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UNA

TROYA COMO UNA OLLA



Alfredo Álvarez Alcolea












A Pedro y Juan, que se fueron
mientras este libro se escribía.

































“En un lugar de la Tróade, ha mucho tiempo,
“Aquiles, el de Peleo, se encolerizó;
“y en un lugar de la Mancha, ha menos,
“hizo otro tanto Alonso Quijánida.
“¡Cóleras venturosas que causaron a los morideros
“bienes con cuento y en canto!”
[Texto íntegro de la erudita obra Gran Historia
de la Literatura Universal, del acreditado profesor
Apunto Álvarez (en imprenta)]

“¡Pastores rústicos, oprobiosos seres, sólo estómagos!,
“sabemos decir muchas mentiras semejantes a verdades,
“pero sabemos, cuando lo deseamos, cantar verdades”.

[Discurso de las Musas olímpicas, las bien habladas,
a Hesíodo, mientras apacentaba sus ovejas
al pie del divino Helicón]





















PRÓLOGO
EL ESTERCOLERO

Está documentado que al menos desde el 2500 antes de Cristo, o sea,
hace la friolera de más de 4.500 años, las gentes que habitan lo que hoy
conocemos como Mesopotamia, Anatolia y Asia Menor, entre sí, y las tres,
juntas o por separado, con sus vecinas Egeo mediante, vienen dándose de
hostias de forma enconada, ininterrumpida y recíproca, generando lo que
llamamos una “espiral de violencia”.
Decidme ahora, Musas homéricas que tenéis olímpicas moradas,
quién la primera injuria infligió, padeció ofensa primera la quién.
Decidme ahora, Musas borgianas que tenéis el alma inquieta de un
gorrión
sentimental,│
qué dios detrás de dios empezó esta trama.
Imposible saberlo. Sólo una cosa es cierta, y la rima el ciego porteño:
que es historia de polvo y tiempo y sueño y agonías.
Y de horror, añado yo, y de muerte y sangre y valentías.

Uno de los capítulos de estas hazañas bélicas, allá por los siglos XIII o
XII antes del Cristo, se escribió en Troya, y enseguida fue puesto en solfa, o
salmodia, y manipulado por los rapsodas / poetas / aedos -un plato de higos
secos era el precio-, en un proceso continuo que culminó pongamos que en el
750 antes de nuestra era, en que un tal Homero fijó definitivamente la letra y
la música de la canción de título la Ilíada.
Y ese canto de un horror es el pedestal literario sobre el que se levantó
nuestro mundo, llámese Europa u Occidente. Nuestro hermoso edificio,
razonador y civilizado, está cimentado en unas ruinas crueles, bárbaras, perlas
ensangrentadas, elegidas y pulidas -eso sí- por los poetas, que las tintaron de
una nobleza y un heroísmo que probablemente no conocieron. Así son las
cosas, no os escandalicéis: en lechos de estiércol nacen las flores perfumadas y
las nutricias verduras.
Y es del canto de esa guerra de lo que va a tratar mi cuento. No del canto
ni de lo cantado en sí, que de Túa (ya os lo presentaré) aprendí lo inaccesible
de cualquier poema, fenómeno nouménico, sino en mí, la cosa-en-mí que
diría, guiones incluidos, Heidegger. Os voy a contar, pues, mi percepción o
intelección de la Ilíada, mi comprensión de ella. Lo cual, dicho así, como
queda, siendo cierto, tampoco es exacto. Mi cuento es cuento, no ensayo ni
tratado ni reflexión. Es una obra de ficción. Un yo fingido os va a hablar a
vosotros, narratarios imaginados, de una invención poética pretextada por una
guerra cierta.
¿Lo veis? Lo único real, la única verdad, es la guerra, el horror, el
espanto, el estiércol. Todo lo demás, las flores, las verduras, son inventos:
poemas y novelas que hacen el mundo un poco habitable (la frase creo que no
es mía).































CUENTO I
LA CÓLERA DE HOMERO

“La cólera canta, oh diosa, del aedo


Homero,
“cólera funesta, que causó a Schliemann insondable dolor
“por causa del tremendo patadón que el salmodiador le propinó en las
partes pudendas, │
“haciéndole ver, entre lágrimas que, despeñadas en furiosa catarata
5 “como las aguas briosas de un caudaloso torrente, velaban sus ojos,
“todas las luminarias que tachonan la celestial esfera”.

El 26 de diciembre de 1890, en la inabarcable cama de una suntuosa
habitación del Grand Hotel de Nápoles, a pesar de los cuidados de los
eminentes doctores Cozzolini, Von Schoen y no menos de seis galenos
colaboradores, Heinrich Schliemann agarró con crispada mano la sábana que
cubría su cuerpo y el espíritu se le escapó del cerco de los dientes.
Ese mismo día, en la puerta del Cielo, cumplimentó los necesarios
trámites de ingreso [quienes creen en algún tipo de divinidad, entran; los que
no, para que no se sientan frustrados, pasan a la Nada; advertidos quedáis].
Una vez dentro, preguntó si allí se hallaba Homero, siendo respondido por el
Serafín de Guardia que sí, ya que Zeus y Compañía valían [“ya lo creo que
valen” -dijo el ser seráfico-] como divinidad, y solicitó ser conducido
inmediatamente a su presencia.
-Acompáñale -le dijo el angelical conserje a un Arcángel botones-,
seguro que estará con el Jefe.
Y con Él estaba. Hacían peña Dios, Homero, Hesíodo [de sobras
conocidos] y un tal Martínez de Villacastín [de sobras desconocido], regente
que había sido de la Audiencia Territorial de Aragón. Según le informó el
guía, Dios gustaba de la conversación con Homero y Hesíodo, más de la de
aquél que de la de éste [“dice Él -le dijo el mensajero- que es bastante plomo,
con tanto trabajo y tanto día, con tanto juicio y tanta agonía más que
teogonía”], ya que Le hacían muchísima gracia las historias que Le contaban
de Zeus. “Para mí -le explicó confidencial el Arcángel- que lo que más Le
gusta es escuchar los líos de faldas del Tonante, desde luego mucho más
placenteros que el modo que empleó Él para encarnarse”. “En cuanto al
Regente, -continuó con la información de quién era quién-, es un recién
llegado, que no se separa del Jefe, de cuyos labios espera escuchar que la idea
de Justicia que ha presidido su vida se conforma con la Suya Suprema”.
Schliemann se llegó al grupo y, previa una ligera inclinación dirigida a
Dios, que acusó recibo, poco menos que se prosternó ante Homero:
-¡Oh, Homero -le dijo cacofónico a más no poder-, gracias sean dadas a
Dios [Quien hizo un gesto como que la cosa no tenía tanta importancia], que
me permite este momento! ¡A ti te honro! -siguió prosopopéyico-. Soy
Schliemann, el que sacó a la luz de la verdad Troya, Micenas y tu Ilíada. ¡Tú,
insigne, has enriquecido mi vida!”
-¡Y tú, cabrón entre los cabrones, has arruinado mi muerte -le contestó el
poeta, con el rostro bajo los ojos como la feroz noche-. Y sin más,
arremangándose la túnica, le propinó una patada, fortísima, en todo el escroto,
que lo levantó un palmo del suelo [es una manera de hablar, no olvidéis que
estaban en el Cielo] y lo arrojó hacia atrás más de un metro hasta caer de
espaldas.
Quedó el arqueólogo aficionado retorciéndose dolido, muy dolido, con
las manos aferradas al punto de su anatomía en que había recibido el impacto;
y contra él se vino el bardo decidido a rematarlo, nunca mejor dicho pues os
recuerdo que ya estaba muerto una vez. Se lo impidieron un par de
Dominaciones y un Trono, que rápidamente, y casi no pudieron entre los tres,
lo sujetaron.
Al Excelentísimo atque Ilustrísimo Magistrado-Juez, señor Martínez de
Villacastín, se le conmovieron las carnes espirituales, pues de inmediato
advirtió la oportunidad que se le presentaba de ver en acción a Dios en asuntos
de justicia.
-Estos hechos, según todos los indicios que se ofrecen a una recta razón,
también dicha sana crítica, revisten la apariencia de delito y subsidiariamente
de falta, por lo que requieren ser juzgados en ordalía, en la más prístina
acepción de este término -clamó, cursi y ufano de su erudición sobre los
medioevales juicios de Dios.
-Amén -dijo Dios, no sin contrariedad-. ¿Quieres tú ser el Satán, vulgo
Acusador?
Algo desconcertado, pues no sabía a ciencia cierta si lo que le había
dicho Dios era un elogio o un reproche, el Regente aceptó el papel ofrecido.
Su discurso fue largo, farragoso, confuso, grandilocuente y retórico. En
síntesis vino a decir que Homero debía estarle muy agradecido a Schliemann
por haber demostrado éste, con sus excavaciones en Hisarlik y Micenas, y las
que siguieron otros y los estudios a que dieron lugar, que Troya y su guerra,
que aquél cantó, fueron verdad, un hecho histórico que en realidad sucedió,
callando las bocas de quienes las tenían por fantasía y a su cantor por
mentiroso; y que, por lo tanto, “el haberle dado en paga o soldada por tan
inmenso favor, por tan gran gracia, un puntapié en los testículos” -expuso
aliterador y remilgado-constituye un “acto reprobable en lo moral, que, por
típico, antijurídico, culpable y punible, integra un delito penal por el que debe
ser condenado, por lo menos, a ser colgado de un árbol y cercado de
serpientes, sin que la Bondad proclamada de Su Divinidad, pueda empecer la
Justicia que ha de regir el Universo” -concluyó, teatral, mirando a los
circunstantes, en espera de unos aplausos que no se produjeron.
Dios le dio la palabra a Homero, que tomó su propia defensa, declinando
el ofrecimiento de Hesíodo de ser su abogado. Estuvo brillante, francamente:
-Que la Troya y su guerra, a las que se refiere mi canto, fueron un hecho
cierto..., verdadero..., que sucedió en la realidad... Ése, dice mi acusador, ha
sido el inmenso favor, la gran gracia, gran gracia, que, sin ser de Teherán [el
tono de burla de Homero fue evidente], he recibido del “Desenterrador”, y que
le he pagado con una patada. Pero... ¿ha de considerarse un regalo la
demostración de que Troya existió y que su guerra fue un hecho histórico?
¿Debo estarle agradecido por ello? Lo sucedido, lo hecho, hasta el necio lo
comprende y es capaz de cantarlo. Ningún mérito hay en ello Tú, Dios que ha
de juzgarme, sabes muy bien de qué hablo. No creo que haga falta recordarte
que, bajo tu inspiración, se escribió que bienaventurados son los que vieron y
creyeron, pero que lo son mucho más los que, sin ver, creen. Los poetas, los
buenos poetas, con el auxilio de la Musa, contamos cosas que ni sucedieron
anteriormente, ni ocurrirán en lo sucesivo, cosas que, por bien contadas, quien
las escucha, mientras las escucha, cree ciertas, reales, verdaderas, y las aplica
desde entonces a su propia vida. Y eso tan solo es lo que importa; lo demás es
basura. Estiércol. ¿Añade algo a La Gioconda -el Da Vinci, que se contaba
entre el público, sonrió halagado- el que fuese o no una mujer real? ¿Añade
algo a la Ilíada el que la Guerra de Troya fuese un hecho histórico? Quizá para
los necios. En ningún caso para los discretos. Y para aquellos, no hablé.
Hizo una premeditada pausa, llenada por los aplausos de los
espectadores que por discretos se tenían. O sea, todos.
-Y voy más lejos. No sólo no añade nada, sino que le resta todo:
fantasía, ilusión, magia, asombro. Yo canté, y lo dije expresamente, a hombres
de otros tiempos, tiempos que, existieran o no es lo de menos, eran distintos,
lejanos y mejores; canté a hombres como ya no eran los de mi tiempo, y
mucho menos los que los siguieron; hombres gigantescos, pues gigantescos
fueron sus hechos -aquí don Quijote, también presente, lanzó un estentóreo
¡olé tus cojones, Homero!-. Eso quise pintar: hombres portentosos, enormes,
encinas de elevadas copas en lo alto de las montañas, inmensurables en lo
físico, como reflejo de lo moral, capaces de acciones, sentimientos,
pensamientos y decisiones que, por su excelencia, son insólitos y
desacostumbrados en cualquier realidad, pasada, presente o futura, y, por lo
mismo, dignos de fama y de imitación. Así fueron tenidos por los venideros
hasta que este imbécil, y los secuaces que engendró, sacaron a la luz palacios,
tumbas, armas, utensilios que, dicen, eran de los tiempos y tipos que yo canté.
Y esos útiles, esos palacios, esas tumbas, esas armas, esas corazas, sí, hasta
corazas, desenterradas, eran diminutas. Si no me creéis daos una vuelta por
Micenas o por el museo de Nauplia: en la primera veréis palacios y tumbas
que no llamarían la atención en Liliput; y en el segundo contemplaréis un par
de corazas, hermosas, no lo niego, pero que apenas podrían dar cabida a un
niño actual de diez años. ¿Qué asombro cabe por las hazañas que narro de
Ayante Telamonio, si quien las escucha piensa que su estatura apenas superaba
el metro cincuenta centímetros? Resultado: el mundo, desde Schliemann,
infausto, se pregunta ¿dónde el portento, dónde la enormidad, dónde la
grandiosidad dignas de imitación y fama? Schliemann no descubrió Troya, no;
de ninguna de las maneras. Ha sido Schliemann, y no Odiseo, quien la ha
destruido. ¿No merece acaso, por tamaña villanía, el pago recibido?
La ovación que recibió fue cerrada y prolongada.
De inmediato Dios, desde su trono, proclamó su veredicto:
-Si hice al hombre, que lo hice, único entre los demás animales, con la
facultad de soñar y de soñarse a sí mismo, ¿por qué no ha de soñarse grande?
Quien lo impida, bien merece, como poco, una patada en los huevos. No hallo
culpa alguna en ti, Homero, antes por el contrario, ven a mis brazos como
hermano, pues reconozco que tienes brotes de divinidad.
El Regente que hacía la vez de Fiscal quedó abiertamente contrariado
por el fallo, y a punto estaba de hablar, cuando Dios le interrumpió:
-Advierto a la Acusación, para que no malgaste en vano su vano ingenio,
que, como ya puede suponer, mi sentencia es irrecurrible, pues procede del
Supremo.
-Será firme e irrecurrible, no lo niego, pero no puedo callar que es
contraria a la Justicia -protestó puntilloso el Ministerio Público.
La mirada que le dirigió Dios no desmereció de los rayos del Zeus
homérico. Duró tan solo el instante de un instante, y dio paso a la beatitud que
le era natural:
-¡Ay, ay, ay! ¡Mi pobre Martínez de Villacastín, Excelentísimo e
Ilustrísimo Magistrado-Juez y Presidente de la Audiencia Territorial de
Aragón! ¡Ven aquí, anda; ven conmigo! Gracias a Mí, tengo toda una
Eternidad para hacerte comprender qué sea la Justicia; aunque, sabiendo,
como sé, todo lo que piensas y lo que has hecho y dicho mientras estuviste en
el Mundo, donde tantos fallos cometiste cuantos fallos pronunciaste, dudo
mucho que una sola Eternidad sea suficiente. Pero no te preocupes; si es
necesario haré dos, o tres, Eternidades, o las que hagan falta, hasta que lo
entiendas.
[Esta historia me la contó en Nauplia un vigilante del Museo
Arqueológico de la ciudad, una interminable noche jalonada de tsípouros
ingeridos entre baile y baile de syrtos. Se llamaba Kostas Garolanis y hablaba
un correcto castellano. Pasado el tiempo, hace unos cinco años, recibí una
postal suya desde Creta, donde trabajaba, me decía, de guía turístico, por la
que me anunciaba el próximo envío de una novela que estaba a punto de
editar. Ya no he vuelto a saber de él. Hasta puede que haya muerto]























CUENTO II
TODOS LOS CAMINOS CONDUCEN A TROYA

Volver la vista atrás es bueno a veces, siempre que se haga sin la
compañía de Richard Burton -de poderoso trago-, por aquello de la ira
furibunda, ni de Karina -la almialmibarada-, por aquello de la nostalgia cursi.
No se trata, no, de ajustar cuentas pendientes con lo vivido ni, mucho menos,
de añorar un pasado tan falso como embellecido, sino de buscar cuándo y por
qué empezó la Cosa y cómo se desarrolló. Uno ya va teniendo los suficientes
años, y las suficientes conversaciones con Ángela -la que espera lo que le
place-, amiga y psicoanalista, para saber que cualquier hecho del presente (de
uno) puede ser rastreado hasta el pasado remoto (de ese uno o, principalmente,
de Otro). El viajar río abajo es cómodo; el remontar la corriente presenta más
dificultades, pero es conveniente, necesario incluso, hacerlo, al menos, una
vez al año, o si se está en peligro de muerte, o si se ha de comulgar. El caso es
que un buen día, cumplidos, hasta más que mediarlos, los cincuenta, me
pregunté de dónde me venía la fascinación obsesiva, u obsesión fascinadora,
que, al momento de la reflexión, y desde ya hacía cuatro o cinco años, ejercía
sobre mí la Ilíada. Para ser exactos, me dije (advierto de que soy dado a la
retórica y al engolamiento):
-¿De dónde me viene a mí, a los cincuenta más que mediados de mis
años, y desde hace cuatro o cinco, esta fascinación obsesiva u obsesión
fascinadora por la Ilíada, que me embarga hasta la psicosis, según diagnosis de
mi nombrada y alienista amiga Ángela, la que teme nombrar el deseo, de
contradictorio apellido Mancho, pues sin mácula es ella?
Y para saberlo remonté, odisea osada, el curso de mi río que va a dar en
la mar que es el morir y que viene del nacer. Las sombras que,
torrenteballesterino, recobré, expuestas ahora en orden cronológico
descendente, van a ser el tema de este cuento. Escuchadlo.
A mitad de nuestra infancia, y de la década de los cincuenta del siglo
XX, a mi hermano, que venganzas amontona, y a mí, bajo el tutelaje de la
“muchacha” [antigua denominación de las actuales empleadas de hogar, que
prestaban servil servicio doméstico en régimen de internado], nuestros padres
nos enviaban todas las tardes de los jueves [festivas según la Ley de
Educación a la sazón vigente] a la “sesión doble” del Cine Torrero. Era un
largo viaje, con aires de excursión, que hacíamos en el deseado tranvía de la
línea 5 [Torrero-Delicias], provistos de vituallas consistentes en un par de
bocadillos para cada uno [incluida la muchacha, pues en cuestiones de
nutrición mis padres nunca hicieron distingos de clase] y una botella grande de
agua. De 17 á 21 horas nos veíamos dos películas, y entre una y otra
merendábamos. Una tarde de aquellas proyectaron la que se debía titular
“Helena de Troya” en la cual, en el papel secundario de joven esclava de la
protagonista, apareció [epifanió, sería el término más exacto, pues fue como
ver a una diosa] una casi [para mí del todo] desconocida Brigitte Bardot,
Bardot, de sensual morrito, hermosa mujer donde las hubo, cuyo estilo, con el
tiempo, triunfó, triunfó. A quienes recuerden la figura de la Bardot antes de
enfocar su vida a la defensa encarnizada de las focas, no hará falta que les
enumere las razones por las que, de inmediato, quedé rendidamente
enamorado de ella y ella elevada a la categoría de mito erótico mío.
[La relación entre las focas y las mujeres hermosas, aunque parezca lo
contrario, es fuerte y viene de lejos. Al narrar de Graves, es tema del folclore
de casi todos los países europeos. El héroe ve una manada de focas nadando
hacia una orilla desierta bajo la luna llena; al tomar arena, las pinnípedas se
desprenden de sus pieles para dejar ver unas espléndidas mujeres desnudas -la
precisión “desnudas” es literal de Graves-. El héroe se esconde tras unas rocas
mientras ellas danzan desnudas -vuelve a precisar Graves-. Luego coge (el
héroe, no Graves, pese a la indudable excitación sexual con la que éste
escribe) una de las pieles de foca adquiriendo así poder sobre su dueña, a la
que deja encinta [después de “focar” con ella, supongo yo, en coyunda
violenta y pecadora]. Al final sostienen una lucha [¿qué os decía?], ella
recupera su piel y se aleja nadando. Dicho queda]
Permitidme aquí una ligera incursión por un afluente: pasados los años,
en la pubertad, ya con los amigotes del Instituto Goya, tuve ocasión de ver la
película “Dos mujeres”, que protagonizaba Sofía Loren [creo que fue en el
cine Gran Vía, próximo al Goya y vecino al Chile, bar donde los amigos
iniciamos -con el notable aprovechamiento que después se ha visto- los
estudios de fumar, beber, hablar y escuchar música, todo simultáneamente] y
era para mayores de 18 años, puede incluso que 3-R o gravemente peligrosa,
según la clasificación moral de espectáculos que recogían los periódicos de
esa época, edad, la dicha, que ninguno de nosotros, alumnos goyescos,
alcanzábamos. La cinta se iniciaba -en mi recuerdo- con una fortísima
secuencia en la que ella, la Loren, que representaba a una joven madre, y su
hija adolescente, eran salvajemente violadas, en lo que parecía una vieja
ermita abandonada, por media docena de brutales soldados pertenecientes a
tropas de choque -lo que da idea de su desprecio por la vida propia y la ajena-,
de no sé qué ejército contendiente en no sé qué guerra. Consumadas las
felonías, que varias fueron, mientras la hija lloraba con amargura su desdicha
en los bancos de la ermita susodicha, la Loren salía al descampado y, con el
desgarro napolitano que la caracterizaba [bueno con lo que quienes no somos
desgarrados ni napolitanos entendemos por “desgarro napolitano”], cubría de
insultos a las fieras agresoras. Tendríais que haberla visto [quizá la recordéis].
Era una mujer ultrajada, pero no humillada; abusada, pero no sometida. Su
rostro, su cuerpo, su gesto expresaban un dolor y una rabia profundos, pero no
por lo que le acababan de hacer a ella, sino a su hija. Y colérica, con el cuerpo
apenas velado por unas ropas hechas jirones, desde la distancia, profería
profusos y variados denuestos y maldiciones a los canallas, cara-canallas, que
se retiraban satisfechos y riendo. La escena se remataba con Sofía Loren caída
de rodillas, genucasa, con el llanto de los valientes que, impotentes, nada han
podido hacer ante la adversidad. Las consecuencias para mí fueron tremendas
y aún perduran: (i) siento un profundo horror por los actos de violencia con
abuso de superioridad en general, y con “desprecio de sexo” [que decían los
Códigos que estudié: hoy desprecio de género] en particular; (ii) siento una
profunda atracción hacia los pechos, de mujer -aclaro-, ampulosos, ya en
libertad, ya prisioneros en carcelero y generoso escote [mis amigos de ahora,
que son los de entonces, os lo pueden jurar]; y (iii) la fecunda Loren desplazó
en mis gustos a la yerma Bardot, lo que me ayudó a superar -quizá
tardíamente, pero con nota alta- mi complejo de Edipo [mi amiga Ángela
Mancho, a quien ya conocéis, secuaz confesa e irredenta de Freud y Lacan,
también os lo puede jurar sin poner inconveniente alguno].
Y vuelvo al cuento. Si la letra con sangre entra, mucho más lo hace con
gusto. Quiero decir que con la contemplación de la Bardot que os estaba
contando [no perdamos el curso principal del río que navegamos], mientras el
placer anidó en mis sentidos, Troya y su Guerra, de las que no había oído
hablar hasta entonces, se hicieron un sitio en mi mente, donde se instalaron
personajes como Aquiles, Héctor y Paris, los cuales, al poco tiempo, en el
límite con la adolescencia, ampliaron [no mucho, tampoco vayáis a creer] su
dominio gracias a la lectura, en la Enciclopedia Universitas, de un resumen, o
narración de su argumento, de la Ilíada. A causa de ello, a los citados se
unieron Homero, Agamenón, Menelao, Odiseo y la propia Guerra de Troya, su
causa y su final. Obviamente, con trece o catorce años, mi identificación con
Aquiles fue total, por -así le creí- invencible y ganador, y porque, aunque
también le alcanzó la muerte, le ocurrió, como a Pancho López, en plena
gloria y en plena juventud, obteniendo así renombre imperecedero, que es
tanto como no morir. Retened, por favor, a Aquiles, y lo que éste representaba
para mí, en lo alto del podio de mis devociones.
Cursé bachiller superior de Letras en el Instituto Goya de Zaragoza,
donde el esforzado, vital y sabio profesor don Serafín Agud, en su titánica
lucha por rescatar a varias generaciones de jóvenes de un futuro vinculado al
arado [metáfora que él empleaba en referencia a un vacío horizonte
intelectual] nos dio clases de Griego. En Quinto curso, tradujimos a Esopo, las
Fábulas; en Sexto, a Jenofonte, la Anábasis o Expedición de los Diez Mil; y,
en Preu, ¡ta-ta-ta-chan!..., ¡la Ilíada!
Confieso que más bien la sufrí que la gocé. Siempre fui mejor en Latín
que en Griego, y en prosas que en versos, cuyas imposiciones rítmicas
destrozaban el orden lógico de la sintaxis [al cual, como habréis observado por
lo hasta aquí leído, rindo culto, si no de latría, que a tanto no llego, sí de
hiperdulía o, cuando menos, de dulía], lo que me obligaba [el destrozo
homérico del orden lógico-sintáctico] a vagar perdido entre ristras de versos,
plagados de traidores aoristos sigmáticos con caída de sigma, lo que es el
colmo [o sería de tau, ya no recuerdo], en busca del jodido y emboscado verbo
de la oración principal, elemento esencial para, una vez encontrado, poder
localizar luego las oraciones subordinadas, igualmente desordenadas, y con
todo ello componer una traducción, al menos pasable, al castellano y no al
perfecto cantonés [expresión con la que don Serafín calificaba los
incomprensibles resultados que normalmente obteníamos, como traducir el
verso I.80 “poderoso es un rey cuando se enoja con un hombre inferior” por
“el que cuando tiene poder con un hombre se enoja es inferior a un rey”].
Agud nos hablaba, mucho y bien, de la Ilíada y del mundo griego [y por
contraposición, del mundo entonces actual, hoy pasado, igual al hoy actual,
entonces futuro], pero he de reconocer que todo eso, salvo para poder sacar
adelante la asignatura con un cierto nivel, me importaba bastante poco, más
bien nada. En esa época, mi tiempo, mis sentimientos y mis pensamientos
estaban dedicados, exclusivamente, a mis amigos del Instituto [Pedro Arregui,
prolongador de eructos y certero con el salivazo, que hoy a sus amigos
apacienta; José Antonio Bajo “Bajito”, que zapatos abrillanta; Pablo
Marqueta, que doncellas perseguía y machos era siete; y Túa Blesa, pijo
portador yé-yé de la floreada guayabera, con el cual vinieron Manolo
Peromarta, que a los pollos martirizaba, y el sanisidoriano Juan González,
Juanímedes andando el tiempo, que complejos acumula; amigotes, los
nombrados, que aún conservo y frecuento, salvo al compañero Marqueta,
exiliado en Madrid, con periodicidad cuasisemanal: ¡larga vida, y feliz, a La
Mesilla y el Búho!, título de nuestra secta]; a ellos -os decía- y a la música de
los sesenta [que sigo escuchando, con los mismos amigotes nombrados,
mientras hablamos, fumamos, bebemos y soñamos, al día de hoy], me
dedicaba en exclusiva, y, para no mentir por omisión, también a Ana Ipas
[clara sinécdoque por la que, nombrando a un amor de mis amores, ¡reina mía,
qué me hiciste!, de entonces, designo a todos, y a la que no he vuelto a ver].
Ciertamente, proclamo ahora, con rubor, que, en ese tiempo, el Griego y la
Ilíada, salvo en lo que se refería a Aquiles [por lo que, dicho queda, tenía de
invencible y ganador], y a solventar con cierta suficiencia los exámenes,
estaban muy alejados de mis intereses vitales. [No me lo censuro; como más
tarde con Zweig aprendí, la primera juventud no quiere un sentido de la vida,
sino la vida misma en toda su diversidad] Sin embargo -lo veréis- las
enseñanzas de don Serafín fueron larvas de espoleta retardada, cuya explosión
me regeneró. Pero no adelantemos acontecimientos y contemos las cosas por
su orden y su tiempo, por aquello de la disciplina lógica.
Troya quedó enterrada en su colina durante años y años, los que empleé
en cursar estudios de Derecho y en ejercer de abogado. He escrito “ejercer”,
pero no es exacto. Me dediqué, y ahí estuvo mi error, a “ser” abogado. Luego
advertiréis la diferencia. Y la Abogacía -habéis de saber- es el reino de lo
concreto, de lo inmediato, de lo urgente, y de la precariedad, entendida ésta
como inseguridad. Lo es de lo concreto, inmediato y urgente porque la
profesión exige atención a hechos concretos y leyes concretas, para satisfacer
intereses concretos -mayormente mezquinos, pero esa es otra historia-,
inevitablemente urgentes, a decidir en plazos fugaces: urgencia y apego a lo
particular. Y lo es de la inseguridad o precariedad, no en lo económico, que
también y no poco, sino, principalmente, en lo intelectual, por la falta de
puntos de apoyo firmes y sólidos en los que descansar, pues aún no ha nacido
el Arquímedes del Derecho. Veréis. Esto funciona, poco más o menos, del
siguiente modo: una persona, llamada cliente, acude a otra, llamada abogado,
y le expone una circunstancia conflictiva de su vida, llamada hechos;
verificado lo cual, el cliente pregunta al abogado qué derechos -siempre- le
otorga la Ley, qué obligaciones -casi nunca- le impone, y cómo puede hacer
valer los unos y eludir las otras -casi siempre-; el abogado debe responder a
esas preguntas y preparar las estrategias oportunas para que los intereses del
cliente triunfen en una negociación previa y, luego, en un juicio -inevitable,
pues nadie, he escrito nadie y no lo tacho, se resigna a ceder de lo que cree ser
suyo, que suele ser el todo, si no es “manu iudiciali”-; para dar la respuesta
que se le pide, el abogado ha de determinar primero qué Ley se aplica y, de
ella, qué precepto contempla los hechos que el cliente le ha contado -en el
sentido más literario de la expresión- y, fijados que sean, Ley y precepto, qué
establecen al respecto. Me diréis, precipitados, que la cosa no es para tanto.
Pues os equivocáis, que lo es; para tanto y para más. Leyes, las hay para dar y
vender, todas con demasía de artículos y en continua modificación: desde hace
ya un tiempo se legisla -tanto el Estado Estólido como las Catetas Taifas
Autonómicas- en función de las necesidades, siempre mudables, no de los
principios, que tienen vocación de permanencia, por lo que constituye una
penosa tarea encontrar la Ley, y en ella el precepto, que se ocupe
concretamente de los hechos particulares facilitados por el cliente, precepto
que esté -o hubiese estado, pues lo de la retroactividad es otro problema
añadido por las traidoras disposiciones transitorias que, en gran número, no
hay Ley que no se precie de tener- vigente. Y concluido lo anterior, empieza el
segundo hercúleo trabajo: una vez encontrado el precepto o artículo de la Ley,
saber con claridad -que esa es otra- qué coño dice. Me diréis, los legos en
materia jurídica, que para esa labor de desentrañar el dictado de las leyes,
cuenta, el abogado, con la jurisprudencia, que consiste en sentencias de casos
anteriores, y que sirve, precisamente, para fijar el sentido de aquéllas -me
refiero a las Leyes-, limpiar su contenido y esplender su alcance. ¡Ilusos! Para
que os hagáis una idea de la magnitud de la empresa, os diré que existe un
Tribunal Supremo, unos diecisiete Tribunales Superiores de Justicia de
Comunidades Autónomas y unas cincuenta y dos Audiencias Provinciales, por
limitarme a Tribunales colegiados, no de un solo Juez, desdoblándose además
cada órgano judicial nombrado, a través de asombros procesos ora meióticos
ora mitóticos, en varias Salas, que a su vez se diversifican en múltiples
Secciones, que juzgan por separado. Notad la inflación de Tribunales, pasan
holgadamente del millar, lo que origina necesariamente, pues las garras de la
soberbia Vanidad, o de la vanidosa Soberbia, alcanzan también -sobre todo- a
los jueces, inflación de criterios, de interpretaciones, pues igual que cada
maestrillo tiene su librillo, cada Juez tiene su codiguillo y confunde los
conceptos “independencia” y “discrepancia” (sólo soy independiente si
discrepo). Tanto es así que existe una base de datos informatizada que
contiene las sentencias de todos esos Tribunales, en la cual, al visualizar en
pantalla una cualquiera, te aparecen dos pestañas; haciendo “clik” -puede que
“doble clik”- en una de ellas, te sale una lista, larga, de las resoluciones que se
pronunciaron en el mismo sentido, y haciendo “clik” -puede que “triple clik”-
en la otra, te sale una lista, de igual longitud, si no mayor, de las sentencias
que se pronunciaron -sentaos para no caeros de culo- ... ¡¡¡en sentidos
diferentes e incluso contrarios!!! Y no os creáis que ambos sentidos
encontrados tienen una frontera temporal o espacial. ¡No, qué va: están
mezclados en el tiempo y en el espacio -si no son una y la misma cosa-,
dándose casos en que la Sección de un Tribunal discrepa de lo que, justo en el
despacho de al lado, está sentenciando en ese preciso momento otra Sección
del mismo Tribunal! ¡Toma ya! ¡¿Quién les gana a independientes?! La
consecuencia es un Universo en expansión de inciertas Leyes movedizas,
además de mudable ubicación, en el que no puedes desplazarte ni un
nanomilímetro sin riesgo de ser engullido a cada momento.
Así que el abogado, con todas las dudas del mundo pero aparentando
una firmeza y decisión que tranquilicen al cliente, va y le dice: “Esta claro:
usted tiene derecho a esto y a lo otro, y no tiene por qué aceptar aquello y lo
de más allá”; y añade, para cubrirse las espaldas, la siguiente frase, colmo de
la tautología: “aunque ya se sabe que un pleito siempre es un pleito”, de
incierto y ominoso sentido, y que el cliente apenas escucha, pues se ha
quedado con la primera afirmación y ya ha empezado a regodearse pensando
que va a salir a salirse con la suya y a joder al contrario -que en realidad es lo
único que busca-. Y bien pertrechado de incertidumbres, el abogado hace un
intento de arreglar amistosamente el problema entrevistándose con el
compañero de la parte contraria, tan dubitativo como él -salvo que se trate de
un joven abogado que, por joven, no sabe que no es el paladín que se cree de
la Reina Justicia, Lanzarote Ginebrino, sino un vulgar mercenario de villanos,
putilla de justiciables-. Por ellos, por los abogados, excluidos los jóvenes y los
que se tienen por descendientes de la pata de Papiniano -que no son pocos, no
creáis-, el acuerdo sería posible, pero no hay acuerdo sin cesión, y los clientes,
de ceder, nada de nada: “prefiero gastármelo todo en abogados”, dicen -antes
de presentarles la minuta-. “Puesto que el <no> ya lo tenemos, nada perdemos
yendo a juicio”. Y al juicio llegamos. En ese momento las dudas del abogado
sobre que su interpretación de las leyes que tiene por aplicables vaya a resultar
victoriosa, han crecido en progresión geométrica, pues cuanto más estudia,
prepara el caso, y se acerca el día del juicio cuasi final, va encontrando más
aristas, más dificultades, más argumentos sostenedores de la posición
contraria; y a ellas se añade el que tiene que probar que los “hechos” que una
tarde, ya lejana, le contó el cliente en el despacho, son ciertos: documentos,
informes de peritos, declaraciones del cliente, del contrario, de testigos -cuáles
elijo, qué les pregunto, cómo enfoco el interrogatorio, qué responderán los que
sé favorables, ¿meterá la pata mi propio cliente cuando el contrario le pregunte
a él?, qué trampas puedo tender a los testigos que sé favorables a la parte
contraria...-. Todo esto que os vengo contando, para acabarla de joder, no
penséis que es una situación singular ni sucesiva, no ¡qué va!: es plural y
simultánea; ocurre en todos los casos que se llevan al mismo tiempo -y no
hace falta ser el despacho de Cuatrecasas para tener cuatro, o cinco, asuntos en
curso a la vez-, con lo que las dudas de cada asunto potencian las de los
restantes.
Terminada la actuación del abogado, queda uno a la espera del fallo del
Juez. Y habéis de saber que la sentencia es un certus an et incertus cuando, o
sea, que es algo que se sabe que ha de llegar necesariamente pero no se sabe
en qué momento -ya os he dicho que fui bueno en latín-. Los plazos para dictar
resoluciones son los únicos que, dentro de un proceso caracterizado por la
improrrogabilidad de aquéllos, pueden ser saltados impunemente, o sea, a la
torera, sin que pase nada. Lógico, pues se refieren a la actuación del Juez, y en
España, a los jueces, salvo a aquel chorizo de un Juzgado de Barcelona,
Pascual Estevill, creo que se llamaba, miembro que fue -también tiene guasa-
del Consejo General del Joder Judicial -en gloriosa errata, cuenta la leyenda
urbana, del Boletín Oficial del Estado, a la altura de aquélla, ésta sí cierta, que
hizo escribir a Valle-Inclán “la condesa frunció el coño”, por el “ceño”-, a los
jueces en España -decía- nunca les pasa nada [bueno, al nombrado, podéis
añadir los prevaricadores, según sentencias, Gómez de Liaño y Garzón, pero
aquí se cierra la lista]. Basta que pongan algo así como que “en la tramitación
del juicio se han observado todos los plazos legales, salvo el fijado para dictar
sentencia debido a la acumulación de asuntos que penden ante este Juzgado”,
para que la falta quede sanada. ¿No te jode? ¿Y a los demás no se nos
acumulan los pleitos pendientes y sin embargo tenemos que cumplir con los
tiempos/plazos como podemos? Es decir, que la angustia que os contaba del
abogado mientras defiende el caso, terminada su actuación, se prolonga por un
tiempo, nada corto y, además, indefinido. ¿Cómo no andar constantemente
ansioso, desasosegado, si un día cualquiera, sin previo aviso, un día que al
iniciarlo te ha parecido maravilloso, un gran día, te puede venir el tremendo
guantazo de una sentencia en contra?
Y llegamos, al fin, a la solución, temida y a un tiempo esperada e
inesperada -los jueces son propensos a las peteneras-, del pleito. Como el
abogado ha llevado a cabo una labor intelectual y sabe que de ella depende en
gran medida el resultado del juicio -la razón de fondo queda muy diluida entre
tantos factores intervinientes, por lo que el hábil manejo, mejor manipulación,
de éstos, de lo que se encarga el abogado, es siempre decisivo-, considera que
lo que se está juzgando no son las razones de su cliente, sino su propia
capacidad intelectual. Con lo cual, si la sentencia es favorable, la autoestima
crece -¡soy cojonudo!-, y si contraria, mengua -soy una puta mierda; no tengo
ni zorra idea de nada; se ha perdido por mi culpa; vaya culo para el cliente; y
encima, además de pasarle la cuenta, le tengo que dar la mala nueva, he de
anunciarle el cacosangelio-. [Don Serafín Agud seguro que se regodearía, de
leerlo, con el vetusto neologismo que acabo de construir. Detened aquí vuestra
lectura y hacedlo vosotros también -el regodearse-, admirando, de paso, el
oximorón formado: “vetusto neologismo”] Diréis, sin duda, que allá se
compensen éxitos con fracasos. Pero la cosa no es así. El éxito se recibe como
circunstancial y efímero, dura apenas nada, lo que el orgasmo de un león, pues
queda sofocado por las dudas angustiosas provocadas por los demás asuntos
que llevas en marcha; el fracaso, por el contrario, se recibe como esencial y
definitivo, como el gatillazo de un varón, pues queda amplificado por las
dudas angustiosas provocadas por los asuntos que llevas en marcha.
[En aras de la verdad, cuanto llevo escrito en tono de generalidad sobre
la profesión de Abogado, no es más que mi percepción particular de la misma;
y donde he escrito angustia y desasosiego debe leerse miedo. Pero mi
apreciación debe ser bastante acertada, pues, cuando ya era tarde, demasiado
tarde, Proverbios 17.14 me dijo: “Entablar proceso es dar curso libre a las
aguas; interrúmpelo antes de que se extienda”. No lo supe a tiempo, y la riada
casi se me lleva por delante]
¿Y qué pasa si, en maldita racha -que las hay, ¡vaya si las hay!- ensartas,
sin solución de continuidad y en corto espacio de tiempo, cuatro o cinco
sentencias en contra? Pues lo que tiene que pasar. Que te vas directamente al
pozo de la mierda.
Y allí me fui, recién estrenados los cuarenta años. Me hundí en la
mismísima mierda, que es un lugar -¡dichoso quien lo ignore!- donde no se
disfruta de la vida, que, precisamente -y es cosa que he sabido con el tiempo y
las lecturas-, está hecha para disfrutarla -¡desgraciado quien lo ignore!-. Como
me noté totalmente desorientado, abocado a la más negra depresión y con
notoria alteración en percepciones y comportamientos, decidí acudir a un
psicólogo.
Y me surgió -¡cómo no!- una duda [ahora que lo escribo me doy cuenta
de que mi vida ha sido dudar, dudar haciendo camino, como estela vacilante
en inquieta mar]:
-¿Y a qué psicólogo voy?
La opción se estableció entre mi amiga Ángela -ya vieja conocida de
vosotros, sí, ésa a la que el deseo precede- y mi también amigo Carlos
Guerrero, de lechosa testa, de quien fui compañero en el Instituto Goya, por el
cual -lo adelanto- me decidí [ahora que lo escribo, si recordáis lo que vengo
diciendo, me doy cuenta de que el Instituto Goya ha sido un -quizá “el”-
elemento esencial de mi vida. ¿Y pensar que llegué al mismo por pu(r/t)a
casualidad? Aunque ahora ya sé que estas cosas descansan en las rodillas de
los dioses] Ambos eran -Ángela y Carlos-, y son, y por tal los tenía y los
tengo, muy competentes profesionales. La duda provenía de lo siguiente:
Ángela, la del lenguaraz incosciente, era -y lo será hasta que se muera o
la mate yo- devota del estructuralismo psicoanalítico -no temáis, que no es
contagioso-, y aunque siempre he sido propenso a hablar de mis intimidades
personales y familiares, ella, Ángela, desconocía, por ser amistad tardía -de
cuando yo ya había aprendido que todo recuerdo es invención [me lo enseñó
Túa Blesa], invención con la que, además, nos protegemos [esto me lo enseñó
la propia Ángela], y adquirido cierta soltura en el manejo de la lanza de la
ficción-, Ángela desconocía, digo, la verdad de mi infancia y adolescencia, y
mi mujer [os la voy a presentar: aquí Maria José Cabeza, la que mis deberes
recuerda, aquí unos lectores, que páginas pasan] y yo frecuentábamos -y si la
Discordia, que la cizaña siembra, no lo impide, seguiremos frecuentando- su
compañía y la de su marido, que el aislamiento procura [llamadle Ismael, que
es como en verdad se llama, y, suspendiendo la lectura de este mi cuento,
acudid, por favor, prestos para no romper el encanto, al capítulo I de Moby
Dick y gozad con el chistecillo intertextual que acabo de hacer, a la mayor
satisfacción de mi querido Túa Blesa, crítico y teórico literario de pro y de
contra, siempre presente cuando, como ahora, escribo, y a quien, dicho queda
y lo repito, conocí en el Instituto Goya. ¿No os decía? Se ve que anchas,
anchísimas, castellanas, son las rodillas de estos dioses], con los cuales [me
refiero a Ángela e Ismael, lo que aclaro pues os noto un poco perdidos]
frecuentamos trato y solemos viajar (Mariajo y yo).
[Releo lo anterior y no puedo por menos que dar públicamente -a
posteriori, eso sí, porque a priori no cedo un punto- la razón a Túa, en cuanto a
que todo texto remite a otro texto, y a Ángela, en cuanto al imperio del
inconsciente. Notad: he empezado a escribir un trabajo sobre la Ilíada -texto
en el texto-; que me lleva a ficcionar -otro texto en el texto del texto- mi vida,
con lo que proyecto mi inconsciente, tanto en lo que la ficción tiene de verdad
como de mentira, pues incluso, sobre todo, nos descubrimos cuando
mentimos-; que me lleva, vía Ismael, a Moby Dick -texto a añadir al texto en
el texto que estaba en el texto primigenio-. ¿Y no será -nueva proyección del
inconsciente- la Iíada, para mí, Ahab helenizado [como en tiempos, no ahora,
aunque también, pero de otro modo, lo estuvo el Bajito, que los domingos de
marras vaca], la Gran Ballena Blanca cuya persecución “es” mi propia vida?
¿Estaba, acaso, destinado para mí, por deseo de un incierto Otro -¡de nada,
Ángela!-, el reescribir a un tiempo la Ilíada y el Moby Dick? Inhumana es, sin
duda, la tarea. De momento ya me están golpeando las osadas olas de toda mi
vida pasada. Puede que mi particular Leviatán me remolque en pedazos. Y lo
hará seguramente. Pero no siento miedo. Soy de la escuela de Alonso Quijano.
¡Ni en la derrota final, inevitable, rindo la lanza: me la rompen!]
Carlos, por el contrario, y retomo el asunto de la elección de terapeuta
del coco -tema que me ocupaba antes de que texto e inconsciente me apartasen
del orden lógico de la narración, que tanto venero-, Carlos, insisto, que
discapacitados tutela, profesaba el cognitivismo, y porque siempre he sido
propenso a hablar de mis intimidades personales y familiares, por ser él,
Carlos, amistad antigua, de cuando yo no había aprendido que todo recuerdo
es invención -me lo enseñó Túa Blesa, insisto- con la que nos protegemos -
esto me lo enseñó la propia Ángela, insisto en la insistencia-, ni adquirido
cierta soltura en el manejo de la lanza de la ficción-, Carlos conocía, digo, la
verdad -bueno, la versión más aproximada a ella- de mi infancia y
adolescencia, y me veo con él más espaciadamente, sin haber viajado juntos. Y
por él me decidí, con fundamento en las razones que yuso relaciono:
1. Como cognitivista, él no iba a hurgar, ni yo por lo tanto tenía que
contarle, la verdad mi vida anterior para que pudiese extraer de ella todas sus -
mis- miserias pasadas, causa de las, entonces, presentes [a Ángela, por
freudiana, hubiese tenido que contarle incluso a qué edad empecé a
masturbarme, en qué forma y situación y con qué resultado. ¡Qué horror! En
primer lugar, sólo me gusta tratar con verdaderos profesionales, por lo que de
este asunto no hablo si no es con un masturbatólogo de altura -¿eh,
Juanímedes?-. Y en segundo lugar, ¿cómo, después de descubrir los cienos de
mi pasado, iba a poder cenar tranquilamente con ella, me refiero a Ángela, e
Ismael?]; y además, por lo que arriba dicho queda, él, ahora me refiero a
Carlos [¡joder! es una lata el que os andéis perdiendo a cada paso y tenga que
salir a buscaros], Carlos, digo, ya sabía de qué pie o pies, y tengo cienes,
cojeaba yo.
2. Como cognitivista, Carlos [me lo prometió y lo cumplió] iba a dejar
incólumes las ideas que tenía forjadas sobre mi padre, mi madre, yo mismo y
mis relaciones con ellos. “¿Qué ganarías -me dijo- sabiendo que lo que te pasa
es consecuencia de problemas habidos y no resueltos, o mal resueltos, con tu
padre, con tu madre o contigo, y que ninguno de los tres merecéis la alta
calificación que, y es algo que me consta, pues te conozco desde hace años, les
has dado? Mira Alfredo, te pasa lo que te pasa porque eres como eres, y eres
como eres porque tus padres fueron como fueron y te trataron como te
trataron, debido a que eran como eran porque les trataron como les trataron.
¿Paro ya? Y de lo que ahora se trata es de que sepas vivir, disfrutar de la vida -
en la medida que es posible, pues estamos abocados a una normal infelicidad
[el bueno de Carlos también tiene sus resabios freudianos]-, pasándote lo que
te pasa, y que te seguirá pasando, que es consecuencia de lo que te pasó”.
Y me decidí por Carlos, por la menor agresividad de su tratamiento.
[Adentrémonos en otro afluente, que demuestra lo acertado de mi
elección de entonces. Pasados los años escribí un trabajo, sólidamente
fundamentado y expuesto nada menos que en 114 folios DIN-A4 escritos a
doble espacio y por una sola cara, en el que defendía, y probaba sobradamente,
que Alonso Quijano no estaba loco, del cual le pasé a Ángela, que mis iras
concita, un borrador, prometiéndonos que lo comentaríamos en una próxima
cena, que a punto estuvo -por lo que se verá- de ser la Última. Fuimos los dos
matrimonios a un restaurante (con lo que señalo que no estábamos en una casa
particular, sino en un lugar público) y empezamos a hablar del tema. Como
Ángela sostenía -y sostiene- que Don Quijote -como le llama ella- estaba loco
de atar [bueno ella no dice loco, término inexistente en el DSM, especie de
vademecum de las psicopatologías], psicocriticó negativamente mi trabajo,
poniendo objeciones al concepto que, en él, expresaba de locura y a los
argumentos, todos extraídos del texto del Quijote, que ofrecía a favor de su
cordura. Como era de esperar, mantuve mi trabajo con fiereza y sin enmienda,
e incluso encimé. La controversia subió de tono, pese a la tímida mediación de
Ismael y Mariajo, que disputas rehuyen, acostumbrados como están a nuestros
enfrentamientos, por lo que llamamos la atención de los comensales de otras
mesas. Ella, Ángela, la que se rinde presto a la fatalidad del dos, estuvo
vehemente -pues lo es, aunque no lo reconoce- y con un punto de indignación,
porque yo pontificaba en cuestiones de psiquiatría sin tener de tal ciencia más
que cuatro nociones mal aprendidas -lo que es cierto-. Y yo, Alfredo, que me
rindo súbito a la fatalidad del cinco, estuve vehemente -pues lo soy, aunque lo
reconozco- y con un punto de indignación, porque ella pontificaba en
cuestiones del Quijote sin haberlo leído completo ni una vez -lo que es cierto,
mal que le pese-. Y en un momento dado, en el que, por el elevado tono de
nuestras voces, teníamos -daos cuenta- captada la atención de los demás
clientes del restaurante, reprochando el ardor que yo ponía en la pelea, Ángela
me espetó: “¡Eres vehemente porque tienes el pito pequeño!”, a lo que, buen
fajador que es uno, respondí, con toda la templanza de que fui capaz, que su
frase incluía dos verdades, una comprobada por ella -la de la vehemencia- y
otra fruto de su intuición y no de la experimentación -la del tamaño de mi pito-
, aunque no entendía por qué las estructuraba en subordinación adverbial o
circunstancial de causa, cuando, a mi juicio, alfrediano que no freudiano, lo
que procedía era una coordinación copulativa, nunca mejor dicho (“eres
vehemente y tienes el pito pequeño”) y que, en cualquier caso, yo también
estaba sufriendo su vehemencia y mucho me cuidaba de hacer ninguna alusión
al tamaño de su clítoris, del que nada, ni por intuición, sabía. La escenita
acabó (el diálogo y el trabajo de los actores lo mereció) con los aplausos del
público, reiterados, que nos obligaron, a Ángela y a mí, a saludar por tres
veces a la concurrencia desde los medios, haciendo caso omiso, por humildad,
de la insistente petición de vuelta al comedor, y no ha dejado secuela alguna
en nuestras relaciones, pues seguimos frecuentándonos y viajando y cenando y
discutiendo juntos. Pero, ¿os imagináis lo que hubiese ocurrido si, años atrás,
y por razón de haberme asistido Ángela profesionalmente, yo le hubiese
contado mis traumas de infancia y adolescencia, entre los que se cuenta
efectivamente (como ya habréis adivinado a poco perspicaces que seáis) el que
tengo el pito pequeño? Y si ese trauma lo descubrió por simple intuición -
aunque ella afirma que lo obtuvo por deducción freudiana-, ¿qué no hubiese
aflorado si me hubiese aplicado técnicas psicoanalíticas? No quiero ni
pensarlo, pero, desde luego, si Ángela hubiese sido mi psicóloga en aquellos
días, allí habría muerto nuestra relación como amigos y no habrían sido
posibles los buenos viajes y momentos que hemos vivido juntos, de los que no
excluyo, ni muchísimo menos, la secuencia del restaurante, y que espero
continúen incluso en el improbable caso de que esto que escribo se llegue a
publicar algún día]
[No puedo resistirme de nuevo a una pequeña incursión por otro afluente
del afluente del río principal que navegamos. Pasados los años, leí en las
Memorias de Pío Baroja, cuya longitud de pene la Crítica Literaria ignora, que
se reconocía vehemente “porque estaba acostumbrado a que nadie le diese la
razón”. Si consideráis, amigos lectores, que pasaré a la Historia de la
Abogacía como “Alfredo Álvarez, el que los pleitos pierde”, seguro que
disculparéis el rasgo de mi carácter que os vengo contado, sin tener que echar
mano a mi pito, ¡ojo! exclusivamente para medirlo].
Fui, pues, a ver a Carlos, el de la paciente espera, con el que tuve varias
“sesiones”.
[Disculpad, una vez más, que interrumpa la navegación, pero merece la
pena que sepáis cuál fue su recibimiento. Lo primero que le pregunté fue si se
sorprendía de que hubiese acudido a su consulta, a lo que me contestó que no,
que de lo que se sorprendía -“y mucho”, precisó sonriente el muy cabrón- era
de que hubiese tardado tanto. Como mis cejas, bueno, mi ceja, para ser fiel a la
verdad, dibujó un signo de interrogación, me explicó: “Mira, Alfredo, sabía
que tarde o temprano caerías en la cuenta de que no eres Dios. Desde que te
conozco, y hace años de eso, has estado suspendido en un abismo, aunque
sujetado por varios y fuertes anclajes. Que éstos se debilitasen, y te dieses la
gran hostia, era sólo cuestión de tiempo. Bastante te han aguantado”. ¡Y me lo
decía post-batacazum! Eso son amigos, sí señor]
Sigo con mi historia. Debido, sin duda, pues de otra manera no se
explica, a un resistente y mutante virus que debió propagarse en el Instituto
Goya de Zaragoza en la segunda mitad de los años 60 del siglo pasado, todos
los de mi promoción, salvo honrosas excepciones (saludos cariñosos a
Carmelo Quintana, adorador de Tintín, y al Filípides de la Costa Daurada,
Pedro Soler, -por cierto, pertinaz lector de la Ilíada, en edición bilingüe, con
un par, ¡sí señor!- et pocos alia), todos los Instituteros, digo, hemos salido
filobaristas, nocturnales y cervezadictos, lo que explica que las sesiones de
terapia psicológica, iniciadas en la formalidad del despacho profesional de
Carlos -que, como Ángela sabe, no está en el núm. 5 de la calle Lille-,
terminasen siempre en un bar de las cercanías, bien entrada la noche, del mar
imitando las olas yendo y viniendo las cervezas, lo que hace comprensible la
inversión de papeles que se produjo en una de las ocasiones: en un momento
dado caí en la cuenta de que, contra lo habitual en él y preceptuado para los
terapeutas de la mente, era Carlos componecocos el que estaba hablando sin
parar, refiriéndome aspectos de su relación con sus padres. “¡Detente,
Abraham! -tuve que pararle-. Te recuerdo, por si lo has olvidado, que el
paciente soy yo y el psicólogo, tú. Así que o dejas de hablarme de tus
conflictos no resueltos, o mal resueltos, con tus padres, o la próxima vez que
me consultes algún problema jurídico -solía, y suele, acudir a mí cuando le
surgían-, en vez de escucharte te voy a exponer mis propios laberintos legales,
que también los tengo”.
Inversiones aparte, fruto de nuestras sesiones, Carlos diagnosticó que
mis males eran causados por mi percepción de las cosas (= todo), la cual tenía
alterada, o viciada, principalmente por no saber diferenciar, confundiéndolos,
los elementos propios, permanentes y controlables de mi existencia, de los
ajenos, variables y fuera de mi control, de forma que tomaba, y caóticamente
combinado: (i) por propio, lo que me era ajeno; (ii) por ajeno, lo propio; (iii)
lo variable, por inmutable; (iv) lo inmutable, por variable; (v) por controlable,
lo ingobernable; (vi) por incontrolable lo gobernable; (vii) lo variable, por
propio; (viii) por ajeno lo inmutable; y -por abreviar- (ix) lo ingobernable por
permanente [reconoceréis, lectores, que tratar de esto con las neuronas
bañándose en cerveza, y acordarse de ello años después tiene mucho, pero que
mucho, mérito]. Lo que me causaba -esa confusión de términos, decía- el
desasosiego -léase miedo- y la sensación de precariedad -léase angustia-,
ambos permanentes, que en ese tiempo me caracterizaban. La curación pasaba
por redefinir en mi vida lo que era esencial y lo que era accidental -en cantar
de Franco Battiato, “buscar un centro de gravedad permanente, over and over
again”-, para lo que necesitaba abandonar sin tardanza el moderno y hortera
motel de carretera “La contingencia de lo concreto” en el que vivía, e
instalarme una larga temporada, mejor para siempre, en el vetusto y señorial
balneario “La trascendencia de lo abstracto”. Para ese traslado se requería: (i)
que dejase de pensar que yo “era” abogado y (ii) me convenciese de que
simplemente “trabajaba” de abogado, de forma que (iii) alzase una barrera
infranqueable que impidiese que los éxitos o fracasos profesionales (que no
eran consecuencia única, ni en mayor medida, de mi capacidad y mi control
-“¿eres acaso el custodio de la torpeza de los jueces o de la imbecilidad o falta
de razón de los clientes?”-), los viviese como éxitos o fracasos de mi
verdadero “ser” (que eso sí que era consecuencia única de mi capacidad y
control -“¿quién si no tú es el responsable de tus actitudes, de tu forma de
percibir, de tu grado de comprensión, de tu capacidad de amar?”-). “¿Eres más
o mejor, menos o peor, persona por ganar o perder un juicio? Y recuerda que
sólo importa lo que afecta a la sustancia del ser, no a sus accidentes”; y (iv)
que por todo equipaje me proveyese de lecturas de filosofía, asignatura a la
que él me recordaba muy aficionado en los tiempos institutiles -me
recomendó, sobre todo, los autores estoicos, Epicteto, Séneca, Marco Aurelio-,
lecturas que me conducirían a sanar el sentido enfermo que tenía de lo
permanente y trascendente. En ellas encontraría -argumentó- cuáles son las
cuestiones esenciales que han de importar al ser humano, advertiría que son
pocas -aunque no cobardes- y, sobre todo, que se vienen tratando desde que
alborearon allá por la segunda mitad del VII de los siglos antes del Cristo, por
obra de un tal Tales, lo que me aproximaría al concepto, o sensación, de
eternidad, inmutabilidad, esencialidad y trascendencia, nociones de las que
estaba muy necesitado. Esa fue su receta: leer filosofía (y hablo de una época
en que no se había publicado “Más Platón y menos Prozac”); cinco páginas
después del desayuno, almuerzo, comida, merienda y cena, y de por vida.
[Menos risas, por favor. Como dice don Julián Marías, y lo extraigo de
la Introducción a la Historia de la Filosofía de la que es autor y que, siguiendo
el tratamiento prescrito por Carlos me metí entre pecho y espalda, “el hombre
necesita, para saber con rigor a qué atenerse, una certeza radical y universal,
desde la cual pueda vivir y ordenar en una perspectiva jerárquica las otras
certidumbres parciales. Y a esa necesidad responde la Filosofía”]
Y seguí el tratamiento. Metódico que es uno, y por abarcar más porción
de eternidad, no me limité, aunque los ojeé, a los autores recomendados, y di
comienzo, como he dejado apuntado, a la lectura de la Historia de la Filosofía
(mejor Marías que Russell), desde sus inicios y por su orden. Al principio me
sentí cómodo y a gusto; luego, a partir de Descartes, la cosa empezó a
complicarse; y la debacle llegó con el Positivismo del siglo XIX. Desde ese
momento, y a partir de él cada vez más, la Filosofía se hizo ciencia, y no una
ciencia menor que pueda leerse a ciegas, sino matemática; y habitó entre
nosotros. Empecé a entender cada vez menos lo que leía, a pesar de mis
esfuerzos, que fueron muchos, hasta llegar a no entender absolutamente nada.
Desde los comienzos del inmediato pasado siglo XX, la Filosofía, para tratar
de sus propios y eternos temas, adoptó los planteamientos, formulaciones, el
lenguaje, la lógica de la Matemática. Y me dije: “¿Dónde vas, Alfredo XII,
dónde vas triste de ti? Has llegado a un punto en que necesitas conocimientos
matemáticos [podía haber escrito, en vez de conocimientos, estudios o saberes,
pero es de todo punto imposible salvar la redundancia, ya que ‘matemática’
significa, por sí, conocimiento, saber, estudio]. ¿Hasta dónde llegan los
tuyos?” “Hasta la división -me respondí- de polinomios por la regla de Ruffini
y la solución de ecuaciones de segundo grado”. “Insuficientes, del todo
insuficientes” -me censuré-. Y concluí: “Ya te lo dijo Platón: ‘En este estado
de ignorancia, no entres’”.
Advertida la carencia, procuré su remedio. Metódico -como ya os he
dicho- que es uno, di comienzo a la lectura de la Historia del Pensamiento
Matemático, desde sus inicios y por su orden. Al principio me sentí cómodo y
a gusto. Me movía entre certezas. Sabía. Y llegué a Hilbert, ya a comienzos
del siglo XX, y lo tuve por certóforo: “Para cualquier proposición bien
construida del sistema matemático existe o bien una demostración de ella o
bien una demostración de su negación, porque en matemáticas no hay ningún
<ignoraremos>”. Bueno, para que me entendáis, lo que Hilbert dijo fue: “Kein
‘ignorabimus’ in der Mathematik”, que suena mucho mejor; como más
rotundo. Y yo era feliz.
Pero un día, bien me acuerdo, no fue más que Kurt “Carlos” Gödel, en la
lectura descuidada que hice de su célebre tango “Über formalunentscheidbare
Sätze der Principia Mathematica und verwandter Systeme”, que me dijo -si mi
alemán lunfardiano no me falla-: “No te devanés los sesos, Alfredo, que por
los números te arrastras, pues en cualquier sistema matemático
suficientemente potente para que en él se pueda desarrollar la aritmética de los
números naturales, existen proposiciones P con perfecto sentido dentro del
sistema que son indecidibles; es decir, P no se puede demostrar, pero tampoco
no-P se puede demostrar. ¡La certeza, al carajo y Hilbert -y tú y Battiato con
él- a tomar por el saco!, y ya te puedes ir corriendo a la cuna de la cieguita,
porque está a punto de expirar”.
La situación era ésta. Quise “saber qué es esto” y saberlo con certeza
[aclaro que “esto”, principalmente, y sobre todo, me incluía: egotista -como ya
habréis advertido- que es uno -¡cómo, si no, iba a ser escritor!-]. Para ello me
había acercado a la Filosofía, la cual me había remitido a la Matemática, y ésta
ahora me rechazaba con un “puede que yo te enseñe, aunque te veo más bien
torpe, a ‘no ignorar’; pero no me pidas ‘certezas’. Búscalas en otra parte”.
¿Dónde ir? ¿Con quién voy ahora a jugar?
“Vamos a ver -intenté tranquilizarme-, que no cunda el pánico. Primero
fue la Filosofía, que no me sirve; ahora es la Ciencia, que tampoco. Lo que
venga detrás, aunque arree, no sé qué será, será, luego no puedo ir allí. Hacia
adelante, salvo que los construya yo mismo -para lo que no me encuentro
capacitado- no hay caminos. Hacia arriba tengo la Religión, ante la cual, no
queriendo nadar con flotadores, sino por mí mismo, pecando soberbia y
originalmente, no tengo más remedio que blasfemar un luciferino ‘non
serviam’. Hacia abajo se me abre el abismo del nihilismo, del que
precisamente quiero salir/escapar”.
¿Dónde ir? ¿Con quién voy ahora a jugar?
Menos mal que estuve listo. “Si hacia delante, hacia arriba y hacia abajo
son direcciones prohibidas, ¿qué dirección puedo tomar?” -me pregunté. Y me
contesté, inteligente, abriéndome camino entre la frondosa selva de las
múltiples posibilidades que ante mí se abria: “Hacia atrás”. “¿Y qué hay detrás
de lo primero, tomando como primero la Filosofía?” En los capítulos
introductorios de las Historias de la Filosofía que había manejado aprendí que
los hombres, antes de ponerse a filosofar, respondieron a la Madre de Todas
las Preguntas, al abracadabrante y pavoroso “pero qué coño es esto”, con la
imaginación. O sea, con los mitos, perdón, con los Mitos. Los Mitos, como
dice un manual escolar [el de Remedios Higueras, concretamente, en
definición que prefiero a las, seguro más rigurosas y eruditas, pero en mi
opinión menos expresivas, de Graves o de García Gual], los Mitos -digo-
fueron las primeras respuestas que la imaginación del Hombre dio a las mil
preguntas, a los mil secretos, que le plantea cuanto le rodea, el Universo.
Antes, mucho antes que la Filosofía y que la Matemática, como ciencia
autónoma de ella, existieron los Mitos, o más noble, pero menos poéticamente
nombrados, la especulación mítica. Y a por los Mitos fui [o volví].
Metódico -como creo haberos dicho y repetido- que es uno, quise
mitificarme desde sus inicios y por su orden. Y en mi ámbito cultural, que es
el europeo [añadid, por favor, a mi cualidad de egotista la de eurocentrista],
los primeros textos que hablan del Mito son los debidos a Homero, primero, y
a Hesíodo después. Y en la obra de Homero, primero fue la Ilíada. In incipit,
Ilíada fuit.
Y así fue cómo aquel niño del principio de este cuento regresó a Troya.
Pero esta vez no quedó cautivo de la esclava de Helena, sino que cayó
prisionero de Homero. Rehén de rehén. La diferencia estuvo en que Troya ya
no se llamaba Troya, sino Ilios, Ilio, Ílïo, Illium o Ilión. La diferencia estuvo
en que el niño no tenía siete años, sino cincuenta.
Y en Ilios, como me decido a llamarla, avecindado en ella, llevo ya,
cuando os estoy hablando, obsesivamente fascinado, fascinadamente obseso,
nueve años. De lo que he visto en la bien murada ciudad tratará -como ya os
anuncié- esta novela, cuyo final, puesto que no es relato de misterio, sino de
venturosa aventura, vamos que es una novela bizantina, no tengo empacho
alguno en adelantaros: encontré en la Ilíada mi centro de gravedad
permanente, over and over again, y eso es lo que me fascina, me obsesiona,
me psicotiza. Que era lo que me proponía explicaros en esta ocasión.
No me creéis, sé que no me creéis. Lo veo en vuestros ojos que se
deslizan por estas alineadas palabras [no olvidéis que os acecho, vigilante, al
otro lado de la página y que ésta es tenue cedazo]. Me preguntáis “¿cómo es
posible que un poema épico, de tema mítico, haya triunfado, y hasta tal punto,
donde fracasaron Filosofía y Matemática, madres de la Razón?” “Pues muy
sencillo -os respondo- porque ‘épos’, ‘mýthos’ y ‘logos’, en el principio, para
los griegos antiguos, eran expresiones de una y la misma realidad: la Palabra.
¡Alto aquí! Hemos llegado al tema esencial. De lo que escribo, de la
obra sobre la que escribo, de lo que leéis, de lo que soy, de lo que sois. Nada
hay que no sea, primero y principalmente, tal vez única y exclusivamente,
Palabra, porque Palabra es puro acto, es Dios, de quien somos imagen y
semejanza. Y no exagero.
Agamenón y Aquiles han hecho las paces [bueno, una tregua]. Aquiles
va a volver al combate. Los asistentes a la escena, previo conciliábulo,
adoptan una serie de disposiciones. Y dice Homero (XIX.242):
-(encrespogüemado): “Nada más dicha la palabra, la obra quedó
cumplida”
-(garcicalvado): “Y luego sin más, a la vez que fué el dicho, el dicho fué
hecho”
-(segalado): “Y apenas estaba hecha la proposición, ya estaba cumplida”
-(martinezado): “Y en el mismo momento en que la orden fue dada, la
acción quedó cumplida”
Y dice Juan (Jn. 1.1-4) “En el principio existía la palabra y la Palabra
estaba con Dios, y la palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios.
Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba
la vida”
Y dice Dios (Gn. 1.3) “Haya luz” y hubo luz.
Y porque Dios dijo lo que dijo, y porque nada más decirlo la vida quedó
cumplida, hoy escribo lo que escribo: palabras de verdad, palabras de mentira,
palabras de razón, palabras de honor, palabras que son dioses, palabras más,
palabras menos, palabras que os están tocando los huevos. Palabras de Dios.
Te alabamos, Señor.
[¿A ver si al final va a tener razón Lacan, y con ella Ángela Mancho, la
simbólica, la real, la imaginada, y resulta que es verdad eso de que el Lenguaje
es lo que nos estructura? Y también soy yo tonto del culo, por darle
argumentos a mi querida antagonista en una discusión que dura lo que nuestra
amistad dura. En fin, por no borrar todo lo que llevo escrito, le diré -a Ángela,
pues con Lacan no me hablo, ni siquiera con los ojos- que, como esto que
escribo es una novela, todo en ella es ficción, simulación, mentira, invención.
Vamos, “como” si fuese el “yo”. Y ciertamente lo que escribo lo es -el yo, mi
yo, o mi superyó, o mi ello, que ya no sé yo de qué hablo-, pues, como dijo Da
Vinci, después de llegar, ver y arrojar los dados, todo retrato es un auto-retrato.
Seguro que Ángela, la que hace que la gente se enfrente a sus deseos, lo
entenderá]
Y permitid ahora que calle. Ha sido un viaje largo, una Odisea de ida y
vuelta que, hasta llegar a las puertas de Troya, donde detengo mi canto, que es
para vosotros, ha durado noventa y nueve años -cuarenta y nueve y medio la
ida y otros tantos la vuelta-. Tengo por delante, todavía, el contaros mis
vivencias de los nueve que ha que habito en la sagrada Ilios. Y estoy cansado.
He de coger fuerzas.
Cierro, pues, mi boca. Os recomiendo que hagáis vosotros lo mismo con
los ojos, y disfrutéis de lo mejor de la Palabra (y de los Hombres “como” o
“por” ella estructurados): su eco.
Y escuchar el Eco requiere silencio.

































