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El crimen de la encajera

Carlos Maza Gómez

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© Carlos Maza Gómez, 2019
Todos los derechos reservados

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Índice

En el barrio de Aluche ……………… 5


La víctima …………………………... 11
Un soldado, un chófer ………………. 23
Leoncio Alia ………………………... 37
Desaliento …………………………... 49
El asesinato de Megino ……………... 61
La muerte de Luciana ………………. 73
Alipio, Pilar y doña Blasa …………... 83
Los juicios …………………………... 95

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En el barrio de Aluche

Era muy joven cuando mis padres, un matrimonio


de mediana edad, adquirieron un piso en una nueva zona
donde, en el año 1966, se construía febrilmente: Ciudad
Parque Aluche. Cuando hice mi primera visita encontré
unos terrenos recientemente aplanados, unos senderos de
tierra, unas vías de tren de vía estrecha por el que había
dejado de circular el transporte desde el año anterior.
Allá donde miraras se veían esqueletos de edificios a
medio construir.
En 1873, cuando el paisajista José Giménez
Fernández pintó el cuadro “Arroyada de las huertas del
Luche” (hoy conservado en el Museo del Prado) toda
esta amplia zona era una tierra de pastos, huertos y
arboledas atravesada por el arroyo Luche, afluente del
Manzanares. Entonces y en 1932, cuando tuvo lugar el
suceso que describiremos a continuación, el terreno
formaba parte del distrito de Carabanchel Bajo. No sería
hasta 1948 cuando fuera anexionado al municipio de
Madrid quedando, sin embargo, en la misma situación
que hasta entonces había tenido. Sus únicos moradores
eran labriegos plantando trigo y ganaderos, que
disponían de rediles donde albergar sus animales.

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Los senderos de tierra atravesaban el terreno. Uno
de los más frecuentados, conocido como la Vereda del
Soldado, era el que llevaba desde el Hospital Comarcal
de Carabanchel Bajo (actual hospital Gómez Ulla) hasta
los cuarteles de la zona conocida como Campamento,
cercana a Cuatro Vientos y a la carretera que conducía a
la capital desde la lejana Extremadura.
En la década de los sesenta del pasado siglo todo
cambió radicalmente, al compás del crecimiento de
Madrid fruto de la llegada de numerosos emigrantes de
ambas Castillas, Andalucía y Extremadura. Así, en 1960
se aprobó el Plan de Ordenación de Ciudad Parque
Aluche, que preveía hacer de esta zona un lugar de
expansión ciudadana. El disparo de salida para la
iniciativa privada fue la construcción de un tren
suburbano inaugurado en 1961 y que uniría la Plaza de
España, bordeando la Casa de Campo, con una nueva
estación denominada Aluche.
Unos años después empezó a construirse sin
demasiado control urbanístico. El negocio era pingüe
para el Ayuntamiento, que vendía con facilidad los
terrenos, y para las empresas de construcción, a las que
gente recién llegada y matrimonios jóvenes de Madrid
les quitaban los pisos de las manos. Así, en torno a esa
Vereda del Soldado, rebautizada como calle Illescas, se

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levantaron varias urbanizaciones como San Matías,
Santa Elena, los Sauces, Copasa, etc. Esta calle,
constituida como eje comercial de la nueva barriada, fue
ampliándose con algunas nuevas como Maqueda, Quero,
Valmojado, Escalona, entre otras.
La querencia por nombres de la provincia de
Toledo se debe a la presencia del tren mencionado de vía
estrecha. Tradicionalmente había sido, hasta su clausura
en 1965, una forma de acceso a la capital desde
Almorox, un pueblo toledano. Precisamente, otra calle
vino a construirse sobre las antiguas vías conectando la
calle Illescas con la línea del suburbano: Tembleque.
La antigua Vereda del Soldado, en 1932,
atravesaba perpendicularmente el cauce del arroyo
Luche. Por las características del terreno, poco firme y
húmedo, no resultaba un lugar muy fiable para construir
en él. Además, el descontrol en la iniciativa privada
había permitido un volumen de edificación tan grande
(incluso con torres de 17 pisos) que el espacio se reservó
para la construcción de un parque alargado.
Más allá del mismo se siguió construyendo,
aunque las viviendas eran de protección oficial, mucho
más económicas que las que rodeaban la calle Illescas.
Surgieron así otras urbanizaciones como Puerto Chico o
San Bruno, que habrían de mostrar con el tiempo un

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deterioro importante, siendo origen de numerosas
protestas vecinales.
Pero detengámonos en ese parque inaugurado
finalmente en 1973. Fue denominado con el nombre del
alcalde madrileño de la época: Arias Navarro. Además
de ser un nombre sin arraigo popular (los vecinos
siempre lo conocerían como Parque Aluche), resultó
controvertido políticamente pocos años después, cuando
el citado alcalde asumiera la condición de primer
ministro a la muerte de Carrero Blanco.
Hoy en día es un espacio en ligero descenso en el
que se ha construido curiosamente un arroyo artificial
que sigue el mismo curso del antiguo Luche. Aquellos
matrimonios de los años sesenta que aún sobreviven se
sientan en los bancos bajo los árboles a charlar, jugar a
las cartas o a la petanca, mientras otros más jóvenes
pasean, sobre todo los fines de semana, llevando a sus
hijos a jugar en los parques infantiles o bien se sientan
en alguno de los bares que circundan el parque.
La historia que pasaremos a contar empieza justo
ahí: en la confluencia de la calle Illescas con el parque,
el lugar donde una mañana de hace ochenta y siete años
se encontró el cadáver de una mujer en medio de uno de
los trigales que crecían junto a la Vereda del Soldado. La
historia sería seguida con expectación por el público

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madrileño y conocería distintos vaivenes y sorpresas
hasta que la Guardia Civil llegara a averiguar quiénes
habían sido los asesinos de aquella mujer, una encajera
de Toledo.

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La víctima

El domingo 13 de marzo de 1932, sobre las nueve


y media de la mañana, los pastores Eutiquiano de la
Concepción y Antonio Benito caminaban por la Vereda
del Soldado para llegar al redil de ganado que se
levantaba a pocos metros de allí. El primero trabajaba
para Don Sebastián Alvaro, propietario del redil, y el
segundo para un vecino de Campamento, Don Miguel,
que guardaba su ganado en el mismo lugar.
Cuando marchaban por lo que hoy es la
confluencia entre la calle Illescas y el Parque Aluche, el
primero de ellos observó un bulto entre los trigales.

“- ¿Ustedes encontraron el cadáver?


- Sí, señor. Ayer por la mañana, cuando
salíamos de la majada para sacar el ganado.
- ¿A qué distancia del redil estaba la mujer?
- De unos doscientos a trescientos metros, en
línea casi recta.
- ¿En qué situación lo hallaron?
- Boca arriba; con los brazos casi en cruz y con
la cabeza en dirección al Poniente.
- ¿Tenía las ropas en desorden?
- No, señor.
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- ¿A qué hora se retiran ustedes?
- Nosotros recogemos el ganado entre seis y
media a siete. Permanecemos en la majada
hasta las ocho. A esta hora, después de haber
ordeñado, nos vamos a casa de nuestros amos
a cenar y volvemos sobre las diez.
Descansamos y por la mañana, casi al
amanecer, salimos…
- Y al salir ayer…
- Vimos un bulto en medio del prado. Yo –dice
Eutiquiano- fui el primero en advertirlo. Por
cierto, que le dije a éste: ¿Qué es aquello?
Parece una mujer, me contestó. ¿Se habrá
puesto enferma? Le dije yo. Vamos a verlo. Y
al llegar vimos que estaba en medio de un
charco de sangre. Tenía una herida enorme en
el cuello. Asustados fuimos al cuartel de la
Guardia Civil. El teniente y varios guardias
vinieron con nosotros” (El Heraldo de Madrid,
14.3.1932, pp. 2, 7).

El teniente Miguel Osorio, de la comandancia de


Carabanchel Bajo, pasó aviso al Juzgado municipal más
próximo. El juez Ramón Ordaz, a la vista del relato,
llamó al secretario del Juzgado y al médico forense Sr.

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Urquiola y juntos emprendieron la marcha hacia el lugar
señalado por los pastores. Comenzaba así el que sería el
sonado caso del “Crimen de la Encajera”.
El cadáver, observaron en el mismo lugar de los
hechos, aparecía con un poderoso tajo en el cuello,
mortal de necesidad al seccionar la yugular, lo que había
originado que la mujer se desangrase con rapidez. Los
presentes discutieron sobre qué arma podría infligir esa
herida. “¿Puede ser un machete de artillero?” preguntó el
juez. “Podría ser” contestó el forense, “pero muy
afilado”. La cercanía de los cuarteles militares hacía
importante esa precisión.
La mujer vestía sayas cortas y volanderas, muy
características de las lugareñas procedentes de
Extremadura o Toledo. Eso daba una primera pista para
determinar cuál podría ser su identidad porque, de
hecho, no portaba documento alguno que permitiera
saber quién era. Se encontró un pañuelo suyo a unos
metros. Para entonces el teniente ya se había fijado en
las huellas que habían dejado los asesinos sobre el
terreno, ablandado por lluvias recientes. “Parecen ser
dos personas” dedujo Osorio, “uno tiene suela de goma,
parece corresponder a un hombre” dijo al juez
señalando. “La otra es pequeña, podría ser de un chico
muy joven o de una mujer”.

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Las huellas de los tres, incluida la asesinada, eran
perfectamente distinguibles en la Vereda del Soldado.
De repente, se detenían en un determinado punto
volviéndose confusas. “Aquí hubo lucha”, les dijo el
teniente, “tal vez uno la agarró del pañuelo por detrás,
para impedirle el movimiento, y el otro la atacó con el
machete frente a ella”. Como luego determinaría el
forense, algunas heridas y contusiones en el cuerpo
permitían suponer que ella se resistió con energía para,
finalmente, caer ante la herida infligida.
Los pasos de los tres acababan de sobrepasar la
vía férrea Madrid-Almorox y se encontraban como a
doscientos metros del redil de ganado cuando tuvo lugar
el enfrentamiento. Después de dejar el cuerpo de la
mujer en medio del trigal, al borde del camino, las
huellas retrocedían volviendo a atravesar la línea del
ferrocarril. A continuación giraban hacia la izquierda,
cruzaban el pequeño arroyo Caraques y llegaban hasta el
sembrado de Lorenzo Tejera, donde desaparecían. Era
evidente que, en su huida, pretendían eludir la más
concurrida Vereda del Soldado por si se encontraban a
algún testigo indeseable de sus andanzas.
“La primera tarea, teniente” observó el juez tras el
intercambio de impresiones, “es determinar quién era
esa mujer, saber con quién se relacionaba, con quién

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podía caminar este sábado por la noche. Desde luego,
todo hace indicar que el objeto del crimen, si no es una
venganza, fuera el robo”.
Miguel Osorio sabía lo que hacer en este caso. Sus
ayudantes fueron dando aviso a los vecinos de las
cercanías, algunos viviendo en modestas viviendas cerca
de la zona del campamento militar. Enseguida fueron
desfilando por delante del cadáver sin reconocerlo. Más
suerte en ese sentido tuvo el juez, que se presentó ante
las autoridades del cuartel militar para informar de lo
sucedido y convocar a la tropa preguntando si, con los
datos existentes (edad presumible, ropa, verruga de la
frente), algún soldado podía dar una pista de quién
pudiera ser la víctima.
Al momento, un tembloroso soldado llamado
Pedro Alia se cuadró ante su coronel. “Mi madre es de
Toledo, mi coronel. Se encuentra en Madrid vendiendo
encajes. He estado enfermo y aún no la he visto, pero
puede que me haya estado buscando”. El coronel lo
autorizó a acompañar al juez hasta donde aún se
encontraba el cuerpo. Los vecinos seguían viniendo,
entre la curiosidad y la tragedia, pero el soldado no tuvo
dudas. Al llegar se echó a llorar y se tiró sobre la mujer,
abrazándola ante el silencio de todos. “¡Es mi madre, es
mi madre!” gritaba.

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La mujer resultó ser Luciana Rodríguez Narros, de
51 años, natural del pueblo toledano de Herreruela.
Pedro Alia, sorbiendo mocos y restañando lágrimas, le
fue contando de forma entrecortada al juez qué hacía su
madre en Madrid.
La mujer había enviudado hacía dos años. Su
marido le había dejado unas tierras productivas que
estuvieron mal administradas desde entonces. Además,
tenía que mantener a cinco hijos jóvenes: Telesforo, en
ese momento de 24 años; Estefanía de 25, el citado
Pedro de 21, Felisa de 18 y Mario de 14 años. Luciana
era una mujer de carácter enérgico, insistió su hijo.
Alguna vez la habían advertido de que podían robarle el
dinero que llevaba, pero ella respondía que antes de eso
tendrían que matarla. No era de extrañar que se hubiera
resistido al robo. Porque ésta debía de ser la causa de la
muerte cuando el juez supo el motivo de su venida a
Madrid. Luciana acostumbraba a viajar de vez en cuando
portando encajes realizados por sus hijas y tres hermanas
en el pueblo con destino a su venta en la capital. Para
ello acostumbraba a visitar a señoras principales,
algunas de la aristocracia e incluso, como luego se supo,
a la señora de Azaña, presidente del Consejo de
ministros. Todo ello le garantizaba unas pingües

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ganancias que llevaba en una bolsita al cuello y que
podían sumar varios cientos de pesetas.
Aclarado este punto, la siguiente incógnita era
determinar qué había hecho Luciana en los días
anteriores al crimen, a quién se había encontrado, qué
compañía frecuentaba y podía estar al tanto del dinero
que llevaba encima.
Por las declaraciones del hijo se supo que
Luciana, cuando llegaba a Madrid para hacer sus ventas,
se alojaba en la posada La Merced, en la céntrica Cava
Baja. Allí poco podían decir a los investigadores salvo
que había llegado desde su pueblo varios días antes de
su muerte, que entraba y salía quejándose de que ese
viaje no le estaba reportando muchas ganancias, aunque
eso en ella era habitual. “Estuvo almorzando el sábado”
declaró el dueño de la posada, “y se fue a las cuatro de la
tarde. No sé decirle más. Su prima política, Bienvenida
Alia, quizá sepa más. Se aloja aquí mismo cuando viene
a Madrid”.
Esta prima del difunto marido habría de ser un
personaje importante en todo este suceso, como pronto
se comprobaría. El teniente Osorio la interrogó cuando,
avisada por la familia y procedente de Herreruela,
acompañó a los hijos de Luciana en el cementerio. Las
primeras preguntas versaron sobre los últimos pasos de

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la finada. Ella, afirmó, era encajera del mismo pueblo y
realizaba sus ventas igual que su pariente política. Entre
ambas, dedujo el investigador, debía de haber cierta
competencia en el negocio, no dándose demasiadas
pistas mutuamente de sus clientes.
Bienvenida afirmó que su prima se quejaba mucho
de sus escasas ganancias pero que ella sabía que no era
cierto. El viernes, sin ir más lejos, había estado en el
Ministerio de la Guerra citada por la mujer del Sr.
Azaña, ya que la mujer del embajador francés se había
interesado por bordados y encajes de Luciana tras verlos
en casa de su amiga.

