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la novela francesa contemporánea

Michel Braudeau
Lakis Proguidis
Jean-Pierre Salgas
Dominique Viart

©Ministerio de Asuntos Exteriores – adpf.

Los textos publicados en esta obra y las ideas que en la misma se expresan sólo implican la responsabilidad de su
autor y en ningún caso representan una posición oficial del Ministerio de Asuntos Exteriores.

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índice

Introducción

Michel Braudeau
Con André Gide en el umbral

Bibliografía

Lakis Proguidis
Una década novelística

Bibliografía

Jean-Pierre Salgas
Defensa e ilustración de la prosa francesa

Bibliografía

Dominique Viart
Escribir con la sospecha – retos de la novela contemporánea –

Bibliografía

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introducción

Nunca antes la novela francesa ha estado tan viva. El recuerdo de los grandes nombres del período entre las dos
guerras y del inicio de la posguerra sólo paraliza a los lectores carentes de curiosidad que se escudan en esas
evocaciones nostálgicas para esconder su ignorancia y su pereza.

Lo que se puede comprobar cuando uno se da la pena de informarse y se otorga el placer de leer, es que, después
de grandes autores legítimamente sacralizados que aprovecharon el injusto desconocimiento de la literatura de
otros países, a partir de los años cincuenta han surgido otros novelistas ya no obligados del mismo modo con la
historia. Los movimientos desaparecieron. Un último grupo, “Le Nouveau Roman”, reunió autores
particularmente sobresalientes pero con obras tan diversas que hoy en día su inclusión bajo una misma etiqueta
parece artificial.

De hoy en adelante los novelistas están solos; escriben sin el propósito de situarse con respecto a aquellos que
les han precedido. Esta individualización genera una diversidad que, liberada de las referencias limitantes,
alcanza una riqueza excepcional y obliga en cambio al lector, privado de la comodidad del “grupo” o del
“movimiento”, a lanzarse al descubrimiento de cada texto, de cada autor: ya no puede leer distraídamente,
basado en la seguridad que brinda el nombre de un autor consagrado y confortable; desde ahora, ya no puede leer
sin deseo.
Sí, nunca antes la novela francesa ha estado tan viva. A pesar de la televisión que devora la mayor parte del
tiempo libre antaño dedicado a la lectura, a pesar de que el mercado ha sido invadido por “best-sellers”
hábilmente fabricados, a pesar de las carencias de la prensa, que cumple cada vez menos su misión de
información, hay escritores que escriben novelas, editores convencidos que las publican, lectores atentos,
curiosos, golosos, que las compran y las leen.

Para dar cuenta de esta diversidad, de esta riqueza, hemos solicitado a los señores Michel Braudeau, Lakis
Proguidis, Jean-Pierre Salgas y Dominique Viart proponernos una selección de las novelas cuya presencia
consideran indispensable en una biblioteca, y en particular en las mediatecas de nuestros establecimientos
culturales en el extranjero, indicando las razones de su elección. Les agradecemos su colaboración.

Yves Mabin
Jefe de la división de lo escrito y mediatecas

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con André Gide en el umbral
Michel Braudeau

Michel Braudeau, de 55 años, es escritor y gran reporter para Le Monde. Ha colaborado con el servicio cultural
de L’Express de 1977 a 1984, fecha en la que se convirtió en crítico de cine para Le Monde antes de ser
folletinista y cronista cultural en el mismo diario. Desde 1999, es redactor en jefe de La Nouvelle Revue
française (NRF). Es autor, entre otras obras, de Naissance d’une passion (Seuil, 1985, premio Médicis), de Loin
des forêts (Gallimard, 1997), de Pérou (Gallimard, 1998). Su última novela publicada es L’Interprétation des
singes (Stock, 2001).

Una transcripción resumida de esta conversación imaginaria fue publicada en el número 561 de La Nouvelle
Revue française, en abril de 2002.
©Michel Braudeau

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Una tarde, no hace mucho, bajando la escalera de la editorial, me topé con André Gide, a quien creía haber
dejado dormido en un sauna un año antes, aparentemente para toda la eternidad. Cualquiera diría que los
fantasmas tienen mucha vitalidad. O que el hombre con quien lo confundo en este instante tiene el extraordinario
don de parecérsele en todos sus rasgos y hasta en esa manera de llevar a guisa de sombrero este gorro puntiagudo
que conocemos por las fotos, con su estilo de bohemio protestante. ¿Es él? Me surge la duda en los últimos
peldaños. Son casi las siete de la tarde y el conserje, Mateo, muy estricto en cuanto a la hora de cierre debido al
sistema de alarma, ya está rondando cerca de la pesada puerta. Si estás retrasado, peor para ti, el implacable
Mateo, pequeño hombre terrible como un antiguo celador de Blanca Nieves, te hace pasar por el patio o por las
húmedas bodegas. Pero Gide, que acaba de llegar, no se inmuta; me llama al pasar y le reconozco por su voz,
que he oído en antiguas grabaciones.
– ¡Vaya! ¿no han puesto mi foto en la entrada?
Señala uno de los muros del hall, donde están colgados los retratos de los autores cuyos libros
constituyen la actualidad del mes o de la temporada. Se ha dirigido a Mateo, quien refunfuña:
– No. Aquí es para las novedades.
– Sin embargo, algo tengo que ver con ello, con las novedades, ¿no? A usted, ¿le parece normal?
Se volteó hacia mí.
– Desafortunadamente... sí, Maestro. Tenemos a los últimos premiados, antiguos poetas, jóvenes
novelistas... un poco de todo, pero no a los padres fundadores. Sólo las novedades, como dice Mateo.
– ¿Y cada mes encuentran algo nuevo? pues, les va bien. O entonces son siempre los mismos que vuelven
a presentar sus refritos. Vale. Pero dígame: ¿qué ha habido de nuevo después de mi?
– Tantas cosas, Maestro... no sabría por donde empezar. Además, no tengo espíritu universitario y no soy
crítico literario.
– Lo ha sido. Ha dejado de serlo.
Pongo una cara lastimosa, algo avergonzado.
– Sí, formé parte de un jurado de otoño.
– Pues tanto peor. ¿Por qué no de un comité de lectura? ¿o dirigiendo mi revista?
– Ya lo hice. Fui su sucesor.
Me mira a través de sus gafas, temo que circunspecto. ¿Con qué sarcasmo me va a salir? Pero deja la
amenaza en suspenso; debe ser parte de su estrategia de intimidación. Luego, suelta una risa seca y me da una
palmada en el hombro, como buen camarada
– Asombroso. Yo habría hecho lo mismo en su lugar. Por supuesto, eso le ha traído enormes ventajas,
¿no?
– Nada de eso. La vida literaria ha cambiado mucho, ¿sabe? Las revistas ya no desempeñan el mismo
papel que antes, estamos en un período en el que la televisión reina de una manera que usted no podía
imaginar…
– Sí, sí, la veo de vez en cuando.
– ¿Y le gusta?, pregunta Mateo.
– No, ¿cómo se le ocurre siquiera? Al principio hubo cosas buenas, entrevistas dignas en las que se
escuchaba al autor explicarse, narrarse. Muchos de mis contemporáneos desfilaron ahí, incluso ese testarudo de
Céline, con carita como de no queriendo, para explicarnos que sólo él era ligero, musical, que los otros eran
pesados. Los periodistas no se veían y eran excelentes. Le estoy hablando del tiempo de los dinosaurios, el
último de los cuales se ha jubilado hace poco, más o menos definitiva o provisionalmente. El más famoso de
todos. Y sin embargo, se exhibía, se notaba que no podía resistir a ese movimiento de irrefrenable promoción del
ego que lamentablemente favorece la pantalla. Pero tenía buenos modales, bajo su aspecto bonachón, una gran
clase. Y después de él, hemos visto lo que nos estaba esperando y que su presencia había contenido durante
mucho tiempo: la invasión del music-hall.
– ¿No le gustan las variedades?
– Sí, sobre todo las de Paul Valéry. Pero lo que no me gusta son esos tristes payasos, esos preguntones
que cortan la palabra a los autores, con su inanidad jactanciosa, sus “¿cómo le diría?”, mientras les puedan cortar
la lengua. Tenemos el cuchillo afilado, no teman, que la cosa será rápida. O aquellos que sueltan: “Lo que la
gente se pregunta...” antes de cada inepcia, porque, claro, ellos saben lo que intriga a la gente, hasta parecería
que esos bufones se sienten conectados con la angustia literaria de la población. Pero eso sí, cuidan su corte de
pelo, cuando tienen, su atuendo (lo único que han estudiado algún día), sus corbatas, sus gafas, la iluminación
sobre su persona. Le toman el pelo a uno.
– Pero al menos se los ve, dice Mateo.
– A mí eso me resulta muy poco, mi querido señor. Casi todos ellos dejaron la escuela muy temprano.
Quieren brillar, y para lograrlo, hasta pueden ser malos. Distribuyen títulos de un orden militar al que ellos no

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pertenecen: fulano es un escritor, mengano no lo es, etc., como si tuviesen olfato de perfumistas, un aparato
sensorial capaz de detectar al escritor oculto tras cualquier tipejo, como los cerdos truferos. Ridículos generales
de un ejército cambiante y virtual del que no conocen ningún recluta. Pero necesitan imitar al bufón que los
precede, dejar plantado a aquel que les pisa los talones, y para hacerlo tienen que adoptar su opinión o tomar el
partido opuesto. Y apresurarse, porque somos peces atrapados en la red, hay que cocinarnos mientras estamos
frescos; hacer reír, la cultura es menos grave de lo que se dice; por lo demás, está en constante retroceso, como
las viejas enfermedades; conservar la exclusividad, como si sólo sirviéramos una vez. Los únicos autores que se
salvan de esas trampas son los que rompen las reglas, los que azoran al que dirige el juego, callando o
mascullando, por ejemplo, o los que hablan a borbotones, demasiado bien, demasiado rápido como para que su
anfitrión pueda seguirles. Sin duda alguna se requiere talento para ello, pero no estoy seguro de que los mejores
autores franceses lo hayan tenido todos por igual. ¿Y usted?
– Estoy de acuerdo con usted, pero el hecho es que la mitad de la crítica se ejerce así, a través de la
pantalla.
– En la cara de la gente. ¡Qué método tan pintoresco! ¿Y la otra mitad?
– En los diarios, como antes. Supongo que los lee.
– Sí, es variado. A fin de cuentas siempre lo ha sido; no hay ninguna necesidad de echar de menos
“aquellos buenos tiempos pasados”. Gente dotada y gente chambona, perezosos que se copian a sí mismos y
algunos temperamentales. Los grandes críticos son en sí mismos escritores considerables, Baudelaire, Nabokov,
etc., y aún así, eso no les impide equivocarse ni actuar de mala fe, entonces... Yo mismo me equivoqué con
Proust. Note usted que fue de buena fe, y que rectifiqué enseguida. Al contrario de lo que se piensa comúnmente,
el genio no siempre es evidente. ¿Usted conoce hombres de genio? ¿Los hay entre las fotos de este hall?
– Uno o dos, tal vez. Le dejo adivinar.
– Mejor déjelo así. Hábleme de las tendencias. Sé que existen redes, lobbies, el joven Bourdieu nos lo ha
contado. Pero, ¿corrientes, capillas, “escuelas”, como decíamos antes? ¿La nueva novela?
– Todavía están en pie dos grandes árboles: un premio Nobel, Claude Simon, y el sulfuroso especialista
de las cactáceas, Alain Robbe-Grillet. No tienen ningún heredero directo, ni ellos ni aquello que abusivamente
llamamos la nueva novela, que no ha sido reconocida como una escuela por ninguno de sus miembros. Más que
una doctrina precisa, era un editor, una moda, una foto tomada al azar, una serie de rechazos. Se puede decir que
caló en algunos. Duras fue imitada, a menudo involuntariamente. A veces podemos encontrar “nueva novela” en
la escritura de Jean Echenoz, pero no exclusivamente. En ocasiones, las influencias son muy indirectas. Pero, al
mismo tiempo, es difícil decir dónde estaríamos si aquel momento no hubiese existido.
Gide se sienta en uno de los sillones de cuero cerca de la entrada y me invita con un gesto a ocupar el
otro.
– Es como ese asunto de su Mayo del 68. Me tiene sin cuidado hablar de eso, yo estaba muerto, pero, aquí
entre nos, no se puede decir que ese movimiento haya producido ni siquiera una gran obra. Para acabar pronto:
Napoleón, por lo menos, produjo Le Rouge et le Noir y La Guerre et la Paix, por ejemplo. ¿Mayo del 68? Nada
de nada. Prefiero mis Faux-Monnayeurs.
– No puede compararse. Mayo del 68 incide de otra manera. Hizo obsoletos a muchos y volvió posibles
nuevas libertades, no precisamente en literatura, pero cuando la vida cotidiana cambia – lo que sucedió entonces,
digan lo que digan los detractores de Mayo –, ese cambio se refleja en las novelas. Sólo algunos situacionistas se
habían adelantado al evento, Raoul Vaneigem, Guy Debord…
– Estilistas, como siempre. Y algunos clásicos. El estilo presagia la época en general, las obras surgen, se
desarrollan y luego caen, como frutos maduros, cuando el cielo ya no es el mismo. ¿Quién tiene estilo en
nuestros días? Deme nombres.
Medito mientras Gide enciende un Chesterfield. Se impacienta, llama a Mateo.
– Dígame, mi amigo, ¿cuál es su opinión sobre el estilo? Este muchacho no me dará ningún nombre, es
evidente, por temor a enojar a aquellos a quienes pudiese olvidar.
– Bueno, tampoco es muy amable preguntarle eso. Por mi parte, puedo citarle a Patrick Modiano y a
Philippe Sollers, a Pascal Quignard y Jean d’Ormesson, Jean-Marie Gustave Le Clézio y Hector Bianciotti, Érik
Orsenna, Pierre Bergounioux, Pierre Michon, Michel Del Castillo, Anne Wiazemsky, Michel Tournier, Angelo
Rinaldi, Annie Ernaux…
Yo arranco en desorden.
– Y a Jean-Jacques Schuhl, Emmanuel Carrère, Marie Nimier, Jean-Marie Laclavetine, Maurice Georges
Dantec. Con mención particular para aquellos que enriquecen y reinventan el francés desde ultramar, Raphaël
Confiant, Patrick Chamoiseau, y el magnífico Édouard Glissant...
– Y, nada más aquí, Michel Houellebecq y Christophe Donner, para limitarnos a los vivos, claro, y tantos
otros que se detestan cordialmente, se celan, se conchaban a veces, y que forman una lista que duraría hasta
mañana. Sin contar a su interlocutor, demasiado modesto.

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– ¡Por favor, Mateo!, protesto.
Gide aplasta su cigarrillo y saca uno nuevo del paquete.
– ¿Y por qué usted no? Si no hablamos aquí, ¿quién lo hará? ¿Y qué son esas maneras? ¿Usted cree que
los demás tienen empacho? Cualquier pelado afirma a los cuatro vientos y sin escrúpulos su gran vocación de
escritor, hasta parecería que se trata de un banal ritual de conjuro, ¿y usted dudaría? Está equivocado. Usted es
un prosista destacado, clásico y brillante. Por momentos, me parece que me releo. Cierto que su escritura es más
bien atípica como tipo, nada fácil de clasificar. Un original, uno de verdad, lo que le permite escapar al tamiz de
los mayoristas. Y es un muy buen signo, una garantía de futuro, evidentemente.
– ¿Está usted seguro?
– Casi. Ya sé, hay algo austero, ingrato, digamos un poco “áspero” en el instante, en eso de no contar sino
con la posteridad: ¿nunca ha deseado estar a la moda?
– No sé hablar de mí mismo.
– Ahí está, dice Mateo, sólo por eso no está a la moda. Pero yo, lo incluyo en mi lista…
– Evidentemente, añade risueño Gide. Conozco su lista, mete a todo el mundo, arrambla con todo. A
usted le gustan todos, deberían enviarlo a una embajada, se lo aseguro, pero no darle trabajo en una revista.
Hablando en serio, ¿tiene usted un Malraux, por decir algo?
Mateo se rasca la cabeza; reflexiona.
– Hay algunos intentos, es un modelo que gusta, menos difícil que el Proust o el Céline. Pero un
verdadero Malraux, no. Ya hemos tenido un Malraux. Entonces, ¿qué sería eso de otro Malraux?, su pregunta es
muy tonta.
Gide adopta un aire falsamente contrito.
– Ya lo sé. Era sólo para verificar cuánto sentido común le quedaba.
Mateo se pregunta si debe tomar esa respuesta por un cumplido retorcido. Mira su reloj: las siete menos
diez. Gide se inclina hacia mí y me pide fuego.
– Y usted, el señor de la revista, ¿qué piensa usted de esta época? ¿cómo la resumiría?
– Imposible, me siento demasiado dentro, demasiado involucrado, no puedo tomar distancia. Apenas se
divisan ciertas tendencias, pero nada preciso. Los estadounidenses tienen a sus minimalistas, los mexicanos
tienen un “grupo del crack”, los italianos tienen “caníbales”, los ingleses tienen “Nuevos Puritanos”, pero
nosotros, apenas si podemos formar pequeñas bandas, en cuanto funciona, el más listo se lanza solo. Durante
algunos años hubo escritores “gays”, era una causa.
– Insuficiente, una causa. Idiotas, los “gays”, créame, me ha perjudicado mucho. Cuando pienso en
Corydon… Sin embargo yo era realmente un crío con respecto a lo que se lee. Y, ¿aparte de eso?
– Tenemos nuestros clásicos modernos. Gente de confianza y con oficio. Hector Bianciotti, por ejemplo,
uno de los raros autores extranjeros que se han vuelto franceses, que escribe en francés mucho mejor que
muchos de nuestros native speakers, como dicen los lingüistas, y que ha encontrado una manera única de
contarnos su vida, tan excelente que le abrió las puertas de la Academia, donde hace falta hacer sonar su acento
musical e impetuoso. Por lo demás, su elección ha sido muy apreciada.
– Me han dicho que Rinaldi…
– Angelo también fue elegido, un poco por escaso margen dado el número de electores que había
asesinado antes con sus blancas manos, es normal. Muchos han de haberse ahogado de rabia al oír ese nombre
retumbar bajo La Coupole, Angelo, el gran Atrabilario, el Acuchillador despiadado. ¿Cómo pudo mamá Rinaldi
poner ese nombre rollizo a este feroz doble de Humphrey Bogart, pueden decirme? Pero me gustan sus novelas,
aunque él nunca haya dicho nada bueno de las mías, el muy roñoso, porque en la tradición proustiana él
mantiene el rumbo. El rumbo corso, que no es de los menores por las proporciones. Ya no son los grandes
veleros de antaño, el transatlántico de Marcel, sino más bien la navegación de cabotaje, en secreto, dentro de
Paris…
– ¿Quiere usted decir en los canales ? ¿Valmy, Jemmapes, Ourcq ? ¿Cree usted que le dará gusto, esta
historia de cabotaje?
– Nuestros amigos nunca están contentos, de todas maneras. Quería decir que Proust ha sido nuestro
Magallanes, lo siento, qué se le va a hacer. Y, después de él, no está tan mal ser el capitán Cook.
– Que terminó sus días dentro de la marmita de unos salvajes emplumados…
– ¡Qué bravura!, ¿no? Pero mi buena opinión respecto a él no termina ahí. El mejor criterio que pudiera
señalarle es la calidad de su frase, su potencia, su riqueza. En su escritura, una frase es como un agarre de judo:
te derriba, te lanza al aire, te da la vuelta, es una operación compleja, no una banal adición como en los textos de
tantos otros...
– No se olvide de Quignard, me sopla Mateo.
– Así es, amigo mío. Pascal Quignard forma parte de los clásicos contemporáneos, sin duda alguna, aún
cuando no escriba jamás en las revistas, haciendo caso omiso de que en este oficio, a veces hay que entrarle a

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todo sin remilgos. Seguramente sus Petits Traités lo inmortalizarán; es un vasto gabinete de curiosidades como
ya no esperábamos que hubiese, un cúmulo de erudición elegante. Sus novelas elaboradas para el Goncourt, Les
Escaliers de Chambord, Le Salon du Wurtemberg, han errado el tiro, pero no debería sentirse apesadumbrado
por ello, porque es tan bueno en otros campos, con sus romances latinos o su Vie secrète, que serán los Goncourt
quienes un día se sentirán mortificados por haberlo omitido para el momento del postre. Y tampoco me olvido de
Patrick Modiano, a quien se le hizo mucho caso al principio y fue luego objeto de cuchufletas porque siempre
reescribía la misma novela para ser hoy en día nuevamente alabado justamente por seguir siempre escribiendo la
misma novela. Es lo que se llama perseverancia. ¿Por qué cambiaría su manera de escribir? ¿Existe acaso una
obligación de renovarse, como pasa con los automóviles o los electrodomésticos? ¿Podríamos pedir a Molière
escribir otra cosa que un Molière? ¿Podríamos cansarnos de las historietas de Tintín porque siempre
encontramos en ellas a Milú, al capitán Haddock y a la Castafiore? Al contrario, son figuras obligadas que el
público reclamaría a gritos si llegasen a faltar. Imaginemos un Modiano sin incertidumbre ni angustia, por el
contrario, lleno de personajes con una identidad precisa, bien definida, con aventuras, suspenso, sexo. De
inmediato tendríamos un tumulto frente a las oficinas de su editor, hordas de libreros y de lectores gritando:
“¡Devuélvannos la misma melodía! ¡Queremos bruma sentimental! ¡Restitúyannos la Ocupación alemana!”
– Muy cierto, parecería que los franceses siguen añorándola, murmura Gide.
– Por lo tanto, para mí, Modiano sigue estando definitivamente del lado de los escritores encantadores,
como Chateaubriand, mutatis mutandis, de ésos que me transportan hacia un universo paralelo y próximo, que
brindan luces y oscuridad al mismo tiempo, y aguzan mi conciencia del mundo real.
– Y eso, ¿para qué le sirve? pregunta Mateo.
Gide y yo nos sobresaltamos, unánimes:
– ¡Para nada, pobre amigo mío! ¡El arte no está hecho para servir de algo, infortunado cancerbero!
Mateo se suena, un poco avergonzado. Luego, como invadido por un remordimiento, o recobrando bruscamente
la memoria, me pregunta:
– ¿No le habla al señor de la autoficción? Es nuestro tópico de actualidad, si no me equivoco.
– ¿Qué significa esa horrorosa palabra? pregunta Gide.
– No estaba seguro de tener que inflingirle esto. Es algo entre autobiografía y ficción, sin ser realmente ni
lo uno ni lo otro. Uno es, en sí mismo, su propio personaje, que se sumerje en las aguas de la ficción para
enfocar mejor el yo real; es una manera de confesarse a través de una máscara que se nos parece.
– Muy colegial, pero eso se practica desde hace lustros. Rousseau, Chateaubriand, Proust, nunca
practicaron otra cosa. Y yo mismo... Pero basta de hablar de mí, como diría ese pesado de Montherlant, ya han
leído ustedes mi Journal, todo está claro como el agua cristalina.
– Sí, pero... bueno, se está convirtiendo ahora en una especie de micro movimiento literario. No garantizo
que durará más de unos cuantos meses, claro, pero se trata de la última moda que se ha lanzado…
– Prefería el madison, dice Gide.
– Y yo el twist, añade Mateo.
– Pues peor para ustedes: hoy en día, la moda es la autoficción. Por ejemplo, Christophe Donner, mezcla
de buena gana su vida y su creación con el movimiento mismo de una y otra, las dudas, los pesares, los
impulsos, la dificultad de todo, etc. Eso ha dado por resultado, en el mejor de los casos, L’Esprit de vengeance,
por ejemplo, en donde ajustaba las cuentas de su abuelo muerto en deportación, con un célebre y respetado
filósofo humanista francés, quien se había amparado entre los blancos muros de Francia, y uno de cuyos nietos
debió maquinar con Donner, para colmo. En resumidas cuentas, el asunto era tan peliagudo que el filósofo
obligó a Donner a cambiar de editor, lo que muestra con bastante claridad que la biografía puede producir ciertos
efectos en la vida real. Por lo demás, los libros de Donner no acaban de convencerme; para mi gusto, se lanza un
poco rápido. Él parece muy contento de sí mismo, lo que resulta agradable. Me gusta la gente de temple que sabe
asumir riesgos. Lo que lo salva es su temperamento, para ser justo, no esta teoría de la autoficción, que temo que
no llegue muy lejos …
– ¿Hasta dónde?
– Hasta Christine Angot, por ejemplo. Un tema idealmente inconveniente para los semanarios, el incesto,
una escritura resueltamente tartamuda, repetitiva. Tome usted los últimos libros de Duras, al final de su vida,
quíteles lo que todavía siguen teniendo de inaudito, a pesar de todo, incluso en estado de rastros cada vez más
raros, infinitesimales, y encontrará usted la prosa de la buena de Christine Angot. Compre después su libro
siguiente, dedicado al éxito del anterior, con el inventario de los artículos, la lista de los periodistas afables o no,
las cifras, el dinero ganado, etc. Como este segundo libro, algo contrariado, ha resultado aburrido, al poco
tiempo tendremos derecho a otro, para explicarnos que el segundo ha sido víctima de un complot originado por
los celos que causó el primero. Y para rematar, ¡se organizan lecturas públicas, vociferan su texto, lo eructan en
rap, graban compactos! Y navegan lo más cerca de lo que flota en la marisma del día, se aferran patéticamente a
la balsa, al pequeño círculo, que no es tan feroz. Cuando la conocí, antes de que hubiera encontrado su personaje

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público, cuando íbamos al Bambi Bar, en Burdeos, esta joven mujer era muy graciosa. Debe ser el exceso de
autoficción lo que le ha quemado la sesera. Y no sin razón: todo lo que antes se reprochaba a los biógrafos de
cierta escuela – contar los botones del chaleco, transcribir las notas de la tintorería, etc. – , esta vez, es la autora
la que se encarga, ella misma, sin necesidad de que alguien venga a curiosear en su vida, y quien eleva la menor
de sus ventocidades al rango sublime de un contra ut puro. ¡Y tan perentoria, por añadidura! Como cantaba
Nougaro, “En Montpellier, hasta las abuelas son peleoneras…”.
– No es Montpellier, rectifica Mateo, es Toulouse,
ô mon Toulouououse…
– ¡Cállese, malhadado portero! exclama Gide. Pero usted, estimado Michel, no me diga que así pasa con
todas las mujeres.
– No, no. Ya he citado a Marie NDiaye, Marie Nimier, Marie Darrieussecq, la sorprendente Caroline
Lamarche, incluso si pienso que es absurdo separar una categoría “Mujeres”, salvo desde un punto de vista
histórico tal vez…
– Ah, las mujeres, son el futuro. Son las primeras en leernos. Y todavía tienen todo por decir. Creo que yo
fui un poco duro con ellas, la última vez que hablamos de esto en aquel sauna. Por supuesto que hay algunas
enfadosas, es inevitable, le puede suceder a cualquiera, los lamentos, el dolor. Pero después, cuando estén en un
plan de igualdad con los hombres, cuando sean más las que escriban, veremos cómo nos va. Las anglosajonas ya
han comenzado. A mí me gustaba mucho Marguerite Yourcenar, aunque es un poco embozada para mi gusto, y
Nathalie Sarraute. No las veíamos sin parar en las revistas y no chillaban tan a menudo en la televisión, como
verduleras batallando. Es curiosa esta impresión mía, que experimento cuando veo a un autor en la pantalla, de
tener que compadecerme de la suerte de un pollo que se dora en el asador, en el escaparate de una carnicería en
invierno…
– Cabe señalar sin embargo, Maestro, que hay otras mujeres menos belicosas. Aparentemente. Marie
NDiaye, por ejemplo, es muy talentosa y respetada. No ha necesitado gritar para hacerse escuchar, sin salir de su
campiña. No es que quiera que todos los escritores se queden por fuerza en el campo, aunque el aire puro les
hace bien, pero, en el fondo, la idea no me disgusta... París liberado de sus escritores, de sus artistas, entregado
por completo a los autobuses climatizados de los turistas, devuelto a su verdad auténtica y festiva... Bueno,
mejor lo dejamos así. Le citaría de buena gana a Marie Darrieussecq, que ha hecho algún ruido con Truismes, la
historia de una joven mujer que se transforma en marrana, como el personaje de La Métamorphose de Kafka se
transformaba en cucaracha, si no temiera que el solo nombre de Darrieussecq importune a Marie Ndiaye; ambas
novelistas se agarraron del moño hace poco, parece que por una historia de plagio o algo así. Me gustaría
hablarle de Marie Nimier, una de las pocas que no se repite y que trata temas originales, un estilo onírico muy
personal, pero como hemos sido bastante íntimos, podría parecer un favoritismo discutible, lo que sería injusto
como podrá comprobarlo usted mismo al leerla. En fin, el caso más singular del año pasado debemos buscarlo
por el lado de Catherine Millet.
– ¿La directora de Art Press?
– La misma. En compañía de su esposo, Jacques Henric, el novelista, quien la fotografía, ella cuenta sus
años de desenfreno, bacanales multitudinarias, parejas a montón, la posición del gran torniquete en la parte
trasera del camión, de la bicicleta yugoslava sobre el capó del auto, el “turluru” en el ascensor, la trampa malaya
en Boulogne...
– ¿Qué es eso?
– Una combinación de barredora municipal y de Navidad de los pobres, dos clásicos, adaptada a los
bosques parisinos.
– ¡Basta! Me rindo. Le ruego que se ciña a los hechos.
– La obra, La Vie sexuelle de Catherine M., tuvo un éxito increíble; fue traducida a todos los idiomas y
pronto lo será al braille. Encabezó las ventas en el extranjero, en Brasil, en Alemania. Y la dama explica a quien
quiera oírla que todo marcha a la perfección; no le incomodan en nada las preguntas más tontamente pérfidas, las
contesta todas con una flema soberbia. Lo sorprendente es que su libro también sea así, plácido, enumerativo,
amoral, firmado por ella, que se le reciba de manera tan apacible, que se lea en las playas. La autora no pretende
crear una obra literaria de género mayor ni entregar un documento bruto; tiene demasiado humor para ello. Nos
da (nos vende) este objeto que ella llama su “obra” sin otro comentario, como una instalación de arte moderno.
Y en él no hay mucho que glosar: al acercarse, uno siente algo o no. También puede uno alejarse de él y es
posible, por lo demás, que a la autora eso le importe un comino.
– Mientras siga llegando la pasta..., matiza Mateo.
– No sea tan trivial, cruel nauchero que nos señala la puerta, añado. Otros están en el candelero y, hasta
donde se sabe, sin haber vivido lo que ella. Fíjese en Beigbeder. Abandonó el medio de la publicidad para
dedicarse a la crítica de la publicidad, diciendo: vean qué astuto soy, yo sé que soy un producto, lo proclamo,
hasta le pongo como título a mi libro su precio, 99 Francs (y reincido, con eso del paso al euro), ¿no es atrevido?

