrearme en serio —pone los ojos en blanco—. ¿Dónde está Christian?

—No lo sé.

—Llámalo. Ahora.

Agito la cabeza mientras tanteo los bolsillos. Aquí estás. Saco el móvil y marco el número de
papá. Contesta casi de inmediato.

— ¿Ahora que necesitas? —dice.

—Que ya me voy, señor Grey ¿Y los guarda-culos?

—Los que van contigo esperan en el estacionamiento. Auto negro, un Mercedes CLA.
Encenderá las luces cuando te vean, para que sepas que son ellos ¿Comprendido?

—Sí, jefe. No se angustie.

—Cuídate.

—Oye, lo haré. De verdad. No te preocupes tanto.

—No importa. Creí que cuidaba bien a tu hermana y ahora la tengo recuperándose de un
accidente que casi me la arrebata. Tú solo cuídate. Y a Amanda.

—Lo haré. También te quiero.

No dice nada, pero él es así. Tiene sus formas de decirnos cuando nos ama.

—Yo también, Teddy —dice antes de colgar.

Guardo el móvil en el bolsillo y suspiro. Amanda se me cuelga del cuello, sonríe y choca sus
labios contra los míos.

—Te ves tan tierno cuando estás sentimental.

Le sonrío.

—Soy bastante sentimental, a decir verdad.

—Y me gusta. Eso te hace aún más atractivo.

—Como sea —deslizo el pulgar por su mejilla—. Vamos a comprarte algo cómodo y al
supermercado. ¿No olvidas nada?

Agita la cabeza. La tomo de la mano y caminamos hacia el ascensor. Mientras esperamos, me


dejo deleitar por la sensación maravillosa que me propinan sus dedos acariciando la palma de
mi mano. Era como calor. Un delicioso y único calor.

— ¿De verdad nunca has probado Aguachile de camarón? —pregunta.

Suelto una carcajada.

—Estoy seguro que no.

—Sabe delicioso. Sobre todo cuando unes el exquisito sabor de los camarones en su
marinara y la salsa Bloody Mary. Te aseguro que va a gustarte.

—Tienes buena mano. Sé que así será.

El sonido de la puerta del ascensor al abrirse nos sobresalta, pero nos reponemos y nos
introducimos a la irritante caja de metal.

Unos escasos diez minutos más tarde nos encontrábamos en una tienda de ropa cerca del
hospital. Ir de compras con esta mujer era un caso serio. Solía mirar la etiqueta de los precios
con más frecuencia de la que podría catalogar soportable.

—No vas a pagar tú —digo—. Olvida el precio.


Ella se acerca con pasos rápidos.

—Esta tienda es muy cara. Solo quiero algo cómodo y ya.

—Escoge algo y ya, mujer. El dinero me va y me viene.

Pone los ojos en blanco y se acerca a uno de los estantes. Toma en la mano un vestido azul
bastante bonito y sencillo. Lo extiende hacia mí.

— ¿Este?

Le sonrío.

—Puedes llevarte la tienda.

—Solo necesito un vestido —lo cuelga de su brazo—. Este.

Me lanza una sonrisa divertida antes de girarse hacia los vestidores. Veo un pequeño sillón y
me desplomo en el asiento vacío. Junto a mí había un hombre con dos bolsas en las manos.
Debe haber llevado de compras a su pareja. Y da la sensación que ella es lo contrario a
Amanda: le gusta comprar demasiado.

— ¿También estas en la misma situación? —alza las bolsas—. ¿Día de compras?

—No, en realidad. Pasamos de paso para comprar un vestido.

—Tienen una facilidad para para embrujarnos y hacernos ceder. Entramos aquí porque ella
quería “solo observar”. Y va probándose en tercer vestido.

—A las mujeres les gusta comprar, supongo. Es como un deporte. Yo tengo que rogarle a mi
chica para que compre un simple vestido.

—La que llevaba el vestido azul ¿Esa chica?

Asiento.

—Ya quisiera estar casado con esa belleza.

Inspiro con brusquedad.

—Sí —digo, pero es casi como un gruñido.

Amanda abre la puerta del vestidor un poco, asomando la cabeza.

—Ayúdame, ¿puedes?

Asiento. Me levanto y camino hasta el vestidor. Abre la puerta un poco más y me deja pasar.

—Creo que la cremallera está atascada o algo, no puedo bajarla.


—Date la vuelta —le digo.

Ella obedece. Deslizo la cremallera con un poco de brusquedad. Escucho como suspira de
alivio.

—Gracias al cielo —se voltea hacia mí—. Detesto la ropa ajustada.

No le sonrío, solo acaricio su rostro con una suavidad impresionante.

—Te veo extraño ¿Qué te pasa?

—Nada, nena. Solo quiero irme.

—Algo tienes porque ni siquiera me sonríes —coloca ambas manos en mi rostro—. Sé que me
estoy comportando como una cría, pero no te enojes. Ni siquiera puedo controlarlo. Creo que
soy las hormonas.

Le sonrío ampliamente.

—Tú no me haces enojar, cariño. Es que afuera está un imbécil que desea estar casado
contigo.

—Um… —sonríe—. Estás celoso, ¿es eso? No te gusta que me miren.

—No, para nada.

—Venga, que tienes un gran problema. No puedes evitar que me vean. Pero… —rosa su nariz
con la mía—. Solo tú me llevas a casa cuando el día por fin termina ¿Qué no te satisface eso?

—Podría hacerlo —acaricio su cabello—. Discúlpame. A veces soy yo quien se comporta


como un crío.

—Eso no me molesta —presiona un poco sus labios contra los míos—. Me gusta el crío que
llevas por dentro. Hace las cosas interesantes.

—Olvida lo interesante. Termina de cambiarte que nos queda una parada.

Se aparta de mí y me empuja.

—Fuera, entonces. Pervertido.

—Um…Fuiste tú quien me dejó pasar.

—Ya, afuera.

Le guiño un ojo y salgo. Me desagrada ver que el sujeto sigue ahí. Y me desagrada aún más
saber que va a estar observando a Amanda en cuanto salga. Le vendría bien mantener los
ojos dispuestos a otra dirección. Escucho la puerta abrirse. El vestido azul le sienta de
maravilla. No es demasiado corto, pero sí bastante cautivador para mi paz mental. Lleva las
mismas zapatillas.

— ¿Qué tal?

Da una vueltita, casi saltando. Se ve de maravilla.

—Te ves hermosa —digo.

—Es una talla más grande que mi talla usual. Creo que estoy subiendo de peso con rapidez.

—Debe ser por el embarazo —sonrío—. Realmente te ves hermosa.

Acorto la poca distancia que nos separa y la cubro con mis brazos, bloqueándole la vista al
sujeto de al lado.

— ¿Quieres llevarte algo más de aquí?

—No, con el vestido está bien.

—Puedes llevarte un par de sandalias, si quieres.

—De verdad, no las necesito. Además, aun nos falta una parada ¿No es lo que dijiste?

—Sabes que me armo de toda la paciencia del mundo por ti, nena. Si tienes que tardarte más,
yo espero.

—Hay dos personas que no pueden esperar —frota su vientre con cariño—. Y se tornan muy
agresivas.

Sonrío.

—Entonces a pagar.

Deslizo mi mano hasta la suya, le doy un suave apretón y tiro de ella para caminar. Noto por el
rabillo del ojo al sujeto mirándonos, así que no puedo más que sonreír. Sí, señor. Esta mujer
es mía.

Capítulo ciento cinco.

Amanda hizo las compras con una rapidez impresionante. Sabía a donde ir. Antes de escoger
alguna cosa, primero la observaba, olfateaba y tocaba. Solo iba a escoger cosas frescas. Y
sabía cómo identificarlas. Mientras hacíamos la larga fila para pagar, observé a dos ancianas
platicando animadamente sobre sus nietos. Amanda recostó la cabeza sobre mi hombro y
noté que cerraba los ojos.

— ¿Cansada? —bromeo.
Ella suelta una risita.

—Un poco —desliza el brazo por mi cintura—. Estoy ansiosa por llegar a casa.

—Comparto el deseo contigo.

—Ha sido un día muy largo, ¿no crees?

—Un poco, sí.

—Sigo preguntándome que quería Jack.

—Nada bueno, seguramente.

—Fue a mi habitación. Es algo que me llena de preocupación. ¿Y que pudo haber tenido en
aquella inyección?

—Oye, ya no pienses en eso —le doy un beso en el pelo—. Hoy vamos a estar en casa
tranquilos, preparando la cena juntos. Nada de Jack, Elena, problemas, etcétera.

Noto que sonríe.

— ¿Podrás seguirme el paso en la cocina?

—Nena, te sigo el paso donde sea.

—Esas palabras prometen mucho. Ya veremos si es cierto.

— ¿Quieres apostar?

—No te arriesgaría tanto, cariño. Vas a perder.

—Es una pena verte tan segura. Luego la desilusión será terrible.

—Que vas a perder, te lo aseguro.

Deslizo la mano por su cintura y la atraigo un poco más hacia mí.

—Ya veremos.

Sostengo los paquetes mientras ella abre la puerta. Se aparta hacia un lado y hace una
reverencia.

—Las damas primero.

Le sonrío con burla.


—Hoy la chica Me-gusta-hacerte-bromas despertó con más ganas que nunca.

—Lamento si soy impertinente, pero estoy a minutos de ver a mi novio fracasar en la cocina.

— ¿Fracasar? ¿A caso se te olvidó la riquísima sopa de papas que te preparé cuando no


podías comer solidos?

—Golpe de suerte.

—Mis pelotas.

—Señor Grey, que grosero.

Inclino la cabeza para que entre. Al seguirla, le lanzo una patada a la puerta para cerrarla.
Ambos caminamos directamente hacia la cocina.

— ¿Qué preparamos primero? —le pregunto.

—Podemos empezar primero con los camarones, a menos que prefieras la salsa fría.

— ¿La salsa sangrienta?

—No seas asqueroso, no. Yo pienso que la salsa a temperatura normal es mucho más
apropiada. Ni muy fría ni muy caliente. Los camarones estarán un poco fríos. Tienen que
marinarse por quince minutos.

—Entonces empecemos con los camarones.

Ella sonríe. Al adentrarnos al enorme espacio en la cocina, Amanda inclina la cabeza hacia un
lado para que coloque las bolsas sobre la encimera.

— ¿Listo para perder? —dice dando saltitos.

Me quito el saco, lo coloco sobre la repisa y me doblo las mangas hasta los codos.

—Listo para sorprenderte, nena. Ya verás.

—Saca los camarones y los limones. Mientras yo le hago los cortes, tú preparas el jugo.

—Estás subestimándome.

—Descuida. Te daré más responsabilidades. Saca todo, anda.

—Sí, jefa.

Me saca la lengua antes de darse la vuelta. Mientras hago lo que me dice, veo que está
rebuscando entre los cajones un par de cuchillos. Luego saca de uno de los compartimientos
una exprimidora, la cual coloca frente a mí.
—Para ti, cariño.

—Creo que, el hecho que te estés comportando de forma tan extraña, se debe a que estás
hambrienta.

Se acerca dando saltitos.

—No de comida.

Choca las caderas contra las mías y me quita de en medio. De los compartimientos superiores
saca unos envases pequeños de cristal, los cuales coloca sobre la mesa central para poner en
su interior los ingredientes que va a utilizar. Muy organizada. También tiene un par de
cucharas, un cucharon, un plato pequeño doble, supuse que para la salsa, y cuatro tomates
medianos colocados en una fila. Agarra las bolsas con los camarones y comienza a abrirlas
con el cuchillo.

— ¿Me pasas un picador? —pregunta inocente—. Está guardado en el cajón junto a los
cuchillos. Y un tazón hondo con tapa, por favor.

Hago un saludo militar y me encamino hacia el cajón. Lotería.

—Sabes dónde está todo, eh —le digo acercándome.

—Habían un par de recetarios por la casa. Practiqué un poco.

—Vas a estar muy cómoda en el restaurante.

Extiende las manos y toma el picador.

—Sobre eso… —coloca los camarones sobre el picador—. Mejor no.

—Lo compré para ti ¿No era lo que querías?

Hace una mueca.

—Revisé los papeles que me diste. Tuve mucho tiempo libre cuando te fuiste —agita la
cabeza—. Hiciste una inversión muy cara. No quería que gastaras tanto dinero.

Agito la cabeza mientras conecto la exprimidora.

—Aunque a veces es irritante, realmente aprecio que no estés interesada en cuanto dinero
cargo en la cartera. Cuando no te conocía aún, gastaba el dinero en mujeres con las que me
topaba para pasar un buen rato. Estaba malgastando el dinero de mi padre en cosas
absurdas. Por eso comencé a trabajar con él, para no sentirme tan mal. Pero continúe
malgastando sin razón —extiendo mi mano hacia la suya y la aprieto—. Sin embargo, me
gusta gastar dinero en cada cosa que sea para ti. No estoy malgastando ni un centavo.
¿Crees que me arrepiento de gastar dinero en ese vestido que llevas puesto? ¿En la ropa que
te he comprado? ¿Si quiera el restaurante? —agito la cabeza—. Lo único que quiero es que lo
aceptes.
—Oh, no vamos a discutir esto. No vas a parar y vamos a terminar peleando.

—Eres demasiado terca.

—Venga, que tu no lo eres menos.

—Yo lo heredé de papá.

Hace una mueca de exasperación.

—Igual yo.

Sé que está refiriéndose a Jack, así que busco un medio de distracción.

—Será mejor empezar.

Ella asiente, pero es un asentimiento débil.

— ¿Cuántos limones debo exprimir?

—Unos quince deben estar excelentes.

Asiento obediente. Tomo uno de los cuchillos y comienzo a partirlos por la mitad,
organizándolos en una fila. Observo por el rabillo del ojo que está concentrada haciéndole un
corte lateral en la espalda de los camarones, desvenándolos y dejándolos abiertos en forma
de mariposa. Mientras sigo exprimiendo los limones, veo como ella continúa haciendo eso con
todos los camarones. Luego enjuaga con agua purificada y los escurre dos veces ante de
colocarlos sobre el tazón hondo. Era rápida.

— ¿Listos los limones? —pregunta inocente.

A mí me faltaban un par de limones para terminar.

—Casi —susurro sonriendo.

Se mueve por la cocina casi danzando, colocándose detrás de mí. Desliza ambas manos por
mi pecho, descendiendo con cuidado hasta que consigue alcanzar el último botón de la
camisa de lana.

—Autocontrol, Sandford —susurro divertido.

—Sólo creo que el calor de la cocina va a darte más calor.

—No soy yo quien parece tener calor.

Suelta una risita mientras desabotona otro botón.

—Mientras más cómodos estemos, más rápido cocinaremos.


—Hemos hecho el amor demasiadas veces como para no saber qué es lo que realmente
quieres.

Ríe culpable.

—Y yo que pensé que estaba siendo discreta —desabotona otro más—. Qué pena, lo siento.

Tomo el envase con el jugo de limón y me volteo hacia ella. Sus mejillas se tiñen de un
escandaloso tono rojizo cuando nuestras miradas se conectan.

—Listos los limones —digo burlón.

Toma el envase con ambas manos y se aparta. Baña los camarones con el jugo sin mirarme,
sin siquiera hacer el esfuerzo. Termino el trabajo que había comenzado y dejo caer la camisa
al suelo. Me le acerco por la espalda, deslizo las manos por la cintura y la atraigo hacia mí.
Muevo las manos con calma por sus piernas, levantándole el vestido. Noto que se tensa y su
boca lucha por controlar un jadeo. Acaricio la curva de su cuello con mis labios, dejándole
suaves besos sobre su piel mientras absorbo su sabor.

—Autocontrol, Grey —jadea.

Introduzco ambas manos por debajo de su vestido hasta que mis dedos alcanzan la tela de
sus bragas. Con el pulgar la deslizo por sus piernas hasta que chocan contra el suelo. Coloca
la tapa al tazón, vuelve a tomarlo entre las manos y camina hacia el refrigerador. Cuando
consigue guardarlo, busca entre los cajones un temporizador de cocina. Lo programa y lo
coloca sobre la encimera. Acorta la distancia que nos separa y se me cuelga del cuello,
presionando sus labios con insistencia sobre los míos.

—Tenemos quince minutos —jadea contra mi boca—. Asesinaré a quien nos interrumpa
ahora.

La agarro por la cintura y la levanto por los aires. Enrosca las piernas con fuerza alrededor de
mi cintura y el efecto palpita dentro de mis pantalones. Tira con un poco de fuerza de mi
cabello. El beso se torna más intenso de lo usual. Sabe a deseo, hambre, necesidad. Usa
ambas manos para desabotonarle los pantalones, pero sosteniéndola así resulta difícil. La
coloco sobre la encimera y le quito el vestido con un movimiento rápido. Me deshago de los
zapatos y el resto de la ropa justo antes de volver a sostenerla contra mí, piel con piel.

Volvemos a besarnos. No quiero que pare, así que no lo hace. Sabe lo que deseo. Siento
como su cuerpo tiembla ante las suaves caricias de mis manos contra su espalda. Estoy
tocando su cicatriz. Se tensa un poco, pero la reacción no dura demasiado. Muevo la boca por
su cuello, su pecho, hasta que consigo llegar a mi objetivo. Controla el aliento cuando acaricio
sus pezones con húmedos y tiernos besos, absorbiendo y comiendo de su piel.

Aparto mi boca de su pecho, implemento tácticas cuidadosas mientras me deslizo hacia el


suelo, sosteniéndola contra mí. No hay forma de que se aparte. Todo su cuerpo está decidido
a permanecer con el mío y yo lo acepto encantado. Sentada sobre mí, Amanda se inclina
levemente para besarme en los labios.
—Ted —susurra contra mi boca—. Hazme el amor.

Muevo las manos hasta sus caderas y la aparto. Ella se acomoda, se mueve suavemente, y
toma entre sus manos mi miembro. Es la primera vez que me toca. Desliza los dedos
suavemente, apretando y acariciando, y la presión se ejerce en mi pecho. Gruño cuando sus
dedos me aprietan más, pero presiono los ojos al sentirme dentro de ella, acoplándome a su
humedad. La escucho gemir. Presiona las manos sobre mi abdomen y comienza a moverse
en un ritmo armonioso y dulce. Pero eso dura el tiempo que necesite para acoplarse al hecho
de tenerme de nuevo dentro de ella.

Apartando las manos de mi abdomen, comienza a moverse a un ritmo más agitado y urgente.
Respiro profundo para mantenerme inmóvil, pero el pecho se me contrae y me cuesta respirar.
Por un momento sé que estoy sintiendo el exacto mismo placer que ella, cada una de las
vibraciones de su cuerpo parecían ser del mío. Cada gemido, cada aliento forzado, cada gesto
de placer.

La sostengo de la cintura con ambas manos y la embisto más rápido. Amanda se agarra el
pelo con ambas manos, inspirando y expirando con dificultad. El embriagador ritmo se
apoderó de mis respiraciones, que fueron aumentando con los movimientos rápidos y fuertes.
Tiene el rostro comprimido por el placer, los labios mordisqueados, las mejillas rojas, los
pechos moviéndose a nuestro ritmo. Ella seguía moviéndose, impulsándose de adelante hacia
atrás repetidas veces, desesperada ya por encontrar el alivio al placentero tormento que se
extendía por su vientre.

Amanda contrae los músculos interiores, apretando mi miembro de una manera que me hacía
arder, que me enloquecía, acercándonos cada vez más a la cima, balanceándonos en el
borde.

—Ted —chilla.

Explotamos al mismo tiempo, con la misma intensidad. Se arquea violentamente,


contrayéndose. Veo que cierra los ojos y su cuerpo se deja caer, así que tengo que sostenerla
de ambos brazos. Tiro de ella y se desploma sobre mí, ocultando su rostro en mi cuello.

— ¿Estás bien? —le pregunto.

La escucho respirar con dificultad, pero a pesar de eso suelta una risita.

—Creí que iba a desmayarme —levanta la cabeza y presiona sus labios contra los míos varias
veces—. Cada vez te superas.

Sonrío contra su boca.

—Yo diría que, quien se superó, fuiste tú —roso nuestros labios—. Nunca te había visto tan
fuera de control.

Las mejillas se le tiñen de un rojo aún más intenso.


—No te avergüences —acaricio sus brazos—. Tal como te lo dije hace rato: hemos hecho el
amor demasiadas veces ya. Me encanta descubrir cosas nuevas sobre ti.

Abre la boca para decir algo, pero el sonido de una chicharra escrute nuestro momento
privado.

—Somos extraordinariamente puntuales —susurra burlona.

—Entonces arriba —le doy un cachete en el trasero—. Hay que terminar de preparar la cena.

—No, yo lo haré.

—No empieces.

La sostengo de la cintura, y sin salir de ella, me impulso de modo que pueda ponerme en pie.
Enrosca las piernas alrededor de mi cintura y sonríe.

—Yo tampoco quiero —canturrea.

— ¿Tú no quieres que?

—Separarme —mordisquea mi labio—. Me gusta sentirte dentro de mí. No tienes idea de lo


delicioso que se siente.

—Créeme que lo sé.

Impulso el cuerpo y la descuelgo de mí. La sensación al salir de ella fue extraña y sé que ella
sintió lo mismo. A pesar de estar sobre sus propios pies, no dejó de rodear mi cuello con sus
brazos.

—Te amo —susurra.

Sonrío antes de presionar mis labios con los suyos.

—Yo a ti —mordisqueo su labio—. A cocinar.

—Bueno… —descuelga los brazos de mi cuello y los coloca en su espalda con un gesto
angelical—. ¿Me ayudas?

— ¿No piensas ponerte ropa?

Agita la cabeza.

—Solo estamos tú y yo.

—Será mejor que comencemos ya. O juro que acabaremos de nuevo en el suelo.

—La idea no suena tal mal. Pero tienes razón. Sigo teniendo hambre.
—Bien ¿Qué hacemos ahora?

Frunce el ceño, pensando.

—Hay que cortar las cebollas moradas en medias lunas para bañarla en jugo de limón y un
poco de sal.

— ¿Para qué hacemos eso?

—Eh…para comerlas.

Hago una mueca.

— ¿Comer las cebollas?

—Si las remojas cierto tiempo en jugo de limón y las comes con los camarones sabrán muy
bien. Confía en mí.

Me encojo de hombros.

—Bien —digo.

—Yo las corto —sonríe.

—Y yo debo exprimir más limones, seguramente.

—No —se carcajea—. Tú vas a sacar los camarones, los vas a escurrir y guardarás ese jugo.

—Nivel de dificultad: dos. Vamos mejorando.

Me da un suave golpe en el brazo.

—Ya sácalos, Grey.

—Sí, jefa.

Me giro hacia el refrigerador, abro la puerta y tomo el tazón. La cierro y coloco el tazón sobre
la encimera.

— ¿Dónde está el escurridor?

—A tu izquierda, tercer cajón.

Le sonrío burlón, aunque no puede verme. Rebusco en el cajón hasta que encuentro el
escurridor. Abro el cajón de al lado, tomo otro tazón y en cuanto tengo todo a la mano escurro
los camarones. Lanzándole miradas furtivas a Amanda, veo como corta perfectamente las
cebollas en un ritmo rápido y sincronizado. Era buena. De verdad. Cuando acaba con las
cebollas, las vierte sobre el jugo de limón y se frota las manos.
—Listo —sonríe inocente—. ¿Y tú?

Le muestro el tazón.

—Te gané.

—Sigue soñando —se carcajea—. ¿Listo para tu siguiente misión?

—Así nací.

—Perfecto. Echa los camarones en un sartén. Usa el jugo que le sacaste como aceite, pero no
lo eches todo. Deja un poco.

Enarco una ceja.

— ¿En serio?

Asiente.

—La receta en realidad dice que, antes de hacer todo el proceso, los hiervas. Yo los cocino
con el jugo. Obtienen más sabor. Confía en mí.

— ¿Ya has hecho esta receta?

Asiente mientras sonríe.

—Hace como dos semanas probé como sería sin hervirlos —sus ojos brillan—. Det er
spektakulære.

Sonrío. De una manera sé que cuando se expresa en danés, está esforzándose menos en ser
alguien correcta y educada. Solo está siendo tal como es. Solo es Amanda, la mujer cuya
pasión por la cocina se le desborda por los poros. Abro uno de los cajones de abajo y tomo el
sartén. Lo coloco sobre la estufa y la enciendo. Tomo el tazón con los camarones y el del jugo,
vertiéndolos poco a poco sobre el sartén.

— ¿Y por cuanto lo dejo?

—Hasta que tus fosas nasales se deleiten con la maravillosa fusión de olores.

—Claro —carcajeo en silencio—. La chef ha hablado.

—No los dejes quemar, Theodore. O tendrás serios problemas.

—He vivido con mujeres toda mi vida. Sé que atenerme cuando una tiene hambre.

—Apuesto a que no has tenido esa misma experiencia, pero con una que está embarazada. Y
que son tuyos. Por si no lo recuerdas.

—Recuerdo el proceso.
—Siempre recuerdas el proceso. Pero con los hijos, al igual que un delicioso pastel, no
siempre el proceso de preparación es lo mejor.

—El señor me dijo una vez exactamente lo mismo. ¿Te has dado cuenta que los dos asustan?
A veces pareces más hija suya que yo.

—No digas tonterías. Somos muy diferentes.

— ¿Sabes en qué son diferentes? —agito un poco el sartén para mover los camarones—. Tú
tienes vagina, él no.

—Maldito pervertido.

—Son cosas que uno no puede evitar mencionar —sonrío—. Datos obvios.

—Tú tienes esa perversión psicótica que él tiene en la mirada. Son idénticos. Físicamente no,
claro. Pero por dentro son tan rebuscados. Ven un par de piernas y lo único en lo que piensan
es en abrirlas.

—Resulta mejor cuando se copera. Anota eso como un triunfo tuyo.

Se carcajea.

—Eres un cerdo.

Vuelvo a agitar el salten y una combinación de los mariscos y el limón me abren un hueco en
el estómago que ansía ser llenado. Apago la estufa y coloco el sartén, que está un poco
caliente, sobre la encimera.

—Misión completada ¿Cuál es el siguiente paso?

—Excelente trabajo, señor Grey —sonríe—. Como ha demostrado que tiene buena mano para
esto, acomoda los camarones en círculos sobre un platón. Sazónalos con sal, pimienta, chile
en polvo y un poco de salsa inglesa —enarca la ceja en un reproche—. Que no se te pase la
mano. Hazlo con moderación, pero a gusto. Y después coloca encima de los camarones una
capa de la cebolla desflemada. Y repites el proceso. Capa de camarón, capa de cebolla. Capa
de camarón, capa…

—De cebolla, sí —sonrío—. Ya te entendí.

—Fantástico. Yo iré preparando la salsa. Variaciones, señor Grey. Variaciones.

Hubiese querido comentarle cualquier cosa, pero en ese instante no supe a qué se refería. Así
que opté por comenzar a trabajar. Pero ella no hace nada. Se queda inmóvil, viendo como
trato de decidir cuánto echar de cada cosa.

—Voy a ayudarte con eso —dice—. Cierra los ojos.


Obedezco. La escucho moverse por la cocina, pero no sé hacia donde se ha ido. Entonces
siento el calor de su cuerpo golpearme en la espalda. Piel con piel, desliza la mano por debajo
de mis brazos y descansa los dedos, solo los dedos, por mi pecho.

— ¿Qué haces? —le pregunto con el ceño fruncido.

—No hables. Solo concéntrate.

Mueve los dedos con extremada suavidad. Sus caricias tenues se sienten bien. Cálidas. Pero
no consiguen encender una pasión. Las caricias solo me hacen sentir cuidado, protegido y
amado. La sensación es muy dulce, tierna. Casi podía sentir un sabor. Cierro los ojos con
fuerza y mueve los dedos aún más suaves, con ternura. Miles de emociones explotan en mí y
no sé nombrarlas.

— ¿Qué sientes? —susurra con suavidad.

—No sé explicarlo —suspiro—. Es como…miles de sensaciones a la vez. Magia.

—Exacto.

Siento que se aparta y deja de tocarme. Sin embargo, en un movimiento rápido, siento que
está de pie frente a mí. Toma mi mano y tira de ella. Sé que estoy tocando los envases de las
especias, pero no sé lo que es. Es suave y me hace cosquillas en la punta de los dedos. Está
a una temperatura natural, así que resulta agradable. Una sensación extraña surca por mi
pecho. Hace que piense en campamentos.

— ¿Ahora que sientes? —susurra.

—Es suave. Es agradable al tocar.

—Es perejil.

Sonrío. Aparta mi mano y hace que toque algo más. Es áspero, fino y está un poco frío. Me
recuerda a la arena de la playa.

—Es la sal —dice.

Vuelve a apartarme la mano. Esa vez estoy tocando algo crujiente y la sensación que me
provoca hace que desee reírme. Qué extraño.

—Esto es ají.

Asiento.

— ¿Lo notas? —desliza sus dedos por mi pecho—. Cuando te toco, sientes miles de
sensaciones. Magia ¿Y qué sucede con la comida?

—Hace que piense en lugares, como la playa o ir de campamento. También me provoca


sensaciones curiosas, como la sensación y el deseo de querer reírme.

—La comida también es magia. Cada sabor, color y textura te hará sentir diferente. Cuando
comprendas lo sublime y mágico que es el arte de cocinar, nunca vas a necesitar una receta.
Vas a aplicar lo que te agite el corazón.

Presiona el dedo índice sobre el mío.

—Tus dedos tocarán lo que veas —desliza el dedo por mi brazo, hasta alcanzar mi pecho—.
El corazón te dirá que vas a utilizar —vuelve a deslizar el dedo, pero esta vez hasta mi boca—
. Y ella va a deleitarse de la fusión de esta magia tan maravillosa.

Abro los ojos y le sonrío.

—Realmente amas esto, ¿verdad?

Se sonroja un poco mientras asiente.

—Me has impresionado —susurro—. Estoy absolutamente maravillado con todo lo que acabas
de decirme.

Ella solo agita la cabeza, presiona los labios contra los míos y se aparta.

—No uses el ají y el perejil. No son para los camarones —me mira tierna—. ¿Sabes una
cosa? Me gusta cocinar contigo. Me siento muy cómoda. Incluso estando desnudos.

Asiento mientras le sonrío.

—Comparto el sentir.

Suspira y observo como comienza a trabajar.

—Tienes tan buena mano para esto de la cocina. Seguro a mamá le encantará cocinar
contigo.

«Mamá»

—Mierda —gruño—. Olvidé llamarla. ¿Dónde está mi móvil?

—Tal vez en el suelo, en tus pantalones —suelta una carcajada—. Haz memoria.

—Nena, no necesito hacer memoria. Basta con repetir la escena.

—Mejor llama a tu madre.

Agito la cabeza divertido mientras rebusco en los pantalones el móvil. Eureka. Hago una
mueca cuando veo dos llamadas perdidas. Mamá. Me apresuro a marcar. Mamá no tarda en
regresar.
—Hola, cariño.

—Lo sé, lo olvidé. Perdona.

Suelta una carcajada.

—Me comuniqué con los de seguridad. Me confirmaron que llegaste bien. Pero lo estas,
¿verdad?

Cierro la boca cuando escucho un ruido. Giro hacia Amanda, quien está mezclando los
tomates y el resto de los ingredientes para la salsa en la licuadora. Me sonríe apenada.

—Sí, estoy bien. Hoy me ha tocado hacer el papel del sumiso. Me ha traído de un lado a otro.

—Eso no es cierto —protesta Amanda.

Sabe que voy a protestar, así que presiona de nuevo el botón de encendido de la licuadora.
Hace una mueca de triunfo.

—Ya nos las arreglaremos.

Mamá suelta una carcajada.

— ¿Cocinan juntos? —pregunta.

—Ella me da órdenes. Si dice cocinar, a cocinar se ha dicho.

—Oh, niños. Me recuerdan a Christian y a mí cuando comenzábamos a conocernos.

—Sí, bueno. Supongo que en este caso ella es la Christian Grey y yo la Anastasia Steele.

Mamá vuelve a soltar una carcajada.

—Valdría la pena pagar por ello.

—En serio, mamá. Tu apoyo no es necesario —me burlo.

—Lo siento, cariño. La imagen podría resultar algo chistosa.

Amanda se me cuelga del cuello. Tiene en la mano una cuchara, que en cuanto abre la boca
me la introduce. El sabor danza en la boca. No es la típica salsa. La combinación de sabores
resulta tan impresionante que no lograba identificar un solo ingrediente.

— ¿Qué tal sabe? —pregunta.

—Rica —me relamo los dientes—. De verdad muy rica.

Ella sonríe y se aparta.


—Si están muy ocupados, será mejor que cuelgue —dice—. ¿Irás mañana a ver a Phoebe?

—Desde luego. Pienso darme una vuelta después por Grey Enterprises, para ayudar un poco
a papá. Debe estar muy estresado.

—Un poco, sí —suspira—. Ya sabes cómo es tu padre: se desvive por sobreprotegernos. Y


hay que añadirle a su lista de preocupaciones que Phoebe esté en el hospital, que esté
embarazada y que la novia de su hijo también lo esté.

—Me preocupa que sean muchas cosas para él.

—Christian puede con esto, Teddy. Es un roble. Pero nunca está demás quitarle algo de
encima.

—Lo dices por mí, lo sé. Estoy siendo precavido. Lo prometo.

—Lo sé, mi niño. Lo sé —suspira—. Voy a colgar, cariño. Christian quiere que nos vayamos a
casa.

—Hasta mañana, mamá. Te quiero.

—Yo a ti, cielo. Descansa.

Cuelga. Me giro hacia Amanda, que está echando el chile serrano junto con el ajo y el jugo de
la marinada de los camarones que había sobrado en la licuadora. Coloca la tapa, presiona el
botó de encendido y deja que todo se mezcle.

— ¿Y eso es…? —pregunto.

—Otra salsa —agita las pestañas—. Variedad, señor Grey. Ya se lo había dicho.

Agito la cabeza, divertido.

—Estaba pensando… —se sacude las manos—. Podríamos comer arriba, en la piscina. ¿No
te gustaría?

—Haberlo dicho antes —sonrío—. Prepararé el agua.

Pasados los diez minutos, regresé hasta la cocina. Amanda ya tenía todo listo, incluso un par
de copas de vino tinto.

—No creo que debas tomar.

Levanta la vista hacia mí y sonríe.

—Te vestiste.
—Es solo un pantalón de playa —extiendo hacia ella la delgada y poca tela de un traje de
baño morado de dos piezas—. Para ti.

— ¿Seguro que eso va a servirme?

—Cubrirá lo esencial. Cuando estás conmigo no me gusta que estés tan cubierta.

—Claro, claro. Típico de los hombres.

Doy unos pasos hacia ella, tomo una de las copas y le doy un sorbo mientras coloco el traje
de baño sobre su hombro.

—Póntelo.

— ¿Por qué no lo haces tú?

—No quiero suponer que estás tratando de retarme, cariño.

—Solo te hago una sugerencia.

Le sonrío como un crío, tomo la parte de abajo del traje de baño.

—separa un poco las piernas.

—Que te sigo —canturrea—. Típico de hombres.

Pese a la broma me obedece. A medida que voy deslizando la tela, voy dejando un par de
sonoros besos por sus piernas suaves, los muslos y cerca de su sexo. Ella se aparta,
tambaleante.

—Necesito comer algo —se pasa el dorso de la mano por la frente—. De verdad.

Sonrío a medias.

—Llevas mucho sin comer. Anda, ponte la otra parte del traje de baño.

—Mejor ayúdame, ¿quieres?

Asiento. Me pongo en pie y ato el hilo del sostén de baño cuando ella se lo acomoda. Deslizo
las manos por su cintura y la atraigo hacia mí.

— ¿Te sientes bien? —susurro contra su oído.

—La verdad estoy un poco mareada. Debe ser porque no he comido.

—Pues a comer, nena. No quiero que te descuides —le doy un beso en el pelo—. ¿Ya te he
dicho lo bien que me siento cuando estoy contigo?
—Yo también me siento bien contigo, cariño.

—Los amo —susurro—. A los tres. Con toda el alma, Amanda. Gracias por seguir conmigo, a
pesar de lo mal que me he comportado últimamente.

—Ted…No podría estar en los brazos de alguien más. Nunca.

—Tampoco te soltaría. Tú eres de esos milagros que la gente piensa que no existen.

Capítulo ciento seis.

Tacho en el calendario el día anterior. Hoy es 16 de septiembre. Ha pasado casi dos meses
desde la última vez que Jack Hyde dio algún rastro de vida. Raro. Y peligroso. No es normal
que un cazador en plena forma se mantenga tan aislado. A lo que me lleva a pensar es que
está planeando algo peor que lo anterior. Un golpe duro, una maniobra maestra. Por lo mismo
me cuesta dormir, y al despertarme me siento agotado, afligido y demacrado. Si existe algo
peor, es que debo fingir que estoy de maravilla para no angustiar a Amanda. Pero ella nota mi
inquietud. Pero la inquietud desaparece cuando despega los labios para cantar una vieja
canción de cuna. Cuando canta, tiene una voz muy suave y dulce que consigue calmarme. E
incluso hace que todas mis preocupaciones disminuyan considerablemente, aunque nunca
desaparecen. Debo mantenerme alerta, no bajar la guardia.

Por la mañana, cuando me despierto, me doy cuenta que ella ya lo está. Está tarareando “You
are my sunshine”. Anoche, antes de quedarme dormido, acarició mi pelo mientras la cantaba.
No sabía que lo hacía tan bien, y sospecho que tampoco ella. Pero esa canción comenzaba a
convertirse en mi favorita. O era eso o su voz realmente me hacía apreciarla. Los labios se le
mueven al suave y tierno ritmo. Cuando la observo cantar, no puedo evitar maravillarme en la
forma en que sus labios se mueven al pronunciar “You make me happy”. Hace que mi corazón
se dispare y gruñe como el motor de un auto viejo. Está a segundos de saltarme del pecho.

Me agito el pelo y me froto la cara con ambas manos para despertarme. Aunque tengo los
ojos un poco pesados y la cabeza me late levemente, supongo que me encuentro bien.
Anoche tomé un par de copas antes de irme a la cama, mientras Amanda se aseguraba que
no me sobrepasara con ellas. Las copas no parecen haberme afectado, lo cual agradezco.
Hoy no espero nada que arruine este día. No puede. A las tres de la tarde iba a conocer el
sexo de mis gemelos.

— ¿Qué hora es? —pregunto en un bostezo.

Ella deja de cantar y voltea hacia mí. Tiene esa sonrisa de nuevo: es una sonricilla muy
pequeña, como la de una niña que acaba de romper algo y sus padres la descubrieron
tratando de recoger los pedazos.

—Son casi las nueve.

Vuelvo a bostezar.

— ¿Por qué no me levantaste antes?


—Porque no. No me dijiste que debía despertarte temprano.

—No, pero tenemos varias cosas que hacer —le sonrío perezoso—. Y no me gusta que estés
fuera de la cama. Ven.

Sonríe ampliamente y siento una danza extraña por la nuca, que va dando saltitos extraños
por todo mi cuerpo. Cuando se acerca, con su ya usual paso sereno, no puedo apartar la vista
de su vientre más abultado. Lleva la misma camisa blanca que sacó de mis canojones
anoche. El cabello rojo danzaba alegre sobre sus senos y los hombros. Desliza las piernas
sobre la cama, luego sobre mí, y se sienta sobre mi abdomen. Vuelve a sonreír, inclinándose
un poco para alcanzar mis labios.

—Te preparé el desayuno.

—Es miércoles.

Sonríe victoriosa. Amanda amaba su cocina, tal vez demasiado. Que alguien más la utilizara
era casi un pecado. Así que habíamos quedado en un acuerdo: los miércoles yo cocinaba.

—En mi defensa puedo decir que tenía hambre. Y tú seguías dormido.

—Pudiste despertarme —le doy un cachete en el trasero—. No faltes a las reglas.

—Bueno, lo que sea —vuelve a su posición original—. ¿A dónde vamos primero, después de
desayunar?

—A casa de mis padres —bostezo—. Quiero ver a Phoebe.

Phoebe. Pensar en mi hermana me llena de satisfacción, sobre todo por saber que estaba
fuera del hospital. Es un verdadero gustazo saberla en mejor estado, aunque se ve obligada a
usar una silla de rueda por unos días.

— ¿A dónde quieres ir después? —le pregunto.

—Me gustaría ir a casa de John. No he visto a mi sobrino en muchos meses.

—Me parece perfecto —tomo su mano—. Ya solo faltan unas horas.

Se carcajea, pero la risa casi parese la de un niño emocionado.

—Solo unas horas —aprieta mi mano—. Ya quiero saberlo ¿Tú no?

— ¿Y lo preguntas? —hundo las manos sobre la cama y me enderezco hasta quedar


sentado—. Yo también quiero saber.

Meto las manos en su cabello, enrrosco los dedos en él y dejo que se deleiten con su
suavidad. La atraigo hacia mí y el choque de bocas es posesivo.
— ¿Tomamos un baño antes de desayunar?

Sonríe.

—Me parece bien —desliza el índice por mis labios—. ¿Agua caliente?

—No te gusta bañarte con agua fría, eh.

Agita la cabeza.

—La verdad, no.Y ya que fuiste tú quien pidió el baño, te toca prepararlo mientras bajo y tapo
los platos.

— ¿Y para qué los dejaste destapados?

—No sé, tal vez olvidas que hay visitas.

Suelto un bufido cuando consigo refrescarme la memoria. Mis hermanos adoptivos estaban en
la casa. Habían pasado la noche con nosotros, viendo películas y comiendo todo lo que
Amanda traía de la cocina. No fue hasta que ellos se fueron a dormir que ella me permitió
darme un trago. De todos modos, no quería hacerlo mientras estuvieran despiertos.

— ¿Ya desayunaron?

— ¿Con quién crees que estás hablando? Desayunaron, se bañaron y están en la sala viendo
una película.

—Sabes como mantenerlos ocupados.

—Tengo un sobrino, genio. Conozco a los niños.

—Como sea. Tienes que levantarte.

—Es que estoy tan cómoda —enrosca los brazos alrededor de mi cuello—. Tú eres muy
cómodo.

—Bien. Quédate ahí. Luego no te quejes si cometo una locura.

— ¿Cometer una locura?

—Sabes bien de lo que hablo. O te levantas o...

Alza ambas manos por encima de su cabeza, se desliza hacia un costado y se pone en pie.
Coloca las manos tras su espalda antes de sonreírme.

—Iré a cubrir los platos. Prepara el baño.

—Cambio y fuera, generala.


Pone los ojos en blanco y da la media vuelta para marcharse. Desperezándome, me levanto
de la cama y estiro los brazos. Froto mi rostro con las manos un par de veces antes de
comenzar a caminar hacia el baño. Parpadeando un poco soñoliento, pongo a llenar la amplia
tina mientras espero sentado en el suelo a que termine. Siento el vapor del agua caliente
acariciarme la nuca, así que cierro los ojos y dejo que la sensasión se haga más fuerte.

Dulces memorias se me vienen a la mente. Es el jardín de la casa de mis padres. Hay dos
niños jugando con un perro. Es un niño y una niña. Sonrío. Somos Phoebe y yo. Tiene esas
adorables coletas. Yo tiro de ellas con cariño para abrazarla y ella me corresponde. Sonríe y
yo le doy un beso en la frente. Me embelezo eternamente en ese momento, recordando a esa
niña que adoro con el alma. Mi pequeña Phoebe. Gracias a Dios ese nudo de angustia
comienza a desaparecer de mi garganta. Mi pequeña hermana estaba en mejor estado de
salud, con el mismo espíritu curioso y dulce que la caracteriza.

Cuento mentalmente cuanto falta para Navidad. Son exactamente cuatro meses y nueve días.
Aunque siempre han habido grandiosas razones para realizar una fiesta por todas las de la
ley, estas navidades no son cualquier otra celebración. Amanda está conmigo. La salud de
Phoebe mejora con una deliciosa rapidez. Tengo dos hermanos encantadores y dulces. Y dos
hijos en camino.

Dos. Mi corazón late tan rápido que siento un tierno escalofrío que recorre todo mi cuerpo.
Son dos niños. Dos pequeños niños que van a llegar a mi vida, así nada más, como un
pequeño huracán que viene a arrastrar todo aquello que encuentra en su camino. Y
repentinamente me siento flotando en el aire, sin nada de lo cual sostenerme. Dos niños que
van a convertirse en mi total responsabilidad. El corazón me late más rápido, asustando y
nervioso. Deseo tenerlos, cuidar de ellos, pero me aterra la idea de fallarle. Como he hecho en
un par de ocasiones con su madre.

Abro los ojos de golpe cuando siento el agua caliente caerme como cascada furiosa por la
cabeza. Amanda sonríe ampliamente justo antes de volver a lanzarme un poco mas de agua,
ésta vez hacia el pecho. Sacudo el agua de mi cara, me agito el cabello y le sonrío divertido.

—La niña quiere pelea —susurro jocoso.

—Parecías necesitarlo —contesta con una sonrisita.

— ¿De verdad lo crees? —me pongo en pie con lentitud—. Parece que tienes ganas de jugar.

Parece que advierte mi próximo movimiento, porque intenta apartarse de mí mientras se


carcajea. Pero la dicha no le dura mucho, tan solo los segundos que me tomó darle alcance y
detenerla, tomándola por la cintura.

—Al agua pato —susurro contra su oído.

—Ni te atrevas —chilla riéndose.

—Las palabras mágicas, nena.

—Ted, ni se te ocurra.
Cierra los ojos cuando la intruduzco en la tina, con la ropa aún puesta. Cuando la suelto,
comienza a salpicarme el agua caliente en el rostro. Me seco el agua mientras carcajeo,
dejándome caer en el suelo junto a la tina.

—Eres peor que un niño —vuelve a salpicarme—. ¿Te costaba esperar hasta que me quitara
la ropa?

—Un poco —agarro su mano antes de que vuelva a salpicarme y mordisqueo suavemente sus
dedos—. Y no me llames niño. No fue precisamente un niño quien te dejó embarazada.

—No, fue un cerdo pervertido.

—Mira quien lo dice: la loca adicta que no puede decirle que no a un buen sexo.

Me salpica agua caliente con la mano libre.

—Bien que lo disfrutas, cerdo.

— ¿Dije que no lo hiciera? —sonrío burlón—. Sabes como hacerlo, nena.

—Ya cállate. Pareces un enfermo.

—Entonces no me hagas hablar, encanto. Y mientras disfrutas del baño, iré por un par de
toallas.

Gruñe algo que no tiene sentido justo después de darle la espalda. Me quito la camiseta, al
cual dejo sobre el barandal de metal y me dirijo hacia la habitación. Me detengo en seco
cuando siento el peso el la espalda. Al girarme cauteloso, distingo con lo que acaba de
golpearme: su ropa mojada.

—Sandford... —susurro divertido.

Cuando me doy la vuelta, está frotándose el cabello húmedo con la sonrisa más inocente de
quien no rompe un plato, pero quema la ciudad.

— ¿Dormiste bien? —le pregunto, cruzado de brazos.

—Yo siempre duermo bien —se frota las piernas con lentitud. Suave...lento...—. Tengo el
sueño de un oso en invierno.

—Y la temperatura del sol, señorita.

—Ya lo hablamos. No soy señorita.

Se frota las manos antes de tomar la botella con el gelo para el baño, esparciéndolo por las
piernas en movimientos circulares. Noto que sonríe y yo no puedo apartar la mirada de sus
largas piernas clamando por un par de caricias.
—Si te metes, te frotaré la espalda.

Deslizo la lengua por los labios y comienzo a desnudarme. Me acerco y tiro de ella hacia
adelante. Cuando consigo acomodarme, ella se echa hacia atrás, mojando mi pecho con su
espalda. Consigue acomodarse sin problemas. Sencillo. Esabamos echos para acoplarnos
perfectamente el uno con el otro, como dos piezas de rompecabezas preparadas con el
cuidado más preciso.

— ¿Está buena? —le pregunto.

— ¿El agua? —chapotea—. Sí.

— ¿Pregunté por otra cosa?

—No, pero yo quería especificar.

—Tienes una lengua muy suelta.

— ¿Quieres ver?

Atrabo su rostro entre mis manos y la obligo a besarme. Escucho que se carcajea mientras
inicia una guerra de forcejeos que sé no desea.

— ¡Ted! —chilla, fingiendo estar escandalizada.

—Respira, encanto —mordisqueo su oreja—. Tu boca sabe muy bien.

—Recuerdo que la última vez que me llamaste encanto fue para obligarme a ir conigo a una
reunión de avaros.

—Mm... —digo—. Me bañase con el vino.

—Te lo merecías. Insinuaste que era una cualquiera.

—Lo merecía, sí. Es una de las muchas cosas que me gustan de ti.

— ¿Mi puntería? —se carcajea.

—Que te comportas como una dama frente a todos, pero conmigo eres diferente. Pierdes la
razón cuando estamos juntos.

—Es fácil perder la razón con alguien que, de una u otra forma, es igual a ti —desliza sus
manos hasta encontrar las mías, las cuales coloca sobre su vientre, así que la abrazo y la
acerco más a mí—. Como si alguien te acunara sobre sábanas calientes.

Doy suaves caricias sobre su vientre, ahora más hinchado. Siento de nuevo ese calor. Sonrío
y presiono la nariz sobre su pelo húmedo.

— ¿Te te gustaría que fueran? —presiona nuestras manos entrelazadas sobre su vientre
suavemente, para que estuviese consciente sobre qué hablábamos—. ¿Niño y niña, o niño y
niño...?

—Ya lo hemos hablado —la beso en el pelo—. Lo que sea, después que vengan sanos. Pero
—me encojo de hombros—, ¿a qué hombre no le gustaría tener un varón?

—O sea, ¿niño y niño?

—Sí. Y no. También me gustaría una niña?

— ¿Entonces niño y niña?

Me carcajeo.

— ¿Y si salen niñas? —dice—. ¿Dos niñas?

— ¿Quieres ponérmela difícil, verdad? Conoces perfectamente mi debilidad por las mujeres
de la familia.

—Quieto, vaquero. Yo no decido el sexo. Si salen las dos niñas es cosa de tu cromosoma x,
porque yo ya aporté el mío.

—Tu facilidad para soltar la lengua es impresionante.

—Yo lo que pienso es que tienes un problema con mi lengua, el cuales es mejor que
resuelvas pronto.

—Como digas. Tenemos pocos minutos antes de que los niños se deboren el desayuno y
vengan a buscarnos. Tú decides: aquí o en la cama.

Amanda suelta una carcajada.

—Por culpa tuya debemos ir de visita a casa de tus padres a la carrera —gruñe.

Le sonrío burlón cuando termino de ayudarle con los zapatos. Llevaba unos zapatos cerrados
a juego con los vaqueros y la camiseta azul.

—Fuiste tú quien dijo que debíamos resolver aquel problema.

—Todos los problemas los resuelves con sexo —se levanta de la cama y corre al baño—. ¿No
sabes donde puse los pendientes?

—Primero: no corras. Detesto tener que estar diciendo lo mismo. Segundo: te los quitaste
anoche en la cocina.

Sale del baño caminando con lentitud.


— ¿Mejor? —pone los ojos en blanco—. ¿Luzco como si fuera a lavar ropa, cierto?

Me carcajeo.

—No —digo—. Pareces una chica que va a tomar un paseo. Estás bien, mujer. Tranquila.

—Estoy un poco nerviosa. No, no un poco. Bastante.

—Yo sé que todo va a estar bien —enmarco su rostro con mis manos—. Has sabido cuidarlos
bien. Vas a ser la mejor de las madres para nuestros hijos. Me satisface saber que tengo a
una mujer maravillosa conmigo.

—Tú también lo has hecho muy bien. Me has sorprendido. Aunque sigues siendo el mismo
Ted que me volvía loca cuando trabajaba para él, ahora eres más responsable y cuidadoso.

—Hay muchas razones por las que un hombre puede cambiar. Tú eres la principal. Me gusta
cuando estamos juntos y no quiero que eso cambie. No tengo buenos recuerdos de la última
vez que me enamoré, pero tú haces que esos días sean...nada. Lo que tú me haces sentir es
distinto, totalmente.

Sonríe como una niña.

—A veces eres un pervertido sexual, pero por Dios, Ted. Eres tan romántico —cuelga los
brazos en mi cuello—. A las chicas nos gusta eso.

—Las otras chicas no me gustan —mordisqueo la punta de su nariz—. Tú. Y no tengo la


tendencia a ser demasiado romántico. Solo contigo.

—Eso espero, niño —mordisquea mi nariz, así que sonrío—. Mío.

—Tuyo —deslizo las manos hasta su vientre—. De ustedes.

Capítulo ciento siete.

Ato a mi hermana pequeña con el cinturón mientras Amanda hace lo mismo con mi hermano.
El niño lleva varios minutos haciendo pucheros. No le agradó mucho la idea de irnos sin que
terminara de ver la película. Así que Amanda hacía méritos para calmarlo, lo cual estaba
funcionando muy bien. Esos dos tienen una especie de conexión inexplicable, conexión que
me recordaba la que tenía con papá. Había algo en los Grey que se le hacía fácil conectarse
con ellos, no solo conmigo. Y no era incómodo. Raro, tal vez, pero no incómodo.

Veo que Amanda se inclina y le deposita un beso en la nariz. El niño ríe y parpadea cansado,
pero no deja de mirarla. Le aprieta las mejillas, que se tornan un poco enrojecidas, y se
asegura de haberlo atado bien.

—Ya estamos listos, capitán —musita con voz chillona.


Démitri se carcajea y cubre sus ojos con ambas manos. Le sonrío.

—Eres buena —musito.

—He tenido práctica —cierra la puerta—. Venga, muchacho. Tenemos cosas que hacer.

—Voluble —deslizo el dedo índice por la nariz de Nadelia—. No te sueltes el cinturón.

—Pero molesta—tira de él—. Sólo será un rato.

—No, nena. El cinturón es para ir seguros durante el viaje —le sonrío—. No vamos a
tardarnos tanto. Y voy a compensarte.

Sus ojos se iluminan.

— ¿Con helado?

Asiento sonriente. La niña parece conformarse, porque sonríe al mismo tiempo que palmetea
con las manos. Cierro la puerta y me acomodo en el asiento del conductor. Observo por el
rabillo del ojo que Amanda sonríe, extendiendo su mano al encuentro de la mía.

—Tú también eres bueno —musita.

—He tenido práctica —bromeo.

Enarca una ceja.

—La verdad te ves muy sexy cuando haces ese gesto —murmuro para ella.

Suelta una carcajada.

—A cuantas les habrás dicho eso.

—Creo que solo a Lexy, a Stella, a Juliette y a...

Me golpea con fuerza en el brazo.

—Era una broma, canguro —musito haciendo una mueca—. ¿Alguien te enseñó a golpear o
es algo natural?

—Creo que fue Steven, David, Conor...

—Te estás vengando, entiendo —introduzco la llave y enciendo el auto—. Mejor vámonos
antes de que te coloque un cinturón de castidad.

Estaciono el coche frente a la casa de mis padres. Reviso el móvil. Nada, así que lo dejo en
en coche. Quito las llaves, abro la puerta del coche y bajo. Amanda hace lo mismo, de modo
que puedo verla plenamente. Está sonriendo, pero no me ve. No está sonriendo por mí. Solo
lo está haciendo, así que se ve mucho más real de lo que estoy acostumbrado. Abre la puerta
del pasajero y le quita el cinturón al niño, tomándolo en brazos.

—No hagas esfuerzos —musito.

Ella pone mala cara.

—Es solo una sugerencia —me retracto.

Abro la puerta, desabrocho a mi hermana y la sotengo en mis brazos. Se aferra a mí del cuello
y me da un beso en la mejilla, sonriéndome con sus pequeños y brillantes dientes.

—Te quiero —dice, escondiendo el rostro en mi cuello.

Sonrío enternecido y le acaricio el pelo azabache.

—Yo también, pequeña.

Cierro la puerta y comienzo a caminar hacia la entrada, donde Taylor nos espera con su ya
común pose militar.

—Tienes que dejar de desaparecer —musito—. Nunca sé cuando vienes o cuando vas.

Disimula una sonrisa, pero sé que el deseo está ahí. Introduce una mano en su saco y saca
un sobre lila.

—Los sobres lilas no son tu estilo —me burlo.

Vuelve a disimular la sonrisa.

—Es de Sophie. Me ha pedido que se la entregara.

—No la he visto desde hace mucho ¿Qué tal está?

—Excelente, gracias.

Asiento y me despido. Dejo que Amanda entre primero y mientras camino hago malabares
para guardar el sobre en el bolsillo de mi pantalón. La niña comienza a dar saltitos para que la
baje, así que lo hago con cuidado. Démetri no. Parece gustarle estar en los brazos de
Amanda. No te culpo, hermano.

— ¿Ted?

Doy varios pasos automáticamente cuando escucho a Phoebe llamarme. Está en la sala, de
pie, sostenida por un par de muletas. Le frunzo el ceño e inmediatamente hace el gesto de
caminar hacia mí.
—Deberías estar descanzando —musito acercándote—. Aún no estás bien.

—No me gusta la silla de ruedas —jadea dando otro paso—. Es incómoda.

Agito la cabeza, acercándome un poco más. Deslizo con mucho cuidado el brazo por su
cintura y hago que se apoye de mí. Suelta las muletas, que caen de golpe al suelo, y con
suavidad la levanto del suelo. Camino con lentitud hacia el sillón, donde la coloco con el más
lento y cauteloso cuidado.

— ¿Mejor? —digo sonriendo.

Ella asiente y desliza los brazos por mi cuello, para abrazarme. Cierro los ojos y le
correspondo.

—Te quiero —susurra.

Suspiro largamente y le beso el pelo.

—Yo igual, Phoebe —me aparto y le sonrío—. ¿Y los Grey?

—Mamá está en la cocina.

Escucho que Amanda se carcajea.

—Voy a saludarla —sonríe—. Hola, Phoebe. Te quiero, adiós.

Deja el niño en el suelo, que sale corriendo junto a su hermana hacia el jardín, y camina a
toda prisa hacia la cocina.

— ¿Y papá? —pregunto.

—Está en su despacho —lanza una mirada rápida hacia el lugar por donde Amanda acababa
de irse y vuelve a mirarme—. Papá va a cabrearse por esto, pero tengo que decírtelo —se
relame los labios—. Creo que ya encontraron a la hermana de Amanda.

—Phoebe... —gruñe papá.

Está al teléfono, mirándo a mi hermana con la más falsa de las molestias.

—Me mantienes informado...Por supuesto....Sí...Me parece perfecto.

Cuelga, sin apartar la mirada de mi hermana.

—Tienes una boca muy suelta, muchacha —papá voltea hacia mí—. ¿Qué tal vamos de
ánimos?

—Siento que me voy a desmayar por la espera, pero creo que vamos bien ¿Qué hay de ti?

Introduce la mano en el saco y muestra un sobre blanco.


—Mis ansias han sido calmadas.

— ¿Y bien? ¿Qué vamos a tener, hermano o hermana?

Su rostro se vuelve indecifrable.

—Esta noche vamos a dar una cena, para celebrar tanto los resultados de Ana como los de
Amanda. Asiste y tal vez te lo comente.

—No puedo creer que estés preparando una cena donde estoy involucrado y no me avisaras
con anticipación —hago una mueca—. No, olvídalo. Sí te lo creo.

—Lo pensamos esta mañana, así que ha sido todo muy rápido. Ana preparará la comida.

—Te aseguro que no lo hará sola. Amanda fue a saludar a mamá, que está en la cocina. Si le
comentó algo, seguramente se apuntó ya en la tarea.

—Cuatro manos son mejor que dos —sonríe divertido. Realmente está disfrutando esto—.
¿Dónde dejaste a tus hermanos?

—Se fueron al jardín.

—Tengo que llevarlos a comprar ropa para esta noche. Tú y Amanda deberían hacer lo mismo
—se acerca hacia el minibar—. ¿Quieres tomar algo?

—Lo hice anoche. Además voy a conducir y llevo a una mujer embarazada de pasajero. Si vas
a llevar a mis hermanos y vas a conducir deberías no tomar.

Se detiene antes de tomar un vaso de cristal.

—Tienes razón —se aleja a grandes pasos hacia el jardín—. Mejor voy por los niños. Tengo
que avisarle al resto de la familia sobre la cena.

—El Christian Grey que yo conozco no se enfrasca tanto en los preparativos de una fiesta
¿Quién eres y qué hiciste con mi ogro?

—Está esperando impacientemente utilizar su mano inquieta para tranquilizar a su hijo —dice
antes de desaparecer por la puerta.

Phoebe suelta una carcajada.

—Ha estado así todo el día —bosteza—. Casi ni protestó cuando me levanté y comencé a utilizar las
muletas. Pero te confieso que ese Christian-Muy-Entusiasmado comienza a darme miedo.

Suelto una carcajada.

—No te burles —se remoja los labios—. Es normal ver a papá con esos aires de dominación y
conmigo-no-jodas. Pero hoy ha estado demasiado raro. Me asusta.
—Seguro va a durarle solo por hoy —me siento en el suelo, frente a ella—. ¿Cómo va eso de
que tal vez encontraron a la hermana de Amanda?

—La verdad no sé mucho. Escuché que hallaron los registros de una niña parecida a Cailee.
Cuando extendieron la investigación según esos datos, encontraron que ella se vive en
Colombia, bajo la protección de una organización que suele encargarse de los menores de
edad que han sido liberados de la trata humana.

Frunzo el ceño.

—Oí a papá leer que Cailee parece haber sido comprada por una familia de colombianos que
querían una niña rubia de ojos claros.

— ¿Y Cailee es así?

—Eso parece, pero papá no quiere decirle a nadie hasta que esté seguro. No quiere alimentar
falsas esperanzas a la familia de Amanda.

Asiento.

—A ver, cambiemos de tema ¿Cómo te has sentido?

—Mejor, mucho mejor. Todavía me duele un poco el cuerpo, pero sé que pasará pronto.

—Lo sé, pequeña —extiendo las manos hacia las suyas—. Lo importante ahora es que te
repongas y evites lo más posibles dar sustos como esos.

—La verdad no he querido comentarlo con nadie, Ted, porque no quiero angustiar a nadie.
Pero el hecho que Jack siga por ahí todavía sigue dándome un poco de miedo.

Mis músculos se tensan ante su confesión.

—Todavía recuerdo cómo me miró antes de dispararme —sus ojos se humedecen—. Yo


pensé realmente que iba a morirme.

Presiono el dedo índice contra sus labios.

—No digas eso, Phoebe —musito con voz apagada—. No quiero oírlo.

Sus ojos tampoco quieren mencionarlo, pero sus manos apartan la mía de su boca para
continuar.

—No importa, ya estoy bien. Es solo que tengo todavía en mi mente lo que pasó —toma mis
manos entre las suyas y las aprieta—. Pero sí, ya estoy bien. Yo sí, pero escucha... —
suspira—. Quien me preocupa ahora eres tú. Jack no solo está enojado, por decirlo de alguna
manera, con papá. Está cabreadísimo contigo también. Porque estás con su hija y ella está
esperando un hijo tuyo. Bueno, dos, pero como sea. Él no quiere que nazcan —aprieta mis
manos con más fuerza—. Yo sé que la has estado cuidando, pero quiero que tengas mucho
más cuidado del usual. Realmente, realmente, Jack no quiere que tus hijos nazcan. Cuando él
me disparó, yo iba conduciendo tranquilamente hacia Grey Enterprises. Iba acompañada por
dos hombres de seguridad. Estoy segura de que me estaba esperando, que conocía mi ruta y
sé que papá se recrimina todas las noches por no haber anticipado una cosa así.

—Ya sabes como es papá, pequeña.

—Lo sé. Y Jack lo sabe. Sabe que vamos a estar rodeados por un millar de personas, por eso
no ha echo nada. Está intentando encontrar como llegar a uno de nosotros. Lo que quiero
decir, Ted, es que ya llegó a mí. Me hizo mucho daño, lastimando a mis padres. Es lo que
quiere. Pero Jack también quiere ver a papá muerto, yo lo sé. Papá jamás aceptaría uno de
sus chantajes, a menos que tenga algo que le importe: nosotros, mamá, la familia. Por favor,
Ted, nunca te confíes. A donde sea que salgas, no vayas solo. No descuides a Amanda.

—Oye, basta. No quiero que te preocupes por eso. Lo único que debe preocuparte es mejorar.

—No, ni lo intentes. Papá y tú jamás me cuentan lo que ha estado pasando. Me entero de las
cosas por casualidad. No quiero que vuelvan a ocultarme nada, ni el más pequeño de los
detalles.

Hago una mueca.

— ¡Ted! —chilla.

—De acuerdo, no me grites —acaricio su mejilla sin soltar nuestras manos—. Sabes que me
moriría si te pasa algo. Te adoro, niña. Eres mi hermana. Te he visto crecer muy rápido.

—Ted, Ted —sonríe burlona—. Eres igual que papá.

—Tú igual. A veces eres la que más se le parece.

Ella sonríe. El coro de carcajadas se expande por la habitación cuando mamá y Amanda
entran. Casi parecen madre e hija. Perfecto. Papá, mis hermanos, mamá. ¿Cómo consigue
envolverlos tan rápido?

—Yo puedo preparar el postre —dice Amanda—. Sé de alguien a quien le debo uno.

Sonrío. Está hablando de mí.

—Intentaré llegar temprano para ayudarte. Sino, vendré con el postre listo. Ted me dirá para
cuantos.

—Mejor pregúntale a papá —digo—. Él lo sabe mejor.

Amanda pone los ojos en blanco.

—Bueno, tenemos el tiempo justo para ir a casa de tu hermano —le digo—. Despídete.

—Anda, erizo de mar. Relájate.


Vuelve a poner los ojos en blanco antes de lanzarse a los brazos de mamá para despedirme.
Aprieto las manos de Phoebe una vez más mientras le doy un beso en la frente.

—Ponte guapa. Te veo en la noche.

Sonríe.

—No lances por saco roto lo que hablamos, por favor.

—No lo haré, descuida.

Vuelve a sonreírme. Me pongo de pie y me abrazo a mamá, que me cubre con sus pequeños
brazos de una manera protectora. Al apartarme, me inclino un poco y le deposito un beso
rápido en el vientre.

—Papá no quiso decirme el sexo —musito—. Y no diré nada esta noche hasta que alguno de
los dos suelte prenda.

Mamá suelta una carcajada.

— ¿Emocionado, cariño?

Le sonrío como un niño.

—Mucho —musito—. No veo la hora de saberlo, pero le prometí que iba a llevarla a casa de
su hermano.

—Verás que la espera va a valerlo todo.

—Lo sé, lo sé.

—Me encanta verte así, cariño —enmarca mi rostro con ambas manos—. Feliz, tranquilo,
emocionado. Antes eras solo un niño impulsivo y loco. Como tu padre cuando joven. Has
cambiado.

—Sabes a quién agradacerle.

Echo un vistazo a Amanda, que está dejando que mi hermana le dé caricias en el vientre
mientras hace una que otra mueca.

— ¿Ya se van?

Me giro hacia papá, que entra de la mano de mis hermanos pequeños, los cuales se
carcajean.

—Volveremos en la noche, jefe —musito divertido.

Él me sonríe.
—No olvides comprarte ropa. Y a tu novia.

Amanda puso los ojos en blanco, en señal de protesta.

—Nadie me dijo nada sobre la ropa.

—Es opcional —apunto.

—Nada de opciona, Theodore —gruñe papá—. Si tienen el dinero, ¿por qué no van a darle
uso?

—Bueno, ya. Como digas.

—Bueno —musita Phoebe—. Al menos volvió mi verdadero padre. Aquel me estaba


asustando.

Papá le sonríe con ternura. Correcto. Tal vez mi hermana pueda tener un poco de razón.

—No sé por qué están despidiéndose tanto —digo—. Nos veremos en un par de horas.

—A veces te comportas como tu padre.

Papá le lanza una mirada de desaprobación a mamá. Agito la cabeza, agarro a Amanda de la
mano y nos despedimos antes de marcharnos. Taylor ya no está en la entrada, lo que vuelve
a sorprenderme. Tengo que preguntarle a papá donde diablos se mete ese hombre.

—Se me antojan unos pasteles de crema —la oigo decir—. ¿Y si paramos por unos en el
camino?

Le sonrío mientras balanceo nuestras manos camino al auto.

— ¿Tengo otra opción? —musito burlón.

—No creo.

—Supongo que tendré que hacer esa parada extra.

—Quien te escuchara pensaría que es un gran sacrificio.

—Son sacrificios que se hacen por los hijos.

Sonríe mientras agita la cabeza. Abre la puerta del pasajero, pero consigo detenerla por la
cintura, atrapándola entre mi auto y mi cuerpo.

—Algún día, espero no sea muy lejano, vas a terminar por comprender que cualquier cosa que
hago por ti no es un sacrificio.

Libera sus brazos, los cuales enrrosca alrededor de mi cuello.


—Lo sé, mi erizo de mar.

—Deja eso de erizo de mar —golpeo levemente mis caderas contra las de ella—. Porque si yo
te hinco, no te duele, pero sí te hago gritar.

—Espero que seas mucho más discreto cuando nazcan los gemelos.

—Todo va a depender de la madre, así que ya veremos.

Agita la cabeza mientras sonríe. Me aparta de un empujón y toma asiento en el lado del
pasajero. Sonrío y vuelve a florecer ese cosquilleo que me da cuando estoy con ella.

Capítulo ciento ocho.

Me balanceo un poco para no dejar caer las cajas, mientras esperamos a que John se decida
abrir la puerta. Amanda tiene las manos en la espalda mientras se balancea hacia adelante y
hacia atrás sonriente, como una niña que espera a que le den los dulces en una noche de
Halloween.

—No puedo creer que compraras tantos pasteles de crema —musito.

—Traje para todos. Y no te quejes, Ted. Dijiste que comprara todo lo que quisiera.

—Cuando lo dije no imaginé que fueras a comprar todos estos pasteles.

—Ya cierra la boca. Estaban buenos.

—Sandford, tenemos una cena esta noche. Y si sigues comiendo así...

—Vuelves a insinuar que estoy gorda y te patearé el... ¡Hola!

Pongo los ojos en blanco cuando se lanza sobre John para abrazarlo. Observo que John
cierra los ojos para corresponderle y no puedo evitar recordar a Phoebe. El amor de hermanos
es una de las cosas más maravillosas.

—Te vez preciosa —le dice apartándose—. Te esperaba más tarde.

—Si llega a hacerse más tarde, créeme que no estaría aquí —digo—. Traemos unos cuantos
pasteles de crema, si no es que todos los que había en la panadería.

—Oye, ya déjame —se cruza de bromas—. John, ayúdalo. A ver si se le pasa el mal humor.
¿Tu hijo está?

—No, lo dejé con mamá

Amanda pone los ojos en blanco mientras sale disparada hacia el interior de la casa. Agito la
cabeza divertido y John me acompaña. Toma un par de cajas y deja que pase primero.

—Ponlas sobre la mesa que está en frente.

Asiento y obedezco. Lanzo una mirada rápida a la decoración interior, que me recuerda
bastante a un jardín japones. El sonido de una fuente en la esquina me hace pensar en los
riachuelos y agua fría.

—Bonito lugar —musito.

John me da dos golpecitos en la espalda.

—A mi esposa le gustan los jardines japoneses, la vegetación y todas esas cosas. Me


esfuerzo por complacerla.

—Lo hace.

La aludida interrumpe en el medio de la sala, acariciando con suavidad su vientre abultado.


Claro, había olvidado que estaba embarazada. Da saltitos pequeños hasta que John la
abraza, depositándole un beso en el pelo.

—No sé si los he presentado formalmente —señala a su mujer—. Ella es Judith. Cariño, él es


Ted.

Judith extiende la mano con timidez, así que se la aprieto con un suave apretón.

—Un placer —musito.

Sonríe y se aparta un poco cuando Amanda se acerca bruscamente, sosteniendo una de las
cajas con los pasteles de crema.

—Hola, Ju —le saluda—. Traje pasteles de crema ¿Quieres?

Judith suelta algo parecido a un gritito y se lleva a Amanda hasta el sofá, donde toman asiento
cómodamente para comer de los pasteles. Enarco una ceja, pero a John le parece algo
normal.

—Cuando tuvo al niño es igual —susurra—. ¿Cómo son los antojos de Amanda?

Me cruzo de brazos mientras pongo los ojos en blanco.

—Es una bestia —chillo en voz baja—. Come todo lo que hay a su paso.

Hace un gesto extraño. No le sorprende.

—Vanessa siempre ha tenido la tendencia a comer todo o que pueda. Creo que es una
especie de trastorno, por lo sucedido en su niñez.

Auntomáticamente me descubro observándola. Está sonriendo mientras cuchichea algo que


parece divertirle.

—No voy a mentirte, Ted —noto de reojo que se cruza de brazos mientras observa a su
hermana—. Me gusta verla como está. Duermo más tranquilo sabiendo que duerme en la
misma cam con el mismo hombre.

Incómodo, me rasco la barbilla con movimientos suaves y lentos.

—No quiero incomodarte —sonríe—. Apuesto a que Vanessa ya te ha contado esa parte de
su juventud. Le fascina lastimarse a ella misma.

Frunzo el ceño.

— ¿Por qué...? —balbuceo, pero él me interrumpe.

—Ya que estás aquí, ¿por qué no me ayudas con algo arriba? Tengo que cambiar el televisor
de lugar y está un poco pesado.

—Eres un flojo de mierda —balbucea Amanda antes de llevarse otro pedazo del pastel a la
boca.

—Cállate y sigue comiendo, que para eso eres buena. Y déjame uno de esos.

—Te dejaré uno, claro —sonríe—. El de pasta de guayaba.

John hace una mueca. La pasta de guayaba no debe gustarle.

—Eres asquerosa —musita.

—Tú lo eres, Cerdo Sandford.

John agita la cabeza sonriendo mientras comienza a subir las escaleras. Me hace una seña y
lo sigo. Las paredes está decoradas con fotografías familiares. Él, Judith y el niño. Amanda y
él. John y sus padres. Los seis. Imagino una foto de John sosteniendo a sus sobrinos y no
puedo evitar sonreír.

—Grey —silva—. ¿Lindas, no? Las fotos de mi familia están aquí. Las de Jud están en el
pasillo más adelante. Esas sí son muchas.

Hace un movimiento con la cabeza y seguimos caminando.

—La familia de Jud es espectacular. Se mueren por verse a cada momento. La mía, por otro
lado, se muere por no saber nada. Sobre todo la abuela.

— ¿Victoria? —musito divertido.

— ¿La conoces? —se carcajea—. Es un ángel.

—No le gustan los americanos.


—Los detesta. Según sé, cuando era joven se enamoró de un americano, que prefirió a otra
mujer. Eso fue demasiado para ella. Por eso no le agrada Amanda, porque es americana.

—Lo he notado.

—La verdad yo casi soy americano. Una semana antes de nacer, mamá estaba aquí, en
Estados Unidos.

— ¿Y dónde naciste?

—Inglaterra, como la abuela. No tiene problema con los nietos que nacen en cuanlquier parte
del mundo, que no sea Estados Unidos, claro. Pero le emociona cuando alguno nace en
Inglaterra —alza las manos hacia el cielo—. Esa mujer está loca.

Hago memoria de la última vez que vi a esa mujer, y no puedo mas que darle la razón. John
me conduce hasta una habitación en el fondo, que parece ser una habitación de recuerdos
familiares. Hay cajas por todos lados.

—La mayoría de las cajas son de Jud —se inclina un poco y comienza a rebuscar en una caja
pequeña—. Hay un centenar de fotos de su niñez que podrían darte verguenza. Y no has echo
nada de eso.

Suelto una carcajada muy suave.

—Apuesto a que tú también tienes de esas fotos —se pone en pie, sosteniendo una vieja
foto—. Yo sí tengo. Las quemaría si pudiera. Pero —extiende la foto hacia mí— jamás lo haría
con esta.

Tomo la foto entre mis manos y la observo. Es John, un poco más joven, pero el rostro no le
ha cambiado. Está sonriendo. Está cargando a una adolescente de trece o catorce, rubia, que
sonríe a la cámara mientras extiende los brazos a los costados. Noto como mis ojos se
dilatan.

—No es cierto —me carcajeo—. ¿Es Amanda?

—Ni me lo digas —alza ambas manos—. Dios sabe cuanto me reí por eso. Amanda estaba en
esa terrible y desesperante etapa de rebeldía que me hicieron envejecer muy pronto. Supongo
que te ha contado algo sobre esto, ¿no?

—Ha dicho muchas cosas, pero no que alguna vez fuese rubia.

—Detesta que se lo recuerde. Me hizo romper todas las fotos donde aparece así, pero no
podía romper esta —toma la foto en sus manos—. Es la primera foto donde sonríe conmigo.

— ¿De verdad?

—Yo la quiero, de verdad. Es una niña increíble, pero no siempre fuimos buenos hermanos.
Yo no. Cuando ella llegó a la familia yo tenía trece años. Estaba enojado por esa tontería de
mis padres en adoptar a una niña que sabrá Dios de donde salió. Ninguno dijo jamás quienes
eran sus padres, ni de donde venía, ni porqué tenía cicatrices —arruga la nariz y el gesto hace
que recuerde a su hermana—. Yo quería que se fuera. Esa niña parecía tener problemas
serios, porque en las noches tenía unas pesadillas espantosas que nos despertaban a media
noche. Su habitación quedaba a pasos de la mía, así que era el primero en despertarse.

Acaricia la foto y sonríe. Vuelve a asaltar las cajas, donde saca un vestido viejo y roto.

—Nessa tenía esto puesto el día que llegó a casa —lo escucho suspirar, pero es un sonido
tan apagado que apenas fui consciente de que existió—. No quiero echarlo a la basura,
aunque sé que ella no quisiera verlo.

—John...

Él aparta la mirada por unos largos y pesados segundos en los que aferra el vestido con
ambas manos.

—Cuando ella tenía esas pesadillas, yo abría la puerta de mi habitación y veía desde allí,
sentado en mi cama, como papá trataba de calmarla. Y siempre me preguntaba como es que
alguien de la calle pudo haberse ganado el cariño de mis padres.

—Creí... —frunco el ceño—. Creí que se habían llevado bien desde el principio.

Agita la cabeza mientras sonríe con tristeza.

—Teníamos un trato bastante frío: nos saludábamos cuando era necesario, nos hablábamos
lo justo, pero no era un trato de hermanos —parpadea varias veces y se le ve cansado, tal vez
triste—. Nos dimos cuenta que, a medida que fue creciendo, los alaridos en las noches por las
pesadillas se habían reducido. Como nuestras habitaciones estaban frente a frente, un día
descubrí que pasaba parte de las primeras horas de la madrugada llorando hecha un ovillo
sobre su cama.

Da la media vuelva y devuelve a la caja el vestido viejo.

—Fingí por unos cuantos años más que no sabía nada. Lo único que hice fue tratar de
acercarme un poco más, pero ella siempre apartaba la mirada o titubeaba al responderme. Un
día desperté en la madrugada para tomar un poco de agua y noté que estaba en su cama
sollozando —suelta un bufido—. Era una pesadilla. No se le acababan —suspira—. Así que
entré para intentar calmarla. Se quedó callada unos cuantos minutos, hasta que me hizo una
pregunta.

Se pasa la mano por el pelo. Se ve aflijido, dolido.

—Me dijo: “¿No me quieres, cierto? Tengo otro hermano, uno de verdad, pero él me odia ¿Tú
igual?”

Cuando se da la vuelta, que vuelve a mirarme, hay un sinfín de sentimientos en sus ojos que
no consigo distinguir.
— ¿Sabes cómo me cayó eso? —hace una mueca—. Cuando me hizo esa pregunta, tenía
quince años. Ya tenía todos esos problemas con el alcohol, el sexo y las drogas.

«Drogas», replica mi subconsiente.

—Nessa solo quería una familia y un hermano, pero no quiso aceptar el amor de mamá y
papá hasta que yo le diera permiso —suelta una carcajada—. A veces es un poco estúpida.
Pero bueno —se encoge de hombros—. Ahora tenemos una buena relación, dejó el lío de
adicciones la veo muy bien ¿Si entiendes por qué te digo esto?

Me encojo de hombros.

—Te lo resumiré —sonríe—. Ya la he visto llorar mucho. Si vuelves a hacerla llorar, la lastimas
o te atreves a abandonarla por un arranque de testosterona cobarde, posiblemente acabe por
romperte los huesos ¿Entendido?

Enarco una ceja.

—Hasta un recién nacido lo entendería, descuida —musito.

Él sonríe antes de darme una palmadita en el hombro.

—Me agradas, Grey. Fue agradable platicar contigo. Ahora, ¿por qué no regresamos a la
sala?

Quince minutos más tarde nos despedimos de John y su esposa. Amanda estuvo
atosigándolos a ambos hasta que aceptaron ir a la cena de esta noche. Antes de montarme en
el coche, noto la mirada de dictador que John me lanza desde la entrada. Es un buen tipo.
Solo está preocupado por su hermana. Amanda me agarra la mano y la aprieta.

— ¿John te dijo algo, cierto?

Le sonrío burlón.

—John es una máquina parlante, como tú. Dijo mucho.

— ¿Te dijo algo de mí?

—Sandford, basta. Hablamos de todo: desde los cuadros hasta el día más pesado que ha
tenido en el trabajo.

— ¿Nada sobre mí, entonces?

Agito la cabeza.

— ¿Lista? —susurro.

Su sonrisa se dilata.
—Allá vamos —canturrea.

El motor del auto resuena con la misma vitalidad que los latidos violentos de mi corazón.

Capítulo ciento nueve.

Podía hacer una lista de todas las cosas que me incomodaban.

Primero: los asientos. Estoy seguro que el suelo era más cómodo.

Segundo: el espacio. Es inaceptable que la oficina de un ginecólogo obstetra tenga una sala
de espera tan pequeña.

Tercero: el calor. El aire acondicionado parece estar dañado.

Cuarto: tener que esperar frente al baño de mujeres, mientras Amanda estaba adentro
vomitando. Los nervios parecen haberla vencido.

Doy dos golpes suaves a la puerta de madera y espero a que me conteste. Nada.

—Cariño, ¿estás bien?

La escucho gimotear al otro lado de la puerta.

—Sandford —musito—. Sal de ese baño o juro que entro, aunque manden a buscar a alguien
para sacarme.

Suspira y abre la puerta muy despacio.Está secándose la boca con una servilleta de papel
marrón. Luce un poco pálida, así que la envuelvo entre mis brazos y la cubro lo más que
puedo. Mientras le acaricio el pelo, noto que su respiración se suavisa y se convierte en un
silvido cariñoso.

— ¿Mejor? —susurro.

Asiente despacio y se aferra más a mí.

—Siempre me haces sentir mejor —susurra—. Y, para ser sincera, estoy un poco nerviosa.

Sonrío mientras vuelvo a darle un beso en el pelo.

—Ya lo sé. Yo también.

—Me da un poco de miedo. Como el primer mes fue muy riesgoso, no quiero...

— ¿Ya te habías hecho un ultrasonido, no? —asiente—. ¿Algo salió mal? —agita la cabeza—.
Ya lo ves. No va a suceder nada. Vamos a salir de aquí como los orgullosos padres de dos
criaturas que van a llenarnos de alegrías. Pero quiero verte sonreír. Aleja esos miedos y
nervios tan espantosos, cariño. No los necesitamos.
Golpetea mi pecho con su frente un par de veces antes de levantar la mirada hacia mí,
obsequiándome una sonrisa marca perfecta.

—Tienes razón —musita—. Dios, eres grandioso, voz de profeta.

Le sonrío burlón.

—Se te da bien ponerme apodos.

Sonríe ampliamente.

—Me gusta ponerte apodos —hace un puchero—. Es divertido.

— ¿Sabes que a veces te comportas como una niña, verdad?

—En ocasiones, sí ¿Supone eso un problema para ti?

—Es fácil de manejar.

—Eso supuse —deposita un suave beso en mi pecho—. Te amo.

Sonrío.

—Te amo —musito—. Vamos a sentarnos, para que descances.

—Llévame.

—Sandford, no estamos en casa. Utiliza las piernas.

—Eres un aburrido.

Se aparta de mi y camina hasta la silla. Agito la cabeza divertido y me siento junto a ella,
tomando su mano. Su pulgar se desliza consecutivamente por mi mano, provocándome unos
escalofríos deliciosos. Permanezco enfocado en nuestras manos unidas perfectamente, como
dos piezas de un rompecabezas creadas con el mayor cuidado. Noto como dato curioso que
hay cuatro mujeres más. No hay un padre. Sólo yo. Me inclino un poco hacia Amanda.

—Oye —susurro, para captar su atención—. ¿La otra vez que viniste estaba esto así?

— ¿Así cómo? —susurra.

— ¿Sólo mujeres?

—Es que esta oficina atiende a madres solteras.

Frunzo el ceño.

— ¿Y qué demonios haces aquí? Tú no eres madre soltera.


—Lo fui por un mes —sonríe burlona—. ¿Lo olvidas?

—Auch.

Regreso a mi posición anterior y mantengo la vista en el reloj. Escucho el ruido de la puerta al


abrirse, pero no presto atención.

—Hola, preciosa ¿Cómo estás?

—Hola, Lena.

Me giro cuando noto que Amanda responde al saludo. La mujer tiene el cabello negro
bastante corto, grandes ojos verdes y una sonrisa impactante. Sus ojos se ensanchan un poco
más al mirarme.

— ¿Él es tu hermano?

Enarco la ceja, pero Amanda se limita a reír. Sí, claro. Su hermano.

—No —dice—. Él es mi pareja, Ted Grey.

—Ah, sí. ¿No es el que, bueno, no te había llamado?

—Ah, ya resolvimos eso —aprieta mi mano—. ¿No es así, Ted?

Asiento. Venga, deja que se marche.

—Así es mejor —le sonríe Lena—. El padre de mi niño es un cerdo. Todavía no cree que es
suyo.

—Es una pena que hayan hombres así. Qué pena que se pierdan algo así —vuelve a
apretarme la mano—. ¿Verdad, Ted?

Me muevo un poco en el asiento, incómodo.

— ¿Sabes qué? Creo que es a mí ahora a quien le están dando náuseas. Debe ser porque
estamos embarazados.

Amanda suelta una carcajada.

—Bueno, ya debo irme —Lena revisa su reloj—. Sólo vine para ver si la otra secretaria está.
Pero no, así que mejor regreso mañana —le sonríe—. Cuida a esos niños.

—Claro, descuida.

Lena me saluda con un rápido saludo de manos antes de marcharse.

— ¿Tu método de distracción era herirme? Porque lo has conseguido, Sandford.


—No, cariño. No lo era —aprieta mi mano—. Sólo quiero que recuerdes que ésta vez si te
marchas, es un adiós definitivo.

—Voy a suponer que jamás tuvimos esta conversación, ¿te parece? Porque, cuando volví a
casa, dije que no iba a marcharme.

—Una vez dijiste que harías todo por hacerme feliz. Y marcharte no me hizo feliz, sino al
contrario.

Aprieto su mano.

—Yo lo sé. Sé que hize mal, ¿pero no podemos omitir ese detalle? Voy a compensarte toda la
vida por ese mes, lo juro.

—Yo lo sé.

—Amanda Sandford.

Siento la electricidad del nerviosismo a través de su mano cuando la secretaria menciona su


nombre. El corazón inicia con el trabajo extra, bombardiando ansiedad y expectación con una
velocidad increíble.

—Amanda Sandford —repite.

—Arriba —musito—. Vamos, nena. Ya es hora.

—Me tiemblan las rodillas.

—A mí también, Amanda, pero hemos estado esperando por mucho. Arriba, ven —me pongo
de pie—. Yo te sostengo.

Inhala la mayor cantidad de aire que es posible y se aferra a mis brazos para levantarse.

—Ya estoy bien —dice—. Ya es hora.

Le sonrío, deslizando con cariño mis labios hacia los suyos.

Nerviosa, tantea los dedos sobre la cama donde lleva casi cinco minutos recostada. Estoy
sentado junto a ella en otra incómoda silla de metal.

— ¿Por qué tarda tanto? —chilla—. Debería tener todo listo cuando te mande a llamar, ¿no?

—Por eso te digo que es la última vez que vienes. Buscaré un mejor lugar donde atenderte. Ni
siquiera sé como te atreves a guiarme hasta aquí. Este lugar es terrible.

—Oye, no cobran por estos servicios. Ayudan a las madres solteras que no pueden pagar por
una consulta.

—Debereían tener este lugar en mejores condiciones.


—Según sé, se mantienen mediante donaciones. Creo que no reciben muchas.

El sonido de la puerta al abrirse nos sorprende. El obstetra es un hombre mayor, de unos


cincuenta a sesenta años, de cabellos grises y ojos verdes cariñosos como los de un padre.
Sosttiene una carpeta de metal y unos guantes. Sonríe al vernos y siento que me inspira
confianza.

—Lamento tardarme, niños. Soy Frenan Pierce —revisa los papeles que trae en la mano—.
Amanda Sandford, veinte años, gemelos ¿Estamos en lo correcto?

Amanda asiente.

— ¿Es el padre de la criatura? —asiento—. Me sorprende que pidieran un ultrasonido para


conocer el sexo. Sólo tienes catorce semanas.

— ¿Y eso es malo?

El anciano le sonríe.

—No, niña. Lo normal es pedirlo a las veinte semanas. Así puede verse más claramente.

Amanda gimotea.

— ¿Entonces no se puede?

—Utilizando el equipo necesario, sí. Así que arriba. Tendremos que ir a otra habitación.

Aliviada, Amanda consigue ponerse en pie. Atrapo su mano en un movimiento rápido. En


completo silencio, seguimos al obstetra hasta dos puertas más adelante. Él entra y espera
pacientemente a que le sigamos. Es más o menos la misma habitación: blanca, con una
camilla y el equipo correspondiente para realizar un ultrasonido encendido, solo que éste
parece más actualizado.

—Recuéstate en la camilla, pequeña —dice.

Amanda tira de mí hasta la camilla, donde se acuesta obediente.

—Hay una silla, por si quieres sentarte —dice Frenan.

Le agradezco con un movimiento de cabeza y atraigo la incómoda silla hacia mí. Amanda
extiende la mano hacia mí, así que la tomo.

Amanda y yo asentimos al unísomo. Trae una silla para él donde toma asiento, toma un
envase pequeño y sonríe. Con los dedos descubre el tierno vientre abultado de Amanda,
deslizando la tela de la camisa hacia arriba.

—Ésto es un gel conductor a base de agua. Vas a sentir un poco de frío, tal vez lo sientas
húmedo, pero es todo. No genera molestias.
Amanda asiente. Está concentrada en los movimientos del anciano, yo en los suyos. No
quiero que se impaciente demasiado. Presto atención al momento que coloca el gel en el
vientre de Amanda. Ella da un respingo, pero sonríe. Él espera unos segundos antes de toma
el transductor y deslizarlo con suavidad por el vientre. La máquina hace un chillido. Mi corazón
salta y automáticamente se me seca la boca.

—No es nada, descuiden —dice, mientras continúa deslizando el transductor—. Es un sonido


ya habitual.

Él prosigue con su trabajo, mientras imagenes dispersas y borrosas comienzan a aparecer en


la pantalla. La boca se me seca aún más y siento que tengo ya el corazón apretado en un
puño. A medida que sigue deslizando el transductor las imágenes se ven un poco más claras.
Diviso dos masas pequeñas, que comienzan a tener forma humana.

— ¿Los ven, no es cierto? —él sonríe—. Es hermoso verlo. Estas imágenes conmueven hasta
el corazón más frío —se detiene—. Gírate un poco a la izquierda, niña.

Amanda se gira con la debida precaución de no caer e inmediato Frenan inicia de nuevo su
labor. Sigo observando la pantalla. Él desliza horizontalmente el transductor y se detiene unos
segundos antes de volver a deslizarlo. Vuelve a detenerse y observa fijamente la pantalla.

—Están muy pequeños todavía. Es más difícil —suelta una carcajada—. Difícil, pero no
imposible. No están en una mala posición, lo cual es excelente.

Vuelve a deslizar el transductor con lentitud. No bien pasado el minuto, vuelve a detenerse.
Presiona el dedo en la pantalla.

—Éste es uno de los bebés —desliza el dedo por la sombra—. Y aquí —desliza el dedo por
una sombra similar— está el otro.

Sigue deslizando con la otra mano el transductor.

—Aquí —señala una sombra pequeña—. Sí, um... —sigue deslizando el transductor mientras
desliza el dedo por la pantalla—. Um...oh. Oh, vaya.

Golpea en la pantalla dos veces.

— ¿Ven ese tubérculo, ésto de aquí que está horizontal con respecto al cuerpo? —ambos
asentimos—. Ahora —desliza el dedo hacia la otra imagen, más o menos ubicada en el mismo
lugar que había señalado—, ¿ven ésta de aquí? Son del mismo sexo. Y si no me equivoco...

Desliza una vez más el transductor por el viente.

—Bueno, se ve mucho más claro —aparta el transductor y lo coloca sobre una bandeja de
metal—. Puedo decirles con los ojos cerrados que son niñas. Ambas.

Amanda suelta un gritito, que apaga al presionar la mano libre contra sus labios. Se me seca
la boca y creo que en cualquier segundo voy a desmayarme.
—Prepararé todo el expediente con la cita de hoy, ¿les parece? —sonríe cuando asentimos—.
Les daré unos minutos.

Volvimos a asentir. Él extiende un trozo de servilleta a Amanda, se da la media vuelta y se


marcha. Amanda gira en la camilla hasta sentarse y quita el gel con la servilleta. Sigo
sosteniendo su mano y no sé que hacer, no sé como reaccionar. Tengo un extraño nudo en el
pecho, que salta y duele en el estómago y que se extiende por los brazos y piernas,
impidiendo que me mueva. Amanda tiene una respiración suave, pero agitada al mismo
tiempo. Desliza la mano libre por el vientre abultado.

—Todavía no lo creo —noto como las lágrimas comienzan a correr de sus ojos—. Gemelas.

Me sacude el pecho con la mano.

— ¿Ted? —me sonríe—. ¿No vas a decir nada?

Frunzo el ceño.

—Yo —remojo los labios con la lengua—. No sé qué decir.

— ¿No te gusta la noticia?

Agito la cabeza, deseando poder decirle algo. Pero no puedo. Tengo la boca seca y hay algo
extraño que está oprimiéndome el pecho. Me dejo caer al suelo y deslizo las manos por su
cintura. Observo su vientre y el pecho se me comprime con más fuerza. Casi duele. Las aletas
de la nariz se me dilatan, los ojos me arden, el pecho sigue doliéndome.

Y estallo.

Oculto mi rostro en su vientre mientras lloro. Presiono la nariz en su vientre y el dolor del
pecho desaparece casi al instante, mientras beso una y otra vez a mis hijas, mis gemelas.
Amanda acaricia mi pelo. No puedo hacer otra cosa mas que aferrarla a mí y llorar. Llorar
como un niño lleno de esperanza y amor, lleno de sueños y vida. Através de la tela de su ropa,
de su propia carne, siento el amor de aquello que está creciendo dentro de ella. Se me encoje
el corazón, imaginando dos pequeñas niñas correteando por el jardín. Dos niñas
despertándome en la mañana para jugar.

— ¿Ted? —susurra.

Alzo la mirada hacia ella, me pongo en pie y la envuelvo entre mis brazos. Inhalo de su cabello
y me pierdo allí, en su calor. No sé como soltarla, no quiero.

—Tú —susurro con los ojos cerrados—. ¿Cómo puedes? —mr carcajeo—. Ni siquiera sé
como darte las gracias.

—Ted, cariño —enrosca los brazos alrededor de mi cintura—. Lo hicimos juntos, ¿o lo


olvidas?
—No, nena. Pero esto es hermoso. Es el regalo más cálido y hermoso que jamás me han
dado. No sé si tengo el derecho de sentirme tan completo ahora, pero me siento así —me
aparto un poco de ella y coloco ambas manos sobre su vientre—. Dos mujeres más para la
familia.

—Y sé que serán dos chicas afortunadas, que amarán al grandioso padre que vas a ser —me
mira con ternura—. No se puede ser menos cuando eres tan encantador. Ahora, sonríe.

Casi automático, lo hago.

— ¿Mejor? —susurra.

— ¿Cómo no voy a estarlo, si acabo de enterarme que voy a tener dos debilidades más?

Ella sonríe, y yo sonrío.

—Ya lo estoy viendo —musita—. Dos niñas con esa sonrisa. No puede haber nada mejor.

—Yo prefiero que salgan a ti —presiono mi frente contra la suya—. Mi chica favorita en el
mundo, multiplicada por dos.

Capítulo ciento diez.

Iban a ser las cuatro de la tarde. Normalmente a esta hora hace calor y la congestión vehicular
es capaz de desquisiar a cualquiera. Pero había una peculiaridad en este día que hacía
soportable lo generalmente insoportable. Deslizo la mano hasta ese motivo, que me acepta
dando un apretón.

— ¿Tienes una idea del vestido que quieras comprarte?

—Ted, hay un montón de vestidos hermosos en el armario que no he usado. No quiero


comprarme otro.

—Un vestido ¿Uno y ya?

—Dije que no, Ted.

— ¿Ni siquiera por esta ocasión especial?

—Hay un vestido que va perfecto, lo vi esta mañana.

— ¿Y te sirve?

—Oye, ya estamos teniendo problemas. Te la pasas insinuando que estoy gorda.

—Quieta. Yo no dije eso.

—Pero constantemente...
—No lo digo en ese sentido, pero no quiero que lleves ropa ajustada cuando puedes
comprarte algo más cómodo y libre.

—Para que no noten que estoy gorda.

—Muérdete la lengua y respira, por el amor a Dios. Aquí nadie ha dicho que estás gorda.

—Estoy hinchadísima.

—Tienes catorce semanas de un embarazo de gemelos. Estás perfecta.

—No, no lo estoy. Hay ropa que ya no puedo ponerme, tengo hinchados los pechos y...

Tiro de su mano y la acerco hacia mí, presionando mi boca contra la suya, que está formando
una línea con los labios.

—Nunca he querido siquiera insinuar que estás gorda. Simplemente no quiero que utilices
ropa ajustada para fingir que no estás hinchada. Y con hinchada me refiero a que te ves
jodidamente hermosa con el vientre abultado.

Aparta la mirada levemente.

—No quiero dejar de parecerte bonita.

— ¿No estás prestándome atención? Sandford... —la obligo a mirarme—. Estoy diciéndote lo
hermosa que estás ahora, y me sigues hablando de tus complejos.

—Pero yo...

—Ya cállate —choco los labios contra los suyos—. Te amo, señora complejos.

La escucho suspirar.

— ¿Sigues deseándome igual que siempre?

—Ahora más —enmarco su rostro con mis manos—. Mucho más.

Vuelve a suspirar.

— ¿Hubieras deseado que fueran los dos niños o...?

—Me encantan las mujeres —sonrío, pero no aparto mi boca de la suya—. Comenzaremos
con tres mujeres en la casa.

—Por favor, quieto. Ni siquieran han nacido y ya estás pensando en el siguiente.

—Yo no quiero solo dos hijos, ya te lo había comentado. Y no objetaste en lo más mínimo.
—De acuerdo, pero al menos espera a que nazcan siquiera. Apenas nos enteramos del sexo.

—Como quieras. Voy a extender un plazo considerable para que establezcas tu límite. El mío
es cuatro.

Me aparta con ambas manos.

— ¿No crees que es algo que debes consultar conmigo primero? Yo los doy a luz.

—Sí, nena, pero yo colaboro bastante. Pero hablaremos de eso más tarde. Hay cosas más
importantes.

El claxón hace que demos un salto en el asiento. Los coches estaban avanzando, y yo aquí
estancado. Arranco despacio y tengo cuidado antes de doblar hacia la izquierda.

—Podemos darle a las niñas la habitación que está junto a la nuestra —suelta un silvido—.
Hay mucho que comprar: la cuna, el colchón, la ropa...

—Todo doble, nena.

—Cierto. Dos cunas, dos colchones...

—Haremos una lista, pero será más tarde. Se está haciendo tarde para la cena.

—Éste está bien —le digo a la vendedora.

Ella sonríe encantada y se lleva el traje. Ya mi parte está lista. Cuando la vendedora
desaparece por las puertas del almacén, camino por toda la tienda, esperando encontrar a
Amanda. Parece que la ropa se la ha tragado, porque no consigo encontrarla. Voy a tener que
instalarle un rastreador.

—Amanda —musito—. ¿Dónde diablos estás metida, mujer?

Levanto la cabeza al escuchar el repiqueteo de unos tacones que se acercan.

— ¿Te gustan? —golpetea el suelo—. Van bien con el vestido.

—No deberías usar tacones.

—No empieces. Están bonitos.

—Sabes que no eres grandiosa con los tacones.

—Los domino bastante más, ahora cállate. Ya los puse en tu cuenta.

—Perfecto, ¿y el vestido?

—Igual lo hice.
— ¿No vas a dejar que lo vea?

—No, pero está bonito. Te va a gustar.

—Espero que no sea tan vistozo como el que usaste en la cena de beneficiencia.

—Sólo quería que prestaras tu atención en mí y no en el hecho de haberme llevado prestado


tu coche por unas horas.

Agito la cabeza mientras me acerco un poco más.

—Que bueno que lo recuerdas. Voy a comprarte un coche. Y un móvil.

Frunce el ceño y sus labios entreabiertos advierten pelea.

— ¿Yo para qué los quiero?

—El coche para manejarlo y el móvil para hablar.

—No seas estúpido, Grey. Primero: siempre estoy contigo, así que no necesito coche.
Tampoco el móvil.

—Mira, no seas tan hueca. Después que nazcan las niñas, vas a ir a estudiar a la universidad.
Necesitarás el coche y el móvil, para poder comunicarme contigo. Punto.

Se cruza de brazos.

— ¿Me dijiste hueca?

—Sí, hueca —comienzo a caminar hacia la caja, así que la agarro de la mano para llevarla
conmigo—. Parece que quieres pasarte el resto de la tarde buscando pelea.

Tira de mi mano y se suelta.

—No quiero pasar la tarde peleando —se pasa la mano por el pelo—. Pero quieres muchas
cosas: que no use ropa ajustada, que compre un vestido nuevo, que no use tacones altos, que
acepte un coche, el móvil un local y una inscripción a la universidad ¿Si quiera te has detenido
a pensar si quiero algo de eso?

Me da la espalda y se cubre el rostro con ambas manos. La boca se me seca y a medida que
intento acercarme, noto que se me corta la respiración.

— ¿No quieres nada de lo que te he dado? —musito.

Espero por la respuesta, que tarda bastante. Se gira hacia mí lentamente. Sus ojos azules se
clavan en los míos y las rodillas me tiemblan. No tendo donde aferrarme, solo de ella. Solo
quiero aferrarme a ella.

—Mira —extiende ambas manos, atrapando las mías—. Hace apenas unos cuantos meses
atrás debía tener dos trabajos para ayudar con los gastos del tratamiento de Bruno. No podía
permitirme lujos como un coche, vestidos caros y un móvil. Y estás dándome todo de golpe.
Has una lista de todas las cosas que me has dado desde que formalizamos algo concreto
hace unos meses —aprieta mis manos—. Yo solo...

—No los quieres, ¿es eso? —suspiro—. ¿Y qué hago con el restaurante?

—No quiero ocuparme de nada ahora, Ted. Solo de ti y del embarazo. Trata de comprender.

—Pero vas a aceptarlo más tarde, ¿cierto? Sé cuanto lo deseas. Puedo verlo en tus ojos.

Aparta la mirada por unos segundos.

—Oye —susurro—. No quiero darte todo de golpe para abrumarte o hacerte sentir incómoda.
Es algo que aprendí. Papá le da a mamá todo a manos llenas.

—Es lindo que un hombre quiera poner el mundo a los pies de una mujer, pero estoy en un
momento de mi vida donde todo lo que necesito ya lo tengo —toma mi rostro en sus pequeñas
manos—. Te tengo a ti, lo mejor que me ha pasado. Y tengo un embarazo del que quiero
hacerme cargo sin tener que pensar en las miles de cosas que hacer. Voy a pasar la mayor
parte de mi tiempo en casa tranquila, leyendo y cocinando. No necesito un coche. Mi familia
viene de visita sin avisar. No necesito un móvil.

— ¿Y el restaurante?

Ella sonríe. Es una sonrisa pequeña, de disculpa, pero hermosa.

—Tal vez deberíamos hablar sobre eso más tarde.

—Y eso significa que...

—Cuando nazcan las niñas —asiente—. No antes.

Hago un gesto de desaprobación, es todo. Sé que no llegaré a ningún lado.

—Como quieras —le sonrío—. Adelantaré las reparaciones básicas. Ya sabrás luego como
quieres decorarlo.

Pone los ojos en blanco, pero sonríe.

— ¿No me ecuchaste?

—Sí, claro que sí, pero sé que vas a tener tiempo para pensarlo y al final lo vas a aceptar. Sé
que lo quieres.

Vuelve a poner los ojos en blanco, pero me agarra de la mano y tira de ella.

—Da el tarjetazo, señor Grey. Tenemos cosas que hacer.


Terminamos de nuevo en casa de mis padres, no comprendo por qué. Seguía pensando que
estaríamos más cómodos duchándonos y cambiándonos en casa. Pero bueno, quería evitar
las discusiones al máximo. La única explicación que Amanda acabó por darme es que quería
ayudar a Phoebe a prepararse, ya que mamá estaría ocupada. Había rechazado la cocina por
Phoebe. Ahora sí estaba impresionado.

Dio un portazo tan fuerte al bajar que acabó por provocarme un susto espantoso. Agito la
cabeza para alejar el susto de mi sistema, apago el coche y me bajo. Ella sostiene en una
mano su vestido, que tienen una bolsa azul colgada del gancho, en una mano y en la otra mi
ropa.

—Te vas a ver muy guapo —extiende la ropa hacia mí—. Gracias a Dios que solo será la
familia.

Sonrío, incluyendo una sobredosis de burla.

—Se que vas a estar de maravilla, aunque sigo deseando haber visto el vestido antes.

—Es bonito, no tan expresivo y muy cómodo tanto física como económicamente.

—Espero que no lo hayas escogido

—No. Me gustaba. De verdad está muy bonito. Y es mi color favorito.