“Durante la conversación Luciana le hizo


saber que a la puerta del ministerio de la
Guerra la había estado esperando un chófer -
no quiso decirle a las órdenes de quién servía-
para indicarle que podía hacer una gran venta.
- ¿Y qué interés tiene por ti ese chófer?
- Por lo visto, mucho. Ha estado esperándome
más de tres horas.
- ¿Le conoces bien?
- Le conozco de haberle visto en la casa.
- ¿En qué casa?

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- Perdóname que no te lo diga. El negocio es el
negocio y cuando se puede hacer una venta
nos olvidamos hasta del parentesco.
- Ten cuidado, Luciana, no te engañen.
- ¿A mí? ¿Pero crees tú que soy una chiquilla?
Y, además, ya sabes que quien lo intente se
expone a las consecuencias, que podrían ser
malas.
- ¿Le has ofrecido comisión?
- No, pero tendré que gratificarle. El pobrecillo
se lo merece.
- Y ¿dónde le verás mañana?
- Aquí en la plaza de la Cruz (se refería a Puerta
Cerrada)...
- ¿Y por qué no viene hasta aquí?
- Porque lo hemos convenido así.
- Mira, Luciana, que eso es un poco raro. Ten
cuidado, repito.
- ¡Vamos, no seas malintencionada, mujer!
- Bueno, bueno; allá tú. ¿Quieres algo para tus
hijos? Yo salgo mañana para el pueblo.
- Sí. Entrégales a los chicos estos diez duros.
Diles que no puedo enviarles más porque la
venta ha sido muy poca. Hace varios días les
mandé doscientas pesetas” (Idem, p. 2).

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Cuando el interrogatorio quiso entrar en detalles
resultó que ese misterioso chófer le llegó a hablar del
interés de unas señoras amigas de su ama por sus encajes
instándola a que quedaran al día siguiente “porque
podría ganar varios miles de pesetas”. Debió parecerle
un negocio muy prometedor, sin duda alguna. De
manera que ese sábado salió con su caja de encajes hacia
Puerta Cerrada. Algunos taxistas que allí paraban,
cuando la Guardia Civil preguntó el lunes, afirmaron que
creían haber visto un buen coche (un Hudson en
concreto) que paró a esa misma hora y al que se subió
una señora con unos bultos.
Todo parecía encajar, salvo la desconocida
identidad del chófer. Puestos en contacto con los
marqueses de Villanueva y Montalvo, así como con la
marquesa de Peñaflor, clientes habituales de Luciana y
con chóferes a su servicio, estos negaron cualquier
conocimiento sobre tal oferta de negocio.
Al misterio sobre ese chófer habría de añadírsele
otro dato relevante. Luciana, cuando estaba en Madrid el
fin de semana, solía quedar en la Plaza Mayor con su
hijo Pedro. Sin embargo, éste había permanecido
enfermo en el hospital militar de Carabanchel durante
unos días. Pues bien, Luciana se presentó en dicho

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establecimiento el sábado a las ocho de la tarde,
acompañada por alguien que se había mantenido
retirado. ¿Había ido hasta la Plaza Mayor y allí un
soldado le indicó la enfermedad de su hijo? Si fuera así,
el soldado ¿la acompañaría hasta el hospital?
En éste le indicaron a la mujer que su hijo Pedro
había salido ese mismo día, bastante restablecido, en
dirección al cuartel. Entonces preguntó qué camino
podría seguir para llegar hasta allí y le indicaron que o
bien tomaba un tranvía hasta la Plaza Mayor (de donde
venía) para tomar otro a Cuatro Vientos, o más
rápidamente no tenía más que seguir el camino conocido
como Vereda del Soldado, que la llevaría directamente
al cuartel al cabo de un rato. Luciana, entonces, se
despidió.
Indudablemente, siguió ese sendero que, para
entonces, debía estar cubierto de sombras. Alguien la
acompañaba: ¿el chófer, el soldado o ambos? ¿Actuaron
de manera coordinada cuando supusieron que la mujer
portaba una crecida cantidad de dinero? Cuando el
teniente informó de esa posibilidad, el juez Ordaz mandó
que se revisaran todos los machetes del cuartel, a fin de
comprobar si en alguno quedaban rastros de sangre.
Apenas día y medio después de descubrirse el cadáver,
la investigación parecía haber avanzado bastante.

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Un soldado, un chófer

Los días inmediatos al encuentro del cadáver


crearon la expectativa de que el caso se resolvería con
rapidez. El teniente Osorio investigaba sin descanso, a
las órdenes del juez Ordaz, mientras que la Brigada de
Investigación Criminal, dirigida por el comisario jefe
Pedro Aparicio, hacía lo propio, ambos organismos bien
conjuntados. La prensa hablaba de detenciones
inminentes pero la realidad parecía resistirse.
Había un primer hecho que señalaba como
sospechoso a algún soldado: Luciana había estado por la
noche en el hospital preguntando por su hijo Pedro. A
continuación, debió de dirigirse acompañada y por
alguien de cierta confianza hacia el cuartel por la Vereda
del Soldado. ¿Cómo supo de la enfermedad de su hijo
sino por algún compañero? Era muy probable que éste la
hubiese llevado hasta el hospital y acompañado después
hasta el lugar donde sucediera el crimen.
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Para ahondar en esta sospecha el teniente Osorio
hizo dos gestiones: en primer lugar, averiguar si alguno
de los soldados, particularmente los de Herreruela, se
había ausentado en la noche del sábado. La elección de
los del pueblo donde vivían tanto Luciana como sus
hijos era porque estos, dada la confianza existente con
Pedro Alia, sabrían que su madre llevaba buenas
cantidades de dinero encima. El caso es que resultó que
sí, uno de estos soldados había llegado al cuartel de
madrugada, sin permiso alguno, siendo arrestado en
consecuencia.
Se le interrogó y el teniente de la Guardia Civil
encontró a un pobre muchacho asustado que había ido
aquel sábado a ver a un pariente y, poco consciente del
tiempo o descuidado en extremo, había perdido el último
tranvía de aquella noche teniendo que volver andando
hasta el lejano cuartel desde Getafe, donde se
encontraba. Se comprobó la coartada y, en concreto, la
hora en que había salido hacia el cuartel y todo coincidía
en que aquel infeliz que temblaba ante el teniente no
tenía nada que ver con el crimen.
La segunda gestión realizada entre militares fue la
revisión de todos los machetes existentes, por si alguno
mostraba señales de sangre o haber sido usado
recientemente. También se encontró uno que presentaba

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manchas de incierto origen. Además, correspondía nada
menos que al propio hijo de la víctima, Pedro Alia.
Confrontado a esta prueba el muchacho afirmó
que ese machete lo había tomado un compañero, el
soldado Trigueros, para hacer la guardia aquel día. No es
que fuera una elección premeditada sino que ambos
dormían en camas contiguas y tomaban la primera arma
que encontraban al incorporarse. Llamado a presencia
del teniente, el soldado Trigueros confirmó plenamente
la historia de Pedro: había tomado el machete como su
compañero tomaba el suyo de vez en cuando, sin darle
mayor importancia.
Apretándole a preguntas resultó que Trigueros
estuvo todo el día de guardia, lo que hacía imposible que
abandonara su puesto sin que fuera notado. Llegada la
hora del rancho, cenó y se fue a su cama, algo
confirmado tanto por Pedro Alia como por un soldado
cartero que dormía al otro lado. Para deshacer la
sospecha por completo el forense, al cabo de un par de
días, confirmó que las extrañas manchas del machete no
tenían un origen humano, además de observar que no se
podía confirmar que el arma homicida fuera exactamente
un machete. “Pudo ser una navaja de barbero, con tal de
estar afilada” concluyó.

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De manera que la identidad de ese supuesto
soldado que informara a Luciana de la enfermedad del
hijo, que la acompañara hasta el hospital sabiendo que
allí ya no se encontraba y condujera luego a la víctima
por la vereda, siguió siendo una incógnita, a pesar de las
vueltas que esta hipótesis daba en la prensa diaria.
La historia del chófer era otra cuestión. Los
taxistas de Puerta Cerrada precisaron que un coche
lujoso de marca norteamericana, un Hudson, había
aparcado precisamente detrás de la fila de sus vehículos
sobre las cuatro de la tarde. Su presencia, recordaba
alguno, había provocado el equívoco de que una pareja
quisiera tomarlo pensando que hacía un servicio, cosa
que fue denegada por el chófer. Otros creían haber visto
que una mujer con las señas de Luciana había subido a él
con unos paquetes, pero no tenían seguridad completa,
además nadie se había fijado en cómo era aquel chófer.
El comisario Antonio Lino, que interrogó al grupo de
taxistas, no logró que fueran precisos: hubo un coche
lujoso pero había discrepancias con la marca, subió una
señora pero nadie podía asegurar que fuera Luciana,
desde luego nadie podía describir al chófer. En esas
circunstancias, el único testimonio claro sobre esa
supuesta cita lo había dado la prima política Bienvenida
Alia.

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El Heraldo de Madrid, uno de los principales
periódicos de la capital, se interrogaba de manera
incisiva sobre el papel de esta testigo:

“¿Quién dio la noticia de ese chófer?


Bienvenida. ¿Quién dijo que el mecánico
había estado en el ministerio de la Guerra?
También Bienvenida, la prima hermana del
marido de Luciana. ¿Quién concibió sospechas
por la presencia del chófer? Esa misma
Bienvenida; y todo lo que con el chófer se
relaciona tiene el mismo punto de partida. Y
es tan fácil decir una cosa, repetirla mil veces,
ampliar detalles, entretenerse en la exposición
de sospechas cuando nadie puede contradecir
ni rectificar...
Bienvenida, siempre Bienvenida, dice que
Luciana le afirmó que el chófer había estado a
la puerta del ministerio de la Guerra durante
tres horas. ¿Y cómo supo el mecánico que se
encontraba allí? Alguien tuvo que decírselo, y
en la posada no pudo hacerlo nadie, porque
todos—así lo aseguran— lo ignoraban. Si esto
es así, ¿el chofer lo adivinó, por ventura? ¿No
sabía Bienvenida dónde iba su prima? ¿No es

27
más cierto que ella sola estaba enterada del
lugar donde Luciana tenía el propósito de ir?
¿Y si no se lo dijo al chofer, cómo lo supo
éste?...
Tenemos la impresión, y honradamente lo
exponemos así, que la «intervención» del
chófer es un cuento nacido en la imaginación
calenturienta de una mujer”. (El Heraldo de
Madrid, 16.3.1932, p. 7).

La sospecha ya estaba esparcida y fue recogida


por otros diarios. Nadie había sabido nada de aquel
chófer. ¿Era una forma de ganar protagonismo por parte
de Bienvenida o más bien una forma de esparcir
sospechas distrayendo la atención sobre su propia
implicación en el crimen?
Las noticias y rumores iban y venían por todo
Madrid. La opinión pública empezaba a señalar a esta
prima política: ¿No era cierto –se decía-, que ambas
competían por las mismas ventas? ¿No se habría
incubado un resentimiento en Bienvenida al observar el
éxito económico de su pariente política, éxito que
además encubría con quejas sobre supuestas malas
ventas? ¿Envidia, rencor? ¿No era Bienvenida la que

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mejor sabía que Luciana llevaba encima importantes
cantidades de dinero?
Cuando la Guardia Civil la interrogó de nuevo se
reafirmó plenamente en sus primeras declaraciones.
Además, la hija pequeña de Luciana, una muchacha de
18 años llamada Felisa, la había visto descender del
coche de un conocido en la plaza del pueblo aquel
sábado sobre las seis de la tarde. Este conductor era
también de Herreruela y transportaba a los vecinos por
un módico precio hasta la capital y de vuelta. Conforme
a lo declarado por Bienvenida la había recogido poco
después de las doce de la mañana y se habían
entretenido en el camino dando un rodeo por un pueblo
para hacer un recado antes de llegar a media tarde hasta
el destino.
Felisa Alia recordaba también el breve diálogo
que había mantenido con Bienvenida, cuando le
preguntó si traía algo para ella y ésta le respondió que le
daría cincuenta pesetas que le había dejado su madre,
“pero no aquí, en medio del pueblo. Venid a mi casa
luego”. Así lo hizo con otra de las hijas de Luciana para
recibir la cantidad que les enviaba su madre.
Bueno, se dijo, puede que Bienvenida no
participase directamente en el crimen pero bien pudo dar
la información a un pariente o conocido dispuesto a

29
realizar dicha acción. El añadido de la supuesta
conversación sobre el chófer evitaría que la acción
policial condujera a los verdaderos responsables del
asesinato.
Entonces surgió una nueva pista que desbarataba
en parte las sospechas sobre el chófer al tiempo que las
dirigía en otra dirección. El infatigable teniente Osorio
había estado indagando entre los clientes de la víctima,
tratando de reconstruir con la mayor precisión posible
sus pasos aquel sábado.
Supo así que Luciana se había acercado aquel
sábado hasta la casa de los ex marqueses de Peñaflor,
unos aristócratas venidos a menos pero con muchas
ínfulas de superioridad, como se verá. Habiendo llegado
sobre las tres de la tarde la servidumbre la invitó a comer
con ellos, como al parecer tenían por costumbre, quizá
para que la ahorrativa Luciana no hubiera de gastar un
céntimo en almorzar.
Esto lo supo el teniente el lunes, cuando visitó el
domicilio que tenían estos ex marqueses en la calle Prim
número 18. Su objetivo principal era determinar los
movimientos de Luciana y, sobre todo, averiguar si el
famoso y misterioso chófer trabajaba para esa casa.
Resultó que no, pero es que además los aristócratas se
negaron a recibir al teniente, ni siquiera cuando apeló a

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su autoridad. Hubo de volver al día siguiente. Ante su
insistencia, tuvo lugar el siguiente diálogo:

“Cuando el mayordomo daba estos detalles


muy interesantes por cierto [sobre el chófer]
irrumpieron la ex marquesa y alguno de sus
parientes. Al saber que buscaban al chófer,
una de esas personas, con un gesto despectivo,
exclamó:
—Pues si esperan ustedes aclarar el misterio
por este lado están lucidos...
—Señora, nuestra misión es comprobar.
—Y molestar cuanto se pueda.
—Para causar molestia a ustedes es preciso
que antes nos las tomemos nosotros. Claro que
cumplimos con un deber...
—Con eso nada tenemos que ver nosotros.
—Obligación de todo ciudadano es facilitar la
acción de la Justicia.
—¿Sí?” (Idem).