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Y además, ni siquiera pueden tacharme de vendido puesto que soy yo mismo quien se vendió en primer lugar, a
ustedes, y mis bolsas están llenas de su dinero, libremente gastado. Mejor aún, todo aquello que puedan decir
sobre la perversidad de este sistema, ya lo he escrito, lo tienen ustedes entre las manos.
– ¿Y es bueno?
– Inteligente, divertido. También paradójico: hace pensar en un prisionero muy feliz por haber logrado el
derecho de pintar él mismo los barrotes de su celda, lo que no le hace salir. No estoy muy seguro de que siga
muy contento de este libro durante mucho tiempo. Pero es un muchacho con recursos, ha leído, es un caradura,
conduce una emisión acerca de los libros que cada día tiene más espectadores. Ocupa un lugar bien definido
dentro del repertorio francés, el del dandi que irrita y que seduce, desenvuelto y buen duelista a la vez...
– Eso me recuerda al joven Pierre Louÿs, una referencia de calidad, él y sus mujeres, sus amigos ¿Sabe?,
yo también tuve mi círculo. La NRF, al principio, era una banda de dichosos bromistas; vuelva a leer los libros
de José Cabanis.
– Por cierto, ¿qué ha pasado con los otros?
– Bien muertos, gracias. Hay que salirse pronto de una camarilla, antes de convertirse en su servidor. ¿Y
ese Houellebecq que causó tanta algarabía, algo nunca antes visto en la profesión?
– Un pequeño marrullero, no muy claro a primera vista. También tuvo su banda, así como una revista,
Perpendiculaires. Todos en el mismo barco, para lo que está delante, contra lo que estaba antes. Trivialmente
“contra”. Es lo que llamamos la renovación automática de las generaciones. En eso, la revista naufraga y ¿qué
queda? El capitán Houellebecq, desfasado y deprimido, casi afásico y guasón en su fuero interno, del tipo del
que se burla de usted sin que parezca que lo hace abiertamente, para dejarlo con la duda. Un impertinente.
– Pero más bien simpático, ¿no?
– Tres libros sorprendentes, de los que no sabemos si le llegaron naturalmente con esta forma o, al
contrario, si se trata de un inteligente cálculo. Por mi parte, yo me inclino por la primera hipótesis. Para
venderlo, se ha dicho que estaba “muy bien escrito”, etc. Pero no tanto; a menudo es muy torpe, de una ineptitud
lamentable en cuanto el autor quiere hacer cosas bonitas. Como esa gente que carece de gusto y decora su
apartamento sólo con muchas ganas. Así pues, desde el punto de vista estético, un cero completo. Pero tal vez
sea un cero intencional, porque justo después, un diálogo, una descripción en un tono diferente, un cambio de
ángulo de mira, alcanzan una perspectiva que uno no se esperaba. Y la duda se cuela en la mente del lector,
después de un primer mohín dubitativo, hélo aquí turbado por esta cuestión, siempre la misma, que uno se
plantea ante este género sospechoso: “¿y si ese cero fuera premeditado, esta mediocridad intencional? El autor es
muy hábil en este juego. Sin duda alguna se encuentra a sí mismo antipático o tiene miedo de parecerlo, le
divierte mucho dejarnos a nuestra vez con ese malestar, ante el dilema de rechazar o de adoptar. Nos cuenta la
vida de pequeños burgueses aplastados por la máquina social, la cual todavía no se ha dado cuenta de que ella
misma está a punto de ser enviada al desguace, obsoleta que se ha vuelto por los recientes avances de la técnica
genética. Émile Zola descubriendo la clonación. Una nueva humanidad está en marcha, seleccionada e inmortal,
y nos va a barrer como viejos insectos. Mire que ya no estábamos todos los días en nuestro mejor momento
moral y este nos arregla. Pero ¿por qué no?, se lee demasiado bien para estar tan mal hecho como nos lo dicen.
Evidentemente, también tiene algunas ideas…
– Me parece haber oído que el turismo sexual…
– ¡Qué buen oído sigue teniendo en el sepulcro, Maestro! Nada que ver con sus retozos africanos de
antaño. Hoy se habla de charters, de turismo de masas, de la sonrisa de las tailandesas y de la sequedad de las
vaginas occidentales, etc. Se razona en masas, en millones. En guerras de religiones. ¿Es un error? Los
periodistas niegan haber hecho decir a Houellebecq lo que les dijo y que él piensa tranquilamente. Los editores
tiemblan, dudan. Los jurados se abstienen. El público sigue la corriente.
– ¿Y usted?
– Yo elogié Les Particules élémentaires, el aspecto caradura de la empresa, la ambición. Me gusta el lado
dinamitero en camiseta de este hombre, con sus tabletas de Prozac y su perro Clément. Debería usar boina. No
estoy muy seguro de entender bien sus ideas, ni de querer buscar durante mucho tiempo al “verdadero”
Houellebecq, saber quien es “en realidad”, como cuando nos hablan del “verdadero Fulano que nadie
comprende”. De su parte, es un juego de escondite sádico y tristón con los lectores, como puede jugar a lanzar la
bolita a Clément – una vez te la lanzo, una vez te la escondo –, que no es necesariamente mi ideal a la hora de la
siesta. Pero todavía es muy pronto para hablar; seguramente tendrá otras cartas que jugar.
– ¿Y no tienen ustedes nada más alegre?
– Sí, por supuesto. Jean Echenoz, escritor seguro, moderno, sin deslices indecentes, calibrado por Lindon
(ha contado cómo), sin convertirse en un producto de las Éditions de Minuit, guapo, con ingenio, una gran
discreción y talento a granel. Emmanuel Carrère, muy distinguido también, e impecable autor de La Moustache,
de una biografía de Philip K. Dick, de una novela-realidad sobre el caso Romand, el tipo que se hacía pasar por
médico y trucidó a toda su familia cuando lo desenmascararon, y al que al final le salió mal su suicidio. Si todos

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los usurpadores que se pretenden novelistas mataran a su familia, en ciertas parejas podría darse un doble golpe.
– En el fondo, todos los escritores son solteros, incluso los casados.
– No es el caso de Carrère, quien tampoco es un usurpador, sino un elemento de primera categoría. Está
aprendiendo ruso para escribir su autobiografía. Ahí está la prueba de un temperamento valiente y original, ¿no?
– Todo esto está muy bien, muy conveniente, pero dígame…
– Lea entonces a Maurice G. Dantec, le despejará los bronquios de inmediato. Tres enormes novelas
policíacas y dos tomos de un Diario metafísico y polémico aún más volcánico. Nada conveniente, ni
políticamente correcto. A veces dice cosas totalmente disparatadas, lo digo en tono amistoso, y le da por lanzarse
como un desesperado en digresiones aberrantes, o emitir opiniones pasmosas, pero, al mismo tiempo, tiene un
agudo sentido de la fórmula y una energía, una sed, una amplitud, que dejan a la mayoría de sus camaradas en
calidad de enanos de jardín. Es un hombre de los suburbios que lee a Joseph de Maistre y cita a Max Planck, un
guerrero, le aseguro. Con sus excesos, sus humores. A veces se pasa de la raya, pero tiene un real temperamento
de conquistador.
– ¡Ah!, los grandes espacios, la mar. ¡A mi también me hubiera gustado ser marino!
Gide simula con su mano el gesto de enfocar unos gemelos hacia el horizonte.
– Será por el grumete, no más, murmura Mateo.
– En cuanto a mar abierto, tenemos hermosos veleros: Marc Trillard, entre otros, que escribe en Phébus,
uno de nuestros mejores editores. Y Érik Orsenna, quien conoce los grandes oleajes de los ciclos económicos y
los del cabo de Hornos, las mareas del amor y los flujos y reflujos de la política; un hombre con apetitos
múltiples, adorador ferviente de las islas bretonas y de los jardines del rey, enamorado de la gramática, un
regatero muy fino. A Michel Le Bris lo clasificaría más bien con los filibusteros. Un tipo que se reveló en mayo
del 68, cuando lo único que le interesaba era el jazz y el underground made in USA, que inventó un festival de
escritores viajeros en Saint-Malo y luego en Missoula, Sarajevo, Bamako. Escribió una biografía de Stevenson al
mismo tiempo que las aventuras de los piratas en el Siglo de oro. ¡Una lección más de valor! También recuerdo a
Jean Rolin, ese viajero que parece un reportero de guerra de la gran época, que bebía Singapore Sling en el bar
del Hotel Raffle’s, uno de los numerosos hijos de Roger Vailland y de Paul Morand.
– ¿Sus hijos?
– Hijos espirituales, Maestro. Usted también los tuvo... Fuera de ellos, tenemos escritores de lo concreto,
de lo banal.
– ¿Y lo concreto qué pinta tiene?
– Consiste en maravillarse con pequeñas cosas sensibles que todo el mundo conoce. Philippe Delerm ha
reagrupado con verdadero talento varias crónicas cortas en La Première Gorgée de bière, que han tenido un
éxito de librería que ni él mismo esperaba. Habla del placer de beber una caña cuando hace calor, de caminar con
las alpargatas mojadas, de pelar guisantes y así sucesivamente. En cierto sentido, ha permitido que los lectores
sintieran que vivían cosas extraordinarias sin darse cuenta o sin osar hablar de ello. Al escribir y publicar esas
sensaciones, Delerm les confiere una legitimidad existencial y artística. Y cuida mucho de no extraviarse en la
mística, en lo religioso, porque uno podría caer en éxtasis a partir de unas alpargatas, sobre todo mojadas. Como
un Christian Bobin, qui ve a Dios en todas partes. Pero Delerm es un tipo sobrio, con los pies en la tierra, hasta
cuando los tiene húmedos.
– Sin embargo, los franceses adoran las japonecedades, los rebuscamientos caligráficos y laqueados, el
opio de los ricos, etc. Estos galos degenerados están embobados con Asia. Así, ¿por qué no trocar el vino tinto
ordinario por un monumento zen? Apuesto que todavía tienen ustedes novelas sobre la naturaleza, los molinos
malditos, las dinastías de zahoríes. No todo el mundo es Pagnol o Giono, y menos aún François Augiéras.
– Pues sí, todavía quedan escritores del terruño, regionalistas…
– ¡Ah, cállese! Eso me revuelve el estómago. Las epopeyas rurales... tiradas fabulosas, público fiel,
interminables sesiones de autógrafos con la pipa en la boca. Es repugnante. ¡Fuera de propósito!
– En un registro muy diferente, también tenemos toda una gama de intelectuales, como se decía en su
época. Pensadores, humanistas …
– ¡Ah! ¡Ah! Pero cambiaron de opinión, ¿no es cierto?
– ¿Acerca de qué?
– ¡De todo, claro!
– Es lo menos que podemos decir. Tenemos modelos diferentes: el gurú omnipresente en vías de
dispersión insignificante; el ex camarada de trayectoria solemne, romántico perdido que viaja solo y
sombríamente; el profesor de moral, sorbonastro que se hace nudos con sus fichas, el ex izquierdista,
accidentado de la televisión, el psicoanalista de cabaret; en este campo coexisten todos los tipos de belleza, pero
ninguno convence realmente. Es hasta lastimoso para un país con una tradición tan grande.
– Un endemoniado trabajo, el estar comprometido. Entonces, ¿lo dejamos de lado?
– No, todavía no. Hay gente muy buena en este lote, como Bernard-Henri Lévy, Christian Jambet, pero no

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son novelistas, la ficción no es su primera herramienta. Por eso, tampoco me extiendo sobre mi amigo y vecino,
Philippe Sollers, en primer lugar porque él mismo lo hace abundantemente y mejor que yo – somos amigos
desde hace demasiado tiempo como para conocernos bien –, y porque es menos ficcionista que escritor versátil.
Admirable crítico, partidario de las Luces y de la alegría, del amor y de la música, egocéntrico y muy generoso,
el más ágil corredor de todas las pistas que se abren para cualquier cosa, siempre el primero en llegar. Pero temo
hablar más acerca de él: a veces se siente víctima de un complot para amordazarlo.
– Pero si es lo único que se oye…
– ¿Qué quiere usted?, es un juego difícil. Pero tengamos confianza, después de todo, ¿no escribió Portrait
du joueur? Y por último, tenemos universitarios muy serios, menos teatrales, aún cuando muchos se dejan timar
por los primeros y les dedican las tesis más respetuosas del mundo. El espectáculo les fascina. Dejemos en su
sombra propicia a esos terraplenadores del aburrimiento. Sin remontar a los antepasados todavía vivos, puedo
citarle cantidad de universitarios de altos vuelos, desde Jean-Pierre Richard a René Girard, y muchos más. El
hecho es que con el desplome de los grandes sistemas como el marxismo, el estructuralismo, etc., el oficio se ha
vuelto ingrato. Muerte del sistema, dispersión de pensadores. Con los avances desconcertantes de la ciencia,
particularmente en el terreno de la genética, ya no debemos contar con los franceses, sino con alguien como
Peter Sloterdijk, un alemán. Entre nosotros, esa brusca devaluación ha tenido como consecuencia un efecto
Roland Barthes masivo. Cada uno se ha plantado como pensador-artista, a medio camino entre ambos papeles,
evitando las responsabilidades de uno y las exigencias del otro. Todo esto no puede constituir una escuela. Si
deseamos refrescarnos la salud – porque el cerebro es un músculo –, hay que buscar por el lado de los insolentes,
Philippe Muray, destacadamente, autor de un ensayo sobre Céline que marca la pauta, y el gran perdonavidas de
la época con Après l’histoire. Y le recomiendo de manera muy especial a Annie Le Brun, una mujer enérgica e
inflexible, demasiado mujer para ser “feminista”, fiel al surrealismo, al espíritu de Sade y de Roussel, bastante
arisca, pero eso es lo que me gusta, la amistad de los indomables…
– Bueno. ¿Y no tiene nada más en su morral?
– Si, quería hablarle de Patrick Besson, otro irregular, imprevisible y divertido. De Bernard Comment y
de sus hombres-tronco, de Éric Chevillard y de su caucho…
Gide se acerca a mí y me dice en voz baja:
– Dígame, ¿no tiene sed? Vamos sólo nosotros dos…
Mateo, que lo ha oído, se dirige hacia la puerta y la cierra con llave.
– ¡Cerramos!
Apaga las luces del vestíbulo. Gide se levanta, un poco sorprendido, como hombre nada habituado a ser
echado. Le tomo por el codo y le invito a tomar el pasillo que lleva a la escalera de caracol en el centro del
edificio.
– ¿A dónde me lleva? ¿Abajo? Yo mismo, en Les Caves du Vatican…
– No hay ninguna relación. Aquí, nos vamos acercando a los archivos de la Série noire.
Gide abre los brazos, desabotona su abrigo, levanta su sombrero picudo.
– ¡Por fin la novela negra! ¡La novela popular! La literatura policíaca y viajera, la más viva de todas. ¿Ha
leído usted mis viajes al Congo y a la URSS?
– Si, y los retoques a Retour d’URSS, indiscutibles.
– No lo dudo. Escuche, toda mi vida dije muchas cosas buenas de Virgilio y de Shakespeare, sin omitir a
Goethe, ¿no es verdad?
– Por cierto que eso le ganó una respetabilidad bastante ampulosa. Seguir río abajo la corriente del Congo
leyendo a Bossuet, y mencionar el hecho en su Journal suena un poco a pose.
– Acepto el término. Pero el caso es que también me gustaba mucho Simenon, incluso en voz baja. ¡Y
Chandler y Hammett! ¡Y ni qué decir del grandioso Stevenson! En mi obra hay de todo, como en la de Conrad,
lo habrá notado en muchos pasajes, ¿no?
– Por supuesto, Maestro. Y tantas otras cosas más …
– ¿De verdad? ¿Cómo cuáles?
– ¡Cuidado con el escalón! Estamos en una editorial muy buena, pero el techo es muy bajo. La salida es
por aquí, hacia el patio posterior.
– No ha respondido mi pregunta.
– Quiero hacerle sufrir un poco. Por admiración. Se lo diré otro día. Por ahora, sepa usted que un día
Raymond Chandler estará en La Pléiade, como usted.
– Excelente compañía.
– Y que se habla de trasladar a Alexandre Dumas al Pantéon. Un signo de la época. El triunfo de Monte-
Cristo.
– Eso sí que no es para mí. No es mi tipo para nada. ¿Me imagina allá, entre todos esos viejos muy serios?
– No. Para Dumas, es un honor, un desagravio. Pero para usted, sería una especie de malversación. Una

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negación.
– Y seamos claros: lo menos que se puede decir, y lo digo con orgullo, es que nada hice para merecerlo.
Por lo demás, me encuentro muy bien, enterrado en Cuverville. Pero, con todo y con eso, lo que quisiera saber es
qué es un escritor moderno, hoy en día.
Siento invadirme una mezcla de pánico y de aburrimiento. ¿De cuándo data exactamente la palabra
“moderno”? ¿Qué quiso decir Rimbaud con su “hay que ser absolutamente moderno”, que se ha repetido a cual
más sin pensar en ello realmente? ¿Será Françoise Sagan más moderna que Madame de La Fayette? ¿Daniel
Pennac más moderno que Benjamin Constant? La presencia de objetos modernos, recientemente creados, armas,
ordenadores, como accesorios en una novela, ¿ayudan a que ésta sea moderna? ¿Cuáles son las situaciones y los
sentimientos modernos, desconocidos antes, fuera de las peripecias relacionadas con los adelantos técnicos? ¿El
avión, el correo electrónico han o no han cambiado profundamente ciertos aspectos del amor, de la soledad, del
duelo? Y si el cambio fue profundo, ¿lo percibimos en toda su magnitud? ¿hemos encontrado el estilo para dar
cuenta de ello? ¿No somos en primer lugar sensibles a las apariencias, tan sensibles que nos quedamos ahí, en
esa superficie observada apasionadamente, con una discreción, una parálisis casi patéticas y clínicas que nos
impiden traspasarla, penetrarla, ir más allá, atrás, mirar el reverso o el fondo, según el giroscopio de cada quién,
dado que todas las investigaciones son consideradas como inoportunas, no elegantes, en desuso? Estamos todos
fascinados por esta caricia de los ojos sobre el mundo aparente, constatado, dejado intacto. Los jóvenes
novelistas estadounidenses describen este universo de superficies lisas y de marcas registradas, sin que
entendamos muy bien aquí el carácter violento de la sátira que se esconde en esta descripción donde las
emociones están prohibidas. ¿Es eso la modernidad? ¿O se trata de un instante de anestesia histórica, un
anquilosamiento del corazón ante la aceleración del tiempo? ¿Lo moderno es lo más cercano a nosotros en el
tiempo? ¿Es moderno Gide? Desde mi punto de vista, sí, pero él debe interrogarse sobre su posteridad; adivino
que una fórmula de cortesía no lo dejará satisfecho.
Se apaga el sistema automático de iluminación.
– ¡Ah!, dice Gide divertido, supongo que es para la ambientación.
– No, Maestro. Debo decirle que la Série noire ya no es lo que era antes. Todo cambia…
Le ayudo a subir una pequeña escalera en la penumbra y empujo la puerta de emergencia indicada por
una lamparilla. Afuera el aire está fresco y algunas linternas iluminan el patio.
– Pero, ¿a dónde vamos?
– Salimos a la calle. Regresamos al mundo real, a los sueños que él engendra y a los que lo sostienen. Ya no
escuchamos a los críticos ni a los que nos dan lecciones, abandonamos los programas, los dogmas, las divisiones
entre géneros, impuestos por hábitos o por sugestiones comerciales, manías de clasificación, policíacas, negras,
ciencia ficción, etc. Todo ha explotado. Y escribimos novelas.
Me volví de pronto, una vez más con la impresión de hablar solo, para comprobar que Gide, como de
costumbre, había hecho la pregunta, eludido la respuesta y se había largado. Una sana costumbre aprendida en el
más allá. Pero sobre el adoquinado, en la oscuridad, recogí su colilla humeante del Chesterfield, con un filtro de
corcho como ya no se fabrican desde hace años, que me probaba, con su brasa todavía ardiente, que yo no lo
había inventado todo aquella tarde.

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Seuil, 2001 Gallimard, 2000 Les Roses de Pline,
2-02-038112-5 2-07-075781-1 Gallimard, 1987
2-07-071098-X
Modiano, Patrick Sirène,

16
La Dernière Fête Gallimard, 1983
de l’Empire, Simon, Claude 2-07-024881-X
Rocher, 1995 La Route des Flandres,
2-268-01999-3 Minuit, 1960 Portrait du Joueur,
2-7073-0629-0 Gallimard, 1984
2-07-070317-7
Tout ce que je sais Histoire,
de Marie, Minuit, 1967 La Guerre du Goût,
Gallimard, 2000 2-7073-0353-4 Gallimard, 1994
2-07-076026-X 2-07-073902-3
La Bataille
Robbe-Grillet, Alain de Pharsale, Passion fixe,
Les Gommes, Minuit, 1969 Gallimard, 2000
Minuit, 1953 2-7073-0354-2 2-07-074905-3
2-7073-0256-2
La Chevelure Paradis,
La Jalousie, de Bérénice, Seuil, 2001
Minuit, 1957 Minuit, 1984 2-02-049996-7
2-7073-0054-3 2-7073-0660-6
Tournier, Michel
L’Année dernière Discours de Stockholm, Vendredi ou
à Marienbad, Minuit, 1986 les Limbes du Pacifique,
Minuit, 1961 2-7073-1073-5 Gallimard, 1967
2-7073-0311-9 2-07-026312-6
L’Acacia,
Pour un nouveau roman, Minuit, 1989 Les Météores,
Minuit, 1963 2-7073-1296-7 Gallimard, 1975
2-7073-0062-4 2-07-029207-X
Sloterdijk, Peter
Le miroir qui revient, Essai d’intoxication volontaire. Le Vent Paraclet,
Minuit, 1985 Conversation avec Carlos Gallimard, 1977
2-7073-1007-7 Oliveira, 2-07-029618-0
Calmann-Lévy, 1999
Rolin, Jean 2-7021-2981-1 Le Roi des Aulnes,
Zones, Gallimard, 1996
Gallimard, 1995 Règles pour le parc humain. 2-07-027397-0
2-07-074128-1 Une lettre
en réponse à la Lettre sur Wiazemsky, Anne
L’Organisation, l’humanisme Mon beau navire,
Gallimard, 1996 de Heidegger, Gallimard, 1989
2-07-074551-1 Mille et une nuits, 2-07-071686-4
2000
Traverses : récit, 2-84205-463-6 Marimé,
NIL, 1999 Gallimard, 1993
2-84111-113-X Critique 2-07-038797-6
de la raison cynique,
Schuhl, Jean-Jacques Bourgois, 2000
Rose poussière, 2-267-00527-1 Hymnes à l’amour,
Gallimard, 1972 Gallimard, 1996
2-07-028187-6 Domestication de l’être, 2-07-074301-2
Mille et une nuits, 2000
Ingrid Caven, 2-84205-503-9 Une poignée de gens,
Gallimard, 2000 Gallimard, 1998
2-07-075948-2 Sollers, Philippe 2-07-074676-3
Femmes,

17
Una década novelesca

Lakis Proguidis

Lakis Proguidis, escritor, fundador (París, 1993) y director de la revista L’Atelier du roman, también es autor
de tres ensayos dedicados principalmente al arte de la novela: Un écrivain malgré la critique. Essai sur
l’œuvre de Witold Gombrowicz (Gallimard, 1989),
La Conquête du roman. De Papadiamantis à Boccace (Les Belles Lettres, 1997, prefacio de Milan Kundera);
De l’autre côté du brouillard. Essai sur le roman français contemporain (Nota Bene, Canadá, 2001).