CUENTO III
ILIOS, DULCE HOGAR

Pues sí, amigos, había viajado desde el Delta con Willie Love en el
mercancías 64; había pasado un frío espantoso, pero nada de eso me importaba
ahora: había llegado a mi hogar, mi dulce hogar, sweet home, no Chicago, sino
Ilios, como os dije que la nombraré, a la búsqueda del centro de gravedad
permanente, over and over again.
Para quienes no la conozcáis, os diré que la Ilios a la que llegué es la
que, de entre las X desenterradas, los arqueólogos, para zanjar disputas, han
bautizado como VIi, a caballo entre la VIh y la VIIa, y que, como tarde mucho
en escribir esto, a saber cómo se designará. Está emplazada en la región de la
Tróade o Troya, de la que es capital, en el extremo nor/occidental de la
península Anatolia, que, según tengo oído, pero no puedo confirmar, significa
literalmente “brillo del sol” o “lugar donde el sol nace” -estos griegos, siempre
tan suyos, poniendo nombre a todo con su lengua y con referencia a ellos,
erigidos, no sin motivos, justo es reconocerlo, en centro del Mundo y de la
Historia-. La ciudad se alza sobre, y desciende a lo largo de, una colina, hoy
llamada Hisarlik, “pequeña fortaleza”, a unos 35 metros sobre el nivel del mar,
ubicada en la llanura de aluvión que se extiende entre los ríos Escamandro,
también llamado Janto, rebautizado Mendere, al Sur y al Oeste, y Simois o
Simoente, moderno Dümrek, al Norte. Ocupa en total unos 220.000 metros
cuadrados mal medidos y cuenta con una población, en tiempos de paz, de 6 a
8.000 habitantes. Dista unos 3 kilómetros de la costa del Mar Egeo, al Oeste,
donde se emplaza su puerto en la bahía de Besika, y 1’5 kilómetros, hacia el
Noroeste, de la del Helesponto, ahora estrecho de los Dardanelos, que conduce
a la Propóntide, actual Mar de Mármara, desde donde, subiendo el Bósforo, se
llega al Ponto Euxino, nombrado después Mar Negro, y que andando el
tiempo, en el colmo de la corrección política, se llamará Mar Afroamericano.
[Si vais ahora, las costas dichas las tenéis a 6 y 4’5 kilómetros,
respectivamente, pues los continentes crecen o el mar mengua, imitando éste
al pito, aquéllos a la lengua]
Se estructura en tres núcleos o barrios diferenciados, que, dichos de
arriba abajo, son: la Acrópolis, la Hipópolis y la Perípolis.
La Acrópolis o Ciudad Alta, también llamada Fortaleza, Ciudadela y
Pérgamo, se extiende en la meseta que corona el promontorio, en lo más alto;
tiene forma circular, un perímetro de 552 metros y un área de 23.000 metros
cuadrados; está circundada por una alta y gruesa muralla, imponente, de
buena, noble y bien tajada piedra, salpicada de potentes torres, salvo por el
Nor/noreste -una escarpa de 35 metros hasta la llanura es su mejor defensa-,
que la protege y separa de la Hipópolis. Es zona residencial de altísimo
standing exclusivamente, fundada por los ricos de entre los ricos, los
poderosos de entre los poderosos, para diferenciarse de los que lo son menos,
habitantes de la Hipópolis, y de los que no lo son nada, habitantes de la
Perípolis; allí se levantan el templo de Atenea, el Palacio de Príamo
Laomedontíada, Rey en ejercicio, de la familia de los Dardánidas, de siempre
gobernadora de la región, y los palacios y casonas de la familia real (50 hijos y
12 hijas, nada menos) y de aristócratas, cortesanos, comerciantes e industriales
que, de podridos que están de pasta, ya no necesitan comerciar ni industriar,
jefes del estado mayor del ejército, funcionarios de cámara, magistrados,
artistas encumbrados -músicos, pintores, escultores, poetas- sublimados por
los gustos de esa misma gente; por simplificar, lo más de lo más de los
poderes económico, político, social y cultural: Pántoo, Timetes, Lampo,
Clicio, Hicetaón, Ucalegonte, Antenor, etc.
La Hipópolis o Ciudad Baja, abraza a la anterior por el Sur-Suroeste, se
extiende, descendente, por la colina y muere en la llanura; de forma oblonga,
con un perímetro de 2 kilómetros y una superficie de 170.000 metros
cuadrados. La ciñe un foso y también una alta y ancha muralla, ésta de innoble
adobe sobre una base de bien escuadrada piedra, y un foso o trinchera, que
dista 400 metros de la que perimetrea a la Acrópolis. Lugar de residencia de la
gente burguesa: pequeños propietarios de tierras y ganado, comerciantes y
tenderos de artículos del diario vivir, artesanos, tintoreros, broncistas, joyeros,
carpinteros, panaderos, prácticos del cercano puerto, militares de media y baja
graduación, pañeros, maestros, capataces de obras, escribientes, funcionarios
de bajo rango, putas graves y costosas llamadas hetairas [no confundir, por
favor, con las pornoi, habitantes de la Perípolis, que en todo hay clases]; en
una palabra, gente normal y laboriosa que va llenando la tierra. Es una ciudad
bulliciosa, con un estimable grado de urbanización: alcantarillado, grandes
avenidas pavimentadas en las que se abren estrechos callejones, santuarios,
mercados, jardines, casas de baños, hornos comunales, plazas con fuentes y
estatuas. En este tiempo, que es bélico, la ciudad está superpoblada, ya que el
acomodo de gran parte de las tropas aliadas casi ha triplicado la población de
tiempos pacíficos.
La Perípolis o Arrabal sigue a la anterior más al Sur, ya toda en la
llanura, delimitada por una feble empalizada y un poco profundo foso, a 100
metros de la muralla exterior de la Hipópolis, es una especie de desaguadero
de ésta. Lugar donde se emplazaban las actividades y las gentes molestas,
peligrosas e insalubres; zona mal saneada física y moralmente, habitada, en
hacinamiento en tiempo de paz, por estibadores del cercano puerto,
trabajadores del campo sin tierras, pastores sin ganado, talleres de tintorería y
bronce, curtidores de pieles, mano de obra sin cualificar, soldadesca,
buhoneros, menestrales, putillas viles y afrentosas llamadas pornoi, maleantes,
sayones, inmigrantes; resumiendo, allí se juntaba gente honesta de humilde
vivir, para la que la vida es sólo trabajo, con gente peligrosa y de mal vivir,
para la que la vida es cualquier cosa menos trabajo, funambulistas sobre el
borde del lado salvaje de la vida. Las construcciones no eran sólidas, sino
poco más que chozas, carentes de cimientos, provisionales; por eso, en las
excavaciones que se llevaron a cabo, andando el tiempo, no quedan restos de
ellas, y el Arrabal parece un ancho y vacío cinturón que ciñe a la Ciudad Baja.
Pues bien. A esa ciudad, sacra y ventosa, llegué la mañana venturosa del
5 de junio de 1218 antes del Cristo, aunque los historiadores no se ponen de
acuerdo en que fuese ésa la fecha, atravesé sin trabas la Perípolis, que a partir
de ahora nombraré Arrabal, y me detuve ante la puerta que, por el Sureste, da
acceso a la Hipópolis, la Ciudad Baja, sin atreverme a entrar. Un par de
malencarados soldados troyanos, teucros por otro nombre, la custodiaban y
temí que, melenudo como soy -y de los enmarañados-, me tomasen por espía
del aqueo, también dánao o argivo, enemigo, pues la guerra entre ambos ya
había comenzado años atrás, y me detuviesen.
Volví sobre mis pasos y salí a la llanura. A lo lejos, al Suroeste, en la
bahía de Besika, en la costa egéica a menos de 3 kilómetros, se podía divisar
vagamente el campamento aqueo, e incluso oír, confuso, el bullicio y ajetreo,
propios de un nutrido ejército en estado de asedio.
Por un momento, a causa de mi identificación juvenil con un Aquiles
vencedor, consideré la posibilidad de instalarme entre los argivos, cuyas
piernas hermosean con broncíneas grebas, pero la rechacé al instante. Uno ya
no era el que había sido. No, ni mucho menos. Había sufrido, en lo personal,
demasiados revolcones, más que un torero malo, y había perdido, en lo
profesional, demasiados juicios, más que un abogado bueno, como para seguir
identificándome con Aquiles, de quien lo propio es atemorizar a cuantos se
alimentan de los frutos de la tierra. Es más, la figura de Aquiles, por
sempiterno ganador, se me hacía odiosa, me producía rechazo y pavor. Aqueo,
por tanto, no. De ninguna de las maneras. ¿Cómo iba a serlo, si mi alma se
parecía cada vez más, en cuerpo y cara, a Woody Allen? Troyano, es lo que
era yo. Troyano y bien troyano, como, al poco tiempo, me explicó el amigo
Cavafis, cuando, comentándome el episodio del “Grito de Aquiles”, que os
narraré, si me acuerdo, más adelante, me dijo: “Mira, Alfredo, son nuestras
fatigas, las tuyas, las mías, las de nosotros los infortunados, como las de los
troyanos. A poco que triunfemos, a poco que -¡imbéciles!- orgullosos nos
sintamos y comencemos a tener ánimo y buenas esperanzas, siempre ocurre
algo, y siempre lo mismo, que nos detiene: el hijoputa de Aquiles surge,
desnudo y desarmado, cual ejército rojo, en la trinchera ante nosotros, y a
grandes voces nos espanta y acojona. Troyanos; eso es lo que somos.
Pensamos -¡gilipollas!- que con arrojo y decisión vamos a mudar la hostilidad
de la Fortuna; así que salimos de nuestra Ilios, la bien murada, y nos lanzamos
a la lucha; pero, cuando -¡caguetas!- llegamos frente a los melenudos argivos,
de funestas lanzas, por un simple, aunque pavoroso, grito, proferido por uno,
aunque el mejor, de ellos, por un solo grito de un hombre solo, nuestro arrojo
y decisión se desvanecen, no somos capaces de lanzar ni una pica, ni una
piedra, ni un insulto, ni un favor; se turba y paraliza nuestro ánimo, y
corremos buscando la salvación en la huída. Siempre, cada vez, nuestra
derrota es segura, tanto, que apenas salimos por las puertas de Ilios, Príamo y
Hécuba suben a la torre y, viéndonos marchar hacia el enemigo, comienzan a
entonar un canto fúnebre que llora, con tristeza y amargura, nuestros
recuerdos, sueños y pasiones. ¿Y sabes, Alfredo, qué es lo peor de todo...?”
“Ni idea, Petros Fotiadis [mi intimidad con Cavafis me permite llamarle por su
nombre de pila]” “Lo peor, amigo Álvarez [él usa indistintamente mi nombre
y mi apellido para referirse a mí], lo peor de todo, es que ningún Homero
cantará nunca, en bien -ni mal- medidos hexámetros, ese lloro fúnebre que
Príamo y Hécuba entonan por nosotros. ¡Hay que joderse, hermano. Pero así, y
no de otra manera, son las cosas!”
O sea, que me decidí por instalarme en la sagrada Ilios, con los troyanos.
Reingresé en su recinto, sondeé el ambiente, sopesé posibilidades. Alojarme
en la Ciudad Baja -en la Ciudadela ni me lo planteé- me resultó imposible: al
problema de franquear salvo la bien guardada puerta sin conocer el santo y
seña de acceso, se unía el de su superpoblación: a sus habitantes de fijo se
habían sumado muchos de los que vivían de ordinario en el Arrabal,
desplazados ante la amenaza aquea y la poca protección que ofrecía sus
endebles empalizada y foso, y al conjunto se añadían los soldados de los
ejércitos aliados, que allí habían sido alojados. Todo lo cual daba como
resultado que apenas había casas o habitaciones en oferta, y éstas, de
elevadísimo alquiler, muy por encima de mi peculio intelectual, el cual, en lo
que se refiere al mundo de Homero y de Troya, no pasaba entonces del propio
de una instrucción de poco más que de secundaria [y ese plus debido no al
estudio serio, sino a mis afanes de escritor de novelas, confesión que consigno
in limine para que no pidáis a estos cuentos lo que estos cuentos no tienen,
pues nemo dat quod non habet, y no para enfundarme los ropajes de la falsa
modestia, siendo que tal veste nunca ha existido en mi vestuario, sino, más
bien, la contraria], entonces, decía, recién llegado, o regresado, a Ilios, estaba
[y me refiero, aclaro, a mi peculio intelectual, pues os veo enredados en la
lujuriosa vegetación de mi verbo], estaba, repito, en la frontera con los
números rojos, lector de superficie, sin profundidad. Por el contrario, el
Arrabal carecía de control de acceso y en él había abundancia de casas
deshabitadas, lo de casas es un eufemismo, que poder ocupar sin tener que
pagar por ello canon, renta o merced alguna, pues sus propietarios, fieles al
lema “primum vivere, deinde locare”, preocupados como estaban por salvar el
pellejo, no tenían la cabeza para arrendamientos.
Puesto que podía hacerlo sin peligro y gratis, resolví acomodarme en el
Extrarradio, constituyéndome en precarista unilateral, que hoy designan por el
nombre de okupa, de una ergástula de bohemio, sombrío y húmedo zaquizamí,
de poco más de treinta metros cuadrados, en un callejón.
[Habéis de saber, y de esto se tratará adelante por lo menudo, que
ninguna de las palabras que utiliza un escritor -y de tal estoy ejerciendo- es
vana. Todas están puestas por y para algo. Al escuchar “ergástula” y
“zaquizamí”, la práctica totalidad de vosotros habréis pensado “vaya, ya está
Alfredo sobrándose, haciendo presunción u ostentación de un vocabulario
inusual, que no le es natural, sino que ha buscado de propósito en el
Diccionario para dárselas de culto”, como hacía su padre, habrá añadido mi
querida esposa María José, conocida por Mariajo, la que siempre el suelo pisa,
en alusión a la costumbre, cierta, que tenía mi padre de buscar en el ángulo
oscuro del diccionario palabras ya silentes, olvidadas y cubiertas de polvo, y
emplearlas en su lenguaje habitual, profesional o coloquial, para colocarse en
un plano superior al del interlocutor (aún recuerdo una intervención suya en
juicio en la que aludió con reiteración al “documento quirógrafo de
compraventa celebrado por las partes”, en referencia a un sencillo contrato
privado, por oposición a una escritura pública). Pues no, listos, no es éste mi
caso. Seguid leyendo.
[Habréis deducido por lo hasta aquí escuchado, que mi iliosa narración
es, por veces, pretexto -todo texto es un pretexto, Túa, bene dictus, bene dixit-
para dejar constancia de mi pasado y rendir homenaje a quienes de él lo
merecen. Y a ese cuento vienen “ergástula” y “zaquizamí”, como paso a
explicar. Con quince o dieciséis años, en uno de los bares de cabecera de mi
padre -Bar Juanito, originariamente en calle Miguel de Ara; nada que ver con
el que, andando el tiempo, regentó mi ya citado amigo Juan González,
Juanímedes, que desvalidos acoge, copero nuestro, dioses por jovinos, bar
cuyo nombre es el de Bar-, en tal época y lugar -sigo-, tuve ocasión de conocer
a un viejo hombre joven, de castigada existencia, obligado a una malvivencia
que, en lo que pude entender, no le cuadraba ni por familia ni por formación, y
que se sustentaba del fiado de sus proveedores, de una escasa ayuda
alimentaria parental y de unos dinerillos que se procuraba concurriendo, y
ganándolos, a certámenes poéticos de pequeñas localidades: la flor natural con
que le galardonaban se la metía, circunspecto, en el culo, y el numerario -el así
ganado, y gran parte de lo fiado y de la ayuda familiar- se lo metía,
imprudente, hecho alcohol, en el coleto. Cuentan, y cierto es, puesto que lo
tengo padecido, que la ingesta desmesurada del producto de la fermentación o
destilación de sustancias azucaradas o feculentas, es causa, tras un júbilo
inicial -euforia semper finita est-, de subsiguiente tristeza, melancolía o
depresión, la llamada tristitia post tragum, que sólo puede aliviar la llegada de
otro trago, y como a las horas en que yo le veía, primeras de la noche,
Roberto, que así se llamaba de quien os hablo, recién salía de su casa, una
mísera boardilla de un mísero edificio de la misma mísera calle donde se
emplazaba el mísero bar de húmedas paredes, para procurarse la ración diaria
de estimulante alcohólico, siempre se presentaba pre-eufórico, triste,
amargado, con dolor. “Qué hay, Roberto”, saludaba mi padre. “Qué ha de
haber, Manolo”, le respondía, “aquí dispuesto a cerrar el paréntesis diario de
lucidez para reintegrarme al delirio, huyendo de la sórdida ergástula en que
moro, del penoso zaquizamí que es mi vida”. Y seguía -en verborragia de
amargura y dolor- dando cuenta de su vida, que fundamentalmente eran sus
frustraciones y su resentimiento por lo que él creía -puede que con razón- trato
injusto que del Mundo recibía, siendo que, por sus dotes personales y poéticas,
merecía la mejor de las Fortunas. “Qué tomas, Roberto”, invitaba mi padre. Y
él, agradecido y con timbre desesperanzado, “un tinto, Manolo, un negro y
perverso tinto”. El que aplicase el aliterante adjetivo perverso -muy malo,
capaz de hacer daño a otro y de gozar con su padecimiento- y el pesimista
negro -desgraciado, triste, melancólico- a la bebida que iba a procurarle unas
horas, las únicas del día que ya era noche, de bonanza, me impactaba y hacía
que, en mi fuero interno, lo admirase como gran poeta, eximio vate, a la altura
de Barrantes. Nunca se lo dije, y me arrepiento de no haberlo hecho. Murió
pronto, de sus reiterados excesos de euforia. Como túmulo del recuerdo de su
persona, dejo pronunciadas las palabras “ergástula” y “zaquizamí”. Han ido
por ti, Roberto, que nunca muere quien es recordado, y has de saber que el
gran Héctor, rechazando la invitación a beber de su madre, robándote tus
adjetivos, le dijo: “no me atrevo a libar el negro vino”, aunque te supongo al
tanto de ello, pues no dudo que, donde estés, más de una juerga con profusas
libaciones negras y perversas te habrás corrido con el colega Homero, poeta y
vinatero también él, al que te ruego presentes mis respetos y cuentes de la
empresa que ando acometiendo. Gracias. Ya nos veremos]
En el Arrabal pasé tres años, años de reencuentro con el mundo griego,
de autoayuda, de disfrute estético, durante los cuales, por efecto de las
lecturas, acumulé rentas en cierta cuantía -siempre modesta, nunca exagerada-,
que me permitieron pensar en alquilar algo en la Ciudad Baja, cosa que por fin
hice cuando Fortuna me proveyó de la contraseña-pasaporte necesaria para
franquear, sano, las puertas que le daban acceso.
Allí, en la Baja, me procuré un apartamento en un edificio hipóstilo
situado en la avenida Tros, zona tranquila y residencial, de arboladas aceras,
propiedad de un rico comerciante de ámbar que, de siempre, vivía en la
Ciudadela -yo me entendí con su administrador-, y que, por lo coqueto del
mobiliario -lo alquilé amueblado-, debía utilizarlo, el dueño, no el intendente,
aunque ahora que lo pienso puede que también él, en el tiempo en que las
aguas del río Escamandro bajaban menos turbulentas, como picadero. Algo
caro, pero merecía la pena: de unos setenta metros cuadrados, constaba,
además de un pequeño distribuidor, de cuatro piezas, todas exteriores [un
salón-comedor, amplio, donde comía, leía y escribía; una cocina, reducida
pero completa -con horno abovedado de pan incluso-, donde cocinaba; un
baño, medio, donde me aseaba y satisfacía mis necesidades escatológicas; y un
dormitorio, coqueto e íntimo, donde dormía y satisfacía mis necesidades
sexuales, ora en solitario ora en compañía de alguna hetaira -había ascendido
en la escala pornosocial- a la que le hubiese caído en gracia tras picantona
charla en alguna taberna]; estaba, la vivienda, que no la hetaira, orientada al
oriente, que no a La Meca, al sol de la mañana, todo lo cual la hacía cómoda y
amena.
Allí permanecí, muy a gusto, cinco años, consagrado al análisis, a la
reflexión, a los sentidos instrumentales [tranquilos, lo explicaré en su
momento] de la Ilíada, siempre con sangre en las hojas, siempre por
desentrañar, y a la introspección -de esa época data el inventario espiritual que
os he contado en el Cuento II, catálogo de vivencias-, hasta que, por unos
versillos que una noche de especial alumbramiento compuse y recité en alta
voz en una taberna, de lo que en su momento os daré noticia, fui conducido a
la presencia del magnánimo Príamo, el cual, para mi sorpresa, tras una
agradable conversación en la que me presenté y di explicaciones de mi
estancia en Ilios, me alojó cabe su mismísimo palacio de bruñidas puertas, en
uno de los palacetes para invitados que dan a u patio central a cuyo alrededor
discurren las cincuenta residencias donde viven sus belicosos hijos con sus
legítimas esposas y las doce que acogen a sus bovinos yernos con sus castas
mujeres.
En esas estoy, desde hará cosa de un año. Ando de conclusiones. Me
aproximo por veces a, por veces me alejo de, el sentido final de la Epopeya y,
con él, del buscado centro de gravedad permanente, over and over again, que
espero me ayude a fijar este narrar. Vivo a todo lujo. Mi palacio es, para que
os hagáis una idea, como una espaciosa suite de un hotel de cinco estrellas de
los de hoy, y me sirve de refugio personal; tengo a mi servicio una doncellita y
un joven asistente que me proveen de cuanto necesito; ando enrollado con una
hermosa hija de Príamo; hago la vida en el palacio de éste, del que me sirvo
con total libertad (comedores, salones, patios y, fundamentalmente, la
biblioteca); si las alternancias de la Guerra lo permiten, no sólo paseo por la
llanura, sino que me llego hasta el campamento de los marciales aqueos; y si
éstos, por el furor tomados, aprietan, me limito a contemplar el panorama
desde alguna de las torres. Con la gente de palacio tengo poco trato, pues
todos andan muy ocupados con la representación a que vienen obligados desde
hace más de tres mil años, así que me limito a ver y escuchar. La excepción es
el divino Príamo. Como no tiene gran trabajo en la función -hasta el canto
XXIV sólo aparece esporádicamente, ya que de la guerra se ocupa su hijo
Héctor-, anda desocupado tocándose los huevos todo el día, y para su
diversión me reclama a su lado, con asiduidad, a la hora en que se encienden
los fuegos, y nos pasamos largas veladas charlando de nuestras cosas y liba
que te liba, que él dice que es gesto, la libación, que honra a los dioses, y, ¡por
ellos!, que los tenemos bien honrados, ora con vino de Meonia, ora con el de
Lemnos. Un día que su mujer Hécuba le reprochó lo mucho que bebía, el
magnánimo Príamo le respondió, fingiendo un hablar pastoso y dubitativo, de
borracho, que si bebía tanto era por sentirse más unido a ella. “Por amor a ti...
eh... me pongo... eh... cada día… eh… como una... eh... cuba”. Y dirigiendo
hacia mí, rápidamente, una mirada maliciosa, añadió con voz totalmente
serena: “Como una... eh... cuba. ¿Comprendes, ibero? Eh... Cuba. Hé-cu-ba” Y
tuvo motivo de risa para no sé cuántos días. [Sólo por semejante chiste se
merece el anciano llevar tres mil años perdiendo una y otra vez la guerra]
Con quienes sí he trabado gran amistad, ya desde mi residencia en la
Ciudad Baja, ha sido con otros muchos extranjeros que, o son vecinos de Ilios,
o la visitan con frecuencia. Con ellos me paso las horas vivas hablando de la
ciudad de piedras bien labradas, de sus gentes de lanzas de fresno y de los
aqueos de crueldad broncínea. Algunas veces estoy de acuerdo con ellos, y
otras, más que menos, discrepo; pero es mucho lo que les debo pues es mucho
lo que me han enseñado, incluso -sobre todo- en la controversia, tanto, que de
las cosas que sé sobre Ilios, su Universo y su Literatura, no sé qué sea
propiamente mío, si algún saber propio he alcanzado, y qué enseñanza de
ellos, por lo que corro el riesgo de contaros como originariamente mías
conclusiones, ideas, argumentaciones, sugerencias, observaciones o simples
palabras tomadas de sus mentes o inspiradas por ellos. Para cubrirme de
cualquier acusación de plagio, voy a citar aquí sus nombres: Luis Segalá y
Estalella (en dos versiones); Emilio Crespo Güemes; Agustín García Calvo;
Emiliano Aguado; Anónimo de Art Enterprise; Óscar Martínez García;
Joachim Latacz, Barry Strauss, Michael Siebler, Gisbert Haefs; Luciano de
Crescenzo; Bernardo Souvirón Guijo; Alessandro Baricco; Carlos García
Gual; Robert Graves; Quinto de Esmirna; Javier García Sánchez; Harold
Bloom; Joaquín Sanmartín Ascaso, que me trajo noticias de Uruk-Kulaba,
vieja ciudad del viejo país de Súmer; Jacqueline de Romilly; Constantinos
Petros Fotiadis Cavafis, ya aludido, Irving Stone, Alberto Manguel, Colleen
McCullough, Leonard Cottrell, Nic Fields, et alia, como cláusula residual, de
cuyos nombres no puedo acordarme.
Llevo, pues, en Ilios, en total, nueve años. Nueve magníficos años,
nueve. Os decís [os veo y escucho, recordadlo] que vaya coñazo nueve años
con el mismo libro. ¡Cuán equivocados estáis! Nunca es el mismo libro.
Pensad en el ajedrez: se enfrentan dos mentes, con dieciséis piezas cada una
(treinta y dos en total) en un campo de sesenta y cuatro casillas, y con ese
material, una vez iniciado el juego, no sé cuantos millones de posibilidades se
abren, lo que hace estadísticamente imposible que existan dos partidas
idénticas. Pensad ahora en la Ilíada: también se enfrentan dos mentes -Homero
y el lector- a lo largo de ¡15.693! versos, -mi cuenta coincide con la del amigo
Latacz, lo que es garantía de corrección-, que tratan de lo humano y lo divino;
pensado lo cual, y considerando el antecedente ajedrecístico, decidme ¿qué
posibilidad hay de realizar dos lecturas idénticas?, ¿de que cada vez leamos el
mismo libro? Y no me estoy refiriendo a la traducción que elijamos. Os pongo
un ejemplo [y ya me fastidia porque es adelantar lo que ha de venir -el
Porvenir, ¡va por ti, Túa, que tiñes de blanchot la Literatura!-, pero vuestra
incredulidad me obliga a ello]. Cualquiera de vosotros, los amigos Souvirón y
Baricco a la cabeza, se dejarían cortar la misma defendiendo que en la Ilíada
los dioses limitan la libertad, y por tanto la responsabilidad, de los hombres,
que, velis nolis, se ven forzados a ejecutar lo decidido por aquéllos. Y con esa
idea la hemos leído, valorado y obtenido conclusiones. Eso estaba bien, estaba
bien, de esa opinión participaba yo también, y me había condicionado las
lecturas que llevaba hechas (las que realicé mientras vivía en el Arrabal). Pero
un buen día, recién iniciada una enésima lectura (ya en la Ciudad Baja), en el
canto I, al tratar del enfrentamiento de Aquiles con Agamenón en la
Asamblea, cuando aquél está a punto de sacar la espada para cepillarse allí
mismo al Atrida, y del Olimpo baja la ojizarca Atenea para asistirle y evitar el
regicidio, me topé con el verso 207 y leí: “Para apaciguar tu furia, si obedeces,
he venido del cielo”. Sí, sí, habéis leído bien: “si obedeces”, y es algo que
afirma la propia diosa. No me lo podía creer. Era la traducción de Crespo y
busqué confirmación. “Vengo del cielo para apaciguar tu cólera, si
obedecieres”, me dijo Segalá. “Del cielo he venido, a hacerla cejar [la ira], si
bien haces caso”, me cantó García Calvo. “He bajado del cielo para aplacar tu
ira, si obedeces”, me narró Martínez García. No había duda. La intervención
de la diosa no obligaba, como obligación ineludible, fatal, siempre con
problemas, a Aquiles a actuar en el sentido por ella querido. En su mano, en la
de Aquiles, estaba obedecerla o no. Era libre, luego era responsable, luego los
personajes de la Ilíada no eran marionetas manejadas por la Compañía de
Títeres “Los Olímpicos”. A partir de ese momento leí una Ilíada distinta, bien
distinta, de las que llevaba leídas. Pues bien, en cada lectura, total o parcial,
que he hecho en estos nueve años que mi afán dura, siempre, siempre, en cada
una de ellas, bueno, para no mentir, en las hechas desde que me trasladé a la
Ciudad Baja, me he encontrado con algo en lo que no había reparado antes y
que me ha cambiado la percepción que de la Ilíada tenía. 15.693 hexámetros, y
no todos del mismo padre, dan mucho, pero que mucho juego. Claro, que esto
es la Ilíada de Homero y no Beatriz y los cuerpos celestes de Lucía Etxebarría.
[¿Qué, convencidos? ¿Que no? Pues lo siento, pero no puedo hacer más]
Bueno, ya estáis al tanto de cuál ha sido, y es, mi vida en Ilios, de cómo
es esta ciudad en el tiempo que la habito, de cómo son sus gentes, de las
amistades que he trabado, de las sucesivas casas que he habitado, que es lo
mismo que decir las diferentes lecturas de la Ilíada que llevo realizadas y de
los frutos que de las mismas he recolectado, entre los que no se cuenta,
todavía, mi centro de gravedad permanente, over and over again. Hora es de
que, pese a no ser uno de los Herman’s Hermits, ni siquiera de los Cuatro de la
Torre -gracias Pedro Arregui, Juan González y Bajito Furrielillo, que a la
memoria pusisteis música-, os cante las siluetas que aquí he visto. Pero a ello
me pondré otro canto.
Concluyamos la partida de hoy, guardemos en su caja, confusas, las
15.693 piezas, y demos ocasión a que el peón de negras, el de Rey, pequeño y
cabezón, sueñe, enamorado mecánicamente, con su Reina, o, quién sabe, con
la opuesta Blanca.































CUENTO IV
CONSUELO DEL AFLIGIDO

Antonio Spínola, general de la República de Génova -no confundir con
el homónimo y homólogo mílite portugués, monoculado y clavelino, de
muchos años después-, un día del verano del año 1304, sobre las dos o tres de
la tarde, en la llanura cercana a Gallípoli -frontera, por cierto, a Troya,
Helesponto mediante-, vio venir contra sí, desde una distancia de unos treinta
metros, a Ramón Muntaner hecho lo que en verdad era: un almogávar,
energúmeno, vociferante y blandiente de terrorífica hacha. El Spínola llevaba
todo el día combatiendo, estaba cansado y sudoroso y tenía la boca seca,
pastosa: escupía algodón. Le abandonó el vigor y bajó su espadón. Sabía que
le quedaban treinta metros lisos de vida. Resignado, se dijo:
“¡Me cago en la puta! ¡Joder! He venido con veinticinco galeras, unos
cuatro mil hombres de lucha -contando por lo bajo- y cuatrocientos caballos.
Ellos eran cien hombres viejos, con treinta caballos, y dos mil ciento veinte
mujeres. He asaltado la ciudad, varios intentos, y me han rechazado; y ahora
han salido unos noventa salvajes -contando por lo alto- hechos una furia, y nos
están dando la del pulpo. Nos han matado a unos tres mil hombres y nosotros a
ellos tres mujeres y un perro pulgoso de nombre Montjuich. ¡Pero quién me
mandaría a mí...! ¡Me cago en Andrónico Paleólogo y en toda su puta
parentela! Por lo menos, que esa perfecta bestia que se me viene encima a todo
matar sea certera y acabe de un golpe con toda esta mierda”.
Quedaos con esa imagen de fracaso y desánimo. Lo que vino después es
fácil de imaginar y además no importa [llegó Muntaner, el defensor de
Gallípoli, el mal acompanyat de homens y ben acompanyat de fembres, montó
el brazo derecho, levantó el hacha y la descargó con saña y rabia mucho más
que inhumanas, con saña y rabia humanas, sobre la cabeza de Spínola,
destrozándosela]
Unos jóvenes Juan González, que rarezas ya criaba, Túa Blesa, que a
epatar burgueses comenzaba, y Alfredo Álvarez, que todavía por irreductible
galo se tenía, solteros aquéllos y casado y padre reciente éste, una agradable
madrugada de una apenas nacida primavera de 1977, pecios de una reunión de
amigotes, fueron expulsados por Pedro Arregui, que con el sentido común
siempre anduvo hermanado, de su casa, en la que había tenido lugar el
simposio. En plan Yahveh desalojador de Paraísos les señaló, imperioso, la
escalera que conducía a la puta calle, después de haberles facilitado, siempre
padre/madre providente, una botella de amable naranjada y otra de llameante
vodka, ambas ya en las últimas, además de vasos, de cubitos de hielo y de las
llaves de su coche, cuya localización les indicó, no para usarlo, sino para dejar
en él las botellas y vasos, una vez que su natural misión hubiesen cumplido.
Bebido el estrambote, los tres amigos se pusieron en marcha, primero, hacia la
casa de Alfredo, único de los tres, dicho queda, con responsabilidades
familiares, por lo que gozaba de preferencia para reintegrarse al hogar. Pero se
dio el caso de que la noche era todavía negra, como alma de pirata, que el
alcohol había sido mucho, como la mies en el campo o la dicha en la ducha, y
que los tres eran extranjeros en el Barrio de Miraflores donde se ubicaba la
casa de Pedro. Intentaron salir del laberinto, pero, sin hilo ariádnico que los
condujese, deambularon perdidos largo rato, enredándose más y más en la
maraña de calles, hasta que empezó a amanecer, momento en que Túa,
subiéndose a un montón de tierra que junto a ellos se alzaba, y con cara de
decir eureka, extendió sus brazos en cruz, al tiempo que proclamaba “se pone
la mano derecha hacia donde sale el sol -punto que buscaba girando como
derviche-, y será el Este; a mano izquierda quedará el Oeste; al frente el Norte
y a la espalda el Sur”. Su entusiasmo se vino abajo cuando Juan y Alfredo le
hicieron ver que les importaba un huevo su dominio cardinal, e incluso el
teleogal, ya que, ignorando, como ignoraban, dónde estaban, era imposible
saber si la casa de Alfredo quedaba al Norte, al Sur, al Este o al Oeste. Los tres
amigos tomaron asiento en el bordillo de una acera y quedaron cabizbajos y
cariacontecidos.
Quedaos con esa imagen de confusión y abatimiento. Aunque como lo
que vino después no es fácil de imaginar y sí importa (a mí, que es como decir
al mundo), os lo voy a contar: la del alba, pues, era, cuando Alfredo, alzando
su mirada al Cielo, lamentándose callado de que ya nunca más iba a ver a su
bien amada esposa ni a su tierna hija, atinó a vislumbrar, allá en la lejanía, la
imagen de una torre cilíndrica de metal, en la que reconoció, la luz iba a más y
el alcohol a menos, el llamado “Gasógeno”, que recordó vecino al Colegio de
Corazonistas -en el que había estudiado antes de ir al Instituto-, y en cuya
cercanía se encontraba su casa. Ese punto fijo no más, arquimédico, movió a
los amigos. Bajo su dirección, al tiempo que sus relojes marcaban las ocho de
la mañana, el trío torció la esquina, viniendo de Paseo de la Mina, de San
Vicente Mártir con Francisco de Vitoria, calle en la que, a unos veinte metros
del chaflán dicho, vivía Alfredo. Abría la expedición éste; le seguía Juan que,
portador de una vara, aguijaba a aquél, boyuno, para que acelerase el paso; y
cerraba la marcha Túa, reidor de la escena. Completados los noventa grados
del callejero ángulo, Alfredo oyó a sus espaldas -puede que fuese Túa, de
notable cobardía- “¡ostras..., tu mujer!” Al volver la vista atrás, Alfredo vio las
suelas de los zapatos huyentes de sus dos amigos deshaciendo la esquina
recién tomada; y al alzarla, el rostro catónico de su mujer asomada al balcón,
contemplando la deshecha procesión. Ya en casa le cayó, con toda la razón,
una buena, que soportó con la dignidad que su estado y la ocasión le
permitían; y concluido el conyugal rapapolvo, gracias a que el tiempo
transcurrido a la intemperie y la caminata habían borrado los efectos del
alcohol, Alfredo le espetó un defensivo “encima de que vengo a darle el
biberón a tu hija”, lo que era cierto, pues, en el reparto desequilibrado de las
funciones domésticas, él se encargaba del alimento de maitines de su
primogénita Patricia, poniéndose de inmediato a la tarea y dejando a su mujer
instalada en un silencio que duró varias semanas.
[Os he dicho que lo que seguía a la imagen, a retener, de los tres amigos
cabizbajos y cariacontecidos era importante, porque lo sucedido fue la primera
representación de la función teatral que Mariajo y yo venimos escenificando
desde entonces con periodicidad trimestral, ¡y han pasado más de treinta años!
Yo vuelvo a casa de estar con los mismos amigos “pasadas las tantas” e
incluso las cuantas; Mariajo me dirige sus justos reproches: “siempre igual, no
cambiarás, yo esperando preocupada, piensa alguna vez en mí, venga a fumar
y beber, te estás matando”; le suelto en respuesta una frase rotunda, brillante,
epitafial; ella se enroca en el silencio; yo le imito el movimiento; y al tiempo,
cada vez más breve, reanudamos como si nada la normal convivencia,
quedando emplazados para la próxima]
Bueno, a lo que iba. ¿Imagináis cuál sería la expresión de Antonio
Spínola mientras reflexionaba esperando su cita con la Muerte? ¿Imagináis
cual sería la expresión de los tres amigos sumidos en la desorientación
desesperanzada de encontrar el rumbo correcto que les llevase a casa de
Alfredo? Eso, que os las imaginéis, es lo que he pretendido con los dos
cuentos, traslación, el primero, por “amplificatio” -que diría Túa- de un pasaje
de la novela Bizancio de Ramón J. Sender, y, el segundo, textual de una
vivencia personal.
Y vienen a cuento los cuentos porque cuento, creo que sobrado de
fundamento, con que la visita guiada a Ilios, a que os he forzado en el cuento
anterior, os ha sacado algo de la trama que estoy urdiendo. Retomémosla:
fracaso (sensación de), desánimo, confusión, desorientación y abatimiento,
sensaciones arriba escenografiadas en las dos narraciones, llenaban, hasta
rebosar, mi mochila cuando inicié el viaje, llamadlo aventura, en busca del
centro de gravedad permanente, over and over again, perdido, o nunca tenido,
mediante la apertura de la Ilíada colegial, institutil sería más adecuado, de la
Colección Austral, traducción de Luis Segalá y Estalella. Si mantenéis en la
mente cuál era mi equipaje, disculparéis que me sirviese del libro como si de
un manual de autoayuda se tratase. Entended, principalmente tú, Homero, que
andaba muy necesitado de alivio para las muchas heridas que laceraban mi
alma y que, al fin y al cabo, era vecino del tosco Arrabal de Ilios, no de la más
cultivada Ciudad Baja, ni, mucho menos, de la aristocrática Ciudadela, por lo
que me disculparéis, tú también Homero, que tomase la Ilíada como una
especie de cataplasma confortativa, que es una forma, y de las crueles, de
humillar un libro de Literatura -y no me negaréis que la Ilíada lo es-, ya que si
algo caracteriza al arte de tal nombre es, precisamente, ser un discurso
autorreferente, no pragmático, carecer de un fin práctico inmediato, útil para la
acción. La buena Literatura -aclaro que para mí, y que, tolerante que soy,
admito cualquier otra opinión equivocada en contra-, la única Literatura, ha de
mover a la reflexión, nunca a la acción -al menos inmediatamente, que
mediatamente no lo censuro-. Mi concepto de la Literatura -y este es un punto
que me gustaría dejar sentado con rotundidad-, coincide con la definición que
Josep Pla, simplificador de la vida, da de la Música, en general y de la del
maestro Garreta en particular: “el arte de numerar (‘palabrar’ en nuestro caso)
el bramido interno, sordo y terrible del mundo que hace que nos demos cuenta
de cómo estamos hechos por dentro”. Que ello nos conduzca, después, a la
acción, en cualquier sentido, o a la inacción, es cosa de cada uno, no de la
Literatura.
[Como tenemos tiempo y nadie nos encorre, merece la pena pararnos a
considerar qué sea, y qué no, Literatura y cómo hemos de acercarnos a ella. Es
evidente que no todo lo escrito es Literatura. ¿Dónde su ser? Sirvámonos de
ejemplos. Aquel cartel que solía adornar, en otros tiempos, las ventanillas de
los trenes sabinianos que nos llevaban hacia el Norte, y que rezaba “es
peligroso asomarse al exterior”, aunque excedía de la mera admonición
administrativa, que era su verdadera naturaleza, y en lectura profunda y
traslaticia podía convertirse en máxima digna de uno de los siete sabios de
Grecia -de Bías González, pongo por caso- que nos abismase a sesudas
reflexiones, tan profundas, o más, que el “conócete a ti mismo”, ese cartel, os
decía, no es Literatura, pues en cualquier caso tenía su finalidad fuera de sí, en
el actuar inmediatamente en un sentido determinado. Sin embargo la travesura
de Valle-Inclán, cantando a su Musa moderna que enarcaba la pierna, se
cimbraba y ondulaba, combaba y achulaba, con el ringo-rango rítmico del
tango, y recogía la falda detrás, ésa no sirve absolutamente para nada práctico,
pero es Literatura, de la buena, de la única, como enseñaba el profesor Alda -
¡cómo no!- en el Instituto Goya, que, además, resume el concepto que de ella
tenía don Ramón María, en justificación de los temas de los que se ocupaba y
de las formas en que lo hacía. Ciertamente, la Musa inspiradora de Homero
difería de la que se valía el segundo manco más grande que ha conocido
nuestra Literatura]
[Ahora que he hablado de carteles advertidores y de Literatura, me viene
a los dedos, pulsadores de teclas, un sucedido que no puedo callar, pues ilustra
la enorme importancia que tiene el escribir bien, más cuando de prescripciones
se trata. Y como seguimos poseedores de tiempo y faltos de perseguidores, me
pongo a ello:
[Soy de cagar hogareño. Odio, y me resisto hasta el heroísmo, hacerlo en
un váter que no sea el de mi casa o el de la habitación del hotel en que
accidentalmente more -creo a pies juntillas en la veracidad del precinto que
exhiben-. Con la anterior proclama de mis costumbres escatológicas
comprenderéis hasta qué punto andaba apremiado y urgido cuando, recién
iniciado un viaje en tren -Altaria para más señas- que había de llevarme desde
Valencia, o Alicante (esto no lo recuerdo bien), hasta Madrid, en unas cuatro
horas, me levanté de mi asiento y me fui a la cabineta de los servicios. Cuando
ya estaba mentalmente preparado para satisfacer de inmediato mi necesidad,
es decir, que ya me daba por cagado, reparé en el letrero que había sobre el
retrete, y que rezaba “No arrojar residuos sólidos”. Su lectura me dejó helado.
No arrojar residuos sólidos, me repetí apretando el impaciente culo. Aquella
orden me impedía, ¡nada menos!, que depositar en el retrete residuos sólidos.
O sea, el resultado de la descomposición o destrucción de una cosa, cuya
consistencia fuese firme maciza, densa y fuerte. Por lo tanto, en el dicho
receptáculo, sin contravenir lo establecido, podía mear, pues la orina, aun
siendo residuo, es de estado líquido; podía también pederme, dado que la
ventosidad, igualmente residual, se presenta en estado gaseoso. Y podía hasta
incluso defecar, siempre que la deyección fuese diarréica. Pero sabiéndome
más proclive al compacto zurullo que a la desleída cagalera, me dije que, si me
sentaba y obraba, lo que arrojaría, con probabilidad rayana en la certeza,
habría de ser residuo sólido y bien sólido, consistente, con lo cual infringiría la
prohibición. Tened en cuenta ahora, para valorar lo que sigue, que nací en
tiempos del franquismo, de padre autoritario, y que de la Ley hago mi
profesión, lo que me lleva a respetar cualquier norma que me impongan, sobre
todo si a la regulación de la convivencia se refiere. Me sumí en tremenda
duda. Sin exageraciones, os digo que me sentí una versión fecal del Príncipe
de Dinamarca. ¡Cagar o no cagar! Ahí estaba el problema. ¿Qué era más
levantado para el espíritu: cumplir al pie de la letra el precepto, ciertamente
absurdo, que me impedía aliviar el bajo vientre en un receptáculo que era
apropiado, dando así satisfacción al imperio de la Ley, o, haciéndole frente,
poner el huevo que demandaba naturaleza, ya con exigente apremio?
Vencieron Franco, mi padre y la Ley, y me abstuve. Durante todo el trayecto
mantuve retenido al monstruo que sentía ya asomante. Ítem en mi corta, pero
cercana a la media hora, permanencia en la estación de Atocha -¿habéis
visitado sus servicios?- a la espera de la salida del tren que había de
conducirme a Zaragoza, que era el final de mi viaje. Ítem más en el AVE,
donde ni intenté el desahogo: si en un Altaria estaba proscrita la vertencia de
zullas, me dije, ¿qué menos en un AVE, casa del marquesiño onde ni un peido
se pode botar? Prietas las nalgas, como si de una falange de hoplitas se tratase,
aguanté todo el viaje angustiado por el recuerdo ominoso de mi gran amigo
Martín Romaña y del fecaloma que se le produjo por una prolongada retención
de heces y que lo puso a las puertas de la muerte. Con sudores, mantuve el
retenimiento en el taxi que me condujo a casa. ¡Nunca tardó tanto un ascensor
en subir cinco pisos! ¡Nunca tardó tanto un tonto en encontrar llave y
cerradura! ¡Nunca nadie fue tan rápido en bajarse pantalón y calzoncillo y
precipitarse desde el vestíbulo de una casa al cuarto de baño! ¿Sabéis lo que
es, y lo que duele, un empalamiento inverso? Pues yo sí. ¿Habéis tenido una
experiencia escatológico-masoquista? Pues yo sí. El harto dolor del orto, al
salir, furiosa y rompedora, la defecación, se unió, haciéndose ambos uno, al
placer del alma ensanchada hasta el infinito por la onda expansiva de una
explosión de libertad. Incluso por un momento llegué a creer que levitaba.
Pero no hubo tal; simplemente había olvidado levantar la tapa del váter y fui
alzado por la excrementicia pértiga.
[Todo lo anterior se hubiese evitado si el cabrón del cartelista aquél del
tren Altaria hubiese tenido más pericia en su oficio y, afinando el concepto -
esencial cuando de expresarse se trata-, en vez de “no arrojar residuos
sólidos”, hubiese escrito “no arrojar nada que no salga de su cuerpo”, que
mejor cuadraba al propósito que le animaba. Tomen buena nota, sobre todo los
que a legislar se ponen, y, por favor, no la caguen]
Pero volvamos a nuestro guadianesco tema. Estábamos en que con mi
equipaje colmado de fracaso, desánimo, confusión, desorientación y
abatimiento, llegué a Ilios y me avecindé en su Arrabal, lo que es tanto como
decir que en las primeras lecturas completas y cabales que hice de la Ilíada, la
traté, ¡mea culpa!, como si fuese un manual de autoayuda. Para mi espíritu,
cobarde, derrotado y tristón, tendente, ante la adversidad, al ingreso en cama,
al lamento continuado y al temor del próximo combate que Destino me
deparase, del que ya me tenía por perdedor, añadiendo, en proceso de
magnificación, a las derrotas pasadas, las vigentes y juntando a ambas las que
estaban por venir, para mí, que tal era, fueron bálsamo de Fierabrás las aguas
de valentía que brotan impetuosas, incontentas, del manantial de la Ilíada.
Saber que “poco duele la flecha de un hombre vil y cobarde”, me alivió;
que “en el combate los hombres se hacen ilustres”, me alentó; que “no es
propio de mi estirpe batirse en retirada ni amedrentarse, aún está firme el brío
en mi brazo”, me fortaleció; que “del que huye no sale gloria ni remedio”, me
tonificó; que “aunque nos dobleguen, que al menos no capturen sin esfuerzo
las naves de buenos bancos”, me levantó; que “son los cobardes quienes se
alejan del combate, y el que se porta con bravura en la lucha debe resistir a pie
firme, tanto si le hieren como si hiere a otro”, me robusteció.
Héctor, cuyo penacho tremola, me puso un estimulante rejón, cuando
rechaza la súplica de su mujer Andrómaca de que rehúya el combate en el
llano y reste intramuros: “También a mí me preocupa todo eso, mujer; pero
tremenda vergüenza me dan los troyanos y troyanas, de rezogantes mantos, si
como un cobarde trato de escabullirme lejos del combate. También me lo
impide el ánimo, pues he aprendido a ser valiente en todo momento y a luchar
entre los primeros troyanos, tratando de ganar gloria para mi padre y para mí
mismo”.
Y la definitiva puntilla vivificante me la dio -¡quién lo iba a leer!- el
artimañoso Odiseo: “Se debe enterrar con ánimo fuerte al que muere y llorarle
un día; y luego, cuantos hayan escapado del combate funesto, piensen en
comer y beber para vestir otra vez el indomable bronce y pelear continuamente
y con más tesón aún contra los corvitogados jueces”.
[Seguro que vuestra perspicacia os habrá advertido de que difícilmente,
en un contexto de guerra, podía Odiseo, por mucho que fuese su ingenio,
mentar como adversarios a los jueces de toga de cuervo. Y efectivamente, así
es: la mención a los melanios decididores es mía, sólo mía, pues los tenía y
tengo, y en verdad lo son, por mis frontales enemigos, que habían sido la
causa inmediata -la mediata fue mi natural cobarde- de la pájara psíquica que,
andando y desandando caminos, dio ocasión a mi peregrinación a Troya. ¡Una,
cien y mil veces malditos jueces! Pues habéis de saber que la verdadera bestia
negra del abogado no es el colega contrario, sino el juez, pues es a éste, y no a
aquél, a quien hay que tratar de convencer. Y a un juez, os lo juro por lo más
sagrado, no se le convence nunca, simplemente se coincide con su parecer (en
cuyo caso ganas el pleito) o se discrepa (en cuyo caso lo pierdes, y con
costas). Pero convencer a un juez de que la opinión que ya tiene -todo juez es
un prejuez- es equivocada, y de que hay una apreciación más lógica de las
pruebas o una interpretación más acertada de la Ley a aplicar que las que él
tiene, es trabajo que ni al portentoso Heracles, siendo de la estirpe de Zeus, le
impusieron. ¿Cómo va a ser posible -se dicen los magistrados- que exista una
interpretación de los hechos o del Derecho que a él o a sus cómitres, siendo
quienes son, jurisperitos de ciencia contrastada, avalados por haber superado
una dura oposición, no se les había ocurrido? Su razonamiento es sencillo: soy
sabio, ya que me lo ha dicho el Estado y por tanto poseo y administro la
certeza, pues tal es la esencia de la sabiduría (premisa mayor o grande); lo que
este abogadillo sostiene no coincide con lo que tengo por cierto (premisa
menor o chica); luego es evidente que él está en un error (conclusión a pares).
He ahí el juego. Y eso es lo que me desespera de ellos: su falta de honradez
intelectual para confrontar de igual a igual sus opiniones y razonamientos con
los que se les oponen, y reconocer, en su caso, que él estaba equivocado. ¡Ay,
ay, jueces soberbios y rutinarios, tragajamones y tontigados, que, igual seáis
hombres que mujeres, jóvenes, maduros o ancianos, cuando falláis folláis y
cuando folláis falláis! ¡Enderezad vuestros veredictos y del tuerto juicio
olvidaos, pues quien busca el mal de otros encuentra el propio! ¡Mirad que
Zeus guarda rencor a quienes, juzgando en plaza, los juicios fallan a tuerto y
destierran la Justicia!]
¡El valor! Ése fue el primer fruto -hubo otro, que otro canto merece-
recolectado de las inciales lecturas de la Ilíada en el Extraradio. Lecturas
arrabaleras, superficiales y utilitarias, pero que me vinieron como anillo al
dedo. Me sacaron de la cama y me pusieron en pie. Me desnudaron del miedo
y me vistieron del indomeñable bronce
Desde tales lecturas, por ellas, fui Otro. Otro, sabedor de que más que
las armas de que uno dispone, importa el vigor con que se empuñan; que en el
territorio de los héroes entra, no quien triunfa, sino quien combate y ni teme ni
huye; que el ardor y el brío han de estar siempre presentes; y que aunque la
vida nos doblegue, no ha de hacerlo sin esfuerzo.
Provisto de tales saberes, me encaré con los peligros de mi vida, les miré
torvo, retador y toruno, y les espeté amenazante y hectóreo: “No habéis
resultado ser más que unos charlatanes y unos embusteros que queríais
asustarme para hacerme olvidar la furia y el coraje. No será por la espalda y
huyendo como me clavaréis la pica; ¡en el pecho, según vaya contra vosotros
en derechura, hundídmela, si es que podéis! Pero primero guardaos de mi
broncínea lanza, arrojada por mi, desde ahora, poderoso brazo”.
Y los peligros, al oírme, no corrieron fugitivos, que ahí siguen
acechándome, pero se quedaron atónitos. Atónitos…, y acojonados, ante el
héroe. “Nacido para vivir”, reza el lema que lleva inscrito mi casco, aterrador
y rutilante, por supuesto.






