La escena es representativa de cómo llevaban a


cabo su tarea los servicios policiales de la época, entre
un pueblo llano que no deseaba comprometerse
declarando y una clase alta que los ninguneaba.

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Sin embargo, la llamada a la colaboración sí tuvo
éxito con la importante declaración de una señora que
vivía en la calle Pacífico. Afirmó ésta (y fue corroborado
por su servicio) que Luciana había llegado a su casa a las
5.10 horas de la tarde. ¿Era ése el negocio al que la llevó
el chófer a las cuatro? El horario cuadraba. Sin embargo,
esta señora sostenía que no había mandado traer a la
encajera por medio de ningún chófer.
El caso es que llegó a esa hora con prisas,
aduciendo que tenía que estar a las seis en la calle
Toledo. De hecho, tras realizar la venta salió de la casa a
las 5.35 horas, no sin pedir algunos céntimos sueltos
para el tranvía porque no deseaba sacar la bolsa con el
dinero cuando fuese a cogerlo a fin de que nadie viera
que llevaba toda esa cantidad.
A partir de ese punto se perdía su rastro. ¿Cogió
un tranvía hasta Atocha para luego tomar otro que la
llevaba directamente a la Puerta de Toledo? Si entonces
no sabía sobre la enfermedad de su hijo ¿quién se lo dijo
acompañándola hasta el hospital? Un incisivo periodista
acompañó a un cabo de la Guardia Civil cuando
interrogó en el mismo vehículo al cobrador del último
tranvía que salía de la Plaza Mayor con dirección al
hospital de Carabanchel. Su partida era a las 6.09 de la
tarde y concluía en su destino a las 6.39 horas.

32
“—¿Usted recuerda si en su coche subió una
señora bajita, bastante gruesa, acompañada de
un soldado?
—No. Eso se hace muy difícil. Son tantas las
personas que suben...
El cabo abre su guerrera y del bolsillo interior
saca una carterita. De ésta una fotografía en la
que aparecen varias personas,
—Mire usted, a ver —dice— si recuerda a esta
señora.
—¿Cuál?
—La que aparece de pie a la izquierda de la
fotografía.
Breve examen y el cobrador exclama:
—No quisiera equivocarme, pero esta señora
subió en la Puerta de Toledo. Y no iba
acompañada por ningún militar. Subieron con
ella dos mujeres, no tan charras como vestía
esta señora, y un hombre fuerte.
—¿De cuántos años aproximadamente ?
—De unos treinta. Por cierto que recuerdo
todos los detalles, porque al hacer la parada en
la Puerta de Toledo subió el hombre con una
mujer de unos treinta y cinco años.

33
Creyéndolos solos di la salida; pero al ir a
arrancar, el hombre me dijo: «Pare usted, que
tienen que subir esas dos señoras que vienen
por allí». Venían en efecto por la portezuela
contraria. Subieron dos mujeres: una que me
parece que es por la que usted pregunta, y la
otra una muchachita de unos dieciocho años.
Y recuerdo todo esto perfectamente por otro
detalle: me pagó el hombre, y al darme el
dinero —ochenta céntimos— le pregunté: «¿A
Mataderos?» «No—me contestó—. A
Carabanchel». «Es una veinte.» Y el hombre
sacó una peseta y con dos perras gordas me
pagó.
—¿Recuerda usted dónde se apearon? Medite
bien, porque sus respuestas pudieran tener
mucha importancia.
—Eso sí que no puedo precisarlo…
Y cuando llegábamos cerca del Puente de
Toledo, el cobrador, que había ido todo el
camino pensativo, se dio de pronto un golpe
en la frente y, con la natural sorpresa de los
viajeros, exclamó:
—¡Ya está! ¡Se apearon en la parada de la
fuente, esa que está cerca de la carretera del

34
hospital Militar!” (El Heraldo de Madrid,
17.3.1932, p. 7).

Esta declaración, luego confirmada ante el juez,


daba un giro distinto a la situación. El chófer era
innecesario, tal vez ni existiese y fuera (como pensaba el
periódico) una maniobra de distracción. La pista real era
ese “hombre fuerte” al que parecían acompañar tanto
Luciana como dos mujeres: una de unos 35 años y otra
de 18. Salvo por el hecho de que una no participó
finalmente en el crimen, la Guardia Civil parecía haber
dado con la buena pista para identificar al hombre y la
mujer que atentaron contra la vida de Luciana Rodríguez
hasta acabar con ella.

35
36
Leoncio Alia

El infatigable teniente Osorio indagó, con ayuda


de la policía, sobre la identidad de aquel “hombre
fuerte” y las dos acompañantes femeninas de Luciana.
Dado que el caso se encontraba en las páginas de todos
los diarios madrileños, los consultados en el tranvía y en
el barrio de Carabanchel estaban dispuestos a colaborar.
De esta manera se dio con un hombre algo mayor pero
de buena complexión y tres señoras, todos ellos
familiares, que se habían desplazado aquella tarde hasta
el hospital militar para visitar a un joven soldado que

37
estaba allí internado. Luciana, desde luego, no había
estado entre ellos.
Se daba así el caso, que habría de repetirse con
frecuencia, de personas que decían haber visto a la
encajera en numerosos sitios y a cualquier hora de aquel
sábado aciago. El hueco de tiempo que dejaba el
discurrir de su vida aquella tarde, desde que saliera de la
casa de la calle Pacífico poco después de las cinco y
media hasta su muerte ocurrida a una hora imprecisa
situada aproximadamente a las nueve y media, daba
pábulo a todo tipo de pistas y especulaciones. A ello
había que añadir los numerosos anónimos que recibía la
policía sobre nuevos datos y personas supuestamente
implicadas, en ocasiones residentes en pueblos de
Toledo, que había que investigar incluyendo los
desplazamientos hasta esas localidades.
En Herreruela, como es de comprender, todo eran
comentarios, sospechas y rumores. La Guardia Civil
también viajó hasta este pueblo toledano recogiendo
opiniones. La impresión general era que el crimen
respondía a oscuros intereses y que la gente implicada
estaba cercana a la víctima y muy enterada de sus idas y
venidas y del dinero que solía manejar en sus ventas.
Al tiempo, la imposibilidad de localizar al chófer
que Bienvenida afirmaba que tuvo una misteriosa cita

38
con ella aquella tarde, hacía que la atención se
desplazara hacia esta prima política. Los investigadores
se daban cuenta de que ella, aunque no hubiera podido
estar presente en el crimen, dado que se encontraba en el
pueblo de vuelta a esas horas, bien podía haber
colaborado con los asesinos. Pero ¿quiénes podían ser
estos? Y, en concreto, ¿quién sería el criminal que asestó
el violento golpe en el cuello de Luciana?
La respuesta más probable, en la línea de lo
rumoreado en el pueblo, debía buscarse en el entorno
familiar de Bienvenida. Porque se daba el caso de que
ésta tenía hijos e incluso un hermano llamado Leoncio
que vivía en el propio Madrid.
En ese punto de la investigación, la autoridad
judicial había cambiado. Ahora se hizo cargo del
sumario el juez Aureliano Artacho, del distrito de
Getafe. Fue éste quien llamó a declarar a Leoncio Alia el
18 de marzo, seis días después del crimen.
Los avispados reporteros, que lo vieron entrar en
el Juzgado, empezaron a averiguar inmediatamente cuál
era la biografía del interrogado. El hermano de
Bienvenida había sido sargento de Zapadores pero, tras
una corta estancia en Tenerife, terminó por licenciarse
quedándole una paga no muy elevada de 249 pesetas
mensuales. Durante largo tiempo, comprobaron

39
preguntando a los familiares, había vivido en
Carabanchel Bajo, donde era muy conocido por su
afición al juego, en concreto a las partidas de julepe con
los amigos en el bar Cordero. De ahí se deducía que
debía conocer perfectamente los caminos de esta zona,
particularmente la Vereda del Soldado.
Los periodistas averiguaron aspectos muy
interesantes sobre el mencionado Leoncio. Para
empezar, su situación económica no parecía nada buena.
De su paga mensual se le detraían todos los meses 50
pesetas por una retención judicial debido a una deuda
impagada anteriormente. Pero además, se dedicaba al
noble oficio de “sablear” a sus amigos y conocidos: en el
restaurante donde solía comer debía 900 pesetas nada
menos, en otro que frecuentaba menos su deuda ascendía
a 600, además de pedir a su madre una garantía para
conseguir un préstamo por 1.500 pesetas.
A ello se unía que en su actual domicilio de la
calle Murcia número 8 pagaba 4,50 pesetas diarias a la
patrona Francisca Santos. Todo esto no era óbice para
que se le viera engalanado de trajes vistosos, que
persiguiera de amores a muchachas de muy buenas
familias (coleccionando rechazos) y mostrara unos
ciertos aires de grandeza que no correspondían a su
peculio habitual.

40
Había otros detalles muy reveladores que le
hacían entrar en la categoría de sospechoso. Se supo que
el dueño del restaurante al que debía una crecida
cantidad le había reclamado el pago de su deuda el
jueves. Leoncio le respondió que el sábado sin falta
saldaría dicha deuda. ¿De dónde pensaba sacar 900
pesetas el mismo día en que Luciana fue asesinada?
Además, la policía hizo averiguaciones sobre su
paradero en días anteriores y se pudo reconstruir así la
siguiente cronología:

- El jueves día 3 de marzo Luciana llegó a Madrid.


- El sábado día 5 Leoncio trasladó su residencia
desde Carabanchel Bajo hasta la calle Murcia en
Madrid.
- El lunes 7, el martes 8 y el jueves 10, fue a ver a
su hermana Bienvenida a la posada donde se
alojaba Luciana.
- El sábado 12 ésta fue asesinada.

¿Por qué fue a vivir a Madrid en esa fecha tan


cercana a la llegada de Luciana a la capital? Este hecho
era más extraño desde el momento en que, casi a diario
desde entonces, se desplazaba en tranvía hasta
Carabanchel Bajo para echar unas partidas con sus

41
amigos en la taberna del señor Cordero. Cuando fue
preguntado si había visto a su hermana aquella semana
¿por qué dijo inicialmente que no? Sus idas y venidas a
la posada de La Merced tuvieron varios testigos, incluso
su hermana lo desmintió informando de que se
encontraron lunes, martes y jueves. Ser interrogado por
un juez y que te pillen en una mentira era sinónimo de
detención, incluso una contradicción tenía el mismo
efecto.
Su actitud ante el juez Artacho no fue muy
colaboradora precisamente. En la parte final del
interrogatorio a que fue sometido estalló:

“No diré nada, porque nada recuerdo. Estoy


cansado de tantas preguntas. Aunque supiera
algo tampoco lo diría. Los hombres no deben
ser traidores. No quiero ver a nadie. Que no
me molesten más...".
Y al decir esto dio un formidable golpe sobre
la mesa.
—Está usted hablando con el juez.
—Por muy juez que usted sea, no hay derecho
a lo que conmigo se hace. Usted quiere
empapelarme, y no diré nada, absolutamente,
nada” (El Heraldo de Madrid, 22.3.1932, p. 2).

42
Por si quedaran dudas, al ser conducido a prisión,
aún protestó airadamente:

“No saben todavía quién soy yo. Ni una


palabra diré, aunque me maten. Si han creído
que yo he de confesar, están listos. Que me
empapelen, que me tengan encerrado toda la
vida; pero tengan la seguridad de que no he de
ser yo quien sucumba...”. (Idem)

Estas protestas eran su reacción tras un largo


interrogatorio en el que no le había ido nada bien.
Además de contradecir a su hermana sobre las veces que
se habían visto aquella semana, el juez quiso saber
cuáles habían sido sus movimientos el sábado día 12.
Para empezar, dijo que no recordaba nada de lo que hizo
aquella mañana. Sin embargo, la tarde en que se cometió
el crimen la recordaba perfectamente.
Antes de las seis de la tarde fue al cine Ideal, en la
calle Cortezo.

“Dijo, suponemos nosotros, que penetró en el


local antes de que comenzara el espectáculo,

43
—¿Qué película vio usted, primero? —nos
imaginamos que le preguntaron.
—Una de «monos».
—¿Y a qué hora calcula usted que sería?
—Las cinco y media, sobre poco más o
menos.
—¿Y fue esa película la primera en
proyectarse?
—Sí, desde luego.
Y en este momento el Sr. Artacho muestra a
Leoncio el programa de aquel día. La película
de «monos» iba en tercer lugar y la hora de su
proyección fue después de las seis.
Ante prueba de este carácter Leoncio se creyó
descubierto y, desconcertado, se limitó a decir:
—¡Por Dios!
A partir de este instante la amabilidad
abandonó al ex sargento. Tuvo accesos de
violencia y palabras llenas de incorrección”
(Idem).

Después de marchar del cine sobre las siete, según


afirmó, se dirigió a una peluquería para que lo afeitaran.
Era la primera vez que entraba en ella pero se mostró
lenguaraz hablando de las películas vistas en el cine,

44
sorprendiéndose en voz alta del número que le había
correspondido para que lo atendieran. Tal parecía que
deseaba hacerse notar, tal vez preparando la coartada
que ahora explicaba al juez. Después de ser afeitado
marchó a su alojamiento, cenó y salió hacia Carabanchel
sobre las ocho y media.
Había datos que no cuadraban en su testimonio.
Para empezar, el peluquero que lo atendió y que lo
recordaba perfectamente, no sabía precisar ni a qué hora
llegó ni cuándo se fue del establecimiento. En la posada
de la calle Murcia nadie podía asegurar que hubiera
llegado. Además, preguntados los clientes de la taberna
del señor Cordero en Carabanchel algunos lo situaban a
las nueve menos cuarto, otros más tarde. Si hubiera
salido a las ocho y media de su alojamiento no podría
haber llegado antes de las nueve y cuarto. Sin embargo,
el propio Cordero aseguraba con certeza que estuvo allí
sobre las nueve menos cuarto, permaneciendo en la
taberna hasta la una de la mañana, en que salió con
prisas para coger el último tranvía hacia Madrid.
Leoncio volvió a la taberna el domingo, al día
siguiente del crimen. Para entonces, todo Carabanchel
comentaba el descubrimiento del cadáver.