18
Quien intenta esbozar un panorama de las obras significativas en la novela francesa de los últimos años se
enfrenta a un dilema sin igual: ¿cuáles escoger? La interrogante es menos retórica que ontológica, pues no
resulta únicamente de las legítimas dudas del crítico con respecto a su objetividad, sus conocimientos y su
pertinencia – resulta más que evidente que ante tal empresa, uno expresa su punto de vista y uno se expone o,
de lo contrario, nunca habrían existido ni el diálogo estético ni la vida literaria. Esta interrogación se debe al
hecho de que sufrimos sin cese las consecuencias de un mundo que lo ha apostado todo a lo efímero, en
detrimento de lo durable. Yo no puedo argumentar aquí sobre esta impresión. Considerémosla como un
axioma. Sin embargo, el axioma no parecerá tan alejado de la realidad si intentamos responder a la siguiente
pregunta: ¿se puede imaginar un debate de fondo, un análisis, un descubrimiento tardío o incluso un
redescubrimiento relativo a una novela publicada tres o cuatro años antes? Si le falta la fe en aquello que va a
durar, sin el sentimiento de formar parte de un mundo que desafía automática, visceral y sistemáticamente al
tiempo del calendario, que se opone a todo aquello que se consume o incluso que se gasta, pasa y se pierde sin
retorno, la crítica literaria no tiene ningún sentido por la simple razón de que el juicio estético está
ontológicamente ligado a la permanencia. He aquí, pues, el terrible dilema: ¿hablar de los libros que han
tenido repercusión o que son susceptibles de tenerla y que, con toda seguridad, serán eclipsados por aquellos
que la tendrán aún más, o callarse? No obstante, este dilema que planteo tiene un valor únicamente teórico.
Porque hoy en día, y muy felizmente, el crítico no está solo para rumiar sus paradojas y reexaminar lo pasado
por alto. Si observamos bien, veremos que a su lado se encuentra el novelista que transpone, como conviene a
su oficio, cualquier cuestión procedente del mundo, en este caso aquella de lo efímero y de lo durable, como
un enigma existencial. Efectivamente, durante los últimos diez años, varios novelistas han mostrado con sus
obras, quiero decir indirectamente, que en esto existe una problemática en cierto modo más fértil que los
dilemas del pensamiento. Así, ante la comprobación abrumadora de la victoria definitiva de lo provisional,
responden a través de un nuevo cuestionamiento: ¿y si tratásemos de entender de donde viene y a donde se
dirige el hombre enterrador de toda idea de perennidad? ¿Y si nos interesáramos más en la realidad, el
psiquismo, el comportamiento, las costumbres, las ambiciones, las invenciones y las utopías de este hombre
que, en el fondo, sólo desea una cosa: no durar más allá del tiempo de una moda? No esperemos soluciones
definitivas; lo que cuenta, es el programa artístico. Es esta inmensa promesa de una verdadera creación
novelística la que debe atraer nuestra mirada. Volvamos a plantear nuestra pregunta inicial: ¿Qué escoger?
Ciertamente, ya no debemos buscar la obra que durará entre aquellas que, inocente y estilísticamente, han
sido concebidas “para durar” – una más de las etiquetas bien administrada por el mundo perpetuo del cambio
–, sino entre las obras destinadas a escrutar los misterios del hombre efímero. ¿Qué escoger? Precisamente las
novelas escritas para comprender las nuevas relaciones del hombre con el tiempo y, en general, aquellas que
hablan de un mundo que, por estar en total ruptura con el precedente, no está por tanto desprovisto de interés
novelesco: es, más bien, lo contrario.

Para empezar por lo esencial, tres novelas me parecen particularmente reveladoras; las tres son del mismo
año, 1997, escritas en el centro de esa década, y tratan sobre ese capítulo del tiempo, la manera específica de
vivir el tiempo, propia del hombre contemporáneo. Se trata de On ferme de Philippe Muray, Des hommes qui
s’éloignent de François Taillandier, y de Drôle de temps de Benoît Duteurtre. Los títulos ya son
suficientemente evocadores: cerramos, nos alejamos, entramos en un tiempo extraño, inhabitual. Como si
tomásemos la decisión de volver irrevocablemente la página, como si nos embarcásemos en un navío que ya
no acostará nunca en puertos familiares. O, por el contrario, porque eso también existe, como si nos
despertáramos bruscamente en un “allá” mágico que correspondiese punto por punto al mundo real, excepto
por su peso. En estas novelas, varias veces encontraremos las dos caras de la moneda: ora un mundo que se
quiere radicalmente otro con respecto a lo que ha sido hasta ayer, ora un mundo que aspira a lo idéntico y
piensa perpetuarse tal cual para toda la eternidad. Nada más humano, se dirá, que estar constantemente
expuesto a deseos contradictorios. Sin embargo, lo que distingue nuestro mundo – el mundo del que hablan
las novelas significativas es, por supuesto, también el nuestro, pero clarificado, iluminado, como si lo
viésemos por primera vez a la lectura de esas novelas –, lo que constituye la especificidad de ese mundo, es su
convicción de que es posible vivir a la vez lo otro y lo mismo, su persistencia en no encontrar en ello ninguna
contradicción. Miente, evidentemente, pero no de manera ordinaria. Miente porque utiliza un lenguaje cuyas
palabras y conceptos han sido trucados.

19
Es, en primer lugar, para hacer frente a ese lenguaje falsificado que he escogido las novelas citadas antes de
pasar a una visión de conjunto. De manera ejemplar, las tres nos instalan desde el principio en la verdad
novelesca – para recordar la excelente obra de René Girard, única por su comprensión profunda del arte de la
novela, Mensonge romantique et vérité romanesque. Lo que significa que estas novelas nos proporcionan
generosamente material existencial para llegar a leer pertinentemente las palabras clave de nuestro mundo.
Son por lo tanto novelas que nos ayudan a comprender que cuando usamos la palabra “otro”, dejamos
entender “vacío”. En apariencia, soñamos con la alteridad; de hecho no producimos otra cosa que la nada.
Nos lanzamos en busca de descubrimientos extraordinarios; en realidad acumulamos proyectos abortados.
Sólo creemos en el cambio, nuestra anorexia existencial es tan grande que cualquier nuevo inicio ya está
socavado. Y es también así, siguiendo siempre el camino de la verdad novelística, que comprenderemos que
al hacer uso de la palabra “mismo” debemos entender “espectro” – esa palabra esencial en el pensamiento de
Jean Baudrillard. Ciertamente nada nos impide seguir creyendo que se trata todavía de la misma tierra, del
mismo idioma, de las mismas instituciones, de las mismas relaciones humanas y de la misma correspondencia
entre el hombre y el más allá; a decir verdad, no es así en modo alguno. Ese “mismo” que vemos, es el
“mismo” desprovisto de su alma, el “mismo” vampirizado, el “mismo” que ha perdido su razón de ser. Ahora
que las palabras exactas han regresado a su lugar, tenemos algunas oportunidades de entender concretamente
el mundo. Un mundo cuya hiperagitación oculta el hecho de que ya no está tocado por la gracia de la
creación. Un mundo que, en consecuencia, se permite todas las audacias y todas las libertades, convencido en
su fuero interno de que todo eso no tiene ningún sentido, ningún efecto palpable, que todo ello se desarrolla
en un universo fantasmagórico, inconsistente, irreal, abstracto.

Abstracto. Llegamos a la palabra clave. On ferme, Des hommes qui s’éloignent, Drôle de temps, todas las
novelas importantes de la década en cuestión sólo manifiestan una sola y única preocupación: ¿cómo arrancar
al hombre de la hidra de la abstracción? Pero se preguntará uno, ¿no es precisamente esa preocupación lo que
define propiamente a la novela? Evidentemente, Muray, Taillandier, Duteurtre practican el mismo arte que
Cervantes o Flaubert, y renuevan la misma tradición, el mismo ideal artístico: enfrentar lo concreto de la
existencia a las quimeras de la abstracción. Salvo por esta diferencia capital: los predecesores se enfrentaban a
un hombre amenazado sin cese por la potencia hipnótica de la abstracción; hoy en día, es el mundo entero el
que sucumbe a ella. Tan es así, que la preocupación del novelista adquiere una importancia de vida o muerte:
¿logrará introducir, reintroducir, lo concreto de la vida, lo prosaico, lo material, lo trivial, el fracaso, la
muerte, es decir, la verdad novelística en este mundo que parece entregado en cuerpo y alma a lo abstracto?
Es más, que constituye lo abstracto.

He comenzado este “balance” con el dilema ontológico del crítico. Resulta que el novelista se topa, a su vez,
con su propio dilema y que ambos dilemas se conjugan. Sus contenidos se mezclan, dan vuelta en torno al
mismo pozo vertiginoso, son el resultado del mismo problema fundamental: el de la fuga del hombre fuera del
tiempo, el de la emergencia de un hombre que busca por todos los medios (su técnica, sus pasatiempos, su
espiritualidad, su sexualidad) salirse del tiempo histórico. (Señalemos que el tiempo histórico concuerda con
la noción de permanencia. El tiempo ahistórico no conoce la duración, sino únicamente la fosilización de sí
mismo.)

Si nos contentamos con identificar la forma de una obra de arte con su aspecto externo, ningún elemento de la
forma nos autoriza a comparar las tres novelas antes citadas. Ni tampoco su contenido, si aceptamos por
contenido las historias que ellas cuentan. No obstante, las tres son un testimonio del dominio de la
abstracción, las tres constituyen versiones del “hombre sin tiempo”. Por añadidura, las tres resultan
indispensables para comprender las profundas mutaciones de la prosa francesa actual y la amplitud de su
renovación. Tal vez aún sea temprano – y en este punto de la distancia con la obra observada, como ya hemos
dicho, no debe perderse de vista nunca el ritmo apremiante que impone a la crítica concienzuda el espíritu del
tiempo – para defender su valor artístico en una perspectiva mundial. Pero es tiempo, es incluso urgente,

20
resaltar su significación, su lugar central con respecto a un período novelístico durante el cual una multitud de
obras han dado prueba de una extraordinaria originalidad y de una sorprendente capacidad para interesar a un
público muy amplio. Digo sorprendente porque hay que reconocer que el lector que aspira a una cierta calidad
había empezado, desde hace dos o tres décadas, a resignarse exclusivamente a la novela de laboratorio.

On ferme, en primer lugar. Novelón o “novela río”, se habría dicho de ella en otro tiempo. Salvo que no se
trata de una novela familiar o histórica, puesto que habla de un personaje sui generis. De un personaje que no
es determinado ni por su familia ni por la Historia, ni por sus relaciones con su patria, con Dios, con los
conflictos sociales, etc., ni por su sexo ni, sobre todo, por su edad; más precisamente, de un personaje liberado
de la cruel cuestión de la edad. Él, el personaje, es joven siempre o, para ser más exactos, está totalmente
inmunizado contra todo impulso de madurez. Se llama Homo festivus. Decir que está en todas partes resulta
una redundancia. Es el alma de un mundo festivizado, festivocrata y festivolatra. Del mundo en fiesta. Del
mundo que ya no celebra la fiesta sino que se ha convertido, horizontal y verticalmente, en fiesta, en un
inmenso carnaval non-stop las 24 horas del día y los 7 días de la semana. Resulta inútil decir que es el
personaje superpositivo de nuestra época, aquel cuya “positividad” haría palidecer de envidia a los más
grandes héroes del extinto realismo socialista. Le dice si a todo, está resueltamente del lado del Bien y, cosa
curiosa, sin demasiados esfuerzos, puesto que, mediante decretos sucesivos, ha relegado al Mal, todo el Mal,
al pasado. Él no disfruta, es la encarnación del disfrute. No festeja; es la hipóstasis de Dionisio. No sufre la
erosión del tiempo; es la personificación del idilio festivo, o dicho de otra manera, del no tiempo. Pero resulta
curioso: ¿cómo la humanidad no había pensado antes en ello? Tenía sin embargo la experiencia. Sabía muy
bien que sus carnavales anuales y sus verbenas repartidas a lo largo del calendario permitían al hombre
evadirse del tiempo, detener la marcha ineludible del tiempo, mecerse momentáneamente en la ilusión de la
abolición del tiempo. Pero en fin, más vale tarde que nunca. Helo aquí, nuestro famoso Homo festivus que se
yergue con toda su autoridad, con toda su masa, contra la humanidad de antes, que restaura la fiesta perpetua
y gana decididamente la partida al tiempo. No hace falta decir que al final nuestro personaje provoca – ¿se da
cuenta? – las mayores catástrofes. Tampoco hay que decir que lo que leemos no es una diatriba socio
filosófica ni tampoco una letanía profética y apocalíptica, sino una novela en la que la risa se mezcla con la
inteligencia, una fiesta de la imaginación sostenida por un verbo en el que se enlazan la insumisión de
Rabelais, la lucidez de Balzac y el espíritu burlón de Céline. ¿Una fiesta? ¿Otra más? Pues si: la novela, en
sus momentos más afortunados, se nutre del mismo veneno que el resto del mundo.

En la obra de Taillandier se mata al tiempo de otra manera, pero no menos eficazmente que en la de Muray.
Des hommes qui s’éloignent es la historia de Xeni quien, apenas con un poco más de cuarenta años, se
suicida. La historia, es demasiado decir; para estar seguros de no traicionar la lógica de la obra, habría que
hablar más bien de la no historia de Xeni. Porque en la novela descubrimos este hecho extraordinario: no
contamos con ningún medio para encontrar un camino que nos lleve hasta la vida secreta de una persona. La
paradoja es significativa: ¿cómo pretender seriamente hoy en día, en la era de los Big Brothers y demás
reality shows, que el camino hasta la intimidad está cerrado? No obstante, es precisamente lo que sucede en
esta novela. Y no debe asombrarnos sobremanera. ¿Qué es lo que nos seduce en una novela lograda si no el
aspecto paradójico de la vida? Y aún más, ¿sería válida una novela si no fuese más allá de la paradoja? Es esta
paradoja relativa a la transparencia total de la vida de los hombres y de las mujeres de nuestro tiempo, este
exhibicionismo tan orgullosamente reivindicado por nuestras sociedades, lo que se pone a prueba en Des
hommes qui s’éloignent. Finalmente, y aquí la paradoja alcanza su máxima expresión, la novela de Taillandier
hace más que desmentir un cliché. Habla del hecho que, en ese lugar antaño llamado “plaza pública” y
recientemente transformado, bajo la batuta de los medios de comunicación, en alcoba colectiva, nadie se
interesa realmente en nadie. Nos habla del hecho de que este inconmensurable deseo de confesión que se
apodera de nuestras sociedades no es otra cosa que el complemento psíquico de seres humanos que no tienen
ganas de conocer nada de la vida de sus semejantes. Y nos lo prueba esta novela, que marca un cambio de
rumbo inquietante en la historia de la novela. Señala la pérdida de todo interés en nuestro prójimo, amigo,
pariente o simplemente extraño. Pero algunos dirán: ¿y qué? ¿no ha sido el hombre jamás otra cosa que un
animal egoísta, cínico, sordo al destino de los demás? El hombre si, pero no la novela. La novela ha venido al
mundo porque, justamente, queríamos saber todo sobre la vida de un hombre (la vida entendida como un
todo, incluyendo la muerte). Mientras que, a propósito de la historia de Xeni que se suicida, el novelista

21
confiesa abiertamente su total impotencia para proponer el eslabón que falta entre el Xeni vivo y el Xeni
muerto. Y no sólo el novelista, sino también quienes rodean a Xeni, sus amigos, sus colegas, el barrio, la
ciudad, la sociedad, el mundo entero. Hablamos, nos confesamos, nos exponemos, nos interrogamos,
preguntamos, fingimos interesarnos en todo y en todos y ¡hala!, en el instante decisivo en el que todo se
hunde en el hoyo negro de la existencia, ¡nadie! Silencio, mutismo generalizado. Si, hemos llegado hasta
aquí: la Vida (con mayúsculas, por favor) pertenece a todos, pero la muerte es desde ahora un asunto
estrictamente privado. Al final de cuentas, esta transparencia tan aclamada por las masas no significa gran
cosa. Sólo concierne a aquello que ha sido previamente declarado del dominio de lo transparente, es decir, la
vida limpiada de la negrura de la muerte. Se ha decretado visible la parte visible de la vida y se ha echado
lejos la oscuridad suprema que constituye la muerte. Así, por lo menos las cosas son claras: vemos lo visible
en todo su esplendor y nos esforzamos por olvidar esos cuantos instantes que, de vez en cuando, perturban la
claridad del conjunto. De la misma manera, en Des hommes qui s’éloignent, nadie, ni siquiera el novelista, se
empeña en comprender el evento impenetrable, lo que es totalmente distinto a la ausencia de explicación. La
explicación siempre puede dejar algo que desear. Es precisamente la ausencia del deseo de obtenerla lo que
resulta sorprendente en este caso. Afortunadamente, y en esto reside todo el arte de Taillandier, la novela va
más allá de la comprobación de este hecho. El escritor demuestra, mediante un magnífico regreso a los
orígenes inextinguibles de lo novelesco, que la aceptación de la muerte como parte integrante de la vida no
depende solamente de la simple realidad – lo que, para no olvidar las enseñanzas de On ferme está lejos de ser
el caso en la era festiva –, sino también, y sobre todo, del imperativo moral de la libertad humana y que, visto
desde este ángulo, el camuflaje de la muerte al que aspiran nuestras sociedades es sinónimo de servidumbre.

La novela de Benoît Duteurtre, Drôle de temps, nos habla de otra servidumbre, igualmente de actualidad. La
obra está compuesta por seis novelas cortas autónomas pero no totalmente independientes: los mismos temas
son vividos por personajes diferentes, un poco a la manera de Kundera, aunque aquí, la forma esté todavía
más dislocada que en la novela de Kundera Le Livre du rire et de l’oubli, por ejemplo. Por lo demás,
encontramos los mismos bosquejos, precisos e insólitos, escenas de la vida que recuerdan los dibujos
humorísticos de Sempé. El conjunto está trabajado con una extrema economía de adornos retóricos – no
podemos dejar de evocar a Beckett. Este eclecticismo estético, reciamente marcado por un don de
observación sin igual y una ironía personal e inimitable, refleja bastante bien los gustos del autor de Requiem
pour une avant-garde (Robert Laffont, 1995), ensayo crítico contra un cierto modernismo sectario y purista, o
incluso puritano. Son, por lo tanto, los gustos de un escritor moderno “antimodernista” los que impulsan a
Duteurtre a abrazar y a emular a sus colegas que han sabido mantener con la modernidad relaciones libres y
lúdicas. Esto explica en gran parte la disparidad de la composición, tan característica de su obra en su
conjunto. Disparidad que, en el caso de Drôle de temps, es tanto externa (yuxtaposición de partes autónomas)
como interna: encontramos en la obra ora una novela clásica, ora un reportaje, luego una mini novela, y así
sucesivamente.

A esta polifonía formal hay que añadir las variantes relativas al personaje que alberga por partes iguales al
autor en persona, a un narrador neutro, distanciado, y a seres ficticios. Creo que estos breves comentarios
bastarían para hacernos pensar que, más allá de todas las emulaciones creativas, la verdadera fuerza de
Duteurtre es la novela picaresca, salvo porque al pícaro de Duteurtre no le gusta la aventura. Tal vez es esta
ausencia de peripecias lo que le obliga con tanta fuerza a repetir sus tentativas ¡Pero es en vano! Dondequiera
que vaya (al campo, a la ciudad, a la casa de amigos), cualquier cosa que haga (enamorarse, tratar de
evolucionar con su tiempo, optar por la melancolía de los artistas), siempre llega al mismo resultado: la
aventura menos su realidad. ¿De dónde viene este sentimiento? Del hecho de que nuestro héroe se mueve en
un mundo dividido en dos mitades irreconciliables: de un lado, el bienestar del hombre moderno con, en
correlato, la destrucción frenética de todo aquello que pueda obstaculizar sus apetencias; del otro, la
momificación del pasado, la transformación del mundo en decorado, la imagen fija, el museo. Situación
nunca antes conocida por el pícaro de antaño quien, si se lanzaba a la aventura, era porque el mundo entero
palpitaba, nacía, tomaba forma y sentido, cambiaba, se creaba pues, bajo sus pasos. Al mundo de Drôle de
temps sólo se le pide una cosa: simular la agitación. Así, casi en el mismo momento en que Philippe Muray
realiza el descubrimiento novelístico de la fuga fuera del tiempo a través de la magia festiva, cuando François
Taillandier nos propone reflexionar sobre el sentido y la consistencia de una vida desembarazada de la

22
muerte, Benoît Duteurtre nos proporciona una tercera versión del reino de la abstracción: vivir en el interior
del neomundo, donde la creación ha sido interpretada de una vez y para todas, y donde al hombre sólo le resta
aprovechar el usufructo.

Si confiero un interés prioritario a la novela francesa de la última década, es porque estoy persuadido de su
valor excepcional y del potencial creador que entraña. Sin embargo, temo que tenga muchas dificultades para
hacerse conocer, sobre todo en el extranjero, dado que ya se ha vuelto costumbre considerar a la literatura
mundial de acuerdo con ciertas características sumarias y colectivas, y nunca asomarse a lo inesperado, a la
sorpresa, a las escasas obras que revolucionan la imagen oficial y oficializada, imagen que a menudo ha sido
forjada con base en criterios e intereses extraliterarios. En efecto, quienes mantienen cualquier tipo de
relaciones con lo que sucede fuera de Francia, en el extenso mercado mundial de la novela, conocen muy bien
la reticencia de los editores extranjeros con respecto a la producción novelística francesa, artísticamente
válida, de las últimas décadas. Se le juzga de manera casi automática, sin argumentos y sin pruebas. Abundan
las etiquetas: ombliguista, vanguardista, autobiográfica, elitista, cerrada al resto del mundo, formalista,
alejada de la vida real, etc. Ciertamente, podríamos considerar que se trata de prejuicios – que, por lo demás,
lo son en su mayoría – e ignorar el hecho. Salvo que, a aquel que se interesa realmente en la suerte de la
literatura y de los valores artísticos, le es imposible ignorarlo; a fuerza de ser repetidos, esos prejuicios
“bloquean” ya no solamente las buenas novelas, sino también la reflexión y la política que debe ser puesta en
obra para defenderlas.

A la dificultad, digamos endémica de un mercado condicionado por las etiquetas, y para no perder de vista la
gravedad del problema del tiempo, habría que añadir la que proviene exclusivamente de nuestro modo de
vida: justamente, no tenemos tiempo. No se nos deja el tiempo de reflexionar, de releer ni de analizar las
novelas que se distinguen por sus novedades y su singularidad. No obstante, esas novelas existen pero, ¿qué
tan lejos irán?

Durante las últimas décadas varios novelistas, independientemente de su edad y de su antigüedad en el oficio,
han publicado obras sobresalientes. Para dar una idea más precisa de lo que considero, durante el siglo
pasado, como un momento de los más afortunados de la literatura francesa, mencionaré unas cuantas de esas
obras, en el orden cronológico de su publicación. Se trata de una lista reducida al mínimo estricto, indicativa,
que no pretende ser exhaustiva ni mucho menos infalible.

1992: Le Libraire et son pygmée de Cyrille Cahen,

Texaco de Patrick Chamoiseau,

Tout doit disparaître de Benoît Duteurtre.

1993: Sa femme de Emmanuèle Bernheim,

Vétérinaires de Bernard Lamarche-Vadel.

1994: Extension du domaine de la lutte


de Michel Houellebecq.

1995: La Classe de neige de Emmanuel Carrère,

La Chambre d’amour de Christophe Ferré,

23
Suerte de Claude Lucas,

La Gloire des Pythre de Richard Millet,

La Lenteur de Milan Kundera,

La Puissance des mouches de Lydie Salvayre.

1996: L’Organisation de Jean Rolin.

1997: Drôle de temps de Benoît Duteurtre,

Roxane de Michel Host,

Histoire d’amour de Régis Jauffret,

L’Identité de Milan Kundera,

On ferme de Philippe Muray,

Lu de Morgan Sportes,

Des hommes qui s’éloignent de François Taillandier.

1998: Les Particules élémentaires de Michel Houellebecq,

Madame Rose de Michel Déon.

1999: La nuit où Gérard retourna sa veste de Jacques Lederer,

Une désolation de Yasmina Reza,

Anielka de François Taillandier.

2000: Porté disparu de Fernando Arrabal,

La mer à boire de Dominique Carleton,

L’Adversaire de Emmanuel Carrère,

Le Tour du propriétaire de Nicolas Fargues.

2001: Taisez-vous… j’entends venir un ange de Michel Déon,

Comme un bruit d’abeilles de Mohammed Dib,

Le Voyage en France de Benoît Duteurtre,

Une réunion pour le nettoiement de Jacques Jouet,

24
Rosie Carpe de Marie NDiaye.

A pesar de que los autores de todas estas obras no constituyen un grupo con una homogeneidad estética cierta,
todos comparten un punto común muy importante: ninguno tiene necesidad de pertenecer a un grupo. Se trata
de artistas que trabajan solos, individuos distintos que no han participado en ningún cenáculo, que no han
buscado la inspiración en los ucases de los vanguardistas ideológico-políticos y que sienten una desconfianza
visceral por las escuelas, familias y otras curias. Evidentemente, concluirán algunos, ha terminado el tiempo
de esas vanguardias que, para valorizarse, declaraban caduco el pasado en bloque y se empeñaban en contener
el espíritu creativo mediante la tenaza ideológica. Es cierto, pero si no tenemos la intención de convertirnos
en apologistas del mundo en su estado actual, no debemos olvidar que, si bien la guerra nefasta de las
vanguardias ha terminado, lo debemos principalmente a escritores que nunca dejaron de creer en el individuo
ni de practicar su arte en completa libertad. Algunos de esos escritores figuran en la lista anterior. Los demás,
los más jóvenes, son sus dignos herederos.

¿Cuál es el resultado? Una prodigalidad formal, temática y semántica que no habíamos visto desde hace
mucho tiempo. No se descarta a priori ninguna conquista del pasado, no se excluye ninguna audacia. No
obstante, debemos evitar ver en esta riqueza, en esta diversidad, en este florecimiento de la novela, el signo de
una coquetería postmodernista, de una producción arbitraria, de sincretismos abstrusos y de realizaciones in
vitro. En efecto, este follaje multiforme que no se parece a ningún árbol tiene raíces. Para poner cada cosa en
su lugar y no abusar de metáforas sin verdadera relación con el proceso artístico, habría que decir más bien
que el follaje crea sus propias raíces. Porque, a pesar de que los novelistas de quienes hablamos no pertenecen
a grupos protectores y promotores, tienen en común, además de su individualismo, una cosa mucho más
importante para el arte novelístico: un agudo sentido de la realidad. Sin tener que adherirse previamente a
cualquier interpretación prefabricada de lo real (sociológica, política, psicológica, psicoanalítica,
desconstruccionista y sus combinaciones), entran, por sus libros, en mundos insospechados, oscuros, mundos
desconocidos para nosotros los mortales sobreinformados e internetizados. Estos autores no lamentan la
ausencia de autoridad intelectual, al contrario, podría decir que la aprovechan para convertirse en una especie
de sabuesos solitarios. Cada uno sigue su pista; cada uno está inmerso en el universo misterioso que hierve
bajo este mundo que creíamos creado para toda la eternidad. Sus novelas son brechas abiertas hacia eso que
está latente en las profundidades del hombre moderno, exploraciones de aquello que se prepara en las
tinieblas de su alma. Sin soporte puntual y, sobre todo, “condenados” a no tener ningún vínculo con escuelas
ni familias artísticas, estos escasos espeleólogos de la realidad – me refiero en particular a los novelistas que
maduran artísticamente durante esta década – afrontan tal vez riesgos que en el pasado nunca conocieron sus
ilustres predecesores.

Una década novelesca no tiene por qué corresponder con una del calendario. Por ejemplo, la mía se inicia en
1992, con la publicación de Tout doit disparaître, de Benoît Duteurtre, de Texaco, de Patrick Chamoiseau, y
de Le Libraire et son pygmée, de Cyrille Cahen. Es el año de la inauguración de Disneyland París, a saber, de
la primera incursión masiva, soberbiamente sostenida por los capitales americanos, del infantilismo en
Europa1. Pero hay de infantilismo a infantilismo. El de los americanos está fuertemente marcado por la
tendencia al embellecimiento, al kitsch escandaloso y al ostracismo definitivo del Mal. Está dirigido a niños
infantilizados, disneylandizados, falsificados, a niños que han perdido – o para ser más exactos, que fingen
haber perdido – su realidad, su mundo oscuro e impenetrable donde bullen indistintamente crueldad e
inocencia. ¿Cuál será el futuro de Europa después de esta fecha fatídica? Nadie puede saberlo. Lo que sí es
seguro, es que esta implantación de un país de diversiones – de un país concebido por el pueblo
disneylandizado, para el pueblo disneylandizado y con el pueblo disneylandizado – en el corazón de Europa
marca, con todo el peso de un evento histórico mayor, el hecho de que, de ahora en adelante, se preferirá la
vida en su versión cartoon que en su cruda realidad, y que se huirá del mundo de lo concreto para vivir en el
mundo de la maqueta.