CUENTO V
ÉPICOLÍRICO

Me dejasteis, compañeros, al final del cuento que a éste precede, con
ardor guerrero vibrante en la voz, de amor iliósico henchido el corazón y
entonando el himno sagrado y santo del valor. Vamos, para entendernos, épico
perdido. Y de infantería, hoplita, por más señas. Pero en mis segundas
lecturas, todavía arrabaleras, la cosa, o sea, la Ilíada, cambió, y se me hizo
lírica.
Épica…, lírica… ¿Pero de qué estoy hablando?
Todos somos, como lo fue el Fary, que toritos abotina, taxistas, esto es,
en su más pura significación etimológica, adictos o partidarios (-istas) de la
ordenación (tax-), de la clasificación, de la catalogación, del encasillamiento, y
para ello nos valemos de la técnica de la definición. No somos dioses, lo in-
definido nos da pánico, y por eso nos afanamos en definir todo, en poner a las
cosas un finis, un límite. La de-limitación es nuestro empeño. Y en el empeño
empequeñecemos las cosas, el universo, sin saber que, con ello, nos reducimos
nosotros mismos. ¡¿Pero cómo podemos ser ser tan tontos, tan lilís y tan
putienses…?!
Pues siéndolo. Nos creemos que cuanto más definimos, más sabemos. Y
no hay tal.
Esa fiebre taxodefinidora -y es Túa Blesa, rubicundo de artificio, quien
guía mis pasos- nos ha llevado en Literatura a inventarnos “géneros” y
“subgéneros”: poesía, novela, teatro, ensayo, épica, lírica, tragedia, comedia,
aventurero o bizantino, realismo ordinario, realismo mágico, ciencia-ficción,
policíaco, intimismo etc. Bien es verdad que la culpa, toda la culpa, nos es
nuestra ni de ahora, sino que viene -¡cómo no!- de los griegos y de antes.
Cuando los helenos inventaron -que tanto vale por idear como por descubrir- a
los dioses, al llegar a las Musas, amparadoras de artes y ciencias, no se
contentaron con una sola para la Literatura, sino que crearon nada menos que
¡cinco!: Calíope para la poesía épica; Talía para la comedia; Melpómene para
la tragedia; Erato para la poesía lírica; y Polimnia para las odas. Y en eso
seguimos.
Mala cosa es ésta de las etiquetas, ya que, querámoslo o no, el
marchamo puesto a lo que leemos, condiciona, determina quizá, lo que
leemos. La Ilíada, sin ir más lejos. El que se acerca a ella por primera vez, a
poco instruido que sea, sabe -se lo vienen diciendo desde hace siglos- que es
un poema épico, y, consecuentemente, en su lectura sólo ve guerra, soldados,
valentías, cobardías, victorias, derrotas, crueldades, muertes, sangre, armas,
combates. Y claro, leída así, poca diferencia encuentra con las hazañas del
capitán Johnny Comando y del sargento Gorila que, si el lector de que os
hablo tiene mis años, divirtieron su infancia. Resultado: el sexo femenino no
se acerca a la Ilíada -guerras y brutalidades- y el masculino no la ha leído, la
ha mal-leído, ya que la Ilíada, como dice mi amigo Siebler, convecino de
Troya, es la madre de la lírica, de la novela, de la tragedia y de la comedia:
algo, bastante, más que un tebeo de guerra.
[Para mi amigo Túa, que al extremo las cosas lleva, no sólo es que no
existan los géneros y los subgéneros literarios, sino que ni tan siquiera existe
la Literatura como algo esencialmente diferenciado: para él sólo existe el
ARTE que, eso sí, se expresa de distintas formas. Yo, la verdad, no llego a
tanto; soy más bien de la escuela de Dionisio Sanchez, histrión que largos
bigotes peina, de quien escuché que, tratándose de Literatura solo existe la
prosa y la poesía: si el renglón llega hasta el borde de la página, prosa; si no,
poesía]
Así que, huyendo de las definiciones que empequeñecen, corrijo el
comienzo de este cuento: en mis segundas lecturas arrabaleras, la Ilíada se me
hizo, como os lo diría, se me hizo…, “bonitas palabras”, sí creo que ésta es la
expresión correcta: “bonitas palabras”.
De esto sabe mucho mi amigo Bajito, el feliz casado al segundo intento.
De él os diré que, en lo que lee, le importa un rábano el contenido: hecho un
verdadero sirex, sólo va a la busca de “palabras bonitas, bonitas palabras”. Los
días festivos y soleados sale a la terraza de su casa, de ignífugos muros, en
picada pelota, una bota Panamá atada a la cabeza por toda veste, en las manos
su Ilíada -la traducida por Emilio Crespo-, y, muecín helénico, potente
declama a los tejados que le escuchan cosas como éstas:

“Resonaron las flechas sobre los hombros del dios irritado,
“al ponerse en movimiento, e iba semejante a la noche”.

“Y tras subir, comenzaron a navegar por las húmedas sendas”.

“…, como cuando el Zéfiro disipa las nubes
“del blanqueador Noto, al golpearlas con un denso vendaval,
“el crecido oleaje rueda hinchado, y la espuma en las alturas
“se esparce bajo el zumbido del vagabundo viento;
“tan espesas eran las cabezas que sucumbían ante Héctor”.

“Dijo, y el hijo de Crono estrechó a su esposa en los brazos.
“Bajo ellos la divina tierra hacía crecer blanda yerba,
“loto lleno de rocío, azafrán y jacinto
“espeso y mullido, que ascendía y los protegía del suelo.
“En este tapiz se tendieron, tapados con una nube
“bella, áurea, que destilaba nítidas gotas de rocío”.

“Estaba ávido de ganar gloria
“el Pelida, e iba manchando de mortandad sus inaferrables manos”.

Por mi parte, para esta lectura, digamos de continente o puramente
estética, me decidí por la traducción de García Calvo. La abráis por donde la
abráis, oiréis, más que leeréis:

“Y una vez que ellos llegaron a un mismo trecho a encontrarse,
“pegaron broquel a broquel, lanza a lanza y coraje a coraje
“de cotibronceños guerreros; y, los escudos bombantes
“al entrechocar, retumbando queda estrépito grande.
“Allí a la par quejido se oía y grito triunfante
“de hombres matando y muriendo; y corría la tierra de sangre”.

“Y, tal como lústrego fuego de valle en valle se ensaña
“de un monte reseco, y la honda espesura toda se abrasa,
“y el viento en tropel por doquiera rebulle atizando las llamas,
“tal él, igual a un demonio, bullía doquier con su lanza,
“tras los que mataba avanzando; y la negra tierra sangraba”.

“mas con la otra [lanza] en el brazo derecho arañóle de herida
“el codo; y saltó neblinegra la sangre; y, volando por cima,
“en tierra hincada quedó, anhelosa de más carne viva”.

“Mas, de que, el uno al otro avanzando, estuvieron encima,
“primero el pie-fuerte celeste Aquiles así le decía:
“<¿Quién eres tú de los hombres, que osaste alzarte a mi vista?
“De tristes padres son hijos los que a enfrentarme se animan>”.

¡Oh, hi de pu, qué forma de decir las cosas! ¡Y cómo asciende y se
esponja el alma! ¡Y cómo el sentimiento se hermosea!
Sí, vale, estuvo bien, muy bien incluso, esta mi segunda lectura en el
Arrabal. Pero no olvidemos que lo que me había llevado a la Ilíada era la
búsqueda de un centro de gravedad permanente, over and over again, y, de
eso, nada de nada. Mucho ánimo fortalecido, sí; mucha sensibilidad refinada,
también; pero seguía desorientado, inquieto, ansioso, inseguro, confuso,
desconcertado ante la vida. Pero no me desanimé. Repasé las conclusiones de
las que os he dado noticia en cuentos anteriores y me reafirmé en ellas. Por
exclusión de la Religión, la Filosofía y la Ciencia, el remedio a mis males
estaba, debía estar, sin duda, en el Mito, y por él, en la Ilíada. Si no lo había
encontrado, la culpa era sólo mía. Claro que qué más podía hacer
leyendoviviendo en el Arrabal. Me dije que tenía que hacer una lectura más
profunda de la Ilíada, pero eso era imposible mientras viviese en el extrarradio
de Ilios. Era necesario entrar en la Ciudad Baja. Pero ¿cómo, si no sabía la
contraseña que me permitiese franquear las puertas? Finalmente lo conseguí.
Pero ese será el cuento de otro día, que por hoy el sol ya baja a
guardarse. Respetemos la noche recontando los tesoros que hemos
descubierto:
“Así en el polvo, al pie uno de otro, tendidos los pares
“quedaron, guiones el uno de Egeos broncisonantes,
“de Tracios el otro. Y en torno otros muchos morían matándose”.























CUENTO VI
CONVEXOS

En verdad, en verdad os digo, Buena Noticia que os doy, que escribir es
una aventura apasionante. Fatigosa unas veces, desesperante otras, ingrata las
más; pero apasionante siempre. Practicadla y lo comprobaréis. Todo se debe a
las palabras, a su naturaleza engañosa e ingobernable: dicen lo que ellas
quieren; muchas, incluso, lo contrario de lo que parece; y se niegan, con
frecuencia, a decir lo que queremos. Son muy suyas: aladas y escamosas,
volubles y escurridizas. Por eso luchar con ellas, intentar atraparlas, fijarlas,
usarlas, es emocionante.
Veréis. En este cuento quería tocar los pechos de una mujer...
[¿Lo estáis viendo? Me propongo expresar que en este cuento mi
proyecto era “tratar” de los pechos de una mujer, escribir sobre dicha materia,
que, por cierto, es hermosa forma; por aquello del artificio literario, de mi
gusto -que habréis notado de sobra- por la oblicuidad expresiva, que rehúye
cuando puede el camino recto, he empleado el verbo “tocar”, utilizado en
frases como “no toquemos ese tema”; y ¿cuál ha sido el resultado?, pues que
como las palabras son lo que son y dicen lo que quieren, he dejado escrito que
“quería tocar los pechos de una mujer”, lo cual, os lo juro, no es mi intención
ni mi deseo, al menos hoy y ahora]
…, os decía que quería tocar los pechos de una mujer, por lo que decidí
en un principio titularlo -este cuento- “Senos”, rindiendo así homenaje a
Ramón Gómez de la Serna, inventor de metáforas. Me asaltó entonces la duda
de si el plural, “senos”, estaría correctamente utilizado; es decir, si la palabra
“seno” nombra cada uno de los dos pechos [con lo que el plural sería lo
acertado] o si, por el contrario designa a los dos a un tiempo [con lo que lo
apropiado sería el singular]. Acudí, como suelo, al María Moliner y, antes de
llegar a la cuestión del número -por cierto, admite el singular y el plural- leí
que, en su primera acepción, seno es “cavidad en cualquier sitio o materia” y
que cavidad es “hueco, oquedad, concavidad”, lo que me sorprendió
sobremanera ¿Cómo es posible esto, me dije, si la imagen que tengo de un
seno de mujer -y de algún hombre, pienso en mi amigo Arregui- es todo lo
más opuesto a una concavidad? Luché, pues, con la palabra y puesto que mi
concepto de la “cosa nombrada” era totalmente contrario al significado
primero de la palabra que lo nombraba, me pasé a mi diccionario de
antónimos, que me dijo que en las antípodas de concavidad está “convexidad”.
Regresé a la señora Moliner, que me informó de que convexidad es “cualidad
de convexo”, y que convexo es “redondeado y saliente”, forma, ésta sí, que
coincidía y reflejaba fielmente la imagen ideal que tengo de la materia que
intentaba tratar o tocar: los pechos de una mujer. Y puesto que de ellos iba a
hablar, me volví de mi intención primera y, en vez de rotular el cuento como
“Senos”, me decidí por “Convexos”, que dejo consignado.
Habréis notado, y valorado, la titánica y apasionante lucha que he
sostenido con una palabra -y llevo escritas, y me quedan, unas cuantas-, la
cual, siendo la apropiada y correcta -“senos”-, no decía lo que yo tengo en
mente, para cuya expresión me he visto obligado a utilizar otra -“convexos”-
absolutamente impropia e incorrecta, inusual al menos y contraria a la otra.
Claro que nada de esto hubiese ocurrido de no haber sido por el refinamiento
exaltado de mi sensibilidad estética, cercano a lo superferolítico, que me dejó
la anterior lectura de la Ilíada: si no hubiese descubierto el proceloso océano
de las “palabras bonitas”, habría titulado tranquilamente este cuento como
“Tetas”, palabra sincera donde las haya, que designa, sin anfibología, aunque
groseramente, las ubres o mamas de la hembra de los mamíferos, que es, en
definitiva -y a ver si arranco de una maldita vez-, lo que quiero tocar o tratar,
de lo que quiero hablar.
Os pongo en antecedentes.
Como muchos de vosotros ya habréis deducido de lo que os conté en el
cuento II, milito, conspicuo, en el bando de los pechófilos, es decir, que los
pechos de las mujeres ejercen sobre mí una fuerte, cercana a lo exagerado,
atracción, de la misma manera que otros son muslófilos (mi padre sin ir más
lejos) o culófilos (mi amigo Juan, yendo también cerca: “como dos bolas de
helao”, es su ideal). ¿De dónde me viene la fijación? Mi bien amada Ángela,
la que inconscientes remueve, lo explicará por referencia a la relación con mi
madre y puede que no le falte razón; pero esa razón, de ser cierta -y aún
siéndolo-, por sí sola, no agota las causas de mi obsesión, ya que ésta no se
dirige a cualesquiera pechos de mujer, sino exclusivamente a los grávidos, de
buen tamaño y algo más que un punto caídos, requisitos que no me consta se
diesen en los de mi madre en los tiempos remotos y olvidados que los tuve a la
vista.
Reflexionando hondamente sobre esta característica mía, di con la
respuesta. Los jóvenes varones de mi generación, la nacida recién doblado por
la mitad el siglo XX, llegamos a la preadolescencia, a los once o doce años,
sin haber visto, como en su tiempo se decía vulgarmente, “hoja-pella”
[perdonad la interrupción, pero es que esto de las palabras es magnífico y
merece la pena detenerse en ello: “pella” viene del latín “pila-ae” que significa
“pelota, bola, globo, esfera, y en general toda cosa redonda”, y en castellano se
aplica al conjunto esférico de los tallitos apretados de la coliflor antes de
florecer; por tanto, “no haber visto hoja-pella” vendría a significar no haber
contemplado ni las hojas exteriores de los globos/coliflores de las mujeres, lo
que viene a ser no haber ojeado unas tetas enteras y desnudas. Grandeza del
habla vulgar, sólidamente fundada en el latín y capaz de formar hermosas y
cabales metáforas]. Fueron, aquellos, malos años para el sexo, en los que la
mayor cantidad de carne humana femenina que podíamos ver los chicos era la
que aparecía en las películas “de romanos” [y también las chicas respecto de la
masculina: ¿no recordáis, mujeres que mis años tenéis, la cinta “Hércules”
-“Le fatiche di Ércole”, en el original-, de 1958, interpretada por un tal Steve
Reeves, Mister que fue del Universo en 1950, exhibidor de músculos
increíbles y sólo cubierto en lo pudendo por breve taparrabos?] Entonces no
era como ahora. El sexo, en la realidad, no existía; y en la imaginación era
pecado. Siendo así, me comprenderéis que con doce años, en una visita que
hizo a nuestra casa un tío paterno, apodado “el Callaico”, que era inmigrante
en Suiza y paró de camino a Galicia, al ver a mi padre recibir de él con sigilo,
y guardar luego a hurtadillas, sobre el armario-librería de su despacho, unas
revistas, me dijese para mí, aunque con otras palabras, que ahí había sexo
encerrado, conclusión que obtuve fácilmente ya que en aquellos años la
clandestinidad era nota común y exclusiva de la política y del sexo, y siendo
mi padre conforme con el régimen imperante, la reserva en la recepción y
depósito de las revistas denunciaba claramente ser cosa de sexo.
No me equivoqué. Llegada la ocasión propicia las tomé en préstamo.
Resultaron ser alemanas, y… ¡cómo podría expresar lo que sentí al pasar sus
páginas! Sí, yo ya había visto hermosos escotes, tanto en las películas
nombradas como en las postales de artistas que por unos céntimos -de peseta-
compraba furtivo en la tienda del señor Federico [curiosamente, como supe
años después, mi amigo Juan, el que con Justerini intima, por esa misma época
se aprovisionaba allí también de idéntica materia prima para la construcción
de sus fantasías: está visto que Dios nos cría…]. Pero unas tetas enteras, libres
y desnudas en su dulce y redondeada caída, unas tetas con sus suaves
curvaturas inferiores, sus níveas masas, sus oscuros vértices, vulgarment dites
pezones, y sus rosáceas areolas, todas esas cosas, tan graçiosas, tan fermosas,
como cantó don Iñigo López de Mendoza, el que Santillana marquesea, non
había visto nunca en la frontera de mi adolescencia.
Pero, y aquí viene el quid de la cuestión, no se trataba, ni mucho menos,
de republicanas fotografías de arte por Manasés, ni tampoco de bellas actrices
de Hollywood, ni de jóvenes amateurs -como se nombran ahora en las páginas
guarras de Internet-. No ¡qué va, qué va! Las fotos que allí yo vi eran de
campamentos nudistas, de gente normal despelotada -dando por supuesto que
el despelotarse así, sin más ni más, sea cosa de gente normal- cogida tal cual,
sin poses, en sus diarios quehaceres. Las mujeres -en los tíos ni reparé- que
aparecían eran todas talluditas, las más entradas en años y embutidas en
carnes, luciendo pelo donde el pelo por natura crece -en verdad eran alemanas-
, y víctimas de la implacable ley de la gravedad. Y eran, además, en blanco y
negro. De todo lo cual resultaba una atmósfera descolorida y triste, macilenta
es palabra clave en todo este asunto, pero que en nada empeció a la excitación
sexual que experimenté, si bien quedó -esa atmósfera- vinculada a ella. Sin
duda aquel bautismo en lustrales tetas teutónicas, como bautismo que era, dejó
en mí una huella indeleble que no consiguió borrar ni el ejemplar en color
sepia de un París-Hollywood que el amigo Pedro, dos o tres años después, se
trajo de su primer viaje a Alemania, pasándolo de matute por la frontera -lo
hubieran decomisado-, oculto en la espalda bajo la camisa, lo que causó cierto
sudoroso desastre en la portada, y que nada más llegar nos enseñó a todos los
amigotes juntos, ocasión ésta en que por segunda vez puede ver todas las hojas
de la pella y admirar la belleza que puede crear una mujer refrotándose
merengue sobre los desnudos pechos. ¡Precioso!, sí, pero ni por esas. Mi
desvarío siguió, y sigue, unido al pecho grande, caído y triste: macilento es la
palabra.
Fijados los antecedentes, pasaré a los consecuentes.
Había en el Arrabal de Ilios un garito de strip-tease de nombre “Las
alegres citereas”, en el que unas cuantas pornois, de una en una y por un orden
preestablecido, se desnudaban a ritmo de la música, con las que luego, apenas
cubiertas algunas partes con tenues telas que más mostraban que ocultaban,
podías charlar previo invite a una no barata copa y, si andabas con pasta presta
y eras de su gusto y ellas del tuyo, podías pasar a mayores, no en el mismo
establecimiento, que allí estaba prohibido tal comercio, sino fuera, una vez
concluido el espectáculo danzante. Yo frecuentaba con cierta asiduidad el
antro aquél. Como mi numerario, según os tengo dicho, era exiguo, me
limitaba a tomarme una copa, dos a lo sumo -mucho más baratas que las de las
señoritas-, y a ver el panorama, bonito panorama, que se ofrecía. Ni se me
ocurría invitar a ninguna, y mucho menos a requerirles de trato íntimo, pues ya
entonces andaba horro de recursos, y, evidentemente, no me estoy refiriendo
ahora a los económicos.
[Merece la pena que deje constancia aquí, dominado todavía por los
efluvios líricos del anterior cuento, de cómo fue mi retirada de los ruedos
sexuales. Pese a no ser nada taurino, siempre me pareció muy hermosa la
ceremonia, el rito, de la despedida de los toreros del ejercicio de su arte, ese
cortarse la coleta (¡ah, mi gusto por los crepúsculos vespertinos!). Llegó un
momento en que fui consciente de que, no habiendo sido nunca gran cosa en
los lances dichos, ya no era ni lo que había sido, o sea, que en este asunto
había alcanzado la ínfima poquedad vecina a la nada. Y no queriendo llegar
totalmente a la nada [¿veis lo de las palabras que os decía al principio?], me
apeé un paso antes, y lo ritualicé. Aquella mañana, y os hablo de un ayer, tras
una noche -otra- en la que el toro se fue vivo a los corrales, abandoné silente el
lecho para ir a trabajar y en la almohada, junto a la desmayada cabeza de mi
amada amante, le dejé, caroso, quevedesco y catulano a un tiempo, la siguiente
nota:

Este, Clodia, ¡ay dolor!, que ves ahora


hito de ancianidad, mustio colgajo,
fue en un tiempo viripotente nabo.

Ayer erguido, victorioso y fuerte;
hoy pura arruga, báculo corvo,
premonitorio recuerdo de mi muerte.

Guarda, Clodia, ¡por favor!, en tu memoria,
no la derrota con que hoy me abrigo,
sino el triunfo que pudo ser y nunca ha sido.

Y desde entonces, para alivio de mi Clodia y mío propio, ya no volvimos
a hablar del tema]
Sigo con lo nuestro. Al cabo del tiempo entré en privanzas, verbales no
más, con la, llamemos, gobernanta del cubil. Clímene, que tal era su gracia,
pasaba ya de los cuarenta; era natural de Milawatas, bastante al sur de Ilios; de
buena planta; trigueña oscura; enérgica; mujer de mando que cuidaba, con
mimo y exigencia, de las citereas a su cargo y de que nadie, ni chicas ni
clientes, perturbase el orden establecido por el encargado de la covacha, de
nombre Otrinteo, un mal encarado rufián lidio, pirata y contrabandista
retirado.
Cuando yo llegaba, Clímene, que ni bailaba para, ni bebía con, los
clientes, abandonaba su puesto, en un extremo detrás de la barra, se sentaba
conmigo en una mesa, un ojo siempre vigilante a todo lo que en torno pasaba,
y charlábamos mientras yo me bebía mi par de copas. Nunca hablaba de su
vida privada ni, gracias a Dios, de su pasado. Me contaba cosas domésticas:
las trifulcas entre las chicas por un quítame allá un cliente; de ellas con ella
por lo de la disciplina; las ínfulas de artista de ésta; las de sacerdotisa del amor
de la otra; los vicios de aquélla; sucesos ocurridos en el local; sus
enfrentamientos con el bellaco del encargado; su pesar por tener que figurar en
la Seguridad Social de autónoma como sastra -“sastra yo, figúrate, yo, que no
sé ni enhebrar una aguja”- para poder cobrar en su día una pensión, ya que
trabajar en un bar de alterne no estaba reconocido como actividad laboral, por
aquello de ser contrario a las buenas costumbres, a la moral y al orden público;
y otras cosas del mismo estilo.
Un día, siendo ya entrada la noche [vuelven a jugar las palabras] y yo el
único cliente que quedaba, desde la mesa a la que estábamos sentados llamó
-“¡Sémele!”- a una de las muchachas que, al fondo del local, en un corro, con
risas ocupaban su ocio. Vino la llamada, jovencita de unos veinte años, y se
quedó, algo cortada, de pie a nuestro lado. “Mira, Alfredo, -me dijo- te voy a
presentar a mi hija, Sémele”, -y mirando a ésta- “Sémele, este señor es
Alfredo, del que ya te he hablado y que conoces de venir por aquí”. Me
levanté, le di, me dio, nos dimos, los dos besos de rigor. “Venga, Sémele -
siguió- quédate aquí un ratito con nosotros”. Y habló, larga y sentada, de las
múltiples cualidades de su hija sin par: la educación que había tenido con
afamados y costosos maestros hititas; lo bien que leía y trazaba la escritura
cuneiforme; la delicadeza con que pulsaba los instrumentos de cuerda; su
extasiante voz; su delicadeza cautivadora en el baile. “Esta va para hetaira, y
de las mejores, Alfredo, te lo digo yo que de esto sé un rato; nada, pero nada,
nada, me extrañaría que en menos de un año estuviese encamada, y de fija,
con un Priámida en un palacio de la Ciudadela; al tiempo, Alfredo, lo has de
ver. Porque además de culta, lista y armoniosa…, de cuerpo…, bueno, ¡cómo
está de cuerpo mi niña!, ¡anda, Sémele, quítate la banda de arriba y enséñale el
pecho a este señor!”. Y Sémele, obediente, se desbandó. ¡Vaya lo que
apareció! Todo lo que os pueda decir es poco. ¡La nena estaba de impresión!
¡Qué pechos, compañeros, qué pechos, Miquelarena! Como los de la del
merengue que os conté antes, pero sin merengue. Redondeados, llenos, a una
misma altura, los pezones centrados, sin bizqueos, mirando los dos al frente, y
firmes, orgullosos, altivos. Con las mejores palabras que encontré alabé
semejantes joyas, como ellas -juré y no mentí- por mí nunca vistas, y le
auguré, para lo inmediato, el mejor de los futuros, que coloqué, no en la cama
de los hijos, sino en la del mismísimo Príamo Laomedontíada. Todo ello para
contento de su madre, que aún fue más allá. “Y cómo está de dura, toca, toca,
Alfredo -señalándome con la barbilla los pechos de la joven que yo, tímido,
toqué-; sin remilgos -me animó-, toca bien, por los lados también y con las dos
manos”. Hice lo que se me pedía, exigía más bien, y, terminada la palpación,
emití mi juicio parisino “caramba si están duros, son como de tierno y cálido
mármol”. “Hala, Sémele, ponte la cinta y ya te puedes ir”. Y con otros dos
besos de despedida, nos quedamos madre y yo solos de nuevo.
Clímene, al momento, se cubrió de tristeza. Quedó con los ojos perdidos
en su pasado, que por su expresión ausente enseguida me di cuenta en dónde
ponía el pensamiento. “¿Qué tienes, amiga?”, acudí al rescate. Volvió al
presente, y sonrió. “Nada, cariño, nada que puedas arreglar”. Y dirigiéndose al
camarero, que andaba secando trajinando detrás de la barra, “¡Menón, dos
vasos y una botella, de lo caro y fuerte, ya sabes”. Y volviéndose hacia mí “No
te preocupes, encanto, que pago yo”. Nos sirvieron y bebimos. La primera
copa en silencio.
A la segunda empezó a hablar, y ya no paró hasta que agotamos la
botella, de un fortísimo y transparente aguardiente.
Entonces sí me contó su vida: sus sueños, sus insomnios, sus conquistas
y sus decepciones; su temprano gusto por el sexo; su alegría cuando descubrió
que podía sacarle, además de gusto, dinero; sus ilusiones de encontrar quien la
elevase a otro mundo, a otra vida; su pésima administración que le había
llevado a gobernar la apestosa covacha donde estábamos; los hombres que
había rendido; su ingratitud…
“Porque has de saber, Alfredo, que fui la mejor. Sí, la mejor, créeme. Y
mi cuerpo… ¡el de mi hija, comparado con el mío de aquellos días, no es
nada! Mi cuerpo era un deseo para el hombre que lo miraba, una droga para
quien lo tocaba, un Olimpo para quien entraba en él. Pero ahora…, ahora…
mira mis pechos, antes abundantes y duros -y se rasgó la camisa, hecha un
Camarón-, ahora no son más que desparramadas tetas cuyo desastre intento
disimular”.
Me quedé atónito. Ciertamente les hacía justicia la frase descriptiva que
Clímene les había dedicado. “Desparramadas tetas”, grandes, como sin vida,
sólo carne, sostenidas, sin mucho éxito, en su declive por una cinta de bronce
estrecha y delgada, poco más que un hilo, que las rodeaba por debajo. Una
verdadera calamidad, desde luego. Pero su visión, precisamente por lo
calamitoso y triste, por lo macilento -la palabra clave-, me transportó a la
contemplación de las revistas que os dije que mi tío le pasó a mi padre y que
me iniciaron en el sexo contemplativo, lo que activó mis fijaciones, de las que
he hecho confesión.
¿Qué hacer? Mi amiga estaba sufriendo la tristeza de haber sido y
padeciendo el dolor de ya no ser. El dolor de los dolores. El consuelo sólo
podía venir por la vía de los hechos. Es decir, que allí mismo, o en un sórdido
hotelucho cercano, yo completase con, sobre, bajo, ante, tras, ella proezas
dignas de un atleta del sexo, cosa que distaba mucho de mis posibilidades,
como ya sabéis por lo que os he contado de Clodia.
Pero algo tenía que hacer. Clímene era una buena y cariñosa mujer, al
menos conmigo, y yo tenía que, debía, aliviarle la carga. Fue entonces cuando
me vino a la memoria que un muy buen y querido amigo mío, cuyo no nombre
no diré ni alto ni claro, pero que quien tenga oídos para lo escuchará, sin
nombrarlo, bajo y confuso, en un trance en que se vio comprometido por la
exigencia de una profesional a la que no estaba dispuesto a dar satisfacción,
recurrió a la poesía: ni corto ni perezoso le endilgó a la loba que amenazaba
con comérselo una sarta de poesías de Benedettti que la convirtieron en llorosa
corderilla, la cual, no teniendo nunca bastante, le pedía “otra, por favor, otra,
no pares, sigue, sigue”, y así hasta que el tiempo de la ocupación fue
cumplido.
Me decidí por seguir su ejemplo, pero como no recordaba ningún poema
apropiado para la ocasión, inspirado por el mucho aguardiente, compuse uno.
Y le recité, amoroso, la vista clavada en sus pechos, lo siguiente:
No lloréis por saberos abatidos
ni busquéis con engaño la postura
simulante de antaño la bravura
que os mantenía a la pasión erguidos.

Si agua blanda vence de roca dura,
intentar borrar lo que enfebrecidos
dedos han causado, y los años idos,
es inútil, es necio y es locura.

Sabed que, ya desnudos ya vestidos,
su visión al espíritu procura
quemazón de carbones encendidos;

y que el sueño de hundirse en su hermosura,
con abrazos por el pudor prohibidos,
aún es quimera, deleite y tortura.

¡Y cómo le gustó! Se esponjó mi Clímene. La niebla que los corazones
entristece abandonó sus ojos, los cuales se vistieron de sol, que reír hace a las
almas. Se supo derrotada por lo inevitable, pero no vencida, y creí ver un
repunte de sus pechos, confortados por la alabanza que acababa de dirigirles.
Completé el tratamiento invitando, jacarandoso, a otra botella -¡por
dineros iba a ser, cuando de mitigar la pena de una buena amiga se trataba!
“Y tú, ¿qué haces aquí?”, me preguntó tierna. Y le conté. Le conté lo que
os vengo contando a vosotros; que confuso y desorientado, como último
recurso, había arribado a Ilios en busca de mi centro de gravedad permanente,
over and over again; que llevaba ya unos años viviendo en el Arrabal; que
había realizado unas cuantas lecturas de la Ilíada, pero que no pasaba de lo
épico y lo lírico, sin el menor atisbo del centro, de la gravedad, del over ni del
again; que había llegado a la conclusión de que viviendo en el Arrabal nunca
lo conseguiría; que necesitaba otro tipo de lecturas que sólo eran posibles en
un entorno de mayor exigencia, de mayor profundidad en el texto, quizá en la
Ciudad Baja, pero que no podía acceder a ella por ignorar la contraseña que
me franquease las puertas. “¡Ah, sí, la contraseña -dijo ella-; la cambian todos
los días por miedo a los espías de los argivos, escuderos de Ares”. Se produjo
un silencio. “Tu poema, que me has de poner por escrito, merece su pago. Yo
sé la contraseña”. Me dijo que algunos burguesitos de la Ciudad Baja, hartos
de hetairas que les tocaban la fórminge, querían pornois que les tocasen la
polla, y que un proxeneta solía ponerse en contacto con ella para que le pasase
algunas, previo pago de los honorarios de éstas y de su comisión; que esa
misma tarde le había facilitado un par de muchachas y que para introducirlas
en la Ciudad Baja le había pasado la contraseña, pero que tenía que darme
prisa porque ya la luz del alba aparecía y la contraseña se cambiaría cuando la
aurora, de azafranado velo, se esparciese por la tierra. Aunque no había, pues,
tiempo que perder, como llegarme a mi casa, cercana, y liar mi petate, cuatro o
cinco Ilíadas, poco me iba a costar, allí mismo caligrafié con mimo el recitado
soneto y se lo ofrecí. Clímene lo cogió, y también mi mano, y, tirando de ella,
acercó mis labios a los suyos. Al separarlos me dio la contraseña del día:
“-¡Por Apaliunas y Kaskal.kur, qué feos son los aqueos!
Nunca olvidaré a Clímene, y espero que ella siempre recuerde a Alfredo,
el que nada puede.








CUENTO VII
A HOMERO , SIN DUDA, LA GUERRA DE TROYA SE LA SUDA

Me asenté, pues, por fin, en la Ciudad Baja, en la confortable vivienda
de la que ya os dí noticia; y como por las lecturas que de la Ilíada había
efectuado viviendo en el Arrabal ya había satisfecho mis necesidades de
comida (fortalecido mi ánimo) y bebida (refinado mi sensibilidad), pude
dedicarme, libre de la apremiante Urgencia que lo importante descuida, a la
búsqueda del anhelado centro de gravedad permanente, over and over again,
pues nada embota tanto la inteligencia como el hambre y la sed, por mucho
que agucen el ingenio, cualidad ésta muy distinta de aquélla, que una cosa es
inventar y otras muy distintas dar trigo y entender, comprender, percibir las
causas o los motivos de algo.
Así que me puse a la tarea de leer la Ilíada bajo el candil que Razón,
sobre mi cabeza, sostenía, lucero de no mucha luminosidad al principio, no
vayáis a creer, pero que, como esas bombillas modernas de extraña forma y
consumo bajo, fue ganando potencia lumínica conforme pasaban el tiempo y
las lecturas. La primera que hice en este tiempo me llevó a enfrentarme con un
prejuicio, con una de esas ideas que encontramos dentro de nosotros y que
aceptamos como si fuesen innatas, siendo que no son más que el producto de
la experiencia de otros, claro que esos otros son tenidos por sabios por el
Común.
El prejuicio en cuestión era que la Ilíada trataba de la Guerra de Troya.
Así me lo habían inoculado, pues por veneno tal tesis tengo, en el tiempo pre-
Iiliádico de mi existencia, las editoriales Salvat, Biblograf, Anaya, El País-
Altea, Larousse y Folio en obras de divulgación cultural, bien que de nivel
medio y medio-bajo, lo que atenúa pero no exime.
La primera, en su por mí muy querida Enciclopedia Universitas,
reimpresión en 1952 de la primera edición de 1943, bajo el rótulo ‘La acción
en la Ilíada’, me dijo: “El hijo del rey de Troya, Paris, protegido por Venus -ya
le vale el que utilice los nombres romanos de los dioses griegos- ha raptado a
Helena, esposa de Menelao, rey de Esparta, quien corre en busca de su
hermano Agamenón, rey de Micenas, y de los príncipes aqueos -confederados
o súbditos suyos- para que le ayuden a recobrar a su esposa y a vengar la
afrenta… Y llegan ante los muros de Troya, cuyo sitio durará diez años largos.
De aquellos príncipes aguerridos, de aquellos valerosos guerreros, ¡qué pocos
volverán a su patria! Que en la ruda y tremenda lucha prolongada diez años
por la belleza fatal de una mujer, tantas penalidades, tantas fatigas y
quebrantos sufrirá el ejército sitiador como el sitiado. Y esto es lo que nos
relatan los veinticuatro cantos de la Ilíada”.
La segunda, en su Atlas Histórico Integral Spes, reimpresión en 1988 de
la segunda edición, al hablar de los micénicos, anota: “Su último gran esfuerzo
militar sería la conquista y destrucción de Troya, reflejada en la Ilíada”.
La tercera, en la que ya estaba integrado mi buen hermano Pablo
Marqueta, que longitud saltó y nunca tuvo prisa por irse, en su Enciclopedia
de las Grandes Civilizaciones, obra fascicular, y que por tanto tengo
incompleta, como es propio de esta forma de publicación, editada en 1991:
“En La Ilíada, Homero nos cuenta unos hechos militares”
La cuarta, en su obra, también hecha a base de fascios y de culos, y que
por ello también sin completar tengo, El Gran Libro de Consulta de El País,
editada en 1995: “Guerra de Troya: Guerra legendaria entre griegos y
troyanos descrita en la Ilíada de Homero”.
La quinta, en una ‘Historia de la Humanidad’, de 1995, ésta por libritos
con mucha, aunque poca, ilustración, afirma: “La Ilíada narra la guerra de
Troya. El príncipe troyano Paris rapta a la bella Helena, esposa del rey de
Esparta, Menelao, quien clama venganza. Los héroes de Agamenón, rey de
Mecenas y hermano de Menelao, parten con sus tropas hacia Asia Menor a
bordo de 1.200 navíos. Durante diez años los griegos sitiarán Troya, hasta
que finalmente, alcanzarán la victoria”.
Y la sexta y última, en el hermoso libraco ‘Grecia Antigua’ de 1997: “La
Guerra de Troya, desencadenada alrededor de 1250 a.C. y resuelta con éxito,
como narra el memorable poema épico homérico de la Ilíada…”.
Extrañado por opinión tan unánime y contraria a la mía, quise confrontar
mis razones con las suyas. Pregunté a las dichas editoriales por los
fundamentos de su juicio y por toda respuesta obtuve remisiones a distintos
autores, cuyas conclusiones, me dijeron, se habían limitado a reproducir.
Interrogados éstos, uno me fue llevando a otro, hasta que al fin llegué al
Primer Motor, inamovible él: un tal Quintus Horatius Flaccus, que allá por la
segunda mitad del siglo I antes del Cristo enseñó, bajo el rótulo de Ars
Poetica, la misión y las reglas de los poetas, el manantial donde han de beber,
lo que el buen gusto permite y lo que no, los atrevimientos del genio y los
escollos de la ignorancia; y a propósito de las historias sostuvo el Flaco que
éstas se pueden contar desde el principio (ab ovo, decía él, literalmente “desde
el huevo”, primigenio, añado yo, de donde todo proviene) o desde el medio (in
medias res, decía en su parla, “desde la mitad de la cosa”), haciendo en el
contar referencias al principio y a lo sucedido hasta el momento en que el
narrador ha dado comienzo a su cuento (lo que ahora se entiende por
flashback). Y puso como ejemplo de narración in medias res la Ilíada: se nos
cuenta, dijo el amigo Quintus, la Guerra de Troya, no desde el principio, sino a
historia ya empezada. Y como el Sr. Horatius fue tenido, y sigue, por gran
sabio, la fuerza del maldito “argumento de autoridad”, al que ovina se pliega la
estupidez humana, hizo que, después de él, todos los lectores de a pie -con
honrosas excepciones- hayan sostenido la misma opinión, sin que nadie,
aunque pensase lo contrario, se atreviese a contradecirle, pues ya se sabe que
quien con sabios se enfrenta, tenido por necio se levanta.
Y a por él, a por el Quinto, me fui. Lo localicé en un selecto y exclusivo
Club de intelectuales excéntricos y extravagantes, de nombre ‘Los
engendrados por Zeus’, que frecuentaba todas las tardes desde las cinco menos
cuarto hasta las ocho menos veinte. Allí llegué un miércoles 12 de septiembre
de 1888, pasadas un poco las seis. Pregunté por él y, como por no ser yo socio
no tenía acceso a los salones del Club, reservados para sus miembros, me
pasaron a una llamada ‘Sala de Visitas’, cuya finalidad era precisamente que
los socios pudiesen entrevistarse con quienes no lo eran.
Sostuvimos un agradable intercambio de pareceres. No deja de ser
significativo, revelador, de la naturaleza humana, que los enfrentamientos
dialécticos con los fundadores de una doctrina, de una opinión, de una
corriente de pensamiento, sean amistosos, fructíferos y divertidos, a diferencia
de los que se sostienen con sus secuaces. Con éstos, con los partidarios, con
los adictos -por otros nombres seguidores, parciales o fanáticos-, no hay
intercambio de razones, hay bronca; no hay honestidad intelectual, hay
manipulación de conceptos; no hay sentido del humor, sino de la ofensa, pues
todo lo toman por lo personal [tan arraigada tengo la opinión expuesta que, en
materia de Religión, nunca discuto con el Papa: lo hago directamente con
Jesucristo, y como mucho, con su Padre]
Hablamos, pues, distendidamente Horacio y yo. Le dije que estaba en
completo desacuerdo con su juicio de que en la Ilíada se narrase la Guerra de
Troya in medias res, juicio que lamentaba por inexacto y, sobre todo, por
haber dado lugar a extractos de su tema que hacían que muchos posibles
lectores sintiesen aversión por ella y ni siquiera llegasen a hojearla. Me
preguntó en qué argumentos me basaba, y se los resumí en dos.
-El primero, Horatius, que en la Ilíada se narran unos hechos que
suceden durante cincuenta y un días según el cómputo de los sabios, cincuenta
y tres en el mío, de una guerra que, según nos dice el texto, había cumplido
nueve años desde su comienzo; de esos cincuenta y uno, o cincuenta y tres,
sólo se combate en cuatro: los días 23º, 25º, 26º y 27º, según mi calendario; el
principio y desarrollo de esa guerra se nos cuenta obiter dicta, o sea, de
pasada, como quien no quiere la cosa, no como elemento central o esencial del
argumento, que podría desarrollarse -y se lo dije en latín para que se enterase
bien el “Flaco” Horacio- talis qualis en cualquier guerra pasada, presente o
futura; y del final, salvo que Troya fue destruida, nada se dice; es más, no hay
la menor alusión al famoso caballo. ¿Puede, con esos datos -concluí-,
afirmarse sin errar que la Ilíada trata de la Guerra de Troya?
-Vistas así las cosas -concedió con dubitativo semblante-, ciertamente,
no.
-Y el segundo, y más definitivo, argumento -continué- se apoya en las
palabras del propio autor. Homero advierte al lector, claramente, de su
intención -y para conseguir su más exacta comprensión recurrí nuevamente al
latín- in limine salmodiae vel scripti: “Voy a contar las funestas consecuencias
del enfrentamiento Aquiles / Agamenón”. Y punto; de la Guerra, nada de
nada. Pero pocos le han, habéis, hecho caso.
Horacio quedó pensativo con la vista vagando por el suelo durante un
buen rato. Suspiró con el fastidio del que da su brazo a torcer o abate su Rey,
miró al Cielo y, solemne, dijo como para sí:
“Carminum IV, 11:
“Virgam Homeri sudabundam
“sine dubio trojanum bellum facit”

[No os esforcéis, amigos lectores, buscando en las ediciones que seguro
tenéis, y manoseáis, de la obra del insigne Horacio los versos que en esa
ocasión compuso, pues de mentecatos es fatigarse en vano. Yo los leí en un
tomito impreso en 1917 por Ediciones Orbis Tertius que se guardaba en la
biblioteca de Jorge Luis Borges y que contenía una nota de su puño y letra:
“Ejemplar único comprado en una librería de la calle Gaona, en Ramos Mejía,
partido de Matanzas, provincia de Buenos Aires”, libro que, curiosamente, ha
desaparecido de la biblioteca, y por lo tanto del mundo, aunque sigue
figurando en el inventario de sus fondos]
Agotado el rapto poético, descendió el Quinto Flaco del monte Helicón
y, tomada tierra, me interrogó con bondad:
-Y tú, ¿qué crees que quiso contar Homero en su Ilíada?
-Creo, maestro, que en un principio quiso limitarse al enfrentamiento
que anuncia en los primeros versos, pero que luego la imaginación, los
personajes, las situaciones, las Musas, al fin, que por cetro tienen una veleta,
se le fueron de las manos [lo mismo le pasó a Cervantes con su Quijote] y
habló de muchas más cosas, pero nunca de la Guerra de Troya, tema del que,
como Pitágoras de las habas, procuró mantenerse todo lo alejado que pudo. De
otro modo no encuentro explicación a que, compuesta la Ilíada cuando ya se
había formado, y cerrado, el ciclo de leyendas sobre la Guerra, y bautizada
originalmente como “Ilias”, o sea “[Poema] referido a Ilios”, la acabe con los
funerales de Héctor, y nada diga de lo que ocurrió después, nada de la ¡muerte
de Aquiles!, nada de la muerte de Príamo, nada del reencuentro de Helena con
Menelao, nada de la destrucción de la Ciudad, nada de la entrada en ella de los
aqueos a sangre y fuego; sucesos todos ellos tan golosos para un escritor, que
hasta Quinto de Esmirna, el de genio denostado por los críticos, compuso con
ellos una aceptable obra...
-Me reafirmo, caro Alfredo: a Homero, sin duda, la Guerra de Troya se
la suda -me interrumpió, poniendo en parla castellana lo que antes había
compuesto en la latina.
-Creo, Horatius, -seguí- que Homero no cuenta in medias res, y tampoco
ab ovo. Homero narra ab ovis -en traducción libérrima, “lo que le sale, y como
le sale, de los huevos”-, adelantándose así, en muchos años, a todas las
vanguardias que en el mundo han sido, son y serán, y que mi amigo Túa Blesa,
que en teoría literaria sienta cátedra, ensalzará en su ilegibilidad.
Horatio celebró con una sonrisa mi gracieta.
-Y supongo -me dijo, pues tenía noticia de los trabajos en que ocupaba
mis días- que será a fijar las segregaciones testiculares del gran Homero a lo
que dedicarás los cuentos venideros.
-Así es -reconocí.
-Adivino, Alfredo amicus, que odias al vulgo profano y lo rechazas,
sacerdote de las Musas; sin duda vas a contar cuentos jamás oídos. ¡Ojalá las
Heliconas ciñan de buen grado tu cabellera con laurel délfico!
Nos abrazamos y nos fuimos de copas, abundantes, por la zona de pub’s
de Regent Circus.