45
“Conversación obligada fue el hecho
descubierto por unos pastores aquella mañana.
Se hicieron comentarios y cuando uno de los
presentes dijo que la víctima se llamaba
Luciana Rodríguez y que era de un pueblecito
de la provincia de Toledo, Leoncio Alia, que
escuchaba la conversación, dijo en un tono de
indiferencia que sorprendió a todos:
—¡Anda, pues si es mi prima!
—La ha identificado —añadió el que hacía el
relato— un hijo suyo, que es artillero y está en
el Campamento.
—-Sí, mi primo Pedro.
—Ha muerto degollada. Además parece que le
han robado ¡Pobre mujer!
—¿Os parece bien que hablemos de otra cosa
más agradable? ¡La verdad que tenéis unas
conversaciones…” (Idem).

Realmente, era una extraña reacción ante la


noticia de que una prima había sido asesinada. De todo
ello se enteró el teniente Osorio charlando con los
clientes de aquella taberna. Para el juez este dato no fue
tan relevante como las mentiras que encontró en la
declaración de Leoncio, por lo que optó por decretar

46
auto de prisión tanto para él como para su hermana
Bienvenida. Ésta llegaría custodiada desde Herreruela al
día siguiente, no sin oponer seria resistencia a su arresto
y demandando la disposición judicial que la llevaba a
prisión.
La Justicia ya tenía bajo arresto a los primeros
sospechosos. El juez disponía de 72 horas para
determinar si además, eran procesados o puestos en
libertad. Respecto a su participación en el crimen se les
consideraba posibles inductores pero no participantes:
constaba que Bienvenida estaba en el pueblo a la hora de
la muerte de Luciana; por su parte, Leoncio era bastante
bajo y de una complexión débil, siendo difícil imaginar
que pudiera dominar a una mujer fuerte como la víctima
y asestar el duro golpe de cuchillo o machete que acabó
con su vida.
Desde luego, disponían de datos y oportunidades
para haber ideado este plan, pero tuvo que ser otra
persona quien lo llevara a cabo. ¿Otro familiar? ¿Un
conocido de dudosos antecedentes?
Al día siguiente de la detención de Leoncio la
Guardia Civil irrumpió en la casa de un hombre que ya
conocía la prisión por delitos anteriores. Tenía un
sobrino en el cuartel y vivía cerca del lugar de los
hechos, junto a la carretera de Leganés. Pedro Otero, a

47
quien buscaban tan activamente, no estaba en la casa,
como les indicó su mujer Felisa. Desde hacía meses
vivía con una amante, también de “reprobable
conducta”, Dionisia Crochet “La Vaquera”, en la calle
Pacorro número 7, junto a la estación de tranvías.
El teniente y dos números fueron a esta nueva
dirección. Allí estaba la pareja que se mostró muy
alterada por la presencia de los guardias. Registrado
Pedro Otero se le encontró un cuchillo de amplias
dimensiones entre la ropa. Al parecer, como confesó
Dionisia, intentó que ella lo ocultara cuando vieron
llegar a los guardias civiles pero, como ella dudara, él
volvió a arrebatarle el cuchillo ocultándolo en su pecho.
Registrada la vivienda se encontraron unas botas
embarradas y ocultas entre el colchón y el somier.
Ninguno de los dos pudo justificar por qué se
encontraban en ese lugar, en vez de colocarse en el
suelo, como era lo esperable. ¿Trataban de ocultar esas
botas? El juez, que los mandó a prisión, observó también
que el hombre tenía la mano derecha inútil, algo que
podía tener relación con el informe de los forenses, que
afirmaban que la cuchillada que terminó con la vida de
Luciana se dio desde una posición frente a ella y por
parte de alguien zurdo.

48
Las piezas empezaban a encajar. Bienvenida debió
concebir la idea de que robaran a su prima política, por
envidia más que por otra cosa. Leoncio, su hermano,
estaba como siempre necesitado de dinero y no tenía
inconveniente en dicho robo sino más bien un gran
interés. Para ello, mientras él se fabricaba una coartada
que lo exculpara, encargó el crimen a Pedro Otero,
hombre bragado en el uso del cuchillo. A partir de esa
idea, el juez solo tenía que conseguir que los
sospechosos confesasen su crimen, cerrar el sumario y
llevarlos a juicio.

Desaliento

Todo hacía indicar que, enfrentados a sus


contradicciones y posibles mentiras, los dos procesados
49
se derrumbarían en cualquier momento. Se sabía, por
ejemplo, que a instancias del teniente, Pedro Alia había
enviado un telegrama a sus hermanos en Herreruela
comunicando que su madre estaba en grave estado.
Inmediatamente, los hijos de Luciana se trasladaron a
Madrid, no sin antes pasar por casa de Bienvenida, que
no debía saber nada. Cuando le presentaron el telegrama
ella saltó: “¡La ha matado ese chófer!”. Desde entonces,
seguía culpando a ese misterioso personaje.
El juez le preguntó de forma incisiva que, si el
telegrama solo decía que estaba en grave estado, quizá
por un accidente o una enfermedad repentina, por qué
había afirmado que estaba muerta y que el culpable era
ese chófer. Bienvenida no se inmutó, afirmando que,
desde que el día anterior Luciana le comunicara lo del
chófer, ella la había prevenido de que era una cita
extraña y podía ser peligrosa. En suma, que temía desde
entonces que algo malo le pasara a su parienta.
Del mismo modo, Leoncio seguía afirmando que
había ido al cine y la peluquería en ese tiempo
fundamental en que se perdía el rastro de Luciana por
Madrid. Incluso su supuesta llegada a la posada donde se
alojaba pasó desapercibida, de manera que no tenía una
coartada sólida en el tiempo en que Luciana había estado
ilocalizable. Luego, justamente, aparece en Carabanchel

50
Bajo, cerca de donde se cometió el crimen, a la hora
aproximada en que éste ya había tenido lugar. Muchas
casualidades eran ésas, debió pensar el juez Artacho en
el momento de procesar a ambos, acusados al menos de
inductores del crimen.
Para la prensa, era cuestión de días, si no de horas,
que todo quedara aclarado:

“Se le va cerrando el cerco. Contra sus


evasivas, hechos probados, contra su negativa
sistemática, la realidad. Trabajo ímprobo que,
a la larga, permitirá un total esclarecimiento.
Es cuestión de paciencia y de habilidad.
Ni los dignos jueces que intervienen —el civil
y el militar— ni la Guardia Civil, ni la Policía
matritense, cejan en su empeño, y momento
llegará, no hay que dudarlo, en que la
evidencia rompa el mutismo” (El Heraldo de
Madrid. 24.3.1932, p. 14).

Sin embargo, el mismo diario, que tan combativa


campaña estaba haciendo para culpabilizar a los dos
procesados, se veía obligado a admitir que el juez
carecía de pruebas sólidas, sugiriendo que, si los dos

51
hermanos no cambiaban su testimonio, el caso podría
complicarse.

“Muy pocos sabrán comprender lo ímprobo y


difícil que resulta el esclarecimiento de este
hecho. Los factores que en él han intervenido
supieron «atar cabos» y no se ha dado en este
crimen esa providencial circunstancia, que
permite el descubrimiento —un fácil
descubrimiento—, de dejar un cabo suelto.
Aquí se premeditó bien y se supo dirigir
mejor. Ni un detalle ni una prueba de
culpabilidad. Indicios hay muchos. Pruebas,
ninguna, y si hay es tan leve, que de no
aportarse datos más concretos habrá que
abandonarla en definitiva.
Leoncio Alia persiste en sus negativas. Es una
postura la que ha adoptado, tan sistemática,
que de no hallarse ante un hecho probado se
ampara en la amnesia, y sólo reconoce la
evidencia. Hoy, como ayer, y mañana, como
hoy. De feliz memoria para unas cosas —
aquellas que imagina le benefician—, ha
perdido la memoria en los extremos que
perjudicarle pudieran. Pese a esta negativa se

52
van concretando los puntos donde permaneció,
no sólo en el día de autos, sino también en días
anteriores y hasta en los sucesivos hasta su
detención” (Idem).

Ante la reiterada negativa de Leoncio y


Bienvenida a reconocer los hechos que se les achacaban,
la labor del juez, armado de paciencia, solo podía ser
una: acumular más evidencias hasta que, enfrentados a
ellas, los acusados se derrumbaran confesando su
participación en el crimen y revelando quiénes habían
sido sus cómplices.
De manera que el teniente Osorio empezó a visitar
Herreruela, así como otros pueblos de Toledo (Oropesa,
Puente del Arzobispo, Lagartera, Navalcán, etc.) en
busca de sospechas y personas que se hubieran
relacionado con los encarcelados. Del mismo modo, se
realizaron amplios registros e interrogatorios de familias
procedentes de estos pueblos y que vivían en Madrid,
particularmente en la zona de los Carabancheles, para
averiguar si alguno pudiera ocultar información de
Luciana e incluso haber colaborado en el crimen.
Se dijo, por ejemplo, que Luciana había recibido
en otras ocasiones varias visitas de un paisano de un
pueblo cercano al suyo, hombre de malos antecedentes.

53
¿Alguien indagaba en la posible vida amorosa de la
víctima? preguntaba un diario. O tal vez ese hombre era
el que la había conducido hasta aquella trampa. El
teniente Osorio viajó hasta ese pueblo para comprobar
que ese hombre, perfectamente identificado, estaba a
muchos kilómetros de Madrid el día del asesinato. De
este modo, las nuevas pistas parecían esfumarse entre las
manos de los investigadores.
La víctima era de carácter enérgico, poco dado a
las confidencias, desconfiada, astuta. Por un lado, eso
podía implicar, como afirmaban todos los que la
conocieron, que no se iría de noche por la Vereda del
Soldado con unos desconocidos pero, por otro, resultaba
difícil averiguar cuáles habían sido sus propósitos ese
día en concreto porque a nadie se los confió.
De manera que la investigación se encontraba
paralizada. Los periódicos empezaban a criticarla
señalando actuaciones que no se habían realizado con la
adecuada diligencia y aspectos que seguían siendo una
incógnita irresuelta. Por ejemplo, se había enterrado a la
víctima pocos días antes sin que los forenses se pusieran
de acuerdo en el tipo de arma causante de aquellas
heridas: ¿era un simple cuchillo afilado o un machete
militar? Por otro lado, la visita a Herreruela y otros
pueblos se hacía demasiado tarde, cuando los posibles

54
implicados habían tenido tiempo sobrado de parapetarse
en sus declaraciones para no verse implicados.
A estas alturas, dos semanas después del crimen,
seguía siendo un misterio la posible participación de un
soldado o la existencia de un chófer. Nadie sabía dar
cuenta de lo que había hecho Luciana desde las seis de la
tarde, aspecto fundamental para saber con quién se
encontró, quién la acompañó a Carabanchel.
Una semana después de su detención el juez
Artacho se vio obligado a poner en libertad bajo fianza a
Pedro Otero, el de las botas y el cuchillo oculto, sin más
que acusarlo de tenencia ilícita de armas. Que era un
sujeto de mal vivir era evidente, pero no se tenía
constancia alguna de que conociera a Leoncio Alia. Pese
a todo, el ánimo del juez no decaía, al menos en público:

“El Sr. Artacho nos dijo que, con toda


actividad, sin decaer un momento, se seguía
actuando; pero que la actitud de los hermanos
Leoncio y Bienvenida dificultaba mucho la
labor de las autoridades.
Sin embargo, el juez confía en que estos
hermanos, pasado algún tiempo, depongan
esta actitud y den luz para que la incoación del

55
sumario entre en un período de franca
actividad” (La Libertad, 1.4.1932, p. 7).

Sin duda, era la actitud que debía mostrar


públicamente pero sus esperanzas estaban lejos de
realizarse. Una nueva declaración, sin embargo, permitió
albergar nuevas expectativas. Un joven guardia civil
llamado Román Sobrino, vecino de Herreruela, se
presentó ante el juez más de dos semanas después del
crimen, para comunicar que creía haber visto a Luciana
sobre las 8.10 horas en la Puerta del Ángel, esperando el
tranvía que la llevaría a Cuatro Vientos.
El testimonio parecía importante puesto que el
testigo conocía personalmente a la víctima. Pero no
cuadraba con otros testigos bastante fiables, en principio,
como el revisor de un tranvía, que dijo haberla visto en
su vehículo a otra hora. Se fijó, además, en que tenía un
defecto en el pie y cojeaba un poco al andar, dato que
fue corroborado por los hijos. Pero ambos testimonios
eran incompatibles ¿cuál de los dos era cierto, cuál
falso? o bien ¿podrían ser falsos los dos? El caso es que
los conductores y revisores del tranvía que circulaba
desde la Plaza Mayor hasta Cuatro Vientos fueron
interrogados una y otra vez apareciendo identificaciones
confusas, declaraciones imprecisas, ignorancia en la

56
mayoría. El soldado tenía tendencia a aparecer en
algunas declaraciones, como la de dos jóvenes que
pretendían ver a uno acompañando a Luciana por
Carabanchel. Pero ese soldado era un auténtico imán
para testigos que derrochaban imaginación pero cuyo
testimonio debía ser excluido por alguna circunstancia
que lo hacía inverosímil. Muchas personas vieron a
Luciana aquella tarde en los lugares más insospechados.
El día 13 de abril, tres semanas después del
crimen, Bienvenida fue puesta en libertad bajo fianza y
con la obligación de presentarse en el Juzgado cada
quince días. La disposición del juez se debía a su
delicado estado de salud. Enferma de diabetes, su ánimo
estaba muy decaído y nada parecía ganarse reteniéndola
en prisión. Pese a su estado, no se había movido ni una
coma de su declaración inicial.
En la mañana del 31 de mayo hacía un mes que el
crimen de la encajera se había reducido a meras notas
informativas de la falta de resultados en las
investigaciones. Los periódicos se preguntaban si el
crimen quedaría impune. Luego, otras noticias, entre
ellas el misterioso asesinato del chófer Pedro Gordo en
la carretera de Boadilla, también en los Carabancheles,
centraron la atención de los tabloides.