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Regresemos a nuestra lista. ¿Es necesario recordar que la divinidad que indica discretamente a la novela el
camino correcto a menudo se llama azar? Ese azar ha querido que el mismo año en que la infantocrática
tendencia americana erigiese su primera fortaleza en Francia, se publicaran las novelas de Duteurtre, de
Chamoiseau y de Cahen, esas novelas que podemos leer (retrospectivamente) como formidables señales de
alarma. Es cierto que, con respecto a sus autores, difícilmente encontraremos puntos comunes. Benoît
Duteurtre, con apenas poco más de treinta años en el momento de la publicación de Tout doit disparaître,
duda entre la carrera de profesor de piano, la de periodista o la de escritor. Llegado a París desde su dulce
Normandía, ya ha expresado en dos libros anteriores el desconcierto de un joven provinciano enfrentado a la
vida caótica de la capital. Patrick Chamoiseau, el martiniqués, es un autor ya reconocido. Solibo Magnifique,
su anterior novela que mezclaba estupendamente lo insólito, la risa popular y la crítica social, lo impone como
un novelista muy importante no solamente en las Antillas, sino en la Francia metropolitana, la cual se apresta
a recibir y a coronar – Texaco, Goncourt 1992 – un idioma francés visto, vivido y genialmente revivificado
por los escritores criollos. Cyrille Cahen es pedopsiquiatra, casi sesentón y Le Libraire et son pygmée es su
primera novela.

Los libros de estos escritores difieren aún más entre ellos que sus autores. Tout doit disparaître es la historia
de un periodista especializado en la actualidad musical que recorre Francia, envía sus artículos a los
periódicos y redacta sus observaciones llenas de gracia y de amargura frente a un país que se da un nuevo
look a la carrera – “que está en plena expansión”, según la jerga de los periodistas, los economistas y los
hombres políticos. Texaco es una epopeya, la historia de un pueblo que, salido de la esclavitud, se arracima
algunas décadas más tarde en los barrios de chabolas; es también la historia de una mujer, descendiente de
esclavos, que lucha contra viento y marea, contra los gigantes petroleros y sus vasallos, contra los urbanismos
y demás ordenamientos territoriales, para salvar su casucha, para salvar su pedazo de tierra, para echar raíces,
para perseverar en el sentimiento de que el hombre no es un detrito que estorba en el paisaje urbano y que
ninguna política de revalorización del suelo puede barrerlo. En cambio, Le Libraire et son pygmée es lo
contrario de una epopeya, es la historia de un joven simple, contento de lo poco que tiene, de su trabajo como
empleado en una pequeña librería, de su vida sentimental poco exaltante, contento en resumidas cuentas de
vivir su vida apacible, al margen de una sociedad que sólo tiene ojos para las “Ciudades del éxito”2. Ahora
bien, es precisamente sobre ese punto del éxito que se inicia su drama chusco, porque él no tiene derecho a no
tener ambiciones. No obstante vivir en una sociedad que tolera todos los excesos, que legaliza todos los
caprichos de sus sujetos, nuestro héroe sólo conocerá de su sociedad el odio implacable hacia todos aquellos
que no “se mueven”. Olvidemos a los loosers y a todos los antihéroes del período negro de la humanidad. En
esta novela de Cyrille Cahen, hasta los mendigos ven con malos ojos a este joven que sólo desea
profundamente una cosa: que el mundo desacelere su ritmo.

A primera vista, tenemos por lo tanto tres temperamentos novelísticos diferentes y tres obras relacionadas con
situaciones disímiles. Sin embargo, basta un poco de atención para comprender que esas tres novelas nos
hablan de lo mismo. De personas que sufren no a causa de las condiciones de vida desfavorables, de
calamidades independientes de su voluntad y de sus deseos, de injusticias, etc., sino debido a un mundo que
pretende sólo desear su bien. Manifiestamente, se trata de una experiencia humana nunca antes vista, cuando
el individuo se afirmaba, siempre con respecto a un entorno social, familiar o cultural a priori hostil a sus
deseos y a sus proyectos personales. Ahora es lo contrario: el mundo se manifiesta como un conjunto de
operaciones y de iniciativas que pretenden el bienestar de todos, el confort de todos, la felicidad de todos, la
alegría de vivir de todos. Tomemos un ejemplo del mundo de antaño: la guerra. ¿No era la guerra el Mal? De
acuerdo, pero veamos también lo que sigue: puesto que es el Mal, cualquiera que escapa a ella recibe al
menos la aprobación tácita de todos. Sin embargo, el urbanismo (Texaco), la transformación de un país entero
en decorado de teatro (Tout doit disparaître), o la carrera desenfrenada hacia el éxito (Le Libraire et son
pygmée), son personificaciones del Bien. En consecuencia, no someterse a ellos no puede ser sino una
extravagancia de la naturaleza humana. Tanto más cuanto que, y es este un punto sobre el que debemos
insistir, no puede oponerse abiertamente ni al urbanismo ni a todos los bienes que el mundo le propone, dado
que el sujeto también cree sinceramente en su necesidad.

Seguramente resultaría una pérdida de tiempo si, tratando de comprender el mal que produce el Bien,

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leyésemos cada tratado que se ha escrito en la materia (filosóficos, antropológicos, sociológicos, etc.). Las
ciencias del hombre no están hechas para explorar las paradojas existenciales3. En cambio, estas tres novelas,
sobre un fondo imaginario diferente, son escenificaciones de la misma situación paradójica. En ellas podemos
seguir la marcha triunfal del mundo que va de lo bueno a lo mejor, en la cual todos participan y,
paralelamente – pero, ¡oh!, eso sólo sucede en las novelas que se obstinan en dudar de todo – tenemos la
impresión de que el hombre es una tara, que el hombre de carne y hueso está a la zaga de esta marcha, como
un lastre incómodo.

No podría trazar con precisión el túnel que conduce de la disneylandización de la vida a los descubrimientos
de Duteurtre, de Chamoiseau y de Cahen. Hoy en día, en la era de la infantilización generalizada, una
reflexión detallada y argumentada sobre este misterio me parece superflua. Este importante giro novelístico,
esta búsqueda de las víctimas del Bien, sólo ha podido iniciarse en el momento en el que la humanidad
canalizaba todos los bienes potenciales que le era posible hacia su Bien supremo: el Niño.

Que el lector me perdone el haber reunido de manera un poco escolar las treinta y cuatro novelas que
mencioné antes. Mi único fin era dar una imagen más o menos representativa de la novela francesa más
reciente, que desde mi punto de vista experimenta, durante este período, un verdadero renacimiento. Y peso
mis palabras. Por lo demás, la aparición durante esos mismos años de un novelista de la talla de Michel
Houellebecq bastaría para justificar esta opinión. Y Houellebecq no cae del cielo. Sin querer en modo alguno
restarle valor a sus obras, ha habido otras tan esenciales que las han precedido y las han sucedido. Diría
incluso que la obra novelística de Houellebecq, traducida ya en varios idiomas, una vez aislada de este
período, permanecerá incomprendida en gran parte. Es más, si su estética no se relaciona con los enigmas,
con las inquietudes y con las conquistas artísticas de su época, esta obra será desechada por los golpes
mediáticos, desaparecerá detrás de su transformación en evento paraliterario, será reducida a un montón de
provocaciones y de geniales intuiciones.

En esta perspectiva tal vez sería interesante abordar, a través de algunas de esas treinta y cuatro novelas, los
tres temas indispensables para comprender los retos estéticos del período concernido: la relación con la
tradición reciente, la continuidad del idioma, la ruptura creativa. Es a través de las soluciones concretas a los
problemas que siempre plantea a los artistas el pasado de su arte, que los novelistas en los que pienso han
podido infundir a la novela francesa un nuevo impulso y conferirle su lugar particular en el mundo.

Empecemos por la relación de esos novelistas con la tradición reciente.

Sólo hasta la década de los noventa hemos dejado de proyectar toda obra con un cierto valor sobre el extinto
Nouveau Roman (nueva novela). Hasta entonces, era casi un ritual: no podíamos concentrarnos en tal o cual
obra para destacar su novedad, había primero que examinar si dicha obra era capaz de suscitar entre los
doctos vanguardistas y otros especialistas, tanto interés como el nouveau roman. ¡Si, por lo menos,
hubiésemos comparado las obras! Pero no, comparábamos los conceptos y las intenciones, latentes o
explícitos, de laboratorio. A decir verdad, sería injusto imputar al comentario esa carencia. La circunscripción
fue principalmente artística. Era la novela misma la que miraba de soslayo hacia esos períodos gloriosos
cuando en París se confeccionaba la moda literaria para el mundo entero. Era la novela misma la que dudaba
en lanzarse sobre pistas absolutamente nuevas, en exponerse sola sin el confortable carapacho de una
originalidad adquirida de una vez y para siempre o, aún más, en ser capaz de revolucionar totalmente los
datos. Desde este punto de vista, dos novelas de 1993, Vétérinaires, de Bernard Lamarche-Vadel, y Sa
femme, de Emmanuèle Bernheim, me parecen reveladoras de la perseverancia de una cierta disciplina
sólidamente formalista de los años cincuenta y sesenta tanto como de formidables precursores 4.

En efecto, en Vétérinaires, cohabitan de manera conflictiva, explosiva, los códigos fijos de la “escuela de la
mirada” con la imprevisibilidad de la naturaleza. Es la historia de la ascensión de un veterinario a las más
altas instancias de la prestigiosa y todopoderosa Unión de Veterinarios. De hecho, se trata del descenso, de la
parodia en la forma debida de todas las cuadrículas interpretativas de lo real. Es el derrumbe de una realidad
concebida in vitro ante la fuerza – felizmente – incontrolable de la naturaleza animalista. Es nouveau roman

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desde el momento en que la “mirada”, una vez obtenida su extrema “objetivación” se anula bajo las garras de
un perro. Es la puerta que se abre súbitamente a la vida. Se deja entrar al aire. Pero no se sale de la habitación.
Es una novela en la que se sigue explorando la técnica de un ojo que se substituye al pincel, respaldado por
una ironía a veces feroz – por momentos autodestructiva, que recuerda Le Bavard (1946) de Louis-René des
Forêts –, a veces sutil y discreta que nos hace pensar en L’Acacia (1989) de Claude Simon.

En la obra de Emmanuèle Bernheim podemos encontrar el mismo género de cohabitación. Aquí, es el


“minimalismo” de la primera época de los años setenta y ochenta, y decididamente, la “impasibilidad” de los
años ochenta, lo que rivaliza con la impetuosidad. Es el caso principalmente de Sa femme. En la superficie, la
calma, la frase es moderada, corta, fácil. Contentémonos con narrar, parece decir la autora, lo poco que hemos
sentido y lo poco que tenemos que decir. Sin embargo, bajo la capa se esconde el acero: una mujer que liga.
¿Y qué?, dirán algunos. Sólo que el caso no es tan sencillo. Porque esta heroína novelesca que liga no es un
caso más en la vasta literatura erótica, sino el síntoma de una nueva humanidad, de una nueva era erótica, el
signo de que Don Juan ha cambiado de sexo, lo que tiene enormes consecuencias. Porque, nos dice Sa femme,
el hombre desposeído de su, quizá único, papel de seductor, ocupará en el nuevo reparto del juego erótico un
lugar mucho menos importante que aquel que ocupaba antes la mujer oprimida. Y esta revelación novelística
está vestida con un atuendo sencillo, cotidiano, como si ya se tratara de una situación trivial. Otra vez, aquí, el
éxito viene del hecho de que se ha trastocado la forma inicial de su destino presupuesto: lo “poco de
expresividad literaria”, no es para representar lo “poco de existencia” sino, al contrario, para enfocar y mirar
con la prudencia necesaria los monstruos que duermen en las entrañas de nuestro mundo. Es también – para
no perder de vista los pocos logros de antes de nuestra década –, el caso de Vies minuscules (1984), de Pierre
Michon, novela que presenta otra pareja antitética: una retórica extremadamente trabajada, suntuosamente
acompasada, para narrar la trivialidad de la vida, de los bajos sucesos diversos. Ejemplo que será retomado y
maravillosamente enriquecido por Richard Millet en su trilogía La Gloire des Pythre (1995), L’Amour des
trois sœurs Piale (1997) y Lauve le pur (2000). Lo que resalta claramente en estas obras (Vies minuscules,
Vétérinaires, Sa femme), digamos de transición con respecto a las verdaderas conquistas novelísticas de la
década de los noventa, es que exponen las formas artísticas ya asimiladas a las fuerzas aleatorias de la
existencia. Hay que esperar a Extension du domaine de la lutte (1994), de Michel Houellebecq, y On ferme
(1997), de Philippe Muray, para que la interrogante existencial se regenere en formas nuevas, adecuadas, para
que el juego formal esté otra vez lleno de los misterios indescifrables del mundo.

Observación que nos lleva al segundo tema, el de la continuidad del idioma porque, si bien podemos redefinir
por completo el juego formal y, cuando es necesario, abandonar los terrenos áridos de los logros literarios
más reciente, arbitraria y abusivamente lúdicos, a favor de los frescos sotos de lo prosaico, ¿podemos
olvidarnos de la preocupación que han mostrado por el idioma los grandes escritores franceses? Ahora bien,
objetarán algunos, ¿cuál es el escritor que no se interesa en su idioma? Ciertamente, estoy consciente de la
tautología: escritor es igual, en primer lugar, a preocupación principal por el idioma de su país. Salvo que, en
Francia, esta evidencia tiene un sentido diferente. La preocupación del escritor francés por el idioma de su
país abriga en ella la preocupación por la lengua de una civilización. Por razones históricas y culturales, a lo
largo de los siglos los escritores franceses no sólo han perfeccionado un idioma nacional, sino que, al mismo
tiempo, han edificado una civilización. De modo que, hoy en día, en cada retroceso del francés, en cada
encogimiento de su territorio cultural, muere un aspecto del mundo, expira uno de nuestros mundos, como
expiraron el mundo griego y el mundo latino. Y este retroceso, como cualquiera lo sabe, es real, inevitable,
definitivo. ¿Con qué valentía, con qué perspectiva y en nombre de qué ilusión se pondría alguien hoy a crear
en francés, sabiendo que Rabelais, Balzac, Proust y Céline han escrito sus obras en un idioma condenado a
morir? ¿Por qué escribir si no es para perseguir la grandeza? ¿Por el honor? ¿Para aislar el espléndido edificio
de antaño en una reserva natural? ¿Para transformar el universo de ayer en “excepción”? Ningún otro escritor
amenazado por la dominación lingüística anglosajona vive hoy el drama que vive el escritor francés. ¿Qué
hacer?

En esto también corresponde a los años noventa aportar una respuesta que, si bien no es suficiente para
alcanzar la salvación, y con razón, al menos tiene el merito de la honestidad artística. Antes de evocarla, es
necesario recordar aquí un afortunado acontecimiento. En 1995, Milan Kundera publica La Lenteur, su

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primera novela escrita directamente en francés. Un gesto significativo por partida doble: en primer lugar, se
trata de una muestra de solidaridad, de una defensa del idioma francés en el momento en que, después de la
caída del comunismo, presenciamos cómo los bastiones francófonos de ayer, como la República Checa,
Polonia y Rumania, sucumben uno tras otro al empuje del inglés. En segundo término, a la luz de esta novela,
podemos descubrir los profundos vínculos del autor de La Plaisanterie con la herencia cultural francesa. La
Lenteur es una sorprendente confrontación novelística entre el libertino siglo XVIII y el siglo XX que agoniza
en el frenesí y la velocidad. Sabemos cual de ambos ha ganado la batalla en el mundo real. Consolémonos sin
embargo, en la ficción, el triunfo es para la lentitud. O, para no traicionar la poética resueltamente anti-kitsch
del novelista, dejemos de lado nuestros entusiasmos quiméricos y escuchemos la queja que sale de ellos: ¡ah!,
si el francés, ese francés en el que sigue reluciendo el franco amor por el placer, pudiera al menos frenar un
poco nuestra loca carrera hacia ningún lado.

¿Y si presentáramos de otro modo esta queja? ¿Si ya no pidiéramos al francés verse morir con amargura? ¿Si
nos sublevásemos? ¿Si intentásemos desvelar el mundo que está matando al mundo francés? ¿Si nos
interesásemos más en esta nueva civilización planetariamente unificada, con el sello anglosajón, que despunta
en el horizonte? Tal es, me parece, la apuesta de Richard Millet, el autor de Sentiment de la langue (1993), un
ensayo sobre la lengua francesa trabajado más o menos en la misma época en que se publicó La Gloire des
Pythre, el primer libro de su trilogía “campesina”. Muy felizmente, ni la prensa literaria ni las librerías
pasaron por alto la importancia de esta novela. Me parece, sin embargo, que se hizo demasiado énfasis en el
excelente trabajo de Millet sobre el idioma –plenamente justificado tanto por su novela como por sus trabajos
de ensayista –, pero que se dejaron en la sombra las razones profundas que empujaron al novelista a esa labor
preciosa sobre las palabras, sobre las frases y el ritmo. Se ha aplaudido este idioma suntuoso, este idioma que
abarca de la misma manera la muerte, la mierda y la plegaria, el duelo y las nupcias, la crueldad y el canto –
pero, ¿para hacer qué? ¿con qué objeto? ¿No es acaso porque el lenguaje de esta trilogía, especialmente el de
La Gloire des Pythre, una lengua lenta como un canto fúnebre, envolvente como un sudario, robusta como el
mármol, es para acompañar un entierro? Y no cualquier entierro. Aquí, en esta novela, se entierra a la misma
tierra, se entierra a la noche, que triunfa siempre sobre todas las empresas humanas, se entierra al gran tiempo
destructor, nuestros idilios efímeros y nuestras tentativas por ocultar su dominio despiadado. Si, aunque
resulte paradójico, en esta novela asistimos al entierro de la muerte o, lo que viene a ser lo mismo, a la
domesticación total de la naturaleza, a su servidumbre, a su transubstanciación en decorado.

Es pagando este alto precio, a través de esta toma de conciencia aguda y última de la naturaleza del fin que se
inicia en la muerte del francés, que esta lengua desempeñará un papel artístico de primer orden en el mundo
entero. Si el francés todavía aspira a gloriosas conquistas debe, sin tergiversaciones y sin efectos especiales,
describir y desmitificar la mentira ontológica de la civilización ascendente, la primera en la historia de la
humanidad que, absorta en sus fantasmagorías tecnológicas, ya no quiere oír hablar de la muerte.

Sin embargo, Richard Millet no es el único novelista que reivindica la creatividad del francés. No es el único
en haber dado la espalda a los artificios literarios, a los experimentos tediosos y a las voces de alarma
corporativistas; no es el único que ha comprendido la urgente necesidad de dar testimonio del hecho de que
acabamos de despertar en un mundo nuevo, radicalmente distinto de todo lo que se nos había dado a conocer
hasta ahora. Dicho de otro modo, para pasar al tercer tema, el francés sólo existirá como una fractura que
divida al mundo como es hoy y al que parece llegar.

No se trata de un radicalismo ficticio, monótono, teórico; no es un radicalismo de posiciones tomadas y de


desmitificaciones sacadas del arsenal de la verborrea subversiva. Es un radicalismo novelístico: a través de la
novela, vemos lo que todavía no habíamos visto, vemos “en novela” la amplitud y la profundidad de las
destrucciones que se avecinan. Así, todas “mis” novelas, y otras cuya existencia probablemente ignoro,
refuerzan el sentimiento de que nos enfrentamos actualmente a un mundo absolutamente nuevo. Cabe señalar
que ese mundo, que ha vuelto caducos los antiguos modos de percepción, espirituales, conceptuales y
artísticos, sólo se entregará al arte que se atreva a verlo como realmente es, es decir, como un mundo que ha
cortado todos los puentes con el pasado.

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Recurriré una vez más a algunas novelas de mi lista para dar una imagen de este radicalismo novelístico.
Extension du domaine de la lutte de Michel Houellebecq prueba – quiero decir novelísticamente, y no volveré
más sobre semejante evidencia – que la sociedad humana ¡ya no existe! Ha sido remplazada por la de los
altos ejecutivos. En su caso, emplear el término de sociedad puede ser abusivo. Habría, más bien, que hablar
de un rebaño de nómadas, o incluso de mónadas ejecutando una suma de actividades para excitarse
mutuamente y creer así que forman una verdadera comunidad. En La Classe de neige de Emmanuel Carrère,
vivimos la pesadilla de un niño cuyo padre es pedófilo. No obstante, más que la narración novelística de un
suceso, se diría que se trata más bien del derrumbe de un mundo desde sus fundamentos. Porque en la persona
de ese padre de familia afectuoso y de ese chico que tiembla por una inquietud innombrable, vemos a nuestra
sociedad en su terrible desnudez: después de trivializar el vicio, esta sociedad tiembla ahora ante la
posibilidad de que cualquier apacible familia, normal y próspera, pueda engendrar monstruos. Con La
Chambre d’amour de Christophe Ferré, visitamos ese mundo de visitantes comúnmente llamados turistas: no
esperemos encontrar aquí consideraciones sociológicas u observaciones tontamente irónicas contra los
turistas. De hecho y para ser más exactos, a esos turistas no se les ve aquí. En cambio, aquí, descubrimos el
mundo del alma turistizada, descubrimos el homo touristicus cuyo cerebro está constituido únicamente de
tarjetas postales, de fotos y de reflejos precatalogados por las agencias de viajes – y eso desde la más tierna
infancia. En La Chambre d’amour (es el nombre de un hotel), no se ve el mundo, se le filma, habiéndose
convertido el hombre en cineasta, actor y espectador de escenas mil veces recicladas. En esta novela no se
vive, todo el ser participa a la turistización del mundo. En La Puissance des mouches de Lydie Salvayre,
también asistimos a una especie de rodaje. Un hijo parricida interpreta magistralmente su inculpación; es él
mismo quien dirige la investigación, quien clasifica los eventos, quien supervisa el acta de acusación. ¿Cuál
es el resultado? Se gana la simpatía de todos, incluyendo la del lector de la novela. Nos encontramos en los
antípodas del Meursault de L’Étranger, héroe trágico de un mundo absurdo. El héroe de La Puissance des
mouches no es trágico, es astuto. Conoce perfectamente todos los engranajes de nuestro mundo visceralmente
antiautoritario, todas nuestras teorías y alegatos a favor del “hijo” contra el “padre”. No le queda, pues, sino
preparar la escenificación de la justicia superior a aquella de las leyes, la justicia de los hijos acusadores, tanto
mas temibles cuanto que son criminales. Otra novela, Histoire d’amour de Régis Jauffret, llega en cierto
modo al mismo resultado: el crimen ya no es difícil, basta con traducir correctamente la lógica profunda del
mundo. En Histoire d’amour, un hombre viola sistemáticamente a una mujer, y toda la sociedad (parientes,
justicia, compañeros de trabajo, amigos, vecinos) se muestra impotente ante su fuerza destructiva. ¿Por qué?
Porque la viola con simpatía, por amor. Porque pretende estar enamorado de ella. Porque él sueña con una
familia, un hogar, hijos. Porque, a priori, él está del lado del Bien. De la violencia gratuita, dirán algunos.
Rectifiquemos con base en la novela: es la violencia que llamamos “gratuita” por no haber admitido que ya
vivimos en un mundo nuevo y por no haber comprendido su lenguaje. Y las cosas siguen así en numerosas
novelas. Con Roxane de Michel Host, es la aniquilación del erotismo por el mecanismo bien aceitado del sexo
para todos. Con La nuit où Gérard retourna sa veste de Jacques Lederer, y Une réunion pour le nettoiement
de Jacques Jouet, es la desaparición del mundo del trabajo ante el triunfo de los especialistas en economías.
Con Une fuite ordinaire de Fabrice Lardreau, es la pérdida del contacto con el mundo por las riquezas
ficticias de las tarjetas de crédito. Con Une désolation de Yasmina Reza, y Rosie Carpe de Marie NDiaye, es
la eliminación del hombre por su integración, tan deseada, en la utopía ultramoderna del bienestar. Y así
sucesivamente, novela tras novela, se revela esta certeza que, aún cuando es ignorada por las ciencias del
hombre, está sin embargo bien instalada en nuestras almas: en este, el mejor de los mundos que es el nuestro,
todo va al revés.

Tal vez estemos tentados de explicar el radicalismo de la novela francesa contemporánea por los cambios
profundos que han tenido lugar en nuestro mundo desde hace una buena docena de años: caída del
comunismo, triunfo planetario de la ideología del mercado libre bajo la estricta vigilancia de Estados Unidos,
oleada de guerras étnicas, de terrorismo, de fanatismo religioso y de bandolerismo, consolidación y ascenso
espectacular de la Pax americana a través de guerras que parecen juegos electrónicos de tamaño natural,

30
desarrollo por todas partes de la biotecnología, la clonación, el sida, mundialización, unificación del planeta
bajo el signo de la comunicación informacional, crecimiento exponencial del ocio, alineación de la tierra
entera con la cultura y el modo de vida americanos y todo lo demás. No obstante, me parece vano, e incluso
falso, justificar ese radicalismo de esta manera. La renovación novelística de la que hablamos aquí es, en
primer lugar, contemporánea de estos importantes eventos. Por otra parte, no hay que olvidar que la novela no
es un espejo. Ni un decorado. Es más bien un “observador” que forma parte del juego. Un arte vivo. Un arte
en el que se mezclan en caliente nuestros deseos más profundos, nuestras inquietudes más justificadas y
nuestros proyectos contradictorios. Un arte que puede, por lo tanto, ayudarnos a comprendernos mejor y a
captar mejor todo lo que emerge en el mundo, todo lo que hemos aprendido a ver con la intermediación de los
mass media, sin examinar jamás los resultados existenciales, ya sea como catástrofes o bien como avances
que lleven a la humanidad hacia la salvación. El papel de la novela no es condenar ni aplaudir las nuevas
situaciones en las que evoluciona el hombre, sino encontrar en ellas lo que las diferencia radicalmente de
todas las precedentes y, paralelamente, hacernos comprender que el hombre no es ni víctima ni cómplice del
mundo, sino, potencialmente, las dos cosas a la vez ya que podríamos decir que lo precede. Esto explica el
extraño sentimiento que a veces experimentamos a la lectura de una gran novela. Tenemos la impresión de
que aquello que consideramos como real responde a un deseo socarronamente anidado, antes de su
“realización”, en el foro interno del hombre. El mérito de ciertas novelas francesas recientes reside en haber
descubierto ese deseo, en haberlo seguido a través del laberinto de la existencia y en haberlo plasmado en
numerosas experiencias artísticas. Ese deseo tiene un nombre: abstracción. O, en otras palabras, preferimos la
imagen a la cosa real. Nada de todo eso que sucede actualmente en el mundo sería posible sin la llegada de un
nuevo hombre, de un hombre que aspira a la abstracción, de un hombre que consagra deliberadamente a la
abstracción su existencia, sus dioses, sus bienes y sus proyectos.

Empecé estas reflexiones con algunas observaciones sobre la crítica literaria que traiciona su esencia cuando
se somete a los imperativos del calendario editorial. Si ese fuera su única desventaja, la situación no sería tan
catastrófica. Tarde o temprano se vería claramente que la novela francesa no solamente vuelve a dar signos de
vida, sino que ya impone, en Francia y en el extranjero, su voz única. No obstante, es preciso hacer notar que,
en su feliz retorno al escenario, la novela francesa se encuentra terriblemente sola. Los pocos ensayos teóricos
y críticos publicados hacia fines de los años noventa continúan tranquilamente la discusión, con el extinto
estructuralismo y la crítica literaria universitaria, en torno a problemas pseudoestéticos que esta crítica ha
notado, a falta de novelas que marquen un nuevo inicio. De esta manera, el divorcio se ha consumado: por un
lado, una crítica que se contenta con su propio comentario sobre ella misma; por el otro, la novela que, de
tanteo en tanteo y de audacia en audacia, ha reconquistado su lugar de directora del juego literario. ¿Sola?
Sería más justo decir que con el apoyo generoso de sus antepasados. Porque si bien es difícil encontrar la
aportación de la crítica institucionalizada a los novelistas que se han alejado de la literatura de “laboratorio”
para volver a beber en el manantial de la vida real, no podemos callar el hecho de que, en sus obras, vuelven a
vivir todos los grandes ignorados por el modernismo dogmático de la segunda mitad del siglo XX, como
Valery Larbaud, Jean Giono, Marcel Aymé y tantos otros.