CUENTO VIII
LA CLAVE DEL 9

Arrojado el lastre del falsario prejuicio, que mentes despiertas obnubila,
mi globo aerostático, lento, antiguo y señorial como Lisboa, fue tomando más
y más altura sobre el vasto paisaje de la Ilíada.
En el primer canto vi que había un ejército de belicosos aqueos, de Ares
espejos, acampado frente a la ciudad de Ilios, de buenas murallas, defendida
por troyanos y aliados, infatigables en el esfuerzo, con la intención, aviesa por
demás, de tomarla, saquearla y destruirla, situación de asedio que se mantenía,
contaba Homero, desde hacía -¡ojo al dato!- nueve años cumplidos. El
comandante en jefe del ejército atacante agravia al dios Apolo, quien, en su
castigo, levanta una epidemia de peste entre las tropas a su mando, causando
gran mortandad, epidemia que dura -¡fijaos bien!- nueve días. Ello da ocasión
a un enfrentamiento entre el comandante y uno, el mejor, de sus oficiales,
sobre las causas de la plaga y el modo de acabar con ella, que desemboca en
un infantil quítame allá esa esclava y que termina con el oficial despojado,
despechado, con un monumental cabreo (cólera funesta, lo llama Homero) y
su decisión de apartarse, él y las mirmidonas tropas a su mando, de la lucha.
Confieso que me llamó la atención, y mucho, que la guerra durase nueve
años y la epidemia de peste nueve días, sabiendo -por mi ya declarada, aunque
negada por el mundo, condición de escritor- que en un relato no hay
casualidades, que nada es inane y que todo, absolutamente todo, lo que pone
un autor en su texto, hasta las comas, responde a un propósito deliberado y el
encontrarlo es el objetivo de toda lectura que se precie [obvio es que no hablo
de leer a Faulkner].
Con esa llamita de recelo vacilante en mis mientes pasé al segundo
canto, en el que se va gestando el funesto combate entre los dos ejércitos, lo
que se continúa en el canto tercero. Y allí, a la altura del verso 165, me
encuentro con que el rey de la ciudad atacada, el muy venerable Príamo,
enterrador de hijos, a la vista de las huestes aqueas que se desplegaban cerca
de los muros, bien labrados, recaba la ayuda de Helena para que le identifique
a algunos de sus componentes. Y la adúltera, que guerras como orgasmos
provoca, le señala, no sólo a Idomeneo, el cretense, y al Ayante Telamonio, el
salaminense, sobresalientes ambos pero secundarios, sino a los mismísimos
Odiseo Laertíada y Agamenón Atrida, uno y otro principalísimos. La cosa era
tremenda: ¡después de nueve años de guerra, el rey Príamo no sabía quién y
cómo era el rey Agamenón! ¡No lo había visto nunca! “Cosa harto extraña es”,
me dije, portugués, torciendo el mostacho. “¿De verdad nos dice Homero, o
mejor dicho, nos quiere decir Homero de verdad que llevaban nueve años de
guerra?” Y la llamita temblorosa se tornó incendio, controlado aún, pero
incendio ya, de sospecha.
Así pues, con la razón en flor encendida como una granada, continué la
lectura y me encontré con el siguiente panorama, del que excuso las
referencias a los 9 años que duraba la guerra:
-9 fueron los heraldos encargados de contener las huestes alborotadas en
una asamblea celebrada en el canto II.
-9 las naves de orgullosos rodios que capitaneó Tlepólemo, insigne por
su lanza.
-9 los días que hospedó el soberano de Licia al bello Belerofontes, 9 los
bueyes que aquél sacrificó en su honor.
-9 los príncipes argivos que salieron voluntarios para enfrentarse a
Héctor, cuyo penacho tremola.
-9 los bueyes que valían las armas que Glauco intercambió con el Tidida
Diomedes.
-9 las noches que vigilaron a Fénix para que no matase a su padre, que lo
había cubierto de maldiciones, cabreado con él, y con razón, porque el nene se
había tirado, por ruego de su madre, a la concubina del papi.
-9 los días que las aguas del mar, por orden de Apolo, idos los argivos,
batieron el muro que en la playa éstos habían levantado para defensa de su
campamento.
-9 los hombres que, por tres veces, mató Patroclo, travestido de Aquiles,
antes de coger el polvo con las manos.
-9 los años de maceración de los líquidos con que embalsamaron el
cadáver de Patroclo.
-9 los años que el cojitranco Hefesto, expulsado del Olimpo por su
propia madre, pasó con Eurínome y Tetis, que le acogieron en su regazo,
forjándoles primorosas piezas de bronce.
-9 los días que yacieron muertos, sin enterrar, los seis hijos y las seis
hijas de Níobe, la de hermosos cabellos.
-9 los días que pidió Príamo para llorar a Héctor.
-9 los días que los troyanos estuvieron acarreando leña en cantidad
indecible para la pira de Héctor.
Me daréis la razón en que era mucho número 9. Me parecía estar
escuchando el extrañísimo Revolution 9, mezclado con el Do you want to
know a secret, uh-ah-uh, de The Beatles, por lo que es comprensible que
anduviera con la mosca trasorejada.
En relectura más atenta al misterio del 9, llegué al canto XVIII, que,
casualidad de casualidades y todo casualidad, es IX x II. Hasta ese momento
todas las traducciones que manejaba coincidían en la referencia a la repetida
cifra; y entonces me encontré con el verso 351 [que, creedme, era el noveno en
el que, sin contar las referencias a los años de guerra, aparecía el número 9, y
cuyas cifras, como me apuntó con su crínido arco el buen Quílez, que a mis
lecturas pone música, y esta escritura ha repasado, suman 9]. Homero está
describiendo la preparación del cadáver de Patroclo para sus honras fúnebres
y, en pluma de Emilio Crespo Güemes, dice “y llenaron las llagas de ungüento
de nueve años”. En los mismos términos se expresan Luis Segalá y Estadella y
Óscar Martínez García, aunque éste prefiere la variante de “linimento -
¿precursor del Sloan?- macerado durante nueve estaciones”. Pero he aquí que
aparece el ínclito Agustín García Calvo, y el verso lo traduce así:
“y le emplastaron las llagas de añejo ungüento de olivo”
Reparé en que donde los primeros ponen “9”, el último pone “añejo”. Y
ahí fue el descontrol definitivo del creador incendio. Con nuevo retorcimiento,
hasta el extremo, de las boscosas pilosidades que cubren mi labio superior, me
dije “¿será que Homero utiliza el número 9 para simbolizar el concepto
‘mucho’?” La traducción de García Calvo daba pie a ello, pero no era prueba
definitiva, ya que del mismo modo que, según el proverbio árabe, cien conejos
no hacen un camello, mil sospechas no hacen una certeza.
Y entonces fue cuando entró en acción la base de datos que todos
tenemos instalada en el cerebro a modo de memoria de las cosas olvidadas. Se
me hizo consciente que yo había sabido que en algunas culturas existían
números referenciales, que funcionaban como referencia o símbolo de los
conceptos “mucho” o “más de lo previsto, esperado o previsible, de lo
normal”. Así que apliqué el buscador a los archivos almacenados y de esta
forma di con la Biblia. En efecto, allí el número referencial o simbólico es el
40:
-40 fueron los años que condenó Yahveh a los israelitas a vagar por el
desierto, por haberse rebelado contra Moisés y Aarón, ante las alarmantes
noticias que trajeron los exploradores de su incursión en Canaán, que duró -la
casualidad hace horas extras- 40 días (Ex. 14.35).
-40 fueron los días, y noches, que Moisés estuvo con Yahveh, en espera
de recibir la segunda edición de las Tablas de la Ley (Ex. 34.28).
-40 días estuvo retando Goliat a los israelitas hasta que David le salió
respondón (1S. 17.16).
-40 días, con sus noches, estuvo ayunando Jesús en el desierto, donde
fue tentado por el diablo (Mt. 4.2; Mc. 1.13; Lc. 4.2)
Y, sobre todas, la primera: “El diluvio duró cuarenta días sobre la tierra”
(Gn. 7.17)
¿Pero cómo poner en relación el 9 griego con el 40 hebreo? Necesitaba
un vínculo de unión. Busqué y lo encontré aunque, más que de unión, resultó
ser de deucaunión. He aquí mi proceso: “¿Qué tienen en común las culturas
arcaicas?”, me dije. “Tú -o sea, yo, ya que estaba en un diálogo monologado-
dirás”. “El mito del Diluvio”. “¿De verdad?” “Y de la buena”. “Quiero
pruebas”. “Pues toma: en la cultura hebrea, el Diluvio que ya conoces, con
Noé como protegido; en la babilónica -y me enseñé la Tablilla XI de la
Epopeya de Gilgames, Rey de Uruk- otro igual, con Uta-napisti de enchufado
del dios diluviante”. “Sí, sí -yo me mantuve en mis trece-, eso vale para
hebreos y babilónicos, pero te recuerdo que estamos en Grecia. ¿Qué hubo de
eso en Grecia, eh?”. Con la ayuda de Roberto Graves y Pedrín monté mi feroz,
despiadado diría, contraataque: “Mira, necio insumiso, ceporro entre los
ceporros, en la Mitología griega se cuenta un Diluvio en el que el papel de
Noé, o si lo prefieres, laicazo de mierda, el de Uta-napisti, lo representaba un
tal Deucalión, rey de Ptía, hijo del titán Prometeo”. Le enseñé al incrédulo el
texto Los Mitos Griegos, capítulo 38 El Diluvio de Deucalión. Y continué:
“¿Y sabes cuánto duró el Diluvio Griego?” Como la diosa Inopia tapó mi
boca, seguí con ánimo ilustrador e injurioso. “¡Qué vas a saber tú, bachiller en
ignorancia, sandio! Pues duró, que lo sepas, 9 días, 9, 9, 9, o sea, namber
naina, namber naina, namber naina, como ya te han dicho The Beatles,
invitándote a penetrar el secreto. Lee aquí”. Y leí: “El arca estuvo flotando
durante unos nueve días”. En el colmo de la resistencia a mi mismo
contraargumenté: “Vale, pero eso lo dice Graves. ¡A saber si es verdad, pues
sobre este particular no pone nota al pie de la página!”. Mi contumacia me
enfureció, me cogí de una oreja y me llevé hasta la biblioteca, cogí la
Teogonía de Hesíodo y me hice leer los versos 720 y siguientes. Hablan del
encarcelamiento de los Titanes, partidarios de Crono, tras ser derrotados por
Zeus y los Centímanos, en una prisión “tanto bajo tierra cuanto lejos está el
cielo de la tierra [tanto hay desde la tierra hasta el tenebroso Tártaro]. En
efecto, si durante nueve noches y nueve días estuviera un yunque de bronce
bajando desde el cielo, al décimo llegaría a la tierra, [e igualmente si desde la
tierra hasta el tenebroso Tártaro], por otro lado, durante nueve noches y días
un yunque de bronce estuviera bajando, al décimo llegaría al Tártaro”. No
tuve más remedio que rendirme. Yo podré luchar contra Leves, también contra
Graves, incluso contra mí mismo, terrorífico adversario, pero con Hesíodo, la
verdad, no oso ni osaré. Así que, delicadamente, tumbé mi Rey sobre el
tablero.
La unión estaba hecha: el número 9, en la Ilíada, tiene la misma función
que el 40 en la Biblia, y sirve para designar una cantidad de cosas o de tiempo,
dilatada o mayor de la que era de prever o esperar.
¡Honor al número! ¡Numeral, numeral, viva la numeración! ¡¿Quién ha
visto matrimonio sin doble amonestación?! ¡Pavo real! ¡Pavo real! ¡Uhh!
¡Pavo real!
Descubierta la clave, otra Ilíada se abrió a mis ojos.
Pero de ello os hablaré en otro cuento. Hoy quiero que os quede impreso
a fuego que ningún autor -que merezca tal nombre- escribe a tontos y a locas,
por escribir; que siempre lo hace con una intención (las más de las veces
velada e incomprensible para todos o casi); que si pone un 9, en vez de un 12 o
un 32, es por algo; que si utiliza un determinado verbo, sustantivo, adjetivo o
adverbio en vez de otro, e incluso una determinada preposición o conjunción
en detrimento de otras, o si elige una concreta proposición como la principal
de su discurso y a ella subordina o yuxtapone otras, siempre, siempre, siempre,
con esas concretas elecciones que a cada paso lleva a cabo, le está enviando
mensajes al lector; y que si éste quiere serlo de verdad y no quedarse en mero
consumidor de historias y palabras, debe esforzarse en encontrar los mil
porqués sembrados en el texto. Ése, y no otro, es el juego de la Literatura. Y lo
gana, no quien descubre las razones que mueven al autor, que pueden ser
muchas, y contradictorias, o inconscientes [aquí persigo a Túa Blesa]. No, ni
mucho menos. No es un juego de acertar, de ganar o perder. Este juego de la
Literatura lo gana quien, simplemente, se atreve a jugarlo.
Invitados quedáis todos, queridos.





CUENTO IX
AQUILES CAPITAL, AQUILES

Fortalecido el ánimo, refinada la sensibilidad, libre de prejuicios y
poseedora de la clave la mente, cómodamente instalado en el confortable salón
de la agradable casa que habitaba en la Ciudad Baja, comencé una nueva
lectura de la Ilíada, fuente inagotable de contenidos.
Empecemos, como si fuese el final de un buen blues, una vez más. One
more time, amigos. Hay un ejército, el aqueo, que está sitiando una ciudad,
Ilios, desde hace poco tiempo, quizá unos meses [con lo que se salva el que
Príamo no conociese a sus adversarios], pero que se prolonga más de lo
previsto inicialmente por los sitiadores. En éstas, el jefe entre los jefes de los
atacantes, Agamenón nombrado, le baja [más bien se las pasa por el forro] las
ínfulas a un sacerdote de Apolo, tañedor de instrumentos de cuerda y soplador
de los de viento, negándole la devolución de su hija -apetecible ella- que le
había correspondido en el reparto, no muy equitativo, de un botín de guerra. El
dios se coge un cabreo de no te menees [muy propio de las divinidades
antiguas, como nos enseña el Dios del Antiguo Testamento, cuyo principal
atributo era el Terror] y, en ejercicio de una injusticia indiscriminada [pues lo
justo hubiese sido inocularle al Agamenón unas molestas purgaciones], desata
una peste entre las huestes del desconsiderado impío, haciendo pagar a justos
por folladores. El principal capitán de esas tropas, Aquiles, el de Peleo,
convoca una asamblea, y le dice al jefe, que ya vale, que le dé al dios por el
gusto y que, privándose él del suyo, devuelva a la hija del sacerdote. Tienen
sus palabras, bien dichas todas ellas, y el jefe, muy a su pesar, dice que bueno,
que está bien, que va a devolver a la hija del sacerdote, pero que él sin follar
no se queda, y que la cambia, quieras que no, por la muchacha que a Aquiles
le había correspondido en el reparto y que también estaba como para parar un
tren al ponerse el Sol. El hijo de Peleo se rebota, porque siente que se le hace
de menos, que no se le reconocen sus méritos, y le dice al Jefe que haga lo que
quiera, que para eso es jefe, pero que él y los mirmidones a su mando dejan de
luchar en su favor, y que ya vendrás, ¡cabrón! Tiene lugar un fiero combate en
campo abierto entre dánaos y troyanos. Puesto que el ejército de Agamenón
sin Aquiles era como el equipo del Madrid de Di Stéfano sin Di Stéfano, se las
está llevando todas, y los troyanos a punto están de pegar el voraz fuego a las
aqueas naves concavopanzadas. Agamenón, apurado, intenta hacer las paces
con el Despechado, ofreciéndole regalos para que deponga su actitud de lanza
caída y vuelva a la lucha. Le envía como mensajero al odioso Odiseo.
Con esa entrada y desarrollo, lo que contaba Homero tenía un sentido,
pero, ¡ah, amigos!, no cantemos victoria tan pronto, llego al canto IX -siguen
The Beatles dándole duro que te pego al namber naina, namber naina, namber
naina-, versos 270 [2+7+0=9, tanto naina hace ya tin] y siguientes, y leo que
Odiseo le dice al de Peleo, enumerándole los regalos que le ofrece el Atrida
para la reconciliación:
“Te dará siete mujeres, expertas en intachables labores,
lesbias, que cuando conquistaste la bien edificada Lesbos para sí
escogió y que destacaban en belleza entre la raza de las mujeres.
Éstas te las dará y además estará la que entonces te quitó,
la muchacha de Briseo. Y también prestará solemne juramento
de que nunca ha subido a su cama ni se ha unido a ella,
como es de ley, soberano, entre hombres y mujeres”.

Bueno, me digo, pues asunto arreglado: Agamenón le devuelve Briseida
a Aquiles, éste se reincorpora al luctuoso combate y ¡pelillos a la vinosa mar!
Error. El Pelida contesta que aunque aquél le dé diez o veinte veces lo que
posee, ni aún así le convencerá para volver a la lucha “si antes no le paga la
afrenta, que devora el corazón”. Dado que, como figura en los versos
transcritos, entre los presentes ofrecidos estaba la devolución de Briseida,
intocada, cuyo despojo, según había cantado Homero, había sido la causa de la
disputa entre ambos con la que se abre la Ilíada, y que, pese a la oferta de
restitución, Aquiles considera que la afrenta cordidevoradora no estaba
reparada, ¿cuál fue, entonces -me pregunté-, la causa de la cólera funesta, del
monumental cabreo entre ambos?
“Esta sí que es buena”, pensé con nuevo torcimiento del barullo piloso
que mi labio superior orna, “he aquí una belli, que, desaparecido el casus,
sigue siendo belli”.
Volvía a no entender nada. Y siendo así, ¿cómo iba a encontrar en la
Ilíada mi centro de gravedad permanente, over and over again? ¿A qué jugaba
Homero?
Y me dije: “Ya que la Ilíada, primer verso, comienza con Aquiles,
Aquiles es el principio, lo principal, el elemento capital ¿por qué no me voy
junto a él y le pregunto directamente por la causa de su enojo?”
¡Entrevistarme con Aquiles!, ahí era nada. ¿Y cómo iba a entrar en el
campamento aqueo? Me imaginé frente a los centinelas que guardan las
puertas diciéndoles: “Buenas, que venía a hablar con Aquiles, el que corre que
se la pela, a ver si me explica de una maldita vez el verdadero motivo de su
funesta ira, porque el Homero me tiene despistado”. Y a los centinelas
contestándome: “Desde luego, troyano, ya no sabéis qué inventar para venir a
espiarnos. ¡Anda, desgraciao, tira p’adentro, que lo del cabreo del de Peleo te
lo vamos a contar nosotros mismos aquí, en el Cuerpo de Guardia, con un
juicio sumario y una ejecución inminente!”. Mal asunto, desde luego. Y pensar
en obtener la contraseña sin tener ningún contacto allí dentro, era buscar
cotufas en el golfo.
Tras mucho discurrir, dí en que, puesto que mi primo, por parte de mi
mujer, Guillermo Fatás, que saberes amontona, era, en ese tiempo, director del
Heraldo de Aragón, diario independiente, bien podía pedirle una acreditación
como corresponsal del periódico en la Guerra de Troya. Discurrido y hecho; y
mi primo, que favores -si no contravienen la justicia ni la honestidad- nunca
niega, me mandó la credencial solicitada, con foto y todo. Me la colgué del
cuello, bien visible, y salí de Ilios disparado hacia el campamento de los
dánaos, de rápidos potros.
En el camino, a carreriña d’un can, me dio tiempo para recapitular
cuáles habían sido antes, y cuáles eran entonces, mis relaciones con Aquiles.
Ya os dije que, al principio, era el héroe con el que me identifiqué. Era la
personificación del vencedor, del imbatible; y de niño si algo se desea, y
férvidamente, es ganar, siempre y a lo que sea. Corriendo, más que andando,
el tiempo, me di cuenta -bueno, en realidad me lo enseñó la señora Vida, que
humos abate y por el saco da- de que yo no iba para el lado victorioso de la
existencia [victorioso en el sentido que los usacos le dan, ya sabéis, lo
contrario a “ser un perdedor”, que tanto les trae de cabeza], sino que mi rumbo
era, nunca mejor dicho, una derrota, bien que una derrota gananciosa [así que
no confundir, por favor, con “perdedor”], con lo cual la identificación primera
se tornó en aversión. Es más, a cada lectura que hacía de la Ilíada, Aquiles
bajaba unos cuantos escalones en mi estima, o los subía en mi aborrecimiento.
Lectura a lectura supe de Aquiles:
-que era tenido por los propios aqueos, mirmidones aparte -pelotilleros
ellos-, por maldito y de insensatas mientes.
-que era un llorica y acudía a las faldas de su mami Tetis, la de hermoso
nombre, cuando las cosas no le iban bien.
-que era un egoísta, siempre pensando en él y en que se le reconociesen
sus méritos, sin importarle una nonada el bien común: mientras a los aqueos
les están dando bambú del bueno hasta en las broncíneas grebas, él se está tan
ricamente en su tienda, tocándose las pelotas y la fórminge, sea ésta una
metáfora de lo que me imagino o realmente un instrumento musical con un
número variable de cuerdas y sin caja de resonancia.
-que era un perfecto chulo y un consumado creído, engreído, encantado
de haberse conocido, proclamándose sin rubor alguno en las Asambleas como
el mejor de los aqueos.
-que era, hasta el extremo, cruel, sanguinario y falto de compasión. Y no
sólo por cómo trató, maltrató hasta después de muerto, a mi querido Héctor,
émulo de Ares, patrón de los derrotados con dignidad, que, al fin y al cabo,
éste le había puesto las cosas muy difíciles y matado en buena lid a mogollón
de aqueos, entre ellos, a su amiguito del alma, Patroclo Menecíada; no sólo
por lo dicho, sino que era así, o peor, con cualquiera que se le pusiese por
delante. Por poner un ejemplo, de los que hay hasta la náusea: al pobrecico
Tros Alestórida, flojo en el ánimo, que, cagado de miedo, sin ofrecer
resistencia alguna, se le rindió y abrazó sus rodillas en demanda de compasión,
sin pestañear siquiera, le clavó la espada en el hígado y se lo extrajo como si
fuese una brocheta, con profusión de sangre. ¡Tan sencillo, el hijoputa! ¡Para
que luego hablen, mal, de Harry, el sucio, Callahan y su compañero Smith &
Wesson, Modelo 29, Calibre 44, Magnum! Desde luego, qué verdad es eso de
que nada nuevo acaece sobre la faz de la Tierra.
¿Hace falta que siga?
Pues con esa fiera me iba a entrevistar.
Franqueé, gracias a mi acreditación de corresponsal, la entrada, pregunté
por el inmisericorde Aquiles y me encaminaron a uno de los extremos del
campamento, donde estaban emplazadas las mirmidóneas -cóncavas, por
supuesto- naves. A la puerta de su tienda, elevada, hecha de vigas de abeto
talladas, con cubierta de frondoso cañizo y precedida de espacioso patio
estacado, me dio el alto un guardia de seguridad ante el que volví a
acreditarme, comunicándole mi deseo de entrevistar para mi periódico al
mortífero campeón. Entró, volvió a salir, me dijo que todo estaba en orden,
que pasara, que el Pelida me atendería, y entré.
Y allí era él. Abandonando su asiento, acudió solícito a recibirme y con
entusiasmo en el rostro y energía en la mano me agarró por el
antebrazo. Gran sorpresa: ¡Era igualico, igualico, que el difunto de Héctor!,
pero en negativo, de ser éste el positivo, o en positivo, de ser aquél el
negativo. Lo puedo jurar porque yo conocía bien a Héctor, siempre cercano a
la lucha, por haberle visto muchas veces por la Ciudad Baja, en los tiempos
muertos de la guerra, paseando con Andrómaca, la de blancos brazos,
empujando el cochecito en que llevaban al pequeño Astianactito (¡vaya
nombre para un niño!), que así de amante esposo y tierno padre era el de la
casta de Zeus. Si yo fuese un poeta, éste sería su retrato: “de oscura piel y
oscuros y largos cabellos, alta talla y envidiable belleza”. Pues bien, visto
Aquiles, el más terrorífico, de seguir siendo poeta, así lo describiría: “rubio, de
exuberante melena, alto y bello” [aquí mis hijas Patricia y Lucía, que mi amor
concitan, añadirían un encomio de sus nalgas, a su decir rocosas y saltonas,
pero es juicio que no han extraído de la Ilíada -Homero no anota estas notas-,
sino de la película Troya, en la que de Aquiles hace Brad Pitt, por lo que no lo
hago mío]. Uno rubio, otro moreno; ambos de pelo largo; ambos de elevada
estatura; ambos de espectacular belleza; ambos semejantes a los dioses [tan
iguales eran entre sí que mis nombradas hijas afirman que el que hace de
Héctor en la citada película también les pone, lo que me da pie a epitetarlas
como “las que de lascivia no andan flojas”].
-¡Salud a Alfredo Alvaríada! -me recibió con amplia sonrisa-. ¡Amigo es
el que viene, vestido de falsa corresponsalía, en busca de su centro de
gravedad permanente! -y me ofreció una silla en que sentarme, inmediato a la
regia poltrona que él ocupó.
Como cuando una densa ofuscación apresa al hombre que mata en la
patria a una persona y llega a un pueblo extraño ante un hombre acaudalado, y
el estupor invade a quienes lo ven, así de estupefacto quedé yo por semejante
recibimiento: ¡El cruel, el violento, el colérico, el sanguinario, el despiadado,
el soberbio, el furioso, el iracundo, el altanero, el inmisericorde, el engreído, el
fachendoso, el inhumano, el arrogante, el feroz, la vera Fiera Corrupia, he aquí
que se mostraba amistoso, solícito, cordial, atento, efusivo, amable, benigno,
acogedor, sociable, campechano, accesible, llano, simpático, delicado y
afectuoso! ¡Y además conocía el verdadero propósito, sabido por muy pocos,
ninguno de ellos aqueo, de mi estancia en Ilios!
Mi cara debió ser reflejo de mi conmoción.
-Por tu expresión veo que estás confuso de haberte así recibido -y el
beligerante se acompañó de tonantes carcajadas-. Y te extraña que sepa de ti.
Podría decirte que antes de que aparecieses por esa puerta vino a mí Iris, la de
pies de ráfaga, y me dijo estas aladas palabras: “Tu madre Tetis, que en lo
profundo del estruendoso mar mora, me envía a decirte que recibirás la visita
de un moridero de las estirpes de los Álvaros y de los Alcoléidas, que
responde al nombre de Alfredo, proveniente de lejanos y desconocidos
tiempos y lugares, y que no es enemigo, ni insensato, ni desatinado, ni impío
criminal; antes por el contrario, es neutral, de bien dispuestas mientes, bastante
racional y lógico y, aunque pagano -pues no cree en los olímpicos dioses-, fiel
cumplidor de sus juramentos, que, en definitiva, es lo esencial. Anda en busca,
no de vellocinos de oro, que sería lo normal dado el tiempo del que procede,
sino de un extraño centro de gravedad permanente, over and over again, algo
de lo que Zeus, el único, por omnisciente, que sabe lo que es, desde que se
enteró de ello, aún se está descojonando. Y lo más importante, y que debes
tener muy en cuenta, es que anda poniendo sobre no vistos papiros-papiros,
mediante bárbaros e incomprensibles signos que nada tienen que ver con
nuestra perniciosa escritura lineal B, sus vivencias en, y leencias de, Ilios. Por
ello, sigue diciendo tu madre, si le obedeces, te mostraras con él afable y
simpático, complaciente y atento, pues ello redundará en que tu brillo llegue a
su tiempo y a su lugar, donde, por incomprensible que te resulte, aunque
alcanza tu fama, no llega tu gloria”. ¿Qué te parecería -Aquiles sonreía, se le
veía contento-, Alfredo, ez de Alvar, si me justificase así?
Totalmente descolocado, no acerté a responder nada.
-Pero pierde cuidado -continuó jovial-, que no lo haré, pues no soy
Homero, de quien es propio tintar de fábula lo verídico. Sé de ti gracias al
Servicio de Inteligencia que tiene montado Odiseo, el trapacero, a sus espías
infiltrados en Ilios, a los que no les pasó inadvertida tu presencia en ella. En
un primer momento fuiste tenido por embajador de alguna desconocida
potencia extranjera que venía a cerrar alianzas con Príamo, igual que anda en
tratos con Pentesilea y con Memnón, en procura de futuros refuerzos de
belicosas amazonas y oscuros etíopes; pero en seguida se te vio inofensivo,
devoto de las benévolas Musas y no del horrendo Ares. Por lo que preguntas y
por lo que dices, según los informes recogidos, andas buscando a Lupita,
camino de México…
-¿A Lupita, dices, en México…? -le interrumpí extrañado.
-Perdona la broma, creí que la entenderías... Decía que los informes
dicen de ti que andas buscando el, o un, sentido de tu vida, un centro seguro
alrededor del cual gravite tu vida, una y otra vez, y que, ¡iluso!, esperas
encontrarlo en el, o en uno, o en varios de los sentidos de este contar de lo que
hicimos quienes fuimos en un tiempo como no se vio ni se volverá a ver. Lo
que me vendrá muy bien, ya que lo mío, según intuyo es tu tiempo, tiene
necesidad de comento para ser cabalmente entendido.
-No se engañan los agentes de Odiseo, abundante en ardides. Verdad es
cuanto te han dicho. Simplemente traigo, para que me las respondas, si es tu
voluntad hacerlo, ¡oh belicoso Aquiles!, un par de preguntas, quizá
inconvenientes para ti pero convenientes, creo, al propósito que me anima, y
del que veo que estás bien informado.
-Las contestaré, acuitado extranjero, gustoso y sin ocultarte nada. Nada
temo, por tus intenciones y tu ser, de ti. Sé que sabes que soy dado a la cólera
y a la violencia, pero no estoy eternamente enojado y como ya no está
conmigo Patroclo para conversar, y los dedos me duelen de tanto pulsar las
cuerdas de la fórminge, que no es, como ves -y me la señaló-, lo que te
imaginabas, bueno será pasar el rato contigo respondiendo tus preguntas, tanto
si son aladas como pedestres. Además será ocasión para hacerte de mi
parcialidad, con lo que ancharé mi gloria que, como tampoco ignoras, es el
motivo que anima mi arcilla. Y por todo ello, te he recibido, y te trataré, como
Anfitrión benevolente. Nada has de temer de mí. Es mi juramento.
-Gracias, Pelida. Tu bonhomía te honra. Quisiera, en primer lugar,
saber…
-Refrena, amigo que de lejos vienes, el caballo desbocado de la prisa que
se encabrita en el establo de tu pobre e inquieto corazón, pues lo que ha
tardado milenios en saberse, puede aguantar, sin pudrirse, el paso de una hora
y aún más; y no debemos olvidar la comida ni la bebida para entablar con
encono y sin desmayo la lucha por la verdad, que seguro será encarnizada.
-Sea como tu dices -acepté de buen grado, pues el carro que guía Febo
estaba ya perpendicular a nosotros, yo me había levantado con la primera
caricia de los rosáceos dedos de la Aurora y, nervioso por lo que me fuese a
deparar el día, apenas había probado bocado del vigorizante desayuno, por lo
que las tripas me rugían como un furioso león cuando, en días de feroz
hambruna, ordena a las hembras de su dominio que salgan de caza a procurarle
indefenso y alimenticio antílope.
Cursó Aquiles las oportunas órdenes y de inmediato su numerosa
servidumbre, entre la que se contaba Briseida, cuyo rostro, talle, pantorrillas y
muslos -que lucía a la vista más que mediados- justificaban, y de largo, la
cólera que nos contó Homero, se afanó en preparar un suculento banquete,
digno de los que moran en el neblinoso Olimpo. De nada faltó: ni del alegre
vino pramnio -que no fue rebajado-, ni del nutricio pan, ni de las
entretenedoras olivas, ni del caprino queso, ni de la dulce cebolla, ni de los
grasientos lomos de oveja, ni de las sebosas cintas de cerdo, ni de la azucarada
uva, de todo lo cual hubo en abundancia.
Recogidos los manteles, y quedando todavía munición en la crátera
madre, copas en mano, el deiforme Aquiles me invitó a iniciar el
interrogatorio. Y a él me lancé.
-¿Qué hay de lo tuyo con Agamenón, conductor de hombres? ¿Fue de
verdad por la joven Brisieda, la de hermosas mejillas y exuberantes tetas? -
empecé.
-La verdad es que la muchacha lo hubiese merecido, ¿eh?, no pienses
que no me he dado cuenta de cómo, lascivo, la mirabas; pero no, no hubo tal.
Escucha, Alfredo, la verdadera historia. Los pueblos aqueos, que un día
llegaremos a ser griegos, estábamos hasta los mismísimos de los troyanos
porque cada día nos exigían más y más elevados peajes por transitar por el
Helesponto, camino de la Propóntide y del Ponto Euxino, vías de nuestro
comercio, y más precio por el trigo que nos suministraban, pues ya sabes que
nuestra tierra apenas produce ese regalo de la tierra, dulce como la miel, que
en la Tróade abunda. Agamenón, vástago de Atreo, que, forzoso es
reconocerlo, es un avispado político, tuvo noticia de que Troya, que nos
superaba en fuerza naval, iba a tener su armada ocupada en no sé que campaña
que iba a emprender. Cosas de alta política que a mí se me escapan. El caso es
que el Atrida juzgó oportuno el momento para terminar con la sangría
económica a que nos sometían los odiados troyanos, y nos convocó a los
diversos pueblos de la Hélade para la destrucción de Ilios. Nos citó en la isla
de Eubea, a donde debíamos acudir con el mayor número de barcos que
pudiéramos armar y de hombres que pudiéramos reclutar. Y allí me presenté
yo, hijo del rey de Ftía, con 50 naves y 1.000 mirmídones, incansables en el
combate. Nos juntamos en total 1.185 navíos y unos 35.000 hombres de armas
tomar. Lo primero que hizo el poderoso Agamenón fue dejar bien claro que de
él había sido la idea, que él era el que más barcos aportaba, 100, y el que más
hombres, 3.000, por lo que él debía ser el jefe, lo que a todos nos pareció
justo, y por nuestro jefe lo juramos. Nos expuso su plan, que no podía ser más
sencillo: “Llegamos, vemos, vencemos y nos volvemos; cosa de pocos días”,
con el que estuvimos de acuerdo, ya que, salvado el peligro de los combates
navales, que Agamenón nos aseguró que no se producirían, nos sabíamos muy
superiores por tierra a los troyanos, pues éstos son más dados al comercio y
nosotros a dar hostias.
-Pero las cosas, por lo visto -metí baza yo-, no salieron según lo
planeado.
-Al principio sí. No se equivocó Agamenón. La travesía, nuestro mayor
temor, fue tan tranquila como nos había anunciado. No apareció ni un barco
troyano, aunque, por si acaso, íbamos provistos de pértigas para abordarlos y
convertir así un posible combate naval en otro en “madera” firme -y rió su
propio chiste-, donde seríamos superiores. Arribamos, pues, sin contratiempos,
a la bahía de Besika. Tras una ligera escaramuza, que le costó la vida al
aguerrido Protesilao, el primero que pisó la playa, desembarcamos y
consolidamos nuestras posiciones en la bahía y alrededores, donde
establecimos nuestro campamento. Pero, para nuestra sorpresa, los troyanos no
nos plantearon un combate abierto, que era lo que esperábamos, sino que se
encerraron en la Ciudad, que, como tú bien sabes, cuenta con un doble sistema
de altas y recias murallas y un foso con empalizada.
-“Troya, la bien murada”, se lee en algunas traducciones -asentí.
-Y lo de dentro, amigo Alvaríada, lo de dentro. Allí estaban no sólo los
troyanos, mandados por el formidable Héctor, el mejor de los hijos de Príamo,
sino también los dardanios, con el predestinado Eneas al frente, los pelasgos,
los tracios, los cícones, los peonios -de corvos arcos-, los paflagonios, y los
excelentes licios, comandados por los inigualables en esfuerzo y valor
Sarpedón y Glauco. Lo mejor de cada casa de la Tróade se había atrincherado
detrás de las colosales, pues sólo de colosos podían ser fábrica, defensas. La
verdad es que no previmos que tanta y tan valiente gente acudiese en socorro
de Troya, a la que por su comportamiento dominador y colonialista con sus
vecinos, suponíamos falta de aliados y que, de encontrar alguno, poco ardor
habría de poner en la pelea. Sí, sí… Acudieron todos y con todo el ánimo. Nos
equivocamos. ¡Y aquí empezó a escribirse el drama!
-Lo de tu cólera -me adelanté.
-La cólera cantada vino un poco después. Agamenón, de quien ya te he
dicho que era un político clarividente, de guerrear no tenía ni puta idea. Nos
reunió a todos los reyes, “mis amados capitanes” nos titulaba, y nos expuso su
estrategia. Descartado el combate en la llanura por falta de contrincante, como
juzgaba inexpugnable la ciudad, por la calidad de sus defensas y de sus
defensores, decidió sitiarla. Se trataba de rodearla y cortarle los suministros:
con tantísima gente dentro, pronto sufrirían la falta de alimentos, lo que les
llevaría a la rendición.
-¡Hombre! -apunté timidamente-, la idea no era mala del todo.
-Como idea, no era desde luego la peor. Pero hay que contar con que el
adversario también juega. El oeste lo teníamos controlado por ser la zona de
nuestro campamento; Agamenón mandó al rocoso Ayax Telamón a barrer el
norte y el noreste, y cumplió; y a mí, el sur y el sudeste, y también cumplí.
Entre Ayax y yo, ni sé la de ciudades que arrasamos y saqueamos. Bueno,
miento, que mis victorias sí las tengo contadas: doce ciudades de gentes llevo
arrasadas con las naves y once a pie. Pero pese a los esfuerzos de Idomeneo y
del bravo Diomedes, no pudimos cerrar el lado este, por donde la ciudad se
abastecía. La rendición no sólo se demoraba, sino que ni se atisbaba. La cosa
se prolongaba más, bastante más, de lo previsto, y para ello no estábamos
preparados. Entró en acción, a favor de los sitiados, el temible General
Tiempo.
-¿El General Tiempo?
-Temible, no lo olvides. El temible General Tiempo. Considera, hijo de
Álvaro: los combatientes aqueos superábamos el número de 35.000, a los que
había que añadir, por redondear, unas 5.000 personas más, empleados en tareas
auxiliares: carpinteros, albañiles, canteros, broncistas, cantineros, cocineros,
cuidadores del ganado, sirvientes, esclavos y esclavas, armeros, mozos de
cuadras, peleteros, aguadores, putos, putas y otros oficios varios y similares.
Ahora ten en cuenta que, como iba a “ser cosa de pocos días”, un audaz,
rápido, violento y demoledor golpe de mano, como no habíamos contemplado
la posibilidad de una guerra sostenida, nuestro campamento se levantó en
condiciones muy precarias: los albañales eran muy provisionales, estaban
pésimamente trazados y además vertían muy cerca de las negras naves; los
almacenes no protegían lo suficiente las provisiones acopiadas, por lo que se
pudrían; el suministro de agua dulce era escaso para tanta gente, e irregular; y
así todo lo demás. En esas condiciones, ¿te haces una idea de lo que son
40.000 personas cagando y meando todos los días en un espacio reducido, y
comiendo bazofia en estado de descomposición? Así pasó… -y aquí Aquiles
calló, sumido en recuerdos sin duda luctuosos a juzgar por su semblante.
-¿Pasó… qué? -pregunté innecesariamente, más que nada por sacarle de
su ensimismada tristeza.
-Lo que tenía que pasar. No llevaríamos aquí ni dos meses, aunque
mucho más de lo que habíamos calculado, cuando, de vivir hacinados tantos
en tanta mierda, y de comerla, se declaró en el campamento un brote de peste
entre los mulos y los rábidos perros; creímos que podríamos controlarla, que
no contagiaría a las personas y que cesaría en un par de días, pero no fue así:
se mantuvo, yendo a más, durante días y días, nueve, de las bestias pasó a las
personas, y sin pausa ardían densas las piras de cadáveres.
-Y fue entonces cuando convocaste la Asamblea.
-Veo que algo sabes. En efecto. La desastrosa situación exigía un cambio
de los planes de guerra, así que llamé a las huestes a Asamblea. Allí propuse
abandonar el plan del cerco y de las razzias, pues la peste, si no la de ese
momento, sí otro brote que seguro vendría y nos cogería más debilitados, nos
mataría, y, lo que es peor, sin honra alguna, ya que la Yersinia pestis no la
otorga; planteé promover una batalla campal, dando por supuesto que sería
fácil conseguir que Héctor aceptase salir a combatir a la llanura, pues, por lo
que sabíamos de él, estaba harto de su encierro ya que ninguna gloria obtiene
el que se agazapa ante el peligro, además de que, como buen estratega, era
consciente de que sus aliados no podían abandonar sine die sus intereses en
sus reinos, por lo que, aunque bien abastecidos y urbanizados, a los troyanos el
paso del tiempo también les perjudicaría. Tarde o temprano sus socios se
retirarían.
-Por lo que tengo leído, los convenciste -me adelanté.
-Del cambio de planes, sí. Pero eso fue la primera parte. Hasta aquí,
todos estuvieron de acuerdo. Lo malo fue lo que siguió. Volví a tomar la
palabra. Como ya te he dicho, tengo a Agamenón por hábil político pero por
un pésimo militar, por lo que manifesté que él no estaba capacitado para
dirigir el nuevo rumbo de la guerra y me postulé para jefe, cargo al que tenía
derecho por mis sobresalientes acciones militares.
-El Telamón no te andaba a la zaga -me atreví a apuntar-, Aquiles
asolador de ciudades -epíteto que añadí para poner un poco de vaselina a mi
anterior afirmación, no fuese a despertar la Bestia.
-Verdad dices, amigo extranjero, pero las mientes del buenazo de Ayax,
entre todos los guerreros sobresaliente, no llegan muy lejos, lo que le
descartaba. Y, quitado él, yo, y sólo yo, merecía la jefatura en la nueva fase de
la guerra.
-Y, claro, eso no le gustó a Agamenón.
-Decir no gustar es quedarse muy corto. Como el toro de cuatro años que
siente penetrar el hierro en su musculado lomo, y un fuego le invade su carne
y su mente e intenta cornear al mismo Zeus que se le pusiese, toreador,
delante, así de furioso y violento se revolvió contra mí el micénico Atrida. Nos
dijimos de todo. Él, que yo era el más odioso, pendenciero y reñidor de todos;
que si era fuerte en la lucha y buen lanceador, a un dios se lo debía; y que
siempre quería estar por encima de los demás. Yo, que él era un borracho y un
sinvergüenza, devorador de su pueblo; que tenía cara de perro y corazón de
ciervo; y que le flojeaba el ánimo en el combate.
-Debate parlamentario de altura, el que tuvisteis, ¡por los Olímpicos! -
dije yo, irónico, recordando mi tiempo y mi lugar.
-Y pasamos a la votación…
-Que perdiste.
-Sí, que perdí. Cosas de la democracia, que aún era imperfecta entre
nosotros. Estoy convencido de que la razón estaba en mi bando, pero no gozo
de buena prensa entre los caudillos y la tropa. Sea por mi agrio carácter, lo
reconozco, sea por comprensible envidia, aunque todos me consideran el
mejor guerrero, no resulto simpático, ¡para qué negarlo! Si a ello unes que los
más prudentes me tenían por demasiado joven e impulsivo para ejercer el
mando, y que los más pusilánimes temían el que, en verdad, es el gran poder
de Agamenón, señor de la ancha Micenas, te explicarás mi derrota política. Se
cambiaría la estrategia, pero Agamenón seguiría al frente.
-Y a ti te sentó a cuerno quemado.
-Ya te lo puedes imaginar. Lo tomé por monumental afrenta, y no sólo
de Agamenón, portador del cetro, sino de todo el ejército por no haberme
respaldado. A los reunidos, por su mansedumbre, por sus prejuicios, por su
falta de valor, todo lo cual les había llevado a votar en mi contra, les llamé
abyectos y nulidades. Como las velas de una embarcación se abomban repletas
cuando reciben de los ventosos dioses el aliento propicio a su marcha, así mi
pecho se infló, fue entonces, de la horrenda cólera, la que había de causar a los
aqueos incontables dolores: proclamé solemnemente y con el debido
juramento que, ya que en tan poco me tenían Agamenón y la hueste toda, bien
podían arreglárselas sin mí, por lo que, desde ese mismo momento, me
apartaba de la lucha hasta que no se me otorgase el reconocimiento que
merecía: la jefatura del ejército. Así que abandoné la Asamblea y me vine a mi
tienda y a mis equilibradas naves.
-O sea, que de Criseida, Briseida y el flechador Apolo, nada de nada -
resumí yo.
-No sé qué historias te habrán contado, pero ten por verdad lo que de mis
labios acabas de oír. El problema entre Agamenón y el ejército argivo y yo,
fue la lucha por el mando.
-Pues no es eso lo que anda cantando el amigo Homero.
-¡Qué mal entendéis lo que leéis! La pista te la da el pasaje que despertó
tu confusión: Agamenón me ofrece la devolución de Briseida, jurando no
haberle puesto la mano encima ni el pito dentro -lo que, por otra parte, nunca
me creí-, y sin embargo yo no depongo mi cólera. ¡Por algo será!
-Desde luego, pero no necesariamente por lo que me acabas de decir.
Bien podría ser que tu postura se debiese, y perdóname la expresión, a que
eres un rematado hijo de la gran puta, además de memorioso del rencor -tuve
el atrevimiento de decirle.
-Perdonado estás -el Eácida seguía de dulce-. Pero, ¡anda!, coge esa
Ilíada que tengo en la mesa del fondo -lo que hice y volví a mi asiento.
-Busca el pasaje en el que Agamenón le encomienda a Odiseo que venga
a trasladarme el ofrecimiento que luego yo rechazo.
Busqué y leí; estaba, como sabéis, en el canto IX.
-Si te fijas, lo que me dice Odiseo que me ofrece Agamenón abarca los
versos 264 a 299, que son repetición textual de las palabras del propio
Agamenón en los versos 122 a 157.
Los leí, comprobé que tenía razón, y se la di.
-Bien. Ahora lee en alta voz cómo acaba Agamenón su encargo a
Odiseo.
Y leí los versos 158 a 161:
“Que se deje subyugar –solo Hades es implacable e indomable;
por eso es para los mortales el más odioso de todos los dioses-
y que se someta a mí, por cuanto que soy rey en mayor grado
y por cuanto que me jacto de ser en edad mayor.”

-Y ahora vuelve a cuando Odiseo me transmite la propuesta de
Agamenón, a ver si los encuentras.
Leí y, efectivamente, esos versos, ni otros parecidos, no estaban.
-¿Y no te parece altamente sospechoso? En todas las repeticiones, y son
bastantes, de las que se sirve Homero en la Ilíada para descanso de sus
recitadores, los versos repitentes son idénticos a los versos repetidos, salvo en
este caso. Y lo omitido no es baladí: ¡ahí es nada lo que quería de mí el
caricánido! ¡que me dejase subyugar y que me sometiese a él!
No quise dar mi brazo a torcer.
-Puede que la omisión no sea significativa, que sea un simple descuido.
Todos sabemos que aliquando bonus dormitat Homerus.
-¡Y un cuerno! Despierto y bien despierto estaba el bueno de Homero. Y
además, es increíble que lo digas tú, precisamente tú, que eres amigo y devoto
del cátedro Túa Blesa, que de la extravagancia hace gala. En el decir de éste, y
es algo que él te tiene explicado por lo extenso en uno de sus libros, aunque
sin citarlo expresamente, pues ya sabes que el profesor punky siempre que
puede calla su beber clásico, Homero se sirve de una logofagia, recurso
retórico que tu amigo descubre y bautiza, que consiste en callar una parte del
discurso, precisamente para hacer significante, sin nombrarlo, lo omitido; ese
hablar silente que tanto le gusta. Homero, al hurtar en boca de Odiseo el final
del discurso de Agamenón, siendo como es la parte más importante, lo que
pretende es llamar la atención del lector u oyente, precisamente, sobre lo
omitido. Callándolo, lo resalta.
[Ciertamente soy buen amigo de Túa, que en la Teoría de la Literaria se
sienta, al que de antiguo quiero sobremanera e incluso admiro en muchos
aspectos, sobre todo en el literario, campo en el que lo tengo igual a Mentor.
Pero de ahí a escuchar su nombre como precursor de los recursos literarios de
Homero, y además de labios de Aquiles, me pareció excesivo. Así que la
Incredulidad se pintó en mi rostro, de lo que se percató de inmediato el hijo de
la grandísima Tetis]
-Veo que eres muy cabezón, Alfredo, de Álvaro descendiente. Habrá que
darle, Perico, al torno, como dice tu cuñada Pilar Cabeza, la de ropa siempre
biencombinada. Haz el favor de leer, en el canto I, al principio, en la
Asamblea donde todo se fragua, lo que le contesta Agamenón, cuyo palacio
custodian leones, al gerenio Néstor, cuando éste intenta mediar en la disputa
ya iniciada.
Busqué el pasaje y, encontrado -verso 287-, leí:
“Pero este hombre quiere estar por encima de todos los demás,
a todos quiere dominar, sobre todos reinar,
y en todos mandar…”

-Si la disputa hubiese sido en verdad porque el Micénico me quería
despojar de Briseida, la de hermosos cabellos y yo me oponía, ¿te parece
oportuna esa réplica?
Tuve que reconocer que no, que no venía a cuento el que por querer
conservar a la que por el esfuerzo de su lanza había obtenido, el Atrida
leonado le acusase de pretender mandar sobre todos. Y Aquiles dio otra vuelta
al torno.
-Y ahora pasa al canto II, a la parte en la que Odiseo contiene una
desbandada de los aqueos, provocada de propósito por Agamenón para
probarlos.
Hice lo que me pidió; y al llegar a los versos 203-206, me quedé de
piedra. Habla Odiseo, en palabras de Óscar Martínez:
“De ningún modo vamos a comportarnos como reyes aquí todos los
aqueos; no es bueno que haya muchos al mando; que uno solo sea el
jefe supremo, que uno solo sea el rey; aquel al que el hijo de Crono, de
tortuosos designios, concedió el cetro y las leyes para tomar
decisiones.”

La verdad es que, en la situación en que se dicen, esas palabras no tenían
justificación ninguna, ya que la huída no la había propuesto ningún contrario a
Agamenón, sino que la había forzado él mismo, para catar el temple de su
gente. A punto estaba de rendirme, de reconocer que, efectivamente, el mar de
fondo era una cuestión de mando, pero Aquiles no me dio respiro, así era él de
implacable.
-Y ahora, por favor, pasa a la parte en que Agamenón habla en la
Asamblea que se celebró después de contenida la desbandada, y lee en voz
alta.
Fui leyendo; en su discurso, Agamenón se refiere a su relación con
Aquiles, lamentando su querella con él. Reconoce que han reñido por una
muchacha, pero añade a continuación, verso 379, sin nada que ver tampoco
con lo anterior:
“Si una vez llegamos a coincidir en una decisión única, ya no
habrá para los troyanos ni la más mínima demora en su ruina.”

Desde luego, lo de la “decisión única” casaba mal con la disputa por una
mujer; del mismo modo que, antes, el deseo de una jefatura única
malmaridaba con el intento de detener a los que huían del combate; y aún más
al principio, la imputación de que Aquiles quería reinar sobre todos no tenía
fundamento en la defensa que hacía de lo que era suyo y bien ganado. Así que
mi rendición fue total.
-Aquiles, de los aqueos gloria, de los argivos prez, eres grande con la
lanza, pero también eres diestro en el razonar, que la niebla del error disipa.
Desde ahora proclamo, erga omnes, que tu enfrentamiento con Agamenón y el
ejército todo fue única y exclusivamente por una cuestión de poder, no por
Briseida, y que Homero así lo cantó para el que sepa oír. Por perdedor me
tengo en mi disputa contigo.
-Te agradezco el reconocimiento, ya amado Alfredo; pero lejos de ti la
palabra perdedor, que quien lucha noblemente y cae ante una fuerza contra la
que nada cabe, como lo es la Luz de la Razón, y así lo admite, no merece tal
título. Tente por derrotado, sí, pero, al cabo, ganador de la Verdad, al menos en
el estado actual de los conocimientos. Bueno, aclarado este tema ¿tienes
alguna otra pregunta?
-Pues sí, aunque no tan esencial como la anterior. Es por una cierta
curiosidad malsana, ganicas de alparcear que dicen en mi tierra. Igual te
incomoda, pero creo que es importante para que la gente de mi tiempo tenga
una cabal imagen de ti y, teniéndola, pueda valorar… -me estaba alargando en
demasía, porque, la verdad sea dicha, no me atrevía a soltarle de sopetón la
pregunta que estaba por salir del cerco de mis postizos dientes.
-¿Quieres tirarme tu lanza de una maldita vez? -se impacientó-. Nada
temas, pues he jurado ser para ti Anfitrión benigno.
Me animé.
-Pues allá va, clemente Aquiles. ¿Patroclo y tú teníais relaciones
homosexuales?
La carcajada que soltó se la tengo que contar a Petros Fotiadis para que
componga un poema a la altura del que dedicó al famoso Grito del Pelida.
-¡Esta sí que es buena! ¿Eso creen en tu lugar y tiempo?
-No puedo decir que no. Es la opinión generalizada y, por si te consuela,
no es juicio que te denigre, ya que lo gay está en alza.
-Vas a juzgar por ti mismo. ¿Qué me dijo Patroclo cuando, muerto, vino
a mí en sueños luego que maté a Héctor?
-Que lo enterrases de una vez, pues andaba solitario por la mansión
portiancha de Hades y, cuando a ti te llegase la hora, que pusiesen juntos
vuestros huesos.
-¿Y qué le contesté?
-Que así se haría; y el sueño terminó abrazados ambos entregados al
lúgubre llanto.
-Asi es. Pues ahora vas a escuchar parte de un poema muy de moda en
estas tierras, debido a un cantautor anónimo y que circula en tablillas de barro
endurecido. Habla también de un hombre ya muerto, llamado Enkidu, que se
aparece en sueños a su amigo y compañero de toda la vida de nombre
Gilgames. Pon atención a lo que el muerto le dice al vivo.
Aquiles cogió la fórminge, la templó y con voz bien entonada, cantó:
“Amigo mío, el falo que acariciabas
y se te alegraba el corazón,
como a un vestido viejo
se lo comen las larvas;
y las nalgas que acariciabas
y se te alegraba el corazón,
como una grieta del suelo
están llenas de tierra”.

Acabado el canto me preguntó con maldad:
-Comparando las dos escenas, ¿acaso notas alguna diferencia, por
pequeña que sea, entre la pareja Gilgames-Enkidu y la que formábamos
Patroclo y yo?
-Tanta como 9 elevado a 9 elevado a 9.
-Y ahora, dime tú, que portas la clave, según te expresas, ¿a qué se debe
la leyenda de que Patroclo y yo manteníamos una relación homosexual?
-A punto fijo, no sé. Quizá se deba a lo mucho que lo lloraste muerto, o a
tu exagerada reacción cuando volviste, inhumano, al combate, que te
enzarzaste en fiera lucha hasta con todo un río, o a que el amor entre griegos
sólo puede ser “amor griego”… La verdad es que no lo sé, pero sí que casi
todo el mundo lo da por descontado, y el que no, al menos os tiene por
homófilos.
-¿Tú crees que la homosexualidad y la homofilia, están extendidas entre
los indios norteamericanos?
[Sorprendente pregunta]
-Nada he oído al respecto.
-Pues has de saber que entre los guerreros sioux, me dijo mi amigo
Ohiyesa, existe la costumbre de elegir desde muy jóvenes lo que llaman un
“amigo personal” que se convierte en un compañero en la vida y, ¡fíjate bien
en lo que digo!, en la muerte. Los amigos personales quedaban unidos por un
lazo más, mucho más fuerte que el de la sangre; era una amistad sellada por un
voto y un pacto solemnes: compartir vida y muerte. Si uno de los dos moría y
el otro no le acompañaba en ese viaje mágico y misterioso, el sobreviviente
habría incumplido su compromiso de correr la misma suerte. Igual es entre
nosotros, que al fin y al cabo somos, como los sioux, una cultura preférrica y
guerrera. La muerte de Patroclo sin que yo le acompañase en ella, es más, sin
ni siquiera haber estado a su lado en la ocasión para defenderle, supuso un
incumplimiento por mi parte del pacto ceremonial que con él tenía, y ya sabes
los que somos los aqueos en cuestión de pactos y sus violaciones. De ahí mi
copioso llanto, de ahí mi desatado furor, que me llevó incluso a pugnar con un
dios. ¿Queda claro el asunto?
-No menos que los Cielos cuando, después de haber estado cubierto por
oscuras y abundantes nubes, una vez que éstas han liberado su líquida carga,
son barridas por Bóreas sonoro y Céfiro impetuoso.
-¿Tienes más cuestiones que plantearme?
-No, que ya he disparado las flechas que traía.
-Es una lástima, pues hay en la Ilíada, si la lees bien y haces caso a
Homero, más de un pasaje relacionado conmigo que te ayudarán a
comprenderte y a comprenderme y también en la búsqueda que anima tu
lectura. Cuando llegues a ellos, cuando los descubras, si tienes alguna duda,
las puertas de mi tienda siempre estarán abiertas para ti. Así lo dejaré dicho en
el puesto de guardia, para que no tengas que volver a escudarte en esa
anacrónica credencial que portas. Y ahora vete, que la Noche, inmortal y
oscura, está a punto de sobrevenir y, con ella, de sonar el toque de queda, a
partir del que no se admite la estancia de personal ajeno al campamento. Ve en
la paz de los dioses, y ojalá que tu cupo de males en esta vida se halle ya
cumplido.
-Preclaro Aquiles, gracias te doy por la atención y el afecto demostrados.
Y, para que de tu corazón huya la Duda, que al ánimo debilita y que de cuando
en vez en ti se aloja, que sepas que siempre estarás a la altura de los males,
tremendos, que te quedan por vivir, y que de tu paso por el mundo se guardará
imperecedera memoria.
-Que nuestros recíprocos deseos se cumplan, Alfredo de la estirpe de los
Álvaros.
Nos abrazamos con sinceridad y sentimiento, y me volví a Ilios.
En el camino, -a carreriña d’un can, como os dije-, me dio tiempo para
pensar en cuál iba a ser mi relación con Aquiles después de nuestra entrevista;
y llegué a la conclusión de que, si bien seguía sin poder identificarme con el
héroe, me sentía muy cercano al hombre [aún no sabía cuánto tenía en común
con él]. Luego me puse a estructurar cómo os iba a contar la conversación
mantenida, que juzgo decisiva para mi comprensión de la Ilíada, y reparé en
que el Cuento que ingeniase… ¡haría el número 9!
Los Fab Four of Liverpool continuaban con la matraca del namber
naina, namber naina, namber naina; y yo iba sabiendo secretos, aunque quería
saber más, uh-ah-uh.






