Chasqueo la lengua.

—Eso me hace recordad que no sé cual es tu color favorito.

—Cuando veas el vestido lo sabrás.

Exasperado, me acerco y tiro de ella por loa cintura hasta que nuestros cuerpos choquen.

—Creo que debería comentarte que los misterios no son de mi total agrado.

—Tal vez sea el momento indicado de confesarte que a mí sí, así que tu problema mayor
ahora mismo será acostumbrarte a ellos —se aparta de mí con la sonrisa sobrecargada del
más exasperante éxito y regocijo—. Estaré con Phoebe. Entiéndase, no molestar.

La veo marcharse, con un singular movimiento de caderas que no suele ampliar


generalmente. Agito la cabeza y reviso que el coche esté cerrado antes de entrar a la casa. La
deliciosa mezcla de especias golpea mi nariz en cuanto atravieso la puerta. Cierro los ojos e
inhalo. Es una combinación que conozco de algún lado, lo sé, pero no consigo recordarlo. El
suave golpeteo de unos tacones me liberan de la atrapante ensoñación.

—Cariño —mamá se quita el delantal a medida que se acerca a mí—. Es temprano.

Sin el delantal, veo que tiene puesto un precioso vestido gris que le resalta el cuerpo y un
poco el vientre.
—Le vas a dar a papá un infarto —ella sonríe y yo la envuelvo en mis brazos—. Estás
hermosa.

Se aparta de mí para darme un beso en la mejilla.

—Gracias, cariño. ¿Pero qué haces aquí tan temprano?

—Sandford quiso venir a ayudar a Phoebe. Fue obsesivamente latosa, así que accedí.
¿Puedo usar mi vieja habitación?

—Sí, cielo. Aún no la desocupamos —sonríe con tristeza—. No me creo que ya creciste y te
marchaste de la casa, mucho menos que ya vayas a tener tus propios hijos.

Veo un par de lágrimas que desfilan fuera de sus ojos, pero las seca con el delantal.

—No, lo siento —parpadea—. Hoy he estado muy sensible desde que te fuiste en la mañana,
no me hagas tanto caso.

Le sonrío enternecido.

—Me fui de la casa, mamá, pero sabes que voy a seguir viniendo a verte. Yo jamás podría
dejar de hacerlo. Eres la mejor madre del mundo.

Sus ojos vuelven a disfrazarse de lágrimas y yo la vuelvo a abrazar.

—Ya no llores —susurro—. Te ves muy bonita y llorar solo te arruinará el maquillaje.

La escucho carcajearse y pese a ser un sonido muy bajo es muy dulce.

—Ya se acabó —se aparta de mí y vuelve a secarse las lágrimas con el delantal—. Mejor ve y
ponte guapo. Hoy es una noche especial.

Le sonrío enternecido. El embarazo debe tenerla sensible, y es algo que la hace ver mucho
más cariñosa que de costumbre. Los ojos azules enormes, las mejillas sonrojadas, la sonrisa
cariñosa. Mi madre era una mujer muy hermosa.

— ¿Estarás cocinando sola? —le pregunto.

—Sabes que no me molesta. Tengo tiempo para pensar, para mí.

—En cuanto Amanda se desocupe, te aseguro que vendrá a ayudarte.

Ella sonríe y me mira. Me mira. Y me mira.

—Te brillan los ojos cuando mencionas su nombre.

Aparto la mirada, un poco avergonzado.

—Um —se carcajea—. Ahora mismo eres idéntico a tu padre.


Me rasco la nuca en movimientos circulares.

—Voy a... —sonrío burlón—. Mejor voy a bañarme.

Ella no hace mas que mirarme, mientras me doy la vuelta para dirigirme a las escaleras.

Termino de anudarme la corbata negra cuando el golpeteo de la puerta capta mi atención.

—Está abierto —digo en voz alta.

Papá entra a la habitación como si fuera la suya, sintiéndose engrandecido. Sonríe, así que
sigue de buen humor.

—Te vez bien —dice, cerrando la puerta con el pie—. Ana me dijo que estabas aquí.

—Pues sí —tanteo con los dedos sobre la manga para ponerme los gemelos—. Mis planes
eran ir a casa y regresar cambiamos, pero Amanda quiso venir a ayudar a Phoebe.

—Las escuché. Casi podía jurar que eran miles de mujeres en una misma habitación.

Él permanece en silencio y camina hasta la cama, donde acaba por sentarse. Junta las manos
y me mira.

—Cuando Ana tenía tu edad fue cuando quedó embarazada —veo el rastro de una sonrisa,
pero eso es todo—. Me sigue resultando imperdonable haber reaccionado de tal manera en
esa ocasión. Lo excelente es que existió una oportunidad de remediar todo eso.

—No importa —le sonrío—. Al final resultaste ser un excelente padre.

Él me corresponde la sonrisa.

—Anoche hablaba con Ana sobre ti y lo rápido que ha transcurrido el tiempo. Hace apenas
unos días tenía que sostenerte de ambas manos para que no cayeras, y ahora estamos
celebrando la noticia de mis primeros nietos.

Permanece en silencio, mirándome, y yo puedo ver la vulnerabilidad de este hombre, de mi


padre. Él se levanta y yo aprovecho para abrazarlo, fuerte, que sienta cuanto lo quiero. Me da
unas palmaditas en la espalda y el abrazo se hace más apretado.

—Estoy muy orgulloso de haberte visto crecer —susurra—. Y estoy aún más orgulloso de ver
como has tomado las desiciones correctas.

Se aparta. Esquiva la mirada un par de veces antes de volver a cruzarse con la mía. Cuando
lo hace, me dedica una media sonrisa.

— ¿Por qué no bajamos al minibar por algo ligero? Se me antoja tomar una copa con mi hijo.

Le sonrío.
—Claro, jefe —le doy una palmada en la espalda y él sonríe—. Una copa con mi viejo.

Capítulo ciento once.

El amargo sabor del vodka caliente deslizándose por mi garganta hace que me carcajee, pero
no sé por qué. Es el tercer vodka que tomo. Debo parar antes de que termine borracho. Lo
bueno es que no tiendo a emborracharme rápidamente. Lo malo es que papá parece que sí.
Casi termina su tercer vaso y no dura más de tres palabras sin reír.

—No deberías tomar tanto, jefe —musito antes de darme otro trago—. Te vas a poner como
gitano en plena luna.

No le importa en lo más mínimo, porque le da un largo trago al líquido caliente.

—Al menos explícame por qué estamos tomando esto caliente —extiendo el vaso hacia él—.
¿Se te acabaron los hielos, Grey?

—Hay muchos en la cocina, pero si voy por ellos tu madre no me dejaría si quiera acercarme
al minibar.

—Parece que su mujer lo domina bastante bien, señor Grey.

—Cuidado con la cola que tratas de pisar.

—No te entiendo, abuelo —le doy un sorbo al vodka—. Háblame con más claridad.

Cierro los ojos cuando el golpe que me propina me resuena por todo el cuerpo.

—Primero: no vuelvas a decirme abuelo.

—Tienes un problema, entonces. Porque habrán dos personitas que te llamarán abuelo.

—Dije que tú no me llamaras abuelo, no dije nada sobre mis nietos.

—Tienes que especificar, anciano.

Hago un movimiento rápido hacia adelante, de modo que consigo esquivar el golpe.

—No creo que tu mujer te deje la tela muy larga, así que no es muy conveniente para hablar
de más.

—El alcohol te hace más conversador.

Él asiente y observa el vaso por un par de segundos.

—Lo que me jode es esta mierda caliente —sonríe en mi dirección—. Pero ya te expliqué.
—Si me lo hubieses dicho antes, yo pude haber ido por un poco de hielo. Esta mierda te jode
porque quieres.

—Debí lavarte la boca con jabón a tiempo —toma un largo sorbo—. Ya es tarde. Estás muy
jodido.

—Y si estoy muy jodido, ¿por qué dejas que tomes?

—Porque estás jodido, pero para bien. En el mejor sentido de la palabra.

— ¿Las palabras que buscas entonces son “estás jodidamente bien”?

—No, no jodidamente bien, pero estarás jodidamente mal si sigues jodiendo con lo mismo.
Trágate lo que te queda en el vaso y ve con tu mujer.

—Ella está arriba con tu hija ¿Qué quieres? Me dijo que no las molestara.

Se pone en pie tan rápidamente que consige darme un sobresalto.

—Voy a la cocina por algo de hielo. No me voy a seguir embriagando y jodiéndome la


garganta.

— ¿Y que hay de mí?

—Si quieres tus hielos, ve por ellos. O no tomes. Considera no tomar.

—No sé por quién me tomas —agito la cabeza—. Primero, ya no soy un niño. Estás medio
tomado y no vas por hielo. Tengo una mujer y una buena cocina. Sé perfectamente que vas a
hacer, y me parece ofensivo. Deberías suavizar un poco tus instintos cuando te refieres a mi
madre.

—Si hubiese suavizado mis instintos, ¿realmente crees que estarías hoy en día teniendo esta
conversación? ¿O Phoebe allá arriba? ¿O Ana embarazada de nuevo siquiera? —agita los
hombros—. No.

Da la vuelta, indiferente, y se encamina directamente hacia la puerta dando pasos inestables.


Por Dios, pobre mamá. Me acabo el vodka que queda en el vaso y lo coloco en el minibar.
Doy una vuelta y camino hacia las escaleras, pero el sonido del timbre hace que me detenga.
Cuando abro la puerta, veo un rostro que no conozco. Es un hombre calvo, tal vez de la
misma edad de papá o tal vez más, un poco más alto que yo y con una sonrisa de oreja a
oreja. Se le ve cansado, e incluso fatigado, sosteniéndose de un bastón. Me recuerda a
alguien, pero no consigo identificar a quien.

—Buenas noches —saluda.

Frunzo un poco el ceño. Él extiende la mano hacia mí, pero dudo un poco. Al final termino
aceptándole el apretón

—Buenas noches —digo—. ¿Se le ofrece algo?


—Estoy buscando a una persona. A mi hija.

Frunzo más el ceño.

— ¿Seguro que es aquí? —me rasco la nuca—. Ya nosotros tenemos un padre.

El hombre suelta una carcajada.

—No vine por usted, ni por su hermana. De hecho, según mi doctor, no debería estar aquí.
Pero quiero ver a mi hija.

—Creo que, tal vez, usted se ha... —abro los ojos de golpe cuando consigo atar cabos—.
¿Usted es Bruno, el padre adoptivo de Amanda?

El hombre sonríe mientras asiente con lentitud. Me agarro el pelo con ambas manos. No
puedo contener mi asombro, si me puedo permitir a mí mismo ser sincero. Claro, el parecido
era con John. No sé por qué no caí en la cuenta antes.

—Lamento ser tan seco con usted —musito—. La verdad, realmente, no lo esperábamos.

—Descuide —da un golpe al suelo con el bastón—. ¿Me permite pasar? Dar estos pocos
pasos me ha agotado.

—Claro, pase.

Me hago a un lado para que pueda caminar con comodidad. Da pasos lentos, así que deduzco
que le cuesta un poco moverse. Voy siguiéndolo hasta la sala, donde se desploma en el
primer sofá que alcanza. Respira con brusquedad, pasándose la palma abierta por la frente
como si sudara.

— ¿Le puedo ofrecer algo? —pregunto.

No sé ni que decirle. Creo que ver a Jack en la puerta hubiese sido algo menos inesperado.
Tenía entendido que Bruno seguía recuperándose, que aún no había librado el cáncer y que
apenas habían limpiado el veneno de su cuerpo. Pero está aquí, en la sala, y lo que yo
personalmente preferiría ofrecerle es el cuarto de un hospial para que descansara con todas
las atenciones que su salud requiriese.

—Estoy bien, descuide —sonríe cansado—. Nada me hará sentir más satisfecho que ver a mi
hija. Tengo entendido que John y Stella también vendrán, ¿no es así?

Le sonrío amable. Sigo sin saber que diablos hacer.

—Vendrán más tarde. De hecho, nosotros no íbamos a llegar tan temprano.

—Lo supuse. Vi su coche —sonríe—. En realidad fue mi hermano. Dijo que era el suyo, así
que supuse que mi hija andaba con usted.
—No tiene que hablarme de usted. Puede hablarme de tú.

—Costumbres son costumbres, hijo. Me educaron de esa forma.

Me quedo callado y todo lo que hago es sonreír. Me rasco la nuca mientras decido que hacer.
Lo más lógico era buscar a Amanda. Sé cuan feliz la haría verlo. Pero estaba tan lleno de
dudas.

— ¿Vino con su hermano, entonces? —pregunto.

Bruno sonríe.

—Él me ha traído. Sé que prefiere que me quedara a descanzar, pero desde hace un par de
meses no veo a mis hijos.

— ¿Pero está seguro que se siente bien? Mi abuela es doctora. Si llega a sentirse mal, ella...

Él me interrumpe con una carcajada.

— ¿Mi hija le contó alguna vez donde me crié? —agito la cabeza—. Me crié en el campo. Los
hombres del campo somos huesos muy duros. Yo que usted no me preocuparía tanto por mí.

Alzo las cejas, divertido. Vuelvo a rascarme la nuca antes de hablar.

—Voy a buscar a Amanda —Bruno sonríe—. Le aseguro que no me tardo nada.

Él asiente. Físicamente podría asegurar que está tranquilo. Aunque está un poco fatigado,
mantiene una postura bastante lánguida. Casi militar. Militar...Oh, no. Eso me hace pensar en
mis abuelos maternos. Oh. Hace mucho tiempo que no los veo. Espero que mis padres le
hayan notificado sobre la cena. Eso espero, porque sino tendría que dar un viaje para verlos.
Aunque mi abuelo vivía cerca, pero no mi abuela...

Bruno me lanza una sonrisa divertida, así que despierto de mi ensoñación y subo las
escaleras. Preguntarle a mamá sobre mis abuelos era una pérdida de tiempo absoluta.
Estaban en la cocina, papá estaba boracho. No quiero pronunciar palabra al respecto. Sé
perfectamente que deben estar haciendo esos dos, y realmente lamento saberlo. Son mis
padres. No quiero enterarme de eso.

Doy dos golpes suaves a la puerta de la habitación de Phoebe. Sé que están ahí. Las escucho
murmurar.

—Amanda —doy dos golpes a la puerta—. Sal un segundo.

—No estoy —chilla.

—Lindo intento. Abre.

—No, Grey. Estoy ayudando a tu hermana.


—Tiene diecinueve, puede sola.

—No seas grosero. Está lastimada. Aléjate de la puerta. No puedo.

—Carajo, es solo un segundo.

—Lávate la boca con jabón, Ted.

Resoplo frustrado.

—Un minuto —gruño—. Solo sal un minuto.

—Que no.

Alzo las manos sobre mi cabeza, pidiendo silenciosamente por un poco más de paciencia.

—Sandford —cantureé irritado—. No quiero sonar insistente, pero si no abres la puerta voy a
tener que entrar.

—Te patearé las pelotas si lo haces.

Me halo del pelo.

—Tu padre está aquí —chillo.

No escucho nada a través de la puerta. Ni un chillido, ni un susurro. Nada. Toco la puerta dos
veces. De nuevo, nada.

— ¿Amanda? —susurro—. ¿Me escu...?

La puerta se abre de golpe, cayándome.

— ¿Jack está aquí?

El pánico es evidente en su rostro. Agito la cabeza.

—Tu otro padre —le digo.

Se lleva las manos a la boca y comienza a hiperventilar.

— ¿Bruno?

Asiento. Aparta las manos de la boca y las agita a medida que su respiración se altera. Cierra
los ojos y sus labios tiemblan, conteniendo un sollozo. Agarro sus manos entre las mías y le
doy un par de caricias suaves.

—Cálmate, cariño —le digo con suavidad—. Respira.

Mis palabras no le hacen efecto. Sigue alterada y no sé como calmarla.


—Oye, cielo. Mira, tranquila. Respira —aprieto un poco sus manos—. Todo está bien.

—Mi... —respira profundo—. Bruno. Mi...pa...él.

—Está en la sala —tiro de sus manos hasta que nuestros cuerpos se tocan—. Vino a verte. Y
a John.

—Lo...vino... —vuelve a respirar profundo—. Papá...vino...quiero...

—Vino. Sí, vino. A verte. Y a John. Ahora, respira —hago el ejercicio de respiración con ella—.
Eso, tranquila.

—Él... ¿Dónde...?

—Está en la sala. Te está esperando.

Suelta un chillido muy fuerte, tanto que consigue asustarme.

—Tú... —musito—. Sólo cálmate, nena.

—Papá... ¿Lo viste bien? ¿Yo estoy bien?

Le doy una mirada rápida. Lleva un vestido azul precioso, que se ataba en el cuello, y la falda
casi le llegaba hasta la rodilla. En el pecho, sin escote, llevaba un broche dorado. Usa poco
maquillaje. Lo único realmente notable es el tenue labial rojo en los labios. La tela del vestido
es suave y fina, pero le resalta el vientre hinchado. En la mano derecha llevaba el anillo de
nuestro compromiso; en la derecha, una pulsera dorada. Le agradecí a Dios haber recordado
buscar mi anillo en el Heathman. Ahora podía presumirlo a mis anchas. Lleva los tacones que
se compró junto con el vestido. De nuevo agradezco a Dios. No son muy altos.

—Tú estas adorable —musito—. Tal como siempre.

—Quiero que me encuentre bonita —abre los ojos como plato—. ¿Y si no le gusta mi cabello?

—Está loco por verte. Eso es lo de menos.

— ¿Eso crees?

—Te lo juro, cariño.

Vuelve a respirar profundamente. Aprieta mis manos con fuerza y me mira. Hay un millón de
emociones en sus ojos, todos luchando al mismo tiempo con violencia.

— ¿De verdad estoy bien?

—Estás nerviosa, lo entiendo. Pero confía en mí. Estás preciosa, cariño. A tu padre lo menos
que le va a importar es como te ves. Está loco por abrazarte.
Sonríe. La noto un poco más tranquila, así que sonrío con ella.

—Ve a verlo —susurro—. Yo ayudo a Phoebe.

—Este, ¿seguro? Yo puedo...

—Yo la ayudo. Es mi hermana. Sé como trabajar con ella.

Sonríe luego de suspirar. Aprieta mis manos con fuerza antes de darse la vuelta y caminar
hacia las escaleras. La observo desde aquí, asegurándome que baje las escaleras sin ningun
problema. Satisfecho, me dirijo hacia el interior de la habitación de Phoebe. Toco la puerta.

— ¿Puedo pasar?

Observo de reojo que está sentada sobre la cama. Tiene un vestido blanco sencillo y el
cabello negro atado en una trenza francesa. Me sonríe y le correspondo encantado.

—Mírate —musito—. Te ves hermosa. Creo que tú, mamá y Amanda se pusieron de acuerdo
para hacer temblar a los hombres de esta casa.

Ella suelta una carcajada.

—Se te da bien dar cumplidos —sonríe—. Te ves tierno.

—Sucede que tengo un problema con las mujeres de la familia. Es algo terrible.

—Ted, eso lo sabe toda la familia.

Le sonrío.

—Te sientes mejor, ¿verdad?

—La verdad, tengo sueño. Es el medicamento para evitar el dolor.

—Supongo que te sienta bien.

—Pues sí, pero me hace desear estar todo el día en la cama.

—Deberías. Tuviste un accidente. No simplemente fue que te rompiste una uña.

—Sabes que odio estar todo el día en la cama. Me pongo muy ansiosa.

—Pequeña, descansar te hace bien.

—De verdad, no. No poder hacer nada me proboca una ansiedad horrible. Ni siquiera puedo
ponerme en pie por mí misma —gimotea—. Es horrible.

Le sonrío enternecido mientras me acerco a la cama para sentarme junto a ella. Deslizo el
brazo por su cintura y me acerco un poco más, de modo que pueda poner su cabeza en mi
pecho sin moverme.

—En unos meses vas a estar como nueva —le digo—. Lo importante es que estás bien. Y
mejoras día a día.

—Tal vez se deba a que papá ha traído medio hospital para atenderme.

Suelto una carcajada.

—No sé por qué te sorprendes.

—No me sorprendo, tenlo por seguro. De hecho, cuando vi a toda esa gente, ni siquiera me
esforcé en reclamarle. Con Christian Grey nadie puede. Tal vez mamá. Por cierto, ¿dónde
está?

Hago el esfuerzo por no reír.

—Cocinando.

—Ah, claro ¿Y papá?

Me muerdo el labio.

—Le está ayudando.

—Ajá, y yo me chupo el dedo —suelta un bufido—. Entonces, ¿de verdad el padre de Mindy
está abajo?

—Sí.

—Que grandioso. Por fin tendrás un suegro que no quiera matarte.

Le doy un suave golpe en la cabeza.

—A veces te prefiero dopada.

—Ya cállate. Le diré a papá.

—Phoebe, duérmete.

—No me puedo dormir. Primero, tengo hambre. Además, necesito saber si voy a tener un
hermano o hermana. Y de mis sobrinos —sonríe inocente—. ¿Y si me adelantas?

—Buen intento —le beso el pelo—. Te digo más tarde.

—Eres un desconciderado ¿De verdad vas a guardarle secretos a tu hermana?

—Tus chantajes no van a funcionar esta noche, eso te lo juro.


Se cruza de brazos y hace un mohín.

—Terminaste de arreglarte, ¿no? —asiente—. Vamos a bajar entonces. Temo que Amanda
pueda estar en un estado de conciencia alterado.

—No, espera. Me faltan las zapatillas —señala el par de zapatillas puestas sobre la coqueta—
. Ayúdame.

Me levanto de la cama, agarro las zapatillas y me arrodillo para colocárselas.

—Al menos una de las dos recordó usar zapatos sin tacón.

—Apuesto a que lo dices por Amanda, ¿eh?

Le sonrío a modo de respuesta. Ato la correa de la zapatilla izquierda.

—Pero se ve bonita —dice—. No puedes objetar eso.

Vuelvo a sonreírle.

—Se ve preciosa, Phoebe —alzo la vista cuando termino de atar la correa de la otra
zapatilla—. Eso nunca podría objetarlo.

— ¿Estás muy enamorado, verdad?

—Mucho —suspiro—. Con ella no tengo que aparentar ser un cabrón arrogante para tener
una conquista.

—Em, sigues siendo un cabrón arrogante.

—Espero que estés consciente que hay ciertos días en que no eres muy agradable —me
pongo en pie, deslizo las manos alrededor de ella y la levanto despacio—. Uno de esos días
es hoy.

Suelta una carcajada.

—Llévame a la sala. Ahora.

Mientras camino fuera de la habitación, no puedo lanzarle una mirada con una sobrediósis de
irritación. Comienzo a bajar las escaleras muy lentamente.

—Tendré que hablar muy seriamente con la abuela sobre los medicamentos que te están
dando.

—El medicamento para el dolor es inyectado ¿Eso cuenta?

—Y también consideraré muy seriamente inyectártelo en la lengua.

—Qué grosero.
— ¿Cuándo fue la última vez que te inyectaron?

—Hace dos horas —bosteza—. Es cada ocho horas.

—Ya veo por qué estás tan habladora.

Suelto un largo respiro cuando consigo llegar a la sala. Phoebe comiena a agitarme el pelo.
No sé si quiero sonreírle o morderle la mano.

—No te lo he dicho, pero hoy te ves muy guapo.

—Gracias, Phoebe.

Hago una mueca para no reírme, pero creo que no resulta muy efectivo. Paso junto a Amanda
y su padre, que están sentados platicando. Bueno, algo parecido. Amanda lloriqueaba como
una niña, hiperventilando constantemente, mientras le sujetaba las manos a un padre
sonriente. Dejo a Phoebe en el sillón y me siento con cuidado. Los dos observamos a Amanda
y a su padre. Creo que ninguno se ha dado cuenta que estábamos allí.

—Te daré un consejo —susurra Phoebe—. Deberías preguntarle si siente deseos de matarte,
para que estemos seguros.

—Estás loca.

—Se ve agradable, pero nunca se sabe. Se parece a su hijo, Jonathan.

—John.

—Bueno, Johnny.

—Te dije que John.

—Empieza con jota, qué mas da.

Suelto una carcajada tan fuerte que termina por quemarme la garganta.

—Se parece a Bruce Willis —susurra.

Cierro la mano en un puño contra la boca para evitar volver a reírme.

—Él se parece a Bruce —frunce el ceño—. Y Amanda es como Scarlett Johansson, pero
pelirroja.

—Yo pienso que Amanda es mucho más guapa y bastante más natural.

—Estaría preocupada si no lo pensaras.

—Muy graciosa.
—Bueno. ¿Sabes a quien te pareces? Puedo empezar por decir que tienes...

Phoebe se calla cuando escucha a mamá y papá carcajearse. Están saliendo de la cocina y
los dos llevan una sonrisa insufrible en el rostro.

—Creo que el vaquero ya terminó de disparar.

— ¡Phoebe! —chillo—. Te lavaré la boca con jabón.

—Tranquilo, ya te tocará disparar.

Me cubro el rostro con ambas manos.

—Esas inyecciones no te están haciendo nada bien.

—Estás bromeando, ¿verdad? No siento dolor por unas cuantas horas. Es grandioso.

—Y te hace hablar de tonterías.

Parpadea tres veces antes de sonreír. Mamá y papá se introducen a la sala, aun sonrientes.
Quiero deshacerme del hecho de saber el por qué están tan contentos, pero es imposible.
Amanda se levanta de un salto, se limpia las lágrimas y sonríe en mi dirección.

—Ya lo conociste, pero ven. Te lo quiero presentar oficialmente.

Me pongo en pie y me acerco. Amanda me agarra la mano, así que le propino suaves caricias
con el pulgar.

—Papá, te presento a Ted —se señala—. Mi prometido.

Él sonríe. Yo también. Se escuchaba de maravilla.

—Él es Bruno —lo señala—. Mi papá.

Extiendo la mano libre hacia él, que la acepta, y le doy un apretón.

—Un placer —musito.

Bruno parpadea un poco cansado, pero sonríe.

—Mi placer —dice.

— ¿Puedo traerte algo, papá? No me pidas un coñac, que eso no puedes tomar.

Bruno se carcajea.

—Un poco de agua le sienta bien a este viejo.


—No estás viejo —le sonríe—. Ya te la traigo.

—Deja, nena. Yo voy. Sirve que le traigo algo de tomar a Phoebe.

Me sonríe agradecida. Le doy un beso en la mejilla y camino hacia la cocina. La cocina de


esta casa siempre me ha gustado. Es espaciosa y siempre está ordenada. Siempre consigues
las cosas donde deben estar, lo cual es aún más fantástico. Además, tiene una puerta que da
al jardín. Como está abierta hasta muy tarde, la brisa que entra desde afuera mantiene un
ambiente a pesar del calor de la estufa. Abro los compartimientos de arriba y saco dos vasos
de cristal, los cuales pongo sobre la repisa. Abro el refrigerador y vierto sobre los vasos el
agua fría, pero resulta que algo repentinamente me pone ansioso.

Una sombra.

Giro la cabeza hacia la derecha y observo el jardín por los cristales de la puerta. No veo nada
extraño, pero la ansiedad no se va. Sigue ahí. Me acerco a la puerta con lentitud, agarro el
picaporte y me detengo a observar. No hay nada fuera de lo normal. El jardín está a oscuras y
solitario, como siempre está a esta hora.

Pero sigo sintiendo que algo va mal.

No quiero arruinar esta noche, así que suelto el picaporte y regreso a la sala con los vasos de
agua. Sonrío cuando me acerco, pero desde la cocina me persigue esa inquietud que
amenazaba con no dejarme tranquilo el resto de la cena.

Capítulo ciento doce.

Treinta minutos más tarde, parece como si la sala repentinamente resultara ser pequeña.
Había mucha gente, sin duda. Incluso más de la que esperábamos. Stella no había bromeado
cuando dijo que su familia era enorme. Sonrió apenada, lo que me hacia entender que ella no
los había invitado. Así que libremente podríamos esperar que más de su familia siguieran
llegando a lo largo de la noche. Me pregunto vagamente si al obseso del control le gustará
tener la casa tan llena. Yo espero que no, porque eso significa que en la noche Amanda y yo
tendríamos una discusión asegurada.

Ella seguía sentada junto a su padre. Stella casi se desmaya al verlo. John fingió alguna clase
de falsa fortaleza durante el tiempo vacío en que duró llegar hasta los brazos de su padre.
Bruno parecía haber obtenido nuevas fuerzas. Ya no se le veía tan cansado ni tan pálido.
Supongo que el ver de nuevo a su familia después de tanto tiempo debe haberle sentado muy
bien. Además se había enterado que Amanda iba a darle gemelos. Y que John iba a darle una
nieta. No puedo esperar porque todos sepan que los gemelos son dos niñas.

Sonrío ante la imagen antes de darle un pequeño y flojo sorbo a la copa de vino. Quisiera
poder decir que esa sensación de «Oye, algo no va bien» ya ha desaparecido. Pero no. Sigue
ahí. Ya no es como un nudo, más bien es como un tsunami interno y personal. Tengo que
felicitarme a mí mismo. Me he mantenido tranquilo, nadie si quiera puede imaginar lo
angustiado que me siento. Por unos largos segundos tengo el temor de que aquella sombra
haya sido Jack.
Ahogo el pensamiento con otro trago de vino. Ya estoy sintiendo como el alcohol me
adormece, pero no me relaja. Solo consigue hacerme sentir como si durmiera sobre sábanas
de seda en una noche de lluvia. Tengo que dejar de tomar y sustituir el vino por un poco de
café, pero papá se ha lucido trayendo uno de los mejores vinos que han creado. Y hoy me
siento bastante más volátil que días interiores. Creo que tomar no puede ser tan malo en un
día como hoy, así que aparto la culpa insensata de mi lado.

Parpadeo lentamente y veo como Amanda pasa por un reguerete de brazos hasta llegar a mí.
Reconozco a algunas personas por aquella ocasión cuando fui a buscarla después de haberla
abandonado. No les veo muy animados al mirarme, así que supongo que ellos tampoco han
de haber olvidado aquel detalle molesto. No puedo culparlos. Si le hicieran la misma mierda a
mi hermana posiblemente andaría con una escopeta las veinticuatro horas del día.

Se desploma junto a mí, se acurruca como le da la gana y recuesta la cabeza sobre mi


hombro. Yo no protesto. No me molesta. Me tomo el resto del vino y coloco el vaso sobre la
mesa continua. Deslizo mi brazo hacia ella y la atraigo hacia mí. La pequeña porción de carne
que hay pegada a mí dispara una calidez que va directamente hacia mi pecho. La observo de
reojo y a veo con los ojos cerrados.

— ¿Te sientes bien? —musito.

—Yo sí. Tú tienes algo.

—Mm…no. Yo estoy bien.

—Llevas treinta minutos aquí sentado, te has tomado tres vasos de vino. Algo tienes.

— ¿Me vas a prohibir que tome?

—No, por Dios. Yo solo digo que estás raro. Hace unas horas estabas casi dando saltos de
aquí a la luna.

Sonrío.

—Aún puedo dar saltos hasta la luna, Am.

—Saltos pero con una pierna de ye… —ronronea—. Me dijiste Am.

Agito la cabeza, divertido.

—Oye —susurro—. Quiero proponerte una escapada.

— ¿Tomaste? —bromeo.

—No, nene. Tranquilo. Anda, ¿nos escapamos?

—A ver, ¿a dónde?
—A la cocina.

Suspiro.

—Creo que debes entender primero lo que es una escapada. Es irse de un lugar a otro, que
no esté en la propiedad.

— ¿Vienes conmigo o no?

Pongo los ojos en blanco y tiro de ella mientras me levanto. Suelta una carcajada de niña
traviesa y se me adelanta por un par de pasos. Abre la puerta de la cocina dándole un azote
con la mano abierta y reprimo el deseo de susurrarle que está loca.

—Bien, ya estamos aquí —musito burlón—. ¿Cuál es tu siguiente gran paso?

Aletea las pestañas con rapidez mientras me sonríe. No puedo evitar corresponderle. Tiene
una sonrisa impecable.

—Llevo meses debiéndote un postre y nunca te lo he preparado, así que le pedí a Ana que me
prestara su cocina para que lo hiciéramos juntos. ¿Te parece?

—Define “hacerlo juntos”.

Pone los ojos en blanco y acaba por darme un golpe en el brazo.

— ¿Sabes que estaba bromeando, no? —musito burlón.

—Ya sé, pero tus palabras gritan un doble sentido que me ponen los pelos de punta.

—Tú también me pones, y no de los pelos.

— ¡Ted! —chilla—. Hablo en serio.

—Bien —me encojo de hombros—. ¿Por dónde empezamos?

—Decidiendo el postre, ¿tal vez?

—La experta en cocina eres tú.

—El que quiere el postre eres tú.

—Pero tú lo cocinarás.

—Y tú lo prepararás.

—Touché —sonrío—. Para mí estará bien cualquier cosa que prepares. Me gusta cocinar
contigo.

—A mí también, pero quiero que sea algo que tú quieras.


—Amanda, no soy mucho de postres. Los únicos que me gustan son de chocolate. Lo que me
prepares estará bien.

Pone los ojos en blanco mientras suspira.

—Hay uno —dice—. Se llama el coulant de chocolate. Es un bizcocho caliente con el interior
relleno de chocolate líquido. También le dicen volcán de chocolate porque al partirlo el
chocolate se derrama en el plato —sonríe—. ¿Lo quieres?

Agarro sus manos y le doy suaves caricias.

—Todo lo que hagas con ellas es perfecto.

—No quiero que sea perfecto. Quiero que te guste.

Me llevo sus manos a la boca y le dejo suaves besos mientras sonrío.

—Está bien, haz el coulant. ¿En qué te ayudo?

Sonríe como una niña.

— ¿Se te dan bien los huevos? —pregunta.

—No tanto como a ti.

Deja caer la cabeza hacia atrás mientras suspira.

—Tomaste mucho, ¿verdad?

—Algo —me carcajeo—. Nada serio.

—Sólo bate los huevos, que son seis, con ciento treinta gramos de azúcar. Bátelos bien, que
queden mezclados completamente. Y basta de comentarios sucios.

Le respondo con una sonrisa antes de soltarle las manos. Cuando agarro los huevos veo que
tiene en la encimera un envase hondo, una batidora plateada y el azúcar. No espero a que me
de órdenes, que se le da muy bien también cuando estamos en la cocina. Rompo los huevos,
echo la azúcar y mezclo. Veo de reojo que coloca el chocolate y la mantequilla en un envase
que coloca en el microondas. ¿Cómo consigue sacar todo tan rápido? No es su cocina, por
Dios. Incluso yo a veces confundo los lugares. Permanece frente el microondas mientras
termino de batir los huevos. Tiene los ojos fijos en la nada, pensativa. Dejo el envase sobre la
encimera y me acerco a ella. Tiro cariñosamente de su pelo hasta que consigo llamar su
atención. La cubro con los brazos desde la espalda, y ella cede ante el cariño.

— ¿En qué estás pensando? —musito cerca de su oído.

La siento temblar y me maravillo de ese efecto involuntario.


—En papá, en mis dos madres, mis hermanos —suspira—. Me hace muy feliz que se lleven
bien, tanto así que Stella y Tanya han estado viviendo juntas durante todo este tiempo.
Supongo que Tanya va a marcharse en cuando Bruno regrese a la casa. Me preocupa el
donde va a quedarse —vuelvo a sentir como tiembla—. ¿Y si se marcha?

Recuesto mi barbilla en su hombro.

—La he observado un poco. No lo sé. Realmente se ve que te quiere a ti y a William. La veo


muy interesada a encontrar a tu hermana también.

—También estaba pensando en ella. Me preocupa el cómo ha de estar viviendo.

—Bueno, cielo. No es bueno angustiarse tanto. Tal vez Tanya se mude con tu tío o con
William y tu hermana va a aparecer. Christian Grey está al pendiente de la búsqueda —
sonrío—. Te considera algo así como una hija.

—Christian es un gran hombre, como su hijo.

Sonrío contra su cuello.

—Lo que hace grande a un hombre es una gran mujer. Papá y yo corrimos con la suerte de
recibir en la oficina a la mujer correcta.

La escucho carcajear, pero era un sonido casi como un silbido. Gira un poco la cabeza hacia
mí, de modo que veo la sorpresa reflejada en su rostro. No tardo en descubrir que el sonido no
lo había provocado su risa.

— ¿Qué fue eso? —pregunta.

Se calla ante el bullicio del siseo. Me aparto de ella, la agarro de la mano y camino despacio
por la cocina. Centro mi atención en la puerta que da al jardín, que se abre y se cierra sola con
el azote de un viento inexistente. El siseo vuelve, así mismo la ansiedad y el miedo. Aprieto su
mano y camino hacia la puerta que da a la sala. Lanzo una mirada a la otra puerta y lo que
veo entrar por ella me provoca un sentimiento agrio de miedo y asco.

Una serpiente.

Amanda suelta un grito espantoso del más puro miedo, mientras la serpiente se arrastra con
determinación y calma hacia nosotros. Ella vuelve a gritar y se me eriza el vello de todo el
cuerpo. Tiro de ella tan torpe y nervioso que acabamos en el suelo de la sala. Vuelvo a tirar de
ella y nos deslizamos a prisa por el suelo. Amanda está temblando. La boca se me seca y
siento que me pesa bastante más todo el cuerpo. Me pongo en pie y tiro de sus brazos, pero
no hace más que gritar y llorar sin control.

—Sh, ya —tiro suave de su cabello y le seco las lágrimas con los pulgares—. No te hará daño,
sh. No llores.

Escucho el escándalo de pasos que se acercan a nosotros. Abrazo a Amanda para controlarle
el temblequeo. Papá es el primero en lanzarse hacia la cocina, así que no me da tiempo de
advertirle. Amanda vuelve a gritar cuando la serpiente interrumpe en el interior de la sala. Los
gritos más allá resonaron también.

—Mierda —oigo mascullar a papá—. Ana, sal de aquí. Ted, tú también. Saca a tu hermana.

La estampida de gente corriendo hacia afuera se inició tan violentamente que repentinamente
pareció una calle sin salida. Agarro a Phoebe con cuidado y me la llevo hasta afuera,
sentándola suavemente sobre uno de los escalones. Hace una mueca, pero intenta sonreírme.

—No me hagas esa cara —gruño—. Si te duele algo, dímelo.

—No me duele nada, estoy bien ¿Qué pasó?

Me nace un nudo en la garganta que no me deja responderle.

—Todo está bien, no te angusties. Quédate aquí y no hagas movimientos bruscos.

Me aparto de ella con casos tranquilos. El bullicio de los gritos de Amanda acaba con mis
nervios. Ya está, es todo. Debe ser Jack. La sombra, la serpiente. No hay otra explicación.
Controlo el deseo por gritar un par de cosas imprudentes. Siento el golpe brutal de su cuerpo
cuando choca contra el mío. La cubro con mis brazos del frío, de miedo, de todo lo que puedo
cubrirla. Un huracán amenaza con hacer erupción dentro de mí cuando la siento temblar.

—Nena, tranquila —susurro dándole un beso en el pelo—. Sh, ya no llores.

—No estoy llorando —gimotea.

—Eres un asco, mentirosa —deslizo mis labios sobre los suyos para intentar calmarla. Parece
funcionar, porque deja de temblar—. No tienes por qué asustarte. ¿Crees que le permitiría a
esa cosa hacerte daño?

—Esa cosa la envió Jack —se acerca más y la recibo—. Tiene qué. Es el único estúpido que
haría algo así y ya me está haciendo explotar las pelotas.

—Nena, tú no tienes.

—Voy a explotar las tuyas si vuelves a corregirme.

—Te juro que no te entiendo. Hace diez segundos estabas lloriqueando y temblando y ahora
refunfuñas amenazas al azar.

—No te estoy amenazando —cierra los ojos y respira hondo—. Estoy un poco enojada ¿Por
qué Jack tiene que arruinarlo todo siempre?

—Eh, no. Nada de eso. Jack no ha arruinado nada. Nos dio un buen susto, es todo —
mordisqueo cuidadosamente su labio y su lápiz labial acaba esparcido por toda mi boca—. No
te ha tocado a ti, ni a mis hijas, ni a mi familia. Me tienes a mí, te tengo a ti. Jack no ha
arruinado eso.
—Pero…

—Ya cierra la boca, Sandford. Jack quiere que sientas esa inseguridad, que nos pongamos a
temblar. A esta misma fecha hace unos meses hubiese caído en sus provocaciones. Pero yo
no voy a ser un Jack para mis hijas. No las volveré a dejar, ni a ti. A ninguna.

Noto que se tranquiliza y el cuerpo entero aleja de golpe una angustia que la oprimía. Quisiera
decir lo mismo, pero esas palabras solo se escapaban para mantenerla tranquila. Que un rayo
me parta. No iba a dejar que Jack Hyde siguiera poniéndole los nervios de punta.

—Papá no acaba de salir —susurro inconsciente.

Mierda.

—Seguro la serpiente escapó de él —bromeó—. Yo lo haría.

—Voy a considerar seriamente darle honor al apellido Grey y darte unos azotes.

— ¿Por qué?

—Porque puedo —bromeo—. Sé buena y quédate aquí.

Intento caminar hacia la casa, pero me agarra con fuerza del brazo. Hago una mueca de dolor.

—Au —me quejo—. ¿Eres hombre o mujer?

—Dímelo tú. Conoces mejor a mi vagina —sus ojos azules no son agradables—. No puedes
entrar.

—Mi papá está adentro.

—Y una serpiente de dos metros y medio —enarco una ceja—. Bruno era dueño de un
zoológico. ¿Crees que no sabría cosa así?

—Entonces quiero saber por qué todo ese griterío, lloriqueo, temblequeo…

—No me gustan, punto. Dios, Ted. No entres. No quiero.

No hubo necesitad de hacer nada. Papá salió de la propiedad con el rostro oscuro. Decir que
estaba molesto era quedarse realmente corto.

—Taylor ya se encargó de la serpiente —explica—. Estaba en el jardín cuando escuchó los


gritos.

Estira hacia mí un trozo de papel, el cual sostengo.

—Estaba pegado en la pared junto a la caja que presumo contenía a la serpiente.

Leo la pequeña nota.


«Tenemos una cuenta pendiente que pienso cobrarme. Esto fue tu adelanto. –B»

B. No sé quien sea. ¿Jack? ¿Con qué fin? En caso de que no sea, no recuerdo tener
problemas con nadie cuyo nombre empiece con B. No quiero angustiar más a Amanda, así
que me guardo la nota en el bolsillo y le hago una seña a papá para que dejemos la charla
para más tarde.

—Fue un paquete —mentí—. Creo que al dueño original no le llegará su mascota.

Mientras digo eso, ruego en silencio porque Amanda no sospeche. Pero en el fondo sé que va
a buscar el momento apropiado para interrogarme y no sé cuando tiempo va a durarme la
mentira.

Capítulo ciento trece.

Rodeo cada rincón de la cocina con los ojos bien abiertos. Comienzo por los compartimientos
de arriba hasta culminar con la molesta puerta abierta que da al jardín. Doy un salto hacia ella
y me aseguro de cerrarla bien. No quiero más sorpresas por el resto de la noche.

— ¿Ya terminaste, inspector Gadget? —musita burlona.

—Ha-ha —me acerco despacio a ella—. Todo listo, mi señora.

—Que bueno, porque me daría mucho asco ver otra serpiente, o unas malditas arañas.

—Para tener un padre que alguna vez tuvo un zoológico no parecen agradarte los animales.

—Los únicos animales que no me agradan son las serpientes, las arañas y los gusanos. Los
perritos, los conejos y los sapos son lindos.

Hago una mueca de asco.

— ¿Sapos? ¿Esos animales cubiertos de baba? —agito la cabeza—. Le pediré a papá el


número de su psicólogo.

—Creo que alguien tiene su ánima muy elevada por aquí.

Enarco la ceja mientras le sonrío.

—No quieres que haga comentarios —dibujo unas comillas en el aire— “sucios”, pero dices
cosas como esas que me provocan.

—No te estoy provocando.

Me acerco un par de pasos más, frotándome las manos. Ella automáticamente retroceder.

— ¿No lo haces?
Agita la cabeza, retrocediendo un poco más, y yo me acerco un poco más.

— ¿Segura?

Su espalda golpea contra la puerta; ya no puede seguir retrocediendo. Hace el intento de


escabullirse por uno de mis costados, pero se lo prohíbo rotundamente. El cuerpo choca
contra la pared con la misma rapidez con la que atrapo sus manos y las coloco por encima de
su cabeza. Siento el golpeteo de su pecho contra el mío cuando mi boca juega un poco con la
carne expuesta de su pecho. Deslizo la mano libre por su piel, desde la cintura hasta alcanzar
lentamente el dobladillo de su vestido. Suelta un respingo y consigue forcejear un poco, pero
basta con apretar un poco las muñecas y golpearme contra ella para calmarla.

— ¿Qué —jadea— haces? No estamos…no.

Deslizo la mano por sus muslos hasta encontrar la carne húmeda y expuesta.

—Mm. No traes nada —ronroneo—. Me gusta.

Introduzco dos dedos en su interior y su respuesta es gloriosa, desde sus movimientos


bruscos hasta los sonidos que emite con ambición. Su cuerpo se agita a medida que el placer
aumenta, a medida que alimento su deseo, a medida que tomo más de ella. Mi boca sigue
trabajando en la piel de su cuello con besos lentos y mordiscos suaves. Gime, y esa es mi
pequeña recompensa secreta.

—Me gustas ruidosa —gruño—. Hay tantas cosas que me gustan de ti.

Deslizo el pulgar de la mano con la cual tengo sujeta sus muñecas sobre ellas mientras dejo
desprotegido y descuidado su sexo. Se sacude, pero esta vez no es para apartarse. Su
cuerpo está buscando el mío/ Le suelto las manos, tiro de ella hasta el horno y le sonrío.

—Comienzas a asustarme —jadea—. De verdad.

Me quito la corbata despacio, sin apartas mis ojos de los suyos que brillan como corrientes
eléctricas que golpean en agua. Tiene las mejillas y los labios enrojecidos. Sus ojos chispean
con más pasión mientras observo el juego que sostengo con la corbata. Sabe lo que pienso.

—Sé lo que estás planeando y olvídalo —sostengo su muñeca y jadea—. ¡No, no! No estamos
en casa, Ted, para…

¿Sabes qué es lo que quiero? —consigo atarle exitosamente las manos al mango de la puerta
del horno—. Lo que quiero es que entiendas que el lugar me da igual. Eso ya deberías
saberlo.

Tira de las ataduras sin éxito alguno.

— ¿Te volviste loco? —vuelve a tirar del nudo—. Suéltame.

Me cruzo de brazos.
—No —digo.

—Esto no es un sitio para jugar, Theodore —gruñe—. Alguien puede entrar.

—Tienen todo lo que necesitan allá. Y saben que estamos aquí, que íbamos a cocinar. Si
tienen sentido común no se les ocurrirá venir.

—Ted, ¿dónde demonios dejaste tu sentido común?

—Le hace compañía a mis preocupaciones —me acerco un poco a ella—. No está aquí.
Ninguna de las dos.

— ¿No es más sencillo solo hablar y ya?

— ¿Quién ha dicho que quiero hablar?

—Obviamente estás bajo un alto nivel de estrés y…

Su boca calla cuando nuestros cuerpos chocas. Sus ojos inspeccionan los míos, azul contra
azul, y no hace falta hablar. Envuelvo su boca con la mía ágilmente, sin darle tiempo a pensar,
de modo que su respuesta es instintiva. Gime, y yo le respondo. Envuelvo mis manos en su
cintura, deslizándolas desde la curva hasta el culo, golpeándola contra mí. Se estremece y es
la señal de que debo apartarme.

—Hagamos un trato —consigo decir.

Sus ojos se tornan oscuros, excitados.

—Supongo que estás plenamente consciente que en el exacto momento que me sueltes voy
a…

—Sobre eso quiero hablarte —me cruzo de brazos mientras le sonrío—. Según parece, lo que
quieres es que suelte ese nudo.

—Te lo agradecería.

—Entonces tienes que decirme como preparar el coulant de chocolate —inclino la cabeza
hacia un costado—. Cuando esté listo, te soltaré.

Frunce el ceño.

—Espera, espera ¿Me ataste al horno de tu madre solo para ser tú quien prepare el coulant?
¿Seguro que la serpiente no te mordió?

—Será un juego, de nosotros. Yo cocino, tú disfrutas —me vuelvo a acercar a ella. Su boca y
la mía están rozándose—. Sigo esperando que se vaya esa Amanda recatada en la cama.
Quiero ver a esa mujer que pierde el control cuando estamos a solas.
Cierra los ojos y echa la cabeza hacia atrás levemente.

—La primera y única vez que te vi salirte de control fue en la cocina. Tal parece que las
cocinas tienen algo que acaba por aflojar a la mujer que estoy esperando.

La escucho jadear.

—Ya déjalo —susurra.

Rasco su barbilla con los dientes antes de apartarme. Vuelvo a cruzarme de brazos.

— ¿Quieres jugar?

Ella abre los ojos, pero no emite palabra alguna. El pecho se mueve según lo agitado de su
respiración.

—Tienes que poner a derretir el chocolate. Ya está dentro del microondas.

Sonrío por la victoria y me pongo a trabajar de inmediato.

—No lo sobrecalientes —gruñe.

—La verdad es que lo único que planeo sobrecalentar es a ti, pero eso será más lento —
sonrío, consciente de que no puede verme—. ¿Cuánto tiempo?

—Con dos minutos está bien. Ya lo había puesto a derretirlo antes de la magnífica aparición
de la serpiente.

—Debe haber sido una boa o…

—Realmente espero que dejes de hablar de la serpiente, porque yo no tengo ánimos.

—Tengo la sensación de que estás un poco irritada.

—No sé cómo puedes pensar eso. Que tu novio de repente se vuelva un depredador sexual y
te ate al horno de una cocina que no es suya no es cosa de preocuparse.

Suelto una carcajada. El timbre del microondas me advierte que los dos minutos ya han
terminado. Saco el envase y lo coloco sobre la encimera. Introduzco el dedo en el envase y lo
cubro con chocolate. Me acerco a ella. Sus ojos son precavidos, pero su boca hace el espacio
necesario. Sus labios se cierran en torno al dedo, lamiendo y chupando, sin perder el ritmo.

— ¿Muy caliente? —gruño.

Sus ojos son la respuesta. Nada le parece lo suficiente caliente ahora.

— ¿Quieres un poco más?

Asiente. Extiendo la mano hacia el envase, deslizo el dedo y vierto un camino desde la boca
hasta el cuello. Deslizo los labios por los suyos, lamiendo y mordisqueando lentamente hasta
conseguir llegar al final del camino. Se le agita la respiración y su cuerpo comienza a
sacudirse.

—Sabe muy bien —musito con voz grave—. Imagínate cubierta de esto.

Gimotea. Esparzo un poco más de chocolate por su pecho. Aparto la molesta tela que cubre
sus pechos, que quedan expuestos a mí de inmediato. Deslizo el dedo sobre sus pezones,
cubriéndolos del chocolate. Muevo la lengua sobre ellos en círculos, una y otra vez, hasta
observar cómo se tornan más enrojecidos. Me aparto de ella y le sonrío, mirándola fijamente.

— ¿Qué sigue?

Su respiración se descompone. Las ideas parecen haberse esfumado de su mente, porque


tarda varios segundos en responder.

—No sé. Tienes que mezclar algo.

—Y tú tienes que ser un poco más específica.

Gimotea.

—Tienes que batir con una batidora eléctrica el chocolate derretido y los huevos batidos —se
pasa la lengua por los labios—. Después le agregas la nata líquida, la leche y la harina y
mezclas. Bien.

Le sonrío e inmediatamente comienzo a hacer lo que me ha dicho. Resulta fácil, ya que todo
estaba a la mano. Cuando acabo de batirlo todo, me acerco a ella con el envase. Veo en sus
ojos que sabe lo que prosigue.

—Abre la boca —digo, y ella obedece enseguida.

Meto el dedo en su boca, chupándolo y lamiéndolo. Sonrío, y siento como el cuerpo entero se
agita ante la sensación. Pronto, nena. Abre su boca y saco el dedo.

— ¿Qué tal está? —musito.

—Sucio —gime—. Me gusta lo sucio.

—Tal parece que mi niña sucia ya ha llegado.

Sonríe, pero no es su usual sonrisa. Hay una mezcla de picardía y erotismo en ella que acaba
por encenderme por completo.

—Tienes una boca muy buena —vuelve a pasarse la lengua por los labios—. Y también unas
manos muy ágiles.

—Mientras más hables, más tardaremos.


Tira de la corbata y el horno se sacude un poco. Le sonrío.

— ¿Impaciente? —chasqueo la lengua—. ¿Qué sigue?

— Tienes que verter la mezcla en moldes individuales. Unta en el fondo del envase
mantequilla y espolvoréalos con harina para espolvorear.

— ¿Nada más?

—Cuando acabes, ya es cuestión de ponerlos en el refrigerador por dos horas.

— ¿Por dos horas?

Asiente.

—Es bastante tiempo, ¿no crees? ¿No te cansarás tras estar dos horas atada?

Su pecho comienza a agitarse.

—Estás muy mal si piensas dejarme dos horas así. Y si lo estás pensando es mejor que lo
olvides.

Le doy la espalda para vertir la mezcla en los moldes, lo que me permite sonreír sin ser visto.

—El trato era sencillo: yo te soltaba cuando el postre estuviese listo.

—No especificaste a qué te referías.

—Um.

—Ted, ni se te ocurra dejarme atada por dos horas.

No emito ningún sonido el tiempo que me toma verter la mezcla. Terminado esa parte, abro el
refrigerador y los coloco con cuidado.

—Ted —gruñe.

— ¿Um?

—Ya no te hagas el idiota —escucho que tira del nudo—. Suéltame.

Cierro de golpe la puerta del refrigerador y me acerco a ella. Envuelvo mis manos alrededor
de su cintura, la atraigo a mí y choco mi boca contra la suya, tan urgente y desesperado que
incluso yo acabé por sorprenderme. Su boca gruñe y mordisquea como un animal en celo y
acepto encantado esta reacción.

— ¿Recuerdas cuando nos conocimos? —voy dejando un camino de besos desde su boca
hasta su cuello mientras intento desatar el nudo de la corbata—. Realmente pensé que eras
bonita.
—Deduzco por tu comentario que ya no piensas igual.

Impulsa su cuerpo hacia el mío.

—Lo mejor de haberte conocido es que antes eras bonita.

Consigo al fin soltar el nudo. Enrosca con rapidez los brazos alrededor de mi cuello y me
besa, mordisqueando todo lo que puede conseguir. Mis manos se mueven por todo su cuerpo,
sintiendo su calor y su excitación.

—Ahora eres preciosa —jadeo contra su boca—. Preciosa y mía.

—Tuya —gruñe, deslizando las manos por mi pecho—. Te amo.

—Yo a ti —la sostengo de la cintura y la levando, colocándola sobre el lujoso granito—. Jamás
voy a arrepentirme de permitir que entraras en mi vida.

La oigo sollozar, así que tomo su cabeza entre mis manos para ahogarla en el beso más
intenso que puedo darle. Los sollozos terminan y sus manos inician un juego muy sexy por mi
espalda, clavando las uñas y gimoteando con cada nuevo roce. Siento su cuerpo caliente que
se agita y se agita dispuesto a estallar en mis brazos. Abro un poco sus piernas y me
acomodo, sin descuidar la carne húmeda y suave de sus labios.

Podría pasarme la vida entera así.

—Amanda, me…

Me despego de golpe, girándome. William nos observa desde la puerta. Amanda se acomoda
los pechos dentro del vestido y la escucho jadear, buscando aire.

—Um —es todo lo que William dice.

— ¿Qué? —gruñimos Amanda y yo al mismo tiempo.

—Ya decía yo que de la puerta hacia afuera salía mucho calor —bromea—. Pensé que era
por el horno. Ya veo que pensaba en el horno equivocado.

—William —chilla Amanda.

Él levanta ambas manos.

—Sólo me mandaron a avisar que ya sirvieron la comida —sonríe con sarna—. Ya tendrán
tiempo de follar a gusto más tarde.

—William —vuelve a chillar.

Hace alguna especie de saludo militar y se marcha. Echo la cabeza hacia atrás y me
encuentro con sus bonitos ojos mirándome con cariño.
—Hermanos —musita—. A veces son como la plaga.

Le sonrío.

—Tengo una hermana, que igual es una jodienda.

Se carcajea.

—Ahora tengo dos mas y uno en camino —cierro los ojos—. Mas dos hijas. Um, y la hija de
John. La casa estará llena de niños hasta reventar.

—No quieras evadir el tema. Estábamos en algo.

Su tono desborda ansiedad y deseo, por lo que no puedo evitar reír.

—Tendré que dejar tu regalo para un poco más tarde.

—Como quieras —gruñe—. ¿Qué más da dejar a una mujer embarazada con ganas?

—Conste que no es culpa mía. Yo sí cumplo.

—Bueno, creo que no me siento muy satisfecha. Y la verdad no quisiera crear una película
pornográfica frente a tus padres.

—Tomaré en cuenta que los juegos es mejor dejarlos para cuando estemos en casa. Te
alteras demasiado.

Consigue lanzarme una patada, así que apto por separarme.

—Tal vez te calmes cuando comas —la agarro de la cintura y la ayudo a bajar—. Eso espero.

—O tal vez dos jarras de agua me sirven más. Quizá me baje algo el calor.

Me da un suave empujón y comienza a caminar hacia la puerta. Consigo darle alcance y le


doy un suave golpe en el culo.

—No me toques —gruñe—. Controla esas manos.

—Hace unos minutos te gustaba todo aquello que hacía con las manos.

—Hace unos minutos íbamos a tener sexo —musita—. Pero nada. Tengo esto de las
hormonas enloquecidas y en lo único que puedo pensar es en tener sexo contigo.

Sonrío abiertamente.

—Creo que eso puedo solucionarlo.

Me aparto de ella un segundo, abro uno de los compartimientos de la cocina y saco una nota
plegable y una pluma. Garabateo a prisa.

«Salimos a comprar algo. No nos tardamos»

Pego la nota en el refrigerador. Camino hacia ella, la tomo de la mano y tiro de ella hasta la
puerta que da al jardín.

— ¿Puedo saber qué haces? —suelta una carcajada—. ¿Y qué se supone que vamos a
comprar?

Consigo abrir la puerta. Vuelvo a tirar de ella y salimos a toda prisa, cruzando por el jardín.
Observo a Taylor, que tiene la porte de todo un militar.

—Saldremos un segundo —le digo—. Antojos de embarazada.

Me lanza una mirada que no puede significar otra cosa más que no cree ni una sola de mis
palabras, pero no nos dice nada. Cabecea un poco y uno de los vigilantes nos sigue. Tanteo
los bolsillos y agradezco aun llevar las llaves y el móvil en ellos.

—Ted, ¿A dónde vamos? Mi único antojo es un buen sexo contigo y eso lo he tenido incluso
sin estar embarazada.

—El Heathman está como a unos diez minutos de aquí —le explico en voz baja—. Aunque
subamos a una de las habitaciones, no sería exactamente intimidad. Detenernos bajo algún
puente y hacerlo en el coche sería excelente, salvo porque uno de los vigilantes vendrá con
nosotros.

— ¿Estás hablando de una escapada a un hotel?

—Honestamente, esto sí es una escapada. No como tu idea de escaparnos a la cocina.

No tiene tiempo de protestar, porque el auto estaba frente a nosotros.

— ¿Crees que estemos haciendo bien?

—Si quieres no vamos —le digo, abriendo la puerta del conductor—. Pero tendrás que
aguardar pacientemente a que acabe la cena, platiquen un rato y papá diga el sexo del bebé.
Y aceptar todas las felicitaciones cuando sepan que esperamos gemelas.

—Olvídalo —abre la puerta del pasajero—. El hotel me parece bien.

Le sonrío burlón mientras me introduzco al coche. El motor hace un gruñido cómplice cuando
se enciende. Tomo la mano de Amanda y recibo una de sus encantadoras sonrisas. El coche
se mueve y veo por el retrovisor como la casa poco a poco va quedándose atrás.

—Tu padre va a ponerse furioso —se carcajea—. Nos va a gruñir el resto de la noche.

—Él ya tuvo su pequeña escapada de hoy —la miro y le sonrío—. Esta es la nuestra.
Capítulo ciento catorce.

Pacientemente entrego mi tarjeta de crédito a la recepcionista, muy a pesar de que en realidad


lo menos que podía ser en ese momento era ser paciente. Tengo a Amanda de la mano, que
me da unos suaves tirones. Ya casi, nena. Unos segundos más.

—La llave de su habitación —me entrega ambas tarjetas—. ¿Desea algún aperitivo o alguna
bebida para compensar la tardanza?

—No, descuide —guardo todo en los bolsillos—. No vamos a quedarnos mucho tiempo.

Las mejillas se le tornan rosadas, pero no emite ningún comentario. Debe estar acostumbrada
a situaciones como esta. Tiro de su mano y caminamos hacia el ascensor. Observo de reojo
que sonríe. A nuestro lado, esperando por el ascensor, hay un hombre de treinta y tantos
hablando por su móvil. Tiene un acento extranjero, británico quizá. Cuando las puertas se
abren al fin, acabamos por entrar los tres. Me mantuve viendo nuestro reflejo en las puertas
del ascensor. Encuentro sus ojos, ahora oscuros. El deseo sigue en ellos, intacto, pidiendo a
gritos ser zaceado.

La campana del ascensor suena, avisándole al desconocido que ha llegado a su piso. Pero se
demoro y me veo mentalmente obligándolo a salir del ascensor. Las puertas se cierran y el
ascensor vuelve en marcha. Tal vez ese no era su piso, tal vez se le olvidó o tal vez quiere
acabar por jodernos la escapada. Veo el reflejo de mi chica, que no luce nada contenta. Puedo
ver en sus ojos todo lo que hubiese conseguido si estuviésemos a solas.

Vuelve a sonar la campana, pero esta vez es nuestro piso. Tiro de ella y salimos corriendo. Se
carcajea como una niña mientras mete las manos en mis bolsillos. Está buscando la llave de
la habitación. Da saltitos hasta la puerta, que queda abierta para nosotros. La tomo de la
cintura y la golpeo contra la pared. La beso con hambre, con tanto deseo que me quemaba.
Le acaricio las piernas, le beso los labios, las mejillas, los ojos y volvía a los labios. Le beso el
cuello, le acaricio la cintura. Se aparta de mí gimiendo, tirando de mi ropa, invitándome a la
calidez de la habitación. No quiero apartarla de mí, así que consigo cerrar la puerta con una
patada.

—Al fin solos —murmura contra mi boca.

Sonrío, permitiendo que mis manos jueguen un poco hasta alcanzar la cremallera del vestido.
No aparta la boca de la mía, ni siquiera ahora que me sonríe.

—Debería sacarte a menudo de casa, ¿verdad? —balbuceo.

Suelta una carcajada a medida que el vestido se le va deslizando directamente al suelo. En


segundos queda totalmente desnuda ante mí. No llevaba nada salvo el vestido.

—Vas a una cena sin sujetador y sin bragas —la sostengo de la cintura y la levanto y ella
enrosca las piernas en mi cintura—. ¿Qué no tienes vergüenza?

—Um —mordisquea mi labio—. ¿La tienes tú?


—Ni siquiera sé lo que es —la coloco con cuidado sobre la cama—. Al menos no en estos
momentos.

Me aparto para quitarme la camisa. Desde arriba puedo admirar las vistas, el bello paisaje de
su cuerpo desnudo; un exquisito banquete. Los redondeados montes de sus pechos,
coronados por unos preciosos pezones enrojecidos, provocaron el inicio de una danza de
places que se extendió por todo mi cuerpo hasta llegar a mi entrepierna. El deseo seguía
brillando en sus ojos azules, que se ensanchaban y dilataban cada vez que conseguía
quitarme un botón de la camisa. Separa un poco las piernas y cierra los ojos. Desliza las
manos por los pechos, el vientre y va descendiendo hasta alcanzar su sexo, acariciándose en
círculos. Echa la cabeza hacia atrás y el placer que se dibuja en su rostro es demasiado para
mí.

Termino de desvestirme, sin ser lo suficientemente capaz de apartar mis ojos de ella. Me
hinco en el suelo, deslizando las manos por sus piernas con suavidad. Mi boca hace el exitoso
viaje hasta su sexo, donde mi lengua inicia una danza sincronizada de arriba hacia abajo, una
y otra vez. Escupe gemidos sin detenerse, presa de ella misma y de sus sentidos.

—Oh —gruñe—. Esa legua, um.

Me aparto de ella para poder respirar, pero termino desplomándome en el suelo. Le doy
suaves golpes en las piernas, se levanta recostándose de los codos y me mira.

—Ven —musito, extendiéndole la mano.

Temblorosa, consigue ponerse en pie e hincar las rodillas en el suelo. Cuando nuestros ojos
vuelven a encontrarse, sé que me sonríe. Mueve la mano hacia mi entrepierna, envolviendo y
apretando mi miembro con ella.

— ¿Recuerdas hace unos meses? —musita—. En el ascensor de Grey Enterprises.

Cierro los ojos y el recuerdo me toma por sorpresa.

«—Hazlo ya, maldita sea —gruñí.

Amanda soltó una risita e introdujo la mano por mis pantalones. Apretó con su pequeña mano
mi miembro. Sentía como latía, desesperado por estar dentro de ella.

—Mierda —gemí—. Oh, nena.»

—Um —sonrío—. Lo recuerdo, sí.

—Ese día me quedé con ganas de probar algo nuevo —se encorva, de modo que siento su
respiración rodear mi glande—. Y de verdad quisiera devolverte el favor.

Sostiene con la mano mi miembro con fuerza, apretándolo, mientras con la otra comienza a
acariciar mi glande en movimientos circulares muy suaves. Trago saliva y le doy la bienvenida
al placer, que me sacude con la misma fuerza que un huracán de categoría cuatro. Me palpita
todo el cuerpo y por un instante olvido algo tan sencillo como mi nombre y el por qué llegamos
a esta habitación. Contengo el aliento cuando siento que su boca acuna todo mi miembro,
chupando suavemente, lamiendo y succionando. Usa las manos para estimular mis testículos.

El placer se extiende demasiado rápido y no soy capaz de quedarme quieto. Agarro su cabeza
y comienzo a mover las caderas. Me cuesta respirar, se me seca la boca. El ritmo de los
movimientos se vuelve más brusco, más urgente, así que sé que ya es tiempo de parar.
Muevo las manos hasta sus caderas y la aparto, tirando de ella, de modo que su cuerpo
queda sobre el mío.

Los dos acabamos por soltar un gruñido cuando nos unimos. Dejo caer la cabeza hacia atrás
un poco y le permito que haga conmigo lo que le plazca. Acomoda las manos sobre mis
hombros y me mira; el placer y el deseo se intensifican en sus encantadores ojos azules.
Pierdo el rostro en su aromática maranta de pelos rojos y decido ocupar mi boca en sus
pechos, que lucen desprotegidos y abandonados.

—Um —gruñe—. Qué maravilla de boca.

Amanda comienza a moverse, totalmente fuera de su control, y su boca no deja de soltar


gemidos e improperios que terminan por excitarme más. La sostengo de las caderas, sin
detener el ritmo, y me levanto un poco. Tomo su rostro entre mis manos y la beso,
mordisqueándole todo lo que puedo. Gime en mi boca y desliza los brazos a mi espalda,
donde me clava las uñas.

—Joder, Sandford —gruño.

Tal parece que no me ha escuchado, porque continúa haciéndolo. La envuelvo mas, de modo
que siento sus pechos golpearse contra el mío. Vuelvo a besarla y no dejo que aparte su boca
de la mía. Sus gemidos ahora son más constantes, instintivos, y sé que se está acercando al
orgasmo. Hago del ritmo uno más lento. Se queja de inmediato, pero no aumento el ritmo de
las embestidas.

—Ted —gimotea—. Por favor.

Me muevo con ella y la recuesto con cuidado en el suelo, así que tengo mejor capacidad de
movimiento. Aumento un poco el ritmo de las envestidas, solo lo suficiente para sentir como
vuelve a perder el control. Me posiciono sobre ella, ocultando mi rostro en su cuello. Muerdo
su piel húmeda por la capa delgada de sudor.

—Ted, por favor —gruñe—. Ayúdame.

La sostengo de las caderas y la embisto con fuerza, constante una y otra vez.

— ¿Ayudarte? —gruño en son de burla—. ¿En qué?

Su cuerpo se arquea. Oh…

—Más —gimotea—. Por favor.

—La dama necesita alivio, ¿um?


Deslizo los labios hasta su oreja y observo de reojo su rostro, descompuesto totalmente por el
placer. Mantengo las embestidas a un ritmo acelerado.

—Me encantas así —gruño en su oído—. Sucia e inquieta.

Ella gime en respuesta.

—En público eres mi princesa, pero en privado siempre serás mi pequeña niña sucia. No lo
olvides.

Siento como su cuerpo estalla en el orgasmo más descontrolado e intenso que la he visto
tener. Se arquea a mí y su vagina aprieta y envuelve mi miembro, llevándome al orgasmo.
Aferro las manos al suelo y me desplomo con suavidad en el suelo, junto a ella. Se gira un
poco y desploma la mitad del cuerpo sobre mí. Nuestras respiraciones agitadas chocan y no
puedo más que sonreír.

— ¿Satisfecha?

Escucho que suelta una carcajada cansada y agitada.

—No puedo quejarme —desliza el brazo por mi abdomen y lo deja descansar—. Creo que
todavía estoy sintiéndote.

Suelto una carcajada.

—Creo que aun estoy escuchándote gritar —bromeo.

—Déjame en paz.

—Pero ha estado de muerte. Sexo exprés. Tenemos que repetirlo.

—El sexo contigo es buenísimo, no importa de qué tipo sea —se acurruca más contra mí—.
Soy una chica con mucha suerte. No se ganan hombres así todos los días.

—Ni novias ninfómanas, ¿um?

—Por favor, ¿tienes que mencionarlo? ¿De verdad?

—Qué pena que te moleste, porque que lo seas para mí es magnífico. Así sé que podríamos
hincarnos el diente en cualquier momento.

— ¿Sabes una cosa? —se acomoda de tal manera que termina sobre mí—. A veces pienso
que lo tuyo solo va de sexo.

—Y lo tuyo va de inseguridades.

Rodeo su cintura con ambos brazos y me levanto con ella, quedando sentados en el suelo,
uno frente al otro.
—Me gustaba ser soltero —le sonrío—. Podía hacer y deshacer a mi manera. No tenía que
llegar temprano ni dar explicaciones. Podía acostarme con la mujer que me diera la gana, a la
hora y el día que se me antojase —le doy un suave golpecito en la nariz con el dedo—. Pero
estaba solo.

Hace un puchero.

—Ahora tengo una casa y una esposa que me espera. Ya no me siento solo, ni vacío. Me
siento completo —sonrío—. Contigo.

Ella también sonríe, dejando descansar su frente contra la mía.

—Pero aun no estamos casados.

—Yo no necesito un papel para que seas mía.

Su sonrisa se ensancha.

—Por eso el embarazo —bromea—. Tenias que ser tan sutil.

—Um, espera ¿Qué?

—Los embarazos gritan «Le pertenezco a un hombre con las suficientes espermas para
dejarme embarazada por dos».

—No es lo que significa para mí —acaricio con cariño su vientre—. No es como «Oye, esta
mujer es mía. Apártate». Ni siquiera tengo las palabras exactas para describirte lo que
significa para mí que vayas a darme hijas.

—Hay que irnos.

—Eso no es lo que significa —hago una mueca.

Suelta una carcajada.

—Tenemos que volver a la casa de tus padres. Me sorprende que no haya llamado ya.

—Te confesaré algo —tiro cariñosamente de sus risos, de modo que se ve obligada a
mirarme—. Apagué mi móvil de camino hacia acá. Le diré que se agotó la batería.

—No va a creerte, ¿estás consciente?

—Lo lamento por él —suspiro—. Será mejor que nos vistamos ya. Hay que ir a comprar algo,
lo que sea.

— ¿Helado de pistacho?

— ¿Se te antoja?
—Um, sí. Bastante.

—Bueno, tienes que quitarte de encima. Sino no hay manera de levantarme.

—Ayúdame.

Le doy un golpe en el culo y ella chilla.

—Levántate, fuera.

—A veces te portas como un cabrón.

—Siempre lo he sido.

En cuanto consigue ponerse en pie, le sigo los pasos. Parpadea con rapidez, agita un poco las
manos y amenaza con caer. La sostengo y recupera el color poco a poco.

— ¿Estás bien? —pregunto nervioso.

—Um, sí —suelta una risa tonta—. Solo fue un mareo.

—Contéstame algo ¿Cuándo fue la última vez que comiste?

—En el desayuno, quizá.

—Carajo, tienes que comer —busco su ropa y la deposito en sus brazos—. Vístete. A esta
hora aun deben estar cenando.

— ¿Ya no iremos por el pistacho?

—Bien, iremos por el pistacho. Pero ponte ropa —hago una revisión visual instantánea—.
Estás condenadamente buena.

Me da un empujón mientras se va carcajeándose hacia el baño.

—No veo el de chocolate.

Reviso las bolsas una vez más.

—Está ahí. Deja de pensar en el helado.

Me saca la lengua antes de llevarse otra cucharada de helado de pistacho a la boca. Hago
malabares para llevarme la cuchara con el helado de crema a la boca, pero Amanda consigue
comérselo primero.

—Qué bueno que te guste —gruño.

Suelta una risilla, mete la cuchara en el envase y saca una pequeña porción de helado que
deposita en mi boca.

—Abre la puerta —le digo.

—Yo ya no soy tu secretaria, así que no me des órdenes.

—Fuiste una pésima secretaria —gruño—. Jamás seguiste mis órdenes. Te pedí un café y me
mandaste por él.

—Deja de gruñirme. La que estaba irritada era yo.

—Es que a la nena, después de que le den un buen sexo, es feliz.

—Cabrón —gruñe.

Abre la puerta y entra sin esperarme. Lanzo una patada a la puerta para cerrarla, ya que tengo
las manos atadas.

—Yo también te amo, cariño.

—Eres un sucio.

— ¿Y qué pasó con el «me gusta lo sucio»? —susurro.

—Ted —chilla.

—Ted.

Suelto un silbido cuando reconozco su voz. El dictador Grey tiene el semblante de un lobo listo
para cazar. Temo que yo soy su presa.

—Muchas gracias por avisarme y por preocuparme. Ha sido muy considerado de tu parte.

—Fue algo de último momento.

Se cruza de brazos.

— ¿Qué cosa?

—Um —levanto la bolsa—. ¿Helados?

—Estás de broma, ¿verdad?

—Amanda quería. Yo la complací —le cedí una bolsa—. Traje uno para ti.

Comienzo a caminar hacia el comedor, pero él me golpea en la cabeza.

—Au —me quejo.


—Dale los helados a Amanda. Tú y yo tenemos que hablar.

Se dirige hacia su estudio, dándome a entender que no tengo opción. Me acerco la bolsa a
Amanda y se la cedo.

—Guarda eso y ve a comer —la beso en los labios—. Charlaré con mi ogro.

Ella sonríe y asiente. Cuando me da la espalda, la sonrisa se desvanece. Sé de lo que quiere


hablar papá. La serpiente, la nota. Y en el fondo sé que quiero huir de esto. Ya no quiero más
líos. Pero mis opciones son limitadas, así que me encamino obedientemente al estudio.

Capítulo ciento quince.

Papá esta cómodamente sentado en la silla de su escritorio, yo frente a él, como el amo y rey
del territorio. Lo extraño es que sonreía. Y digo extraño por el tema a tratar. Dudo que eso
consiga hacerle sonreír. La bolsa de plástico está sobre el escritorio, la cual abre con calma y
saca el pequeño envase de colores junto a la pequeña cuchara azul. Cuando abre el envase,
la sonrisa se hace más amplia.

—Vainilla —murmura feliz.

Clava la cuchara en el interior de la cuchara y se lleva una titánica porción del helado a la
boca. A veces era como un niño. El mío acabó por llevárselo Amanda antes de entrar. Ese ya
lo he perdido.

—Creí que querías hablar de algo, no comértelo —musito en son de broma.

Asiente con la cabeza, pero no suelta el envase.

—Creí entender que hablaríamos más tarde sobre la nota y la serpiente —espera a que le
asiente; lo hago—. ¿Qué sabes de eso?

—Si lo que quieres es que te diga quién es el tal «B», le hablas al hombre equivocado.

— ¿Estás diciéndome que no sabes quién es?

El niño se ha ido, permitiéndole al ogro sobre protector hacer de nuevo su teátrica aparición.

—Lo siento, no —me encojo de hombros—. La única persona que conozco con «B» es Bobby.

Sus ojos grises permanecen conectados a los míos por un rato, hasta que vuelve a meterse
una cuchara del helado a la boca.

—Bien —dice—. ¿Y qué piensas?

—Bobby no puede ser. Empezando porque ese no es su verdadero nombre.

—Espera, ¿qué?
—Es una larga historia y no sé si esté permitido a contarle. Descarta a Bobby, olvídalo.

—Bien. ¿Alguien más a quien recuerdes?

Intento hacer memoria.

—Nada, jefe —admito al fin—. No conozco a nadie más.

Permanece en silencio, pensativo, mientras continúa devorando el helado.

—Su nombre completo es Jack William Hyde —susurra perdido—. No tiene relación con esa
maldita B.

—Además de que no tiene el más mínimo sentido, a menos que planee volvernos locos.

—Sí, ¿pero por qué una serpiente? Además, la nota decía —entrecierra los ojos un poco—.
¿Qué decía?

Le sonrío burlón.

—Te están cayendo los años encima —saco la nota del pantalón—. «Tenemos una cuenta
pendiente que pienso cobrarme. Esto fue tu adelanto».

—Ahí está —da un golpecito sobre el escritorio—. Cuenta pendiente, tu adelanto. El adelanto
de Jack fue llamarnos para amenazarnos. Pero, si no es Jack, ¿entonces quien?

—Te lo juro que en este momento no tengo idea. Tal vez, cuando tenga menos alcohol en el
sistema, pueda recordar.

Su sonrisa le cruza el rostro.

—Y no me vuelvas a mentir —me guiña el ojo—. Sé más de sexo de lo que tú puedas


conocer.

Me rasco la nuca, un poco incómodo.

—En realidad —comienzo a decir—. ¿Tan obvio fue?

Se encoje de hombros, divertido, mientras se lleva otra porción de helado a la boca.

—Salieron por la puerta del jardín sin avisar —deja el envase vacío sobre el escritorio y se
pone en pie—. Si hubiesen salido por la puerta de enfrente y se hubiesen excusado, tal vez
sería algo más creíble.

Me da un golpe en la cabeza y lo escucho carcajearse.

—Toma nota —musita en broma.


—No tenia donde anotar, ¿me lo repites?

—Si no sacas ese culo de la silla y te vas a comer, no necesitarás anotar nada para recordar
eso.

Alzo las manos a modo de rendición. Camino tras él, que ya está afuera. Veo que mete la
mano en el bolsillo, se gira y me lanza algo. Consigo atraparlo antes de que llegara al suelo.

—Para ti —sonríe.

Es una caja, una de terciopelo pequeña color negro. La abro y veo dentro de ella una pequeña
cadena de oro con un dije que lleva mi nombre. Se me seca la boca y tengo el estúpido deseo
infantil de llorar. La reconozco. Papá me había regalado esa cadena cuando era pequeño.
Una vez, en una estúpida discusión, acabé por romperla. Él ni siquiera se había enojado, más
bien parecía dolido. Acaricio el dije con el pulgar y sonrío. Los eslabones son más gruesos, así
tan bien ahora es más larga. Siento como pasa uno de sus brazos por mi hombro y me da dos
palmadas en la espalda.

—Sé que ese día terminamos muy mal —murmura—. No importa que ya no quieras usarla,
pero me gustaría que la conservaras. De verdad no me importa cuánto tú o Phoebe crezcan,
siempre los voy a mirar como un par de niños que cuidar.

—Te estás poniendo sentimental —sonrío enternecido.

Se encoje de hombros.

—Me estoy poniendo viejo —sonríe—. Y quiero asegurarme de que el día en que falte mis
hijos me recuerden como un buen padre.

Frunzo el ceño. Me arden los ojos y la boca se me queda seca.

—A comer —me da dos palmaditas en la espalda—. Quiero saber de qué color voy a
comprarte las sábanas para tus cunas.

— ¿Disculpa?

—Disculpado —me guiña el ojo—. Separé dos cunas más esta mañana, cuando fui a comprar
la cuna de tu hermano.

Cierra los ojos y se cubre el rostro con la mano. Se le ha salido. La palabra hermano termina
por revelarme muchas cosas. Abro la boca de golpe, sorprendido.

— ¿Mamá espera un varón? —la voz me suena a emoción.

Suelta un gruñido.

—No puedo creer que se te escapara —suelto una carcajada—. ¿Ya lo anunciaste?

—No.
Le doy dos golpecitos en la espalda.

—Comprenderás que debo hacer esto.

Salgo corriendo hacia el comedor, donde la mesa parece a punto de explotar con tanta gente.

—Tengo información clasificada que necesito compartir —me froto las manos—. El señor y la
señora Grey esperan un varón.

La mitad de la mesa, entiéndase mi familia, gritonea tantas palabras a la vez que es difícil
entenderles. Papá me pasa por el lado y me obsequia un golpe en la cabeza.

—Tienes una facilidad por arruinarlo todo, muchachito —gruñe.

Le hago una mueca de satisfacción.

—Para celebrar —digo—, papá nos invita a pasar las navidades en Aspen a todos. Pueden
traer amigos si lo deseen.

Papá se desploma en la silla junto a mamá.

—La invitación es un hecho —él sonríe—. Ted se ofreció a pagar todos los gastos de vuelo.
Yo ofrezco la casa para celebrar a mi nuevo hijo, Ted los gastos por ser el doble.

Le sonrío con burla.

—Estás ardido, es todo. No pudiste ser quien diera la noticia.

Su expresión parece alguna clase de muralla indestructible, pero poco a poco veo como
sonríe.

—Ya que estás tan ávido por hablar, ¿por qué no nos cuentas de mis nietos?

Busco a Amanda, pero no puedo localizarla en ningún lado. Claro, la cocina ¿Dónde más?

—Tú solo dame unos segundos —digo.

Camino hacia la cocina, donde veo a Amanda rebuscando en el refrigerador.

—Hola, extraña.

Alza la vista y me sonríe.

—Estaba revisando el postre. Aun no está listo.

—Dudo que hayan pasado las dos horas.

—No, la verdad no.


—Entonces déjalo, ven. Descubrí que voy a tener un hermano.

Abre los ojos como platos y corre hasta colgarse de mi cuello.

—Felicidades, Ted —mordisquea mi labio—. Ya se te emparejaron las cosas. Yo te doy las


niñas y tu madre los niños.

Enrosco los brazos alrededor de ella.

—Lo sé —sonrío—. Papá quiere que le diga qué va a tener, pero no puedo decir nada sin la
mamá canguro.

—Tienes que trabajar seriamente en los apodos. Todos, o al menos la mayoría, hacen
referencias a los animales. Compórtate.

La sostengo bien y la levanto, cargándola en brazos.

—No, ¡bájame! —chilla—. No traigo nada bajo el vestido.

—Tal vez esto te enseñe algo sobre vergüenza.

—Mira quién habla de vergüenza: el hombre que me sacó de una cena directamente al hotel.

—Me parece que no objetaste demasiado. Lo único por lo que te quejabas es por detenerme o
ir más despacio.

Gimotea.

—No consigues ofenderme, Ted. Lo lamento por ti, pero lo único que consigues es excitarme.

—Si continúas así, dudo que al llegar a casa podamos dormir.

—Entonces no me toques, porque puedo explotar.

La dejo en el suelo con cuidado y veo que me sonríe victoriosa.

—Touché, cariño.

Se da la vuelta y la veo caminar hacia la puerta, pero temblequea un poco y amenaza con
caer. La sujeto con cuidado y la deslizo hasta el suelo.

— ¿Otra vez? —gruño.

Extiende la mano hacia mí, pero está temblando.

— ¿Qué carajos fue lo que te dije? —baladro—. Te dije que comieras.

—No me grites.
—No te estoy gritando. Lo único que te pedí es que comieras.

—Estaba repartiendo los helados.

—No era lo que tenias que hacer.

—Ted —gimotea—. Por favor.

—Bien —gruño—. ¿Cómo te sientes?

Suelta un gemido muy pequeño y se acomoda despacio en mi pecho, escondiendo el rostro


en mi cuello. Desliza la nariz hacia arriba y hacia abajo lentamente, inhalando. Hago un
movimiento brusco.

—Me haces cosquilla, ¿qué haces?

—Tu olor —suspira—. Me hace sentir mejor.

—Um —suspiro resignado—. Si te hace sentir mejor, pues supongo que está bien.

Suelta una carcajada.

—Ya estoy bien.

—Puedes seguir olfateándome si quieres.

—No, ya me siento mejor.

— ¿Segura?

—Um, sí.

—Bueno —me pongo en pie y tiro de ella para levantarla—. Ahora vas a comer.

—Ya entendí —me da dos golpecitos en el pecho—. No te enojes tanto.

—Entonces has caso. Cuando digo comer, come.

Pone los ojos en blanco y se aparta.

—Me voy a comer, papá.

—No me hables así.

Tomo su mano y tiro suave de ella hasta afuera. Me aseguro a que esté sujetándose de mí.

—Vaya —escucho a papá—. Pensé que no iban a salir.


—Problemas de embarazadas.

Amanda suelta una carcajada.

—Perdón.

William se aclara la garganta.

—Alguno piensa decir algo, yo espero.

Miro de reojo a Amanda.

—Hazlo tú —susurra.

Sonrío ampliamente. Amanda desliza los pequeños brazos alrededor de mí, presiona la
cabeza en mi pecho y siento el aliento cálido de su respiración.

—Esta maravillosa mujer y yo —la miro enternecido— vamos a ser padre de dos preciosas
niñas.

Lo primero que escucho es el chillido de Phoebe. Después, es como estar en medio de la


selva. Veo un millón de brazos que nos cubren. Las dos familias se unen en una estampida
sin fin. Veo de último a papá y a mamá que se ponen en pie para darnos un abrazo.

—Estoy muy orgulloso de ti —dice papá mientras me abraza—. Muy orgulloso.

Le correspondo el abrazo con fuerza y cierro los ojos.

—Viejo, te quiero —murmuro con el llanto latiéndome.

Él suelta una carcajada.

—Deja de llamarme viejo —musita en broma.

Se aparta de mí y me da dos golpecitos cariñosos en el rostro. Mamá se acerca. Está


preciosa, con los ojos brillándoles y las mejillas llenas de vida. La abrazo con cariño y dejo que
sus manos me den calor.

—Imagino que estás feliz, ¿no? —sonríe—. Te encantan las niñas.

—Mucho. De verdad, mucho. Cuando me dieron la noticia me puse a temblar y a llorar.

Sus ojos se vuelven tiernos.

—Eres un buen niño —se le humedecen los ojos—. Lo siento, cariño. El embarazo me tiene
constantemente muy sensible.

—Tengo una mujer embarazada en casa, tranquila. Ya sé lo que es.


—Y me hace muy feliz que sea una buena chica. Pienso que, cuando todo esto de Jack
termine, deberías irte de viaje con ella. También se lo merece. Los dos.

La veo eufórica, disfrutando la compañía de su familia.

—Tomaré en cuenta esa idea, mamá. Suena excelente.

Veo a William cerca de la mesa, inquieto. No ha venido a saludar a su hermana. Hace un


movimiento extraño y sale disparado hacia la cocina. Algo en mi pecho me advierte que algo
no anda bien. Y no puedo evitar relacionarlo con la nota. William Benjamin Hyde. Benjamin. B.
Se me seca la boca.

—Iré por algo a la cocina, mamá —le doy un beso en la frente—. No me tardo.

No espero a que me conteste. Camino disimuladamente hacia la cocina, donde no veo a


William. Pero la puerta que da al jardín está abierta. Cauteloso, me introduzco a la oscuridad
del jardín. Está visible, sentándose en un banquillo. Luce nervioso, como nunca lo he visto. No
quisiera sospechar de él, porque realmente no creo que tengamos ningún motivo pendiente
salvo su hermana, pero está comportándose de una manera muy sospechosa. Mete la mano
en el bolsillo y saca un rollito de papel pequeño. No puedo evitar pensar en la nota.

— ¿William? —lo llamo.

Él suelta una maldición. Creo que lo he asustado.

—Em, niño Grey —musita—. Hola.

— ¿Qué estás haciendo?

—Tomo algo de aire fresco.

— ¿Y qué tienes en la mano?

Se pasa el dorso de la mano por la frente como si sudara.

—Guárdame un secreto —dice—. Es cocaína.

— ¿Consumes drogas?

—Desde hace cinco años, sí —sonríe—. No sé por qué te sorprendes. Me he criado en las
calles.

—Sabes que estás jodiéndote la vida, ¿no?

—Son cinco años, Ted. No es fácil dejarlo. Sí quiero, pero eso significa meterme a una clínica
de rehabilitación. No quiero alejarme de mi hermana.

Suelta una maldición.


—Ni siquiera debería estar aquí. Siempre la traté muy mal y ella solo me sonríe, como si fuera
el mejor hermano del mundo.

De ahí el nerviosismo. Las drogas, los problemas emocionales.

—Yo la quiero —susurra asustado—. Pero no quiero que vea que tan jodido estoy. Ya tiene
muchos problemas con Jack y ahora con eso de que tenemos una hermana en no sé dónde.
Ya tiene suficiente.

La verdad no se escucha bien. Sonaba como si guardara todo eso por mucho tiempo, y
supongo que debe ser verdad. No quisiera imaginar que tan jodido podría sentirme si me
ocurriera algo como eso.

—He buscado información sobre centros de rehabilitación. Hay uno muy bueno, pero no es
aquí. Significa que tendría que irme de Washington, y hace tan poco recuperé a una hermana
que jamás valoré. No sé si puedas entenderme, porque siempre has tenido a una hermana
que es todo por ti y todo por ella. Yo soy como Jack. Solo sé hacerle daño. Pero quiero dejar
esto, es solo que no sé cómo.

—Yo solo sé que la porquería que consumes mata. Y también sé que si es por tu propio bien,
Amanda misma te pediría que fueras.

Permanece callado, meditando.

—No quiero angustiarla —musita asustado.

—La angustiaría mas saber que su hermano no está bien y que no le tuvo la suficiente
confianza de contarle las cosas —suspira—. Tú pásame los datos de ese lugar. Piénsalo bien.
Si decides ingresar, yo te ayudo.

Asiente.

—Gracias.

Señalo el rollito de papel.

—Por lo pronto deshazte de eso. Aquí no lo consumimos.

Él asiente, y mientras veo como se deshace de él, espero realmente que no esté involucrado
en el asunto de la serpiente.

Capítulo ciento dieciséis.

Cabeceo un poco cansado en la silla del comedor, asegurándome de que Amanda esta vez sí
esté comiendo. Sé que tiene hambre, pero da bocados pequeños y mastica con calma. Ella
era así; sabe cómo comportarse según el lugar en el que se encuentre. Mientras me
complazco viéndola comer, comienzo a pensar un poco más en el asunto de la nota. Tenía la
sensación de que no era Jack, y la verdad me preocupaba mucho más que suponer que él se
había visto involucrado.

Primero, el hecho de que Jack no haya soltado una serpiente de dos metros en la cocina de
mis padres cuando toda la familia, tanto la mía como la de Amanda, estaba allí reunida dejaba
en claro que alguien más está dispuesto a lastimarme a mí y a mi familia.

Segundo, si no fue Jack significa que sigue sin dar señales, lo que claramente significa que
está planeando un golpe en contra de nosotros. Y uno muy grande. Ese silencio de parte de
Jack Hyde comenzaba a generarme pesadillas, y no podía quedarme conforme con la idea de
que estábamos maravillosamente bien protegidos por un grandioso equipo de seguridad.

Tercero, quien haya introducido esa serpiente a esta casa debe conocerla, por tal razón no se
le hizo difícil burlar la seguridad y dejarnos ese desagradable obsequio. O tanto peor, conoce
en persona a cada uno de nosotros, o quizá a la mayoría, y eso me ponía de los pelos. Bobby
es quien único podría conocer a la mayoría de los miembros de esta familia. Pero no, Bobby
no haría semejante cosa. Él es como un hermano, significa lo mismo que significa Wallace
para mí.

Wallace. Claro. Él podría ayudarme. Sé que podría contarle mis dudas e incomodidades sin
alterar al resto de la familia. Y hago una nota mentalmente de darme un buen golpe más tarde
por no haberlo invitado. Tanteo en los bolsillos el móvil, que está en lo más profundo junto a la
tarjeta de crédito, que me hace pensar automáticamente en el hotel y sonreír, y las llaves del
coche.

—Ya regreso —anuncio propiamente.

Me levanto del asiento con toda la calma de la que soy posible mantener. No quiero alertar a
nadie de mis inquietudes. Me traslado hasta la sala que se encuentra afortunadamente vacía.
Tomo el móvil y busco con precisión y prontitud el número de teléfono de Wallace. Dejo que
suene un par de veces, pero al cuarto timbrazo comienzo a sentirme incómodo.

—No puedo creerlo, Theodore. Pensé que estabas muerto.

Sonrío al escucharlo.

—No, estoy en perfectas condiciones.

—Es que de momento olvidaste que existía.

—Perdona, de verdad. He tenido miles de cosas encima y…

Lo escucho soltar una carcajada.

—Solo tienes una cosa encima, y los dos sabemos cómo se llama.

Suelto una carcajada.

— ¿Tienes algo que hacer esta noche?


—Voy de camino a casa de tus padres. Tu madre tuvo la decencia de llamarme.

—Oye, calma. Te llamaba justo para avisarte. Yo me enteré de esta cena justamente hoy, no
es culpa mía.

Vuelve a soltar una carcajada.

—Me enteré del asuntito de la serpiente. Tu padre pidió que me avisaran. No es el único que
confía en mí, jefe.

—No soy tu jefe.

—Trabajo para ti, no seas idiota. Coordino tu seguridad junto a Taylor. El punto es —tose—.
Déjame estacionarme, espera.

Cuelga. Frunzo el ceño, confundido, pero mi mente se despeja cuando lo veo entrar segundos
más tarde por la puerta de entrada. Hace una mueca de burla, y no sé por qué pero consigue
hacerme sentir como un adolescente que se enfrenta al acoso escolar.

—Hace seis meses eras como un león —me da dos golpecitos en el hombro—. Pareces un
gatito recién nacido, Grey. Recuérdame no enamorarme.

Aparto su mano de mi hombro a modo de juego.

—Creí que lo estabas de mi hermana —contraataco.

Él se encoge de hombros.

—Tu hermana jamás me haría caso y la verdad no soy mucho de rogarle a las mujeres.

Le hago una mueca. La verdad jamás he visto a Wallace en algo serio, mucho menos estable.
No puedo evitar verme reflejado en él. Lo único diferente es que yo sí encontré a alguien con
quien tener algo firme.

—Tengo la sospecha de que quieres hablar conmigo de algo —se desploma en el sofá—.
Cuéntame.

Suspiro antes de desplomarme en el sofá frente a él.

—Lo de la serpiente me preocupa —musito cauteloso—. Hay algo que…no lo sé. No acaba de
cuadrarme.

—Taylor me dijo que encontraron una nota, una que decía algo sobre una cuenta pendiente.

—Lo lógico era pensar en Jack, pero firmaron con una –B.

— ¿Qué hay de tu amigo, el tal Bobby? Inicia con B.

—Ya lo pensé, pero es técnicamente imposible. Es como un hermano. Además me ha


ayudado en distintas ocasiones.

—Sabes que no lo descartaré, ¿verdad? Tu padre me asignó para encargarme de tu


seguridad. Mi trabajo es pensar y cuestionar todo, incluso la integridad y la lealtad de todo
aquel que te rodea.

—Pero yo sé que no es Bobby. De verdad, sé que debe ser alguien más.

—Bueno, está Jack.

—Tampoco creo que sea él.

—Tienes que darme un nombre, alguien en quien sospeches.

—Te juro que no le debo a nadie que inicie con B. No suelo tener deudas.

—Hay que indagar desde el punto Christian Grey. Tal vez es a él a quien pretenden cobrarle
algo, no lo sé. Mañana en la mañana iniciaré a recopilar esos datos.

Me tranquiliza que él esté involucrado en proteger en la familia. Lástima que no me resulte del
todo tranquilizador. Tengo el impulso de dejarme llevar y encontrar a alguien lo
suficientemente imbécil para golpearlo y deshacerme de esta inquietud, como aquella noche
con Baxter después de haber hablado de esa forma sobre Amanda. Y en un segundo siento
que el mundo gira rápidamente y termino en el suelo. Baxter Sullivan. B.

—Tienes algo más —musita—. ¿Qué pasa?

Lo observo por unos cuantos y largos segundos hasta que mi mente se transporta frenética
unos meses atrás.

«La putita te está amarrando, ¿eh? Y pensar que quizá ni sea tuyo…»

—Ah, claro —musito con asco—. Después los golpes.

Wallace me lanza una mirada de extrañeza.

—Baxter Sullivan, el hijo de un, podría decirse, amigo de papá. Estoy plenamente convencido
de que está en el lio de la nota.

—Tienes que ir más despacio —se acomoda en el borde del asiento—. Hace dos minutos me
dijiste que no conocías a nadie cuyo nombre empiece con B, salvo Bobby.

—Acabo de acordarme, ¿qué pecado puede ser?

—Perfecto, ¿y el tal Baxter que motivos puede tener?

—Mira —musito en voz baja—. Sabes que hace unos meses se llevó a cabo en la casa de mis
abuelos la cena de beneficencia.
Él asiente.

—Allí me encontré con Baxter —hice una mueca—. Peleamos.

—Pelear… ¿Discutir o…?

—Golpes —me encojo de hombros—. Tal vez se me pasó la mano, o los puños.

— ¿Pero qué demonios le hiciste?

—Me salí de control, ¿qué esperabas?

—Ted, tienes que decirme las cosas completas. No voy captando.

—Me enteré de cosas, me dio mucha rabia —suspiro—. Amanda me confesó que había
perdido la virginidad con él.

Él enarca una ceja.


—Mm. ¿Estás diciéndome que le caíste a golpes por puros y malditos celos?

—No, en realidad no. Insultó a mi chica, no iba a quedarme de brazos cruzados. Y debería
sentirse agradecido que no le lavé la boca con fuego. Era lo menos que se merecía.

—Así que sugieres que está vengándose por los golpes, ¿es eso?

—Y porque no pudo volver a acostarse con ella —frunzo el ceño—. Escuché decir que era lo
que planeaba.

—Y por estas mierdas es mejor no enamorarse —gruñe—. Eres un cabrón irracional.

—Ya te lo dije: no iba a quedarme de brazos cruzados mientras su sucia boca escupía
improperios hacia ella. Jamás.

—Bien, bien. Investigaré al tal Baxter, sin dejar de investigar por parte de tu padre. Nunca está
de más indagar un poco más.

—Te lo agradezco, Wallace. De verdad.

— ¿Ted?

Alzo la vista a Amanda, que entra dando pasos lentos a la sala. Cuando nuestros ojos se
conectan, sonríe.

—Te estaba buscando —musita.

Saluda rápidamente a Wallace y termina desplomándose a mi lado. Extiende un envase de


cartón. Mm…el helado de crema.

—Lo guardé —dice—. Pensé que te gustaría comértelo mas tarde.


Le sonrío agradecido mientras se lo acepto. Wallace se levanta del asiento y me obsequia una
sonrisa cómplice.

—Iré a saludar al resto de la familia. Estaré comunicándome contigo.

Le asiento antes de ver como se marcha, doblando la esquina directamente al comedor.

—Me gustaría hablar contigo de una cosa —musita.

La miro de reojo, agarrando con la cuchara un poco de helado que termino por llevarme a la
boca.

—Habla —digo.

—Quiero hablarte de Baxter.

Toso un poco, y por un segundo pienso que el helado me saldrá por el estómago directo a la
boca.

—Si te lo preguntas —suspira—. Te escuché.

—Yo…

—Me acuerdo de la cena y de nuestra discusión. También recuerdo que regresaste conmigo
sin saco, lo cual se me hizo raro. Supongo que te deshiciste de él después de haber peleado
con Baxter.

Jugueteo un poco con el helado hasta terminar colocando el envase sobre la pequeña mesa
de madera a mi izquierda.

—Yo puedo explicarte.

Amanda presiona dos dedos contra mis labios y se acurruca contra mí.

—Sé que Baxter tiene una lengua muy larga. Cuando pasó aquello entre nosotros, le dijo a
todos sus amigos que yo era virgen. Dijo un montón de cosas asquerosas, tanto que
realmente deseé matarlo —levanta un poco el rostro y sonríe—. Yo ya sabía disparar.

Posiciona el pulgar y el índice, haciendo la forma de un arma, y se desliza hacia mi


entrepierna.

—Solo necesitaba apretar el gatillo —presiona con fuerza—. Y ¡bam!

Aparto su mano rápidamente.

—Mantén esas manos en control —musito con la voz seca.

Suelta una carcajada y termina acurrucándose de nuevo contra mí.


—Lo que quería decirte es que entiendo que Baxter pueda hacerte enojar. Tiene esa facilidad.
Sin embargo, hubiese preferido que no hubieses caído en provocaciones.

—De eso nada —la envuelvo mejor con ambos brazos y le beso el pelo—. No voy a dejar que
su boca suelte palabras ofensivas hacia mi chica. Menos cuando ella es maravillosa.

—Y te lo agradezco, pero no lo vale. Además, se cabrea más si le dejas la palabra en la boca,


o le evitas la pelea. Aunque si quiero saber una cosa ¿De verdad crees que él trajo a esa
serpiente?

—Definitivamente lo creo.

—Baxter no tiene mucho cerebro. No creo que se le ocurran mejores ideas.

—De todas maneras estaremos al pendiente. No tienes de qué preocuparte.

—Sobre todo cuando no me dices nada.

—Seguía hablando con Wallace. No había forma de que pudiera contarte nada.

—Me estoy refiriendo a William —noto que sonríe—. De verdad que los dos me toman por
tonta.

Hago una mueca.

—No sé de lo que hablas —musito.

—Ted, por favor. Dejé de ser una niña hace mucho tiempo. Me doy cuenta de las cosas
aunque no me lo digan. Además, mi mamá me llamó hace unos días para decirme que estaba
preocupada por William. Dijo que él tenía unas drogas escondidas en su habitación.

Se aparta de mí y me mira fijamente.

—También noté que William y tú salieron al jardín. Cuando entraron y cada uno tomé por su
lado, tu hablando con tu amigo aquí y Will charlando con mamá, salí al jardín y vi la droga.

Abro un poco los ojos, a lo que ella sonríe.

—Aunque pienses que no, me doy cuenta de las cosas que pasan. No quiero que por ninguna
razón me ocultes cosas.

—Si te oculto cosas, lo hago solo para no angustiarte.

—Sé que a veces actúo como si el mundo se me cayera encima, tal vez me artero un poco o
incluso demuestro ciertos impulsos por desaparecer lejos de los problemas, pero te aseguro
que puedo con ellos.

La miro fijamente y sé que es cierto. No puedo evitar mirarla y ver a una chica encantadora y
dulce, pero también valiente. Instantáneamente mi mente recuerda con claridad la cena de
beneficencia, cuando ella me propuso matrimonio, cuando agarró el toro por los cuernos.
Cuando me sonríe con ternura, es como suaves campanas celestiales que avisan la llegada
de un hermoso ángel.

—Eres tan hermosa —musito.

—Cada vez que me dices eso me dan cosquillas en el estómago —suelta una tierna
carcajada—. Más bien son como abejas asesinas.

—Es que eres realmente hermosa. No puedo creer como es que aun no estamos casados.

—Aun no nos conocemos del todo.

—Eso es solo una excusa. Tú vas a darme hijos, vivimos juntos y estoy enamorado de ti como
un desquiciado. Nos comprometimos, pero jamás hemos hablado de una boda —la sostengo
de la cintura y tiro de ella hasta colocarla frente a mí, sobre mi regazo—. Vamos a casarnos.

—Lo haremos más adelante.

—No, no. Hablo de ahora. Una boda civil.

Ella parpadea, sorprendida.

—Pero, ¿a caso te volviste loco?

—No necesitamos a la familia para esto. Podemos ir y casarnos. Todo lo que necesitamos son
los papeles y el deseo.

—Pero toda la familia está aquí. No podemos…

—Sandford, deja de pensar en ellos. Esto es sobre nosotros.

Se cubre las manos con la boca.

—Esto es una locura —musita.

—Sí, pero es nuestra. Solo será una boda civil. Cuando nazcan nuestras gemelas haremos
una boda religiosa como la desees. Y allí estará toda la familia, la tuya y la mía —le tomo las
manos—. ¿Aceptas casarte conmigo ahora mismo?

Capítulo ciento diecisiete | Parte Uno


Punto de vista de Amanda

Ted está sentado en el sofá mientras ve como me paseo nerviosa de aquí para allá, de
izquierda a derecha insistente. Si no paraba, iba a terminar creando un hueco en el suelo,
pero los nervios son demasiados. Él presiona los codos en las rodillas y entrelaza los dedos.
—Sandford —musita—. Deja de dar vueltas.

—Det ser ud til du har mistet dit sind.

Veo que sonríe, y Dios mío. Se me acelera el corazón. Las rodillas me tiemblan y siento que
voy a caerme al suelo como una niña dando sus primeros pasos.

—Pareces alterada —dice.

—Hvorfor har du ikke have mig til at blive? —chillo—. Du er sindssyg.

—Tal vez nos conviene sentarnos y hablarlo. De preferencia en español.

—No te hagas el idota. Sé que me entiendes —le lanzo una mirada despectiva—. Bastard.

—Tal parece que te encanta insultarme.

Me paso el dorso de la mano por la frente. Tengo la sensación de estar sudando, pero no.

—Es una decisión que no puede tomarse a la ligera, Ted —volteo hacia él—. Estás sugiriendo
que nos casemos.