57
Esa mañana, como decimos, el guarda de la Casa
de Campo Blas Rodríguez salió con su perro Franki a
realizar su habitual ronda por la zona de la Puerta del
Batán. En un momento determinado, el perro empezó
una búsqueda frenética en un pequeño montículo de
tierra. El guarda se acercó a mirar. Vio un envoltorio de
papeles de periódico y pensó, en un primer momento,
que podía ser un feto que alguna parturienta hubiera
enterrado en el lugar. Por ello, decidió no tocarlo y fue
hasta el puesto de la Guardia Civil de Rodajo, el más
próximo, a informar de lo que había encontrado.
Un cabo y un guardia lo acompañaron al lugar y
terminaron de desenterrar el paquete. Al abrirlo,
descubrieron mantelerías y encajes, alguno en mal
estado por la humedad, pero aparentemente bien
conservados. Al sospechar de qué podía tratarse
mandaron aviso a su compañero de cuerpo, el teniente
Osorio, que se hizo cargo del envoltorio.
Mostrado su contenido tanto a la señora de la calle
Pacífico como en la posada donde Luciana se alojaba, se
reconoció inmediatamente el tipo de encajes como
propio de la víctima. Así pues, se aclaraba una cuestión
que algún periódico había demandado anteriormente
como importante: dónde fueron a parar estas piezas que

58
se afirmaba llevaba la víctima en el momento del
crimen.
Lo curioso del asunto es que los periódicos que
permitieron hacer el paquete estaban fechados el 23 de
marzo, diez días después del crimen, y 7 de abril, dos
semanas después. Parecía pues que el hato con los
manteles y encajes había estado en posesión de los
asesinos o tal vez enterrado en otro lugar, y que más
tarde lo llevaron hasta la Casa de Campo, tal vez para
alejarlo de la curiosidad de la policía. Era posible que,
ante la crecida atención que tuvo en aquellos días el
caso, los criminales hubieran optado por no vender los
paños, limitándose a enterrarlos para que no los
sorprendieran con ellos.
Tras este descubrimiento, ninguna nueva pista
alteraba la plácida marcha del crimen hacia la
impunidad. El 4 de julio Leoncio, a través de un
hermano, denunciaba ante la prensa que llevaba los
últimos dos meses en prisión sin que el juez le tomara
declaración alguna. Su abogado defensor, además, ni
siquiera podía acceder al sumario, que se consideraba
secreto, de manera que se impedía a la defensa ejercer su
papel buscando evidencias contra cualquier acusación
que se derivase de dicho documento.

59
¿Terminaría el juez por sobreseer la causa?
¿Saldría Leoncio de prisión sin llegar a ser procesado?
¿El crimen quedaría impune sin que llegara a saberse
qué hizo Luciana aquella tarde, sin conocer las
circunstancias ni los responsables de su crimen?

60
61
El asesinato de Megino

El viernes 5 de agosto habían pasado casi cinco


meses desde el asesinato de Luciana y todo seguía igual,
con Leoncio en la cárcel, a la espera de una confesión
que nunca llegaba, con rumores que nunca se
concretaban. El último momento de interés fue al
encontrar las mantelerías y encajes enterrados en la Casa
de Campo. Se dijo entonces que un soldado paseaba
ocioso por la Vereda, se tumbaba entre los trigales y
parecía estar vigilando el lugar. Se formuló la hipótesis
de que los encajes de Luciana fueron enterrados ahí
deprisa y corriendo y el soldado esperaba su oportunidad
para llevárselos a otra parte. Si fuera así, resultaba
extraño que tanta gente hubiera visto al soldado durante
varios días.
Ese día de agosto Mariano Megino, un tabernero
de 42 años, honrado al decir de todos, dormía a pierna
suelta a primera hora de la mañana. Fue entonces cuando
su mujer, Epifanía Andrés, le avisó de que un muchacho
lo esperaba a la puerta de casa. Entonces Mariano se
acordó de la llamada del día anterior, cuando habló con
62
aquel Julián Ramírez sobre una cita para decidir o no la
compra de una vivienda de su propiedad.
Megino, además de tabernero y negociante en
vinos, estaba abierto a todo tipo de compra venta: desde
coches hasta casas, siempre que eso le supusiera un
beneficio. De hecho, había conocido a Julián cuando
éste se interesó por adquirir una camioneta. No sabía
mucho de él, era un muchacho de 27 años, mecánico de
profesión, que pasaba apuros económicos desde que
llegó la República y perdió su colocación de chófer.
Algo le dijo de su mujer y una hija pequeña de diecisiete
meses, que no estarían en la cita porque salían muy
temprano de casa. Lo que no sabía es que Higinia
Alonso, de veinte años, la mujer de Julián, acudía a
pasar el día con sus padres a fin de comer lo suficiente.
También ignoraba que la hija de ambos permanecía
internada en la Inclusa.
En la casa de Julián se pasaban serias estrecheces,
lo que no era óbice para que éste, presumido, llevara
trajes vistosos que no denotaban su mala situación
económica.
Finalmente, Mariano Megido se levantó y, tras
pasar por el baño y vestirse, fue a saludar a Leandro
Iniesta, que lo esperaba en la puerta. Este amigo de
Julián era un muchacho endeble de 24 años, carpintero

63
de profesión. Natural de Talavera de la Reina, marchó
como tantos otros a Madrid para instalar una carpintería
en la calle Escorial. Hacía unos meses (en febrero) tuvo
unos reveses de fortuna, dejó a deber una importante
cantidad que no pudo pagar y el negocio se le vino
abajo. Desde entonces trasladó su domicilio a la calle
Antonio Vicent 43 y llevaba esos cinco meses sin
trabajo.
Por supuesto, el tabernero no conocía tantos
detalles ni le importaban. Julián le dijo en su primer
encuentro que pasaba apuros y se veía obligado a vender
su casa en el Arroyo de las Pavas número 5, en
Carabanchel Bajo. La estuvo pagando a plazos pero se
veía incapaz de abonar los últimos, por lo que le ofrecía
su adquisición en buenas condiciones.
Mariano olió un buen negocio y se mostró
interesado. Antiguamente el Arroyo de las Pavas había
sido un lugar abandonado, un descampado donde la
emigración proveniente de Extremadura y Toledo
levantó chabolas, trazó caminos y senderos. Todo
aquello cambió con el tiempo y ahora se mostraba una
calle recta y bien pavimentada con su fila de casas
blancas de un solo piso.
La llamada del día anterior era para quedar en
realizar la compra. Julián le dijo que su amigo Leandro

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lo acompañaría en el tranvía para indicarle el camino. La
cita tendría lugar en la propia casa objeto de la
adquisición. Así que se pusieron en camino para llegar
allí temprano, sobre las nueve de la mañana.
Poco después de esa hora los vecinos del Arroyo
de las Pavas escucharon ruido de voces y golpes. Eso no
era una de tantas discusiones matrimoniales, allí parecía
haber una gran violencia. El guardia de seguridad
Vicente Martínez estaba en su casa, próxima al lugar del
escándalo, y acudió golpeando la puerta. Dentro se hizo
el silencio. El guardia, avezado en esas lides, mandó
avisar al puesto más próximo de la Guardia Civil, en el
Terol. Mientras, seguía golpeando la puerta preguntando
qué estaba sucediendo mientras un grupo de vecinos se
apiñaba detrás de él.
Cuando llegaron tres números del cuerpo armado
dieron más golpes en la puerta, exigiendo que fuera
abierta. Entonces salió a recibirlos Julián Ramírez.
Estaba impecable con traje nuevo recién puesto, como
comprobaron enseguida. Al penetrar en la vivienda, los
guardias civiles se encontraron un cuadro espantoso:
Mariano Megino estaba en el suelo de la cocina con
profundas heridas en la cara y un enorme tajo en el
cuello. Había sangre por todas partes: en el suelo, en las

65
paredes. Mandaron llamar al Juzgado para que acudiera
su titular, al que ya conocemos, el juez Ordaz.
Para cuando llegó, los guardias civiles habían
registrado toda la casa encontrando bajo una cama a un
tembloroso muchacho que dijo llamarse Leandro.
Farfullaba que hubo una pelea y que se escondió donde
pudo por miedo a que cayera algún golpe sobre él.
Mientras tanto, Julián Ramírez observaba sardónico la
escena. Con el cadáver ocupando el suelo de aquella
habitación, los vecinos golpeando la puerta, tuvo la
sangre fría de cambiarse la ropa ensangrentada que
llevaba por un traje nuevo. Leandro, sin embargo,
mostraba manchas de sangre en toda la ropa. No parecía
que hubiera sido tan ajeno a la pelea como afirmaba.
Sobre la mesa encontraron los papeles de
propiedad de la casa, como si hubieran estado
mostrándoselos al posible comprador. En el suelo, junto
al cadáver, hallaron una afilada navaja barbera y algo
más allá un hacha pequeña de las que se usaban para
partir astillas.
Tras ser conducidos hasta el Juzgado, el primero
en declarar ante el juez fue Julián, que mostró una
actitud algo cínica, al decir de los que lo vieron, con su
traje impecable y sus zapatos de color. Dijo que se había
visto obligado a responder a una agresión de Megino

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actuando en defensa propia. Teniendo que narrar lo
sucedido continuó:

“Llegó acompañado de Leandro y tomaron


asiento en derredor de la mesa. Sacó los
documentos acreditativos de la propiedad, que
tenía guardados en la alcoba y en la cómoda.
El Sr. Megino los examinó, y cuando se
disponían a firmarlos dijo:
—Tenga usted cuidado, que a mí no me
engaña como a doña Blasa en la venta de la
camioneta.
—Tenga cuidado con lo que dice, porque yo
no soy hombre que tolere ofensas.
—¿Me va usted a matar?
—Yo pego...
Y en este momento el Sr. Megino me asestó
un bofetón. Yo le agredí. El penetró en la
cocina y del fogón cogió la navaja de afeitar...
—¿Sabía él que estaba allí la navaja?
—Sí, porque cuando llegó pudo ver que yo me
disponía a afeitarme.
—¿No lo hacía usted con maquinilla?

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—Lo hacía antes. Y ahora me compré la
navaja porque éste era mi deseo. No creo que
nadie tuviera derecho a prohibírmelo.
—¿Y cuándo la compró usted?
—No lo recuerdo. Lo que sí aseguro, porque
ésta es lo verdad, es que yo ataqué a Mariano
con el hacha y en defensa propia” (El Heraldo
de Madrid, 5.8.1932, p. 12).

Para entonces el juez disponía de una serie


interesante de datos. Para empezar, la declaración de
Higinia Alonso, la mujer de Julián, en el sentido de que
su marido nunca se afeitó con navaja barbera. Ni
siquiera sabía que tuviera una, por lo que era lícito
suponer que la había comprado recientemente para
cometer este atentado contra la vida de Mariano.
Otro dato fundamental es que los asesinos
cometieron la torpeza, mientras el vigilante golpeaba la
puerta, de disponer el escenario deprisa y corriendo para
simular una discusión. Para ello, colocaron los papeles
de propiedad de la vivienda sobre la mesa, pero después
de cometer el crimen, de manera que aparecían todos
manchados con las huellas sangrientas de sus dedos.
Ante la actitud resistente de Julián a separarse de
la versión que debían haber acordado en cuestión de

68
minutos antes de la intervención de la Guardia Civil, el
juez, con buen criterio, le apretó las tuercas a Leandro,
que parecía la parte más débil de esta alianza de
asesinos. Efectivamente, al ser enfrentado a las
contradicciones, se derrumbó confesando de plano el
crimen cometido. Para empezar, no supo dar una
explicación a la presencia del hacha, que admitió que era
suya. ¿Para qué llevó el hacha a una discusión de
negocios? Quedó mudo y sin saber qué responder.
La presión del juez le resultó insoportable y
terminó reconociendo todos los hechos que se le
suponían.

“Quiero decir la verdad. Julián no me dijo lo


que se proponía hacer. Estábamos sin trabajo y
sin dinero. La venta de la casa era un pretexto.
Fui a buscar a don Mariano. Me acompañó
confiado y, al poco rato, cuando examinaba
los documentos, Julián me dijo: “Dale”. Y con
la navaja barbera le asesté un golpe en el
cuello. Luego sentí miedo y, al ver a Ramírez
que golpeaba a Megino con el hacha, me
oculté debajo de la cama para librarme de una
posible agresión. Confieso mi delito” (Idem).

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Los hechos debieron suceder de un modo algo
diferente de lo confesado por Leandro. De hecho, al
saber que su socio había “cantado” Julián reconoció
fríamente su papel en el crimen. Los dos se habían
reunido el jueves día 4 para planear el crimen. Julián
dijo al otro que trajera el hacha de carpintero y él, por su
parte, fue a comprar la navaja barbera. De manera que
los dos sabían perfectamente qué se proponían hacer.
Entonces Julián llamó a la futura víctima para quedar
con él al día siguiente.
Leandro fue a recogerlo a su casa para llevarlo
hasta el lugar del crimen. Suponían que vendría con una
crecida cantidad en la cartera, a fin de formalizar la
compra de la vivienda. No sabían que no era así,
Mariano solo llevaba cien pesetas en el bolsillo, además
de una sortija de valor que fue encontrada entre la ropa
de Leandro al ser detenido.
Al llegar a la casa, éste se quedó atrás y cerró con
llave la puerta. Luego se dedicó a entretener a Megino
mientras Julián llegaba a la cocina y tomaba el hacha.
Cuando volvió empezó a golpear sin más preámbulo a su
víctima mientras Leandro, por su parte, sacaba la navaja
y participaba activamente en el crimen.
Los asesinos habían planeado un crimen
contundente y hasta cierto punto, silencioso. Julián

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pretendía meter el cadáver en un saco y llevarlo de
noche hasta un pozo que conocía en una fábrica de
cerámica de la que había sido chófer hasta su despido.
No pudo ser. En la autopsia se encontraron, además de
numerosos golpes de hacha en la cabeza de la víctima y
el tajo en el cuello, varias heridas defensivas en sus
manos. Hubo lucha y resistencia por parte de Megino,
que se defendió ante los golpes que le propinaba Julián
con un hacha que resultó más pequeña y menos
contundente de lo que imaginaron. Eso causó el tumulto
que encendió las alarmas en el barrio. A partir de ahí,
tuvieron que improvisar.
Los periódicos vespertinos del mismo día cinco de
agosto salieron con los titulares que empezaban a ser
acostumbrados en aquellos meses: “Nuevo crimen en los
Carabancheles”. Al día siguiente fue necesario cambiar
el titular por otro de mayor resonancia: “Los autores del
crimen son los mismos que asesinaron a la encajera en la
Vereda del Soldado”. El juez Ordaz, sea por la zona
donde se cometió el delito, por el hecho de ser dos
asesinos, uno más fuerte que el otro, o por el modus
operandi, sospechó la posible implicación de los
detenidos en más delitos, por ejemplo en el crimen de
Luciana Rodríguez.

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Fue el teniente Osorio el que se sentó esta vez con
Julián para hacerle un detenido interrogatorio. Aunque el
detenido mostró inicialmente una actitud cínica y
chulesca, las autoridades ya se habían dado cuenta de
que en realidad Leandro, el más endeble de constitución
y el que parecía más cobarde, era el que dominaba a su
compañero. De este modo, se les mantuvo
incomunicados y se adoptó la táctica de mencionar a uno
supuestas declaraciones del otro, provocando que
finalmente cada detenido culpase al otro de la mayor
responsabilidad en los crímenes que confesaron.
Acuciado por las preguntas y sospechas del
teniente, Julián Ramírez perdió su actitud y se derrumbó,
confesando que entre ambos habían matado a Luciana
Rodríguez. La forma en que tuvo lugar el crimen distaba
bastante de lo que se había supuesto hasta entonces.