CUENTO X
BUENO ES QUE HAYA DIOSES…
(para echarles la culpa)

Seguí el consejo de Aquiles, desgracia de sus enemigos, y me dediqué a
“leer bien” y a “hacer caso a Homero”, atento a sus decires, a sus callares, tan
importantes unos como otros, y a sus encifrados. Fui descubriendo, lo que vale
por inventando, sentidos; pero, forzoso es reconocerlo, todo me quedaba,
todavía, lejano. Las sucesivas lecturas que realicé, y os recuerdo que ya
moraba en la Ciudad Baja, en confortable habitáculo, fueron, aún, frías y
distantes, desapasionadas. Sí, tenía una comprensión “intelectual” (propia del
intelecto aislado del sentimiento) de la Ilíada, de sus temas, de los valores que
contiene -y que, ya amenazo, os cuentaré, que es contar en forma de cuento-,
pero no “vital” (sentimental, propia del sentimiento aislado del intelecto): yo,
lector de la Ilíada, no la vivía, no me emocionaba con sus personajes y sus
avatares. La Ilíada me parecía -¿cómo decirlo?- un decorado de cartón piedra,
un “peplum” -en terminología cinematográfica, “una de romanos”-, el tinglado
de una antigua farsa sobre la que actuaban unos títeres o marionetas en la
cuerda, y así era imposible el “proceso de identificación” del lector con el
texto, que es la marca de las buenas novelas.
[Sí, amigos, he dicho “novela”, “no-ve-la”, pues novela es, en el decir de
mi venerado Gonzalo Torrente Ballester, que tanto talento como dioptrías
acumula, la narración de algo que le pasa a alguien en algún sitio y en algún
tiempo, y no cabe duda de que en la Ilíada se cuentan muchos “algos” y
numerosos “alguienes”, en un sitio y tiempo concretos]
Hablábamos del “proceso de identificación”. Entiendo por tal, la
relación en virtud de la cual el lector se compadece de, padece o siente con,
los personajes de la narración, sea por las experiencias que viven, sea por la
forma en que las viven. Cuanto más cercanas sean esas vivencias a los
sentimientos y preocupaciones del lector, más fácilmente éste las hará suyas,
se “identificará con ellas”, y, en consecuencia, pasará de “leer” la novela a
“vivirla”. Claro que, para que el fenómeno se produzca, se requiere que el
autor sea un buen novelista, esto es, un escritor capaz de elegir situaciones de
la vida que, por su tema, interesen al mayor número de personas y de narrarlas
de modo que se adentren en los sentimientos del lector.
[Hábiles dialécticos que sois, me diréis que, por las mismas razones que
dejo dichas, esto mío, bueno o malo, no es una novela, sino, en el mejor de los
casos, un atípico y extravagante ensayo sobre la Ilíada y, en el peor, un rollo
patatero sobre un libro que es un coñazo.
[¡Ah! ¡Cuán ciegos sois, que no veis a través de la tela del cedazo!
¡Lectores de superficie! ¡Olvidadizos de que cuando un libro y una cabeza
chocan y suena a hueco, la culpa no siempre es del libro! Mas, ¿de qué me
extraño si para vosotros Alonso Quijano estaba loco?
[Dejadme que os cuente mis cuentos de otra manera:
[Érase una vez, en la ciudad de Zaragoza, a la amanecida del siglo XXI,
un capullo humano de nombre Alfredo y apellido Álvarez, que vivía, si a ello
se podía llamar vivir, completamente desasosegado dentro de una vorágine
frenética que le llevaba sin cesar de aquí para allá, de allá para acá y de acá
para allí como puta por rastrojo. En un momento dado, frisando la quijotesca
edad de los cincuenta años, ahíto de tanto parche de precariedades y de tanto
pito de cambios y contrariedades, se propuso encontrar su centro de gravedad
permanente, over and over again, para asirse a él. Y salió en su busca. Visitó
diversos lugares donde le decían los sabios que se encontraba ese centro
anhelado. Pero en ninguno dio con él. A punto de darse por vencido, tuvo
noticia, vaga, incierta, de que ese centro podría estar, era una simple
posibilidad que ni a probabilidad llegaba, en una selva llamada Ilíada.
Desesperado, se pertrechó de Coronel Tapioca, y con diversos planos, que no
coincidían entre sí, y un machete, se adentró en ella. Allí corrió grandes
peligros: fue mordido por las venenosas serpientes de su propia ignorancia;
perseguido por las tribus salvajes de los prejuicios de las lecturas hechas y de
los caminos ya andados; atacado por las despiadadas fieras del desánimo. De
todas las adversidades salió vencedor, y leyendo, leyendo, digo, andando,
andando, roto y estropeado, con el miedo asimilado, la esperanza perdida y la
ilusión creciente, se presentó a su vista un altanero palacio… (continuará)
[¿Lo veis? ¿Cómo podéis decir que esto mío no es una novela, y
magnífica, de aventuras por más señas, épica, que habla de algo tan universal
como es la azarosa búsqueda de lo permanente y esencial en una realidad
mutante hecha de puras variables accidentales, azarosas y contrarias? ¿Cómo
no identificarse con las dudas, resoluciones, angustias, desasosiegos,
inquietudes e ilusiones de su protagonista, que soy yo? ¿No tenéis el alma
suspendida por lo que me pasará? ¿Qué me ocurrirá en el palacio? ¿Será un
espejismo o una realidad? ¿Encontraré allí el centro de gravedad permanente
que persigo una y otra vez? Y lo que es más importante, ¿existirá ese centro?
De existir y encontrarlo, ¿cuáles serán las consecuencias? ¿Alcanzaré el
descanso y la felicidad buscadas?]
Pero volvamos a lo nuestro. Estábamos en que había algo que me
impedía identificarme con las vivencias de los personajes de la Ilíada; y en que
ese algo era la naturaleza titeral o marionetil de sus personajes. ¿De dónde a
mí esa sensación? La culpa, inconsciente, era de mis buenos amigos Souvirón
y Baricco, con quienes sostuve unas, para mí, muy ilustrativas y beneficiosas
conversaciones, que discusiones fueron, sentados en un banco a la sombra de
copuda higuera que se alza en la plaza Luvia, al sudeste de la Ciudad Baja,
cerca de la cerca que pone fin a la alberca municipal.
Me decía Souvirón que todos, no excluía a ninguno, los personajes de la
Ilíada son irresponsables, pues actúan, ineluctablemente (nada que ver con
eluctar o legoldar) en el sentido que les obligan los dioses, auténticos
titiriteros. Según él, Agamenón, Aquiles, Héctor, por ceñirme a la principalía,
son marionetas en manos divinas, que obran, piensan y sienten según las
cuerdas que los dioses mueven. No son libres para hacerlo de otra manera. Y
lo ejemplificaba, por lo menudo, con el enfrentamiento Agamenón – Aquiles,
que el primero justifica en la diosa, menor pero diosa, Até, la Ofuscación
(XIX.88 y siguientes), que se apoderó de su mente. “Serenos escuchadme los
aqueos, porque no fui yo, no fui; fue la funesta Até, que se apoderó de mí ”.
Y abundaba en esa opinión Baricco, añadiendo que si queremos hacer de
la Ilíada una historia humana en la que los hombres viven su propio destino, es
preciso eliminar de ella todas las intervenciones de los dioses.
Si, como decían mis amigos, los personajes no tenían libertad de acción,
pues estaban determinados (no sólo condicionados) a obrar en el concreto
sentido que les marcaban los dioses, ¿qué causa de mérito, o motivo de
censura, había en ellos? ¿Cómo identificarse con esos autómatas quienes
sufrimos la angustia de tener que decidir a cada paso nuestros fines y nuestros
medios, así como la de pagar, en carnes propias y ajenas, las consecuencias de
nuestras decisiones? Donde no hay libertad de elección, no cabe el error; y sin
error, no hay humanidad, pues lo propio de los humanos es el errar, errar
haciendo caminos, caminos sobre la mar… de la existencia. Y la identificación
de un humano con un no-humano resulta imposible de toda imposibilidad.
Ésas eran las causas que me impedían “vivir” la Ilíada.
En mi travesía de la Selva, tenía ante mí un nuevo prejuicio, una tribu
feroz y sanguinaria donde las haya: las opiniones al respecto, sabias y
fundadas, de Souvirón y Baricco; una tribu a la que debía derrotar, pues, de no
hacerlo, ahí se acababa la historia de esta aventura mía. Como os adelanté en
el Cuento III, salí vencedor. Pero os contaré el encarnizado y pernicioso
combate que con ella sostuve, pues merece la pena.
Nueva lectura de la Ilíada.
Uno de los momentos decisivos, si no es el momento decisivo por
excelencia. Estamos, nada más y nada menos, que en la Asamblea en la que se
monta el follón entre Aquiles y Agamenón. Aquél, despojado por éste de
Briseida, se da por afrentado y agraviado, y duda entre apaciguar su cólera y
dominar su furor o desenvainar la aguda espada, levantar en motín a los demás
y deponer de su mando a Agamenón. Importante momento, ¿eh? Pues
entonces se le aparece Palas Atenea y va y le dice (I.207): “Para apaciguar tu
furia, si obedeces, he venido del cielo…: tú domínate y haznos caso”. “Si
obedeces”, “haznos caso”, ¡fijaos bien! Aquiles puede, por tanto, obedecer o
no, hacer caso a los dioses o no, la decisión es suya y sólo suya; él, y no Palas
Atenea, será responsable de lo que pase.
Otro pasaje no menos trascendente. Duelo Menelao – Alejandro, con
Helena (y el fin de la guerra) en juego. Menelao va ganando a los puntos;
Alejandro, cobardica que es, huye; los aqueos se dan por ganadores; los
troyanos rompen el pacto: Pándaro, hijo de Licaón le tira una flecha a Menelao
que por poco lo mata. Y se arma la marimorena. ¿A qué se ha debido tal acto?
Pues resulta que estaba el Licaónida anónimo entre la masa bélica troyana y
que la insidiosa Atenea baja a tentarle con que si matase a Menelao alcanzaría
la gloria y el favor de su gente y numerosos regalos. Para ello, toma la figura
del lancero Laódoco Antenórida y así introduce su discurso (IV.93): “¡Ojalá
me obedezcas en una cosa…” “Ojalá me obedezcas” Exclamación
desiderativa, seguida de un subjuntivo, modo verbal que se emplea para
expresar la acción como dudosa, posible o deseada. Estamos por tanto ante la
mera expresión de un deseo, no de una orden imperiosa. El insensato de
Pándaro es libre de hacer o no lo que la diosa travestida le propone y desea. La
decisión es suya; él, y no Palas Atenea, será responsable de lo que pase.
Otrosí digo. Uno de los instantes más emotivos de la Ilíada: Héctor al
pie de las murallas de Troya, esperando a su matador Aquiles, hace examen de
conciencia, experimenta dolor de corazón y confiesa de boca (XXII.104):
“Ahora que ha perecido la tropa por culpa de mis necedades / vergüenza me
dan los troyanos y troyanas, de rozagantes mantos”. Así de directo. Nada de
pamplinas divinas. “¡Fui un necio; quise jugar con fuego y me quemé! ¡Creí
que podía haber sido gato y resulté ratón! ¡Troya, te he perdido!” Ni dioses, ni
gaitas olímpicas, alega como excusa Héctor, hecho un indio cheyenne. “Estoy
donde estoy por mi propia necedad, por mis errores. Nadie me ha engañado,
nadie me ha ofuscado, nadie me ha obligado. Llegué, vi, valoré, me equivoqué
y perdí este juego”. Héctor, por su expresión, se reconoce responsable de la
situación.
Las tres pruebas expuestas, por las situaciones tan decisivas en que se
producen, habrán llevado a vuestras mentes, por poca que sea su experiencia
en el enjuiciamiento de hechos, a una certidumbre: la de que los personajes de
la Ilíada son ¡libres y responsables, de toda libertad y responsabilidad!
Ítem más: Homero al componer su canto, era consciente de que sus
personajes eran humanos, libres y responsables, capaces incluso hacer fracasar
cualquier posible destino predibujado por los dioses. Oigámoslo cuando se
pone en plan narrador (XVII.319): “Entonces los troyanos a manos de los
aqueos, caros a Ares, / habrían penetrado en Ilio doblegados por sus
cobardías, / y los argivos habrían conquistado gloria contra el sino de Zeus /
y sólo gracias a su fuerza y a su brío…”. Creo innecesaria cualquier glosa,
pues el texto se comenta por sí mismo.
Envido más: los propios personajes son sabedores de que su pasado
estuvo, y su presente y futuro están, en sus propias manos. Textual: nuestra
vida está en nuestras manos. Los troyanos han salvado, como negros esclavos,
el foso y muro protectores del campamento aqueo; Héctor, portador de
antorcha, está a punto de prender el fuego devastador a las naves, negras y de
muchos bancos; sólo defiende Ayax Telamonio, el grandullón magnánimo; los
demás defensores se achican; el héroe les discursea para que recuerden su
impetuoso coraje, y cierra su intervención con broche de oro (XV.741): “La
salvación está en las manos, no en el abandono de la lucha”. No en los
dioses, sino en las manos de los hombres, si éstos no desmayan.
Y ya puestos, ¡órdago!: Los troyanos, cuyas mujeres lucen peplos -¿no
serán pechos?- rozagantes, en un magnífico ejercicio de cobardía, corren en
caótica desbandada a refugiarse en la chufa de Troya, perseguidos de cerca por
los funestos argivos. Apolo, benéfico, hace reflexionar -sin imposiciones- al
capitán Eneas. Escuchemos al argénteo flechador, disfrazado de Perifante
Epítida (XVII.327): “¡Eneas! ¿Cómo en contra de la divinidad podríais
salvar / la escarpada Ilio? Igual que ya he visto a otros hombres: / poniendo
la confianza en su fuerza, su brío, su virilidad / y en su número, aunque
tuvieran una tropa en exceso reducida”. Más claro, imposible. Me parece
estar oyendo al paladín del buen ánimo, al nunca por siempre suficientemente
bendito y alabado don Quijote de la Mancha: “¿Diosecitos a mí? ¿A mí
diosecitos, y a tales horas? Pues por Homero que han de ver los señores
Souviron y Baricco que acá los mientan si soy yo hombre que se espanta de
dioses”. Fuerza, brío, ánimo, decisión, temple, valor y una pequeña ayuda de
la amistad, es lo que compete al hombre, que, por ello, es libre y responsable
de sus actos; lo demás -los componentes variables que no dependen de
nosotros, pero nos afectan- descansa en las rodillas de los dioses.
¡La guinda, la rematadera, la repanocha! ¡Los propios dioses saben, y se
lo dicen, que los hombres son capaces de burlar los planes o designios que
trazan para ellos!
No voy a negar -¡cómo hacerlo sin mentir!- que a lo largo de la Ilíada
hay numerosas intervenciones de los dioses, principalmente salvando a unos
de muerte cierta o alentando o infundiendo a otros ánimo y valor,
intervenciones incluso decisivas para el curso de los acontecimientos (Aquiles
mata a Héctor con la lanza que ya había arrojado en fallo y que le es devuelta
por Atenea). Lo que afirmo es que los personajes, en sus decisiones no están
determinados por los dioses, aunque éstos puedan echarles una manita en la
consecución de sus propósitos.
Como os sé tardos al convencimiento, remisos a dar vuestro brazo a
torcer, me diréis, contumaces, que, de tener yo razón, cómo es posible que
Homero ponga en boca de Agamenón todo eso tan concertado, dicho al inicio
del cuento, de la Até, vulgo Ofuscación, a la que se agarra Souvirón con el
beneplácito de Baricco. No creáis que no percibo vuestra ironía “¿Qué pasa
pues?, ¿el tío Homero, echando otra cabezadita…?” Pues no, no hay tal.
Despierto y bien despierto, Homero nos demuestra ser un insuperable
conocedor de la naturaleza humana, de sus flaquezas y de sus gorduras. Razón
tenía el Pelida al recomendarme que confíe en él. En el discurso de descargo
del mayor de los Atridas, rey de hombres, se plasma una excusa de mal
pagador que se ajusta a la propensión natural del ser humano a escudarse en el
“yo no he sido, ha sido otro, o me han obligado”, tan extendida, que hasta ha
pasado a las leyes. Vedlo por vosotros mismos. Cojamos el Código Penal, en
su vigente redacción:
Artículo 20. [Eximentes]
Están exentos de responsabilidad criminal:
1º El que al tiempo de cometer la infracción penal, a causa de cualquier
anomalía o alteración psíquica, no pueda comprender la ilicitud del
hecho o actuar conforme a esa comprensión.
El trastorno mental transitorio no eximirá de pena cuando hubiese sido
provocado por el sujeto con el propósito de cometer el delito o hubiera
previsto o debido prever su comisión.

Ahora imaginadme a mí de Abogado defensor de Agamenón, en la causa
seguida contra el mismo por abuso de poder, causante de abundante
mortandad entre las tropas. El fiscal ha estado contundente. Los hechos no
puedo negarlos, pues la prueba de los mismos es abundante y abrumadora; y
son constitutivos, en buena ciencia jurídica, del delito que se imputa a mi
defendido. Pero no me rindo. Escuchad con atención, que voy a estar brillante,
pues es Homero quien hablará por mi boca: “Sí, Señorías, los hechos, ternes,
implacables, están ahí, como ha expuesto en su intervención el Ministerio
Público con la escrupulosidad a que nos tiene acostumbrados. Pero concurre
aquí, Señorías, la eximente 1ª del artículo 20 del Código Penal. Mi cliente, el
glorioso Atrida, fue presa de la hija más vieja de Zeus, la funesta Enajenación
Mental Transitoria, que a todos extravía. Sus pies son delicados, pues no toca
el suelo, sino que camina sobre las cabezas de los hombres trayendo daño a los
mortales y trabando en su lazo a uno y a otro. Por todo lo cual termino
solicitando del Tribunal la libre absolución de mi cliente con los demás
pronunciamientos favorables, e imposición de costas a la parte acusadora.”
Si donde he escrito Enajenación Mental Transitoria, leemos “Até” u
“Ofuscación”, el discurso de defensa se puede mantener tal cual, incluso la
alegación del artículo 20.1ª del vigente Código Penal. ¿Qué quiere decir esto?
Pues ni más ni menos que los mismos motivos exculpatorios recogidos en un
texto de finales del siglo VIII antes del Cristo se alegan hoy, 2.600 años
después, ante los Tribunales de Justicia. Y eso que lo escribió un griego,
siendo que los reyes del mambo del Derecho fueron los romanos.
[Por falta de ganas, dejo para los estudiosos -yo no lo soy- del Derecho
la equiparación de las restantes circunstancias atenuantes y eximentes de la
responsabilidad penal que nuestro Código recoge, con dioses y diosas del
panteón griego. Espero de mis colegas que tengan la deferencia de dedicarme
sus tesis]
¿Y qué conclusión podemos extraer? Que Homero, insomne siempre,
conocía perfectamente la pasta de la que estamos hechos, pasta que, incorrupta
como brazo de Santa, se mantiene el día de hoy: constantemente justificamos
nuestros propios errores, sólo a nosotros debidos, en el actuar de otro.
Y este remate va para los enfangados en el sostener y no enmendar. Por
testigo de mi causa traigo al estrado al propio Zeus, grande, longividente y
fulminador. Parece ser que los primeros oyentelectores de la Ilíada se dejaron
llevar por la opinión de Souvirón y Baricco y, emulando a los héroes de la
historia que con tanto agrado esuchaleían, se justificaban de toda imprudencia
o malicia señalando -tenían amplio muestrario dónde elegir- a cualquiera de
los integrantes del nutrido y olímpico panteón: el rijoso culpaba a Afrodita; el
violento a Ares; el tramposo a Hermes; el rebelde a toda autoridad a Posidón;
el fúnebre a Hades; el racionalista desapasionado a Atenea; el celoso a
Hefesto; el artista adolescente a Apolo; la fierecilla indomable a Artemis; el
borracho a Dioniso; la casada y madre resignada a la invisibilidad a Démeter;
¡para qué seguir! Esto no gustó nada a los dioses sempiternos y
bienaventurados, y para corregir la tendencia, en la siguiente obra que
inspiraron [tengo para mí que no fue a Homero, pero tanto da], lo dejaron bien
claro. Se trata de la Odisea, y bien al comienzo. Canto I. Han rodado los años
desde la caída de Troya. Odiseo anda dando vueltas de aquí para allá como
pollo sin cabeza. Los dioses están reunidos en la casa de Zeus y mantienen
entretenida charla para pasar el rato. Hablan de la actualidad. El Tonante les
comenta a los demás el caso de Egisto, a su decir varón intachable, y de su
muerte a manos de Orestes, famoso en el mundo entero. Cada uno de los deos,
se supone, da su opinión sobre el suceso y la causa que lo produjo. La
discusión la zanja el portador de la égida y la razón. Versos 32 a 34:
“Es de ver cómo inculpan los hombres sin tregua a los dioses
achacándonos todos sus males. Y son ellos mismos
los que traen por sus propias locuras su exceso de penas”.

¿Qué os ha parecido? ¿A que os habéis quedado patidifusos? Rendíos,
pues, canallas y descomunales, de una vez. Si el mismo Zeus avala mi tesis,
¿quiénes sois vosotros, morideros con vista de corto alcance, para llevarle la
contraria? Quiero veros a todos rendidos y postrados, abrazados a las
rodillas de Homero, en súplica de un perdón que no sé si merecéis. Reconoced
de una vez por todas que no sólo es que, contra el parecer de mis dos
nombrados amigos, las intervenciones de los dioses no restan humanidad a los
personajes y situaciones de la Ilíada, sino que, si bien leemos y hacemos caso
a Homero, como me recomendó el hijo de Peleo, esas intervenciones,
precisamente, los humanizan, señalando un rasgo propio y esencial de la
naturaleza humana. ¡Grande, Homero! Los seres humanos, de siempre,
andamos buscando desesperadamente a Susan, a alguien a quien
responsabilizar de nuestros errores y fracasos, que los aciertos y los triunfos
son exclusivos de cada uno. “Yo no he sido, no; ha sido Fulano”, es una
constante de la Humanidad. Siempre sacamos de debajo de las piedras o de
encima de las nubes un niño o un dios al que echarle la culpa.
Eso es algo que lo vemos a cada paso, igual hoy que ayer. Oíd:
Entré en un bar de Zaragoza, especialista en moluscos negros y bivalvos. A
mano derechaa, en sentido longitudinal a mi marcha, la barra; a mano
izquierda, y en el mismo sentido, pegadas a la pared, una serie de mesas, hasta
doce, puesta en fila, con sus correspondientes bancos corridos, alzadas del
suelo del resto del bar unos quince o veinte centímetros, salvada esta altura
con un escalón. En la pared de la izquierda había carteles coloreados de gran
tamaño, uno para cada mesa, con la siguiente leyenda: “Al marcharse, tenga
cuidado con el escalón”. Me llamaron la atención, tanto el número, las
dimensiones y el alarde cromático de los avisos, como lo obvio de la
advertencia que proclamaban, pues si uno, para acceder a la mesa, ha tenido
que subir un escalón, no es necesario apercibirle de que, cuando se vaya, ha de
bajar lo que antes ha subido. Vamos, digo yo, y creo que digo bien. Pues no. A
la tercera cerveza ligué amable charleta con el camarero que me atendía, que
resultó ser el dueño del establecimiento. Le pregunté por la razón de los
llamativos carteles y me contó que un día un cliente se sentó a una de las
mesas, y tras consumir así de lo sólido como de lo líquido hasta un gasto de 25
euros, al marcharse, no se percató del escalón y se cayó, dándose tremenda
leche que le causó la rotura ahora no recuerdo si del etmoides o del escafoides,
a consecuencia de lo cual resultó con lesiones que requirieron de intervención
quirúrgica y tardaron en curar 40 días, 5 de ellos con hospitalización y 30 con
impedimento para su ocupación habitual, y necesidad de asistencia de tercera
persona, quedándole una secuela -me concretó- valorada en 3 puntos. Hubo
juicio. Total, que entre daño emergente, lucro cesante, daños morales,
secuelas, honorarios de Abogado, derechos y suplidos de Procurador, unos y
otros propios y ajenos -pues también le condenaron al pago de las costas
totales-, la cosa le salió por más de 12.000 euros. Me dijo que su Abogado
esgrimió las razones de lógica que yo había apuntado, que no se requiere
advertencia de lo que a la vi, a la va, a la vista está, pero que todo fue humo
vano, prédica en el desierto, pues el juez, acogiendo la tesis del defensor del
lesionado, apoyada en abundante cita de precedentes, sentenció que él, como
dueño y, por tanto, responsable de la instalación hostelera, al no resaltar
suficientemente, fuese con luces, fuese con paneles admonitorios, o fuese de
cualquier otro modo adecuado a tal fin, que allí había un escalón, no había
hecho todo lo que estaba a su alcance para evitar el desgraciado suceso, y pues
suyo había sido el beneficio de la consumición del cliente (25 euros), justo era
que, por su negligencia en lo del advertir, pechase con el perjuicio (12.000
euros) del accidente. Fin del juicio. Y que por eso los carteles, para su
indemnidad, caso de repetirse la historia. Confieso que fui avieso. Al tiempo
de darme las vueltas, y a modo de despedida, le dije: “¿Pero puede asegurar
que todos los que se sientan a las mesas saben leer y que, aun sabiendo, y el
castellano, lo que no es tan seguro en este nuestro Estado Español plurilingüis,
comprenden la advertencia?” Y lo dejé preso de angustia y desesperación.
Así somos. El cliente lesionado del ejemplo fue incapaz de reconocer
que fue él mismo, su falta de atención, la causa de su caída. “No ha sido mi
culpa, no; ha sido del dueño del bar que no me avisó suficientemente”. Y la
Justicia le apoyó.
Esa constante del ser humano también ha sido puesta en verso por el
hilarante Pedro Muñoz Seca en La Venganza de don Mendo. Cuando su héroe
acude a su prometida proponiéndole fugarse juntos para escapar así de pagarle
al barón de Vedia una cuantiosa deuda con él contraída en una desgraciada
partida de siete y media, se justifica (Jornada Primera):
¡Serena
escúchame, Magdalena,
porque no fui yo… no fui!
Fue el maldito Cariñena
que se apoderó de mí.

Poned Dioniso donde dice Cariñena, y el sentido es el mismo.
Por todo lo que llevo contado, es justo y necesario, es nuestro deber, y
fue mi salvación, reconocer el genio de Homero, grande, grande, como
Fernando, muy grande cuando habla del Hombre, señalando lo que es propio
de su naturaleza, pues se mantiene por encima del paso del Tiempo.
En lo que a mí, y aquí, importa, llegué al descubrimiento de que Homero
no habla de autómatas, títeres o marionetas, sino de seres humanos tal como
éramos, tal como somos, tal como seremos. Y ello me permitió el milagro del
proceso de identificación, relacionarme con sus personajes: ser prepotente con
Agamenón, soberbio con Aquiles, manso y responsable con Héctor, taimado
con Odiseo, voluntarioso con Ayax Telamón, despectivo con Alejandro,
enamorado con Helena, combativo con Diomedes, anciano batallitas con
Néstor, excelente gobernante con Sarpedón y Glauco, tenaz y disciplinado con
Eneas, reflexivo consejero con Polidamante, bondadoso y omnicomprensivo
con Príamo…
Pude, así, vivir la Ilíada.



CANTO XI
MANERAS DE MORIR

¡Vivirla! ¿He dicho “vivirla”? Sí, me he oído bien. ¿Y cómo vivirla entre
tanta muerte? ¿No está lastrada de muertes, hasta la fatiga, la Ilíada?
Una leyenda, apócrifa, perteneciente al Ciclo de la Guerra de Troya,
cuenta que Odiseo, destrozada por la mar embravecida -una vez más- la
embarcación que le alejaba de, más que acercaba a, su Ítaca ideal, se salvó,
único, de las vinosas aguas agarrándose a un pequeño madero; empujado por
las corrientes, ya al límite de sus fuerzas, fue arrojado a una playa por cuya
arena correteaba, desnuda y lúdica, una reina, feacia pero hermosa, con unas
amiguitas, no menos feacias y bellas. Con trabajo, Odiseo se irguió y, alzando
sobre su cabeza -asido con ambas manos- el salvador y rosendo leño,
agradecido a los Olímpicos, entonó con voz potente este canto, que encantó a
las beldades correteadoras, moscas atónitas y en suspenso, presas de ojos y
oídos en él:
No sé si estoy en lo cierto;
lo cierto es que estoy aquí.
Otros por menos se han muerto.
Maneras de vivir.
Maneras de morir.

Motivos no le faltaban, no. Bien podía Odiseo, veterano de la Guerra,
afirmar, agradecido, su suerte frente a la de otros, muchos, que por menos
murieron, pues de todas las acciones que pueden ser realizadas por los seres
humanos, la más repetida en la Ilíada, ad libitum y ad nauseam, es morirse. Y
de eso, del morirse, de las maneras homéricas de morir, vengo a daros cuento.
Pero antes de enharinar mis manos en el asunto, quiero grabar en el
frontispicio de la exposición un nombre, que escribiré, pues lo merece, a falta
de broncíneos tipos de letra, en mayúsculas, negritas, subrayadas, centradas,
cursivas y admiradas:

¡EQUÉPOLO TALISÍADA!
Fue el primero. No el primer muerto de la Guerra de Troya, que tal
honor le corresponde al aqueo y marcial Protesilao, caudillo de filacios,
pirásicos e itones, antronios y pteleos, muerto de certera pedrada
descalabradora por un dárdano, en el momento del desembarco, justo al saltar
de la nave: cuando su cuerpo tocó la arena de la playa de Besika, el vigor ya le
había abandonado. Equépolo Talisíada, del que hago encomio, es el primero
que muere en el presente narrativo de la Ilíada, en el trozo de guerra en el que
se centra la Ilíada. Recreemos, pues lo merece, la escena:
Los troyanos han incumplido el juramento de confiar el resultado de la
guerra al duelo singular entre Menelao, león de Esparta, y Alejandro, pijo de
Ilios. Éste, a punto de ser vencido, ha huido cobarde. Pándaro, hijo de Licaón,
aliado dardanio, ha flechado a aquél en el estómago, salvándole de la muerte
el cinturón de seguridad. Agamenón, presa de tremendo cabreo, manda a sus
tropas astipotentes formar en orden de combate y se precipitan contra los
troyanos; éstos, belicosos, cierran filas en orden defensivo. Ambos ejércitos
están en campo abierto. El encontronazo, el primero de los dos ejércitos en
bloque, fue tremendo. Entrechocaron pieles de escudos, picas y furias de
guerreros, de broncíneas corazas. Entonces los abollonados broqueles se
enzarzaron unos a otros, y se suscitó un enorme estruendo. Allí se confundían
quejidos derrotados y vítores triunfales de moribundos y de matadores, y la
sangre fluía por el suelo.
Inmediatamente antes del cuerpo a cuerpo, Antíloco, hijo del
magnánimo y coñazo Néstor, caballero gerenio, arrojó briosa su pica contra las
primeras filas troyanas y fue a dar al desdichado Equépolo, a quien horadó el
casco crinitupido, hincándose en su frente: la broncínea punta traspasó el
hueso hasta adentro y el Talisíada, infortunado, cubiertos de oscuro sus ojos,
se desplomó como una torre en la violenta batalla.
¡No digáis que no es putada, y de las grandes! El desdichado Equépolo
lleva nueve años, nueve largos y batallados años, en la defensa de Troya. Ha
combatido con honor y valor en escaramuzas y emboscadas y sobrevivido a
heridas leves, graves y de pronóstico reservado. Pero de eso no hay
constancia, pues ningún poeta lo ha cantado. Y justo cuando Homero empieza
a grabar en el mármol de la Historia y de la Literatura -si acaso no son una y la
misma cosa- los hechos; justo cuando sus hazañas, portentosas, podían quedar
en la Memoria de Occidente; justo en ese momento, va Antíloco le endiña un
lanzazo que lo deja seco y del pobre Equépolo, como del Fernández que
contaba Pepe Iglesias, el Zorro, ya nunca más se supo. Eyaculativa muerte
precoz. ¡Triste es el Destino de aquellos a quienes los Dioses no aman!
¡Equépolo Talisíada, de desventurado hado, vaya para ti nuestro recuerdo
eterno! Fin del peán.
Os decía que la Ilíada contiene un muy nutrido catálogo, además del de
las naves, de maneras de morir. Puede que ello desagrade a las almas
delicadas, pero no a quienes, como yo, aunque sensibles, nos hicimos lectores
de la mano, portadora de pluma, del prolífico Marcial Lafuente Estefanía,
insigne Corín Tellado del Oeste, si no es que ésta fuese, precisamente,
Marcial, Lafuente y Estefanía del amor.
A mis diez u once años, la Biblioteca de Alejandría estaba situada en la
calle Miguel de Ara de Zaragoza, al final a la izquierda, viniendo de General
Franco -después y antes, la vida es un péndulo, de llamarse Conde de Aranda-
unos metros antes de su confluencia con la calle Pignatelli, en otros tiempos de
la Paja. Pero no se llamaba Biblioteca de Alejandría, sino Cuchitril del Señor
Federico, de quien ya os he hablado, poco, en anterior cuento. Era un
cuartucho abarrotado, inundado hasta casi reventar, en caótica mezcolanza, de
tebeos y novelas populares, que olía a polvo y a tinta, y en el que me nutría,
abundante, de unos y otras, amén -también lo dejo escrito- de postales de
pechugonas actrices, escotadas y blanquinegras (por todas, rindo homenaje a
Jayne Mansfield, tristemente fallecida en accidente de automóvil en el que
resultó decapitada: una manera, como otra, de morir). Lo regentaba, dicho
queda, el señor Federico: no llegaba a los cincuenta, de maneras suaves,
fiador, siempre cubierto de una bata color polvo y tinta, y cojo de la pierna
derecha, que no doblaba, siempre tiesa, posiblemente ortopédica de primera
generación, sin articulación o con articulación encasquillada de la rótula o
choquezuela.
Allí compraba mis novelas de Marcial Lafuente Estefanía, escritor del
mal llamado subgénero “del Oeste”. Compraba y cambiaba. El “cambio” de
novelas (también lo había de tebeos) era una institución, hoy
desgraciadamente desaparecida, muy conveniente y fomentadora de saludables
hábitos. Tú comprabas una novelita “de primer ojo”, que nunca era cara,
siempre al alcance de la “paga semanal” de un niño; la leías; luego, por una
cantidad centímica y despreciable, la cambiabas por otra de “segundo ojo”,
que a su vez podías volver a cambiar -descambiar, se decía con impropiedad-;
y así hasta la consumación de los tiempos o de los ojos o de la novelita. Tal
práctica fomentaba la lectura a bajo coste -cosa obvia- y, sobre todo, el respeto
físico por los libros, valor encomiable este último que ha contribuido a salvar
mi matrimonio en momentos difíciles. Veréis. Del estado material de la novela
que entregabas, dependía bien el estado de la que recibías a cambio bien la
miseria en metálico que añadías. Es decir, que cuanto mejor conservada estaba
la novela que entregabas, mejor era el estado de la que recibías, o menos eran
los céntimos a abonar. De ahí me viene mi obsesión, manía hasta el
paroxismo, por cuidar los libros: no soporto que se doblen o arruguen sus
tapas ni sus páginas, ni que se manchen, ni que se despeguen o
desencuadernen, ni que se introduzcan señaladores de grosor superior a un
nanomilímetro, ni que se pinte o escriba en ellos. Son cosas que me ponen
enfermo y violento. Y a tal punto llega la cosa que Mariajo, la que mi
compañía sufre, me suele decir, de veribroma, que si algún día nos
divorciamos, me romperá, con anuncio previo, saña y regodeo, hoja por hoja,
todas las novelas que acumulo de Torrente Ballester (uno de mis más antiguos
fetiches literarios). Tal admonición ha contribuido no poco a solucionar las
discusiones matrimoniales que, cargada ella de razones y yo de sinrazones,
venimos sosteniendo cíclicamente.
¡Ah, las novelitas de Marcial Lafuente Estefanía! Eran pequeñitas (en
dieciseisavo o treinta y dos avo, o como quiera que mi amigo Marqueta, que
en el Anayet -editorial y pirenáico- trabaja, diga que se llaman las páginas de
dimensiones 14’8 x 10’4 centímetros) y, sin duda por misteriosa exigencia del
género, todas tenían 96 páginas. En ellas se forjó mi acero lector y mis ojos se
acostumbraron a la Muerte, como el recodo serratiano al camino, y a disfrutar
con sus descripciones. Me enseñaron su belleza. Como bien dice el autor en
La justicia del colt, “la escena de aquellos cinco hombres, unos frente a otros
y con los sentidos dispuestos a poner en acción sus propósitos homicidas, era,
a pesar de todo, de una gran belleza”, belleza que, mucho antes que él, y para
siempre, dejó plasmada Homero, como veremos a su tiempo, pues esto de las
novelas del Oeste merece extensa digresión, a falta de tesis doctorales que,
desde aquí, reclamo a Túa Blesa, antiguo adorador de Novísimos.
El género tenía sus reglas. Dicha queda la ley que imponía un
determinado número y tamaño de páginas. Otra hacía referencia al número de
muertes: unas 20 por novela, 0’20 por página. Otra, a que todos los personajes
que aparecen, sonríen; y lo hacen de diferentes maneras. En la ya citada obra
La justicia del colt se cuentan hasta 64 acciones de sonreir (0’66 -período
puro- por página), con los siguientes calificativos:
Maliciosamente, 4 veces; satánicamente, 2 veces; abiertamente, 2 veces;
picarescamente, 1 vez; complacidamente, 1 vez; con frialdad, 1 vez; de forma
especial, 12 veces; sin calificativo, 24 veces; satisfechamente, 2 veces;
iluminadoramente, 1 vez; en tono burlón, 4 veces; ampliamente, 4 veces; con
cierta tristeza, 1 vez; con agrado, 1 vez; dichosamente, 1 vez; con tranquilidad,
1 vez; de forma trágica, 1 vez; y feliz, 1 vez.
Y bien leídas las novelas, podías encontrar joyas como:
-“Decidieron tutearse, ya que eran jóvenes” (uso social del tiempo, en
Duelo entre ventajistas)
-“El nuevo sheriff era un hombre más bien delgado. De talla corriente,
pero con el típico rostro de póquer. Esto es, frío e inexpresivo. Llevaba el colt
al lado izquierdo, lo que indicaba que era zurdo” (deducción digna de Holmes
en El castigo del pistolero).
-“Olson, y su hijo, John y su hijo, se quedaron en el rancho para comer
con James y su hija” (precioso galimatías familiar en La justicia del colt tantas
veces citada).
-“No tenía familia el sheriff y vivía solo en la misma oficina. En la parte
posterior había unas habitaciones-vivienda. Comía en un restaurante con
precio especial que le hacían a él” (El castigo del pistolero. La cita es una de
mis preferidas, pues refleja de modo magistral la soledad, miseria y tristeza del
pobre sheriff, que además es un villano, en un pueblo -Bozeman, Estado de
Montana, EEUU- de mala vida y peor muerte. La referencia al menú
económico no puede ser más tierna. Me recuerda al personaje don José, el
oscuro funcionario de la Conservaduría General del Registro Civil
protagonista de Todos los nombres de Saramago).
-“Kirk Brand no pasaba de ser un pobre diablo: estaba muy nervioso.
Diamond Stack no pasaba de ser un tramposo hijo de perra: estaba tranquilo y
sonriente” (magistral apunte antropológico en El Gutiérrez City, de la que es
autor Frank Caudett)
-“Ella se inclinó hacia Forrest de tal manera que le puso un pecho en
cada hombro y su boca rezumante de rouge en la de él (contorsionismo
kamasutriano de muy difícil, si no imposible -intentadlo y lo comprobaréis-,
realización, también el El Gutiérrez City).
[A riesgo de ser pesado, no puedo evitar transcribir la gemma
gemmarum, del genial Frank Caudet en su novela citada. El diálogo no tiene
desperdicio. Juzgad.]
“-Vino entrada la noche y se fue a dormir con la puta de Mary-Anne.
“-Eres un grosero, Nat. Mary-Anne no es eso que tú dices. Pertenece a la
clase de mujeres que sólo se acuestan con dos clases de hombres: los que les
pagan bien y los que les apetecen a ellas.
“-En el pueblo de donde yo procedo las llaman putas, sheriff.
“-Un pueblo de estricta moral el tuyo.
[¿Qué me decís? ¿No es, en verdad, una maravilla? ¿Sería capaz Javier
Marías, tan afamado él, de escribir algo igual?]
Pero lo que aquí y ahora nos importa, son las descripciones de las
muertes. Ahí van algunas:
-“Dos disparos quebraron el silencio reinante y fueron muchos los que
presenciaron la caída de Hurt, después de haber permanecido unos cuantos
segundos en pie, resistiéndose a caer al suelo. Con la frente destrozada quedó
tendido para siempre en el suelo” (La Ley va en las fundas).
-“No, sheriff... el sheriff debe morir, porque de lo contrario es posible
que decida meterse donde no le llaman una vez que se haya recuperado -
apuntó Bob, quitándole su insignia de sheriff, antes de reventarle la tapa de los
sesos” (Stockton, Ciudad sin Ley).
-“Cuando intentaban sacar su “Colt”, unos disparos les dejaron a los dos
los brazos lastrados con plomo. Y entonces, los puños de Donald entraron en
acción. Como si no pesara nada, cogió a uno por la cintura y golpeó la cabeza
sobre el mostrador. El trágico crujir de huesos impresionó a los testigos” (El
castigo del pistolero).
-“Minutos más tarde, los cuerpos de aquellos cinco hombres no eran más
que unas piltrafas humanas” (El sheriff de Tucson).
-“Y acto seguido ambos trataron de utilizar sus armas. Pero con ellas
empuñadas, quedando bien claras sus ideas homicidas, se desplomaron sin
vida” (Ninguno se salvó).
-“Sin moverse en apariencia, disparó dos veces el sheriff y dos
ventajistas cayeron con la frente destrozada (Balada de muerte).
“En el centro de la frente una mancha de sangre indicaba el lugar donde
se había alojado la bala” (Manos endemoniadas).
-“Ringo, soltando un grito de agonía, se inclinó hacia la barandilla con la
frente agujereada de un balazo y luego descendió como un muñeco
desmadejado, estrellándose contra el pavimento” (Cierto olor a carroña, de
Larri Hutton).
-“Se encontró con un disparo y una carga de plomo que le dobló las
piernas poco a poco hasta hacerle caer de bruces” (Llegó el justiciero).
-“Los tres cuerpos saltaron hacia atrás, impelidos violentamente por el
plomo que vomitaban las dos armas negras. Drake sintió que una bala le
perforaba la frente y otra el corazón. Ni se dio cuenta de que estaba muerto”
(Doc Diamont, de Donald Curtis. ¿Buena, eh?)
-“A cada disparo, el hombre cuya túrbida mente había creado un
siniestro laberinto para ocultar su acción fratricida de veinte años atrás, fue
encogiéndose, doblándose sobre sí, dando pequeños brincos convulsos, al
tiempo que movía sus manos con torpeza y tratando de taponar aquellos seis
agujeros por los que su vida, dedicada al mal y al crimen, escapaba a
velocidad de vértigo” (Cementerio City, de Montana Blake. Tampoco está
mal, ¿eh?)
[También aquí asumo mi delito de pesadez, pues sería un crimen que no
os hiciese partícipes de las cerasae aquitaniae cerasarum aquitaniarum, debidas
-¡cómo no!- al magistral Frank Caudett, en su ya celebérrima El Gutiérrez
City]
-“Apretó ambos gatillos con los cañones proyectados a menos de un
palmo del rostro de Perry Kimble que, en un abrir y cerrar de ojos, quedó
convertido en un estallido rojo, sanguinolento, destrozado por completo,
escupiendo pedazos de hueso, saliendo disparadas las pupilas en direcciones
distintas igual que si tuviesen vida propia... Mejor dicho, muerte propia”.
-“ Fue un estallido apoteósico de sangre y huesecillos con posterior
estruendo de pringue gris, que salpicó en todas direcciones, llenando las
cortinas, regando por encima de las artísticas molduras de la librería...,
ensuciando la impecable vestimenta del canallesco alcalde”
Os preguntaréis, no sin una pizca de razón, el porqué de esta serenata
que os estoy endilgando, que nada tiene de piccolíssima y sí mucho de
grandíssima. Aunque, la verdad sea dicha, no sé hasta qué punto un autor debe
dar cuenta a los lectores de sus motivos, os estoy tan agradecido de que sigáis
mi peripecia en busca del centro de gravedad permante, over and over again,
que me voy a explicar.
En primer lugar, ya os he dicho que la Ilíada está llena, hasta el fárrago,
de descripciones de muertes, lo que hace que muchos lectores, como si del
catálogo de las naves se tratase, se las salten, o incluso abandonen la lectura.
¡Craso error, en el me propongo evitar que caigáis! La Ilíada tenía, tiene,
vocación de popular, de ser difundida entre el pueblo llano. Y éste gusta de la
descripción de las muertes. Las “novelas del Oeste” cuya cita os he ofrecido,
populares a más no poder, son prueba de ello. Por tal razón las he consignado.
Y envido más: también el “pueblo montañoso” participa de ese gusto. El
estupendo Cormac McCarthy, autor celebrado por los serios y cuya lectura
recomiendo encarecidamente ad omnes, a llanos y a montañosos, y de la que
disfruto -pese a que sea estadounidense americano y a que su estilo conciso
dista tres o cuatro universos del mío-, en su brillante No es país para viejos,
nos relata, en directo, doce muertes y nos da noticia de otras quince:
veintisiete en total, lo cual, teniendo mi ejemplar doscientas treinta y cuatro
páginas, nos da un promedio de 0’1153 muertes por página, muy cercano al
0’20 de Marcial Lafuente Estefanía.
En segundo lugar, la descripción de muertes es piedra de toque de la
maestría de un autor. No me negaréis que alguna de las narraciones transcritas
-las de Frank Caudett, por ejemplo- no son literatura de la mejor. ¿Y qué decir
de Cormac McCarthy? ¡Sublime! ¡Escuchadle! “Chigurg le disparó a la cara.
Todo cuanto Wells había sabido o pensado o amado en su vida se escurrió
lentamente por la pared que tenía detrás”. ¿Se puede escribir mejor?
[Este McCarthy, una vez que escapó del fantasma de Faulkner, es un
fenómeno. Sobre todo en la economía de medios expresivos. El protagonista
de “No es país…”, Llewelyn Moss, se ha metido, por apoderarse de un dinero
de narcotraficantes, en un lío de mil pares de cojones, con gente desalmada
que mata como si nada y que le persigue. Anda huido en una ciudad extraña. Y
nos dice McCarthy: “Comió en un restaurante con manteles blancos y
camareros con chaqueta blanca. Pidió un vaso de vino tinto y un bistec. Era
temprano y no había más comensales que él. Probó el vino y cuando llegó el
filete empezó a cortarlo y masticó despacio y pensó en su vida”. Con 49
palabras, de ellas 11 sustantivos, 9 verbos y ¡3 adjetivos calificativos!, nos ha
dicho: (i) que está completamente solo; (ii) que ha ido a comer a un
restaurante de cierto nivel; (iii) lo que ha comido; (iiii) que se demora en el
acto de comer; y (iiiii) que la razón de su demora es su ensimismamiento en lo
que ha sido su vida, en lo que le deparará el futuro y en las razones por las que
ha hecho lo que ha hecho y que ha sido causa de sus problemas actuales.
Imposible más con menos. Javier Marías habría resuelto la situación
empleando no menos de veinte o veinticinco páginas, nos habría suministrado
no más información y, sobre todo, mucha menos emoción y mucha más
confusión mental]
Hablaba de que las descripciones de muertes son ocasión de demostrar
las dotes de un buen escritor. Pues bien, ¡ya veréis de lo que es capaz el
Homero!
Y en tercer lugar, me he alargado en la exposición del tema, en su
importancia, posibilidades y presencia en la más actual literatura, para haceros
ver que “todo está en la Ilíada”, que, siendo, como es, el primer texto de
nuestra cultura, todo lo escrito desde entonces -esto mío también, por
supuesto- son degeneraciones de, o aproximaciones a, ella. Y razono: si la
Literatura da cuenta de la vida, encerrándose en la Ilíada toda la Literatura, en
ella se guarda toda la Vida; y por consiguiente ¿qué mejor sitio en el que
buscar ese centro de gravedad permanente, over and over again, que, no lo
olvidéis por un momento, es en lo que pienso, mientras, en la más completa
soledad, en un restaurante con manteles blancos, servido por camareros con
chaqueta blanca, mastico despacio este bistec que cocinó Homero?
Pero vayamos de una vez a la Ilíada, causa eficiente de este mi cuentar,
flor de melancolía.
Nunca, como en la Ilíada, se han descrito tantas, ni tan diversas, ni tan
hermosas, maneras de morir, aunque casi raya a su altura, pero es cine, la
muerte, abrazado a una ametralladora, de Warren Oates, floreciendo en su
blanca camisa cruentas rosas, en Grupo Salvaje de Sam Peckinpah. En la
Ilíada hay muertes poéticas, brutales, anatómicas, escabrosas, ridículas,
valerosas, cobardes, crueles, realistas, idealizadas,...; y muchas veces en la
descripción de una misma muerte se dan unidas varias de estas características.
Es mi propósito dar un ejemplo de cada una de ellas, uno sólo, pues por nada
del mundo pretendo que, escuchando el contar de mi búsqueda, deis por leída
la Ilíada: antes por el contrario, lo que me mueve, además de que asistáis a mi
aventura particular, es, precisamente, generar en vuestro ánimo el deseo de
marearla y que, por vosotros mismos, encontréis lo que en ella hay. Pero
creedme que, tras repasar mis anotaciones, me sentí incapaz de decidirme por
tal o cual muerte, pues todas están tocadas por la genialidad. Así que, para
superar la indecisión, recurrí, muy griego, al azar. Relacioné en larga lista mis
apuntes, y desplazando rítmicamente por ella el índice de mi mano derecha,
impetré el auxilio de la Diosa entonando el siguiente himno, falsamente
atribuido a Dionysios Solomos:
“Plon. Chibiricú, chibiricá;
chibiricuri curi, fa;
chibiricuri curi, fero;
chibiricuri curi, fa.
E-le-gi-do-es-tás”.

Lo que el dedo señaló al tiempo de sonar cada “tas”, hasta agotar la lista,
es lo que sigue:
“Pues no pudo ni echar a huir hacia atrás ni esquivarlo:
como a una columna o a un árbol de elevada copa,
de pie e inmóvil, le hirió en pleno pecho con la lanza
el héroe Idomeneo, y le rasgó la broncínea túnica
que hasta el momento le había protegido la piel de la ruina;
y entonces emitió un ruido seco al rajarse en torno del asta.
Retumbó al caer, y el asta quedó clavada en el corazón,
que con sus palpitaciones hacía vibrar incluso la contera
de la pica, y pronto le fue relajando la furia el brutal Ares”.

“A su vez, Ayante golpeó a Forcis, belicoso hijo de Fénope,
que había ido a cubrir a Hipótoo, en pleno vientre.
Rompió la concavidad de la coraza, el bronce vació las vísceras
de sangre, y cayó al polvo cogiendo la tierra con crispada mano”

“Meriones, cuando lo alcanzó en su persecución,
le acertó en la nalga derecha; la punta hacia delante
penetró y se alojó en la vejiga por debajo del hueso.
Se desplomó de hinojos con un gemido, y la muerte lo envolvió”

“El Filida, astilglorioso, llegándose cerca,
en la cabeza le hincó por la nuca la pica aguijeña;
y el bronce derecho cortó entre los dientes por bajo la lengua;
y él se arrumbó en el polvo, y tascó frío bronce entre las muelas”

“Tras hablar así, disparó, y Atenea enderezó el proyectil
hacia la nariz, junto al ojo, y traspasó los blancos dientes;
el intaladrable bronce le cercenó la base de la lengua,
y la punta de la lanza emergió junto al extremo del mentón.
Se desplomó del carro, y las armas resonaron sobre su cuerpo,
tornasoladas, relucientes. Se apartaron espantados los caballos,
de ligeros cascos; y allí mismo vida y furia se le desmayaron”

“Uno asestó el golpe en el crestón del casco, de tupidas crines,
justo en la cúspide bajo el penacho, y el otro al agresor
en la frente, en el arranque de la nariz. Los huesos crujieron,
y los ojos cayeron ensangrentados junto a sus pies en el polvo.
Se encorvó y cayó…”

“En brazos allí de sus compañeros doblando las piernas,
el ánima ya exhalando, quedó espurrido en la tierra
como una lombriz; y al manar negra sangre empapaba la tierra”

“Le acertó en la unión de la cabeza y del cuello,
en la última vértebra, y le rapó ambos tendones.
En su caída, mucho antes la cabeza, la boca y las narices
dieron con el suelo que las pantorrillas y las rodillas”
“Apenas habló así, y el término de la vida le cubrió
los ojos y las narices. Patroclo apoyó el pie en su pecho
y arrancó del cuerpo la lanza; con ella salió el pericardio,
y junto a la punta de la pica le extrajo el aliento de la vida”

“La piedra le machacó las dos cejas, y ni siquiera la detuvo
el hueso, y sus ojos cayeron al suelo en el polvo
ante sus propios pies. Como el acróbata que se zambulle,
se desplomó del elaborado carro y su ánimo abandonó los huesos.
Burlándote exclamaste, oh Patroclo, conductor de caballos:
‘¡Oh! ¡Qué agilidad! ¡Con qué facilidad da volteretas’!”

“El casco, de tupidas crines, se rompió en torno de la punta
de la lanza con el impacto de la enorme pica y la recia mano;
por el atubado casquete brotó el encéfalo fuera de la herida,
ensangrentado. Su furor se desmayó allí mismo…”

“Apenas hablar así, el cumplimiento de la muerte lo cubrió.
El aliento vital voló de la boca y marchó a la morada de Hades,
llorando su hado y abandonando la virilidad y la juventud.
Ya estaba muerto cuando dijo Aquiles, de la casta de Zeus:
‘¡Muere! Mi parca yo la acogeré gustoso cuando Zeus
quiera traérmela y también los demás dioses inmortales’”

¡Decidme! ¡¿Qué nos deja Homero a quienes escribimos después de él?!
Entiendo perfectamente a McCarthy: Pues que todo se ha escrito, y de todas y
las mejores formas posibles, 49 palabras son más que suficientes para contar
una vida.
¡Honor y gloria a Homero, a quien sólo Dios, con una pequeña ayuda de
mi amistad, supera!
“Cuando [el Cordero] abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto Viviente
que decía: ‘Ven’. Miré entonces y había un caballo verde pálido; el que lo
montaba se llamaba Muerte, el Infierno le seguía, y se parecía un huevo a
Clint Eastwood” (Ap 6.7-8 y El jinete pálido)




























CUENTO XII
¡CONTEMOS EL VALOR DE LOS VALORES!

Y así, consolada la aflicción (IV), aguzada la sensibilidad (V), instalado
en la Ciudad Baja (VI), pasando de la guerra (VII), descubierta la clave (VIII),
confiado en Homero (IX), puestos los dioses en su sitio (X) y salvado el
obstáculo de las muchas muertes (XI), me dediqué, infatigable, a recorrer las
calles y plazas de Ilios con la esperanza de encontrar, a la vuelta de cualquier
hexámetro o escondido en ellos, ese centro de gravedad permanente que, over
and over again, iba buscando. Tampoco lo encontré, lo adelanto, en este nuevo
intento, pero descubrí una ciudad, si cabe, más hermosa, más ventosa, mejor
murada. Pisé, inadvertido, la mina que explotó en tesoro. Os cuento.
Fue en las lecturas de ese tiempo cuando el artefacto pro-personas que
don Serafín Agud, gentil profesor, Thabata Twischit de griego, había
sembrado en mi adolescencia, que era -os lo dije- de espoleta retardada, hizo
explosión. El voluminoso cofre, fina y elegantemente trabajado, de bellos
herrajes y noble madera, saltó por los aires hecho añicos, y las preciosas joyas
que contenía lo inundaron todo. La Ilíada, mujer de cuerpo hermoso, sublime
talento mostró.
La cosa empezó en el canto I. Hera y Zeus están en plena discusión,
quejándose aquélla de que, a sus espaldas, éste anda confabulándose con Tetis,
madre de Aquiles, ya cabreado con Agamenón, y se barrunta que va a llover la
desgracia sobre los aqueos. Tercia Hefesto; les reprocha a ambos que, siendo
dioses sempiternos, disputen por causa de los míseros mortales y dice:
“Calamitosas serán estas acciones y ya no tolerables,
si vosotros dos por culpa de unos mortales os querelláis así
y entre los dioses promovéis reyerta. Tampoco del banquete
magnífico habrá gusto, pues lo inferior está prevaleciendo”

¡Cáspita!, me dije, ¿pues no me ha resumido el cojitranco artífice, en una
sola frase, La España invertebrada y La rebelión de las masas de Ortega?
Malos tiempos, entonces como ahora, en los que lo inferior prevalece. Pero
salvo reverenciar, una vez más -y van…-, la clarividencia de Homero, el
pasaje no tuvo mayores consecuencias.
Fue al llegar a la ancha calle que es el canto V, donde tiene lugar la
aristía de Diomedes. Allí pisé la mina, en los versos 528 y siguientes,
recordando, cómo don Serafín explicaba esos versos, educando.
Os pongo en situación: estamos en pleno combate; un continuo toma y
daca, en el que argivos y teucros tantas hostias dan como reciben; los
principales de uno y otro bando andan espoleando a los suyos; el Atrida listo,
o sea Agamenón, iba y venía entre la guerrera multitud multiplicando órdenes
y ánimos.
Don Serafín pronunció el nombre de uno cualquiera de nosotros que,
temeroso, subió al podium que alzaba al profesor y a la pizarra unos
centímetros por encima del resto del aula.
-De los versos que teníamos para hoy, del Canto V, lee del 528 al 532 -le
indicó.
Y el compañero leyó, confuso y farfullante:
Ἀτρεΐδης δ’ ἀν’ ὅμιλον ἐφοίτα πολλὰ κελεύων·
ὦ φίλοι ἀνέρες ἔστε καὶ ἄλκιμον ἦτορ ἕλεσθε,
ἀλλήλους τ’ αἰδεῖσθε κατὰ κρατερὰς ὑσμίνας·
αἰδομένων ἀνδρῶν πλέονες σόοι ἠὲ πέφανται·
φευγόντων δ’ οὔτ’ ἂρ κλέος ὄρνυται οὔτε τις ἀλκή
-Muy mal, pésimamente leído. Y ahora, espero que los traduzcas mejor.
Y tradujo, con la inestimable colaboración de una monja del Sagrado
Corazón, del enano de la Orquesta Mondragón y, sobre todo, de Luis Segalá y
Estalella lo que sigue:
El Atrida bullía entre la muchedumbre y a todos exhortaba:
¡Oh amigos! ¡Sed hombres, mostrad que tenéis un corazón
esforzado y avergonzaos de parecer cobardes en el duro combate!
De los que sienten este temor, son más los que se salvan que los que mueren;
los que huyen, ni gloria alcanzan ni entre sí se ayudan.