—No lo sugiero, te lo estoy pidiendo.

Suelto un gritito en el interior. Este hombre, Dios mío.

— ¿Si te estás dando cuenta que es una idea absurda?

—Lo que me parece absurdo es que sigamos solo conviviendo cuando en unos cuantos
meses más van a nacer nuestras hijas.

—Exacto. ¿No es mejor esperar…?

—Son cinco meses, Amanda. No quiero ir por ahí presentándote como mi novia. Y quiero que
mis pequeñas nazcan dentro del matrimonio.

«Mis pequeñas». Siento como la boca se me seca y quiero lanzarme a sus brazos y decirle
que sí, que me casaría en ese instante si lo desea. Pero hay algo que me lo prohíbe, no me
deja, no puedo.

—Ya nos escapamos hace un rato ¿Cómo crees que va a ponerse tu padre cuando se entere
que volvimos a irnos?

—Somos dos adultos, no dos niños. No tenemos que darles explicaciones a nadie, menos a
nuestros padres.

—Sí, pero es por Jack. No es…

—No es que nos vamos por ahí y ya. Desde luego que vamos a llevar seguridad. No soy tan
imbécil.

Se acerca a mí y me toma las manos. Me las aprieta, y aunque estoy temblando consigue
pasarme parte de su seguridad.

—No lo sé —musito—. Sigo teniendo mis dudas.

Él sonríe y hago tremendo esfuerzo por no desmayarme. Ningún hombre había provocado
tantas cosas en mí. Las rodillas jamás me habían temblado cuando un hombre me miraba o
me sonreía, solo él. Y estoy viendo como sus labios se curvan y forman una sonrisa aun más
ancha y hermosa. Este hombre me vuelve loca y no sé como disfrazar el hecho de que estoy
hecha únicamente para hacer lo que su voluntad dicte. No hay forma de que pueda ir en
contra de lo que su dulce boca me indique. Soy tan suya como él es mío.

—No quiero que pienses que no quiero casarme contigo —deslizo las manos por su rostro—.
Pero como ya te he dicho tengo mis dudas. Además siempre soñé con casarme en una iglesia
con toda mi familia reunida, y esto es más una boda exprés porque cometieron el error de
tener sexo sin protección.

Inclina un poco la cabeza mientras hace alguna especie de mueca burlona.

—Básicamente eso fue lo que hicimos, sexo sin protección. No estás en ese estado por obra y
gracia del espíritu santo.

No puedo evitar sonreír; sus comentarios inapropiados siempre consiguen ese efecto.

—Ponte serio —musito.

Ted atrapa mis manos con las suyas y me sonríe. Respira, Amanda, respira.

—Estoy serio desde hace mucho, pero parece que mi mujer no me cree —acerca su boca a la
mía y desliza con cariño sus labios por los míos—. Quiero casarme contigo, no es una broma
ni algo parecido. Quiero, de verdad.

Cierro los ojos y cuando su boca arrastra a la mía en una danza de besos lentos me aferro a
él. Deslizo los brazos por su cuello y él encierra mi cuerpo en sus brazos.

—Acepto —susurro—. Casémonos.

Noto que sonríe contra mi boca, y no puedo hacer otra cosa más que dejarme llevar por toda
esta felicidad que siento por dentro.

—Con una condición —musito, apartándome un poco de él—. Déjame a mí organizar la


escapada.

Sonríe burlón.

—Creo que no tengo una buena técnica, eh.


Sonrío.

—No quiero testigos neutrales como los de los juzgados, Ted. Quiero que al menos sean
conocidos.

— ¿Cómo planeas hacer una cosa así sin que el resto sepa a qué vamos en realidad?

Le sonrío.

—Escoge a tus testigos. Yo ya sé quiénes van a ser los míos.

—Dime, ¿los tuyos cuáles son?

—No preguntes. Haz lo que tengas que hacer, mueve tus influencias —presiono mi boca
contra las suyas mientras canturreo—: It's a beautiful night. We're looking for something dumb
to do. Hey baby, I think I wanna marry you.

Él sonríe y consigue ponerse de pie sin soltarme, levantándome por los aires. Tiene una
sonrisa aun más amplia y le brillan los ojos azules. No sé cómo voy a apartarme de él, no
quiero. Creo que él decide dar el primer paso, o retrocedo sin darme cuenta. Solo sé que ya
no estamos envueltos en la misma piel.

—Te veo en unos minutos —me empuja un poco—. No te tardes.

Me tiemblan las piernas, pero creo que consigo caminar hasta la sala. La familia de Ted está
completa, salvo por sus abuelos. Habían dicho que llegarían mas tarde. Y los maternos. No
pudieron sacarse el tiempo, pero le aseguraron a Ted que estarían mañana. Mi familia
también está allí; mi papá, que me late el corazón nada más verlo, mis dos madres, mis dos
hermanos y mi cuñada. No trajeron al niño, y yo me muero por verlo. Debo comprarle un
regalo. Me acerco a Will, que está hablando con la prima de Ted. Adriadna, creo.

— ¿Me lo prestas un segundo? —musito tímida.

Adriadna me sonríe.

—Claro, yo espero aquí.

No quiero ser insistente, pero acabo tirando de él hasta la cocina. Ni siquiera me había fijado
que traía en la mano una copa de vino, que termina vertiéndose en el suelo por la sacudida.

— ¿Te sientes mal? —gruñe.

—Necesito que me hagas el favor más grande que jamás podría pedirte como hermana.

—Si tienes antojos de alguna cosa, que tu niño Grey te los consienta.

Hace ademán de marcharse, pero lo detengo del brazo.

—Nos vamos a casar —mascullo.


Él gira hacia mí nuevamente, enarcando una ceja.

—Debe hacerlo, es lo más lógico. Que ni se le ocurra dejarte con el paquete.

—No, no. Will, nos vamos a casar, ahora.

Parpadea.

—Pero —se carcajea—. ¿Te volviste loca?

—Sí —chillo—. Sé que esto es una locura, pero él me ha insistido tanto, y quiero esto. Lo
amo, quiero casarme. Pero es solo una boda civil, una locura de críos. Quiero que seas uno
de mis testigos —le agarro las manos—. Por favor, por favor. Eres mi hermano, te quiero. Por
favor.

Veo en sus ojos algo oscuro y sé que son lágrimas. Pero Will no llora, ya no.

—Está bien —me envuelve en sus brazos tan de prisa que me sorprendo—. Yo también te
quiero, corazón.

Cierro los ojos e inhalo un peculiar olor a café en su ropa, que mezclado con su propio olor a
chico de problemas me parece maravilloso. Esperé muchos años para este abrazo y una parte
de mí sabe que si Jack no estuviera causando los problemas que está causando, muy
probablemente William y yo seguiríamos terriblemente distanciados. Y jamás habría conocido
a Ted. La idea me resulta dolorosa. ¿Qué habría sido de mi vida si jamás hubiese conocido a
ese hombre?

—Entonces —se aparta de mí, de manera que puede verme a los ojos—. ¿Ya lo tienen todo
listo?

Agito la cabeza.

—Estamos en eso.

—Salieron de la casa hace menos de una hora ¿Cómo rayos lo van a conseguir de nuevo sin
levantar sospechas?

—Tengo un plan. Tú solo sígueme la corriente.

Él parpadea, pero no dice nada por unos segundos.

—Jack una vez dijo que eras lista, que eras muy ocurrente —entrecierra un poco los ojos—.
No sé como sabía una cosa así, pero empiezo a notar que es cierto —me golpea suavecito la
punta de la nariz—. Eres lista.

Le sonrío enternecido.

—Solo tienes que esperar en la sala —digo—. Yo te diré cuando nos vamos.
—Entiendo —hace una mueca tierna—. ¿No puedo contarle a Adriadna?

Suelto una suave carcajada.

— ¿Puedo decir que ya casi tengo cuñada?

—No —me da un beso en la frente—. No molestes.

No hago otra cosa más que sonreírle. Oh, Will ¿Dónde nos metimos, hermano? Con la familia
Grey. Desliza el brazo por mi cintura y regresamos a la sala. Desde aquí puedo ver a Judith
junto a John. Oh, no ¿Cómo demonios voy a conseguir hablar con ella en privado? Piensa,
Sandford. Recuerdo la visita a su casa esta tarde y sonrío. Pasteles de crema, bingo. Me
separo de Will y camino hacia ella.

—Ju —musito—. Traje unos pasteles de crema ¿Quieres?

Ella sonríe. Le fascinan los pasteles de crema.

—Yo también quiero —protesta John.

—Te traemos uno, no te preocupes.

Tomo a Judith del brazo y me la llevo a la cocina. Finjo hablar con ella de cualquier cosa, lo
que sea, pero cuando conseguimos traspasar la puerta no puedo reprimir más el gritito.

—Lo siento, lo siento. No tengo pasteles de crema —me cubro la boca con ambas manos—.
Me voy a casar con Ted.

Judith abre los ojos y suelta un gritito.

—Eso es tan bello, nena —me da un abrazo pequeñito—. ¿Ya fijaron la boda?

—Sí, será dentro de unos minutos.

—Pero, ¿qué? ¡Amanda!

—Ju, vamos a realizar una boda civil en secreto. Lo único que le pedí a Ted es que mis
testigos no fueran desconocidos.

— ¿Sin avisarle a nadie? —asiento—. ¿Y tu novio fue quien lo propuso? —vuelvo a asentir—.
¿Pero es que todos en esta familia están locos?

—Judith, por favor —le tomo las manos—. Te lo suplico. Conoces bien lo que ha sido mi vida,
los líos en los que me he metido. Me quiero casar con él porque lo amo y es tan hermoso que
un hombre como él me ame. No puedo negarle esto porque yo también lo quiero.

—Ama, ¿no piensas avisarle a John?


—John no va a callárselo y comenzará un discurso de lo importante que es la familia en
ocasiones como esta. Solo es una boda civil. Ted me prometió una boda religiosa más
adelante.

—Sabes que si acepto, John va a cabrearse conmigo.

—Por favor —le suplico.

—Dios mío, niña. Está bien.

Le aprieto las manos.

—Gracias, Judith.

— ¿Cómo hacemos para irnos sin que sepan?

—Tengo un plan.

—Le tengo un terror a tus planes, pero está bien —hace una mueca—. ¿De verdad no hay
pasteles de crema?

—Te compraré miles de pasteles de cremas por esto.

—Con una caja de doce me conformo bastante, no te preocupes.

Suelto una carcajada, que ella corea.

—Me quedaré junto a John. Estaré al pendiente, descuida.

Le sonrío agradecida antes de que ella se marche de la cocina. Antes de salir, recordé el
postre. Mm…ya deben haber pasado las dos horas. Abro la puerta del refrigerador y le echo
un ojo. Creo que está listo. Lo voy sacando con cuidado; el plato está frío. Lo coloco sobre la
encimera y lo reviso con cuidado. Tiene buena textura y buen color; también le veo una buena
presentación. Ted se ha lucido. Le ha quedado magnifico. Lanzo una mirada nerviosa a la
puerta. Abro uno de los compartimientos y saco un cuchillo y un tenedor. Con el cuchillo parto
un poco el coulant, y el chocolate se esparce lentamente por el plato. Contengo un chillido de
emoción. La presentación quedado perfecta. Tomo el tenedor y parto un trocito, que me lo
llevo a la boca.

Después de unos segundos, mi mandíbula deja de moverse. El sabor danza en mi boca y se


disuelve lentamente. La sensación es parecida a aquel dulce que comía de niña, que se
disolvía en la boca como en pequeñitas explosiones. Los ingredientes están bien mezclados,
son dulces. Sabe a dulzura y pasión; la boca gruñe de excitación con la profunda mezcla del
frío y el calor en un solo bocado. Se me estremece el cuerpo cuando el sabor vuelve a
explotar en mi boca. Gimo. No hay forma de superar esto.

—Sandford.

Abro los ojos de golpe cuando escucho su voz. Se me cae el tenedor y hago un esfuerzo por
tragar todo rápidamente para sonreírle.

—Perdona —musito.

Ted hace una mueca de burla.

— ¿Ya está?

Asiento efusivamente. Agarro un tenedor limpio, parto un pedazo del postre y guio el pedazo
de cielo a su boca.

—Abre —musito.

Él obedece, frunciendo el ceño cuando el postre se disuelve lentamente en su boca a medida


que mastica.

—Te hace pensar en invierno —musito—. Pero luego viene el chocolate, que te hace pensar
en el verano y la diversión. ¿No te parece maravilloso como ambas cosas se mezclan en un
solo bocado?

Sonríe sin dejar de masticar.

—Siempre ves la comida como un arte —envuelve las manos alrededor de mí—. Esa es otra
cosa que me gusta de ti.

Se me seca la boca.

— ¿Quieres más? —musito.

Cierra los ojos y veo que desliza la nariz en la mía, desviándose lentamente hasta mi cuello.

—Siempre hueles tan bien —susurra.

Trago saliva y me veo a mí misma cerrar los ojos.

—Estoy tan enamorado de ti, cielo —susurra aun más suave.

Me late el corazón. Sé que él puede notarlo, y no sé como calmarlo. Me sigue latiendo como si
estuviese al borde de un ataque al corazón.

—Ted —aparto su rostro de mi cuello y hago que nuestros ojos se conecten—. Te amo.

Sonríe feliz, y dejo que su boca reclame a la mía.

—Ya todo está listo —musita.

— ¿Nos vamos ya?

—Cuando quieras, nena.


Le sonrío.

—Yo ya estoy lista para ser tu esposa. Creo que lo he estado desde la primera vez que te vi.

—Creo que yo estaba listo para que seas mi esposa desde antes de conocernos —me
acaricia el pelo sin apartar sus ojos de mí—. No ha habido otra mujer que haya sacudido mi
mundo como tú.

—Vendrán dos más.

—Y estoy listo para eso, completamente listo.

—Espero que estés listo para el “sí, acepto”, porque yo me muero por decirlo.

—Entonces no se diga más —desliza la mano hacia la mía—. A fugarnos.

Suspiro largamente y dejo que su mano tire de mí hasta la sala. Ya está, es hora.

—Ted y yo vamos a comprar unas donas —digo en voz baja—. Me muero por unas rellenas
de crema ¿Alguien quiere ir?

Observo a Will, que intenta controlar la risa.

—Yo te acompaño —dice.

Adriadna salta del asiento.

—Yo también voy —chilla.

Oh-oh. Ted aprieta mi mano.

—Es mi testigo —susurra, de modo que nadie más puede oírlo.

Respiro aliviada.

—Si son de crema, yo me apunto —musita Judith.

Cuñada, te adoro. Wallace se acerca a Ted y le da un golpecito en el hombro.

—No se me antojan, pero ya me tengo que ir. Tengo trabajo.

Le guiña el ojo discretamente. Oh, es su testigo. Se despide de los invitados y marcha fuera
con rapidez.

— ¿Alguien quiere donas? —pregunto en voz alta—. Bueno, traigo para todos. Ya luego
deciden si quieren.

Salimos rápidamente, pero siempre intentando no ser tan obvios. Cuando estuvimos afuera,
noto que todos suspiramos al mismo tiempo.

— ¿Ahora qué? —oigo decir a William.

—Yo ya tengo todo listo —desliza su pulgar por mi mano—. Solo tenemos que ir por unos
papeles a nuestra casa y listo. Luego es ir directamente al juzgado.

—Solo quiero decir que pienso que los dos están locos —dice Adriadna—, pero si quieren
hacerlo pues los apoyo.

Judith, William y Wallace asienten, haciendo eco invisible de las palabras de Adriadna. Ted se
aclara la garganta.

—Nos dividiremos los coches —dice—. Judith y Adriadna se vienen con nosotros en mi coche.

—Yo tengo una mejor —interviene su prima—. Que Wallace conduzca y se van ustedes dos y
la cuñada de Amanda en un solo coche. William y yo nos vamos en el mío.

Mi hermano sonríe feliz. Will, contrólate.

—Hecho —dice él.

No le da tiempo a Ted de protestar, ya que ambos corren como críos hasta el coche. Ted
susurra algo incomprensible y le sede las llaves a Wallace.

—Conduce —musita.

Hago un gran esfuerzo por no reír. Ju se apresura a sentarse en el asiento del pasajero,
Wallace en el asiento del conductor y Ted y yo en los asientos traseros. El motor del Saab
ruge cariñoso. Está de nuestra parte.

—Espero que estés contenta —susurra—. Es la última vez que sales de algún lugar
llamándote Amanda Sandford.

El corazón comienza a latirme con rapidez.

—A partir de esta noche eres y siempre serás mi señora; Amanda Grey.

Me late el corazón con mayor rapidez y reprimo el estúpido impulso de llorar colgada de su
cuello. Dejo caer mi cabeza sobre su pecho y me acurruco contra él. Permito que su calor me
bañe y me cosquillee el alma. Mientras me abrazo a él, y él se abraza a mí, me pregunto que
habría sido de mi vida si este hombre no fuera mío.

Capítulo ciento diecisiete | Parte Dos


Punto de vista de Ted

Yo ya he conseguido mis papeles. Estoy sentado en la cama, observándolos, mientras espero


a que ella consiga los suyos.
—Estoy segura de que los guardé aquí —gimotea.

Agito la cabeza.

—No puedo creer que perdieras algo tan importante como eso.

Se da la vuelta, poniendo las manos en las caderas. Oh, no.

—No los perdí, Theodore Raymond Grey —gruñe—. En lugar de recriminarme por cosas que
no hice, levántate de esa cama y ayúdame.

Alzo las manos en son de paz. Dejo los papeles sobre la cómoda y le ayudo a buscar sus
papeles. La dejo revisando los cajones, mientras me encargo del enorme armario. Quisiera
saber por dónde comenzar. El armario realmente era enorme, sobre todo para dos personas.
Rebusco entre los primeros cajones con los que me topo, pero solo contienen parte de mi
ropa. Los siguientes dos a la izquierda también. Salto hacia el estante a la izquierda. El primer
cajón tiene cosas de ella, así que busco con más cuidado. Rebusco en el siguiente cajón al no
encontrar nada en el segundo. Hay un par de sobres blancos, que contienen unos
documentos en danés. Poemas. Hay una pequeña cajita de metal. Los papeles que busco no
caben ahí, pero me pica la curiosidad y lo abro. Hay un papelito amarillo doblando cuatro
veces. Al desdoblarlo, veo como título escrito en color rojo “Cincuenta Sombras y Luces de
Ted”. Es una lista dividida en dos columnas, una a la izquierda y la otra a la derecha.

Sombras:

1. Posesivo
2. Inseguro
3. Terco
4. Algo violento
5. Impulsivo
6. Controlador

Luces:

1. Tierno
2. Comprensivo
3. Cariñoso
4. Protector
5. Honesto
6. Educado
7. Fiel
8. Buen hijo
9. Buen hermano
10. Maravilloso padre
11. Amoroso
12. Amante de ensueño
13. Sonrisa perfecta
14. Ojos dulces
15. Apasionado
16. Creativo
17. Inteligente
18. Ágil

Recuerdo haber visto su letra una vez, cuando Wallace me había enseñado una nota escrita
por ella. Es el mismo trazado fino y curveado, elegante. Cuando releo la lista se me curvean
los labios sin darme cuenta. Esta mujer. En las cosas que pierde el tiempo. Sin embargo, me
cosquillea el pecho al ver todas mis aparentes luces: «Maravilloso padre», a pesar de que aún
no han nacido. El resto en la lista normalmente salta de mí por ella. No hay forma que pueda
ser demasiado brusco cuando me mira, porque siento que todo dentro de mí salta y goza. Y
antes me preguntaba cómo era posible que un hombre pudiese permitir que una mujer
consiga hacer de él una marioneta. Creo que al fin lo he podido comprender.

—Lo encontré —la escucho gritar.

Guardo el papelito dentro de la caja y la dejo donde estaba. Entra dando pequeños saltitos.

—Estaba donde siempre ha estado, pero en un sobre diferente —hace una mueca—. Debí
haberlos cambiado.

Le hago una mueca de burla.

—Por un momento pensé que estaba evitando el compromiso de una boda, mi señora.

Suelta una suave carcajada.

—No —se acerca y se cuelga con los brazos de mi cuello—. ¿No será que se está
arrepintiendo, mi señor?

«Mi señor». La visión se me nubla por un momento, deslumbrado por la forma tan seductora
en que sus labios se movían al pronunciar esas dos palabras.

—No tengo un mejor lugar en el que estar —sonrío—, ni con quien quedarme. Eres mi chica
favorita, ¿recuerdas?

Ella sonríe como una niña.

—Adoro cuando dices eso.

— ¿Recuerdas que también había dicho que sería excelente tener a mi chica favorita
multiplicada por dos? —extiendo mi mano hacia su pequeño vientre hinchado—. ¡Voilà!

— ¿Aquí es donde aplica «donde pongo el ojo, pongo la bala»?

—Tienes que especificar. La última bala —sujeto su quijada y tiro de ella hacia mí— estuvo en
tu boca.

De sus mejillas frotan ese fantástico tono rojizo del sonrojo que combina perfectamente con su
cabello. Se aparta y camina fuera de la habitación. De seguro está recordando el magnífico
sexo oral que me practicó en la privacidad de aquel cuarto de hotel. Sacudo la cabeza
divertido y la sigo.

—Lo recordaste —canturreo.

—Cállate.

La detengo, aferrando mis manos alrededor de su cintura. Su espalda se arquea hacia mi


cuerpo, lo que me cuesta identificar es si desea separarse o acercarse.

—Para ser la primera vez —deslizo la boca por su cuello hasta conseguir mordisquear el
lóbulo de su oreja— parecías bastante experta.

Gimotea un poco.

—Ya te he dicho lo de hablar sucio —susurra con la voz seca.

—Pero si ni siquiera he empezado —deslizo las manos un poco más debajo de su cintura—.
Te calientas muy fácil.

—Lo dices como si fuese algo malo —mueve la mano hacia mi entrepierna—. Conozco a
alguien que se calienta con el simple movimiento de una mano.

—Sí que sabes dónde poner las benditas manos.

Suelta una carcajada.

—A este paso jamás vamos a llegar a firmar ningún papel.

Gruño en respuesta cuando se aparto de mí, así que me toca hacer algo al respecto. La
agarro de los brazos y nuestros cuerpos vuelven a chocar. Me mira con ojos intensos y
calientes. La otra Amanda ha regresado. Tiro con un poco de brusquedad de su cabello.

—Tengo planes para un tiempo a solas, delicia —sonrío—. Y no habrá un solo minuto del día
en el que no te tome.

—Sabes que cada parte de mí te pertenece, nene. Puedes tomar lo que sea y cuando quiera.

—No iba a pedir permiso, de todas maneras.

Suelta una carcajada y yo me deshago del agarre en su cabello para tomarle la mano.

— ¿Ya se nos hizo tarde? —pregunta.

Tiro de ella y comenzamos a salir hacia el exterior.

—No, nena. No se nos hace ni se nos hará tarde.


— ¿Seguro?

— ¿Con quién crees que estás hablando? Mi mujer aceptó casarse conmigo, ¿y crees que
voy a conseguir a alguien que tenga prisa?

—A qué pobre hombre habrás sacado de la cama —agita la cabeza—. Qué bárbaro.

Le lanzo una mirada quisquillosa mientras me aseguro de cerrar la puerta de entrada.

—Espero que de ahora en adelante solo te preocupes por un hombre en especial —musito.

—Oh, por favor —suelta una carcajada—. ¿Eso es un insignificante ataque de celos?

—Yo te daré tu ataque de celos —la agarro del brazo y caminamos hasta el coche—. No son
celos, señora mía.

—Sabes que no frecuento a hombres. De hecho, ni siquiera frecuento a mujeres. Solo me


junto con mi familia o la tuya.

—Pobre de usted si se le ocurre frecuentar a hombres sin consultarme.

—No te comportes como un crío, que yo frecuento a quien yo quiera. Y frecuentar hombres no
quiere decir que vaya a acostarme con ellos.

—Confío en ti, pero tampoco es que vayas a tener la oportunidad.

Se detiene frente a la puerta del auto.

—Me ofendes.

Le sonrío, tomo su quijada y mordisqueo sus labios.

—Sé la clase de mujer que eres —enredo los dedos en su cabello—. Sé de tu fidelidad.

Golpea con suavidad mi pecho.

—Recuerda la clase de mujer que fui.

Hace mucho tiempo no tocábamos ese tema, el de sus inmensas inseguridades por las cosas
que hizo en su juventud.

—Ahí vamos de nuevo —musito—. Te puedo hacer una lista de la mujer que eres ahora,
gracias a la mujer que fuiste.

Agarro sus manos y espero a que sus ojos azules choquen con los míos.

—Sabes que te amo con todas y cada una de tus inseguridades, que me importa muy poco
con cuantos hombres estuviste, cuantas drogas o alcohol consumiste —sujeto su mentón y le
sonrío—. En ese momento te hacían falta unas cosas, tenías problemas, pero eres una mujer
fuerte como una roca y saliste de eso. Eso te hace una mujer admirable, y me siento muy
afortunado de que me haya enamorado de ti.

—Si me hubieses conocido antes, cuando solía tener sexo sin control, ¿te hubieses
enamorado de mí?

— ¿Pero de qué hablas? Lo del sexo sin control no se te ha pasado.

Sonríe tímida.

—Yo hablaba de algo serio.

—Nena, de lo que yo me enamoré es de todo eso bonito que tienes y todas esas cosas que
consigues hacerme sentir.

Cierra los ojos y suspira.

—Jamás pensé que una persona podría enamorarse así —musita.

Tomo su cabeza entre mis manos y choco mis labios con los suyos.

—Eres la clase de chicos que me hubiese gustado presentarle a mis padres a los dieciséis —
se carcajea—. Lo bueno es que nunca le presenté a nadie.

—Si te hubiese conocido a los dieciséis, no hubiésemos durado la semana. Tú estabas


liándote con otros sujetos y yo comenzaba a meterme con otras mujeres para olvidar el
penoso incidente de que una chica me rechazara. Tal vez solo hubiésemos tenido sexo y ya.
No estábamos listos para tomarnos en serio el uno al otro.

—Mm —acaricia mis labios con los suyos—. Y el sexo contigo que es delicioso.

Sonrío contra su boca. El golpeteo contra algo metálico nos sobresalta.

— ¿Se van a casar o no? —gruñe Wallace—. Porque ya es tarde y yo trabajo en la mañana.

Amanda suelta una carcajada.

—Como sea —musito mientras abro la puerta trasera del coche—. Adentro.

—Controlador.

Sonrío, y recuerdo haber visto «controlador» en la lista de sombras. De todos modos termina
deslizándose obediente en el interior del coche, yo así tras ella. Cuando cierro la puerta,
Wallace acelera y partimos.

— ¿Entonces ya tienen todo? —inquiere—. ¿Ya no más paradas?

—No, descuida —le digo—. El resto por hacer nos está esperando en el juzgado.
— ¿Sabes que hubiese sido genial? —musita Amanda—. Que hubieses escogido otro lugar
para casarnos que no fuese un juzgado.

—Tal vez debiste decirme antes.

—Me agarraste por sorpresa —protesta.

—Bien —gruño—. Dame un minuto.

Saco el móvil y marco al último número al que marqué. Bobby responde enseguida. Lo había
ayudado para que me diera la mano, prometiéndole que iba a ser mi padrino en una boda
religiosa.

— ¿Llamas para arrepentirte, pringado? —bromea.

—No, aún no. Necesito que se trasladen a… —volteo hacia Amanda—. Por cierto, ¿a dónde
le gustaría a la damita?

Me saca la lengua.

— ¿Heathman? —sugiero divertido.

Se le vuelven a teñir las mejillas de rojo.

—Heathman —le confirmo a Bobby—. Diles que lo agreguen a la cuenta.

—Ni pienses que iba a ser cuenta mía, pringado.

Suelta una carcajada.

—Nos vemos en un rato, hermano. Gracias.

—Me la debes, Grey.

Cuelga. Sé cómo va a cobrárselas: ir a un bar un rato a tomar. Me pregunto si a Amanda le


agradará la idea.

— ¿Entonces al Heathman? —pregunta y noto que me mira por el retrovisor por una
respuesta.

Asiento. Dobla hacia el solo para cambiar de dirección.

—Les agradecería que no hicieran más cambios. En serio, ustedes son como un dolor de
cabeza.

Me encojo de hombros.

—Perdona.
—Am, cielo —Judith se gira un poco—. ¿Has pensado como vas a darles la noticia a tus
padres?

Mi móvil comienza a sonar. Uf, hablando de padres.

—Prepárate, nena —musito—. Christian Grey comenzará a gruñirme.

Contesto la llamada y coloco el móvil en mi oído.

—Dígame, señor Grey.

—Llamé a uno de los muchachos de seguridad y dijo que estaban de camino al juzgado —
gruñe—. ¿Qué juzgado?

Me anoto una paliza mental. Como se me ocurre decirles a los muchachos a dónde íbamos.

—Es gracioso, si lo vemos desde…

— ¿Ahora dónde carajos fuiste?

Observo de reojo a Amanda.

—No salimos a nada malo. Además salimos acompañados.

—Ya eres un adulto, Ted. Lo que hagas es cosa tuya. Pero Jack Hyde sigue por ahí. No me
ocultes las cosas, con un demonio.

Suspiro.

—A Amanda y a mí se nos ocurrió una cosa, un arrebato de enamorados….

Lo escucho carcajearse por la otra línea. Hombre, pero que cambios bruscos de humor.

— ¿Otro hotel? —bromea.

—Sí, pero no para lo que estás pensando. Nos casaremos en el Heathman.

Silencio.

—Dame un segundo.

Espero. Consigo oír algunas palabras sueltas, pero no un mensaje entero. Se tarda un minuto,
tal vez dos, en responder.

— ¿Casarte? —susurra.

No oigo voces al otro lado. Debe estar apartado.

—Casarnos —le confirmo.


— ¿Ese era todo el misterio?

Frunzo el ceño.

—Pues sí, creo.

—Sólo tenías que avisarme —se carcajea—. ¿Por eso salieron todos? ¿Son los testigos?

—Sí, lo son —suspiro—. Creí que ibas a estallar.

—Eres un adulto ya, niño. Solo creí que no estaban listos.

Le lanzo una suave mirada a Amanda, que me mira atenta.

—Yo creo en todo lo contrario, papá.

—Pásame a tu mujer un segundo.

Dudo un poco, pero termino extendiéndole el móvil.

—Quiere hablar contigo.

—Uy —musita.

Toma el móvil y se lo coloca en las manos.

— ¿Si? —frunce el ceño—. Eh, ¿otra vez con el temita de las piernas? Supéralo…Vale,
vale…ya entendí…Te lo prometo, sí…Eh, que no…Vale, no te alteres…Yo le digo…Que yo le
digo, dije…Vale, adiós.

Cuelga y lo extiende hacia mí.

—Cariñoso como siempre —musita en son de broma.

— ¿Qué dijo?

Extiende la mano hacia mí y me da suaves caricias.

—Cosas.

— ¿Qué cosas?

—Es un secreto —hace un puchero—. Sólo se preocupa por ti, y eso es lindo.

— ¿Volvió a sugerir que tú no me permites concentrarme como es debido?

—No —desliza juguetona el índice por mi pecho—. ¿Lo hago?


Aparto su mano de mí.

—Sabes que lo haces.

—Ustedes dos —gruñe Wallace, observándonos desde el espejo retrovisor—. Más les vale
que se calmen.

Amanda suelta una carcajada.

— ¿Ves lo que haces? —musito divertido.

Se acurruca contra mí, y así seguimos el resto del viaje.

_________________

A Amanda se le da bien hacerme esperar, así que aquí estoy. Estábamos en el centro de
actividades del Hotel Heathman, en el cual se invirtieron miles de dólares por un momento.
Pero esto era importante, ¿y que son un par de miles de nada cuando vas a casarte? Wallace
y Bobby estaban frente a mí diciendo no sé qué cosas. El Oficial Civil espera pacientemente;
William y Judith estaban con Amanda. Había mandado a comprar otro vestido que estuviese
de acuerdo a la ocasión. Ni siquiera yo sé que vestido es, y las ansias me están carcomiendo
vivo.

— ¿Y por qué decidiste casarte tan pronto? —oigo preguntar a Wallace, así que me obligo a
concentrarme en hablar con ellos.

— ¿Y por qué no? Llevamos un tiempo conviviendo, vamos a tener hijos. No veo el por qué
esperar.

— ¿Y por qué hacerlo como si tus padres estuvieran en contra?

Sonrío.

—No lo sé, solo se nos ocurrió.

— ¿A ella o a ti?

—De acuerdo, a mí. Pero ella aceptó, así que cuenta como plan de los…

Me quedo callado cuando reconozco la risa de William, que lleva a una mujer preciosa del
brazo que sonríe. Viste un vestido blanco inspiración griega, decorado con diamantillos y
gemas azules. Tiene el castaño atado en una trenza que le cuelga sobre un hombro y los
labios carmesí le combinan con el cabello. No sé cómo voy a sobrevivir si esta mujer siempre
consigue dejarme sin palabras.

—Uau —musito.

Se acerca, sujetándose del brazo de su hermano en todo momento. Cuando la tengo a


centímetros sonrío como un crío de quince años enamorado hasta el tuétano. Se contonea
hasta mí y envuelve sus brazos en el mío.

—Nada más diga acepte, creo que vas a quedarte viuda —musito—. Estás de muerte.

Se le escapa una pequeña carcajada.

—Pero yo quiero que me dures unos cuantos años, diñamos unos para siempre.

—Puede que dure, ya veremos.

La conduzco hacia donde se encuentra el Oficial Civil, que nos sonríe como si nos diera la
bienvenida.

— ¿Ya estamos listos, entonces?

Creo que es español, su acento lo delata. Amanda y yo asentimos al mismo tiempo.

—Damos comienzo al compromiso público y formal por el que —revisa en un papel—


Theodore Grey y Amanda Sandford inician un proyecto común de vida. El matrimonio es la
máxima expresión pública de amor entre un hombre y una mujer…

La voz del hombre se pierde en algún lugar de mi mente, mientras perdido solo soy capaz de
percibirla a ella y todo su esplendor y sus luces llenándome. Está deslumbrante,
despampanante, con la enorme sonrisa en su rostro y los ojos azules brillándole de alegría y
felicidad. El corazón me rebota insistentemente en el pecho, enloquecido de amor y devoción
hacia esa mujer. Comienzo a imaginar una vida de placer y armonía junto a ella, criando a
nuestras pequeñas. Las fantásticas imágenes siguen golpeándome la cabeza; la imagen de
una madre dulce cargando un bebé, uno en mis brazos y yo con las tres.

Despierto de mi ensoñación cuando Amanda me sacude el brazo.

— ¿Perdón? —musito—. ¿Podría repetirlo?

El hombre sonríe amable.

—Theodore Grey, ¿queréis contraer matrimonio con Amanda Sandford y efectivamente lo


contraes en este acto?

—Sí, lo hago.

—Amanda Sandford, ¿queréis contraer matrimonio con Theodore Grey y efectivamente lo


contraes en este acto?

—Sí —chilla.

Sonrío.

—Ahora podéis proceder al intercambio de anillos.


Judith se acerca con ellos y se posiciona junto a nosotros. Tomo el pequeño anillo de plata
que mandé a comprar para nosotros y sostengo su mano.

— Yo, Theodore Grey, te tomo a ti, Amanda Sandford, como esposa y prometo serte fiel y
cuidar de ti en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi
vida.

Deslizo el anillo por su dedo anular. Extiende la mano hacia el otro anillo y repite el proceso
conmigo.

— Yo, Amanda Sandford, te tomo a ti, Theodore Grey, como esposo y prometo serte fiel y
cuidar de ti en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi
vida.

El corazón me late como tambor al escuchar sus palabras.

—En virtud de la autoridad investida en mí por las leyes del estado de Washington, os declaro
unidos en matrimonio. Enhorabuena, podéis besaros.

Amanda salta sobre mí al finalizar las palabras, y yo la acepto encantado. Envuelvo los brazos
alrededor de ella y me pierdo en ese precioso instante donde descubro que es mía en todas
las formas posibles.

—Pueden ir pasando a firmar el acta de matrimonio.

Me separo de ella y nos encaminamos hasta la mesa, donde cada uno firmó en el encabezado
correspondiente. Así mismo pasaron nuestros testigos. Mientras William firma, nuestro último
testigo, la atraigo hacia mí y sonrío presionando mis labios contra los suyos.

—Oficialmente casados —cierro los ojos y la cubro entera con ambos brazos—. Te amo,
nena. Eres mi todo.

Ella se aferra a mí.

—Yo a ti, cariño.

Me dejo llevar por ese cosquilleo en el pecho y vuelvo a besarla, perdiéndome en los
maravillosos labios de mi esposa.

Capítulo ciento dieciocho


Punto de vista de Amanda

«Me siento tan casada», es mi primer pensamiento cuando atravieso las puertas del
Heathman. Me sujeto del brazo de Ted, mi marido, y me voy acurrucando de poquito a poquito
en sus brazos. Él me recibe y noto por el rabillo del ojo que sonríe, lo que hace que mi pecho
salte como el de una niña que le dan su dulce favorito.

—Tengo frío —musito.


Vale, no es cierto. No lo tengo, lo único que quiero es que me abrace con más fuerza. Quiero
sentir que sus brazos me cubren en su totalidad, donde me permito sentirme absolutamente
protegida por su cariño. Cuando me envuelve, suelto una carcajada.

—No era cierto, te mentí —confieso. No soy capaz de mentirle.

Él suelta una carcajada.

—Lo sé.

Evito soltar un gritito.

— ¿Cómo te diste cuenta?

—Cuando tienes frío tiemblas.

Mm, bueno. Era cierto.

—Te conozco bastante bien, pequeña mentirosa.


Río culpable y me acurro más, ocultando mi rostro en su cuello. Inhalo de su piel y me
maravillo de su magnífico aroma a Ted Grey en su capacidad máxima. Lo escucho soltar una
carcajada.

—Me haces cosquillas, así no puedo caminar.

Me río con él y me separo un poquito.

—Es que hueles bien —musito feliz.

— ¿Ah, sí? —siento que desliza una mano hacia la mía, entrelazando nuestros dedos—. ¿Se
te empieza a hacer costumbre?

—No querrás que te diga lo que a ti comienza a hacerte costumbre.

—La verdad me gustaría oírlo.

— ¿En público? —musito sugerente.

Ted chasquea la lengua.

—Hablaremos más tarde.

Suelto una carcajada y él hace que pare cuando gira mi cuerpo hasta posicionarse frente a mí.
Sujeta mi cabeza entre sus manos y sus labios reclaman los míos. Gimo cuando los
mordisquea y mis brazos ceden, rodeándolo. Mi cuerpo es un papel delgado que tiembla con
el rose de unos dedos fríos. Mi piel goza con las caricias, estallando un calor maravilloso en mi
interior. Su boca sigue moviéndose sin parar, así la mía al responderle.
— ¿Mencioné alguna vez que besas delicioso? —musito con los ojos cerrados.

—Mm —dice, mordisqueando mi labio—. Saben mejor sin labial, pero siguen gustándome.

Imito su acción.

—Puedes quitármelo —susurro con la voz melosa.

Cuando abro los ojos, veo que los suyos se tiñen de deseo. Sonrío por la pequeña victoria y
envuelvo mis brazos alrededor suyo como si nada, como si fuese un abrazo habitual de
enamorados.

—Debes aprender a ser más específica, porque puedo quitarte muchas cosas —sonríe—. Los
pendientes, por ejemplo.

—Pero no tengo pendientes —sonrío coqueta—. Tienes que ser más observador.

—Ya que hablamos de ser observador —inclina un poco la vista hacia abajo—, estoy viendo
unos pechos muy bonitos. Lo último que recuerdo de ellos es una escena bastante intensa en
un hotel —hace un gesto—. En este mismo hotel.

Me arden las mejillas. Tiene esa facilidad de palabra que me hace latir el corazón.

—Cállate —musito.

—Mm —dice—. ¿Teniendo pudor a estas alturas, mi señora?

«Mi señora». Oh, santa bendición. Solo Dios sabe cuánta emoción y felicidad me provoca
cuando me llama así, como si declarara con ellas que soy suya, tan suya como sé que él es
mío.

—No es eso —le doy dos golpecitos en el pecho—, es que siempre consigues decirlo de una
forma que…

— ¿Mm…? —baja las manos hasta mis glúteos—. No comprendo.

—Quieto, estamos en un lugar público.

Sé que podría concentrarme un poco más si sus manos no dejaran de apretarme el culo, si
dejara de mirar mi boca como un dulce. Pero sobre todo, podría concentrarme mucho mejor si
no estuviera presionando su erección contra mí.

— ¡Ted! —chillo, fingiendo estar escandalizada—. Eres un cerdo, aquí no.

Dios mío, ¿donde están estos cuatro cuando se les necesita? Podría controlarse mejor con
gente a su alrededor.

—Creí que el hotel había sido diferente —musito con la voz seca.
— ¿Y qué es suficiente entre nosotros? —dice, deslizando el pulgar por mi labio—. Dime.

Cierro los ojos y me dejo embriagar por su voz, por sus maravillosas manos acariciándome el
rostro y por su boca, su magnífica boca, que absorbe y mordisquea la piel de mis labios. Son
suaves, jodidamente suaves, y me pierdo en tantas emociones a la vez que solo consigo
envolver mis brazos alrededor de su cuello y los dedos en su cabello para buscar más de lo
que él estaba dándome.

—No tenemos que regresar a casa de mis padres —dice jadeante—. Podemos irnos a donde
sea, a cualquier parte.

No se aparta de mí, yo de él tampoco. Nuestras respiraciones chocan en una singular


coordinación.

—Tu padre nos está esperando —susurro.

—Nena, él ya está casado. Sabe perfectamente lo que una luna de miel implica —agarra mis
brazos y los tuerce con suavidad tras mi espalda—. Quiero estar a solas contigo todo el
tiempo que pueda.

—Siempre estamos a solas. Ted, necesitas rodearte de tu familia. No quiero que, por estar
conmigo, te distancies de ellos.

—No —sacude la cabeza—. No estoy distanciado, solo estoy teniendo mi propio espacio. Sin
embargo, te agradezco que…

El espacio se llena por el sonido de una garganta al aclararse. Oh, Jesús. Una distracción,
gracias.

— ¿Llegamos en un par momento?

—William —chilla.

—Relájate —sonríe—. Ya trajimos los coches.

Ted desliza las manos lejos de mi cuerpo, y siento que puedo respirar con normalidad.

—Tenemos que pasar por unas donuts, o unos pasteles —digo—. No sé, tal vez para
contentarlos.

—Um —lo escucho decir—. ¿Segura que es para eso? ¿No será que a la damita se le antoja?

—No empieces —le doy un suave golpecito con la mano en el abdomen—. Aunque sí se me
antojan.

Sonríe.

—Un par de donuts para la niña, ¿algo más?


Suelto una carcajada.

—Ya cállate, Theodoro.

—Mírala —pincha suavemente mi nariz con los dedos—. Le encanta poner apodos.

—Bueno, ya cállense —escucho a Wallace gruñir—. Vayan por esas malditas donuts y
vayámonos a casa. Tengo que madrugar.

Ted alza las manos.

—Ya, no te alteres. Necesitas casarte, hermano.

Wallace le gruñe y camina hacia el auto.

—Ted —musito—. Tienes que controlar esa lengua.

—Vámonos a un espacio privado y resolveremos este anuncio.

Escucho que William suelta una carcajada. Su comentario hace que algo en mi pecho se
sacuda, un calor que inunda mi vientre. Se acerca y succiona de mi boca, y podría morir en
sus brazos.

—Vamos por esos donuts.

________________

El coche para frente a una pequeña repostería de donuts caseros. Ya que es tarde y la
mayoría de las reposterías están cerradas, debemos parar aquí. Es una estructura hogareña y
cálida.

—Te puedes quedar en el auto si quieres, señor agrio —bromea Ted.

Wallace le lanza una mirada despectiva.

—Te patearé el culo.

—No te enojes, hermano. No sé qué rayos tienes ahora. Tienes el humor que debería tener mi
padre.

—Por cierto, ¿él que te dijo?

—No está molesto, lo cual es grandioso. Si voy a serte sincero, no esperaba que me tratara
tan alegre.

—Ustedes son idénticos. Reaccionan de manera impulsiva y como dos imbéciles.

Frunzo el ceño.
—Eh, déjalo en paz —me acurruco junto a él—. Es un hombre encantador.

Ted me recompensa con un cariñoso beso.

—Ven, vamos a comprar esos donuts —tira de mi mano, pero pongo un poco de resistencia—.
Te voy a dar dos azotes si no bajas en este instante, Amanda.

Me ruborizo un poco, pero como está oscuro no creo que pueda verme.

—Ahora —gruñe.

—Ya se te quitó lo encantador —gimoteo en protesta—. Yo me voy despacito.

—Nada de despacito —tira un poco más fuerte de mí y me saca del coche—. Se está
haciendo tarde.

— ¿Para qué? —cierra la puerta de un portazo cuando me hayo fuera del coche—. ¿Vas a
casarte con otra?

—Pensaba llevarla a casa, ¿te parece? Haríamos un maravilloso trío —pone los ojos en
blanco—. Solo a ti se te pueden ocurrir ideas como esa.

Vuelve a tirar de mi mano, esta vez para hacerme caminar.

—No soy un perro con correa —protesto.

—Dios mío, de verdad que se te da protestar por todo —me lanza una mirada divertida—. ¿La
vida de casada ya la amargó tan pronto?

Sacudo la cabeza, divertida. Este hombre.

—Venga, sonríe un poco —tira de mi mano y me estrecha en sus brazos—. Acabas conmigo
cuando sonríes.

— ¿Sabes que estás comportándote como un crío? —musito cariñosa.

—Es que estoy feliz —envuelve sus grandes brazos alrededor de mi cintura y su boca
descansa en la mía—. Me acabo de casar.

Abro la boca para contestarle, pero la suya me ocupa demasiado, de modo que acabo por
entregarme al compás de sus besos. Una pareja que sale de la repostería nos observa, y no
creo que Ted los notara porque no se detiene. Entonces separa un poco los labios y mientras
sonríe les dice:

—Es mi esposa.

Suelto una carcajada que queda opacada por su boca. Un par de luces brillantes nos enfocan,
seguido por el sonido de un claxon.
—Vamos a comprar esos donuts antes de que Wallace nos atropelle —dice.

Se aparta de mí y tira de mi mano.

—Oye —protesto—. Me has estado jalando mucho. ¿Por qué no controlas un poquitín esas
manos?

—Voy a darles un mejor uso en la noche —abre la puerta, pero permanece fuera sonriéndome
como un zorro—. Lo prometo, mi niña.

Suelto un jadeo involuntario. Aunque trato de disimularlo y controlarlo lo mejor que se me es


posible, mi cuerpo tiembla ante la promesa y expectativa.

—Mm —dice—. Creo que estarías lista sin importar el lugar.

—Ted —susurro—. Ya habíamos hablado de esto.

Él inclina la cabeza.

— ¿Eso fue antes o después de que te penetrara?

Se me dilata la mandíbula y la respiración se altera de manera inmediata. El suave tono de su


voz de seda hace que me tiemble el cuerpo, y las vibraciones del deseo azotan de nuevo mi
vientre. Era como una niebla espesa que cubre mi mente; no podía pensar en otra cosa salvo
los dos en aquella habitación de hotel. Regresaría allí de inmediato. Al carajo sus padres, los
míos.

Inmediatamente me obligo a mi misma a detener el desfile de pensamientos impulsados por el


sexo. Debo recordarme a mi misma que estamos en un lugar público. Pero sobre todo, debía
recordarme a mí misma que Theodore Grey no era como los otros hombres. Cuando era más
joven, el sexo se había vuelto mi desayuno, mi almuerzo y mi cena. Los impulsos sexuales,
combinados por la porquería de las drogas o el alcohol, me lanzaban a los brazos del primer
hombre competente para ser capaz de abrirme las piernas y penetrarme. No importaba quien,
ni la edad, ni el lugar. Incluso, la cantidad. Bien podía con uno durante el horario escolar, más
tarde con uno antes de llegar a casa, o incluso en la noche en cualquier calle mientras mis
padres me creían dormida.

Dos años alejada de esa mierda no habían sido suficiente. No me siento satisfecha en ciertas
ocasiones, pero no quiero saltar sobre él como gata en celo y espantarlo. Tenía que aceptar lo
que él quisiera darme, y él no se limitaba. Solo que yo quería más, necesitaba más, pero las
cosas que podrían gustarme dudo que a él pudiesen siquiera llamarle la suficiente atención.

Parpadeo tres veces seguidas cuando me sacude del brazo.

—Eh —frunce el ceño—. Te quedaste callada ¿En qué estás pensando?

Sacudo las manos y le sonrío.

—No es importante.
Acaricio su rostro con la mano. Corrientes eléctricas tiran de mí ante el calor de su piel con la
mía. Era el deseo. Dios mío, ha sido solo un roce de piel y es como si mi piel ardiera en fuego.

—Yo a ti te conozco —me levanta el rostro por la mandíbula—. ¿Qué no quieres contarme?

Cierro los ojos al contacto cálido de su piel.

—Nada —musito con la voz seca.

—Mm —dice—. He dormido contigo en la misma cama durante meses ¿De verdad crees que
no conozco los cambios de tu cuerpo?

Sonrío con los ojos aún cerrados.

— ¿Ves como si ocultas algo? —doy un respingo cuando sus labios chocan contra los míos—.
Hablaremos largo y tendido al llegar a casa.

Me agarra de la mano y me lleva hacia el acogedor interior. Abro los ojos y le sonríe. Este
hombre ¿Habrá alguna cosa que pueda esconderle? El corazón golpete en mi pecho como un
tambor en pleno desfile. Lo sigo calladita y tranquila directamente hacia la vitrina y dejo que él
pida por mí. Este hombre siempre está dispuesto a complacerme en todo.
________________

Ted me abre la boca con el pulgar y me obliga a masticar el donuts de crema y canela. Suelta
una carcajada, pero siento como su pulgar me obliga a mover la mandíbula una y otra vez.
Gimo en protesta, pero no me hace caso. Mordisqueo el pulgar y chupo de él. Sus ojos se
oscurecen, pero sigue vivo el brillo de un hombre feliz en ellos. Mi corazón salta de alegría y
hace algo parecido a una ovación. Es feliz conmigo.

— ¿Está rica? —pregunta.

Lo golpeo en el pecho y se aparta un poco. Cuando vuelvo a poder masticar por mi cuenta,
consigo tragar las donuts. Estaban rellenas de crema de leche, mm.

—Idiota —musito—. A veces eres como un niño.

—Me lo has dicho varias veces.

—Deberías considerar que tal vez sea cierto.

—Lo hago todo el tiempo.

Extiende las manos hacia el cinturón y se lo quita. Estira los brazos, las piernas y se acomoda,
de modo que su cabeza queda recostada de mis muslos.

— ¿Cómodo? —bromeo.

Acomoda la cabeza, cruza las manos sobre su pecho y cierra los ojos mientras sonríe.
—Te sorprendería cuanto.

— ¿Estás cansado?

—Un poco —bosteza—. Sí.

—Ya nos falta poquito para llegar —deslizo los dedos por su pelo—. Cuando demos la noticia
de nuestra boda nos despedimos para irnos a casa y así puedas descansar.

Él sonríe aun más.

—Sé por qué quieres ir a casa —susurra.

Tiro un poco de su pelo.

—Calla —musito, ahogando una risa.

—Como usted diga.

—Ah, ¿ahora eses todo sumiso, eh?

—Sí, ama.

Agito la cabeza. Comienzo a acariciar su pelo y escucho los tímidos sonidos de gratificación
que emite su boca.

—Si sigues haciendo eso voy a terminar por quedarme dormido —musita.

Suelto una pequeña carcajada.

—No te juzgaré si lo haces —muevo la rodilla a propósito y consigo darle un golpecito en la


cabeza—. Oye, ¿ya te han dicho que roncas?

Suelta una pequeña carcajada, pero luego se limita a sonreír.

—No, la verdad no —extiende su mano a ciegas hasta que consigue atrapar la mía—. Te
recuerdo que solo duermo contigo.

— ¿Y qué hay de las otras?

—Solo era sexo, nena. Solo comparto mi cama contigo.

—Si alguno de los dos cree que quiero conocer su vida intima, están jodidos —Wallace apaga
el coche—. No me interesa en lo más mínimo.

Ted abre los ojos y frunce el ceño.

— ¿Ya llegamos?
Wallace asiente desde el asiento, pero no baja del coche.

—Oye, parece que tus padres ya se fueron a dormir.

Ted salta del asiento y se acomoda. Cuando nos asomamos por la ventana, se ve el interior
de la casa completamente apagada.

—Qué raro —voltea hacia mí—. ¿Te dijo algo?

—Eh —frunzo el ceño—. ¿Por qué habría de hacerlo?

—Fuiste la última que habló con él. ¿No te dijo algo? Recuerdo que le habías dicho que me lo
dirías, lo que sea que eso significaba.

Chasqueo la lengua.

—Lo que me dijo es que le avisaras cuando vinieras de camino.

Entrecierra los ojos.

— ¿Estás segura?

Asiento frenética.

—Bueno, no me voy de aquí hasta saber por qué ni siquiera me llamaron.

Abre la puerta del coche y se baja. Le hace una seña a Wallace para que lo acompañe, y una
a mí para que no me baje. Los veo desaparecer en la oscuridad del jardín.

—No puedo creer que tu hermano se halla ido sin avisarme —protesta Ju—. Esto es inaudito.
Pero me va a escuchar.

La veo sacar el móvil de su bolso, pero casi al instante suelta una maldición.

—No tengo señal —gruñe—. Le dije a John que hay que cambiarnos de compañía. Los
hombres son tan difíciles como el infierno.

Suelto una carcajada. Escucho que abre la puerta del coche.

—Me regreso en unos minutos —sonríe—. Tengo que agarrar señal.

—Descuida, Ju. Tómate tu tiempo.

Baja del coche y camina de aquí para allá, apuntando hacia arriba con el móvil. Me
desabrocho el cinturón y me acomodo, recostando la cabeza en el asiento. Coloco las manos
sobre mi vientre de forma cariñosa, proporcionándole caricias suaves. Comencé a pensar en
los posibles nombres que podríamos ponerles. Son dos, así que hay que seleccionar dos.
¿Natasha? Agito la cabeza ¿Cómo la sobrina de Elena? Jamás. Tal vez Lucy, Quincy. No, no.
Amanda, definitivamente no. Vanessa menos. Tal vez buscar en internet sea mejor idea, pero
para eso debo tener a Ted conmigo. Es algo que debemos escoger juntos.

Me acomodo un poco mejor y continúo con las caricias mientras observo la oscuridad que se
halla fuera del coche. Comienzo a tararear una canción que sonó hace unas semanas en la
radio mientras cocinaba.

—You're my end and my beginning. Even when I lose I'm winning. Cause I give you all of me
and you give me all of you.

Cierro los ojos por un momento, pero el golpeteo en el cristal hace que vuelva a abrirlos.
Cuando me asomo, veo la boquilla de un arma apuntando directamente hacia mi cabeza por el
cristal. La sangre se me congela y no soy capaz de moverme. Las manos comienzan a
temblarme. El arma vuelve a chocar contra el cristal y obligo a mi cuerpo a abrir la puerta.
Pese a la oscuridad morbosa, el rostro de Jack Hyde sobre sale con espantoso ímpetu. Siento
como los ojos se me humedecen. Observo por encima de su hombro, pero no consigo ver a
Ted ni a mi cuñada. No hay nadie. Me cruza una loca y espantosa idea por la mente: si Jack
está aquí, y no hay nadie, él debe haberles hecho daño. Igual a Ted, A Judith y a Wallace. El
pulso se me acelera.

— ¿Qué haces aquí? —consigo decir, pero la voz deja notar mi nerviosismo.

Él sonríe, expresando su locura.

—Todos están celebrando a tus pequeños retoños, pero yo que soy tu padre no fui invitado —
me presiona el arma en la cabeza—. Espero que se trate de una lamentable equivocación.

Junto los dientes.

—No te queríamos aquí —musito temblorosa—. No sé cómo se te puede ocurrir semejante


idiotez.

Jack frunce el ceño.

— ¿Sabes qué me molesta más de ti? —apunta el arma hacia mi vientre, y siento que me
tiembla todo el cuerpo ante el miedo—. Detesto a Christian Grey con todas mis ganas y fuiste
tan idiota para embarazarte del hijo.

—Lo amo —le digo sin miedo.

Alza el arma por encima de la cabeza. Creo que va a golpearme, pero reemplaza el deseo de
hacerlo por una carcajada.

— ¿En serio eres tan estúpida? —presiona las manos en la rodilla y la carcajada se dilata—.
¿Quién carajos te dijo que el amor era una cosa real?

—Obviamente no viene de ti. Eres el ser humano más despreciable que conozco.

Sus ojos se oscurecen por el enojo y acaba por golpearme contra el coche, presionando la
mano contra mi cuello y el arma contra mi vientre. Abro los ojos asustada y el corazón me late
demasiado rápido.

—No lo hagas —musita llorosa—. Por favor, papá.

Cierro los ojos y hago acoplo de mis fuerzas para golpearlo en el rostro. El dolor sacude mis
nudillos, así que le he dado. Pero, cuando abro los ojos, la escena me deja fría. Estoy en el
interior del coche, sudorosa y temblorosa, pero Ted se halla en el suelo soltando quejidos. Me
tiembla demasiado el cuerpo y estoy totalmente desorientada. A la única conclusión a la que
puedo llegar es que todo ha sido una pesadilla.

— ¿Ted? —musito jadeante.

—Tienes la puta mano pesada —gimotea.

Me cubro la boca con ambas manos.

— ¿Te golpeé?

Hace un movimiento extraño, pero consigue sentarse en el suelo. Se está cubriendo la nariz
con la mano y puedo deducir por su expresión que es grave.

—Oh, no —musito.

Salgo del coche, aun temblorosa y sudorosa, y me dejo caer al suelo junto a él. Aparto su
mano y noto la poca sangre que se escapa de sus fosas nasales.

—Oh, Dios —chillo—. Lo siento, no quise.

—Tal parece que ya iniciamos con la violencia doméstica, ¿eh? —sonríe un poco—. Con un
carajo. Golpeas como hombre.

Me vuelvo a cubrir la boca con las manos y siento la fría humedad de mis lágrimas correr por
la piel de mi rostro.

—De verdad lo siento —lloriqueo—. No quería lastimarte.

Siento que me cubre con su cuerpo, y no sé cómo consigue hacerlo con la nariz lastimada.

—Te quedaste dormida —dice suavecito—. ¿Tuviste una pesadilla?

Asiento.

—Jack —suspira—. ¿Cierto?

—Estaba muy asustada —chillo—. Me iba a disparar en el vientre. Me dio mucho miedo.
Quise golpearlo para separarlo de mí —gimoteo—. Lo sentí tan real.

—Sh —desliza sus largos dedos por mi pelo y el temblequeo de mi cuerpo desaparece un
poquito—. Está bien. No te asustes.

—No quise golpearte.

Suelta una carcajada.

—Oye, descuida. Si me duele un poquito, pero ya se me pasará.

Me aparto un poco de él y lo miro a los ojos.

—Lo siento —musito.

Él sonríe.

—Encontré a nuestros padres —aparta la mano de su nariz y veo la sangre en su palma. Se


me comprime el pecho—. Estaban en el jardín. Apagaron las luces para que los periodistas
pensaran que estaban dormidos. Los coches están en el hangar.

— ¿Periodistas? —frunzo el ceño—. ¿Y caben todos los coches.

Ted asiente.

—Papá fue seleccionado como empresario del año. Otra vez —vuelve a pasarse la mano por
la nariz. Sigue botando sangre—. Tendremos una fiesta en unos días. ¿Qué maravilla, no?

—Olvida eso. Hay que ir a dentro para curarte.

—Presta atención, mujer —toma mi mano con su mano libre—. Será la primera fiesta a la que
asistiremos casados.

—Ted, eso no es importante ahora. Estás perdiendo…

—Estamos hablando de que todo el mundo va a conocerte como mi esposa. Esto es


importante.

—Importante es curarte, eso, y es ya.

—No es que quiera recordártelo, pero de verdad golpeas como hombre.

Dejo caer un poco la cabeza.

—Ya te dije que lo sentía.

—Olvídalo —se impulsa con ambas piernas hasta que consigue ponerse en pie—. Vamos a
adentro. Vas a tener que curarme, pequeño canguro.

Sonrío culpable y me acurruco contra él antes de caminar hacia el jardín.


Capítulo ciento diecinueve
Punto de vista de Amanda

Me escondo tras la ancha espalda de Ted, un poco nerviosa. Ana está histérica, literalmente
histérica, por el golpe en la nariz. Estoy esperando el momento en el que Ted explique que he
sido yo la del golpe. Quisiera tener una puerta tras mi espalda para escapar. Supongo que él
ha previsto mi deseo, porque estamos casi pinchados en una esquina.Mierda.

—Yo estoy bien, mamá —lo oigo decirle por milésima vez.

Hago una mueca y me oculto un poco más. Extiende una mano hacia mí, pero no consigue
alcanzarme.

—Pero mira qué golpe tienes, Theodore Grey ¿Cómo rayos te lo conseguiste?

Alzo un poco el rostro, observando a Ana por encima del hombro.

—Fue mi culpa, perdón —musito con rapidez.

Ana parpadea tres veces. Ni una más, ni una menos.

—Tuve una pesadilla —me apresuré a explicar—. Lo golpeé sin querer…

—Yo le explico —me interrumpió Ted—. Se quedó en el coche, se quedó dormida, fui a
despertarla y me golpeó. El golpe era para el Jack de sus sueños, pero tengo la mala
costumbre de meterme en donde no me llaman.

—Lo siento —me disculpo.

—En serio, ya cállate. Comienzas a aburrirme.

—Es que no fue mi intención.

—Amanda, ya lo hablamos. Cállate.

Frunzo el ceño.

—Eres un bruto.

—No soy yo quien reparte golpes dormida.

—Ya te pedí disculpas —gimoteo.

Veo que pone los ojos en blanco.

—Oye, mamá ¿Papá todavía tiene lo de primeros auxilios en su oficina?

Ella asiente sin emitir palabra alguna. Ted me agarra de la mano y nos acercamos hasta la
casa a oscuras.
—Tengo la impresión de que tu madre está un poco molesta conmigo, lo cual no me hace
feliz. De hecho, en la escala del uno al diez, estoy en cero.

Él suelta una carcajada.

—Si esto te hace gracia, estoy ansiosa porque pruebes que tan buena es una patada en los
huevos.

—Ya sé como es. Tenía diecinueve, besé a una chica de dieciséis en frente de su novio.
Primero fue golpetazo en el ojo, luego el casi interminable dolor en los testículos —tira de la
puerta y la abre—. Mi familia está acostumbrada a verme con golpes.

—Esas cosas pasan cuando andas de pica flor.

—Si no hubiese sido de esa manera, tal vez no estuviéramos a este nivel. Ya sabes a lo que
me refiero.

Cuando se gira hacia mí, noto que sonríe como un ladrón que acaba de conseguir su botín.
Me remojo los labios, deseosa por volver a probar su boca.

—Te refieres al hecho de que me acosaste sexualmente, supongo —musito en broma.

Veo que hace una mueca a son de broma mientras tantea la pared para encender la luz.
Cuando consigue encenderla, gira de nuevo hacia mí.

—No recuerdo que te acosara sexualmente. De hecho, creo que desde tu punto de vista eso
fue lo que sucedió. No desde el mío

— ¿Y qué fue lo que sucedió, según tu punto de vista?

—Lo pasamos bien, es todo.

—No hicimos nada hasta, um, dos meses después. Y porque me dio la gana de volver.

Él sonríe.

—Te querías ir —me señala con el dedo índice—. Si mal no recuerdo.

—Bueno, más o menos. Quería evitarme de problemas.

— ¿Recuerdas lo que me dijiste por teléfono antes de marcharte?

— ¿Adiós? —bromeo.

Él se acerca como león a su presa.

—«Soy mala para ti» —susurra—. «Ni siquiera sería buena como amiga» —sonríe cuanto tira
de un mechón de mi pelo—. «No puedo. Te deseo, Ted» —cuando se acerca, su respiración
golpea directamente en mi boca. Aún tiene el aliento cargado de alcohol—. «Te deseo desde
el primer día que te conocí. Sucumbir a la tentación es demasiado para mí».

—Um —deslizo el dedo por sus labios—. Qué buena memoria tienes. Ni yo lo recordaría tan
preciso.

—Las recordé todos y cada uno de los días durante esos dos meses —me sujeta de la
cintura—. No tienes idea de cuantas noches me masturbé pensando en ti.

Parpadeo, pero la quemazón por el rubor en mis mejillas termina por delatarme.

—La mayoría de las veces estaba borracho —sonríe.

Algo se mueve en el sofá, puedo verlo desde aquí. Al prestarle toda mi atención, Ted acaba
por dirigir su mirada en la misma dirección que la mía. La mata de pelos rojo me hace temblar
y retroceder.

—Jack —jadeo asustada.

El recuerdo de la pesadilla me altera. La boca se me seca y siento que la sangre deja de fluir
por un instante.

—Óyeme, no —William se alza por encima del sillón—. Acabo de escuchar a tu novio decir
que se masturbaba pensando en ti —alza las manos—. Necesitaré terapia después de eso,
pero puedo perdonarlo. Pero no vuelvas a llamarme Jack o vamos a tener una gran pelea.
Una muy seria, señorita.

Tengo el pulso acelerado, pero mi cuerpo se relaja un poco con las suaves caricias de Ted en
mis brazos desnudos.

—Esposo —le digo con la voz seca—. Ted ahora es mi esposo. Y ya no soy señorita.

—Amanda, no lo empeores.

— ¿Y qué haces adentro como un ladrón? —pregunta Ted.

Adriadna se alza temerosa por encima del sofá. Ted da un paso adelante, listo para sacar a la
fiera celosa.

—Antes de que explotes, solo estábamos hablando —mira a mi hermano de reojo—. Ella está
lista, dile.

Ted frunce el ceño.

—Adriadna Kavanagh, si es que estás embarazada…

—No —le guiña el ojo—. Todavía no. En fin —se pone en pie y da saltitos hasta Ted—. Tú y
yo iremos a dar un… —abre los ojos como plato—. ¿Pero qué ostias te pasó en la cara?
Gimoteo en modo de protesta y me cubro el rostro con la mano. Oigo la risa de William en el
fondo.

— ¿Se lo hiciste tú? —me cuestiona—. ¿Qué tienes en contra de las narices?

—Tú cierra la boca.

—Recuerdo la patada que me diste. Hubo una fractura pequeña, por si te interesa saber.

—Te dije que cerraras la boca, William Hyde.

—Eh, para. Ya te estás pasando.

De cruzo de brazos, frustrada mientras Adriadna le revisa el golpe de la nariz.

—Hay que curarte eso —me lanza una mirada fría—. Necesitamos hablar luego.

Me encojo de hombros, pero Ted se la lleva del brazo hacia el despacho de su padre. Oh, no.
Era lo que me temía. Respiro profundamente por la boca, intentando evitar un ataque de
pánico. El silbido de mi hermano es lo que consigue evitarlo.

— ¿El golpe por qué fue? —frunce el ceño—. ¿Discutieron?

—No, es —sacudo las manos en el aire— otra historia.

—Bueno, ya que Adriadna se fue hay mucho más espacio en el sofá —hace una seña con las
manos—. Ven.

Estoy demasiado cansada de esto como para negarme, así que termino por desplomarme en
el sofá como si cargara por horas algo realmente pesado. William estira sus largos brazos
alrededor de mí y me dejo abrazar por mi gemelo.

—Te ves tensa —me da un beso en el pelo—. No estabas así de tensa en el hotel.

—Me siento un tanto inquieta. ¿Jack no te hace sentir así?

—Imaginé que irías por ahí. ¿Te refieres al hecho de que no se ha dado a ver?

Asiento.

—Bueno, Rory. Claro que me inquieta, pero eso no debe inquietarte a ti. Por tu estado
debes…

—Ya lo sé, pero te juro que no puedo. Me levanto todos los días con un mal sabor de boca. Yo
sé que a Ted le pasa exactamente lo mismo, pero no quiere decirme para que no me altere.

Will me toma de la mano y me da suaves caricias en ella con el pulgar.

—Tu marido te tiene más protegida que a la reina de Inglaterra. Dudo que Jack pueda llegar a
estar siquiera a un metro de ti.

—No exageres. Generalmente nos acompañan dos hombres.

—Amanda, como mínimo los acompañan seis. Los otros cuatro ni siquiera tú los notas.

—Mm —digo. Me pregunto por qué Ted no me lo ha comentado.

—Pero no solo estás tensa por eso ¿Me quieres contar?

Suelto un suspiro.

—Me quedé dormida en el coche. Tuve una pesadilla. Jack… —me estremezco—. Bueno,
él…

Me veo obligada a callar. Recordarla de nuevo me ponía los nervios de punta.

—No me quería matar a mí —replico con la voz seca—. Quería matar a mis bebés. Era…

Vuelvo a callar. Abro ligeramente la boca y respiro profundamente. Comienza a dolerme el


pecho y me pregunto vagamente si es normal. Las manos me tiemblan, pero no puedo
controlarlas. El temblequeo comienza a extenderse por todo mi cuerpo.

—Es un simple ataque de pánico —me toma de ambas manos—. Solo respira.

Doy grandes bocanadas de aire y la calma regresa a mí con profana lentitud.

—Entiendo que estés preocupada, pero estás ahogándote en un vaso de agua —cubre mi
rostro con sus manos y me hace mirarlo fijamente al par de ojos exactos a los míos—. Ni Ted,
ni Christian ni yo vamos a permitir que te toque un pelo. Ni a ti ni a los bebés. Trata de
calmarte un poco. No te está haciendo bien.

Asiento frenética.

—Adriadna dijo que debías decirme algo —digo, intentando cambiar el tema.

—Sí, tengo que hacerlo —me da un beso en la frente y se aparta un poco—. No sé como
decírtelo.

— ¿Tiene algo que ver con las drogas?

William suelta una maldición.

— ¿El niño Grey te lo dijo, eh? Parece que no se podía quedar callado.

—No, él no me dijo nada.

— ¿Entonces como te enteraste?


—Porque te vi irte al jardín, después Ted te siguió y salieron a los pocos minutos. Cuando fui
al jardín vi la droga. Ted no la consume, así que debía ser tuya.

Sonríe.

—Eres una chica lista.

—Una chica lista muy sentida —busco su mirada, que esquiva la mía—. Soy tu hermana. ¿Por
qué no me dijiste?

—Tú tienes problemas.

—Soy tu hermana. ¿Por qué no me dijiste?

Él frunce el ceño.

— ¿Por qué me lo repites?

—Porque soy tu hermana y debiste decirme, punto.

—Estás con tus problemas.

—Ben, eso no importa. Todos tienen problemas. Hay veces en que sí, siento que se me cae el
mundo encima, pero solo dura un momento.

—Te acaba de dar un ataque de pánico. Estabas casi trasparente.

— ¿Y qué es un pequeño ataque de pánico entre hermanos? —suspiro—. ¿No confías en mí?

—Lo hago, totalmente.

— ¿Entonces?

Permanece callado por unos segundos.

—Voy a ingresarme en un centro de rehabilitación en Illinois durante tres meses.

La noticia casi se asemeja a un golpe en la cabeza.

— ¿Por qué tan lejos? —chillo.

—Quiero cambiar de aires —suspira—. Quiero quitarme todo esto del cuerpo. Traje droga a
una celebración familiar ¿No te parece que ya estoy bastante mal?

—Entiendo —suspiro—. ¿Cuándo te vas?

—Mañana en la mañana.

Suelto una protesta en danés. William solo ríe.


— ¿En qué idioma estás hablando?

—Danés —gimoteo—. ¿Por qué tan pronto?

—Yo de verdad, de verdad, quiero sacar toda esta mierda que tengo encima. Me cuesta
infiernos enteros dormir.

— ¿Tiene algo que ver con la prima de Ted? —bromeo.

William solo consigue ruborizarse un poco.

—No te creo —chillo—. ¿Te gusta?

Inclina un poco la cabeza.

—Es una persona muy interesante, dulce, con un magnifico sentido del humor y es
excesivamente comprensiva. Estaba conversando con ella sobre internarme.

— ¿Y qué tal?

—Pues —sonríe—. Dijo que iría conmigo.

— ¿Estás de broma? —chillo—. Eso es muy dulce. Además que desde la distancia se le nota
que está loquita por ti.

El rubor en sus mejillas es un poco más notable.

—Ya cállate —balbucea.

Me deslizo por el sillón hasta conseguir acurrucarme en sus brazos otra vez.

— ¿Quién lo diría? Los Hyde liados hasta el tuétano con los Grey. La ironía está en todos
lados.

—Bueno, ella es una Kavanagh.

—Ajá, pero también es una Grey. De esa no te escapas, pillín.

Él suelta una carcajada de niño.

—No solo voy por mí, Rory. También voy por ella, porque no quiero que eso sea un obstáculo
para que su familia me acepte —me aprieta mas contra él—. Y voy por mi preciosa hermana.
Porque necesito recuperar veinte años enteros, pero quiero hacerlo bueno y sano.

Los ojos se me humedecen un poquito.

—Ya verás que lo haremos, Will —me aferro un poquito más—. Te quiero.
Él me da un beso en el pelo.

—Te adoro.

Me escondo en su cuello, inhalando su singular olor a yerbabuena.

—Hueles a anciano —bromeo.

—Eh, eso fue culpa mía —musita Adriadna.

Ted la trae envuelta en un abrazo rarísimo, pero tierno. Ella consigue escapársele ágilmente y
lanzarse sobre el sofá. Yo me pongo en pie y camino hacia él, que me recibe con sus grandes
manos en mi cintura.

— ¿Ya estás curado? —le pregunto.

—Tuve una enfermera loca, pero consiguió el objetivo.

Sonrío.

—De verdad lamento el…

Ted consigue hacerme callar presionando sus deliciosos labios de dios griego en los míos.

—Te has disculpado tantas veces que he perdido ya la cuenta.

—Es que yo…

Presiona el dedo índice contra mis labios, pero consigo morderlo.

—Me duele muchísimo menos. La abuela ya se encargará de darme algo para el dolor.

—Entonces te duele.

—No golpeas nada suave, mi amor.

—Diría que lo siento, pero parece que eso comienza a irritarte.

—Sí, algo —sonríe—. En cierta forma me da mucho alivio. Sé que sabrías como defenderte.

—Básicamente me crié en la calle. De que sé hacerlo, sé hacerlo.

Su sonrisa se ensancha.

—Y vaya que lo haces muy bien —musita con la voz ronca.

—Calla.

—Quisiera que me acompañaras a un lugar.


— ¿Sabes que ya nos hemos escapado demasiado, verdad?

—A donde quiero que vayamos es aquí mismo. No iremos tan lejos.

Aparto sus manos de mi cintura y le entrego las mías.

—Entonces puedes llevarme a donde quieras.

— ¿Incluso si eso supone ir a una habitación?

—Los estamos escuchando —murmura William.

Ted suelta una carcajada.

—Nos va a tomar solo unos minutos. Debo regresar al jardín a calmar a mamá.

_____________________

Ted abre para mí la puerta de su antigua habitación. No consigo comprender el por qué
estamos aquí, pero de todos modos permito que la tranquilidad de este lugar me inunde. Me
siento en la cama. Me duelen los pies.

—Tengo buenos recuerdos de esta cama —me dejo caer sobre ella—. Sigue siendo muy
cómoda.

Ted suelta una carcajada y tira de mi mano, obligándome a ponerme en pie.

—No te traje para acostarnos en la cama —me envuelve entre sus grandes brazos—. No aun.

—Eres un aguafiestas —ronroneo.

—Quiero que veas algo —sigue tirando de mí hasta la ventana, posicionándome detrás de
mí—. ¿Qué vez?

Frunzo el ceño, confundida.

—Veo a tu familia —entrecierro los ojos—. La mía igual. ¿Cuál es tu punto?

—La última vez que estuvimos en esta habitación, lo único que realmente querías era una
familia con la que vivir tranquila —siento su mejilla juntarse con la mía y sonrío—. Yo te había
prometido que la tendríamos.

—Cierto —musito encantada.

Doy un respingo cuando sus manos envuelven mi vientre.

— ¿Notas todo lo que ha cambiado? —me da un beso en el cuello—. De no tener una madre,
ahora tienes dos. Sucedió lo mismo con tus hermanos, tu padre está bien, estamos
embarazados y acabamos de casarnos. ¿Es suficiente para ti?

—Ted, el simple hecho de tenerte ya es más que suficiente.

Parpadeo con rapidez cuando sus manos agiles giran mi cuerpo. Agarra mi rostro con ellas y
me besa. Mi cuerpo se sacude ante la delicia de su boca. Cierro los ojos y disfruto de él, de
sus manos tocándome, de su boca tomándome.

—Dije que íbamos a tardarnos unos pocos minutos —jadea—, así que olvídalo.

—Sigo pensando que eres un aguafiestas.

—Lo siento, nena. La luna de miel tendrá que posponerse.

— ¿A estas alturas del juego vas a imponer la abstinencia?

—Luna de miel es luna de miel. Hay que aguardar.

—Tu padre no va a permitir que vayamos ni de aquí a la esquina.

—Mi señora, yo ya no soy un crío. Usted tampoco. No necesitamos pedirle permiso a nadie
para pasar nuestra luna de miel en el lugar que nos plazca.

— ¿Y ya tiene una idea del lugar al que le gustaría ir?

—A decir verdad, tengo la idea en la molleja.

— ¿No piensa compartir la información?

Agita la cabeza.

—Qué bonito —gruño.

—Será una sorpresa, mi señora.

—Bueno, bueno. No intentaré hacerte hablar porque no vas a ceder.

—Me conoces bastante bien.

Abro la boca para hablar, pero en lugar de las palabras lo que se me escapa es un bostezo.

— ¿Ya estás cansada? —pregunta cariñoso.

Asiento.

—Entonces vamos a despedirnos.

— ¿No quieres quedarte a festejar con tu familia? Casi no estuvimos en la casa.


—Ya nos reuniremos después.

— ¿Pero no quieres?

—Sí, pero tú estás cansada.

—Yo me quedo aquí. Descanso un poco y luego bajo.

—No, nos iremos a casa.

—Hazme caso y no discutas.

Él parece dudar.

— ¿Estás segura?

Asiento.

—Está bien —mordisquea mi labio—. Vendré en un rato.

Me da un último beso antes de marcharme. La habitación queda a oscuras, pero para mí está
bien. Me siento incapaz de dormir si hay demasiada luz. Me recuesto sobre la cama y me
acurruco con una almohada. Los párpados me pesan, así que cierro los ojos. A medida que mi
mente se serena y mi cuerpo cae ante el sueño y la pesadez, creo escuchar la voz de Jack
susurrarme buenas noches.

Capítulo ciento veinte


Punto de vista de Ted

Hay un gran escándalo en el jardín, todos tomando y comiendo mientras platicaban y reían sin
parar. Me cubro ligeramente la nariz con la mano hasta poder alcanzar una servilleta, con la
que me limpio la sangre que vuelve a salirme de las fosas nasales. Ni siquiera quise
comentarle a Amanda que tanto dolía el golpe, porque, joder, dolía como los mil demonios. Ya
se sentía bastante culpable, y estaba muy alterada por esa pesadilla. Dormir le sentará muy
bien. Además, me siento tranquilo solo por el simple hecho de saber que hay más de una
docena de hombres frente a la casa.

Jack Hyde no podrá acercarse a nosotros esta noche.

En la mesa de las bebidas hay un par de copas de vino. Parece que la fiesta es para largo,
porque han sacado las mesas y sillas y han preparado el jardín para una reunión que durará
hasta el siguiente día. Papá no es mucho de amanecerse en fiestas. No sé cómo va a
levantarse temprano para ir al trabajo, porque este hombre no descansa. Agarro una de las
copas y le doy un trago. Joder, que delicia. Creo que he tomado demasiado por esta noche,
pero así está bien. Además, no puedo despreciar la maravilla de vino que papá ha comprado.
Tal vez le robe una botella. Deben venir de muerte con una pasta preparada por Amanda.

La copa de vino casi se me cae de la mano cuando Ava me salta encima. Está de maravilla
con el cabello atado elegantemente y el vestido negro. Viste para impresionar, según su punto
de vista; yo opino que arrancará corazones del pecho por un ataque al corazón. Así es Ava
Coqueta Grey ¿Qué puedo hacer yo?

—Te has estado escapando mucho esta noche, señor.

Santo Dios, está hasta la raya de borracha.

— ¿Por qué tomaste tanto? —le cuestiono.

—Solo me tomé una copa de vino. Bueno, dos.

—Ava, tú no sabes tomar. Te emborrachas muy rápido. Necesitas un café.

—No me gusta.

La sujeto de la cintura y la llevo hasta la mesa donde están sus padres. Allí está tía Mía que
me aprieta con fuerza, lo que me hace sentir culpable. No le he hablado desde que llegamos.
Ava se desploma en el asiento.

—Si no quieres ese café, toma agua. Mucha agua, ¿entendido?

— ¿No puedes evitarlo, verdad?

— ¿Evitar qué?

—El intentar siempre decirnos que hacer a Adriadna y a mí.

—Yo solo intento cuidarlas —ella extiende la mano hacia la copa de vino, pero se la
reemplazo ágilmente por una que contiene agua—. Son un par de señoritas muy inquietas.

—Mira —coloca la copa y agarra la que contiene el vino—, no soy yo quien se escapó dos
veces de la misma cena.

—No estamos hablando de mí, señorita.

—Ya sé.

Le da un trago al vino, sonriéndome victoriosa. Qué más da, me rindo, así que agarro una
copa y tomo con ella.

— ¿A dónde fuiste esta vez?

—Al Heathman.

Ella frunce el ceño.

— ¿A dónde fuiste antes?


—Al Heathman.

Ava suelta un silbido.

—Con una no fue suficiente, ¿eh?

Extiendo el brazo para tomar otra copa, dejando la vacía sobre la mesa, pero consigo
quitársela.

—En primera, señorita, no tengo por qué responder a eso. Segundo, fui al Heathman a
casarme.

—Ay, sí —intenta quitarme la copa, pero no le doy la oportunidad—. ¿Quién tomó demasiado
ahora?

Le extiendo la copa con agua.

— ¿Alguna vez te he mentido?

—Ted —gimotea—. Déjate de niñerías.

—Te estoy diciendo la verdad —veo que coloca la copa sobre la mesa e intenta tomar la
otra—. ¿Pero qué insistencia la tuya en tomar?

— ¿Y cuál es la tuya en no dejarme?

—Ya van cuatro, Ava —gruño.

—Bueno, ya. Si es cierto que te casaste, quiero una prueba.

Extiendo la mano hacia ella, mostrándole el aro de matrimonio. Suelta un chillido y se lanza
sobre mí, sentándose en mis piernas.

—Qué desgraciado eres. No me invitaste, ¿y tienes el descaro de tratarme como si yo fuera la


irresponsable?

Hago una mueca, que acaba por convertirse en una sonrisa. Vuelvo a rendirme y le entrego la
copa, a la que le da un largo trago.

— ¿Por qué te casaste sin decirnos?

Agito los hombros.

—Así son los enamorados —la envuelvo en mis brazos cariñosamente. Ava y yo éramos muy
distintos, pero es mi prima. La adoro—. Hacemos estupideces cuando nos enamoramos.

—Uf, yo no. Lo siento.

— ¿Qué no haces idioteces con tu novio? —le doy un trago al vino—. Por cierto, hace mucho
no lo veo.

—Se fue unas semanas con su abuela, parece que está bastante enferma. No vamos a
terminar, si es lo que piensas.

Suelta una carcajada de borracha, pero enseguida se le pasa.

—Oye, ¿qué te pasó en la nariz?

—Nada importante —tomo un poco más de vino—. Estoy bien.

—Fue tremendo golpetazo, ¿verdad?

—Más o menos, descuida.

—Te golpean muy a menudo, ¿eh? —deja la copa en la mesa; tal parece que el alcohol se le
estaba subiendo en serio—. ¿Ya tienes pensado que nombres ponerles a las nenas?

—Aún no lo hemos pensando. Nos enteramos hoy, Ava.

Suelta un bostezo.

— ¿Tienes sueño? —bromeo.

—Soy dura como una roca —se acurruca contra mí—. No te creas. Yo sí re…

Su cuerpo cede totalmente ante el alcohol y acaba dormida sobre mi pecho.

—Perfecto —musito.

Escucho a tía Mía soltar una carcajada.

—No creo que Eliot y Kate vayan a irse temprano —dice—. Tal vez Christian te permita
recostarla en alguna habitación.

— ¿Ves? —la muevo de manera que puedo sostenerla en los brazos al pararme—. Por eso
no quise dejarla tomar. Tu hija y tus sobrinas van a acabar conmigo.

La sostengo con más cuidado y me la llevo en los brazos hacia una de las habitaciones
vacías. Me aseguro de que esté bien cubierta porque está haciendo frío. Antes de bajar paso
por mi antigua habitación, donde veo a Amanda total y profundamente dormida. La luz de la
luna la golpea sobre la piel, que parece brillarle. Tiene el semblante tranquilo y sereno, feliz, lo
que me relaja bastante. Salgo sin hacer ruido y vuelvo a bajar hasta el jardín. Camino junto a
Phoebe, que está sentada en la mesa con mamá y papá. Está comiendo frutas picadas, su
merienda favorita en todo el mundo. Envuelvo los brazos alrededor de ella por detrás y le doy
un beso en el pelo.

—Te tardaste —me acusa.


—Estaba llevando a una Ava muy borracha a una habitación.

—No, antes, cuando fuiste por las donas. Bueno, las supuestas donas.

—Sí traje las donas, William las bajó.

—Las donas fueron una fachada muy descarada ¿Para qué saliste realmente y con tanta
gente?

Uf, Phoebe. ¿Alguna vez podría ocultarle algo?

—Fui al Heathman a casarme —le susurro en el oído.

— ¿A casarte? —chilla con fuerza—. ¿Te casaste?

Veo disimuladamente la obscena cantidad de ojos que giran hacia nosotros.

— ¿Saliste de aquí para casarte y no le avisaste a nadie?

Me aparto de ella y me cruzo de brazos.

—Perdón, mamá —me burlo.

—La ingrata de tu esposa, ¿dónde está? Se hace llamar mi mejor amiga y no me cuenta nada.
Pero que bestias son los dos —se gira hacia papá—. Apuesto a que tú lo sabías, papá.

Él se encoge de hombros.

— ¡Christian Grey! —chilla ella y mamá.

— ¿Qué? —gruñe—. Me enteré cuando iba de camino. ¿Qué iba a hacer yo?

Mamá le da un golpe en el hombro

— ¿Y qué esperabas para decirme?

—Ana, tu hijo no es un niño. Reclámale a él.

—Son dos criaturas exactamente iguales.

Él intenta acercársele, pero mamá se aleja.

—No me tienes muy contenta.

—Él fue quien quiso casarse, yo no tuve nada que ver.

—Pero pudiste decirme —sus ojos se humedecen—. Quería ayudar con los preparativos de
una boda tan preciosa como yo la tuve.
Sonrío enternecido y camino hasta ella, envolviéndola con mis brazos.

—Solo fue una boda civil, mamá. Más adelante tendremos una por la iglesia, así que podrás
asfixiar a Amanda todo lo que quieras con ideas.

Oigo un pequeño escándalo un poco más alejado de nosotros y no tardo en descubrir que
sucede. La familia de Amanda se lanza sobre ella antes de que llegue al jardín. Tiene los ojos
pequeños de recién levantada y el recibimiento parece alterarla un poco. Veo que se enfrasca
en una conversación agitada con ambas madres, su padre y su hermano. Uf, nena. Buena
suerte.

—Nada más deja que llegue a la mesa —Phoebe le da un trago a la copa que contiene jugo
de naranja, su favorito—. Tendrá que venir.

Le hago una mueca.

—Déjala tranquila. Yo se lo propuse, ella solo aceptó.

—Ya eso la vuelve tan culpable como tú.

— ¿Cometí un delito al casarme?

—No me avisaste. Escogiste a cualquier fulano para que fueran tus padrinos, pero no a tu
hermana.

Mamá me da dos golpecitos suaves en los brazos.

—No estoy diciendo que hicieran mal. Son adultos, mi niño, pero nosotros somos tu familia.
Casarte a escondidas es como si nosotros no apoyáramos la relación que tienes.

—Y si lo hacemos, maldito ingrato —gruñe Phoebe.

Papá levanta la copa de vino en señal de aprobación.

—No lo hicimos con esa intención, se los puedo dar por asegurado. Y no me traten como un
niño impulsivo, señores Grey, porque puedo apostar todo lo que tengo a que ustedes han
hecho locuras peores.

Papá vuelve a alzar la copa.

—Por eso naciste, muchacho.

—Christian —musita mamá.

Phoebe y yo soltamos una carcajada. Él me ofrece una copa, que acepto de inmediato.

—Tenemos que brindas —extiende la mano hacia la copa de mamá, que le cambia el vino por
el agua—. Brinda con eso, nada de alcohol.
Mamá agita la cabeza ¿Qué te sorprende? Es Christian Grey.

—Brindemos por mi hija —extiende la copa hacia Phoebe—. Porque se encuentra en mucho
mejor estado de salud —le sonríe—. Te amo, nena.

Ella extiende la copa hacia él, sonriendo y llorosa. Basta, me harán llorar. Él extiende la copa
hacia mí.

—Por ti, hijo —me mira cariñoso—. Porque te convertiste en un buen hombre, porque
formaste una familia y eres feliz. Y por mis nietas, claro. Dos pequeñas más.

Veo que desvía la cabeza hacia mis pequeños hermanos, que juegan felices con mis abuelos.

—Por mis otros dos hijos, Démitri y Nadelia —extiende la mano hasta el vientre de mamá, a
quien le sonríe—. Por mi pequeño que viene en camino —acaricia el rostro de mamá—. Por ti,
mi Ana. Porque siempre fuiste tú.

—Por ti —agrego—. Porque eres el mejor padre en este mundo.

Papá deja caer un poco el rostro y veo rastro de unas lágrimas que se escapan traviesas de
sus ojos. De doy dos golpecitos en el hombro y le doy un abrazo.

—Me harán llorar, muchas gracias —digo.

Phoebe y mamá sueltan una carcajada. Le damos un trago a nuestras correspondientes copas
y el silencio se hace por un rato. No nos hace falta hablar, estábamos bien así. Nos
comunicábamos y nos complementamos muy bien incluso sin soltar palabras.

Amanda es la única capaz de provocar un escándalo.

—Ayúdame —gimotea.

Corre como una niña y se acurruca en mis brazos. Sonrío antes de darle un beso en el pelo.

— ¿Qué tienes? —le pregunto.

—Mis madres están a dos segundos de colgarme. La idea de la boda fue principalmente tuya,
así que habla con ellas. Um, temo decirte que mi papá quiere hablar contigo. Él no es fácil de
esquivar, créeme.

—Ve —Phoebe fulmina a Amanda con sus penetrantes ojos grises—. Yo tengo cosas que
hablar con tu esposa.

La mención de la palabra esposa me hace sonreír.

—No seas muy dura con ella, lanza fuertes puñetazos.

Amanda me golpea en el brazo.


—No es gracioso.

—Lo siento —le doy un casto beso en los labios—. No voy a tardarme.

—No seas demasiado seco con él, lo considera una falta de respeto. Pero tampoco seas
demasiado amable, lo considera empalagoso y desesperante.

Frunzo el ceño.

— ¿Exactamente cómo debo tratarlo?

—Sólo sé agradable, pero no exageres. Sé suave, es todo.

—Veré como utilizo todos esos datos.

Me doy la vuelta para marcharme, pero me detiene por el brazo.

—Ted, él es mi papá. Para mí es muy importante que sigas agradándole y me da miedo que
por esta locura nuestra cambie la idea que tiene sobre ti.

—No te preocupes, no haré nada que pueda arruinarlo —le acaricio el pelo—. Quédate
tranquila.

Me aparto de ella y camino hacia Bruno, intentando recordar lo que Amanda me había dicho.
No muy seco, no muy amable. Solo agradable. Suelto un suspiro seco cuando él me mira.

—Señor —digo.

Mierda, creo que ha sido demasiado seco.

—Amanda me dijo que quería hablar conmigo.

Él sonríe y le hace una seña a su esposa, Stella, para que se acerque.

—Sé que mi hija debe haberle dicho de cosas —dice—. A diferencia de lo que cree, no pedí
hablar con usted para nada negativo.

Suspiro aliviado.

— ¿Entonces no? —me rasco la nuca—. Ya me había dado un manual completo de cómo
debo tratarlo.

Stella y él suelta una carcajada.

—Cree que voy a portarme igual con todos los muchachos, pero no es así. Una vez la
sorprendí con una mala compañía. Desde luego no iba a ser muy amable con ese muchachito.
Ahora —extiende la mano hacia Stella, que la envuelve con las suyas—, quisiera expresarle
que esta noticia de la boda nos causa mucha curiosidad. A veces nos arrepentimos de las
cosas que hacemos impulsivamente.
—No con ella —me apresuro a responder—. Amanda es algo totalmente diferente. Ella no es
un impulso, se lo puedo asegurar. Es un compromiso placentero que voy a cumplir de por
vida.

Él asiente. Una sola vez, nada más.

—Me preocupa mucho su seguridad, por todo lo que ha estado causado su padre.

Asiento.

—Quisiera pedirle que esto quede entre nosotros, hijo —vuelvo a asentir—. Ese hombre ha
estado rondando a mi pequeña desde hace mucho. Cuando la niña estaba en la escuela,
hacía llamadas constantemente. Quería que se la entregáramos.

Frunzo el ceño.

—Al principio creímos que era una broma de mi madre —explicó Stella—. A ella nunca le
gustó que la adoptara, pero las llamadas fueron constantes. Se hizo una investigación. Las
llamadas se hacían desde la prisión donde estaba ese hombre encerrado.

— ¿No les ha dicho nada de por qué quería que se la devolvieran? —pregunto—. Porque él le
ha dejado claro a su hija que no le interesa. Amanda misma me lo ha contado.

Stella agita la cabeza.

—Una vez dijo que era suya, que no se la podíamos quitar —agregó—. Dijo que un día la
buscaría. No sabíamos si era buena idea decirle, así que nos callamos. Mi niña ha crecido
sintiendo que su padre adoptivo la odia.

—No ha demostrado lo contrario, Stella —musita Bruno.

—Pero dijo que lo haría y escapó de la cárcel. Desde entonces no la ha dejado tranquila.

—No creo que sea lo que estás pensando.

Stella volteó a verme.

—Ese hombre quiere tener a mi niña. Quiere que lo llame papá, quiere que esa niña le
demuestre cariño, y Amanda es tan frágil emocionalmente que terminará por perdonarlo. No
quiero que ese hombre me la quite. Él nunca le dio lo que nosotros le dimos, y jamás podrá
dárselo.

—Stella —gruñe él.

Los ojos de Stella brillan por las lágrimas y su miedo se vuelve mío. Observo a Tania
acercarse cuidadosamente.

— ¿Podría hablarte un segundo, cariño?


Asiento.

—No se debe preocupar, señor —musito—. Amanda estará segura conmigo. Se lo aseguro.

Él asiente y camino aparte con Tania junto a mí. La veo nerviosa.

—Escuché lo que Stella decía —choca los dedos repetidamente—. Jack siempre quiso a sus
hijos.

La revelación provoca que pare en seco.

—Ya lo sé —suspira—. No se ha comportado como un buen padre. Cuando le dije que estaba
embarazada, aunque seguía furioso por estar en prisión, le alegró mucho saberlo. Pero se
estaba amargando a sí mismo recordándose que no los vería crecer, que solo podría verlos
estando en prisión. Por eso dejé de llevarlos. Jack peleaba mucho por eso, porque los llevaba
sabiendo que no estarían mucho rato con él.

— ¿Me está diciendo que todo lo que Jack está haciendo es para recuperar los años que
estuvo en la cárcel por haber amenazado, golpeado y lastimado a mi madre?

Tania retrocede un poco, de modo que me arrepiento por hablarle así.

—Con todo el respeto que se merece, no creo en esas intenciones de Jack de querer
recuperar a sus hijos. Los estaba destruyendo. William robaba y se drogaba. Amanda se
metía con cualquier tipo, el que sea. Nada de eso hubiese pasado si Jack hubiese sido un
buen padre. La verdad quisiera que no le mencione esto a Amanda. Sabemos como es. Sería
capaz de buscarle las cosas buenas, y no quiero que Jack vuelva a hacerla pedazos.

Me aparto de ella, furioso con ella y conmigo mismo, furioso con Stella por agitar mis
emociones y furioso con Bruno por no evitar esta sensación desagradable. Furioso con
Amanda por ser tan ingenua y furioso con Jack Hyde porque siempre halla la manera de
molestar. Furioso por la simple y estúpida idea de que ese hombre pudiese quererla.

Cambio de dirección y me dirijo al interior de la casa. ¿Qué me pasa? ¿Por qué reacciono de
esa forma? Jack Hyde no quiere a nadie, no puede. ¿Por qué va a preocuparme lo que ese
hombre sienta? No los quiere, nunca lo hizo. He tenido que vivir en carne propia las
inseguridades que su abandono desataron en ella, teniendo que ser paciente, tirando de su
mano para sacarla de ese charco de lodo. Él nunca podría superar lo que Bruno y Stella
hicieron por ella. Nunca podría conseguir hacer lo que yo he hecho por ella.

—No —suelto una maldición—. No lo vas a conseguir.

— ¿Ted?

No, ahora no.

— ¿Hola? —se acerca hasta mí—. ¿Qué tienes?


Paso la mano por los rizos rojos sin mirarla.

—Estoy bien —musito.

—Estás enojado. Conozco tus expresiones, tu tono de voz. ¿Qué tienes?

—Nada.

—Pues no te creo.

Me aparto de mala gana.

—Te dije que no tengo nada —gruño.

— ¿Te fue mal con papá?

— ¿Tu padre es lo único que te preocupa ahora? —me desplomo en el sofá—. No, no me fue
mal.

Ella se pone de pie frente a mí y su expresión promete pelea.

—No sé qué te puso de mal humor, pero ni intentes descargártelas conmigo. Es un límite que
no voy a dejarte rebasar.

—Solo no me menciones nada de tu familia ahora.

—Lo siento, olvidé que la tuya es perfecta —suelta una carcajada—. Es increíble que a estas
alturas del juego me reclames eso. Te lo advertí muchas veces, lo repetía a cada momento.
Jack Hyde es mi padre y es una de esas cosas que no se pueden cambiar. Te pregunté si
estaba bien para ti involucrarte conmigo sabiendo que soy su hija y dijiste que no suponía
problema para ti —alza las manos—. Ahora resulta que mi familia te cambia el humor.

— ¿De verdad quieres hablar de esto?

—Pero si tú lo mencionaste, lo iniciaste.

—Pues sí —me pongo en pie—. Tu familia me pone los pelos de punta con tanto secreto. Tu
padre me saca canas con cada porquería que hace. Tengo que dar explicaciones del por qué
me casé. Por favor, no soy un crío.

—Entonces deja de actuar como uno, deja de buscar excusas para atacarme.

—No mal interpretes las cosas, eso no es lo que yo busco.

— ¿Entonces qué? ¿Por qué tienes que ponerte con esta actitud? Lo único que estás
consiguiendo es arruinar la noche.

— ¿Tú crees que eso es lo que yo quiero? —suelto una maldición—. Lo que no quiero es
verte correr a los brazos de Jack.
— ¿Pero qué tonterías estás diciendo?

—Si Jack en este instante te dijera que te quiere y que desea recuperar el tiempo perdido,
¿qué le dirías?

—Jack jamás diría eso.

— ¿Y si lo hiciera?

—Ted, nunca. Jack no ha hecho otra cosa más que inquietarme y arruinarme la vida. ¿Esa es
la estupidez que te ha puesto de ese humor? —suelta una carcajada—. En serio te comportas
como un imbécil.

Gira sobre los talones para abandonar la habitación, pero consigo detenerla. Envuelvo las
manos en su cintura y la presiono contra mí. Ella patalea, gimotea, se queja, pero cuando la
beso se relaja.

—Lo siento —musito contra su boca—. Me da mucho miedo que Jack…

Ella agita la cabeza.

—Él nunca podrá tener mi cariño, Ted. No ha sabido como llegar a él. Solo me ha dejado sin
luces y cicatrices. No podría llamarlo papá ni demostrarle cariño, no puedo.

— ¿Entonces no lo aceptarías en tu vida?

—Él es parte de mi vida de igual manera, pero no. Jack…Jack no es nada para mí, solo el que
me engendró. Solo eso.

Suspiro aliviado.

—Lo lamento.

—Lo sé. No solemos pelear. No me gusta hacerlo.

—A mí tampoco —presiono mi frente contra la suya— Yo hago el amor, no la guerra. Lamento


haberte hecho enojar.

—No es que sea tan difícil. Suelo tener una pequeña mecha a punto de encenderse todo el
tiempo. Pero pelear por Jack es estúpido. Él nunca podrá ocupar el lugar de Bruno.

Observo sus ojos azules brillar con intensidad, y me quedo así; nuestras frentes juntas,
observándonos, mientras el enojo y el calor de la pelea desaparece entre besos y caricias.

Capítulo ciento veintiuno.

Ella es demasiado dormilona, o tal vez sea por el embarazo o tal vez porque acababa de
repetir la cena como si no comiera en días. Por lo que haya sido, volvió a quedarse dormida
sobre mi regazo en uno de los sillones de la sala. En la sala solo estábamos papá, mamá, que
se había quedado dormida en los brazos de papá, Amanda y yo. Ava seguía demasiada
borracha para moverse, así que papá ofreció que le dejaran pasar la noche en la casa y en
cuanto despertara alguien la llevaría de regreso. Phoebe y mis otros dos hermanos pequeños
ya estaban dormidos en sus habitaciones. Los primeros en irse fueron mis familiares, quince
minutos más tarde los de Amanda. Yo comenzaba a caerme del sueño. No tengo idea de
cómo voy a conducir hasta la casa.

—Quisiera preguntarte algo.

Parpadeo un par de veces al escuchar su voz.

— ¿Desde cuándo avisas antes de preguntar? —pregunto burlón.

Él sonríe, acariciándole el pelo a mamá.

— ¿Por qué la boda? —sus ojos grises brillan por la curiosidad—. Ana tiene un punto: da
mucho en que pesar que te hayas casado sin avisarle a nadie.

Me encojo un poco de hombros.

—No lo sé, solo se me ocurrió —le acaricio los risos rojos a la mujer dormida sobre mis
piernas—. No quise esperar, tal vez. ¿Por qué íbamos a hacerlo? Sé que no hay en el mundo
una mujer que pueda completarme tanto como ella. Digo, ya vamos a ser padres. Nos
conocemos lo suficiente para seguir tan bien como hemos estado hasta ahora.

Ella se mueve un poquito, así que dejo de hablar. Tal vez mi voz sea lo que la esté
despertando. Sus labios se curvean un poco. Tiene una sonrisilla de niña traviesa tan preciosa
que me hace suspirar.

—Creo que tú me entiendes mejor que nadie, ¿no? —él me sonríe, convertido totalmente en
mi cómplice—. Tener toda tu vida organizada, saber que hacer todos los días. Tienes todo
organizado, como un itinerario diario, pero luego llega una mujer —agito la cabeza—. No una
mujer, la mujer, esa que es la que realmente necesitas, incluso cuando no sabías que lo
hacías.

—Para cada idiota, hay una mujer que viene a ponerlo en cintura.

Le sonrío burlón.

—Usted necesitó muchas reparaciones, señor Grey.

—Tal vez, pero aún tengo la mano inquieta. Si no quieres un buen azote, mejor comienza a
comportarte. Soy tu padre, niño.

—Ya no soy un niño.

—Te aviso que eso no es importante.


Le vuelvo a sonreír.

—El matrimonio te sienta bien —le digo.

—No puedo quejarme, aunque no es exactamente el matrimonio. No lo comprenderías. Tienes


que vivirte al máximo la vida de casado para saber por qué se vive tan bien.

—Tal vez se deba a que eres un eterno enamorado.

—Oye, ¿qué esperabas? Tu madre es lo mejor que me pudo haber pasado en la jodida vida.

—Después que no entres en muchos detalles, creo que todo bien.

Él hace una mueca.

—Papá —suelto una carcajada—, la última vez que hablamos medio borrachos me contaste
cosas que realmente no quería saber.

—En mi defensa no me manejo bien borracho.

—Creo que es cuando único no sabes manejarte.

—Y en otras ocasiones, pero es algo privado.

Agito la cabeza, divertido.

—Mamá me sugirió que Amanda y yo tomásemos un viaje largo cuando esto de Jack termine.

Él parece meditarlo en silencio por unos cuantos segundos.

— ¿Y por qué esperar?

La pregunta me deja sorprendido.

— ¿De qué hablas?

—Ya se casaron, ¿no? —asiento—. Bueno, ¿qué viene después de la boda?

—Mm… ¿La luna de miel?

—Exacto —sonríe divertido—. Un día, hace tiempo, tuviste el tonto capricho de escaparte
fuera de Seattle. Sin embargo, me parece que ahora tienes un poco más de control de tus
impulsos.

— ¿Y tu punto es…?

—Mi punto es que se merecen un viaje. Seamos sinceros: aquí nadie te necesita.
Parpadeo indignado.

—Vaya, papá. Gracias.

—A lo que me refiero es que no estás haciendo nada. ¿Si quiera recuerdas que aún tienes
empleo en Grey Enterprises? No. Yo estoy encargándome de Grey Enterprises, de Grey
Publishing, de tu madre y de tus hermanos. Solo. Te patearé el culo si sigues aquí en la
mañana. Vete de viaje.

— ¿Te volviste loco?

—Ha sido una noche muy tensa y larga. Un viaje les sentará bien. Claro, no estoy diciendo
que no irán sin seguridad. Eso no es negociable.

—Ahora comienzas a sonar nuevamente a mi papá.

—Tengo un muy buen cinturón puesto. A menos que quieras probarlo…

—No, no. Gracias.