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73
La muerte de Luciana

El viernes 11 de marzo, un día antes de su muerte,


Luciana salió fatigada del Ministerio de la Guerra, donde
estuvo vendiendo alguno de sus encajes a la embajadora
francesa. No estaba satisfecha. Al recibir el aviso de la
señora de Azaña, sabiendo que la hija de la embajadora
pensaba contraer matrimonio, imaginó una venta más
lucida, pero no había sido así.
Caminó por el Paseo del Prado con su paquete a
cuestas y, cansada de la mañana, se sentó en un banco
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ocupado en ese momento por un joven bien vestido.
Luciana, de natural poco habladora, debió sentirse en
confianza para quejarse de la crisis económica, de las
pocas ventas que podía hacer de su material. Tal como
iba vestida, el muchacho le preguntó si era lagarterana y
ella dijo que efectivamente vendía encajes y manteles de
su pueblo toledano. “Quería haber mandado a mis hijos
mil pesetas al menos en este viaje, pero ni eso he
logrado sacar”.
Julián Rodríguez le prestó más atención. Estaba
esperando a un amigo al que conocía desde hacía un
mes, uno llamado Leandro, para iniciar algún negocio
por su cuenta. Naturalmente, no le comentó la naturaleza
del mismo, bastante oscura por cierto. Julián trató
algunas veces con una señora mayor y viuda, sobre todo
adinerada, llamada Blasa Pérez. A Julián le gustaba el
dinero, pero se encontraba sin su trabajo de mecánico
desde hacía casi un año. Le había propuesto algunos
negocios a doña Blasa, incluso llegó a pedirle un
préstamo sin que aquella señora tacaña cediera un
milímetro, bien aconsejada por su administrador Alipio
de Miguel, un sujeto que conocía algunas andanzas de
los dos amigos del Arroyo de las Pavas, puesto que tenía
un despacho de vinos en la misma calle.

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Doña Blasa, aunque recibía con agrado a Julián
porque era joven, guapo y simpático, no se fiaba de él.
No obstante, cedió cuando éste le propuso comprarle la
casa que ella poseía en ese Arroyo de las Pavas,
pagándosela con plazos de 50 pesetas al mes.
Los dos amigos hablaron. Doña Blasa era un
objetivo que podía enriquecerlos. La llamaban “La
Millonaria” porque se decía que tenía al menos un
millón de pesetas. Julián había escuchado rumores de
que en aquella casa de la señora se escondían casi tres
millones y medio. Era una fortuna. Si le podían echar el
guante entre ambos amigos eso les daría para vivir como
señores, que era su objetivo.
Para llegar a ese punto, debían ganarse la
confianza de la vieja, incluso engatusar de amores a su
hija, una pobre chica poco agraciada que, además, estaba
paralítica de las piernas. Como sospechaban que lo
segundo sería difícil, ya que el administrador Alipio
también iba detrás de aquella rica heredera, necesitan
dinero contante y sonante para proponer a la millonaria
la adquisición de algunas de sus tierras al objeto de
edificar y hacer negocios juntos.
Pero ¿de dónde sacar el dinero? Julián esperaba a
Leandro, también en paro desde que se arruinara su
carpintería, porque éste mantenía relaciones con una

76
muchacha y quería engañarla para que le diera sus
ahorros. Sin embargo, ya que estaba con aquella
lagarterana ¿por qué no probar fortuna? Era conocido
que esas mujeres manejaban un buen dinero y Luciana
incluso ya le había comentado la cantidad que podía
llevar encima. Mil pesetas no eran de despreciar.
Entonces Julián se inventó una historia,
aprovechando que había sido ella la que se sentara en el
mismo banco del paseo y no él quien la buscara.
Siguiendo con la conversación contó que era chófer de
una señora muy adinerada que se llamaba Blasa Pérez.
Su hija, como sucedía en el caso de la embajadora,
estaba pensando en casarse y seguramente se mostraría
muy interesada en adquirir los manteles y encajes de
Luciana, quizá incluso por varios miles de pesetas.
Ella dejó de quejarse y se interesó. La señora vivía
cerca de Carabanchel, dijo el muchacho. Él podía
arreglar las cosas con un amigo suyo, Leandro Iniesta,
que tenía mucho ascendiente con doña Blasa. La
encajera, que vio abierto el negocio, le prometió una
comisión, de manera que él la citó en Puerta Cerrada
sobre las cuatro y media de la tarde. Pasaría a recogerla
llevándola hasta la casa de la millonaria. Quedaron en
ello y se separaron.

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De manera que la desconfiada y poco habladora
encajera, al decir de los que la conocían, también podía
ser engatusada por la labia de alguien que quisiera
engañarla bajo el señuelo de una buena ganancia. Al día
siguiente, cuando encontrara a su prima Bienvenida, le
hablaría de un misterioso chófer que la había estado
esperando tres horas a la puerta del Ministerio. ¿Quién
podría haber dicho a ese chófer que ella estaba ahí? La
pregunta con que se estrujaron el cerebro los
investigadores no era planteable. Sencillamente, Luciana
quería borrar pistas para que Bienvenida, que a fin de
cuentas era la competencia, no se enterara de cómo y
quién le iba a comprar sus productos proporcionándole
pingües ganancias.
Mientras tanto, al poco de irse Luciana llegó hasta
el banco Leandro. Juntos se dirigieron al lugar donde
María, la novia de éste, les había prometido entregarles
300 pesetas que tenía ahorradas en su cartilla. Sin
embargo, cuando se encontraron ella les mostró las
manos vacías. Era cierto que tenía intención de darles el
dinero, pero la cartilla, aunque a su nombre, obraba en
poder de un tío suyo y, sea por desconfianza o porque no
lo había visto, no pudo hacerse con ella y sacar el dinero
oportuno.

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Los amigos, muy contrariados, hablaron después
de la encajera. Julián había quedado con ella, pero sin un
plan muy claro de cómo sustraerle el dinero que
suponían llevaría encima. No imaginaban que una parte
importante la había girado Luciana un par de días antes
y que aún le daría 50 pesetas a Bienvenida para que las
llevara al pueblo. Julián y Leandro, acuciados por sus
planes y la necesidad de contar con dinero para ellos,
decidieron llevar adelante el plan de asaltar a Luciana,
eliminándola.
De modo que Bienvenida tuvo razón en todo. Su
prima marchó hasta Puerta Cerrada y allí esperó un rato
con su paquete de ropa a que llegaran los dos amigos,
como así lo hicieron en un taxi alquilado poco antes. Las
autoridades y periodistas se echarían luego las manos a
la cabeza intentando averiguar quién fue ese taxista que
cumplió el encargo y que, probablemente por el temor a
ser tomado como cómplice, nunca se presentó ante el
juez.
El caso es que Luciana subió sin temor alguno al
vehículo y se dirigieron hacia la calle Pacífico, donde la
encajera debía hacer un encargo lo más rápido posible.
Los acompañantes estuvieron de acuerdo en tanto
suponían que eso haría que llevara más dinero encima.
Luego, a indicación de Julián, marcharon hasta la

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Cooperativa de Ferroviarios de Carabanchel Bajo.
Cuando el propio taxi equivocó el camino por
desconocimiento, los dos compinches le indicaron que
parase y que irían andando. Se bajaron y se internaron
los tres en la llamada Vereda del Soldado.
Eran aproximadamente las ocho de la tarde.
Luciana ignoraba que su hijo Pedro hubiera estado
enfermo. Ningún soldado la acompañó. De hecho, había
otro soldado enfermo en el hospital llamado Pedro y el
que atendió a la señora que preguntaba por él confundió
a esa persona con Luciana. No tomó tranvía alguno pese
al hecho de que supuestamente fuera vista por
conductores y revisores, así como por un joven guardia
civil que la conocía de vista y sostuvo que esperaba el
tranvía en la Puerta del Ángel. Nada de esto, que tantas
vueltas había dado en la prensa y sobre la mesa de los
investigadores, era cierto.
Cuando marchaban por la Vereda Leandro se hizo
cargo del paquete de telas para que Luciana anduviera
más libremente. Se dieron una señal para que Julián la
acometiese pero el muchacho, acobardado, dudaba.
Leandro, más decidido, le pasó el paquete a su amigo y,
rápidamente, se despojó del abrigo echándoselo en
rápido movimiento sobre la cabeza de la encajera, a fin
de derribarla, como consiguieron entre los dos.

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A continuación, Julián empuñó el cuchillo que
obraba en su poder y le dio dos puñaladas en el cuello
que la dejaron exánime. En esa situación, entre las
sombras de aquel camino poco concurrido, le
arrebataron un rosario que llevaba al cuello y lo tiraron,
así como un cuaderno donde anotaba las ventas
efectuadas. En la bolsa de dinero encontraron la escasa
cantidad de 115 pesetas que se embolsaron antes de
coger el paquete de ropa y empezar a caminar con
rapidez para alejarse del lugar.
Apenas habían caminado unos pasos cuando
escucharon a la encajera rebulléndose e intentando
levantarse. Leandro le cogió el cuchillo a su compañero
y volvió sobre sus pasos. “Él es el más diestro en
manejar el cuchillo” diría después Julián. Así fue,
Leandro no dudó en dar un enorme tajo en el cuello de
Luciana, que esta vez cayó para siempre en medio de un
charco enorme de sangre.
Cuando, en aquella habitación cerrada, Julián
Ramírez fuera desgranando los hechos que condujeron a
la muerte de la encajera, su interlocutor, el teniente
Osorio, debía de estar en tensión, con la sensación de
triunfo y, al tiempo, con la sorpresa de que tantas
búsquedas que hizo, tantos viajes que acometió, tantas
sospechas que concibió, estaban equivocadas. No había

81
sido un crimen perfectamente planeado, como se supuso
cuando no se encontraba pista alguna, cuando se
acumulaban los indicios que señalaban a Leoncio y
Bienvenida sin una sola prueba contundente. Fue un
crimen alevoso, sin duda, pero llevado a cabo por dos
muchachos que no parecían tener experiencia previa en
el asesinato de nadie. La falta de pistas que los delataran
¿fue una cuestión de pura suerte? Aquellos delincuentes,
animados por el éxito de su primer objetivo (aunque
magro en cuanto a resultados), se plantearon desde
entonces nuevos golpes, como el que acabó con la vida
del tabernero Mariano Megino.
“¿Qué hicisteis a continuación? ¿Cómo os fuisteis
de allí?” siguió preguntando el teniente. “Fuimos
andando hasta el paseo de Extremadura, allí cogimos
otro taxi” respondió Julián. “Un nuevo taxista que no se
presentó a reportar este traslado a esas horas y tan cerca
del lugar del crimen” debió de pensar Miguel Osorio.
El vehículo les llevó, cargados con el paquete de
manteles y encajes, hasta la calle de la Madera, cerca del
taller de carpintería de Leandro de la calle Escorial. Allí,
delante de la mujer de éste, Manuela Fernández,
desembalaron la ropa que contenía el paquete. Cuando la
mujer preguntó le dijeron que eran manteles y encajes de
doña Blasa, que les había encargado vender. Ella no

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preguntó más. Para entonces ya estaba harta de los
“negocios” de Leandro y de las infidelidades que él no
se recataba de ocultar en el barrio. Sin embargo, al
encogerse de hombros y marchar a la cocina se
convertía, a ojos del juez que examinara la cuestión
meses después, en cómplice del crimen.
El paquete estuvo algún tiempo en aquella casa. El
eco del caso en los periódicos, la sensación de que la
policía y la guardia civil podían estar tras su pista, les
llevó a renunciar vender la ropa y querer deshacerse de
ella. Por eso, la trasladaron al Arroyo de las Pavas a fin
de quemarla para no dejar rastro. En este punto había
discrepancias en el matrimonio de Julián y Virginia
Alonso. Ella, al ser detenida, manifestó que no estuvo
presente. Su marido afirmaba, de forma incalificable,
que no sólo estaba presente sino que había sido ella la
que les hizo desistir de su propósito por el humo y el
olor que despedía aquella ropa cuando empezaron a
prenderle fuego.
Por eso optaron finalmente por llevar el paquete
hasta la Casa de Campo y enterrarlo allí, borrando toda
pista sobre el lugar en que había estado hasta entonces.
Siendo un crimen casual, dado que no había testigos, era
de esperar que nunca dieran con ellos. A punto
estuvieron de conseguirlo.

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Alipio, Pilar y doña Blasa

Cuando Leandro supo de la confesión de su


antiguo compañero quiso, sobre todo, cargarle la mayor
responsabilidad en el crimen. Los dos se culparon
mutuamente de dar los golpes más certeros, los que
84
causaron la muerte de la encajera y del tabernero. Sin
embargo, la sospecha de que estaban o habían estado
implicados en otros actos delictivos se fue extendiendo
motivando, entre otras cosas, que se hicieran
excavaciones en la casa de Julián creyendo encontrar
restos de otros asesinados. Los rumores por Carabanchel
Bajo corrían. Se dijo falsamente que se habían
encontrado dos cadáveres de adultos y otro de un niño.
Dos mujeres afirmaron con rotundidad haber sido
atacadas por los dos amigos a plena luz del día con el
propósito de robarles.
Nada de esto fue admitido por los acusados, pero
sí otros planes no menos importantes. Por ejemplo,
Leandro tenía un tío lejano, antiguo general retirado de
Intendencia, del que se decía que tenía una buena
pensión y crecidos ahorros. Aprovechando la
familiaridad, los dos tenían intención de mantener
relaciones con las dos sirvientas del antiguo general para
introducirse en la casa y robar todo lo que encontraran.
Desde luego, reconocieron tener planes imprecisos
para llevarse todo el dinero que acumulaba doña Blasa.
Su casa en la calle General Ricardos 78 era bien
conocida por Julián, no en vano fue allí varias veces para
tratar la compra de terrenos, pedir préstamos o adquirir
la casa donde vivía. Cuando traspasabas el portal de este

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edificio encontrabas un largo pasillo con viviendas a
ambos lados, pero después el espacio se abría a un
frondoso y desordenado jardín. En medio de él se
levantaba una especie de pequeño castillete que era el
hogar de doña Blasa Pérez y de su hija Pilar Zenón.

“¿Hotel?... Trapería, ‘arca de Noé’,


covachuela de ropavejero es aquello, donde las
prendas de vestir, trastos, cacharros, libros,
periódicos, etc. etc., están amontonados dando
gritos unánimes de ¡muera el plumero!”
(Ahora, 9.8.1932, p. 5).