-¡Eixi dóxai, gueron! [=¡Hay opiniones, viejo!, era su frase ritual
cuando, casi siempre, nuestras traducciones eran más que discutibles] -le dijo,
y añadió con sorna: Como, dada la honradez que te supongo, cabeza de
chorlito, no te creo capaz de copiar, veo que tu esforzado trabajo coincide -
¡oh, maravilla!- palabra por palabra con el del amigo Segalá, pero te advierto,
a ti y a todos los demás Segalillos que hay en clase, que sois casi todos, que si
Homero dormitaba a veces, el bueno de don Luis, muchas más, se pegaba unas
tremendas siestas de pijama y orinal. Esta ocasión es una de ellas y, a mi
juicio, la de sueño más profundo. Lo que es muy grave pues estamos en pleno
corazón de la Ilíada.
»Àλλήλους, copista del alma mía, que habita en el verso 530, significa,
como bien ignoras, ‘los unos a los otros’: ¿dónde está en tu traducción
segaliana?; y αἰδεῖσθε, que se asienta en el mismo hexámetro, es del verbo
αἰδέομαι, que, como igualmente desconoces, significa ‘respetar’: ¿dónde
aparece en tu versión estalellina? Algunos autores lo traducen por ‘tener pudor
o vergüenza’, pero yo digo ¿cómo tenerse pudor o vergüenza unos a otros?
No, no; le cuadra mejor respetar. Y la acción de respetar, el respeto, es el
αἰδώς (aidós), que, junto con la δίκη (dike), que nombra la justicia, son los
atributos del ser humano, las únicas notas que los diferencian de los animales
y sin las cuales es imposible la vida en común, la πόλις, la gran invención
griega. Son las piedras sobre las que ésta se construye. Esto era algo esencial
para un griego a partir del 700 antes de Cristo y lo sigue siendo ahora, o
debería serlo, para todo el que se nombre civilizado. Por lo tanto, siendo el
αἰδώς, el respeto, noción de tanta trascendencia para los griegos de entonces y
para los Hombres de todo tiempo y lugar, ha de estar necesariamente en la
traducción.
»No penséis que exagero en lo de la importancia y esencialidad del
αἰδώς, del respeto. Antes me quedo corto. Escuchadme atentos: Como yo soy
viejo y vosotros jóvenes, me dejaré de discursos razonados y os contaré el
cuento que, un día, hace ya mucho, un tal Protágoras les contó a la peña de
amigos que formaban, con él, Sócrates, Platón, Hipócrates, Hispias y algunos
otros. El cuento decía así:
»Era un tiempo en el que existían los dioses, pero no las especies
mortales, animales y hombres. Cuando a éstas les llegó, marcado por el
destino, el tiempo de su génesis, los dioses las modelaron en las entrañas de la
tierra, mezclando tierra, fuego, aire y agua. Cuando se disponían sacarlas a la
luz, mandaron a Prometeo y a Epimeteo que las revistiesen de facultades, de
habilidades, distribuyéndolas convenientemente entre ellas. Epimeteo pidió a
Prometeo que le permitiese a él hacer la distribución. ‘Una vez yo haya hecho
la distribución, le dijo, tú la supervisas’. Y se puso manos a la obra. A unas
especies les proporcionó fuerza, pero no rapidez, con la que revistió a otras
que eran débiles. A unas les dio fuertes dientes y garras, y a las que no, una
facultad para su salvación, dotándolas de alas para volar y escapar o de un
cuerpo pequeño para huir o guarecerse en escondrijos. De este modo
equitativo fue distribuyendo las restantes facultades, tomando la precaución de
que ninguna especie fuese aniquilada. A las especies que habitaban en tierras
muy frías o muy calientes, las cubrió con pelo espeso y piel gruesa, para
protegerse del frío invernal y del calor ardiente, y, además, para que cuando
fueran a acostarse, les sirvieran de abrigo natural y adecuado a cada cual. A las
que tenían que habitar tierras duras, a unas les puso en los pies cascos y a otras
piel gruesa sin sangre. Después de esto, suministró alimentos distintos a cada
una: a unas hierbas de la tierra; a otras, frutos de los árboles; y a otras, raíces.
Y hubo especies a las que permitió alimentarse con la carne de otras. Concedió
a aquéllas, a las devoradoras, escasa descendencia, y a éstas, pues serían
devoradas, gran fecundidad; procurando, así, salvar la especie.
»Pero como Epimeteo era un poco tonto -lo demostró más tarde con
Pandora, y así nos ha ido-, gastó, sin darse cuenta, todas las facultades en los
animales. Le quedó sin equipar la especie humana, y no sabía qué hacer.
Hallándose en este trance, llegó Prometeo para supervisar la distribución. Vio
a todos los animales armoniosamente equipados y al hombre, en cambio,
desnudo, sin calzado, sin abrigo e inerme. Y ya era inminente el día señalado
por el destino en el que el hombre debía salir de la tierra a la luz. Ante la
imposibilidad de encontrar un medio de salvación para el hombre, Prometeo
robó a Hefesto y a Atenea la sabiduría de las artes junto con el fuego y se los
ofreció como regalo al hombre. Con ellos recibió el hombre la sabiduría para
conservar su vida, pero no recibió la sabiduría del convivir, porque estaba en
poder de Zeus y a Prometeo no le estaba permitido acceder a la mansión de
Zeus, en la acrópolis, a cuya entrada había dos guardianes terribles. Y, debido
a esto, al fuego y a la sabiduría divinos, el Hombre adquirió los recursos
necesarios para la vida. Y por participar de algo que era de los dioses, fue el
único de los animales que, a causa de este parentesco divino, primeramente
reconoció a los dioses y comenzó a erigir altares e imágenes de dioses. Luego,
adquirió rápidamente el arte de articular sonidos vocales y nombres, e inventó
viviendas, vestidos, calzado, abrigos, alimentos de la tierra. Equipados de este
modo, los hombres vivían al principio dispersos y no había ciudades, siendo,
así, aniquilados por las fieras, al ser en todo más débiles que ellas. El arte que
profesaban constituía un medio adecuado para alimentarse, pero insuficiente
para la guerra contra las fieras, porque no poseían aún el arte del vivir juntos.
Buscaron la forma de reunirse y salvarse construyendo ciudades, pero, una vez
reunidos, se ultrajaban entre sí por no poseer ese arte, de modo que, al
dispersarse de nuevo, perecían. Entonces Zeus, temiendo que nuestra especie
quedase exterminada por completo, envió a Hermes para que llevase a los
hombres el respeto (aidós) y la justicia (dike), a fin de que rigiesen las
ciudades, la armonía y los lazos comunes de amistad. Preguntó, entonces,
Hermes a Zeus la forma de repartir la justicia y el respeto entre los hombres:
‘¿Las distribuyo como fueron distribuidas las demás artes? Pues éstas fueron
distribuidas así: Con un solo hombre que posea el arte de la medicina, basta
para tratar a muchos, legos en la materia; y lo mismo ocurre con los demás
profesionales. ¿Reparto así la justicia y el respeto entre los hombres, o bien las
distribuyo entre todos?’. ‘Entre todos, respondió Zeus; y que todos participen
de ellas; porque si participan de ellas sólo unos pocos, como ocurre con las
demás artes, jamás habrá ciudades. Además, establecerás en mi nombre esta
ley: Que todo aquél que sea incapaz de participar del respeto y de la justicia
sea eliminado, como una peste, de la ciudad’.
»Como veis, muchachitos que a la vida despertáis -concluyó su cuento
don Serafín-, el respeto, junto a la justicia, es lo que hace hombre al hombre,
lo que le diferencia de los demás animales; lo que le permite vivir en común.
Es, por tanto, el fundamento de la Humanidad.
»Por cierto, que a lo peor no nos estamos entendiendo -salió don Serafín
de su entusiasmo protagórico-, ¿qué es para vosotros el respeto?
Sólo dos, brillantes alumnos ambos, se atrevieron a contestar:
-Veneración, acatamiento que se hace a alguien -dijo Carmelo Quintana,
satánico con el correr del tiempo, que siempre andaba con el Diccionario de la
Real Academia bajo el brazo.
-Consideración, acompañada a veces de sumisión, con que se trata a
alguien -respondió Pedro Soler, fedatario público andando los días y todavía
hoy lector de griego, que prefería ir del brazo de María Moliner.
-Eso es así ahora -continuó don Serafín-. En el habla de hoy, respeto
tiene ciertamente, como vuestros compañeros han puesto de manifiesto, un
fondo de reverencia, de reconocimiento de un mayor mérito en otro, de una
cierta superioridad del otro, de acatamiento, de temor incluso, de
consideración sumisa. Y también lo utilizamos como equivalente de
tolerancia, de permitir a cada cual sus gustos u opiniones. Y así hablamos de
“respetar a los padres, a los mayores”, “respetar las leyes, las prohibiciones”,
de “faltarle al respeto a alguien”, del “respeto a las costumbres y creencias
diferentes a las nuestras”. Pero en los tiempos de Homero era, es, algo más y
distinto. Nuestro término “respeto”, desciende del latín “respectus”, por el que
los romanos tradujeron el “aidós” griego; y “respectus”, que designa una
acción, proviene de “respicio”, que significa, literalmente, “volverse a mirar
hacia alguien o algo”. Es decir, que los griegos, al considerar el aidós como la
esencia del hombre, lo que querían expresar es que el hombre, a diferencia de
los animales, si en verdad quiere ser hombre, antes de actuar, debe “volverse
hacia los demás” y pensar qué efecto va a producir en esos “demás” la acción
que piensa llevar a cabo. Valorar las acciones propias en función de las
consecuencias, prósperas o adversas, que van a causar en los demás, en la
comunidad: desprenderse del interés propio y actuar en función del interés
común.
»Y en la situación bélica que nos pinta Homero -volvió don Serafín a la
traducción que nos ocupaba-, Agamenón ordena a sus soldados que en el
combate, como en la vida, piensen en los demás: que no rompan la formación;
que se atengan al cometido que cada uno tiene; que recuerden que cada uno
protege al otro y que hay otro que le protege a él; que se dejen de
individualidades; que al atacar, al retroceder, al desplazarse a derecha o a
izquierda, piensen cómo va a repercutir en los demás, en cuáles van a ser las
consecuencias de sus acciones; que si cada uno hace la guerra por su cuenta,
nunca mejor dicho, sobreviene segura la muerte o, lo que es peor, la huida, y,
en ambos casos, sin gloria, sin la gloria de haber hecho lo que cada uno tenía
que hacer por los demás, que es la fuente de aquélla.

»Por lo tanto, la mejor traducción para los versos de hoy será:
El Atrida iba y venía entre la multitud multiplicando las órdenes:
‘¡Amigos! ¡Sed hombres y aprestad vuestro fornido corazón!
Teneos mutuo respeto en las esforzadas batallas:
de los que se respetan, más se salvan que sufren la muerte;
y de los que huyen, ni se alza la gloria ni ningún auxilio.’

»Entendiendo el ‘mutuo respeto’ en el sentido que os vengo exponiendo.
Entonces levantó la mano, pidiendo, no ir al baño, sino la palabra, el
compañero Manolo Lévinas. [Es curioso, lo tenía olvidado por completo y, al
hilo del recuerdo de la clase que os estoy contando, su figura, la del
compañero Lévinas, después de más de cuarenta años, se me hace presente,
clara, nítida, real. Parece que lo estoy viendo: pequeño de estatura; ojos vivos;
continente pacífico e inofensivo; alma inquieta de gorrión sentimental; gran
sentido del humor; inteligente y modesto, como pidiendo perdón por serlo -
inteligente-. ¿Qué habrá sido de él?]
Don Serafín le dio la palabra.
-Si le he entendido bien -comenzó Lévinas con timidez-, el “aidós”, para
los griegos, era uno de los dos atributos propios y esenciales del ser humano, y
consistía en la alteridad, en la primacía del Otro, en “volverse a mirarle” a la
cara al Otro, en ponerse en el lugar del Otro sin esperar nada a cambio, en que
todos somos -debemos ser- responsables de todos aunque ello nos cueste la
vida; en resumen: en que nos debemos al Otro, porque somos gracias al Otro.
-Muy bien visto, Lévinas, muy bien visto -aplaudió don Serafín-. ‘Morir
por el Otro’, ¡sí señor! Esa es la mejor traducción del ideal griego del
‘respeto’, del que deriva el de ‘morir por la patria’, que tan bien encarna
Héctor en la Ilíada. Pero la patria entendida no con la cortedad y egoísmo de
los nacionalismos nacidos el siglo XIX, sino como el conjunto que forman
hombres unidos por unas mismas creencias, una misma forma de entender la
vida, unos mismos valores. Sí, ese fue el ideal supremo de los griegos y el
mayor timbre de gloria. Y la Ilíada, además de un poema épico, o mejor, bajo
la apariencia de un poema épico, fue un vehículo de transmisión de ese ideal y
de los valores que de él se deducen, y que también son expresados en la
narración, valores que hicieron posible la cultura griega, ya que la Ilíada, mis
queridos peritos en burricia -nos dijo con su inmensa ternura-, además de una
novela de aventuras, fue vehículo de transmisión, de enseñanza de valores,
hasta el punto de llegar a ser el principal elemento de la educación de niños y
jóvenes.
»Un curso no da tiempo para que traduzcamos la Ilíada entera -siguió
don Serafín-, sólo podemos centrarnos en algunos pasajes, los más interesantes
para que alcancéis un mínimo dominio de esta bella lengua que es el griego y
una ligera noción de la cultura de ese mundo. Por eso os recomiendo que os
leáis en castellano, pausadamente, la Ilíada, para descubrir los valores que
encierra, todos consecuencia del “respeto mutuo”, el principal, el valor de los
valores; y, descubiertos, ponerlos en práctica y llegar a ser verdaderos
Hombres, que, en definitiva, es el objetivo de la Educación, y para lo que el
Estado me paga el sueldo.
El estridente timbre puso fin a la hora clase. Los alumnos estallamos en
vocerío y salimos en tropel, troyanos puestos en fuga por Ayax el Telamonio,
hacia el recreo. Don Serafín, anacrónico griego, recogió con lentitud sus libros
y notas en el carterón de piel que siempre llevaba y salió del aula con la
tristeza anidada en sus benevolentes ojos.
Razón no le faltaba, para la tristeza, al menos en lo que a mí se refería.
La fina lluvia de saber que había derramado sobre nosotros, no me caló. Se
conoce que mi cerebro venía impermeabilizado de fábrica. Yo seguí a lo mío:
con mis amigos, que son los de hoy, a nuestras ensaladillas y cañas en
Bienvenido, San Remo, La Alemana, Espumosos, y El Mesón del Pollo; a
nuestras hamburguesas en el Nevada; a nuestras músicas -beat, blues, rhythm
and blues, rock and roll, soul [eran los tiempos de Monterey, Newport,
Atlanta, Wight, Wooddstock]; a nuestras interminables conversaciones; a
nuestros sueños de originalidad; a nuestra reiterada constatación de lo cierto
de la zenoniana aporía de Aquiles y la tortuga, siendo Aquiles nosotros y la
tortuga cualquiera de las mujeres que, entonces, queríamos o deseábamos [no
teníamos clara la diferencia].
Así que de leer la Ilíada, ni pausada ni presurosamente, nada de nada.
Concluido, y aprobado, el curso Preuniversitario, no volví a tocar ni un
hexámetro, hasta iniciar la aventura que es el motivo de este cuentar.
Troya, para mí, no fue más que un montón de ruinas. Y dije adiós al
‘aidós’.
Así que cuando me explotó la mina, al recordar, en una de mis lecturas
en la Ciudad Baja, la clase que os dejo contada, me sentí en deuda con don
Serafín, para pago de la cual llevé a cabo otra -one more time- lectura de la
Ilíada, dirigida exclusivamente -la Ilíada se lee de muchas maneras, tantas
como dijo Aristóteles que se dice el ser- a la búsqueda de los valores en ella
guardados.
Lo que encontré, os lo cuento a continuación.




























CUENTO XIII
¡VALORES, VALORES, VALORES…, SON TAN SOLO VALORES!

No coincidí en Ilios con Saint-John Perse. Fue Carlos García Gual quien
me habló de él.
-Saint-John Perse -me dijo-, decía, en bonita frase, que “una misma ola
desde Troya ondula su grupa hasta nosotros”.
Bonita, lo que se dice bonita, la frase, lo es; pero más falsa que un
político en campaña electoral. Completada la lectura que al final del cuento
anterior dejé anunciada, he de deciros, y os digo, que qué ola, qué grupa ni qué
puñetas; que ni una gota nos llega al hoy de la Troya de ayer (parezco Nacha
Pop), y aún menos en este hoy en que os escribo, oyendo de mi patria la
aflicción y escuchando el triste concierto que forman, tocando a muerto, el
paro, la prima de riesgo y el copón.
Pero contemos, como siempre, las cosas por el desorden que les es
propio.
Puesto que los iba buscando -nada se encuentra que no se busque y nada
se busca que no se quiera encontrar-, me topé en la Ilíada, no con un ramillete,
sino con una verdadera selva, frondosa selva, de valores. Como en ocasiones
anteriores, no os voy a hacer inventario exhaustivo de los pasajes en los que se
muestra este, ese o aquel valor -los hay a docenas-, porque estos mis cuentos
no son más que prolegoménicas caricias que os inciten a una coyunda pausada
y feliz con la Ilíada, en la que lleguéis por vosotros mismos al extático
orgasmo. Así que, a título meramente enunciativo, os señalaré sólo algunos
fragmentos en los que florecen los almendros de los valores, todos los cuales
son, ya os lo adelanto, deducción del “respeto mutuo” del que trataron don
Serafín Agud y Manolo Lévinas en la clase que os he contado.
Destacan por su número -no podía ser menos en la épica selva que
atravesamos-, los elogios de la valentía, del coraje, del arrojo, del ánimo, del
esfuerzo, pero no sólo en la guerra -no seamos amétropes, que se note que
estamos leyendo en la Ciudad Baja-, sino ante la adversidad de cualquier
naturaleza, de la que aquélla no es más que una -si bien la más funesta- de sus
manifestaciones:
“De dos cosas sólo una te ha dado el hijo del taimado Crono:
con el cetro te ha otorgado ser honrado por encima de todos,
pero no te ha otorgado el coraje, y eso es el poder supremo.
¡Oh, desdichado!”

“Para nosotros no hay ningún plan ni proyecto que éste:
combatir cuerpo a cuerpo y valerosamente con el enemigo.
es preferible morir o ganar la vida de una sola vez
que dejarnos matar en la terrible contienda
paulatina e infructuosamente junto a los barcos.”

A cada paso nos encontramos con el encomio del adversario, quien
nunca es objeto de desprestigio ni de ridiculización. Por el contrario, es tenido
como fuente de la propia gloria. La altura del rival vencido engrandece al
vencedor:
“Herido estás en el ijar de parte a parte, y creo que no
vas a resistir ya mucho tiempo. Grande es el honor que me has
concedido”/
“¡Así que vayamos a la izquierda del campamento, para que
pronto
sepamos si daremos a alguien renombre o alguien nos lo dará a
nosotros!”/

Se alaba la templanza, la moderación de espíritu.

“Hijo mío, Atenea y Hera te otorgarán, si quieren, el poder;
pero tú contén en tu pecho tu arrogante ánimo pues la serenidad es
lo
mejor”/

Se recomienda la superación de las adversidades y desgracias ya
pasadas:

“Mas dejemos en paz lo pasado por mucho que nos aflija
y dobleguemos, como es fuerza hacer, el ánimo en el pecho”

Se dan las claves del buen gobierno: su finalidad, el bien de los
gobernados; su medio, escuchar las opiniones de los demás y ejecutar la
mejor, aunque no sea la propia. Hasta hay un atisbo de la división de los
poderes ejecutivo y legislativo. ¡Ahí es nada!
“¡Gloriosísimo Atrida! ¡Rey de hombres Agamenón!
Por ti comenzaré y en ti acabaré, porque de numerosas
huestes eres soberano y porque Zeus ha puesto en tus manos
el cetro y leyes: para que mires por los súbditos.
Por eso tú más que nadie debes exponer tu opinión y escuchar
y hasta cumplir la de otro, cuando siguiendo los impulsos de su
ánimo
proponga algo en bien de todos; que es atribución tuya ejecutar lo
que se
acuerde.”/

No se debe exigir, ni a uno mismo ni a los demás, lo que está fuera de
sus posibilidades; pero de lo que se puede, hay que dar el máximo:
“Llévanos adonde el corazón y el ánimo te ordenen;
te seguiremos presurosos, y no dejaremos de mostrar todo el
valor
compatible con nuestras fuerzas. Más allá de lo que éstas
permiten,
nada es posible hacer en la guerra, por enardecido que uno esté.”

“No es decoroso que decaiga vuestro impetuoso valor,
siendo como sois los más valientes del ejército. Yo no
increparía a un hombre porque se abstuviera de pelear, si es
un miserable; pero contra vosotros se enciende en ira mi corazón.
¡Oh cobardes!”

No afligirse ante las penalidades, la vejez y la muerte, pues son lo propio
del ser humano:
“¡Ah infelices! ¿Por qué os entregamos al rey Peleo, a un mortal,
estando vosotros exentos de la vejez y de la muerte?
¿Acaso para que tuvieseis penas entre los míseros mortales?
Porque no hay un ser más desgraciado que el hombre
entre cuantos respiran y se mueven sobre la tierra”

El reconocimiento de la propia culpa:
“¡Ay de mí! Si me meto en las puertas y en las murallas
Polidamante será el primero en dirigirme reproches,
pues me aconsejaba que retirara el ejército a la ciudad
la noche maldita en que el divino Aquileo decidió volver a la
pelea.
Pero yo no le he hecho caso, y ¡cuánto mejor habría sido aceptar
su
consejo!/
Ahora que he causado la ruina del ejército con mi imprudencia,
temo a los troyanos y a las troyanas, de rozagantes peplos,
y que alguien menos valiente que yo exclame:
‘Héctor, fiado en su pujanza, hizo perecer las tropas.’
Así hablarán. Por eso ahora es preferible
enfrentarme a Aquiles y regresar después de matarlo
o morir gloriosamente a sus manos delante de la ciudad.”

El esfuerzo en el cumplimiento del deber, aunque la derrota sea
inevitable, está magníficamente personificado en Héctor, al que Homero, al
inicio de los combates, le hace decir:
“Bien lo conoce mi mente y lo presiente mi corazón:
día vendrá en que seguramente perezca la sagrada Ilios,
y Príamo y su pueblo armado con buenas lanzas de fresno.”

La solidaridad en el esfuerzo, la ayuda mutua, el trabajo de todos, hace
innecesario al héroe salvador:
“Pero Aquileo no hará gran falta, si los demás
procuramos auxiliarnos mutuamente”

“¡Eneas! ¿Cómo en contra de la divinidad podríais salvar
la escarpada Ilios? Igual que ya he visto a otros hombres:
poniendo la confianza en su fuerza, su brío, su virilidad
y en su número, aunque tuvieran una tropa reducida.”

El gobernante ha de ser el primero en el esfuerzo, en el trabajo, en el
sacrificio y en el ejemplo, para merecer el mando y sus prerrogativas (¡vamos,
igual que ahora!):
“¡Glauco! ¿No nos honran a nosotros dos en la Licia
con asientos preferentes, manjares y copas de vino, y todos nos
miran como a dioses, y poseemos campos grandes y magníficos a
orillas del Janto, con viñas y tierras de pan llevar?
Pues por eso, ahora, debemos estar entre los primeros licios y
lanzarnos a la ardiente lucha/,
y así los licios, armados de fuertes corazas, dirán:
‘No sin gloria imperan nuestros reyes en la Licia; y si comen
pingües ovejas y beben exquisito vino, dulce como la miel, también
son esforzados, pues combaten al frente de los licios’.”

“¿Por qué, medrosos, os abstenéis de pelear y esperáis que otros
tomen la ofensiva? Debierais estar entre los delanteros y correr
a la ardiente pelea, ya que os invito antes que a nadie
cuando los aqueos dan un banquete a sus próceres.
Entonces os gusta comer carne asada y beber sin tasa copas de
dulce vino. Y ahora veríais con placer que diez columnas aqueas
lidiaran delante de vosotros con el cruel bronce.”

El trabajo, el esfuerzo en común, de todos, hace posible, y fácil,
conseguir los fines:
“Difícil es para mí, por muy valiente que sea, asaltar solo el muro
y abrir para nosotros camino hasta las naves.
¡Seguidme, pues cuantos más seamos, mejor resultará la acción!”

“¡Ea, coge las armas y ven aquí! Debemos darnos prisa
juntos, a ver si servimos de provecho aun siendo solo dos.
La colaboración hace valientes hasta a los guerreros más
débiles.”

La muerte se acepta como una suerte más de la vida. No se le teme. A lo
que se teme es a morir sin gloria. Y la gloria está en morir en defensa de los
demás:
“¡Oh amigo! Ojalá que huyendo de esta batalla, nos libráramos
de la vejez y de la muerte, pues ni yo me batiría en primera fila,
ni te enviaría a la lucha, donde los varones adquieren gloria;
pero como, a pesar de todo, son muchas las muertes que penden
sobre los mortales, sin que éstos puedan huir de ellas ni evitarlas,
¡vayamos! y daremos gloria a alguien, o alguien nos la dará a
nosotros.”

“¡Ojalá me hubiera matado Héctor, el mejor que aquí se ha criado!
Entonces un valiente hubiera muerto y despojado a otro valiente.
Pero ahora quiere el destino que yo perezca de miserable muerte,
acorralado por un enorme río; como el niño del porquerizo
a quien arrastran las aguas invernales del torrente que intentaba
atravesar”/

“Combatid en escuadrón cerrado, junto a los bajeles; y quien sea
herido mortalmente, de cerca o de lejos, cumpliéndose su destino,
¡muerto quede! Será honroso para él morir combatiendo por la
patria, y su esposa e hijos se verán salvos, y su casa y hacienda no
sufrirán menoscabo, si los aqueos regresan en las naves a su
patria tierra.”

Y cierro el rosario con una hermosa, magnífica y valiosa cuenta: ¡el afán
de excelencia! Pero, y ahí radica la grandeza griega, no al modo moderno: ser
el mejor de todos en beneficio propio. No, ni mucho menos. La excelencia que
ansiaban los griegos se combinaba -no en vano era consecuencia suya- con el
aidós, con el “respeto a uno mismo y a los demás”, con el “mirar al otro”. Se
trataba de ser el mejor para poner esa excelencia, esa principalía, al servicio de
los demás; en otro caso -el del Pelida-, era vituperable. Veámoslo:
“A mí me engendró Hipóloco -de éste, pues, soy hijo-
y envióme a Troya, recomendándome muy mucho que
descollara y sobresaliera entre todos y no deshonrase el linaje de
mis antepasados”/

“El anciano Peleo recomendó a su hijo Aquileo
que descollara siempre y sobresaliera entre los demás”

“Pero del valor de Aquileo sólo se aprovechará él mismo,
y creo que ha de ser grandísimo su llanto cuando el ejército
perezca.”

“Tú Aquileo, eres implacable. ¡Jamás se apodere de mí un rencor
como el que guardas! ¡Oh tú, que tan mal empleas el valor!
¿A quién podrás ser útil más tarde, si ahora no salvas a los
argivos de una muerte indigna? ¡Despiadado!”

Y aún voy más lejos, aunque sin salirme de madre: para los griegos, ese
ser el mejor, puesto que uno, además de respetar al Otro, debía respetarse a sí
mismo (¡sí, lo hemos visto!), tenía un sentido, no relativo o comparativo (ser
el mejor comparado con otros), sino absoluto: ser hoy mejor que quien era
ayer; superarme a mí mismo, hasta que llegue al cenit de mis posibilidades,
pues más allá (¡sí, lo hemos visto!) no puedo ir. Espíritu de superación
constante, hasta poner en acto todas mis potencias. He ahí la verdadera
aristocracia, el gobierno de los “aristós”, de los mejores.
Con razón, mi amigo Constantinos Petros Fotiadis, cantando al Rey de
Comagena, dijo de él:
“Fue justo, sabio, valiente.
Fue además eso tan excelso: ¡Griego!
No cabe atributo más honroso a la humanidad;
lo que por cima de eso haya, está en los dioses.”

La verdad es que, en cuanto a valores, la Ilíada apabulla.
Y ese texto fue el libro en el que los niños que alumbraron primero, y
sostuvieron y prolongaron luego, el siglo de Pericles, estudiaban la asignatura
de Educación para la Ciudadanía. ¿Pero qué nos alcanza de esa ola?
Llegó con cierto ímpetu hasta el fin de la Roma republicana, en cuya
playa murió. Me diréis, no sin cierta razón, que le tomó el relevo el
Cristianismo, pues muchos de los valores expuestos, sobre todo el “respeto
mutuo”, están presentes en los Evangelios. A lo que os contesto que es verdad,
que estar, estar, lo que se dice estar, están. Pero es como si no estuviesen, pues
la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana se encargó de sepultar ese
tesoro bajo capas y capas de muerte, de condenación, de pecado. Hizo bandera
del Cristo Crucificado y Muerto por nuestras culpas, y relegó, hasta casi el
olvido, al Cristo Vivo y al Resucitado. Y los valores griegos eran para la Vida.
Con razón Nietzsche hablaba de un Dios de Muerte, de un Dios Muerto.
Y no me vengáis con la pamplina del Renacimiento. En él, aparte de
filosofía y ciencia antiguas, se recuperaron valores estéticos, pero lo que son
morales, tantos como ninguno. Los modelos humanos que puso en circulación
(pensad en El Cortesano de Baltasar Castiglione, o en El Príncipe de Nicolás
Maquiavelo) no contenían ninguno de los valores griegos. En esa época sólo
hubo una excepción: El Quijote de nuestro Cervantes, hijuela legítima, en
cuanto a valores, de La Ilíada, pero tan alejado del sentir de su tiempo (y del
nuestro), que quedó como paradigma de loco.
Para sentir alguna gota troyana tuvimos que esperar hasta que se
consolidó el Imperio Británico. Hoy es objeto de acerbas críticas, sobre todo
por la autollamada izquierda: que si la hipocresía, que si el mercantilismo, que
si el colonialismo, que si el anti-multi-culturalismo. Pero, creedme, todo eso
son paparruchas. Vedlo:
Hipócritas fueron los griegos, amantes de la libertad en una sociedad
esclavista y que hacía invisible a la mujer; mercantilistas fueron los griegos,
que comerciaron a diestra y a siniestra; colonialistas fueron los griegos, que
fundaron y explotaron la Jonia, la Magna Grecia, y que hasta Ampurias o
Emporión llegaron; anti-multi-culturalistas fueron los griegos, que impusieron
por las armas su mundo a los mundos vecinos, desde Agamenón hasta
Alejandro, y con tanto éxito que a una cultura luvita o hitita, como era la de
Ilios, se la ha tenido hasta hace bien poco por griega.
Lo cierto es que el León Británico reavivó, por poco tiempo, los valores
de la Ilíada. Pensad en el Michael Caine de las Guerras Zulúes o en el General
Charlton Gordon de Jartum, o en El sitio de Krishnapur, o en Las Cuatro
Plumas o en la Carga de la Brigada Ligera, homérico desastre comandado por
lord Cardigan, o en Tres lanceros bengalíes, o en El Hombre que pudo reinar.
Hasta comprendió cabalmente -hablo del Imperio Británico- lo del “respeto
mutuo”. Poned atención, que la cosa merece la pena:
Está escrito en el Beau Geste de Percival Christopher Wren. Los tres
hermanitos Geste, educados en Eton y Oxford, a causa de determinada acción,
en apariencia bellaca, pero en la realidad caballeresca (se sabe al final) del
mayor de ellos (de nombre Gary Cooper), acaban en la Legión Francesa. En
un descanso, el menor escribe una carta a la familia dando cuenta de cómo les
va:
“Por nuestra parte, pronto fuimos buenos soldados, gracias a nuestra
inteligencia, sobriedad, educación atlética, hábito de disciplina,
conocimientos del francés y un verdadero deseo de portarnos bien. Más
afortunados que los demás, estábamos bien educados y teníamos algún
dinero, gracias a la previsión de Michael, que en la Legión equivalía a
la riqueza, y, además, buenas costumbres, dominio sobre nosotros
mismos y buena instrucción, sin contar con que éramos inofensivos por
sentir y demostrar consideración, cortesía y respeto a nosotros mismos
y a los demás. En cambio, menos afortunados que los otros, estábamos
acostumbrados a la comida variada, a multitud de comodidades, a la
libertad, a las diversiones, a una concepción amplia de la vida, y, sobre
todo, a la independencia”.

¿Lo habéis visto? ¿Es, o no, Ilíada en estado puro?
No es de extrañar, por tanto, que una juventud -como la griega desde el
siglo VII antes de Cristo, educada en la Ilíada- que tenía esos ejemplos y leía
esos libros, que adquiría esos valores, administrase un Imperio. Pero desde que
cayó éste, hasta hoy, nada. ¿Tendrá algo que ver con ello el advenimiento del
Imperio Yankee a partir del fin de la Guerra del 14?
Y en esta cuestión de los valores, en España ¿qué? Pues en España a lo
nuestro, a lo de siempre: a un centripetismo desmedido compensado por un
excesivo centrifuguismo; a solucionar a homicidas hostias nuestras legítimas
diferencias; a nuestro gusto por el rentismo; a nuestra aversión por el trabajo; a
nuestro egoísmo, personal y de clase; a nuestros calamitosos reyes y políticos;
a nuestras revoluciones que no pasaron de insurrecciones; a nuestras
restauraciones; a nuestra mal llamada aristocracia, espuria, iletrada, parásita y
soberbia; a la indecencia e inmoralidad de los llamados a dar ejemplo, de los
principales; a nuestra bien cultivada incultura; a nuestra religión de tizonazos
en el Infierno; a estar todos en posesión de la verdad, que se nos da innata, no
por el estudio; a nuestros ¡viva la Virgen!, ¡viva la Pepa!, ¡viva Cartagena!,
¡vivan las cadenas!, ¡abajo lo existente, muera la Historia!; a nuestra
admiración por el Lázaro de Tormes y por el Buscón, llamado don Pablos.
¡País!, como tiene dicho Antonio Fraguas, el Forges.
Para que notéis, en todo su pavoroso horror, la diferencia que va del ayer
ilidíaco -reino de los mejores- al penoso hoy -imperio de tontos y ruines y
ordinarios-, comparad, por favor, los fragmentos de la Ilíada que dejo
transcritos -en los que se educaron sucesivas generaciones- con la letra, que a
continuación anoto, de una canción fruto o exponente de la llamada “movida”,
hábitat en el que se desenvolvió la juventud española en los años 80 del
pasado siglo.
[Y no me tildéis de injusto. Sé perfectamente que junto a la canción que
os voy a cantar, hubo otras -y pienso, así por encima y rápidamente, en las de
Llach, Serrat, Paco Ibáñez, Labordeta, Raimon- bien distintas. Pero tened en
cuenta, primero, que éstas fueron inmediatamente anteriores; después, que hoy
están sepultadas bajo toneladas de zafiedad, mientras que el espíritu de aquélla
pervive -¿no veis televisión?-; y finalmente, que al autor de la canción
señalada -más que a los otros- se le tiene, en el concepto público, por
“intelectual”, y que, tras operarse, coqueto, la nariz, se pasea aún hoy por las
tertulias televisivas dando lecciones de ciudadanía a la ciudadanía. ¡Y ello sin
haberse arrepentido de su obra, sin haber pedido perdón por ella!]
La canción en cuestión se titula Soy un chaval y se debe al magín de don
José Ramón Julio Márquez Martínez, entonces conocido como Ramoncín, el
Rey del Pollo Frito, y su letra dice así:
No me gustan los deberes, no me gusta la academia.
No me gusta la maestra aborrezco el desayuno.
Me gusta estar en la cama hasta después de las doce.
Odio el camino al cole, no me gusta el profesor.
¡Chaval! Me gusta jugar, correr por las calles detrás de las nenas.
¡Chaval! Gastarme las pelas, jugar al billar.
Estoy harto de las clases, no me gusta la pizarra.
Odio la regla de tres; la política me cansa.
No me gusta pasar frío esperando el autobús.
No quiero estudiar carreras, quiero jugar al balón.
¡Soy un chaval!
¡Chaval! Me gusta jugar, saltarme las tapias, bailar el peón.
¡Chaval! Mojarme en las fuentes, mancharme la ropa, subir a un
camión./
¡Chaval! Me gusta jugar, colarme en el cine, besar a las chicas.
¡Chaval! Peinarme tupé, bailar rock an roll.
¡¡Rock and roll!!

[Algunos de vosotros, puede que todos, me diréis que no impute a
Ramoncín culpas que no son suyas, sino propias del rock and roll, que, nuevo
Sócrates, a la juventud corrompe. Y os digo que os equivocáis. El rock and roll
no es eso, o no solo eso, sino mucho más que eso. Escuchad la letra de uno de
los mejores -y primeros- rocks que se han compuesto, que es ya un himno. Se
debe a Chuck Berry, ha sido objeto de incontables versiones y por los más
grandes -Beach Boys, Stones, Beatles-, se titula Johnny B. Goode, y dice así:
En lo profundo de Louisiana, cerca de Nueva Orleans,
a la vuelta de un camino, entre árboles de hoja perenne,
hay una cabaña hecha de tierra y madera
donde vive un chico negro de pueblo llamado Johnny B. Good
que nunca en su vida aprendió a leer ni a escribir,
pero que toca la guitarra como quien toca una campana.
¡Venga, Johnny, ánimo!
¡Venga, Johnny, vamos! (bis)
¡Johnny B. Goode!
Va siempre con su guitarra en una funda, colgada como una
escopeta,
y se sienta bajo un árbol al lado de la vía del tren.
¡Oh!, los maquinistas lo pueden ver sentado ahí a la sombra
rasgueando la guitarra al ritmo que marcan los trenes.
La gente pasa y se detiene asombrada para decir:
‘Oh, Dios mío! ¿Pero este chico pueblerino puede tocar así?’
¡Venga, Johnny, ánimo!
¡Venga, Johnny, sigue así! (bis)
¡Johnny B. Goode!
Su madre le dice que algún día se hará un hombre
y que será el líder de una gran banda.
Que la gente acudirá desde muchas millas a la redonda
para oírle tocar su música hasta que el sol se ponga.
Que un día su nombre lucirá en grandes letreros de neón
anunciando: ‘Johnny B. Goode, esta noche!
¡Venga, Johnny, no desfallezcas!
¡Venga, Johnny, ánimo, sigue así! (bis)
¡Johnny B. Goode!

¿Qué os ha parecido? A ese harapiento chavalín, pobre y negro, de un
miserable y perdido pueblo, sin instrucción ni posibilidad de tenerla,
esforzándose en dominar la guitarra y soñando que algún día acudirán
multitudes a escuchar y disfrutar de su música en locales y auditorios en cuyas
marquesinas resplandecerá, anunciado, su nombre, a Johnny B. Good, Homero
bien le podría haber cantado. Distinto, muy distinto, del chaval gamberro al
que cantó Ramoncín. ¿Lo veis claro?]
Concluí, por tanto, que, salvo excepciones individuales (y pienso,
volviendo a España, en Cortés, Pizarro, Churruca y otra gente -poca- de su
calaña), la Ilíada, el hermoso edificio que sobre ella se construyó, la Ilios de
Homero, en el pasado ya y en el presente, en mi presente, no era más que un
montón de ruinas que, además, nadie visitaba, lo que tuve por lamentable
pérdida, pues pienso que mejor irían las cosas del procomún si nos bañásemos
de vez en cuando en las playas de los Dardanelos, Helesponto para
entendernos.
No, no tenía razón Saint-John Perse. Y no soy el único en pensar así.
Una noche, tomando unas copas por los antros de la Ciudad Baja, el viejo
Cavafis, hablando sobre este tema, me leyó un poema que recién había escrito,
en el que me dejó meter mano:
“Las gentes de hoy han olvidado el griego
tras mezclarse tantos siglos
con gente bárbara y extranjera.
Lo único que les queda de sus ancestros
es una fiesta griega, de hermosas ceremonias,
con liras y con flautas, con juegos y coronas, con urnas y votos,
que celebran cada cuatro años, más o menos.
Y al término de la fiesta tienen por rutina
narrar sus antiguas costumbres
y repetir palabras griegas
que solo unos pocos comprenden.
Y siempre con tristeza acaban su fiesta
porque, muy en el fondo de su ser, recuerdan que también ellos fueron
griegos
y lamentan cómo ahora han declinado y en qué se han convertido,
reducidos a vivir y hablar como bárbaros.
¡Qué desgracia!, viniendo del mundo helénico.”

Lo cual, habréis comprobado, es lo que os vengo diciendo, pero mejor,
mucho mejor, dicho.
Concluida la recitación, se nos acercó, y sentó a nuestra mesa, un
parroquiano que había estado bebiendo, triste y solo -fonseco-, en una mesa
muy próxima. Delgado, de fino y afilado rostro, semejaba un Manolete. Nos
pidió perdón por el atrevimiento y la molestia, y permiso para terciar en la
conversación que traíamos Petros Fotiadis y yo y que él, “disculparán señores
de sus voces el alto tono y de mis oídos la agudeza”, había escuchado con
asentimiento. Concedida la venia, nos dijo que era de nuestra misma opinión,
que corrían malos tiempos para el “respeto mutuo”; que, en el mejor de los
casos, la gente se contentaba con no causar daño, teniendo por virtud la simple
omisión del mal, sin reparar en que el pecado de lesa humanidad es la
indiferencia natural hacia los demás, el no sentir la necesidad, la obligación,
de remediar el sufrimiento ajeno, fruto las más de las veces de la injusticia; y
que él mismo, que por poeta y cantor se tenía, había compuesto algo sobre el
asunto, que, con nuestra licencia, gustoso nos lo cantaría.
Así que le licenciamos. Se puso en pie, inclinó sobre su frente el
sombrero que traía, remetió en su chaqueta, cruzándose el pecho, la blanca y
larga bufanda que al cuello llevaba, y cantó:
Cuando la suerte qu' es grela,
fayando y fayando
te largue parao;
cuando estés bien en la vía,
sin rumbo, desesperao;
cuando no tengas ni fe,
ni yerba de ayer
secándose al sol;
cuando rajés los tamangos
buscando ese mango
que te haga morfar...
la indiferencia del mundo
-que es sordo y es mudo-
recién sentirás.

Verás que todo es mentira,


verás que nada es amor,
que al mundo nada le importa...
¡Yira!... ¡Yira!...
Aunque te quiebre la vida,
aunque te muerda un dolor,
no esperes nunca una ayuda,
ni una mano, ni un favor.

Cuando estén secas las pilas


de todos los timbres
que vos apretás,
buscando un pecho fraterno
para morir abrazao...
Cuando te dejen tirao
después de cinchar
lo mismo que a mí.
Cuando manyés que a tu lado
se prueban la ropa
que vas a dejar...
Te acordarás de este otario
que un día, cansado,
¡se puso a ladrar!

¡Verás que todo es mentira!

Le aplaudimos con entusiasmo. Al despediros, Constantinos le dijo:
-¡Enhorabuena por su hermoso canto! Tiene todo el derecho del mundo a
proclamarse discípulo, moderno y aventajado, del propio Homero.
-No, no; Discípulo, no. Yo soy Discépolo, Dis-cé-po-lo, Enrique Santos
Discépolo Deluchi, para lo que gusten mandar -contestó, y tras tocarse el ala
de su sombrero mejor y una ligera inclinación de su cabeza, con una tenue
sonrisa en los labios, se marchó.
[Muy posiblemente pensaréis que este cuento me ha salido grave y
plúmbeo, en exceso didáctico, ejemplarizante y coñazo: moralejino. Y puede
que tengáis razón. Pero sabed que es por este cuento que este libro existe, por
lo que si algo en él os gusta, a este cuento se lo debéis.
[Atentos: ya os habréis dado cuenta de que lo que os cuento no es
rigurosamente verdadero, ni tampoco rigurosamente falso. Pero lo que viene
ahora os juro que lo es. “¿Que lo es qué: real o inventado?” A vuestra
comprensión lo dejo.
[Soy un escritor aficionado (por no profesional). Lo que quiere decir que
me cuesta mucho escribir y que a ello dedico los escasos fines de semana y
días de las vacaciones que los apremios y solicitaciones de mi vida me dejan.
[Llevaba ya en Troya, sumados los tiempos del Arrabal a los de la
Ciudad Baja, casi tantos años como los aqueos ante ella (os recuerdo que los
de éstos fueron nueve), y, mecánicamente, iba tomando nota aquí, nota allá, de
mis lecturas, que poco a poco iban cobrando su ser actual, con la intención,
ilusión incluso, de escribir un libro -este libro-, pero sin ninguna esperanza de
verlo publicado, sabiéndolo destinado al Infierno de los volúmenes
innecesarios. ¡Buenos están los tiempos para la lectura que en él se proponía!
[Como el trabajo era arduo, la ilusión discontínua y la esperanza ni era,
pensé en mandar todo a tomar por el mismísimo saco. Y ya estaba en ello
cuando ocurrieron, concurrieron, dos sucesos en mi vida: nació mi nieto
Nicolás y me fumé un pitillo en la entrada de la estación Delicias de Zaragoza.
[La llegada de Nicolás, que con justicia mi mejor amor concita -hoy
duplicado por Marinita, recién venida al tiempo de juntar estas letras-, estando
como ya estaba deambulando por la calle de los Valores de la Ciudad Baja, me
hizo pensar en cómo sería el mundo que le acogería cuando empezase a darse
cuenta de las cosas.
[En ésas estaba, cuando, a punto de coger un tren para uno de los bolos
jurídicos a que me dedico, salí a fumarme un pitillo a la entrada de la dicha
estación. Fumaba absorto en Nicolás y su futuro, y mis distraídos ojos se
posaron -¡oh, Casualidad: cuánto te debe la Literatura!- en un cartel de buenas
dimensiones. Era de la empresa -pública para más INRI- que gestionaba la
publicidad en las estaciones, de nombre COMFERSA -que cada palo aguante
su vela-, y contenía un mensaje para incitar a contratar ese espacio
publicitario. Rezaba así:
[“SI NO TE RECUERDAN, NO IMPORTA LO BUENO QUE SEAS”
[Casi me caigo de culo al entrever el futuro que le esperaba a mi adorado
Nicolás, siendo que, a causa de mi estancia en Ilios, el lema que deseaba para
él era:
[“SI ERES BUENO, NO IMPORTA QUE NO TE RECUERDEN”
[Y me dije que, puesto que con toda seguridad yo no vería sus quince
años -hoy tengo diecisiete más de los que llegó a tener mi madre y dos menos
de los que cumplió mi padre, ambos muertos por enfermedad y no por
accidente, lo que son dos buenas papeletas para que yo no llegue a los setenta
y cuatro-, me dije, digo, que sería bueno dejarle dicho por escrito que, aunque
verá un mundo hecho por Aquiles, hay otro muy distinto y mejor hecho por
Héctor, y que éste, pese a lo que le digan, es posible conquistarlo: basta que lo
intenten muchos. Y me dije también que la mejor manera de decírselo sería
escribir de una maldita vez el libro que llevaba entre mente y corazón; que
poco importaba que yo no tuviese agente literario que consiguiese su
publicación; menos que no llegase a ganar ningún premio; nada que nunca
hubiese nadie anónimo delante de las páginas que escribiese; que el libro
estaría justificado si algún día llegaba a estar, terminado, encuadernado con
espiral de plástico en la fotocopistería, en las manos de Nicolás -hoy también
en los de Marinita: tendré que hacer dos ejemplares-. Pero eso sí, el libro
tendría que contener un cuento grave y plúmbeo, en exceso didáctico,
ejemplarizante y coñazo, moralejino, dedicado a los valores que le/s ayudase/n
a ser bueno/s, aunque al final de la jornada nadie le/s recordase.
[Y he cumplido mi propósito: aquí quedan el libro y el cuento que lo ha
hecho posible. Si quien me lee no es Nicolás ni Marinita, la culpa no es mía]
-Bueno -me diréis un poco hartos de tanto rollo patatero y un pelo gordo
ofendidos porque os he metido el dedo en la llaga del ojo-, y tú, Alfredo, tú
que tanto los valores ensalzas y tanto su carencia denuestas, ¿qué?, ¿tú, de
valores, cómo andas?
Pues yo, como os dije antes, tenía mi cerebro impermeabilizado a esto
de los valores; pero, ahora que me obligáis a pensar seriamente en ello, os diré
que la impermeabilización sólo alcanzó al cerebro consciente, que el
inconsciente, y lo acabo de descubrir gracias a vuestra insolente pregunta, se
vio condicionado, además de por las enseñanzas de don Serafín Agud ya
confesadas, por dos factores, que, estoy seguro, abonaron la tierra para que
germinase mi gusto, muchos años después, por la Ilíada, posibilitando mi
identificación con ella.
El primero de esos factores fueron las películas del Oeste,
principalmente las de John Ford. Por ellas se acostumbraron mis ojos al valor
del héroe, a la cobardía del villano, a la camaradería, a la generosidad en el
esfuerzo, a la defensa del débil, a la constancia en la lucha, a la superación de
la adversidad, a la oposición a la injusticia, a la obligación autoimpuesta de
hacer todo lo que uno puede hacer, al desprecio de la propia vida en el
cumplimiento de ese deber.
[Creo que el mismo Ford era consciente de que muchos de sus
personajes estaban hechos al modo de la Ilíada. Se delata en una escena de su
película, que no era propiamente “del Oeste”, El Hombre Tranquilo, que
incansable visiona, al menos una vez al año -la Nochevieja-, mi querido Pedro,
que amigos reúne: John Wayne y Maureen O’Hara se han casado ese día (día
de la película, no en la Nochevieja); por la noche han tenido una tremenda riña
ya que ella se ha negado en redondo a consumar las nupcias antes de obtener
de su hermano la dote a la que tiene derecho; como la Maureen es mucha
Maureen y el Wayne mucho Wayne, en la trifulca que montan hacen pedazos
la cama, tiran y esparcen ropas y rompen muebles; al día siguiente entra en la
casita uno de los magníficos secundarios de Ford, cartero o cochero del pueblo
y amigo de la pareja; ve el colosal destrozo y, atribuyéndolo a lucha amorosa,
exclama: ‘Homérico, homérico’]
Incluyo en este primer factor -ahora soy consciente- mis lecturas de la
serie El Coyote, de J. Mallorquí, a mis doce o trece años, también ambientada
en “el Oeste”. California, alrededor de 1850, ha sido anexionada de malas
maneras por la Unión; un núcleo de independentistas irreductibles como galos
irreductibles, descendientes de españoles, se opone a la anexión, por las armas
y en evidente inferioridad. Uno de los opositores es don César de Echagüe, de
rancio abolengo, en cuyo escudo familiar luce el lema: “De valor siempre hizo
alarde la casa de los Echagüe”. En una de las novelitas de la serie, Los
motivos del Coyote, leí -releo, ahora que escribo- cosas como:
“Mi hijo tiene ideas muy suyas -replicó el señor de Echagüe-. Se está
volviendo tan prudente que, si Dios no lo remedia, acabará muriendo en
la cama desaprovechando la oportunidad de hacerlo al frente de un
regimiento”.

“Podemos ofrecerles el espectáculo de cómo saben morir los de nuestra
raza”.
“Dar la vida por la patria no es morir estúpidamente”.
“Todos estamos destinados a morir. Si podemos hacerlo con honra…”

“Sé que venceremos o que moriré en la lucha”.
“Yo soy esclavo de mi palabra”.
“Admiro a los que saben abrazar una causa perdida y la defienden
hasta última hora”.

“¡Márchese! Tengo muchas cuentas pendientes con los de su clase.
¡Sheriffs del Oeste! Vendidos a la injusticia. Cierran los ojos a todo lo
que hacen los poderosos; pero en cambio los abren mucho para aplastar
a los débiles. Váyase. Prometí matar a los tres primeros sheriffs que
encontrase al salir de la cárcel”

No me negaréis que las anteriores frases, si se formulasen en
hexámetros, podrían pasar, tranquilamente, por genuinas de la Ilíada y puestas
en boca de sus principales, ya que no desmerecen de los fragmentos de ésta
que dejo anotados. Fijaos hasta que punto es verdad lo que os digo que,
interesado por la serie, compré recientemente en un madrileño puesto de libros
de enésima mano una primera edición de 1948 del primer título La primera
aventura del Coyote, y en ella, reprochándole don César de Echagüe padre a
don César de Echagüe hijo -ya os adelanto que éste es El Coyote-, su fingida
indolencia ante los problemas que vivían y su simulado desprecio por los
valores que defendía su padre, le dice: “Bueno, déjame tranquilo. Vete a leer a
Homero o a quien leas”. ¡César de Echagüe hijo, que bajo su apariencia
apática en realidad abrazaba y potenciaba los valores de su padre, era lector
habitual de Homero! Y fueron sin duda esas lecturas las que le convirtieron en
el héroe que es el Coyote. ¿Puede extrañarnos, después de lo que sabemos del
contenido de la Ilíada? Por eso, cuando llevé a cabo su lectura “re-valorizada”,
fue como encontrarme con viejos, buenos y queridos y fantasmales amigos.
[Al fin y al cabo, somos tanto lo que hemos comido como lo que hemos
leído al principio de nuestras vidas]
El otro factor del que os hablaba fue mi padre.
La Ilíada se contaba entre los muchos libros que nunca leyó (la primera
que entró en casa fue la mía colegial de la Colección Austral, serie gris,
versión directa y literal del griego por Luis Segalá y Estalella, Doctor en
Filosofía y Letras y en Derecho, Catedrático Numerario de Lengua y
Literatura Griegas en la Universidad de Barcelona e Individuo
Correspondiente de la Real Academia de Buenas Letras de la misma capital,
en su sexta edición de 6-VIII-1964, que mi padre nunca abrió). Pero, a pesar
de ello, aunque mal interpretado, profesó, y nos inculcó a mi hermano y a mí,
uno de los valores que se muestran el la Ilíada. ¿De dónde le vino? Mi buena
amiga, y vecina de Ilios Jacqueline de Romilly me lo explica diciendo que
precisamente la genialidad de Homero estriba en que, superando el localismo
y el temporalismo muy concretos de su narración, nos habla, ya al inicio de la
Literatura, de sentimientos, de aspiraciones, de virtudes, e incluso de defectos,
esenciales, radicales, de los hombres, propios del ser humano de cualquier
tiempo y lugar. Puede que tenga razón.
Ese valor de inculcación paterna, fue el de sobresalir. Mi padre, hecho
un Hipóloco o un Peleo, nos recomendaba, qué digo recomendaba, nos exigía,
sobresalir, ser los primeros, hasta el punto de que cuando mi hermano y yo,
desde la más tierna infancia, le presentábamos nuestro cuadernillo de notas del
Colegio para su preceptiva firma de “enterado”, en rito ceremonial de
periodicidad semanal, si aparecía alguna, en cualquier asignatura, inferior a 8
(sobre 10), calificación que marcaba la frontera con el “sobresaliente”, lanzaba
el boletín al aire, paloma de alas azules -venía encuadernado en plástico de ese
color- que iba a morir, más que posarse, al suelo, mientras exclamaba con
desprecio y sin siquiera mirarnos: “Esta mierda no la firmo yo”, lo que nos
conducía a nuestra madre, poder familiar más secundario que subsidiario, que,
con su benevolencia natural, evacuaba, amorosa y consoladora, el trámite
firmatorio.
Pero como os digo, esa exigida excelencia, por mal interpretada, era más
vicio que virtud, ya que con ella no pretendía que diésemos lo mejor de
nosotros mismo, lo mejor de lo que fuésemos capaces, y ni mucho menos que
pusiésemos nuestras potencias al servicio de los demás. No, ¡qué va!, de eso
nada de nada, monada. Se trataba de que fuésemos “los primeros”, en lo que
fuese, por el mero hecho de ser los primeros y para vanagloria de nosotros
mismos. Solía decirnos: “Mirad, en esta vida, sed lo que queráis: abogados,
ingenieros, camareros o limpiabotas; pero en lo que elijáis, sed los mejores:
los mejores abogados, los mejores ingenieros, los mejores camareros o los
mejores limpiabotas”. Con lo que nos inculcó una exacerbada, morbosa,
autoexigencia y un mal sano “amor propio” que han sido, para mi hermano -
para él quizá más- y para mí, fuentes inagotables de penalidades y
sufrimientos. Ya lo dijo el poeta al cantar:
Un hombre enamorado de sí mismo
se dedicaba con fruición al onanismo.
Y tal ardor ponía en la pelea
que el pobre terminó hecho una oblea.
Moraleja:
Si feo vicio es el opio,
mucho peor lo es el amor propio.