—Al llegar a casa, mientras hacen las maletas, decidan a donde quieren ir. El avión estará
preparado, eso corre por mi cuenta.

—Espera. Amanda se va a poner frenética.

—Entonces no llegues a casa. Ve directamente al aeropuerto.

— ¿Qué planeas que hagamos con la ropa?

—No trabajé como bestia para que solo tengas tres dólares en el banco, ¿verdad? Gasten
algo del puto dinero. Veo poco movimiento en tu cuenta de banco. ¿No te detienes en algún
lugar a comprarle algo a tu esposa?

— ¿Algo como un látigo, quizá?

—Se me está calentando mucho la mano, niño.

Suelto una carcajada. Amanda se mueve un poco, gimoteando, pero no despierta. Que
sueños se echa la señora.

— ¿Por qué no me sugiere un lugar, señor Grey?

—Discútalo con su esposa, señor Grey.

Le sonrío.

—Habla —gimotea Amanda mientras abre los ojos—. ¿Discutir qué?

—Tú sí que te echas sueños largos —bromeo.


— ¿Quieres que te empareje lo de la nariz? Solo me avisas.

Suelto una carcajada.

—Mejor llevo a Ana a la cama —acomoda a mamá en los brazos y se impulsa hasta ponerse
en pie, pero ella hace un ruidito a modo de protesta—. Sh, nena. Duerme.

—Aprende de tu padre —la oigo susurrar.

—Ah, detente. No tienes por qué quejarte. Te trato como una reina.

—Sh, no hables —se acomoda mejor en mis piernas—. Quiero dormir.

Papá me lanza una mirada divertida antes de subir las escaleras. Amanda vuelve a cerrar los
ojos, así que la sacudo para mantenerla despierta.

—No vayas a dormirte —susurro.

—Estoy cansada —gimotea.

—Pero si no has hecho nada.

—Tienes razón. Es que olvido que cargar con dos bebés en el vientre no es nada. ¿Por qué
no los cargas tú?

— ¿Ahora eres tú la del mal humor?

—Mm…

Doy un pequeño salto cuando siento sus dientes morder mi entrepierna por encima de la tela
del pantalón.

—Amanda —gruño.

Ella suelta una carcajada, impulsándose hacia adelante, de modo que termina sentada junto a
mí.

—Playa.

La miro confundido.

—No quiero que pienses que soy chismosa, pero escuché la proposición de Christian.

—Se le está volviendo cada vez más fácil escuchar conversaciones privadas últimamente, mi
señora. ¿Esa es la educación que sus padres le dieron?

—Tal vez si no hablaras como si fueran las dos de la tarde, yo no me hubiese levantado. Por
lo tanto, no los hubiese escuchado.
Hace un movimiento rápido, de modo que queda sentada sobre mí. Siento su pecho y su
vientre contra mi cuerpo. Calor, un maravilloso y perfecto calor.

—No sé si irnos de viaje esté bien, pero sí me gustaría. Me gustaría mucho.

Sonrío feliz.

— ¿A dónde quisieras ir?

—A una playa, la que sea.

— ¿Te gusta la playa?

—Me gusta el sol, el olor a mar y la magnífica sensación de caminar sobre la fría arena.

—Mm. La idea de la playa no suena tan mal, me gusta.

Ella parpadea divertida.

— ¿Crees que tu padre se tarde mucho? —pregunta.

—Si no ha bajado, es porque probablemente mamá se despertó un momento ¿Por qué?

Desliza la mano por mi pecho de arriba hacia abajo. Otra más con la mano suelta.

—Me debes una luna de miel —susurra con la voz ronca.

Atrapo su mano y me la llevo a la boca.

—Creí que la estábamos planeando.

—No me refiero a esa luna de miel.

Desliza la mano libre hacia abajo, pero esta vez presionando con fuerza mi entrepierna.
Vuelvo a dar un salto mientras agito la cabeza. Consigo agarrar su mano, de modo que la
tengo más o menos inmovilizada.

—Ya quédate quieta —gruño.

Ella suelta una carcajada de niña, así que le suelto las manos.

— ¿Ya se te pasaron las bebidas?

—Parece que llegaron hasta ti —frunzo un poco el ceño—. ¿No tomaste, cierto?

Agita la cabeza como niña traviesa.

—Yo estoy muy sobria.


—Mm. Claro, es que se me olvida que no necesitas alcohol para ponerte como loca.

—Alégrate —se acomoda sobre mi regazo—. Eso de ponerme loca solo me pasa contigo.

—Curioso —sonrío—. Como si fuera a dejar que te pusieras así con otro sujeto.

Me devuelve la sonrisa, paseándose la lengua lentamente por sus labios.

—Eres muy guapo —entierra los dedos en mi cabello—. Sí, muy guapo.

Suelto un gruñido, cediendo al placer de las caricias en mi pelo. Luego siento sus dedos
acariciando mi rostro. Sus dedos son tan pequeños y suaves.

—No te has afeitado.

— ¿No te gusta?

—Me encanta. Generalmente no me gustan los hombres con barba, pero contigo siempre hay
una excepción.

Cierro los ojos cuando ella vuelve con las caricias en el pelo.

—Adoro cuando cierras los ojos mientras te toco —musita con voz de niña.

Sonrío.

—Dicen que solo se cierran los ojos cuando te sientes seguro.

— ¿Te sientes seguro conmigo?

—Siempre.

La escucho suspirar antes de lanzarse a mis labios. Abro un poco el ojo izquierdo y la veo
sonreírme. Enrosco los dedos en su pelo y le deshago la trenza. La atraigo hacia mí, así que
ella me responde cuando la beso. Ella tiembla, yo tiemblo. Eso solo pasa cuando la tengo tan
cerca de mi alma como de mi pecho.

—Hellige Gud —musita en su elegante danés—. Tú sí que sabes besar.

—Es la experiencia —bromea.

Enarca una ceja y sé que no le ha dado gracia. Ni un poco.

—Qué lindo, eh —musita.

— ¿Te enojarás por eso? —tiro suavemente de sus rizos rojos—. Usted también tiene su
historia, señora Grey.
—Pero no la saco a relucir tan descaradamente como usted, señor Grey.

— ¿Y qué más da? —deslizo los labios por su mentón—. Lo que tú aprendiste con ellos lo
practicas conmigo —mordisqueo su labio mientras sonrío—. Y lo que yo aprendí con ellas lo
practico contigo.

Ella suspira y se deja besar.

—Solo conmigo —gruñe.

—Ajá.

El beso se volvió momentáneamente más intenso. Está reclamándome.

—Conmigo.

— ¿Está buena la cena?

Amanda da un salto hasta el sillón cuando reconoce la voz de papá.

—Sí, estaba bien —musito.

Amanda me da un codazo. Papá se cruza de brazos.

—Supongo que ya decidieron a qué lugar desean ir.

—No, pero creo que podríamos decidirnos en el camino. Por lo pronto nos decidimos por ir a
la playa.

—Bien. Llamaré para que preparen el avión. Ahora váyanse, quiero dormir.

—Vaya, gracias. El amor de padre se te escapa por los poros.

—Ya es tarde y tengo que despertarme en un rato más para ir a trabajar.

— ¿Por qué no te tomas el día?

—Porque mis hijos no están en la empresa. A decir verdad, no le confío el manejo de la


misma a nadie más. De todos modos solo estaré hasta el medio día. Llevaré a Ana y a tus
hermanos a cenar.

—Claro, por eso me quieres fuera del país. Si me invitaras, seríamos cuatro más.

Amanda me golpea en el pecho con la mano abierta.

— ¿Tú también tienes la mano inquieta o qué? —gruño.

Papá y ella sueltan una carcajada.


—Discúlpalo —musita ella—. Aún tiene un poco de alcohol en las venas.

—Mm —musito—. Curioso. Hace unos minutos dijiste que ya se me había pasado.

El golpeteo de sus dientes una y otra vez da a entender claramente que está perdiendo la
paciencia.

— ¿Ya saben más o menos a qué tipo de playa les gustaría ir? —papá hace una mueca—. Fui
a una seminudista en mi luna de miel con Ana. Por favor, no sean tan imbéciles de ir. Pasarán
un mal rato.

Preguntaría el por qué, pero sé que en el fondo no quiero saber la respuesta. Hay cosas que
es mejor no preguntar.

—Las playas nudistas no son lo mío —la oigo decir.

Envuelvo mi brazo sobre sus hombros.

—Aunque lo fueras, no irías a una. Créeme.

— ¿Quién eres tú, papá? —se cruza de brazos—. Yo voy a donde yo quiera.

Papá pone los ojos en blanco y saca el móvil de su bolsillo. Se enfrasca inmediatamente en
una conversación con Joe, el piloto.

—Oye —tiro un poco de los risos rojos—. Claro que puedes ir a donde desees, pero todo lo
que implique desnudos está totalmente descartado.

—No, tú lo tienes descartado —gruñe—. En las playas nudistas hay miles de mujeres con los
pechos expuestos. Te veo viéndole a una mujer los pechos y te arranco los ojos. Ah, y los
guardo en cofres de cristal. Con vinagre. Y gasolina.

Suelto una carcajada.

—Te has ido al extremo —musito.

Ella se acurruca en mi pecho.

—No tienes ni idea.

—Pero ya que hablaste del asunto de los pechos, la verdad me gustan más los tuyos.

—Mm.

Papá se gira levemente.

—Los estoy escuchando —susurra, luego vuelve a girarse.

—Acabo de encontrar otra semejanza entre papá y tú.


— ¿Si? ¿Cuál?

—Los dos escuchan conversaciones privadas.

—Bueno, un punto a su favor es que estamos los tres en la misma habitación. Creo que eso
no le aplica.

— ¿Es tu padre o el mío?

—El tuyo, niño celoso.

—No estoy celoso.

—Como digas.

Le hago una mueca. Papá cuelga y se gira hacia nosotros. No sé cómo no noté antes que se
veía cansado. Tal vez sea porque el cansancio le estalló de golpe, o tal vez he estado
pensando en otras cosas.

—El avión ya está listo —suelta un leve bostezo—. A donde sea que quieran ir, Joe los
llevará. Le pediré a Taylor que los lleve.

—El pobre necesitará vacaciones.

Papá agita la cabeza mientras marca su número.

—Tuvo unas largas vacaciones de tres años. Le necesito aquí.

—Supongo que luego vas a darle otras buenas vacaciones.

Él sonríe, pero no asiente.

—Taylor disfruta más trabajar que vacacionar. Además, lo necesito, ya te dije. No le puedo
confiar a nadie la seguridad de mi familia, salvo a él. ¿Taylor? Mi hijo va a viajar.

Se aparta de nuevo y observo divertido como le da órdenes. Sabe cómo hacerlo. Así es
Christian Grey. Me pongo de pie y tiro de Amanda. Sé que Taylor debe estar junto al coche,
mínimo. En su trabajo es el amo de todos. Sabe cómo hacerlo mejor que nadie. Wallace me
ha dicho incontables veces cuanto lo admira. Tal vez por eso se llevan tan bien. La seguridad
es su pasión. Además, la paga es incuestionable.

—Oye —tiro de los rizos con cariño—. ¿Te quedas aquí con mi ogro un momento? Quiero
darle un beso a mamá y a Phoebe, aunque estén dormidas.

Ella sonríe.

—Ve. Yo te espero aquí quietecita.


Le sonrío antes de salir disparado hacia la habitación de mis padres. Mamá está totalmente
dormida, envuelta hasta el cuello con las sábanas. Se ve preciosa. Mamá dormida luce como
un ángel. De pequeño, cuando tenía pesadillas o estaba enfermo y ella se quedaba conmigo,
me despertaba a mitad de noche. Me gustaba verla dormir. Me hacía sentir mejor. Aún lo
hace, por eso amo tanto a mamá. Ella es como un ángel de verdad. Le doy un beso en la
frente. Se mueve un poquito, pero no se despierta. Sonrío antes de marcharme en dirección a
la habitación de Phoebe.

También está hasta la mar de dormida. Odia arroparse. Desde pequeña adora dormir sin
sábanas, porque le da calor. Tiene un ridículo pijama de Dora la exploradora. Típico de la
madura de mi pequeña hermana. Me acerco sin hacer demasiado ruido y le doy un beso en el
pelo. Phoebe, pequeña. Te quiero mucho. Solo Dios sabe cuán feliz estoy de que estés
muchísimo mejor.

Salgo en silencio de la habitación y me encuentro con algo pequeño y enfurruñado. Nad tiene
la trenza despeinada y los ojos pequeños. Se acaba de levantar. Tiene un oso de peluche
color marrón, al que abraza con ambos brazos. Dios, que cosa más adorable.

—Hola, nena —musito cariñoso.

Ella corre hacia mí, así que me agacho para atraparla.

— ¿No puedes dormir?

Ella sacude la cabeza.

—Mm —sonrío—. Lo que necesitas es un vaso de leche.

Vuelve a sacudir la cabeza.

— ¿No te gusta?

Vuelve a negar. Presiona la pequeña mano en mi pecho.

— ¿Tú me quieres?

Jadeo involuntariamente y no puedo evitar recordar la conversación que tuve con John sobre
su hermana.

«—Teníamos un trato bastante frío: nos saludábamos cuando era necesario, nos hablábamos
lo justo, pero no era un trato de hermanos —parpadea varias veces y se le ve cansado, tal vez
triste—. Nos dimos cuenta que, a medida que fue creciendo, los alaridos en las noches por las
pesadillas se habían reducido. Como nuestras habitaciones estaban frente a frente, un día
descubrí que pasaba parte de las primeras horas de la madrugada llorando hecha un ovillo
sobre su cama.

Da la media vuelva y devuelve a la caja el vestido viejo.

—Fingí por unos cuantos años más que no sabía nada. Lo único que hice fue tratar de
acercarme un poco más, pero ella siempre apartaba la mirada o titubeaba al responderme. Un
día desperté en la madrugada para tomar un poco de agua y noté que estaba en su cama
sollozando —suelta un bufido—. Era una pesadilla. No se le acababan —suspira—. Así que
entré para intentar calmarla. Se quedó callada unos cuantos minutos, hasta que me hizo una
pregunta.

Se pasa la mano por el pelo. Se ve afligido, dolido.

—Me dijo: “¿No me quieres, cierto? Tengo otro hermano, uno de verdad, pero él me odia ¿Tú
igual?”»

Se me seca la boca. Basta, esto me destroza. Le doy miles de besos en la mejilla mientras le
acaricio el pelo.

—Claro que te quiero —musito a punto de lágrimas sueltas—. Eres una niña preciosa, nena.

— ¿Démitri?

Tardo unos segundos en comprender a qué se refiere.

—Claro que sí —le doy un beso a la frente—. Ustedes son mis hermanos, pequeña. Desde
luego que los quiero.

Hace algo que se va pareciendo más y más a una sonrisa.

— ¿No podías dormir? —le pregunto.

Nad se frota los ojos.

—Buscaba a papá. Él me canta, así me duermo.

Uf. Dile papá. Se va a derretir.

—Él está abajo con mi esposa. Te contaré un secreto. Ella y yo nos vamos de viaje, pero no
será por mucho tiempo. Cuando regrese, tú, Démitri, Amanda y yo vamos a pasar un día todos
juntos. ¿Te parece?

Ella asiente frenética.

—Entonces vamos a buscar al viejo.

Me la llevo en brazos hasta la sala, donde solo está papá medio dormido en el sillón.

—Me encontré esta cosa pequeña y peluda en el pasillo.

Nad suelta una carcajada tierna que despierta a papá. Él sonríe con los ojos cansados.

—Pequeña.
Nad se baja de mis brazos y corre a los de papá. No te culpo, hermana. Cuando era pequeño
también corría a sus brazos.

— ¿Y esta mujer ahora a dónde fue?

Papá le da un beso en la frente a la niña y la acomoda en sus piernas.

— ¿Tú donde crees?

Pongo los ojos en blanco. La cocina, claro. Siempre en la cocina. Afortunadamente no tengo
que buscarla, porque ella sale obedientemente con un vaso de lo que parece jugo.

—Tenía sed —se me cuelga del brazo—. ¿Quieres? Es jugo de naranja.

—No, es tuyo. Tómatelo ya que nos vamos.

Hace un puchero, pero obedece. Me arrodillo hasta alcanzar la altura de la niña, que sigue
cómoda sobre las piernas de papá.

—Ya me voy ¿Me das un abrazo?

Oculta una sonrisa tras el peluche antes de colgar los brazos en mi cuello. Le devuelvo el
abrazo, acompañado de un beso en el pelo.

—Te quiero, nena.

Extiendo los brazos hasta papá.

—Gracias, viejo. Te quiero.

Él me da una palmadita en la espalda.

—Deja de llamarme viejo.

Le sonrío cuando me aparto. Amanda casi salta sobre ambos, llenándolos de besos y abrazos
de despedida.

—Llámenme cuando lleguen al lugar que les dé la gana ir.

Asiento. Me llevo a Amanda de la mano, pero una sensación extraña se apodera de mí. Es
como el día que dejé la casa. Iba a tener mi espacio, poder tomar mis propias decisiones, pero
iba a dejar a mi familia. Cuando la puerta de entrada se cierra, que lo último que veo del
interior es papá sonriéndome, me agarro fuerte de Amanda. Es como único puedo respirar,
como único puedo alejar esta sensación de estar despidiéndome de él para siempre.

— ¿Te sientes mal? —la oigo preguntar.

Paso la mano por el rostro antes de hablar.


—No, estoy bien. Es un poco de nostalgia.

—Oh, cariño —me acaricia el rostro—. Podemos dejar el viaje para otro día. No me molesta
en lo absoluto.

—No, no —le doy un pequeño beso—. El viaje nos sentará de las mil maravillas.

—Mm. ¿Quieres que conduzca?

Dirijo la mirada hacia el auto. Taylor espera, tal como supuse.

—Hoy tenemos chofer.

— ¿De verdad? —sigue la dirección de mi mirada—. Oh, vale. Entonces tendremos lenguaje
de niños.

— ¿De qué hablas?

Ella voltea hacia mí de nuevo.

—Se te da hablar como un maldito pervertido cuando estamos a solas.

—A ti se te da actuar como una calienta-braguetas cuando estamos a solas.

—Pero solo te caliento a ti.

—Y yo solo hablo como un maldito pervertido conmigo.

—Es que te conviene, cariño.

—Si te refieres al asunto de la infidelidad, ya es tarde.

Ella parpadea.

—Salí con una castaña de muerte, tal vez la conozcas. Se llamaba Amanda Sandford.
Después con una pelinegra excitante. Zara Leanhardt.

Ella me golpea en el pecho.

—Estúpido infiel de porquería. Te quedas un mes sin sexo.

—Acabarías cediendo tú.

— ¿A quién engaño? Es verdad.

Tiro de ella hasta el coche.

— ¿Trabajando hasta tarde? —él solo sonríe—. Mamá tiene razón ¿Tú cuando duermes?
—No se preocupe. De que duermo, duermo —abre la puerta trasera—. ¿Al aeropuerto,
entonces?

—Sí, por favor.

Amanda y yo nos deslizamos hasta el interior. Era muy extraño. Hace mucho no voy de
pasajero, menos en mi propio coche.

— ¿Tienes tu teléfono? —pregunta ella.

Tanteo los bolsillos y se lo extiendo al encontrarlo.

— ¿Así nada más? Significa que si reviso lo que tienes no habrá nada que pueda alarmarme.

—Tal vez viejas fotos de mujeres, pero nada más.

—Mm.

—Enviaban las fotos y ya. Nunca les respondí.

—Mm.

—Olvídalo. ¿Para qué lo quieres?

La luz de la pantalla le ilumina el rostro. Taylor se introduce al coche y segundos más tarde
siento que se pone en marcha.

— ¿Qué te parecen las playas de Hawaii?

Oh, eso es lo que busca.

—No, mejor no —musita—. Hay muchos turistas. Mm…Playa Woolacombe. ¿Sabes qué? Esa
no. Es en Inglaterra. No quisiera toparme con la abuela.

—Además debe hacer frío.

—Sí, sí. Exacto. ¿Qué tal Playa Blanca? Es en Filipinas.

— ¿Por qué no buscas más? No solo la playa. Busca algún sitio con hotel o una casa
rentable.

—Ya va, ya va.

La observo buscar frenéticamente en el internet.

—Mira este. The Residence Mauritius es un hotel en Isla Mauricio. La isla queda cerca de
Madagascar. Es una isla pequeña. Mm. Dice aquí que el servicio es excelente, igual los
precios y la comida.
—Comida, ¿eh? La palabra clave.

—Dice que el lugar parece haber sido pensado exactamente para el descanso.

Los ojos comienzan a cerrárseme ante la mención de la palabra descanso.

—Oye, entones guarda eso —musito—. Cuando lleguemos al aeropuerto le decimos a Joe
donde queremos dormir. Ahora ven aquí.

Tiro de ella hasta que consigo envolverla en mis brazos.

—Taylor —bostezo—. ¿Te molestaría despertarme al llegar? Necesito dormir al menos cinco
minutos.

Veo que asiente. Es hombre de pocas palabras. Me aseguro de tener a Amanda cubierta
cariñosamente y cuando estoy segura de que está cómoda, cierro los ojos y caigo dormido.

Capítulo ciento veintidós.

Cuando abro los ojos me decido mejor por volver a cerrarlos. Hay demasiada luz, lo que me
da a entender que ya amaneció. Me estiro tanto como puedo. No tardo en recordar que sigo
en el coche. Taylor no está dentro del mismo, tampoco Amanda. Al asomarme por la ventanilla
izquierda, veo que estamos en el estacionamiento de un centro comercial. Ya he estado aquí,
pero no consigo recordar el nombre. Amanda está afuera, junto al coche. Taylor igual, pero él
lleva unas cuantas bolsas en la mano.

—Habrá que ponerlas en frente —la escucho decir.

Me estiro un poco y abro la puerta izquierda, que la golpea accidentalmente sobresaltándola


un poco.

— ¿Poner en frente qué?

Amanda se inclina un poco y me sonríe. Lo que sea que estuviese planeando, con aquella
sonrisa espectacular podría dejarle pasar cualquier cosa.

—Hola, dormilón. Mientras dormías hicimos un par de compras.

Me froto un poco los ojos.

— ¿Qué clase de compras?

—Bueno, vamos a la playa. En casa no tenemos muchas cosas, así que le dije a Taylor que
se detuviera un momento y aproveché para comprar lo que necesitábamos. Además te di un
par de minutos extra de sueño.

—Hubiese preferido que me despertaras.


Le lanza una mirada furtiva a Taylor.

—Inconforme ¿Lo dije o no lo dije?

Tal vez él asiente, pero no puedo verlo. Ella se desliza al interior del coche, casi totalmente
recostada a mí, y Taylor coloca las bolsas en el espacio vacío. Son unas ocho o nueve bolsas,
no estoy seguro. Cuando él se acomoda en el asiento del conductor, veo que coloca otro
montón de bolsas en el asiento de pasajero delantero.

— ¿Pero cuántas cosas compraste? —pregunto sorprendido.

Veo que rebusca entre unas bolsas y no sé que busca hasta que extiende el recibo de compra
hacia mí.

— ¿Mil setecientos ochenta y dos dólares son lo suficientemente miserables para ti?

Le sonrío burlón.

—Creo que sí ¿Qué compraste?

—Ropa, un par de zapatos, las maletas. Lo normal.

— ¿Entonces todas estas bolsas están llenas únicamente de ropa y zapatos?

—Mm, no. Hay otras cosas —me da un golpecito en la rodilla—. Tendremos un viaje
larguísimo desde Seattle hasta Isla Mauricio. Mientras sobrevolemos el Pacífico…

—De hecho, es el Atlántico.

—Sí, eso. Mientras sobrevolemos el Atlántico disfrutaremos de un tiempo de calidad


empacando.

— ¿Para qué empacar? Dejemos todo en las bolsas y las bajamos llegando al hotel.

—Teodoro, nos esperan veintiún horas de viaje. Podemos hacer un millón de cosas en
veintiún horas.

Me sorprende no encontrar ningún rastro erótico en su explicación.

— ¿Entonces planeas que pasemos todo el vuelo empacando? ¿Tanto compraste?

—No te entiendo. Si no gasto, te molestas. Si gasto, me pides explicaciones. Tienes que


organizarte, hombre.

Suelto una carcajada.

—Yo no te estoy pidiendo explicaciones, pero si supones que estaremos empacando todo el
vuelo es porque has comprado mucho. No me mal interpretes, me gusta. Lo que es mío ya es
tuyo desde hace mucho.

—Ajá, lo sé.

—Bueno, olvidemos el asunto. ¿Exactamente cuánto tiempo planeas que estemos allí?

—Pienso que, desmiénteme si me equivoco, un mes sería exquisito. Aunque no debemos


adelantarnos. Primero hay que ver que tan bueno es el lugar y entonces decidiremos qué tal.

—No leíste críticas negativas. De hecho, fue al contrario. La verdad necesitamos un lugar
pensado estrictamente para descansar.

—Claro, seguramente trabajar tanto debe agotarte.

Tiro un poco de su cabello.

—No, pero atender a una embarazada de gemelos es una jodienda y media.

Hace una expresión, fingiendo estar ofendida, mientras se frota el vientre.

— ¿Lo escucharon, verdad? Papá necesita un regaño.

Agito la cabeza.

—Papá malo —musita con voz de niña.

—Déjalo ya.

—No seas así con mamá.

—De acuerdo, de acuerdo. Lo siento. Ya deja el drama.

Hace un movimiento tan brusco que me sobresalta, pero lo único que ella quiere es estirar las
piernas sobre las bolsas y colocar la cabeza en mis piernas.

—Estoy incómoda —musita haciendo una mueca.

—Eso pasa cuando tu espíritu de consumismo sale a flote. Disculpa que lo vuelva a traer a
colación, pero me sorprende que hayas sido capaz de gastar mil setecientos ochenta y dos sin
que tuviese que intervenir.

—Necesitábamos comprarla de todos modos, así que…

—Tienes razón —sonrío—. La verdad me ha gustado que gastaras tanto dinero. Lo vales.

— ¿Así que valgo mil setecientos ochenta y dos dólares?

—No, un poco más.


—Mm, gracias. Qué lindo.

Agito un poco su cabello.

—Estoy bromeando.

—Lo sé. Si no lo supiera, ya tendías rota de nuevo la nariz.

—Mm. Sabes golpear duro.

—Ya me disculpé.

—Sí, de hecho sí. Incontables veces.

—Bueno, de verdad lo sentía.

—Mm, bien. No inicies de nuevo con el repertorio de disculpas.

Suelta una carcajada.

—Estuve hablando con Will.

—Ah, claro. Fue cuando lo descubrimos a solas con Adriadna.

Recordarlo me dejaba algún extraño mal sabor en la boca.

—Me dijo que va a internarse en un centro de rehabilitación en Illinois durante tres meses.

—Me había mencionado que sus opciones eran lejos, pero no que ya lo había decidido.

—Adriadna lo convenció. Ya debe estar por marcharse. Se iba en la mañana. Mm, tu prima se
iba con él.

Parpadeo tres veces.

— ¿Perdón? —musito.

Sus ojos se niegan a hacer contacto con los míos.

—Ella se lo sugirió.

— ¿Perdón? —chillo.

—Oye, es un detalle lindísimo. Ellos se gustan. Además de que se ven muy tiernos juntos.

— ¿Pero te volviste loca? —rebusco en los bolsillos el móvil, pero ella lo sostiene en su
mano—. Dame eso. La llamaré en ese instante.

Intento quitárselo, pero ella lo aparta de mí.


—No vas a llamar a nadie y vas a dejarlos tranquilos.

— ¿De verdad crees que me voy a quedar de brazos cruzados mientras tu hermano saca a
Adriadna del estado?

—Oye, tú me estás sacando del país. Te aseguro que William jamás se volvería tan histérico
como tú.

—Adriadna es una niña —gruño.

—Eso dices de Phoebe y de Ava y tengo que darte una noticia, cariño, no lo son.

—Adriadna apenas ha cumplido los dieciocho ¡Tu hermano tiene veinte años!

—Tú y yo igual nos pasamos por dos años. Yo tengo veinte, tú veintidós, ¿y eso qué? De
verdad, Ted, deja el drama.

—No estoy haciendo un drama.

—Sí, si lo haces.

—No lo estoy haciendo, lo único que realmente hago es cuidar de mi familia. Es lo que
siempre he hecho.

—Creo que eres de esa clase de hermanos que le espanta los novios a las chicas de la
familia, y eso no está bien. Imagínate que William hiciera lo mismo.

—No, nena. William es la clase de hermanos que ayuda a su padre a que te metan un arma
en la boca.

—De acuerdo, entonces John.

—Es de la clase de hermano que “si haces llorar a mi hermana, te tumbo los dientes”. Eso me
quedó clarísimo.

—John no haría eso.

—Me lo dijo con todas sus letras.

— ¿Entonces cuando te pregunté si habían hablado de mí y me dijiste que no me estabas


mintiendo?

Mierda.

—Fue una conversación muy ligera la que tuvimos, muy emotiva. No era necesario que te
contara.

— ¿De qué hablaron?


—Me contó cosas sobre ambos. John te quiere. Se le ve hasta en los poros.

Aunque está oscuro, sé que sonríe.

—También me contó que no se llevaban muy bien —continúo—. Ahora habla de ti con mucho
cariño.

—John es muy lindo cuando quiere, aunque tiende a ser un poco sobre protector a veces. Tal
vez demasiado.

Amanda suelta un bostezo.

— ¿Aún tienes sueño? —le pregunto mientras le acaricio el pelo.

—Un poco.

— ¿Quieres dormir un poco en el camino?

—No, no tengo tanto sueño. Mejor platiquemos.

— ¿De qué?

—No sé, cualquier cosa.

—Mm. ¿Qué harás esta noche?

Ella suelta una carcajada.

— ¿Estás de broma?

—Al menos te hice reír. Descuida, sé lo que harás en la noche.

—Estaré sobrevolando el Pacífico…

—El Atlántico —la corrijo.

—El maldito mar que sea, Dios.

Suelto una carcajada.

—En fin —prosigue—. Tengo planeado sobrevolar el Atlántico contigo.

—Sí, criatura. Yo igual.

— ¿Acabas de llamarme criatura?

—Ajá.
—Bueno, lo agregaré a la lista de apodos.

— ¿Cuántos llevas?

—Tendría que revisarla.

— ¿La tienes junto a la lista de mis sombras y luces?

Sus ojos azules miran los míos fijamente.

— ¿La encontraste? —chilla.

—No es el secreto militar mejor guardado, pero sí. La encontré cuando buscábamos nuestros
papeles.

— ¡Eso esa privado!

—Es algo tierno.

—Pero es privado —hace un puchero—. No tenías por qué leerla.

Me inclino un poco, de modo que puedo presionar mis labios con cariño sobre los de ella.

—Privado, pero sigue siendo tierno, y solo tú podrías perder el tiempo en una cosa como esa.

—No es una pérdida de tiempo. Esa lista me ayuda a conocerte mejor.

—Creí que ya me conocías bastante bien.

—Sí, lo hago, pero…Ah, ya olvídalo.

Sonrío.

— ¿Desde cuándo has estado haciéndola?

Se mueve un poco incómoda.

—Comencé a hacerla la primera noche que dormimos en la casa, cuando Christian nos la
regaló. No podía dormir. Me inquietabas —suelta una risita—. Siempre consigues quitarme el
sueño, de alguna u otra manera.

— ¿Por qué te inquietaba?

—No lo sé. Aún había cosas que no sabía de ti, cosas que tú no sabías de mí. Sin embargo
dormíamos en la misma cama como si nos conociéramos de toda una vida.

—Bueno, cariño, tenemos mucho tiempo para conocernos un poco más.

Ella sonríe como una niña.


—La verdad me siento un poco culpable por estar haciendo este viaje —musita.

Frunzo un poco el ceño.

— ¿Por qué?

—Tus padres son los que deberían estar haciendo este viaje, no nosotros. Quienes lo han
pasado peor son ellos. Estoy segura de que un viaje tranquilo como el que vamos a hacer
nosotros le caería de maravilla a tu mamá, sobre todo por el embarazo.

—Estoy de acuerdo en que se merecen un viaje, pero te aseguro que papá sabrá cómo hacer
sentir a mamá muy tranquila. Él cree que solo sabe mantener el control, pero es mi papá. Sé
lo que hace y lo que sabe hacer. Ser padre lo ha hecho madurar año tras año, eso me ha
dicho mamá —agito un poco su pelo—. Tú también te lo mereces, por ser una mujer
maravillosa.

Su sonrisa se hace más amplia.

—Posiblemente en este momento estaría levantándome temprano para ir a trabajar si no te


hubiese conocido —suspira—. No creí que fueras a darme trabajo. La verdad no cumplía con
el perfil.

—Sólo te contraté porque tenías bonitas piernas.

Ella me hace una sonrisa burlona.

—Y por ser una calienta-braguetas, ¿eh?

Hago un pequeño esfuerzo inútil por no recordar ese día.

«— ¿Entonces? ¿Todo esto ha sido provocado por Amanda? ¿Acaso te gusta o qué?

—Amanda es la típica zorra-calienta-braguetas —la miré frío—. Una mujer así no me produce
ni un mal sueño.

Repentinamente el sonido del cristal roto al chocar contra el suelo me sobresalta un poco.
Amanda estaba allí de pie, con el rostro lívido y los ojos vidriosos. En una mano sostenía un
vaso invisible y en la otra un par de pastillas. La miré fijamente, sin el más mínimo
arrepentimiento. La oí jadear y su pecho comenzó a moverse a medida que la respiración se
le alteraba.

—L-lo siento. Buscaré otro vaso.

Y abandonó de la oficina.»

—Mm —musito—. Lo siento. La noche anterior papá me había dicho que Jack tenía dos hijos.
Cuando mencionó tu nombre, pues, automáticamente pensé que eras tú. Todo encajaba.
Estabas muy atractiva, así eras capaz de distraer a cualquiera, me pareciste sincera y dulce,
así que era imposible pensar que tramabas algo. Me dijiste lo de tu padre, lo del cáncer, y me
conmoviste. Creí que habías actuado de esa manera para meterte en mi vida.

—Igual terminé en ella.

—Sí —sonrío—, pero jamás te pedí disculpas por haberte tratado de esa manera. Ya tenías
tus propios problemas.

Ella sólo sonríe.

— ¿Qué? —inquiero.

—Es solo que ese día te odié con ganas, porque no suficiente con haberte puesto como un
patán me obligaste a ir contigo al antiguo zoológico de papá.

—Mm. Es verdad. Hablaré con papá.

— ¿Para qué?

—Para devolvérselo. ¿Crees que todavía lo quiera?

Sus ojos azules se conectan a los míos. Llueven emociones dentro de ellos, tanto así que yo
mismo me estremezco.

— ¿De verdad lo harías? ¿De verdad se lo devolverías?

—Dime una cosa, ¿de verdad Egmont le robó el zoológico a tu padre?

Ella asiente.

—Se aprovechó de que estaba enfermo. Perderlo lo empeoró.

—Entonces ya está. Hablaré con papá y arreglaremos el asunto.

Amanda se cubre el rostro con ambas manos.

—Lo vas a hacer muy feliz, Ted —se mueve en el asiento, de modo que termina sobre mis
piernas—. Gracias.

Le sonrío cariños.

—Sé que ver feliz a los que quieres también te hace feliz.

Ella asiente como una niña. Yo cierro los ojos cuando sus pequeños dedos se entierran en mi
cabello. Sus caricias son mágicas y siempre me hacen estremecer. Solo ella me hace
estremecer. Siento en mi abdomen el golpecito de su vientre hinchado y vuelvo a
estremecerme. Muero por verlas nacer. Anhelo tanto cargar a mis dos hijas, tanto como
anhelo pasar toda mi vida junto a esta magnífica e inigualable mujer.
— ¿Sabes una cosa? —desliza los dedos por el mentón—. Will me estaba preguntando qué
nombre le pondríamos a las nenas.

— ¿Cuáles le respondiste?

—Le dije que eso debía hablarlo contigo. ¿Cuáles nombres te gustarían?

—Amanda y Vanessa Grey.

—Mm, no. Para nada.

— ¿Por qué? Ambos nombres son preciosos.

—Ya lo hablamos, no.

—Mm. Bien, como quieras. ¿Cuáles te gustan a ti?

—Makeyla. Oh, oh. ¿Qué tal London y Paris?

— ¿De verdad quieres nombrar a nuestras hijas con nombres de capitales?

— ¿Qué tal Ana, como tu mamá, y Stella como la mía? —gimotea un poco—. No se puede.
Mamá Tanya podría sentirse celosa.

— ¿Quién te manda a tener dos madres, eh?

—Oh, oh. Se me ocurre algo. Una podría llamarse Abbie y la otra Tianna, ¿entiendes? Abbie,
porque mi nombre es con a, y Tianna, porque el tuyo es con te.

—Mm —sonrío con los ojos cerrados—. Me gusta. Lo agregaremos a la lista.

— ¿A la lista? Pero pensé que te gustaban.

—Nena, tenemos meses enteros para decidirnos. No es algo que debamos hacer a la lijera.

—Mm. ¿Me estoy apresurando, verdad?

Abro un poco los ojos y la luz del día la ilumina como a un ángel.

—Yo también quisiera que nacieran ya, mi amor, pero las cosas buenas toman su tiempo.

Ella sonríe antes de lanzarse a mi boca.

—Me encanta que me digas mi amor, o cariño, o cielo. Se siente rico.

Le sonrío como crío enamorado.

—Es que tú eres mi amor, mi cariño y mi cielo.


Amanda sonríe, pero el frenazo me hace extender los brazos hacia ella para que no se caiga
hacia atrás.

—También eres mi constante infarto —gruño.

Suelta una carcajada.

—Lo lamento, señor —Taylor abandona el auto y en un parpadeo lo tengo al lado, abriendo la
puerta—. Le fallan los frenos a su coche. Mandaré a repararlos.

—Gracias —frunzo el ceño—. ¿Ya llegamos?

—Sí, señor.

Él se aparta de la puerta para que Amanda pueda salir. Me desperezo lentamente y salgo del
coche. No sé por qué está haciendo calor. Apenas ha amanecido. Tomo a Amanda de la
mano y la atraigo hacia mí. Ella envuelve sus brazos alrededor de mi cintura y como la tengo
cerca le doy un beso en el pecho. Observo el amplio aeropuerto, y el jet privado de papá a
solo pasos de nosotros.

—Hay que bajar todo lo que mi mujer compró —musito.

Amanda suelta una carcajada.

—Anda, yo tengo brazos fuertes. Empecemos.

—No, nena. Tú sube. Yo ayudo a Taylor.

Taylor se coloca junto a mí.

—Si quiere puede subir, señor. Alguien más me ayudará.

—No, yo te ayudo —tiro un poco de Amanda, guiándola hasta las escaleras del jet—. Te
alcanzo en un rato, preciosa.

—De verdad puedo ayudar.

Le sonrío, agitando la cabeza.

—Ponte cómoda.

—Conste que si quise ayudar.

Espero a verla abordar para caminar de vuelta al coche. Taylor tiene un par de bolsas en la
mano, las que estaban en el interior. Abro la parte trasera y mis ojos se dilatan
considerablemente cuando veo todas esas bolsas. Agarro todas las que pueda y me dirijo al
interior del jet. Amanda estaba presionando los botones de un estéreo pequeño mientras se
soltaba el cabello. La melodía melosa de una canción hace que mueva un poco el cuerpo,
lentamente, persiguiendo el ritmo. Ella está de perfil, de modo que veo como sus labios rojos
se curvean en una sonrisa. El cabello, ahora suelto, le cae muy seductoramente por los
hombros. Se cubre el vientre con ambas manos de una manera encantadoramente protectora
mientras cierra los ojos. La oigo canturrear, un poco más alto que la mujer, “When you say you
love me, Know I love you more”.

El cuerpo entero se me estremece, tanto así que hasta la boca se me seca. Dios mío, decir
que esta mujer era hermosa es quedarse muy corto. Cuando la miro, en su pequeño mundo
privado, entregada a la música y lo que ella le hace sentir, comienza a tener efectos en mí que
van más allá de mi propia voluntad. No puedo apartar mis ojos de ella. La forma en la que su
cuerpo se movía, la forma en la que sus manos acariciaban su vientre, la forma en que sus
labios cantaban, podrían desquiciar a cualquier hombre.

Dejo caer las bolsas al suelo y me acerco a ella. Cuando poso mis manos sobre las suyas,
atrayéndola hacia mí, ella sonríe. Sus labios siguen moviéndose, cantándome, y yo me derrito.
Me derrito porque la amo, porque ella es espectacular, porque no hay lugar en el mundo que
prefiera ocultarme de todos que en sus brazos, en su piel. Porque no hay amor más hermoso
que el suyo, que aquél que ha conseguido despertar en mí. Porque su cariño es tan inmenso
como el mismo cielo. Y aquí, ahora, solo puedo pensar en que sus brazos me envuelven, que
su boca me canta, y que su cuerpo acuna el milagro más hermoso que puede darme.

Capítulo ciento veintitrés.

El avión despegó hace más de una hora. Hace más de una hora estamos sentados sobre
aquél cómodo sofá. Amanda está más cómoda que yo, lo que es usual, con la cabeza metida
en mi cuello. Yo la envuelvo cariñosamente con mis brazos alrededor de su cintura, y así está
bien. Tenerla junto a mí es más de lo que podría pedir.

— ¿Empezamos a empacar? —la oigo preguntar.

—Mm. ¿Hay algo que me quieras enseñar, es eso?

—Tal vez.

— ¿Algo para la luna de miel?

—Todo es para la luna de miel, Teddy.

—Sabes a qué estoy refiriéndome.


—Lo sé.

— ¿Entonces?

— ¿Entonces qué?

— ¿Me mostrarás?

—Tal vez.

Tiro cariñosamente de su cabello.

— ¿Por qué no vas a ponerte algo de lo que te has comprado para mí?

—Mm. Yo hablaba de ropa playera comodísima que se te verá de bomba.

Hago una mueca de desaprobación. La agarro de la cintura un poco más fuerte, y aunque
protesta un poco, consigo posicionarla sobre mis piernas. Voy deslizando lentamente mis
manos por sus piernas, subiendo la delicada tela de su vestido.

—La verdad yo pensaba en algo más —ella levanta las manos, colaborando. El vestido
desaparece por sus largos brazos y su cuerpo desnudo queda maravillosamente expuesto
ante mí—. Algo más desmoralizado.

Ella sonríe. Tal vez este era su plan, tal vez no.

—Tengo lo que desea, señor Grey, pero temo que tendrá que esperar un par de horas.

— ¿Y cuánto me toca esperar?

—El resto del viaje.


—Sabes que es muchísimo tiempo, ¿no?

—Podemos divertirnos de otra forma.

Sé que cuando acerca su cuerpo al mío lo hace a propósito, pero no hay cosa que disfrute
más que su contacto.

—Sé que hallaremos la forma de pasar el tiempo sin que haya penetración —me vuelve a
sonreír—. ¿O sólo sabes pasarla bien conmigo en una cama?

Arquea las caderas contra las mías y hago un enorme esfuerzo por controlarme. Presiono las
manos sobre sus glúteos y la golpeo aún más contra mí. Ella solo enrosca los dedos en mi
cabello como respuesta.

—El problema es que tú no juegas limpio.

—No subí a este avión con intenciones de jugar limpio.

Le sonrío.

—Creo que esa parte dulce de ti en el sexo se ha quedado en la habitación del hotel.

— ¿Te refieres a la “otra mujer” que decía que te amaba al oído mientras le hacías el amor?
—tira con fuerza de mi cabello—. Porque esa puede regresar cuando quieras, Ted.

Le acaricio el rostro.

—Los dos sabemos que sigue ahí, nunca se ha ido.

Ella sonríe tierna.

—Eres una buena chica —musito.


—Lo soy desde que estoy contigo.

—Lo has sido siempre. Te lastimaron un poco, pero siempre has sido una buena chica.

—Tú también eres un gran chico, el mejor con el que me he topado —enrosca los dedos en mi
cabello y tira de ellos un poco—. Volveria a pasar por todo lo que he pasado si eso vuelve a
lanzarte a mis brazos.

Contengo el aliento un poco, emocionado, enamorado, y muy contento.

— ¿Significa que tu pasado cada vez te pesa menos?

Ella sonríe, luego asiente.

—Sé que he cometido errores, pero he aprendido de ellos, así que creo que es un sí.

— ¿Perdonarías a tu padre entonces?

Amanda parece meditarlo, mirándome fugazmente, nunca con la intención de hacerlo


fijamente. Yo no la presiono. Desde que la conozco siempre se ha quejado de su pasado, lo
ha odiado, pero ahora ha dado un gran paso. Tal vez comienza a despegarse de todo eso. Lo
curioso es que antes no había dado señales de hacerlo, o tal vez no las he notado.

Ella asiente.

—Creo que podría perdonar a Jack —clava sus ojos en los míos—, pero no podría llamarlo
papá. No es como si al perdonarlo recuperemos un tiempo que él no quiera recuperar. Cuando
necesité un papá él no estuvo. Siempre estuvo Bruno, solo él, por eso es mi héroe. Bruno
pudo sacarme de su casa cuando quisiera, pero hizo todo lo contrario. Me dio un hogar, una
familia.

Amanda sonríe, como si se hallara ahora mismo flotando sobre una nube.

—Creo que estaba muy furiosa porque tuve que esperar a que alguien más me recogiera de la
calle para poder tener una familia. Estaba furiosa con mamá por haberme desprotegido,
furiosa con Will por no darme el mismo cariño que yo le tenía y furiosa con Jack por ser tan
hijo de puta que terminó en la cárcel —parpadea lentamente—. Estaba furiosa conmigo
misma, porque después de tanto tiempo tenía una familia, y yo solo quería sentirme como
antes. Una parte de mí quería seguir sintiéndome miserable y vacía. No quería olvidar quien
me hizo daño. Pensé…pensé —se estremece—. Si me comportaba como ellos, tal vez
entonces me querrían, pero no había que hacerle. Jack en la cárcel, mamá muerta, Will
perdido en la calle. Cuando me di cuenta de que era inútil, entonces vi que no sabía cómo
salirme de todo esto.

Golpea su frente contra la mía. Quiere que la abrase. Quiere sentir que estoy protegiéndola.
La atraigo un poco más hacia mí.

—Lo triste es que lo único que me hizo parar fue la amenaza del cáncer. Todo ese tiempo que
pasé en la cama de todos esos hombres lo pude haber usado para estar con él, sentir su
cariño. Ahora lo tengo de nuevo. Tengo una nueva oportunidad de darle el cariño que se
merece, pero antes debo sacarme toda esta porquería de encima.

—Lo estás haciendo, nena, y lo haces muy bien. Te admiro muchísimo.

Golpea su boca contra la mía.

—Es porque tú me has limpiado, Ted. Desde que comparto mi vida contigo siento mi alma
más limpia. Llenas mis huecos oscuros con todo lo maravilloso que me das y eso solo se
puede sentir cuando alguien ama a una persona de la manera tan intensa en la que yo te amo.

Vuelve a chocar su boca contra la mía, esta vez retardando el despegue. Mientras nuestras
bocas siguen juntas, disfruto de su suave piel con cada pequeña caricia.

—Tú siempre has estado limpia —le tomo el rostro para aumentar el ritmo del beso—. Que
hayas cometido errores no significa que tengas el alma oscura. Tu alma es preciosa. Sé lo que
das y no es más que el más dulce de los cariños.

Sus ojos parecen brillar por las lágrimas.

—Sé que estás cada vez más cerca de dejar esto ir —musito con cariño—. Eres mucho más
fantástica ahora de lo que has sido antes.
Sonríe.

—Me suceden cosas muy extrañas cuando estoy desnuda frente a ti —desliza cariñosamente
sus labios sobre los míos—. Me siento más desnuda vestida que cuando estoy sin una sola
prenda frente a ti.

—Siempre he dicho que deberías andar desnuda en todos lados.

Amanda suelta una suave carcajada.

— ¿Lo soportarías?

—Nena, yo sé lo bien que trabaja ese cuerpo. Hay millares de hombres en Seattle. No voy a
exponerme a que alguno de ellos quiera tenerte. Aunque puedes andar desnuda por la casa.
Eso sería el paraíso.

—Pero no estamos yendo a casa.

—Mm. Apuesto a que hay cortinas, preciosa. Es solo cuestión de cerrarlas.

—No pretenderás que esté siempre desnuda en la habitación.

—Mm —sonrío—. ¿Por qué no? Tienes un cuerpo precioso. Me encantaría que siempre me
recibieras en casa desnuda después de un largo día de trabajo.

—Controla un poco ese morbo.

—Sabes que no lo haré.

Inclina un poco la cabeza.

—Sé que no. No sé ni por qué lo intento.


Suelto una carcajada.

— ¿Empezamos a empacar? —pregunta.

—Podemos, sí, pero tengo una simple condición para ti.

—Mm, ¿cuál?

—Va en serio lo de quedarte desnuda.

— ¡Ted! —chilla.

—De acuerdo, no accedas, pero tendré que atarte a la cama porque no empacaremos.
Dejaremos las cosas en sus bolsas.

—Entonces no empaques, pero te tocará bajar las bolsas una por una.

—Sabes que no. Sólo tendría que darle dinero a algún empleado y problema resuelto. Quien
único sufriría serías tú, atada por horas y horas…

— ¿No le harías eso a una mujer embarazada, verdad? —musita tierna.

—A la mía, sí.

— ¿No te compadecerías de ella ni por ser la madre de tus hijas?

Agito la cabeza.

—No estás jugando limpio.

— ¿No que no habías venido a este avión para jugar limpio?


Inclina la cabeza.

—Vale, está bien, como quieras. Tú ganas, ya.

Sonrío.

—Esa es mi niña.

Se ruboriza un poco.

—Ese uso de palabras…

—Ese uso de palabras iba a quedarse entre nosotros y nuestra intimidad —estiro los brazos—
. Estamos a solas.

—Sí, pero cruzando esa pequeña puerta hay dos azafatas. Pasando de nuevo otra puerta hay
un piloto y un copiloto. No estamos tan solos que digamos.

—Nadie va a venir, descuida. En todo caso vendrá una de las azafatas. Lo único que
conseguirás es sembrarle la envidia —acaricio sus labios con el pulgar—. Eres la mujer más
hermosa sobre la faz de la tierra.

Ella sonríe.

—Así cualquier mujer es capaz de hacer lo que sea.

— ¿Incluso adelantar la luna de miel?

— ¿Después de haber comprado lo que compré? —agita la cabeza—. Aún no, señor Grey.

—Bueno, ¿qué es eso tan grandioso que compraste que no quieres mostrarme aún?
—Ah, pero sí puedo mostrártelo, pero no puesto.

—Entonces sí era lo que me estaba imaginando.

—Tal vez.

Le sonrío burlón.

—No sé si podré soportar solo ver la tela.

—Dijiste que me preferías desnuda.

—Pero no dije que los accesorios no te quedaran bien.

Suelta una carcajada.

—Buena tajada.

—Anda ya, mi niña. Enséñale a papá lo que has comprado.

— ¿No podríamos pasarnos al dormitorio? Te juro que me siento extrañísima aquí cuando sé
que hay gente cruzando esa puerta.

—Bueno, bueno —la sujeto de la cintura y me pongo en pie. Es ágil, así que envuelve las
piernas alrededor de mi cintura para acomodarse—. ¿Quieres que vaya pasando las bolsas
hacia el dormitorio?

Asiente.

—Primero llévame.

—Mejor camina.
—No —gimotea—. Llévame.

La deslizo hasta dejarla en el suelo.

—Vete, largo.

Le doy un cachete en el trasero y protesta un poco antes de echarse a andar.

Capítulo ciento veinticuatro.

Hay piezas de lencería por todas partes, acomodadas sobre la cama, y ella las trata como si
fuera la ropa de su muñeca favorita. Yo estoy sentado en un pequeño sofá disfrutando
alegremente del espectáculo, incapaz de decidirme que me resulta más atractivo: la ropa que
ha comprado o la desnudez de su piel. Tal vez ambas tienen su ventaja. Mm.

— ¿Cuál de todos te parece mejor para la primera noche?

Observo los pedazos de tela con una pequeña sonrisa.

— ¿Cuál de las dos primeras noches? ¿En el avión o en el hotel?

Ella sonríe.

—Sabes a cual me refiero.

Me levanto bruscamente del asiento, la envuelvo con mis brazos y la llevo hasta la cama.
Manoteo y los trozos de tela erótica terminan cayendo al suelo. Eso fue todo. Se acomoda en
la cama, debajo de mí, y me mira. Tiene los pequeños brazos alrededor de mi cintura y me
sonríe.

— ¿Realmente me harás esperar tantas horas?


— ¿Y no tuviste suficiente con lo sucedido en el hotel?

Deslizo mi nariz por su cuello.

— ¿Qué es suficiente contigo?

Observo de perfil su reacción. Solo cierra los ojos y sonríe un poco.

— ¿Con quién te quedaras? —musito.

—No sé de que hablas.

—De las dos mujeres. ¿Con cuál vas a quedarte?

Suelta una carcajada.

—Los dos sabemos que no dejas que ambas actúen juntas —le deposito un beso en el
cuello—. O eres cariñosa y dulce o pierdes el control, pero nunca eres ambas. No en una
cama.

— ¿Cuál prefieres?

—Sabes que a ambas. Confío en que conseguirás hacerlas trabajar juntas.

— ¿Cómo estás tan seguro?

—Porque yo las conozco, las conozco a ambas.

— ¿Estás insinuando que te acostaste con ellas? Eso sí es tener mucho descaro.

—Mm. No tienes la más pequeña idea de lo magnificas que son en la cama.


Su sonrisa se hace un poco más amplia, pero continúa con los ojos cerrados.

—No quiero que sientas que soy dos mujeres a la vez, porque a decir verdad eso me hace
sentir incómoda.

—Oye —la aprieto contra mí—. Sé que puedes hallar un balance. Lo sé porque hace rato
hiciste un gran avance. Me dijiste que estabas aceptándolo todo.

—Pero aún no lo hago, no completamente. Temo que esto pueda tomarme algún tiempo.

—Sé que esta luna de miel va a servirte muchísimo. Te los mereces. Aunque no lo
mencionemos, tú mejor que nadie sabe que te hice daño. Lo estoy compensando poco a poco,
sí, pero nunca voy a olvidar lo que pasó ¿Sabes por qué?

Abre un poco esos preciosos ojos azules que tiene.

— ¿Por qué? —musita con la voz pequeña.

—Porque, cuando recuerdo que te he lastimado, me recuerdo a mí mismo que tengo un


motivo más para hacerte feliz. Cuando recuerdo que te hice llorar, me recuerdo a mí mismo
otro motivo para sacarte una sonrisa. Pero, cariño, sobre todo porque no hay mayor razón en
el mundo para hacerte feliz que el hecho se der quien eres. Nunca dudes de lo buena chica
que eres.

Se aparta un poco de mí y en un parpadeo está sobre mi regazo.

—Desnúdate —musita.

Enarco una ceja.

— ¿Ahora me quieres desnudo?

Sonríe.
—Me siento mucho más cómoda cuando estamos desnudos —tantea temblorosa hasta
desatar la corbata—. Además, superas a cualquier hombre que haya visto alguna vez —
desliza los dedos por los botones, quitándolos uno por uno—. Eres tan guapo que, cuanto te
veo desnudo, se me corta la respiración.

Suelta un jadeo cuando el último botón cede. Desliza sus pequeñas manos por mi pecho. Dejo
caer mi cabeza hacia atrás y cierro los ojos para disfrutar de su contacto. Lo siguiente que
consigo sentir son sus besos deslizarse por mi piel, y ella sabe que ese contacto es bien
recibido.

Pero luego se detiene, acurrucándose contra mí.

—Me gusta —ronronea.

Sonrío como crío enamorado.

—Tanto espacio en la cama y de una u otra forma siempre terminas recostada sobre mí.

—Eres cómodo.

—Te apuesto a que no tanto como la cama.

—No, no. Eres más cómodo.

—Así que deduzco que vas a pasarte un rato aquí.

Creo que la he oído bostezar.

—Es que eres, ya sabes…Mm.

Escucho atentamente. Su respiración disminuye. Ahora es más lenta. Es imposible que se


haya quedado dormida, no tan pronto.

— ¿Cariño? —musito cariñoso.


Amanda se sacude y levanta la cabeza.

—Estoy cansada, ¿te lo puedes creer? De repente todo ese sueño me cayó de golpe y, bam.

Se desliza cuidadosamente hasta recostarse sobre la cama. Se hace un ovillo y cierra los
ojos.

—No me duermo porque me hayas aburrido. No eres tú, soy…

Cuando volteo, vuelvo a notar sus lentas y tranquilas respiraciones. ¿Cómo puede dormirse
tan pronto? Sobre todo cuando hace tan solo unos minutos estaba pidiéndome que comience
a empacar. Presiono los labios con fuerza para no reírme y despertarla. Me levanto despacio
de la cama y la cubro con las sábanas.

Que esté dormida supone una pequeña ventaja para mí. Desde que vi todas aquellas bolsas
no he podido dejar de pensar que hay algo en ellas que aún no ha querido mostrarme. Si voy
a ser sincero conmigo mismo, a veces no se me da el don de la paciencia. Así que tal vez,
mientras ella duerme, puedo dar un vistazo…

Salgo en silencio de la habitación. Me deshago de la chaqueta, de la corbata, de la camisa


desabrochada y los zapatos. Casi como estar en casa. Desarmo el juego de maletas y las
separo. Comienzo con una pequeña montaña de bolsas a mi izquierda. Es ropa para mí, que
incluye pantalones cortos y camisas de telas suaves y poco calurosas. También zapatos.
Acomodo las cosas en la maleta. La otra montaña a mi derecha son cosas suyas, desde ropa
casual hasta trajes de baño de una sola pieza. Me pregunto qué quiere ocultar con estas telas,
si su vientre o las cicatrices de su espalda.

— ¿Señor Grey?

Doy un salto. Cuando me volteo hacia la voz, veo que es una azafata joven de cabello rubio.

— ¿Sí? —balbuceo con el corazón a mil por hora.

—Lamento haberlo asustado —sonríe apenada—. Soy Phoebe, Phoebe Swan.


La miro sorprendido. Mm. Se llama igual que mi hermana. Qué curioso.

— ¿Quiere que le ayudemos con eso? —pregunta.

—Se lo agradezco, pero no. Estoy buscando algo que mi esposa ha comprado.

— ¿No se le ofrece otra cosa?

—Pediría algo de tomar, pero ya tengo demasiado alcohol en el sistema.

— ¿Un vaso de agua, quizá?

Le sonrío agradecido.

—Estaría bien, gracias.

Ella me corresponde la sonrisa antes de desaparecer por la pequeña puerta. Me quedo


embobado mirando hacia esa dirección. Papá debería pensarse seriamente lo de contratar a
un par de mujeres que no fueran rubias. Pero no puedo evitar imaginarme como se vería mi
Phoebe, la niña dulce de cabello negro, rubia.

Oigo un leve carraspeo, y como estoy mirando hacia la puerta sé que viene de la boca de mi
esposa.

—Te duermes, te despiertas. Y otra vez —volteo hacia ella. Está envuelta por la sábana de la
cama—. ¿Qué?

— ¿Está guapa?

— ¿La azafata?

Enarca una ceja. Cuando parpadeo, la tengo a centímetros de mí.


—Te vi mirándola.

—Es que se llama como mi hermana. Intenté imaginármela de rubia.

—Creo que no te entregaron el memo, ese que dice “yo no nací ayer”.

Consigo captar en su tono de voz el problema.

— ¿Eso son celos? ¿Otra vez?

— ¿Celos? ¿Qué? No.

—Sólo encontré curioso que se llamara como mi hermana, y que papá siguiera continuara
contratando rubias.

— ¿Y vas a decirme que nunca saliste con una?

—Salí con muchas, sí, pero ya te dije que las rubias ya no me interesan.

—Porque convenientemente comenzaron a gustarte las pelirrojas.

Le sonrío burlón.

—Ya te había dicho una vez que no me gustan tus arranques de celos irracionales.

— ¿Llamas celos a ver como la observas incluso cuando ha cruzado la puerta?

Me encojo de hombros. Lo único que consigo a cambio es un golpe en el brazo.

— ¿Sabes que no me gusta? Que estés mirando a otra mujer cuando yo estoy aquí.
Vuelvo a sonreírle.

—No la estaba mirando por las razones que estás adjudicándome.

Hace una mueca e intenta darse la vuelta, pero la sostengo de la muñeca. Tiro de ella,
haciéndola girar. La atrapo antes de caer completamente al suelo.

—No sé por qué encuentras esto divertido —gruñe.

Presiona las manos contra mi pecho, intentando apartarse. Mm. Estiro la mano y agarro mi
corbata. Ella ve las intenciones danzando en mis ojos y sé que hay una parte de ella, la de mi
niña traviesa, que muere por sonreírme. Pero ahora está la niña celosa y arisca. Esa es a
quien debo controlar.

—Me atas con esa cosa y te emparejo la nariz —gruñe.

— ¿Pero, cariño, como podrías hacerlo con las manos atadas?

Oculta las manos tras la espalda.

—Tienes que atraparlas primeros.

Le sonrío juguetón.

— ¿Ya se te pasaron los celos irracionales?

— ¿Quieres jugar? Bien. Una de mis manos irá directamente a tu nariz, la otra te da el
derecho de recibir un golpe en los testículos. Escoge bien.

La agarro de la cintura y la atraigo hacia mí. Arquea sus caderas contra las mías. Gruño.
Joder, sé lo que está haciendo. Me concentro en no saltar sobre ella y tomar su carne. Hago
un rápido movimiento y consigo atrapar sus manos. Forcejea, pero al final es inútil. Lo sabe.

—Eres un bruto —gimotea.


—Es que el juego que me propusiste no me gusta en lo absoluto, así que prefiero cambiarlo —
deslizo sus manos hacia su pecho—. Tal vez atada, a la gatita se le baje el coraje.

— ¿Quién eres, Ted el castigador?

Me acerco a su rostro y mordisqueo cariñosamente sus labios.

—Ya veremos.

Sigue forcejeando. Mm, ríndete ya. Sé que lo quieres. Ato sus manos con la corbata. No muy
suelto, no muy apretado. La coloco sobre el montón de ropa sin acomodar y me deshago de la
sabana envuelta en torno a ella. Coloca las manos atadas sobre su cabeza. Una parte de mí
se derrite. Dios mío, esta mujer es hermosa. ¿Cómo voy a sobrevivir si cada día esta mujer
está más guapa?

— ¿Se terminó el juego? —musita con voz de niña.

Sonrío como crío enamorado.

—Aún no, mi señora.

Nado entre el montón de ropa hasta apoyarme sobre su cuerpo con cuidado. Siento la piel de
su pecho desnudo contra el mío.

—Tal vez deberíamos pasarnos al dormitorio.

Deslizo la nariz desde su cuello hasta su pecho.

— ¿Por qué?

Su cuerpo se sacude. Tarda su tiempo en responderme, tiempo que aprovecho para saborear
su piel con mi lengua.
—La rubia está al otro lado de la puerta.

Sonrío contra su piel.

— ¿Y eso realmente importa?

—No quiero que te vea desnudo.

—Yo no estoy desnudo —mordisqueo cariñosamente su pezón—. Tú sí.

—A menos que sea lesbiana, dudo sinceramente que eso pueda distraerla.

— ¿Eso importa?

Alzo un poco la vista hacia ella. Está mirándome.

— ¿Y si en lugar de ella fuera, no sé, el copiloto?

—No, nena. No tendrá tanta suerte.

Oigo la puerta deslizarse. Amanda intenta cubrirse, pero no tiene como. Tiene las manos
atadas, yo estoy sobre ella. Me incorporo y la cubro con la sábana.

—Debí avisar, me disculpo.

Mm. Había olvidado que le acepté el agua. Debí recordarlo a tiempo.

—Olvídalo —le acepto el vaso—. Puedes retirarte.

Oigo al instante la puerta cerrada. Amanda me lanza una mirada del más puro éxtasis
mientras le doy un trago al agua. Mm. Tiene un par de cubos de hielo.
—Por este motivo es que te pedí que nos pasáramos al dormitorio.

Le sonrío.

—No te alarmes tanto. No creo que ella tenga algo que tú no, salvo por el embarazo.

—Y supongo que no quieres ayudarle con eso.

Frunzo el ceño.

—En lugar de atarte las manos, tal vez debí ponerte un bozal.

—Aún puedes arrepentirte.

Un cubo de hielo golpea contra mis dientes. Mm…

—No, cariño. Aún no.

Tiro de la sábana y su esplendido cuerpo desnudo queda nuevamente expuesto ante mí.
Agarro el nudo de la corbata y tiro de ella, atrayéndola hacia mí. Desliza las piernas por mi
cintura, acomodándose. Después coloca las manos, aún atadas, alrededor de mi cuello. Tomo
entre mis labios un cubo de hielo y coloco cuidadosamente el vaso a un lado. Sus ojos brillan.
Sabe lo que está en mi mente. Siempre lo sabe.

—A jugar —ronroneo.

La atraigo más hacia mí, sujetándola por la cintura, y deslizo el hielo sostenido por mis labios
sobre su pezón izquierdo.

—Oh —jadea.

El frío choca brutalmente contra la calidez de su piel, tanto así que el hielo cede
inmediatamente ante el calor y comienza a derretirse. Lo deslizo en círculos con la lengua. Se
sacude, pero es apenas un poco. No es suficiente. Cuando el hielo se derrite, introduzco la
mano en el vaso para tomar otro. Asalto esta vez su pezón derecho. El choque del frio contra
su piel vuelve a hacerla temblar.

—Oh, es muy frío, mm.

Aprieto sus caderas contra las mías. Hago suaves movimientos contra sus caderas. Gimotea,
perdiéndose en la sensación. Eso nena, muy bien. Creo movimientos en círculos con la
lengua.

—Esa boca, mm.

El segundo hielo se ha derretido. Mordisqueo su piel fría y ella se sacude con violencia.

—Es una verdadera pena que debamos esperar hasta llegar a la isla.

La oigo jadear.

— ¿Qué?

—Mm —deslizo la nariz por su pecho—. ¿No es lo que dijiste? La primera noche en la isla.
Ibas a usar una de esas telas.

—Pero…

—Oh, mi pequeña niña —le sonrío—. Sólo estoy haciendo lo que me has dicho.

—Esta es la cosa más injusta que me has hecho.

—Te compensaré más tarde, no te pongas arisca de nuevo.

— ¿Se te olvidó la última vez que me hiciste esto? Tuviste que llevarme a un hotel —se
acerca a mí de golpe—. Por favor, alívialo.
—Cariño, mientras más lo acumules mejor será la explosión.

—Te odio —gruñe.

— ¿Y si te suelto el nudo?

—Te voy a emparejar la nariz.

— ¿De verdad?

—También el ojo, por idiota.

—Me arriesgaré.

Frustrada, aparta sus manos de mi cuello y las extiende hacia mí. Deshago el nudo con
cuidado. Cuando tiene las manos libres, se lanza contra mí. Siento sus labios frustrados
contra los míos, así como su piel chocándose contra mi piel. Siento su completa frustración
con cada beso, cada agitada caricia.

—Te haré pagar por esto, Raymond Grey.

Sonrío contra su boca.

—Es con lo que cuento, cariño.

Capítulo ciento veinticinco.

La tengo envuelta de diferentes maneras; con los brazos, con la piel. Se ha quedado dormida
y esta vez, afortunadamente, ha sido por más tiempo. Ha estado dormida durante cuatro
horas. Yo no he podido dormir, no sé a qué se deba, así que he perdido mi tiempo viéndola
dormir. Cuando se mueve, frunce el ceño a modo de advertencia, así que me aparto antes de
conseguir otro golpe en la nariz, que por fin duele menos. Hace un ruidito extraño al realizar
pequeños estiramientos, pero se rinde con igual rapidez a la comodidad y al sueño. Lo más
curioso es que suelta palabras al azar mientras golpetea los dedos contra mi pecho. En varias
ocasiones he pensado que estaba despierta, pero no. Está dormida.
Se estira ágilmente y parte de su cuerpo termina sobre el mío. Comienza a hacérsele
costumbre, consiente o no, pero no debo engañarme a mí mismo. Que su cuerpo tenga
contacto con el mío, aunque a veces me envuelva como una serpiente, es mucho mejor que
despertarse solo. La cama es menos fría, menos grande, menos vacía. Los días en que vivía
en el Escala me parecían ahora recuerdos lejanos, de hace muchísimos años. Para ese
entonces solía pasar varias noches en vela, generalmente tomando hasta perder la mitad de
la conciencia. Me salteaba a las mujeres. Una esta semana, ésta la otra. Pero nunca, nunca,
me sentía satisfecho. Me pasaba las noches enteras pensando en qué estaba mal. Tenía más
dinero del que podría desear, tenía a mi familia, grandiosos amigos, mujeres disponibles a
todas horas.

Tuve que esperar a que Amanda cruzara la puerta de la oficina de papá y acabara por
dejarme días más tarde para comprender qué demonios me hacía falta.

La susodicha vuelve a acurrucarse contra mí. Joder, no tengo como moverme. Descansa la
cabeza sobre mi pecho y deja caer el brazo sobre mi abdomen. Lo siguiente que escucho es
un quejido pequeño, protestándole a su propio sueño. Después, todo lo que hace, es no volver
a moverse. Me he quedado totalmente inmovilizado. Aunque quisiera moverme, no quiero
despertarla. Sé que si hago el más mínimo movimiento se despertaría. Ha estado durmiendo
por periodos muy pequeños. Necesita descansar.

Pero joder, no se le puede ocurrir mejor manera para dormir que sobre uno.

Gimotea un poco y abre los ojos.

—No, no —musita incoherente.

Se levanta de golpe y la veo correr hacia el pequeño baño del avión. Mm. Creo que le han
regresado las náuseas. Me levanto de la cama y voy hasta ella. Está en el suelo y las arcadas
le sacuden el cuerpo. El baño es demasiado pequeño para acompañarla, así que espero a
que termine. Minutos más tarde se incorpora, un poco tambaleante.

—Compré un par de cepillos y pasta dental —coloca ambos brazos sobre el vientre—.
¿Puedes traerme uno?

Me doy la vuelta rápidamente y asalto las bolsas hasta encontrar lo que me pide. Se lava la
boca dos veces, por dos minutos. Se tambalea hasta mí, y yo la atrapo antes de que caiga al
suelo. La sostengo en mis brazos y la llevo de vuelta a la cama con cuidado, para no moverla
demasiado. En cuanto me recuesto junto a ella, mi preciosa niña se acurruca contra mí, con el
rostro escondido en mi cuello. Mm.

—Tus hijas no se están portando muy bien —musita.

Sonrío.

— ¿Cuándo se portan mal son mis hijas?

—Sí, porque yo no causo tanto problema. Regáñalas.

—Pero…

—Yo me creo que serás muy suavecito con ellas —gimotea, fingiendo estar indignada—.
Tendré que regañarlas yo y te van a querer más a ti, papá malo.

Suelto una carcajada.

—Se te da bien decir tonterías.

—Papá aburrido —musita con voz de niña.

—Debo suponer que ya estás mejor.

Se aparta de mí, acomodándose en su lado de la cama.

—Ya te lo dije. He descubierto que olfatearte el cuello espanta mis náuseas.

—Cierto, cierto —le sonrío, acercándome—. Te adoro.

Ella sonríe. Le beso la nariz, los ojos, la boca.


—Sabes a menta —ronroneo.

—Mm. ¿Y la menta te gusta?

—Es que sabe mejor en ti. Todo sabe mejor en ti.

— ¿Sabes qué se me antoja? Un té de canela con unas galletitas de nueces de macadamia.

—Mm. ¿Quieres que vaya a preguntar?

—No, no —sonríe—. Me conformo contigo.

Deslizo la mano por su costado hasta alcanzarle el vientre. En respuesta ella choca sus labios
con los míos.

— ¿Dormí mucho?

—Creo que tres o cuatro horas. ¿Por qué?

—Curiosidad. Me duermo enseguida cuando te tengo cerca.

— ¿Por eso te despertabas a cada rato? —la miro enternecido—. ¿Por qué no estaba
contigo?

—Es que detecté una amenaza. Una voz en mi cabeza que decía “Peligro, peligro. Rubia
cerca de mi marido”.

Suelto una carcajada.

—Tú mejor que nadie deberías saber que yo solo tengo ojos para ti.

—Si no los tuvieras te los arrancaba. O es a mí o es a ninguna.


—Venga, arráncalos.

—No dije que iba a hacerlo —hace un puchero—. Son demasiado bonitos para esconderlos, y
tengo fe que las nenas saquen tus ojos, incluso tu pelo, tu todo tú.

Le beso la nariz.

—Yo espero que salgan como tú.

—No, no. Como tú.

Le sonrío.

—Ya veremos —le acaricio el pelo—. ¿Ya no tienes sueño?

Agita la cabeza.

— ¿Quieres empacar?

Vuelve a agitar la cabeza.

— ¿Comer, entonces?

Y otra vez.

—Dios te dio una boca muy bonita que no sirve solo para besar, sino para hablar.

Suelta una carcajada.

— ¿Por qué no solo platicamos?


— ¿Sobre qué?

—Sé tú color favorito.

— ¿Ah, sí? ¿Cuál es?

—El anaranjado.

Le sonrío.

—Es verdad.

—Sé que te gusta el chocolate más que la vainilla.

—Ajá.

—Y el café con crema y dos de azúcar.

Vuelvo a sonreír.

—No te gusta tomar alcohol caliente, prefieres el jugo de naranja recién exprimido y siempre
te han gustado los Camaros. Lo sé porque te compraste uno me llevaste a California. Desde
luego, sé qué prefieres a las pelirrojas.

Tiro cariñosamente de su cabello mientras le sonrío.

—Sé que hablas francés y danés, que ere un cerebrito con los números y que al igual que tu
padre derrochas el dinero en lo que se te plazca —me acaricia el rostro—. Pero no sé qué
tipos de vinos te gustan. Tampoco sé cuál es tu comida favorita, ni tu lugar favorito en el
mundo, ni que libros prefieres. Siento que hay muchas cosas que me faltan por conocer sobre
ti.
—Mm —tomo la mano y le deposito un beso—. Me gustan los vinos secos, mucho, aunque en
realidad me gustan diferentes tipos de vinos. Mi vino favorito es el Lewis Cellars, un vino
trabajado en Napa, California. Mi lugar favorito en el mundo, mm, por mucho es cualquier
lugar donde estés tú. Los libros que prefiero…Caramba, es difícil. Soy abierto a todo tipo de
géneros.

Ella sonríe.

— ¿Cuál es tu desayuno favorito?

—Tostadas francesas y jugo de cereza.

—Mm. No lo sabía. Te lo haré algún día, lo prometo. ¿Prefieres té, café o vino?

—Detesto el té. Café en la mañana, vino en la noche.

— ¿Te gusta la playa?

Asiento.

— ¿Practicas deporte?

—No. Solía correr en las mañanas.

—Yo ya no te veo salir.

—Es porque siempre estoy ocupado contigo. Además salía a correr para olvidarme de que
despertaba solo —la envuelvo por la cintura y la atraigo hacia mí—. Gracias a Dios que
llegaste a mi vida.

Cierra los ojos y deja que la bese.

—Es mi turno de las preguntas —mordisqueo cariñosamente de su labio—. Sé que tu color


favorito es el azul. No eres buena con los tacones, pero te gusta usarlos. No te gusta usar
vestidos con escotes en la espalda para que no puedan ver la cicatriz. Cuando lees, olvidas el
resto del mundo. Como lo hiciste en el trabajo. Eso te convierte en la peor asistente que
hemos tenido. Te gusta verle el lado bueno a todo el mundo. Comienzas a valorar tus propias
luces. Me deslumbras con ellas. El rojo te queda de muerte. Tienes bonitas piernas.

Suelta una carcajada.

—Creo que estás desviándote a características físicas.

—Espera. Te gusta la vainilla y un poco del sadomasoquismo, como a papá, que por cierto es
escalofriante. Son excesivamente parecidos.

—Jamás he dicho eso.

—Por algún motivo no quieres, por eso, pero da igual. Mm. Amas cocinar. Eso hasta un
gusano podría notarlo. No te gustan las serpientes, pero sí los —hago una mueca— sapos.

Sonríe burlona.

—Usaré más o menos las mismas preguntas. ¿Qué tipos de vinos te gustan?

—No soy de vinos. Solía tomar cervezas. La Blue Moon es buena.

—Correcto. ¿Tu comida favorita?

—Oh —chilla—. Me encantan los mariscos. Cualquier marisco con una buena salsa y, bam.
Delicioso. Si es algo más específico, mm…camarones en salsa Bloody Mary.

—Mm. Sí. Recuerdo esa salsa, y otras cosas.

Se ruboriza un poco.

— ¿Lugar favorito?
—La cocina.

Suelto una carcajada.

—Eso ya lo sé.

—Mm. Contigo, sí. Cualquier lugar contigo.

Le sonrío.

— ¿Qué libros prefieres?

—Fantásticos, sin duda. Mientras más alejado de la realidad esté, mejor.

— ¿Hay algún lugar al que te gustaría viajar?

—Mm. Cuando tenía catorce años hicimos un viaje a Italia. Aún no me sentía cómoda con la
familia, así que no pude disfrutarlo mucho. Me gustaría regresar.

—Ese viaje debes hacerlo con tu familia.

—Sí, pero tú ahora eres mi familia. Mía, mía.

Sonrío como crío enamorado.

— ¿Se acabaron las preguntas? —parpadea divertida—. Ya me está gustando esto. Pregunta,
pregunta.

— ¿Te mencioné que mamá tiene un par de manuscritos aquí?

— ¿Aquí, en el avión?
Asiento.

—Son de Phoebe. Se los dio a mamá para que le diera su opinión. Aunque no lo comenta con
todo el mundo, quiere convertirse en escritora. Yo los he leído. Son buenos. ¿Te gustaría
darle una ojeada?

— ¿A tu hermana no le molestará?

—No lo creo, ¿quieres?

Ella sonríe culpable.

—Está bien.

Le doy un beso en la nariz antes de ponerme en pie. Pero…mm. Hay una cosa que
repentinamente acude a mi mente.

—Cariño —me giro hacia ella—. ¿Por qué?

Ella frunce el ceño.

—Um, ¿por qué tú me lo ofreciste?

—No es eso. ¿Por qué lo dejaste? Le dijiste a mamá una vez que lo echabas de manos. Las
escuché.

Se acomoda en la cama, de modo que termina sentada. Se cubre el cuerpo desnudo con la
sábana.

— ¿Realmente quieres hablar de eso ahora? ¿Por qué?


—Porque jamás hemos vuelto a hablarlo, pese a que habíamos quedado en que lo haríamos.
Y quiero comprender por qué lo dejaste si te gustaba.

Aparta un poco la mirada.

—No estoy juzgándote —me apresuro a decir—. Realmente solo quiero entender, eso es todo.

—Es…es complicado.

—Sé que puedes explicarme.

Me acerco hasta ella. Me siento al borde de la cama y le tomo las manos. No quiere mirarme.
Me pregunto vagamente si hablar de esto realmente puede cambiarle el humor.

—Me da un poco de… —arruga el entrecejo—. Sé que esto no es tu tipo de…mm, relación.

—Quiero entender por qué te gusta a ti.

Me sostiene la mirada.

—Se sentía bien, Ted. Eso era todo. Tuve mi primera vez con Baxter a los trece años, pero no
me hizo sentir nada. Ni placer, ni dolor. Nada. Quería algo que compensara esa enorme
pérdida de tiempo —me acaricia la mano con el pulgar. No quiere que arda ante la confesión,
pero lo cierto es que no me provoca nada, ni celos. Quiero que siga abriéndose a mí—. Mi
segunda vez mejoró mucho. Tuve mi primer orgasmo, pero…pero necesitaba más. Quería
sentir algo más que solo una chispa de placer. Por eso el siguiente y el siguiente y el
siguiente. Uno tras otro. Tenía que encontrar a un hombre que me encendiera el cuerpo
entero, que me hiciera quemarme. Ellos no eran malos amantes, yo solo era…era
terriblemente insaciable. Siempre queriendo más.

»Después conocía este hombre, Cris Bells. Cuando lo conocí me sentí terriblemente
intimidada, ridículamente pequeña. Mi mente sabía que él podía darme lo que yo estaba
buscando. La primera noche que pasé con él, me hizo explotar. No fueron chispas como los
otros. Fue una explosión tan fuerte que me sacudió por completo, por dentro y por fuera.
Estuvimos viéndonos por un tiempo. Pero…pero todo comenzó a ser insuficiente. Así que
decidimos subirle un poco el calor.
Me mira cautelosa.

—Comenzó con simples e inocentes amarres de manos. Con el tiempo las corbatas se
convirtieron en esposas y las esposas en cinturones de cuero. Eso estaba bien, más que bien.
Obtenía un placer incomparable a través de los golpes, de las palabras inadecuadas, de cómo
me usaba para su propio placer. Pero las cosas se salieron de control. Cuando cumplí los
dieciocho dejé a mi familia para pasar ese día con él. Me ató las manos con la corbata y usó la
misma alrededor de mi cuello. Cada vez que me envestía tiraba de mis manos y cuando lo
hacía me apretaba el cuello, me ahorcaba. Intenté decirle que me estaba lastimando, pero
odiaba que le hablara. Hablarle lo transformaba en una bestia. Acabé desmayándome.

Frunce el ceño mientras se muerde el labio.

—Me dejó tirada en una húmeda acera, desnuda. Cuando llamaron a papá del hospital él
pensó que me habían violado. No tuve más remedio que decirle lo que había pasado. Papá
estaba desilusionado. John también, pero…él estaba…particularmente molesto. Le…le habían
dado horas atrás la noticia de que papá tenía cáncer.

Me suelta las manos, solo para cubrirse el rostro con ellas.

—Me prometí que esa sería la última tontería que cometiera, aunque el vientre se me
quemara por la necesidad de contacto. No volvería a darle motivos a papá para sentirse
desilusionado nuevamente.

—Cielo —musito, apartándole las manos del rostro—. Sólo fue una mala experiencia.

—Yo lo sé, pero detesto la sensación de gusto. Porque me sigue gustando, pero no es…

Suelta un gruñido.

—Había estado buscando la manera de contarte todo esto, pero entonces encontraste el
cuarto de juegos de tu padre. La desaprobación estaba en tus ojos. ¿Cómo iba a contártelo si
visiblemente es algo que te resultaba desagradable?

Se me seca la boca.
— ¿Y qué pasa si nos sucede lo mismo que te sucedió con ese sujeto? ¿Si algún día lo que
tenemos no es suficiente para ti?

—No, no —se aparta la sábana y camina con las rodillas hasta posicionarse sobre mí—.
Jamás digas eso, no. Siempre pensé que aquello que hacía con él era lo que necesitaba para
sentirme viva, pero eso fue hasta que tus manos tocaron mi cuerpo.

Choca su boca tan rápido contra la mía que acabo por caer de espaldas sobre la cama.

—Desearía poder sacarme el corazón, el sistema nervioso, y que vieras todas las cosas que
me haces sentir cuando me tocas. Yo te necesito a ti. No necesito todas esas cosas, ni fustas
ni correas de cuero, solo a ti.

Toma mi rostro entre sus pequeñas manos y sigue besándome. Me arden las manos cuando
toco su piel. Le toco la espalda, los glúteos. El obsceno y repentino terror de perderla ha sido
una terrible tortura.

—Te amo —gruñe—. Nunca vuelvas a pensar que podría sacrificarte por cualquier otra cosa.
Eres lo que le da sabor y sentido a mi vida, te amo.

Gimoteo por el alivio.

—Yo también te amo, mi cuelo. Te amo demasiado.

______________________________

Ha salido bastante bien, incluso mejor de lo que pensaba. En estos momentos mi esposa se
encuentra en la cama leyendo uno de los manuscritos de Phoebe, disfrutando plenamente de
la magnífica dicha postcoital. A la mierda el hotel. Ninguno de los dos iba a estar dispuesto a
esperar un par de horas más después de aquella plática que, lejos de resultarme incómoda,
ha sido excitante. Habría que estar mal de la cabeza, pero así fue.

Mientras ella lee, yo estoy hablando con papá por e-mails. Un buen consejo es lo que necesito
ahora.

De: Theodore Grey


Fecha: 16 de septiembre. 1:15 p.m

Para: Christian Grey


Asunto: Hijo que necesita al padre

Hola, papá.

Am y yo nos encontramos de camino. Escogimos el destino de Isla Mauricio, es un viaje de


veintidós horas. Te escribo porque necesito un consejo. Respóndeme en cuanto sea posible.

Minutos más tarde recibo una respuesta.

De: Christian Grey


Fecha: 16 de septiembre. 1:19 p.m
Para: Theodore Grey
Asunto: Hijo que necesita al padre (¿De verdad?)

Pensé que estarías ocupado. Hay una muy buena cama ahí. Lo sé, porque el avión es mío, y
tu madre y yo pasamos ahí la noche de bodas.
Es un viaje largo. Sé dónde está esa isla. Es magnífica.

Ahora dime, ¿para qué necesitas a este viejo?

Christian Grey
Presidente, y cotizado padre, de Grey Enterprises Holdings, Inc.

Sonrío por la respuesta.

De: Theodore Grey

Fecha: 16 de septiembre. 1:22 p.m


Para: Christian Grey
Asunto: ¿Tenías que contarme?

Estoy seguro de que me has dado demasiada información.


Claro, mi problema. Va a sonarte extraño, dado que estoy casado y mi mujer espera gemelos,
pero va de sexo. Usted es el maestro en esto. Jamás te pedí un consejo sobre ese tema, pero
estoy a punto de introducirme en aguas desconocidas. ¿Tendrías tiempo?

______________

De: Christian Grey


Fecha: 16 de septiembre. 1:26 p.m
Para: Theodore Grey
Asunto: Mm :)

Creo que sé por dónde va esto.


¿Quién lo ha propuesto?

Christian Grey
Presidente, y consejero matrimonial temporalmente, de Grey Enterprises Holdings, Inc.

______________

De: Theodore Grey


Fecha: 16 de septiembre. 1:31 p.m
Para: Christian Grey

Asunto: Mm, ¿qué?

Nadie. Ni siquiera hemos hablado sobre intentarlo.

Verás, Amanda es mucho más parecida a ti de lo que hubiese querido aceptar. Quiero decir.
Viejo, tú no eres un hombre fácil. Ahora imagínate ese carácter tuyo en una mujer embaraza
de gemelos. Ella me ha contado que ha realizado ciertas…prácticas. Prácticas que tú
conoces, pero yo no. ¿Cómo estoy seguro de que es suficiente para ella? El mundo en el que
tú has estado es totalmente…ajeno, sí. Ajeno a mí. Pero no para ella. ¿Cómo me aseguro de
hacer un balance?

______________
De: Christian Grey

Fecha: 16 de septiembre. 1:42 p.m


Para: Theodore Grey
Asunto: Tan parecido a mi Ana…

Ted, la única manera de saberlo es hablándolo con ella.


Mi consejo rápido es que lo hagas. No dejes pasar demasiado tiempo. Hay momentos en que
debes comprender cuando algo es importante. Confía en mí. Cuando te involucras con alguien
que tiene otros gustos totalmente distintos a los tuyos, o que tú tengas gustos que la otra
persona no conoce, al principio es un poco complicado llegar a un balance.
Eso es lo que tu madre y yo hicimos: un balance.

Solo lo hice para no perderla, y otra parte de mí quería probar algo nuevo, algo bueno, con
ella. ¿Y sabes qué? Eso estuvo muy bien. Aprendí que existen otras maneras de compartir en
la cama con la persona de la que te has enamorado.

Tal vez deberías hacer lo que hizo tu madre, niño. Probar.


Tal vez termine gustándote a ti también. ;)

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

______________

Un guiño de papa. Oh, oh. Los guiños de papá siempre me han confundido. Cierro la pantalla
del computador y la observo. Sonríe, y es preciosa. Es feliz, lo que me hace el hombre más
dichoso de este mundo, porque uno de sus motivos para ser feliz es tenerme en su vida.

Y ella ha sacrificado tanto…

Ha hecho cambios progresivos. Es honesta conmigo. Si me equivoco, me lo dice con cariño.


Ella es el amor de mi vida. Ha hecho más por mí que yo por ella. Incluso se ha callado esto. Si
ella ha hecho cambios en su vida por mí, entonces ya era hora de que le correspondiese de la
misma manera.

Capítulo ciento veintiséis.


La acomodo sobre la cama. Hay algo muy extraño y es el hecho de que no recuerdo haberme
vuelto a vestir. Sin embargo, tenía puesta la misma ropa que había usado para casarme. Ella
igual. Rarísimo. Debo haberlo hecho mientras estaba medio groggy por el alcohol y el sueño.
También tengo en la mano una copa de algo que no he tomado antes, lo sé porque su aroma
es demasiado rancio para mi gusto.

Amanda me quita el vaso de la mano para darle un trago a la bebida. La miro mal, porque no
debería tomar de eso mientras esté embarazada. Ella me lanza una mirada árida en
respuesta, como si no le importara. Le da un segundo trago y entro en pánico. Le arrebato el
vaso y lo coloco lejos de ella.

—Sabes que no debes tomar —le recrimino.

—Solo fueron dos tragos ¿Qué daño hace?

—Provoca daño al embarazo ¿Qué no te importa?

—Parece que lo único que te importa a ti es el embarazo.

—Pues a ti debería importarte un poco más en lugar de actuar como cabra loca. No debes
tomar, eso es todo.

Ella suelta una maldición en danés.

—El matrimonio te volvió aburrido.

Frunzo el ceño.

— ¿Estás de mal humor? —le pregunto.

Amanda me mira fijamente, soltando un bostezo.

—Es que ya me aburrí.


— ¿De qué?

Suelta una sonrisilla.

—De ti.

Parpadeo.

—Eres aburrido en todo sentido y ya estoy harta de tenerte junto a mí todo el tiempo —me da
un golpecito en los labios con el pulgar—. Y honestamente los otros hombres con los que he
estado son mucho mejores en la cama que tú.

Me sacudo en la cama hasta despertarme. Me descubro sudando e hiperventilando. Sigo en el


avión, estaba dormido. Me limpio la delgada capa de sudor de la frente con el dorso de la
mano. Estiro el brazo hacia un costado y accidentalmente la golpeo en el vientre. Suelto un
grito en el exterior y me acerco cuidadosamente para revisarla. Se mueve un poco. Hace una
mueca y no sé si es de dolor.

— ¿Por qué me despiertas? —gruñe.

Tiene los ojos cerrados, pero tantea a oscuras hasta sentirme. Me relajo un poco. Creo que
está bien. No ha sido un golpe fuerte, pero da igual. Se agita sobre la cama y se mueve hasta
llegar a mí. Posiblemente esté evitando abrir los ojos para que no se le escape el sueño.
Lentamente consigue acomodarse entre mis piernas, durmiéndose de nuevo en mi pecho. Me
relajo bastante y me dejo caer cuidadosamente de nuevo sobre la cama.

Vaya pesadilla. No puedo controlar la respiración agitada ni la incomodidad en el pecho.


Desde luego era una pesadilla. Incluso en medio de la inconsciencia debí preverlo. Esta mujer
ama a sus hijas, no cometería esas tonterías. Y había dicho que lo nuestro jamás la aburriría.
No veo por qué razón pudiese haberme mentido en medio de la vulnerabilidad de ambos.

Pero el temor era mío…

A pesar de que ella había repetido muchas veces que jamás se cansaría de estar conmigo,
seguía teniendo en el fondo un terrible miedo de perderla. Es que con ella me sentía tan
completo, tan vivo, que si llegara a perderla solo significaría volver a ser quien era antes. Un
hombre solo, sin hogar, sin cariño. Porque ella es todo lo que necesito. Es el amor de mi vida.
Perderla sería como ir al infierno.

Se agita un poco para acomodarse. El largo cabello rojo se despliega sobre mi pecho
desnudo. Parece cómoda. Acomoda los brazos sobre mis piernas. Mm. Decir que estaba
cómoda tal vez era quedarse corto. Le acaricio el pelo con cariño, recorriéndole el largo y
soltándolo luego sobre mi pecho. Creo que le gusta porque sonríe, a pesar de estar dormida.
Le doy un beso en el pelo.

—Mm. Me gusta cuando me mimas.

Sonrío. Creí que estabas dormida.

—Me desperté cuando me golpeaste.

Deslizo la mano hasta du cintura y tiro de sus brazos hacia arriba para acomodarla,
cubriéndole el vientre con los brazos.

— ¿Te lastimé? —le pregunto.

Descansa sus manos sobre las mías.

—No. Supongo que ya emparejamos el golpe en la nariz.

Sonrío.

—Jamás te cobraría un golpe con otro golpe. Además, estabas teniendo una pesadilla.

—Mm. Yo sí creo que tú estabas teniendo una.

Mm. Me conoce mejor de lo que creí.

—Yo creo que sí. También creo que no quieres hablar de eso.
—No hace falta. Mis pesadillas suelen ser sobre perderte, así que se me pasa cuando me doy
cuenta de que estás a mi lado.

Me da un golpe en la rodilla.

—Eso es de un libro.

—Es que no puedo pensar en una frase romántica de esas que el protagonista le dice a su
chica.

—Oh, pero yo me acuerdo de algunas. Cuando me dijiste que era tu chica favorita, por
ejemplo.

—Es que eres mi chica favorita.

—Lo sé, lo sé. Es difícil resistirse.

Suelto una carcajada.

—A veces no tengo muchas cosas bonitas que decir. Supongo que eso le pasa a cualquier
protagonista.

—No se lo digas a mis libros, pero te amo más que a sus protagonistas.

— ¿Aunque a veces me comporte como un hijo de puta?

—Justo como buen protagonista.

Sonrío, agitándole el pelo.

— ¿Cuál es tu libro favorito? —me pregunta.


—Ya te había respondido.

—No, porque aquella pregunta era cuales son tu tipo de libros.

—Mm. Creo que soy adicto a los libros de Stephen King. De todos los que he leído, no podría
decidirme por uno solo. Lo lamento. ¿Y los tuyos?

—Me pasa lo mismo, pero con los de Sherrilyn Kenyon.

—Mm. Sé quiénes. Recuerdo que leías uno de sus libros en el trabajo. Lamento repetirlo, pero
fuiste una pésima secretaria.

—Yo no fui una pésima secretaria. Tú eras un muy mal jefe. Me acosaste sexualmente.

—No protestaste demasiado. De hecho, no protestaste nada.

Gimotea en protesta.

—No me diste la oportunidad. Te comportaste como un cerdo. Me acorralaste en el ascensor y


me besaste.

—Tú te desmayaste. ¿Quién se desmaya por un beso?

—Pues yo, una adicta al sexo que no ha tenido un hombre que la folle como Dios manda en
dos años.

—Mm. Adoro ese uso de palabras. Es excitante.

—Tú siempre piensas en sexo.

—Tú también.
—Mm. Eso no lo discuto.

Sonrío.

—Ya no te pones histérica cuando hablamos de tu hipersexualidad.

— ¿Qué puedo decir? Me gusta el sexo, mucho, y si es contigo pues me gusta más.

—Oh, mm. El sexo contigo ha sido buenísimo desde la primera vez.

—Oh —se cubre el rostro con ambas manos—. Ese día estaba nerviosísima. Me provocaba
mucho nerviosismo que vieras mi cicatriz.

—Tu cicatriz no me quita el sueño, preciosa.

Vuelve a deslizar sus manos hasta las mías.

—Los nervios desaparecieron cuando volviste a hacerme el amor. Oh, Ted. Jamás me sentí
tan viva, tan mujer —se acurruca contra mí—. Eres el hombre de mi vida.

— ¿A caso pensabas incluir a otro hombre?

—Ajá. Ese te va a llamar papá. ¿No te gustaría un niño? No es por presumir, pero tengo
buena mano con los niños.

Le mordisqueo la oreja izquierda.

—En realidad tienes buena mano con todo lo que tenga testículos.

Suelta una mano.


—Hablo en serio.

—Sí, sí. Me gustaría tener un varón. Tal vez dos, quién sabe.

—Supón que tengas un varón ¿Me dejarías ponerle tu nombre?

— ¿Dejarías que las gemelas tengan tu primer y segundo nombre?

—No.

—Entonces no.

Suelta un bufido.

— ¿Entonces qué nombre le pondrías?

—Erik, con ka.

— ¿No te gustaría Raymond?

—No lo vas a conseguir.

—Pero lo puedo intentar.

—Enfócate en nombres para niñas, porque eso es lo que vamos a tener. El niño vendrá
después.

—Dime que sí vamos a esperar.

—Claro, claro. ¿Dos años? ¿Tres?


—Mm. Tres.

—Solo quiero que estés al tanto de que no me voy a conformar con tres hijos.

—Mm. No soy un conejo.

—Oh, nena. Yo lo sé. Pero quiero cinco hijos, mínimo cuatro.

—Claro, como tú no tienes que pasar por el proceso de parto.

—Pero sostendré tu mano.

—Já. Es lo mínimo que puedes hacer, ya que pareces decidir cuántos hijos voy a cargar en un
vientre que es mío.

—No te hagas la dura. Yo sé que quieres.

Suelta una carcajada.

—Claro que quiero. Me encantan los niños. ¿Por qué crees que estoy contigo?

—Oh, voy a morir de la risa —repongo burlón.

—Eres un niño gruñón.

—Oh, ya cállate.

Contengo la respiración cuando el avión hace un movimiento abrupto.

— ¿Eso qué fue? —la oigo preguntar.


—No sé.

Vislumbro a la chica rubia asomarse por el pasillo. Tiene especial cuidado en no hacer
contacto visual con ninguno de los dos.

—Estamos próximos a aterrizar. Iniciaremos el deceso en diez minutos.

Asiento, otorgándole el permiso de retirarse. Amanda da un salto de la cama, cubriéndose con


la sábana.

—Oh, Dios. Ya vamos a llegar —tira de mi brazo—. Arriba. Tenemos diez minutos para
vestirnos.

Tiro de su mano, intentando atraerme hacia mí, pero no me resulta así que me toca ponerme
en pie.

—Tantas horas de viaje y no empacamos nada. Te buscaré ropa. Compré algo para el primer
día.

—Tengo que sacarte de viaje a menudo. Los viajes te hacen comprar en grandes cantidades.

Me saca la lengua antes de desaparecer por el pequeño pasillo. Me estiro un poco, pero no
me pasa ni por un minuto sentarme a esperarla. Se podría histérica. Así que en lugar de
esperarla me encamino a su encuentro. Ya tiene la ropa en la mano. Jesús, es veloz…

—Creo que las azafatas acomodaron las cosas en la maleta. Qué vergüenza. Mientras
nosotros estábamos teniendo sexo, uno muy bueno por cierto, ellas estaban doblando nuestra
ropa —me lanza un par de telas—. Vístete, nene.

Me ha comprado una camisa azul de botones, un pantalón crema bastante fresco y unos
zapatos cerrados de ambos colores. Me visto rápidamente.

—Hace tiempo no me llamabas así.


Ella está teniendo una pelea campante con un vestido de color azul. Tiene una larga
cremallera en la espalda que no puede cerrar.

—Maldita sea —gruñe.

Suelto una carcajada.

—Te vuelves a comprar un vestido que no puedes ponerte.

—Deja de sermonearme y ayúdame.

Le aparto el pelo y le subo la cremallera cuidadosamente. No me agradece, sino que salta


sobre las maletas para cerrarlas. Mm. Son seis.

—Aún no sé que tanto compraste que hay seis maletas.

— ¿Vas a seguir con el mismo tema? —gruñe.

—En caso de que no me lo hayas comentado, ¿te diagnosticaron bipolaridad también? ¿O


realmente es solo la hipersexualidad?

—No.

—Bien. Recuérdame llevarte con un psicólogo al regresar a Seattle.

—Ya he ido a uno.

— ¿En serio?

—Por tres años. Su oficina era la cosa más deprimente que jamás haya visto antes.

—Tal vez necesites ir a uno nuevo. Te convendría el de papá, ya que los dos se parecen.
Se deja caer sobre el asiento y se coloca el cinturón.

— ¿Tu padre va al psicólogo?

—Ya no. Creo que va de vez en cuando, a modo de costumbre.

—No me sorprende que fuera. Tu padre el cincuenta sombras tenía muchos problemas.

Me desplomo en el asiento frente a ella y me pongo el cinturón.

—No sé de qué hablas. Tienes cola que te pisen.

Ella parpadea, coqueta.

— ¿No la quieres tocar? Miau.

—Psicólogo. Ya está hecho.

El avión vuelve a agitarse. Una voz masculina llena la atmosfera con un anuncio.

—Iniciamos el aterrizaje. Favor de permanecer sentados y abrocharse sus cinturones.

Amanda suelta un chillido.

—Playa, sol y arena. No más Jack, ni Elena, ni nada de esas porquerías por un delicioso lapso
de tiempo.

Le sonrío cómplice. El avión comienza lentamente un descenso. Oigo el ruido de las turbinas
trabajando un rato extra.
—Hay una cosa que nunca te mencioné —se agarra de los brazos del asiento—. Detesto los
aterrizajes.

Le sonrío burlón.

—Creo que es una de esas cosas que se comentan antes de subirse a un avión. Sin contar
que esta no es tu primera vez ¿Por qué nunca me contaste?

—Porque no quería parecer una cobarde, pero supongo que es justo lo que parezco en ese
momento.

El avión se agita un poco cuando toca tierra. La veo hiperventilar, pero se le pasa cuando la
velocidad disminuye gradualmente.

— ¿Te molesta el despegue? —le pregunto.

Agita la cabeza.

— ¿Solo el aterrizaje entonces?

Asiente. Expulsa una bocanada de aire y suelta los brazos del asiento.

—El aterrizaje ha sido un éxito. Pueden abandonar el avión. Disfruten de su luna de miel,
señor y señora Grey.

Le sonrío a mi esposa.

—Es el primero en llamarnos señores Grey.

Ella me devuelve la sonrisa.

— ¿Me pasas las sandalias?


Señala hacia su ubicación. Me desabrocho el cinturón, las tomo y me acomodo en el suelo
para ayudarle a ponérselos. Deslizo las manos sobre su piel suave, y ella hace ejercicios de
respiración. Su piel me eriza y me gusta saber lo que puedo provocarle solo con un rose.
Cuando termino de ajustarle las sandalias, se desabrocha el cinturón y saltamos hacia las
maletas. Ella lleva dos y yo llevo el resto con un poco de dificultad. Tiene prisa por bajarse,
parece, porque se desliza por la escalera metálica a gran velocidad. Abajo hay una camioneta
y dos hombres, uno castaño y el otro rubio, que toman las maletas de mi mujer. Cuando llego
al suelo, toman las cuatro maletas y la guardan dentro de la camioneta. Amanda tiene los ojos
cerrados mientras inhala fuertemente. Hay un maravilloso olor a mar que inspira tranquilidad.
Se le agita el pelo con el viento, y se ve preciosa.

El tipo rubio está observándola disimuladamente.

Deslizo el brazo por su cintura y la atraigo hacia mí. Sé que es guapa, pero es mía. Amanda
se abraza a mí mientras sonríe.

El tipo castaño se nos acerca y me tiende la mano, que la acepto.

—Señor Grey, bienvenido a Mauricio. Soy Aarón. Su padre me ha pedido que lo lleve a The
Residence.

Frunzo el ceño, confundido.

— ¿Eso es un hotel? —pregunto.

Él asiente.

—Él es mi hermano —señala al tipo rubio—. August conoce esta isla como nadie. Si
necesitasen un guía turístico, les aseguro que él es el adecuado.

Miro a August. Mm. Prefiero perderme antes que tenerle cerca.

— ¿Qué hora es? —pregunto.

Aarón observa su reloj de muñeca.


—Son poco más de las once de la mañana.

— ¿Qué hora crees que sea en Seattle?

—Tal vez las ocho de la mañana.

—Bien. Llamaré a papá de camino.

Tomo la mano de Amanda y la conduzco hasta la camioneta. Antes de dejar que se sentara,
espero a que August se siente. Se ha sentado en el asiento del pasajero delantero, así que
Amanda se acomoda en el asiento de atrás.

—Sé lo que estás haciendo —murmura, de modo que solo yo puedo escucharla.

Le sonrío burlón antes de besarla. La camioneta se pone en marcha. Aarón extiende hacia mí
un teléfono.

—Le aconsejo que llame desde aquí. Del suyo le saldrá muy caro el cargo.

Le sonrío agradecido y tecleo el número de papá rápidamente. Suena tres veces antes de
responderme.

—Grey.

— ¿Trabajando tan temprano, viejo?

Lo escucho carcajearse.

—Veo que ya has llegado a la isla. Creí que O’Donell llamaba para confirmar tu llegada.

— ¿O’Donell?
Aarón me observa por el retrovisor.

—Es mi apellido, hijo.

Asiento.

—Sólo llamaba para decirte que ya hemos llegado y que estamos bien.

—Me parece perfecto que me llamaras. Le comunicaré la novedad a Ana, aunque voy a
pedirte que la llames cuando estés instalado. Le sorprendió que no te despidieras de ella
antes de irte. Mm. También llama a tu abuela, por favor. Recuérdale a tu esposa que se
comunique también con su familia.

—Bien, bien. Así se hará.

—Tu prima también se ha ido del estado. Se fue con William ¿Sabías algo al respecto?

—Algo, sí.

—Mía quiere hablar con Amanda sobre eso, supongo que necesita quedarse tranquila. He de
suponer que piensa en si William sería capaz de hacerle daño.

—Honestamente, yo creo que no. No digo que estoy muy feliz por el hecho de que estén
juntos, pero no creo que William la lastime. He considerado que tal vez sí esté interesado.

Amanda me golpea en el brazo.

—Sí la quiere —protesta.

—Controla esa parte canguro, por favor.

Me saca la lengua.
—Ya veremos que tal. Tengo que presentarme en una reunión. Necesito terminar temprano
para llevar a tu hermana a una revisión.

—Está bien. Me estaré comunicando más tarde.

—Bien. Disfruta del lugar. Por cierto, salúdame a tu esposa de mi parte.

Cuelga. Le entrego el teléfono a Aarón y rebusco la mano de mi esposa.

—Mi jefe te manda saludos.