Antigua propietaria de una carbonería y con una


trayectoria larga como fiadora (prestamista) en Las
Peñuelas, Blasa Pérez se había casado con el rico
propietario Sr. Zenón, fallecido hacía pocos años. Desde
entonces, la única hija de ambos, Pilar, había contraído
una enfermedad desconocida que le fue impidiendo el
uso de las piernas.
Doña Blasa era ahorradora hasta extremos de la
mayor tacañería. En ese ambiente desordenado y sucio,
con una hija impedida, subida a su montaña de dinero,
no era capaz siquiera de contratar a una muchacha de
servicio. Sus negocios eran algo turbios, como denunció

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su antiguo administrador Juan Casín ante el Juzgado.
Terrenos heredados de su marido que no se declaraban,
compras y ventas que tenían un precio oficial y otro bajo
cuerda.
Esta viuda de 73 años, con una hija lisiada, era un
objetivo apetecible para dos delincuentes jóvenes y sin
escrúpulos. El plan más elaborado consistía en enamorar
a la hija que, poco agraciada, encerrada en casa casi todo
el tiempo, con su parálisis, habría de recibir como agua
de mayo cualquier requerimiento de un guapo joven. Si
se conseguía formalizar esa relación y entrar en la casa
con asiduidad, el robo estaría garantizado.
El mayor inconveniente en ese plan lo constituía
Alpidio de Miguel, un antiguo pocero de Carabanchel,
reconvertido en administrador fiable y sin escrúpulos.
Desde hacía un año llevaba todos los negocios de doña
Blasa a la entera satisfacción de ésta:

“- ¿Qué opinión le merece a usted su


apoderado Alipio de Miguel?
- Excelente. Es un hombre honradísimo al que
he confiado en diferentes ocasiones compras y
ventas por valor de varios miles de duros sin
que haya notado en él la menor infidelidad”
(Ahora, 9.8.1932, p. 6).

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Julián y Leandro admitieron que consideraban dar
muerte a este “Lipio”, como lo llamaban en el barrio,
por suponer un obstáculo insalvable. Ellos sabían que el
administrador, desde que entró a trabajar para doña
Blasa el año anterior, mantenía relaciones con la hija
paralítica. De algún modo, se les había adelantado. El tal
Alipio debía de ser una buena pieza también, dado que
por entonces estaba casado con Felicidad Recas que, al
igual que la mujer de Julián, debía recurrir a sus padres a
fin de sostenerse económicamente y poder comer no
pocos días, estando embarazada como estaba. Ello a
pesar de que su marido disfrutaba de un buen colchón
con las comisiones que le abonaba doña Blasa.
Contra el rumor que se extendió por Carabanchel
de que Alipio era el tercero de un trío de delincuentes,
los investigadores sabían que no era así por las razones
expuestas. Por otro lado, el teniente Osorio veía la
oportunidad, contra el parecer del juez, de aclarar el
misterio de la muerte de Pedro Sordo, el tercer crimen
sucedido en Carabanchel Bajo en los últimos meses.
Apenas dos semanas después de que se encontrara
el cadáver de Luciana Rodríguez en la Vereda del
Soldado, el joven de 25 años Pedro Sordo salió de la
panadería donde trabajaba en Carabanchel Alto.

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Conducía una camioneta y llevaba a su lado a un niño
que le ayudaba en el reparto de pan.
Al llegar a la carretera de Boadilla se detuvo en una
curva junto a la cual se levantaba una casa donde debían
dejar una remesa. Mientras el chico bajaba y llevaba la
carga a la puerta de aquella casa, sonaron dos disparos.
Según el testimonio de las únicas testigos de la acción,
dos muchachas que pasaban por el lugar, en la acción
intervinieron dos hombres: uno encima de un altozano
dio una señal y otro, más abajo, disparó dos veces contra
la camioneta. Ésta, por efecto quizá de un movimiento
instintivo de la víctima, se movió ligeramente hasta
detenerse en un trigal que bordeaba la carretera. Como
comprobaron las muchachas, el chófer estaba herido en
la cabeza.
Trasladado urgentemente al hospital ingresó en
gravísimo estado, con una herida en el parietal con
salida de masa encefálica. Dos días después falleció sin
dejar de mencionar, en su agonía, que un carpintero le
había matado. ¿A quién podía referirse?
Se dijo que mantenía relaciones con una mujer
casada y que había sido el marido de ella quien había
organizado el tiroteo como venganza. Sin embargo, de
entre sus amistades y conocidos ninguno era carpintero y

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nadie podía dar más pistas con las que perseguir a los
responsables de ese extraño crimen.
Meses después, el juez Ordaz no creía que los dos
detenidos fueran los que atentaron contra Pedro Sordo.
En los crímenes que sí se les podía adjudicar el arma
siempre había sido el cuchillo e incluso las heridas
proferidas con él eran similares. Nada hacía pensar que
hubieran utilizado una pistola para cometer este crimen.
Pero el teniente Osorio deseaba tirar de la cuerda
tanto como pudiera y presionó a Julián. Éste, que se vio
acorralado, deseando esquivar la acusación que el
guardia civil estaba insinuando sobre él, dijo que sabía
que el responsable de aquella muerte era Alipio de
Miguel. El administrador, según manifestó, tuvo una
pistola de la que luego se deshizo. Además, siguió
enumerando delitos, mantenía relaciones adúlteras con
Pilar Zenón con anuencia de la madre de ésta. Fruto de
ello habían tenido un niño y lo habían hecho
“desaparecer” enterrándolo en el jardín de la casa.
Llevado ante el juez, Julián no tuvo más remedio
que ratificarse en su historia. El barrio de doña Blasa se
echaba las manos a la cabeza ante el escándalo. Frente a
los periodistas las vecinas afirmaban que la Millonaria
era una persona que no se trataba con nadie, que iba a
sus negocios y acumular dinero, solo eso le importaba.

90
Apenas veían a su hija, que salía poco o nada. Algunas
sospechaban que podría haber estado embarazada, otras
lo negaban.
El juez mandó detener a Alipio, al que encontraron
con unos amigos en una taberna en la carretera de
Guadalajara, dándose un buen festín de chuletas. Se
quedó tan demudado al ver a los guardias civiles, que
perdió el apetito, a pesar de que los propios guardias le
ofrecieron esperar hasta que terminara.
Para entonces, el juez también mandaba detener a
doña Blasa y su hija Pilar, dando lugar a un verdadero
tumulto en la calle General Ricardos. Los vecinos
gritaban todo tipo de insultos contra ellas, tratando de
golpearlas a pesar de que Pilar tenía que ser llevada en
volandas hasta un coche, llamándolas ¡asesinas! en
medio del desorden apenas contenido por los guardias.
Una vez ante el juez fueron interrogadas sin gran
éxito, por cuanto doña Blasa insistió en la honorabilidad
de su administrador y Pilar negó rotundamente haber
tenido relaciones con él. Eso llevó al magistrado a
organizar un interesante careo entre los dos supuestos
amantes.

“Desde el automóvil de la Guardia Civil fue


preciso entrarla en el Juzgado sentada en una

91
silla, que transportaban alguaciles. Su aspecto
es lamentable; mirada estrábica, desgreñada,
cara demacrada. Su enfermedad es de tal
naturaleza que no puede ingerir alimentos
sólidos y apenas llegó pidió que le sirviesen
una taza de caldo, pues su debilidad era
extrema. Poco después el juez le tomó
declaración y luego ordenó un careo entre ella
y el Alipio. En los primeros momentos ambos
opusieron negativas a cuantas preguntas le
fueron hechas; pero después Alipio declaró de
una manera rotunda que tenía desde hace
bastante tiempo relaciones íntimas con Pilar.
Esta afirmación del hombre provocó en la
enferma una gran indignación, y como
insistiera Alipio en sus afirmaciones, Pilar
llegó a decir:
- Eso es una cosa que dices tú y por eso te ves
en esta situación. ¡Si yo hablara!...
Naturalmente, el juez aprovechó el momento
para insistir en sus preguntas y entonces Pilar
confesó que, en efecto, sostiene relaciones de
carácter íntimo con Alipio. También dijo que
éste tenía una pistola marca Omega del calibre
6,35, que vendió hace seis u ocho meses.

92
El juez insistió entonces para que le dijese la
fecha exacta, pero ya sus preguntas no
pudieron obtener una respuesta satisfactoria,
pues Pilar se encastilló diciendo que sólo
recordaba la época aproximada y con carácter
muy vago” (Idem).

Fue muy comentada esa expresión final de la


muchacha: “¡Si yo hablara!...”, dando lugar a todo tipo
de especulaciones. Lo manifestado ante el juez, sin
embargo, fue tajante respecto a un aspecto esencial: ella
no había conocido a nadie llamado Pedro Sordo ni sabía
de quién se trataba, aislada como vivía del mundo
exterior.
Para entonces Leoncio Alia ya estaba en libertad y
amenazando a determinado periodista del Heraldo de
Madrid, que tanto había sugerido su culpabilidad. Éste, a
pesar de pedir disculpas públicamente, no las tuvo todas
consigo en una temporada.
De todos modos, el caso de Pedro Gordo llegaba de
nuevo a un callejón sin salida. Nada vinculaba a Alipio
con el chófer asesinado. Él mismo reconoció la
propiedad de una pistola y dio la fecha exacta en que la
había vendido a un conocido que, a su vez, ratificó ese
dato que excluía su utilización en el atentado. Por otra

93
parte, no existía prueba alguna de un posible embarazo
por parte de Pilar Zenón. Las excavaciones realizadas en
el amplio jardín de su madre no dieron resultado alguno.
Finalmente, tres semanas después de su detención,
Alipio tuvo que ser puesto en libertad manteniéndose
únicamente la acusación de tenencia ilícita de armas. El
asesinato de Pedro Gordo nunca sería resuelto.
Pese a ello, el teniente Osorio, el juez, el comisario
y todos los que intervinieron en el caso podían darse por
satisfechos con haber metido entre rejas a dos
delincuentes que planeaban nuevas acciones sin
escrúpulo alguno respecto de la muerte del atracado. Así
se supo, poco después, que un taxista denunciaba que
Julián y Leandro le quisieron contratar para realizar un
viaje a Fraguas, donde debían recoger a una marquesa
rica y extravagante.
La condición que le ponían es que tenía que llevar
bastante dinero encima porque la aristócrata nunca
llevaba cantidad alguna. El taxista debería pagar la
comida y otros gastos como el combustible e incluso
algunas compras, todo lo cual le sería resarcido
ampliamente al llegar al domicilio de la marquesa en
Madrid. El hombre creía, con razón seguramente, que se
había librado de terminar despojado del dinero y muerto
en el camino.

94
Bajo el título de “Crímenes a doce duros”, el diario
“La Libertad” prestaba atención a las nuevas
motivaciones para el crimen que se daban después de la
Primera Guerra Mundial:

“Los criminales de Carabanchel no son gente


del todo desharrapadas; son pequeños
burgueses del crimen. Mataron a la encajera,
al tabernero... En cartera tenían otros asuntos.
El asesinato de la encajera les produjo ciento
veinticinco pesetas. Fue un trabajo baratísimo.
Se resignaron porque los tiempos están malos
y el dinero anda por las nubes. Los pistoleros
de Sevilla cobraban un jornal de diez pesetas,
y veinticinco los días de labor extraordinaria.
Más grave aún que los mismos hechos es el
síntoma psicológico. La sensibilidad de la
postguerra es distinta de la de los hombres
anteriores. Las generaciones jóvenes de toda
Europa tienen un concepto distinto de la vida.
Y sobre todo de la vida ajena. Se asesina
fríamente, de un modo metódico y
premeditado. El crimen ha dejado de ser un
accidente de la pasión para trocarse en una
industria” (La Libertad, 14.8.1932, p. 1).

95
Los juicios

Los hechos estaban bien establecidos desde el


momento en que los culpables habían confesado sus
crímenes con todo detalle. Naturalmente, la sentencia
que debía recaer sobre ellos dependía de las
96
motivaciones aducidas, las eximentes y agravantes que
pudieran achacárseles e incluso, como luego se vería, las
apelaciones al estado mental de los criminales.
El primer juicio, referente al crimen de la
encajera, empezaría el 7 de noviembre de 1933 en la
Audiencia Provincial de Madrid. El informe previo del
fiscal Ramón Robles enumeraba los hechos probados
extendiéndose en los agravantes: alevosía,
premeditación, nocturnidad y menosprecio por la edad y
el sexo de la víctima. Hacía la misma petición respecto a
ambos: la pena de muerte.
Cada procesado tenía un defensor que, siguiendo
la tónica de sus interrogatorios, dispusieron tácticas
diferentes para realizar su labor. Agustín Barrena, el
defensor de Leandro Iniesta, sostuvo que su defendido
tenía sus facultades mentales perturbadas, recordando
que había tenido hasta cinco ataques de epilepsia en el
año que llevaba en la Prisión Celular de Madrid. En esas
condiciones, con un carácter apocado, resultó víctima de
los planes de Julián Ramírez, que no solo le había
impuesto el robo y la muerte de la encajera sino que
después de cometido el delito, al que Leandro sólo había
asistido, lo amenazó de muerte si decía algo al respecto.
Así que sostenía que fue cómplice con tantos eximentes
que procedía no imponerle pena alguna. En caso de que

97
dichos eximentes no fueran contemplados en su
totalidad, la pena que podía recaer sobre él no debería
extenderse más allá de seis años y un día.
José González, el defensor de Julián Ramírez, fue
mucho más imaginativo, formulando un argumento que
rondaba lo inverosímil, como luego resultó obvio. Lo
que pretendió es disparar hacia arriba, de manera que no
mencionó cualquier debilidad mental del procesado, sino
que adujo que su indubitable acción de dar muerte a la
encajera fue instigada por otras personas sobre las que
recaía una mayor culpa. En concreto, sostuvo que su
defendido no tenía antecedentes y era de impecable
conducta, lo cual era cierto en el primer caso pero más
que cuestionable en el segundo.
Siguió diciendo que Julián mantuvo relaciones
íntimas con Pilar Zenón que, no contenta con él, hizo lo
propio con Leandro, el administrador Alipio, un primo
suyo llamado Lucas y con un antiguo novio conocido
como Pedro Gordo. De resultas de todas estas relaciones
que no podían ser probadas de ninguna manera, nació un
niño que Alipio hizo desaparecer, mera hipótesis que no
se había podido probar.
No contento con urdir toda esta trama de
libertinaje e infanticidio, el defensor sostenía sin prueba
alguna que la encajera Luciana Rodríguez estaba al tanto

98
del enredo y la muerte del pequeño y por ello Blasa
Pérez y su administrador Alipio decidieron que debía
morir. Para ello hablaron con Julián y Leandro al objeto
de simular un robo y consumar su propósito, para lo cual
doña Blasa prestó un coche de su propiedad que debía
recogerlos en Puerta Cerrada y animó a los criminales
emborrachándolos previamente. Por dicha complicidad
simplemente, por un robo con resultado de homicidio y
la eximente de alcoholismo al desarrollarse los hechos,
pedía para su procesado una pena de doce años.
Naturalmente, esta tesis disparatada no podía salir
adelante. Ni en la mente más retorcida se podía uno
imaginar que estos hechos pudieran ser probados. Eso sí,
obligó a declarar a los mencionados sin que ninguno de
ellos (doña Blasa, Pilar o Alipio) manifestaran conocer
de nada a Luciana ni haber encargado acción alguna
contra ella. Simplemente, la ratificación de sus
declaraciones ante el juez durante la constitución del
sumario bastaba para poner en evidencia una tortuosa y
delirante defensa de Julián que no podía encontrar
prueba alguna de su verosimilitud.
La defensa de Leandro sí era más realista,
empezando por el informe de los peritos médicos
doctores Piga y Villaverde. El del segundo resulta muy
representativo de los conocimientos psicológicos que

99
eran usuales por entonces en la incipiente medicina
española dedicada a la criminología.