Aún cuando en este fin de siglo la crítica literaria ha estado ausente de la creación verdadera, no podemos
decir lo mismo de la crítica en general. Tres ensayos se distinguen de manera particular por su concordancia
con las preocupaciones mayores de los novelistas. El primero en el tiempo, L’Empire du bien, de Philippe
Muray, publicado en 1991, podría ser considerado como el comentario anticipado de toda creación novelística
ulterior. La idea es que nuestras sociedades han optado masivamente por la “Glucocracia” (del griego glucos,
dulce), por el kitsch, por el embellecimiento mediante el camuflaje. Habiendo sido definitivamente borrados
de la superficie de la tierra los monstruos de Stalin y de Hitler en las cercanías del tercer milenio, el hombre,
aliviado, se autoproclama totalmente del bando del Bien. De modo que, a partir de ese momento “histórico”,
todo se vuelve más fácil: sólo le queda tirar a la basura de la Historia la Historia misma con todas sus guerras,
odios y exterminios. Y si la realidad desmiente constantemente esta abstracción flagrante, pues tanto peor

31
para ella: la realidad será, ella también, sólo una sobreviviente del pasado, una sobreviviente de la época del
Mal.

Los otros dos ensayos fueron escritos hacia finales de la década: Vivre et penser comme des porcs (1998), de
Gilles Châtelet, y L’Enseignement de l’ignorance (1999), de Jean-Claude Michéa. El primero habla de
nuestra Ciencia, que corta orgullosamente sus amarres con el ser humano, con el hombre concreto, con su
realidad social, política e histórica. El otro habla de nuestra Escuela que, habiendo remplazado el saber por la
información y la transmisión por las redes, los flujos, los contactos y los deseos virtuales, aísla al hombre de
su pasado y de sus semejantes.

Estos tres ensayos giran en torno al mismo fenómeno: la entrada arrolladora de nuestras sociedades en la era
de la abstracción. Sus autores, a partir de perspectivas diferentes (ética, cognitiva y social, respectivamente),
crean o reinventan conceptos adecuados para comprender mejor los múltiples aspectos de esta nueva era. Sin
embargo, el panorama descrito por el espíritu crítico quedaría incompleto sin la búsqueda novelesca, sin el
descenso hacia los misterios infinitos de la existencia.

Sería erróneo interpretar la ruptura de esas cuantas novelas con el pasado más reciente como una huída hacia
el futuro. Al contrario, podemos hablar legítimamente, en este caso preciso, de una fuga hacia el pasado.

A veces, al leerlas y releerlas, tengo la impresión de que esta ruptura abiertamente ostentada no es otra cosa
que un esfuerzo por reanudar los vínculos con el pasado más remoto.

La mayoría de las veces, veo en este renacimiento novelístico una respuesta artística singular a los reproches
que Witold Gombrowicz, ese enfant terrible del modernismo, dirigía a la novela francesa, en 1968, en sus
entrevistas con Dominique de Roux:

“Primero: es teórica. Intelectual. Fabricada. De inspiración científica. Abstracta. El arte de rodillas ante la
ciencia, que lo maneja a su antojo. Segundo: los novelistas viven aislados. El uno escribe para el otro. Es el
principio de la admiración mutua. Tercero: es pobre. Su objetivo será siempre de economía, pureza,
quintaesencia, “el arte por el arte”, “la escritura por la escritura”, “la palabra por la palabra”. Cuarto: es
ingenua. La fe en el arte. La fe en el mito “soy creador”, “soy artista”. Quinto: es monótona. Todos escriben,
más o menos, la misma cosa. Sexto: está en la luna. No tiene los pies sobre la tierra. Abstracción. Obstinación.
Solipsismo. Onanismo. Deslealtad con respecto a la realidad.”

Y un poco después:

“Sólo cosechan lo que sembraron. Han perseguido tanto a ese desventurado “yo”, que han llegado a una
literatura impersonal, abstracta en consecuencia, irreal, artificial, cerebral, pusilánime, desprovista de fuerza,
de impulso, de frescura, de originalidad, y obstinada en el fastidio. ¡Dónde están, pues, los buenos tiempos
cuando Rabelais escribía como un crío hace sus necesidades contra un árbol, para aliviarse! ¡El viejo tiempo
cuando la literatura respiraba a todo pulmón y se creaba en libertad, entre la gente, para la gente!”

Ignoro si “los buenos tiempos de Rabelais” han regresado. Ni siquiera me atrevo a soñar con tanta felicidad.
Lo que sé con certeza es que, durante esta década, la novela francesa ha contestado punto por punto las
acusaciones bienintencionadas del autor de Ferdydurke.

Y, sobre todo, ésta.

32
En todas esas novelas hay risa.

Dado que la risa es lo propio del hombre, es también probablemente su único y último recurso para luchar
contra los demonios de la abstracción.

33
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36
Defensa e ilustración de la prosa francesa
Jean-Pierre Salgas

Nacido en 1953. Crítico desde 1983 (La Quinzaine littéraire, La Revue parlée del Centro Pompidou, Art-
press, France-Culture, Vient de paraître). Autor de la película Christian Boltanski, signalement (Centro
Pompidou, 1992) y de Witold Gombrowicz ou l’Athéisme généralisé (Seuil, 2000).
Comisario de la exposición 1968-1983-1998: Romans, mode d’emploi (ADPF, Ministerio de Asuntos
Exteriores, 1998). Profesor de historia y de teoría del arte en la Escuela Nacional de Arte de Bourges. En
prensa, en la editorial Belin: Prose au-devant du nouveau (1968-2001: la evolución literaria en Francia)

Para Idée

2001-1998-1968:
historia de un viraje

1968-1983:
de la “era de la sospecha”
a la del “placer del texto”

1983-1998:
Ménard, Don Quijote, Borges.
más allá de la sospecha

1998-1983:
metamorfosis de Lázaro.
por debajo del texto

1968-1998-2001:
en el viraje de la historia

bibliografía:
historia – teoría de la literatura
prosa

37
2001-1998-1968: historia de un viraje

2001 año teórico... Director de la editorial Éditions de Minuit desde 1947 (secundado por Alain Robbe-Grillet
de 1955 a 1984), Jérôme Lindon desaparece en abril. Simultáneamente, responsable de Apostrophes desde
1975, y luego de Bouillon de culture a partir de 1985, Bernard Pivot se va por segunda vez. Esto es como un
condensado de lo que ocurrió en el campo literario francés de 1968 a 1998: la derrota (provisional) de lo que
encarnaba el primero (la autonomía, tal como había sido inventada a mediados del siglo pasado, y la
modernidad) ante la Restauración (el regreso de los “veteranos y húsares” descritos por Bernard Frank en
1952, nueva versión: los «Laclave» y Les Inrocks…1), el éxito exponencial de todo aquello representado por
el segundo (la heteronomía total y el espectáculo que recubre la Restauración misma, una “literatura visceral”
de un género no previsto por Julien Gracq en 1949). Para convencernos habría que leer los centenares de
páginas publicadas en la prensa, de homenaje del vicio a “la esencia de la virtud literaria” (Echenoz), al
heroísmo del primero 2 y del vicio al vicio convertido en virtud del segundo, tanto los incontables clones de
la emisión empujan los límites de la sumisión del libro al espectáculo 3. Dicho en otras palabras: en 1968, “el
escritor francés” se llama Julien Gracq, santificado por su rechazo al premio Goncourt en 1951, y su
Littérature à l’estomac (aún más que Hervé Bazin, aconsejado por los profesores con “vipère au poing”, Boris
Vian, leído por los alumnos de secundaria, Philippe Sollers, por los estudiantes, o el principiante Michel
Tournier) –, recordemos que es la época en la que la cultura más contemporánea es editada en libros de
bolsillo («Idées» y «Poésie»– Gallimard, el Nuevo Roman y el izquierdismo en las ediciones 10/18,
convertidas después en «Folio»); en 2001, el escritor se llama Frédéric Beigbeder, el hombre de los medios de
comunicación moralista al estilo de Jean-Edern Hallier, animador de televisión adversario de la “subcultura
periodística”, perfectamente descrito bajo la identidad de “Boris Fafner” por Philippe Sollers (Femmes, 1983)
… Bajo el aplauso generalizado, publica una historia de la literatura del siglo XX en forma de comentario de
una encuesta de opinión: Dernier Inventaire avant liquidation: “El estatuto del mandado ha remplazado la
estatua del comendador.” Treinta años después de mayo de 1968, es la idea misma de literatura (la realidad de
la edición, de la crítica, de la librería) lo que ha cambiado. A la manera de Chateaubriand, habrá que hacernos
a la idea de que, nacidos en un mundo, moriremos en otro, más allá de las mutaciones del campo literario: el
campo de ruinas del Berlín de Alain Robbe-Grillet en La Reprise (2001) podría representar una buena
metáfora. Y para atenuar, o agravar, el problema, no debemos olvidar que el Regreso al orden y el Devenir-
espectáculo surcan todos los aspectos de la cultura (desde la nueva filosofía, en 1997, hasta la “derrota del
pensamiento”, en 1987, a través del arte contemporáneo desde 1983, etc.; en el centro de este odio del
“pensamiento 68”, está la contestación de la Revolución escrita por un François Furet en 1989, con, como
escenario de fondo, el vaivén Este-Oeste / Norte-Sur).

2001, año teórico... La “confusion des lettres” (Michel Crépu) parece haber llegado a su máximo: el principal
innovador de los años 80 (del Méridien de Greenwich, 1979, a Nous trois, 1992), Jean Echenoz, “fue en
busca” del Goncourt en 1999, perdiéndose las nupcias de lo “real” y de lo “contemporáneo”, y dejando a
Michel Houellebecq la tarea de hacer pasar lo segundo por lo primero. La Academia Francesa, a pesar de su
poco peso frente a la televisión (Jean d’Ormesson parece más célebre por su pertenencia a la segunda),
recupera prestigios olvidados (Florence Delay, elegida precisamente este año). Hoy en día, Minou Drouet se
viste con Pierre Guyotat, prohibido en 1968, como antes lo hacía con Paul Géraldy, y viene a anunciar en la
pantalla su rechazo blanchoniano a aparecer en ella.. Etc., etc. El “caso Renaud Camus” (“eslabón débil” del
campo literario convertido en rehén, quien, con sus declaraciones antisemitas de circunstancia, cristaliza
querellas internas en el campo de la edición y de la prensa) no acaba de acabar, cuando una adaptación para el
cine de Destinées sentimentales suscita la celebración sin matices de Jacques Chardonne de Barbezieux y…
de Vichy, cuando triunfa el Journal 1968-1976 de Paul Morand, con su antisemitismo cotidiano (en 1968, el
general de Gaulle se había opuesto a su ingreso en la Academia Francesa); su “cosmopolitismo” tan
vanagloriado disimula una gira perpetua por el mundo de las mentalidades cerradas y de los clichés, donde
todas las inglesas son pelirrojas y todos los alemanes disciplinados; cuando la “banca central” Gallimard
escoge el álbum Marcel Aymé para inaugurar el siglo en la Pléiade… Chardonne-Morand: en los momentos
de Le Fabuleux Destin d’Amélie Poulain, esta “tenaza” parece por lo demás sujetar toda una zona de la

38
literatura francesa, la verdadera, la que escaparía a esta nueva (mediática) literatura visceral: las novedades de
hoy serían, a escoger, la “literatura de viaje”, anclada en Saint-Malo (de Michel Le Bris el “romántico” al
exotismo de Olivier Rolin), y la del terruño y de la escuela de la Tercera República 4. ¡Paradoja! Cabría la
pregunta: en el otoño de 2001, Michel Houellebecq (escribo estas líneas a la sombra de su Plateforme), el
reaccionario formal, el mediatizado absoluto, el novelista de la tesis anti sesentayochera que se alza en el
último número de la NRF contra la “chusma izquierdista” que ha movilizado el debate intelectual durante
todo el siglo XX, ¿no es aquel que plantea el mayor número de preguntas a la literatura (tanto como Olivier
Cadiot o Patrick Chamoiseau, que inauguran 2002)?

Rápidamente, una precisión y dos observaciones. Mi intención excluye hablar, “por ellos mismos” de los
autores y de la obras de los años 1968-1983-1998-2001; se trata más bien de delimitar el “espacio literario” de
la época, tanto más cuanto que se desmorona ante nuestros ojos. Puede ser que la palabra parezca un guiño
hacia Maurice Blanchot, hacia un espacio ideal e ideario; mi segunda intención se refiere más bien, además
del primer Barthes, al Pierre Bourdieu de Les Règles de l’art (¿Barthes continuado, Blanchot “repuesto”?): a
una reflexión en términos de “campo literario”, insecablemente estético e institucional, o de “escritura”, según
el Barthes de Degré Zéro (estrategia formal en la biblioteca y con respecto a la Historia). El “espacio”, o
dicho de otro modo, el tiempo literario: génesis y estructura de nuestro hoy. Campo sociológico, también
“magnético”, cuestión de atracción recíproca. Julien Gracq: “Los lectores leen con igual placer tanto las obras
críticas de M. Blanchot que anuncian el Apocalipsis, como las novelas de la señora Sagan, que no la
manifiestan” (Pourquoi la littérature respire mal, 1962). Estas cuantas páginas en forma de flash-back hablan
de (y sobre) esta zona fronteriza en la que una obra manifiesta su solidaridad o sus recelos con respecto a la
biblioteca y a la Historia... y de su intersección, las instituciones (edición) que la sostienen. Ni del interior de
los textos ni fuera de ellos por completo. De cualquier manera, en tan pocas palabras no cabría la cuestión de
evocar seriamente obras que por definición son singulares y merecerían cada una un estudio (sobre todo
aquellas que son “más únicas” que otras – ¿dónde clasificar a Romain Gary y Albert Cohen, Henri Thomas o
Hélène Bessette, François Weyergans o Jean-François Bory y Jean-Luc Benoziglio, Jean-Louis Schefer y
Daniel Oster, Hubert Lucot o Pierre Pachet?). Por otra parte, debemos desconfiar de las falsas evidencias de la
cronología como de las certezas ilusorias del “espacio literario”. Los escritores no son contemporáneos entre
ellos según el orden de los años y de las generaciones del registro civil (aun cuando, en el desierto teórico
presente, los escritores se piensen como tales, y este hecho no puede quedar sin efectos). Los autores no dejan
de inventar a sus antepasados y a sus precursores (conocemos el caso límite de un Lautréamont que
literalmente no ha existido para sus “contemporáneos”). Y esto no sucede solamente con las vanguardias:
pensemos sólo en la parte media de nuestro período, en la rehabilitación de “autores vencidos en el campo de
honor literario”. Y las fronteras de la literatura no cesan de moverse, la jerarquía de los géneros menores y
mayores es fluctuante; cada vez más, la literatura absorbe a la extraliteratura, tal y como Michel Houellebecq
quien escribe en el “estilo” de Hot vidéo o de Le Guide du routard, sus escenas más alardeadas.

1968-1983-1998: podemos describir esos treinta años como un período de cambio de los puntos de referencia,
instaurados por la modernidad canónica de Philippe Sollers en 1968 – el principio del fin de Tel quel – hasta
su ruina, ratificada por él mismo en 1983 (Femmes y sus tumbas de Barthes, Lacan, Althusser – el fin del
final). Hasta me atrevería a decir que el año 1983 dura cuatro años: Georges Perec desaparece
prematuramente en 1982, Alain Robbe-Grillet, editor, se retira en 1984, Marguerite Duras y Claude Simon
son canonizados en 1984 y 1985 respectivamente. Después, en 1998: en la televisión y en L’Infini, Sollers le
da la bienvenida a la revolución conservadora de Houellebecq, retoma a Zola e incluso al Barrès de Les
Déracinés, y Christine Angot (L’Inceste). ¿Sigue siendo Philippe Sollers? Con Tel quel (1983), no es
solamente la última vanguardia clásica sino seguramente el fin de todas las vanguardias y, por ende, de los
discursos de legitimidad que acompañaban a la novela, más o menos desde hace un siglo (Balzac), o a la
literatura francesa desde Du Bellay (Défense et illustration de la langue française, 1579). Posteriormente,
surgirán otros pensadores de lo nuevo (escritores de la lectura, de los géneros menores, bathmólogos) y les
tocará también desvanecerse en el paisaje. Porque hay que precisarlo: dentro del campo, opto por privilegiar
lo “nuevo” en la prosa, las condiciones de posibilidad de lo nuevo, mientras que se evapora, se ha evaporado,
la “tradición de lo Nuevo” (Harold Rosenberg). De 1968 a 1998, un espacio-tiempo se desmorona. Y aún más
de 1998 a 2001. Al perder su columna vertebral de 1983 a 1998, el campo literario pierde sus discursos de

39
legitimidad. Excluido de Gallimard, después de n años de buenos y leales servicios, Michel Deguy hizo en Le
Comité (1988) la crónica esterniana de la cosa. Luego, de 1998 a 2001 ha hecho rodeos claros. En este
período el gran libro-testimonio seguramente es Quitter la ville, de Christine Angot (2000): la narración de su
irrupción en el incesto literario y la elección (exogámica) de su futuro mediático (primera fase “soy la número
cinco en la lista de L’Express, hoy, 16 de septiembre”).

Restauración y, en consecuencia, “desprogramación”; espectáculo y por ende cohabitación. Desde 1983,


luego en 1998, y a fortiori en 2001, ya no hay centro, discurso, revista o editor como los había desde un siglo
atrás. Hay que volver a leer Les Règles de l’art, de Pierre Bourdieu, al revés... Significativamente, es a
François Nourissier, presidente de la academia Goncourt, arquetipo del autor Grasset y verdadero “presidente
de cohabitación” de la república de las letras, a quien Gallimard encomendó el texto del simbólico Album
2000 de la Pléiade en la NRF (el año anterior, el álbum Marcel Aymé…). Veintitrés años después de 1968,
literalmente ya todo puede suceder bajo cualquier cobertura... Incluso si POL (fundado en 1984) parece
ofrecer el mayor “espectro”, desde la novela “rosa vivo” (Camille Laurens) hasta el nervio mismo de la
literatura (Daniel Oster, Hubert Lucot), pasando por la prosa añeja de Richard Millet, el “best-seller de
calidad” (Emmanuel Carrère), el Oulipo (Jacques Jouet, Michelle Grangaud)… Al salir de Tel quel y Le Seuil
para cambiarse a Gallimard en 1983, Philippe Sollers, autor alrededor de quien el campo se estructuraba,
abolió de un solo golpe las dos legitimidades: experimentación y clasicismo, y la única sanción aparente fue
la inmediatez de los medios. O la Pléiade: un poco como la Polonia de que se burla Gombrowicz, Francia se
convirtió en una gran consumidora de centenarios, de Rimbaud a Hugo, de archivos sin obras, de
“patrimonio”. Y de “jovencismo” telegénico (el escritor francés ideal es aquel que sabe hacerse el muerto aún
en vida). Beigbeder o Char, Hallier o Yourcenar, como quien dice, “la bolsa o la vida”, ¿única alternativa?
Duras después de L’Amant, Sollers entre 1983 y hoy en día, y Robbe-Grillet a finales de 2001: desde este
punto de vista, nada resultaría más interesante que analizar los riesgos simétricos asumidos por esos tres
protagonistas de la modernidad en el centro de eso que puede parecer su negación: como “análisis”. Duras
entregando con impudor y sin clasificación alguna sus reflexiones y su cuerpo a la sociedad, como se le dona
a la ciencia, Sollers, al contrario, disimulándose detrás de la multiplicación calculada de los simulacros,
Robbe-Grillet inventando en público la posición de “escritor vitalicio” provincial y mediático,
“autoconmemorándose”. Por el otro lado, interrogarse sobre las razones que impulsan a los escritores a hacer
discos y batir récordes (de Pierre Guyotat à Olivier Cadiot, Pierre Alferi, Michel Houellebecq o Christine
Angot). El escritor francés contemporáneo se mueve más en el universo vivido y descrito por Balzac
(Illusions perdues) que en el mundo deseado por Flaubert (L’Éducation sentimentale).

Corolario: el escritor francés ya no es un intelectual total (Sartre, pero también Mauriac o, en el otro extremo
del campo, el Jacques Laurent de Paul et Jean-Paul), ni siquiera específico (Raymond Queneau, Claude
Simon). A penas cuenta “el esfuerzo de arte” (Denis Roche): sintomático, el pequeño libro tan citado de Jean
Echenoz en memoria de Jérôme Lindon y su reivindicación de modestia teórica (“las comillas”, única
divergencia teórica de fondo entre nosotros”), lo que él condensa del progreso espectacular y del
desvanecimiento, de la derrota (a falta de teoría a falta de grupo, a la manera del Nuevo Roman y Tel quel) de
los tres tipos innovadores de escritura de los años 1970-1980. Si bien “la novela piensa con los recursos de la
novela”, como lo analizan de manera magnífica teóricos como René Girard, Gilles Deleuze, Pierre Macherey,
Jacques Bouveresse o Vincent Descombes, los libros de novelistas como L’Art du roman (1986) o Les
Testaments trahis (1993), de Kundera, no generan en lo absoluto los conflictos provocados en 1963 por
Robbe-Grillet con Pour un nouveau roman. En 2001, aún cuando reúne textos muy importantes (Un écrivain
non réconcilié), Le Voyageur no provoca ningún debate, como tampoco los libros de Philippe Muray o de
Daniel Oster. Otra cara de la “desprogramación” (Pascal Quignard) de la literatura: el final de la crítica
literaria como fue encarnada por Maurice Blanchot o los grandes folletinistas como Pascal Pia, Maurice
Nadeau5, y el reino de la “promo”: Elle o Le Journal du dimanche se han convertido en soportes “literarios”;
más aún: los órganos del mercado Livres hebdo o Epok, la revista de la FNAC (recuerdo aquí la metamorfosis
de Les Inrockuptibles, del período mensual a la evolución ante nuestra mirada del semanario).

Segundo corolario: aquí y ahora se redefine, una vez más y sobre el fondo de la mundialización, la “excepción
francesa” (nacida con la Pléiade), que en 2001 causa un debate a propósito del cine. Es seguro que durante

40
esos años de Restauración Espectáculo, al perder su columna vertebral teórica e institucional, la “literatura
francesa”, cuyo campo fue un modelo para el mundo, a sus propios ojos se ha convertido un poco en “una
literatura extranjera entre otras”. Algo excelente: las literaturas “francófonas” son admitidas definitivamente
como autónomas y separadas del árbol de la madre patria, copiando los modelos brasileño o argentino. De
esto da fe el Dictionnaire Bordas des littératures de langue française, nacido en 1984. Y las literaturas
extranjeras tienen desde ahora tantas posibilidades en Francia como las de los franceses “de cepa”: mucho
más allá de la nacionalidad francesa conferida por François Mitterrand a Cortázar o a Kundera… , Pessoa,
Dick, Bernhardt, e igualmente a Primo Levi, Tabucchi o Magris, o también a Raymond Carver, Philip Roth,
Bret Easton Ellis…, han sido adoptados en unas cuantas semanas, y Danilo Kis estaba a punto de serlo en el
momento de su muerte, cuando a un Maurice Nadeau (quien fue el equivalente de Lindon y de Paulhan para
los demás extranjeros) le hicieron falta años de Lettres nouvelles para naturalizar francés a un Gombrowicz
(un Rabelais polaco). Pueden también señalarse el catálogo Christian Bourgois o el fenómeno Actes Sud,
editores como Rivages o Le Serpent à plumes. Situación absolutamente inédita: ahora le toca a la “literatura
francesa” (escritores, editores, críticos) saber aprovechar este “nuevo impulso” para no acabar arrinconada
entre novela internacional pretraducida (prototipo: Umberto Eco) y cuento atávico y escolar (o incluso peor:
“una literatura Amélie Poulain”, el segundo hecho por el otro1, el “traguito de cerveza” fabricada en la Feria
del libro de Francfort…). En 2000, el premio Nóbel de literatura fue otorgado al “francés” Gao Xingjian, que
escribe en chino. 2001, año teórico… Hablaba de Gombrowicz: en su novela argentina Trans-Atlantique
(1947), inventaba la “filisteria”, lo que Glissant denomina ahora la “criollización”. La defensa y la ilustración
de la prosa francesa exigen hoy en día una reflexión “formal” sobre ésta última.

1968-1983:

de la “era de la sospecha”

al “placer del texto”

de jean-paul sartre a claude simon

Premio Nóbel de literatura en 1985, Claude Simon, en su Discours de Stockholm, volvió a tocar el tema de las
divergencias que le oponían a Jean-Paul Sartre, premio Nóbel (declinado) en 1964: “¿Qué tiene usted qué
decir?”, preguntaba Sartre. O, dicho de otro modo, “¿qué conocimientos posee?”. Y Claude Simon oponía la
técnica al mensaje, y la escritura y su opacidad a la transparencia sartreana. Mirando retrospectivamente, las
cosas parecen menos simples. Todo ocurre como si no se dejara de oponer al autor de Qu’est-ce que la
littérature? las propuestas sobre la novela del Sartre crítico de Faulkner, Dos Passos, Mauriac, Camus, Ponge,
Renard…, en la NRF de antes de la guerra, olvidando que fue él quien las formuló. SituationsI a SituationsII,
y también La Nausée (anterior a la guerra) a Les Chemins de la liberté (posterior a la guerra). Es,
seguramente, Alain Robbe-Grillet quien dice la verdad cuando en Le miroir qui revient, primer tomo de sus
Romanesques, escribe: “Desde el punto de vista de su proyecto, la obra de Sartre es un fracaso. Sin embargo,
es este fracaso lo que hoy en día nos interesa y nos conmueve. Queriendo ser el último filósofo, el último
pensador de la totalidad, a fin de cuentas logró ser la vanguardia de las nuevas estructuras del pensamiento: la
incertidumbre, las esferas de influencia, la deriva” (vuelve a tocar el tema en 2001, en un artículo del
Voyageur).

Recordemos la célebre conclusión del artículo sobre François Mauriac: “Una novela es escrita por un hombre

1 Sens très peu clair en français

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para hombres. A los ojos de Dios, quien es capaz de penetrar las apariencias sin detenerse en ellas, no existe
la novela y por ende no existe el arte, puesto que el arte vive de apariencias. Dios no es un artista; el señor
Mauriac tampoco”: es exactamente ese Sartre, el de La Nausée, el que imaginó lo que Nathalie Sarraute ha
denominado la “era de la sospecha”, del que son herederos todos los escritores del Nuevo Roman, tanto por
sus obras como por sus discursos teóricos (el mismo Claude Simon concuerda con la “temporalidad en la obra
de Faulkner”). Por una especie de artimaña del destino, y a través de los nuevos novelistas (Pour un nouveau
roman, de Robbe-Grillet, y su carga contra las “nociones caducas”, en 1962), Sartre, quien en la posguerra no
fue un gran innovador, domina el inicio de nuestro período, es él quien ha impuesto las lecciones de
modernidad (además de los novelistas estudiados por el crítico, Joyce, Proust, Kafka, Céline) y ha arrasado
con la novela psicológica a la francesa (cuyo modelo es Adolphe, historia bien armada y corazón humano), o
la tan mal llamada novela balzaciana – más bien sería zoleana … Tel quel necesitará algún tiempo para lograr
la hegemonía, imponer otras referencias teóricas, otra historia literaria, otras modalidades de la sospecha
(entre ambas, un vínculo subestimado: el Barthes de los primeros años quien, en Le Degré zéro de l’écriture,
sólo reformula bajo el nombre de “escritura”, a la sazón pensada como compromiso de la forma, las
cuestiones de Situations II en los términos de Situations I).