De esa exigencia conservo una anécdota que no me resisto a contaros,
primero por su valor de ejemplo de lo que os vengo diciendo; segundo, porque
dio pie a que mi padre se sirviese de una frase digna de Homero; y finalmente
porque es reveladora del carácter de mis entonces, y hoy, y creo que ya por
siempre, amigos y hermanos, y de mí mismo. Aquí os va:
Tenía yo, exactamente, 20 años, 7 meses y 29 días. Mi madre había
muerto, inesperadamente, hacía, exactamente, 1 mes y 28 días. En mi casa se
destaban negras tempestades: mi hermano -único hermano- hacía,
exactamente, 29 días que se había marchado de ella tras agria y salvaje bronca
con mi padre, en la que se pusieron a caldo mutuamente diciéndose de todo,
por motivos no banales sino ciertamente graves que no hacen al caso, refriega
en la que no tuve más remedio que alistarme en el bando de mi padre, al que
tuve, creo que con acierto, por poder decadente y decaído -gatopardo sin uñas
ni dientes, viudo y solo- frente al poder emergente y emergido que era mi
hermano -con oscuro presente pero brillante futuro, joven y con compañía-, lo
que me llevó a distanciarme de éste. Se celebraba el santo de Concha
Escolano, la de infeliz destino, en aquel entonces amada novia de mi amigo
Pedro, el de ingente memoria. Estábamos en su casa, que recuerde, con ellos
dos y algunos otros que he olvidado pues no participaron en los sucesos
posteriores, mis buenos Bajito y Túa -Pablo andaba por los Madriles y Juan
por las lunas de Valencia-, y, a modo de componente precipitador de los
acontecimientos, enzimático, Mariajo, la nunca suficientemente bien amada,
vecina y amiga de Concha, por la que (obviamente por Mariajo, no por
Concha) ya entonces yo bebía los vientos con éxito, menos que escaso, nulo,
lo que me tenía sumido en romántica desesperación, a añadir, reforzándolas, a
las desventuras antes mencionadas.
Por esta tendencia natural que tengo, y que ni con los años me abandona,
a la exageración y a la gilipollez, y por las circunstancias familiares y
personales -objetivamente penosas- dichas, que algo explican aunque no
justifican lo que pasó, me puse, en plan hombrecito de vuelta desengañada de
todo y dado a la perdición desesperada -papel que adopté en vano y majadero
intento de impresionar a Mariajo y hacerle sentir, por su desdén, culpable de
mi depravación moral-, me puse, digo, a beber sin tasa coñac tras coñac,
bebida que nunca ha gozado de mis preferencias. Al caer la tarde sentime
indispuesto, levanteme de mi asiento, fuime al cuarto de baño, encerreme
pasando el pestillo interior, arrodilleme frente a la taza del váter, abraceme a
ella, di curso libre a prolongado y horrendo vómito, y abandonome la
conciencia. No sé si volví en mí por mí o por los golpes en la puerta que
propinaron mis amigos, alarmados por mi tardanza en la que creyeron era
simple evacuación de aguas y que tuvieron por demasiada incluso aunque las
aguas hubiesen sido mayores. Tampoco sé cómo conseguí descorrer el pestillo
que, pudoroso, había echado. El caso es que salí del templo de la intimidad en
el estado lamentable y deplorable que es de imaginar, por lo que no me
molesto en pintarlo. Baste que os diga que mucho me ha tenido que querer
Mariajo para, después de verme así, casarse conmigo, pasados de este
incidente, exactamente, 2 años 8 meses y 24 días.
Presurosos, mis amigos Pedro, Bajito y Túa acudieron al quite: me
lavaron la cara, me compusieron la vestimenta y me sacaron a la calle para que
el aire me espabilase. Sobrevinieron las sombras de la sagrada y tenebrosa
noche, que a los dioses y a los hombres rinde, y como yo seguía sin
recuperarme, impresentable bajo los efectos de mi desmedida y alcohólica
ingesta, mis cuates trataron en conferencia qué hacer conmigo, y resolvieron -
con mi beoda participación (aunque Pedro hoy la niegue)- llevarme a dormir a
casa del Bajito -por tener éste una acogedora madre y un ausente padre, pues
andaba siempre capitaneando barcos mercantes-, y avisar al mío de que,
debido a una leve indisposición pasajera, yo no iría a casa a dormir ese día,
conjurándose en que ni sometidos a inquisidor tormento le confesarían mi
paradero.
Fue Pedro quien asumió el papel de Iris mensajera. Llamó a mi padre.
Le dio el recado. Hecho un Ayax Telamonio aguantó las embestidas de que fue
objeto, negándose a revelar, como se había convenido, mi lugar de acogida y
la causa de ello. Le soltó un lacónico “No se preocupe, don Manuel, Alfredo
está bien y mañana irá a casa” y con dos prepotentes pelotas, ¡le colgó el
teléfono! Mi padre, que bien conocía a mis amigos y su temple, llamó de
inmediato a Túa, el cual, nada más escuchar “Túa, soy el padre de Alfredo”, le
largó, incontinente, “Le ha sentado mal lo que ha bebido y está en casa del
Bajito”, facilitándole la exacta dirección. De inmediato, Túa avisó al Bajito de
lo que se me venía encima y éste, raudo, se acercó a la cama en la que yo ya
dormía profundamente y, con delicadeza, en susurro, me soltó “Alfredo, tu
padre viene para aquí”, lo que provocó que, como relámpago que rasga la
oscuridad de un tormentoso cielo, yo pasase del sueño profundo y borracho a
la realidad descarnada y terrible -aún hoy se admira de la celeridad del
tránsito-. Me ayudó a lavar y vestir, preocupado por mi aspecto, e incluso me
perfumó con una de sus colonias -coloñas, dice él- a las que tan dado era y es;
me dejó, espabilado, aseado y fragante en el vestíbulo de la casa; él se ocultó,
prudente, donde podía ver sin ser visto; y así quedamos a la espera de la
llegada del anunciado Zeus tonante y cabreado. Pasaron pocos minutos; sonó
el timbre; abrí la puerta, cuyo hueco llenó completamente, hasta incluso
rebasarlo, la figura paterna, los ojos como la noche; y me dijo, desprecio
hecho voz humana: “¡Mierda de hombre, si no sabes beber, ¿a qué bebes?!”,
frase que hemos adoptado los amigos como respuesta cuando uno se lamenta
por haberse metido en un lío que le supera. Me cogió del brazo, fuímonos y,
aunque sí hubo algo -y aun bastante-, no viene al caso de esta historia.
El cuento, os decía, ilustra las maneras de ser de mis amigos y mía. De
mí, dicho queda, la exageración y la gilipollez (o la gilipollez exagerada, o la
exageración gilipollas, lo que prefiráis); de Pedro, su fortaleza roqueña en la
que siempre se puede confiar por apurado que sea un trance; de Bajito, su
enaltecimiento de lo estético (con qué interés me arregló y perfumó, como si
fuese a ir a una boda); y de Túa, su pusilanimidad, que nunca diré de un amigo
que es cobarde (en reciente conversación, Túa me habló de un amigo del que
destacaba que rehuía cualquier conflicto, hasta el punto de que, apenas
atisbado o intuido, “levanta con orgullo la blanca bandera de la rendición”;
creo que hablaba de ese amigo inexistente al que atribuimos acciones o
problemas propios que no nos atrevemos a confesar).
Refleja también el concepto de “excelencia”, el viciado concepto de
“excelencia”, que tenía mi padre. Notad que me abroncó, no por beber en
exceso, sino por haberlo hecho sin saber beber. Puesto a beber, tenía que ser el
mejor bebedor.
Y muestra, finalmente, que mi padre, sin haberlo leído, era capaz de
expresarse como Homero. En un pasaje de la Ilíada, Alejandro escurre el
bulto, cobarde, del duelo con Menelao, que él mismo había propiciado,
escondiéndose entre la turba de los altivos teucros; Héctor, furioso, va en su
busca para que vuelva a la lucha y dé la cara y abre su discurso con estas
injuriosas palabras:
“¡Calamidad de Paris, presumido, mujeriego y mirón!
¡Ojalá no hubieras llegado a nacer o hubieras muerto célibe!
¡Incluso eso habría preferido -y mucho más habría valido-,
antes que verte así afrenta y oprobio de los tuyos!”

Siempre que leo este pasaje, me parece oír a mi padre: “Paris, mierda de
hombre, si no sabes pelear, ¿a qué peleas?”.
El caso es que estas últimas reflexiones en torno a mi padre, me llevaron
a repasar cómo habían sido mis relaciones con él, y a comprobar si la Ilíada,
puesto que dicen que contiene todos los principales y eternos sentimientos
humanos, trata de los complejos lazos paternofiliales, lo que motivó otra
nueva lectura, en la que descubrí, para mi pasmo, que no se equivocaba
Aquiles cuando, enigmático, me dijo que teníamos cosas en común.
Pero dejemos el asunto para otro cuento y pongamos fin a éste.
Que, la verdad sea dicha, ya vale de valores.














CUENTO XIV
CARTA LANZADA AL PADRE

Lanzada, que no quiere decir echada al correo ni arrojada al
conocimiento público o privado; no, nada de eso, sino “golpe y herida de la
lanza”, que, en nuestro caso, más que lanza, dijérase que es pica. Confieso que
no reparé en su importancia, en la de la lanza, lector descuidado que es uno,
hasta el canto XXII, verso 326, punto culminante de la secuencia germinal de
todo el género “western”: Un Héctor irreconocible por temeroso ha dejado de
correr y le planta cara a un Aquiles identificable por iracundo; tras un
intercambio de palabras, en el que Aquiles se muestra crudelísimo, éste le
arroja a aquél su lanza; Héctor la ve venir y la esquiva agachándose; le pasa
por encima y se clava en el suelo; a su vez, le tira la suya que, tras golpear en
el escudo de Aquiles, sale rebotada, despedida; el esforzado Priámida,
desesperado, desenvaina, aguda, larga, robusta, su espada y, con un par, se va
derecho a por la furiosa fiera Pelida quien, blandiendo la fallida lanza que,
para sorpresa del troyano, le ha recuperado Atenea, corre hacia él calculando
dónde golpear más mortal; se decide por el único punto desprotegido por la
armadura que vestía Héctor, despojada al vencido Patroclo, por el lugar donde
las clavículas separan cuello y hombros; y allí, certero, se la envasa, en el
mismo gaznate, que es por donde más pronto se pierde la vida.
Espada contra lanza o pica, recuperada, además, con ayuda divina:
menudo ventajista este Aquiles, héroe de mierda, me dije. La verdad es que la
desproporción de los medios de uno y otro no le cuadraba al Pelida ni al
sistema de valores que se ensalza en la Ilíada. Y mucho menos en este
enfrentamiento decisivo. Yo sabía que Homero -lo repito constantemente-, de
vez en cuando, dormita; pero también que aún en esos momentos tiene un ojo
abierto. Y también sabía que ningún buen escritor da puntada sin hilo. Luego
tenía que haber un motivo, y muy bueno, para que Aquiles matase con lanza,
que además le había sido devuelta con socorro divino, a Héctor espadado.
¿Acaso el Pelida no armaba espada ese día? ¿La había perdido en algún
combate anterior? La investigación se imponía, así que releí con detenimiento
aquella funesta jornada que se inicia, azafranada, en el canto XIX.
Y comprobé que cuando Aquiles se viste de torero para la corrida de
muerte que va a lidiar, a los hombros se echa la espada, tachonada con clavos
de plata, broncínea. Homero nos cuenta que, además de a muchos otros
troyanos innominados, el Pelida dio muerte a diecisiete con nombres y
apellidos, de los cuales cuatro lo fueron a espada (que no perdió por lo tanto) y
trece a pica.
Aparte de parecerme mucha, demasiada, lanza clásica, me llamó la
atención tanto el cuidado como la insistencia que pone Homero en transmitir
al lector que Aquiles va armado de épica pica, narrando con detalle cómo la
recupera en las ocasiones en que la arroja o se desprende momentáneamente
de ella. Y así, cuando se enfrenta a Eneas y le clava la lanza en el escudo, nos
precisa que Posidón la arranca y la pone a sus pies; cuando se mete en el Janto
mata que te mata, se cuida de decirnos que deja la lanza sobre la ribera,
apoyada en unos tamariscos, para recogerla al salir; cuenta cómo la arranca de
la orilla, donde se había clavado hasta su mitad tras errar a Asteropeo; cuando,
en torno a las murallas de Ilión, se detiene, a la espera de que Atenea haga
cesar a Héctor en su ignominiosa carrera, Homero describe que queda apoyado
en la lanza de fresno de broncínea hoja; y finalmente, llega la muerte a pica de
Héctor espadachín.
Algo, concluí sagaz, nos quiere decir Homero con el tema de la pica. A
este barrunto se añadió que, releyendo acto seguido el duelo Aquiles – Héctor,
reparé en que tres versos antes del que cuenta el instante de clavarle la lanza,
Homero recuerda que Héctor vestía la armadura de Patroclo, haciendo renacer
en mí la perplejidad que me produjo el que aquél, tras matar al Menecíada, que
lucía la coraza de Aquiles, la vistiese allí mismo, en el campo de batalla. Mira
que hay muertes en la Ilíada; pues bien, en ningún caso, ni en el de la muerte
del bravo Sarpedón, hijo reconocido de Zeus, el matador viste las armas del
muerto, limitándose a despojarle de ellas para guardarlas como botín. Me
contra argumenté que lo insólito del caso se justificaba porque, por tratarse de
la armadura del insigne Aquiles, el vestirla Héctor minaría la moral de los
aqueos. Pero aún siendo ello cierto, ¿por qué ese recordatorio, aparentemente
innecesario, tres versos antes de ser muerto por la lanza de Aquiles? Así que
me propuse resolver desde el texto y el contexto, convertidos ahora en
pretexto, el misterio que encerraban las pelidescas armas.
Pues pelidescas en verdad eran, no por vestirlas el Pelida, patronímico
de Aquiles, sino por ser de su padre Peleo. La primera referencia la debemos
al tremendo palizas de Néstor en XI.798: intenta convencer a Aquiles para que
deponga su huelga de armas caídas, y le propone que, caso de persistir en ella,
al menos mande al combate a Patroclo vistiendo las suyas para que se
acojonen los troyanos tomándole por él. La segunda, al propio Patroclo,
reclamándole los arreos de guerra a Aquiles según la propuesta del noble
gerenio. La tercera y la cuarta, a Aquiles, accediendo a lo que se le pide. La
quinta a Homero, que al describir cómo las viste Patroclo, se cuida de advertir
que no coge la pica, pesada, larga y compacta, pues sólo Aquiles tenía la
fuerza suficiente para blandirla, dando noticia de que había sido regalada por
Quirón a Peleo (ojo al dato: la lanza era del papi). La sexta se la debemos
también al narrador, que al contarnos la muerte de Patroclo, vuelve a recordar
al lector/oyente, no vaya a ser que se le olvide, que las armas que vestía eran
las de Aquiles. La séptima, también al poeta, para decirnos (XVII.125) que
Héctor se apodera de las armas y las entrega (atención) a los compañeros para
llevarlas a la ciudad (que era lo propio), y acto seguido y sin dar razones del
porqué, corre tras ellos, se quita las suyas y viste aquéllas. Y es en esta ocasión
cuando Homero nos revela, por primera vez, que esas armas, y no sólo la
lanza, eran de papá Peleo, a quien se las habían regalado los dioses: tenemos
pues que armadura y lanza eran del padre de Aquiles. La octava referencia la
hace Alcimedonte (sí, hombre, el chico de Laerces Hemónida), que cuenta a
Automedonte que Héctor se ufana de portar las armas de Aquiles. La novena,
es de Antíloco, hijo del plomo de Néstor, que comunica a Aquiles que Patroclo
ha muerto y que sus armas (no se nos vaya a olvidar) las tiene Héctor, el del
alegre penacho, el del clavel español. La décima se la debemos a Aquiles, en
llorado diálogo con su madre Tetis, que precisando lo antes dicho por Homero,
nos hace saber que las armas fueron el regalo de boda de los dioses a Peleo. La
undécima es de la propia Tetis, insistiendo en que esas armas las viste Héctor.
La duodécima, otra vez de Aquiles, comunicando a Iris, que le insta a luchar,
que sus armas las tienen los troyanos. La decimotercera es de Tetis, que se lo
cuenta a Hefesto cuando le pide que fabrique nuevas armas. Y la decimocuarta
referencia es de Homero, que cuando describe cómo se viste Aquiles al inicio
de la funesta, para Héctor y los troyanos, jornada, vuelve a recordar que toma
la lanza que sólo él podía blandir, que Quirón le había procurado a su padre.
Procesada toda la información obtenida, el resultado fue el siguiente:
Homero se esfuerza, y mucho, para que el lector/oyente sea plenamente
consciente de que Aquiles, con la lanza de su padre, mata a Héctor que vestía
la armadura que era también era de Peleo y que antes había lucido él mismo.
Allí había gato, más bien padre, encerrado, pues el fantasma de Freud, por
boca de mi amiga, psicoanalista y susceptible, Ángela Mancho, me había
enseñado que no es falacia que el padre es un falo para el hijo, y la lanza,
siempre enhiesta, dura con brillo, nunca fofa y morcillona, su mejor signo.
El paso siguiente fue, por tanto, enterarme de cuál fuese la relación de
Aquiles con su padre. Para ello tuve que volver a releer la Ilíada para ver qué
información suministraba sobre ella, y, puesto que yo, lector del siglo XXI,
había perdido cualquier referencia sobre Peleo, a diferencia de los
lectores/oyentes del siglo VIII antes de Cristo, a los que todavía llegaban los
ecos de las voces de cuatro siglos antes, cuando se formaron las historias del
Ciclo de Troya, tuve que preguntar al amigo Robert Graves, que lo conoció
bien.
Por él y por Homero me enteré de que Peleo era mucho Peleo:
-Hombre violento y ambicioso de poder, se vio envuelto -las
investigaciones que siguieron no aclararon si como autor o coautor,
intencionado o imprudente-, en las muertes de su hermano Foco y de Euritión,
hijo de su huésped y protector Actor, rey de Ftía.
-Consumado y célebre guerrero, participó en gestas de las que se guardó
larga, ancha y alta memoria. Y así:
Tomó parte, junto a figuras insignes como Cástor y Pólux, Teseo, Néstor
o Telamón, en la cacería del espeluznante jabalí, aterrador, que asolaba
Calidonia, en Etolia.
Integró la valiente tripulación del Argo reclutada por Jasón para la busca
del vellocino del carnero de oro.
Y, sobre todo lo dicho, fue compañero del afamado y doce veces
trabajado Hércules en la recuperación del cinturón de oro de Ares, que lucía
Hipólita, la reina de las Amazonas; y, lo que aún es más importante y
significativo para la posterior relación con su hijo -¡guardad, por Dios,
memoria de esto!- en la conquista relámpago y posterior saqueo de la Toya
prehomérica o Troya V, con una flota compuesta tan sólo de seis o -el amigo
Robert no me supo concretar- dieciocho naves.
-Como esposo fue una mala bestia. Tuvo por cónyuge a Tetis, diosa ella,
hija de Nereo, el anciano del mar, y de la ninfa Dóride, y se hizo con un
nombre y una jerarquía por ayudar a Zeus cuando se rebelaron contra él Hera,
Posidón y Apolo. De bonísimo parecer, buena que estaba, de ampuloso pecho,
como su propio nombre anuncia, Zeus la pretendió, pero desistió cuando supo
de la profecía que auguraba que cualquier hijo nacido de Tetis llegaría a ser
más poderoso que su padre. Como también andaba tras sus bajos Posidón,
Zeus, previsor, no fuese a ser que su hermano engendrase un hijo más potente
que él, con lo que peligraría su primacía divina, dispuso que se casase con un
mortal, eligiendo para ello al ya entonces acreditado Peleo. Éste, halagado por
ser el elegido de Zeus y arrebatado por la hermosura de Tetis, consciente y a
pesar de la profecía de la superioridad del hijo, aceptó de mil amores. No así
Tetis, a la que repugnaba la idea de casarse con un mortal. Peleo venció su
resistencia por medio de enconada violación, en la que ella, aunque cachonda,
se resistió como pudo, hasta que ya no pudo. Y, ¡claro!, hubo que lavar la
afrenta con el matrimonio. Al banquete de bodas asistió Quirón, que regaló al
novio la famosa lanza -ya hemos vuelto a ella-, y también los dioses, cuyo
obsequio fueron las no menos recordadas armas -de nuevo en casa-: coraza,
grebas, escudo y demás, todo bronciluciente, por supuesto.
Peleo y Tetis, fogoso aquél, resignada ésta, tuvieron nada menos que
siete hijos. A los seis primeros, recién nacidos, y a fin de hacerlos inmortales,
los quemó la madre rociándoles después con ambrosía. Aquiles era el séptimo
y fue sometido al mismo tratamiento, pero Peleo anduvo al quite y se lo
arrebató a su madre de las manos cuando ya le había chamuscado todo el
cuerpo, que quedó pues indestructible, excepto el talón –que era de donde le
agarraba su madre-, lo que fue causa de conyugal ruptura.
[Aquí lamento mucho no creerme la historia de Graves: como dice Brad
Pitt, el de redondo, compacto y admirable culo, al decir de mis lascivas hijas,
en la película “Troya”, si Aquiles en verdad hubiese sido, o se hubiese creído,
inmortal en todo su cuerpo, salvo en el talón, ¿habría luchado siempre con
pesada y embarazosa coraza?, ¿no le hubiese sido más fácil y cómodo hacerlo
en pelota picada y con una poderosa, blindada e impenetrable talonera, de
refulgente aleación estañocobriza?]
Tengo para mí que lo ocurrido, como la historia posterior lo confirma,
fue que Peleo y Tetis discutieron agriamente sobre el destino de ese séptimo
hijo: Peleo (de la cultura micénica de la guerra) lo quería feroz guerrero
destinado a la gloria, mientras que Tetis (de la primitiva y pacifista cultura
minoica) lo deseaba doméstico, alejado de cualquier peligro. Sea como fuere,
lo que importa al tema de hoy, es que la discusión con motivo de ese séptimo
hijo fue tan grave, y los reproches a que dio lugar, especialmente los de Tetis a
quien no se le podía olvidar el crimen de la violación de que fue objeto, tan
enconados, que la pareja se divorció en ese mismo momento y ella se marchó
a vivir a casa de su padre, quedando el hijo bajo la guarda y custodia del padre
(se ignora si pactaron algún régimen de visitas). Por no haber sido criado por
la madre, ese hijo fue conocido por el nombre de “el que no ha puesto los
labios” (se entiende que en el pecho de la madre, vamos “el que no ama a
China”, “el que no ha mamao”), simplificado luego en “el sin labios”, o sea,
“-”, “A-xeilos” o “Ajileos”, o sea, lo que venimos entendiendo comúnmente
por “Aquiles”.
-Y como padre Peleo fue de la peor especie, de la de los “anuladores por
exceso de exigencia”. Peleo exigió a Aquiles descollar y sobresalir por encima
de los demás, siempre y en todo, poniéndose él como ejemplo-listón a superar.
Y ciertamente, por lo que sabemos y dicho queda, el listón estaba muy alto.
Parece que estoy oyendo a Peleo: “Nunca llegarás a nada, piltrafilla de
hombre. A tu edad, ya había yo matado al jabalí de Caledonia, embarcado en
el Argo y corrido aventuras con Hércules, fíjate bien, nenaza, con el
mismísimo Hércules. El y yo; hombro con hombro. Dos auténticos hombres”.
Y también a Aquiles: “Menos lobos, Caperucito, que al jabalí lo mató Atalanta
y lo remató Meleagro; y en cuanto a lo demás, la gloria fue para Jasón y para
Hércules. A ti sólo te nombra el amigo Graves, pero no porque tu figura e
intervención fuesen importantes, sino porque, como buen estudioso inglés, es
muy concienzudo, documentado y exhaustivo, que si no, no hubieses merecido
ni una nota a pie de página. Y que sepas que me alegro de no ser como tú; es
más, odio llegar a ser un día como tú. Por ser como eres, soberbio y egoísta,
despectivo e injusto, inicuo, siempre amenazando a todo el mundo en general,
y a mí en particular, con el fracaso; humillador, minimizador de los hechos de
los demás y sobrevalorador de tus acciones y méritos; y te odio aún más por lo
que le hiciste a Madre y porque por tu culpa me crié sin ella [‘no mamé’, fue
la expresión que utilizó]”. Así se las gastaba también el niño, a quien su padre
-nos lo cuenta Homero- tenía por altanero en exceso. Estas discusiones,
frecuentes, eran cerradas siempre por Peleo: “Ni una palabra más de réplica o
te hago pedazos como a un pescado”. Y Aquiles callaba y odiaba.
El enfrentamiento alcanzó su punto culminante cuando se declaró la
Guerra de Troya. Peleo, innecesario es decirlo, quería que su hijo participase
en ella. Tetis, madre y pacifista, y por ello temerosa, se oponía, y le auguraba,
caso de que fuese, una muerte cierta, gloriosa, eso sí, pero muerte y cierta.
Aquiles, rechazando los temores de su madre por exagerados, ansiaba acudir
para demostrar a su padre lo que podía ser capaz por sí mismo y que podía
superarlo. Vamos, lo que se viene llamando “la emulación del padre”.
A Peleo le agradó la decisión de Aquiles, tanto que le pertrechó con su
propia lanza, regalo de Quirón, y su coraza, escudo y grebas, regalo de los
dioses (no nos olvidemos del tema que nos ocupa).
La despedida de ambos fue digna de ser cantada. Aquiles: “Troya caerá
y yo seré por siempre ensalzado, por encima de ti”, dijo solemne y
amenazador. Y Peleo: “¿Dónde estará el mérito? Lo que vais a hacer con 1.185
naves lo hicimos antes Hércules y yo con 6 o 18, que ya no recuerdo bien”, y
sonriente se dio la media vuelta, cuando moría la tarde, y entró en su palacio.
Aquiles, pues, partió a Ilios con la cólera ya puesta, la que luego estalló por
otros motivos y cantó la Musa.
Esa cólera, inducida por su padre, le llevó a Aquiles, bien que a su pesar
-como un Filomeno cualquiera-, a ser cada vez más como él, como Peleo.
Homero -ya os lo he contado- nos da amplia noticia de ello: Alto, rubio y
bello, Aquiles es un ser soberbio, que se tiene por el mejor; pasional, cruel,
colérico, injusto y violento; sanguinario hasta lo inhumano; homicida;
orgulloso, se enfrenta a dioses, reyes y hombres; y, fundamentalmente, es un
pozo de egoísmo, que sólo aspira a ser reconocido y honrado por encima de
todos y por los siglos de los siglos; individualista, nunca piensa en el bien
común -delito de lesa helenidad-, atento siempre y sólo a su propia gloria, sin
importarle un pito la suerte de los aqueos, que mueren mientras él, dolido por
la falta de reconocimiento de su superioridad sobre Agamemmnón (ra, ra, ra),
se deleita tañendo lánguidamente su fórminge, bella, primorosa, de argénteo
clavijero. Y es la muerte de su íntimo amigo Patroclo -nada de mariconerías,
como conté en otro lugar-, de la que su actitud ha sido causa mediata, la que le
hace tomar conciencia de su ser, o comportamiento, abominable. ¿Se me podrá
acusar de falto de fundamento si afirmo que fueron las exigencias y desprecios
recibidos de su padre, la falta de reconocimiento por éste de mérito alguno, lo
que llevó a Aquiles a convertirse en un verdadero monstruo, en una edición
corregida y aumentada del propio Peleo, odiosa figura paterna, aborrecida?
Creo que no.
Bueno, así eran las cosas. Ahora se entiende mejor el momento de la
muerte de Héctor por Aquiles, y se admira todavía más el magisterio de
Homero por cómo ha conducido el tema. A lo largo de su narración ha llevado
nuestra atención sobre la importancia significativa de los elementos que
forman parte de la escena culminante: Aquiles, portando la lanza de su padre,
va a matar a Héctor vestido con la coraza que no sólo antes portó el propio
Aquiles, sino que también era del padre. Y con todo el odio que siente contra
sí mismo por ser como es y por lo que ha hecho, y contra su padre por haberle
hecho como es, anhela venganza o justicia y busca el sitio donde su golpe sea
mortal; encontrado, por allí, por la tierna gorja, le hunde, certero y con saña, la
pica. Y una vez muerto, sin respeto alguno -insólito en los valores de Homero,
donde prima la admiración por el digno rival vencido, que es motivo de gloria
del vencedor-, ultraja hasta lo indecible, de palabra y obra, el cadáver de
Héctor.
Todo lo que llama la atención -comportamientos insólitos o inhabituales
en la Ilíada, tanta precisión e insistencia en las armas y lanza- se explica
porque que en las mientes vesánicas de Aquiles, Héctor, vestido con las armas
de Peleo, es Peleo, y es él mismo, Aquiles, o la parte que, por asemejarse al
padre, tiene por la más despreciable de su ser. Y al símbolo del padre odiado lo
abate, nada más y nada menos que con el signo de su propio falo, que ahora es
él quien lo enarbola. ¿Cabe más cumplida venganza de los injustos e injurias
recibidos?
Grande, muy grande, enorme, Homero, pues adelantándose a Sófocles, a
Freud, a Kafka y a Lacan, nos habla, con lenguaje que entendemos, del
conflicto del hijo con el padre, con el Otro -que al final es Uno mismo-, y de
cómo ese conflicto, inevitable, y su solución, en este caso trágica, son
constituyentes de la propia personalidad del Uno. La misteriosa Santísima
Trinidad del Uno, el Otro y el Conflicto que nos conforma.
Pero el enfrentamiento no termina con la muerte de Héctor/Peleo, que es
la del propio Aquiles, o de lo que de aquél hay en éste. Homero -¡cómo no!-
va más lejos de lo que iríamos cualquiera de nosotros. Canto XXIV, que cierra
la Ilíada. Príamo, jugándose la vida, ha ido a la tienda de Aquiles. Le implora
la devolución del cuerpo de Héctor. Oigamos cómo termina su súplica:

“Respeta a los dioses, Aquiles, y ten compasión de mí
“por la memoria de tu padre. Yo soy aún más digno de piedad
“y he osado hacer lo que ningún mortal sobre la tierra hasta ahora:
“acercar a mi boca la mano del asesino de mi hijo.”

Y ahora la reacción de Aquiles:

“Así habló, y le infundió el deseo de llorar por su padre.
“Le tocó la mano y retiró con suavidad al anciano.
“El recuerdo hacía llorar a ambos: ..
“y Aquiles lloraba por su propio padre y a veces también
“por Patroclo; y los gemidos se elevaban en la estancia.
“...
“se levantó de su asiento y ayudó al anciano a incorporarse,
“apiadado de su canosa cabeza y de su mentón barbicano”.

Que da lugar al siguiente discurso de Aquiles a Príamo (o más bien a sí
mismo):

“¡Desdichado! ¡Cuántas desgracias ha soportado tu corazón!
“...
“Pero, ea, siéntate en este asiento. Los dolores, no obstante,
“dejémoslos reposar en el ánimo, a pesar de nuestra aflicción.
“Nada se consigue con el gélido llanto, que hiela el corazón.
“Pues lo que los dioses han hilado para los míseros mortales
“es vivir entre congojas, mientras ellos están exentos de cuitas.
“Dos toneles están fijos en el suelo del umbral de Zeus:
“uno contiene los males y el otro los bienes que nos obsequian.
“A quien Zeus, que se deleita con el rayo, le da una mezcla,
“unas veces se encuentra con algo malo y otras con algo bueno.
“...
“Así le pasó a Peleo: los dioses le dieron espléndidos regalos
“desde su nacimiento. Sobre todas las gentes descollaba
“en dicha y en riqueza, era soberano de los mirmídones
“y, a pesar de ser mortal, hicieron esposa suya a una diosa.
“Mas la divinidad también le procuró una desgracia, pues no
“tiene en el palacio descendencia de hijos herederos del poder;
“un solo hijo engendró destinado a una muerte prematura; y ni
“siquiera lo cuido en su vejez, porque muy lejos de la patria
“me hallo, en Troya...”

Si analizamos la escena, notamos que:
-Aunque es verdad que Aquiles es un llorón (a lo largo de la Ilíada llora
casi tanto como Amadís de Gaula en el cantar de sus hazañas), ésta es la
primera vez que lo hace por su padre y que habla de él. Cierto que se nos dice
que “a veces también lloraba por Patroclo”, pero creo que esta alusión obedece
a exigencias del ritmo, para cuadrar el hexámetro, ya que en los versos
siguientes a los transcritos no se menciona a Patroclo vinculado al llanto y
tristeza de Aquiles en esa escena. La figura y el ejemplo de Príamo, padre de
Héctor, genera el recuerdo de Aquiles por su padre Peleo y el llanto por él.
-Por primera y única vez en la Ilíada Aquiles se muestra compasivo,
tierno, piadoso (¿humano?). Por primera y única vez, Aquiles sale de sí mismo
y se pone en el lugar de Príamo y de su propio padre, y desde esta posición,
nueva para él, se lo explica (y se explica a su padre y a sí mismo) y lo
comprende (y comprende a su padre y a sí mismo) y se reconcilia con él (y
con su padre y consigo mismo). Y es ese descubrimiento lo que le genera pena
y llanto.
¿Qué pudo pasar por la mente y el corazón de Aquiles? ¿Qué recuerdos
de su propio padre le hicieron llorar? Imaginemos -en hexámetros, como debe
ser, bien que solo numéricos y no poéticos, que no en vano uno no es Homero-
los entre bastidores de Aquiles:
“Si me engendró y evitó que mi madre me ma-
nufacturara para inmortal, sabiendo que el hijo de ella
habría de superar al padre, ¿no es prueba cierta de que
me quería superior a él?
Si me envió a esta Guerra, donde
es probable que muera, venciendo la oposi-
ción de mi madre y condenándose a una vejez
solitaria y sin heredero, ¿no es prueba cierta de que quiso
ponerme en una situación en que pudiese superarle?
Si me dio sus propias armas, lanza incluida, emblema de su poder,
¿no es prueba cierta de que quería alzarme sobre sus hombros,
en un plano superior a él?
Si me exigió constantemente
y en todo, forzándome a llegar siempre al límite de mis fuerzas
y mi ánimo, ¿no es prueba cierta de que quiso que alcanzase
una excelencia superior a la suya?
Si todo lo anterior[If]...,
¿no es prueba cierta de que me quiso y grande y superior a él?
¿No es prueba cierta de que, en verdad, en verdad me quiso?”

El magistral Homero nos ha descrito el conflicto de Aquiles con Peleo,
del hijo con el padre y, en su genialidad, nos advierte de que es necesario,
forjador del carácter del Uno, pero que la solución no está en la guerra/muerte
del rival, siempre horrenda, luctuosa y terrible, sino en la comprensión, tras el
enfrentamiento, del Otro. Alcanzada por Aquiles esa comprensión, le hace
firmar la paz con la tinta amarga y salada.
Esa reconciliación con su padre y con él mismo, le hace humano y
vulnerable a la súplica de Príamo, rey -no lo olvidemos- de la ciudad en cuya
conquista los aqueos llevan empeñados nueve años y cientos, miles, de
muertos. Y en vez de capturarlo -lo que hubiese significado el fin inmediato de
la Guerra-, le entrega el cadáver del hijo y le deja marchar.
Lo que será causa de su propia muerte..., pero esto será cosa de otro
contar.
Por de-formación debida a Bloom (no el joyciano e incomprensible, sino
el feo, canónico y occidental), siempre que concluyo una lectura, para
juzgarla, me pregunto sobre su capacidad de representación del carácter y
personalidad humanos y sus mudanzas; pero no en abstracto -o sea, del
carácter y personalidad del ser humano sin cara, sin nombre, sin historia-, sino
en concreto: o sea, en qué medida lo leído guarda alguna relación, sea de
identidad o de diferencia, con el carácter y personalidad y mudanzas de ese ser
humano que tiene mi cara, mi nombre y mi historia.
Advierto de que no lo hago por mi componente -que lo tengo y en gran
proporción- egotista, sino por un irreprochable silogismo que seguidamente
consignaré, sostenido en una filosofía que, lo confieso, profeso, y ahora
expreso:
Secuaz de Protágoras, creo en el “anthropos metron”, en el “homo
mensura”, en que “el hombre es la medida de todas las cosas: no sólo de las
que son, en cuanto son, sino [y esto siempre me ha hecho mucha gracia]
también de las que no son, en cuanto no son”. Soy, por tanto, partidario de un
subjetivismo, de un relativismo antropológico, en el que el hombre es el
elemento informador de la realidad [de ahí mi admiración por Alonso
Quijano], y el que le da sentido onto-axiológico, es decir, en los órdenes del
ser y de los valores.
Y ahora viene el silogismo:
El hombre es medida de todas las cosas.
Alfredo Álvarez Alcolea es hombre
Ergo: Alfredo Álvarez Alcolea (o sea, yo) es la medida de todas las
cosas.
Y por eso refiero a mí lo de la capacidad de representación de un texto.
¿Queda claro? Pues sigo.
Me pregunté: El homérico conflicto Aquiles / Padre ¿es representación,
y en qué medida, de mi relación con mi padre? De haber existido conflicto,
¿cómo lo resolví yo? ¿A lanzada limpia y con lloro posterior?
Es obligada la presentación de mi padre, de mi Peleo. Helo aquí: Manuel
Álvarez Courtier, Caledríada, o fillo do Caledra, natural de Castro Caldelas
(Orense), nacido en 1918, año de la gripe asiática, lo que, por contaminación
de las tetas maternas y de las mercenarias, y por ausencia de artificios
farmacéuticos, fue causa de que lo alimentasen de recién nacido con leche de
burra, cosa que explica muchos de sus comportamientos en la vida; era -dicho
queda en lo geográfico, ahora me refiero a lo espiritual- gallego,
hipocondríaco (llegó a padecer de “gripe cancerosa”, que lo retuvo meses sin
salir de casa), clasista sin causa (su familia no contaba con ningún almirante ni
capitán de fragata, ni siquiera con un mísero infante de marina, siendo la
Armada el tornasol que en Galicia juzga la altura de la clase social), de
derechas (por motivos no ideológicos, sino de simple orden público), abogado
(más listo y teatral que inteligente y sabio), vaguete, soberbio, fumador y
bebedor, bohemio ma non troppo, cariñoso a su manera egoísta, exigente,
invasivo y mandón. Releo lo anterior y retoco el retrato, añadiendo una gruesa
pincelada de “muy” a lo de gallego, exigente, invasivo y mandón. Retrocedo
un par de pasos, miro el cuadro y lo juzgo de un considerable parecido con el
modelo; en todo caso, de un parecido suficiente para éste mi análisis reflexivo.
Por instinto, esa impronta genética, comprendí desde el principio que él
era el Otro / Opositor, el antagonista en esos capítulos iniciales de mi vida; y
por intuición, ese atajo de la inteligencia, decidí evitar, en lo que pudiese, el
conflicto, y donde fuese inevitable, metaforizarlo: trasladarlo a un terreno en
el que la solución no estuviese en clavarle a él (menos en que él me la clavase
a mí) una lanza -material o espiritual era indiferente-, que me obligase a cargar
por años con su cadáver buscando un sitio adecuado donde enterrarlo, o con el
odio por haberme -él- matado sin poder descargar las ansias de venganza, caso
de haber sido él el lanceador y yo el lanceado.
Y así, puesto que pronto advertí que mi padre se movía en el campo de
la admiración, yo me trasladé al del cariño. Su finalidad, su motor, era que le
admirasen; el mío que me quisiesen (¿por qué otra razón escribo?). Y,
evidentemente, planteado el conflicto en esos términos era difícil, imposible,
el encontronazo: un partido de fútbol en el que cada equipo juega en un campo
distinto y distante de donde lo hace el otro, es difícil que acabe con un ganador
y un perdedor; ni siquiera con un empatador. Yo le admiraba y él me quería:
conflicto evitado.
A punto estuvo de armarse, y gorda, con lo de la elección de estudios y
profesión. Dicen que cuando me cogió en brazos nada más nacer... No, no es
correcto el inicio del relato, porque cuando nací yo, que lo hice, como antes se
hacían las cosas, en “casa” -por cierto, en una habitación que luego se destinó
a “salita de recibir” de los clientes del despacho de abogado, sitio, por tanto,
muy apropiado para quien llega a la vida, todo un detalle-, mi padre -en su
descargo he de precisar que acudí a la cita con algo de adelanto sobre el
horario previsto- estaba jugando al futbolín con unos amigos en un bar, el
“Guinea”, cercano, pero no inmediato, a nuestra casa, y, además, tuvo que
cumplimentar el encargo de adquirir aditamentos precisos para estos casos en
una farmacia de guardia -era hora nocturna-, encargo dado al llamarle por
teléfono para comunicarle que yo ya andaba asomando la cabeza a este Valle,
por lo que cuando me cogió en brazos, yo no era recién, sino que llevaba
viviendo un rato. Bueno, pues dicen que cuando mi padre me cogió en brazos
un rato después de haber yo nacido, me alzó -como Kunta Kinte a su hijo- y
exclamó: “Mirad que abogado tan majo he tenido”. Ese fue su designio: yo iba
a ser abogado. Quiero decir con esto que desde mi más tierna infancia había
una exigencia paterna, no contradicha por nadie, de que yo iba a ser abogado.
Y crecí teniendo ese destino como algo natural e inevitable, consustancial a
mí. Pero llegó sexto de (mi) bachiller y luego Preuniversitario, y entré en
contacto con la asignatura de Filosofía y con su profesor, para mí bueno y
recordado, Miguel Clemente (¡y qué alargada es la sombra del Instituto
Goya!). Y decidí por mi cuenta que de Derecho nada, que lo mío era la
Filosofía Pura (con erre, no con te), estudiarla y enseñarla, y que, dados los
Planes de entonces (la carrera constaba de tres años de “comunes” que se
podían cursar en Zaragoza y dos específicos de “filosofía”, que no se daban
aquí), por recomendación de mi profesor, lo mejor era que hiciese la carrera
desde el principio en Madrid.
Así que, iluso, un día a la hora de comer le planteé el asunto a mi padre:
-Papi, he decidido estudiar Filosofía Pura y lo mejor sería que lo hiciese
en Madrid desde el primer año.
Mi padre ni se inmutó y con sonrisa sardónica me dio todo un ejemplo
de sus conceptos de tolerancia y libertad:
-Me parece muy bien, hijo. Tú eres quien elige; es tu futuro. O Derecho
aquí en Zaragoza y te lo pago yo, o Filosofía en Madrid y te la pagas tú (yo
tenía a la sazón 17 años recién cumplidos).
¿Hace falta que diga que estudié Derecho y que fui y soy -bueno, ahora
sólo ejerzo esa profesión- abogado?
Cuando el débil que se sabe débil se enfrenta al fuerte que se cree fuerte,
lo más sensato, primera lección del Manual del Superviviente, es que aquél
hocique. Y hociqué. ¡Vaya si hociqué! La cuestión, tras la lectura de Homero,
es saber si esa inclinación de testuz me hizo acreedor a darle una lanzada a mi
padre en mitad de la gorguera, o cuando menos una patada en los huevos.
¿Habré vivido toda mi vida con una insatisfecha necesidad de alancearle la
garganta o patearle los testículos a mi padre?
Visto retrospectivamente, creo que ni lo uno ni lo otro. En primer lugar,
Filosofía no hubiese sido la mejor elección. Me sigue gustando... cuando la
entiendo (o sea, hasta finales del XIX), pero hoy por hoy prefiero la Historia,
que considero engloba a aquélla (y a todos los demás saberes, tanto los del
trivium como los del quadrivium), pues es imposible analizar lo que pasó sin
determinar al mismo tiempo las corrientes de pensamiento vigentes al tiempo
de pasar las cosas (y el estado de las ciencias y de la tecnología). En segundo
lugar, porque no le faltaban razones a mi padre para su imposición, pues no se
equivocó al ver en mí cualidades de abogado: he sido -aunque, como ya os he
dicho, desde hace un tiempo he cambiado “ser” por “ejercer de”- un buen
abogado. Otra cosa es lo que opinen los jueces, quienes un juicio sí y otro
también se obstinan en repetirme lo contrario. [En memorable ocasión, en una
sentencia de la Audiencia Provincial de Zaragoza, al fallo -por supuesto que
contrario a los intereses que yo defendía- añadieron el siguiente estrambote:
“Otrosí decimos: Que este Tribunal ignora qué sea lo que se fume el Letrado
recurrente -que era yo-; pero sea lo que sea, ¡por el amor de Dios, y por su
bien, deje de hacerlo!”]. Y en tercer y más importante lugar, porque el
Derecho y el posterior ejercicio de la profesión de abogado han determinado
mi vida actual, desde mi matrimonio -me casé con una compañera de
Facultad- y descendencia, hasta mi forma de vida, de razonar, de expresarme y
de sentir. Y como estoy bastante satisfecho de lo qué y cómo soy, tampoco es
para juzgar la decisión de Papi como una catástrofe que me arruinase la vida.
Mi rendición, por tanto, no generó en mí un deseo reprimido de venganza.
Tampoco fue causa de guerra mi “galleguización”. Dicho queda que mi
padre era muy gallego, muy intransigentemente gallego (“Colón era gallego, y
su partida de bautismo se guarda en el Monasterio de Poyo” o “pizza, pizza...
bobadas; donde esté una buena empanada...” o “¿los fiordos noruegos...? vaya
mierda; donde estén las Rías Gallegas...”), pero he de reconocer que esta
manipulación de que me hizo objeto no dio lugar a conflicto. Esta vez ni eludí
el choque, ni hociqué; simplemente no me di -entonces- cuenta, pues he de
reconocer que aquí mi padre estuvo muy fino: no impuso manu militari, sino
que me envenenó, suave, lentamente me mató con su canción. Me inoculó el
“ser gallego”. Pese a nacido en Aragón, de madre aragonesa, viví hasta bien
entrados los cuarenta de cara al Atlántico y de culo al Mediterráneo. Fui
bailarín, y no malo, de muiñeiras melosas y de bravías pandeiradas; me
emocioné -y aún- con el Negra Sombra, Sombra Negra, e incluso era capaz -
ya no- de entrar en trance escuchando a Andrés Dobarro eso de que iba a
Santiago ligerito caminando, a ver a la niña Carmela que en Compostela le
estaba esperando o a Juan Pardo recomendando a las neniñas que falasen
galego. Item más: me tenía por hijo de Breogán, y a impulso de su guerrero
Himno hubiese sido capaz de invadir León y Portugal, al mismo tiempo. Y no
hablemos de Literatura, pues me tengo por hijo de Valle-Inclán, Torrente
Ballester, Cela y Cunqueiro. Hasta mi pensamiento me sitúa cercano al ignoto
y orensano Vicente Risco, que en O’Volter se sienta, al punto de que no me
tengo por un “vos” en su generación “Nos”. La prueba de la inoculación
paterna de todo ello la tengo a la vista: “Las leyendas tradicionales gallegas”,
de Leandro Carré Alvarellos, Colección Austral, Serie Azul, núm. 1.609. Me
lo regaló mi padre a mis 30 años, con la siguiente dedicatoria, que no traduzco
por no romper la magia del galllego:
“Pro ‘Pitín’ [quizá deba aclarar que es mi apodo más íntimo y familiar],
sempre desacougado polas letras galegas, e aínda mais por aquelas que,
arreconchadas nas brétemas meigosas, fan non sepas nin deixan ver, si
foron ou son conto o verdade.
“¡O millor!
“ Teu Pai”.

Moriría dos años después de dejar escrito eso.
Fuerte, ¿eh?, muy fuerte.
[Curiosamente, será cousa das meigas, lo escrito por mi padre, sin haber
leído nunca un trabajo literario mío (en prosa soy de vocación tardía, y mis
adolescentes rimas siempre durmieron acajonadas el sueño de los malos
versos), es la crítica más certera de la Literatura que hago. También es buena,
en el mismo sentido, la de mi amigo Bajito, el estético: “Joder, Alfredo, no sé
cómo lo haces; siendo ciertos los sucesos que cuentas, muchos de los cuales he
vivido contigo, el resultado es una absoluta mentira”]
Pero no en todo eludí, hociqué o fui envenenado. Un reducto,
irreductible como aldea gala, se mantuvo resistente a las fuerzas romanas e
invasoras. Mi padre anduvo siempre detrás de que leyese un libro, ambientado
en Galicia y escrito por un gallego -¡cómo no!- que le entusiasmaba, pues
condensaba lo que para él eran la Edad, Lugar y Clase -social- Doradas. Pero
me negué; me negué con vehemencia, en redondo, en cuadrado y en oblongo.
Y eso que, como dice mi querida esposa con indecible maldad, soy capaz de
beber y leer cualquier cosa, desde vino Don Simón hasta el Bajo el volcán de
Malcolm Lowry. Esa fue -lo entiendo ahora, al tiempo de esta reflexión- la
realización, la actualización, de mi conflicto con el Otro: mi negativa a leer un
libro que el Otro ensalzaba y tenía empeño en que yo lo hiciese.
¿Y qué fue, pienso ahora, con el tiempo, de mi conflicto?
Homero -gracias a él lo entiendo todo- me ha enseñado que le endiñé al
Otro tremenda lanzada. Y, como Aquiles, busqué el sitio por donde más pronto
había de perder la vida aquél que ya estaba muerto: mi padre.
Lo encontré en la “galleguización”.
Ya había doblado el Cabo de los Cuarenta y andaba, en aguas
cincuentenas, mareando de cabotaje las costas de Troya, cuando un mediodía
caluroso y despejado, en una playa de La Garrucha donde bajé a aguar un fin
de semana, me fascinó, iluminando poderosamente mi razón y mi sentimiento,
el intenso azul del mar. En esos lugar y momento, di en pensar cuán diferente
sería el mar sobre el que los vigías troyanos vieron aparecer la armada aquea
que, hostiadora -por adversa- se les venía encima, a aquél sobre el que los
centinelas alemanes, de puesto en Normandía, descubrieron la flota aliada
navegando enemiga contra ellos. Omaha versus Helesponto. Atlántico versus
Mediterráneo. Plomo versus Zafiro. Y entonces se instaló en mí, con la fuerza
de la certidumbre, que yo, a despecho de mi padre, de sus imposiciones,
manipulaciones y envenenamientos, yo era Helespóntico, Mediterráneo y
Zafírico. Y que lo era con la radicalidad de los conversos: tanto, que después
de toda una vida siendo Omáhico, Atlante y Plomizo, me avecindé en Troya
pues -creía y creo, sinceramente- que fuera de ella no hay más que confusión y
viento de Dios aleteando sobre el abismo.
Lo que soy ahora, los pensamientos y sentimientos que hoy me
conforman y por los que ahora estoy escribiendo, son consecuencia de ese
conflicto Normandía / Surmandía, Álvarez padre / Álvarez hijo (el conflicto
como constituyente) que también he solucionado con esta carta que estoy
lanzando (o picando) a mi padre.
Ciertamente, la historia que me cuenta Homero es, hasta este punto,
representativa de mi carácter, de mi personalidad, de mis mudanzas. Antes de
examinar si también, tras matar a mi Peleo ha habido, o habrá, llorada
reconciliación, me regodeo en mi triunfo y lo grito.
He vencido a mi Padre. No soy el resultado de lo que él quiso, sino de lo
que he querido yo. Cierto que durante un tiempo parecía yo el domeñado, el
derrotado, pero no. ¡Quia! Al final yo he sido el vencedor; y desde la altura de
mi victoria veo que mi triunfo de hoy estaba significado en esa Numancia
premonitoria que fue mi negativa a leer el libro que mi padre deseaba y
detestaba yo; esa mi única oposición a él. Homero me ha descubierto y
posibilitado mi gran éxito. ¡Mi libro, la Ilíada, el canto nacido al pie de las
murallas de Troya, sobre sus ruinas, ha derrotado al libro de mi padre!
¡Alfredus filius vincit! ¡Alfredus filius regnat! ¡Alfredus filius imperat!
Pero ved que acaba de aparecer un nubarrón en el cielo de mi Gloria que
silencia las trompetas victoriosas:
Ahora que lo pienso, el libro de mi padre que me resistí a leer era... era...
(la vergüenza apenas me deja escribirlo)... era... ¡“La Casa... de... LA
TROYA”!
¿Quién por tanto ganó a quién? ¿Maté a mi padre con su propia lanza /
libro o fue él quien me mató a mí con mi propio libro / lanza? No lo sé. Estoy
hecho un lío.
¡Oh, Destino: eres padre de nuestra desgracia, inexorable e irónico!
¡Un verdadero hijoputa (o mejor: padreputo)!












CUENTO XV
CHUFA

A estas alturas de mi estancia en la Ciudad Baja os habréis dado cuenta
de que prácticamente se había detenido el motor que originó mi aventura: la
búsqueda de mi centro de gravedad permanente, over and over again.
Efectivamente, puesto que no lo encontraba, me olvidé de él. Troya, Ilios, su
Ciudad Baja se convirtió, simplemente, en mi chufa: el equivalente al paraíso
terrenal de los judíos y de los marxistas; al hortus conclusus de los romanos; al
claustro de los medioevales; al locus amoenus de los renacentistas; al
burladero de los toreros.
Chufa: dícese de una frutilla que nace pegada a las raíces de una
variedad de la juncia, planta ciperácea, nombre éste que viene -¡cómo no!- del
sustantivo griego “κυπειρος” (kupeiros), el cual proviene a su vez del verbo
“κυέω” (kueo), que según un docto amigo de Sebastián Covarrubias, vale por
“praegnans sum, aut in utero gesto”, lo que viene a ser “estar preñada”, siendo
pues la “chufa”, la fruta o resultado de algo o alguien que está preñado. Y
decidme, ¿hay sitio más tranquilo en este mundo, más aislado y protegido,
donde el tiempo no exista y el mundo exterior llegue amortiguado, asordinado,
que el vientre materno? Por ello, la infancia de mi lugar, para algunos juegos,
designó con el nombre de chufa, por una intuición que prueba la impronta
permanente de lo griego en la mente colectiva, el lugar en el que se estaba “a
salvo” de los contrarios, donde no “te podían pillar”.
Y por tal tomé yo la Ilíada. Llegaban temporadas en que los temporales
arreciaban; en que mis variables, descontroladas y agresivas, vientos y olas
desmedidas, golpeaban con inusitada ferocidad, crueldad y violencia mi frágil
barquilla, ¡pobre barquilla mía, entre peñascos rota! A lo cual yo respondía,
me defendía más bien, refugiándome en la chufa de la Ilíada. Cuanto más duro
me zurraba la vida, con más devoción me volvía a la Ciudad Baja de Ilios, a
pasear por sus anchas calles, a visitar el campamento aqueo, a presenciar los
combates, a escuchar a las gentes de uno y otro bando, a hablar y, obviamente,
discutir con quienes antes y mejor que yo pasaron largas temporadas en ese
mundo. ¡Oh, Felicidad! La historia ya la sabía, por lo que leía sin la avidez de
saber “qué pasará” y me deleitaba en saborear “cómo y por qué pasaba”.
Fuera, los huracanes rugían, como leones que, condenados a forzado y
prolongado ayuno, se exaltan a la vista de una gacelilla indefensa; dentro,
disfrutaba de la tibieza de lo que te es cercano y leal, de lo que cada día te
sorprende, evitando la rutina, pero sin traicionarse ni traicionarte. ¡Oh, qué
paseos con Sarpedón y Glauco, mis buenos amigos! Incluso agradecía las
largas batallitas de Néstor, el caballero gerenio (sea lo que sea gerenio). Como
me dijo el maestro Pla, lo que de verdad merece la pena es contemplar las
noches estrelladas en compañía y compartir con buena gente miles de sardinas
asadas, sin olvidar el pan y el vino, y que todo lo demás, lo de fuera, es
desvarío, humo y ceniza. Y la cosa, amigos míos, resultaba. El lobo feroz
soplaba que te soplaba, pero nunca pudo destruir mi casita hecha de buenos,
bellos y verdaderos hexámetros. ¡Estaba en seguro, en la chufa! Y ahí no me
podía pillar nadie.
Reconozco que me puse bastante pesado con esto de la Ilíada y su
mundo. Juan, Pedro y Bajito son testigos de ello, pues me aguantaron con
resignación, una noche de jueves sí y otra también en nuestro Legendario Bar
Sin Nombre, largas y bebidas peroratas sobre el tema. Incluso se contagiaron
de mi entusiasmo. En una ocasión Pedro trajo de uno de sus muchos viajes por
el largo mundo un bote, no pequeño, de aceitunas griegas por su origen y
bravías por su aliño, del que, con una hogaza de pan, entre trago y trago,
dimos buena cuenta, entonando inventados himnos homéricos en honor de los
andaluces de Micenas, aceituneros argivos, preguntándoles de quién, de quién
eran los olivos, al compás de sonoros y especiados reglotes, que vienen a ser
eructos de tono bajo, grave, recuperando la boca el sabor de lo que ya está en
el estómago. Os parecerá una tontada, pero en verdad os digo que eso eran las
sardinas, el pan, el vino y la buena compañía y que todo lo que no fuese eso
era desvarío, humo y ceniza.
Y hasta hubo un momento en que mis tres amigos llegaron a pedirme,
hasta el ruego llegaron, que siguiese con mis cuentos de la Ilíada. Sucedió que
mi amiga Ángela, a quien ya conocéis, incansable en sus esfuerzos por
llevarme a su bando psicoanalítico, me regaló el primer tomo de las Obras
Completas de Freud. Habéis de saber que desde los cuarenta años, más o
menos, padezco de un vértigo terrible e irracional, hasta el punto de que me
angustio viendo por televisión, tendido en mi cama, a los ciclistas bajar a
tumba abierta (¡Dios, qué expresión!) las abismales rampas del Stelvio o del
Mortirolo. El caso es que, leyendo el trabajo Die Abwehr-Neuropsychosen,
que se incluía en dicho primer tomo, me diagnostiqué que mi vértigo era
consecuencia de haber desarrollado una neurosis de defensa, y me afané en
buscar de qué diablos me defendía -lo hallé pero no hace al cuento-, lo que fue
causa de que por una temporada me enfrascase en ese tema, dejando en paz a
troyanos y a tirios, e hiciese partícipes, en varios jueves consecutivos, a mis
tres amigos, de mis elucubraciones y conclusiones, obsesivas como las
griegas. Y estaba yo en mitad de un buen construido discurso sobre eso de las
neurosis de defensa, cuando Pedro, volviéndose hacia Bajito, en referencia a
mí, dijo en alta voz: “Casi prefiero que vuelva a las palizas de la Ilíada”.
Quiero deciros con lo que os digo que en esa temporada en la Ciudad
Baja me despreocupé de lo del centro de gravedad permanente, over and over
again, y me dediqué a lecturas libres y, precisamente por ello, gozosas, frescas
y ricas, de la Ilíada, deteniéndome en los detalles (por ejemplo: en la figura de
Menecio, padre de Patroclo, y en el papel que pudo tener en la relación de éste
con Aquiles), y que en ellas me acompañaron mis amigos -¿no están para eso?
- (por ejemplo: al jueves siguiente a la charla sobre Menecio, Pedro sostuvo
que el tal no era nadie, ya que no salía en la Wikipedia, que había consultado,
lo que derivó en interesante controversia sobre cuál sea en nuestro mundo el
indicador o la medida de la importancia de algo o alguien).
También de esta temporada son las charlas que mantuve sobre Helena.
Como ésta no se dejaba ver por la Ciudad Baja, yo no la conocía todavía, así
que busqué información de quienes sí la habían visto.
Me dijo Strauss, detallista y elegante:
“Helena vestía una túnica de lana, larga, suelta, de rayas negras,
marrón topo y carmesí, hábilmente tejida por esclavas. Era un tejido suave y
brillante gracias al aceite con que había sido tratado. Las mangas cubrían la
parte superior de los brazos, pero dejaban al descubierto la nívea piel de los
antebrazos. Las tiras curvas de un brazalete de oro cubrían cada una de sus
muñecas desnudas. Dos broches de oro cerraban el escote de la prenda. Una
almilla ajustada y un cinturón dorado acentuaban su turgente pecho. Su rostro
estaba enmarcado por una larga melena, ungida con aceites para prevenir la
sequedad y mantenida en su sitio mediante una elaborada y enjoyada cinta.
Su elegante peinado había sido trabajado con bigudíes y zarcillos para
conseguir delicados tirabuzones en la frente y rizos largos y brillantes
cayendo por la espalda hasta la cintura. Sus siervas le arreglaban el cabello
leonado cada mañana y cada noche con peines de marfil. Sus mejillas
resplandecían de salud, y sus brillantes ojos estaban cuidadosamente
delineados con kohl. Desprendía un delicado perfume mezcla de aceite de
lirio y clavel. El amor la seguía como un perrillo, por citar el dicho hitita.”
Y añadió De Crescenzo, ligero, desenfadado y en tono algo subido:
“Los rasgos de su rostro son tenues y delicados. Largos, sedosos y
rubios son sus cabellos. Sus ojos, más azules que los lagos del Parnaso. Sus
muslos parecen hechos expresamente para que los acaricien manos viriles. Su
pecho es cálido y tierno. Sus pezones son como granos de uva empapados de
sol.”
Y remató Haefs, que la había visto más veces y más de cerca, lascivo,
poético, magnífico:
“Su belleza es tan indescriptible, de tan arrolladora, aplastante,
trituradora pujanza, que ante ella el más viejo de los basiliscos se deshace en
gelatina. Una mirada suya basta para hacer brotar desafiante en los campos
la espiga cosechada y mustia del otoño anterior.
“Un fuego negro. Un andar lúbrico. Oro recién fundido mezclado con
nata y cinamomo, ésa es su piel. Demasiada, infinitamente demasiada mujer.
Los ojos como una noche sin luna, llenos de lejanos fragmentos de estrellas
que ningún Ícaro puede alcanzar. El verla propicia un considerable aumento
bien de la progenie, bien de los sacrificios manuales a Afrodita. A quien la ve
se le estrechaba el faldellín y se le ensanchaba el pecho. Después de haberla
visto, miles han paseado su falo, primero por Esparta, luego por Troya, han
copulado con grietas en las paredes, se ordeñan con ambas manos, mojando
el suelo, preñan estatuas o montan cabras.
“Su voz es cálida y suave, salida de una boca que acoge al falo que
revienta y calma el dolor.
“No viste nada bajo la túnica. En una ocasión llevaba en brazos al hijo
de cinco lunas, tenido de Paris. El niño rompió a llorar, y ella se abrió el
manto, un manto claro, con bordes rojos, sujeto con un echarpe del mismo
color. En nuestra presencia, se abrió el manto por delante. Helena no llevaba
nada debajo. Llevó al niño a uno de esos pechos, ¡oh dioses!, y le dejó beber,
y nuestros ojos, todos los ojos, bebieron. Bajé la vista por su cuerpo y mis ojos
se enredaron en la ensortijada medusa de sus muslos, llamada en lengua
asiria barba de las ingles; espesura del templo de Isthar; pradera del placer;
liquen de la fuente; musgo del gran manantial; pasto de la gacela; jardín del
derramamiento.
“¿Que cómo es ella, me preguntas? ¿Quieres, Alfredo, una descripción
de lo indescriptible? ¡Como si se pudiera reproducir el sol con un par de
lámparas de aceite, o con pluma y tinta negra el esplendor de colores del
campo en primavera!¿Puede representar el estornudo de un ratón los truenos
del omnipotente Zeus?
Como lo oí, lo escribo: no añado mucho y no quito nada.
Y fue precisamente gracias a estas lecturas de la Ilíada, como vais a
saber, que logré el acceso a la Acrópolis o Ciudad Alta:
De los detalles en que me detenía, me impresionó, a mí, de feble libido,
el ímpetu generador de Príamo, al saber que había tenido más de cincuenta
hijos, por lo que en su honor, y con ayuda de Muñoz Seca, compuse unos
versitos que los amigos solíamos cantar cuando los gin-tonics alumbraban
nuestros ojos:
“Pues cincuentena larga de hijos ha engendrado
su cetro duro con brillo, siempre alzado
y florido pese al paso de los años,
más que Príamo, dijérase que es Príapo”

La tonadilla tuvo suerte, por lo que llegó a hacerse muy popular entre los
bajos fondos de la Ciudad Baja, cantándose en casi todas las juergas.
Una noche, a las tantas, en el garito donde nos solazábamos los amigos -
el Bar de Juan-, se presentó un pelotón -cuatro números al mando de un cabo-
de la Guardia Real. Preguntó el mando si alguno de los allí reunidos era el
autor de la festiva cancioncilla, a lo cual me puse de pie. A mis espaldas, mis
amigos Juan, Pedro y Bajito, uno a uno se levantaron también, diciendo:
Juan: “Yo soy Espartaco”
Pedro: “Yo soy Espartaco”
Bajito: “Yo soy Espartaco”
El cabo no entendió nada de nada, y se mosqueó por lo que creyó, y lo
fue, un pitorreo. Me volví a mis amigos, les pedí calma y que estuviesen
tranquilos y les hice ver el anacronismo en el que estaban incurriendo, pues
faltaba mucho para Roma. A regañadientes se sentaron.
A una seña del jefe los cuatro números me flanquearon, y al tiempo
aquél me anunció:
-Tengo orden de llevarte a la presencia de Príamo.
-¿En calidad de qué? ¿De detenido? ¿De qué se me acusa? -respondí
preguntando con firmeza.
-En calidad de conducido -zanjó el cabo-. Dinos dónde vives y camino
de palacio recogeremos tus cosas. ¡En marcha!
Y así fue cómo, con dos números a mi derecha, otros dos a mi izquierda
y detrás de un cabo, traspuse las puertas Esceas y entré, asustado y nocturno,
en la Ciudadela, en la Acrópolis, en la Pérgamo de Ilios, donde sabía que
había de rendir viaje.




