—Tu jefe ha preguntado por mi hermano y tú prima, ¿cierto?

—Ajá, pero no es nada. ¿No se te antoja llegar ya?

—Oh, sí. Imagino que el hotel debe ser hermoso.

_________________

—O sea, ¿mil trescientos diecisiete?

Amanda se pasa la mano por el pecho.

—Mil trescientos diecisiete —me golpea en el brazo para llamar mi atención—. Mil trescientos
diecisiete, ¡por noche!

Le sonrío burlón mientras le extiendo la tarjeta de crédito a la mujer, pero ella me lo impide.

—Es mucho dinero —gimotea—. Yo quería pasarme bastante tiempo en este lugar.

— ¿Y qué nos lo impide?


— ¿Mil trescientos diecisiete por noche, tal vez?

—Oye, no es nada. La habitación tiene vista al océano. Pensé que te gustaría.

—Creo que una más económica igual estaría bien.

Le acaricio la mejilla.

—Sólo lo mejor para ti. Si puedo dártelo, ¿por qué no dártelo? Además, no hay nada como
invertir en la felicidad de la mujer de uno.

—Es que es mucho dinero, demasiado para ser una sola noche.

Le tomo el rostro entre mis manos y la beso, distrayéndola, mientras vuelvo a extenderle la
tarjeta. Parece funcionar, porque golpea su cuerpo contra el mío para sentirme aún más cerca.
Envuelve sus pequeños brazos alrededor de mí y saboreo la victoria y la saboreo a ella. Mm.
Siempre sabe tan bien…

—Lo llevarán a su habitación, señor Grey.

Amanda se aparta de golpe.

— ¡Ted! —chilla.

— ¿Sí? —ronroneo.

—Nunca me haces caso.

— ¿Vas a pelear conmigo, en nuestra luna de miel?

—No estoy peleando.


—Entonces olvida lo que cuesta esa habitación y disfruta de esto. Mientras pueda darte el
paraíso, lo voy a hacer —envuelvo mis brazos alrededor de su cintura—. Siempre voy a
dártelo todo y no hay cosa en este jodido mundo que no esté dispuesto a entregarte.

—Yo no quiero todas esas cosas. Honestamente con lo que tengo ya estoy bien. Te tengo a ti.
Además, ¿dónde diablos voy a meter todo eso?

Sonríe burlona, y yo le sonrío, mientras beso los labios del amor de mi vida.

Capítulo ciento veintisiete.


»Punto de vista de Amanda

Ted me carga en brazos hasta la puerta de la suite, que parece estar a punto de llegar a
Nunca Jamás. El pasillo es exorbitantemente amplio, lo que irónicamente me parece bien, ya
que nos asegura un nivel de privacidad increíble. Nos acompaña un hombre de treinta y
tantos, que carga en un carrito muy extraño nuestras maletas.

Honestamente ni siquiera puedo pensar en el sexo de la primera noche, todo lo que quiero es
entrar a esa habitación y pedir algo de comer. Estoy muriéndome de hambre. Ted me coloca
en el suelo para abrir la puerta. Siento un cosquilleo en el pecho cuando desliza la llave y la
puerta se abre. El profundo olor a mar me inunda todos y cada uno de mis poros. Cierro los
ojos en inspiro profundamente y una sonrisa boba se asoma en mi rostro.

Los brazos de Ted vuelven a levantarme del suelo. Suelto una carcajada cuando me besa en
el cuello. Entra conmigo cuidadosamente. El botones introduce las maletas en la habitación
sin hacer ruido. Apenas puedo recordar que está aquí. Tengo una muy pequeña vista de esta
impresionante habitación. Es muy amplia, pero adecuada para dos personas. Está pintada de
un amarillo claro, detalles en blanco y crema. Hay un pequeño juego de comedor color caoba,
cuya mesa es de cristal. Hay un sencillo espejo cuadrado junto a una lámpara de color crema.
Hay un gran balcón al otro lado de la puerta de cristal deslizable. Un marco cuadrado divide la
habitación, oculta por una cortina. Hay un pequeño escritorio y la enorme cama. Al otro lado
está el baño. En la esquina también hay un televisor. Honestamente no sé por qué está ahí.
Estoy más que segura que lo menos que haremos es ver televisión.
Mi cuerpo se sacude ante la expectativa.

— ¿Tienes frío? —me pregunta.


Le miro a los ojos, sonriendo.
—No, aún no.

Me besa la nariz antes de recostarme en la cama. Rebusca en sus bolsillos y me extiende la


cartera.
—Pídete algo de comer —presiona los puños contra la cama—. Apuesto a que debes estar
hambrienta.
Sonrío como boba. Qué bien me conoce. Me le cuelgo del cuello para besarlo.

— ¿Qué harás tú? —le pregunto.

—Acomodaré las maletas. También debo llamar a mamá. Tú deberías llamar a tus madres, a
tu padre y a quien debas llamar. Tienes tanta familia que me vuelvo loco.

—Tú también tienes bastante familia.

—Bueno, bueno. No discutamos eso ahora. Pídete algo de comer para los dos. Tal vez
mientras la preparan podrías darte una ducha, así te refrescas.
Mordisqueo sus maravillosos labios.
— ¿Te duchas conmigo?
Él sonríe.

—Tal vez.
— ¿Aún está el botones?
—Tal vez.
— ¿Por qué no lo despides?

—Tal vez.

Gimoteo en protesta. Dios, a veces es como un crío. Me muevo en la cama hasta quedar de
espaldas.

— ¿Me ayudas con el vestido?

Siento sus dedos deslizar lentamente la cremallera en cuestión de segundos, sin pronunciar
palabra alguna. Se me eriza la piel cuando sus labios recorren la longitud de la cicatriz, de
arriba abajo, una y otra vez.

—Tu cicatriz no me quita el sueño —mueve sus manos hasta encontrarse con mis pechos,
ahora desnudos—. Ella solo demuestra que eres una mujer muy valiente.
Cuando sus manos abandonan mi cuerpo, siento como si mi cuerpo fuera atacado por un
cruel invierno.
—Con un carajo —gruño—. Debes dejar de hacer eso.
Suelta una carcajada. Tira de mi cabello, de modo que puedo verle a los ojos.
—Me lo pensaré.

Luego me besa antes de soltarme el pelo. Escucho sus pasos alejarse y yo hago acoplo de
toda mi fuerza de voluntad para no colgármele de nuevo del cuello. Mm. La sangre se me
vuelve demasiado líquida y caliente, y todo eso ha sido por un simple contacto de piel. Maldita
sea. La sensación de abandono se sacude el cuerpo entero. Me siento húmeda por dentro y
por fuera, cargada de tanta electricidad abierta y complaciente que podría iluminar a todo el
país.
El hambre se me ha ido a los mil demonios. Siento un cálido y ansioso impulso de que me
toque los pechos y un deseo profundo de besar y que me bese. Es una sensación maravillosa
cuando el pasa sus manos sobre todo mi cuerpo... Me excita y siento sensaciones intensas en
todo mi cuerpo.

Necesito una buena ducha de agua fría. Me levanto de la cama, dejo caer el vestido a mis pies
y salto hacia el baño. Abro la llave hasta el final, donde las gotas del agua helada. El primer
contacto con la frialdad me hace temblar, lo cual está bien. Necesito alejar estos impulsos
sexuales antes de que me consuman. Dejo que el agua humedezca mi pelo. Bien, bien. El
desastre en mi vientre parece relajarse considerablemente.
Dios mío. Creo que jamás podré controlar esto, y vaya que lo he intentado. Lo he intentado
por dos largos años, pero el deseo de ser tocada y mimada sexualmente siempre estalla
dentro de mí, dejándome en un caos interno. Me siento muy frustrada y triste y a veces lloro.
Me siento desilusionada y en ocasiones físicamente enferma y dolida así como rechazada
desde el punto de vista emocional. Sin embargo, normalmente, controlo mis emociones e
intento razonar conmigo misma, pero no tardo en descubrir que es inútil. Hay una mujer
engreída y molesta conmigo en el interior, una de puros impulsos sexuales que afloja cuando
menos la necesito. Y esa mujer solo puede sentirse mimada y consentida sexualmente por el
que ahora es mi marido.

Doy un respingo cuando sus cálidas manos me tocan el vientre, envolviéndome en sus
brazos.

—El agua está muy fría —murmura sobre mi cuello.

Un escalofrío me recorre toda la columna vertebral. El agua, cosa curiosa, repentinamente


dejó de parecerme helada.

— ¿Tú crees?—musito.

Mierda. Estoy segura de que debe haber notado la tensión sexual en mi voz. Recorre la curva
de mi cuello con sus suaves y cálidos labios, y yo siento como el gruñido molesto de mi vientre
vuelve a despertarse.
—Podía sentir esa tensión sexual tuya desde el otro lado de la habitación.
Permanezco quieta cuando sus grandes manos hacen camino lentamente hasta mi sexo. Oh.

—Supongo que me vi muy cruel tocándote en la cama. También supongo que la mujer dulce
me ha perdonado, pero la otra…Oh, la otra aún espera que la mimen ¿No es así, pequeña?

Oh. Ese uso inapropiado de sus palabras hace que me excite. Cierro los ojos cuando sus
gruesos dedos se introducen en mi carne, sacudiéndome.
—Tal vez deba dejar de hacer eso, ¿cierto?

Gimo su nombre como respuesta involuntaria.


— ¿Quieres que te haga el amor?
— ¿Y realmente lo dudas?
—Sólo quiero que me digas lo que quieres.

Las palabras se deshacen en mi boca cuando sus dedos se mueven como una danza
española dentro de mí.
—Lo que quieras hacer para mí está más perfecto —musito desesperada.

—Necesito que seas más específicas.

Sus dedos continúan moviéndose dentro de mí sin piedad, sin clemencia. Quiero que me folle,
que me haga el amor ahora mismo. ¿Qué tan difícil es comprenderlo?

Me obliga a moverme hacia adelante para tener acceso a la llave. El agua se corta y lo único
que se escucha es mi densa respiración. Desliza rápidamente sus manos hasta las mías, pero
luego las suelta. Me toma por la cintura y me obliga a dar la vuelta. Oh, dulce paraíso. Sus
ojos son tan profundos como el mismo mar en plena tormenta. Inspira una sexualidad
agresiva, tan agresiva que me hace sentir absolutamente vulnerable. Tócame, le imploro en
silencio. Por favor, tócame.

Toma mis manos y las aprisiona junto a las suyas, golpeándolas contra la pared de lozas
finas. No puedo apartar mis ojos de los suyos, tan sexualmente imponentes. Su deseo por mí
me quema, así como mi deseo por él provoca un incendio forestal en mi vientre. Separa mis
piernas con su rodilla y me penetra lentamente como el sable más filoso.

Me arqueo contra él, recibiéndolo. Sus embestidas son lentas, y lejos de cambiar mi hambre
ésta aumenta. Cierro los ojos y permito que ese calor de bienvenida se expanda por todo mi
cuerpo. Oh. Mi cuerpo se siente vivo, fuerte, radiante, en la cumbre. Cuando se mueve,
lentamente, es como una aceleración de todos mis sentidos. Su exquisito aroma a sexo, sus
brazos de roca presionándome contra la helada pared, su aliento golpeando el mío, su piel
calentándome muchísimo.

Gime mi nombre y siento que me pierdo en medio del remolino de placer y de la maravillosa
sensación de su boca deslizándose por mi piel húmeda. Me sujeta de la cintura y me levanta.
Yo enrosco mis piernas alrededor de la suya y dejo que me lleve a donde él quiera, al cielo o
al infierno, pero con él. Me recuesta sobre la cama con cariño, pero en el mismo instante en
que consigue sostenerse de la cama sus embestidas aumentan considerablemente su ritmo.
Vuelve a gemir mi nombre y el cosquilleo insistente en mi vientre se traslada por todo mi
cuerpo.

Sujeta mis manos con fuerza, demasiada fuerza, pero yo no siento nada. El dolor del apretón
se convierte automáticamente en placer. Luego me sostiene de las muñecas. Relaja un poco
el ritmo violento de las embestidas, pero cuando vuelve a arremeter me deja sin aire. Se me
escapa un grito ahogado y lucho con sus manos para soltarme. Quiero tocarlo. Quiero que mis
dedos se quemen con su piel. Quiero quemarme. Oh, quiero que me queme.
Por un largo y delicioso lapso de tiempo he olvidado mi nombre, que hago en este lugar. Solo
puedo recordarlo a él, sentir lo que me hace, apreciar lo que me da. Me suelta las manos y
mis ojos, que se han mantenido cerrados, se abren para él. Sigue embistiéndome, pero sus
ojos están concentrados en los míos. Son oscuros, complacientes, y muy intensos. Su
imponente olor a sexo es como una bebida embriagante, y estoy tan ebria de placer que no
tardo en correrme con su nombre en mis labios.

Segundos más tarde él me alcanza, desplomándose sobre mí, como un semental satisfecho.
Se mueve perezoso hasta conseguir recostarse sobre el espacio vacío. Me toma del
antebrazo con firmeza y me atrae hacia él. Nuestras respiraciones son violentas, y yo aún lo
estoy sintiendo dentro de mí. Mm. He descubierto cosas en mí que nunca antes hubiese
imaginado que podrían existir en mí, y todas esas cosas florecieron desde el primer instante
que me hizo suya.
—Mm —musita mientras me acaricia el pelo—. Pensé que íbamos a comer algo, tal vez a dar
un paseo, antes de terminar en la cama. Como siempre, temo que nos adelantamos, señora
Grey.

Siento que estoy en una montaña rusa cada vez que me dice “Señora Grey”. Me acomodo en
su cálido pecho y sus grandes brazos me cubren como a una niña pequeña. Aún puedo
inhalar el aroma de su imponente sexualidad masculina. Mm.
— ¿Llegar al orgasmo te quita las ganas de hablar?
Suelto una carcajada.

—No, no —me acurruco más junto a él—. Solo disfruto.

Ted desliza su mano por mi brazo, una y otra vez. Una tierna caricia, mm. No se puede pedir
nada más después de hacer el amor con el hombre que amas.
— ¿Pediste algo de comer?
Oh…
—Lo siento —musito.

Creo que lo he oído suspirar.


—Estás más loca que una cabra.

Estira el brazo hacia la pequeña mesa de noche, donde había un teléfono. Marca algún
número al azar, que no sé como sabe cuál es, y se enfrasca en una serie de pedidos con la
persona al otro lado de la línea. Todo lo que ha pedido abre un enorme hueco en mi
estomago. Había olvidado que tenía hambre. Eso es lo que provoca el sexo con Theodore
Grey.

Suelto una carcajada y él me frunce el ceño.


—Gracias —dice al colgar—. Ahora sí ¿De qué te ríes?
—Es que había olvidado que tenía hambre.
— ¿De verdad? Eso es casi imposible.

—Lo estuve pensando. La conclusión es que el sexo con Theodore Grey provoca pérdida de
memoria temporal.
Él suelta una carcajada.

—Entonces debo asegurarme antes de que hayas comido.


Doy un respingo cuando su mano toca mi vientre.
—Quiero asegurarme de que mis mujeres estén bien.
Le doy un beso en el pecho.

—Esas dos son fuertes. Si no, ninguna resistiría a los arranques sexuales de sus padres.
Me besa el pelo.
—Son dignas hijas de su preciosa madre.
Sonrío como boba.

—Ted —musito.
— ¿Sí?
—Estoy mojada.
—Mm —sonríe.

—Me refiero, genio, a que tengo el pelo mojado. Nos salimos de la ducha.
—Oh, claro.
Ninguno de los dos se mueve.
— ¿Quieres que busque la ropa? ¿Es eso?

Suelto una carcajada.


—Por favor —musito con voz de niña.

Él suspira, deslizándose fuera de la cama. Lo observo caminar, deleitándome de la maravilla


de hombre desnudo que tengo enfrente. Me muerdo el labio mientras cruzo las piernas. Oh,
no. Ya basta. Contrólate. No de nuevo. Tomo una de las almohadas, me la coloco en el rostro
y grito.
— ¿Quieres que te traiga algo en especial? —lo oigo decir al otro lado de la habitación.
Me aparto la almohada del rostro.

—Solo tráeme ropa interior. El vestido blanco sigue limpio.


—Oh. Aquí hay algo perfecto.

Salto de la cama despacito y me encamino hacia donde él está. Me le cuelgo del cuello y lo
beso. Él se sorprende, pero me lo devuelve. Bien, me ha servido. Me he calmado un poco, o
eso creo.

— ¿Tienes prisa? —musita burlón.


Juego un poco con su cabello.
—Yo solo quería besar a mi hombre —musito con mis labios pegados a los suyos.
Él me besa.

—Bien, eso se puede.


Sonrío como boba, mientras sus labios invitan a los míos a bailar.
—Acabo de encontrar un juego de sostenes y bragas de encaje que van a quedarte bomba.
Le sonrío.

—Supuse que te gustaría.


—Bueno, a mí no me queda, pero a ti de seguro sí.
Le sonrío burlona.
—Póntelos.

Me aparto de él y obedezco a su mandado. Me acomodo el sostén mientras lo observo


fijamente. Se le vuelven a oscurecer los ojos, y por primera vez desde que estoy embarazada
me siento sexy, capaz de enloquecerlo en cualquier momento.

Él acorta la distancia, me envuelve en sus brazos y me besa. Deslizo las manos por su
espalda hasta alcanzarle el culo.
—Mm —mordisqueo su labio—. Estás bien hecho por todos lados, crío.
Él suelta una carcajada, agarrándome del culo.
—Usted no se queda atrás, mi señora.
Sonrío como boba.
—Cuando comamos podemos dar un paseo —me da un beso en la nariz—. ¿Te parece?
Asiento.
—Tienes que vestirte.

—Vísteme.
—Se me da mejor desvestirte.
—Sí, se te da bien.
Él sonríe.

—Ve a ponerte el vestido, cariño.


—Me tienes que ayudar. No puedo subirme la cremallera.
—Bien, bien.
Me aparto de él para buscar el vestido. Me lo acomodo antes de darme la vuelta hacia él. Está
subiéndose la cremallera. Adiós, mejor amigo. Nos veremos más tarde.
Me doy la espalda.
— ¿Me lo subes?

En segundos siento el calor de su cuerpo junto al mío mientras lentamente me sube la


cremallera del vestido.

—Listo.

Me giro de nuevo hacia él. Aún no se ha puesto una camisa, así que puedo verle el magnífico
torso desnudo que posee.

Los golpes suaves en la puerta nos sorprenden.


—Vaya —musita—. A eso le llamo servicio rápido.

Camina hacia la puerta y la abre. Una chica joven lleva un carrito repleto de platos. Entra con
la cabeza agachada hasta el centro de la habitación.
—Aquí está lo que pidió, señor Grey.
Ted toma la camisa y se la acomoda, colocándose los botones. Se acerca a mí y me da un
beso en el pelo.
—Revisa si lo que pedí está bien para ti.
La chica abre las bandejas. Mm.

—Es comida —me froto el vientre—. A mí me gusta, a ellas les gusta.


Él sonríe.
—Cárguenlo todo a la cuenta, por favor.

La chica se remoja los labios antes de asentir. Yo sonrío. Otra más que se fija en mi marido.
Pero, honestamente, no me importa. Las mujeres pueden observarlo todo lo que se les antoje,
pero este hombre es eternamente mío. Así que, cuando ella se marcha, nos sentamos
alegremente a devorar toda la comida que ha pedido para nosotros.

Capítulo ciento veintiocho.


»Punto de vista de Amanda

Caminamos lentamente por el borde de la piscina, tomados de la mano. Ted mira todo el
tiempo hacia el suelo, aunque tiende a mirarme de vez en vez, mientras sonríe. Yo estoy
embobada viendo como los rayos del sol le convierten el cabello castaño en bronce, como
Christian. Con otro golpe de luz sus encantadores ojos azules se le tornan grises, como
Christian. Estoy segura de que si Ana lo viera se echaría a llorar mientras Christian sonríe del
puro orgullo.

Tomo discretamente el móvil, que lo tiene guardado en el bolsillo izquierdo de su pantalón, y


consigo una foto. Observo la fotografía, luego a él, y me maravillo de su absoluto atractivo. No
se ha dado cuenta. Él solo sonríe, feliz. Busco el contacto de su padre y me dispongo a
escribirle un texto corto antes de enviarla.

“Adivina a quien se parece ;) –A”

Le doy a enviar. Me oculto el móvil en el escote del vestido. Ted realmente no se ha dado
cuenta de nada. Debe estar pensando en algo importante, porque entonces no podría
comprender como no ha visto todo lo que he hecho con el móvil. Incluso lo saqué de su propio
bolsillo. Lo agito un poco.
— ¿Mm? —es todo lo que dice.
Suelto una carcajada.
— ¿En qué estás pensando?

Sigue mirando hacia el suelo, sigue sonriendo. El corazón se me vuelve un volcán a punto de
hacer erupción. Adoro verlo sonreír, verlo feliz.

—Estaba pensando en nuestra casa. Me gusta como está, pero ¿no te gustaría hacerle
cambios? Hacerla más nuestra.
Sonrío enternecida.

— ¿En eso has estado pensando?


Él me sonríe culpable.
— ¿Es mala idea?

—No, no. A mí también me gusta como está, pero la idea de hacerla más nuestra me parece
mejor.
Dirige sus ojos a los míos.
— ¿Sí?

Asiento frenética.
—Ya tienes tres cosas que hacer al regresar.
Frunzo el ceño, confundida.
—Primero el embarazo —sonríe—. Luego escoger que haremos con la casa y lo del
restaurante.
Pongo los ojos en blanco.

—Ya habíamos hablado de eso.


—Ya sé. Pero, cariño, de verdad…
—Ted —gimoteo.

—Quiero que lo tomes. Cariño, ni siquiera necesitas ir a una universidad salvo que quieras.
Cocinas magnifico. Todo el mundo amará lo que prepares. El lugar ya es tuyo, firmaste los
papeles. Siempre voy a ayudarte, incluso si lo que necesitas es una mano extra en la cocina.
—No creo que esté lista.

—Oh, Dios mío —se detiene frente a mí y me toma las manos—. Confía en mí, lo estás. Nena,
he subido un par de kilos devorándome lo que preparas. Cuando tú cocinas, la gente tiene la
necesidad de comerse todo lo que hay en el plato. Cielo, de verdad, estás lista y totalmente
capacidad para una cosa como esta. Te juro que no vas a tener éxito porque el apellido Grey
esté involucrado. Le gente iría a ese restaurante solo porque la comida es absolutamente
irresistible.
Me escuecen los ojos. Oh, no. Me va a hacer llorar.

—Voy a costear lo que necesites, todo. Si no quieres que lo haga porque es como si estuviese
manteniéndote, entonces tómalo como una magnifica inversión a futuro.
Le suelto las manos y me cubro en rostro.
—Te juro que me harás llorar.

Suelta una tierna carcajada, apartándome las manos de la cara. Me mira tierno, y yo me
derrito por dentro. Me besa despacio, sin prisa, y caigo rendida a sus pies. Me tiemblan las
rodillas, como si fuera la primera vez que me besa. Recuerdo automáticamente el beso en
aquel asesor. Él iba a ser mi perdición, yo lo sabía, pero también iba a ser mi cielo. Me siento
como un ángel flotando sobre las nubes, así que cuando sus manos acarician mis brazos es
como caer en el sueño profundo más hermoso.
— ¿Cielo?
Parpadeo como una boba.

— ¿Mm? —musito.
Él suspira.
—Siempre consigues darme buenos sustos.
Aún me siento en el limbo, así que no consigo entender a qué se refiere.

— ¿Ah?
—Creí que ibas a desmayarte —me observa fijamente—. ¿Estás mareada?
—No, solo estoy enamorada.
Me lanzo a sus brazos y lo beso. Él gruñe.
—Vas a acabar conmigo.
Escucho a lo lejos, en algún lugar, a Beyoncé canturrear “Crazy in love”. Sonrío por la ironía.
—Got me looking so crazy right now. You’re love got me looking so crazy right now.
Teddy sonríe contra mi boca.

— ¿Habrá alguna canción que no te sepas?


—Lo podemos averiguar más tarde, aunque sé de una que es muy apropiada para nosotros.
Mordisquea mi labio. Mm. Adoro que haga eso.
— ¿Sí? ¿Cuál es?
Le sonrío burlona.

—Wake you up in the middle of the night to say I will never walk away again. I'm never gonna
leave this bed.
Él sonríe justo antes de besarme. Oh, sus besos…Jamás podría cansarme de ellos.
—Muy acertado, señora Grey.
Sonrío como una boba. Su tono de voz es cálido, dulce y cariñoso.

—Ya no me dices Sandford.


—Es porque ahora eres mi señora, porque mi mujer eres desde que puse los ojos en ti.
— ¿Te refieres a cuando me acosabas en el trabajo?
— ¿Hasta cuándo seguirás con eso?
—Hasta que lo admitas.
—Yo no estaba acosándote.
— ¿Entonces qué hacías?

Sus ojos se vuelven un poco agrios.

—Creí que ayudabas a Jack, así que pensé que si lograba enamorarte terminarías por
revelarme sus planes.

Le sonrío un poquito. En realidad no duele, ni un poco. Una parte de mí lo sabía. Cuando


trabajaba para él había tenido cambios de humor demasiado bruscos conmigo. Un día quería
besarme, al otro me llamaba golfa. Inmediatamente supe que Jack había estado molestando a
su familia en el pasado, las cosas comenzaron a parecerme demasiado obvias.

— ¿Cariño? —me toma la barbilla y mis ojos se conectan a los suyos—. Eso fue hace mucho
tiempo, cuando todo lo que tenía era a mi familia. Pero, nena, yo te amo. Lamento haber
tenido la intención de utilizarte. Cuando sentí que te perdía, aquel día que te fuiste y cuando
Jack te apartó de mi lado, fueron los días más grises de mi vida. Y luego cuando te
abandoné…
Quiero protestarle, pero él no me deja hablar.

—Te dejé tan sola y desprotegida. Tal vez por eso no me siento capaz de dejarte sola cinco
malditos minutos.

—Pero Teddy, has hecho que olvide esos días. Créeme, me has compensado más de lo
necesario.
Él agita la cabeza.
—Theodore Raymond Grey —gruño—. Estamos en nuestra luna de miel, compórtate. Eso
pasó hace ya algún tiempo. Estamos bien, por favor, olvídalo.
Hace una mueca.

—Por favor —le suplico.


Suelta un suspiro.
— ¿Quieres una piña colada?
Le sonrío.

—Solo procura que no tenga alcohol.


Me revuelve el pelo.
—No estoy tan loco ¿Vienes conmigo?
—Buscaré un par de sillas vacías.

—Bien. Te veré en un par de minutos.

Le sonrío coqueta, deslizando las manos por su pecho. Le desabrocho los primeros dos
botones.

—Hace calor.
Él agita la cabeza, sonriendo.
—Ve a sentarte. El calor está haciéndote daño.

Suelto una carcajada antes de separarnos. Lo observo caminar hacia el puesto de bebidas. Lo
atiende una mujer muy guapa, pero él solo está pendiente al tablero del menú. Sonrío. Oh, sí.
Él es mío. Me doy la vuelta y camino junto a la piscina para encontrar un par de sillas vacías.
Me apuro a llegar a ellas antes de que las ocupen. Me recuesto sobre una y me sorprendo de
su comodidad. Oh, pero este lugar es maravilloso. Compensa muchísimo el dinero que se
deja, aunque esa gran cantidad por noche me seguía pareciendo excesiva.
Debo dejar algo en la silla continua a la mía o podrían ocuparla, pero no he traído nada
conmigo. Ni una bolsa, ni una toalla, nada.
—Las sandalias —musito para mí.

Me impulso hacia adelante y me desabrocho las sandalias. Observo una sombra rápida que
pasa delante de mí, acomodándose en la silla vacía. Alzo la vista con la esperanza de
toparme con Ted, pero no es así. Es un sujeto que nada en las aguas de los treinta años,
rubio y de rarísimos ojos verdes ocultos por unas gafas rarísimas.
—Amigo, esa silla está ocupada —le digo.

Él me sonríe, recostándose. Se deshace rápidamente de la camisa y las sandalias. El sujeto


era guapo, sí, pero joder, era el asiento de mi marido.
—Yo creo que no, preciosa.
—Te aseguro que sí —le espeto.
—La silla estaba vacía, niña. Ahora, si lo que te molesta es no estar en ella, puedo hacerte
espacio.
Le sonrío burlona.

—No. Lo que quiero es que te muevas.


Se impulsa hasta sentarte.
— ¿Vienes sola?
Pongo los ojos en blanco.

—Busca otra silla —gruño.

—Venga, no puedes enojarte por haber tomado una silla vacía, ¿verdad? ¿Por qué no solo la
pasamos bien?

Le sonrío.
—Tengo una tremenda fama con los golpes de mi mano derecha. A menos que quieras saber
el por qué, yo que tú me iba en este instante.

Él solo sonríe.
—Te invitaré un trago.
Me pongo de pie, cabreada.
—No quiero un maldito trago. Y en vista que no piensas moverte, yo buscaré un mejor lugar
donde los asnos no molesten.

Me alejo caminando, furiosa. Hombres idiotas. Una viene a pasarla bien y siempre hay alguno
que anda molestando y fisgoneando. Respiro profundamente. No quiero enojarme por esa
tontería. Descanso las manos sobre el vientre y me calmo casi al instante, aunque tengo el
pequeño impulso de voltearme y golpearlo justo en la nariz.

Noto a alguien caminar junto a mí. Hago acoplo de toda mi fuerza de voluntad cuando
descubro que es el sujeto.
—Seguiré insistiendo por esa copa.
—No tomo.
— ¿Una piña colada?
—Ya la pedí.
—Entonces te acompaño con una. Hace demasiado calor.

Me adelanto un par de pasos y cuando él comienza a caminar por el borde de la piscina le doy
un empujón. Él cae limpiamente, salpicándome de agua en las piernas. Cuando asoma la
cabeza por encima del agua, sonrío.

—Lo siento, pero creo que dijiste que tenías calor ¿No?
Chapotea en el agua, mojándome un poco más arriba de las rodillas.
—Zorra —gruñe.
—Sería una zorra si te aceptara el trago —le enseño el anillo—. Estoy casada, bruto.

Me doy la vuelta, satisfecha. Me acerco dando saltitos hasta el puesto de bebidas, donde Ted
sigue allí. Me le acerco calladita y envuelvo los brazos alrededor de su cintura antes de darle
un beso en la espalda.
—Te eché de menos —musito.
Hecha la cabeza un poco hacia atrás y me da un beso en la frente.
—Pedí una ensalada de frutas ¿Se te antoja?
—Suena rico, sí.
Extiende la piña colada hacia mí.
—Pruébala, a ver qué tal está para ti.

Le doy un sorbo. Mm. Está rica. Ni muy agria, ni muy dulce.


—Está perfecta.
Se da la vuelta y deposita el vaso en mis manos.
— ¿Encontraste sillas vacías?
Sonrío culpable.
—Eso creo.

Él sonríe.
—Qué me estarás ocultando.
Parpadeo inocente.
—Nada.

—Mm —agita la cabeza antes de tomarme de la mano—. Vamos a sentarnos. ¿Hacia dónde
encontraste las sillas vacías?

Tira de mi mano para hacerme caminar.


—Por ahí.
—No encontraste ninguno, ¿cierto?
—Bueno, sí, pero no —le señalo hacia la parte izquierda de la piscina—. Allí había dos sillas.
Para ser un hotel muy caro hay mucha gente.
Le da un trago a la piña colada.

—Olvídate del precio. La piña colada está rica.

Estoy viendo las mismas sillas donde estuvo el sujeto, salvo que él no está. Sonrío victoriosa
para mis adentros. Ted se sienta en el lugar donde había estado ese sujeto. Sonrío. Él se ve
mucho más guapo sobre ella, y eso que seguía totalmente vestido. Me acomodo despacito en
el asiento.

Una extraña melodía comienza a sonar. Ted rebusca en su bolsillo y segundos más tarde
frunce el ceño. Oh. Está buscando su móvil. Me lo saco del escote y reviso. Es un mensaje de
Christian.

“Cuidado. Tal vez sea más parecido de lo que crees ;)

Espero que estén disfrutando del lugar”

Luego llega otro, pero es de Ana.

“Críos, espero que la estén pasando bien. Ted, tienes que llamarme. Te quiero x”

—Disculpa, ¿puedes decirme cómo demonios conseguiste mi teléfono? ¡Lo tenía en el bolsillo!
Suelto una carcajada.
—Es que estabas distraído.
— ¿Y de quienes son los mensajes?
—De tus padres.

—A ver, dámelo.
Le extiendo el teléfono. Él agita la cabeza, divertido.
— ¿Y la foto, cuando la tomaste? ¿También estaba distraído?
Asiento frenética.

—Sales guapo —musito con voz de niña.


—Eres un peligro. Haces las cosas y no me doy cuenta.
Observo desde lejos que el sujeto aquel regresa. Oh, perfecto. Está secándose el pelo y la
ropa con una toalla color crema. Cuando me ve, sus ojos flamean.
—Zorra —musita al pasar junto a nosotros.
Ted frunce el ceño. Parece un poco molesto.
— ¿Te lo dijo a ti?
Parpadeo inocente.
— ¿Decir qué?
—Dijo zorra.
Le doy un sorbo a la piña colada.

—No, yo creo que dijo gorra. Seguramente la olvidó.


—Amanda, él dijo zorra. ¿Te lo dijo a ti?

—Ted, cariño, dijo gorra. No te alteres. Yo no lo conozco de todas maneras. Estoy segura de
que oíste mal.
Él no parece muy convencido.

— ¿Te ha estado molestando? Oye, si lo hizo, solo dime. Te prometo que lo pongo en su
lugar.
Sonrío feliz mientras agito la cabeza.
—Si lo hiciera yo puedo sola.
Él parpadea.
—Claro que sí. Tienes una buena derecha.
Le sonrío burlona.
—Oye —le digo—. Nos fuimos sin la ensalada.

—Nos la van a traer, no te preocupes.

Me levanto de mi silla y me acomodo en la suya junto a él. Aún tiene la foto que le tomé en la
pantalla.
—Te pareces mucho a tu padre —le digo.

Él sonríe.
—Siempre he sido muy parecido a mamá.

—Eso es físicamente, pero en lo demás eres como tu padre —recuesto mi cabeza en su


hombro—. Se le nota que te adora.
—Él también te adora, le agradas.

—Al principio no fue así. Cuando decidimos iniciar una relación me daba mucho miedo que tu
padre no me aceptara como tu pareja. Creo que si eso hubiese iniciado un problema entre
ustedes…
— ¿Te hubieses marchado? —pregunta angustiado.
Suspiro.
—Sí.
—Oh, no digas eso. No puedo imaginarme una vida sin ti, Am.

Sonrío.
—Yo tampoco.
Envuelve el brazo alrededor de mi cintura.
—Gracias a Dios que no hubo problema —musita.

Sonrío. Una mujer de cabello oscuro se acerca con una bandeja. Coloca el enorme plato
cargado de frutas picadas en cuadros sobre una mesa redonda entre las dos sillas.
—La ensalada de frutas que pidió, señor.

Él asiente y la mujer se marcha. Ted toma el plato y lo coloca en sus piernas. Toma dos
pedazos de frutas en el elegante tenedor antes de guiarlo hasta mis labios. Abro la boca
obedientemente y mastico. Una explosión de sabor estalla en mi boca. Mango y fresa. Mm.
— ¿Te gusta?
Asiento.

Toda dos pedazos de frutas y se los lleva a la boca, masticándola lentamente. Oh. Es sexy
incluso cuando mastica. Le doy un sorbo a la piña colada. La mezcla de sabor es ahora
mucho más explosiva, mm.
—Dilo —musita antes de darle un sorbo a su piña colada.
— ¿Qué diga qué?

—No lo sé. Siempre tienes algo que decir sobre la comida.


—Pero es fruta. La fruta siempre es buena.
—Sólo dilo.
Suelto una carcajada.
—La mezcla de mango y fresa fue como una explosión increíble. Cuando incluyes el sabor de
la piña colada se torna aún mejor. Se forma un éxtasis que inicia desde las mordidas hasta el
momento que la corriente de sabor se desliza por el interior de la garganta.
Él sonríe.
—Tú y tu poesía.
Le saco la lengua.

— ¿Tienes pensado que quieres cenar?


—No sé que ofrecen aquí.
—Solo tienes que pensar en lo que quieras comer.
—Sí, pero…

Hago silencio al comprender a lo que se refiere.


—Le pagarás dinero extra al chef.
Él sonríe.
—Eres un zorro.

—No, nena. Solo hago lo que sea necesario para consentir a mi mujer y a mis hijas.
Sonrío embobada.
—Consentidor —musito.
Se encoge de hombros.

— ¿Qué más puedo hacer? Las mujeres son mi debilidad.


— ¿Qué será de ti cuando tengan la edad de tener novio?
Teddy hace una mueca.
— ¿Realmente tienes que mencionarlo? Aun falta mucho.

— ¿Vas a ser el típico padre celoso?


—Oye —gruño—. Tal vez.
Suelto una carcajada.
—No seas tan cruel con ellas. Imagina como se sintió papá.

—No, no. Oye, no compares. Cuando tu padre se enteró tú estabas embarazada. No quiero
que una de mis hijas me diga “Papá, estoy embarazada, así que voy a casarme”.
—Espera ¿Te casaste conmigo por el embarazo?

—No, joder, no. ¿Sabes qué? Olvídalo. Yo no quiero hablar de eso.


— ¿Y si una de ellas viniera con algún amigo para…?
—Te dije que no quiero hablar de eso.
Me muerdo el labio para no reírme.

—Creo que sí serás un papá celoso, Christian Grey. Digo, perdona, Ted.
Él hace una mueca.

—No quiero preocuparme por eso ahora —dice—. Sé que van a crecer, que se van a casar
algún día, pero no quiero pesar en ello. Aún no han nacido si quiera y me da miedo a que
crezcan y hagan su vida lejos de nosotros.

Sonrío enternecida.
—Cariño —le tomo la mano—. Eso es algo dulce. Yo sé que ellas siempre te van a amar. No
hay como no hacerlo. Yo estoy enamorada de tu corazón y de todo lo hermoso que es capaz
de sentir.
Teddy sonríe.
—Siempre le encuentras el lado bueno a todo.

—Tus lados siempre son buenos —deslizo la mano por su pecho—. De hecho, todo lo que
tienes lo es.

Toma mi mano, besándome en la palma.


—Cariño, no me hagas caer en tentaciones. En público siempre vas a ser una dama.
— ¿Y si la dama quiere que le falten el respeto?
Sus ojos se oscurecen.

—Solo te faltaría el respeto en privado.


Sonrío.

—Cuando termines de comerte las frutas, podemos ir a dar un paseo en la playa. ¿Se te
antoja?
—Oh, Ted. Cualquier lugar sería el cielo si estoy contigo.
Él me sonríe, y yo me dejo besar por mi marido.

Capítulo ciento veintinueve.


»Punto de vista de Ted

—…y no te estoy regañando, así que hazme el gran favor de relajarte.

Suelto una carcajada.


—Pero yo no soy el que está alterado, mamá.
— ¿Insinúas que soy yo?
—No, mamá, pero sí estás ahogándote en un vaso de agua ¿Qué podías esperar del
impulsivo hijo del impulsivo Christian Grey?
Ella suspira antes de dejar escapar una suave carcajada.

—Oh, eso no puedo discutirlo. El padre tiene mucho que ver.


Sonrío, consciente de que ella no puede verme.
—Me hubiese gustado que te despidieras —dice.
—Estabas dormida. No quería despertarte. Solo te di un beso en el pelo y me marché.

— ¿Cuándo tienen pensado regresar?


—Aún no sabemos. Quedamos en ver primero que tal el lugar para decidir. Pero, oye, este
lugar realmente es bueno. Lo mejor de todo es que…

—…Jack no nos molesta —escucho a Amanda.

Está frentica, andando de un lado a otro, hablando con el teléfono de la habitación. Se inclina
un poco hacia el suelo, de espaldas. Quiere que le ayude a deshacerse de esa trampa mortal.
Le deslizo la cremallera y salta hacia la cama.
—Må ikke bekymre dig, mor.

Oh. Habla con Stella. Oigo a mamá soltar una carcajada.


—Supongo que Amanda tiene problemas para calmar a su madre.
Desde el otro lado de la habitación me lanza una mirada de auxilio.
—Eso parece —sonrío.

— ¿Entonces están bien por allá?


—Este lugar es un paraíso, mamá. No debes preocuparte.

—No es eso lo que me preocupa. Lo que me preocupa es que mi hijo y mi nuera embarazada
estén al otro lado del mundo y que no se hayan llevado personal de seguridad.
Oh, no…

—De todos modos tú padre ha pedido que regresen el avión mañana. Coordinó a un pequeño
grupo junto a Taylor que les estará haciendo compañía el tiempo que decidan estar ahí.
—Papá siempre termina reparando mis descuidos.

—Teddy, tu padre repara los descuidos de todos. Además, ¿cómo no iba a hacerlo? No es
solo su hijo mayor el que está al otro lado del mundo. También está su nuera y sus dos nietas.

Me distraigo un par de segundos mirando hacia la cama. Amanda patalea hasta conseguir
quitarse el vestido. Solo tiene unas bragas muy pequeñas. Nada de sujetador. Me recuesto del
espaldar de la silla y disfruto de la vista.

—Te aseguro que ella está bien —sonrío—. Está hecha para resistir.
—Eres tan discreto como tu padre.
— ¿Lo puedo tomar como un cumplido?
—No, en realidad no. Esperaba que notaras mi sarcasmo en el comentario anterior.
Suelto una carcajada.

—Tenía la esperanza de que pudiese contarse como un cumplido. Lástima. Temo que no
siempre conseguimos lo que deseamos.
Mamá suelta una carcajada.

— ¿Qué voy a hacer contigo?


Sonrío.
—Ya, esto es en serio. No te tienes que preocupar. El lugar es muy tranquilo.

Observo a mi esposa. Ya está quieta en la cama, frotándose cariñosamente el vientre


abultado.
—Aunque creo que alguien estuvo molestando un poco a Amanda, solo que no me ha querido
decir.
— ¿Por qué piensas eso?

—Sucedió algo cuando estuvimos en la piscina. Un sujeto nos pasó por el lado y pronuncio
cierta palabra ofensiva. Amanda dice que me confundí, que escuché mal, pero no estoy sordo.
—Bueno, cariño, tal vez sí te confundiste.
Hago una mueca.

—No lo sé. En caso de que realmente se lo haya dicho no comprendo por qué ella no me ha
comentado de ningún incidente.

—Tal vez porque no ha sucedido nada.


—Tal vez. Pero tal vez sí.
Mamá suspira.
—Eres tan parecido a tu padre…

— ¿Eso es algo bueno o malo?


—Ted, no lo sé. Las mujeres amamos que nos mimen y nos cuiden, pero tú, al igual que tu
padre, ves peligros y problemas donde no los hay.

—Ya lo sé, pero… —frunzo el ceño—. Eh ¿Cómo que veo peligros y problemas donde no los
hay? Sí los hay. Mi mujer es muy guapa. Es joven y muy atractiva. Eso es un problema, y un
peligro.
Ella suelta una carcajada.
—Siento que estoy escuchando hablar a tu padre.

— ¿Y eso es un cumplido o tampoco?


—No lo sé, cariño. Tal vez tiene dos rostros.
Suspiro.
— ¿De verdad crees que me estoy ahogando en un vaso de agua?
—Bueno, cariño. ¿Te ha dado señales de que algo anda mal?

—Mm, no.

—Entonces tal vez no sea nada. Si algo llegase a molestarle, sea del lugar o una persona,
seguramente va a notificártelo. No te agobies y disfruta. Consiéntela, cariño. Se lo merece.

Deslizo mis ojos de nuevo hacia mi esposa. Juguetea con su cabello mientras sonríe aún
pegada al teléfono. De lo poco que alcanzo a oír, creo que está hablando con su padre, Bruno.

—Yo lo sé, mamá. Nadie tiene eso presente como yo.


—Me hace muy feliz escuchar eso. Espero que no se repita lo de meses atrás.
Me encojo en el asiento, aunque sé que no puede verme. Está refiriéndose al tiempo aquél
donde opté por la ridícula opción de abandonarla.
—No, claro que no.
Oigo murmullos al otro lado de la línea.
—Ted, ¿tendrás unos pocos minutos para una pequeña imitación femenina de tu padre?

Suelto una carcajada. Oh, esa debe ser Phoebe.


—Claro, claro. Pásamela

Se hace un pequeño lapso de tiempo donde no se escuchaba absolutamente nada. Segundos


más tarde escucho una respiración pequeña, como la de alguien que está recién levantado.
—Raymond —chilla con voz de cría.
Sonrío mientras agito la cabeza.
—Hola, Be. ¿Cómo estás?
—Mm. No me dices Be desde que tienes quince años.
— ¿De verdad?
—Creo que lo extrañaba.
—Lo tendré presente.

—Oye, papá nos dijo que te fuiste de luna de miel. No se te ocurrió, no sé, ¿despedirte?
—Estabas dormida, al igual que mamá.
— ¿Estaba dormida cuando te casaste?
—Pues no que…

—Exacto.
Mm. Ya sé por dónde va.
—Estás enojada porque no te invité a la boda.
Phoebe gimotea.
—Sí, mal hermano. El peor de todos —vuelve a gimotear—. No, no es cierto. Te quiero.

Sonrío enternecido. Esta niña.

—Solo fue una boda civil, Be. Tenemos pensado una boda religiosa. Piénsalo. Es mejor.
Podrás acosar a Amanda con las compras y la decoración. Te la cederé entera esos días.

Escucho a la aludida gruñir al otro lado de la habitación. Cubre la bocina del teléfono, de modo
que la otra persona a la línea no pueda oírla gritar “No me ofrezcas como prostituta”. Decido
ignorarla. Ella solo regresa a la llamada sonriendo como si nada hubiese pasado.
—Pero claro que me involucraré. Que Amanda no se crea que no la llamaré en estos días. Oh,
claro que la llamaré.
—Phoebe…
—Es que no es justo.
—Lo voy a compensar, te lo prometo.

— ¿Cómo?
—Mm. Te gusta mi Saab, ¿no?
Ella no dice nada.
—Sí —musita cautelosa.

—Entonces te lo regalo, ¿te parece?


—Qué lindo trato, eh. No me sale lo de caminar bien por unos meses, Ted.
— ¿Y cuando te mejores?
Silencio.
—Mm, está bien. ¿Y con qué te moverás tú?

— ¿Alguna vez mencioné que tengo un Camaro en California? Solo mandaré a traerlo hasta
Seattle.
— ¿Tú cuando estuviste en…? Aaaaaaaah. Cuando te llevaste a Amanda a tirones, ¿verdad?
Suelto una carcajada.
—Sí, eso parece.

—Fantástico. Le diré a papá que tengo coche nuevo.


—Sí, Be, ve a presumírselo al viejo. De todas maneras él lo había pagado.
—Oye, ¿pero no se enojará? Fue tu regalo de cumpleaños.
—No lo creo. En caso de que lo haga… Mm, no pasará nada. Te compraría un a ti también.

—Aunque lo hiciera aún no puedo conducir. Qué porquería.


—Be, papá dijo que te harían unos estudios ¿Cómo saliste?
—Bien. Es cuestión de tiempo y terapias para que el dolor de las piernas por los hematomas
sane. La pierna izquierda sana más lento por el golpe.
—Mm. ¿Hablar del accidente te molesta?
—No, ¿por qué?

—Cuando papá me dio la noticia no quise saber demasiado, así que no supe nunca como fue.

—Bueno —chasquea la lengua—. Me desperté temprano para ir a la empresa, aún no había


amanecido. Faltaban dos cuadras para llegar cuando una camioneta color vino me interceptó.
Pisé el freno, pero la parte delantera del coche golpeó la camioneta en un costado. Las bolsas
de aire de activaron. Me estaban asfixiando, así que me salí del golpe en cuanto pude. Caí al
suelo recostada del costado izquierdo. Fue un golpe muy duro, por eso tuve una fractura. Y
entonces…
—Apareció Jack.
Suspira.

—Me dijo que tenía un mensaje para ti y para papá. Me disparó dos veces. Antes de
desmayarme vi que dejó caer un sobre en mis piernas.
—Sí, vi la nota —me paso la mano por el pelo—. Él debe estar furioso.

— ¿Por qué?
—Porque tú estás bien. Amanda sigue conmigo. Nada de lo que ha planeado le ha salido bien.
—Esa es la cosa de los villanos, hermano. No tienen final feliz.
—Sí, supongo que…

Me sobresalto cuando Amanda se acomoda sobre mí, colocando las piernas a ambos lados
de las mías. Me sonríe, sosteniendo el teléfono en la mano. Sus pechos desnudos se
encuentran a centímetros de mi boca.
—Papá quiere hablarte, así que —me arrebata el móvil— yo me quedo con esto.
Me coloca el teléfono en la mano y se marcha contoneándose. Mm. Tiene un muy buen culo.
Agito la cabeza y acerco el teléfono a mi oído.
— ¿Bruno?
—Ted, muchacho ¿Cómo está?

—De maravilla.
—Me gusta oír eso.
— ¿Todo bien por allá?

—Algo sorprendido, en realidad. La noticia de su luna de miel tan repentina, aunque es algo
bastante normal, me ha tomado por sorpresa.
Uf.
—Supongo que así es. Parte de mi familia también lo cree.
Él suelta una carcajada.

—Sólo quería compartir unas palabras contigo antes de tomar una siesta.
—Sí, claro.

—Muchacho, tienes a una persona que es un trozo muy importante de mi vida. Mi Amanda.
Esa niña ha pasado por cosas muy duras, pero ahora es una mujer muy fuerte. Es hermosa y
ahora es feliz, muchísimo. Sé que es porque te ama. Sé que la amas, pero también supe que
una vez la dejaste. Voy a dejarte esto mucho más que claro: cuida bien a mi hija, muchachito.
Una sola vez que la hagas llorar, incluso si se te ocurre la idea de largarte, antes de que
cruces la puerta voy a aparecer y te golpearé tan fuerte que requerirás de una buena
operación para darle uso nuevamente a tus piernas.

Mm. Otro Sandford que me amenaza con una paliza. Jamás me hubiese imaginado a un
Bruno tan violento. Ya sé de donde Amanda ha sacado lo de repartir golpes como furia
vengadora.

—Me agradas, eso es lo bueno, y si la haces feliz vas a agradarme más. No pienses que soy
un hombre violento, no, pero he cuidado leones, serpientes, elefantes y un sin número de
criaturas indomables tantos años que sé como domar a una bestia. Soy un hombre, sé lo que
es asustarse. Pasé con eso al enterarme de que John venía en camino.
Sorpresas, sorpresas.

— ¿Hay algo sobre nuestra conversación que no te haya quedado claro?


Sonrío un poco.
—La hago llorar y me quedo sin piernas, entendido.
Él suelta una carcajada.

—Bien, bien. Que tengan un buen día. Dile a mi pequeña que la amo.
—Lo haré, no se preocupe.
—No me trates con tanta formalidad. Ya eres parte de mi familia.
—De acuerdo, Bruno.

No oigo nada al otro lado de la línea, así que puedo suponer que ha colgado. Coloco el
teléfono sobre la pequeña mesa a mi derecha, me cruzo los brazos bajo la cabeza y estiro las
piernas. Am está sobre la cama, sentada en el borde con las piernas cruzadas, hablando con
Phoebe.

—Las aguas son ricas, la comida también y la piña colada, mm.


Sonrío. Comida. Uno de sus temas favoritos.

—Claro, claro. Me llamas más tarde, o mañana, como se te haga más cómodo. Sí. Yo también
te quiero, Ibbie. Adiós.

Se aparta el teléfono del oído y lo lanza sobre la cama. Sus ojos azules golpean los míos, y
me sonríe.
— ¿Qué quería papá?
Yo solo sonrío.

— ¿No me vas a decir?

Agito los hombros. Ella sonríe juguetona y se acerca hasta mí, acomodándose como lo había
hecho hace unos minutos. Coloca las manos contra mi pecho y me mira fijamente.

— ¿No fue muy amable contigo?


Quito las manos de debajo de mi cabeza y tomo su rostro entre mis manos.
—Eres hermosa.
Ella sonríe y un encantador rubor se extiende por sus mejillas.

— ¿No me vas a decir, verdad?


—Sólo me dijo que te cuidara.
— ¿Y qué más?
—Que te quería.
— ¿Y qué más?
—Que te amo.
Su sonrisa se ensancha.
—Yo a ti.

Deslizo las manos cariñosamente por su pecho, muy lento, hasta llegarle al pequeño vientre
hinchado.

— ¿Sabes una cosa? —le envuelvo un poco la cintura y la atraigo hacia mí—. Con el vestido
blanco no se te notaba el embarazo. Es como haberte vuelto a tener sin un bebé de por
medio. ¿Ves por qué te prefiero desnuda? El embarazo te sienta mejor.
—Querrás decir “se te nota mejor”.
—Ambas.
Hace una mueca tierna.

— ¿Entonces te parezco bonita?


— ¿Bromeas? ¿No te lo he dicho tantas veces ya?
Se cubre el rostro con ambas manos.
—Lo sé. Es que me conociste delgada.

—Mm. ¿Será porque no estabas embarazada?


Le aparto las manos del rostro.

—Si a esas vamos te conocí castaña de ojos verdes. Y me parecías guapa, la mujer más
guapa del mundo. Pero ahora eres una ardiente pelirroja sorprendentemente adicta al sexo
que va a darme dos niñas, unas gemelas, que me van a volver loco. Tú me vuelves loco. Te
encuentro cada día que pasa más y más guapa ¿Qué pasa? ¿No te has visto en un espejo?
—Lo hice. Ted, estoy un poco más…

—Estás perfecta. Las mujeres durante el embarazo comienzan a tener problemas con la
autoestima, pero necesitas creerme.

Ella hace una mueca. La sostengo de la cintura y me pongo en pie. Automáticamente enrosca
las piernas alrededor de mi cintura.
— ¿Me vas a llevar a la cama otra vez?

Le sonrío burlón.
—No, aún no.
Ella parpadea confundida al ver que me dirijo al baño.
— ¿Vamos a tomar un baño?

—No.
— ¿Entonces?
—Mm.
La coloco en el suelo lentamente.

—Date vuelta —le ordeno.

Amanda frunce el ceño, pero obedece. Se topa con una pared espejo, donde nos vemos los
dos perfectamente. Me coloco sobre ella, de modo que puede verme sonriéndole a través del
espejo.
—Quiero mostrarte algo.
—Mm. Solo estamos los dos.
—Sí, exacto.
Extiendo la mano lentamente por la suave piel de su rostro.

—Tienes una piel preciosa y muy suave —musito. Deslizo el pulgar sobre sus ojos, nariz y
boca—. Tus ojos son preciosos, tu nariz es elegante y tienes un par de labios únicos de los
cuales salen palabras hermosas, besos sublimes.
Bajo ambas manos hasta sus pechos.

—Tus pechos son perfectos, magníficos, y tienes un corazón hermoso que es capaz
únicamente de sentir amor y cariño.

Amanda cierra los ojos. Le doy un beso en el hombro.


—Abre los ojos. Quiero que te veas.
Ella obedece. Sigo deslizando las manos hasta alcanzarle el vientre.

—Eres fértil, fuerte, valiente. Tienes dentro de ti dos criaturas que van a amarte como te
mereces, como siempre te has merecido ser amada.
Sus ojos azules se disfrazan con las lágrimas.
— ¿Te ves? Eres una mujer que irradia belleza en su máxima expresión, tanto interior como
exterior. ¿Qué importa un par de kilos? Voy a seguir adorando hacerte el amor, vas a seguir
besando como tanto amo que me beses, seguirás amando como tanto anhelo. Vas a seguir
siendo la mujer que amo, eso nunca va a cambiar.
—Ted —gimotea.

Inhalo del delicioso aroma de su piel.


—Te amo, preciosa. Y lo hago aún más cada día, incluso cuando te sientes insegura.
Sus ojos solo miran los míos.
—Te amo —musita con la voz pequeña.
La abrazo fuerte, envolviendo los brazos en torno a su pecho.
— ¿Te parece si te llevo a cenar?
Ella sonríe y se seca las pocas lágrimas que aún se escapan de sus ojos.
— ¿Realmente le pagarías al chef para que prepare algo en específico?

—Claro, preciosa. Lo que tú quieras. ¿Tienes algo en mente?


Asiente.
—Pescado al cilantro, ¿lo has probado?
—Mm. Sí. Es bueno.

Sus ojos se enternecen cuando me sonríe.


— ¿Nos tomamos un baño primero?
Le doy un beso en el hombro.
—Haremos lo que tú quieras.

Capítulo ciento treintaiuno.


MINI MARATÓN 1/2

Estuvo sentada durante diez extensos minutos hasta que tomó la decisión de acercarse a la
maleta. No quiso pronunciar palabra hasta que trajeron la cena, hasta que estuvo segura de
que nadie iba a interrumpirnos. Ahora se enfrentaba a la amenaza inminente de hablar, de
explicar, de enseñar. Todo el contenido de la maleta se encontraba organizado sobre la cama.
A escasos pasos de ella veo que le tiemblan las manos. No sé si sea correcto orillarla a esto.
Creo que, en el fondo, no está lista para estar totalmente expuesta ante mí y esa simple idea
crea una grieta en mi pecho.

Se da la media vuelta rápidamente, pero como estoy a escasos pasos de ella tropieza
conmigo.
—Solo quiero decir una cosa —inspira profundamente—. No traje esto por el motivo que estás
pensando.
Le sonrío.
—Aún no he pensado en el por qué te has traído todo eso.

Ella no hace otra cosa más que parpadear.

—Escúchame —coloca las manos sobre mi pecho, dudosa—. Cuando Jack me secuestró, él
me llevó al Escala. Dijo que tenía un valor para él. En ese momento no entendía a que se
refería, pero el mes que estuvimos separados, cuando me abandonaste, hablé muchísimo con
tu padre. En el Escala fue donde arrestaron a Jack por primera vez, ¿sí? Estaba buscando a
tu madre. Quería llevársela con él. Mientras registraba la casa, Jack encontró el cuarto de
juegos de tu padre. Christian no le dijo nada a Ana, no quería preocuparla. Él pensaba que no
era importante, Jack no tendría como probar algo así. Por eso Jack compró el su pent-house.

Frunzo el ceño, confundido. ¿A dónde diablos quería llegar?

—Jack pensó que tal vez Christian aún tenía las cosas del cuarto de juegos allí. Christian iba a
poner en venta el lugar en cuando sacara todo eso de ahí, pero alguien lo puso en venta antes
de que pudiera hacerlo. Tu padre se enteró de todo eso cuando vio las noticias. Estuvo
frenético.
—¿Sabes que no sé hacia donde te diriges con esto, cierto?
—Jack quería exponer ante todos los gustos sexuales de tu padre, ¿entiendes? —agita las
manos frenéticamente—. Una de las cosas que realmente le molesta es que tenga ciertos
gustos y actitudes similares al hombre que odia con tantas fuerzas. Me dio pánico que
encontrara esa maleta, que supiera lo que me gusta. Pero tu padre me dijo que Jack tenía
esta misma práctica. Tampoco quería que supiera que tengo otra cosa en común con Jack, no
quiero.

Intento canalizar todo, aceptar la información, pero lo único que consigo comprender es “tengo
otra cosa en común con Jack”. La sostengo con fuerza de ambos brazos, tal vez con
demasiada.

—Ya basta —gruño—. Deja de actuar como si Jack y tú fueran la misma clase de persona.
Victimizarte a ti misma no hará que su componente genético simplemente decida huir de tu
cuerpo. Tienes su sangre, nada más. Ni siquiera tienes su apellido.
Sus ojos adoptan la forma de un plato.

—Sólo quería que supieras que no me la traje a propósito —inspira bruscamente—. No quería
que Jack la encontrara.

Le suelto los brazos, resignado, y la obligo a darse la vuelta, de modo que tiene el contenido
de la maleta frente a ella.

—No me interesa el motivo por el cual esa maleta ha llegado con nosotros hasta el otro lado
del mundo —tiro con fuerza de la cremallera del vestido, rompiéndola accidentalmente en el
proceso—. Está aquí y solo hay un propósito que quiero hacerle cumplir.
Ella comienza a mascullar palabras, pero mi único trabajo es terminar de despojarla de toda la
ropa. Cuando se encuentra totalmente desnuda, intenta por todos los medios salir corriendo
hacia el baño, pero la detengo de la cintura.

—Ni lo intentes —susurro contra su oreja—. Debiste pensar en qué pasaría si me hubiese
encontrado con esa maleta.

—Pues la idea es que no lo hicieras.


—¿Por qué no?
—Porque no.
—No, no. Respóndeme.
—Ted…

—No querías que lo viera porque piensas que este mundo tuyo no va a gustarme. ¿Y cómo lo
sabes? ¿Cómo sabes que no me gusta si no lo hemos intentado?

Amanda permanece en silencio por demasiado tiempo, tanto que es como un puñal
incrustándose en mi piel lentamente.

—Tengo miedo —dice con la voz pequeña—. Tengo miedo de que hagamos la prueba y al
final todo salga mal.

—Ni te voy a hacer daño ni voy a dejarte en una acera húmeda en estado de inconsciencia
después de usar tu cuerpo. Si así fuera, no iba a ser una acera. Iba a ser una muy buena
cama con cinco mil dólares mínimo sobre la cama —presiono su cuerpo desnudo aún más
contra el mío—. Estoy seguro de que la mejor manera de lastimarte sería abandonándote y
dejándote con dos crías en el vientre, ¿no es así?
Siento que su cuerpo se sacude.
—No puedes —jadea.

—No, no puedo —deslizo los labios muy suavemente por su cuello—. Es porque te quiero,
con un demonio. Incluso si te excitase ver a otro hombre desnudo, en cuya situación espero
realmente que no sea el caso, no escogería una mejor compañía que no sea la tuya. La
maldita maleta y tú me van a provocar un pre infarto. Todo lo que tienes que hacer es
enseñármelo, enseñármelo todo.
—¿Y qué pasará si…?

—No va a pasar nada. Tienes que confiar en que, como pareja, vamos a encontrar la manera
de que todo salga bien.
—De verdad, Ted, tengo miedo.

—Pero yo estoy contigo. Me lastima un poco el hecho de tener que llevarte hasta el límite,
prácticamente obligada, para que te animaras a contarme lo que hay en la maleta. Incluso que
te decidieras a explicármelo todo.

—Es que no hay la gran cosa, Ted. Lo que hay en esta maleta se enfoca en darme placer a mí
—suspira pesadamente—. La otra maleta contiene cosas más serias.

Golpeo suavemente la cabeza contra su espalda.


—¿Entonces hay otra?

—Mm, sí.
—¿Dónde demonios las guardas?
—Hay un pequeño armario en la otra habitación.
—¿Allí guardaste esta?

—Sí.
—¿Tienes algo más en esa habitación que pueda interesarme?
—Lencería, tal vez.
—¿En serio?

—No me sentía cómoda para usarla.

—Bueno, permíteme diferir de eso. Verte con lencería hubiera sido bastante deleitable.
Podrías considerarlo, aún estás a tiempo.
—Compré algunas.
—Las vi. Mm, entonces ¿Hay algo más que esté en la casa y yo no me he enterado?
—No.

—Si querías que Jack no las encontrara, y me has dicho que la otra contiene cosas más
serias, ¿por qué la dejaste?

—Donde la guardé está bajo llave. Solo cabe una, así que preferí guardar esa. La otra la puse
junto a las tuyas. No la buscarías, también están las mías. Si tuvieras que irte de viaje yo me
ofrecería como buena mujer dedicada a su hombre a hacerte la maleta. No tendrías nunca
que verla.

—¿Segura que lo tuyo es la cocina? ¿No quieres volverte espía? Armas buenas distracciones
y estrategias de escondite bien diseñadas.
Extiende el brazo hacia atrás, intentando propinarme algún golpe, pero no puede.
—¿Ya no me escondes nada más en nuestra, discúlpame, nuestra casa?
Ella suspira.
—No.
—Vaya, que alivio, porque tienes una lección que impartir.
—Ted —gimotea—. Te dije que…

—Sí, ya me lo has dicho, que su función es atender tu placer. Pero, dada la situación de que
es una de mis actividades favoritas, sigue interesándome.
Suelta una maldición en danés.
—Nunca voy a perdonarte esto —gruñe.
Lucha conmigo hasta conseguir que la suelte.
—Mejor tomaré asiento —sonrío burlón—. Esto va a ser divertido.

En medio de la oscuridad percibo sus ojos azules acuchillándome. Muevo la silla bastante más
cerca de la cama, de modo que estoy a apenas a un metro y medio de distancia.

—De verdad no puedo creer que me hagas hacer esto —gruñe—. Ni que fueras virgen y en tu
vida hayas visto un maldito vibrador.

—Te recomiendo ahorrarte esas energías, cariño, porque no es lo mismo el conocimiento que
la práctica.
Se da la vuelta de golpe.
—¿Perdóname?

—Ni que fueras virgen para no saber la razón exacta por la cual quiero que me muestres todo
eso.
—No, nene. No vas a usar esto conmigo.

Le sonrío.
—Primera lección, nena.

Sus ojos vuelven a acuchillarme. Se pierde entre la oscuridad y el reguero de cosas sobre la
cama. No sabe qué tomar primero. Sus manos sostienen lo que parece ser un frasco, con el
cual se acerca hasta la luz.

—¿Un aceite? —sonrío—. Fantástico.


Ella solo sonríe, nada más, mientras vierte un poco de ese aceite en las manos.
—¿Por qué no colaboras un poco y te deshaces de la camisa?
—¿Es un aceite para masajes?
—Es un aceite de las mil maravillas. Tú solo deshazte de ese molesto trozo de tela.

Aún no consigo comprender como cambia de humor tan pronto. Ignoro la duda y hago lo que
me pide. Sonríe satisfecha y sus manos comienzan una danza sincronizada por mi pecho. El
líquido es frío y tiene un interesante aroma a fresas y a cava, un vino espumoso elaborado en
la Región del Cava en España. Creo que eso ha sido todo el espectáculo, pero sus ojos
oscuros y traviesos no se apartan de mí el tiempo que le ha tomado acercar su boca hasta mi
pecho. Entonces las mil maravillas me sacuden, extendiendo un camino flotante hacia el
paraíso. Cuando su aliento respira en mi piel, el líquido deja de ser frío. Es caliente, bastante
caliente, así que termina erizándome la piel.

—Es un aceite afrodisíaco —explica—. Produce calor ante el aliento de la pareja en la zona
donde se aplica.
Enarco la ceja.
—¿Cualquier zona?

—Ajá.
—¿Y solo tienes de fresas?
—También tengo de uva y frutas cítricas. El de frutas cítricas es mi favorito.

Se separa de golpe, llevándose consigo el aceite de las mil maravillas. Vaya. Intercambia el
frasco por otro, pero esta vez también se ha traído un pincel.
—Pintura corporal —dice.

—¿Me harás espirales?


—Es comestible, genio. Dime donde lo quieres.
Sonrío interesado.
—Sobre ti. Sorpréndeme.

Sonríe. Humedece el pincel con el líquido oscuro y traza lentamente un corazón en su vientre.
La acerco a mí y deslizo la lengua por el vientre, siguiendo el trazo. Oigo un jadeo pequeño
que luego se convierte en un gemido. Mm. Esto sabe bien. Es como comer fresas y
champagne. La combinación de sabores es una bomba.

—¿Fresas y champagne? —murmuro.


—Mm —volteo a verla, tiene los ojos cerrados—. Sí.
—¿Tienes más de estas maravillas?
—De chocolate.

Se aleja caminando hasta la cama. Le doy alcance en un par de pasos. Coloca el frasco sobre
la cama luego de asegurarse de que esté cerrado.

—¿Quieres escoger el siguiente? —musita sonriente.


—¿Ya te estás divirtiendo?
—Escoge.

Le sonrío burlón. Agarro lo que parece una botella de acondicionador. Pese a la oscuridad
pude notar que sus mejillas se enrojecen un poco.
—¿Qué es? —pregunto.
—Bueno, eso es…mm —suspira—. Es un gel.
—Bravo. Diez por la respuesta ¿Para qué sirve?

—Pues, es una cosa muy curiosa. La cosa es que, bueno, sirve para estrechar las paredes
vaginales.

—¿Realmente lo necesitabas?
Me arrebata la botella.

—Te recuerdo, nene, que antes de conocerte era una mujer soltera que llevaba dos años
adherida a la abstinencia.
—Está bien, no te enojes. Tranquila.
Me acomodo en un espacio disponible sobre la cama. Observo lo que queda en la cama, que
ya no es mucho. Me decido por una caja pequeña y delgada con el dibujo de una geisha.
—¿Qué me dices de eso?
Intenta no sonreír, pero no le sale.

—Tengo que admitir que es muy buena —se pasa la mano por el pelo, nerviosa—. Es una
crema que aumenta la sensibilidad del clítoris. El orgasmo es muchísimo más fácil.

—Bueno, no es que me la hagas difícil, pero vendría bien probar que tal. ¿Por qué ni vienes?
—Porque no.
—Tú misma dijiste que es buena. Yo quiero ver que tal los efectos.
—Que no.

—¿De verdad?
—De verdad.
—Si tengo que levantarme de esta cama…
—Te dije que no.

Desliza la mano vacilante por el resto de las cosas sobre la cama. Intento verle los ojos, es la
mejor manera de saber un aproximado de lo que piensa, pero no puedo tener acceso a ellos.
—Tienes que decirme lo que piensas —musito.

En medio de la oscuridad, sus ojos azules encuentran los míos sin problema. Aunque no
puedo verla bien sé que está intentando sonreír.
—No sé qué hacer, Ted. Es más complicado de lo que crees.

Extiendo mis brazos hacia ella, invitándola a acomodarse junto a mí. Se mueve despacito,
vacilante, pero en cuestión de segundos me encuentro reconfortando su cuerpo desnudo.

—Cuéntame —la animo.


Ella suspira.

—Una parte de mí quiere que conozcas todo esto. Cuando iba a terapia mi psicólogo me dijo
varias veces que esto era una práctica errónea.
—¿Te quería hacerte desistir de esto?
—Sí, pero igual ya lo había dejado.
—Preciosa, no tienes que hacerle caso a alguien que no te conoce.

—Es que tiene un punto. Si no sabes lo que haces es peligroso, y te amo, pero tú no sabes
nada de esto. Amo lo que tenemos como para arriesgarlo por esta tontería.
Le sonrío.
—Incluso cuando dices incoherencias como esas te amo como un idiota.
Amanda sonríe aún más y es todo lo que necesito para sentirme bien.
—Hemos llegado muy lejos para temerle a algo, cariño —le doy un beso en el pelo—. Acepté
que eres hija de Jack, y sabes lo que él ha intentado hacernos. Acepté todo tu pasado, todo,
desde el pasado de una niña sin hogar hasta el pasado de una mujer que buscaba sentir algo
más durante el sexo. Lo acepté todo porque te amo, sí, y porque le tengo toda la fe que se le
puede tener a una mujer que ha evolucionado —la envuelvo un poco más en mis brazos,
teniendo especial cuidado en no ser demasiado brusco—. Un par de esposas, fustas y no sé
que más no van a hacerme perder la fe en ti. Tienes que dejar ir ese miedo a perderme,
porque es algo que jamás va a pasar.

—¿De verdad?

—Sí, de verdad. Honestamente me gusta descubrir algo nuevo sobre tu sexualidad. ¿Tienes
algo más que contarme?
Suelta una carcajada.
—No en esta maleta.

—¿Significa que la hora de los juegos se podrá buena cuando se termine nuestra luna de
miel?
—Tal vez.
—No vas a ponerte reacia con la otra, ¿verdad?

La escucho suspirar.
—No, no lo haré.
—¿No lo dices para ganar tiempo?
Suelta otra carcajada.

—No lo hago por eso.


—Bien —golpeo mi boca contra la suya—. ¿Se acabaron las lecciones?
—Las demás cosas las conoces.
Le sonrío burlón mientras la acomodo sobre la cama. Observo lo que queda sobre la cama,
que son un par de frascos de aceites, las esposas, que ya las había visto, y un par de
consoladores.
—Esto es como el Ejército de Salvación para mujeres solteras y desesperadas.
—Búrlate, idiota.
Le sonrío sin mirarla. Vuelvo a tomar la caja pequeña y delgada.

—¿Qué tal si esta vez colaboras tú un poco y abres ese par de piernas preciosas?
—¿Realmente es necesario?
—Necesito practicar para pasar la clase. Es parte del curso.
—No necesitas eso, créeme.
—Deja de discutir conmigo. Abre las piernas o lo haré yo, y los dos sabemos que es una de
las mejores cosas que sé hacer.
Abre la boca, fingiendo estar escandalizada.
—Supongo que así les hablabas a las otras.

Abro la pequeña caja, ignorando sus comentarios. La caja contiene una crema color perla.
—Solo necesitas un poco —musita jadeante—. Con un poco basta, créeme.

Agito la cabeza. Deslizo dos dedos por la fría crema y aparto la cama. Me inclino un poco y
tiro de ella hasta acomodarla sobre mis caderas.
—Creo que no consigo comprender exactamente que planeas.
—Voy a improvisar un poco, nena. Estoy en busca de la máxima puntuación.

—Esa ya la tienes desde la primera vez que me hiciste el amor.


Sonrío.
—Repítelo.
Ella también sonríe.

—Esa ya la tienes desde la primera vez que me hiciste el amor.

Conduzco los dedos hasta su sexo, aplicándole la crema en sincronizados movimientos en


círculos. Ella jadea y la siento tensarte entera.

—¿Qué es lo que tengo?

Parece que le cuesta concentrarse, porque cierra los ojos y su rostro refleja la lucha infinita
con un sinfín de sensaciones.
—Todo —responde con la voz pequeña.
—¿Todo?

Agita la cabeza frenéticamente. Me impulso hacia delante con ella y tomo las esposas de
plumas. Le estiro los brazos por encima de la cabeza y se las coloco con suma rapidez. Ella
parpadea, confundida.
—Tenías que hacerlo —gruñe—. Me lo debí haber supuesto.
Le sonrío.
—Todo forma parte de un todo.
—Nada de que todo es todo, no. Tienes que quitármelas.

Hago caso omiso de sus protestas. Sin apartarla, agarro el frasco del aceite de las mil
maravillas. Vierto un poco en las manos y riego el líquido sobre sus magníficos pechos. Ella
jadea y se mueve un poco.
—Apenas y te he tocado —sonrío—. Vaya que eres dinamita, nena.
—Te odio —gruñe.
—Como quieras. Mm —enfoco mí vista en los vibradores organizados en una fila sobre la
cama—. ¿Cuál era tu favorito?
Ella solo sonríe.
—Si tanto me conoces, averígualo tú solo.

—Los voy a probar todos, así sabré cual es. ¿Te parece?
—No soy un juguete.
Le doy un beso rápido en ambos pechos.
—Cielo, los dos sabemos que yo contigo hago lo que se me antoje.

Suelta una protesta silenciosa. Deslizo los dedos de ambas manos por la parte interior de sus
piernas, despacio, dibujando pequeños círculos en su pequeña piel. Se retuerce sobre mí y
gime. Continúa con las manos por encima de su cabeza. Tiene los ojos cerrados.
—¿Ya te has decidido?

No responde, todo lo que hace es frotarse contra mí. Suelto un gruñido, pero no la detengo.
Mm. Se siente bien, muy bien.

—No te gusta quedarte al margen, ¿cierto? —agita la cabeza frenética—. Esto no se trata de
darnos placer a ambos, preciosa. Quiero descubrirte. Quiero que te aceptes.

Extiendo la mano hacia un vibrador color azul. Tiene siete niveles, así que lo enciendo en el
número cuatro. Cuando la fría goma del vibrador toca su carne expuesta, ella gime. Jadea,
gime, jadea, gime. Pero no se mueve. Solo se queda ahí, totalmente quieta, saboreando el
placer. Entonces da un salto, grita, gime. Pierde el poder de su autocontrol. Ella es solo
sensaciones y placer, un nivel de gloria que sobrepasa cualquier intento suyo por mantener la
calma. Acuno en mi boca uno de sus pechos. Gime, se mueve, jadea. Recuerdo la sensación
que provoca el aceite de las mil maravillas. Frío, calor. Mm.
Aumento la velocidad a cinco. Amanda suelta un grito fuertísimo.
—¿Te gusta? —le pregunto, sonriente.
—Eres un… —jadea—. Mm.

—Termina la frase —aumento la velocidad a seis y paso mi boca a su otro pecho—. Dime.
—Eres un desgraciado —chilla.
Mordisqueo suavemente su pezón. Ella gime, gime, gime.

—Aún no me has respondido si te gusta —aumento la velocidad a siete, y es el máximo—.


Venga, dilo.
Amanda se mueve bruscamente. Se mueve, se mueve, jadea, jadea.
—¡Ted! —chilla mi nombre.

Se desploma sobre mí, sudorosa y jadeante, suplicando que me detenga. Apago el vibrador y
ella comienza a lloriquear un poco.
—Sí —musita con la voz pequeña—. Maldita sea, sí. Eso me ha gustado.
Sonrío.

—No fue tan difícil, ¿verdad?


Me da tres golpecitos suaves con las manos sobre el hombro izquierdo.
—No. Puedo. Contigo —me da un beso en el cuello—. Quítame las esposas.

La sujeto de la cintura y la acomodo sobre la cama cuidadosamente. Tiene el rostro cansado,


los ojos pequeños, las mejillas y los labios enrojecidos. Le quito las esposas despacio.
Cuando tiene las manos libres, las coloca sobre el vientre mientras cierra los ojos. Le aprieto
las manos.
—¿Estás cansada?
Asiente apenas moviendo la cabeza.

—El viaje ha sido muy largo. Hemos tenido sexo como si yo estuviese en celo, dimos un
paseo por el hotel, fuimos a cenar, discutimos. Luego terminamos aquí —suelta un bostezo—.
Estoy hecha pedazos.
Sonrío, consciente de que no puede verme.

—Duerme —musito cariñoso.


Ella sonríe.
—Gracias, Ted —farfulla.
—¿Por qué?

—Por dejarme compartir esto contigo.

Me inclino un poco y le doy un beso en el vientre. Se me enciende un calor tremendo en el


pecho capaz de hacerme llorar.
—Te amo.

Sonríe, y así permanece, quieta. Creo que se ha dormido. Eso ha sido rapidísimo ¿Cómo
puede? A veces, incluso cuando estoy cansado, me cuesta muchísimo dormir. Y ella solo,
BAM, se queda dormida. Agito la cabeza y la cubro con la sábana, teniendo especial cuidado
de no dejar caer todos esos frascos al suelo. Se acurruca a una almohada y es todo el
movimiento que le veo hacer, salvo el que hace al respirar.

Me quedo muy quieto observándola dormir. Tiene el rostro diferente, más tranquilo, como
estaría algún recluso que duerme por primera vez en la cama de su hogar.
Una idea me cruza por la mente. Sonrío, decidido a llevarla a cabo.

Capítulo ciento treintaidós.


MINI MARATÓN 2/2
»Punto de vista de Amanda
Me despierto con el magnífico aroma del océano impregnado por todos lados. También
detecto un aroma distinto, pero igualmente maravilloso. Hay poca luz colándose por entre las
cortinas y la puerta de cristal que da al balcón. Estoy envuelta por unas comodísimas sábanas
que se encuentran extrañamente frías, lo que es aún más magnifico. Me estiro en la cama por
casi un minuto entero y le abro los ojos al paraíso.

Cuando estiro los brazos al espacio contiguo al mío descubro que Ted no está en la cama. Me
froto los ojos y me impulso hacia adelante lentamente hasta conseguir sentarme. Parpadeo
sorprendida cuando veo el suelo cubierto totalmente de pételos de rosa azul. Me cubro la boca
luego de soltar una carcajada. Ted aparece de repente, utilizando solo un pantalón de piyama
largo. Carga en sus manos un pastel que luce de lo más delicioso.
—¿Y esto a que se debe? —pregunto riéndome.

Él coloca el pastel sobre la cama. Tiene un par de esposas abiertas hechas de pasta laminada
gris. Tiene escrito “FELIZ LIBERTAD, AMANDA” en color azul. Suelto una carcajada.

—¿Te volviste loco?

Él sonríe. Cruza los brazos y mi corazón late a la misma velocidad que un colibrí. Luce como
un chico malo, sonríe como un chico malo, y siempre he tenido una debilidad hacia la
tentación.
—No podíamos dejar pasar por alto tu primer día de libertad.

Yo solo le sonrío. No sé de qué está hablando, así que solo me quedo calladita viéndole
sonreírme. Ted agita la cabeza lentamente y se acomoda junto a mí en la cama, cubriéndome
entre sus fuertes y cálidos brazos, y yo me siento en casa. Dejo caer la cabeza en su pecho,
cierro los ojos y escucho su corazón. Es rítmico. El armonioso escándalo de sus latidos me
arrulla como una canción de cuna. Es casi como estar bajo un hechizo. Suave, dulce, mío.

—Tal vez estés un poco confundida —me da un beso en el pelo—, pero todo inició anoche
mientras te veía dormir. Estabas tan tranquila, como si nada pudiese derrumbarte. Era como
verte libre. Anoche dejaste ir todo ese peso. Hoy estás liviana. Siento que estoy con la misma
mujer, pero también siento que esa mujer está renovada. Es una chica que no le teme a nada,
que no se arrepiente de nada.
Le doy un beso en el pecho.
—¿Y por eso me mandaste a hacer un pastel?

—Ajá —me sacude el pelo—. Hoy es un día especial, ¿no crees? Pasamos a la siguiente
etapa.
—¿Te parece?
—Créeme, lo hicimos.

—¿De verdad?
—Mm.
Siento sus labios moverse desde la oreja hasta la mejilla y, como último objetivo, mi boca.
—Mandé a pedir la cena —me dice, apretándome contra él.
—Bueno, ¿pero qué hora es?

—Oh, es que ha dormido bastante, mi señora ¿Estaba muy cansada?


—Honestamente, sí. ¿Te digo por qué?
—Dígame. No le diré a su marido.

—Es que tuve un sexo bomba en el avión, un sexo dinamita que inició en la ducha que
terminó en la cama y ¿sabe qué más?
—¿Qué?
—Me ataron anoche con esposas, ¿se lo puede creer?

—No, ¿de verdad?


—Sí. Ese mal hombre creyó que era una muñeca.
—Qué barbaridad ¿Quién se atrevería a tratar a una dama como usted de esa manera?
—Tú, idiota.
Él suelta una carcajada.
—¿Te divertiste?
—Pues sí ¿Para qué voy a negarlo?
—Bien, bien. Así me gusta. Sinceridad.

—Yo siempre soy sincera contigo.


—Mm. Claro, como digas.
—Oye —gimoteo.
Tres golpecitos evitan que el responda. Salta de la cama, me sonríe y se aleja hasta la puerta.
Escucho la puerta abrirse y una corta conversación entre él y un hombre. Segundos más tarde
la puerta se cierra. Me estiro un poco y me levanto para alcanzarlo. Está destapando las
bandejas.
—Iba a llevártelo a la cama.

Le sonrío mientras me le cuelgo del cuello.


—No voy a estar todo el día en la cama. No es correcto.
Él solo sonríe.
—Es tu primer día de libertad. Podemos hacer lo que quieras.

—Estar todo el día en la cama no es algo que me guste hacer. Aunque, honestamente, con el
embarazo todo lo que quiero es estar en cama, comer y tener muchísimo sexo.

—Te puedo ayudar con las tres, principalmente con la última.


—Lo sé, se te da bien.
Me da un beso en la mejilla.
—Te mandé a preparar algo especial. Tienes que adivinar.

—Oh, no me hagas eso. Solo dime.

Ted agita la cabeza y destapa la única bandeja que sigue guardada. BAM. Hay una magnifica
presentación del pescado al cilantro, decorado con trozos de limón, naranja y cilantro colocado
por encima. Se me hace agua la boca, así que me froto el estomago.
—Me pediste el pescado—chillo.

—¿Creíste que iba a dejar a mi mujer con las ganas de ese bendito pescado? —agita la
cabeza antes de darme un beso en el pelo—. Es todo tuyo, preciosa.
Aplaudo como cría, observando cómo coloca los platos sobre la mesa. Ha pedido para él
pescado a la mostaza.
—Eso es lo que comiste anoche —repongo sonriente.
Él sonríe mientras toma asiento frente a mí.

—Estaba rico, de verdad. Tenía que volver a comerlo.


—Yo te dije que te iba a gustar.
—Sí, sí. Intenta no presumirlo, ¿quieres?

Le saco la lengua. Tomo los cubiertos y le hago un pequeño corte al pescado, conduciéndolo
hasta mi boca. Lo muerdo lentamente, dejando que todo el sabor corra animosamente por mi
boca. Abro los ojos como platos. Ted me mira fijamente con el ceño fruncido.
—¿Tiene mal sabor? —inquiere.
Gimoteo de placer, dando dos golpes en la mesa con las palmas abiertas.

—Nunca he probado una maravilla como esta —corto otro trozo del pescado y me lo llevo a la
boca—. Esto es magia.
Sus ojos se oscurecen un poco.
—Casi me matas de un puto infarto —gruñe.

Suelto una carcajada.


—Perdona —le digo.

Se levanta de la mesa y se acerca a la bandeja. Hay una botella del buen vino sin alcohol de
anoche y dos copas. Yo lo miro embobada mientras camina. Es tan sexy, pero a la misma vez
es elegante. Como su padre. Vaya. Recuerdo la magnífica fotografía que le he tomado ayer en
la piscina.

—Cuando regresemos a Seattle voy a mandar a hacer un gran cuadro con la foto que te tomé
ayer en la piscina —musito.
Él solo sonríe, sirviendo el vino en las copas como todo un experto.
—Ni lo intentes.
—Lo haré —pico otro trozo del pescado y me lo llevo a la boca—. Lo voy a colocar arriba de la
chimenea.
Se acomoda de nuevo en el asiento.
—Gracias por la advertencia. Eliminaré esa foto.

—Se la he enviado a tu padre. Si la eliminas, le digo que me la reenvíe.


Suelta un bufido y opta mejor por comenzar a comer.
—Sobre la chimenea vamos a colocar una preciosa foto familiar.

—Ted, aún falta mucho para que nazcan. Mientras tanto quiero una foto de mi bello marido
disfrutando del hotel.
Él sonríe.

—En realidad no estaba disfrutando del hotel —toma la copa y le da un trago al vino—.
Disfrutaba de un tiempo a solas y sin sobresaltos con mi esposa.
Sonrío como una boba.

—¿Aún sigue en pie lo de redecorar la casa?


Ted mastica la comida lentamente, luego comienza a hablar.
—Si tú aún lo quieres, sí ¿Por qué?

—Me gustaría que la fuente bajo las escaleras se quedara igual. Si quiero hacerle un par de
cambios, pero tampoco hay que exagerar. La casa es preciosa.
Él sonríe.
—Te gusta la piscina.
Suelto una carcajada.
—Sí, si me gusta.
—De la cocina ni hablar.
—Oye, la cocina no se toca. Así como está es más que perfecta.

—Descuida, ni se me pasó por la mente. No quiero ser asesinado por mi propia esposa.
Le doy un trago al vino solo para evitar responderle.
—¿Qué más quieres cambiarle? —pregunta.
Me encojo de hombros.

—¿Qué te gustaría cambiarle tú?

—No lo sé. Tal vez el jardín. La casa tiene potencial para un precioso jardín. Le hace falta
color.
Asiento.
—¿Tu tío es el que tiene la empresa de construcciones, no?
—Sí —me señala con el tenedor—. Nos ha costado muchísimo que no se entere de que papá
ha remodelado el edificio. Hicimos que se cambiara a un edificio provisionalmente con la
excusa de una peligrosa plaga. Papá hico firmar a un millar de personas un contrato de
confidencialidad. A mi tío le entregan el edificio en dos semanas.
—Vaya —le doy un trago al vino—. Debe ser complicado ocular algo así.

—Lo es —sonríe—, pero estoy seguro de que va a gustarle. Papá tuvo mucha ayuda de Kate,
la esposa de mi tío, para hacer algo de su agrado.
Corta un trozo de su pescado y lo mastica. Mm. Su boca luce tan sexy cuando lo hace.

—Papá me dejó hacer lo que me gusta durante ese proyecto.


—¿Y eso es…?
—Contabilidad.
—Cierto, eras un cerebrito amante de los números.

Sonríe.

Oye —me limpio la boca con la servilleta—. Si te gustan los números, ¿por qué estabas en la
vicepresidencia.
Él agita los hombros.

—Papá quiere que en varios años me encargue de la empresa. Estando en la vicepresidencia


comienzo a formarme para eso.

—Pero solo firmas papeles, sopesas las opciones con tu padre, revisas que todo marche bien
y un sinfín de cosas como esas ¿En qué momento haces lo que te gusta?

—No, no me malinterpretes. La vicepresidencia me gusta. Es solo que, bueno, si pudiera


empaparme más en los asuntos de contabilidad sería realmente excelente.

—¿Se lo comentaste a Christian?


—No. La vicepresidencia está bien para mí.
Lo miro fijamente.
—Deberías comentárselo. Seguro te ajustará el empleo a lo que te gusta.

Él solo sonríe. No va a hacerlo. Permanecemos en silencio un par de minutos más mientras


comemos. Lo veo sonreír y me debato en preguntarle por qué aún sigue sonriendo o
quedarme calladita y disfrutar de lo atractivo que luce en este momento.
—Te debo un perro —musita.
No puedo hacer otra cosa más que carcajearme.
—¿Es en serio?

Asiente.
—Tenemos que darle una mascota a las niñas.
—El único detalle es que aún no nacen, que cosa.
Frunce el ceño.

—Te estás tardando.


—¿En qué?
—En dármelas.
Intento no reírme, pero no lo consigo.

—Sí, es que el proceso dura nueve meses.


—Es casi como espera un año.
Le sonrío. Extiendo mi mano hacia la suya y la aprieto.
—Yo también quiero que nazcan ya, pero hay que ser pacientes.

Cuando sus ojos me ven me sonríe.


—No tengo otra opción.
—Ya solo faltan seis meses.
—Mm. Las cuentas regresivas me ponen muy ansioso.

—Bueno, mejor las evitamos.


Sonríe.
—Te amo —musita.

Mi corazón late con demasiada prisa, no sé cómo controlarlo. Abro la boca pero las palabras
no salen de ella. Oh, no. Ese efecto alguna vez debe desaparecer. Cuento hasta tres
mentalmente para recobrar la cordura.
—Yo a ti —le respondo.
Aprieta mi mano.
—¿Quieres ir a dar una vuelta por la playa?

Le sonrío ampliamente.
—Me parece bien, pero antes hay que comer de ese rico pastel.
Él sonríe burlón.
_______________________

Quiero hacer un hueco enorme en la arena y enterrarme. Ted parece un niño. Se la pasa
salpicándome agua, echándome arena en los pies y repitiéndoles “ES MI ESPOSA” a todos
los turistas que pasean por la playa, y yo me cubro el rostro con la mano, apenada. Tengo la
sensación de que en algún momento uno de ellos va a decirle a seguridad que hay un lunático
molestando a todos los turistas. Aunque, siendo sincera conmigo misma, me gusta verle así.
Después de todo es un crío de veintidós años. No lo veo nervioso o preocupado, solo
es…feliz. Luce tranquilo, en paz.
Tira de mi mano y me lleva hasta el agua, donde las pequeñas oleadas golpean mis pies
desnudos.
—¿Quieres que nos metamos un poco?
Me aparto unos mechones del pelo del rostro.

—¿Te mencioné que me gusta el mar, pero me asusta sumergirme demasiado? Es que,
bueno, es de noche y el mar se ve muy oscuro.

Él sonríe.
—Nos quedaremos en la orilla, ven.
Dudo un poco, pero me sujeto con fuerza de la mano y nos internamos un poco en el agua. Sé
que hemos ido hasta mi límite cuando el agua me llega hasta la cintura.
—Hasta aquí llego yo —grito por encima del viento.

Ted nada hasta llegar a mí. Envuelvo mis brazos alrededor de su cintura y él me sostiene. Con
el calor de su cuerpo me siento segura.
—¿Qué tal está el agua? —pregunta.
Yo le sonrío.
—Está buena.

Me aparta el pelo del rostro antes de besarme.


—Te ves preciosa.
—Tú estás muy guapo. Siempre.
—Es que estoy enamorado. Dicen que los enamorados siempre se ven guapos.
—Es que ya tú eras guapo, no sé.
Me da un beso en la nariz.
—Tú siempre has sido preciosa.
—Es que estoy enamorada. Dicen que las enamoradas siempre se ven preciosas.

Él sonríe.
—Creo que podría pasarme la vida entera contigo en esta isla.
Le doy un beso en el cuello.
—Yo también.

Ted no emite ninguna otra palabra, solo sonríe.


—No puedo creer cuan enamorado estoy de ti, mi chica sin luces.
Le hago una mueca antes de sonreírle.
—Tú me enseñaste a apreciar mis propias luces.
Lo miro fijamente, él a mí, y su boca busca inmediatamente la mía. Nos quedamos así, unidos,
mientras el agua nos golpea con envidia. Oímos el fuerte sonido de una turbina. Cuando
alzamos la vista vemos el jet de Christian volando por encima de nuestras cabezas, con el
montón de luces encendidas.
—Dile adiós, nena —musita.

Parpadeo un par de veces antes de colocar mi cabeza contra su pecho. Estamos a solas. Aquí
solo nos conocemos nosotros. Su familia, la mía y todos nuestros problemas están al otro lado
del mundo. Me pregunto vagamente si he sido demasiado egoísta deseando tenerlo para mí
sola cuando lo he tenido para mí sola desde hace mucho tiempo. Es que lo necesito tanto…

Me abrazo a él y Ted me envuelve cariñosamente en sus brazos. Ambos nos quedamos en


silencio observando la luna, que está imponente en el cielo, acompañada por una orquesta de
estrellas. El cielo aquí se ve precioso sin tanta contaminación lumínica.

Ted hace un movimiento rápido y en un parpadeo estoy siendo cargada por sus brazos fuera
del agua.
—Tengo un par de piernas sanas, ¿lo sabías? —gimoteo.
—Ajá —sonríe. Oh, disfruta haciendo estas tonterías.

Salimos del agua. Comienza a hacer frío. Él me coloca sobre una enorme toalla colocada
sobre la arena y me cubre con otra. Se sienta a mi lado y deja que me acurruque junto a él
todo lo que me parezca apropiado.
—No pensé que el lugar fuera tan hermoso —musita.
—Yo tampoco.

Lo observo sonreír. Oh, ahí va de nuevo. El corazón se vuelve loco nuevamente y no sé como
calmarme. Lo siento a punto de salírseme del pecho ¿Cómo puede hacerme eso? Solo ha
sonreído. Extiendo mi mano lentamente hasta colocarla sobre su pecho. El calor de su piel se
me extiende por los dedos. Los latidos de su corazón son como corrientes eléctricas que
sacuden todo mi ser. Su corazón es como el de un león. Me acurruco de forma que puedo
darle un beso en el pecho.
Ted me acaricia el pelo. Me siento muy mimada, y me gusta. Me gustan los mimos que me
dan sus manos. Siento su nariz golpeándose contra mi pelo, luego moviéndose lentamente
hasta encontrarme la frente. Él sabe que no necesitamos hablar para que haya esa conexión
entre nosotros. Busca mi mano hasta encontrarla y entrelaza nuestros dedos. Cierro los ojos y
me concentro en la melodía dulce de los latidos de su corazón y el coqueto vaivén de su
respiración.

Tengo que sonreír, no hay de otra. Anoche he cerrado un círculo difícil en mi vida. Hasta
apenas anoche me daba pavor lo que este magnífico hombre podría pensar de mis atípicos
gustos sexuales. Él lo ha aceptado todo. Me ha aceptado como soy, ha aceptado todo lo que
tengo, ha aceptado todo lo que fui. Y me quiere. Oh, Dios mío. Me quiere. Y yo lo quiero. Es
mi gran pilar para no hacerme pedazos en medio de este lío con Jack.
Jack…
Su nombre ya no me crea un hueco espantoso en el pecho. Sé que vamos a pararle.
Podemos con esto, podemos con él. Lo que tenemos es fuerte e indestructible. Somos una
familia, la mía y la de Ted, y somos fuertes. Somos un gran batallón de guerreros imparables.
Jack no va a poder con nosotros. Ni él ni esa mujer. Somos más fuertes de lo que Jack
realmente cree que somos.

Vamos a pararle, yo sé que sí. Ted, mis hijas y toda nuestra familia me dan la fuerza que
necesito para creer que así será.

Levanto la mirada hacia el hombre que amo. Está mirando hacia el mar mientras sonríe. Se
me escapan algunas lágrimas en silencio. Él es un hombre fuerte. Ha soportado todas mis
inseguridades y mis problemas emocionales. Ha podido mandar todo al infierno y ha preferido
mantenerme a su lado, a las tres. Se me desborda el pecho de amor. Él lo sabe. Sabe que lo
lograremos. Sabe que podemos. Ted es un verdadero guerrero. Me abrazo a él todo lo que
puedo y me deleito de él y de nuestro gran, gran avance.

Capítulo ciento treintaitrés.


Punto de vista de Ted

—¿Y cómo está tu esposa? ¿Qué tal le han sentado los primeros cuatro días en la isla?

Pincho el teléfono con el hombro mientras me abotono la camisa. Le lanzo una mirada a
Amanda, quien está sobre la cama, desnuda, atada de las muñecas por la tira del albornoz, y
con la boca tapada por la corbata que había usado anoche cuando fuimos a cenar. Le
obsequio una sonrisa y ella en respuesta me da una mirada de pocos amigos. Ha estado así
por casi una hora.
—Ella está bien. Te manda saludos.

Papá suelta una carcajada. Mientras él me habla de cómo le ha ido a mamá en el embarazo y
a Phoebe con las terapias, utilizo mis manos para desatar cuidadosamente el nudo que le he
hecho en las manos. No ha pasado dos segundos de verse libre cuando su mano pesada
golpea con fuerza mi brazo.

—Au —me quejo.


Sus ojos flamean.
—Te quiero —musito.

Está luchando con el nudo de la corbata, que le impide hablar, así que todo lo que hace es
volver a golpearme. La atraigo hacia mí en contra de su voluntad y le doy un beso sobre la tela
suave de la corbata. Ella forcejea y me da otro manotazo antes de lanzarse hacia el baño.
Sigue intentando quitarse el nudo, pero el trabajo comienza a hacérsele imposible.
—…así que la siguiente semana ella va a iniciar terapias para dar los primeros pasos.

Parpadeo, confundido.
— ¿Me hablas de Phoebe?
Papá suspira. No está contento.
—Si te hubieses dignado a prestarme atención no estarías confundido. Sí, hablo de tu
hermana.
—Bueno, no te enojes. Disculpa.

—Mm —oigo un reguero de voces al otro lado del teléfono—. Diles que esperen, voy en un
minuto. Bien.
—¿Tienes una reunión?

—Últimamente tengo muchas, sí.


—Comienzo a sentirme culpable por irme de vacaciones.

—Luna de miel, no es lo mismo. Yo también dejé todo en otras manos por una luna de miel
con tu madre. Además yo me he encargado de esta empresa por años, incluso antes de
pensar en tenerte. No eres indispensable.
—Sería agradable que me dejes saber qué me quieres ahí.
—Ahora mismo no me sirves. Solo piensas en sexo.
Sonrío burlón, consciente de que no puede verme.
—Eso lo he heredado de ti.

—Parece que te empeñas en heredar todo lo sexualmente relacionado a mí. ¿Qué piensa tu
esposa al respecto?
—Se encuentra bastante satisfecha.

—Ese es mi muchacho.
Agito la cabeza, divertido. Una Amanda gruñona sale del baño. Parece que no se ha podido
deshacer del nudo de la corbata. Se coloca de espalda frente a mí y vuelvo a pincharme el
teléfono con el hombro para tener las manos libres.
—Ted, ya debo colgar. No puedo atrasarla reunión por más tiempo.

—Oye, me estaba acordando sobre el lío que hubo hace unos meses. Donde la firma de
Phoebe salía en todos los documentos ¿Qué fue de eso?

—Ha sido resuelto. Había olvidado autorizar la firma de tu hermana. No sé cómo he podido
olvidar eso. La pude haber metido en un problema.
—Tenías lo de Jack encima.

Amanda gruñe algo inentendible. Mierda, le estaba apretando más el nudo.

—Es cierto, sí, pero no me puedo permitir esa clase de descuidos. En fin, hablaremos más
tarde. No olvides llamar a tu madre.

—No, señor Grey.

Cuelga. Dejo caer el móvil sobre la cama y me ocupo de quitar el terrible nudo que le he
hecho. Tiene el cabello enredado. Oh, no. Va a echarme pelea. El móvil suena sobre la cama.
Es un mensaje de papá.
“Hablo en serio, llámala.”
Pongo los ojos en blanco. Minutos más tarde consigo deshacerme del nudo. Amanda estira la
boca antes de hablar.
—Eres un bruto —gruñe.
Le sonrío divertido.

—La próxima vez no dolerá.

—La próxima y un cuerno —se frota la cabeza antes de ponerse en pie—. Yo voy a tomar un
baño. Ni te atrevas a entrar. Estás castigado.
Camina hasta el baño y el azote de la puerta me hace dar un salto sobre la cama. Mm. Está
enojada. El móvil vuelve a sonarme. Lo contesto sin revisar el identificador de llamadas.
—Grey —digo.
—¿Te casaste? ¿De verdad te casaste?
Me aparto el teléfono y veo el identificador. Sonrío.
—Hola, Sophie.

—¿De verdad lo hiciste?


—Sí, me casé, pero fue una boda civil. Más adelante realizaremos una boda religiosa.

—Menos mal, porque me ofendería de sobre manera que no tuvieras la delicadeza de


invitarme. ¡Te he cargado desde que eres un bebé!
Suelto una carcajada.
—Perdóname. He sido un descuidado.
—Desde luego que lo has sido. ¿Leíste la carta que te dejé con papá?
—Mm…
Trato de recordarlo, pero no lo consigo.
Oh…
—No —me carcajeo.

Ella suspira.
—Es que no puedo contigo, te lo juro. Lo estoy intentando, pero eres imposible.
Sophie termina carcajeándose. No puede hacer nada más.
—Llevo un par de días en Colombia. Eso te lo explicaba en la carta.

Frunzo el ceño.
—¿Estás de vacaciones?

—No, eso también te lo explicaba en la carta. Welch, el detective de tu padre, hizo unos
hallazgos sobre la hermana de tu, mm, esposa. Tiene a cientos de personas trabajando en
ello, incluyendo a…Michael.
Mm. Todo el mundo se ha acostumbrado a decirle Wallace. Es raro llamarlo por su nombre.
Sophie casi lo ha recitado en forma de poema.
—¿Si? —digo.
Ella suspira. Parece en apuros.

—En la carta te explicaba que iba a dar el viaje a Colombia para ayudar. Michael ya me ha
alcanzado.

—¿Wallace te ha acompañado? Pero ese hombre no deja el trabajo por nada del mundo.
Suelta una carcajada histérica.
—No quiso que viniese sola.
—¿Fuiste hasta otro país para ayudar a alguien que no conoces muy bien?

—Oh, Ted, es tu esposa. Sabes que te quiero. Eres como un hermano pequeño. Sé que te
hace feliz verla feliz. Encontrar a su hermana la hará inmensamente feliz. ¿Por qué no lo
haría?
Yo le sonrío agradecido. Sophie es un ángel, joder.
—Te lo agradezco, de verdad.

—Bueno. Sólo quería que lo supieras. El caso es que al parecer la hemos encontrado,
pero…han surgido unas cosas. Solo estamos Michael y yo…
Oh, hay algo rarísimo en su voz.

—Sophie, ¿Wallace y tú…?


Ella gimotea.
—Ya sé, ya sé. Te juro que no sé cómo pasó. Siempre lo vi como un hermano.
—Bueno, obviamente eso cambió. ¿Pero desde cuando…?

—Es que un día salimos a pasear, muy normal, como amigos. Una señora en la calle nos dijo
que hacíamos linda pareja. Obviamente le dijimos que éramos únicamente amigos, pero…ay,
Dios. Desde ese día pasó algo rarísimo. Me di cuenta que Michael, bueno, era guapo, y él dijo
que yo era guapa…

—Wallace también decía que eras como su hermana. ¿Desde cuándo se encuentran guapos?
Gimotea.

—No lo sé. No sé que nos pasó, pero cuando llegó a Colombia me emocioné muchísimo y lo
besé.
Abro los ojos todo lo que me es posible, sorprendido.
—Yo creí que iba a rechazarme, pero me correspondió —hace algo parecido a un lamento—.
¿Crees que estoy haciendo bien?
—Wallace es…bueno, es un buen hombre. Tú mereces un buen hombre.
—Pero es…ya sabes, es menor que yo. Es casi como si me involucrara contigo.
—Mm. No, para nada. Nos conocemos de siempre, Sophie. A Wallace lo conociste tiempo
después. ¿Y la edad qué? No se pasan por mucho, un par de años nada más.
—¿Pero crees que él…se interese en mí? ¿No te dijo que me echaba de menos?

—No, pero estaba muy arisco el día de mi boda —chasqueo la lengua—. Tal vez era porque
no estabas allí.
Ella chilla tan fuerte que tengo que apartarme del teléfono. Jamás la había visto tan histérica.

—No sé qué hacer, no. No le he dicho nada, ya sabes, de que me gusta y eso. Tampoco me
ha dicho nada.
—Tampoco me lo ha dicho a mí. Hablaré muy seriamente con él.

—No, ni te atrevas. Oye, yo no soy tu hermana ni ninguna de tus primas. No me vas a


espantar a los hombres. Yo ya quiero algo serio, algo duradero.
—Si hablo con él, tal vez él me…

—Te dije que no. Yo lo resuelvo —gimotea—. Te hablé para contarte sobre la hermana de tu
esposa, no para esto. No creo que debas decirle hasta que lo tengamos claro. Tal vez no se
trate de esa chica, ¿bien?
Sonrío, consciente de que no puede verme.
—Bien, como quieras.