Desde 1964 Gilles Deleuze lo nota: “Todo pasó por Sartre no solamente porque, como filósofo, tenía un genio
de la totalización, sino porque sabía inventar lo nuevo”. Sin Sartre, una obra como la de Claude Simon
seguramente habría tenido que esperar décadas para ser reconocida. Por el contrario, la influencia
(suponiendo que la palabra quiera decir algo) directa del filósofo escritor es poca, fuera de sus allegados
(Violette Leduc, André Gorz), o alguna quizá en la obra del joven novelista de L’Extase matérielle, quien
literalmente irrumpe en 1963 con Le Procès-Verbal, una especie de Nausée solar, y quien multiplicará los
libros importantes (de Le Déluge a La Guerre) hasta su conversión a principios de los años 70 (Désert) a una
inspiración muy convencional (del tipo Saint-Exupéry). J. M. G. Le Clézio de quien puede leerse en el
prefacio de La Fièvre: «La poesía, la novela, el cuento, son singulares antiguallas que ya no engañan a nadie,
o casi a nadie. Poemas, relatos... ¿para qué? No queda sino la escritura.” Fiction & Cie, dirá Denis Roche en
1973. Cuan poco es, durante esos años, fuera del teatro, fuera de la revista Minuit, y fuera del estatus… de
estatua del comendador, el peso de Samuel Beckett, premio Nóbel de literatura en 1969 (a medio camino
entre Sartre y Simon).

el pacto autobiográfico

Si, dejando temporalmente de lado a los escritores que pertenecen propiamente a este período (1968-2001)
que nos ocupa (de Sollers y Perec a Houellebecq o Cadiot, vía Modiano, Quignard o Echenoz), examinamos
– de mucho antes de Sartre a los “nuevos novelistas” –, la trayectoria de los escritores de las décadas
precedentes, podremos apreciar una constante: la preocupación auto-bio-gráfica (a la Leiris) o autofictiva (a la
Proust) – su caída en el dominio público –, la masa de trabajos que la acompañan, el paso a la crítica genética
de muchos antiguos estructuralistas, es uno de los eventos de esos años. Incluso sin evocar al Malraux de Les
Antimémoires y de La Corde et les Souris. En 1968 se publican los soberbios Écrits intimes póstumos de
Roger Vailland, Michel Leiris publica en 1966 y 1976 los dos últimos tomos de La Règle du jeu (cuya huella
inesperada encontramos recientemente en la obra del Nourissier de À défaut de génie, 2000) y más tarde Le
Ruban au cou d’Olympia y Langage tangage, Jean Genet firma casi en el momento de su muerte un Captif
amoureux digno de Chateaubriand, Henri Thomas nos entrega con Une saison volée los inicios del colegio de
Patafísica y luego Le Poison des images, Raymond Queneau con Les Fleurs bleues una fábula psicoanalítica.
Jean Cayrol se pregunta si Il était une fois Jean Cayrol (1982), Pierre Klossowski, después de Les Lois de
l’hospitalité, nos hace cada vez más los invitados de su relación con Roberte, Louis Calaferte publica sus
cuadernos, Louis-René des Forêts emprende una labor que él describe como infinita sobre las “epifanías” de
una existencia: Ostinato (1997).

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Nuevamente aquí surge el dominio de Sartre. La pregunta, nacida según mil mediaciones de la muerte de
Dios (que no es un novelista) a finales del siglo anterior, que se hizo a sí mismo en Les Mots (y en el cuerpo
masivo de las entrevistas del final de su vida), que plantea en el lindero de su gigantesca y última obra L’Idiot
de la famille: “¿Qué puede saberse de un hombre hoy en día?”, es la de esos treinta años, como si fuese un
bajo continuo que volvemos a encontrar – bajo la relación de las escrituras con la historia de la biblioteca
como con la Historia a secas – en las “vidas breves” de unos, los “autobiografemas” del otro, las “identidades
comparadas múltiples” de Sollers, el Journal de Renaud Camus o en el Sujet Angot, etc. Misma problemática
en la obra de los novelistas de “la era de la sospecha”, que en el viraje de 1968 pasaron por un período
“formalista” (intento de federación por parte de Jean Ricardou, coloquios de Cerisy): después de una fase
lúdica durante la que juega con los estereotipos, Alain Robbe-Grillet publica los Romanesques,
autobiográficos (Le miroir qui revient, Angélique ou l’Enchantement, Les Derniers Jours de Corinthe),
Nathalie Sarraute nos entrega su Enfance, Robert Pinget se inventa un doble en cuatro volúmenes, Monsieur
Songe, a quien hace escribir sus cuadernos y, finalmente, Marguerite Duras con L’Amant remonta a los
orígenes de su imaginación. Posteriormente ella publica diversos volúmenes cuyo material se basa en su vida:
La Douleur sobre el regreso de Buchenwald de Robert Antelme, La Vie matérielle; luego, desborda la
literatura desarrollando un modelo social de escritor, del que todavía hoy en día se acuerdan Annie Ernaux o
Christine Angot. Claude Simon regresa en espiral a sus primeros libros con Les Géorgiques, L’Acacia, Le
Jardin des Plantes. Memoria y antememoria. Evidentemente, puede añadirse también el Roland Barthes par
Roland Barthes, los Fragments d’un discours amoureux o La chambre claire, de un Barthes teórico del
“biografema” en el prefacio de Sade, Fourier, Loyola.

A menudo ha querido verse en esos libros una negación de “la era de la sospecha”, de su rechazo de la
anécdota y de las seguridades de la identidad del personaje, una versión elegante de la vieja “novela con
claves”, se le ha confundido con la ola de confesiones mediáticas. Yo mi inclinaría más bien a ver en ellos,
como Robbe-Grillet no deja de repetir, una manera de llevar más allá esa sospecha, hasta aquello que queda
cuando se ha desarmado todo: la persona social del autor, el titular del acta del registro civil, el yo. Después
de haber interrogado al personaje, todos juegan con el “pacto autobiográfico” (Philippe Lejeune 6), con las
paradojas de “la autoficción” (Serge Doubrovsky 7). Los más radicales son el hijo de Mauriac, Claude (Le
Temps immobile) y los herederos de Valéry, que han aprendido a leer en Monsieur Teste y los Cahiers: Pierre
Pachet, Jean-Louis Schefer. Daniel Oster sobre todo, desaparecido prematuramente en 1999, quien multiplica
los falsos escritos íntimos de escritor: Dans l’intervalle, Stéphane, La Gloire, Rangements. Sacando hasta su
último término, como sólo lo hacen los escritores de Europa central – Musil, Wittgenstein – o un Pierre
Bourdieu teórico de “la ilusión biográfica” –, las consecuencias existenciales de la muerte de Dios.

vida y muerte del grupo Tel quel

Excepto Aragon (Blanche ou l’Oubli, La Mise à mort, Théâtre roman, Je n’ai jamais appris à écrire ou les
incipit, La Défense de l’infini, su inmenso inédito póstumo de 1986 que incluye Le Con d’Irène), quien lo
“acompañó” con sus libros y con Les Lettres françaises que dirigió hasta 1972 8, podemos afirmar que las
trayectorias de los grandes prosistas que antes mencionaba no han sido influenciados sensiblemente por la
joven literatura del tiempo. ¿Literatura del tiempo? Me refiero a Tel quel que dura de 1960 a 1983 y que
determina y, sobre todo, expresión de la época, sobredetermina toda la evolución de la novela francesa,
seguramente hasta 1998. Y la obra de Philippe Sollers. Más que del nouveau roman, al que lo emparienta una
filiación inmediata 9 en una encuesta sobre el estado de la literatura, Tel quel retoma, repite transformándolas,
reinterpreta más bien, las ambiciones del surrealismo (aún cuando André Breton, fallecido en 1966, fiel a
Valéry, había condenado la novela) – Michel Foucault lo nota desde un principio durante un coloquio en
Cerisy –, que él a su vez reinterpretaba contra Mallarmé o Apollinaire el romanticismo alemán. Primero en su
estructura: grupo, cabecilla, revista, editor único. En su programa de una “teoría de conjunto” (1966: “Una
teoría de conjunto pensada a partir de la práctica de la escritura exige ser elaborada”). Prueba de ello es el
subtítulo de la revista a partir de 1966: “Literatura, filosofía, ciencia política”. Resulta imposible tratar aquí
las etapas sucesivas, pero siempre hubo alianzas con filósofos como Althusser y Lacan (Marx y Freud),

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Derrida (Heidegger), y teóricos de la literatura (Roland Barthes, quien había acompañado el Nuevo Roman,
sobre todo Alain Robbe-Grillet, Julia Kristeva, introductora con Tzvetan Todorov de los formalistas rusos en
Francia. Alianzas disimuladas por otras alianzas, políticas: el Partido Comunista Francés y luego los maoístas
alrededor de Mayo del 68 en una primera fase de radicalización progresiva donde el texto y el mundo parecen
poder confundirse; más tarde, con la derecha de Giscard después de 1974, y cuando es obvio que no hay nada
de eso. Proyecto: cambiar el mundo y la vida. Sobre todo, la literatura, pensada con Jacques Derrida como
“escritura textual”, más soterradamente con Heidegger, todavía más en la segunda fase, la del abandono del
compromiso político. Apogeo: Le Plaisir du texte, teorizado por Barthes en 1973 como una nueva posibilidad
de “escritura”; lejos de ignorar simplemente las “nociones caducas” de la vieja novela, se trata ahora de
incidir en el lenguaje mismo, mediante un “texto de goce” opuesto al “texto de placer” – en el momento en
que se opera la disociación entre una experiencia “mística” de la literatura (H, Paradis publicado en entregas
en la revista) y compromisos seculares sucesivos (que no habría que confundir, y volveré a tocar este tema,
con el “maoísmo” o el “cristianismo” de Sollers).

A falta de cambiar el mundo y la vida, en 1968 se da la ruptura; el grupo Tel quel no sólo ha producido obras
de primer nivel (todos los libros de Philippe Sollers, Compact, de Maurice Roche, Pierre Guyotat en los
márgenes (Tombeau pour cinq cent mille soldats, Éden, éden, éden), pero también (¿sobre todo?), ha
revolucionado la biblioteca en la continuidad del surrealismo (Lautréamont, Sade, todavía prohibido durante
los años 60, entra en la Pléiade) del Nuevo Roman (Joyce), pero también Artaud y Bataille (habiendo pasado
ambos, via un memorable coloquio de Cerisy en 1973, de la clandestinidad a las obras completas), o incluso
desde 1960 permite leer a contemporáneos inmediatos como Pierre Klossowski o Francis Ponge. Finalmente,
cabe señalar que cada etapa, cada viraje del grupo Tel quel, ya sea literario, político, o literario y político,
como que ha generado otro grupo disidente, otra revista, otro dirigente; podemos enumerar, con diversos
grados de dependencia, las revistas Digraphe de Jean Ristat – que mezcla a Aragon y Derrida – o Change de
Jean-Pierre Faye – dominada por Jacques Roubaud; también podemos encontrar sus huellas en la actual
Revue de littérature générale, Minuit, dirigida por Mathieu Lindon (Savitzkaya, Guibert, en ella se pueden
encontrar las primeras publicaciones de Echenoz) – o las Éditions des femmes (Cixous). Asimismo, las
colecciones «Textes-Flammarion» que se convertirán en POL después de pasar por Hachette, o la ya citada
“Fiction & Cie” de Denis Roche (que mezcla autores franceses y extranjeros), revistas que siguen siendo hoy
en día laboratorios de lo nuevo.

1983-1998:

Menard, Don Quijote, Borges.

Más allá de la sospecha

de la colección “Le Chemin” a la de “Brèves Littératures”

1968, mes de mayo: “Primavera roja” (Sollers). En abril, publicó dos libros, Nombres y Logiques, una novela,
un libro de ensayos donde ata todos los hilos de “la experiencia de los límites” que tiene intención de
continuar (“ella radica necesariamente en la acción revolucionaria en curso”; remata cada sección de
Nombres con un ideograma chino), y elabora el “programa” de una historia “textual”, acompasada por obras

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de ruptura (Dante, Sade, Mallarmé-Lautréamont, Artaud-Bataille). Jamás había ido tan lejos en la fusión
(imaginaria) de la Historia y la literatura. Intuyo que la (primera) escena primitiva de nuestro presente tuvo
lugar ahí, es decir, cuando Philippe Sollers conminó la literatura a que “saliera de la escena representativa” –
mucho más allá de los juegos del Nouveau Roman con el relato – para incluir en el idioma lo “real histórico
constantemente activo”. Sabemos ahora que, después de mayo, el mundo siguió su curso, sin unirse a las
avanzadas de la biblioteca... Lo que sucede entonces se puede comparar, guardando las proporciones, con la
implosión de la filosofía de Hegel después de su muerte, en 1831. La célebre ficción de Jorge Luis Borges
Pierre Menard, autor del Quijote, con los tres personajes teóricos que nos presta, nos permite verlo más claro.

Mayo del 68: más discretamente, en la colección “Le Chemin”, se publicó la primera novela de Michel
Chaillou, Jonathamour, una ensoñación sobre la novela de aventura al estilo Stevenson. ¿”Le Chemin”? una
colección de Gallimard dirigida por Georges Lambrichs entre cuyas filas de entonces están Klossowski, Le
Clézio, Butor, Guyotat, Starobinski, el Raymond Roussel de Michel Foucault o un poeta como Michel Deguy,
todos marginales modernos de las diversas vanguardias. Una revista, Les Cahiers du chemin, que dura de
1967 a 1977 y es una especie de extrema izquierda estética de la antigua NRF (que después del deceso de
Paulhan zozobra en el academismo total, tocando fondo cuando el asunto de los “menos-que-nada” en 1998),
pero más peregrina que Tel quel. No me parece exagerado decir que ahí, en esa nebulosa sin cabecilla, es
donde se gesta, durante los años 70 y 80, una de las tres salidas francesas del hegelianismo de las vanguardias.

En “Le Chemin”, nada de “teorías”, nada de “progresismo”, sino la convicción de que donde hay una lengua,
hay lo que Chaillou llamó “el extremo contemporáneo”; también de que no necesariamente existe una
contradicción entre la sospecha respecto del relato que explora el Nuevo Roman o del trabajo sobre la lengua
que hace Tel quel y el hecho de proponer un mundo y “relatos”. No se trata de dar “marcha atrás”, de regresar
hacia una “inocencia” que ninguna literatura tiene, sino de reabrir la historia de las formas. De reencontrar
nuevas líneas de legitimidad, otras ondas de frecuencia, revivir antiguas genealogías para poder inventar 10.
Después de Jonathamour, Chaillou explorará el verso clásico (Collège Vaserman), L’Astrée de Honoré
d’Urfé (Le Sentiment géographique) o Montaigne (Domestique chez Montaigne), nuevamente la novela de
aventuras (La Vindicte du sourd), luego Pouchkine (La Rue du capitaine Olchanski, roman russe), etc. Su
manifiesto podría ser La Petite Vertu, una “antología de la prosa corriente bajo la Regencia”, en la que
ninguna palabra es de él... Tanto como Chaillou, Pascal Quignard (tras las interferencias producidas por dos
novelas de éxito y algunos guiones, a pesar de su actual “yourcenarización” precoz...) podría a la larga
personificar esta manera colectiva de acomodarse en la lengua de los demás. Desde sus primeros escritos
sobre Maurice Scève, Sacher-Masoch o Lycophron en 1968, desde su Lecteur, hasta sus recientes novelas que
combinan Port-Royal, el Japón medieval y la Roma de Augusto (Les tablettes de buis d’Apronenia Avitia,
Albucius, Tous les matins du monde). “Escribo para que me lean en 1640”: su lema, una alusión a Stendhal
más que al Flaubert de la modernidad, evidencia esta historia infinita en la que se ubican estos autores. La
literatura, como el inconsciente, ignora el tiempo, según Freud. Y menosprecia el decimonónico siglo. Sobre
todo en los ocho tomos de los Petits Traités, de donde se toma la frase, Quignard ha reinventado, siguiendo el
modelo de las Vies brèves de John Aubrey, inglés del siglo XVII, y luego el de Marcel Schwob – pero
también después de Voragine o Vasari, y con Michel Foucault –, el género de la “vida breve”, un género que
bien podría ser una de las mayores aportaciones formales de esa gente a la literatura. Madeleine de Scudéry,
Spinoza, Littré, Longin…, otros diez: sobre cada uno, Quignard reúne lo que, en 1971, Barthes llamaba, en
Sade, Fourier, Loyola, los “biografemas”, detalles, gustos, inflexiones, “cuya distinción y movilidad podrían
viajar fuera de todo destino”: a años luz del Nuevo Roman, en una asombrosa proximidad poética con la
sociología de Bourdieu y con su rechazo de la “ilusión biográfica”, se trata de hacer sentir el enigma de “todo
destino”, la unidad problemática de cada existencia, la multiplicidad agujereada de toda singularidad. A este
respecto, son de capital importancia Pierre Michon, el de la “autobiografía perpendicular” de las Vies
minuscules, como de las “biografías oblicuas” que siguieron: Vie de Joseph Roulin, Maîtres et Serviteurs,
sobre todo Rimbaud le fils. Y también Patrick Mauriès y algunos libros publicados por Le Promeneur,
pequeña editorial, que forma ahora parte de Gallimard e hizo de esta estética su proyecto.

Claro que ese Au-delà du soupçon puede relacionarse con poetas como Jacques Roubaud, escriba
contemporáneo al estilo de Bretaña, de los trovadores y los surrealistas, un teórico e historiador de la poesía

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francesa (La Vieillesse d’Alexandre, La Fleur inverse, Soleil du soleil), Michel Deguy y su Tombeau de Du
Bellay, Jude Stéfan, poeta latino, o el “neoclásico” Jean Ristat, novelistas, ensayistas como Gérard Macé o en
menor medida Pierre Pachet, etc.. Florence Delay formula a propósito de Robert Desnos lo que podría ser,
como el de Quignard, su lema compartido : “Llamo moderno lo que me quita el aliento y antiguo lo que me lo
da”. Su Aie aie de la corne de brume (1975) es una novela de amor cortés que sucede en el barrio del Sentier,
en París, en el momento de las elecciones presidenciales de 1974. El título remite al flamenco y la
composición a Gertrude Stein. L’Insuccès de la fête (1980) disimula anamórficamente, en la relación febril de
cuatro días de Jodelle, poeta de la Pléiade, un manifiesto moderno. A partir de 1990, Chaillou dirige en Hatier
la colección “Brèves de la littérature française”, un asunto que será exclusivamente la obra de escritores. “Una
especie de novela cuyos autores son los personajes, donde las obras son su conversación eterna, donde Sainte-
Beuve y Contre Sainte-Beuve se reconcilian en algo así como una sociología poética (Petit Guide pédestre de
la littérature du XIIe siècle). Unos veinte títulos saldrán antes de que el editor interrumpa la colección. Si
estos escritores, que son “lectura” como los de Tel quel fueron “escritura”, necesitasen un santo patrón, sin
duda alguna éste sería Pierre Menard, el héroe de la célebre “ficción” de Borges que, paralelamente a su obra
visible, rescribe el Quijote a la imagen del siglo XX. Pierre Menard, para quien lo antiguo es el futuro de lo
nuevo: rescribir el Quijote en otro ámbito, con una enunciación distinta, es crear un libro nuevo.

de Manchette a Echenoz
1968: ¿Por qué no izar la bandera roja sobre la novela negra? Mientras Tel quel repite la experiencia
surrealista de la imposibilidad histórica de un vínculo entre una literatura muy autónoma y la inaccesible
revolución social, una segunda manera para los escritores de ubicarse “más allá de la sospecha” germina y va
a alcanzar su plena madurez alrededor del año decisivo de 1983, cuando estalla todo el campo literario: en la
ingravidez teórica, se ponen a flotar juntas, como monedas o pecios, la literatura de investigación y la cultura
de consumismo generalizado. Los protagonistas de esta segunda vía son los escritores de la “nueva novela
policíaca”. Heredaron de Léo Malet, padre de Nestor Burma y compañero de armas de los surrealistas, que
describió París – una novela por distrito – más que de Georges Simenon, pero sobre todo de los
estadounidenses Dashiell Hammett o Raymond Chandler. Opinan que pueden reutilizar los estereotipos del
género para contar y denunciar un capitalismo agonizante (es la época de Pompidou – Cause du peuple; son
exactamente los contemporáneos del diario Libération), y luego la historia enterrada, ocultada, avergonzada
de la Francia contemporánea, sus “tres armarios” (según Sollers); Vichy, Argelia, mayo de 1968.

El más importante de estos autores está empapado de situacionismo (Ô dingos, ô châteaux), ha reflexionado
sobre el terrorismo (Nada) y se llama Jean-Patrick Manchette; sus mejores libros: Fatale, Le Petit Bleu de la
côte Ouest, la Position du tireur couché… En 1976, Manchette deja de publicar, se dedica a trabajos de
traducción (Robert Littell, Ross Thomas) de crítico y de teórico del género (Chroniques). Muy rápidamente,
el estante de la biblioteca que Manchette ha empezado se divide en dos: de un lado, escritores que conservan
su intención política inicial pero para quienes la literatura no es nunca la cuestión : en primera fila, Didier
Daeninckx y su obsesión para los “tres armarios”, encarnada por un personaje como Papon (Meurtres pour
mémoire), o Thierry Jonquet, atormentado por la Shoah y la historia del comunismo (Les orpailleurs, Rouge
c’est la vie, Du passé faisons table rase); del otro lado, seguramente se pueden colocar los libros de René
Belletto (Revenant – de la investigación a la novela popular), pero no cabe duda de que, con sus cuatro
primeras novelas 11, Jean Echenoz, que publicó sus primeros textos en la revista Minuit, es el novelista de
esta segunda vía (Le Monde lo declaró el “novelista de los 80”. Siguiendo los pasos del autor del Petit Bleu,
que por cierto lo consagra cuando sale Cherokee, Echenoz se impone a primera vista como el maestro de la
novela negra paródica, de la aventura lúdica (L’Équipée malaise), de la novela de espionaje desviada (Lac),
del “malestar en la ficción”; con un aire de sospecha, una traza de segundo grado, sabiendo sin embargo por
donde va la cosa – el imperativo crítico se conserva e integra – al mismo tiempo que vuelve a contar las
historias muy complicadas, muy inacabadas, muy enmarañadas de la vida contemporánea. Pero a diferencia
de Manchette, su propósito no es político y su política literaria (su estrategia) es muy distinta: en guerra

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contra los géneros mayores, la legitimidad de las vanguardias (que cita y conoce muy bien) y la complicidad
de estas con el orden del mundo, Manchette se vuelve hacia lo popular y lo dominado. En la obra de Echenoz,
nada de jerarquía. En sus novelas de una complejidad formal y una densidad de composición – a menudo
microscópica, poética – inagotables, los fragmentos de la cultura se hallan todos en el mismo plano, como lo
son los pedazos del mundo. Un párrafo de Lac puede mezclar recuerdos de Coup de dés y de L’Éducation
sentimentale y clichés policíacos. La novela policíaca viene a ser casi un instrumento de clasicismo análogo a
la regla de las tres unidades en la tragedia clásica.

Se puede medir la distancia recorrida: Sartre contemporáneo de los juegos de Boris Vian con los géneros
menores (J’irai cracher sur vos tombes), se divertía con la novela negra, Robbe-Grillet la elevaba gracias a
Edipo (Les Gommes) o la manipulaba desde arriba (La Maison de rendez-vous, 1965, Projet pour une
révolution à New York, 1970), el propio Manchette estaba en el segundo grado. En cuanto a Echenoz, nunca
es “más astuto” que su material, incluso si no se deja “engañar”. Todo lo heredado está ahí presente, pero
nunca dominado. Todo lo que permite vivir, he aquí lo que es la biblioteca. Resultado: un realismo paradójico
que nace de una inmersión total, rousseliana en el lenguaje, las culturas y sus limitantes. Desde 1990, esta
manera llegó a su desenlace, y a su mise en abyme (puesta en abismo). Después de cuatro libros que
exploraban la paraliteratura y elaboraban una escritura virtuosa, una literatura “fractal” como lo decía
recientemente a propósito de Flaubert, Jean Echenoz publica en 1992 Nous trois, “segunda primera novela”,
partiendo de nuevo de cero – el cero casi pascaliano de vidas ubicadas entre el terremoto y el viaje
interplanetario. Nuevo viraje en 1999, con Je m’en vais: a través de la historia de un galerista que selecciona
los valores seguros del arte “primitivo”, un cambio total sorprendente de la más “contemporánea” de las
escrituras en contra del arte contemporáneo. En 2001, en su breve homenaje a Jérôme Lindon, que también es
un antitratado de estética, Echenoz toma imaginariamente el lugar del “padre del padre” (Beckett). Es cierto
que, desde 1983, son muy numerosos los que practican la escritura Echenoz, en las Éditions de Minuit o en
otras: Patrick Deville, Alain Sevestre, Patrick Lapeyre, Christian Oster, Christian Gailly, Gérard Gavarry,
Éric Laurrent, Tanguy Viel… La mise en abyme de Echenoz: en 1990, en un libro de ciencia ficción que se
despide del “ghetto de la ciencia ficción”, Antoine Volodine, autor de cuatro libros en la colección “Présence
du futur”, hace el elogio polémico y ambiguo de la “literatura de los basureros” frente a la literatura
dominante, blanca: Lisbonne, dernière marge es una poderosa “tumba” de las vanguardias, políticas y
literarias, con un argumento terrorista alemán (Baader) y un argumento literario lusitano (Pessoa). Siguen
otros libros que complican aún más el asunto, hasta Des anges mineurs. Hay en la obra de Volodine una
anticipación de que, como la novela negra antes, la ciencia ficción se ha vuelto la literatura “naturalista” de
esta época nuestra de después de la caída del muro, de la guerra del Golfo, de internet. Para calificar la
escritura de Michel Houellebecq, que no disimula su deuda para con Lovecraft o Huxley, Dantec habla de
“ciencia ficción de lo cotidiano”. Ejemplo: Maurice G. Dantec mismo, con sus extraordinarias Racines du
mal en la colección “Série noire”, y sus menos convincentes profecías (Théâtre des opérations, Laboratoire
de catastrophe générale) publicadas ellas en la colección “blanca”. O Mehdi Belhaj Kacem y su revista de
título cronenbergiano, EvidenZ, o los novelistas de la revista Ligne de risque.

Se puede encontrar la crónica de esta evolución (de una literatura de género subversiva a la literatura a secas,
novadora, una vez que la primera ya “cumplió su servicio”) en la reunión póstuma de Chroniques (1976-
1995) de Jean-Patrick Manchette (1996), y cuando pasa a la acción en Noces d’or, publicada con motivo del
cincuentenario de la Série noire: el “código Stéphane” (Mallarmé y su Pléiade) sirve de código clandestino a
los personajes. ¿Por qué no llamar esta actitud la tendencia Don Quijote? Unos parten de la biblioteca y llegan
hasta lo real, otros viven en lo real fragmentado, aplastado, televisado, de fines del siglo XX, pasmados de
estar al mismo tiempo entre las ruinas de la biblioteca. Igual que el hidalgo que partía a la aventura, con la
mente atestada de novelas de caballería, se suben a horcajadas sobre la novela popular de la época...
“Literatura de los basureros”, otro “depósito de saber y de técnica” (Denis Roche).