“Pertenece Leandro a una familia numerosa


(en la cual) uno de sus hermanos padece
ataques epilépticos. Se ha criado enfermizo y
endeble. Tuvo diversas enfermedades de la
piel y por ello hubo que conducirlo al hospital
de San Juan de Dios en diversas ocasiones.
Desde niño fue distinto de los demás. Era
retraído, triste, taciturno. Todo lo que a los
jóvenes de su edad les interesaba a él le tenía
sin cuidado.
Mostró afición desde muy joven al bello sexo;
pero todo lo que en este sentido hacía era
completamente distinto a lo de los demás.
Todo el mundo pudo notar que tenía lo que el
vulgo llama chaladuras… Si bebía tenía muy
mal vino y reaccionaba con ataques, tirándose
al suelo, agitándose y pegando…
En la observación ha podido verse un gran
embotamiento emotivo. No muestra interés
por la mayor parte de las cosas y se queda frío
ante extremos que debieran ser de importancia
primordial para él. Además, habla solo y hace

100
cosas raras… Muchas de ellas no las recuerda
después. Tiene ataques epilépticos y hemos
podido provocar uno de ellos por la
hiperventilación.
Es, en suma, un caso de esquizofrenia. Al
destruir en él esta enfermedad la vida afectiva
anula su voluntad, por lo que puede ser
manejado en todos los sentidos sin dificultad
de ningún género. Tan sólo se han salvado de
este naufragio restos de sentimientos, unidos a
determinadas cosas, como la afición a las
mujeres, el temor a perder la vida, etc…
Leandro Iniesta es un enajenado, en el sentido
que jurídicamente hay que dar a esta palabra”
(ABC, 8.11.1933, p. 37).

Este informe causó no poco revuelo en el fiscal y


en algunos periódicos que seguían el caso. El primero
atacó la validez del diagnóstico por cuanto el perito
médico que lo suscribía se había limitado a entrevistarse
con los familiares y amigos del procesado, acudiendo a
ver a este último solo dos veces en prisión. Su
conclusión era taxativa: “Son seres conscientes, de
inteligencia sana, pero viles, cínicos y bárbaros”.

101
Los vagos e imprecisos términos empleados
(como el de chaladura), propios de una ciencia forense
que nacía por aquellos años, también fueron objeto de
indignación. En ese sentido, el mismo periódico que
trascribía este informe sostenía en días sucesivos su
personal valoración de Leandro Iniesta:

“Tiene amores con una muchacha y, cuando


ésta es madre, la abandona… Maltrata a las
mujeres, las explota… ¿Es que puede decirse
que el que tales felonías comete es un
demente? ¿Por qué no reconocer que ese
hombre es un chulo o un malvado, que el
diccionario español es rico en palabras para
dar a cada cosa o cada acto en la vida su
verdadero significado?” (ABC, 9.11.1933, p.
35).

Ninguno de los testimonios posteriores de quienes


los habían tratado, desde el comisario Sr. Lino hasta el
teniente Osorio, mencionaron reacción insana
cualquiera. Para ellos, que tantas horas habían pasado
interrogándolos, los acusados eran perfectamente
conscientes de lo que habían hecho, si bien

102
contemplaban sus crímenes con absoluta frialdad y sin
arrepentimiento alguno.
En todo caso, siguieron fielmente las instrucciones
de sus defensores en el sentido de que Leandro culpó a
Julián de la muerte de la encajera, a la que
supuestamente asistió forzado y con gran temor por su
vida, mientras que Julián adujo que marcharon a la cita
en el coche que les proporcionó doña Blasa (algo
denegado por su cómplice) y que meramente cumplían
el encargo recibido (aspecto que negaron los supuestos
implicados).
La sentencia del Jurado, a la que se llegó el 9 de
noviembre, afirmaba los siguientes hechos:
Los procesados acordaron robar y matar a Luciana
Rodríguez el 12 de marzo, para lo cual Leandro le echó
un abrigo por encima y Julián atacó a la víctima con un
cortaplumas. Al grito de “¡Pínchala, pínchala!”, Leandro
la remató cuando aún estaba con vida. Ninguno de ellos
obró bajo los efectos del alcohol ni Leandro estaba
enajenado en el momento del crimen, acción que se
desarrolló en despoblado, con desprecio del sexo y la
edad de la víctima, si bien la nocturnidad sólo era
achacable a Julián que, bajo el pretexto de no estar
orientado, llevó a Luciana por diversos caminos hasta
que se hizo de noche. Esta pequeña diferencia entre ellos

103
conducía a una pequeña variación de las condenas:
Treinta años para Julián Ramírez y veintiocho para
Leandro Iniesta.
Los procesados escucharon con cierta indiferencia
el fallo del Jurado y su sentencia posterior. Julián
incluso se permitió sonreír mirando desafiante al
público. El teniente Osorio, que había recibido amenazas
de éste, se le acercó para decirle con cierta amargura:
“Pronto saldréis a la calle por medio de los indultos”.
Julián, que pensó que le daba ánimos, contestó: “No
necesitamos ánimos de nadie. Naturalmente que pienso
en los indultos. Para eso votaremos ahora a las
derechas”. Cuando era conducido por los guardias aún
tuvo arrestos para elevar la voz mirando al aludido:
“¡Cuando salga de la cárcel me cargo al fiscal!”.
Pocos meses después, el fiscal así amenazado
tenía una nueva tarea, acusándolos del crimen cometido
sobre Mariano Megino, el tabernero. Su informe entró
en detalles sobre los hechos acaecidos en la casa de
Julián, en el Arroyo de las Pavas, que no se habían
escuchado en público hasta ese momento. Para delimitar
la culpa de cada cual describió lo sucedido del siguiente
modo: Una vez que la víctima entró en la casa y Leandro
cerró la puerta con llave tras él, le extendieron los
documentos encima de la mesa. Aprovechando que

104
estaba entretenido estudiándolos, Julián se trasladó a la
cocina para hacerse con el hacha que previamente había
traído su compinche. Con él descargó un golpe en la
cabeza del tabernero, haciéndole trastabillar, momento
que aprovechó para descargar un golpe más, a resultas
del cual la hoja del hacha se desprendió del mango y
quedó inutilizada para continuar con tan bárbaro ataque.
En vista de que, a pesar de las heridas, Mariano Megino
se resistía a caer y trataba de ganar la ventana para pedir
auxilio, Julián le agarró los brazos por la espalda,
momento en que Leandro, provisto de la navaja barbera
adquirida el día anterior, descargó un rudo golpe que
prácticamente segó el cuello de la víctima, causando su
muerte inmediata.
Después de ello lo trasladaron a la cocina
registrando sus bolsillos sin encontrar la cantidad crecida
que esperaban hallar. Leandro entonces lo despojó de su
anillo valorado en 180 pesetas metiéndoselo en el
bolsillo, donde los guardias lo encontrarían
posteriormente. A los golpes de los vecinos y un guardia
que trataban de entrar en la casa, Leandro se escondió
bajo una cama mientras Julián abría la puerta para
denunciar la muerte accidental de la víctima después de
una riña en la que había tenido que actuar en defensa
propia.

105
Conforme a todo ello, pedía para los procesados la
pena de muerte, acusados de un delito de robo que
condujo al homicidio y considerando tres agravantes:
alevosía, premeditación y reincidencia.
Los abogados defensores cambiaron respecto al
juicio anterior, pero no sus tácticas de defensa. Emilio
Gil, el de Leandro, volvió a aducir los trastornos
mentales de su defendido (que nuevamente serían
corroborados por los mismos peritos forenses) y el
miedo invencible que sentía ante las amenazas de Julián,
que lo obligó a traer a la víctima hasta su casa y estar
presente en el crimen, en el que no participó
activamente. Según su versión, Julián, con el hacha en
una mano y la navaja barbera en la otra, fue el único
responsable de las heridas infligidas mientras Leandro,
temeroso y asustado, corría a esconderse del asesino
debajo de una cama. El acusado consideraba un suceso
inexplicable que el anillo extraído al cadáver se
encontrara en un bolsillo de su chaqueta.
Si esta última parte resultaba poco creíble, el
relato construido por Manuel López, defensor de Julián,
terminaba siendo delirante. Se apoyaba en el que había
formulado su colega meses antes, en cuanto doña Blasa
y Alpidio habían ideado la muerte de la encajera por las
razones expuestas entonces. La cuestión es que, cuando

106
Alpidio, que era el conductor que llevaba a los dos
procesados tras la muerte de Luciana Rodríguez,
descendió en la calle del Pez, donde sus compinches
habrían de bajar, se encontró con su conocido Mariano
Megino.
Seguía la historia diciendo que, al día siguiente, el
administrador alertó a doña Blasa y a los dos procesados
de que, no sólo sospechaba que el tabernero era
confidente de la policía, sino que debía haber observado
manchas de sangre en los vestidos de los criminales, así
como el hecho de que Leandro portaba un paquete de
ropas con los manteles y encajes de la encajera. Doña
Blasa decidió entonces que había que eliminarlo.
Como señaló el fiscal más adelante, la
incongruencia de esta defensa era notable: si tienes un
testigo de tu crimen tan poco fiable que puede ir a la
policía en cualquier momento ¿esperas cinco meses para
llevar a cabo su muerte?
El caso es que la declaración de Julián también era
contradictoria con la versión de su propio abogado. El
procesado decía, en primer lugar, que:

“De la muerte de Mariano Megino se hablaba


casi todos los días en casa de doña Blasa. Esta
nunca quiso que se le matara en su domicilio.

107
Decidimos matarlo en el mío. Doña Blasa no
me ofreció dinero por la ejecución del crimen.
El ofrecimiento fue para que yo no la delatara
después” (La Voz, 26.2.1934, p. 3).

Para, a continuación, negar toda idea de


premeditación y encargo de la muerte por doña Blasa, ya
que el homicidio sobre el tabernero supuso una “muerte
inesperada”. En efecto, habían tratado sobre el negocio
que se traían entre manos cuando tuvieron lugar los
siguientes hechos:

“Matamos a Megino inesperadamente, el 5 de


agosto, porque surgió una riña. No se mata a
una persona así como así. Reñí, como digo,
con Megino. Había engañado a la señora
Paula, vecina mía, con la venta de una
camioneta. Yo le dije que a mí no me
engañaría en la venta de una casa que quería
hacerle. Megino me insultó y me pegó.
Estábamos en el comedor de mi domicilio. A
él lindaba la cocina. En el fogón de ella había
un hacha pequeña. La recogí. Le di con el
arma dos golpes. Mariano Megino agarró una
navaja barbera de encima de una cómoda.

108
Intenté y conseguí quitársela. Al llevarlo a
cabo me hirió en las manos… Leandro, luego,
esgrimió la navaja, y dio con ella varios cortes
en la garganta a Megino. Llamaron con fuertes
golpes a la puerta de mi casa. Salí. Era un
guardia civil. Le conté lo que había ocurrido y
me entregué” (Idem).

Poco de lo declarado se consideró verosímil por el


Jurado. Si el crimen estaba dirigido por doña Blasa, si el
tabernero fue citado para darle muerte ¿a qué hacer
negocios con él, reñir de forma “inesperada” y justificar
su muerte apelando a la defensa propia? La historia,
entre la tardanza en consumar la acción y las
contradicciones, se derrumbaba.
El juicio, aunque breve (duró tres días solamente),
por ser casi todos los hechos admitidos por fiscal y
defensores, dio paso no obstante a una serie de testigos
entre los cuales sobresalió doña Blasa, el “cerebro”
detrás de todos los crímenes al decir del defensor de
Julián. Su intervención reflejaba la hartura que la
anciana sentía ante su implicación en los dos procesos:

“No he conocido absolutamente para nada a


Mariano Megino. En mi casa no se ha

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planeado ningún crimen. Sólo se ha hablado
en ella de compras y de ventas. Y ojalá que ni
esto se hubiera tratado. Así no estaría obligada
a cruzar la palabra con tantos hombres
sinvergüenzas y criminales.
Doña Blasa, con voz temblona, prosigue:
—¡Desgraciados...! ¡En lo mejor de su
vida...!” (Idem).

Los aplausos y vítores a los alegatos finales del


fiscal, difícilmente acallados por el juez, denotaban ya el
ambiente que se vivía en la sala. No se consideró válido
el informe médico, no se admitió atenuante alguna ni
que Leandro no hubiera participado activamente en el
crimen. Esta vez le correspondió a cada uno una
condena de treinta años de prisión.

“Ya podemos hablar, o, por mejor decir,


escribir. Estaba previsto. Podía haber alguna
duda por lo que afectaba a Iniesta. Sin
embargo, así como ayer los Jurados se
cansaron de los "pasionales", hoy se están
cansando de los locos..., de esos locos que
hasta que cometen los delitos se desenvuelven

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en la vida como cuerdos. ¡Ah!, y que nos
perdone la ciencia médica…
Los procesados han escuchado el fallo con
absoluta tranquilidad. Sumados los años de
reclusión de esta sentencia con los que ya se
les impusieron por la muerte de la "encajera",
han de cumplir cerca de sesenta años” (Luz,
28.2.1934, p. 10).

Seguramente no cumplirían más allá de dos o tres.


Con la guerra civil se ofreció a los presos comunes la
libertad a cambio de defender a la República del golpe
faccioso. Se necesitaban hombres en la sierra madrileña
de Guadarrama, en la Ciudad Universitaria, en la misma
Casa de Campo donde unos años antes trataron de
ocultar las prendas robadas a la encajera. Es más que
probable que aquellos dos hombres, jóvenes aún,
empuñaran un máuser y acudieran al frente para
defender al gobierno republicano frente a aquellas
derechas que Julián Ramírez había anunciado que
apoyaría. La guerra, la historia, se los tragó en cualquier
enfrentamiento. Nadie los recordó con afecto, a nadie
importó que desaparecieran.

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