—Ya debo colgar. Me comunicaré contigo otro día, ¿te parece?


—Me parece, sí. Salúdame a Wallace. Pásenla bien. Mucho beso y cariño.
Chilla con fuerza.
—No debo contarte estas cosas. Celópata burlón.
Sophie corta la llamada sin despedirse. Uf.
Amanda abre la puerta del baño, envuelta por una toalla azul.
—¿Con quién hablabas?
Tira de la toalla y le veo los pechos rosados que suben y bajan al ritmo de su respiración. Una
pequeña gota deambula solitaria y tranquila desde su cuello hasta su vientre, perdiéndose en
el interior de sus piernas. Le brilla la piel, siempre le brilla después de un baño con agua
caliente. Tiene el cabello húmedo acomodado sobre los hombros. Está larguísimo y,
honestamente, lo prefiero así. Me gusta tocarle los risos cuando le doy mimos.
—¿Ted?
Parpadeo tres veces.
—¿Perdón?

Pone los ojos en blanco.


—¿Con quién hablabas, nene?
Le sonrío.
—Con Sophie ¿La recuerdas?

—¿La rubia ex que no era una ex?


—¿Aún lo recuerdas?
—Algo.
Agarra la cabeza y comienza a secarse el pelo.

—¿Para qué te llamó?


—Se enteró de la noticia de la boda. Quiso saber si era cierto. He olvidado hablarle. La he
tenido abandonada estos meses.

Sus ojos se oscurecen un poquito.


—¿Ves? Tú insistes que no, pero es cierto.
—¿Es cierto qué?
—Desde que estás conmigo no tienes tiempo para tu familia ni tus amigos —se acerca a mí y
enrosca los dedos en mi cabello—. Cuando regresemos a Seattle tienes que invitar a tus
amigos a tomar unos tragos. Te daré permiso de llegar tarde. También debes llevar a Sophie a
cenar.
Sonrío, atrayéndola hacia mí. Presiono la nariz contra su pecho y cierro los ojos.

—Pero te quedarías sola en casa.


—Hay muchas cosas que puedo hacer.
—¿Por qué no citas a algunas amigas?
—Porque no tengo.
Abro los ojos y la miro fijamente.
—¿De verdad no tienes?
Agita la cabeza.

—Cuando estaba en la escuela sólo era agradable con los chicos. Las chicas siempre me
veían como un bicho raro. Solo tenía dos, pero no las he visto en mucho tiempo. Tampoco
tenía amigas en el trabajo, aunque Susan me agrada.
Frunzo el ceño.
—Tu secretaria, la tartamuda —se explica—. Dijiste que te daba ternura.
—Oh, cierto —le doy un pequeño beso en el pecho—. Puedes invitarla.

—Ya veré —me da una suave caricia en el rostro y yo simplemente cierro los ojos para
dejarme consentir—. Siempre puedo ir a visitar a Phoebe.
—Podrías hacer amigas en la universidad.
Suelta una carcajada.
—Ya veré —me repite.
—Mereces tener amigas.

—Tengo a Phoebe, también a Ava.


—¿Y desde cuando son amigas?
—Desde que su primo me embarazó.
Suelto una carcajada.

—¿No te estarás refiriendo a partir del día que te robaste mi coche para ir a verla?
—Bueno, tal vez, sí. Ahora nos llevamos bien. Además está tu madre. Ana es como una mitad
amiga y mitad madre. La quiero muchísimo.

Yo sonrío. No hay nadie en este mundo que no pueda querer a mi madre. Ella sabe cómo
ganarse el cariño.

—También Judith, desde luego —me agita el pelo—. ¿Ves? No tengo tantas amigas, pero
ellas son suficientes. Me conformo con poquitas cosas.
La aprieto con cuidado contra mí.

—Siempre te conformas con poquitas cosas.

—Aprendí a aceptar esas poquitas cosas y convertirlas en unas grandes. Aprendí a aceptar la
oscuridad y la luz, aprendí a aceptarlo todo.

Sonrío contra su piel.


—Has desliado los bártulos internos de tu alma —musito.
Amanda suelta una carcajada.
—¿Qué infiernos significa eso?
—Has corregido la tormenta de aglutinas tragedias en tu pasado.
Me da un golpe en la espalda.
—¿De dónde sacas tantas palabras raras?
—¿De los diccionarios?

—Deberías utilizar palabras más comunes, porque no te estoy entendiendo.


Envuelvo mis brazos alrededor de su cintura aún más.

—Sólo quiero decirte lo orgulloso que estoy de ver tu evolución, mi chica sin luces —sonrío,
esperando por un beso pequeño de sus dulces labios—. Te lo dije, nena. Me deslumbras. Lo
haces desde el primer día.

Echa mi cabeza hacia atrás y el aire deja de llegar a mis pulmones cuando me besa.
—Du gør mig skinne.
Sonrío. Oh, amo cuando habla en danés.
—No, nena —le doy un pequeño beso en la mejilla—. No soy yo quien te hace brillar. Tú
brillas porque eres una grandiosa mujer. Siempre lo has sido.
Amanda sonríe.

—Te invito a dar un paseo.


—¿A dónde?
—No sé. Podríamos ir a nadar.
Yo le sonrío.

—Bien.

Es poco más de medio día, pero hay poca gente en el área de la piscina. De cierta manera es
muchísimo mejor. Me meto primero al agua para recibirla. No está ni muy fría, ni muy caliente.
Observo a Amanda bajar los escalones. Tiene un traje de baño de dos piezas. Tiene un
cuerpo precioso, incluso con su pequeño vientre hinchado y las cicatrices de la espalda.
Joder, es una mujer muy guapa. No puedo creer cuan guapa es en realidad. Me quedo quieto
en el agua mientras ella nada hasta mí. Envuelve los brazos alrededor de mi cintura y me da
un beso en el cuello.
—El agua está rica —musita contenta.
Le sonrío antes de darle un beso en el pelo.
—Me gusta que te animaras a ponerte un traje de baño de dos piezas.

—Hay mucha mujer guapa por aquí. Si vas a mirarle los pechos a alguien, prefiero que sea a
mí, aunque deba exponer la cicatriz.
Yo le sonrío.

—Tus pechos pueden distraer a cualquiera.

Desliza la boca por mi barbilla, utilizando los dientes como armas mortales de seducción
masiva.
—A mí sólo me gusta distraerte a ti. ¿Y sabes qué más me gusta? —muerde suavemente mi
barbilla—. Me gusta oírte decir mi nombre mientras te corres.
Yo le miro los ojos. Están oscuros y son tan oscuros como el mar en medio de una tormenta.

—Estamos rodeados de gente, nena —la aparto un poco y le doy un beso muy corto en los
labios—. Control.

Se aleja nadando un poco, coqueta, y yo caigo en su juego, persiguiéndola por toda la piscina.

Estuvimos en la piscina poco más de una hora. Amanda se había secado el pelo y se había
hecho una cola de caballo. Se puso unos pantalones cortos y es todo. Caminamos descalzos
por el área de la piscina, agarrados de la mano. Cada vez que volteo a verla, el sol está
golpeándola entera, y la piel le brilla. Me cuesta muchísimo concentrarme y mantener la vista
hacia adelante. Está realmente guapa. El embarazo le sienta de maravilla. Cada vez que le da
un trago a su piña colada, que sostiene en su mano izquierda, exhibe una espectacular
sonrisa capaz de iluminar al mundo entero. Está feliz y siento un cosquilleo de satisfacción en
el pecho que me permite sonreír.
—Se me ocurre que podríamos cenar en la playa —dice.
Mm. Qué bonitos son sus labios al moverse.

—Me parece una buena idea —le doy un beso en el pelo—. Si tú quieres por mí está bien.
Ella chilla de la felicidad.
Suelto una maldición cuando me comienza a sonar el móvil. Vaya…
—Wallace —hago un gran esfuerzo por no reírme—. ¿Qué tal?

—Mm. Me dijeron que te fuiste de luna de miel. ¿Estoy interrumpiendo?

Amanda me hace señas antes de marcharse. Va a sentarse donde hemos dejado nuestras
cosas.
—En estos momentos no ¿Por qué?
Lo oigo suspirar.
—Es increíble que vaya a hablar contigo de esto —gruñe—. Es sobre Sophie.

Oh…
—¿Ella está bien?
—Eso creo. Joder, soy yo el que no está bien.
—¿Por qué?

Lo oigo gruñir y decir un montón de cosas que no consigo entender.


—Cállate —le grito—. Respira y habla, joder. No entiendo nada.

—Besé a Sophie —dice de golpe—. O ella me besó. No sé, da igual. El caso es que…joder,
me gustó. Me gustó más de lo que quisiera admitir. Yo siempre la vi como una hermana. No
sé qué ostias estoy haciendo, pero cada vez que la veo sólo quiero…joder, sólo quiero
besarla.
Vaya. Wallace jamás admite estas cosas. No es un hombre dado al romance.

—Nosotros estamos solos en Colombia. Mierda, no te lo he dicho. Es que creemos que la


hermana de tu mujer está aquí, así que nos vinimos. Ella vino primero, yo la alcancé apenas
hace dos días. Cuando la vi en el aeropuerto nunca me pareció más guapa. ¿Lo ves? ¡Guapa!
Siempre la molestaba con comentarios burlones. No sé cuando ostias me comenzó a parecer
guapa.
Quiero contestarle algo, pero él sólo habla y habla.
—No lo hablamos, ¿me entiendes? Lo del beso. Sólo hemos hablado sobre Carlee, tú y tu
esposa. Eso me está volviendo loco. No sé si ella, bueno…no sé si ella piensa en esto tanto
como yo. ¡Joder, dime una puta palabra al menos!
Hago acoplo de todas mis fuerzas para no reírme.
—Deberías decirle, Wallace. ¿Qué es lo peor que puede pasar?

—No me quiero perder de su amistad, Ted. No es tan sencillo. Hace unas semanas ella era
como una hermana.
No sé si comentarle lo que Sophie me ha dicho.

—Yo creí que te gustaba mi hermana.

—Sí, pero no soy idiota. A tu hermana no le agradaba tanto como quisiera. Además, no tenía
ese click, ese BOOM, BAAM que tengo con Sophie.
—¿Significa que explotas cada vez que la vez?
—Joder, ¡esto es serio!
—No te alteres, ¿quieres? A todas estas, ¿por qué me llamas a mí?

—¿Te hago la lista, joder? Eres mi mejor amigo, eres la persona a quien más confianza le
tengo y te dejaste embrujar por una mujer que pensabas usar. Algo te hizo ella. Quiero saber
si…
—Quieres saber si Sophie te hizo lo mismo.
Él suspira.

—¿Te digo una cosa? —me rasco la barbilla—. Tú ya lo sabes. Si Sophie te hizo algo, eso ya
lo sabes. Lo que sucede es que tienes miedo a aceptarlo. Te aconsejo que lo hagas, acéptalo.
Te juro que estar enamorado es una sensación que vale la pena experimentar. Tienes que
hablar con Sophie.
Wallace vuelve a suspirar.

—No quiero perder su amistad, de verdad. Esa es la cosa más cierta del mundo. No puedo
hacer nada sin estar seguro. Ella no me ha dicho nada. Tal vez no le gustó y yo estoy aquí a
punto de perder la cabeza —suspira—. Lamento haberte molestado con esta tontería.

Cuando él me cuelga, sé que debí hacerle dicho lo que Sophie me había contado. No puedo
salir de mi asombro. Wallace y Sophie siempre se han visto como hermanos. Pero,
honestamente, creo que son perfectos el uno para el otro.

Me acerco hasta Amanda, que me ofrece un trago de su piña colada. Yo le doy un trago
mientras tomo asiento junto a ella.
—Te ves pensativo —le da un trago a la piña colada—. Has tenido muchas llamadas hoy.

Le sonrío.
—Creo que dos de mis mejores amigos están tratando de decidir si intentar algo o no, pero
desde aquí me cuesta muchísimo hacer de Cupido.

—¿Sophie y Wallace?
Frunzo el ceño.
—¿Cómo lo sabes?
—Primero te llamó Sophie. Te escuché, al menos parte de la conversación. Además, la
conversación que tuviste con tu amigo se parecía mucho a la que tuviste con ella.
Le doy un golpecito en la nariz.
—Eres muy lista, nena.

Ella me sonríe.
—¿Te puedo ayudar?
—Es que ni siquiera sé que hacer.
Su sonrisa se hace más notoria.

—Es que no hay que hacer nada. Esos dos están a punto de juntarse. Ya verás.
Yo le sonrío en respuesta.
—¿Te gustaría? —pregunta.
Yo asiento.

—Sophie es una buena chica. Se merece a alguien como Wallace y él necesita a alguien
como Sophie. Wallace sólo vive para el trabajo. Necesita una mujer que lo saque a dar una
vuelta y le dé un respiro.
Amanda me aprieta la mano.
—Creo que tengo una idea para apresurar el proceso.

Le sonrío cómplice.
—¿Cuando no tienes un plan?
Ella me sonríe y en sus ojos está el brillo de una chica que planea algo grande.

Capítulo ciento treintaicuatro.


Me cruzo de brazos, expectante. Estoy observándola, sentado sobre el sofá, con las piernas
cruzadas. No tengo la más mínima idea de lo que está haciendo. Me ha quitado el móvil.
También ha estado usado el teléfono del hotel. De alguna manera ha podido hablar con dos
personas a la vez, excluyéndome totalmente. Las mujeres y su misterio y su increíble
capacidad de hacer dos cosas al mismo tiempo.
—Se lo agradezco mucho. Cárguelo todo a la tarjeta, por favor. Que pase un excelente día.

Lanza el móvil sobre la cama, pero no ha terminado la llamada que tiene pendiente en el
teléfono del hotel.

—¿Sí? Oh, perfecto. ¿Lo tiene disponible? Grandioso. Sí, la vista al mar. Bien, es todo.
Cárguelo a la tarjeta. Que pase buen día. Gracias.
Cuelga. Tiene una sonrisa de demonio que le atraviesa el rostro. Agito la cabeza, divertido.
—Perdona, he usado tu dinero. Pero es una causa que lo vale.
—No tengo idea en que lo gastaste, pero está bien.

Se levanta de la cama, acercándose a mí dando unos pequeños saltitos.

—Esta tarde, Sophie y Wallace tendrán una muy linda cena en un muy lindo hotel con una
muy linda presentación culinaria. Oh, la comida enamora, nene. Esto va a ser perfecto.

—¿Y qué te hace pensar que irán?


—Porque Sophie cree que su padre le ha preparado una sorpresa.
—¿Y Wallace?

—Él cree que Sophie fue a verse con un —dibuja unas comillas invisibles en el aire— “amigo”.
Irá a intentar conocerlo y temo que por accidente van a terminar encerrados en el restaurante
por, mm, varias horas. A solas y con una comida y música de ensueño, dejo de llamarme
Amanda si no caen esos dos.
—¿Y si no lo hacen? ¿Puedo escogerte el nombre?

Ella me fulmina con la mirada.

—Dentro de quince minutos debes llamar a Sophie. Ella debería contarte sobre el hotel.
Tienes que asegurarte de que vaya. Dile que, no lo sé… Oh, ya sé. Dile que la sorpresa puede
distraerla de ese lío emocional que tiene con Wallace. Después debes llamarlo a él. Tienes
que meterle en la cabeza que Sophie ha ido a verse con alguien. ¿Bien?
Le sonrío embobado.
—Sí, jefa.
Amanda suelta un chillido.

—Esto es muy emocionante, ¿no te parece? Hace mucho no juntaba a una pareja.
—Mm. ¿Ya lo habías hecho antes?
Asiente frenética.

—Con John y Ju. Ellos se casaron únicamente por el embarazo, pero no estaban
enamorados. Bueno, Ju sí, pero John no. Consiguieron enamorarse porque cayeron en mis
trampas. Soy buena, modestia aparte.
—Mm —sonrío—. Dicen que los pelirrojos son tremendos.
Ella sonríe ampliamente.
—¿Te parece?

—Oh, sí, mucho.

—Pues esta tremenda pelirroja quiere comer algo. Mm, ¿una pizza con extra queso? ¿Qué no
se te antoja?

Todo lo que puedo hacer es sonreír. Ha comido hace menos de dos horas, no sé como
siempre puede tener hambre. Pero en fin. Siempre termino complaciéndola.
—Anda, pide esa pizza. Pídela con todo lo que se te antoje.
Me toma ambas manos, únicamente para acomodarse sobre mi regazo.

—Si no se te antoja la pizza podemos pedir otra cosa.


—No, la pizza está bien. Es que no tengo hambre.
—¿No? Mm. Yo me muero de hambre. No sé cómo puedes.
—¿Será por el embarazo?

—Bueno, sí, tal vez. De todas maneras no puedo evitarlo.


—Lo sé —le doy un beso en la nariz—. Puedo soportarlo.
—Ni que tuvieras otra opción.
Suelto una carcajada. Se aparta de mí y asalta el teléfono del hotel, ordenando las pizzas. Y
postres. Vaya. Ni siquiera sé por qué estoy sorprendido. Me quedo absolutamente quieto
contemplándola. Creo que este viaje es una de las mejores cosas que he hecho por ella, por
ambos. Desde el incidente de la maleta ha usado mucho más contenta y mucho más tranquila.
No ha vuelto a tener pesadillas, no menciona a Jack. Sólo es absoluta y reconfortantemente
feliz.

Ella se acerca hasta mí otra vez.

—Traerán la pizza en un rato y se me ocurre que podríamos tomarnos un baño con agua
caliente. ¿Qué dices?

Sonrío embobado.
—Claro, nena.

Me levanto perezoso del asiento, pero eso no parece importarle porque tira de mi brazo hasta
el baño. Juega un poco con el grifo hasta conseguir su objetivo.
—Ya muero de ganas porque llames a Sophie. Me agrada.

—¿Te agrada ahora porque estamos casados o porque está interesada en un hombre que no
soy yo?
Aunque está de espaldas, sé que tiene las mejillas teñidas de ese encantador carmesí que
adoro sobre su piel.
—¿Y si te digo que un poco de una y un poco de otra?
Agito la cabeza y consigo envolverla en mis brazos.

—Sophie es una mujer muy guapa, sí, pero nos criamos amándonos como Phoebe y yo nos
amamos —le deposito un beso en la base del cuello—. Yo por ti siento un amor muy distinto,
mi amor. De ese amor que te deja marcas de las que no puedes deshacerte. Marcas que se
dejan en el alma.
La oigo suspirar.

—Ted, tú sí que sabes conquistar a una chica.


—No, yo sí que sé conquistar a «mí» chica.
—Bah. De alguna manera te llevaste a otras mujeres a la cama, y ellas no eran «tu» chica.

—Bueno —le deposito un beso en el lóbulo de la oreja—. Tenía dinero, coches caros y tiempo
para la conquista. Todo eso, desde luego, se fue al demonio cuando te vi por primera vez.
Incluso cuando tengamos noventa años, tú siempre vas a ser la mujer más preciosa que
alguna vez haya tenido el privilegio de conocer.

—Mm. Tú sí que te vas a ver guapo lleno de arrugas y canas.


Le muerdo cariñosamente el hombro antes de apartarme.
—Venga, fuera ropa, preciosa. El agua está lista.
Suelta una carcajada encantadora. Mientras me desvisto, dejo que mis ojos naveguen por el
mar de sus curvas, por la singular belleza de su piel y la nueva y renovada confianza en su
cuerpo.

Ella se mete primero. Me instaló detrás de ella, con la espalda apoyada en un lado de la
bañera. Tiro de ella y la acomodo entre mis piernas. Am se acurruca contra mí, con la cabeza
apoyada en mi pecho.
—¿Qué tal así? —le pregunto.
—Riquísimo.

Yo sonrío, envolviéndole el vientre con las manos.


—Bien. Era todo lo que necesitaba saber.
—Tú eres muy cómodo. Con eso no iba a haber problema.
—Parece que estoy preocupándome de más.

—No, no. Se siente rico que lo hagas. Es lindo sentirse mimada, aunque creo que te estás
excediendo.

—¿De verdad?
—Sí, pero no es culpa tuya. Es que eres muy blando.
Suelto una carcajada antes de darle un beso en el pelo.
—Sólo un poco.

—En realidad, mucho, pero está bien. De verdad se siente divino. Ahora sé por qué Phoebe te
adora.
—Mm. Así que, ¿antes no era muy consentidor?

—Antes eras muy pervertido. Mm, tal vez lo sigues siendo, pero vuelvo a decirte que está
bien.
—Bueno, estoy confundido. No sé a qué estás refiriéndote.

—Puedo decírtelo, pero no debes alterarte. Se te da fácil.


—¿Se trata sobre alguna otra maleta clandestina?
Me da un suave golpe en el pecho con la cabeza.
—La verdad antes sentía que lo nuestro iba más de sexo que de cariño. Llegué a pensar que
si estabas conmigo era…

—Por sexo —culmino. Agito la cabeza—. Tonterías. Desde luego que adoro tener sexo
contigo, pero es mucho más que eso. Es por lo que siento durante ese lapso paradisíaco de
tiempo. Lo supe desde el primer instante que saboreé tu boca. Fue un simple e insignificante
bocadito. Sabía que debía prepararme para sucumbir, porque me esperaba un festín glorioso.
Ella suelta una carcajada.
—No he conocido a nadie que se exprese de esa manera.

—Cariño, porque los que tuviste por amantes no eran hombres. Créeme, preciosa. Ninguno de
ellos tendrá jamás la capacidad de alzarte al cielo como yo lo hago.
La oigo suspirar.
—Y luego preguntan por qué es que a una se enamora.
Le deposito un beso en la mejilla.
—Uno lo hace cuando encuentra a la persona perfecta.

—La persona perfecta no existe, Ted.

—Oh, cariño. La persona perfecta está llena de imperfecciones y miles de virtudes, quintales
de problemas y un puñado de razones para ser feliz.

Suelta una carcajada pequeñita, como la de una niña.


—Como yo —dice.
El pecho se me sacude, feliz.
—Como tú, mi amor.
Vuelve a suspirar y sus pequeñas manos buscan las mías debajo del agua.
—Estar en este hotel se tiende como el cielo —musita—. No quisiera irme jamás.
—Yo tampoco. Se pasa muy bien aquí.
—¿Ya sabes cuándo regresaremos?
—Eso lo decides tú, mi amor.
—Ay, Dios, Ted. Si lo dejas a mi criterio jamás nos marcharíamos.
—Quisiera decirte que no hay problema, pero nuestras familias están al otro lado del mundo.
—Lo sé. ¿Los echas de menos?

—Sí, desde luego. Pero estoy contigo. En las noches no podría jamás sentirme frío durmiendo
junto a ti.
—¿Frío? ¿Te sentías frío antes?
—Sí.
—¿Por qué?
—Bueno, cariño, yo vivía solo en el Escala.

Suspiro ante el recuerdo, uno triste y frío.

—Llegaba de trabajar e iba directamente a la cama. Era una cama enorme, demasiado para
una sola persona. Incluso cuando llevaba mujeres conmigo, ellas se marchaban después del
sexo y los regalos caros. Entonces volvía a estar solo.
Su cuerpo se gira un poco y sus preciosos ojos azules escrutan los míos.

—Cuéntame más —musita con la voz pequeña.


Le doy un beso en la frente.
—Una vez papá me dijo que las mujeres resolvían todos los problemas. Con ese vacío tan frío
en el pecho creí que se refería a una compañera de cama que calmara esa sensación de
soledad. Así que, a raíz de esa frase, el alcohol y las mujeres fueron indispensables en mi vida
privada.
Una pequeña sonrisa se forma en sus labios.
—No creo que Christian se haya referido a eso.

—No, no lo hacía. Ahora lo sé.


Le acaricio lentamente la mejilla.

—No estaba refiriéndose a muchas mujeres. Todo lo que quería decirme es que todo idiota
tiene una mujer que le compone la vida, una sola mujer, un verdadero y precioso milagro. Eso
lo comprendí cuando me enamoré de ti.
Enmarco su rostro con mis manos antes de besarla.

—Tú llegaste a componer mi vida, incluso cuando la tuya era todo un desastre. Me alegra
saber que he ayudado a componer la tuya, mi precioso milagro.

Las pestañas se le mueven lentamente mientras esos encantadores ojos azules que sacuden
cada parte sensible de mi alma se llenan lentamente de lágrimas.
—Mira, ya me puse a chillar —intenta secarse las lágrimas, pero como tiene las manos
mojadas fracasa—. Soy un desastre cuando lloro.

—No, eres preciosa. Siempre lo has sido. Sé que vas a ser la anciana más condenadamente
picante que veré alguna vez.
Ella suelta una carcajada y descansa la mejilla sobre mi pecho.

—Cariño —musita con la voz preñada de un hermoso amor—. Tú haces que mi corazón cobre
vida como nunca antes lo había hecho. Haces que me sienta tan querida, que incluso podría
olvidar todo mi pasado. Cuando estoy en tus brazos sólo soy una mujer muy feliz.

—Entonces comprendes lo que siento cuando estoy contigo, mi amor.


—Sí.
Le deposito un beso en el pelo.
—¿Quieres que te lave?
—Mm. Sí. Me gustaría. Tienes las manos suaves.

—Bien, entonces. Prepárese para quedar muy limpia, señora Grey.

_________________________________

Veinte minutos más tarde llegó la pizza y media hora después, luego de haber estado
platicando muy contenta conmigo sobre nuestras niñeces, se quedó profundamente dormida
sobre la cama. Yo no puedo culparla. El embarazo la mantiene comiendo y durmiendo
muchísimo. Estuve mis buenos diez minutos observándola dormir antes de tomar la decisión
de dar un paseo por la playa.

Eran poco más de las nueve de la noche, por lo cual el lugar estaba bastante solitario. Me
acomodo la cazadora de cuero y meto las manos en los bolsillos del pantalón. Siento el móvil
con las yemas de los dedos.

—Mierda —mascullo.
Había olvidado llamar a Sophie. Amanda va a matarme. Saco el móvil del bolsillo y la llamo.
—Hola, Teddy. ¿Cómo estás?
—Estoy bien. ¿Qué hay de ti?

—Un poco sorprendida. ¿Sabes lo que hizo papá? Me reservó una habitación en un magnífico
hotel. ¡Pagó un paquete entero! No es que papá no me de obsequios ni sea detallista, es
que… ¡en un hotel tan caro! Tiene spa, masajes… ¡tiene de todo! Incluso pagó por una cena.
Reservó una parte del hotel.

Hago un exitoso intento por contener la risa. Oh, Amanda. Eres terrible.

—Bueno, eso es grandioso, ¿no? Sí, pero yo ya tengo una habitación en un hotel que también
es muy bueno.

—Yo creo que deberías ir, no lo sé. Tal vez te sirva para relajarte. Por lo de Wallace.
La oigo gimotear.
—Estoy intentando no pensar en eso, ¡y tú sólo me lo mencionas!
—Mm. Lo siento. ¿Ves? Tal vez el spa y el masaje no suene tan mal.

Suspira.
—No lo sé.
—Venga, Sophie. Tu padre ya gastó dinero en eso.
—Mm. Bien. Tienes razón.

Sonrío.
—Ahora dime, ¿cómo vas con eso?
—¿Cómo voy con qué?
—Sophie…

Vuelve a suspirar.
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes?

—Es complicado, Ted. ¿Recuerdas la última vez que hablamos? Michael ha estado
comportándose muy…frío. Ha sido muy distante conmigo estos últimos días.

Oh…Lo recuerdo. Wallace me había dicho que no deseaba perder su amistad. Debe haber
supuesto que cortar de raíz todo el problema lo solucionaría todo.
—Bueno, cariño. Tal vez deberías hablar con él.
—Ted, tú nunca me dices cariño. Me asusta.

Suelto una carcajada.


—Lo siento.
—No importa. Sobre Michael, no. Hablar con él no es buena idea.
—¿Por qué no?

—Porque es un tozudo idiota.


—Igual que tú.
—¡Theodore Grey!

—Bien, bien. Lo siento. Hagamos algo, ¿te parece? Ve a ese hotel, relájate y luego piensa las
cosas. O sólo relájate.
—Te odio, pero lo haré.
Cuelga. Uf. Creo que la he hecho enojar. Lo siguiente en la lista era llamar a Wallace, pero
decido que es mejor esperar unos minutos. Mientras espero, observo el oleaje que se sacude
violentamente en la oscuridad. A pesar de la espectacular vista, una extraña sensación
comienza a crecerme en el pecho. Es espesa y molesta. No tengo idea de donde surge, pero
decido ignorarla.
Marco el número de Wallace.
—¿Qué quieres?
—Vaya. Parece que alguien está molesto.

—No. ¿Qué coños quieres?


—Nada. Sólo saludar.
—No tengo tiempo.
—¿Por qué?

—¿Por qué? Tu «amiguita» ya adoptó el espíritu de mujer libre. Sophie está a punto de que la
asfixie y no me va a importar un carajo si Taylor me parte la maldita cabeza.
—¿Pero qué hizo?

—La preciosa señorita fue a cenar con un tipo, ve tú a saber quién y con qué mañas. La
muy…ar, ella no dijo nada. Ahora tengo que vigilarla. Vengo a hacer una cosa y termino
haciendo otra. Te juro que voy a amarrarla a una silla para que deje de ir a lugares peligrosos.
Oh, por favor. Amanda, ¿qué hiciste?

—Wallace, ¿de dónde diablos va ella a conocer a alguien? Nunca antes había estado en
Colombia.
—Pues yo que sé. Es que te lo digo. Sophia…
—¿Sophia? Wallace, es Sophie.

—Cállate, joder. ¿Sabes una cosa? Esta condenada mujer no está en su cuarto. Te lo dije.
Fue a ver a ese «tipo». Deja que le de alcance. La voy a poner en su sitio. Cuando me
escuche…
—Mm. Yo lo que creo es que esos son celos, compañero.
Lo escucho gruñir.

—Sí, ¿y qué coños pasa? Quiero a esa condenada mujer, y ella sólo se va con el primer
imbécil que… ¡Ar! Deja nada más que me la encuentre.

Cuelga. Bueno, estos dos son tal para cual. Ambos me han colgado. Me doy un momento para
atar cabos. Amanda ha hecho la reservación en nombre de Taylor. Sophie se lo ha creído. De
alguna manera Wallace cree que ella va al hotel para reunirse con un sujeto. No sé como lo ha
conseguido, pero ha despertado los celos de Wallace. Eso es bastante raro. Wallace no es
hombre de expresar emociones personales, salvo si tiene algo que ver con su empleo.
Se está haciendo tarde, así que decido regresar al hotel.

Frente a la puerta de la habitación escucho un reguero de pasos y quejidos. Frunzo el ceño y


abro la puerta lentamente. Lo único que consigo ver es a una Amanda que camina de aquí
para allá sosteniendo el teléfono con ambas manos. Tiene el rostro sombrío.

—¿Cariño?

Sus ojos azules voltean hacia mí, pero éstos se ven oscuros, enloquecidos. Se acerca a mí en
un par de pasos, echa el brazo hacia atrás y me asesta una bofetada.

—¿Dónde hostias estabas, Theodore Raymond Grey? —chilla a todo pulmón.


Me llevo la mano hacia la mejilla, sorprendido.
—¿Qué diablos te pasa? Estaba en la playa.

Suelta una maldición en danés, tirándose del pelo, dejando caer el teléfono al suelo. Se deja
caer al suelo de rodillas y comienza a llorar.
—¿Amanda? —pregunto, utilizando el tono más suave que soy capaz.

Ella levanta el rostro.


—¿Qué es lo que quieres, que me de un infarto?
Me acerco a ella y la levanto por los brazos.

—¿Qué demonios pasa? ¿Por qué tenías que darme esa bofetada?

Amanda suelta un gruñido, me aparta las manos y asalta mi boca. Todo lo que siento es su
angustia, su desesperación y muchísimo miedo, que termino adoptando como mío.

—Estaba tan preocupada, Ted —desliza los brazos alrededor de mi, colocando la cabeza en
mi pecho—. Dios mío, tenía tanto miedo.

—Pero sólo fui a dar una vuelta, cariño. No era nada…


—Jack.
Se me congela la sangre.
—Jack me llamó, Ted. Al hotel. Dijo que nuestro tiempo juntos estaba contado. Te llamé al
móvil. No me respondiste, yo… —se aferra a mí con más fuerza—. Me angustié muchísimo.

La envuelvo en brazos. Tenso la mandíbula y evito expresar algo de lo que pueda


arrepentirme. Maldita sea. Jack ha llamado. Debí haber estado aquí para responder. Pero no,
ha sido ella quien contestó, alterándola totalmente. Siento como su pequeño cuerpo tiembla,
escucho el escándalo de sus chillidos, y no puedo más que llenarme de ira y un profundo
deseo de encontrar ese hombre y pararle.

—Cielo, tranquila. Estoy bien.


Oculta el rostro en mi cuello.
—Jack quiere separarnos. Ted, por favor, tenemos que encontrarlo. No voy a poder dormir
tranquila después de esa llamada. Lo creo capaz de venir hasta nosotros.
—No te va a hacer daño, mi amor. No te asustes.
Se aparta de mí, golpeándome consecutivamente en el pecho.

—Deja de intentar calmarme. Estamos hablando de Jack Hyde, no de un hombre cualquiera.


—Nena, tienes que controlarte. Por el embarazo.
—¡Ya lo sé! Por el amor a Dios, no me digas cosas que tengo presentes todos los días.
—Jack lo que quiere es alterarnos.

Se aparta de mí bruscamente.

—Pues lo consiguió ¿Y sabes qué? Ya estoy cansada —alza las manos—. Me cansé de
resolver esto de la manera correcta. Si Jack lo que quiere es jugar con fuego, pues habrá que
descubrir quién va a quemarse.
—¿De qué estás hablando?
Se lleva las manos a la cintura, pensativa.

—Hay un sujeto —dice despacio.


—¿Qué sujeto?
—No es de la clase de sujetos a los que puedes invitar a cenar. Especialmente a nuestra
casa.
—Sigo sin entender.
—Este sujeto es peligroso, ¿me entiendes? Del bajo mundo.

Juguetea con sus dedos.


—Me acosté con él hace unos años.
Suelto una risita histérica.

—No vamos a hacer tratos con él. Primero, es un posible narcotraficante peligroso. Segundo,
se acostó contigo. No, no. Ni hablar.
—Ted, nos estamos quedando sin opciones. Quedamos en buenos términos. Si le pido
ayuda…

—Ya te dije que no. No vamos a involucrar a nuestra familia con alguien como él. Olvídalo.
Vamos a resolver esto de la forma correcta.
Se cruza de brazos, furiosa.

—¿Y cuál es esa forma? ¿Rodeándonos de un equipo de seguridad? ¿Esperando a que por
casualidad den con Jack? ¿Y si eso no pasa? ¡Se atrevió a amenazar a mi familia!
La sostengo de ambos brazos.
—«Nuestra» familia, y nuestra familia no juega sucio.

—Él lo hace y le funciona.


—Sí, pero no somos como él.
—Yo sí, y voy a hacer todo lo que esté a mi alcance para pararlo.
—No. Tú estás asustada, pero no eres ni por asomo de curiosidad parecida a él.

Suelta un gruñido. Le froto los brazos para calmarla.


—Debajo de todo ese miedo, tú sabes que podemos con Jack. Sé que esa llamada te asustó y
lamento no haber estado aquí para evitarse el sobresalto —le enmarco el rostro con las
manos—. No dejes que este momento de angustia te arrastre de nuevo a tu lado oscuro. Tú
tienes más luces que sombras. Demuéstraselo.
Suspira pesadamente.
—Desechamos al sujeto —musita.
Le sonrío, dándole un golpecito en la nariz.

—Esa es mi chica.

—Pero…sí sabes...lo tienes presente —hace una mueca—. Voy a encontrar una manera de
acabar con esto. No voy a…poder quedarme tranquila.
Tomo sus manos y las aprieto.
—Vamos a encontrar una manera. Juntos.

—Bien, bien.
Presiono suavemente mis labios sobre los suyos.
—Lo lograste, por cierto. Sophie fue al hotel y Wallace arde de celos.

Una pequeña sonrisita le iluminó el rostro. Le acaricio la mejilla suavemente con el pulgar,
mirándola fijamente a esos hermosos ojos de ángel.
—Eso. Sonríe. Que Jack vea que no puede contigo, mi amor.
Coloca sus manos sobre las mías.

—Tienes razón, Ted. Lo siento. Vamos a conseguir esto juntos.

Creo en sus palabras, pero la sombra oscura en sus ojos me deja levemente preocupado,
preguntándome de qué sería capaz con tal de detener a Jack Hyde.

Capítulo ciento treintaicinco.


Punto de vista de Amanda

Los dedos cálidos de Ted dibujan corazones y estrellas en mi vientre hinchado mientras él lee
El Lórax, su libro infantil favorito. Está medio recostado en la cama, sosteniendo el teléfono
mientras lee, pero las caricias sobre mi piel no cesan ni por un minuto.
—…a menos que alguien como tú se preocupe mucho, nada va a mejorar.
Deja caer el móvil sobre la cama y presiona varias veces la boca sobre mi vientre, haciendo
escándalo y sonidos extraños con la misma.

—Ustedes no tienen que preocuparse. Su madre y yo nos encargaremos de que todo esté
bien para ustedes, y vamos a sembrar árboles como lo hacíamos papá y yo.

Sonrío un poco, pero estoy tan cansada que es más una mueca que una sonrisa. He estado
teniendo muchísimos problemas para dormir después de la llamada de Jack. A Ted le ha
afectado, claro, pero por algún motivo a mí me afecta más. No puedo olvidar su voz rasposa
gruñirme por teléfono, ni sus palabras pastosas y sucias, muchísimo menos de la manera tan
despectiva en que se había referido a mis hijas. Par de sanguijuelas.

Todavía estoy sintiendo ese indescriptible deseo de atravesar la línea y saltarle encima,
rasguñarle la cara y enseñarle a que lo mío debe respetarlo. He intentado mantener ese
zafarrancho de ira dentro de mí en total silencio para no inquietar a Ted, sobre todo porque ha
estado comportándose de una manera excesivamente dulce para que yo esté bastante en
paz, pero se me es difícil.

No le he dicho que Jack me amenazó de muerte. Eso lo alteraría muchísimo.


Lamentablemente, sé que es algo de lo que tarde o temprano va a enterarse. Si no es por mí,
Jack encontrará la forma de hacérselo saber. Lo más que él desea es inquietarnos a todos, y
joder, sabe hacerlo muy bien. Incluso ahora, mientras Ted me llena de mimos y sonrisas
alegres, tengo ese desagradable y amargo sinsabor de inquietud, desesperación y miedo.

—…así que él sólo llamó al banco y depositó Dios vaya a saber cuánto dinero en mi cuenta.
Parpadeo, confundida.

—Lo siento, Ted. No…no te escuché. ¿Qué me decías?

—Que Wallace depositó dinero en mi cuenta. Ya supo que nosotros, o mejor dicho tú, apartó
aquella sección del hotel.

—Oh, ¿cómo lo supo?

—Creo que él y Sophie lo dedujeron. Aunque no era difícil saberlo. Sólo tuvieron que atar los
cabos sueltos.
Aunque la felicidad es genuina, tengo que esforzarme muchísimo por sonreír. Creo que él lo
ha notado, porque sus ojos azules están fijos en los míos.
—¿Qué tienes, cariño?

Hago una mueca. Oh, no. Tengo el molesto nudo formándose rápidamente en mi garganta. No
me quiero echar a llorar.

—Sólo estoy cansada —susurro.


Sus ojos siguen observándome, y yo estoy a unos pocos segundos de desplomarme.

—Tienes los ojos pequeños —se acomoda mejor en la cama, de modo que ahora se
encuentra junto a mí. Desliza el pulgar por mis labios—. Tus labios tiemblan. Cariño, ¿qué
está ocurriendo en esa cabeza?

Intento controlar el sollozo, pero es inútil. Comienzo a llorar como una niña pequeña, y hago
acoplo de toda mi fuerza de voluntad para mantener mis nervios en control por un momento.
Sus dedos cálidos hacen una danza preciosa sobre mis mejillas mientras seca mis lágrimas.

Los ojos de Ted brillan por la comprensión y el más puro amor que consigue desarmarme por
completo. Sabe lo que estoy pensando. Jack. Jack. Sin embargo, no está juzgándome ni
intentando apartarlo de mi mente. Sabe que no voy a poder hacerlo.

—Todo va a estar bien —susurra, y su voz es como un bálsamo que me cura las magulladas
heridas de mi alma—. Yo voy a cuidar de ti. Siempre.
Me levanto de la cama y me escondo en sus brazos, que me cubren al instante, y envuelta por
su calor me permito crear la fantasía de que no hay un hombre pelirrojo que está
amenazándonos.

—¿Por qué te guardas las cosas? —deposita un par de besos en mis ojos llorosos—. La
llamada de Jack fue hace tres días. ¿Has estado preocupándote por esto en silencio durante
este tiempo?
—No quise ocultártelo —gimoteo, luchando contra el deseo de llorar.

Es cierto. No quiero ocultarle nada, pero no quiero angustiarlo más. Ted hace demasiado por
mí, pero yo no le he correspondido. Me ha dado más de lo que yo puedo devolverle.
Un hogar.
Una familia.
Una vida feliz, incluso a pesar de los problemas.
Seguridad.

El restaurante, la inscripción a la universidad.


Y más amor del que yo mereciera tener.
¿Qué he hecho por él?
Distraerlo.

Meterlo en problemas.
Apartarlo de su familia.
Creo que, en definitiva, para lo único que soy productiva en su vida es para proveerle sexo.
Eso es todo. Si no fuera por eso, sería un total peso extra en sus bolsillos. Si es que en este
momento no soy uno. Ahí está, ese es el problema. Es una sensación de la que no puedo
desprenderme. Todos estos meses he sido como una niña pequeña de la que debe cuidar.
Como lo del asunto de la serpiente. Si no fuera porque él me sacó de allí, esa cosa me
hubiese mordido.
—…pero vuelves a quedarte callada.

Parpadeo, y cuando levanto la cabeza para verlo a los ojos, éstos brillan divertidos.
—¿Yo que haré contigo? —musita, llevándose la boca hasta la mía.

La corriente que transmite su boca me sacude el cuerpo entero, así que lo envuelvo con mis
brazos, decidida a mantenerme pegada a él todo el tiempo posible. Él se mueve y segundos
más tarde siento como mi espalda se hunde en la cómoda cama. Recostado sobre mí, siento
todo el calor que emana su cuerpo, que se une a mi calor corporal, y nuestros cuerpos
parecen a punto de explotar. Su boca traza un trayecto cariñoso hasta mi mentón.

—¿En qué estás pensando? —susurra.


—¿Ahora mismo? —él asiente—. En que puedo sentir tu calor.

—Yo también siento el tuyo, mi amor —presiona ambas manos sobre la cama y me mira
fijamente—. Siempre siento tu calor incluso en la noche más fría. Incluso ahora, cuando sé
que te sientes fría y asustada por dentro.

Oh, no. Una nueva sacudida de emociones vuelve a ponerme demasiado sensible. Cierro los
ojos cuando su preciosa boca va dejando un reguero de besos desde mi mentón hasta la base
de mi garganta.
—¿Por qué? —musita—. Dímelo, ¿por qué me ocultas cosas?
Me tiemblan los labios, y las lágrimas vuelven a correr por mis mejillas.
—Ted —susurro llorosa.

—Yo sé por qué me las ocultas, ¿pero por qué? Quiero decir, ¿qué ganas guardándote todo?
—¿No angustiarte?
—Mm.
Su boca se detiene nuevamente en mi mentón, y sube otra vez hasta mi boca, donde su beso
hace que cada una de mis terminaciones nerviosas se disparen energéticamente.

—¿Y te sirve? Nena, yo te conozco. Sé cuando estás feliz y cuando no. Sé cuando tienes
ganas de hacer el amor o cuando simplemente quieres platicar. Conozco lo que puede hacerte
cabrear, lo que provocaría una carcajada capaz de despertar a toda la calle. Cuando me
ocultas algo, yo lo sé. Sé cuando tienes miedo, cuando tienes hambre o frío ¿Te digo por qué?
Asiento despacio.

—Porque nosotros somos una sola persona. Eso sólo pasó cuando tu corazón conquistó al
mío, cuando tomaste a ese hombre que estaba solo y lo llenaste de amor con todo eso tan
bello que tienes.

Ya está, es el fin. Cuando para de hablar, estallo en un llanto feroz, y él y su maravillosa boca
me llenan de mimos y cariños. Me aferro a él desesperadamente. Sus manos comienzan a
adorarme, deslizándose por mi costado, mis caderas y piernas. Yo dejo que me toque, me
encanta. Mediante sus caricias puedo sentir seguridad, amor y ese zafarrancho de emociones
que sólo conozco cuando estoy en sus brazos. Aún así me pregunto si es suficiente, suficiente
para él.
—Ted —susurro.
Él vuelve a presionarme la boca con la suya, pero yo me aparto.

—Espera —presiono mis manos contra su pecho—. Sé que nunca digo no, pero…por favor,
necesito…

Ted se aparta, mirándome fijamente a los ojos, y lo que veo me sorprende. No están cargados
de ese brillo sexual, ese deseo que lo hace ver mucho más viril, como un macho imberbe. Son
ojos tiernos, comprensivos y dulces.
Y después, sin separarse de mi cuerpo ni un instante, él sonríe.
—Es la primera vez que le dices no al sexo. Vamos mejorando.
Frunzo el ceño.
—No comprendo —musito.

—Bueno, cariño. No tienes que aceptar siempre tener sexo. Hay ciertas ocasiones en las que
uno no está, pues, «en el humor».

—¿Y no estás…enojado?
—Mm. No, ¿debería?
—No lo sé, Ted.
Vuelve a deslizar el pulgar por mis labios.
—Tal vez no me lo creas ahora, pero en un par de días se te va a olvidar el nombre de Jack.
Hago una mueca.
—¿Sabes por qué te lo digo? —agito la cabeza—. Porque eres una mujer fuerte. Por favor, de
verdad. Has pasado por cosas peores.
—Jack ha estado fuera de mi vida mucho tiempo. No sé si pueda lidiar con la tensión de sus
amenazas.
—No tienes que lidiar con ellas.

—¿Quieres que me quede resguardada por un montón de hombres que no conozco? Ted, por
favor. Mi crianza estuvo dividida en dos: bajo techo y en la calle. Sólo tienes que dejar que
esté cerca de él, le disparo en la pierna y es todo nuestro. Ni siquiera se daría cuenta de que
llevo un arma.
Pese a mi sorpresa, él sonríe.

—Esa es la Amanda que yo conozco. La que está loca desde los pies a la cabeza.
—Oye, hablaba en serio sobre lo del disparo.
—Oh, pero yo lo sé, sólo que tu plan no me resulta demasiado seductor.
—¿Por qué no?

—Porque tienes dos cosas muy importantes para mí dentro de ti, y si te contamos ya son tres,
entonces no. Ya encontraremos otra forma de atraparlo.

Agito la cabeza.

—Lo que quieres es que me quede quietecita sin hacer nada, pero no puedo hacerlo. No
cuando es él quien me ha llamado. Pudo llamarte a ti, a tu padre e incluso a tu madre. Pero
me ha llamado a mí.
—Es porque quiere esto. Te quiere alterada. Sabe lo que tú misma sabes. Alterada puedes
tomar decisiones impulsivas y peligrosas, como el plan que acabas de plantearme.
—Es un gran plan —protesto.
—Salvo si él te dispara primero, que es justo lo que trato de evitar.

Lo aparto bruscamente y me cruzo de brazos.


—Podemos discutir esto toda la noche si quieres, pero no voy a…
Mi voz desaparece cuando el teléfono de la habitación comienza a sonar. Oh, no. Mis manos
comienzan a temblar y el único nombre que acude a mi mente es el de Jack. Ted se levanta
de la cama y estira el brazo hasta el teléfono.
—No, no contestes —chillo al borde de las lágrimas—. Puede ser Jack.

—Entonces veremos si ese cabrón se atreve a amenazarme —presiona el auricular sobre su


oído—. ¿Bueno? ¿Quién…?

Su rostro parece aliviarse, y luego me extiende el teléfono.


—Es tu hermano. William.

Doy un pequeño respingo antes de aceptárselo. Pego el auricular instantáneamente contra mi


oreja.
—¿Will, eres tú?
—¿Qué tal, preciosa? Estuve llamando a tu casa. Cuando llamé a mamá me dijo que te
habías ido de luna de miel, condenada picarona.
Sonrío instantáneamente.
—A Ted se le ocurrió de último momento. Me pareció buena idea.

El aludido me hace una seña.


—Voy a tomar una ducha —musita en voz baja.
Yo asiento. Sabe que hablar con mi hermano me distraería. Iba a darme mi espacio.

—¿Am? —oigo a William llamarme por la línea—. ¿Qué me cuentas de esas magníficas
vacaciones? Evita cualquier detalle íntimo, muchas gracias. Sólo quiero saber como la estás
pasando.
—El lugar es hermoso y muy tranquilo.
—¿Y el marido, cómo te trata?
Suelto una pequeña carcajada.

—Él siempre me ha tratado como si fuera una reina, Will. No tienes que preocuparte.

—Bah, tonta. Claro que sí. Para eso soy tu gemelo. No me lo vas a creer, pero desde que
estoy aquí se me ha desarrollado un instinto sobreprotector. Adriadna está a punto de
colgarme.
—Oh, qué bueno que lo mencionas ¿Cómo te va por allá?

—No voy a mentirte. Esto es una verdadera jodienda. Me tienen un horario para todo y la
ansiedad está volviéndome loco. Lo bueno es que tengo a Adriadna cerca prácticamente todo
el día, pero comienzo a creer que tres meses es muy poco.
Se me congela la respiración por un segundo.
—¿Vas a quedarte más tiempo? —musito con la voz temblorosa.

—Tal vez. Oye, ya sé en lo que estás pensando. Primero, siempre voy a llamarte. Segundo,
desde lueeeego que estaré por allá para el nacimiento de mis sobrinas. Son las primeras dos
de muchas más, apuesto a que sí.
Suelto una carcajada.
—Pues sí, la verdad.
—Entonces dime, ¿todo ha estado tranquilo?

Por un segundo, esa pequeña alegría producida por nuestra conversación es reemplazada por
una angustia terrible. Obviamente Jack no se ha comunicado con él, o simplemente aún no
sabe dónde está. Decirle lo sucedido con la llamada lo preocuparía. Sentir ansiedad mientras
está luchando contra la ansiedad de no consumir drogas no es una buena combinación.
Maldita sea. Tampoco puedo decirle a él sobre la amenaza de Jack.
—¿Amy? —me aferro al teléfono—. ¿Rory? Pequeña, ¿estás bien?
Respiro profundamente.
—Sí, lo siento. Estaba recordando… es que Ted y yo estuvimos, ya sabes, pensando en los
nombres para las nenas.
—Oh —suspira aliviado—. ¿Entonces?

—No es nada serio. Es sólo que no quiero que nos agarre el tiempo desprevenidos sin
haberles escogido un nombre.

—No sé qué diablos decirte. Uy, lo siento, expresión equivocada. A lo que me refiero es que
por eso evité el lío de los bebés. Hay que estar pensando en los nombres y muchas jodiendas
más. Los revolcones casuales eran lo mío.

—Cochino. Yo no quería oírte decir eso.


—No te me pongas arisca. Tú hacías lo mismo.

—Gracias, hermano. Ya sabes, que te recuerden lo salta camas que eras ayuda mucho a la
autoestima.
—De nada. En ese caso, arriba los salta camas.
—Estúpido —me carcajeo. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

—Al menos te hice reír. Punto para mí.


—Oh, Will —suspiro—. No tienes idea de lo bien que me sienta hablar contigo.
—Cállate. Si te vas a poner sentimental, mejor no sigas. No me quiero poner a llorar.
—¿Tú lloras? ¿El seco y duro William llora?

—Oh, tienes que parar.


Suelto una carcajada.
—Te quiero, estúpida —musita juguetón.
—Bastardo. Yo te quiero muchísimo más.

Él suelta una pequeña carcajada.


—Adriadna te enviará unas fotos al…
Parpadeo, sorprendida, cuando dejo de escuchar su voz.
—¿Will?

Nada. Todo está en absoluto silencio.


—¿William?
Bah. La línea está muerta. Intento llamar a recepción, pero nada sucede.
—Maldita sea —gruño.

Coloco el teléfono en su base, tomo las sandalias junto a la cama y me las pongo.
—Ted, iré un momento a recepción. La línea se cayó.
Escucho la llave cerrarse.
—Sólo dame un segundo y te acompaño.

—No es necesario. Voy y vengo en unos pocos minutos.


—Me seco y me cambio en dos minutos.

—Oh, nene. No voy a tardarme nada. Ya es de noche. La verdad no tengo ganas de estar
lejos de la cama.
—Bien. Ten la debida precaución. Pasa por los lugares donde haya una cámara.
Sonrío.
—Sí, jefe.

Salgo de la habitación casi corriendo hasta el ascensor, que no me tiene esperando quince
segundos. En su interior hay un tipo un poco extraño vestido de traje de lino, una barba de
pocos días y el cabello desordenado.
—Buenas noches —digo.

Él no hace ningún gesto, así que lo dejo pasar cuando las puertas se cierran. Observo
distraída el panel eléctrico, que va marcando los pisos uno por uno. Ocho…siete…seis…

Una melodía molesta comienza a sonar. Observo de reojo al tipo, que mete la mano al bolsillo
y saca un móvil plateado.
—Amanda Hyde, posteriormente Amanda Sandford, ahora Amanda Grey.
Se me congela la sangre al escucharlo hablar. Lo veo extendiéndome el móvil.

—Papi quiere hablar contigo.

Separo los labios un poco y respiro bruscamente. Siento como todo el cuerpo me tiembla. Oh,
Dios mío. Jack…
—Ahora —gruñe.
Mis manos temblorosas sostienen el aparato plateado, llevándomelo con dificultar al oído.
—¿Bu…bu…? —trago saliva—. ¿Ja…?
Escucho su risa ronca al otro lado de la línea.
—Preciosa, preciosa. Han pasado tres días desde la última vez que hablamos. ¿Cómo estás?
Suelto un gruñido.
—¿Qué quieres?

—Ah, sí. Casi lo olvido. Bueno, lo principal es terminar de hablar. Me cortaste la llamada
aquella vez.

—Amenazaste a mi esposo, lo maldijiste —chillo histérica—. Llamaste a mis hijas


sanguijuelas. Dijiste que ibas a matarme. ¿Cómo querías qué…?
—¡Cállate, maldita sea! Si sabes lo que te conviene, vas a tener que calmarte.
Respiro pesadamente. Vuelvo a mirar el panel eléctrico. Piso cinco…cuatro…
—¿Qué es lo que quieres, Jack?

—A ti. Te quiero a ti muy, muy lejos de los Grey. Está claro que a la fuerza no he podido
conseguir nada, así que tú misma tendrás que marcharte.
—¿Qué? Eso no voy a…

—Tienes dos opciones. Puedes quedarte. Quédate con esa sanguijuela que tienes por marido.
El hombre junto a ti no tardará en subir hasta la habitación y pegarle dos buenos balazos en la
cabeza.
Jadeo.
—O puedes venir bajo tu propia voluntad hasta mi choche.
Observo el panel eléctrico. Tres…dos…

—Si vienes, lo salvas a él. Incluso tal vez considere dejar vivas a esas dos desagradables
cosas que tienes en el estómago.

Lo oigo carcajearse, y su risa rasposa rasguña mi piel.

—Si quieres que el estúpido de tu marido siga respirando en la mañana, ven a verme. Estoy
esperándote en la entrada del hotel.
El ascensor abre sus puertas después de un chillido. Uno…
—Decide ya, Mimi.

Me tiemblan tanto las manos que el móvil termina cayéndoseme al suelo del ascensor.
También me tiemblan los labios, la rodilla y los pies. Mi cabeza chilla en el interior, como el
sonido que hace una hoya al hervir. El tipo del ascensor está evitando que las puertas se
cierren. Tiene una mirada de loco, un tipo capaz de asesinar a todos en el hotel y nadie jamás
podría detenerlo.
El miedo comienza a ceñirse en mí como un manto oscuro.

Dejar a Ted es algo inaceptable, y él lo sabe. Es algo que jamás estaría dispuesta a hacer. Sin
embargo, Jack me ha dejado en claro las opciones que tengo, y ninguna de ellas me
proporciona felicidad. Tengo que decidir si salvarlos a los tres o dejarlos morir. Irme con Jack
implica el que Ted no pueda conocer a sus hijas, si es que ese desgraciado me permite
mantenerlas con vida.

El tipo me mira fijamente, cabreado.


—Toma tu decisión, maldita perra, pero hazla ya.

Los ojos se me humedecen. No puedo siquiera distraer a este hombre. Podría darle un golpe y
apartarlo de las puertas, subir y avisarle a Ted del peligro, pero subiría por las escaleras y nos
daría alcance. No puedo irme con él hacia el encuentro con Jack. No tengo garantías de que
cumplirá con su palabra.
Entonces, en medio de mi oscuridad, veo algo que me lleva a la luz.
El tipo tiene un arma en su cinturón.
¡Eso es! Si él me conduce a Jack, puedo darle ese maldito disparo en la pierna a él y a todos
sus monos asesinos. Pero necesito estar cerca. Me tiemblan demasiado las manos, podría
fallar.
—Llévame con Jack —le digo.

El tipo se hace a un lado y me conduce hasta la entrada del hotel. Lo tengo demasiado cerca,
tanto que puedo sentir el calor de su cuerpo. Tengo que contener la sensación de asco. El
arma está en el costado derecho, y él me tiene por el costado izquierdo. La ventaja es que lo
tengo cerca. Cuando consiga quitarle el arma tendría que dejarlo inconsciente, no sé cómo.
La sangre se me congela cuando veo el coche blanco estacionado en la entrada. El asco se
incrementa, asimismo el temblequeo de mis manos y rodillas. La puerta del pasajero trasero
se abre lentamente, y allí está, con el cabello pelirrojo desordenado y los ojos azules de loco
mirándome mientras me sonríe. Tengo un par de lágrimas corriéndome por las mejillas
¿Cuándo han comenzado a caer? Mientras más me acerco al coche, más caen.

—Me alegra ver que optaste por la decisión más sensata —lo oigo decirme.

No puedo soportar más esta desesperación, así que hago acoplo de toda la adrenalina que
puedo generar y extiendo la mano hacia el arma. El tipo se mueve rápidamente para
arrebatármela, pero yo le agarro el brazo y se lo tuerzo a la espalda, de doy un empujón y su
cabeza se golpea contra una de las columnas y cae al suelo inconsciente. Muy lejos de mí,
como a mil metros de distancia, escucho la voz de Jack profiriendo maldiciones, pero yo no
soy yo. Tengo los nervios destrozados. Tomo el arma fuertemente en mi mano y le apunto
directamente a la cabeza. Me tiembla la mano. Debo disparar. Un simple y limpio disparo en la
cabeza acabaría con nuestros problemas.

Pero no puedo. Dios mío, no tengo el suficiente valor para matarlo. No quiero mancharme, no
quiero que Ted se decepcione de mí, pero tampoco puedo permitir que lastime a mi familia. Ya
ha sido suficiente. Su muerte es lo único que puede liberarnos de este infierno. Si le disparo
en la cabeza, Jack Hyde no podrá lastimar a nadie. Ya no más amenazas, ya no más
pesadillas. Un solo disparo y nuestras vidas dejarán de estar amenazadas para siempre.
Me aferro al arma con la mano.
—¡Amanda!

Oh, no. Por favor, no. Me giro lentamente hacia la voz de Ted, que me mira con el rostro
cenizo y los ojos bien abiertos. Lo veo correr hacia mí, gruñéndole al aire, irascible y
desesperado. Siento un golpe seco en el brazo derecho; luego viene el dolor, ese dolor agudo
que crece desde mi brazo. Me examino ligeramente y observo la corriente escarlata brotar
rápidamente muy cerca de mi hombro. Oh. Es un disparo. Alzo la vista hacia el coche, donde
Jack está apuntándome con un arma plateada. El arma en mi mano se resbala y cae al suelo.
Segundos más tarde, cuando todas esas viejas sensaciones regresan (el asco, el miedo, la
adrenalina), pierdo fuerza en las piernas y me desplomo hacia el suelo.

Los brazos de Ted son veloces, así que evita el impacto.


Veo que el coche en donde va Jack acelera repentinamente, alejándose del hotel.
—No —murmuro débilmente.
Observo bobamente como Ted se deshace de la camiseta, la que presiona contra la herida del
brazo.
—No vayas a cerrar los ojos, Amanda, por favor.

Suelto un gruñido cuando vuelve a presionarme la herida. Oh, estoy tan mareada…
—No dejes…Jack escapa…

—Al infierno con ese hombre —lo veo dar órdenes frenéticamente a dos sujetos vestidos de
negro. Creo que son de seguridad—. Te llevaré a un hospital. No cierres los ojos.
Parpadeo débilmente.
—Estoy…cansada…

—Dormirás cuando te revisen —sus grandes brazos me envuelven cuidadosamente—.


Cariño, Dios mío, por favor, te amo.
Yo le sonrío, sacudiendo las pestañas sobre mis mejillas.

—Yo también, Ted.


Suspiro lentamente, dejando que el calor de su cuerpo le arrulle hasta quedarme dormida.

Capítulo ciento treintaiséis.

Punto de vista de Amanda

Oigo voces, y pasos, y máquinas chillando. Siento la cabeza a punto de explotarme. Sólo
quiero que el ruido pare, pero no puedo mover los labios, ni los brazos, ni las piernas. Lo único
que siento es dolor, dolor en todas partes. Aunque lucho contra la inmovilidad, no obtengo
resultados. Tengo el cuerpo entumecido. ¿Por qué no puedo moverme? Tengo mucho frío.

—Desde luego, va a sentir dolor. Por su embarazo no podemos inyectarle un relajante más
fuerte.
Escucho un jadeo.
—¿Pero todo está bien, no? ¿Ella, los bebés, están…?
—Todo está perfectamente.
—¿Por qué no despierta?

—La ambulancia tardó un poco. Perdió bastante sangre. Temo que aquí son famosos por los
destinos turísticos, no así por los buenos servicios médicos.

Un gruñido. Oh...es Ted. Su dulce voz me envuelve como un manto calientito. Lo escucho
gimotear bajito. Después, opacado por su intención de emitir palabras, un pitido. Dios mío, que
molesto.
—Doctor, eso… ¿es ella?
—Es el holter. Parece que su señora está respondiendo.
Oigo un reguero de sillas y pasos acercándose.
—Nena, ¿puedes oírme? ¿Cariño?

Ted… Maldita sea, ¿por qué no puedo moverme? ¿Por qué estoy tan cansada?
—Sh, no te preocupes, mi amor. Todo va a estar bien.

Siento su mano tomar la mía. El frío se ha ido, sólo puedo sentir su calor. Después de lo que
parece una eternidad, puedo mover los labios.
—Ted… —murmuro bajito.
Temo que no me haya escuchado.
—Sí, mi amor, aquí estoy.

Hago un intento por abrir los ojos, pero al despegarlos hay tanta luz y tanto blanco que vuelvo
a cerrarlos. Siento como toda esa sandez desaparece de mi cuerpo, y el dolor toma su lugar,
justo ahí, en el brazo, todo él. Emito un quejido de dolor y me revuelvo en la cama.
—Ted —lloriqueo—. Me duele muchísimo.
—Oh, nena, lo sé. Doctor, por favor, debe haber algo que pueda darle.

—Revisaré los medicamentos. Por favor, deme unos minutos.


Escucho pasos veloces que se alejan. El dolor en el brazo comienza a hacerse insoportable.
—Cariño, intenta distraerte mientras el doctor regresa.
Agito la cabeza.

—Me duele.

—Yo sé que te duele. ¿No lo recuerdas? Tú y yo somos una sola persona. Todo tu dolor
también es mío.
Gimoteo. Si despego los labios, voy a gritar.
—Por favor, mi amor. A ver, intenta verme a los ojos.

Todavía los tengo cerrados. No quiero abrirlos y volverme a cegar por la luz. Sin embargo,
termino haciéndole caso. Abro los ojos lentamente, acostumbrándome a la claridad, y lo miro a
los ojos. Se le ve muy cansado, incluso de mal humor. Tiene el semblante de un hombre que
no ha dormido en años. Me odio a mí misma por causarle tanto dolor. Sus preciosos ojos
azules son profundos. Me recuerdan los de un tigre.
—Dime lo primero que te venga a la mente —musita.
Trago saliva.
—Te ves cansado.

Él asiente.
—Un poco.
Me remojo los labios con la lengua. Tengo la boca seca.
—¿Por qué estamos en el hospital?
Su precioso rostro se comprime por el dolor y la ira.

—¿No lo recuerdas?

Intento imaginar los motivos que me han traído al hospital, pero son simples borrones oscuros
en mi memoria.

—No lo sé —vuelvo a remojarme los labios—. Creo que no.

Cuando alzo la vista, veo varias vendas envolviéndome el brazo derecho, justo donde se
origina el dolor.
—¿Qué tengo en el brazo?
Su semblante se ve peligroso.
—Maldito hijo de puta.

Ted me suelta la mano y sale pisando fuerte hacia lo que parece un pasillo. Yo trato de
acomodarme, pero cada simple movimiento me provoca un dolor espantoso en el brazo. Al
cabo de unos segundos, cuando consigo acomodarme boca arriba, veo a Ted regresar con un
hombre altísimo que porta una bata.

—Señora Grey, es un gusto verla despierta.


Frunzo el ceño.
—Perdone, es que, no sé qué hago aquí. Esto… ¿qué tengo en el brazo?
El hombre altísimo saca una linterna del bolsillo.

—Esto sólo tomará unos segundos.

Acerca la luz a mis ojos. Me molesta un poco, pero decido que es mejor no protestar. Todo lo
que realmente me molestaba era el dolor del brazo. Retira la linterna en un parpadeo.

—Su esposa tiene amnesia disociativa, causada por algún episodio intenso de estrés o alguna
impresión muy fuerte antes del desmayo.

Cuando observo a Ted, sus ojos se han transformado de un precioso azul a un aterrador gris.
Casi podía sentirme en presencia de su padre.
—No entiendo —digo, con la voz seca—. ¿Qué desmayo?

—Bueno, explicarle ahora es muy complicado —dice el doctor—. Yo le recomiendo que se


tome el medicamento que le he traído para el dolor. Va a adormecérselo un poco, porque no
es muy fuerte, pero al menos le permitirá dormir. Descansar es justo lo que necesita dado su
estado.

—Mi es…
Abro los ojos como plato. Mis hijas.

—¿Ellas están bien? —pregunto con la voz entrecortada—. Por favor, dígame que pasó. Mis
pequeñas…
Ted me toma de la mano.
—Tienes que calmarte —musita con la vos áspera—. Después a dormir.

—Ted, dime. ¿Qué ha sucedido? ¿Qué hago en el hospital? ¿Por qué me duele el brazo?
¿Qué es todo eso de la amnesia?

Un pitido escandaloso se alza por encima de mi voz. Es el holter. Maldita sea. El doctor se
inclina un poco, revisando la lectura del gráfico impreso.
—Necesita calmarse. Tiene el ritmo cardiaco un poco alto.

El rostro de Ted se comprime por la ira.


—Tómate ese medicamento y duerme un poco.
Su voz no acepta protestas, así que acepto la pastilla y la deslizo por la garganta con un poco
de agua.
—¿Cuánto tiempo tarda en hacer efecto? —pregunta Ted.
—Cuestión de minutos.
—Bien.

Ted desliza la mano hasta la mía y la sostiene.


—Duérmete —musita.
Y como si fuera una máquina, obedezco al instante.

_______________________

Creo que he dormido por una década entera sin parar. Al intentar abrir los ojos, tengo los
párpados exageradamente cansados. Afortunadamente, el dolor del brazo es bastante
tolerable. Sin la luz molestándome, tengo una mejor vista del lugar. Es como cualquier
habitación de hospital, solo que esta tiene un estilo más costeño. Curioso.
Me gustaría muchísimo saber que hago aquí y cómo me hice esa cosa en el brazo, sea lo que
sea. Lo último que recuerdo es haber estado hablando con mi hermano, la línea se cayó y…
¿Qué hice después? ¿Salí? ¿A dónde? Mierda. La presión en la cabeza no me deja recordar.

—…y ella ni siquiera sabe qué pasó. Actúa como si nada grave hubiese sucedido. Yo
sólo…sí, eso lo sé, pero por el amor a Dios, entiéndeme. No sé exactamente que pasó, y ella
no lo recuerda…

Se me seca la boca. Oh, Dios mío. Estoy segura de que algo grave debe haber sucedido, y
sea lo que sea no tengo recuerdo sobre eso. ¿Qué había dicho el doctor? ¿Amnesia, no sé
que más, provocada por qué…? Me presiono la cabeza con la mano izquierda. Maldita sea, no
puedo recordar nada.

—…no sé si quiero que lo recuerde…sé que debe, pero ella…por Dios, esto está pasando por
culpa de ese hijo de puta…Voy a matarlo, papá. Ese disparo fue mi límite y…
¿Disparo?
—Ted —lo llamo alterada—. ¿Quién está herido?

Él voltea sus ojos de asesino hacia mí.


—Dame un segundo, papá.

Deja el móvil sobre el asiento y se acerca a mí. Yo estoy demasiado nerviosa para volver a
recostarme.
—¿Quién está herido? —vuelvo a preguntarle—. ¿Le hizo daño a Phoebe otra vez?
Sus manos acarician mi pelo, intentando mantenerme en calma.

—Dime que no le ha disparado a nadie, Ted —respiro agitadamente—. Por favor, ¿qué está
pasando?
El pitido del holter comienza a sonar exactamente igual a como lo había hecho la última vez
que estuve despierta.
—Am —me sostiene el rostro con ambas manos—. Jack te disparó. A ti.
Parpadeo.

—No —jadeo—. Yo no recuerdo…

—Mi amor. El doctor dijo que tienes amnesia disociativa, que pudo ser provocada por el estrés
o alguna impresión fuerte.

—¿Significa que nunca lo voy a recordar?


El pitido se vuelve más constante.
—Dijo que será cuestión de tiempo. Necesitas estar en un ambiente calmado.

—¿De verdad crees que pueda estar en calma? —jadeo—. Jack me dispara y ni siquiera
puedo recordarlo. ¿Y si quería dispararme en el vientre? ¿Yo como voy a saberlo?
El escándalo del holter es mucho más molesto.

—Cálmate ahora —gruñe—. Si esa cosa explota te dejaré aquí trabajando hasta pagarlo,
porque no voy a hacerlo yo.
Respiro profundamente. Está enojado.

—No te enojes —cierro los ojos—. Cuando lo haces se te ponen los ojos grises y me das
muchísimo miedo.
—Entonces sólo has caso.

Lo escucho suspirar pesadamente, iniciando una lucha en su interior. Lo siguiente que puedo
percibir es el calor de sus labios golpeando los míos. Puedo sentirlo todo. Su miedo, su
angustia, su ira, su dolor, su impotencia. Mi boca se funde en todo eso, consolándolo. No es
hasta ese momento que descubro esos mismos sentimientos dentro de mí. La incapacidad de
recordar lo sucedido comienza a molestarme y a herirme. Sin embargo, esa mezcla de
sentimientos desagradables desaparece considerablemente mientras me besa. Lo que siento
ahora es una emoción fuertísima de tenerlo conmigo y de saber que no ha perdido la cabeza
como seguramente yo hubiese hecho de encontrarme en su lugar.
El pitido del holter lo obliga a dejarme. Abro los ojos y allí está el rostro sereno del hombre que
amo. Sus ojos azules me admiran, y yo me derrito por dentro lentamente, ardiendo por él.
—Vamos a empezar por calmarte —susurra.
Me remojo los labios.

—Esta vez fue culpa tuya.


Una pequeña sonrisa se le forma en los labios.
—Sí, lo ha sido, pero no podía esperar más tiempo.
Tiempo…

—¿Cuándo llevo aquí? —pregunto.


—Casi dos días.
—¿Dos? —grazno, ansiosa.
Ted me toma la mano izquierda y con el pulgar me da suaves caricias.
—Treintainueve horas para ser un poco más exacto.
—Ted, tienes que responderme preguntas. El no saber nada me pone muy ansiosa.
Suspira, y su semblante tenso y peligroso vuelve a hacer su aparición.
—Está bien.

—¿Qué fue lo que pasó? Yo sólo recuerdo hablar con William. No sé a dónde fui después.
—La línea se cayó. Bajaste a recepción para comunicarlo. Yo pedí ir contigo.
—Estabas duchándote —digo, recordándolo.
—Estaba —asiente—. Después de que salieras me puse algo de ropa y bajé lo más pronto
que pude para alcanzarte. Tenía un mal sabor de boca.
—¿Y después?

—Te vi caminar con un hombre alto hasta la entrada del hotel. Había un coche blanco
estacionado. Los dos caminaban hacia él. Luego te vi torcerle el brazo —se le dibuja una
sonrisa de satisfacción en la boca—. Lo golpeaste contra una columna. Quedó inconsciente.
Abro los ojos como platos.
—¿Lo maté?
—No. Acabo de decirte que quedó inconsciente. Tienes que prestarme atención.

Oh, Ted. Su tono burlón ha vuelto.

—Antes de golpearlo, le quitaste un arma que llevaba en el cinturón. Apuntaste a Jack con
ella.
Suspiro pesadamente.
—Dime que al menos le disparé.
—No, la verdad es que no, pero estoy bastante seguro de que pensabas hacerlo.

Mm…hay algo escondido en esa confesión.


—Le apuntabas a la cabeza —murmura.

Contengo el aliento. Entonces había pensando en matarlo. ¿Cómo era eso posible? En toda
mi vida jamás había si quiera había pensado en lastimar a alguien. ¿Qué pudo haber pasado
para que lo hiciera? Oh. La respuesta debe hallarse en ese pedazo de memoria que no
consigo tener de vuelta.
—Ha sido puesto bajo arresto —lo oigo decirme.
El corazón se me dispara.
—¿Jack? —gruño emocionada.
Ted agita la cabeza lentamente. Mierda.
—Te refieres al tipo que dejé inconsciente.
—Sí.

Inhalo profundamente.
—Por un instante creí…

—Ya lo sé. Era la oportunidad perfecta para atraparlo —me aprieta la mano—. Pero de
verdad, de verdad, no podía irme tras él. No me importaba tanto atraparlo como ver que
estuvieras bien. Él te disparó y tú solo caíste al suelo. Todo mi mundo solo se…se
desplomaba, y yo estaba en el único asiento de primera fila observándolo todo, como si fuera
inminente su final.

Siento su pulso acelerado. Oh, Ted.


—Yo estoy bien —le digo suavemente.
Él me sonríe cansado.

—Sabemos que no es así. La herida física no es nada comparada a la herida emocional que
te ha estado creando. Nada más échate un vistazo. Te ha tenido tan alterada que no
recuerdas lo que pasó.
Los labios me tiemblan.

—Quisiera haber sido más fuerte —musito llorosa—. Si realmente le apunté, está claro que no
tuve la suficiente fortaleza para dispararle.
—Cariño…
Se lleva nuestras manos entrelazadas, acariciándome el rostro con ternura.

—¿Qué no lo vez? De nosotros dos, tú eres la más fuerte. Obviamente se valió de amenazas
para conseguir que fueses con él, pero tú no perdiste el temple. Te quitaste al sujeto de
encima y conseguiste que Jack no se te acercara ni un poco.
—Pero me disparó.
—Sí, lo hizo, y ya estás bien. Yo estaba muriéndome por dentro por no ser lo suficientemente
cuidadoso, por no saber ponerte a salvo. Está claro que eres mucho más precisa en ponerte a
salvo que yo. No tuve que mover un solo dedo. Peleaste allá afuera como una tigresa.
Siento las cálidas lágrimas recorrerme las mejillas.

—Y no solo eso, preciosa. De no ser por ti, ese otro sujeto también hubiese escapado. Pero
no. Ahora mismo está siendo interrogado. Pesan sobre él graves cargos de intento de
secuestro y colaboración en un intento de homicidio —pincha mi nariz con sus dedos
cálidos—. Hemos pagado por un servicio de seguridad por meses, y tú en menos de quince
minutos atrapaste a uno de eso desgraciados que trabajan para él. Taylor está ansioso por
ofrecerte trabajo.
Suelto una carcajada histérica.

—Le volviste a demostrar que él contigo no puede. Ahora Jack tiene mucho más claro que
antes que eres una tigresa, y que como tal te vas a defender.

Permanezco en silencio, observando sus cautivadores y seguros ojos azules. Él tiene fe en


mí, siempre la ha tenido, y necesito estar segura de que siempre la tendrá, porque él es mi
gran pilar. Si llega a faltarme, me derrumbaría.

—Creo que tengo algo que puede subirte el ánimo.


Ted me suelta la mano, y comienzo a protestar con gruñidos y quejidos. Yo lo veo sonreír,
rebuscando algo dentro de una cazadora de cuero negro. De perfil, consigo distinguir su
agotamiento y su falta de higiene. Tiene el cabello desordenado. No ha hecho nada con su
barba, que le ha crecido un poco más. Aún así, que Dios me ampare, era el hombre más
hermoso que haya tenido el privilegio de observar.

Segundos más tarde, se acerca hasta la cama. Tiene ese enorme sobre en las manos y me
pica mucho la curiosidad. ¿Qué habrá adentro?

—Te juro que esta sí la enmarco —dice, sacando una placa plástica medio trasparente de
color negro.
Coloca esa enorme hoja frente a mí, y el holter comienza a sonar como loco, dejando en claro
como se encontraba mi corazón en ese momento. Es una imagen, una fotografía, en blanco y
negro. Lo que veo son dos cuerpos pequeñitos ligeramente recostados, separados por un
espacio muy pequeño. Están ubicados en la misma placenta, una sola. El corazón me late
rapidísimo. Es la primera fotografía de mis hijas, esas dos preciosas cosas que están
creciendo en mi cuerpo.
—Te realizaron este ultrasonido al llegar —me explicó—. Les pedí una copia. No me pude
resistir.
Suelto una carcajada.

—Son tan pequeñas —balbuceo, secándome las lágrimas con la mano izquierda— y tan
preciosas.

Mi voz se pierde en el chirrido de la puerta al abrirse ¿Por qué no me había dado cuenta de
que hacía ese ruido? El mismo hombre alto de la última vez ha regresado.
—Buenos días, señor Grey —inclina la cabeza en mi dirección—. Señora.
Le dedico una sonrisa tímida.

—Me complace decirle que su alta está lista —le entrega un par de papeles a Ted—. También
le he entregado una receta. Son unos analgésicos para el dolor. Deben ser tomados una sola
vez al día durante cuatro días. No debemos abusar de los medicamentos ¿Bien?
Ted y yo asentimos.
—Pueden pasar por los medicamentos a la enfermería del hospital.

Ted lo despide inclinando un poco la cabeza. El doctor se marcha rápidamente. Debe tener
otros pacientes que atender. Guarda el ultrasonido dentro del sobre, y me veo tentadísima a
levantarme y arrebatárselo. Podría ver esa preciosa fotografía por horas.
—¿Qué te parece? Por fin podremos irnos a una habitación más hogareña.
—Yo podría pasármela por horas en esta cama. No tengo ganas de levantarme.
—Pues no te acostumbres. Ya nos vamos.

Hago una mueca, pero Ted ya se encuentra junto a la cama, ayudándome a ponerme en pie.

_______________________

Conducir casi cuarenta minutos en un todo terreno, con una herida de bala en el brazo, por un
camino rocoso es la peor de las ideas. Cuando consigo bajarme, golpeo a Ted en el brazo con
la única mano que no está lastimada. Él me sonríe burlón, pese a que estuvo todo el camino
refunfuñando y quejándose porque no hubo un camino menos agitado.

No volvimos al hotel. Continuó de largo, y llegamos aquí, a una preciosa casita de dos pisos,
rodeada por completo de flores de todos los colores habidos y por haber. Él no ha querido
decirme por qué no volvimos al hotel.

En el pórtico, Ted inclina la cabeza y la camioneta conduce de vuelta hacia el camino. Ese es
mi hombre. No necesita emitir palabra alguna para que sus órdenes sean cumplidas. Sonrío
como una boba, observándolo. Al darse cuenta, él sólo me besa, lento, muy lento,
derritiéndome.
—He alquilado esta propiedad. ¿Te gusta?
Asiento. Yo no quiero hablar. Sólo quiero que vuelva a besarme.

—Pensé que una casa muy económica, nada de lujos y esas cosas, podría gustarte. Tiene un
baño, dos habitaciones y dicen que la cocina es muy cómoda. No te emociones, no puedes
cocinar mientras ese brazo no mejore. También…

Él me mira fijamente. Me ha perdido desde “He alquilado esta propiedad”. Sólo puedo fijarme
en los movimientos seductores de sus labios al hablar mientras le sonrío como una estúpida.
—¿Qué? —dice, frunciendo el ceño.
—Quiero que dejes de hablar y me beses.
Enarca una ceja, divertido, pero me cumple el capricho. Sabe besar tan bien, que hasta el más
terrible de mis miedos desaparece de mí. Su boca, y todo él, son como un bálsamo, una
melodía suave y relajante, un milagro cálido.

—Tengo que llevarte adentro y darte algo de comer —pincha mi barbilla con sus dedos—. No
te has quejado de hambre ni un solo segundo.

Hambre. La mención simple de esa palabra provoca un reguero de gruñidos en mi estómago.


—No había pensando en eso —musito—, pero definitivamente tengo hambre.
—Eso lo sé. Siempre la tienes.
Abre la puerta y me deja pasar. El interior es lindo, me recuerda muchísimo a esas casas en
los años cincuenta y sesenta, pintadas con colores pasteles y estampados de flores. Se siente
muchísimo mejor estar aquí que en un hotel donde la noche se excede de los mil seiscientos
dólares. Además, una casa es mucho más cómoda que un hotel.
—Oh, un asiento —gruño de felicidad, caminando hacia el mullido sillón.

Ted me sostiene del brazo bueno, evitando que me siente.


—Nada de eso, señora. Usted va directo a la cama.
—Mejor —ronroneo suavemente.

Me lleva del brazo lenta y pacientemente, subiendo las escaleras. Oh, no. Estoy tan cansada
que parecen escaleras capaces de llegar hasta el cielo. Voy a tardarme todo el día en subirlas.
—Déjame ahorrarte el paseo —susurra burlón.
Desliza los brazos por mi cintura y me levanta del suelo con extremada lentitud. Hago una
mueca de dolor cuando me toca accidentalmente el codo.
—Lo siento, cariño —susurra despacio.

Él comienza a subir las escaleras, cuidadosamente, paso a paso. Yo lo apremio con un beso
en la mejilla.
—Gracias —le digo.
Me obsequia una muy encantadora sonrisa marca Ted.
—No agradezcas hasta estar en la cama.
Le sonrío.
—¿Mi familia sabe lo que pasó?

Asiente. Trago saliva.


—¿Les avisaste que estoy bien?
—En realidad no es así. Estás herida y un poco débil.
—Pero me dieron el alta.

—Eso no quiere decir que estés bien. Vas a necesitar descanso. Pero sí, les he avisado. Les
dije que te comunicarías con ellos en cuanto comieras y descansaras.
—Debo haberlos preocupado.

—Mm, hacerlo es como tu deporte favorito.


Hago una mueca.
—Voy a poner todo de mi parte para minimizar los líos.
—Dudo que puedas, pero me parece bien.

Para mi sorpresa, él suelta una carcajada. Oh… Me hace cosquillas en la piel oírlo reír.
Parpadeo, y mi espalda se hunde en la comodidad del colchón. Suelto un gruñido.
—Qué delicia —susurro.

Ted me ayuda a acomodarme. Está siendo tan cuidadoso y atento que mi corazón se calienta,
rebosante de amor y felicidad. Está un poco recostado sobre mí mientras sus potentes ojos
azules me observan, quemándome por dentro. ¿Cuánto tiempo tendrá que pasar para que su
mirada no me haga sentir tanto nervio?

—Tienes el pelo hecho un desastre —dice—. Nena, incluso así estás preciosa.

Separo un poco los labios, expirando, y entonces su boca me golpea, me asalta. Cada parte
de mi cuerpo arde, como hace siempre que me toca y me besa. La calidez de sus manos me
quema cuando me toca las piernas desnudas, subiéndolas lentamente, alzando la tela del
vestido que había traído para mí. Su boca se desliza ágilmente desde mi boca hasta la base
de mi garganta. Me relamo los labios, disfrutando de su magia.

—Pensar que estuve a punto de perderte —musita.


Mordisquea la carne de mi cuello, y es como una corriente eléctrica que me sacude el vientre.

—Pensé que me moría —esconde el rostro en mi pecho—. Las iba a perder a las tres. El dolor
era insoportable.

Abro los ojos como platos cuando lo escucho llorar. Se me comprime el pecho de dolor.
Ted…no. Sí él se derrumba…

—Ted —me llevo la mano buena hasta su cabeza y le acaricio el pelo—. No pasa nada.
Estamos bien. Todavía estamos aquí y vamos a seguir dándote más problemas.

Yo lo siento temblar contra mi cuerpo. Sé que no hay nada que pueda decirle para calmarlo.
Lo mejor que puede hacer es llorar, así que permanezco en silencio, acariciándole el pelo.
Algo dentro de mí se quiebra en mil pedazos. Verlo así, tan fuera de sí, prisionero de un dolor
y miedo tan inmenso, sólo hace que sienta la ira más profunda. Jack. Otra vez Jack. Siempre
Jack. Ha conseguido derrumbar a Ted, el hombre más fuerte que jamás he conocido, y si
antes lo odiaba, el rencor que siento por él ahora era mucho más magnánimo.

Verlo así, llorando contra mi pecho, mientras deja salir toda la angustia de la que ha sido
prisionero durante dos días, ha sido mi mayor límite. Era mi turno de ser la fuerte. Ahora él
debía sostenerse de mí. Yo sería su pilar.

Y que Jack se preparara, porque despertó a una fiera que dormía en mi interior, una que no va
a descansar hasta verlo caer dentro del mismo infierno.
Capítulo ciento treintaisiete

Punto de vista de Ted

Me despierto por culpa del frío. Cuando abro los ojos, debo deducir que es de noche o de
madrugada. No estoy seguro. De lo único que estoy seguro es del espacio vacío junto a mí. Mi
esposa no está. Me levanto perezosamente de la cama y camino hasta el baño. Desde luego,
ella no se encuentra allí. Sólo hay un lugar donde se me ocurre que podría estar.
—La cocina —murmuro.
Camino fuera de la habitación lentamente. Deben ser cerca de las cuatro de la madrugada.
¿Cómo puede ser posible que esté despierta? El relajante debería mantenerla dormida por
largas horas, no lo contrario.

Al bajar las escaleras, la descubro acomodada perfectamente en el sofá, envuelta a medias


por una manta morada mientras toma algo aparentemente caliente de una taza gris.
—¿Qué haces despierta? —bostezo—. ¿Exactamente qué hora es?

Me obsequia una pequeña, pero preciosa, sonrisa.

—Poco más de las cinco. No podía dormir. Creí que un poco de chocolate caliente me
ayudaría. Queda un poco en la cocina si quieres.

Agito la cabeza. Me encamino lentamente hasta situarme junto a ella, por su izquierda, para
no tocarle el brazo por error. Cuando la miro, me cuesta recordar que esa mujer recibió un
disparo hace pocos días. Está tan serena y hermosa, como un ángel que ha venido para
ennoblecernos con su esplendor.
—Si no podías dormir, ¿por qué no me despertaste?
Da un pequeño trago antes de responderme.
—Porque te veías muy cansado.
—Cariño, no debes hacer esfuerzos. El brazo.

Suelta una carcajada.


—Ted, no soy la primera persona que recibe un balazo.
—Yo lo sé, pero me preocupa. Es todo. No olvides que estás embarazada.
—No importa cuánto lo intente, no puedo olvidar algo así.

No tengo otra opción más que sonreír. Le da un largo trago al chocolate y yo permanezco en
silencio mientras la observo. El brazo derecho reposa mansamente sobre un cojín de color
crema. No hay rastro de angustia ni dolor, ni siquiera de una pequeña ira o frustración, en su
impecable rostro. Sólo está siendo bellamente tranquila, y me lastima muchísimo suponer que
se debe a que no recuerda lo sucedido con Jack. Pensar en aquella noche me produce un
vértigo insoportable. Todo lo que puedo recordar es verla caer tan frágil en mis brazos y la
sensación inmediata de pérdida cuando cerró sus ojos.
—Ted —la oigo llamarme.
Le sonrío para no angustiarla. No sé si me ha dicho algo. Sólo espero que no esté notando
esa molesta angustian vieja que estoy experimentando.

—Estás muy pensativo y yo sé por qué —me toma de la mano ¿Cuándo ha soltado la taza de
chocolate?—. Estoy sintiéndome muy bien. El medicamento disminuye mucho el dolor.
—Significa que te duele.
Suelta una carcajada.

—Es una bala. Va a doler, pero no para siempre.


Hago una mueca. Ella se me acerca despacio, muy despacio, y se acomoda sobre mi pecho,
con la cabeza acomodada en el hueco de mi garganta. No me ha soltado la mano, y me
encanta. Somos una sola pieza.

—No puedo dormir, no porque no tenga sueño, sino porque no puedo dejar de pensar en lo
que pasó. Al menos lo que recuerdo. Lo único que puedo decir es que siento que le di la cara
a la muerte.

«Muerte». La palabra hace que me estremezca.

—Es curioso, porque el tema de la muerte siempre me dio miedo. Me daba miedo morir sin
hacer algo bueno. Sabes que siempre he cometido errores que, sin intención alguna, acaban
lastimando a la gente que amo. Después de una larga y profunda meditación, me he dado
cuenta que no le temo más a la muerte.
Le lanzo una mirada de soslayo.

—La muerte es una sentencia que todos debemos cumplir, Ted, y yo tenía miedo a morir sin
convertirme en la clase de ser humano que Bruno y Stella deseaban. Pero ahora me doy
cuenta de que en realidad le tenía más miedo al ser oscuro en mi interior. Le tenía miedo a
ese lado sombrío que heredé de Jack. Tú mismo dijiste que le apunté a la cabeza. Esa mujer
no es la que mis padres desearían conocer. En ese momento debí tener un miedo mucho más
profundo que el temor a morir.
Aprieta mi mano, y yo siento esa corriente poderosa que afloja de su propio cuerpo.

—Estoy segura que mi miedo era perderte y perder a mis hijas. Y no sé si está bien que lo
diga, pero me siento orgullosa de mí misma. No le disparé. No sucumbí a mi oscuridad.
Alcancé a tocar la luz antes de hundirme en esas aguas oscuras. Lo conseguí, Ted. Conseguí
arrancarme lo único que realmente podría arruinar mi felicidad. Finalmente me deshice de eso
que me llevó a convertirme en una perra callejera.
Suelta una carcajada. Se acomoda un poco más contra mí. Y ahí está de nuevo esa corriente.
Es fuertísima, magnifica, y chispea tanta alegría que no puedo evitar sonreír.

—Intenté por mucho tiempo ser mejor persona. Jack sólo quería llevarme hasta el límite y
moldearme a su medida. Lo curioso es que lo consiguió, pero yo decidí que tipo de molde usar
—suelta otra carcajada—. Estoy siendo melodramática, ¿verdad?
Le hago compañía con las carcajadas.

—Estás dándome alivio. Temí que todo lo sucedido te afectara emocionalmente.


—No, cariño. He tenido un tiempo para pensarlo claramente.
—¿Has estado despierta mucho tiempo?

—Mm. Dos horas, tal vez.


—¿Al menos intentaste dormir?
—Sí —suspira—. Tú dormiste largo rato. Te envidié muchísimo.
—Bueno, nena. Dormí rapidísimo porque estaba cansado, y porque te tenía en la cama.

—Siempre estoy en tu cama. Más específicamente sobre ti, o tú sobre mí.


Suelto una sonora carcajada. Escondo el rostro entre la cascada de pelo rojizo, acariciándole
la piel con la punta de la nariz.

—Hueles muy bien —musito.


La escucho suspirar.
—Es el jabón.
—No. Es el aroma habitual de tu piel. Lo eché de menos. Te vi dormir por casi dos días, y fue
demasiado tiempo.
Levanta el rostro un poco.

—Lo siento —susurra.

—Oh, cariño, ¿por qué? Tú no hiciste nada —le tomo la barbilla con los dedos y me acerco
lenta y cuidadosamente para besarla. Me corresponde rapidísimo, y ese beso se siente como
estar en el cielo—. Sólo me asustaste, que ya es bastante usual.
Pese a la oscuridad observo cómo sus mejillas se tiñen de un precioso escarlata. Se inclina un
poco y cierra los ojos. Yo le doy lo que quiere. Nuestras bocas se conectan dócilmente y
nuestros cuerpos se quedan inmóviles. Hay una nueva sensación que me recorre el cuerpo
mientras la beso. Es como una corriente eléctrica que me sacude cada terminación nerviosa,
cada hueso y cada pequeña célula en mi cuerpo. No puedo dejar de besarla, ni de tocarle el
vientre con la mano que está entrelazada con la suya, en cuyo perfecto bulto hinchado está el
milagro de su amor y el mío, ni de acariciar su perfecta piel grácil con mi mano libre.
Y conozco la sensación, conozco el sentimiento.

Cuando abro los ojos y la miro, devolviéndome el beso en su universo ausente, sé que me he
vuelto a enamorar de ella.

Se separa un poco y suspira. En sus ojos azules hay un encantador brillo de pasión inocente
que me desarma.
—Nunca antes me habías besado así —musita lentamente.
—Contigo tiendo a mejorar.
Suelta una carcajada histérica.

—Todavía siento cosquillas.


Levanto una ceja oscura.
—¿Cosquillas?

—¿Te digo la verdad? Me sentí como si fuera la primera vez que me besaras, pero era muy
diferente a ese primer beso, porque lo hiciste a la fuerza.
—Nunca lo vas a superar, ¿verdad?

—No —ríe—. Aunque puedes repetir ese último beso y tal vez…

Sacudo la cabeza antes de tomarle nuevamente la barbilla con los dedos y tomar su boca. Ella
se queda quieta, pero devolviéndome el beso. No hay demasiado contacto físico, apenas un
par de caricias el beso. No hay deseo sexual. Solo dos enamorados compartiendo una ola de
sentimientos y sensaciones únicas, mías y suyas.

Hace una pequeña protesta cuando me separo un poco para respirar. No deja de acercarse y
gruñirme hasta que vuelvo a besarla. En ese precioso instante no puedo pedir nada más. Ella
está bien, mis hijas igual. Puedo tocar su piel sin lastimarla. Puedo mimarla, y mimar mi dolor
y mi miedo de perderla hasta calmarlos. Puedo respirar sin angustia. Ni siquiera mi odio hacia
Jack Hyde podría arruinarme este momento de gloria y triunfo.

Esta mujer es mía. Yo lo he querido así, y si aún la tengo después de todas las cosas que han
sucedido, el destino también lo ha querido. Y sería mía para siempre, claro que sí. Porque no
tengo el valor de volver a irme. Me tiemblan las rodillas cuando me toca, cuando me mira. No
podría dejar de sentir esa magia dentro de mí jamás.

Escucho a lo lejos un sonido agudo y molesto. Creo que proviene de la planta de arriba, no
estoy seguro. No sé que sea, pero de verdad es irritante.
Amanda se separa un poco.

—Es tu móvil —murmura.


Suelto un gruñido y me aparto.
—Te apuesto a que es papá.

Me levanto del asiento y subo las escaleras rapidísimo. El móvil está en la mesa junto a la
cama. Cuando miro la pantalla, es el nombre de Stella en que se indica.
—¿Bueno?
—Hola, Ted. ¿Dónde está mi hija? Perdona, no sé qué horas sean allá.

Noto un ligero temblequeo en su voz.


—Está en la sala. ¿Está todo bien?

—No como yo quisiera. Bruno, él…ha estado muy inquieto desde que llamaste para avisar
sobre el ataque que Amanda sufrió. Tuvimos que traerlo de emergencia anoche. Tiene un
problema con la presión. No tener noticias de la niña…
Le tiembla muchísimo la voz.
—¿Bruno se encuentra bien?
—Está estable y su presión está controlada, pero sigue muy inquieto. Pensé que si Amanda le
hablaba lo tranquilizarías. ¿Está despierta?
—Sí. Voy a pasártela.

Bajo rapidísimo hasta la sala y me acerco cautelosamente.


—Es tu madre, Stella. Necesita hablar contigo.

Entrecierra los ojos, como si sospechara que algo sucedía, pero finalmente toma el móvil y lo
acerca hasta su oído.
—Hola, mamá. Lamento si…
Guarda silencio un rato, escuchando. Su precioso rostro se comprime por la preocupación.

—¿Pero está bien? ¿Por qué no me llamaste entonces? Es que llegué cansada…sí, pero da
igual…Oh, mamá. ¿Pero estás segura de que está bien? Sí, claro que hablaré con
él…Pásamelo, por favor…Hola, papá…

A medida que habla con su padre, veo que la preocupación en ella es mucho más evidente
por segundos. Hablar con él no va a dejarla totalmente tranquila. Y la verdad yo ya no me
siento a gusto en este lugar desde el incidente del hotel. Tal vez deberíamos regresarnos a
Seattle. Podremos planificar un segundo viaje de luna de miel más adelante.

Subo nuevamente las escaleras hasta la habitación. Rebusco entre los cajones la lista de
números importantes que había creado en el hospital. Allí tengo anotado el número de Aarón,
el hombre que nos recogió en el aeropuerto. Encuentro la hoja debajo de la caja de uno de
mis relojes. Agarro el teléfono residencial y presiono los botones.
Aarón contesta cinco tonos más tarde.
—Buenas, ¿Quién habla?
—Soy Ted Grey, disculpa la hora.

—Oh, señor Grey, no se preocupe. Acostumbro a despertar temprano. Escuché lo de su


esposa. ¿Cómo se encuentra?

—Está mejor. Llamo porque ha surgido algo con su padre y necesitamos regresar a Seattle.
¿Podrías conseguirme algún vuelo?
—Desde luego, señor Grey. En diez minutos lo llamaré para pasarle los datos.

—Gracias, Aarón.

Cuelgo. Dejo el teléfono en su base y me regreso a la sala. Amanda ha terminado la llamada.


Está sentada en el sofá con la vista perdida.

—¿Am? —me acerco despacio y me acomodo en el suelo, sosteniéndole la mano buena—.


¿Está todo bien?
Sus ojos azules se conectan con los míos.

—Él está bien —dice—. Tuvo que colgar porque van a realizarle unos estudios. Debí llamarlo
ayer. Hubiésemos podido evitarnos esto.

—No es tu culpa. Yo debí mandar al menos un mensaje. Lo siento.


Me aprieta la mano.
—Es mi familia, Ted. No es tu responsabilidad.

La observo fijamente, en silencio, por un rato.


—Luces angustiada —musito.
Aparta la mirada.
—Son asuntos familiares.

—¿Hay algo más?


—Sí, pero ya buscaremos la manera de resolverlo.
Pincho su barbilla con los dedos y la obligo a mirarme.
—¿Qué pasa?

Suspira.

—Papá ha estado bajo mucha presión estas últimas semanas. Los gastos del tratamiento y las
medicinas les han dejado muchas deudas —hace una mueca—. Llegó una carta de embargo
hace cuatro días. Mamá no cree que pueda reunir todo el dinero antes de la fecha límite.
—Am —agito la cabeza—. ¿Por qué no me dijiste?

—Porque es mi familia, es mi responsabilidad. Sin mi ingreso, John es el único que aportaba


algo de dinero. Mamá ha estado trabajando para abrir la joyería con la abuela Victoria, pero no
obtiene realmente un sueldo o algún ingreso. Intentó pedirle un préstamo, pero no accedió.
Dijo que ni siquiera le permitió explicarle. Honestamente no entiendo a esa mujer.

—Cariño, con mucha más razón debiste decirme. Te pude haber dado el dinero.
Agita la cabeza frenéticamente.
—No, claro que no.
—¿Por qué no?

—Porque eso es como si estuviera contigo para sacarte dinero. No te preocupes. Ya


conseguiremos el dinero.
—¿De dónde? John es el único que aporta dinero, pero él también tiene sus propias
responsabilidades. En cambio a mí dinero es lo que me sobra. ¿Crees que no ayudaría a los
padres de mi mujer? Cielo, ellos ahora son mi familia también.
—Ted, pero…
El móvil vuelve a sonar y ella revisa la pantalla.
—Es John —presiona la tecla y se acerca el móvil al oído—. ¿Sí?

Me aparto un poco y dejo que tenga la conversación con su hermano. No le encuentro sentido
mantener un problema así en secreto. Ella debería saber que el dinero no es un problema.
Debería saberlo mejor que nadie que desprenderme de él para ayudar a alguien que me
importa no es problema.
Está tan absorta en la conversación que no nota cuando me aparto hasta el teléfono
residencial de la sala. Marco el número de papá rápidamente.
—Grey —responde.
—Hola, papá.

—Los firmaré más tarde…No canceles el almuerzo con Andrea…Adelanta la reunión de las
tres. Que sea a las dos… —oigo un reguero de papeles al otro lado de la línea—. Todos están
bien.
Creo que el siguiente ruido que escucho es como el golpeteo de un puño contra el escritorio
de madera.
—¿Cómo está tu esposa?
—Menos ocupada que tú.

—Yo no estoy ocupado. Todo marcha y va a la hora estipulada. Así que, en lugar de decir
ocupado, deberías decir organizado.
—Lo siento, lo siento.

Él suelta una carcajada.


—¿Qué hora es allá? —pregunto.
—Poco más de las nueve ¿Y allá?
—Poco más de las cinco de la madrugada.

—Un poco temprano para llamar a tu padre. Lo que me vayas a pedir, dilo ya.
—¿Cómo lo sabes?

—Porque soy tu padre. Siempre he sabido lo que planeas incluso antes de que tú mismo te
percataras.
Sonrío.
—Quería hablarte del Hospital Submarino Trevelyan-Grey.
—¿A quién vas a despedir y por qué? ¿Alguien más intentó follarse a tu mujer sin permiso?
—Mm. Te enteraste.

—Nada pasa en mi empresa sin que me entere. Aprovecho para decirte que estuvo bastante
bien. Si alguien intentara forzar a mi Ana, le destrozo la cabeza de un solo golpe. Ahora dime.

—¿Sabías que ese hospital antes era un zoológico? Desde luego que lo sabías.
—Por supuesto.
—Antes le pertenecía a Bruno, el padre de Amanda.
—¿De verdad? Debe haberlo vendido.

—No, la verdad es que no. Los hermanos Evans se las ingeniaron para quitárselo cuando
Bruno fue diagnosticado con cáncer.
—Joder, ¿en serio?

—Sí.
Permanece en silencio.

—Debí investigar más a fondo antes de comprar parte de ese lugar. ¿Por qué tu mujer nunca
me dijo nada?
—Bueno, su padre había, mm, muerto. No quiso nadar en esas aguas. No tenía sentido.

—Mierda. Por esas razones siempre hago una investigación completa. No hay que decir más.
Cuando resuelva mis pendientes voy a comunicarme con mi abogado. ¿Crees que aún
quieran la propiedad?
—Sabes que estaba llamándote para eso, ¿verdad?
—¿Ibas a pedirme que se los devolviera?
—Incluso estaba dispuesto a suplicar.
Suelta una carcajada.

—No me voy a quedar con la propiedad que le fue robada a un buen hombre.

—Te lo agradezco. Acabo de enterarme que los Sandford están teniendo problemas
económicos. Incluso tienen una orden de embargo contra su casa.

—¿Y tú qué diablos esperas? ¿Para qué tienes todo ese dinero en el banco? ¿De adorno?
—Bueno, tranquilo, viejo. Te llamé para que investigues a cuanto asciende la deuda. Amanda
no va a decirme.
—¿Tengo fama de investigador privado?
—No, pero tienes uno muy bueno. Además, vamos a regresarnos a Seattle.
Silencio.

—¿Esto es algo mínimamente parecido a la crisis que te dio hace meses, la que te llevó a
secuestrar, o algo bastante parecido, a tu novia fuera de Seattle?
—No —suelto una carcajada—. Su padre está un poco enfermo. Tiene problemas con la
presión.
Silencio.
—Esa familia tiene muchos problemas, ¿eh?

—Algo. Por eso nos regresamos.


—Mm.
Frunzo el ceño.
—¿Qué?
—Estoy preocupado por ti. ¿Cómo vas llevando lo que sucedió?
—No es una crisis, te lo prometo.
—¿Estás seguro?

—La verdad no quiero estar aquí. Jack está por ahí. Además, Bruno necesita verla, y Amanda
necesita asegurarse de que él está bien.
—¿Seguro?

—Sí, jefe. No te preocupes.


—Cuando nazcan tus hijas vas a entender que preocuparte viene con el paquete.
—Sobre eso, ¿cómo están mis hermanos?

—Están muy bien. Nadelia y Démitri están creciendo muchísimo. También han subido de
peso, lo cual es una fantástica noticia. Estaban algo desnutridos cuando los encontramos.
—Eso me alegra.

—Ted, tengo un par de cosas que hacer durante el almuerzo. A tu madre se le ocurrió la
fantástica idea de comprar algunas cosas. Si le digo que no, soy hombre muerto.
Suelto una carcajada.

—Dile que la echo de menos. Avísale que vamos a regresar.


—Se lo diré. Hasta luego, Teddy.
Cuelgo. Un pequeño piquete hace que voltee a verla. Está extendiéndome el móvil.
—Es Sophie —susurra—. ¿Es la rubia de la otra vez?

Le sonrío.
—Nunca lo vas a olvidar.

—No. Como tampoco voy a olvidar todas las llamadas que hemos recibido en menos de
media hora.
Me da un beso casto antes de desplomarse cuidadosamente sobre el sofá
—Usa el teléfono residencial para avisarle a tu madre.
—¿Avisarle qué?

—He pedido un avión, comercial o privado, da igual.


Parpadea.
—¿Regresamos a Seattle? Lo de papá no es grave.

—Tal vez, pero estás preocupada por él. Sé que mejorará mucho más rápido si ve
personalmente que te encuentras bien.
Una pequeña capa húmeda se le forma en los ojos.