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de Jean Ricardou a Renaud Camus

Pierre Menard (“hacer algo nuevo con lo viejo”) y Don Quijote (“hacer algo nuevo con lo usado”) se cruzan
en la obra de Jorge Luis Borges; y otros deciden hacer algo nuevo con las paradojas del libro y del mundo, al
estilo de este último. En la línea de Jean Ricardou – en el momento del auge de Tel quel, volviendo al Nuevo
Roman y tratando de formalizarla y federarla en memorables Colloques de Cerisy publicados en la colección
10/18. E “influenciando” los mejores libros de Claude Simon, el Robbe-Grillet “no reconciliado” de la
advertencia final de La Maison de rendez-vous, o Claude Ollier. Que a su vez van a influir en François Bon,
ya citado, y la práctica que hoy en día sigue siendo la suya de los “talleres de escritura”, Alain Nadaud, sus
fábulas borgesianas alargadas y su revista Quai Voltaire, Marie Redonnet (desde el principio, pero también en
la época de sus grandes libritos: Silsie, Nevermore, Candy story). Sobre todo, el escritor considerable que es
Renaud Camus. “A finales de los años 60, tan pesadamente teóricos, el placer del texto se vio como un gran
alivio. A finales de los años 70, tan pesadamente diletantes, una tentativa de teorización es apreciable,
siempre y cuando tome en cuenta la realidad del diletantismo.”

Amigo de Roland Barthes, quien lo promueve y prologa, discípulo de Ricardou, se constituye inmediatamente
hijo de la literatura: Barnabooth, Bouvard y Pécuchet, Pessoa… Desde sus dos primeros libros,
supuestamente llenos de citas “tomadas de escritos anteriores del autor”, así como de las grandes obras del
Nouveau Roman (Simon, Duras). “La representación continúa”, dice la faja. De los cuatro tomos de los
Églogues a mediados de los años 70, sacó una obra de más de veinte tomos que resucitan géneros olvidados
(misceláneas, elegías, elogios, repertorio), y también la novela histórica, para fantasear con materia nueva –
con tela de fondo lusitano centro europea – la Historia y la novela (Roman Roi, Roman Furieux, Voyageur en
automne: un país, la Caronie, nace de un escrito, un escritor, Odysseus Hanon, nace de este lugar) y el diario
(once tomos hasta la fecha, del Journal romain a las Nuits de l’âme: una vida nace de una escritura). “Un
poco de escritura aleja del mundo, pero mucha hace regresar a él”. Al margen de esta empresa: Tricks (1979),
que propone, mucho después de Genet, mucho antes de Catherine Millet, una nueva escritura de la
(homo)sexualidad. De Barthes par Barthes, quien lo tomó de Pascal, Camus adopta entre todas las materias
del lenguaje que ya se encuentran ahí, la “bathmología”, o “ciencia de los escalonamientos del lenguaje”, para
designar su relación con los relatos y los textos. Le dedica un tratado: Buena vista park (1980), que, igual que
La Petite Vertu, de Chaillou, o las Chroniques de Manchette, es uno de los manifiestos literarios más
acertados de nuestra época. De hecho, Camus es seguramente el único autor francés que tenga con la historia
de la biblioteca y la Historia a secas un vínculo “posmoderno” (muy “estadounidense”, estilo Barth o
Barthelme), que escapa tanto al archivo (Quignard) como a la melancolía (Echenoz).

A propósito de estos escritores, se habló a veces de “posmodernidad”. De acuerdo, si se considera a Queneau


y Nabokov como los arquetipos de la cosa. Pero no si la palabra designa la coartada “intelectual” de la novela
de consumo o el traje nuevo de una vanguardia invertida: la historia hubiera acabado por acabar... hecha
guardarropa; ninguno la considera como tal. A través de los personajes de Borges, es sencillamente “la
herencia criticada de Cervantes” (Milan Kundera, L’Art du roman) que vuelve a manifestarse de tres maneras.
En 2001, estas maneras se desvanecieron y disolvieron a medias (en el... tercer número de la Revue de
littérature générale: la Biblia “de los escritores”).

1998-1983:

Las metamorfosis de Lázaro:

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Por debajo del texto
Rehabilitaciones

1983: después de la publicación en un tomo del “abstracto” Paradis – un largo flujo de lengua – que fue
primero un folletín en la revista, Philippe Sollers publica en Gallimard una enorme novela “figurativa”,
Femmes (la primera de una serie de novelas-crónicas, la última de la cuales es Passion simple), suspende Tel
quel y funda L’Infini. Femmes resulta un acontecimiento por hallarse en ella las “tumbas” de los grandes
teóricos que acompañaron Tel quel: Barthes, Althusser, Lacan. Controvertida todavía en la actualidad, esta
novela del campo literario (muy poco bourdieusiano) deja huella ahí, en lugar de cerrar no sólo 23 años de
aventura intelectual, sino un siglo de relaciones entre el fin literario y el político, el sueño de Joyce y Lenin
tomados de la mano, la época “vanguardista” de la modernidad... Segunda escena primitiva: sin duda, los
rasgos del paisaje a los que aludía yo al principio, se remontan a ese paso de Sollers de la “vanguardia al
proscenio” de los medios de comunicación, y de Seuil a Gallimard. Remito a lo que decía cuando empecé a
hablar del importante año de 1983, que es también el año del premio Médicis atribuido a Jean Echenoz por
Cherokee, y del Roman Roi, el libro “caroniano” de Renaud Camus. En aquel comienzo de los años 80,
“húsares y veteranos” y… revanchistas, basándose en el Wall Street Journal (sic), nos explican que la
literatura francesa ha muerto para siempre por atravesar una época “glaciar” (Jean-Paul Aron) y no quedarle
otra oportunidad que la de calentarse al sol de la verdadera novela de historias venida de otra parte (es cuando
las literaturas extranjeras entran de pleno derecho en el campo literario francés). En un campo “sin brújula”,
parece que todo puede suceder (recordemos las idas y vueltas de Pascal Quignard, o Danièle Sallenave que de
heredera de Claude Simon pasa a ser la escritora de La Vie fantôme).

Esos años sin brújula son también los de un cara a cara algo olvidado hoy en día entre Le Tout sur le tout y
nada a propósito de nada. Le Tout sur le tout: al publicar de nuevo este título de Henri Calvet y a otros
escritores desconocidos u olvidados de los años 50 (Raymond Guérin, Paul Gadenne…) o de 1930, (el
inmenso Emmanuel Bove), para polemizar contra el estado de las cosas, un pequeño editor (que, en Le
Monde des livres imitará Raphaël Sorin, quien será en 1998 “el extensor del campo de Houellebecq” en
Flammarion …) lanza la moda de las “rehabilitaciones” de todo tipo, de autores “muertos en el campo de
honor de la literatura”: Gallimard crea la colección “L’imaginaire”, Grasset “Les cahiers rouges”, Albin
Michel “La bibliothèque Albin Michel”, etc. La causa se puede impugnar (resentimiento), pero el efecto es
excelente (resurrección). Vuelven a ser contemporáneos escritores olvidados: Paul Léautaud, Alexandre
Vialatte, André de Richaud, Jean Reverzy, Jean Forton, Georges Hyvernaud, Eugène Dabit, Pierre Herbart,
Irène Nemirovsky…, y entre los vivos : Henri Thomas, Béatrice Beck, Louis Calaferte (y su erótico
Septentrion). Paradójicamente, esta ola trae de regreso a Bernard Frank, reeditado perpetuo, “estafador
rentista en su juventud” y, en sus crónicas, analista fuera de lo común de la Francia dicha profunda, como
suele decirse, de la que Sollers dirá en Éloge de l’infini que es “mohosa”. Luego se rehabilitan a los húsares,
sobre todo Antoine Blondin, Roger Nimier, Jacques Laurent y su relación con la Historia (Anne Simonin lo
ha mostrado muy bien : la “novela histórica” es la “escritura” de ellos, permite volverla contingente y
disculpar a algunos de ellos por sus compromisos vichystas). Luego, a escritores de la época de la
“colaboración”: el dúo Morand-Chardonne, Cocteau (quien ya lo era desde mucho tiempo atrás), pronto
Pierre Drieu La Rochelle (su Journal, biografías), director de la NRF bajo la ocupación, amigo de Malraux,
Paulhan, Aragon, quien podría representar algún día el nudo del siglo literario francés en su conjunto...

Nada a propósito de nada: con el nombre emblemático de La Littérature et le Droit à la mort, de Maurice
Blanchot, frente a Le Tout sur le tout, se desarrolla toda una modernidad negativa (tomo prestada la palabra a
Emmanuel Hocquart, que la analizó en la poesía) según la cual la literatura se dirige inexorablemente hacia su
perdición, ya sea por agotamiento interno (Roger Laporte: Une vie), o bien por veredicto de la Historia: la
ficción, si no la escritura, sería imposible después de Auschwitz. ¿Auschwitz? Después de la literatura, la

49
sociedad francesa hace su anamnesis: de 1975 (Émile Ajar: La Vie devant soi; Georges Perec: W ou le
souvenir d’enfance; Pierre Goldman: Souvenirs obscurs d’un juif polonais né en France) a 1985 (Claude
Lanzmann: Shoah). Soterradamente, en esta relación con la Historia, mucho “más allá de la sospecha” y muy
“por debajo el texto”, se juega de otra manera el destino de la prosa francesa. Se recordará que su presencia en
el texto obsesiona al Barthes de los comienzos, por su materia (Michelet par lui-même) y porque se deslizaba
en las palabras, sin notarlo el autor (lo que él llamaba la escritura en oposición al estilo, en la primera parte de
su obra, como ya lo recordé). Con Sartre, esta presencia depende de la “situación”, se ausenta
“aparentemente” del Nuevo Roman considerada como un conjunto; Sollers sólo la conoce como siendo
“historial” (prefacio a Logiques, 1968, prefacio de La Guerre du goût), los “escritores de la lectura”, a través
del filtro de los lenguajes y del archivo. Sin embargo, aparte de Claude Simon (de La Route des Flandres,
1960, a L’Acacia, 1989), y de Pierre Guyotat (Tombeau pour cinq cent mille soldats, 1967, Éden, éden, éden,
1970) parece que ningún autor se haya apropiado de ella o, para decirlo banalmente, la haya tomado como
“tema”. Aún si aligera la sospecha (confirmación en 2001 con La Reprise, de Alain Robbe-Grillet, en la
ruinas de Berlín).

“Escribir después de Auschwitz”

Nada a propósito de nada: qué ironía, porque, paradójicamente, un escritor que sí estuvo en la Resistencia
pero no fue deportado – es más, antes de la guerra, y al principio de ésta, perteneció a la extrema derecha – va
a ser la voz (la vía) lazarena en la literatura francesa. Y, al mismo tiempo, desconocerla. Para decir el estado
de la escritura de “grado cero”, para designar la suspensión de la adhesión a la Historia, Barthes recurrió a la
palabra blancura: sin hacer un juego de palabras, Maurice Blanchot es el escritor blanco por excelencia en sus
novelas enigmáticas que giran en torno a la muerte (Thomas l’obscur, L’Arrêt de mort, Le Très Haut, Le
Dernier Homme) así como en sus ensayos sobre literatura, que repiten la operación de Heidegger a propósito
de Hölderlin bajo el patronato de Hegel, el fin del arte, la muerte agazapada en la palabra. De un Hegel lector
de Mallarmé : “Cuando hablo, la muerte habla en mí”. “¿Hacia dónde va la literatura?”… “La literatura va
hacia sí misma, hacia su esencia que es la desaparición.” Figura totémica de esta corriente que transita a la
izquierda de Les Temps modernes a través de Critique, la revista de Georges Bataille (1948), y Les Lettres
nouvelles de Maurice Nadeau (1953), este autor sin cara es el Mr Hyde de la literatura francesa, un sosia de la
negatividad, un doble de la nada de todos los reinos sucesivos de Sartre, el Nuevo Roman, Sollers y Tel quel.
Por cierto, se pueden mencionar al respecto otros escritores que no tuvieron la experiencia de los campos de
concentración, pero que la alcanzan a través de las situaciones extremas en las que se colocan, sometidos
todos a una experiencia no sólo formal: su obra no se puede leer sino con esa luz negra. De Georges Bataille
(el erotismo, aprobación de la vida hasta en la muerte) a Samuel Beckett, via Louis-René des Forêts (Le
Bavard, Pas à pas jusqu’au dernier) o Pierre Klossowski… Se puede hablar de un verdadero colegio
invisible.
Apéndice: se pueden añadir algunos libros directamente originados en el período después de Mayo del 68:
Robert Linhart (L’Établi), Leslie Kaplan (que escribe L’Excès-L’usine en un trabajado lenguaje, inspirado en
Blanchot y Duras, antes de encontrar su propio tono en Le Pont de Brooklyn) o François Bon (Sortie d’usine),
que luego evolucionará hacia el naturalismo populista. Paradoja dentro de la paradoja: en cuanto más se
prolonga la posguerra, más se acerca Blanchot a la guerra y a los campos, sin los cuales su extremismo de
origen mallarmeano no puede sin embargo entenderse plenamente: fue sólo después de 1968 (1969,
L’Entretien infini, 197; L’Écriture du désastre), en 1983, al reeditarse Ressassement éternel, cuando declara
“que sin importar la fecha en que se escriba, de ahora en adelante cualquier relato será de antes Auschwitz”.
Fórmula que desempeña en Francia un papel análogo al de la prohibición en Alemania atribuida a Adorno, y
que, hacia 1983, tiene entonces en Francia una fortuna nihilista máxima.

“El fin está ahí de donde partimos”, escribía, al contrario, el mucho menos apreciado Jean Cayrol: “Yo era un
fiel lector de Kafka y además tenía datos sobre lo que me esperaba”, escribe en 1982, en un libro
autobiográfico, el novelista católico que fue deportado a Mauthausen. Ahí, reformula de otra manera lo que

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ya era el centro de su manifiesto de 1950: Lazare parmi nous. En los textos “lazarenos” se cruzan y se
multiplican la modernidad y la experiencia histórica, la primera dándole su plena resonancia a la segunda,
igual que Kafka al campo, o el campo a Kafka. De manera inesperada, Cayrol cita al abate Prévost (Manon
Lescaut) y de forma menos extraña, L’Étranger, de Albert Camus. Para apoyar su tesis, además de los libros
del mismo Cayrol (desde Je vivrai l’amour des autres, premio Renaudot 1947, hasta sus novelas de los años
80, pasando por Les Corps étrangers) o por la película Nuit et Brouillard, que realiza con Alain Resnais en el
intemporal presente, hay que mencionar los testimonios, que son mucho más que “testimonios”, de David
Rousset (Les Jours de notre mort), Charlotte Delbo (Le convoi du 21 janvier), o Robert Antelme (L’espèce
humaine, sobre el campo de Buchenwald). L’Espèce humaine reajusta la literatura según la previsión
cayroliana: en el campo, “los disfraces de un estilo, las parodias, los falsos adornos, en una palabra los tópicos
novelescos se desmoronaban por sí solos, una obra se juzgaba de la misma manera que un hombre”. Para
distanciarse de “Balzac”, “Auschwitz” influyó tanto como Faulkner o Joyce. Lejos de prohibir, “Auschwitz”
“obliga” a intervenir: ver Perec.

georges perec

Desde su “desaparición” prematura en 1982, la gloria póstuma de Georges Perec no tiene, efectivamente,
equivalente de la edición erudita (puesto que el más mínimo inédito se publica y comenta, la biblioteca
perequiana crece de manera exponencial) a la cultura de masa (Je me souviens, que en 1989 se vuelve una
especie un nuevo cuestionario de Proust). Durante mucho tiempo considerado como un sociólogo flaubertiano
y humorista (Les Choses en 1965), discípulo de Queneau, luego como el técnico sin par de una literatura tipo
kit, que se puede desarmar y volver a armar a discreción, sin sombra ni resta (el rompecabezas de La Vie
mode d’emploi en 1978), virtuoso del palíndromo y del lipograma, oulipiano al cuadrado, de tendencia
Vermot y aficionado a los crucigramas, cambió totalmente de estatus en la cultura francesa, a causa de las
relecturas de sus textos a la luz de W ou le Souvenir d’enfance, en 1975. Es que las cuatro zonas entre las
cuales acostumbraba dividir su obra (autobiográfica, sociológica, novelesca, lúdica) son ahora jerarquizadas:
la autobiografía determina las otras tres. W y sus dos niveles, la ficción y el imposible ejercicio de memoria
(W, en cuyos subtextos se ha podido descubrir fragmentos de Corps étrangers de Cayrol), hace papel de
microcosmos de la obra.

Al escritor “democrático” (Claude Burgelin), que entrega, a quien quiera tomarlos, los secretos de su fábrica,
se añadió el autor universal, “judío polaco nacido en Francia” huérfano a causa del nazismo, que ha
encontrado en el hecho de aferrarse a la pequeña h del alfabeto nada más ni menos que el medio para vivir
después del “hachazo de la Historia” en su infancia. La experiencia íntima del vacío, del crimen y de la
borradura del crimen desencadenó las más audaces combinaciones. Tanto La Disparition (una novela sin la
letra “e”) como La Vie mode d’emploi deben tomarse – también – en el sentido fuerte de la palabra, y su
fuerza radica igualmente en que no hablan de lo que las hace existir. Perec es absolutamente, en un sentido no
fortuito, un escritor de la posguerra, de después del genocidio (todo el programa de Perec queda además
claramente enunciado en una serie de artículos publicados en Partisans en los años 60, mucho antes de Les
Choses, y dedicados a una crítica “de izquierda” del Nuevo Roman, apoyándose en el libro de Robert
Antelme). Detrás de Roussel, Rousseau. Por debajo del Oulipo, el anamorfosis de Auschwitz. Fue Bernard
Magné quien reveló los mecanismos exactos de la articulación de los dos vértigos, los anclajes a través del
texto.

Como consecuencia: a la hora en que falleció la vanguardia, no sólo Geroges Perec vuelve caducos por su
existencia misma los lugares comunes pasados, via Maurice Blanchot, en la doxa culta, sobre la imposibilidad
de escribir después de Auschwitz, sino que además su potencia narrativa vuelve vanos todos los “regresos a”
y los “regresos de”. Es el prototipo – remito a Julien Gracq – del autor que acumula situación y audiencia, al
mismo tiempo Jules Romains y Franz Kafka… Mejor aún: es hoy, con sus propios medios “contemporáneo”

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de todos los que han dibujado el paisaje de estos treinta últimos años: se cruza con cada uno, con Butor,
Sollers en negativo, con Le Chemin comparte además de la amistad gran parte de la biblioteca, con Jean
Echenoz el realismo antinaturalista que pasa por ser una locura rousseliana de las palabras. ¿Es pura
casualidad si Alain Robbe-Grillet, una vez más buen testigo, concluye el último tomo de sus Romanesques,
Les Derniers Jours de Corinthe, con el relato de un encuentro anodino con Perec y luego, sin razón aparente,
con una letanía de “Je me souviens”? Post-scriptum de La Disparition (1969): “La ambición del Escriptor, su
propósito, digamos su preocupación constante, fue primero la de llegar a un producto tan original como
instructivo, un producto que tuviera, que hubiera podido tener un poder estimulante sobre la construcción, la
narración, la afabulación, la acción, digamos, en una palabra, sobre la elaboración de la novela de hoy. [...] El
escriptor moldeaba [...] un producto prototipo que [...] abandonando para siempre la psicologización que al
asociarse con la moralización era para la mayoría el arbotante del buen gusto nacional, daba acceso a un
poder mal conocido, un poder que se había desdeñado [...] el innovador poder de unas herramientas narrativas
que se pensaba habían sido abolidas.” Perec, igual que Sartre, y más que cualquier otro (Sollers), por este
vínculo único entre vértigo del texto y vértigo de la Historia, es retrospectivamente el “contemporáneo capital
póstumo” de ese período de 1968-2001. Su “horizonte imposible de rebasar”. Y no es lo menos sorprendente
en “flash-back”, ni la menor de las “tretas de la Historia (literaria)” de estos treinta años.

1968-1998-2001:

En el viraje de la historia

2001, año teórico... Por lo tanto, desde 1998 (Michel Houellebecq: Les Particules élémentaires; Christine
Angot: L’Inceste), la “ingravidez” de un campo ya sin bordes ni centro; recubierto por la Gran Restauración,
que a su vez es recubierta por el Espectáculo, unificándose ambos bajo la bandera de lo que Michel Deguy
bautiza con el nombre de “lo cultural”. La vindicta, lo recordaba al principio, que se ejerce en todos los
campos, contra las “vanguardias” y el “pensamiento 68”, la cascada de los “regresos a” y de los “regresos
de”. El fin de la “tradición de lo nuevo”, la modernidad asesinada con las vanguardias. Las tres “escrituras”
inauguradas en 1968, y que salieron a la luz después de 1983, marcan el pauta por la misma razón que las
hizo visibles: después de un pasaje por novelas que podríamos llamar “mentales”, Jean Echenoz se “fue”,
pues, volteando la más contemporánea de las escrituras contra el arte contemporáneo. Florence Delay hizo su
entrada, a finales de 2001, en la Academia francesa, ocupando el lugar de Jean Guitton. Pascal Quignard se
“yourcenariza” (Vie secrète, 1997)… Renaud Camus abandona cualquier “bathmologia” por Maurras y su
antisemitismo anticuado, pasa de Vichy de Larbaud… a su Chamalières natal, el de Chagrin et la Pitié, del
engendramiento imaginario a través de los libros a un curioso regreso a los orígenes: de ahí el “caso” que he
mencionado... Peor aún: en lugar de esos modos de inventar, la repetición terruño-“literatura de viaje” que
mencionaba, no deja de deberle algo de su prestigio a las tres primeras escrituras. Aquí, en efecto, algunos
“escritores de la lectura” prestan la pluma a la “bella prosa” triste para dictados (las nupcias del Grand
Meaulnes, del Petit Prince y de Maurice Blanchot…) que, para los “verdaderos lectores”, parece cada vez
más la imagen de la “verdadera literatura” ante los medios de comunicación corruptores… Pierre Michon con
François Bon y Pierre Bergougnioux. Puede verse un buen ejemplo de esta “confusión de las letras”, de esta
“cohabitación” en las mismas obras, en la tetralogía de Jean Rouaud, premio Goncourt 1990, cuyo tema son la

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historia de Francia y el siglo XX: Les Champs d’honneur, Des hommes illustres, Le Monde à peu près, Pour
vos cadeaux. Maurice Genevoix avanza en esta confusión tras la máscara de Claude Simon, la más
convencional de las memorias nacionales bajo los esplendores de la más innovadora de las escrituras. El
poujado-izquierdismo (diagnosticado con amargura y soberbiamente analizado por Jean-Patrick Manchette en
sus Chroniques, publicadas de manera póstuma en 1996) sumerge la neo-novela policíaca bajo los distintos
tipos del Poulpe (creado por Jean-Bernard Pouy, quien sin embargo es el autor de Nous avons brûlé une
sainte). Dicha novela policíaca ya ni siquiera finge ser una alternativa a la literatura legítima: los novelistas
pasan y vuelven a pasar las fronteras de la “blanca” y de la “negra” (Pierre Bourgeade, Tonino Benacquista),
la prensa más conformista no para de celebrar el quincuagésimo aniversario de la Série noire, fundada por el
surrealista Marcel Duhamel después de la Liberación… Y en el horizonte, la pesadilla teórica que yo
inventaba, lo que sería la más descabellada redefinición de la excepción francesa, una “literatura Amélie
Poulain”: Daniel Pennac de Belleville versus Christian Bobin de Le Creusot, y las nostalgias, no solamente
formales, que ellos encarnan frente a las modernidades (incluidos aquí vanguardias y “espectáculo”)
manejadas en Frankfurt… que por poco ocurre la NRF lanzó en torno a Philippe Delerm el movimiento de los
“menos-que-nada”. Nada hay menos seguro: pueden encontrarse y nombrarse cinco “líneas de fuga”, cinco
“escrituras”, que dejan entrever otra “evolución literaria” para la prosa francesa.

Georges Perec: más que discrepancias propiamente estéticas, internas del campo literario, entre “lo antiguo y
lo nuevo”, cabe preguntarse en efecto si, desde este gran año de 1983, las divisiones no son ya entre esa
Restauración-Espectáculo y aquello que designa el nombre de Lázaro (los escritores de todos los tipos de
escrituras, que saben que la Historia plantea preguntas a las formas). Preguntarse, como acabo de hacerlo, si
la anamnesis de la sociedad francesa acerca de Vichy-Auschwitz (1975-1985 13) no ha adelantado y
resforzado la evolución literaria (que iba hacia atrás). Gracias a Perec, 1945 podría haber reemplazado 1968
como punto de origen de la literatura que se vislumbra. Consecuencia: la disociación de los dos vértigos que
el autor de La Disparition acumulaba: Perec y por lo tanto Oulipo, Perec y por lo tanto Modiano. El Oulipo,
“Ouvroir de littérature potentielle” (“taller de literatura potencial”), creado en 1962 para explorar los límites
del lenguaje por Raymond Queneau y François Le Lionnais, o “la literatura en la era de su reproductibilidad
técnica”14. Inversión temporal: la gloria de Perec que libera el grupo de su relativa marginalidad, debería
también disipar eso que todavía tiene de veleidades «Amélie Poulain» (el lado Marcel Aymé, a veces, de
Queneau…, de algunos oulipianos sobre todo). A la hora de la retirada de las “modernas” vanguardias, su
parentesco con el arte contemporáneo se convierte en su ventaja, dado que no es moderno (referirse a Voilà le
monde dans la tête, la inmensa exposición en el Museo de Arte Moderno de Paris en 2000, a artistas entre
literatura y arte, como Sophie Calle, Claude Closky o Valérie Mréjen). Modiano: el autor de esta otra
Recherche du temps perdu que va de La place de l’Étoile (1968) a Dora Bruder (1997), el interlocutor de
Emmanuel Berl (Interrogatoire), que extrañamente pasaba, después de Lacombe Lucien, por el responsable
de la “moda retro”, podría ser a Vichy lo que Perec es a Auschwitz, el gran escritor “lazareno” de hoy en día
(quien recientemente recordaba que el escritor debe medirse con el Mémorial de Serge Klarsfeld, como
antaño Balzac con el registro civil), inventor de un arte de la memoria, el “centro de gravedad” de la prosa
francesa.

Georges Perec “horizonte infranqueable” y Patrick Modiano “centro de gravedad”… ¿Y después? Philippe
Sollers, ¿“astro en el horizonte” y “centro de ligereza”? En efecto, después de 1968, en el momento de la
implosión y de la evolución aquí narradas, el fundador de Tel quel inicia una trayectoria doble – y en un
malentendido máximo. De manera visible, en una trayectoria ideológica que lleva al “escritor”, el personaje
social, de Mao Tse-Dong a Jean-Paul II, vía los Estados Unidos, a una aparente adhesión a los meandros de la
Historia en su forma trivial: la actualidad. De manera más secreta, en una pasión de escritura (de “estilo”)
tratando de escapar a la “pesadilla” de ésta (H, Paradis), una tentativa por reanudar el hilo de las
“excepciones”. Bajo el Gran Timonel, el pensamiento chino, detrás del papa, los místicos cristianos… La
compleja metamorfosis de Femmes (1983) hace que se junten ambos en el espacio de la crónica novelística; la
escritura puede parecer ahora sujeta a las extravagancias de las fronteras del campo y Sollers quería ocupar en
él, sucesiva y luego simultáneamente, todas las posiciones posibles 15. Proliferación de malentendidos – que
designa la referencia nueva en la obra de aquel que yo llamaría el cuarto Sollers, al “joven hegeliano” Guy
Debord, teórico, antes del 68, de la “sociedad del espectáculo” y al Martin Heidegger despreciador de la

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“técnica”… Que aumentan libros exotéricos (acerca de Casanova, Denon, Mozart), que suenan como alegatos
a lo Paul Morand (Fouquet) por sus compromisos seculares (los más recientes: Balladur, Jospin, Messier), y
su colaboración con el Journal du dimanche. De libro en libro, Sollers se propone hacer que lleguen las
epifanías del sentido y de los sentidos, el instante físico, en la trama de la instantánea mediática que lo niega.
La “experiencia interior” en el corazón del zapping universal, un cuerpo que escribe en la manipulación
genética general. Como antes el folletín del novelista, L’Infini publica al inicio de cada entrega su folletín de
lector (La Guerre du goût, Éloge de l’infini). La línea Rimbaud, Proust, Aragon, Céline, Genet… La Pléiade
ha reemplazado a la moderna biblioteca Tel quel. Comparación posible con las estrategias de imágenes
contemporáneas de un Jean-Luc Godard. Antípoda absoluta de la independencia de un Georges Perec.
Literatura por completo último margen que debe ser renegociado cada día.