CUENTO XVI
LA ILIOS DESVELADA

Aquella noche dormí -es un decir pues me lo impidieron los temores que
la reina de negras, tenebrosa, crea y engrandece- en un reducido y no muy
acogedor calabozo; y ya llevaba recorrido el carro del excelso Sol la mitad de
su jornada del siguiente día, cuando fui conducido a la presencia del que,
esperaba, magnánimo Príamo.
Allí estaba él, en un salón de bruñido suelo, alto, divino en su trono,
viejo, arrugado, canoso y barbado, calzado con pantuflas, portador de
maliciosa sonrisa, irradiando bondad y condescendencia.
[Para que os hagáis a una idea, era como el Dios que creó José Luis
Martín para El Jueves]
Como caen en invierno los copos de nieve, pronunciadas con voz
sonora, me llegaron sus aladas palabras, que me recordaron a las que, tiempo
después, me dedicó Fernando, duque o rey de Navarra, el que trabajó amores
en vano:
-Nos dicen, extranjero, que eres impertinente autor de burlesca
cancioncilla, estrafalario y fantasioso, a quien los sones de la lengua encantan
por sus vanas armonías; que si algo es cierto o falso no te importa; y que sólo
te interesa palabrear todo el día, aunque tus vaciedades las revistes con
palabras ingeniosas. Y tú ¿qué dices de ti; qué de tu gente, qué de tu nación,
qué del motivo de tu venida a mi ciudad?
A lo que respondí, ceremonioso:
-Me mandas, Príamo Laomedontíada, que te dé cuenta de mí, de mi
gente, de mi tierra y del motivo de mi venida a Ilios, de muros de perfecta
escuadra; y a ello me siento en justicia obligado, pues justo es que el huésped
complazca a su anfitrión, ya que éste a aquél protege y atiende, y en tu caso,
Dardánida, así lo espero de tu proverbial magnanimidad, con regia largueza.
»Has de saber, mi Rey, que mi nombre es Alfredo Alvaríada, hijo de
Alvar Caledríada, nieto de Caledra, que hasta esa rama de mi árbol llego,
perteneciente éste a la estirpe de Os Noitébregos, allá en el país de las Brumas
Verdes, al final de la Tierra, reino de Breogán, que dioses enseñorea, junto al
gran mar en el que el Sol cada noche se acuesta. Pero ésa no fue mi nación,
que vi la luz primera en las amplias tierras iberas, junto al Gran Río, donde el
agua se hace sed, en la ciudad llamada Salduie, que el ventoso Cierzo barre.
Allí llegó Caledra Noitébrego con su hijo que había de ser mi padre, castigado
con el destierro por las Erinias a causa de haber atentado en efigie, al tiempo
que lo afrentaba de palabra, contra el Pequeño Gran Dictador, que en ese
tiempo gobernaba.
»Soy de profesión derrotado; el título que a más honra tengo es haber
sido cofundador de La Mesilla y el Búho, en la que milito asiduo y activo; y
tengo por mis pares más antiguos a Pedro Arregui, que lo complejo simplifica;
a Bajito, que en su palmeral se solaza; a Juanímedes, escanciador de gruñidos;
a Túa, para quien lo aún no escrito ya es antiguo; a Pablo Marqueta, que libros
hermosea y del vino hace blanco de su gusto; y, de más reciente unión, a
Javier Horno, que chapas con garbo pisa y a quien Amor hace inclinar la
cabeza.
»He venido a Ilios tras un largo viaje de casi cincuenta años, caminando
unas veces, surcando otras, libros de todos los climas, geografías y habitantes,
pocas veces propicios, las más hostiles.
[Llegado a este punto le largué al bondadoso anciano los quince cuentos
que a éste preceden y que vosotros ya habéis escuchado, por lo que os excuso
de su transcripción, dándolos aquí por reproducidos, a los efectos que sean
oportunos]
Y concluí, a modo de resumen:
-Y aquí en la Ciudad Alta de Ilios, es donde espero encontrar, si acaso
existe, mi centro de gravedad permanente.
-¿Over and over, again? -añadió con sorna el alumno de Zeus.
-Así es, rey de hombres, tú lo has dicho: over and over, again
-Cada cosa a su tiempo. No te impacientes. Tus ansias serán colmadas,
que tiempo tendremos; y yo mismo me encargaré personalmente de ello. Pero,
primero, demos satisfacción al cuerpo.
Y Príamo proveyó. Dispuso cómo y dónde debía ser atendido, que fue en
uno de los palacios que rodeaban al suyo, junto a los que alojaban a sus hijos,
hijas, nueras y yernos. Era un palecete pequeño, “de invitados”, coquetón, de
armoniosas proporciones, al que no le faltaba de nada, soleado y con
espléndidas vistas a la Ciudad Baja, al Arrabal, a la llanura, e incluso al mar
del Helesponto. Ordenó que se pusiesen a mi servicio permanente un par de
hermosos jóvenes de ambos sexos, e incluso mandó traer a mi presencia a su
hija Laódica, tenida por la más bella, un punto por encima de Helena. Tomó
una mano de aquélla, la posó sobre las mías, mirándome con picardía, me
deseó una feliz estancia; y con un “ya te mandaré llamar”, me despidió.
Como os dije al principio, fueron muchas las veladas que pasé en
compañía de Príamo, comiendo, bebiendo y charlando de todo lo imaginable:
desde la naturaleza de los dioses hasta la delicadeza del arte minoico, pasando
por la marcha de la guerra. Como la narración de todas ellas haría interminable
mi relato, sólo consignaré lo que hace a mi aventura particular (aunque ahora
que lo pienso, paradojas de la vida y de la Literatura, toda historia
interminable tiene su fin-e)
A los dos días de mi llegada, tuvimos nuestra primera conversación.
-Conviene ante todo, hijo, si me permites que por tal te nombre y tenga,
que deshagamos un equívoco, que dura lo que perdura la Ilíada de Homero en
el mundo. Has de saber que yo no me llamo Príamo, ni soy Laomedontíada, ni
Dardánida, nombres con los que te dirigiste a mí en tu presentación; ni
siquiera soy griego. Eso son cosas, invenciones, del buen amigo Homero. Mi
verdadero nombre es Peri-Ammu, y mi nación y lengua las luvitas. Mi reino se
emplaza en la zona denominada Assuawa; se nombra Truwisa; su capital, a la
que tú llamas Ilios, Wilusa; y somos vasallos del Imperio Hitita, que se
extiende en dirección al Sol que nace.
Y siguió una larga exposición acerca de las culturas anatólicas y
mesopotámicas, y su diferenciación con la griega, en la que se mostró como
un experto hititólogo y analtolista,
Si aquella noticia me sorprendió, qué os diré de cuando, en sucesivas y
posteriores charlas, me explicó lo de la Guerra de Troya:
-A ver si te enteras de lo que está pasando, Alfredo, que, por las notas
que redactas, veo que más que un hilo, es una gruesa soga lo que necesitas
para salir del laberinto mental que habitas. Como ya te dije, nuestros vecinos
más inmediatos son los hititas, rivales de sus poderosos vecinos más hacia el
Norte y Este, los asirios, existiendo entre ambos imperios, como colchón, el
reino hurrita de Mitanni, vasallo, como nosotros, de los hititas. Hace ya unos
años, los asirios, durante el reinado de Salmansar I, se hicieron con las minas
de cobre de los montes Tauro, que cierran por el sur y el este la península
Anatolia, haciéndose con el territorio / colchón de los hurritas, con lo que los
depredadores asirios se establecieron a las puertas del mundo hitita. Como el
cobre es algo esencial para nuestro tiempo -¡cosas de la moda: antes fue la
piedra, hoy es el bronce y sólo los dioses saben qué vendrá mañana!- los
hititas, primero con Hatusilis III y luego con su hijo Tudhaliya IV, en vez de
enfrentarse a los asirios, pues los sabían superiores, miraron hacia el Oeste y
conquistaron la isla de Kupiriyo, tan rica en ese metal que por él es nombrada.
Esta isla era del dominio del reino de Arzawa, otro territorio vasallo de los
hititas. Su rey, Madduwatas, tomó a mal la toma de Kupiriyo, y se levantó en
armas contra los conquistadores hititas. En esta partida de ajedrez creí llegado
el momento de que mi reino, Truwisa, se liberase del yugo del vasallaje que
soportaba, por lo que decidí aliarme con los arzawos en su lucha. Previamente
me quise asegurar de la no beligerancia del poder que emergía al otro lado del
Egeo, el reino de Achijawa o Danaja -tus aqueos o dánaos-, que desde hacía
un tiempo andaban digamos que molestos por nuestro monopolio del paso del
Helesponto, con ganas de hacernos desaparecer, por lo que no quise
embarcarme en una guerra con los hititas, que iba a concentrar mis recursos
bélicos, sin asegurarme de que no iba a ser atacado por los achijawos. Así que
les mandé una embajada, a cuyo frente puse a mi hijo Alejandro, que se volvió
con la promesa de no agresión y con la esposa de uno de los reyes danajos, la
bella Helena. Confiado en los dánaos, de los que luego he aprendido que no
debes fiarte ni cuando te hacen regalos, firmé mi alianza con Madduwatas, al
que envié algunas tropas de tierra y toda mi flota de barcos, a los que la suerte
de la guerra, por la traición de los arzawos, les está resultando adversa. Los
achijawos, ¡canallas!, volviéndose de la palabra dada, se dijeron que la
Ocasión la pintaban calva, por lo que, rápidamente, montaron una poderosa
expedición y, aprovechando que mis navíos estaban guerreando al Sur -¡que si
no, de qué!-, cruzaron como quien dice a pie enjuto, sin mojarse ni el culo, el
Egeo, desembarcaron en mis costas y nos sitiaron. Como yo andaba escaso de
tropas de infantería, llamé en mi auxilio a los príncipes vecinos y aliados, que,
conscientes de lo que había en juego, me mandaron lo mejor de sus huestes. Y
así llevamos un tiempo. Los enfrentamientos a campo abierto no nos están
resultando muy favorables: ya ha caído Sarpedón e incluso han dado muerte a
mi hijo, y gran capitán, Héctor; pero en la ciudad, bien murada, nos
defendemos sin agobios y no creo que lleguen a derribar las fortificaciones,
además de que es imposible que, tan lejos como están de sus bases y con un
mar de por medio -es una cuestión de logística-, puedan mantener por mucho
más tiempo el asedio.
»Suma a lo anterior el que no creo que su gran capitán, Aquiles, se
mantenga mucho tiempo entre los vivos, pues la muerte le vendrá por donde
no se lo espera. Su débil talón lo tiene en la espalda y se llama Agamenón, que
no olvida que le ha disputado el mando. Como le advirtió Calcante, el
Testórida, al comienzo de todo: “Poderoso es un rey cuando se enoja con un
hombre inferior: incluso si en el mismo día digiere la ira, mantiene el rencor
aún más tarde, hasta satisfacerlo en su pecho”. E imagínate cómo se va a
poner el Atrida cuando se entere de que he estado en su campamento y que
Aquiles, teniéndome a mí -y el fin de la guerra- en sus manos, me ha dejado
marchar salvo. Créeme, ibero: Aquiles tiene los días contados.
»Y por si esto no bastase, para compensar la pérdida de mis mejores
capitanes, estoy a punto de recibir refuerzos de la amazona Pentesilea, la bella,
y de mi sobrino Memnón, el etíope, que harán vanas las esperanzas de los
sitiadores, a quienes los dioses, todos ellos, los suyos y el nuestro, Appaliunas,
hagan desparecer de este mundo y del otro, ¡por felones, desleales y bellacos!
-Creo, mi buen Peri-Ammu -ya le llamaba por su verdadero nombre- que
eres injusto con los aqueos. Al fin y al cabo, tu hijo Alejandro también
incurrió en felonía, deslealtad y bellaquería al llevarse a la esposa de uno de
sus principales.
-A ver si te caes del guindo de una vez. Aquí en nuestro mundo, nunca el
rapto de una mujer, de ninguna mujer, ha sido causa de una guerra. Este tipo
de tropelía es frecuente: sin ir más lejos, el aqueo Telamón raptó a mi hermana
Hesíone, y no me subí a la parra de la guerra; ni los fenicios cuando los
cretenses se llevaron a Europa, ni los habitantes de la Cólquide cuando los
argonautas les arrebataron a Medea, ni los atenienses cuando los tracios
hicieron lo mismo con Oritía, ni los cretenses a los que los atenienses
arrancaron a Ariadna. ¡No hijo, no! ¡Que no te engañen! ¡Ninguna mujer vale
una guerra!
-Pero entonces… -balbucí, presa en las garras del terror- ¿lo que nos
cuenta la Ilíada, la guerra, sus causas, la propia Ilios como ciudad y gente
griegas…, es todo una inmensa farsa, una gran trola de fuego fatuo? ¿Acaso
Jerry Lee Homero ha sepultado la verdad de Ilios bajo toneladas de mentiras,
haciendo irreales tu ciudad, tu reino, vuestra historia?
-Larga respuesta exigen tus preguntas, respuesta que, además, pondrá fin
a tu búsqueda. Y requiere una mayor preparación por tu parte; así que la dejaré
para otro día. Mientras tanto, sigue leyendo, reflexionando, escribiendo y
viviendo; cuando te vea en sazón, hablaremos del tema -y puso fin a la
conversación, dejándome en ascuas.
No volvimos a tratar del tema en nuestras posteriores charlas, hasta que
un buen día Peri-Ammu me llevó a la torre que se levanta junto a las puertas
Esceas.
-Dime, hijo, ¿qué ves a tus pies?
Bastante sorprendido por la pregunta, con mi mejor verbo le describí la
Ciudad Baja y el Arrabal que se extendían colina abajo.
-Bueno, pues toda esa grandeza que tanto te entusiasma, querido, y de la
que nos enorgullecemos, se la debemos a Homero. Si bien miras, nada hay de
lo que has contado. A cualquier punto que se dirijan nuestros ojos no
encuentran más que hierbajos, matorrales, tierra gris y confusión de piedras.
Ruinas. Ni aun eso: sólo ruinas de ruinas. Y ni siquiera son de las mejores. Si
algún día visitas Heraklión o Micenas, entenderás lo que te digo. Sin embargo,
sobre estas ruinas Homero ha levantado, no sólo la Ciudad que ahora ves y la
Historia que ahora lees, sino toda una civilización, una cultura, una forma de
vivir en el mundo.
-¿Todo está fundado, pues, en una mentira?
-De ningún modo. Homero partió de una verdad: una de las muchas
guerras que aquí se dieron.
-Sí, pero la falseó. Ya desde sus causas, con lo de Helena -insistí yo,
enfadado con Homero, al que empezaba a tener por tremendo embustero que
me había tenido engañado durante años.
-¡Y qué mal lees lo que lees! Homero, puede que a veces dormite, pero
nunca miente. Si hubieses estado más atento, te habrías dado cuenta de que,
desde el principio, lo que mueve a Agamenón es la conquista y saqueo de
Wilusa, su desaparición sin dejar traza; y que a una embajada encabezada por
mi buen Ideo que mandé para negociar la paz, Diomedes, haciéndose portavoz
de los argivos de largas picas, contestó que la paz no era posible, que no
aceptaban la restitución de las riquezas que mi hijo Alejandro se había llevado
de Esparta, ¡y ni siquiera la devolución de Helena!
[Repasé la Ilíada y no tuve más remedio que darle la razón]
-Entonces… ¿qué es todo esto? -pregunté desorientado.
-Lo que tienes que entender es que Homero, a dioses gracias, no es un
notario, por lo que en su Ilíada no venía obligado a emplear un estilo claro,
puro y preciso; ni a evitar términos oscuros o ambiguos; ni a observar, como
reglas imprescindibles, la verdad en el concepto, la propiedad en el lenguaje ni
la severidad en la forma. No; nada de eso. Homero, a dioses gracias, no es
Honorio Romero, el de extenso protocolo, ni José María Navarro, que
reflexiones en galletas hilvana. Homero es un poeta. Y por lo tanto -y es cosa
que debías saber, pues lo tienes en tus notas de lecturas de Eça de Queirós, el
de frágil estómago, y de tu amigo Túa Blesa, el que su cabello tinta-, como les
es propio y legítimo a los poetas, llenó las silenciosas avenidas del pasado de
voces; sobre la fuerte desnudez de la verdad tendió el diáfano manto de la
fantasía, manto que es velo que desvela, que hace visible lo invisible: al
hombre invisible, para verlo, hay que vestirlo. La verdadera naturaleza gusta
de ocultarse.
»Sirva de ejemplo lo de Helena como causa de la guerra. Lo que en
verdad pretendían los argivos con la destrucción de Ilios era apoderarse del
paso de los Dardanelos, al que llamaban en su lengua Helesponto, “Mar de
Heles”, Hele, Helén, Selene: ¡Helena! ¿Te das cuenta? Tu amigo Graves lo vio
claro: los pretendientes de Helena, los mnesteres tes Helenes, eran, en realidad
mnesteres tou hellespontou, los que pretendían el Helesponto. Ahí tienes la
verdad velada y desvelada.
Mi cara fue fiel reflejo de mi estupefacción ante lo que Príamo me
acababa de descubrir. Pero, descorrido ese velo, me topé con otro.
-Pero entonces…, si Homero disfraza las causas de la guerra, dado que,
según tengo argumentado, y tú lo sabes, divino Peri-Ammu, pues mis cuentos
has escuchado, a Homero la guerra se la suda, ¿qué realidad disfraza con ella?
-¡Ay, Alfredo! Los dioses te dieron por un momento capacidad de
análisis, pero se olvidaron de la síntesis. Tendré que poner remedio. Y en el
remedio estará la meta que andas buscando.
-¿Mi centro de gravedad permanente?
-El mismo -Príamo sonrió-. Over and over, again, no lo olvides. Pero ya
has tenido bastante por hoy. Mejor lo dejamos para otro día -y de nuevo me
dejó expectante.
Por fin llegó ese otro día, tan esperado y temido por mí desde hacía
nueve años cumplidos. Fue una noche, larga noche de largas copas, en sus
salones.
-¡Contraposición! ¡Agón! -me soltó Príamo inopinadamente, mientras
nos preparaban un nuevo gintonic-. ¿Te has parado a pensar en que Homero,
en el primer verso de la Ilíada nombra a Aquiles y en el último a Hector? ¿Por
qué? Nada es casual en un escritor. Hasta tú lo sabes bien.
-La verdad es que no había caído en ello; y así, de repente, no se me
ocurre una razón.
-¿Y te has parado a pensar -siguió el buen anciano- por qué Homero, en
el mismo comienzo, pide a la Musa ayuda para cantar una cólera producto de
un choque entre dos personas? No quiere cantar una guerra, ni una Ciudad, ni
a los hombres ni a la armas. Homero quiere cantar un enfado, un
enfrentamiento. Volvemos a lo mismo: ¡contraposición! ¡agón! ¿Por qué?
-Vuelvo a confesar mi ignorancia.
El reloj dio la hora de la desvelación.
-Tiene que ver con el origen del Universo y, por lo tanto, del mismo
Hombre. En el principio era el Caos, y en el Caos, deberías saberlo, el
desorden es máximo y la energía está uniformemente distribuida, por lo que en
él nada pasa, pues la energía no fluye, no va, no puede ir, de un sitio a otro. En
un horizonte caótico, no pasa nada. No hay vida. Pero de repente, no se sabe
muy bien por qué, quizá una explosión debida a la excesiva tensión interna de
la energía que permanecía acumulada y uniforme, en esa energía primordial
surgieron dos pares de contrarios: lo seco se separó y se opuso a lo húmedo; lo
frío, a lo caliente. Esos contrarios, y sus derivados, lucharon -siguen
haciéndolo-, por prevalecer, por diferenciarse y dominar al contrario. Y gracias
a esa oposición, a esa contraposición, a ese conflicto -agón- inicial, la energía
comenzó a fluir de un sitio a otro, empezaron a pasar cosas. Hubo vida. La
vida es, por lo tanto, dialéctica, está regida y movida por la contradicción,
constituida como oposición de contrarios. Toda la historia de la sociedad
humana, hasta el día, es una historia de luchas, de antagonismos que conducen
a la transformación o al exterminio. Todo acontece por la contienda, continua
y cruel. Y eso es lo que nos cuenta Homero, con el consabido disfraz.
»La Illios, la Troya que nos describe, metáfora de la propia vida, es una
olla, una enorme olla, una olla a presión en la que se cocinan conflictos en
constante y progresiva ebullición, a punto de estallar en mil pedazos, con
Aquiles como principal protagonista: Aquiles/súbdito contra
Agamenón/poder; Aquiles/interés particular contra los aqueos/bien común;
Aquiles/individuo contra el mundo/sociedad; Aquiles/Occidente contra mi hijo
Héctor/Oriente; Aquiles/nuevo y emergente contra su padre Peleo/antiguo y
decadente; Aquiles/que desea ser contra Aquiles/que es; Aquiles contra…,
Aquiles contra… ¿No lo ves, Alfredo, tan claro como el día que está por
romper, opuesto a la noche que nos abandona? Aquiles en el primer verso;
Héctor en el último.
-¿Y eso tiene que ver con mi centro de gravedad permanente?
-Por supuesto, querido ignorante. Lo esencial y permanente en tu vida,
lo que te estructura como persona, es, precisamente, aquello de lo que tanto te
quejas y de lo que huyes, de lo que quieres preservarte porque te angustia: la
precariedad de tus situaciones personales y profesionales, los avatares, los
cambios, las vicisitudes, la realidad mudable a la que tienes que dar respuestas
cada día, los conflictos con los demás y contigo mismo, la inestabilidad, la
amenaza, no son más que consecuencia lógica, natural e inevitable de la
inevitable, natural y lógica contradicción, de la lucha, de la contienda, del
conflicto. ¡Del agón! Y eso es, precisamente, lo esencial y permanente, lo que
te estructura: tu centro de gravedad permanente, over and over again; porque
sin todo ello tu vida sería uniforme, caótica, no te pasaría nada, presentarías un
biograma plano. Y, por lo que te tengo dicho, no serías. O serías un muerto.
¡Da gracias a los dioses por estar vivo! ¡No huyas y enfréntate a lo que a ti se
enfrente! ¡Obtendrás gloria, o a se la darás a otro! Tanto vale lo uno como lo
otro. Y eso es la vida: tu vida.
-O sea, que debo declarar guerra total a mi entorno.
-¡Tus mientes son duras como pedernal! Homero, que ensalza el
conflicto, abomina la guerra, a la que, una y otra vez, califica de funesta,
homicida, odiosa, fiera, horrísona, luctuosa, dañosa, amarga, execrable,
entristecedora…
-Sí, sí; pero también dice que hace a los hombres ilustres.
-Se te escapa el verdadero sentido de sus palabras -me corrigió Príamo-.
La guerra, para Homero, es la peor solución de los conflictos, por eso la
injuria. El comportamiento en la contienda, la forma en que afrontemos la
adversidad, la contrariedad, inevitable por lo dicho, sin recurrir a la cruel y
sanguinaria guerra, eso es lo que nos hará ilustres. A eso nos convoca. Y
Homero, para esa lucha, nos arma de valores; y para fortalecernos y que no
decaiga nuestro ánimo cuando vienen mal dadas, que siempre vienen, nos
advierte de que los linajes, todos, son mudables; de que el agua de las tinajas
de la felicidad y la desgracia, del éxito y del fracaso, se nos da mezclada. Y,
sobre todas las cosas, el Cantor nos enseña que la grandeza, la excelencia, aun
perdiendo, sigue siendo grande, excelente; y que la mediocridad, la
vulgaridad, aun ganando, sigue siendo mediocre, vulgar.
Ambos callamos. Príamo, para reflexionar en lo que me había dicho; yo,
en lo que le había escuchado.
Y la sombra de Homero descendió sobre nosotros y nos enseñó a separar
las sustancias de los accidentes.











CUENTO XVII
EN EL DÍA DE HOY

Cautivo de la belleza, bondad y verdad de la Ilíada, desarmado de
angustias, temores y desasosiegos, alcanzado el último objetivo vital que me
había propuesto, sigo residiendo en Ilios, pero de otra manera, distinta y mejor.
Ya no la tengo por refugio. Ahora es para mí la escuela en la que cada día
aprendo nuevas cosas; el arsenal en el que me proveo de las armas necesarias
para mis “agonías existenciales”. Y parece que la cosa funciona.
Continúan mis conversaciones con Príamo, que se muestra muy contento
con mis progresos, en las que siempre me sorprende. Ayer, sin ir más lejos, le
pregunté cómo creía que acabaría esta guerra.
-Los tontos -me contestó-, y yo lo soy, apenas sabemos lo que pasó y lo
que está pasando. Sólo a los sabios les es dado conocer lo que vendrá; y estas
cosas descansan en las rodillas de los dioses.
-¿Te suena algo de un caballo? -le pregunté provocador.
-¿Un caballo…? Ahora que lo mencionas, te diré que mi hija Casandra
anda estos días muy revolucionada profetizando que Wilusa resistirá, que los
achijawos se marcharán, aborrecidos e impotentes, por donde han venido; y
que entonces uno de sus dioses, un tal Posidón, vendrá cabalgando a lomos de
una grandísima ola que a nosotros nos destruirá y que dispersará y hundirá la
flota de nuestros enemigos en retirada, ahogando a la mayoría y al que no,
llevándole por años de aquí para allá. Pero, ¡qué quieres que te diga!, a mi hija
no hay que hacerle mucho caso.
Mientras ocurre o no el maremoto profetizado, yo me ocupo en
componer una Illíada adaptada a nuestro tiempo, podada de lo que hoy mal se
entiende y haciendo visible lo que en aquélla está invisible. Leed aquí su
inicio:

CANTO I

“Dejadme que os cante en largos versos
ahora que aún dura su recuerdo,
de hombres poderosos el cabreo:
uno era Agamenón, hijo de Atreo,
el otro, Aquiles, vástago de Peleo; 5
cuya disputa fue causa de duelos
a los que en su tiempo vivieron
y de enseñanza a quienes vinimos luego.
El mar de Heles quisieron los aqueos
marear sin tener que pagar impuestos 10
a los troyanos que cobraban por ello.
Juntó Agamenón a príncipes guerreros
y a sí se nombró príncipe primero,
pues fue quien puso más barcos y más dinero,
más que todos, incluso que Idomeneo, 15
y mucho más que Aquiles y que Odiseo.
Que sería cosa de poco tiempo
pensaron los atacantes inmodestos;
pero Troya resistió gracias a Héctor,
a Sarpedón y a sus aliados fieros.” 20

Y esto es todo, que puede que no sea nada, como le dijo don Quijote al
Duque.




















EPÍLOGO

MUERTE Y FUNERALES DE
ALFREDO

Mucho debieron amar los dioses a Alfredo Álvarez Alcolea, si
atendemos a lo propicios que se mostraron con él en la hora de su muerte.
Murió -¡ahí es nada!- de accidente y, ¡además!, en Troya, despeñado por la
colina de Hisarlik. Lo primero, lo del accidente, fue algo milagroso, pues
Alfredo, por generación y por oposición -concienzudamente preparada-, estaba
condenado a morir de cáncer, algo que temía con ese enorme terror del que
sólo son capaces los cobardes integrales como lo era él: pavor a la enfermedad
fatal, prolongada y de conspicua manifestación externa; y, en un mismo plano
de igualdad, pánico a los silenciosos reproches, a esas miradas de “¿lo ves;
qué te de decía yo...? ¡tanto tabaco, tanto tabaco! ¡Si me hubieses hecho caso y
te hubieses cuidado un poco, sólo un poco...!” que, en tal caso, le hubiese
dirigido su amada Mariajo, al tiempo de prestarle, abnegadamente, sus
solícitos, paliativos e inútiles cuidados. El accidente les evitó, a Alfredo y a
Mariajo, pasar por todo eso, y a ella, además, le proporcionó un no nada
despreciable dinerillo de los lucrativos seguros que, para el dicho riesgo, aquél
tenía contratados. Lo segundo, lo de morir en Troya, más que milagro, que
también, fue un rasgo de humor justiciero de la divinidad, con la consecuencia
de permitir que fuese enterrado allí.
[Alfredo le tenía dicho a Maria José que si moría en alguno de los viajes
que solían hacer, no repatriase su cadáver, sino que lo enterrase en el mismo
lugar. De esta forma -decía-, la muerte dejaba de ser un dramático punto final
para convertirse en un lúdico viaje sin regreso. Cosas de Alfredo, aunque,
quién sabe, quizá tuviese una correcta comprensión de lo que es y significa la
Muerte. Partidario [sigo con Alfredo] de la atención al vivo y del
hilemorfismo, más del tomista cristiano que del aristotélico pagano, y enemigo
de los trámites administrativos, nunca entendió el culto a la arcilla inanimada,
ni el papeleo, siempre molesto y costoso, a que obligaba su transporte, como
puso de manifiesto la ocasión del traslado de los restos de su abuelo paterno,
el mítico, el legendario Caledra.
Había muerto éste, y sido enterrado, en Madrid, en una fosa de
ocupación temporal por diez años. Cumplido el plazo, Quela, tía paterna y
orensana de Alfredo, recibió la notificación de que su padre iba a ser lanzado
de su alojamiento en una determinada fecha -que la comunicación precisaba-
con el apercibimiento de que, de no personarse nadie en el lugar día y hora
señalados a recoger los restos, éstos serían depositados en la fosa común.
Ambos hijos, Quela y el padre de Alfredo, estuvieron contestes en impedir que
su padre -si así podía llamarse a lo que de él quedase- fuese a parar a la sima
de los sin nombre, y decidieron acudir, Quela desde Orense y su hermano
desde Zaragoza, a la macabra y oficial cita, recoger la osamenta paterna y
trasladarla al cementerio de Vigo, para que reposase definitivamente en un
nicho que allí tenía la familia, éste ya en propiedad, junto a su mujer, Matilde.
Llegado el día, fuese bien por la gallega aversión a la muerte que tenía, bien
por una de las hipocondríacas gripes cancerosas que, con cierta frecuencia, le
sobrevenían, y le obligaban a recluirse en su casa por una larga temporada, el
caso es que el padre de Alfredo se negó a participar en la mudanza, y
delegó/impuso a éste la asistencia al acto.
[Obtenidas las oportunas licencias, previa cumplimentación de no pocos
trámites documentales en el mes anterior, una fría y ventosa mañana de
noviembre, Quela -en su propio nombre- y Alfredo -en representación de su
padre- se presentaron en el cementerio de La Almudena, de Madrid,
integrándose en un numeroso gentío que habían ido a lo mismo. Bueno, a lo
mismo, a lo mismo no, pues no habían ido todos a recoger los restos del
abuelo de Alfredo, sino cada uno a su propio muerto. La gente se mostraba
seria y cariacontecida, lo que Alfredo atribuyó al frío, al viento y a la temprana
hora, más que a la pena, ya prescrita al cabo de diez años, y con tal aspecto
todos se entregaron a un siniestro juego. Puesto que los exhumandos estaban
desperdigados por el santo campo, en fosas de tierra debidamente numeradas,
y, dentro de ellas, en niveles oportunamente letrados, los reclamantes de
restos, para localizarlos, debían facilitar los apellidos y nombre (por este
orden) de su deudo a uno de los dos funcionarios municipales allí puestos a tal
objeto, quienes, tras consultar unos listados, indicaban un número y una letra
que debían permitir la exacta localización del finado; y como todo se hacía sin
guardar orden, fila o cola algunos, sino todos en tropel, al asalto de los
funcionarios, el resultado fue un confuso griterío.
-¡Lacleta Moreno, Amparo!
-¡32-B!
-¡Ezquerra Urdaniz, Wenceslao!
-¡7-D!
-¡Melendo Vives...
-¡Será Mueres! -bromeó un anónimo gracioso.
-¡Tus muertos, cabrón -le contestó el pariente del Melendo, un punto
susceptible, sin duda todavía afectado por su lamentable pérdida.
-¡Haya paz! -intentó conciliar el funcionario.
-¡Eterna! -añadió el mismo dicharachero.
-¡Que se calle ese payaso. Un respeto, por Dios, un respeto a los
muertos! -protestaron algunos.
-Melendo Vives, Pedro -insistió el pariente.
-¡14-C!
-¡Hundido! -volvió a armarla el juerguista, provocando esta vez las
carcajadas de los más.
-Álvarez Casado, Manuel -casi murmuró la tía Quela, acercándose al
funcionario.
-¡9-A! -atronó el empleado municipal.
[Y allá, a la fosa número 9, namber naina, se fueron tía y sobrino. Con
un retraso de casi una hora sobre el horario previsto, los que habían acudido a
la cita municipal estaban cabe la fosa donde reposaban los restos de sus
respectivos parientes. Para cada sector había un enterrador en funciones de
desenterrador, a quien se debía comunicar el nombre del difunto y su
situación, para una última comprobación, no fuese ser que hubiese un error de
muerto, un quid pro quo, causa de tremendo disgusto para los familiares, pues
la gente, se ignora la razón, siente las muchas veces más apego por los restos
que por los dividendos, e incluso que por los divisores y los cocientes, y no
soporta, sino que recrimina con amplia protesta y grita, que le den Gonzalvo
por Calleja, aunque sea bajo la forma de huesa o ceniza.
-Álvarez Casado, Manuel; 9-A -indicó Alfredo.
El exhumador comprobó en sus papeles lo correcto del dato.
-¿Y lo van a enterrar aquí o se lo van a llevar?
-Nos lo llevamos, nos lo llevamos; a Vigo -precisó la tía Quela.
-Pues mala cosa -dijo el Juan Simón con gesto grave, rascándose la
cabeza-; mala cosa.
-¿Mala cosa...? ¿Por qué...?
-El nivel A es, de los cuatro que comprende cada fosa, el más profundo,
y de allí los cuerpos suelen salir prácticamente enteros, como si fuesen de
carne momia. Cosa de la composición geológica del terreno, en combinación
con el grado de humedad y la temperatura.
-¿Y...?
-Pues que, como se lo van a llevar fuera de aquí, si les sale entero,
tendrán que meterlo en uno de esos ataúdes que hay allí -señaló una especie de
tenderete de feria en cuyo mostrador se exhibían amontonadas unas cajas
negras aplanadas de forma trapezoidal, de diferentes tamaños-, que valen una
pasta; y además están los permisos: más tiempo, más papeles, más dinero...
-¿Los permisos...? ¿Qué permisos? Si ya tenemos el de exhumación...
-¿Y el de transporte? ¿Ustedes se creen que los muertos pueden viajar
por ahí así como así? No; ni mucho menos. Primero es necesario un permiso
de transporte que da el Ayuntamiento previo pago de una tasa; y segundo,
debe encargarse necesariamente una funeraria, únicas autorizadas para ello,
que, como es natural, no lo hacen gratis. Total, que el viajecito del difunto les
pude salir por unas diez mil pesetas.
-¿Y si en vez de entero y amojamado saliese corrompido y troceado? -
preguntó Alfredo por las posibles alternativas.
-Entonces, pueden meterlo en una de esas otras cajas -señaló otro
tenderete en el que se apilaban unas cajas cúbicas de madera-, que, como ven,
no tienen forma de féretro, no cantan, como las otras, lo que llevan dentro, y
son muchísimo más baratas; y así encajonado, transportarlo ustedes mismos,
particularmente. Aunque debo advertirles que el trasporte irregular de restos
humanos es una falta contra la salud pública de las poblaciones, por la que
podrían detenerles, e incluso confiscarles el muerto.
Quela y Alfredo quedaron pensativos, puede que rezando para que el
Caledra estuviese hecho chilindrón.
-Sé en lo que están pensando -les interrumpió el desenterrador, con la
suficiencia propia de un psicólogo perito en la formación de cogniciones-. No
se preocupen. Hay una forma de que, estando el cuerpo entero, salga partido.
-¿Cuál? -quiso saber Alfredo por agotar todas las posibilidades.
-Por mil pesetillas, cabe la posibilidad de que, al desenterrarlo, se me
vaya la pala y le rompa carne y huesos. Son cosas que pasan, nadie es perfecto
y no siempre se atina.
Tía y sobrino hicieron un aparte para deliberar. “Qué hacemos”, la tía.
“Decide tú, que es tu padre”, el sobrino. “Es que me da no sé qué”, la tía. “A
quien le tendría que dar es a él, y creo que a estas alturas de su muerte más
bien no le da nada”, el sobrino. “¿Y si fuese tu padre...?, la tía. “Mira, Quela,
hablando de padres, si le digo a tu hermano que el no partirlo le ha costado
cinco mil pesetas más, me parte a mí la cara”, el sobrino.
Volvieron a acercarse.
-Vale; si eso..., nos lo parte -Quela, como hija, llevó la voz cantante,
mientras Alfredo, en plan cliente de charcutería, añadió para sus mientes “y
nos la parta fino, por favor”.
[El exhumador dio comienzo a su trabajo por el nivel más alto, el D. Él,
como sus compañeros de los alrededores, cavaban con las palas sacando tierra
que iban amontonando a los lados. Cuando llegaban a una caja, la rompían. Si
los restos eran de un reclamado, los subían y depositaban, con el poco cuidado
de que eran capaces, en una tela asabanada, que recogían los parientes. Si eran
de un no reclamado, con la pala los cargaban en el camión que había de
llevarlos a la fosa común. Trabajaban con afán; la gente de alrededor guardaba
respetuoso silencio y sólo se oían las palas hiriendo la tierra y la madera; el
polvo que levantaban, un compuesto de partículas de tierra y de difuntos, era
esparcido por el frío viento reinante.
[Alfredo, con el semblante filosófico que la visión de cadáveres provoca
a las almas sensibles como la suya, contemplaba reflexivo la escena mientras
por la nariz -no llevaba bufanda- llegó a inhalar no menos de un cuarto de
muerto. Mucho le impresionó, sobre todo, un cuerpo que, habiendo salido
entero y no siendo solicitado, fue arrojado a un camión que ya de cadáveres
rebosaba. Cayó de cabeza, las piernas, rectas, sobresalían de la caja del
camión. Puede que en vida se llamase Midón Atimníada, el cual, es cosa
sabida, tras recibir de Antíloco Nestórida un tajo en las sienes, cayó palpitante
del bien construido carro quedando hundida su cabeza y parte de los hombros
en la arena que por allí abundaba. Al ponerse el vehículo en marcha, un jirón
de lo que, en su día, fuese un calcetín de incierto color, alzado al extremo de la
pierna izquierda, ondeaba al viento, hecho enseña de la gaya muerte.
[De estas contemplaciones fue rescatado por la voz del operario
emergiendo del cuarto nivel del profundo Hades y asomando su portentosa y
ruda cabeza por el borde de la fosa.
-¡Entero! -anunció-. ¿Procedo...?
-¡Proceda! -autorizaron, inmisericordes y unánimes, la tía y el sobrino.
[Y sonaron, sordos, los golpes de pala deconstructores de su padre y
abuelo, hombre, a lo que se vio, de gran entereza, incluso en su muerte, y
también a los diez años de ella.
[Como si de un contorsionista se tratase, el Caledra fue introducido en la
correspondiente caja cúbica de color madera natural, y rociado con un spray
desinfectante; la caja fue envuelta en papel de estraza y atada con una liza. Y
contra entrega del acordado billete de mil pesetas, que alargó Quela -luego ya
harían cuentas-, fue puesto en las manos de Alfredo. Y de esta forma, tía,
sobrino y ancestro abandonaron el cementerio de La Almudena.
[Tomaron un taxi en la puerta. Al montarse Alfredo, portador del abuelo,
en el asiento de atrás, el taxista le ofreció solícito que, para mayor comodidad,
colocase el paquete en el asiento delantero (sirva lo escrito para desmentir la
versión espuria que, tiempo después, propaló Pedro Arregui, inmenso en el
cariño, según la cual fue el propio Alfredo quien, sin invitación alguna, abrió
la puerta delantera del taxi y colocó en el asiento derecho el convoluto
residual, alegando “es que es mi abuelo y se marea si viaja detrás”).
[Y así, copilotando el Caledra, fueron conducidos, como pidieron, a la
estación de Atocha, donde tía y sobrino lo facturaron bajo el marbete de
“libros y ropa”, que juzgaron el más adecuado para justificar el volumen y
peso del envío, hasta la estación de Vigo, de donde a los dos días lo retiró
Quela, para, previa una breve ceremonia religiosa que sanase las faltas de
respeto cometidas, reposar, como reposa, junto a su mujer Matilde]
Como eran pocos los que conocían la anterior anécdota, y menos las
disposiciones post mortem de Alfredo, María José tuvo que dar explicaciones
a amigos y conocidos del porqué lo dejó enterrado en Troya.
-¿Y qué más da? Total... llevaba más de nueve años enterrado allí.
Durante estos años Alfredo ha estado viviendo en Troya. ¿Qué digo viviendo?
Ha estado muerto allí, ahogado en sus propios miedos. Para él, que siempre
fue cobarde y que ya estaba cansado de fingir no serlo, la Ilíada fue su refugio
de un mundo que sentía cada vez más distante y hostil. Una especie de “chufa”
eterna, un lugar de eterno descanso, sin sobresaltos, estable, al que acudía
cuando las obligaciones profesionales se lo permitían, e incluso cuando no,
para desespero de sus clientes y de nosotras su familia. En estos últimos nueve
años, su verdadera vida era leer y escribir sobre la Ilíada, vivir Troya y en
Troya. Pues bien, que se quede allí.
Y ahora decidme, Musas, cómo fue su muerte y cómo sus honras.
Cuando Alfredo dio por concluido su libro sobre la Ilíada, le propuso,
doloso, a Mariajo un viaje por la costa mediterránea de Asia Menor, fuera de
circuitos turísticos, ellos dos en un coche, que incluía una visita a la colina de
Hisarlik. Aunque Mariajo fue consciente de la chapa que le iba a dar -Alfredo
estaba muy, pero que muy pesado con el asunto de la Ilíada-, no pudo decir
que no: el simple hecho de viajar le entusiasmaba; más si era al margen de las
jiras organizadas; no digamos si el viaje tenía algo “ma non troppo” de
aventura; y ya el colmo era poder visitar Halicarnaso, Mileto, Priene, Éfeso,
Esmirna, Pérgamo y Asklepieion, por las que hacía tiempo venía suspirando.
Según contó Maria José, llegaron a Hisarlik recién estrenada la tarde;
tomaron habitación en una fonducha del vecino pueblo de Tevfikiye y
emplearon lo que quedaba de luz en recorrer minuciosa, exhausta y
exhaustivamente las ruinas de Ilios. Alfredo, con el entusiasmo moral y físico,
vehemente el uno e incansable el otro, de que hacía gala sólo en los viajes,
ejerció de Cicerón.
-Fíjate, Mariajo, allí a lo lejos, un poco a tu izquierda, estaba el
campamento aqueo, con su foso y su muro; y aquí, aquí mismo, estaban las
puertas Esceas, y allí, a tu derecha, las Dardanias; un poco más a tu derecha se
alzaba la torre desde la que Príamo rogó infructuosamente a Héctor que se
refugiase en la ciudad y no le presentase cara a Aquiles, su matador; y en lo
alto...
Cenaron en la posada, aguantando Maria José, con su mejor cara, la
paliza ininterrumpida y homérica que le estaba propinando su marido.
Al parecer, y siempre según la versión de Maria José, Alfredo, al
siguiente día, se levantó taciturno. Con buen aspecto, luminoso incluso, pero -
cosa insólita- poco hablador. Como tenían previsto continuar viaje al
mediodía, propuso un nuevo paseo, esta vez matutino, por Ilios. Alfredo siguió
callado hasta que llegaron a la parte más alta, a los restos de lo que fue el
bastión nororiental, en la Ciudadela o Acrópolis. Allí la altura respecto de la
llanura circundante es de unos treinta o treinta y cinco metros, con una ladera
bastante abrupta, que -misterios de la vida, o de la muerte- el proverbial
vértigo de Alfredo ignoró.
-¿Ves aquella polvareda que allí se levanta, Mariajo? Pues toda es
cuajada de un copiosísimo ejército aqueo, revestido de homicida bronce, que
viene marchando contra Ilios.
-Mira, Alfredo, -respondió Maria José-, que aquello que allí se parece no
es un ejército, sino el autobús que hace la ruta Canakkale – Edremit, según
tengo leído en la guía turística.
-Bien parece -replicó Alfredo- que no estás cursada en esto de la
homérica epopeya.
Y con voz levantada comenzó a decir:
-Desde aquí puedo ver al Juez de Pamplona, que requerimientos duplica,
al frente de los belicosos filacios; al de Zaragoza, para quien todos los
derechos no son todos, encabezando a los esforzados metonios; a la de
Madrid, que del Estatuto de los Trabajadores se abstiene, ordenando a los
sanguinarios taumacios; a la Audiencia de Zaragoza, que de dos conejos hace
un camello, animando a los olizones, de rápida honda... Y al frente de todos
ellos Neciolín Agamenónida, el de arremangada toga. ¿No te deslumbra,
esposa, el resplandor broncíneo de sus labradas corazas y abollonados cascos?
¿No atruena tus oídos el estruendo de sus frésnicas picas al golpear los
bovinos escudos? ¿No sientes, en fin, cómo se llega, armada, bataholante y
confusa, la Muerte?
Dicho lo cual, se volvió hacia Maria José, y acariciándole una mejilla, le
dijo estas aladas palabras:
-¡Desdichada! No en demasía tu corazón se aflija por mí, que nadie me
precipitará al Hades antes de lo dispuesto por el Destino; y de su suerte, te lo
aseguro, amante esposa, ningún hombre, ni cobarde ni valeroso, puede escapar
una vez nacido. Vuelve a casa, ocúpate de tus labores y guarda mi memoria,
que de la guerra nos cuidaremos cuantos varones nacimos en Ilios, y yo el
primero.
Acto seguido, gritó al vacío de la mañana:
-¡Troyanos, licios, dárdanos que cuerpo a cuerpo combatís! ¡Secundad
mi ataque; pues los argivos jueces no me resistirán largo tiempo, aunque
vengan formados en cerrada columna; y creo que mi lanza les hará retroceder
pronto si verdaderamente me impulsa el dios más poderoso, el tonante esposo
de Hera!
Dicho lo cual, desoyendo los gritos -que ya eran llantos- de su mujer,
Alfredo se lanzó a correr ladera abajo. Iba cada vez más rápido y
descontrolado; tropezó con sus propias piernas y fue a dar de cabeza contra un
enorme peñasco. El cráneo se rompió al recibir el golpe; los sesos fluyeron,
sanguinolentos, por la herida; y la negra niebla de la Muerte lo cubrió.
Así fue su muerte. Yace enterrado en el cementerio de Tevfikiye. No hay
túmulo que vanaglorie a tan insigne varón. Su tumba, una laja la señala. Sin
nombre, como corresponde a quien murió por hacer aquello para lo que había
nacido. Sin fechas, que en el panteón de hombres ilustres la veteranía no es un
grado. En ella solamente reza el título de su honra: “En combate”.
Creyente no sólo del Dios verdadero, sino también de los falsos,
Alfredo, muerto, no tuvo ningún problema para ingresar en el Cielo. Ya en la
misma recepción, el Serafín del mostrador le dio una nota que había para él.
La leyó. Era de Homero citándole, sin demora, para cuando llegase.
Alfredo acudió al lugar señalado con miedo. No ignoraba, pues era de su
invención, el recibimiento que Homero había dispensado a Schliemann por
haber metido las narices en sus asuntos, y se temía, por lo mismo, lo peor.
Su recelo se tornó sorpresa, y luego satisfacción, cuando Homero, al
verle venir, le salió al encuentro, le abrazó con sentimiento, y sujetándole por
los hombros, con gesto cariñoso, le dijo:
-Eres bueno, tío.
-No, no, qué va -se azoró Alfredo-. Sólo un mal aprendiz. Si en lo mío
hay algo de mérito, sólo a ti se debe.
-¡Oh, sí, sí! -insistió afectuoso Homero, ya con abierta sonrisa-. ¡Eres
bueno, tío, eres muy bueno! Y es hora ya de tributarte las merecidas honras.
Las tales consistieron en una comida de funeral, muy concurrida, en la
que reinó el jolgorio. Convocados por los heraldos de Homero, allí se dieron
cita los príncipes y los caudillos, tanto aqueos como troyanos. Todos querían
conocer a Alfredo y discutir con él las partes de su libro que a cada cual más le
habían interesado.
Y, obviamente, asistió Helena. La divina Helena. Su cuerpo seductor
despedía la fragancia de la ambrosía y del aceite craso, inmoribundo, suave y
oloroso con que se había ungido; llevaba el cabello compuesto en bucles
lustrosos, bellos, divinales, en caída de su cabeza inmortal; de sus perforadas
orejas colgaban unos pendientes de tres piedras preciosas grandes como sus
ojos, espléndidas, de gracioso brillo; vestía un manto delicado, bordado en mil
primores filigraneros, sujeto al pecho por broche de oro, ajustado en la cintura
por ceñidor de cien borlones, y sus nítidos pies calzaban bellas sandalias.
Sobre el respaldo de la silla que ocupaba, yacía, desmayado, el velo hermoso,
nuevo, tan blanco como el sol, que la cubría cuando llegó.
Helena cruzaba palabras amables y lisonjeras con unos y otros, haciendo
sensuales e incitadores ademanes, y de ella no se separaba ni un metro el
peliflavo Menelao, igual a un león, que, aunque afectaba indiferencia, no
perdía ojo con quién, cómo y de qué su inconstante mujer hablaba.
Las profusas libaciones de negro vino, obligaron a Alfredo, a mitad de la
comida, a acudir a los baños, que, así en el Cielo como en la Tierra, se
encontraban, saliendo de la sala del banquete, a mano derecha, al final de un
pasillo.
Andaba por el dicho corredor, ya de vuelta de su evacuación, cuando
Alfredo se dio de frente con Helena, la cual, ocultos como quedaban a las
vistas del comedor, le empujó contra una de las paredes del pasadizo. Así
aplastados los cuerpos, sus ojos de gato maula jugaron unos segundos con los
de Alfredo, mísero ratón.
Manteniendo la ocular presa, Helena se soltó el broche que cerraba su
manto, que se desprendió del hombro; tomó una mano de Alfredo y la
depositó en el pecho que había quedado al desnudo.
-¿En verdad crees que la posesión de este trofeo, hoy, como antes, como
siempre, no es motivo bastante para una guerra -le dijo, voluptuosa.
Alfredo, enajenado monje benedettino, abarcó pecho, apretó loco y,
apostatando de lo que, con argumentos profusos y bien construidos, había
sostenido en su libro, pensó que, desde luego, aquello que tenía entre mano
bien merecía no una, sino mil guerras, pasadas, presentes y futuras; pero no
quiso meterse en líos.
-Puede que en el pasado; pero sólo porque había aedos para cantarla. Y
ya no los hay -dijo Alfredo, echando agua al fuego.
-Sí que los hay. Yo misma conozco a uno -respondió Helena.
-¿Sí...? ¿Quién?
-Aedo Álvarez Alcolea -le susurró muy queda, junto al oído,
mordisqueándole el lóbulo de la oreja, para, acto seguido, separarse de él con
la provocación hecha sonrisa y, compuesto su atuendo, tomar camino del baño
de señoras.
Cuando cesó el sexual escalofrío que le recorrió todo su cuerpo, de la
cabeza a los pies, el pobre Alfredo compuso el ánimo y echó a andar hacia el
comedor. En la misma puerta se cruzó con el cornilargo Atrida, que, con el
rostro encelado, sin duda para averiguar qué hacía su impúdica esposa,
marchaba en dirección a los servicios.
Con la emoción todavía impresa en la cara, Alfredo tomó asiento. Pasó
la mirada en derredor. Sus ojos se cruzaron con los de Homero que, desde la
distancia, sonriéndole, como si supiese lo que había pasado, rindiéndole
homenaje, levantó hacia él su copa y bebió del vinoso contenido.
Si todo no fue un sueño, así celebraron los funerales de Alfredo,
domador de palabras, forjador de mentiras.

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