—Pero es nuestra luna de miel.


Suspiro.
—No siento que estamos en una luna de miel después de lo que sucedió en el hotel. Esta
casa es magnífica, pero no me siento cómodo aquí. Ni siquiera es por mí. Es por ti. No voy a
poder disfrutar del resto de nuestra luna de miel mientras estemos aquí. Esta isla ahora mismo
es solo el lugar donde casi te pierdo. No es un lugar donde pueda pasármela fantásticamente.
Es increíble que lo diga, pero Seattle es más seguro que aquí. Si es por el viaje,
organizaremos uno más adelante. Te llevaré a recorrer el mundo si es lo que quieres.

Me da su sonrisa más maravillosa, con todo su esplendor y gracia. La sonrisa suya que tanto
amo.
—¿Estás seguro? No llevamos ni un mes.
—Lo estoy.
Su sonrisa se hace mucho más amplia.
—Está bien.
Le extiendo el teléfono. Coloco el móvil en mi oído.

—¿Sophie?
—Cursi de porquería. Escuché tu conversación.
Suelto una carcajada.
—¿Qué pasó en ese hotel? Mm. Me da miedo preguntar. Procura no darme detalles íntimos.

—Jack Hyde se apareció por allí.


—Pero… ¿qué?
—Intentó secuestrar a Amanda. Otra vez. Le disparó en el brazo.
—¿Amanda a Jack?
—Temo que fue Jack a Amanda.

—Ay, joder. Eso pasa por no llamarte. Lo siento, Teddy. Soy la peor amiga del mundo. ¿Cómo
te sientes? ¿Ella como está? No, me siento fatal ¡Cuánto lo siento!

—Sophie, descuida. Estamos bien. De hecho, vamos a regresar a Seattle. Es una larga
historia.

—Oh, Ted, Ted. Por eso te llamo. ¡Tengo noticias! Sabes que Michael y yo vinimos a
Colombia siguiendo un rastro de la hermana perdida de Amanda.
—Cierto. ¿A ustedes como les va?

Suelta una risa histérica.

—¡Nosotros no estamos juntos! Es…no…porque ¡Ah, seguro Michael te dijo! ¡Le pedí que me
dejar decírtelo!

—Él no me lo dijo, pero gracias por comprobármelo.


Suelta un gruñido.
—Ya hablaremos de eso otro día. ¡Tengo algo que decirte!
—Bueno, entonces suéltalo.

—Michael y yo estuvimos dando un paseo ayer. Mm, me llevó a comer algo riquísimo por una
calle muy pintoresca. Era una cena de ensueño, de verdad. Me compró una de esas rosas que
se pinchan en el pelo y… Ay, Dios Santo ¡Pero qué cosas estoy diciendo! Cuando íbamos de
regreso al hotel encontramos a una chica en la calle medio desmayada. La ayudamos a
levantarse y le compramos algo de comida. La pobrecita estaba hambrienta. En cuanto la
vimos con mucho más cuidado, ¡Ted, era la hermana de Amanda?
—¿Qué? —suelto de golpe, sorprendido.
—¡Sí! Le dijimos que estábamos buscándola, y parece que se asustó, porque golpeó a
Michael en la nariz y salió corriendo.

Volteo discretamente hacia Amanda, que sigue hablando por teléfono, y no puedo evitar
recordar el puñetazo que me propinó por culpa de una pesadilla.

—Sí, golpear narices es cosa de familia —musito.


—Estamos seguros de que es ella, pero no sé cómo encontrarla. Nadie la conoce.
—¿Y yo como voy a decírselos? No sé cómo explicarlo.
—Lo sé, Ted, y lo siento. Estuvimos tan distraídos que se nos escapó.

—Oye, yo estoy muy contento de que tengas una relación amorosa que no te cause dolores
de cabeza. Te mereces algo así. Ya la encontrarán.

—Es que no vine a Colombia por un amorío. Vine para ayudar a la esposa de mi mejor amigo.

—Sophie, si encontrarte lo que encontraste, sólo disfrútalo. Toma mi consejo. Encontré a


Amanda y ahora estoy felizmente casado y a la espera de mis gemelas. Nunca sabes cuándo
te llegue una oportunidad así. Tú solo acéptala.
—Eres demasiado encantador para ser real.
Suelto una carcajada. Oigo unos gruñidos y respiraciones agitadas al otro lado de la línea.

—¡Allí está, allí está! ¡Michael, que no se vaya, por favor! —suelta un chillido—. ¡Ted, la
volvimos a encontrar!

—¿Están buscando a una niña perdida o cazando a un cerdo?

No me ha escuchado. Al otro lado de la línea solo se escucha un verdadero desastre, grititos y


quejidos. Oigo algo de “familia”, “lejos” y “otro país”. Después hay un silencio prolongado de
unos pocos segundos.

—Bien, esto es un desastre —oigo a Sophie decir—. Ted, no hay como convencerla. Quiere
ver a sus supuestos padres. ¿Qué demonios hago ahora?
Me paso la mano por el pelo.
—No hay de otra. Comunícate con ellos.

—Que Dios me ampare. Está bien.


Cuelga. Echo un rápido vistazo a mi esposa. Ha terminado la llamada. El teléfono residencial
descansa sobre uno de los cojines. Tiene los ojos pequeños por el cansancio. Decirle lo de su
hermana podría alterarla nuevamente. Creo que es conveniente contárselo más tarde.

Sus ojos finalmente se cierran, sucumbiendo al sueño, y yo me aparto a la siguiente


habitación a esperar la llamada de Aarón.

Capítulo ciento treintaiocho.


Lo bueno de no haber desempacado nada es que sólo tuvimos que tomar las maletas e irnos.
Antes de subirnos al avión, pedí que hicieran una revisión entera para descubrirle anomalías a
tiempo (como a Jack Hyde fingiendo ser nuevamente nuestro copiloto). Ya no me puedo
permitir errores. No podría soportar nuevamente casi perderla. Si pierdo a esa mujer, es como
regresar a un infierno frío y solitario.

Diez minutos más tarde nos encontrábamos en la comodidad del avión, perfectamente
instalados.

Amanda estuvo muy callada la primera hora de viaje. Se mantuvo sentada en una de las
butacas acolchonadas, haciendo girar incontables veces su anillo de bodas. No he querido
preguntarle que tiene, porque sé de lo que se trata.
Está pensando en Jack.
Está intentando recordar lo que pasó.
Está preocupada por su padre.

Sin importar cuanto lo intente, o cuanto esté dispuesto a hacer para distraerla, siempre
termina preocupándose. No puede evitarlo. Mientras no estalle en una crisis, supongo que
todo está bien. Preocuparse a estas alturas ya era algo bastante normal.

Cruza las piernas y se acomoda mejor contra el espaldar del asiento. Está mirándome
fijamente. Tiene los ojos de un azul mucho más intenso de lo usual, y yo conozco esa mirada.
Es la mirada de alguien que está creando un plan.
—He estado pensando —dice.
Aquí va. No puedo hacer otra cosa más que sonreír.
—Lo he notado —digo—. Sé que es por Jack y por Bruno.
Hace una mueca.

—¿Cómo lo sabes?
—Porque te conozco.
—Bueno, sí, ha sido por ellos. Me preocupa la salud de papá.
—Él va a estar bien.

—Tal vez. Hace tan solo una semana le dijeron que al fin había vencido al cáncer.
Asiento. Recuerdo cuando le dieron la noticia. No había dejado de llorar y dar saltitos por casi
quince minutos.
—Verme lo hará mejorar, es cierto. Porque sé eso es que Jack me preocupa más. ¿O es que
no te has fijado que siempre sabe dónde estamos y qué hacemos?

Está hablando de un tema serio, pero no puedo darle la debida importancia cuando la tengo
sentada frente a mí usando ese vestido de seda gris que le llega hasta las rodillas y los
tacones negros que le alargan las preciosas piernas, como si fuera una ejecutiva en plena
negociación.

—Sabe donde vivimos —continúa—. Eso no es tan importante. No es exactamente una


propiedad que pase desapercibida. Pero sabía que me llevarías fuera de Seattle y consiguió
estar en el avión antes que nosotros. Sabía la ubicación de la propiedad donde nos
hospedamos. Sabía que el Escala estaba en venta incluso antes que el mismo Christian.
Sabía la ruta de viaje de tu hermana, sabía en qué número de habitación me pusieron. Fue
con una jeringuilla con Dios sabrá qué cosa para hacernos un daño irreparable.
Sus ojos se vuelven aún más oscuros.

—Sabía que estaríamos en Isla Mauricio. Sabía cuál era nuestro piso, el número de
habitación, la línea telefónica. ¿De verdad no te has preguntado cómo es que sabe todo eso?

Joder. No, no lo había pensado. Todo lo que tenía en mente era mantenerla segura. Nunca
me he detenido a pensar en cómo siempre conseguía darnos alcance.

—Quizá alguien le pasa todos los datos, o tal vez nos rastrea. Incluso podría estar
escuchando nuestras conversaciones telefónicas sin que alguien se percatara de ello.
Suelta un bufido.

—Ni siquiera sé por qué nos tomamos tanto tiempo para entenderlo —se inclina un poco hacia
delante—. Elena Robinson le da todo el dinero que necesite. ¿Tú para qué crees que lo use?
Oh…
—Para comprar gente —musito.

Asiente.
—Supusimos una vez que los hombres contratados para el equipo de seguridad estaban
comprados por Jack, al menos una parte de ellos —digo.

—Sí, ¿pero qué pasaría si no sólo se trata de de un par de hombres encargados de la


seguridad? ¿Y si Jack ha conseguido infiltrar a alguien mucho más adentro?

—Eso significaría que es alguien de la familia.


—O alguien en quien confiemos.
Me rasco la barbilla.
—A parte de la familia, en quienes único confiamos es en Taylor, Sophie, Wallace y Bobby.
—Ted, ellos son familia. Cuando hablo de en quienes confiamos me refiero a…
—Empleados de confianza —digo.
Vuelve a asentir.
—¿Pero quién?
Ella no me da una respuesta, se toma todo su tiempo en pensarla.

—Hace años, el problema con la presión de papá fue lo que le empeoró el cáncer. Sabía que
nos estábamos quedando sin dinero. Se sentía muy frustrado porque no podía ir a la
universidad.

Por alguna razón, sé que ese es el punto al que quiere llegar. Está recordando los motivos
que la llevaron a pedir empleo en Grey Enterprises.
—Tienes razón —sonríe—. Fui una pésima secretaria.
Le devuelvo la sonrisa.
—¿Me contrataste sospechando que era hija de Jack?
—No. Comencé a hacerlo después del asunto del móvil dentro de la caja.
Inclina la cabeza un poco.
—¿Y qué hiciste entonces?
Levanto una ceja oscura.

—Le pedí a Wallace que te investigara.


—Exacto.
Ya no sé a dónde quiere llegar.
—¿Por qué lo hiciste?

Me remuevo algo inquieto.


—Desconfiaba de ti, ¿bien? —gruño—. ¿Cuál es tu punto? ¿Hacerme sentir culpable?

—No —sonríe burlona—. Pero ya has tocado mi punto. Me investigaste porque creías que
estaba de lado del hombre que amenazaba a tu familia. Es por eso que Jack nos tiene
ventaja.

Frunzo el ceño.
—No comprendo —musito.

—No investigamos a nadie porque no desconfiamos de nadie. Creemos que todos a nuestro
alrededor están ahí para ser nuestros amigos, pero no es cierto.
La miro fijamente, esperando a que continúe.

—Comencemos por el principio —se acomoda el brazo izquierdo con mucho cuidado sobre el
brazo del asiento—. Jack quería la empresa de tu madre, ¿no?
Asiento.

—Entonces piensa, ¿para qué la iba a querer? No puede ser para manejarla. Jack era un
fugitivo. Cuando lo atraparan, se iba a saber lo del soborno y probablemente se la entreguen a
tu madre de vuelta. En caso de no ser así, tu padre simplemente vuelve a comprarla.
Asiento lentamente. Tiene razón.
—¿Entonces para qué la quería? ¿Y para qué iba a necesitar a Elena y a su sobrina? ¿Ellas
que papel interpretan en esta historia? Elena es la del dinero, bien. ¿Y qué hay de Natasha?
—Supongo que sólo está en el —dibujo unas comillas en el aire— “negocio familiar”.

—Exacto. Lo que me hace pensar en otra cosa. Jack consiguió que William también estuviera
de su lado. Tuvo junto a él al hijo que siempre quiso, al único de los dos que le demostró lo
más parecido a afecto paternal. ¿Por qué quería entonces que yo estuviera de su parte?
Siempre dijo que me parecía a mi madre. Que por mí no sentía ningún cariño. ¿Qué ganaba
entonces teniéndome de su parte?
Se rasca la nuca con la mano buena.
—Intentó matar a mamá sólo para conseguir la dirección de mi nueva familia.
—William cree que te quiere porque eres lista.

—Ay, por favor. Jack puede conseguirse a cualquier idiota para hacer lo que sea que pueda
hacer yo. Con lo único que soy buena es con un arma. Para eso no me necesita. Debe haber
algo más y ha sido muy bueno ocultándolo.

Chasquea la lengua varias veces mientras piensa. Está en total silencio y su mirada va de
aquí para allá.

—Si quiere vengarse de Christian… —entrecierra un poco los ojos—. ¿Por qué nos ataca a
nosotros?
Vuelve a recostarse del espaldar.

—La única vez que atacó a Christian fue a través de Phoebe, y el ataque ni siquiera se dirige
a él. Se dirigía hacia ti. Dejó una nota, ¿no es así? Christian la mencionó. Decía…

—Esto es por mezclarte con mi hija —digo. Esa corta oración había estado en mi cabeza
durante el pesado y oscuro mes que la había abandonado.
Amanda asiente.
—Piensa un poco, Ted. Si Jack quiere vengarse de tu padre, ¿por qué nos ataca a nosotros?
Mi secuestro, la nota en el accidente de tu hermana, lo que sucedió en el hotel. ¿Y si lo que
más lo cabrea es que estemos juntos, tú y yo, una Hyde y un Grey? ¿Qué pasa si eso le
molesta más que haber ido a la cárcel por culpa de tu padre, según como él lo expone?

Un destello oscuro le surcan los ojos a medida que presiona su mano buena contra su vientre
hinchado.
—A Jack ya no le interesa su absurda venganza contra Christian —gruñe—. Quiere
separarnos. Y quiere, por sobre todas las cosas, asesinar a mis hijas. ¡Grandísimo hijo de
puta!

Se levanta del asiento sorpresivamente y se dirige hacia una de las maletas. Aunque tiene
especial cuidado en no abusar de su brazo derecho, consigue abrir la maleta con una
velocidad escalofriante. Saca de ella un portátil, mi portátil, y una pequeñísima bolsa
rectangular. Creo que es una memoria externa. Regresa nuevamente al asiento y abre
cuidadosamente la mesa deslizable.
—¿Qué estás haciendo? —pregunto cuidadosamente.
Enfoca sus ojos oscuros hacia mí durante tres cortos segundos.

—Para acceder a una base de datos como la que Grey Enterprises posee se requiere o bien
tener un acceso directo en el computador del presidente o director general o bien tener una
conexión a internet. Desgraciadamente no tenemos ninguna de esas.

—La primera porque ese portátil no tiene ninguna conexión con la empresa y la segunda
porque estamos sobrevolando un océano.
—Bueno, suerte para ambos, fui una maldita delincuente a los catorce años.
Le sonrío con burla.
—¿Aún existen cosas de ti que no sabía?
Me devuelve la sonrisa mientras comienza a teclear frenéticamente con ambas manos.
—Vas a lastimarte el brazo —musito.
Ella agita la cabeza.

—Ahora mismo no me duele —conecta la memoria externa al puente USB—. ¿Recuerdas el


día de la llamada de Jack?
—Recuerdo muchísimo la cachetada, de modo que sí.
—Lo siento por eso. Te había mencionado a un sujeto.

—No quisiera recordarlo.


—También te mencioné que era un sujeto del bajo mundo. Me enseñó algunas cosas.
—Por favor, no menciones ni una sola de sus lecciones de sexo. No quiero tener que
imaginármelo.

—No tienes que hacerlo. Lo practico todo contigo —alza la vista hacia mí dos simples
segundos antes de devolverla a la pantalla—. Me enseñó como entrar a una base de datos
protegida con un gusano invasor sin necesidad de internet.
—¿Exactamente cómo haces eso?

—¿Con un gusano invasor?


Levanto una ceja oscura.

—Este portátil estaba en el avión privado de tu padre —dice—. Me lo llevé en una de las
maletas. Pensé que si no había televisión en la habitación podríamos ver una desde el portátil.
Debí suponer que sí tendrían televisión. En fin. Este es un portátil que tu padre usa
ocasionalmente cuando va de viaje para mantenerse informado.
—¿Cómo lo sabes?

—Tiene el historial archivado en el disco duro. Las cosas realmente no se eliminan del todo.
Se crea un archivo, una copia de seguridad, en el disco duro. De modo que puedo acceder a
la base de datos de la empresa usando esa copia de seguridad.
—¿Sabes que tenemos expertos en informática asegurando la privacidad de esos archivos?
¿Qué sucede si alguien nota que algo anda mal?
—El gusano se elimina cuando haya terminado su tarea. Este gusano es como un virus que te
da acceso de administrador a cualquier servidor infectado. Pero no crea daños, no deja nada
infectado. Sólo es útil para realizar la tarea requerida.
—¿Y esa es…?
—Acceder a los expedientes de todos los empleados.
Parpadeo.

—¿Harás que investiguen a todos los empleados? Son cerca de…


—Ciento catorce si cuentas a los dos hombres de mantenimiento que contrataron hace tres
días —gira el portátil hacia mí—. No me odies por esto, pero necesito que me ayudes.
—¿Para qué?
—Tú conoces la empresa casi tanto como tu padre. Conoces a los empleados.
Inclino la cabeza.
—Un poco, sí.

—Entonces podemos empezar por hacer una lista de los empleados en los que no confíes.

—Si papá desconfiase de alguien simplemente lo despide. Creo que así no llegaríamos a
ningún lado.

—Tienes razón —se rasca la barbilla—. Entonces tendremos que buscar de otra manera. Hay
que buscar según la fecha de contratación. Quienes concuerden con el día que Jack escapó,
o que se aproximen, es sospechoso.
—Entonces es un trabajo bastante largo, porque son más de cien empleados.
Ella me sonríe.
—Pues a trabajar, nene.

__________________________________

Para llegar a la mitad de la lista nos tomó aproximadamente cinco horas de trabajo. Amanda
no ha querido examinarlo todo a la ligera. Ha ido uno por uno, leyendo el expediente con
muchísimo cuidado, sin que un simple detalle se le escapase. En la lista de sospechosos sólo
estaba una secretaria de nombre Gabrielle que trabajó para mí por dos meses hasta que papá
nos encontró medios desnudos en la oficina. No he querido mencionárselo. Ya tiene los
ánimos bastante caldeados.

Dormimos por casi siete horas y lo que restaba del viaje lo utilizamos para completar la lista.
La he despegado de la pantalla de vez en cuando para hacer que coma y se tome el relajante
para el dolor. Ocasionalmente cabecea, y muy pocas veces se deja caer contra mi pecho para
dormir. No dura mucho dormida. Se levanta y regresa nuevamente a la lista. Mientras lo
hacemos, procuro darle masajes para aliviarle un poco la tensión. Le acaricio el cabello por
casi quince minutos sin parar y finalmente consigo que se quede dormida. Me acomodo en el
asiento y no tardo en dormir también.

Nos despertamos cuando la azafata nos avisa que vamos a despegar. La mujer segura de sí
misma desapareció durante los minutos que le tomó al avión llegar a tierra. Había confesado
su miedo a los aterrizajes, y en ese momento, mientras la cubría con mis brazos, no podía
recordar alguna cosa más tierna que sus ojillos haciéndose pequeños mientras se acurruca
contra mí.
Taylor esperaba en la pista junto al Saab. Papá debe haberlo mandado. Está tan inusualmente
vestido como un hombre que tiene el día libre. Se acerca a nosotros y nos ayuda a bajar las
maletas.
—Hoy era tu día libre, ¿cierto? —pregunto.
Él sonríe.

—Iba a llevar a Gail a cenar.


—No tienes que llevarnos. Iremos a visitar al padre de Amanda.
—Le dije al señor Grey que lo llevaría.
—No te preocupes por eso. ¿Cuántos más han venido?

—Cuatro —señala con la barbilla un coche negro cerca del Saab—. Están esperando.
—Entonces te llevaremos a casa para que salgas con tu esposa. Que ellos nos acompañen.
—Dije que iba a llevarlo y eso haré. Ya hablé con Gail. No tiene problema.
Yo le sonrío.

—Te despediré si no vas con ella.


—No fue quien me contrató. No puede hacerlo. Suba al auto. Lo llevaré a donde me pida.
—Se te ha pegado lo de dar órdenes. Eso sucede cuando trabajas demasiado con papá.

Me arrebata la última maleta de las manos. Amanda sólo lleva una bolsa con maquillaje y no
sé qué más, pero no ha dejado que se la quite.
—No pesa nada, no importa —le sonríe—. La llevaré conmigo.

Él se aparta y deja que entremos en el coche.

Quince minutos más tarde estamos caminando por los pasillos del hospital hacia la habitación
donde tienen a Bruno instalado. Amanda es un total manejo de nervios que hiperventila
constantemente sin poder calmarse. Ni siquiera fue capaz de girar la cerradura de la puerta.
Tuve que hacerlo yo.

Su padre estaba recostado sobre la cama, y Santa Madre, se veía mejor de lo que pudiese
creer que estuviera. No luce alterado ni nervioso, sólo cansado. Amanda le salta encima,
abrazándolo con fuerza. Se le separa un poco cuando un pequeño dolor se le despierta en el
brazo. Stella salta de la esquina y abraza a su hija. Yo me quedo en una esquina observando
la preciosa escena. Tiene lo que siempre ha deseado. Una familia real, una que la ame. Y sé
que por fin lo ha comprendido. Que hayas estado muy jodido no significa que las cosas no
puedan mejorar.

Salgo lentamente de la habitación y noto que hay dos hombres de seguridad colocados a
ambos lados de la puerta. Taylor debe haberles ordenado que se posicionaran ahí. Tomo el
móvil del bolsillo y marco el número de Wallace, que tarda un rato en responder.

—¿Qué? —gruño.
—Joder, aprende a responderme bien. Soy tu mejor amigo.
Escucho tremendo escándalo al otro lado de la línea.
—Esta niña definitivamente es hermana de tu esposa. Joder, no se calla. Grita y grita.
Después de esto voy a exigirte un aumento de sueldo.
—Hecho ¿Cómo va todo por allá?

—Los padres llegarán en dos horas. Tenemos que ir a recogerlos, pero es muy difícil con esta
chiquilla chillona.
—No se te dan bien las crías, ¿eh?

—¿Cría? Es una adolescente capaz de romperle los huevos a cualquiera. Sophia es la única
que la calma un poco. Parece que la niña tiene algo muy parecido a un novio y quiere verle.
—¿Por qué no intentas hacer que lo vea? Tal vez sólo quiere despedirse.

—Porque él le vende drogas a los adolescentes de una preparatoria. ¿Llegué a mencionarte


que la familia de tu esposa parece tener algún historial con drogas? Ya parece cosa de familia.
No puedo evitar recordar que Amanda me había confesado tiempo atrás que también tuvo sus
líos con las drogas.

—Ya falta poco para que este lío se acabe. La niña hasta va a darte las gracias. Por cierto, no
te las he dado yo. Este problema parece causarte molestias.
Lo escucho suspirar.
—No ha sido tan malo. Tengo a Sophia.
—¿Desde cuándo le dices Sophia?
—Desde que descubrí que le gusta.
—Tal parece que a las mujeres les gustan los apodos cariñosos.
Suelta una carcajada.

—Lo siento, Ted, pero tengo que dejarte. El aeropuerto nos queda un poco lejos y creo que
habrá que atar a esta niña a uno de los asientos para que vaya con nosotros.
—Suerte con eso entonces.

—Ya me las cobraré.


Él cuelga antes de que pueda responderle. Me doy la media vuelta para volver al interior de la
habitación, pero el móvil vuelve a sonarme. Es papá.
—Hola, jefe.

—Si ya llegaste, ¿por qué no llamaste?


—Lo olvidé. Viejas costumbres.

—Mm. Tengo la información que querías. Sobre tu suegro. Esperé a decírtelo cuando
estuvieras de vuelta en Seattle.
—Cierto. Ya se me había olvidado.

—Lo supuse. Hice la transferencia por ti. Harán efectivo el pago antes de las seis horas.
Además, ya estamos trabajando en el papeleo para cederle nuevamente los títulos de
propiedad del hospital. Voy a suponer que querrá que sea un zoológico otra vez. De todas
maneras, aunque no me pertenezca, seguirán entregándose los donativos para el
mantenimiento del lugar. ¿Lo comentaste con tu esposa? ¿O también lo olvidaste, joder?
Suelto una carcajada.

—No he querido comentárselo aún. Quiero que todo esté listo primero, así no pueda decirme
que no.
—Ese es mi muchacho. Ahora dime, ¿cómo está?
—Está bien, y yo necesito hablar contigo.
—¿Sobre qué?

Recuerdo lo que Amanda me había dicho, sobre la loca posibilidad de que tal vez Jack
escuche nuestras conversaciones telefónicas. Si iba a hablar de esto con papá, debía ser en
persona. Es mejor tener precauciones por más tontas que sean.
—Quiero hablar contigo sobre un negocio que me gustaría iniciar —musito rápidamente.
—¿Por qué conmigo?

—Porque eres un hombre experto en la materia ¿Dónde te encuentras?


—En la empresa.
—Entonces allá te veo, ¿o estás ocupado?
—¿Qué te dije sobre eso? —gruñe.

Suelto una carcajada.


—Nunca estás ocupado, sólo organizado.
—Bien. Te veo aquí.

Cuelga. Abro la puerta cuidadosamente para no sobresaltar a nadie. Amanda está de pie junto
a la cama sosteniendo la mano de su padre con su mano buena.
—Cariño, te dejaré un rato aquí mientras voy a ver a papá ¿Está bien?

Ella asiente mientras me sonríe. No puedo resistirme, así que cruzo la habitación en dos
segundos y la beso.
—Puedes llamarme al móvil si necesitas algo —susurro.
Me sonríe embobada, y yo hago exactamente lo mismo. Es tan preciosa…

—Te amo —musito antes de volver a besarla.

Me despido rápidamente de Bruno, deseándole que se recupere, y me marcho


inmediatamente a hablar con papá.

Capítulo ciento treintainueve.

Suspiro cuando veo el sobre con la lista de los empleados en mi mano. Antes de entrar a la
oficina de papá, saludo rápidamente a Susan, que está concentradísima en la computadora.
—Buenas tardes —digo.
Ella se sobresalta antes de sonreírme.

—B-buenas tar-tares, se-señor.


—¿Cuándo es tu hora de salida?
—F-fue hace qui-quince minutos. So-solo est-toy termi-minando algo y-y me v-voy.

El timbre del ascensor no me permite hablar. Cuando las puertas se abren, veo a Bobby
atravesando el pasillo con rapidez. Se detiene en seco al verme.
—Grey. ¿No estabas…no estabas de luna de miel?
Le sonrío burlón.

—Regresé hace menos de dos horas —me cruzo de brazos—. ¿Qué haces aquí?

Él se rasca la nuca. Se ve nervioso. Espera, ¿nervioso? Esa es una emoción que Bobby
jamás ha demostrado. Pero basta ver las mejillas sonrosadas de Susan para comprender lo
que está pasando.

—¿Ustedes dos están saliendo? —le doy una mirada rápida a Susan—. ¿No lo habías
insultado el día que se conocieron por quererse meter a la oficina sin avisarme primero?
—¡Sí! —responde él—. Aproveché eso para hacerla cabrear. Es que pensé que se veía
realmente dulce cuando se enojaba, y un día la invité a cenar a son de broma y aceptó.
—¿Y esta es la famosa cena?
Bobby se sacude el pelo antes de meterse las manos en el bolsillo.
—En realidad es la cuarta.

Abro los ojos tanto como la cuenca que los alberga me lo permite. Bobby ha salido por cuarta
vez con la misma chica. Wallace está liado con mi mejor amiga. Yo estoy casado. Literalmente
nos han puesto la correa. Somos un montón de cachorros que ya tienen dueña.
Hago un esfuerzo por no carcajearme.
—Hablaremos más tarde —le digo—. Necesito ver a papá.
—A menos que consiga despegarla del trabajo, probablemente siga aquí cuando regreses.
Suelto una carcajada y me introduzco por las puertas de la oficina. Papá está sentado detrás
del escritorio. Hay una mujer rubia de pie junto a él, leyendo los mismos papeles que él. Yo la
recuerdo. Es Andrea. Años atrás había sido su asistente. Ahora lo representaba en unos
negocios que tenía en Nueva York. Es la única persona en quien, aparte de mí y Phoebe,
realmente le confía los negocios.
No puedo evitar escuchar la voz de Amanda en mi cabeza.

Sí, ¿pero qué pasaría si no sólo se trata de de un par de hombres encargados de la


seguridad? ¿Y si Jack ha conseguido infiltrar a alguien mucho más adentro?
Alguien mucho más adentro, como alguien que lleva años con nosotros, años trabajando para
papá…

No. Andrea es familia. Si ella no fuera realmente confiable, papá lo hubiese sabido. Tiene un
ojo para eso.

Cuando papá nota que estoy ahí, le pide a Andrea que le de unos minutos. Ella pasa junto a
mí y me da un abrazo. Era como una especie de tía cariñosa. Desconfiar de ella era absurdo.

Él se levanta del asiento, se acerca y me da un apretón fuertísimo. No puedo más que


devolvérselo. Lo he echado de menos.
Se separa y me ofrece asiento al mismo tiempo que vuelve a acomodarse en su trono.

—¿Dónde dejaste a tu esposa? —pregunta.


—En el hospital, visitando a su padre.
—¿Cómo está?
—Yo lo veo bastante bien.

—Lo que comprueba que él no es el motivo principal del regreso.


Inclino la cabeza un poco mientras le sonrío.
—Sabes que no.
—Lo que si me sorprendió fue tu solicitud. ¿Abrir un negocio? ¿De qué?
Chasqueo la lengua.
—Era una mentira, papá —digo—. Pero sí tenía que hablar contigo sobre algo.
Se acomoda en el asiento, esperando una explicación. No le ha gustado que le mintiera.

—Durante el viaje, Amanda estuvo una hora entera en total silencio. Todo ese tiempo estuvo
pensando en la situación de Jack, y te lo juro, todo lo que ella racionó tiene la total lógica del
mundo.
Sus ojos grises se enfocan en mí. He conseguido su absoluta atención.
—¿Sobre qué? —pregunta.
—Ella cree que Jack tiene un informante.
Su rostro está inexpresivo, pero sus ojos brillan, llenos de miles de emociones, ninguna clara
en lo absoluto. Yo sigo contándole todo lo que ella estuvo contándome. Le dije lo que hicimos
con la computadora, incluso le conté lo de la lista. Durante los quince minutos que estuve
hablando sin parar, él permaneció totalmente quieto, mirándome. Su único movimiento era el
de su pulgar deslizándose por su labio inferior.
—¿Tienes esa lista?
Tiene ese tono de voz que siempre me ha dado miedo. Sombrío. Controlador.

Le extiendo el sobre. Él lo abre con sorprendente rapidez y esparce los papeles sobre el
escritorio. Los revisa lenta y concienzudamente. Luego, sin previo aviso, extiende la mano
hacia el teléfono de la oficina.

—Que no me pasen llamadas…Si alguien viene, diles que estoy demasiado ocupado…No, a
nadie.

Cuelga, e inmediatamente marca otro número.

—Taylor, regresa al hospital y dile a mi nuera que la espero aquí…Dile que tengo sus papeles,
que la necesito en mi oficina para discutirlos.

Vuelve a colgar. Se recuesta del espaldar y se frota la frente con el dedo anular. Estresado,
molesto, y terriblemente irritado.

—¿Hicieron la lista los dos? —pregunta.


—Los últimos veinte los hizo ella. No sé cuál de esos veinte agregó a la lista.
—¿Y en qué se basó para colocarlos?

—No lo sé. Cuando la hizo yo estaba dormido. Supongo que encontró algo sospechoso —
frunzo el ceño—. ¿Por qué?
—Por el último nombre de la lista.

Extiende los papeles hacia mí y los leo. No puede ser. Es Andrea. El último nombre es de
Andrea.
Cuando volteo a verlo, tiene los ojos oscuros.

—Seguro que la colocó ahí porque no la conoce.


Papá no dice nada, sólo me mira.
—Dijiste que usaron la lista de empleados en Grey Enterprises. Sólo de aquí, de la empresa.
—Sí, ¿y eso qué?

—Andrea ya no está en mi nómina. No es exactamente mi empleada. Ella me representa en


los negocios que tengo en Nueva York. Si aparece en alguna nómina, es en la de allá.
—Entonces… —frunzo el ceño, confundido—. ¿Amanda de dónde sacó su nombre?

—Si no lo sabes tú, ¿cómo lo sabría yo? —se pasa la mano por el pelo cobrizo—. No hay de
otra. Hay que esperar que tu esposa llegue.
Una hora más tarde, Susana se comunica por la línea principal y anuncia que Amanda ha
llegado. Salto del asiento y abro la puerta. Ella le está sonriendo a Susan, pero sus ojos no
son amables. Parecen los de una gata a punto de arañar. Inmediatamente la tengo dentro de
la oficina, cierro la puerta y volteo hacia papá.
—Ella terminó su turno hace casi dos horas —digo.

Él agita los hombros.


—A veces se queda un rato extra para terminar algo.
Amanda se acomoda en uno de los asientos, cruzando las piernas. Tiene el bolso de un
portátil colgado del hombro izquierdo.
—Hola, Christian —dice.

Su voz es seca, áspera. Me acomodo en el asiento junto a ella. No está de humor. De hecho,
está visiblemente cabreada. Tal vez sea porque ha mandado a llamarla cuando estaba
compartiendo un rato agradable con su padre.

—Hola, Amanda —responde él con el mismo tono de voz.

Amanda enfoca su vista hacia los papeles. Papá coloca frente a ella el papel que contiene el
nombre de Andrea.

—Veo que ya la viste —dice ella—. Puedo decirte que…


—El nombre de Andrea, ¿de dónde lo has sacado?
Lo que sea que iba a decir, prefirió mantenerlo dentro de su mente. Suspira y se prepara para
responder.

—Después de terminar la lista, estuve pensando en lo que yo misma dije. Si Jack tiene un
informante, éste debe estar muy metido en los asuntos de la familia. Así que comencé a
buscar registros de empleados de hace muchos años y que sigan en nómina. Ella apreció en
la de Nueva York. Pero sobre la lista…
Él se echa hacia adelante un poco.
—¿Conseguiste ver la nómina de empleados en Nueva York con una simple copia de
seguridad?
Ella se inclina también.
—Te sorprendería lo que puedes hacer con una simple copia de seguridad.

Me aclaro la garganta. Son como dos bombas nucleares a punto de estallar. Eso no le haría
bien a ninguno.

—Andrea es la persona en la que más confío, después de mis hijos, el manejo de cualquiera
de mis negocios. Ahora vienes tú y la pones en esta lista de posibles infiltrados de Jack,
haciendo que todo a mí alrededor sea cuestionable.

—Sé que la puse, y para ser honesta estaba un ochenta por ciento segura de que era ella,
pero no es así.
Él levanta una ceja y echa la espalda hacia atrás, preparándose para la explicación.
—Mientras estuve en el hospital, utilicé el internet allí e hice otras investigaciones. Revisé la
lista de tus empleados tantas veces que ya me sabía los nombres de tus empleados. La
primera que busqué fue a esa tal Andrea. Nada.
Papá y yo fruncimos el ceño.
—¿Qué hiciste? —le pregunta.

—Pedí un registro de ella, ¿está bien? Sé donde conseguirlos. Por Dios. Sé donde conseguir
lo que sea. Drogas, alcohol. Un simple registro no es nada.
Le sonrío a son de burla.
—Olvidé decírtelo, pero me casé con una ex delincuente juvenil.
Ella me hace una mueca. Papá se aclara la garganta.
—¿Qué encontraste?

—No fue nada. Es una mujer a la que llaman limpia. No tiene expediente criminal ni nada por
el estilo —inclina un poco la cabeza—. Al menos ella sí está limpia.
Papá suspira pesadamente.
—¿A quién estás investigando?

Amanda saca los papeles que trae en uno de los bolsillos del bolso y se los extiende. Él
esparce los papeles lentamente sobre el escritorio, leyéndolos con extremo cuidado. Su
semblante se torna sombrío por momentos.
—Esto… —se agita el pelo cobrizo—. Maldita sea.
Amanda suspira.

—No quisiera decirlo, pero ella concuerda. Lo hace demasiado. Cuando Jack consigue huir,
días más tarde se une al programa que estabas respaldando. Luego la contratas, y las cosas
comenzaron a complicares en serio. La contrataste justo después de mi secuestro. Y era
perfecto. Era tan dulce y provocaba tanta ternura que no la puedes creer capaz de algo
tan…ruin.
Papá continúa leyendo los papeles, pero sé que la ha escuchado.

—También dice que tiene un hijo de tres años —continúa—. La fecha lo confirma todo.
Desapareció una semana después de que Jack escapara. Después de esa semana
comienzan a registrársele conductas extrañas, llamadas a números desconocidos y un
incremento de malversación monetaria. Sus títulos universitarios le consiguieron un empleo en
el área de soporte técnico en una empresa que le otorgaba un excelente sueldo, pero ella
renunció, lo que puede aprobar mi teoría de que están rastreándonos y escuchando nuestras
conversaciones.
Papá golpea con el puño fuertemente el escritorio.

—Todo un equipo de seguridad y sólo necesitaba que una mujer embarazada se cabreara en
serio para conseguir verdadera información —gruñe.
Me aclaro la garganta.
—Esperen un segundo —digo, confundido—. ¿Exactamente de quién estamos hablando?

Papá me extiende los papeles, se levanta del asiento y sale disparado por la puerta. Rebusco
entre los papeles hasta encontrar el indicado. Cuando leo su nombre, la garganta se me seca
inmediatamente.
—¿Susan? —volteo hacia ella—. ¿Estás segura?
Ella asiente.

—Creo que es ella, y me da muchísimo coraje, porque realmente me agradaba.


—¿Pero estás totalmente segura?
Papá azota la puerta antes de volver a sentarse.
—Se ha ido —gruñe.

Amanda voltea hacia él.


—Tenemos que asegurarnos que es ella.
Los ojos grises de papá son más oscuros.
—Lo sé.

—Ella fue a cenar con Bobby —digo—. Esta es su cuarta cita. Si ella es la informante de Jack,
está tratando de sacarle información a Bobby. Hay que llamarlo y preguntarle donde están, así
nosotros…
—No —musita Amanda, poniéndose de pie y dejando el portátil sobre el asiento—. Eso
alertaría a Jack.
—¿Entonces qué hacemos?
—¿Él quiere que confiemos en ella, no? Pues es exacto lo que hay que hacer.
Papá y yo compartimos una mirada preñada de confusión.

—No te estoy entendiendo —digo.


—Es muy simple, cariño —agita las pestañas rápidamente—. ¿Has escuchado ese dicho de
“mantén a tus amigos cerca, pero a tus enemigos aún más”? —sonríe—. Entonces tenemos
que darle vida a esa frase.
Se inclina un poco para besarme y luego se marcha, dejándome la cabeza llena de dudas.

Capítulo ciento cuarenta.


—Mm, cariño —musita contra mi boca.

Yo sonrío antes de besarla. Por Dios, era fácil acostumbrarse a despertar de esta manera.
Sexo exprés en la mañana antes de irse al trabajo. ¿Qué clase de gilipollas no amaría algo
así? Además, por extraño que parezca, se ha vuelto más cariñosa, coqueta y sexy desde que
regresamos a Seattle. Hace tan solo una semana atrás habíamos estado al otro lado del
mundo. Y el lugar era un paraíso, salvo por los constantes recuerdos del disparo.
Amanda se ha divertido toda la semana jugando a ser amiga de Susan. Aún no quiere decirle
que lo sabemos, no. Ella tiene un plan. Sale a almorzar con ella, van de compras e incluso
ayer, cuando decidí incorporarme al trabajo, vino conmigo y la ayudó con sus tareas. Ni papá
ni yo sabíamos cual era su plan. Incluso en casa trataba de sacarle algo, pero nada. Sólo me
sonreía y decía que todo lo tenía bajo control. Sé que es así. Es lista.
Me le separo un poco y ella protesta, envolviéndome los brazos alrededor del cuello.
—Preciosa, estás como para cometer pecado, pero debo ir a trabajar.
Suelta un gruñido.

—Por esto mismo ahora prefiero que nunca volviésemos a Seattle.


Suelto una carcajada.
—No seas gruñona, que me voy a trabajar pero sin dejarte desatendida.
—No, no. Yo te atendí. Esta vez yo te desperté.

—Mm. Es cierto. Hoy mi pequeña se despertó inquieta.


—Siempre, guapo. Siempre.

Le planto un beso antes de separarme del abrigo de sus brazos. Se lleva las manos al vientre
hinchado, propinándole caricias.
—¿No hay una manera de hacer que te quedes?
Como me he metido en el guardarropa, tengo que gritarle.

—Hay varias alternativas, pero debo ir a trabajar.

Escojo una camisa de lino y un traje azul. No escucho su respuesta hasta pasados los
segundos, y ha sido únicamente porque la tengo detrás de mí.
—¿Puedo poner en práctica alguna de ellas?
Me doy la vuelta y le envuelvo la cintura con los brazos.
—No —le planto un beso—. Si de algo te sirve, el solo verte desnuda hace que desee
quedarme.

Desliza las manos por mi espalda desnuda, acariciándome, hasta llegar a mi trasero, donde
espeta las uñas.
—Quiero que te quedes conmigo.

Sus labios están temblorosos. He alcanzado a notarlo cuando acaricia los míos con ellos.
Joder. Terminará por conseguir lo que quiere.
—¿Por qué no vienes conmigo?
Suelta un gruñido.
—Porque estarás metido entre papeles todo el día. De solo verlo me aburro.
—¿Y si te consigo un trabajo?
—No —gimotea—. No importa que trabajo me des, todos tienen que ver con un infinito
papeleo.
—Mm. Yo sé de uno que te puede interesar.
—Yo también —mordisquea mi labio—. Y en ese somos buenos los dos.

—Yo me estaba refiriendo a un empleo en la cafetería, pero ese que propones también es
muy productivo —le toco cariñosamente el vientre—. La primera mercancía ya casi está lista.

—Sí, sí, ya falta cada vez menos, y no hemos comprado nada. ¿Por qué no te tomas el día y
salimos de compras?
—Tentador, tentador. Pero no. Me acompañarás al trabajo y tú te encargaras de la cafetería.
Puedes cocinar lo que se te venga en gana.
—Oh, oh. Eso me gusta. Mucho, mucho —presiona sus labios con los míos—. Hecho.
La aprieto un poco más contra mí.

—¿Qué tal va el brazo? —le pregunto cariñosamente.


—Me duele menos.
—¿Aún te duele?
—Pero es sólo un poquito.

—Antes de que te hiciera el amor dijiste que no te dolía.


—No me dolía —hace una mueca—. No lo estoy descuidando. Lo bueno es que tu abuela dijo
que esos calmantes no me afectan el embarazo. Sino probablemente aún me dolería.
Levanto una ceja oscura, pero ella inmediatamente me devuelve el gesto.
—No te conviertas ahora en tu padre, Theodore Grey.
—No me estoy convirtiendo en nadie, Amanda Grey.

Me obsequia una sonrisita.


—Dilo otra vez —musita con voz de niña.
—Mm, ¿Amanda Grey?
—Oh, sí, me gusta.

Agito la cabeza, divertido. Tomo su cabeza entre mis manos y la acerco a mí para besarla a
mis anchas.

—Vamos a tomar un baño, porque estás tan adorable y sexy que podría follarte el día entero
sobre este mismo piso.
—Quienes estén a favor de esa iniciativa, levante las manos.
Ella alza las dos. Suelto una carcajada y me la llevo hasta el baño.
♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡

Si fuera un empleado cualquiera, ya estuviese despedido. Sí. La hora de entrada es a las


ocho, y a mí se me ocurre llegar faltando tan solo cinco minutos para las nueve. Papá va a
matarme, o tal vez intentará matar a Amanda por atrasarme. El sexo exprés está bien. Todo
se complica cuando no puedes controlar los impulsos sexuales de una mujer embarazada de
casi cinco meses. Y si ella es una de tus debilidades, dalo todo por perdido. Si ella te pilla bajo
el agua caliente, no habrá manera de decirle que no.

Susan me sonríe cuando me ve. La estrangularía, porque ya no puedo verla como una tierna
secretaria que se ha superado, sino como una maldita hija de puta traidora. La estrangularía,
sí, pero papá posiblemente me estrangule a mí primero.
Toco dos veces antes de entrar.

—Pase.
Abro la puerta rápidamente.
—Ya lo sé, estoy tarde.
Alza la vista unos segundos antes de volver a los papeles.

—Son casi las nueve.


Oh… Tiene ese tono de voz de “Yo soy el jefe, tú un empleado. Quiero respuestas”.
—Creo que ya son las nueve —digo—. Instalé a Amanda en la cafetería.

—Mm. Esa cafetería. Desde que la cocinera se fue han estado preparando tonterías. He
estado buscando un reemplazo.
—Ya puse uno. Al menos por hoy.

—¿Dejaste a tu esposa trabajando allá abajo?


—Te aseguro que es feliz.
—No, no me refiero a eso —levanta la vista, enfocándose en mí—. Esa cafetería tiene una
salida extra.

—No te preocupes. Distribuí unos cuantos muchachos de seguridad. Hay mínimo tres por
cada puerta que esa cafetería tiene.

—Bien —regresa a sus papeles—. ¿Te ha dicho algo?


—¿De sus planes? Nada.
—¿No has conseguido sacarle algo?
—No.

—¿Ni siquiera porque te hizo llegar tarde?


Suelto una carcajada.
—No, nada.
—¿Seguro que estás usando los métodos de persuasión correctos? Cuando Ana no quiere
contarme algo, yo…

—No, no lo digas. No quiero saber lo que haces. Aun tengo en mente aquel cuarto de juegos
tuyos.
Lo estoy viendo sonreír.

—Iba a decir que le pregunto a través de emails. A veces es mucho más abierta cuando no
está viéndome fijamente a los ojos —alza la vista—. ¿Qué pensaste que iba a decir?
—No querrás saberlo.
—Bueno, eso también te puede funcionar. Por cierto, ¿qué tal te fue con eso?
—¿De qué hablas?
—Horas después de haber salido tu vuelo me enviaste un email. ¿Lo olvidaste?
Oh…
—No, no lo olvidé —le sonrío—. Ya lo resolvimos.

—¿Ah, sí?

—Lo hablamos. Ella fue sincera conmigo. Creo que, desde que nos conocimos, nunca había
sido tan abierta conmigo.

—Eso se conseguir a mediados que la relación avanza. Al principio nunca es sencillo confiar,
menos si durante toda tu vida has sido una persona reservada.

Es una revelación, sí. He visto a papá en muchas facetas. Lo he visto haciendo y


deshaciendo. Lo he visto ser hombre de negocios, padre de familia, hermano, amigo. Pero
nunca, y no se cual es la exacta razón, me he fijado lo mucho que ha crecido como persona.
Porque es papá. A los padres siempre los vemos como un especie de superhéroe capaz de
hacerlo todo, pero nunca nos fijamos en realidad la clase de superhéroe que es ni de cómo él
mismo aprende mientras nos enseña.

—A propósito —dice—. Ana irá mañana a comprar unas cosas para el bebé. ¿A Amanda no le
importará ir con ella?

—No creo. Yo se lo digo.

—Tu esposa no tiene un móvil con el cual comunicarse con ella, así que todo debe ser a
través de ti.

—Ella no lo quiere, pero de todas maneras voy a comprarle uno.


—Ana tampoco quiso aceptarme el móvil cuando comenzamos a salir. De hecho, tu madre
nunca quería aceptar lo que yo le daba hasta que finalmente cedía y lo tomaba.

—No estoy muy seguro de que eso vaya a funcionarme con Amanda, pero lo intentaré de
todos modos.

—¿La mujer es difícil?


—Para algunas cosas.
—Si no es difícil, no es mujer.

Suelto una carcajada.


—Voy a ponerme a trabajar —le digo, poniéndome de pie.

—En tu oficina hay unos papeles que me gustaría que leyeras. Tengo un par de empleadas
con hijos y se les ha estado haciendo difícil venir a trabajar porque no tienen con quien dejar
los niños, así que pensé poner una guardería —se encoge de hombros—. Empleados felices,
empleados productivos.
Sonrío.
—Eso me parece una buena idea.
—Por cierto, Eliot está esperándote. Le hice llamar para iniciar con esto lo antes posible.
—¿Exactamente para qué quieres que lo revise?
—Porque eres más rápido con los números que yo. Además, estoy un poco ocupado.
—Creí que nunca estabas ocupado, sólo organizado.

Él levanta la vista hacia mí. Mm. Sus ojos grises comienzan a infligirme un poco de miedo.
—Hagamos de cuenta que no dije nada.
Me doy la vuelta y me marcho hacia mi oficina.

♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡

Dos horas más tarde teníamos todo seleccionado. Tío Elliot se marchó poco después, pero no
antes de pasar por la oficina de papá y mostrarle los avances. Miro el reloj de muñeca. Once y
diez. Hora de almuerzo. Debo llevar a Amanda a comer algo. Voy a la oficina de papá para
invitarlo a almorzar, pero ha quedado con mamá en la casa. Llegará a la oficina de fantástico
humor cuando regrese.

Hay un esplendido aroma saliendo de la cafetería y hace que me dé un hambre tremenda.


Abro la puerta y le veo sirviendo la comida muy contenta. Este es su ambiente. El lugar es lo
de menos. Mientras pueda cocinar, ella es total y absolutamente feliz con ello.
—Señora Grey —le sonrío—. Trabajar la hace ver guapa, pero yo debo llevarla a comer algo.
Hace un puchero.

—Ahora es que todo se estaba poniendo bueno —se quita el delantal y le da unas pocas
indicaciones a dos mujeres del servicio antes de acercarse a mí—. Dime que yo puedo
escoger el lugar.
—¿Alguna vez lo he escogido yo?
—Mm. Creo que no.
—Entonces diga a donde quiere que la lleve y se encontrará allí en minutos.
Envuelve su brazo bueno en torno al mío y salimos de la cafetería. Los dos hombres de
seguridad que estaban situados en la puerta nos siguen y los veo alertas, preparados para
cualquier situación.

—A tan solo cinco minutos de aquí hay un restaurante chino riquísimo —dice ella—. Cerca de
aquí está la biblioteca donde trabajaba. ¿Te comenté que en el almuerzo pasaba todos los
días frente a Grey Enterprises? Tomaba este camino para llevar al restaurante chino. ¿Qué
locura, no? ¿Quién iba a decir que terminaría liada con el hijo del dueño? Pero eso no es lo
que me interesa. Tengo muchísimas ganas de comer comida china. Creo que podría pedirme
una orden de cada cosa.
Sonrío burlón.
—Adiós a mi estabilidad económica.

—Está muy, muy cerca —continuó, ignorando mi comentario—. Podríamos ir caminando, y lo


mejor de todo es que no nos tardaremos tanto en llegar como esta mañana.
—Mm. Pero lo de esta mañana fue culpa tuya.

—Lo sé —sonríe con orgullo—. Y debes agradecérmelo, porque pude hacer que llegaras más
tarde, o que simplemente no llegaras.
—Bien. Entonces te doy las gracias. Ahora camina.

Ella suelta una carcajada. Yo le tomo la mano y me la llevo hasta la boca para besársela.

Minutos más tarde ya habíamos ordenado, así que nos sentamos a esperar que la orden
estuviera lista.
—¿Venías mucho aquí? —le pregunto.

—Cuando tenía dinero para almorzar. Aunque, para ser sincera, no solía darme hambre. No
podía dejar de pensar en que papá tenía cáncer y que en cualquier momento mamá podría
llamarme para darme alguna mala noticia.
—Fue muy difícil para ti, ¿verdad?

Asiente.

—Desde que me adoptó le he complicado un poco la vida. Me enfrasqué demasiado en mis


propios problemas. No me di cuenta que, intentando resolverlos por mí misma, sólo lo
empeoré todo —sonríe—. Pero papá es un guerrero de los buenos. Obviamente no iba a dejar
que un estúpido cáncer lo venciera, no señor.
—Estoy muy seguro de que ese espíritu lo heredaste de él.
Su sonrisa se hace más amplia.
—Tal vez.
Se acomoda en el asiento.
—Hay una cosa que he querido preguntarte desde hace algún tiempo —dice.
—Soy todo oídos.
Se muerde el labio.
—Una vez hablamos sobre una chica por la que estabas interesado en la escuela.

Asiento.
—¿Has vuelto a verla?
—No.
—¿Llegaste a enamorarte de ella?

Inclino la cabeza un poco.


—No lo creo —digo—. Sí, estaba interesado en ella, pero la verdad es que probablemente
estaba más interesado en lo que llevaba entre las piernas.

Pone los ojos en blanco.


—No tienes ni que decírmelo. Es una de las cosas que más te gustan de mí.
Sonrío ampliamente.
—Yo adoro todo de ti.
Me devuelve la sonrisa, pero la suya es una sonrisilla boba y dulce.

—Yo también adoro todo de ti, cariño, pero —se pone de pie— yo necesito ir al baño, lo
siento. He tomado demasiada agua desde esta mañana.

La veo desaparecer en un parpadeo hasta un espacio pequeño donde supongo están los
baños. Mientras espero, reviso el móvil. No llamadas, no mensajes. Perfecto. Accedo a mi
cuenta de email y aprovecho para leer detenidamente la propuesta que papá me ha pedido
leer. Tío Elliot me ha enviado una copia digital de los gastos, que han sido reducidos
considerablemente después de revisar detenidamente los precios de materiales y otros
detalles pequeños. Lo mejor del proyecto es que papá me ha dejado sacar cuentas. Números.
La cosa en la que realmente soy bueno.

Una silueta se desliza sobre el asiento vacío.


—Pero no te tardaste nada.
Cuando alzo la vista, la agradable sonrisa que tenía destinada a mi esposa se convierte
automáticamente en una mueca de desprecio al comprobar la identidad de la persona. Rachel.
Por favor. Hace tan solo unos minutos Amanda me había preguntado por ella ¿Y simplemente
se aparece? ¿Esto es una especie de broma?

Ella me sonríe mientras se grita el largo cabello dorado. Sus ojos marrones me estudian. Y me
estudian, y me estudian. Joder, estoy a dos segundos más de olvidar que soy un caballero.
—Eres Theodore Grey, ¿cierto?
Yo procuro no responderle. No tengo deseo alguno de hacerlo.
—¿Me recuerdas, cierto? Soy Rachel Adams. Estudiamos juntos en la preparatoria.

—Lo hago —respondo secamente.


—Estás, caray, algo cambiado. Te recordaba más delgado y no tan fortachón. Cambiaste
muchísimo después de la preparatoria.
Asiento una sola vez.

—¿Qué haces aquí? —le pregunto. Yo sólo quiero que se largue. Nadie debe tomar jamás el
asiento de mi esposa. Jamás.

—Estaba de camino a un restaurante y te vi aquí. No creí que esta clase de lugar —hace una
mueca, señalando el interior con desprecio— fuera de tu agrado.

—Entonces combinan contigo, supongo —suspiro—. Si querías un saludo, entonces hola. Y


adiós.
Frunce el ceño.
—Creí que te alegrarías de verme.
Suelto una carcajada, una total y absolutamente falsa. Mi mejor carcajada falsa de la historia.

—La última vez que nos vimos estabas tirándote a mi mejor amigo. Bueno, a quien era mi
mejor amigo. Así que no, verte no es algo que me alegraría.

—Oye, yo… —se echa el cabello hacia atrás—. Sé que hice algo muy despreciable en ese
entonces, pero era una chiquilla inmadura. No me di cuenta de que realmente valías la pena.

—¿Yo o mi dinero? Mis tarjetas repletas de billetes, mis…mis influencias ¿Qué cosa valía la
pena? ¿O es que para ti valía la pena humillar a alguien y después interesarte? ¿Por qué no
te levantas de la mesa y vas a tirarte al primer hijo de puta que te encuentres?
Estoy casi de pie, con los puños cerrados contra la mesa, y ni siquiera me había percatado de
ello antes hasta que sus pequeñas manos envuelven mi brazo.
—Ted, ¿estás bien?

Volteo hacia ella. Tiene el rostro de ángel descompuesto por una ligera preocupación. Ella
luego voltea hacia Rachel, que estaba allí, sentada en su asiento, mirándola con desprecio.
—No sé si te has percatado que estamos en una conversación de adultos, niña, fuera.
Amanda levanta una ceja.
—¿Niña? ¿Me llamaste niña?

—Sí —Rachel se levanta bruscamente, golpeando la mesa con las palmas abiertas—.
¿Podríamos dejarnos a solas?
—No. No se me da la gana. ¿Por qué tú no nos dejas a solas?

—Porque yo estaba hablando con él antes de que aparecieras.


Amanda voltea hacia mí.
—¿Quieres decirme quien es este frívolo intento de mujer?
Rachel abre la boca ligeramente.

—¿Disculpa?
Amanda le sonríe.
—Cariño, lo siento, pero es que me temo que tus padres no pusieron mucho esmero en
hacerte, porque no estás exactamente funcional del cuello hacia arriba.
—¿Pero quién crees exactamente que eres para insultarme, zorra estúpida?
Mi cuerpo se impulsa hacia adelante.

—¿Qué la llamaste qué coño? —gruño.

—Déjala —interviene Amanda—. La única manera de insultar que conoce es siendo vulgar,
fingiendo inútilmente ser una dama, pero no le está funcionando.
Ella se le acerca dos pasos, desafiante. Una ligera furia cruza por sus ojos.
—No sé quien seas, lo que significa que no eres importante en nuestras vidas, así que voy
decírtelo sin problemas. Nunca, escucha bien, nunca hagas enojar a una mujer embarazada y
menos, muchachita hueca, pienses que puedes venir y agitar tus pestañas postizas para
intentar conseguir la atención de un hombre casado. Porque, cariño, a mi marido las caza
fortunas sin destreza no le gustan. Ahora, por favor, mueve tu operado trasero de plástico
fuera de esta área o me estarás obligando a hacerte pasar una mayor desazón que esta.
Amanda chasquea la lengua.
—Fuera, fuera. Adiós.

Rachel le obsequia una mirada preñada de odio, pero se marcha, haciendo resonar los
tacones por el piso. Amanda se acomoda en el asiento como si nada hubiese sucedido. Yo me
quedo de pie, mirándola. Segundos más tarde un hombre se acerca con nuestra orden. Ella
no tarda nada en comenzar a comer. Al ver que me he quedado de pie mirándola, deja de
comer y me mira.
—¿Qué?

Le sonrío.
—Le has jodido el día y no has tenido que utilizar palabras despectivas para conseguirlo.
Ella hace una mueca.
—Estaba molestando a mi hombre. A ese bombón solo lo hago cabrear yo.

Mi sonrisa se hace más amplia. Me dejo caer en la silla y la miro fijamente antes de dar el
primer bocado a la comida.
—Eres asombrosa —le digo.

Ella me sonríe.
—Tú también. Y por eso te adoro.
Nos sonreímos y comenzamos a comer.
Capítulo ciento cuarentaiuno

»CAPÍTULOS FINALES
Finalmente he terminado el último pendiente del día, lo que casi parecía imposible. He
intentado ponerme al corriente en esta semana, pero los negocios de papá son tan extensos
que se me ha hecho un trabajo duro.

Amanda está sentada en el asiento de enfrente, esperando a que termine. Son casi las ocho
de la noche. Iba a llevarme el trabajo a casa, pero ella prefirió que lo terminara aquí, así que
acepté. Parece sumergida en su propio universo ausente. Callada y pensativa, tiene el rostro
descompuesto por una ligera capa de preocupación.
—Cariño —la llamo dulcemente.
Hace una mueca rarísima.
—Am —vuelve a insistir.

Parpadea, regresando a la realidad. Sus ojos azules se encuentran con los míos
instantáneamente. Le sonrío.
—¿Qué sucede, cielo?

Agita la cabeza.
—Sólo estaba pensando.
—Lo he notado, ¿pero en qué?
—Es que, no me lo creerás, pero esta mañana de verdad creí que funcionaría.

Suelta un bufido. Masculla cosas incoherentemente durante el siguiente minuto, como si


discutiera con ella misma sin detenerse.
—…y eso me cabrea muchísimo, porque significa que pasé toda una semana comportándome
como una maldita santa con esa mujer para no conseguir nada.

—¿Este es el momento en el que me cuentas tu plan? Porque no has querido soltar palabra, y
yo me muero por saber.
Cruza las piernas.
—Estoy demasiado enojada para contártelo.
—Mm, ¿y yo tengo algo de culpa?

—No, desde luego que no, pero estoy tan cabreada que no podría si quiera explicarte media
palabra.

—He aprendido que durante ese estado de ánimo es mejor no insistir —deslizo el asiento
hacia atrás y me acomodo el saco—. ¿Quieres que nos vayamos ya?

Pone los ojos en blanco.


—He estado esperando por esas palabras desde hace más de una hora.
Le sonrío burlón.
—Lo siento. ¿Pasamos por un restaurante antes de llegar a casa?
—No tengo hambre.
Mm. Realmente está de mal humor.

—Anda, señora gruños, quítese ese mal humor.


Se cruza de brazos. Yo me pongo en pie y me le acerco despacio.
—Am, ya déjalo. No te amargues con pequeñeces.
—Yo creí que funcionaría —musitó entre dientes—. Lo hizo conmigo.

—No te preguntaré qué, porque me has dejado claro que no vas a decirme.
Ella suspira.
—Bien, te contaré. Mira, yo quería…
Sus palabras se ven opacadas por el golpeteo de la puerta.

—Adelante —digo.

La puerta se abre. Es Bobby. Pero no es el mismo Bobby. Es un Bobby preocupado, inquieto y


pálido, como si no tuviera buenas noticias.
—Yo… —comienza a decir—. Hay algo de lo que me gustaría hablar.
Frunzo el ceño.
—¿Sobre qué? —me cruzo de brazos—. ¿No estabas cenando con Susan?

Él suelta una gran cantidad de aire y se hace a un lado. Una Susan pequeña, llorosa y
temblorosa estaba oculta detrás de su cuerpo. Amanda gira la silla y me mira fijamente.
—¿Qué sucede? —inquirimos a la vez.

Bobby le acaricia los brazos a Susan con dulzura.


—Todo va a estar bien —le susurra cariñosamente—. Yo estoy contigo.

Susan temblaba de la cabeza a los pies. Abría y cerraba la boca una y otra vez, como si
intentase emitir palabras, pero estas simplemente no salían. Finalmente se cubre el rostro con
ambas manos y llora, ocultándose entre los brazos de Bobby. Lucía tan frágil, que he
conseguido olvidar por unos momentos que ella es la informante.
—¿Quieres que lo diga yo? —musita suavemente.
Ella asiente.

Los ojos de Bobby se posan sobre los míos. Son oscuros, misteriosos, preocupados.

—Su y yo —comenzó a decir, pero se tomó unos segundos—. Bueno, salimos de aquí y
fuimos a cenar. Ella…ella recibió una llamada. Fue a los tocadores para responder.

Le acaricia el pelo repetidas veces, para calmarla. No puedo apartar esa pequeña sensación
que se trata de Jack.
—Cuando regresó, estaba…bueno, estaba llorando y temblaba muchísimo.

Susan se aparta de él bruscamente. Tiene el semblante gris, triste, pero también refleja una
furia comprimida.
—Jack Hyde ha contactado conmigo, el muy…. Dios —se lleva las manos a la garganta—. No
estoy tartamudeando.

Yo parpadeo, sorprendido, porque se siente rarísimo escucharla hablar elocuentemente, sin


tartamudeos. En un segundo tengo a Amanda parada junto a mí.
—Jack —dice—. Eres su informante. Le dices todo.
Susan abre los ojos como platos.

—¿L-lo sabías?
Amanda se cruza de brazos.
—Para ser honestas, sí. Y fue una decepción muy grande, porque realmente me agradabas.
A Susan le tiemblan los labios.

—Lo siento, es que…


—Tiene a tu hijo.

Volteo hacia mi esposa. Su rostro es diferente. Es frío, calculador, pero cálido y comprensivo
al mismo tiempo.
Susan asiente.

—Su nombre es Patrick. Solo tiene dos años y es… —se cubre el rostro con ambas manos—.
Es mi bebé. Es todo lo que tengo. Jack contactó conmigo y ha usado a mi bebé para
obligarme a hacer cosas de las que me avergüenzo.

Amanda ni siquiera parpadea.


—¿Cuándo lo hizo? —inquiere.

Ella aparta las manos del rostro e inspira lentamente, intentando recobrar un poco de
autodominio. Ni siquiera puedo verla como la informante de Jack, incluso sabiendo que por
culpa suya Jack ha estado lo suficientemente cerca para dispararle a mi esposa, que por culpa
de ella estuve a tan solo unos minutos de perder todo mi universo. Solo podía verla como una
madre desesperada cuyo pequeño se encuentra lejos del albergue perfecto de sus brazos.

—Fue poco después de que escapara de la cárcel —responde con la voz temblorosa—. Él ya
tenía algo muy parecido a un plan. Tenía una mujer de su lado.

Se detiene un segundo para respirar. Cuando vuelve a abrir la boca, el tartamudeo había
regresado.

—S-secuestr-tro a mi be-bebé cu-cuando rechac-cé sus pla-planes. No t-tuve más opci-ción


que a-aceptar. Pa-patrick era tod-do lo que te-tenía.

Bobby se posiciona justo de tras de ella y comienza a brindarle reconfortantes caricias en los
brazos.

—Christian me seleccionó a través del proyecto de ayuda para personas con problemas como
el tartamudeo —se pasa la mano por el pelo—. Pero yo nunca había tenido este problema.
Todo ha iniciado desde que ese hombre tiene a mi bebé. Fui a revisarme y dijeron que es
producto de una noticia muy fuerte, y temo que empeora cuando miento. Cuando no lo hago,
yo…me expreso como cualquier persona. Pensar en mi bebé a manos de ese hombre me…

Ella vuelve a estallar en llanto, aferrándose a Bobby como si fuera lo último que tenía en ese
momento.
Amanda se pasa la mano por el pelo.
—¿Por qué nos lo dices ahora? —inquiere en tono frío—. Pudiste hacerlo antes.

Susan se voltea un poco, pero no emite palabra alguna. Amanda no parece tener la tolerancia
suficiente.
—¿Por qué ahora? —gruñe.
Bobby frunce el ceño. No está contento. Tomo a Amanda del brazo y la aparto un poco.

—Él dijo…dijo… —gimotea—. Dijo que te diera algo, que él no podía, debía ser alguien
cercano y…

—¿Qué es?
—Un…un veneno. No va a matarte, pero…pero va a…
—Matará a mis bebés —musita ella, completándole la oración.

Mi cuerpo entero se tensa. Atraigo a Amanda hacia mí y la cubro, intentando protegerla, como
si estuviera bajo una amenaza inminente. Joder, lo está. Jack quiere que mis hijas mueran.
Puedo sentir toda su tensión y su miedo, pero también su enojo y una furia incontrolable. Es
tan intensa que la siento como mía. Lo sé. Ese hijo de puta no va a dejar tranquila a nuestra
familia. Si mis bebés nacen, su familia y la de mi padre van a quedar unidas para siempre. Es
justo lo que no quiere. El cabrón egoísta prefiere acabar con la vida de dos bebés no nacidos
que aceptar la realidad inminente.
Ella es mía, no suya, y no va a tocarla. No otra vez.
Amanda se separa de mí y se le acerca, acechándola, como toda una tigresa.

—¿Tú que le dijiste? —gruñe.


Susan retrocede unos pasos, visiblemente intimidada. No pienso mover un solo músculo. Nos
debe respuestas.

—No pude decirle nada, yo… —se abraza a sí misma—. Es que no puedo hacerlo. Tengo un
bebé. Me moriría si alguien le hiciera daño. No puedo matar a dos pequeños niños inocentes
que ni siquiera han nacido sólo porque un monstruo como ese no las quiere.
—¿Y qué más me dijo?
—Quería que nos reuniéramos para darme el veneno.

Mis ojos se abren levemente.


—¿Se reúnen siempre en el mismo lugar? —pregunto.

—Sí, pero no es donde habita. Es sólo un lugar neutral donde tenemos los desagradables
encuentros donde me dice que hacer. He intentado rastrearlo, pero siempre me tiene vigilada.
Solo que, la última vez que lo intenté, encontré dos posibles lugares donde puede estar
quedándose. Pero yo…yo no tengo como indagar más allá. Lo notaría y podría desquitarse
con mi bebé.
Amanda inspira profundamente por la nariz.
—Yo me desquitaré con ese hijo de puta —gruñe.

Suelta una maldición en danés mientras se pasa la mano por el pelo una y otra vez.
Finalmente, la señala.

—Vienes conmigo. Vamos a la sala de juntas.


Me aclaro la garganta.
—¿Disculpa? —le digo.
Se gira hacia mí.

—Yo puedo hacerme cargo de esto. Tú necesitas… —señala a Bobby—. Los dos necesitan
un trago. Susan y yo nos quedaremos a charlar largo y tendido.
—¿Estás segura?

—Puedo encargarme de esto, cariño, no te preocupes.


Hago una mueca. No me gusta la idea de dejarla aquí.

—Hay un bar aquí cerca —me acomoda la corbata—. No es que estarás muy lejos. Además,
habíamos hablado de esto. Necesitas pasar algo de tiempo con amigos, y esta parece una de
esas situaciones donde necesitas llevar a un amigo a darse unos tragos.

Observo a Bobby. Está diciéndole algo a Susan, algo que, al parecer, consigue calmarla.
Suspiro.
—Tal vez tengas razón —le envuelvo la cintura con los brazos—. ¿Vas a estar bien?

Tiene un brillo peculiar en los ojos. Lo tiene bajo control, y me refiero a todo. La situación y su
terrible genio cuando se enoja. Creo que podrá con esto, así que le sonrío.
—¿Qué has hecho? —le acaricio el rostro—. No puedo decirte que no. ¿Cómo lo haces?

Me dedica una pequeña sonrisa.

—Sólo te he amado como nadie jamás podría hacerlo —musita, recostando la cabeza sobre
mi mano y cerrando los ojos—. Yo hago esto por los dos. Porque te amo y quiero una vida
plena.

Con los ojos cerrados rebusca mi mano libre que, al encontrarla, la coloca sobre su vientre
hinchado.
—Lo hago por los tres.

El corazón me late rapidísimo, y es el corazón de un loco enamorado. La atraigo hacia mí y la


beso lentamente, prolongando ese beso, ese maravilloso beso, todo lo que puedo. Siento un
estallido de tristeza cuando me separo, y puedo ver en sus brillantes ojos azules que ha
sentido lo mismo. Así que vuelvo a besarla, mucho más lento esta vez. ¿Cómo podré estar
alguna vez al menos un metro lejos de ella?
—Dejo que tomes todo lo que quiera —sonríe contra mi boca—, pero nada de acostarte con
otras mujeres.

—¿Bromeas? No tengo deseo alguno de estar con otra en la cama, y de hacerlo, ¿qué
energías me quedarían? No eres mujer fácil.
Suelta una carcajada ronca y muy, muy sensual.
—Esta mañana parecías tener muchas energías.

—Mm. Haces milagros cuando me tocas.


Ella me sonríe, ¿y yo? Yo me derrito lentamente. Santo Dios, como amo a esta mujer.
—Me voy a quedar quietecita en la sala de juntas y tendré el teléfono de la oficina junto a mí
todo el tiempo —me da un pequeño beso—. Ten cuidado. Te amo.
—Yo a ti.

Le doy un último beso. Me acerco a Bobby, que se despide rápidamente, y marchamos


directamente hacia el ascensor. Antes de irnos de Grey Enterprises, distribuyo a los hombres
de seguridad. Un poco más tranquilo, aunque no totalmente, bajo con Bobby hasta el
estacionamiento. Se le ve pensativo, preocupado, lo que me provoca un nudo espantoso en el
estómago. Él no solía ser así.

Abro la puerta y quito los seguros. Cuando estamos dentro, antes de encender el auto, volteo
a verlo.

—¿Estás bien? —le pregunto.

No voltea a verme. Finge estar concentrado en ajustarse el cinturón. Finalmente lo escucho


suspirar.

—Nunca antes había tomado en serio a una mujer, y nunca antes una mujer me había tomado
en serio. Se sentía bien —suelta una maldición—. Entonces resulta que le informa todo al
hombre que quiere asesinar a mi mejor amigo.
Suelto una pequeña carcajada, pero no emito palabra alguna hasta conseguir encender el
auto.

—¿Eso es lo que te preocupa? Su hija es mi esposa y está esperando hijos míos. ¿Qué
puede ser peor?

Él me dedica una mirada que no pude comprender. Acelero el coche. Aún no es totalmente de
noche. Quedan unos últimos rayos de sol en las calles.

—Pero no es lo mismo, Ted —dice—. Tú sabes que ella es totalmente honesta contigo. Bien,
lo comprendo, lo hizo por su hijo. ¿Pero no pudo ser un poco más sincera?
—Bobby, creo que dentro de sus propios límites fue todo lo sincera que pudo.
Siento su dura mirada fija en mí.
—¿No estás enfadado?
—Lo estoy, pero un poco. No puedo enojarme demasiado. ¿Qué opciones tenía? Bobby, he
visto lo que Jack es capaz de hacer. Lo he visto meterle la boquilla del arma en la boca, lo he
visto golpearla. Tiró a matar a su propia hija. Lo haría con cualquiera.
Lo oigo suspirar pesadamente.

—Por primera vez estaba haciendo algo con mi vida que no arruinaba la de los demás.
Cuando te conocí lo único que tomabas era vinos y champagne. Yo te induje al alcohol más
fuerte. Creo…creo que necesitaba un compañero de tragos. Me he sentido solo toda mi vida.
Sin importar con cuantas mujeres durmiera siempre es igual.
Se pasa una mano por el pelo oscuro.
—No he tenido a nadie realmente importante en mi vida jamás desde que perdí a mis padres y
a mi hermana. No recuerdo lo que es que te canten una canción de cuna o te cuenten un
cuento antes de dormir. No sé lo que es tener una madre, y Susan es una madre excelente.
Lo sé cuando la oigo hablar de ese niño. De no serlo no le importaría que ese monstruo lo
tuviera. Yo creí que podría tener una vida normal. Tengo a mi hermana y…y estaba teniéndola
a ella, pero…creo que todo se va a la mierda. Los hijos de puta como yo no tienen tanta
suerte.
Suelto una pequeña carcajada.

—Es curioso que lo digas —musito—. Yo también era un hijo de puta y de los buenos. Llamé
a mi esposa zorra. Llegué a pensar las peores cosas, la abandoné, la humillé ¿Y ella? Joder,
ella me perdonó. Y, maldita sea, es condenadamente buena conmigo. Es como un ángel. Me
sigo preguntando cómo es que un hijo de puta como yo puede tener una suerte tan buena.
Le lanzo una mirada rápida.

—Es muy sencillo, Bobby. Todo hombre necesita una mujer y ella va a llegar, tarde o
temprano, pero lo hará. Una pareja es como un juego de ajedrez. El rey siempre es el
imponente, la pieza clave, pero es la reina quien lo protege, la que da la buena pelea. Estoy
seguro de que Susan es tu reina, como la mía es Amanda.
Creo que lo estoy viendo sonreír.
—Eso que dices es genial.
—Lo leí en algún lado —musito burlón.
Él suelta una carcajada.

—Por lo pronto hoy tienes un compañero de tragos —le sonrío—. Uno que va a pagarlo todo.
—Me parece bien, pero la próxima pago yo.
Asiento y continuo conduciendo hasta el bar.
Capítulo ciento cuarentaidós

»CAPÍTULOS FINALES
—Te prometo que es la última.
Yo decido mejor no responderle. Me había dicho lo mismo hace casi veinte minutos, y ha
tomado dos latas de cerveza desde entonces.
—¿Vives en el mismo lugar? —le pregunto.

Estoy intentando distraerlo, que piense menos en el alcohol. Aunque, honestamente, dudo que
pueda siquiera pensar. Tiene demasiadas Blue Moon en la sangre. Yo he pedido una cerveza
ligera. Voy a manejar. No puedo excederme.

—No, me cambié a… —frunce el ceño, mirando fijamente la lata de cerveza azul—. No, sigo
en el mismo lugar. Mm. Ya se me olvidó.
Pongo los ojos en blanco.
—Supongo que tu hermana vive contigo.
—¿Qué? —grita.
El ruido de la música se ha hecho más fuerte, por lo que seguramente no me ha escuchado.
—Que si tu hermana vive contigo —grito lo suficientemente alto para que pueda escucharme.
—Ah, sí, ella —le da un trago a la cerveza—. Me va a putear con ganas.
—¿Por qué?

Se encoge de hombros.
—Porque bebí. No le gusta el olor a alcohol. Dice que siempre estaba rodeada de borrachos.

Ah, entonces está lo que le sigue de jodida. Bobby no renunciaría a tomar. Puede tener a una
mujer que casi lo ha domado, pero el alcohol no es algo a lo que vaya renunciar. Aunque, por
supuesto, esperar un acto de fe es permitido.

—Entonces deberías dejar de tomar.

Agita la cabeza y se bebe el contenido de la lata en un solo trago. Está moviendo los labios,
como si emitiera palabras, pero no puedo oírlo.

—¿Sabes qué más extraño de mi viejo yo? —mira la lata con desagrado. Sabe que está
vacía—. No es el sexo, lo que es irónico considerando lo mucho que me gusta. En el sexo soy
muy bueno. Pregúntale a cualquiera de las putas que me he tirado.
Tengo un rarísimo impulso por meterle un puñetazo, pero opto por controlarlo y sólo
escucharlo.

—Lo que extraño es la compañía. Sí, bueno, tal vez no era mucho tiempo, pero era algo.
Siempre ha sido mejor que nada.

Deja la lata sobre la taberna y cruza los brazos. Tiene la mirada fija en un nombre rayado
sobre la madera. No puedo verlo a los ojos (porque está de perfil, porque está oscuro o por
ambas), pero consigo percibir la pesadez y la tristeza en todo él. A mí me recorre un
escalofrío, porque el hombre que tengo junto a mí no es ni la sombra de quien conocí hace
años.

—Cuando yo era niño, mis padres me pusieron en esta casa de acogida en Nueva Orleans
para protegerme —se remoja un poco los labios—. Tenía siete años. Fui de esa clase de
niños mimados que tenían todo, así que ponerme en esa casa de acogida, sin nada, era el
lugar perfecto para ocultarme. Aún mejor si era al otro lado del mundo. Antes de dejarme, mis
padres prometieron que iban a regresar por mí. Yo les creí —agita la cabeza—. Nunca
volvieron. Murieron.

Hace una seña rápida al cantinero y en un parpadeo tiene una nueva cerveza en sus manos.
Ha pasado casi un minuto. Finalmente, continúa.

—A los quince años, después de educarme durante ocho años como un niño sin dinero, fui
inscrito en una escuela de prestigio en Seattle. Creí que se trataba de mis padres. No lo sé.
Creí que al fin iban a venir por mí. El dinero ya me valía mierda. Sólo quería volver a verlos.
Esa casa de acogida era una porquería. Las mujeres allí eran todo menos maternales.
Le da un largo, laaaaargo, trago a la cerveza.
—Una mierda. Ellos no fueron. Me dijeron que estaban desaparecidos. Yo asumí que estaban
muertos. Acordaron en darme parte del dinero de la herencia. El primer paso fue inscribirme
en la escuela. Fue cuando nos conocimos.

Asiento. Lo recuerdo.

—Esa parte de mí que había mejorado con los años, esa que el dinero no le importaba, se
esfumó cuando me di cuenta de que mis padres nunca iban a cumplir su promesa de
buscarme. ¿Por qué yo iba a mantener la mía? Le dije adiós al buen ciudadano en mí y le di la
bienvenida al ebrio jodido como los mil demonios que ves ahora.
Mientras él toma, yo permanezco en silencio, intentando encontrar las palabras adecuadas.
Creo que es la primera vez en mucho tiempo que Bobby le ha contado esto a alguien. Por
extraño que parezca no puedo evitar pensar en papá y en Amanda. Ninguno ha tenido una
buena infancia exactamente y han tenido que vivir con ello. De alguna manera han aprendido
a soportarlo, pero tienen esos días donde todo es una mierda, donde el peso se vuelve
demasiado. Y es justo cuando te pierdes, cuando esa verdadera esencia que te caracteriza
queda sumergida en un hueco oscuro.

—¿Sabes para qué me sirvió el dinero de papá? ¿Para lo que fue realmente útil? Para
encontrar a mi hermana —a pesar del escándalo, conseguí oírlo suspirar—. La primera noche
que pasé con ella, aunque no me recordaba, porque tenía dos años cuando nos separamos,
quiso dormir conmigo en la cama. Pasamos toda la noche hablando, abrazándonos,
sonriéndonos. Fue la primera noche en quince años que no me sentí solo. Creí que estaba
bien para mí. Tenerla era suficiente.
Se agita el pelo oscuro con la mano.
—Después conocí a Su y verla a los ojos fue como sentir que aquél niño asustado despertaba.
Como si tal vez ella hubiese estado allí para salvarme.
Suelta una carcajada fuertísima. Está ebrio, demasiado.

—¿Salvarme, entiendes? —agita la lata de cerveza y parte del líquido se vierte sobre su
camisa—. Esta cosa ya se me ha subido a la cabeza.

—Yo creo que te enamorarse, es todo —me pongo en pie—. Y también creo que ya has
bebido suficiente.

Hace una pequeña protesta cuando lo ayudo a levantarse. Como está más ebrio de lo normal
y apenas puede dar dos pasos sin tropezarse, técnicamente debo arrastrarlo para conseguir
que se mueva. Meto las manos en el bolsillo y saco unos cuantos billetes de veinte. El
cantinero me mira. He pagado de más.
—El cambio que sea para ti —digo.

Bobby está muy pesado. No me voy a quedar de pie esperando por unos cuantos dólares.
Además, el sujeto merece algo de dinero extra. Lo he visto trabajar y es rápido.

Bobby se ha tambaleado todo el camino hasta el exterior. Dos hombres de negro custodian mi
coche. No sé cómo he conseguido meterlo dentro sin que se golpee con algo. Normalmente él
tomaba el papel de conductor designado, incluso aunque tomara más que yo. Era inmune al
alcohol, eso creía. Obviamente estaba equivocado.
Rodeo el coche y entro al interior.
—¿Cómo lo haces? —lo oigo decir—. Se ve tan fácil.

El Saab suelta un gruñido cuando el motor se despierta. Oh, el Saab. Pronto sería de mi
hermana. Debo pedirle a alguien que traiga mi Camaro desde California. No debo olvidarlo.

—¿Hacer qué? —le pregunto.


El coche avanza despacio. Detrás de nosotros ya se ubica el coche del equipo de seguridad.
—Hacer que esta mierda del amor parezca fácil.
Suelto una carcajada.

—Mm. ¿Quién dijo que lo es?

—Te sale natural. A mí me cuesta mucho comprenderlo. ¿Cómo es que funciona? ¿Sólo le
dices y ya? —se lleva ambas manos a la cabeza—. Soy un bruto. No sé tratar a las mujeres.

—Sólo sabes tratar con las mujeres fáciles.

—A la mierda eso. Toda mujer es complicada. Pero Su se lleva un premio. Mierda, mierda. No
sé si ella…si ella está o no…bah, da igual. Esto ya se fue al demonio.
Evito soltar una carcajada. No es el momento.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —pregunto.
—Porque ella no…no ha dejado que le haga el amor.

—Tú no sabes hacer el amor, compañero. Ese es tu problema.


—¿Qué quieres que haga? ¿Meterme a tu habitación y verte?

—No seas imbécil, no. El problema es que piensas con la cabeza de abajo. Mira, si algo he
aprendido, es que no llegas a una mujer ofreciéndole sexo a la primera.
Excepto la mía, pero Amanda es otro caso.
—Tienes que ser más… —hago una mueca—. Bueno, tienes que ser menos hijo de puta
¿Entiendes? Endúlzale un poco el oído. Háblale de ti, sé sincero.
Siento que está mirándome.
—¿Qué coños te hizo esa mujer? Me invitas a tomar y terminas recitándome un poema.
—¿Por qué no dejas que Susan te muestre? —bromeo.

Él suelta un bufido.

—Esa mujer es cada vez más lejana, toda ella y su hermosura. Y tiene ese problemita con
Jack.

—Ah, eso lo tenemos en común.


—No creo que esté dispuesta a tener algo, ¿entiendes? No mientras su hijo esté lejos de ella.
—¿Cómo lo sabes?
Consigo ver, pese a la oscuridad, que ha agitado los hombros.

—Bobby —musito—. Ahora mismo, Susan sólo te tiene a ti. Ha perdido a su hijo. Está igual de
sola que tú. Sí, puede que lo recupere, esperemos que así sea. Pero existe la posibilidad de
que no lo haga. Aunque ha expuesto la seguridad de mi familia contándole todo a Jack, yo no
puedo odiarla. Tengo dos hijas en camino. Haría lo que sea por mantenerlas a salvo.

Hago una pausa, esperando a que diga algo, pero nada.

—Tú sabes lo que se siente —continúo—. ¿Cuántas madrugadas pasaste despierto


preguntándote si tus padres y tu hermana se encontraban bien? ¿Cuántas veces has pedido
un solo minuto siquiera para volver a verlos? Susan está…bueno, está pasando por algo
similar. Sé que desea al menos un minuto con su hijo. Abrazarlo, besarlo. ¿Crees que alguien
así no necesita compañía?

Se lleva ambas manos al rostro, estrujándoselo.

—Creo que son perfectos el uno para el otro —digo—. Y creo que tú lo sabes, ¿no es así? Si
ella no hubiese tocado tu corazón no estarías así. Te lo digo por experiencia. Sólo las
personas a quien realmente quieres tienen el poder de lastimarte o devolverte a la vida.

Me detengo en una luz roja. Rojo. Todo lo que puedo recordar es el ondulado cabello de
Amanda, que parece encendido por el fuego más poderoso. Recuerdo su adorable manera de
sonreírme, el electrificante rose de su piel cuando me toca, la suavidad de sus labios al
besarme. Me descubro a mí mismo sonriendo. Joder, ella siempre lo consigue. Aunque no
esté a mi lado, hace que ese cosquilleo rebelde se me despierte en el pecho.
—Eso —musita—. De eso hablo.

Agito la cabeza. Oh, luz verde. El coche comienza a moverse inmediatamente. Después, giro
el volante hacia la izquierda.
—¿De qué hablas? —digo.
—Tienes esa cara de “soy un puto enamorado”. Yo solo conocía tu cara de “soy un hijo de
puta”.
Le sonrío burlón.
—De vez en cuando se me escapa lo hijo de puta.
—Tal vez —hace una pequeña pausa—. Estabas pensando en ella, ¿cierto?
Suspiro.
—Siempre estoy pensando en ella.

—¿Por qué? ¿Qué haces para siempre pensar en ella?

—No lo sé, Bobby. Ella…ella es la mujer que amo. Ha visto cosas buenas y malas en mí y se
ha quedado. Con todo esto de Jack ella pudo haber escogido hace mucho irse y evitarse
tantos líos. Pero está ahí. Cuando llego a casa, ella me recibe. Es cariñosa, dulce y…bueno,
yo diría que es perfecta.
Lo escucho suspirar.
—Es igual a Su, pero sin tantos secretos.
Me viene a la mente el asunto de la maleta misteriosa, un secreto que mantuvo incluso
durante nuestra luna de miel.

—Bueno, Bobby, las cosas no son tan sencillas. Que alguien tenga secretos no la hace mala
persona. Sólo alguien que tiene miedo.
—¿Miedo?

—Miedo a lo que puedas pensar. La mayoría de los secretos son ocultados para protegernos
del rechazo.
Como el cuarto de juegos de papá, el problema de drogas de William.
—Todos tenemos secretos —digo.

Él permanece en silencio el resto del camino. Cuando llegamos a su casa, algo del coche y lo
rodeo para ayudarlo a bajar, pero al parecer se le ha pasado un poco la borrachera, porque
sale del mismo por su cuenta. Me da un golpecito en el hombro mientras me sonríe.
—Gracias por acompañarme.
—¿Para qué están los amigos?

Agita la cabeza.
—No me refiero a la tomadera, sino a la verdadera compañía. No sólo fuiste a tomar. Me
escuchaste y me diste consejos. Es más de lo que podría pedir.

—Hombre, por supuesto que no. Además, me ayudaste aquella vez, ¿lo recuerdas? Mi mujer
y yo tocamos a tu puerta a medio vestir.
Suelta una risotada ronca.

—Ah, lo recuerdo. Creí que ella era casada.


—Bueno, es casada.
Los dos soltamos una carcajada.

—Deberías pensar en lo que te dije —musito—. Has estado mucho tiempo solo. Sólo tú
puedes decidir cuánto tiempo más esto será así.

Bobby me sonríe antes de marcharse. Antes de abrir la puerta, una chica menuda y muy joven
consigue abrirla primero, lanzándosele a los brazos. Debe ser su hermana. Tiene más o
menos dieciséis o diecisiete años, creo.
Me meto al coche y me marcho. Ya es un poco tarde. Si Amanda no ha comido nada más
desde el almuerzo, que es muy probable, debe estar hambrienta. Yo podría cocinarle algo.
Mm, sí. Conecto el móvil al manos libres y marco el número de la oficia. Su suave, melosa y
coqueta voz me responde enseguida.
—Señor Grey, buenas noches ¿Necesita algo?

Sonrío.
—Quisiera tener a mi esposa de vuelta.
—¿Cómo? ¿Cuál esposa?
—La única que tengo, si mal no recuerdo.
—Ah, bien. Temo que casi todos los empleados se han ido. Tal vez ella también se fue.
—Mm, qué pena. Yo que iba a prepararle algo de cenar.
Suelta una carcajada.
—Vale, está bien, ya te la busco. Debe estar por ahí. ¿Es la de pechos apretados?

—¿Pechos apretados? No recuerdo vértelos apretados.


—Ah, degenerado. ¿Siempre estás mirándome los pechos?
—Cuando no estoy dándole mimos, sí.
—Oh, Ted. ¿Ya estás afuera?

—No. Apenas he dejado a Bobby en casa.


—¿Y qué tan lejos está de la empresa?
—Como a quince minutos.
La escucho refunfuñar.

—Es que tengo hambre. La cafetería está cerrada y no puedo salir a comprar nada. Si lo
hago, mi marido va a darme tremenda paliza en el culo.
—Se te vería precioso con un tono rojizo.

Suelta una pequeña carcajada.


—Oh, estás tomado. Eres un total descarado.
—No he oído que te quejes alguna vez.
—Pero si a mí me gusta, ¿para qué voy a quejarme?

Agito la cabeza, divertido.

—¿Aguantarás hasta que lleguemos a casa y comience a cocinar? ¿O prefieres que


compremos algo rápido?
—Algo rápido estaría bien. He tenido que conformarme con las galletas de la fortuna que
trajimos del restaurante chino.
—Bueno, entonces decide tú. Yo como lo que sea.

—Mm, ¿sabes? Me di cuenta que no soy la única que sube de peso.


Suelto una carcajada.
—Es que cocinas riquísimo. Y no he estado haciendo ejercicio.
—Hay una habitación que te serviría como gimnasio.

—¿Estás llamándome gordo?


—Sí, pero un gordito muy guapo —gimotea—. No, no estás gordo. Estás perfecto.
—¿Es una especie de venganza? ¿De parte de tus complejos?
—No, no. Ya te dije que estás bien.

—Mm. De todas maneras lo del gimnasio suena bien.


Ella se queda en silencio por unos pocos segundos.
—¿Tienes tiempo?
—Algo —respondo burlón.

—Susan se fue hace casi media hora, y yo me estaba aburriendo mucho. Usé tu ordenador
para leer un poco. Sobre el embarazo, ya sabes.
Giro el volante hacia la izquierda.

—Soy todo oídos —digo.


—Encontré un montón de cosas sobre el sexo durante el embarazo.
—Tu tema favorito.
—También el tuyo —refutó a la defensiva.
—Oh, por supuesto.
—Bueno, ¿quieres oírlo o no?
—Decir que no es una invitación a que me castres.
—Buen chico.

Suelto una pequeña carcajada.

—Leo que hay tres tipos de parejas: las que hacen el amor menos, las que lo hacen más y las
que no lo hacen.
—Me pregunto cual seremos.
Su risotada recorre cada rincón del interior del coche.

—También mostraba una tabla: Miedo versus Realidad. No considero necesario decírtela. Es
que no creo que le tengas miedo al sexo con una embarazada.
—Oh, ah, claro. Estoy aterrado.
—Sí, eso pensé. Ahora mi parte favorita: los beneficios. En la lista se enumera que ayuda a
quemar calorías, que a mí me viene excelente, aumenta las horas de sueño, por lo que hay
mejor descanso.
—Es cierto. Te has vuelto muy dormilona.

—Sí, sí, y es riquísimo. Duermo mejor de lo que he dormido alguna vez. También reduce el
dolor y ayuda a que la recuperación post parto sea más rápida. Ay, no.
Frunzo el ceño.
—¿Qué sucede?
—Ted, ¿alguna vez te has detenido a pensar en el proceso de parto? ¿Eso no te da un poco
de miedo? Es mi primera vez, y es un embarazo de dos. Yo no había pensado en eso. Creo
que me da un poco de miedo. ¿Y si algo sale mal?
—No, nada va a salir mal.

Joder, joder. Yo tampoco había pensado en eso. Lo poco que sé sobre el embarazo y el parto
es porque lo estudié en la escuela. Pero no había estado allí, frente a frente, y cuando mis
hijas vayan a nacer sé que tendré que estar presente. No, no. Quiero estar presente. Pensar
en el parto comienza a causarme ansiedad. No puedo decírselo. Podría inquietarla.
—Todo va a ir de maravilla, cariño —susurro tranquilizador.

—¿Tú crees? —suspiro—. Tal vez deba hablar con tu abuela, ¿no? Estoy comenzando a
tener muchas dudas.
—Mañana te llevaré con ella, ¿te parece? Estoy seguro de que atenderte le encantará.
—Sí, me parece.

La luz dorada atrapa mi atención.


—¿Ya decidiste qué quieres comer? Porque estoy viendo un McDonald.
—Oh, ¡una hamburguesa! Sí, yo quiero una.
Me detengo en el solo y espero el cambio de luz.

—Ted, tenemos que decidirnos por un día. Hay que comenzar a comprar las cosas. Ya faltan
solo cuatro meses. Si mis hijas nacen y no les tenemos su habitación voy a… ¡te dejaré un
mes sin sexo! ¡Un mes entero, todito!
—Todavía hay tiempo —río—. No lances amenazas que no podrás cumplir.
—La voy a cumplir. Hablo en serio. Bueno, tal vez. ¡No harás que dude de mis convicciones!

El semáforo ha disparado la luz verde. Giro el volante hacia la izquierda y conduzco hasta la
ventanilla.
—¿Exactamente qué quieres? —la voz de una mujer comienza a sonar por el altavoz—.
Deme un minuto.
—Por supuesto —responde.
—Yo quiero, mm, una hamburguesa. Que sea con todo. ¿Puedes pedirte unos McNuggets?
Te amaría. Oh, y un pie de manzana.
Pido todo lo que me ha indicado.
—¿Qué soda va a tomar?

—Mm —la oigo decir—. El refresco me hará engorar. Cámbialo por agua.

Claro, porque la hamburguesa, los McNuggets y el pie de manzana no le harán nada. Agito la
cabeza, divertido, y repito sus palabras.
En menos de cinco minutos estoy de vuelta en la carretera.
Como la tengo aún en la línea, no tengo que telefonearle para avisarle que me encuentro
frente a la empresa. Minutos más tarde está cruzando la entrada, con un paso coqueto y
elegante al mismo tiempo, pero siempre muy natural.

Abre la puerta y se introduce en el coche. Le tomo la mano inmediatamente, y ella sonríe


mientras me acaricia con el pulgar. Toco su piel, su piel de seda, suave como el pétalo de una
rosa, y me siento en casa, protegido por sus caricias.
—Te eché de menos —musito.

Su sonrisa se hace más amplia. Se inclina hacia mí y su dulce boca juguetea con la mía,
enloqueciéndome, saciándome la sed por sus besos.
—Yo a ti —susurra cariñosa.
Le sonrío.
—¿Nos vamos a casa?

Sus ojos brillan, preciosos, incluso más que las estrellas enmarcadas en el lienzo de la noche.
—A casa —musita feliz.

Me llevo su mano hasta mis labios para depositarle un beso y el coche comienza a moverse
lentamente.

Capítulo ciento cuarentaitrés

»CAPÍTULOS FINALES

El reloj marca las seis y treinta de la mañana. Hoy he salido temprano a correr un poco.
Apenas conseguí dormir dos horas, y sigo sin comprender por qué. Sólo me quedaba en la
cama mirando al techo o a través de la ventana ocasionalmente. Tengo esa molesta
sensación en el pecho y el estómago que comenzaba a ser un problema, aún más cuando la
oscuridad de la habitación parecía aplastarme. Así fue como el reloj dio las cuatro y treinta de
la mañana, y yo decidí levantarme e ir a correr.

Ya era hora de volver a casa. Estoy a quince minutos de ella. No quise ir demasiado lejos para
no preocupar a Amanda, aunque ella da unos sueños de reina. Nada la despierta, así que
probablemente no se ha enterado de que he salido.
Hay muy poca luz solar y está haciendo frío, así que agradezco que mi cuerpo se encuentre
caliente. Se acerca el invierno. La temperatura es cada vez más alta. Y con el invierno se
acerca el cumpleaños de Amanda. Tengo que pensar que regalarle, algo que ella no pueda
rechazar ni que la haga gruñirme. Esa va a ser una tarea difícil. Tal vez pueda hablar con su
familia. En algo podrían ayudarme.

Me detengo un minuto para tomar aire, inclinándome hacia abajo, presionando mis manos
contra las rodillas. Hace ya bastante tiempo que no salgo a correr. No estoy en mi mejor
forma. Voy a considerar seriamente la idea de un gimnasio en la casa. Sólo corrí media hora.
Tendía a durar poco más de una hora. Debería comer menos. Creo que sí estoy subiendo de
peso.
—Ah, joder —gruño cuando al fin recupero el aliento.

Segundos más tarde vuelvo a iniciar el camino de regreso a casa. Cuando observo el reloj,
noto que han pasado casi cinco minutos desde la última vez que lo vi. Estoy demasiado
ansioso, mucho más que de costumbre, y no sé la razón. O tal vez sí. Anoche, antes de que
Amanda cayera rotundamente dormida en la cama, conseguí sacarle todo lo que habló con
Susan. Como era de esperarse, tiene un plan, y si resulta, la pesadilla de Jack Hyde se
acabará en un parpadeo.
Susan estuvo detrás de más cosas de las que creíamos. Mi teléfono y el de papá estaban
infiltrados. Jack sabía todo lo que hablábamos. Todo, y teniendo a Susan dentro de la
empresa, también sabía lo que pasaba en el edificio.

El plan de Amanda era muy sencillo. Susan debía comunicarse con Jack, quedar en el mismo
lugar de siempre y allí, cuando estemos seguros de que no tiene como escapar, lo atrapamos.
Mataremos dos pájaros de un tiro. Atrapamos a Jack y recuperamos al hijo de Susan.
Sin embargo, ese plan seguía causándome una ansiedad terrible. Si algo salía mal, Jack iba a
desquitarse con el niño. Susan no nos perdonaría una cosa así y, honestamente, yo tampoco
podría perdonarme.
El móvil comienza a sonar en el bolsillo. Meto la mano y respondo. Mi propia respiración
agitada no me permite escuchar, así que me detengo. Pero, cuando consigo estabilizarla, el
jadeo continúa.

El sonido proviene del otro lado de la línea.


—¿Bueno? —musito.
Se escucha un sonido hueco, como un golpe, tal vez el sonido de una puerta al cerrarse.
Escucho un gemido, un gruñido, una queja dolorosa.
—¿Quién habla?

Nada. Al otro lado de la línea continua el mismo ruido. Jadeos, gemidos. Aparto el móvil y
observo el detector de llamadas. Un frío espantoso se cierne sobre mi pecho. Es el número de
la casa.

Vuelvo a colocarme el móvil en la oreja.


—Amanda, ¿eres tú?
Sólo escucho otro jadeo.
—Ted —susurra, pero apenas puedo escucharla—. Traté de llamar a la policía. No responden
—la escucho lloriquear—. Por favor, llama a la policía. Ayúdame.
El corazón me ha dejado de latir por un segundo.
—¿Qué está pasando? —gruño—. Amanda, ¿qué sucede?

—Es…
Lo último que escucho es un gritito. Después nada. Es un silencio tenebroso y seco.
—¿Amanda? —grito, pero no obtengo respuesta.

El móvil me tiembla en la mano, tanto que, cuando comienzo a correr, se cae al suelo,
rompiéndose en pedazos. El frío en el pecho se ha esparcido por todo mi cuerpo y no hay
nada que me haga sentir calor. Mi cuerpo sólo siente frío, miedo y una gigantesca impotencia
que duele. Debe ser Jack. Joder, Jack está en la casa, y yo tan lejos de ella. Me palpita en la
sien el temor de no llegar a tiempo, que él vuelva a separarla de mí.
No…

Está pasando otra vez. Él se la llevará y nuevamente no podré alcanzarla, ponerla a salvo. No
podré hacer nada. Tendré otra vez los brazos vacíos, la cama fría. Jack va a apartarla de mí
otra vez.

Mi cuerpo se impulsa en una carrera desesperada. Tengo el pulso acelerado, la respiración


entre cortada y la sangre hirviéndome. Paso junto a una cerca de malla metálica rematada en
alambre de púas en la parte superior con el fin de proteger el estacionamiento de un museo.
En otra ocasión me detendría a observar las esculturas metálicas ubicadas cuidadosamente
en un lugar donde los autos no pudieran golpearse accidentalmente contra ellas, pero este no
era el momento.

Me he saltado un par de semáforos para peatones, unos dos, tres quizá. No puedo esperar a
que cambie, así que me he arriesgado un poco zigzagueando entre los coches. Un par de
vueltas más y estará en casa, y si Jack ha cometido la idiotez de tocarle un solo pelo, voy a
cortarle las manos en pedazos.

Tanteo el bolsillo con las manos. He olvidado que dejé caer el móvil cuadras atrás. Maldita
sea. Debí haberlo recogido y llamar a la policía. Joder, voy a asesinar a los inútiles de
seguridad. Amanta está equivocada. Tal vez Susan es la informante de Jack, pero él tiene
mucha más gente rondándonos, y me pesa mucho sospechar del mismo Taylor. Después de
todo, es el jefe de seguridad. O el mismo Wallace. Con un demonio. A estas alturas no confío
en nadie.

Cuando he conseguido llegar a la esquina previa a la casa, estoy sin aire y sudando frío. Me
duelen los brazos, el pecho y las rodillas. Me detengo un segundo para respirar, y entonces
los disparos comienzan. Uno, dos, tres. Oigo el irritante sonido del neumático chillando contra
el cemento y después, sólo unos pocos segundos después, el Saab abandona la propiedad a
una velocidad que me he privado de utilizar.

El Saab frena de golpe frente a mí tan rápido como aceleró fuera de la casa. Por entre los
vidrios cubiertos de vaho, observo la maranta de pelo rojo enmarcándole un rostro sudoroso y
pálido. Respiro lleno de alivio y me acerco hasta la puerta del conductor. El vidrio baja
automáticamente.
—¿Qué coños está pasando? —gruño.

Mi pregunta queda silbando en el aire cuando un disparo resuena desde la propiedad.


Amanda se mueve en el asiento después de abrirme la puerta.
—Entra, joder —gruñe.

Cuando el segundo disparo rasguña el inquietante silencio, salto dentro del coche y me
dispongo a acelerar. La observo de reojo. Está temblando, mirando insistentemente hacia
atrás, tomándose las manos para evitar el temblequeo. Aunque no sé exactamente lo que
sucede, el alivio que siento es gitanesco. Parece estar bien. No tiene ningún golpe ni nada que
pueda parecérsele.
—Voy a matar a alguien —balbucea—. Voy a despedazar a alguien y es ahora mismo.

Por encima del chillido que hacen los neumáticos del Saab, escucho otro par de chillidos
distintos. Observo por el retrovisor. Mierda. Dos coches negros están siguiéndonos.
—Hijos de puta —chilla.

Lanza una patada a la guantera y la misma se abre. Hay dos armas de fuego plateadas.
—Disculpa —gruño—, ¿cuándo metiste eso en mi auto?

—Cuando regresamos de la luna de piel. Seamos sinceros. Nunca abres la guantera.—toma


ambas armas—. Dime, por el amor a Dios, que no les tienes miedo.
—No me gustan, sobre todo después de ver a tu padre dispararte en el brazo.
—Ese cabrón no es mi padre —gruñe.
—¿Vas a decirme qué diablos pasó?

—Vino a darnos una visita —me lanza una mirada gélida—. ¿Tú donde ostias estabas? ¿Se te
está haciendo costumbre salir por ahí mientras yo duermo?

—Tú estás buscando que peleemos, pero a mí no me importa. Me alivia saber que no te tocó
un solo pelo.
—¿Pero con quién crees que estamos hablando, joder?
—¿En estos momentos? Creo que con la peligrosa delincuente adolescente.

Me fulmina con la mirada. Gira en el asiento hasta acomodarse de frente a los coches de
atrás.

—Si giras ahora, voy a golpearte en la cabeza —gruñe.


—Sólo intenta no matar a alguien, ¿quieres?
—Te odio.

Observo de reojo como apunta hacia los autos con el arma que lleva en la mano derecha.
Suelta una pequeña bocanada de aire, ajusta la trayectoria y dispara tres veces seguidas. El
sonido del disparo suena junto a mí con demasiada fuerza, tanta que durante unos segundos
me costó muchísimo concentrarme en conducir.
—¿Eran necesario tres? —gruño.
—Y faltan tres más.

—¿Segura que no planeas matar a nadie?


Sin previo aviso dispara tres veces más.
—Con un demonio —chillo.
Permanece quieta unos segundos antes de dejarse caer en el asiento.

—Ya no nos siguen, pero no bajes la velocidad.


—¿Qué hiciste?
—Les reventé los neumáticos, pero si tenemos demasiada mala suerte puede que tengan
repuestos.
—¿A dónde vamos entonces?
—No lo sé. Deberías llamar a tu padre y ponerlo sobre aviso.
Oh, no.
—No tengo el móvil.
Gira la cabeza de golpe hacia mí.
—¿Dónde lo tienes?
—Se me…se me cayó.

—Dios mío, ¿dónde?


—No lo sé. En alguna calle. No estoy seguro.
—Pero tenemos que avisarle a tu padre.
—Podríamos pararnos en algún lugar y…

—Sí, hazlo, ahora. Mientras tanto, los sujetos que dejamos atrás estarán, posiblemente,
poniendo neumáticos nuevos para encontrarnos.

—Estás enojada, lo entiendo.

—¿Enojada? ¿Crees que estoy enojada? Jack Hyde se metió a nuestra casa y puso esa
maldita pistola contra mi cabeza. No te vi en la cama y me dio el terrible pánico de que tal vez
te encontrabas herido o muerto en la sala. ¿Por qué no me dijiste que saldrías?
—Porque no tendría sentido. Yo no podía dormir y tú estabas cansada.
—Siempre lo estoy. Eso no es excusa.

—Por favor, no te alteres.


—Ya es muy tarde para algo así.
Siento el nerviosismo brotando de su cuerpo tembloroso.
—Tengo en la mente su rostro, esa mirada de loco mientras me apuntaba con el arma.
Se me seca la boca. Dios mío, él pudo haberle disparado. Pudo haberla matado mientras yo
estaba por ahí, correteando en las calles.
—Todo va a estar bien, cariño —susurro.
—Sabes que mientras Jack esté libre nada estará bien.

—Lo sé, pero lo estará algún día.

—No. Escúchate. Lo dices todo el tiempo para intentar calmarme. ¿Quieres resolver esto?
Deja de hacerlo. No tienes que calmarme, no lo necesito. Cuando lo haces, en lugar de
ayudarme, sólo consigues que mis nervios enloquezcan. Obviamente no estamos haciendo
algo bien. Estamos tratando de tomar el huevo de oro cuando debimos haber tomado antes a
la gallina que los pone.
Frunzo el ceño.
—¿De qué estás hablando?

—¿No es obvio? Jack pasó veinte años en prisión. Perdió todo. Cuando escapó de la cárcel
no tenía un lugar donde vivir. Estaba sin un centavo. ¿Cómo es que pudo organizar esta
absurda venganza? Pudo meterse en nuestro vuelo a California, encontró la casa, el hospital,
compró el apartamento de tu padre.
—Nena, sabemos que es Elena quien le da todo ese dinero.

—Exacto. Elena le da todo ese dinero y con él crea una vía de escape. Siempre consigue
escaparse. Si queremos evitarlo…
—…tenemos que atrapar a Elena primero —asiento—. ¿Eso cómo lo haríamos?
—Podríamos hablar con William. Tal vez conoce de algún lugar.

—¿No crees que si él no lo supiera no nos lo hubiese dicho ya?


—Tal vez no lo recuerda, pero si se lo menciono podría…

Se queda callada. Yo reconozco ese tipo de silencio. Está pensando algo, está formando un
nuevo plan.
—Tenemos que hablar con tu padre y es ya. Conduce hasta su casa.
—Y eso es si sigue allí. Tal vez se fue al trabajo.
—Tienes razón. Para el coche.

—¿Para qué?
—Sólo hazlo.
—A veces no hay como entenderte, mujer.

Mientras me estaciono cerca de la acera, ella rasguña la tela de la visera. En el interior hay
dos paquetes de dinero. En total debe haber unos diez mil dólares.

—La mayoría de la gente, ante una posible emergencia, prepara un kit de primeros auxilios,
pero tú guardas armas y dinero.
—Debajo de tu asiento puse uno de esos kits, ¿contento?

—¿Y para qué pusiste tanto dinero?


—Por si teníamos que escapar de emergencia.

Saca cerca de seis mil dólares y baja del auto. Yo mantengo los ojos fijos en ella. No me
siento tranquila con ella fuera del coche, pero eso a ella no parece importarle. Se acerca a una
mujer con un abrigo rarísimo rojo y cruza palabras con ella. La mujer frunce el ceño. Amanda
le extiende el dinero y la mujer le cede el móvil plateado. Después de cruzar unas últimas
palabras con ella, se da la vuelta y regresa al interior del coche. Me extiende el móvil.

—Seis mil dólares por un Motorola. Debe ser el teléfono más caro del mundo.
Le sonrío burlón.

—De hecho, hasta la fecha, es un iPhone. Tres punto dos millones solo por estar cubierto de
oro y diamantes.
—Me sorprende que no tengas uno —vuelve a extenderme el aparato—. Llama a tu padre.

Tomo el móvil, marco el número de papá, activo el altavoz y le entrego el móvil para poner el
coche en marcha. Nada. Cuando está por mandarme al buzón de voz, Amanda corta la
llamada y vuelve a marcar. Nada. Papá no suele contestar números desconocidos cuando
está en la casa.
Observo a Amanda teclear frenéticamente. Segundos más tarde, el móvil comienza a sonar.

—Qué le habrás dicho para que llamara tan pronto —musito.


Le da a responder, y la voz de papá resuena por el interior del coche.

—Primero, ¿Ted finalmente se dignó a comprarte un celular? Segundo, ¿a qué se debe tu


exigencia? “Llámame en este instante” ¿Ya estamos en total confianza?
Le dedico una mirada divertida a Amanda.
—¿Estás en casa? —pregunta.
—No son ni siquiera las siete de la mañana. Sí, estoy en casa, ¿por qué?
—Necesitamos hablar contigo.
—¿No puede ser en la oficina? Espera, dijiste “necesitamos”. ¿Qué sucedió?
—No vayas a alterarte, pero…
—No me digas lo que debo hacer. Contéstame, Theodore.

—Jack estuvo en la casa.


Silencio.
—¿Cómo puede ser eso posible? ¿Dónde estaban los de seguridad

—Cuando conseguí salir de la casa estaban todos inconscientes en el suelo —dice Amanda—
. No pude detenerme.
—¿Y dónde estabas tú, Ted?
—Salí a correr. No podía dormir.

—¿Están bien?
—Nosotros sí, más o menos, pero temo que el Saab no.
—¿Qué tiene el Saab?

—Querrás decir que no tiene. Cristales traseros y un techo en perfecto estado. Ya te contaré
más tarde.

—Joder. Conduce hasta la casa inmediatamente. Nada de distracciones a medio camino.


Llamaré a mi madre. Debe revisar a tu esposa.
Amanda frunce el ceño.
—Eh, yo estoy bien.

—Me parece buena idea, papá —afirmo. La siento fulminándome con la mirada—. Intenta no
decirle nada a mamá hasta que lleguemos.
—Bien. Hablo en serio. Conduce con cuidado.

—Siempre hablas en serio. Lo haré. No te preocupes.


—Dejaré de hacerlo cuando tu mujer y tú estén sentados en mi sala.
Cuelga. Amanda deja el móvil sobre sus piernas y me mira.
—Sabes que lo lograremos, ¿verdad? —musita.

Yo le sonrío sin despegar los ojos del camino. Estiro mi mano hasta la suya y la tomo.
—Lo sé desde que me di cuenda que estoy enamorado de ti.

Conduzco hasta la casa de papá sin soltar su mano, porque es lo único en ese momento me
mantiene en control.

Capítulo ciento cuarentaicuatro.


»CAPÍTULOS FINALES

Odio tener que hacerles esto. Sólo veo a mamá y a papá con el rostro cenizo, observándome,
mientras yo les voy contando, al menos hasta donde tengo conocimiento, lo que ha sucedido
en la casa. La abuela está revisando a Amanda en la oficina de papá. Phoebe sigue dormida.
Ella podría armar un escándalo aún mayor.

Mamá fue la primera en reaccionar.

—¿Él simplemente entró? ¿Eso fue todo? ¿Abrió la puerta y husmeó la propiedad? —le lanza
una mirada gélida a papá—. ¿Qué es lo que sucede con la seguridad? No recuerdo que fuera
tan ineficiente.
La mandíbula de papá se tensa.
—Taylor ya está trabajando en ello.
—¿Y qué sucede si el problema es Taylor?

—¿Estás insinuando algo?

—Christian, Taylor ha estado centrado en otro asunto y no se ha enfocado en la seguridad de


la familia. Jack Hyde entró a la casa de mi hijo y casi asesina a mi nuera ¡Otra vez!

Frunzo el ceño.
—¿Qué otra cosa podría estar haciendo Taylor? Ese hombre ama este trabajo.
Papá suspira.
—Tenías tus propios problemas y no quería angustiarte —dice.

Mamá lo mira fijamente.


—¿También has tenido problemas? ¿Me los has contado?
Papá le responde con un movimiento de la cabeza.
—Tampoco quería angustiarte, Ana.
—Bueno, teniendo a ese desquiciado por ahí, ¿cómo podría no hacerlo?
—Ana…
—Dime en qué nuevo lío estás metido, Christian.
Él me dedica una mirada suplicante.

—Jack había encerrado a Amanda en mi cuarto de juegos cuando la secuestró. Tiene unas
fotos.

—¿Las de tu madre y…?


Sus ojos grises se vuelven gélidos.
Mamá se cubre la boca con ambas manos antes de soltar un chillido.

—¿Tiene fotos de ese cuarto? —papá asiente—. ¡Te dije que te deshicieras de él! ¡Ya
tenemos uno aquí!
Sus ojos se abren como dos platos gigantes cuando voltea hacia mí. Hago una mueca.
—Yo no quería saber eso —musito lentamente.
—Lo siento, yo, oh, perdóname.
—Mamá, mejor hagamos de cuenta que no me has dicho nada.
Ella asiente frenéticamente.
—Sólo para estar seguros, ¿está cerca de alguna habitación a la que yo haya ido?

—Has ido a todas —dice papá. Sus ojos son severos—. Pero si estás tan ávido por saber,
está…
—¡Christian!
Sé que es incorrecto, pero termino sonriendo.

—¿Qué ha hecho Jack con esas fotos? —pregunta papá.

Antes de responderle, desliza la mano lentamente desde sus piernas hasta las suyas y
entrelaza sus dedos con los de ella.

—Ana, tenemos todo bajo control. Quiso hacerlas públicas, pero conseguimos evitarlo.
—¿Cómo?
Él se encoge de hombros.
—Oh, Christian. ¿Qué compraste?

—Esta vez fue un periódico —admite— Veámoslo del lado positivo. No había comprado todo
un periódico.

—Christian…

—No había comprado ninguna gran empresa en algo de tiempo. Creí que estarías orgullosa
del avance.

Aunque intenta hacerse la dura, mamá termina derritiéndose ante los firmes ojos de papá y le
dedica una sonrisa amplia.
—¿Cómo puedo siquiera discutir contigo? Creo que he perdido esa habilidad.

—Lindo, lindo —me aclaro la garganta—. Demasiado romance. ¿Podríamos retomar nuestra
previa conversación?

Papá asiente.

—Taylor está tomando cartas en el asunto. Considero que debe quedarse aquí por unos días.
Hemos estado organizando una nueva vigilancia en la casa.
Mamá abre los ojos como platos.
—Eso es —musita—. Christian, es muy claro. Por eso Jack ha ido tras mi hijo.
Él frunce el ceño.
—¿A qué te refieres?

—La seguridad aquí es exquisita porque tú estás aquí. ¿Quién no cumpliría con su deber
teniéndote cerca, vigilándolos todo el tiempo?

—Creí que ya habíamos pasado de la etapa donde me veías como un megalómano obseso
del control.

—No. Jamás, pero ese es el punto. Todos aquí cumplen porque tienen al jefe e casa. Sin
Taylor vigilando, o tú, la casa de Ted…
—Ellos simplemente creen que no es tan importante estar todo el tiempo en vigilia —finaliza
papá—. Tiene sentido. En tal caso, tengo un par de hijos de puta que despedir.
Suspiro. No sé cómo es que no lo he visto venir.
—Papá, apenas esto es una teoría. Quizá Jack sólo llegó y disparó.
—Tal vez, pero tal vez no sea así. No voy a descartarlo.

No sirve de nada intentar convencerlo de lo contrario, así que lo dejo por la paz.

—Por lo pronto, como ya he dicho, deben permanecer en esta propiedad. Si desean buscar
algo, deberán esperar a que Taylor esté presente. No pueden ir solos. No sabemos qué cosas
haya dejado Jack.
—¿Hablas de una bomba o algo así? Porque no creo que esté tan…

Papá me fulmina con la mirada. Yo me encojo un poco en el asiento.


—Olvídalo —musito.
Observo a mamá colocar su mano sobre la de él. En el rostro de papá se muestra el efecto
inmediato. Sus ojos se suavizan, asimismo su expresión. Parece un par de años más joven, y
sólo ha necesitado que mamá lo toque.
La puerta del despacho se abre.

—Te dije que estaba bien —gruñe mientras entra a la sala—. Por cierto, tu abuela tardará un
poco. Está atendiendo una llamada.

Yo le sonrío. Tiene las mejillas sonrosadas y los labios ligeramente curveados sin siquiera
haberse dado cuenta. Ella sabe que está en perfectas condiciones. De los dos, quien único se
ha alterado realmente he sido yo. Me he preocupado demasiado. Amanda sabe lo que hace.
Es mucho más fuerte y resistente que antes. Además, sabe manejar un arma y lanza golpes
fuertísimos, y de ambas cosas soy testigo.
—Eso lo sé —digo.
Entrecierra los ojos un poco.

—¿Entonces todo esto a qué se debe?

Mm. Tiene las manos en la cintura. La pose me recuerda a mamá y aquellos días cuando
llegaba tardísimo. Le hago una seña para que se siente en el sofá junto a mí. Ella agita la
cabeza.
—Asaltaré la cocina de tu madre. Tanto correr de aquí para allá me ha despertado el hambre.

—¿Pero la abuela qué te ha dicho?

—Quiere que coma y tome un té de manzanilla. Ese té no me gusta, pero la doctora ha


hablado.

—Pues ve entonces. Hazle caso al doctor.


—¿Qué tú no tienes hambre?
Mamá suelta un chillido tras levantarse del asiento.
—Voy a prepararles algo de comer.

Amanda da un saltito.
—Yo te ayudo.
Suelto una carcajada.

—Mamá, espero que sepas que ella no te dejará hacer absolutamente nada.
Ella suelta una carcajada. Amanda sólo se limita a mirarme con el ceño fruncido.
—No está bien que me pongas en contra de tu madre.
—Yo no he hecho tal cosa.

—Sí, cómo no —envuelve su brazo alrededor del de mamá mientras se la lleva hacia la
cocina—. Se me ocurre que podríamos preparar pollo italiano o bisteck a la fiorentina. No sé
qué opines tú, pero yo me muero por comer algo italiano.
—La verdad lo que mencionas no se escucha nada mal. ¿Sabes prepararlo?
—Por supuesto.

Cuando cruza la puerta hacia la cocina, su voz se desvanece lentamente hasta que, al final,
sólo es un murmullo lejano.
—No tienes idea del lío en el que se ha metido tu mujer —bromeo.

—Ana podrá con ello.

—Bueno, no la has visto en la cocina. Amanda puede olvidarse de que está acompañada. Es
muy posesiva en esa área.

—¿Sólo en esa?
Levanto una ceja.
—No comprendo.
Él me obsequia una mueca burlona.
—Supe lo que sucedió en el restaurante.
—¿Cuál restaura…?
Oh. El restaurante chino. Está refiriéndose al incidente entre Rachel, Amanda y yo.
—¿Tú como te enteraste?

Levanta una de sus imponentes cejas.


—Eso tal vez es lo de menos. ¿Qué sucedió?
—No fue nada, al menos nada que fuera importante.
Él me mira fijamente.

—¿Estás seguro?

—No ha sido nada. Sólo me encontré con esa mujer en el restaurante y cruzamos palabras
rápidamente.
—¿Fue una de las muchas con las cuales estuviste?
—No, no realmente. Era de la escuela. No la veía desde que me gradué.
—¿Y a Amanta qué tal le pareció?

—¿Tú como crees?


—No simpatizó mucho con ella.
—Ni un poco.
Se inclina ligeramente hacia adelante para acomodarse, colocando la pierna sobre el muslo.

—A Ana jamás le ha agradado Elena. Al principio intentaba olvidarlo porque, según ella, Elena
era mi única amiga. No tenía amigos, es cierto, pero esa mujer no era exactamente una
amiga. Era como una droga, una que ya no consumes pero la mantienes cerca por si te
tiemblan las rodillas.
—Supongo que eso a mamá no le gustaba.
—No, no lo hacía, y siempre me lo mantenía presente.

Me acomodo un poco en el asiento. Es la primera vez en mucho tiempo que me hablaba de


Elena, pero la primera vez que me contaba cosas más intimas. Admitir que ella había sido una
droga tiempo atrás no debe haber sido tan fácil como parece.

—¿Qué sucedió, papá? ¿Por qué te alejaste de ella?

Cuando veo sus ojos, hay una combinación muy intensa de sentimientos y al instante me
arrepiento de haberle preguntado. Él nunca ha sido muy abierto con su pasado, al menos no
conmigo y con mi hermana. Teme que dejemos de quererle, o que nos sintamos defraudados,
pero eso jamás podría pasar. Sé que ha tenido muchos momentos difíciles en la vida. Pero, si
puedo ser honesto conmigo mismo, tengo la mente mucho más abierta y capacitada para
comprender temas tan difíciles como este desde que Amanda me expuso sus propios gustos.
He intentado mantenerme con la mente lo suficientemente abierta para comprenderlos a
ambos.

—Ana me había dicho que estaba embarazada —comienza a decir—. La noticia me


impresionó, así que me fui por unos tragos, y terminé frente a su salón de belleza. Creyó que
estaba finalizando mi matrimonio con tu madre.
—Por alguna razón presiento que insinuó algo sexual, ¿no es así?
Él me sonríe culpable.
—De no haber conocido a Ana, probablemente hubiese aceptado.
—¿Y si mamá no hubiese estado embarazada? ¿De todas maneras hubieses ido a buscarla?

Agita la cabeza.

—Ni siquiera sé por qué había ido. Últimamente lo he estado pensando un poco y sigo sin
poder comprenderlo. Salí a tomar y terminé desahogándome con ella. Me sirvió para una
cosa. Me di cuenta que no necesitaba de ella en realidad. Quizá en el pasado ella me enseñó
cómo controlar una parte de mí que era inestable, pero después de un tiempo sólo se volvió
dañino.
—No estoy juzgándote. Lo tienes presente, ¿cierto?

Me obsequia una sonrisa pequeña.


—Pasará un rato antes de que esas dos mujeres decidan que prepararán de cenar. Además,
tu hermana sigue dormida y tus dos hermanos menores están viendo películas.
—¿Y qué tienes en mente?
Él me sonríe.

___________________________
—Vamos, Ted, te recordaba más rápido.

Yo le sonrío burlón mientras le devuelvo la pelota. Es mucho más difícil atraparla cuando el
guante que llevo puesto es más pequeño que mi mano.
—No estás jugando limpio —gruño.

—No planeaba jugar limpio —encorva un poco el cuerpo y se lleva la mano y la pelota hacia la
espalda—. Piensa rápido.

Lanza la pelota antes de que pueda siquiera percatarme, de modo que la misma me pasa
rosando la oreja.
—Estás frío —se burla.

—¿Tienes una idea del tiempo que llevo sin hacer deporte? —troto hasta acercarme a la
pelota, echo el brazo hacia atrás y la lanzo. Él la atrapa sin problemas—. A duras penas
recuerdo lo que es una pelota.

Él agita la cabeza. Lo disfruta, y eso crea una enorme satisfacción en mi pecho. No está
pensando en Jack. Incluso parece unos cuantos años más joven.

—Yo en tu lugar iría practicando. ¿O no jugarás béisbol con tu hermano?


—Sí, por supuesto. También lo haré con Démitri, y alguna vez con mi hijo.
—Apenas tienes dos en camino, ¿y ya estás planeando el varón?
—Tú me enseñaste que no debemos conformarnos, ¿no es así?

Me sonríe burlón.
—A tu madre se le ha ocurrido una idea que es de mi total agrado.
—¿Ya se acabó el juego?
Inclina un poco la cabeza.

—No estás en tu mejor forma. De hecho hasta has subido de peso.


Me froto el estómago.

—Am cocina demasiado bien. Uno no puede reducir la comida cuando es ella quien la
prepara.
—No me mal interpretes. Me tranquiliza que comas bien.
—Oye, tampoco es que estoy gordo.
Suelta una carcajada.

—No, es cierto.
—Ibas a contarme la idea de mamá.
Chasquea la lengua al recordarlo.
—A Ana le gustaría hacer varias fiestas en una.

—¿Eso como se haría?


—Es muy sencillo. Celebraríamos tu cumpleaños, el mío, el de Ana y el de Phoebe. También
el día del padre. Celebraremos todos esos días especiales que nos hemos saltado.

Sonrío.
—Me gusta como suena. Podemos agregar el cumpleaños de Amanda.
—¿Ya está cerca? ¿O ya pasó?
—Es en diciembre.
—Bueno, podemos adelantarlo. Creo que no habrá problema.
—Estoy seguro de que Amanda se ofrecerá para la comida.
Él no dice nada. Sólo me mira y me sonríe.
—Te ha cambiado el rostro entero.

Levanto una ceja.


—No lo comprendo.
—Te cambia el rostro cuando la mencionas.
Dejo caer un poco la cabeza y sonrío. Lo escucho soltar otra carcajada.
—Se siente bien, ¿no es así? Mucho mejor que tener a cualquier mujer.
—Lo dices por experiencia, ¿eh?
—Por supuesto.

Cuando lo miro, tiene esa sonrisa enorme de crío enamorado. He visto esa expresión por
años, porque siempre tiene a mamá en la mente.
—Miren a mis dos hermosos hombres.

Giro la cabeza un poco. Mamá se acerca a nosotros, cargando cuadro tazas de chocolate
caliente sobre una bandeja de plata. Amanda lleva en las manos un tazón de malvavisco, los
cuales está comiéndose.
—Está haciendo frío —gimotea—. Así que preparamos chocolate caliente.
Mamá suelta una carcajada.
—Yo sólo observé lo que hacía.
Amanda toma una de las tazas y la extiende hacia mí.

—Ana me dijo que te gusta con tres gotas de vainilla.

Yo le sonrío, aceptándole la taza. Envuelvo el brazo alrededor de su cintura y la atraigo hacia


mí. Doy el primer sorbo sin apartar mis ojos de ella.

Madre mía. El sabor del chocolate es diferente. Es dulce, es cálido, como una fiesta que
estalla en la boca. Es un cosquilleo maravilloso desde la punta de la garganta hasta el
estómago. El estallido de sabor continúa magnificamente. Es espumoso, cremoso, pero muy
dulce. Aún siento que algo ha estallado en mi boca. No puedo dejar de saborearlo.

—Dios mío —escucho a papá gruñir.

Él le da otro gran trago al chocolate y lo veo relamirse a gusto. Le ha gustado. Mamá tiene una
expresión de felicidad mientras se remoja los labios con la lengua. También le ha gustado.

El chocolate tiene el toque especial de Amanda, y a todo el mundo le ha encantado. Yo sonrío


orgulloso. Esa es mi chica.

—Esto está magnífico —gruñe mamá. La satisfacción está presente en su voz—. ¿Le pusiste
algo especial? Porque esto es...Vaya, ni siquiera sé como describirlo. He probado chocolates
calientes riquísimos, pero este es el mejor de todos.
Amanda se sonroja un poco. Yo pruebo otro poco de este pedazo de cielo.
—Es un ingrediente secreto —musita.

Yo sonrío burlón.
—Tú no tienes ingredientes secretos —le digo.
Ella me pone los ojos en blanco.
—¿Y tú qué sabes?

—Yo te conozco, mujer.


Gimotea.
—Pero sí tiene un ingrediente secreto. Sólo mamá Stella lo sabe.

Permanece en silencio por unos segundos, meditándolo, hasta que, finalmente, se separa de
mí y se acerca a mamá, susurrándole algo al oído. El rostro de mamá demuestra sorpresa.
—¿Y eso es todo? —suelta una risita—. Es algo tan sencillo y aquí nunca falta.
—Lo vuelve más cremoso, ¿no te parece?

—Sí, y mucho más delicioso. Podría tomar de esto toda la vida.


Mamá observa rápidamente el reloj de muñeca de papá.
—A Phoebe ya le toca su medicamento y aún no despierta. Tendré que ir a levantarla —
enrosca su brazo alrededor del de Amanda—. ¿Me acompañas? Quiero ver si puedo
conseguir que me pases algunos consejos más. Realmente cocinas delicioso.
—Sí, por supuesto, no hay problema. Sé de unos trucos para que las carnes queden jugosas y
bien cocidas.

Las dos se marchan del jardín, cada una con su taza, agarradas del brazo. Yo sólo puedo
sonreír. Me llena de satisfacción que a una le agrade a la otra.
Papá me da un golpecito en el hombro.
—Taylor llegó —dice.

—¿Él dónde estaba? ¿Revisando la casa?


—No. Surgió algo.
Oh, no...
—¿Qué cosa?

—Elena.
—¿Qué hay con esa mujer?
Suelta un largo suspiro.
—Ha venido con Taylor. Está frente a la casa y quiere hablar con nosotros.

Capítulo ciento cuarentaicinco


»CAPÍTULOS FINALES

Papá no tiene buena cara, y ya es mucho decir. Luce realmente enfadado, a punto de perder
el control. Durante unos pocos minutos adopta una expresión pacífica, porque sabe que
alterarse no le sirve de nada.

Bien por él, porque yo no puedo hacerlo. Esa mujer es una de las responsables de lo que está
sucediendo. Sin contar que estuvo felizmente involucrada en el secuestro de Amanda. Si no
fuera una mujer, en este mismo instante atravesaría el jardín directamente hacia la sala y la
molería a golpes.
—Tu madre no estará muy contenta con esto —dice—. Se va a poner como una fiera.

—Y la puedo comprender muy bien. Créeme.


Se cubre el rostro con ambas manos.
—Tal vez pueda hacer que se vaya antes de que Ana la vea.
—Pero cuando mamá se entere va a ser peor.

Suelta una maldición.


—Tienes razón.
—¿Para qué crees que ha venido?
—Para nada bueno, de eso estoy seguro.

Debo darle toda la razón. De esa mujer no se puede esperar nada bueno. Por tal motivo me
inquieta que haya venido hasta aquí, y con Taylor ¿Por qué ha venido con él?
—¿Taylor no te ha dicho por qué ha venido con él? —le pregunto.

Él voltea hacia mí y sus ojos se vuelven oscuros automáticamente, como si estuviese viendo a
un fantasma. O, mucho más coherente, a Elena Lincoln.
—Hola, Christian.

Elena. No necesito dar media vuelta para saber que es ella. Tiene una voz empalagosa y
molesta, quizá un poco rasposa, pero cargada de una gratificación incomprensible. No
quisiera voltearme y verle el rostro. Esa mujer ha hecho demasiadas cosas contra mi familia, y
un acto así no soy capaz de perdonar. Nunca.

Papá tiene tensa la mandíbula mientras la mira fijamente. Aprieto los puños y mi pecho se
hincha a causa del aire que estoy reteniendo. No quisiera respirar el olor de su perfume. Es
repugnante.

Finalmente me decido a darme la vuelta. ¿Es ella? Sí, es ella. Tiene una mirada imponente y
firme. Es delgada y elegante, refinadísima. Si no supiera lo sucia que tiene las manos, podría
pasarle por el lado y pensar que es una dama.

Ella me mira fijamente y sonríe.

—Theodore Grey —musita, como si la mención de mi nombre le produjera una enorme


satisfacción—. Eres exactamente igual a tu padre cuando tenía tu edad.

Papá me aparta de golpe, ocultándome detrás de su espalda como si fuera un niño de cinco
años.
—Ni siquiera lo pienses, Elena. Es mi hijo.
—¿Y eso qué?
—No es ningún idiota. Nunca podrías envolverlo como lo hiciste conmigo.
—Yo te enseñé mucho de lo que sabes. Ana debería agradecérmelo.

Aprieto los puños con más fuerza. Debo recordarme a mí mismo que es una mujer. No debo
golpear a una mujer, pero esta en particular está haciendo que se me caliente la sangre, y si
continua mirándome de esa manera, esto no acabará muy bien.
Papá suelta un gruñido.
—¿A qué has venido, Elena?
Finalmente decide concentrarse un poco en él.

—Quería hablar contigo.


—¿Sobre qué?
—Sobre Jack. Tengo un par de cosas que podrían interesarles.
—Estás mintiendo —gruño—. ¿Ahora resulta que a estas alturas decides traicionarlo?

Yo la veo sonreír.
—Es muy desconfiado. Igual que tú, Christian.
—Francamente, Elena, cualquier detalle que puedas mencionar de mi hijo no es de tu
incumbencia. Dime de una vez qué coños quiero.
—Ya te lo dije. Quiero hablar sobre Jack.
—Entonces empieza. Ahora.

Su rostro dibuja una expresión de burla.


—¿No vas a invitarme algo de tomar?

—No, joder, no —gruñe—. No te quiero en mi casa. Todo lo contrario. Quiero que hables y te
marches.
—¿Es por Ana? ¿Ella decide con quien puedes hablar y con quien no?
—Todo esto siempre ha sido por Ana, ¿no es así? Es porque la escogí a ella. Porque siempre
la escogí a ella.

—Es porque dejaste de ser quien eres. Ana no es lo que tú necesitas. Te gusta el control, no
que te controlen.
—Teddy. Le preparé un batido a Phoebe y creí que…

Oh, mierda. Mamá. Y junto a ella Amanda, que sostiene una bandeja con dos vasos de cristal
llenos hasta el tope con una bebida color ciruela. Al verla, la bandeja comienza a temblar,
hasta que al final termina resbalándosele de las manos y cayendo al suelo, donde los vasos
terminan hechos pedazos.
Como era de esperarse, mamá es la primera en reaccionar.
—¿Qué está haciendo esta mujer en mí casa? —chilla.

Elena no ha tenido que voltearse para reconocerla. Ella realmente debe odiar a esta mujer, y
aunque no es típico de ella, comprendo el por qué lo hace. Se da la vuelta y desconozco su
expresión. Sólo sé que mamá se ha puesto roja del coraje. Se me abre un hueco enorme en el
pecho por la reacción de Amanda. Es como si le temiera. Como si esa mujer creara en ella un
estado continuo de pánico.
Sin embargo, se repone en un instante y avanza hacia ella. Se lleva la mano hacia atrás y
antes de que alguien pudiera detenerla le asesta un golpe con tanta fuerza que termina
enviándola al suelo.

—¿Cómo se te ocurre siquiera venir aquí? —chilla—. ¿En qué coños estabas pensando?

Por entre el cabello dorado, le veo dándole una mirada despectiva a mi esposa. Se pone en
pie tambaleando y se precipita contra ella, pero mamá se interpone y la sostiene del brazo.

—Ni se te ocurra ponerle una mano encima, bruja —gruñe—. Nunca pienses que puedes venir
a mi casa a golpear a mi nuera. Nunca.
Forcejea con mamá hasta que, finalmente, ella decide soltarla.
—Ana —musita con desprecio—. No tengo el placer.
—Yo tampoco. ¿Qué haces en mi casa?
Papá se acerca a mamá, alejándola de Elena. Se dedica durante unos segundos a acariciarle
el vientre y ella, a modo automático, relaja la expresión.
—Dice que viene a hablar sobre Jack.
—¿Sobre Jack? —le lanza una mirada gélida—. ¿Por qué no me creo ni una sola palabra?

—Ese no es mi problema, querida.


—Te recuerdo siendo una bruja, pero ahora eres mucho, mucho peor.

Lo único que consigo es escuchar a Amanda lanzar maldiciones en danés sin respirar. Joder,
esto no va a hacerle bien. Ni a ella ni al embarazo.
—No has dicho una sola palabra que explique exactamente el por qué estás aquí —gruño—.
Todo lo que has hecho es alterar a mi madre y a mi esposa.
—Tal vez si no me hubiese caído a golpes ya andaría por la mitad.

Amanda vuelve a soltar una maldición en danés antes de trotar hacia ella como alma que lleva
el diablo. Antes de acercársele, la tomo de la cintura y tiro de ella unos pasos hacia atrás.

—No sé como tienes el descaro de si quiera dirigirme la palabra —extiende los brazos hacia
ella, como si quisiera tomarla del cabello y arrastrarla por todo el jardín—. ¡Jack y tú me
ataron, me amordazaron y me mantuvieron encerrada un mes entero en un lugar donde no
había ventanas! ¡Por su culpa casi pierdo a mis bebés! ¡Malditos enfermos!
—La idea del secuestro fue suya, no mía.
—Pero lo ayudaste, zorra. ¡Le diste el dinero, le diste el avión donde me trajeron! Se encierro
casi me vuelve loca.
—Al parecer estás manteniendo unas secuelas, entonces.
Tenso la mandíbula. Una palabra más y yo mismo me encargaré de hacerla callar.

—Crees que no puedo darte lo que te mereces solo porque estoy embarazada —gruñe,
manteniendo el constante forcejeo—. No tienes idea con quién estás hablando.
—No puedo creer lo parecidos que son Christian y tú. ¿Estás segura de que no son parientes?
—Estás enferma.

—No, tú lo estás. ¿Qué clase de persona tiene sexo compulsivamente desde los trece años?
¿Y yo soy la zorra?

Amanda vuelve a forcejear para soltarse. Joder, no voy a poder contenerla por mucho tiempo.
Es peor que un león rabioso. Mamá toma a Amanda del brazo y la mira fijamente.

—No caigas en sus provocaciones, cariño. Eso es otorgarle a ella demasiado placer —con la
misma determinación se da la vuelta, levanta el brazo por encima de la cabeza y le asesta a
Elena una bofetada—. Sin embargo, siempre he pensado que hay placeres que no deben ser
negados, y he conseguido satisfacerme muchísimo con esto.

Elena se incorpora lentamente, mirando a mamá fijamente a los ojos, y se lanza contra ella.
Papá consigue acarrarla de las manos y neutralizarla completamente.
—Este es mi maldito límite. Ya basta de levantarle la mano a mi familia.
Tira de ella con fuerza y noto que se dirigen al interior de la casa. Mamá va con ellos. Yo sigo
intentando contener a la fiera que tengo en brazos.
—¿Crees que puedas calmarte un poco? —gruño.

—¡No! ¿Cómo se le ocurre venir a esta casa? Esa mujer no tiene…ay, Dios mío, ¡la voy a
matar!
—Tú no vas a matar a nadie. Vas a ser una buena chica y vas a calmarte.

—Ted.
—Es por tu salud, y la de las…
—Me duele.
La escucho soltar un gritito.

—¿Qué pasa? —musito alarmado.


Comienza a hacer un pequeño ejercicio de respiración.
—No, no…no es nada.

Se mantiene en una sola posición: levemente inclinada hacia abajo, respirando


constantemente.
—Tenías que quedarte quieta —gruño.
—¡No te atrevas a decirlo! —vuelve a soltar un quejido—. Ayúdame a llegar a la silla.

La sostengo de ambos brazos y la guio lentamente hasta la primera silla que encontramos. Se
lleva ambas manos al vientre, frotándolo con suavidad, y echa la cabeza hacia atrás para
realizar respiraciones más largas.
—Debo llamar a la abuela, ¿cierto? —me paso la mano por el pelo—. ¿Qué es lo que tienes?
—Deseos de estrangular a esa mujer. Eso es lo que tengo.

—Concéntrate o harás que me cabree en serio.


—¿No estás cabreado ya?
—Amanda —gruño.
—Sólo estoy un poco alterada. Necesito calmarme, pero no puedo si estás hablándome así.

—No tendría que hacerlo si me obedecieras alguna vez.


Alza un poco la cabeza y me mira furiosa.
—¿De verdad tienes ganas de discutir?
—No lo sé ¿Las tienes tú?

—No, por supuesto que no. ¿Y te digo algo? Me molesta mucho tu actitud. No quieres que no
me altere ¿Dime como lo hago? Esa mujer me mantuvo encerrada en una habitación durante
un mes. Allí no entra el sol ni por error.
—No es como si me agrade tenerla frente a mí.
—A ti tal vez no, pero a ella sí.

Frunzo el ceño.
—¿Disculpa?

—Hasta tu madre lo notó. Lo que es peor. Tu padre lo notó. Le recuerdas a tu padre. Le


recuerdas al Christian Grey que llegó a tener sexo con ella, y es repulsivo. Podría ser tu
madre.

—¿Eso qué tiene que ver?


—¿Qué no lo ves? Esa mujer está enferma. Yo podré estarlo, pero al menos tengo los ovarios
de admitirlo.
—Tú no estás enferma.
Me aparta la mirada de golpe.
—Sólo quiero que se vaya. No soporto tenerla cerca.
Su voz ha disminuido un poco. Ahí está de nuevo, ocultándome algo.

—¿Ahora qué? —digo—. Sabes lo mucho que me molesta que me ocultes cosas.
—Es una tontería vieja.
—¿Qué tontería?
La escucho suspirar largo y tendido.

—Cuando Jack me tenía secuestrada, Elena tenía unas fotografías mías y estaba
determinada a enviártelas, pero Will se deshizo de ellas.
—¿Estás diciéndome que ella tomó fotografías mientras Jack te golpeaba? ¿Es eso?
—No. Eran fotografías mías con….bueno, con otros hombres, ya sabes. Teniendo sexo.
Joder…
—¿Y cómo demonios las obtuvo ella? —chillo.
—Will las tomó.

—¿Y cómo ostias lo hizo?

—William siempre ha sido bueno en ocultar sus rastros —suelta una maldición—. Por esto
mismo no quería decirte nada.
—Creí que habíamos dejado atrás los secretos.

—Lo hicimos —me mira fijamente—. Me olvidé por completo de ese asunto hasta que la vi. No
pude evitar recordar el pánico y la incertidumbre de lo terriblemente decepcionado que
estarías si llegaras a verlas algún día. De por sí ya era una mujer de moral dudosa.
Agito la cabeza lentamente. ¿Qué voy a hacer con esta mujer?

—Cuando dicen que las mujeres son difíciles realmente no te están puteando —clavo la rodilla
al suelo y le tomo ambas manos—. ¿Por qué insistes en eso?
—No insisto. Solo te estoy diciendo como me sentía en ese momento.

—Después de esa ocasión, ¿llegó a amenazarte nuevamente con exponer esas fotos?
—No. Supongo que debe haber creído que Will las envió.
Frunzo el ceño.
—¿Qué hay de las otras fotos?

—¿Qué otras fotos? ¿A caso crees que ando tomándome fotos desnudas para enviárselas
con quien me acuesto?
—No, pero sería agradable ver una de esas fotos en mi móvil mientras trabajo.

Alza la mano y me propina un golpe en el brazo. Hace una mueca de dolor. Me ha golpeado
con el brazo donde aún tiene la herida de bala.

—Eso sucede cuando andas con la mano inquieta.


—Púdrete —gimotea—. ¿De qué otras fotos hablabas?
—Las del padre de Jack y la madre biológica de papá.
—Esas fotos las tiene Christian. Muy bien guardadas, por cierto.

—Había olvidado esas fotos.


—Claro. Si tú olvidas algo está bien. Si lo hago yo, me peleas.
—No te estoy peleando.
—Sí, como digas.

El escándalo de la discusión repentinamente comienza a subirse de todo, tanto que puedo


escuchar los gritos desde aquí.
—Tienes que conseguir que tu madre salga de esa discusión. A ella tampoco va a hacerle
bien.
Asiento.
—¿Ya estás mejor? —pregunto.

—Sí. Yo me quedo aquí. Saca a tu madre de esa pelea.


—No. No te voy a dejar aquí.
—Ted, no quiero entrar con esa mujer ahí.
—No vas a quedarte aquí. Lo lamento.

Me pongo en pie rápidamente, tomo sus manos y la ayudo a levantarse.


—¿Es necesario que entre?
—Ella no va a lastimarte. Tendría que pasar primero sobre mi cadáver.
—Ella no quiere un cadáver. Quiere un hombre de carne y hueso —suelta un gruñido—. A
veces no puedo soportar la idea de que otra mujer desee a mi hombre.
—Lo estás malinterpretando todo.

—No. Tú no la mirabas, pero yo sí. Lo veía en sus ojos. Y después dice que yo soy la
enferma. Al menos le abro las piernas a alguien cerca de mi edad.
El gritoneo del interior se ha puesto mucho peor.

—Después respondo a ese comentario, nena. Vamos adentro.


—Pues qué remedio.

Tomo su mano y tiro de ella, caminando juntos hasta la casa a paso muy lento, tanto por su
salud como por la inquietud de la escena que pueda encontrarme. Aún no tiene sentido que
viniera. Dice que quiere hablar sobre Jack, pero todo lo que ha hecho es atacar directamente
a mi familia. Empezando por Amanda y luego mi madre. Elena no le llega ni a los talones a
Anastasia Grey, y ese hecho tan obvio la carcome por dentro. A lo que realmente ha venido es
a sembrar el caos y sé que papá lo ha notado.

Para mi sorpresa, cuando entro de lleno a la sala, la que está soltando los gritos y los insultos
no es mamá. La abuela está lanzando amenazas abiertas al aire, exigiendo que esa mujer
abandone la propiedad. ¿Entonces la conoce? Sí, la conoce, y no le es agradable
reencontrarse con ella. Mamá, por el contrario, está sentada en el sofá frotándose la cabeza.
Papá está arrodillado junto a ella, asegurándose de que se encuentre bien. Y para cerrar con
broche de oro, Amanda parece volver a alterarse.

Este es mi maldito límite.


—Yo creo que ya es suficiente —grito con fuerza.
El griterío entre la abuela y Elena finaliza.

—O empiezas a hablar ahora mismo o yo me haré cargo personalmente de que lo hagas


sentada en una sala de interrogatorios.

Su semblante es el de una mujer que se siente amenazada, pero que no pretende dar su
brazo a torcer.
—Si me llevan a prisión jamás les diré donde está Jack.
Amanda me aprieta la mano, buscando un punto del que sostenerse, así que le devuelvo el
apretón.
—No lo harás —la escucho decir—. Si atrapan a Jack, él va a inculparte.

—La única manera de salir de esto es si me prometen la exoneración total de los cargos.
Estaré ayudándole a decirles donde está. Su pesadilla por fin será cazada.
—No soy muy dada a la paciencia, bruja. Si tienes algo que decir, dilo ya.
—Primero acepta el trato que te propongo.
—Nunca —gruñe—. Los quiero a los dos en la cárcel, pudriéndose como las ratas que son.
—Supongo entonces que nunca lo encontrarás. Está muy bien escondido.
—Por supuesto. Se esconde como una rata que finge ser el rey de nuestras vidas.
Ella permanece en silencio por un largo rato. De perfil, consigo ver como su semblante cambia
radicalmente.
—Como un rey… —musita—. Oculto como un rey.
La miro fijamente.

—¿De qué estás hablando?

—Jack le enseñó a Will a jugar ajedrez en prisión. Tengo vagos recuerdos de esas visitas,
pero sí recuerdo algo que dijo un día. El rey solo se queda cómodamente instalado en su
casilla mientras el resto se encarga de hacer el trabajo sucio.
—¿Y eso qué?

—Supongamos que somos el ajedrez. A Jack le pertenecen las fichas blancas, ya que él dio el
primer golpe, y a nosotros las fichas negras. De las fichas blancas Jack es el rey y
esta…mujer, sería la reina. El caballo era Will, estoy muy segura, y el alfil definitivamente era
Susan.

Elena suelta una carcajada.


—¿Entonces sabes lo de la niña tartamuda?
—Cállate, bruja.
Yo no puedo evitar sonreír.

—En cuanto a las fichas blancas, Christian es el rey y Ana la reina. El caballo es Ted y el alfil
es Taylor —agita la cabeza—. Pero el jugador cambió, por lo que las chicas también. El rey
ahora es Ted, yo soy la reina, Christian el caballo y Ana el alfil.
—Espera —musito—. ¿Realmente estás comparando todo esto con un juego de ajedrez?

—Es un juego que requiere mucha astucia, y aunque es lo que nos ha estado fastidiando la
vida, Jack la tiene. Supo donde buscar influencias. Sabía dónde buscar a la reina perfecta, al
caballo perfecto, al alfil perfecto, pero nosotros también —señala a Elena—. Por eso ella está
aquí. Le hicimos jaque. Ella lo sabe, por eso ha venido. Sabe que terminaremos dándole jaque
mate en cualquier momento y mayormente sucede cuando consigues la cabeza de la reina, la
que en este momento tenemos.
Papá se levanta del suelo y observa a Amanda con un nuevo aire.

—Eso es muy brillante, pero sigue sin decirnos donde está Jack.
—Ella ya lo ha hecho. Indirectamente, claro está, pero lo ha hecho.
Él frunce el ceño.
—Quieres decir…

—Si seguimos en el tablero, ¿qué fichas nos faltan?


—Los peones. Los peones y la torre.
—¿Y cuál ha sido la torre de la discordia desde un principio?
—El Escala —papá truena los dedos—. Grey Publishing.
Amanda asiente una vez. Cuando papá voltea hacia Elena, su rostro denota inquietud. Si plan
de salvarse ha sido neutralizado por completo gracias a un Hyde y un Grey. Jaque mate.

—Jack Hyde está oculto en Grey Publishing —dice él—. Tiene todo el sentido del mundo.
Solía trabajar ahí antes de comprarla y conoce cada pasillo, cada oficina y cada hueco dentro
de la misma. Debajo de la empresa hay un sótano muy viejo. Lo utilizamos para guardar el
papeleo que ya no cabe en el sótano superior.
Levanto una ceja.
—¿Esa empresa tiene dos sótanos? —pregunto.

—Sí, y Jack debe estar usándolos para ocultarse —introduce las manos en el bolsillo, saca el
móvil, teclea sobre los botones y se pega el mismo al oído—. Taylor…Reúne a unos cuantos
hombres…Ya sabemos dónde está Jack…Grey Publishing…Que se preparen todos los que
tengas disponibles…Sí, avísale también al detective.

Él cuelga y cuidadosamente toma ambas manos de mamá, mirándola fijamente.


—Iré con Taylor.
Los ojos de mamá emiten toda su preocupación y su miedo.
—No, por favor —musita—. Deja que él se encargue.

—Ana, necesito encargarme de que esta vez lo atrapemos.


—Puedes salir herido. Te lo suplico, no vayas.
Suelto una maldición en silencio.
—Mamá, él tiene razón —digo—. Yo iré con él. Ya se ha escapado muchas veces. No
podemos permitir que lo hagas.
Sus ojos azules se cristalizan por las lágrimas.

—Ya es bastante malo que tu padre. Si van los dos…


Amanda salta hasta posicionarse frente a mí.
—Ted, Jack les va a hacer daño apenas lo vean. No pueden ir. Es demasiado peligroso.
Le tomo ambas manos.

—Amanda, por favor, hay que hacer esto.

—Que lo haga la policía. No voy a soportar vivir si algo te pasa. Si Jack te lastima, yo solo voy
a…

Suelto sus manos, le tomo cariñosamente la cabeza entre ellas y acerco su boca a la mía,
besándola para calmarla, lenta, muy lentamente.
—Todo va a estar bien.

—Yo no te creo —sus ojos azules comienzan lentamente a lloriquear—. Te voy a perder. Si
vas, Ted, te voy a perder. Jack no va a dejar que regreses a mí.
—Lo vamos a atrapar. Te lo juro, mi amor. Esta pesadilla se acaba hoy.
—No —gruñe—. Mi pesadilla iniciará hoy. Te voy a perder. Tengo mucho miedo. No quiero
que vayas. Ten piedad, Ted.
Le vuelvo a dar un beso, uno largo y dulce.
—Voy a volver. Te lo juro. Voy a regresar, mi amor, y tendré el placer de decir “te lo dije”.

Me aparto de ella y voy hacia mamá, le tomo las manos y se las cubro con besos.
—Vamos a estar bien —musito.
—Theodore Grey —gruñe—. Estarás castigado por mucho tiempo si te atreves a marcharte.
Le sonrío.

—Mamá, ya no soy un niño.


—Me importa un demonio.
—Te prometo que estaremos bien.
Le doy un beso en la mejilla y me despido con rapidez de la abuela.
—No deberían ir —le lanza una mirada a papá—. Ninguno.
—Vamos a estar bien —decimos los dos al mismo tiempo.

Papá se despide de mamá, de la abuela y de Amanda con mucha delicadeza, asegurándoles,


al igual que yo, que regresaríamos.

Antes de atravesar la puerta, observo al manejo de nervios que son estas tres mujeres. Por
dentro estoy sintiendo una pena horrible, pero también una gratificación. Este es el final de
Jack Hyde. El rey de las tinieblas por fin iba a ser vencido.

Con ese pensamiento acogedor, atravesamos las puertas y nos encaminamos a uno de los
coches de la entrada, que iban a llevarnos hacia la tan esperada victoria en contra de nuestro
verdugo.

Capítulo ciento cuarentaiséis | Parte uno


»CAPÍTULOS FINALES

Hay un mínimo de cuatro coches delante de nosotros y otros cuatro detrás. Papá no ha
pronunciado palabra alguna. Tiene el semblante firme mientras fija la vista en la carretera. Sus
nudillos están tornando de blancos de tanto que ha apretado el volante. No tengo ninguna
palabra que decirle. Dudo que exista algo que le quite la tensión. Frente a mamá era una roca,
el gran Christian Grey siendo tan firme y seguro como Christian Grey, pero ahora luce listo y
en forma para envolver las manos alrededor del cuello de Jack y matarlo.

Y desde el fondo de mi alma, es algo que yo también deseo hacer. Jack no se ha enfocado en
mí y en Amanda solamente. También ha seguido tras papá, acorralándolo con los secretos de
su pasado. El resultado ahora es muy evidente. Todo en él grita que está a punto de perder su
apreciado control.
—No sé cómo no se me pudo ocurrir que estaba escondiéndose allí —dice silbando del
coraje—. Tiene todo el sentido del mundo.
—No había manera de imaginarlo —respondo inmediatamente—. Es una propiedad que te
pertenece, por lo tanto siempre está en vigilancia.

—Por lo mismo es el lugar perfecto para que esa rata se escondiera. ¿Y es que acaso el
hermano de tu mujer no lo sabía?

—Lo dudo. Es cierto que al principio no era mucho de mi agrado, pero se ha ganado la
confianza. Está intentando dejar las drogas.
—¿Y si no se fue? ¿Qué tal que todo fue una enorme mentira para ayudar a Jack sin que
ninguno de nosotros lo supiéramos.

Agito la cabeza.
—Es imposible. William se fue con Adriadna. Ella nunca dejaría que él hiciera…
—¿Y si ella no está, digamos, disponible?
Levanto ambas cejas.

—¿Qué quieres decir?


Él permanece en total silencio, siempre con la mirada fija en el camino.

—Tal vez la tenga secuestrada. Al parecer los Hyde tienen una obsesión particular por los
secuestros. Dime, ¿has hablado con ella?
—No, pero eso no significa…

—Mía solo habló con Adriadna el día que llegó. No le ha dado tanta importancia a que no la
llame. Cree que está enfocada en ayudar a William. ¿Y si no fuera así? ¿Qué tal que la ha
lastimado?

—Estás sugiriendo que el gemelo de mi esposa ha fingido que ya no tiene una relación padre
e hijo con Jack por meses, y por experiencia te digo que suponer es lo peor que puede
hacerse. Yo supuse que Phoebe había sido atacada por estar con Amanda. Yo supuse que
ella le traía desgracias a mi familia. Supuse que podríamos tener una magnifica luna de miel
en total calma, pero ella regresó a Seattle con una herida de bala en el brazo. Suponer que
William está traicionando nuestra confianza es poner en peligro la estabilidad de toda la
familia, tanto la nuestra como la de Amanda.

—Debes entender que mi trabajo es mantener a salvo a mi familia. Por eso soy tu padre. Me
arriesgué a tener una familia con Ana sabiendo que podríamos enfrentarnos a problemas
graves en un futuro. Claramente jamás creí que sería una situación como esta.
Tuerce un poco la boca. No pretende atacar a nadie. Se está reprimiendo a sí mismo.
—Durante los últimos veintidós años, por primera vez en mi vida, tenía todo en perfecto
control sin que tuviera que intervenir en ello. Creí que, si utilizaba todo el poder que tenía,
Jack estaría en prisión en poco tiempo. Obviamente el hombre lo previó todo —le da un golpe
al volante con el puño izquierdo—. Bastó un descuido para exponer la vida de tu hermana.
Podría soportar mil cuchillos clavados en mi espalda, mil latigazos en el torso. Cualquier cosa,
menos ver a mis hijos y a mi mujer en peligro. Por eso Jack debe ser atrapado. De haberte
encontrado en tu casa cuando él entró, te habría asesinado sin ningún remordimiento.
—No seas tan duro —digo para tranquilizarte—. Yo no ayudo mucho. Soy descuidado. Creo
que la mayoría de las veces resulto ileso porque es Amanda quien toma control de la
situación.
No hay rastro de humor en su rostro. Lo único que podría animarlo es atrapar a Jack.
—¿No crees que debimos traernos a Elena? —digo.
—No puede intentar nada. Unos pocos hombres se quedaron a custodiar la propiedad.

—¿Por qué crees que ella decidió traicionar a Jack?


—No lo sé. Tal vez Amanda tiene razón. Sabe que estamos cada vez más cerca de atrapar a
Jack y quiso lavarse las manos.
—Pero no le va a funcionar.
—No, no lo hará.

Permanezco en silencio durante unos pocos segundos, observando ocasionalmente por la


ventanilla.
—Sigue habiendo una parte que no comprende el por qué ha hecho lo que ha hecho —digo.
—¿Por qué?
—Llegó con Taylor, ¿no es así? ¿Él donde estaba?

—En tu casa. Revisaba la propiedad.


—¿Y ella como sabía que él estaría allí?
—Taylor es mi empleado de mayor confianza. Pudo haberlo supuesto.
—Tal vez.

El silencio vuelve a cernirse entre nosotros. El sol se ha ocultado detrás de la cortina de


nubes. Tiene toda la pinta de que va a llover. Afuera sé que hay mucha brisa y que está
haciendo frío. Pésimo clima. ¿Por qué tiene que ponerse a llover justo ahora?
Mientras observo las nubes grises, mi mente vuelve a indagar sobre el tema de Elena. No
puedo apartar ese mal presentimiento. Sí, y es uno muy malo. Creo que de mis más grandes
tonterías, haber dejado a Amanda y a todas las mujeres de mi familia allí con esa víbora ha
sido la peor.
—¿Qué? —gruñe.
Volteo a verlo con el ceño fruncido.

—¿Qué?
—Te has quedado en total silencio, pensativo. ¿Qué sucede?
Suspiro.
—No me fío de esa mujer —digo.
—Yo tampoco.
—Pero la dejamos allí.

—No están solas.

—Me encantaría creérmelo, pero lo cierto es que, al parecer, no existe una cantidad de
hombres necesaria para evitar que alguna de ellas salga herida, y, por lo general, esa es
Amanda. Me propongo mantenerla segura, ¿pero qué consigo? Que Jack la secuestrara, que
le dispare en el brazo y que allane nuestra casa. ¿Yo donde estuve? De pie mirando mientras
todo sucedía o lejos de ella. Y, joder, tengo este mal sabor de boca desde que nos
marchamos. Sé que esto no puede ser tan sencillo. No creo que vayamos, lo encontremos y el
problema finalmente termine.
—¿Crees que nos ha mentido? ¿Ella qué conseguiría con eso?
—No estoy muy seguro. La verdad no estoy muy seguro de muchas cosas.

El auto se ha detenido por completo. Frente a nosotros está Grey Publishing, alzándose
brioso, como es usual. Este es el imperio de mi madre. Anastasia Grey ha creado todo esto
por sí sola, con su esfuerzo, y Jack Hyde se encuentra escondido bajo él.

Papá y yo abandonamos el interior del vehículo casi al mismo tiempo que el resto. Ni siquiera
puedo contar cuantos han venido con nosotros.
Taylor se acerca.

—Entraremos primero para revisar el interior. Algunos de nuestros hombres permanecerán


con ustedes.
—No —gruñe papá—. Quiero verle la cara a ese cabrón.
Taylor da la orden.
—Entonces deben permanecer detrás de nosotros todo el tiempo.

Papá y yo asentimos. El montón de hombres se dividen en dos grupos. El primero se moviliza


rápidamente al interior con impresionante rapidez. Los dos permanecemos en una sola pieza,
observando la entrada, como si poseyera una enorme boca y en cualquier momento la abriría
para devorarnos. Yo siento las gotas de lluvia caer sobre los hombros, el pelo y las manos. La
lluvia parece inusualmente más helada.

No puedo apartar esa terrible opresión en mi pecho. Algo no está bien. No puedo ignorarlo. Es
una sensación amarga, fría y terriblemente desagradable. Este no es el lugar donde
deberíamos estar, y la misma sensación de profunda desesperación solo crea en mí una
tensión irritante.
—No debimos irnos de la casa —musito—. Amanda es…

Me inclino un poco hacia abajo y presiono las manos en las rodillas. La sensación de pánico
continúa y yo siento que me estoy quedando sin aire, como si acabase de terminar un
maratón. La cabeza me da vueltas ¿Qué está pasándome?
Papá coloca su mano encima de mi hombro.

—¿Qué tienes, Ted?


Su voz es angustia pura, pero mis emociones también. Amanda. Amanda. Es lo único que
tengo en la mente.

Aparto su mano y me abro paso entre los miembros del segundo grupo, introduciéndome en el
interior del edificio. Paso junto a los empleados, que están formando una línea en ambos
lados. Me miran, y me miran, y me miran, pero yo solo camino junto a ellos a toda prisa hasta
el final del pasillo, doblando la esquina. Y otra vez, y otra vez hasta que, finalmente, encuentro
las escaleras. Apenas sé lo que hago. Solo continuando bajando y bajando escaleras.
Escucho a papá detrás de mí gritándome, ordenándome, que me detenga. Pero no puedo.
Cuando llego a la puerta que seguramente da al segundo sótano, lo único que puedo notar es
el desconcierto en alguno que otro rostro. Me abro paso violentamente, fatigado y molesto,
hasta Taylor, que está sosteniendo el arma y con el rostro descompuesto por la ira, o la
confusión, o ambas.

El lugar está vacío. Solo cajas por aquí y por allá y algunas computadoras que estoy muy
seguro no pertenecen a la empresa. Pero no hay rastro de Jack Hyde ni de sus hombres.
—¡Maldita sea! —chillo.

Preso del coraje, lanzo patadas y manotazos al montón de cajas acomodadas junto a mí.
Tengo tantas palabras acumuladas en la garganta que lo único que consigo emitir son
gruñidos y protestas sin sentido.

Papá se acerca a Taylor. Tiene los ojos grises muy, muy oscuros, y son increíblemente
peligrosos.
—¿No hay nadie? —dice—. ¿Qué está pasando? Tú la trajiste a mi casa.
—Sí, señor.
—¿Qué te dijo? ¿Qué fue lo que pudo decirte para que tomaras la decisión de llevarla?

—Dijo que sabía dónde se encontraba Jack Hyde. Ya nos encontrábamos de salida.
Revisamos cada punto de la propiedad, pero no encontramos nada que pudiese sernos de
ayuda, y la señora Elena estaba en el jardín pidiendo que habláramos.
—¿Cómo supo ella que estabas allí?

—Dijo que estaba enterada del ataque de Jack a la propiedad, así que supuso que usted me
enviaría a revisarla.

Sus palabras solo consiguen alterarme más y más. Ella lo sabía. Sabía lo que haríamos.
Estaba plenamente consciente de que sería Amanda la que descubriría el lugar donde se
ocultaba, sabía que papá y yo vendríamos para detenerlo en persona. No ha querido traicionar
a Jack, nunca ha querido. Ese no fue el motivo que la llevó ante nosotros. La sangre comienza
a hervirme. Amanda lo presentía. A eso se debía su insistencia. Ella estaba sintiendo que esto
estaba mal, que la visita de esa mujer era una trampa muy oscura, una en la que caímos con
demasiada facilidad. Maldita, maldita sea.

—Elena nunca quiso decirnos donde estaba Jack escondido —digo—. No para traicionarlo. Sí,
aquí se ocultaba, pero no pisó la propiedad para eso.
Tengo la atención de papá y de Taylor, así que prosigo.
—Amanda tiene un muy leve recuerdo de las clases que le daba a William sobre el ajedrez —
digo—. Tenían cinco años. ¿Cuánto ha pasado desde entonces? Quince años. Jack ha estado
planeando esto por quince años. Lo único que no planeaba es que Amanda y yo
terminásemos enamorados, mucho menos que yo la embarazara. Elena no estaba allí para
advertirnos sobre Jack.
Papá frunce el ceño.
—¿Entonces para qué?
Suelto una maldición.

—Ha ido para alterarnos con la noticia de saber donde se encontraba escondido Jack —
gruño—. Lo que ella quería, lo que Jack quería, es que nos marcháramos de la propiedad con
todos los hombres de seguridad posibles. Mientras estamos aquí, Jack Hyde está invadiendo
la propiedad donde se encuentran Amanda, mamá y mis hermanos.

Capítulo ciento cuarentaisiete


»CAPÍTULOS FINALES
Punto de vista de Amanda

Siento que Ted y Christian han atravesado la puerta de entrada hace miles de horas cuando
en realidad solo ha pasado una, pero una hora era más que suficiente. Ana me ha repetido
hasta el cansancio que el trayecto de la propiedad hasta el edificio es casi de cuarenta
minutos, pero aún así es demasiado tiempo. Ella lo sabe, por eso también esta increíblemente
ansiosa, así como lo está Grace.

Elena, sin embargo, parece estarlo disfrutando. Su brillante dentadura expuesta hacia
nosotras lo demuestra.
—Yo en tu posición no sonreiría mucho —gruño cabreada.
Se aparta un poco el cabello, dejándolo caer en la espalda.

—Siendo tú —voltea fugazmente hacia Ana—, siendo ustedes, no tendría esas caras. Si
Christian y Ted mueren, ustedes serán unas viudas muy apoderadas.
—Pero no somos como tú.

—¿No? Es curioso. Creí que a esta altura tendríamos mucho en común. ¿O van a negarme
que ambas tengan el mismo gusto? Hombres multimillonarios, con uno que otro problemita en
el pasado y una profunda obsesión por el sexo violento.
Suelta una ligera carcajada que a mí me pareció increíblemente ofensiva.

—Lo olvidé —me señala con uno de sus largos y delgados dedos—. Tú eres la del problema
con el sexo.

Tenso la mandíbula, creo que con demasiada fuerza, por que al cabo de unos pocos
segundos comienzo a sentir el indicio del dolor.
—No eres la apropiada para hablar de este tipo de temas —gruño—. Eres la perra que
envolvió a un crío de quince años y lo metiste en ese lío.
—Yo lo salvé del lío que ya era su vida.

—No intentes plantearte como una heroína. Lo que tú hiciste…

—Lo que yo hice fue exactamente lo mismo que tú hiciste, lo que probablemente sigues
haciendo —escupe de golpe—. ¿Y cuál era tu excusa? ¿Un pasado tormentoso?

—Yo dejé eso atrás —me cubro el vientre con ambas manos—. Formé una familia con un
hombre que me ama y me respeta.

—¿Y cómo puedes estar tan segura? ¿Qué te hace pensar que al tocarte no recuerda que
estuviste con tantos hombres?
—Ya basta —chilla Ana—. No todos estamos podridos como tú.

—No —vuelve a señalarme—. Pero ella lo está casi tanto como yo, solo que yo si admito
haberlo disfrutado. Todas y cada una de las veces que sucedió todo lo que sucedió y eso
incluye, Ana, por supuesto, a Christian.

Cierro los ojos y me concentro en darle suaves caricias a mi vientre para calmarme. Esa mujer
me altera muchísimo y por más que lo intente sus palabras están taladrándome el cerebro.
Aún así tengo muchas otras cosas más importantes que esta.
Dios mío, que Ted esté bien, repito en mi mente una y otra vez.

Con el mismo mal sabor de boca que experimenté apenas atravesaron la puerta, me dirijo
hacia uno de los asientos y me acomodo allí mientras me froto el vientre. Debo mantenerme
calmada, pero, honestamente, es demasiado difícil. Yo apostaría que imposible. Nada de lo
que está sucediendo tiene lógica. Mientras mi cabeza comienza a llenarse de dudas, miro
discretamente a Elena. No confío en ella y si ha venido no ha sido para nada bueno. Y no lo
creo solo porque la conozco, sino porque esto viene en la sangre. Ella es la hermana de Jack.
Es…es mi tía. Ser un hijo de puta viene en la sangre. Lo sé. Era igual a ella. No puedo quitarle
la razón en ese aspecto, pero, a diferencia de ella, dejé eso atrás. Le soy total e
incondicionalmente fiel a un solo hombre. Eso es algo que ella no puede comprender. Por eso
el alboroto, los celos, la venganza. Aún no puede comprender como Christian pudo preferir a
una sola mujer.

Elena nunca ha podido comprender el amor y es algo por lo que, a pesar de todo, le tengo
lástima. Ella es un monstruo, uno que no conoce el amor y por lo tanto solo destruye y
consume. No tiene ningún escrúpulo.
Es por lo mismo que no tiene ningún sentido que esté aquí.
—¿Exactamente por qué has venido? —digo.

Ella voltea a verme.


—¿Disculpa?
Está evadiéndome.
—¿Cuál es el motivo que te trajo aquí?

—Creí que habíamos aclarado eso.


Lo está haciendo. Evade una respuesta clara y concisa.
Observo de reojo sin levantar sospechas hacia la pequeña mesa de la esquina donde
descansa el arma que había utilizado en el coche con Ted de camino a la propiedad. Aún
debe quedarle un par de balas. No las he utilizado todas.

—Lo aclaramos —musito—, ¿pero como yo podría estar segura de que Jack está allí
realmente?

—¿No basta con haberlo dicho yo misma en persona? ¿Crees que me arriesgaría en vano?
—No te estás arriesgando en realidad. Solo estás ahí parada disfrutando de lo que ves.
Todo lo que ella hace es sonreír, transmitiéndome mucha más inseguridad que antes. Me
pongo en pie y finjo dar vueltas por la habitación. Necesito tener el arma. Necesito algo que
me provea algo de seguridad personal. Algo con lo que pueda detenerla si intenta herirme a
mí, a Ana o a Grace. Agradezco al cielo que Phoebe y los niños estén durmiendo.
—¿Qué te hizo tomar la decisión de traicionar a Jack?
Está mirándome fijamente. No puedo tomar el arma. Eso sería ponerla sobre aviso.

—La verdad quisiera no ser encerrada. Creí que si les decía sobre Jack podrían brindarme…
Suelto una carcajada.

—¿Realmente creíste que íbamos a exonerarte de esto? —me toco la cara con ambas
manos—. Bueno, bien dicen que soñar no cuesta nada.
Despega los labios y su dentadura blanca queda expuesta.
—También dicen que quien ríe de último ríe mejor.
Apenas hubo terminado de hablar, los neumáticos chillando en la entrada resuenan de tal
manera que me veo obligada a cubrirme los oídos.
—Christian —musita Ana aliviada.

Ella sale disparada hacia la puerta de entrada junto a Grace. Una parte de mí siente alivio. Si
Christian ha llegado, Ted también. No regresaría sin su hijo.
Sin embargo, cuando volteo hacia Elena, se que nada de esto es realmente lo que parece ser.
No es Christian, no es Ted.
—Es Jack —musito débilmente—. ¡Ana!

Apenas doy un paso cuando lo veo. Tiene toda la pinta de un hombre loco. El cabello rojo le
lleva ya por los hombros, tiene el semblante tan blanco como un papel y un par de bolsas
negras debajo de los ojos. Trae a Ana de un brazo. A Grace la lleva otro hombre.
No. No puede ser.
Es Baxter.
No he vuelto a verle desde la cena de beneficencia de la familia y lo hemos mencionado unas
muy pocas veces. Ted lo señala como el responsable del asunto de la serpiente y ahora que
lo veo junto a Jack estoy ciento por ciento convencida de que es así.
—Imbécil —musito.
Baxter me sonríe como si le hubiese hecho un cumplido. Empuja suavemente a Grace y ella
aprovecha esa oportunidad para apartarse. Jack, sin embargo, no tiene intención alguna de
soltar a Ana. Retrocedo un poco. Necesito llegar al arma. Necesito algo con lo cual pueda
protegernos.

—Es increíble lo desesperados que pueden estar los Grey para creerse el cuento de esta
mujer —dice Jack—. Son unos estúpidos.
Lo sabía. Todo esto era una trampa y todos caímos en ella. Maldita sea.

—Trae a mi hija —dice él en dirección a Baxter—. Esos dos no tardan en llegar y vendrán con
un enorme batallón ¡Muévete!
Doy un par de pasos y tomo el arma con mucho disimulo. No puedo disparar. Jack lastimaría a
Ana, el bebé…
Maldita sea.
Baxter se me acerca y me toma del brazo. Va a ver el arma.

Tiro del brazo y forcejeo con él. Uso ese momento para ocultar el arma en el pantalón de mi
piyama. Yo vuelvo a forcejear cuando se acerca, pero es demasiado rápido para mí ahora y
me coge las manos en la espalda.

—Te vas a arrepentir por esto —gruño cabreada—. La paliza que te dio Ted no será nada
comparada a la que yo voy a propinarte.
—Antes eras muy mansita. Si despegabas los labios era para gemir de placer.
—Si gemía era por el asco, porque, como amante, eras una mierda.
Tira del agarre con tanta fuerza que termina por lastimarme la herida del brazo.

—Solo tráela —grita Jack.

Baxter me empuja hacia adelante, obligándome a caminar hacia Jack. Ana me mira. No está
asustada. Está furiosa. Es una emoción que compartimos.

—Daremos un paseo —dice Jack—. Amarren a la anciana.


Dos hombres pasan junto a nosotros con un par de cuerdas y cinta metálica.

—¿Por qué sigues con esto? —gruño—. Deberías darte cuenta que tus planes no funcionan.
Sobre todo deberías darte cuenta que eres un psicópata, un enfermo.
Jack tensa la mandíbula mientras me obsequia su horrible mirada de loco.
—Voy a seguir con mis planes hasta que recupere todo lo que me pertenece.

—Yo no te pertenezco.
—Lo haces. Llevas mi sangre.
—¡Tú nunca me quisiste!
—Seguiremos con la terapia familiar en el auto.
Tira de Ana con fuerza y la obliga a caminar. Ya no puedo hacer nada. Si peleo por quedarme,
Jack va a lastimar a Ana y por consiguiente al bebé. Si me voy, atentará contra mis hijas.
Pero, si me voy, puedo hacer el tiempo necesario para armar un plan. Tengo el arma. Ahora
debo descubrir qué hacer con ella.

Jack nos obliga a entrar a una camioneta negra, la cual conduce Baxter, después de atarnos
las manos con unas sogas gruesísimas. Levanto la cabeza un poco y lo veo entrar a un coche
blanco con Elena. Maldita perra.
—Ni para los secuestros tienes clase —le gruño a Baxter—. No sirves para absolutamente
nada.
Una ronca carcajada se le escapa de la garganta.
—Supongo que Ted sabría cómo hacerlo. Desde luego, si estuviera con vida.
Un golpe frío me rasguña el pecho.
—¿Qué quieres decir?

—Que es muy probable que tu novio ya esté muerto.


—Es mi marido, imbécil. Un hombre al que no le llegas ni a los talones.
—La típica frase de mujer.

—Me importa un cuerno. Esa es la verdad. Estás haciendo esto porque él supo ponerte en tu
lugar, porque Ted si es un hombre.
—Si es tan hombre, ¿dónde está ahora? Ted no es más que un imbécil que siempre deja a su
mujer cuando menos sola debe estar. Es su culpa que estés aquí.
—Inútil —gruño cabreada. Si pudiera soltarme las cuerdas lo molería a golpes.

La camioneta se detiene de golpe, empujando a Ana sobre mí. Veo a Baxter girarse hacia mí
con los ojos oscuros y llenos de ira.

—Si no cierras la boca voy a rompértela —masculla antes de darse la vuelta y acelerar
nuevamente.
Necesito pensar en algo y es ya. A donde sea que nos lleven, si llegamos, las oportunidades
de un escape improvisado se desvanecerán.
—Oh, Christian Grey —la oigo mascullar—. Tenías que escucharme. Le dije que no fuera.
—No es hombre fácil.
—Pero ya deberá escucharme.

—Ana —musito en voz baja—. Si Jack nos lleva a donde quiere llevarnos no habrá regaño
que dar.
—Lo mío como tal son los libros. No sé de estas cosas.

—¿Sabes usar un arma?


—Mi padre me enseñó a usarlas ¿Por qué?
Baxter nos ira rápidamente por el retrovisor. Espero pacientemente a que deje de hacerlo para
responderle.
—Tengo una en mi bolsillo —respondo en un tono muy bajo—. Tal vez si…
—No puedo disparar. Estoy atada.

—No, sí, lo sé, pero no es eso. Si pudieras desatarme, yo podría…

—Eso es casi igual de imposible —se mueve lentamente hasta que su espalda golpea la
mía—, pero Christian es casi imposible y sé cómo manejarlo.
Le da un tirón fuertísimo a las cuerdas y tengo que morderle el labio para no gritar.
—Son muy gruesas —musita.
—Ajá —es todo lo que puedo decir.

Vuelve a tirar de las cuerdas, pero el resultado es el mismo.


—Tienes las manos pequeñas —susurra—. Si intentas sacarlas…
—Tienes razón.
Baxter vuelve a mirarnos por el retrovisor.

—Lo que sea que planeen no les va a funcionar —dice.


—Solo intento estar un poco más cómoda —musito.
—No están aquí para sentirse cómodas.

—¿Por qué diablos haces esto? ¿Por qué Ted te golpeó? No creo que sea el primero que te
pone una mano encima.
—No, no lo es, pero se trata de él, alguien a quien he detestado por mucho tiempo.
—¿Por qué?

—Porque siempre obtiene lo que desea, siempre. Yo tengo que suplicar por un poco del
cariño de mi familia. Por eso lo detesto. Ha tenido todo a manos llenas.
—Eso es una excusa estúpida.

—¿Lo dice la gata que se acostaba con todos por una vieja rencilla familiar?
—Sí. Al final la vida te da lo que nunca antes habías podido tener.
—Esas son las típicas palabras post muerte. ¿Ya te sientes como un cadáver?
Prefiero no responderle. Quiero que deje de prestarnos atención.

Segundos más tarde vuelve a concentrarse en el camino. Comienzo lentamente a mover las
manos hacia arriba, intentando liberarme del agarre. Son gruesas y rasposas y me provocan
una irritación terrible en la piel. Quiero rascarme, pero no puedo.
—No puedo soltarme de estas cosas —susurro.
Sus pequeños dedos están metiéndose por entre medio de mis cuerdas, desatándolas.
—¿Te soltaste? —musito impresionada.

—¿Tienes idea de lo creativo que es Christian para atarme? Ya sé como soltarme de todo
esto.

Me quedo quietecita mientras termina de desatarme. Lo siguiente en lo que debo pensar es en


cómo detener a Baxter y escapar antes de que Jack nos dé alcance.

Las cuerdas se deslizan por mis muñecas y comienzo a flexionar los dedos. Me quedo
mirando fijamente al espejo retrovisor, atenta a cualquier señal de peligro mientras introduzco
la mano en el bolsillo. Al tocar el arma, la saco lenta y cuidadosamente y reviso que aún tenga
balas. Quedan dos. Mierda.
Empuño bien el arma, respiro hondo y doy un salto hasta él, presionando la boquilla sobre su
yugular.
—Para esta camioneta ¡Ahora! —chillo.
Yo lo siento tensarse.

—No vas a disparar.

—Jack Hyde quiere muerta a mis gemelas. Honestamente, Baxter, no tienes idea de los
alcances de una madre. Si no te detienes ahora mismo voy a matarte, aunque eso signifique
tener pesadillas el resto de mi vida. Si eso mantiene vivas a mis bebés, correré el riesgo.
Baxter parece vacilar. Puede que ceda, puede que no.

Al final la camioneta se detiene.


—Maldita perra —gruñe.
Se baja de golpe y abre la puerta. Yo sigo apuntándole.
—Apártate —digo.

Él alza ambas manos mientras camina hacia atrás. Lo veo en sus ojos. Apenas me suba a la
camioneta va a detenerme, así que, previniendo el ataque, le disparo en la pierna. Cae al
suelo mientras se envuelve la herida sangrante con ambas manos.
—¡Hija de perra! —chilla.

—Agradece que fue en la pierna y no un poco más arriba, bastardo de mierda. ¡Piénsatela dos
veces antes de meterte con mi familia!
Me giro inmediatamente y me acomodo sobre el asiento del conductor.
Oh, no. Es estándar. No se conducir un coche estándar.

Los coches que iban frente a nosotras han notado la conmoción.


—Ana —musito nerviosa—. No se conducir un coche estándar.
—Yo sí —en un parpadeo está junto a mí—. Tenía un Volkswagen. Era estándar.
Me muevo hasta el asiento continuo.
—Bueno, entonces es mejor que arranques ya —me pongo el cinturón—. Están regresando
por…

Ana pone la camioneta en reversa y acelera. Mantengo la vista fija en los espejos. Yo solo
tengo una bala. No es mucho lo que puedo hacer con ella.
—Muy bien —dice—. ¿Ahora qué?
—Bueno... ¿Qué pasa si admito no tener un plan?

—Entonces debe ser muy buen momento para crear uno.


—Si tuviera un teléfono, podríamos llamar a la policía.
Reviso cada rincón de la camioneta.
—No hay nada —gruño frustrada.

—Pensemos en otra cosa.


—Busquemos un lugar con tráfico y muchísima gente, así podemos…

—…escondernos entre la multitud —gira bruscamente hacia la derecha—. Suerte para ambas
es la hora pico de un viernes.
—Sería excelente si nos topáramos con un oficial de policías.
—Todo lo que vamos a encontrar son oficiales de tránsito.
—Bueno, creo que es mejor que no tomarnos con ninguno.

Ana detiene la camioneta de golpe. Al mirar hacia adelante, un coche negro con los cristales
oscuros está atravesado en el camino. El tirón de las entrañas comienza a provocarme
nauseas y ese mismo deseo aumenta cuando lo veo bajar del coche.

Capítulo ciento cuarentaiocho

»CAPÍTULO FINAL
Punto de vista de Amanda

La sensación agria en el estómago se torna casi insoportable y no me deja hablar. Mis manos
tiemblan, eso es todo. No puedo hacer nada más. Solo mirarlo, y mirarlo y mirarlo.
—William —gimoteo antes de bajar del coche.
Corro hacia él como niña pequeña y me refugio en sus brazos.
—¿Qué estás haciendo aquí? —dijo sin aliento.

Sus ojos azules son muy oscuros.


—¿Por qué no me habías dicho lo que él te hizo? —dice a modo de reproche—. Te ha
disparado. Amanda, intentó asesinarte.
—Eso no importa ahora.
El chillido de los neumáticos me congela la sangre. Volteo hacia la camioneta. Detrás de la
misma el coche de Jack se acerca peligrosamente.
—¡Ana! —chillo desesperadamente.
Ella abre la puerta y sale corriendo de la camioneta hacia mi dirección.

—Mierda —masculla William—. ¡Suban al auto!

William tira de mi mano y me obliga a entrar a toda prisa por la parte trasera. Apenas Ana se
acomodó junto a mí salto dentro del coche y aceleró como alma que lleva el diablo. Los ojos le
saltaban insistentemente del espejo retrovisor al camino.
—¿Cómo supiste donde hallarnos?
Le da un fuerte golpe al volante.

—¡No lo sé! Solo sé que tenía que regresar. Tenía…tenía esa amarga sensación de
problemas en la garganta. Entonces regreso, voy a tu casa y está…¡está rodeada de policías!
He llamado a todos lados. Nadie podía decirme nada. Entonces conduje. Seguí a una
corazonada, ¡y mira con lo que me encuentro! ¿Quieres explicarme qué está pasando?

—Elena fue a la casa de Christian —el coche voltea bruscamente hacia la derecha—. Nos
engañó. Nos hizo creer que fue a decirnos donde estaba escondido Jack. Dijo que estaba en
el sótano de Grey Publishing.
—¿Qué? —chilla alarmado—. ¿Eso como puede ser posible? ¡No tiene sentido!

—Sí, bueno, nada tiene sentido. A fin de cuentas todo era un engaño para que Christian y Ted
se fueran y Jack pudiera venir por nosotras.

—¿Y cómo terminaron en esa camioneta? No creo que Christian tenga gustos característicos
de la clase media o la clase baja.
—Nos tenían secuestradas. Nos soltamos y huimos.
Me mira fijamente a través del espejo.

—No sé si deba preguntar.


—Yo quiero preguntar. ¿Qué se supone que haremos ahora?
—Perderlo.
Giro la cabeza hacia atrás. No está muy lejos. Puedo ver su mirada de loco a través del cristal.

—No creo que esté dispuesto a perdernos.


—No te preocupes. Lo vamos a hacer.
—¿Cómo estás tan seguro?

El escándalo de las sirenas de la policía hace que de vuelta a la cabeza nuevamente. Una
larga fila de coches está situada frente a nosotros. William frena de golpe y los neumáticos
resbalan por el asfalto antes de detenerse.
El coche de Jack ha emprendido la retirada inmediatamente.
—Va a escapar —chillo asustada.

Entonces todo cambia. El coche de Jack se detiene. Lo veo a través del cristal con ambas
manos sujetas al volante, mirándonos. Y nos mira, y nos mira, y nos mira.

Después solo acelera. El coche se mueve en cámara lenta hacia nosotros. Aunque sé lo que
planea, mi cuerpo está totalmente negado a moverse. Una corriente helada me obliga a
permanecer quieta. El pánico es demasiado. Solo puedo temblar y contener el aliento,
esperando el golpe.
Muévete, me grita una voz en mi cabeza.

William me propina un golpe en el brazo y caigo de trompicones al suelo sobre mis manos y
las rodillas. Junto a mí el estallido contra algo pesado me sobresalta.
Que no sea él, que no sea él, repito en mi mente.
Le tengo pánico a lo que pueda encontrar al voltearme.

Abro los ojos como plato por el tirón que ejercen sobre mi brazo herido. Jack. Jack. Es todo en
lo que puedo pensar. Pero no es é. es William. Oh, bendito Dios. Está bien.

—¿Te hiciste daño? —toma mi rostro entre sus manos—. Siento haberte empujado. Por favor,
dime que estás bien.

Asiento frenética.
—¿Dónde está Ana? —mascullo.
Él levanta la vista e intenta localizarla.
—Está con un par de guardias. Vamos, tienes que levantarte.

Me sujeto de sus brazos y me pongo de pie despacio. Me hago un tanteo rápido. Tengo las
manos y las rodillas un poco rasgadas y la cara sudorosa y sucia. Por lo demás estoy bien.

Contengo el aliento al observar el coche de Jack destruido.


Pero él no estaba allí, en el interior. William desliza la mirada por todos lados.
—¿Ha donde ha ido? —chilla frenético, acercándose al vehículo.
No puede ser. Ha escapado. ¿Cómo? ¿Cómo demonios consigue hacerlo siempre?

Una quemazón estalla en mi vientre. Tengo un arma pegada a mi cuerpo y no necesito girar la
cabeza para saber que se trata de Jack Hyde.
—William —musito asustada.

Él se voltea y sus ojos azules se vuelven oscuros.


—Ni siquiera lo intentes —gruñe acercándose.
Jack presiona el arma un poco más contra mi vientre.
—Te acercas, disparo. Es simple.

William se detiene. Aprieta los puños y lo mira crudamente. Si pudiera tener la oportunidad lo
mataría. No importaba que fuera su propio padre. Si él tuviera la oportunidad la tomaría. Así
de simple. La sola idea me asusta, pero no puedo culparlo. Yo debí haber tenido ese mismo
deseo en Isla Mauricio.

—No le hagas daño —suplica—. Jack, esto está yendo demasiado lejos —señala a la
policía—. No tienes a donde escapar.
Enrosca su brazo libre alrededor de mi cuello.
—Tengo a donde y con quien —gruñe—. Te quiero de este lado.

—No lo haré. No volverás a tenerme de tu lado.


—William, yo soy tu padre.
—¡NO! —grita—. TÚ NUNCA HAS SIDO UN PADRE.
Jack está temblando, puedo sentirlo.

—Jack Hyde no sabe lo que es ser un padre —William se tira del cabello con ambas manos—.
No te importamos jamás. Todo lo que tenías en mente es una absurda venganza. No tenemos
la vida asegurada, entiéndelo. ¿Crees que de haber sido tú el adoptado por los Grey todo
sería mejor? Christian tuvo que trabajar duro para tener lo que posee ahora. ¿Qué has hecho
tú? Casi matas a mi madre ¡POR CULPA TUYA HICE COSAS DE LAS QUE ME
ARREPIENTO! ¡Tienes a tu hija a punta de pistola! ¿Qué es lo que quieres? ¡DIME!

—En la cárcel no podía ser buen padre, pero ahora es diferente.


—¿En qué es diferente? No estás libre. Escapaste. Pudiste esperar a cumplir tu condena e
intentar recuperarnos. Pero no. Saliste para cobrar venganza. Tu sangre nunca te ha
importado. Lo que sí lo ha hecho es tu odio y desprecio hacia esta familia. ¿De verdad crees
que confío en una sola de tus mentiras?
El arma me presiona más el vientre. No…
—Ven conmigo. Hazlo o le disparo. Serían tres muertes más en tu conciencia. Tú decides.

Por el rostro de William salta un destello de locura. Si tuviera la oportunidad de atravesar el


espacio que nos separaba y llenarle el cuerpo de balas lo haría.
—No te importamos —gruñe—. Lo estás demostrando en este momento. Déjala ir.

No lo hará. Jack no es Jack. Nunca lo ha sido. Este hombre ha perdido la cabeza. Si no


encuentro una manera de desarmarlo será demasiado tarde. Debo ser cuidadosa mientras el
arma esté contra mi vientre.
—Jack —musito—. Tú…tú ganas. Nos iremos contigo. Ya no volveremos a ver a los Grey.
Lo escucho jadear.
—¿De verdad?

William me obsequia una mirada de “¿Qué estás haciendo?”.


Tiempo, digo con los labios sin hacer ruido.
—Sí —digo—. De verdad. Pero debemos hacer un trato antes.
—¿Qué clase de tratos?
—Déjame entregarle a Ted mis bebés cuando nazcan. No tienes que matarlas. Se las dejaré.
Así puedes quedarte con nosotros —me mojo los labios un poco con la lengua—. Es lo único
que te pido…papá.

Me siento como una maldita hija de perra al decirlo. Lo peor es que no tengo la menor idea del
por qué. Él me ha lastimado de muchísimas formas. Por mucho tiempo lo odié. Odié que
estuviera en prisión, que fuera un miserable, que quisiera a mi hermano pero no a mí. Lo odié
tanto que alguna vez deseé saberlo muerto. Pero ahora solo siento lástima. Es un hombre que
ha perdido la razón por cosas sin valor alguno: la venganza, los celos. Solo hay oscuridad en
su corazón a causa de tanto odio. No quiero que me suceda lo mismo.
—Jack —musito—. Si lastimas a mis bebés es todo. Es algo que jamás voy a perdonarte.
—Esos bebés significan un lazo con esa familia que no estoy dispuesto a…

—Son mías —gruño—. Quien sea el padre no me importa. Son mías. Mis hijas. Son mis
bebés. Si las lastimas vas a pagar muy caro por esto, te lo juro por mi vida.

El arma comienza a temblar y casi de inmediato la retira. Consigue darme un empujón que me
envía hacia William. Él me recibe con los brazos abiertos y puedo notar como todo su cuerpo
tiembla.

—¿Cuál se supone que es tu plan? —susurra.


—No lo sé —lo abrazo con fuerza—. Will, solo quiero mantener a mis bebés a salvo.
—Nena, nena. Todo va a estar bien. No dejaré que te lastime. A ninguna.
Quisiera tener una pequeña pizca de su determinación hacia el positivismo, pero yo solo
puedo ver aguas negras.

Un disparo ruge por encima del viento y las piernas me flaquean. Al otro lado de la calle lo
veo, oculto entre los autos, con sus hermosos ojos azules abiertos y asustados.
Me volteo hacia Jack.
—¡NO LE DISPARES! —grito.

Pero Jack se encuentra apuntando hacia él. Me interpongo entre él y Ted sin siquiera
pensármelo.

—¡NO SE TE OCURRA DISPARARLE! —extiendo las palmas abiertas hacia él—. ¡NO LO
HAGAS!
Sus ojos azules flamean odio.

—Solo voy a ponerle fin a todo esto.


—Estoy aceptando irme contigo ¿Acaso no puede ser suficiente?
—¡NO! —grita Ted tras de mí.

El tirón de mi brazo hace que voltee hacia él y su precioso rostro descompuesto por el terror.
Sus largos brazos me colocan detrás de él. El pánico se dispara por todo mi cuerpo
—No te la llevarás a ninguna parte —gruñe—. Mátame, destroza cada uno de mis huesos si lo
deseas, pero no vas a llevártela, no mientras aún pueda respirar.
—Tú decides.

Sé que no está hablándole a él. Me habla a mí. Ya no puedo más con esta presión, así que las
lágrimas no tardan en saltarme fuera de los ojos. Forcejeo con Ted inútilmente.
—Déjame ir —musito llorosa.

—¡NO! —chilla—. ¡NO LO HARÉ!


—Te matará.
—Si permito que te marches con él una parte de mí de todas maneras lo hará.
—Por favor —le suplico—. Tal vez no era nuestro destino. Tal vez estar juntos…

Ted agita la cabeza frenéticamente.

—Te escogí a ti. Te hice una promesa. En las buenas y en las malas. Ya te abandoné una vez
y casi te pierdo para siempre.
Sus palabras son como agujas clavándose en mi alma.

—Te amo —susurro—. Todo lo que quiero es que estés a salvo. No puedo estar contigo si eso
implica arriesgar tu vida. Por favor…

Forcejeo una última vez hasta que finalmente consigo soltarme. Vuelvo a interponerme entre
Jack y Ted. El dolor simplemente comienza a volverse insoportable. Ha vencido. Después de
todos nuestros instantes Jack Hyde ha vencido.
—No lo asesines y me iré contigo —digo.

Ted vuelve a tomarle de las manos. Respiro lentamente, me volteo hacia él y le asesto un
puñetazo. Cae al suelo sin remedio, presionándose la nariz con ambas manos.
—Lo lamento tanto —gimoteo—. Solo quiero mantenerte a salvo.

Apenas puedo respirar. Miro por última vez sus ojos azules empañados por el dolor. Le amo
tanto. Me duele dejarlo. Me mata dejarlo.
Me volteo hacia Jack. Está apuntándome. O a William. A ambos.

—Siempre traté a Tanya como una basura —dice—. La trataba como lo que era: una
prostituta. Pero después, cuando creí que estaba sintiendo algo por ella, conocí a Ana. Me
obsesioné. Me obsesioné tanto que arruiné mi vida. Tanya quedó embarazada, y yo estaba en
prisión.

Se lleva el arma a la cabeza y se golpea suavemente con ella, con su mirada de loco
volteando a todos lados.

—Los Grey, los Grey, los Grey —suelta una carcajada—. ¡Todo por los Grey! Dos hijos en
camino y yo en prisión.
No sé en qué momento William se ha parado junto a mí, pero estoy segura que su expresión
de sorpresa y confusión es una copia exacta de la mía. Jack jamás ha hablado de eso. Es la
primera vez que nos revela algo suyo previo nuestro nacimiento.
—Veinte años pudriéndome en la cárcel inútilmente. Uno allí se vuelve loco —se carcajea—.
Es tan fácil hacerlo, sí, hablando con uno mismo, todo el tiempo lleno de odio por dentro. Y la
estúpida de su madre los llevaba. Yo debí haber estado fuera y convivir con ustedes. No, no.
No lo hice. Todo por culpa de los Grey.
Sus ojos azules voltean hacia nosotros.

—Y aún ahora ellos nos siguen separando —me apunta con el arma—. Tú por el hijo de
Christian —apunta a William— y tú con su sobrina. Los Grey. Siempre los Grey. Siempre me
quitan todo.
—Nadie te quitó nada —gruñe William—. Lo has hecho tú. Tus decisiones afectaron nuestras
vidas. ¡Intentaste asesinar a nuestra madre! ¿Cómo quieres que te mostremos afecto?

—Perdonándome.
La mirada de loco de Jack me ponen los pelos de punta.

—¿Quieres que te perdonemos después de todo el daño que has causado? —William se
carcajea histéricamente—. No te bastó con intentar asesinar a mi madre. También lo
intentaste con mi hermana, ¡tu hija!

Yo respiro profundamente. Estoy tan cansada. Ya no puedo más con esto.


—Te perdono —digo.

Siento la mirada de los dos sobre mí. No me atrevo a levantar la cabeza. Me aterra lo que
pueda encontrar en sus ojos.
—¿Qué? —gruñe Will.
Volteo hacia mi hermano.
—Estoy cansada de esto —suspiro temblorosa—. Sé que ha cometido errores, pero nosotros
también lo hemos hecho. Debemos ser honestos. Nadie nos puso un arma en la cabeza para
hacer todas esas cosas. Ya estoy harta de echarle la culpa por cada cosa que me ha salido
mal.
—Intentó matar a nuestra madre —gruñe furioso—. ¡Trató de asesinarte!

—¡Lo sé! ¿Y qué quieres que haga? ¿Qué me siente a quejarme? ¿Qué tenga todo el tiempo
este rencor? —agito la cabeza—. Tengo veinte años y estoy cansada de guardar rencor y
pelear. Yo solo quería vivir feliz, William, y esta rencilla entre dos familias se está llevando mi
final feliz.

Él no es capaz de decir nada. Sabe lo mucho que me lastima la posibilidad de no ver a Ted
nunca más.

Evito a toda costa mirar a Ted. Me armo de valor y miro a Jack.


—Ya termina con esto —musito furiosa—. Finaliza este juego de una vez por todas.

Jack mira el arma, luego a mí y finalmente a William. Repite la misma acción una vez, y otra, y
otra.

—Quise matar a una mujer que me amó —dice—. Creo que ha sido la única que lo ha hecho.
Luego intenté hacerle lo mismo a mi hija porque al verla supe que me perdí de todo. Perdí la
oportunidad de reparar las cosas.
Sus oscuros ojos azules descansan en William.

—Le mentí a mi hijo —agarra el magno del arma con fuerza—. Quise que estuviera conmigo
sin importar las mentiras que hubiesen de por medio. Y ahora me odia.
Levanta la mano con el arma y comienza a golpearse la cabeza.

—Pude haber tenido lo mismo que Grey. Una familia. Pero he arruinado todo. ¿No es así?
¿Qué hace? Miro a William de reojo, quien tiene el semblante ensombrecido.

—Es tarde, es tarde —repite sin parar—. No importa lo que haga, ya es tarde. Es tarde, es
muy tarde.
Comienza a mover la cabeza frenéticamente, a tal punto que comenzaba a darme miedo.
Balbuceaba cosas que era incapaz de comprender.

Entonces hizo lo impensable. Nos miró una última vez, sus ojos cargados rogando por algo, y
se colocó el arma en la cabeza.

—Fin del juego, cariño —nos sonríe, y ha sido la única vez que nos sonríe con amor—. Te
quiero. A ambos.

Y disparó.
—¡NO! —grito a todo pulmón.

Me tiemblan demasiado las rodillas mientras observo su cuerpo sin vida caer al suelo. Su
cabeza ha tocado el suelo con fuerza. Está cubierto de sangre, inmóvil, muerto.
—No, no, no —lloriqueo dejándome caer al suelo.

¿Qué ha hecho? Me cubro el rostro con ambas manos, toda temblorosa y muerta de frío.
Jack. Jack se ha disparado. Se ha quitado la vida. No puedo sacar de mi mente la escena.
¿Por qué? ¿Por qué lo ha hecho? Dios mío, esto es una pesadilla.

—Jack —susurro dolorosamente.


Lo lamento tanto. Dios, de verdad lo lamento. Mis palabras y las acusaciones de William lo
llevaron a esto. No puedo pensar siquiera en haberlo odiado. Ha sido un monstruo, pero todos
tenemos uno de esos dentro de nosotros. De todas maneras era mi padre y no consigo
apartar el dolor que lo sucedido me provoca.
Sus brazos cálidos me envuelven y me cubren como si fuera una niña desamparada.
—Ted —gimoteo de dolor, enterrando mi cara en su pecho.
—Sh —susurra mientras me acaricia el pelo—. Sh, sh.

En poco tiempo he humedecido su camisa con mis lágrimas.


—Yo no quería esto —musito débilmente.
—Yo lo sé, cariño. Lamento mucho que hayas tenido que presenciarlo.
—Quería que se detuviera —lo abrazo con más fuerza—, pero no así.
Ted continúa con los mimos en mi cabello, que comienzan a hacer un efecto de bálsamo
lentamente.
—No ha sido un buen padre, pero era mi padre.
—Oh, cariño. No sé qué hacer para hacerte sentir mejor.

—Solo abrázame y no me sueltes, por favor. Creo que estoy rota, y me duele muchísimo.

Apenas termino de hablar salto lejos de sus brazos. Giro la cabeza hacia William, que está
mirando fijamente el cadáver de Jack.
—Joder —musita—. Ni siquiera…yo no…
Se cruza de brazos, presionándose el pecho.
—Lo lamento —dice—. Jack, de verdad…joder, lo siento. Te empujé. Te dije…joder, joder…

Me duele tanto verle así. Me pongo de pie lentamente y me le acerco hasta abrazarlo. Lo
obligo a ocultar su rostro en mi cuello, en mi cabello.
—Ya no lo mires —susurro lentamente—. Will, sé lo que duele.

Él envuelve los brazos alrededor de mí y me abraza mientras solloza sobre mi hombro.


—No quise perdonarlo —susurra—. Solo fui aun más frío que antes. No alcancé…

No puedo decirle nada que lo anime. Se como esto duele. A mí me duele. Es un frío aterrador
que me corta en pedazos por dentro.
—No estaba en nosotros, supongo —me aprieto contra él—. Es algo que va a doler por un
tiempo.
—No puedo sacarlo de mi cabeza. Lo veo haciéndolo una y otra vez.
Me muerdo el labio para no lloriquear.
—Lo sé. Estaremos bien.

—¡WILLIAM! ¡WILLIAM!
Él se separa lentamente de mí e inicia la búsqueda de esa voz. Adriadna está junto a Anna y a
un Christian empalidecido.

—Adriadna —musita él lentamente, como si acabara de encontrar el remedio a su dolor de


cabeza.

En unos pocos segundos le da alcance y se aferra a ella con desesperación, besándola


lentamente, recibiendo alivio a su dolor.
Dolor. Oh, no.

Me acerco a Ted y le reviso la nariz. Está sangrando un poco.


—Lo siento —musito llorosa.
—¿Por esto? —agita la cabeza—. Está bien.
—No quería lastimarte.
—Mientes. Sí querías, pero estás perdonada —toma mi rostro entre sus manos y sus pulgares
comienzan a obsequiarme una dulce caricia—. Siempre estás perdonada sin importar que
hagas.

Como estoy tan irremediable sensible solo comienzo a llorar otra vez y espero quietecita a que
me envuelva en brazos.

—Cielo, ya no hay nada que hacer aquí. Dejemos que la policía se haga cargo. Yo necesito
revisar que tú estés bien.
—Me siento muy rota, Ted —confieso. No podría fingir que no es así—. Me siento rota y fría.

—Tú nunca estarás fría. Eres el ser más cálido que conozco.
Y eso bastó para hacerme sentir mejor.
—Sé de algo que te hará sentir mejor —musita cautelosamente.
—¿Qué es?

—Es una sorpresa. Debes venir conmigo.

Y dejar a Jack, dejar su cuerpo inerte en el frío suelo de las calles donde estará por horas
antes de que vengan a recogerlo. Una punzada de dolor me roba el aire por unos segundos.
—Está bien.

Me aferro a él con fuerza, caminando lentamente, evitando a toda costa mirar hacia atrás.
Jack Hyde se ha ido, y aunque tal vez nadie más pueda comprenderlo, mi odio hacia él
también.

♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡♡

—Esta es tu sorpresa —sonríe hacia William a modo de disculpa—. Bueno, la sorpresa para
ambos.
Yo entrecierro los ojos un poco, porque estoy demasiado confundida. Estoy viendo la copia
exacta de mi madre, Tanya, pero más joven. Es una niñita, una adolescente. Tiene el cabello
color miel, los ojos verdes y la piel clara. Es exactamente igual a ella. Pero tiene la nariz y la
tímida sonrisa de mi tío Tim.

Ah, joder. No puede ser. No. Puede. Ser. Me cubro la boca con ambas manos para evitar
gritar. William me lanza una mirada inquisidora. Aún no ha comprendido quien es ella.
—¡Es nuestra hermana! —chillo.

Sus ojos azules se abren inmensamente. Yo me acerco a la chica y la abrazo con fuerza.
Tiene un aroma muy infantil a fresas. Me le aparto un poco y la miro. No quiero hacerla
sentirse incómoda. Después de todo acaba de conocerme.

—Lo siento —le sonríe—. Soy Amanda. Tu hermana mayor —suelto una carcajada—. Nunca
pensé que podía decir “hermana mayor”. Se siente muy bien.
Ella me sonríe un poco.

—Soy Becca.
—¿Becca? Creí que eras… Bueno, no importa. Te llamaré como sea.
—Al ser adoptada cambiaron mi nombre —me dice.

—Yo también soy adoptada —le tomo la mano—. Ven, te los presentaré. Han venido a ver en
qué nuevo lío me he metido.

Me la llevo hasta la sala y le presento a mis padres adoptivos, a John y a mi precioso sobrino.
Luego le presento a la familia de Ted, desde el padre hasta los niños, después a sus abuelos
y por último los tíos y los primos.

—El callado de la esquina es mi gemelo —señalo a mi hermano—. Es William. Cuando caiga


en cuenta de que eres su hermana te…
Él ha acortado la distancia hasta Becca, envolviéndola en sus largos y grandes abrazos.

—…va a abrazar —termino la frase.

Alzo la vista por accidente y veo a Susan y a Bobby entrando a la propiedad. Oh, por Dios.
Susan lleva de la mano a un niño pequeño, muy parecido a ella.
—¡Susan! —grito mientras me acerco—. Oh, ¡qué bueno! ¿Es tu niño?
Ella está rebosante de alegría, así que lo tomo como un sí. Yo le toco la nariz.

—Eres un niño muy precioso. Tenemos galletitas de chocolates para los niños valientes.
¿Quieres una?

El niño asiente tímidamente. Llevo a Susan conmigo y le indico donde están ubicadas las
galletas. Ted se ha quedado con Bobby. Acudo a él en cuanto esté por fin libre de preguntas.
Bobby ha ido junto a Susan. Ahora Ted se encuentra acompañado por su amigo policía,
Wallace, y la rubia bonita, Sophie, que me mira divertida.
—No voy a fingir que no sé lo que hiciste por nosotros en Colombia.
Me ruborizo un poco. Ella me toma de las manos y me sonríe.
—Gracias. No muchos hacen lo que tú por una desconocida.
—Ustedes encontraron a mi hermana. Yo diría que estamos a mano.

Minutos más tarde los dos se van junto a Taylor y su esposa. Él me ha dicho que Elena ya se
encuentra en custodia de la policía, al igual que su sobrina y Bobby. La noticia me da un gran
alivio. Esos tres deben pagar por sus crímenes.

He perdido la noción del tiempo. Hemos pasado un buen rato aquí y toda la familia se ha
encargado de hacernos olvidar a Will y a mí un poco sobre la muerte de Jack, pero aún tengo
retrocesos de memoria y debo apartarme de la gente durante unos minutos para reponerme.
Él ha muerto y lo último que ha dicho es que nos quiere. Ha causado mucho daño por mucho
tiempo, estoy consciente de ello, pero ya estoy cansada de guardarle rencor. Yo lo he
perdonado. Lo he perdonado de corazón, y espero que le traiga la misma paz que me brinda a
mí.
Ted se acerca y me abraza por detrás. Tiene la nariz un poco hinchada, pero Grace dice que
no está fracturada. Que se pondrá bien pronto.
Desliza los labios por mi mejilla y le hace mimos a mi vientre hinchado con los dedos.
—¿Estás bien? —susurra.

Yo solo suspiro.
—Lo estaré.
—Lo estarás —asiente—. Mi niña es muy fuerte.
Sonrío.

—¿Recuerdas aquella lista que hiciste? ¿La de las sombras y luces?


Suelto una pequeña carcajada.
—No me dejarás olvidarlo.
—No, porque tienes razón. Tengo sombras y tengo luces —deposita un largo beso en mi
mejilla—. Siempre tendré sombras, y algunas de ellas probamente serán muy molestas, pero
tendré mis luces. Te tendré a ti, que eres la más brillante de todas.

Mis ojos se humedecen un poco, así que me volteo despacio y acerco mi rostro al suyo para
besarlo. Fue todo lo que necesité para saber que ahora todo estaría bien. Nos aguardaba un
futuro hermoso por delante, juntos, como siempre ha debido ser.
—Te amo —susurró—. Mi preciosa chica sin luces, ahora resplandeciendo con luz propia.

Él vuelve a besarme, dándome mi eterno final feliz.

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