¿O literatura “general”? Ante Philippe Sollers y lo que parece más bien “equilibrismo” entre “veteranos-
Laclave y húsares-Inrocks” y nueva “literatura visceral” (Beigbeder), algunos jóvenes poetas vuelven a
sacarla a la luz. Por excelencia terreno de lo “sagrado”, por lo tanto de la “misa” literaria, la poesía ha sufrido,
más y menos a la vez, a causa de la Restauración, que la prosa. Testigos: Jacques Roubaud, el teórico de La
Vieillesse d’Alexandre y de La Fleur inverse, y Emmanuel Hocquart (Ma haie, 2001). Con la Revue de
littérature générale (1995: La Mécanique lyrique; 1996: Digest), Pierre Alferi y Olivier Cadiot, poetas que
pasaron a la prosa, intentan “a partir de ella” un verdadero “golpe de Estado del lugar”, una reconquista y una
recomposición del campo literario todo entero: la reunión de los prosistas que yo situaba bajo el estandarte de
“Pierre Ménard, Don Quijote y Borges”, Jean Echenoz a la cabeza, y de los márgenes de Tel quel y, sobre
todo, la alianza, como a principios de siglo, con músicos y artistas con preocupaciones formales idénticas
frente a la Restauración (Pascal Dusapin, Alain Bashung, Benoît Delbecq, Kat Onoma: On n’est pas indiens,
c’est dommage, con Rodolphe Burger). Un programa que puede indicar el itinerario muy singular de un
Michel Butor o de Po&sie, el título-emblema de la revista de Michel Deguy (creada en 1977)… Otra
geografía, una nueva autonomía están, tal vez, en gestación... y temporalmente fuera de servicio. 2001, año
teórico... bajo la dirección del novelista católico Frédéric Boyer, editado por POL, una Biblia de los escritores
nació en la editorial Bayard, teniendo a Cadiot y Alferi como duros, y reuniendo en torno a este trabajo de
traducción a numerosos escritores que pueden ser vinculados con las tres escrituras que he inventariado bajo
el estandarte del Pierre Ménard de Borges. En la meta, la reafirmación ofensiva de la traducción como obra
auténtica, pero la Biblia convertida en una especie de Revue de littérature générale número 3, el instrumento
defensivo de una resacralización de la literatura frente al Espectáculo…2

2001, año teórico... muerte de Léopold Sédar Senghor, la versión sabia de la negritud, el ensamblador del
rompecabezas de una humanidad en trizas, danza negra y razón helena... Y de René Étiemble, el gran
especialista del estudio comparado entre culturas comparables porque están separadas. A contrapelo, el
premio Goncourt 1992, conferido a uno de los autores de Éloge de la créolité (para Texaco), Patrick
Chamoiseau (Biblique des derniers gestes, 2002), remataba la autonomía alcanzada por las literaturas
francófonas como aquella de la hispanófona o la lusófona. La “poética de lo diverso” de Édouard Glissant
(Tout-monde), de la que él mismo es heredero, anticipa, a contrapelo de la “novela internacional pretraducida”
(a la manera de Eco), una “criollización” del idioma y de las formas que han tenido eco en París. Está cercano
el día en que esos escritores adquirirán todo su peso en una “literatura francesa” en mutación en el espacio
mundial, al igual que la de los grandes extranjeros (por ahora, sólo Milan Kundera, checo en Francia, o Denis
Hollier, francés en Estados Unidos, lo han entrevisto…; último minuto: Bernard Pivot, a su vez, también un
poco: su nueva emisión se llama Double je [Doble yo]). A este respecto, ya es hora de leer desde otra
perspectiva, distinta de la única rúbrica de la “superchería” a un novelista supuestamente tradicional como
Romain Gary-Émile Ajar. Puede ser que empiece una vida póstuma de primera importancia: sus dos Goncourt
bajo dos identidades distintas no plantean sólo problemas de teoría literaria, sino que son la cara visible de
una heteronimia más amplia, la de un escritor francés de Europa central que proclamaba su “bastardía”, la de
un “escritor de frontera”, tal como lo definió Claudio Magris hablando de los novelistas del ex imperio de los
Habsburgo 16. Un escritor con la “diáspora en la cabeza”, es cierto, o para decirlo de otro modo, lo más
exactamente opuesto a un escritor del terruño y de un escritor “de viaje”, la anticipación de otra Francia.

2 NdT : il semble que cette phrase soit incomplète ou de construction incorrecte. A vérifier.

54
Recordaba los discos de Olivier Cadiot y Pierre Alferi, en busca de alianzas transversales. Michel
Houellebecq (surgido con Extension du domaine de la lutte), también interpreta sus poemas en público, y
Christine Angot tiene éxitos en el teatro. Last but not least, estos promotores de eso que parece una
“revolución conservadora” 17 podrían desempeñar su papel en la invención de lo Nuevo. Conservadora: las
formas son viejas, ficción aquí de un “estado de naturaleza” de la literatura, estilográfica en el nombro del
tema Angot, autoficción a manera de Dogma (Lars Von Trier), allá, mezcla de naturalismo de escritura blanca
(cierto Barrès, Anatole France). Revolución: irrupción de la “realidad” contra los academismos y los remedos
de vanguardias, incluso si esa “realidad” se confunde aquí con una especie de estado de naturaleza, allá con lo
“contemporáneo” (la vida sexual en la era del supermercado). Si la literatura francesa otra vez se ha vuelto
heterónoma con respecto a los medios de comunicación, ¿por qué no tomarlo como tema? Después de la
novela del incesto, lo recordaba al inicio, Quitter la ville es la novela de la “guerra” de Angot, “Duras
tendencia Villemin”, Antígona, contra “la familia” literaria incestuosa, el campo, el microcosmos que la
rechaza. ¿Por qué, siempre ante los medios, “no extender el campo de la escritura?” Lanzarote, por ejemplo,
la tercera obra de Houellebecq (un compendio parcial de Les Particules élémentaires, un esbozo de
Plateforme), monólogo de un “pequeño Blanco” (racismo y cientifismo ordinario, positivismo de revista) en
vacaciones en una isla volcánica de las Canarias, es un “tratado del estilo”, tanto como un “tratado del sexo”:
Hot vidéo o la Guide du routard entran en la literatura (se puede pensar en Bouvard et Pécuchet, en Choses,
en una recuperación fuera de lugar de las estrategias de escritura de un Manchette y de un Echenoz…).

2001, año teórico... A semejanza de 1549, año de la Défense et illustration de la langue française de Joachim
Du Bellay. Ciertamente hoy en día la cuestión del idioma se plantea de manera distinta – por lo demás, no
habría nada peor que la “literatura Amélie Poulain” de una Francia convertida en una reserva india
(podríamos incluso imaginar, con Gao Xingjian, una “literatura francesa” escrita en otros idiomas, distintos
del francés): ahora hay idiomas franceses. Pero los retos siguen siendo exactamente los mismos que en esta
época ya de mundialización, como lo señalaba al evocar la desaparición de Jérôme Lindon, la segunda
despedida de Bernard Pivot: novedad, autonomía. Disipadas con las vanguardias, las formas clásicas de
modernidad son las que se están reestructurando en cada una de las cinco “escrituras” que acabo de enumerar,
y en su intersección. Continuará…

1
Los Laclave: tomo prestado a L’Inceste de Christine Angot el personaje conceptual forjado a partir del
patronímico de un hombre de letras ordinario; en los Laclave de hoy, se encuentran evidentemente los
húsares. ¿Por qué Les Inrockuptibles en el papel estructural que fue el de los húsares? Debido a la
transformación del semanario – de Michel Rocard a Karl Zéro. Al amparo de una memoria convenida de la
Historia y de la biblioteca (homenajes a Manchette, Daney, Lindon o Bourdieu ), el << tono >> se ha vuelto
cada vez más amnésico, << generacional >> y de segundo grado, << moderno >> a la manera de Canal +.

2
Podría analizarse de la misma manera la estrategia del devenir-patrimonio de Alain Robbe-Grillet en el
momento del más reciente inicio de año o, en el mismo momento, Jérôme Lindon, la pequeña << novela
familiar >> del premio Goncourt 1999.

3
Sólo Philippe Lançon en Libération y Philippe Muray en L’Atelier du roman se atrevieron a romper el
consenso, como antaño lo habían hecho Pierre Bourdieu o Gilles Deleuze analizando la << nueva filosofía
>>.

4
Hago referencia, entro otras obras, a Premier Mot de Pierre Bergounioux, publicada en… 2001, año teórico…
que suena como un manifiesto explícito de esta escritura escolar (disertación - redacción) y rural en expansión

55
en el << paisaje >> francés. A mil leguas de cualquier posibilidad reflexiva.

5
No olvidemos que en 1966 fueron creadas las revistas La Quinzaine littéraire y Le Magazine littéraire; Le
Monde des livres llegó muy poco tiempo después; les Nouvelles littéraires y les Lettres françaises todavía
existen. Recordemos también revistas como L’Arc o L’Herne.

6
Inventó la expresión “pacto autobiográfico” en un libro decisivo de 1975 y él mismo se convertirá a las
autobiografías anónimas, cuando la cosa se alejará de su expectativa muy poco “demoledora”.

7
Él es el teórico del género que ocupa un espacio que Philippe Lejeune dejó vacío, así como su practicante,
con resultados menos afortunados. Por el contrario, un escritor como Hervé Guibert, a cuya obra el sida
confiere un sentido lazareno, parece dar una ilustración ejemplar de este género.

8
J’abats mon jeu por ejemplo, es un pequeño libro sobre Philippe Sollers.

9
Le Parc, segunda novela de Sollers, es considerada como tal, y los neonovelistas son los invitados de los
primeros números de la revista para una encuesta sobre el estado de la literatura.

10
Todo lo contrario, y es preciso señalarlo, de la “novela histórica”, que utiliza la historia como un decorado
para escenificar la eternidad de las pasiones humanas. Me refiero tanto a Alexandre Dumas como a sus
costumbres contemporáneas en la obra de Yourcenar o los húsares ( Jacques Laurent alias Cécil Saint-Laurent
), por ejemplo. Paradójicamente, la mayoría de las veces el papel de la novela histórica es anular la Historia.
A contrapelo, el uso del archivo en la obra de los escritores de la lectura puede compararse al de un Michel
Foucault.

11
Uno más tres: verdadera “suma anticipada”, Le Méridien de Greenwich (1979) expone como el programa de
la obra posterior.

12
Marguerite Duras, su esposa a la sazón, contará mucho más tarde su regreso, en La Douleur.

13
A pesar de las recientes confesiones de los verdugos que, más que los testimonios de las víctimas, desataron
un proceso, la de las guerras coloniales todavía no ha llegado a la cultura francesa.

14
Como continuación de Exercices de style y de 100 000 milliards de poèmes del autor de Chène et chien.
Puede leerse una historia personal del Oulipo en la muy reciente Bibliothèque de Warburg, de Jacques
Roubaud.

15
Muy activo en el “espectáculo”, Sollers, “barómetro”, publica en L’Infini, a los autores de la Restauración…
Julia Kristeva da una versión novelesca de los años de Tel quel en Les Samouraïs, y genera enseguida, en
Seuil, una historia intelectual de la revista escrita por Philippe Forest.

56
16
“Kafka es él mismo una frontera, las líneas de demarcación y los puntos de unión pasan a través de su cuerpo,
que se parece a esos lugares geográficos donde se cruzan las zonas fronterizas de varios Estados.”

17
Apoyada tanto por el ex centro del banco central (la Nouvelle Revue Française de Michel Braudeau) como
por Les Inrockuptibles.

57
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Seuil, 1989 Main courante. 3,
Projet pour une 2-02-010472-5 POL, 2001
révolution à New York, 2-86744-811-5
Minuit, 1970 Sarraute, Nathalie
2-7073-0351-8 Les Fruits d’or, Main courante. 2,
Gallimard, 1988 POL, 1999
Roche, Denis 2-07-025751-7 2-86744-722-4
La Disparition
des lucioles, Enfance, Origine du crime,
Éd. de l’Étoile, 1982 Gallimard, 1983 POL, 1998
Dépôts de savoir 2-07-025979-X 2-86744-648-1
et de technique,
Seuil, 1980 L’Usage de la parole, Main courante. 1,
2-02-005430-2 Gallimard, 1980 POL, 1998
2-07-020619-X 2-86744-647-3
Roche, Maurice
Compact, Vous les entendez, Schiff, Daniel
Tristram, 1997 Gallimard, 1976 La Ligne de Sceaux,
2-907681-10-9 2-07-036839-4 Minuit, 1983
2-7073-0636-3
Roger, Alain Sartre, Jean-Paul
Le Misogyne, Les Mots, Schuhl, Jean-Jacques
Denoël, 1976 Gallimard, 1987 Ingrid Caven,
2-207-28214-7 2-07-025773-8 Gallimard, 2000
2-07-075948-2
Rolin, Dominique Les Carnets de la drôle de
Trente Ans guerre: novembre 1939- mars Télex n° 1,
d’amour fou, 1940, Gallimard, 1976

70
2-07-029505-2 La Bataille de Pharsale, Stéfan, Jude
Minuit, 1969 Faux Journal,
Rose poussière, 2-7073-0354-2 Le Temps qu’il fait, 1986
Gallimard, 1972 2-86853-027-3
2-07-028187-6 La Route des Flandres,
Minuit, 1960 Tardieu, Jean
Seignolle, Claude 2-7073-0078-0 On vient chercher
Sexie ou l’Éloge monsieur Jean,
de la nymphomanie, Siniac, Pierre Gallimard, 1990
Zulma, 1998 Bazar bizarre, 2-07-071830-1
2-84304-050-7 Baleine, 1998
2-84219-154-4 Tarkos, Christophe
Shéhadé, Georges Anachronisme,
L’Écolier sultan, suivi de Femmes blafardes, POL, 2001
Rodogune Sinne, Rivages, 1997 2-86744-790-9
Gallimard, 1973 2-7436-0203-1
2-07-028473-5 Teboul, Jacques
Sollers, Philippe Vermeer,
Silent, Arthur H, Seuil, 1977
Mémoires minuscules, Gallimard, 2001 2-02-004715-2
Flammarion, 1984 2-07-075743-9
2-08-064627-3 Thevenon, Patrick
Paradis, L’Artefact,
Simenon, Georges Seuil, 2001 Calmann-Lévy, 1977
La Fuite de 2-02-049996-7 2-7021-0217-4
Monsieur Monde, 2-02-023056-9
LGF, 2000 (éd. précédente) Thomas, Henri
2-253-14283-2 Le Lys d’or, Le Poison des images,
Gallimard, 1989 Le Temps qu’il fait, 1993
Simon, Claude 2-07-071555-8 2-86853-166-0
Le Jardin des Plantes,
Minuit, 1997 Femmes, Le Cinéma
2-7073-1609-1 Gallimard, 1983 dans la grange,
2-07-024881-X Le Temps qu’il fait, 1991
L’Acacia, 2-86853-145-8
Minuit, 1989 Nombres,
2-7073-1296-7 Seuil, 1966 Une saison volée,
2-02-001943-4 Gallimard, 1986
L’Invitation, 2-07-070714-8
Minuit, 1988 Sonkin, François
2-7073-1155-3 Un homme singulier Tournier, Michel
et ordinaire, Le Roi des aulnes,
Les Géorgiques, Gallimard, 1990 Gallimard, 1996
Minuit, 1981 2-07-071834-4 2-07-027397-0
2-7073-0520-0
Le Mief, Les Météores,
Triptyque, Denoël, 1967 Gallimard, 1975
Minuit, 1973 Admirable, 2-07-029207-X
2-7073-0085-3 Denoël, 1965
Sportes, Morgan Vendredi ou les Limbes du
Les Corps conducteurs, Siam, Pacifique,
Minuit, 1971 Seuil, 1982 Gallimard, 1967
2-7073-0355-0 2-02-006079-5 2-07-026312-6

71
Toussaint,
Jean-Philippe
La Salle de bain,
Minuit, 1985
2-7073-1028-X

Vailland, Roger
Écrits intimes,
Gallimard, 1968
La Truite,
Gallimard, 1964
La Fête,
Gallimard, 1960

Volodine, Antoine
Le Post-Exotisme
en dix leçons,
leçon onze,
Gallimard, 1998
2-07-075248-8

Le Port intérieur,
Minuit, 1996
2-7073-1548-6

Lisbonne,
dernière marge,
Minuit, 1990
2-7073-1339-4

Weyergans, François
Franz et François,
Grasset, 1997
2-246-47281-4

Le Pitre,
Gallimard, 1973
2-07-028832-3

Wittig, Monique
Le Corps lesbien,
Minuit, 1973
2-7073-0097-7

Zagdanski, Stéphane
Pauvre de Gaulle !,
Pauvert, 2000
2-7202-1386-1

Les Intérêts du temps,


Gallimard, 1996
2-07-074286-5

72
escribir con la sospecha
retos de la novela contemporánea -
Dominique Viart

Nacido en 1958 en la región parisina, Dominique Viart es profesor de literatura francesa en la Universidad de
Lille. Su primer ensayo, L’Écriture seconde, pratique poétique de Jacques Dupin, fue publicado en 1982 por la
editorial Galilée. A este primer ensayo siguieron trabajos y direcciones de obras sobre la novela y la poesía del
siglo XX (La Littérature contemporaine. questions et perspectives, PU de Leuven, 1993 ; L’Injonction
silencieuse, La Table ronde, 1995 ; Jules Romains et les écritures de la simultanéité, PU de Lille, 1996).
Especialista de la obra de Claude Simon, a quien dedicó un libro (Une mémoire inquiète, PUF, 1997), y
codirector de La Revue des sciences humaines, participa además en los comités de redacción de las revistas
Beckett Today (Amsterdam/Atlanta), Sites, the journal of 20th-century contemporary french studies (USA) y
Roman 20-50 (Lille).
Desde hace unos diez años, Dominique Viart ha formado parte de aquellos que han abierto la Universidad
francesa a la literatura inmediatamente contemporánea. Prueba de ello son la colección Perspectives 20°, que
dirige en Les Presses Universitaires du Septentrion, y la serie Écritures contemporaines, creada por él en la
editorial Minard/ Lettres modernes. Últimas obras publicadas: Le Roman français au xxe siècle (Hachette, 1999)
y “Paradoxes du biographique”, Revue des sciences humaines, n° 263, 2001 . Actualmente prepara un ensayo
sobre las “Ficciones críticas” en la literatura actual.

El artesanado, el comercio y la escritura

La diferencia contemporánea

Pruebas de la subjetividad

Presencias de la alteridad

Sospecha de los saberes

Enfoques de lo real

Prácticas de la literatura

Una novela paradójica

73
A cada inicio de año literario, en septiembre, surgen cerca de cuatrocientas novelas, a las cuales hay que añadir
aquellas que se publican durante el año. Esto demuestra, por lo menos cuantitativamente – e incluso si se
considera la parte correspondiente a un sistema editorial que obtiene su beneficio económico con la
multiplicación de los títulos y de las “librerías” –, la extremada vitalidad de un género que hubiésemos podido
creer amenazado por el éxito del audiovisual o de los intercambios a través de Internet. Pero, ¿qué se puede decir
de la calidad y del interés de esos libros? Durante los últimos años, ciertos críticos (Jean-Marie Domenach,
Henri Raczymow…) han deplorado que la literatura francesa ya no tenía nada que decir, que había perdido su
valor y su vigor. Ciertamente, podemos lamentar la indigencia de muchos de los textos publicados como
“novelas”. Un número importante podría ser considerado como productos perecederos – y la “dura ley del
mercado” no se abstiene de recordarlo. Pero en esta oleada no todo es desechable. Y cabe preguntarse si esas
declaraciones no revelan un relativo desconocimiento del hecho literario contemporáneo (por lo demás, en
ocasiones reconocido incluso por aquellos que las expresan). Porque la literatura evoluciona: hoy en día, no
presenta los mismos retos que en tiempos pasados. La literatura reforma sus prácticas y sus hábitos, intenta otros
enfoques de los objetos que la solicitan. Por lo tanto, no debemos evaluarla según los cánones constituidos con
respecto a prácticas anteriores, lo que hacen muy a menudo esos críticos.

Es evidente que en el inicio de los años ochenta se dio una especie de aggiornamento estético que puso en tela
de juicio una determinada concepción del acto literario, él mismo elaborado sobre una crítica radical de las
concepciones precedentes. Es a partir de esta mutación que podemos considerar la novela contemporánea con
sus especificidades. No obstante, debe ser tenida en cuenta una dificultad: la cantidad de novelas publicadas
dificulta cualquier análisis exhaustivo. Nadie puede decir que las ha leído todas, por lo que hay que intentar un
enfoque discriminante, que reposará en una cuestión previa: la de los desafíos que la obra se impone a sí misma
y de los que ella da testimonio. En efecto, una obra no existe sin un desafío que la motive. Ahora bien, ese
desafío, profundamente relacionado con la idea que el escritor tiene de su práctica de escritor, confiere a la obra
un lugar en el gran concierto, más o menos discordante, de las actividades sociales, ideológicas y culturales. La
novela es, al mismo tiempo, el signo de su ambición y el criterio de su exigencia.

El artesanado, el comercio y la escritura


literaturas consintientes

Podemos distinguir fácilmente, en el amplio espectro de los libros publicados, una literatura consintiente, es
decir, una literatura que consiente en ocupar el lugar que la sociedad prefiere concederle generalmente, el de un
arte de adorno dedicado al ejercicio de lo imaginario y a las delicias de la ficción. De esta manera, numerosas
novelas perpetúan una tradición de lo novelesco bien instalada desde el siglo XVIII, que cada año produce su
lote de libros comprados y vendidos en supermercados y por correspondencia en los “clubes del libro”. Por lo
demás, de buen grado hablaría a este respecto de”librar obras”, más que de hacer literatura, dado que son unos
cuantos los escritores talentosos en este campo a los cuales este juego de palabras podría venirles como una
injuria. No obstante, es necesario reconocer que a menudo esas obras se (re)producen en serie, variando al
infinito los mismos intemporales ingredientes, mezclas de novelas históricas, exóticas o sentimentales
(sentimientos siempre obstaculizados pero siempre triunfantes). Tales libros corresponden, en el mejor de los
casos, a una artesanía, bien dominada en ocasiones, pero finalmente artesanía, no arte. De alguna manera, esos
escritores son una especie de “compañeros del deber” nuestros. Este trabajo no tratará el tema.

Una reciente transformación de la literatura consintiente ha intentado renovar su temática. Acentuando como una
reacción al mundo contemporáneo cierta imagen de la literatura como espacio de belleza preservada, de un
universo que se pretende reconciliado y desesperado de no serlo, produce “deliciosas” pequeñas obras en las que
sólo se habla de la “luz” del ser, de la “suerte” del amor o también de los humildes pero auténticos placeres de la
vida. Tal literatura acepta convertirse en canto del mundo, perpetuando a su manera uno de los papeles que la
colectividad social le ha atribuido desde su origen. Christian Bobin, Philippe Delerm, Pierre Autin-Grenier,
Colette Nys-Mazure, Marie Rouanet y algunos otros, son así los cantores de otra forma de sociabilidad,
despojada de sus asperezas, idealista e ingenua, en la que sólo cuentan la sensibilidad inmediata, la calidad de

74
presencia que proporciona al mundo y el gusto por las “pequeñas felicidades”. Sin ninguna intención de ficción
ni de intriga, esos autores se apartan de la tradición novelística para favorecer una narración a menudo emotiva y
descriptiva que sueña con materializar una poesía que ya no lo es, y despliega sin motivo un vago lirismo de lo
cotidiano.

literatura concertante

Frente a esta literatura que a ciertas personas puede parecerles, con justa razón, un poco empalagosa, avanza otra
literatura no menos consintiente, pero con otro registro, más mundano y más mercantil. La llamaría literatura
concertante porque constituye un coro sobre los clichés del momento y se introduce estrepitosamente en el
escenario cultural. El ruido que suscita es, por lo demás, la única caución de su valor: atenta a los modos y a los
humores de temporada, ofrece su reflejo exacerbado y a menudo provocativo. Busca gustosa el escándalo, pero
un escándalo ajustado al gusto del día, “surfeando” sobre el gusto que el día pueda tener, hoy, por los juegos del
sexo y del cinismo. Coquetea con los momentos culminantes de violencia rebelde y gratuita, los eslóganes
publicitarios y las fórmulas pseudoculturales. Se trata también de una literatura consintiente, ya que consiente al
estado del mundo, resume la ley del mercado y la explota en su provecho: esta literatura sabe lo que va a
funcionar, es decir, lo que generará artículos periodísticos y emisiones de radio y de televisión. Desde este punto
de vista, está más cerca del comercio que de la artesanía. No cabe ninguna duda de que esta literatura traduce
algo del estado social, pero no lo piensa. Su única virtud sociológica es sintomática y, por lo tanto, no tiene
mayor valor que cualquier otra conducta social momentánea.

Todas esas formas de escritura tienen, sobre todo, la particularidad de no preocuparse en lo absoluto... por la
escritura. Ya sea que para algunos se trate de escribir según una elegancia heredada de la enseñanza académica,
para otros de imitar la manera de hablar del momento o, sobre todo, de no preocuparse por la manera en que
escriben, lo único que cuenta son los personajes y sus historias – o su carencia de historia. Lirismo de pacotilla o
parloteo de moda, la escritura no se busca nunca en el movimiento del libro, ya está siempre ahí, utilizable hasta
la saciedad. Artesanos o provocadores, estos escritores no se cuestionan sobre su instrumento, que para ellos es
sólo eso, un instrumento. Pertenecen a esa categoría que antaño Roland Barthes llamaba ”escribientes”. Por
supuesto, alguno que otro puede prevalerse, según su mayor o menor talento, de un “tono” que permite
identificarlo. Pero nace de la habilidad, no de ese trabajo que cuestiona y hace estallar los arreglos del verbo.
“Los bellos libros se escriben en una especie de idioma extranjero”, afirmaba Proust en su Contre Sainte-Beuve.
Para los escritores concertantes, lo que es extranjero es este precepto.

literatura desconcertante

Novelesco mantenido, refugio idealizado y escándalo calibrado se reparten así los reflectores del escenario
mediático, como lo prueban las listas de las mejores ventas publicadas por ciertas revistas, persuadidas de que la
mejor literatura es aquella que se vende bien. Por lo demás, la misma ambigüedad del verbo habla mucho sobre
la manera en que esta literatura se adhiere a principios que ella misma no escoge. Ese éxito escandaloso disimula
otra literatura, sin duda más exigente, pero también más desconcertante, que, como lo escribe Pierre
Bergounioux, “toma de revés el sentido común”. A menudo, estos libros circulan de manera menos visible, pero
también más insistente. No mueren de una temporada a la siguiente, arrollados por los nuevos flujos de la
“producción” literaria, sino que siguen irradiando las conciencias y suscitando intercambios y debates, y muchas
veces acaban por imponerse. Es una literatura que molesta, que se escribe ahí donde nadie la espera y por esta
razón tarda en encontrar el camino de los artículos de prensa.

En efecto, esta última literatura carece de relevo, sobre todo desde que los suplementos literarios de la prensa y
los estudios de televisión se han entregado a los valores del mercado. Porque es una literatura que denuncia el
mercado en vez de inscribirse en él. Lejos de sacrificarse al valor de cambio que hace del libro un “producto”,
dirige a su lector las interrogaciones que la agitan. Sobre todo, es una literatura que se interroga constantemente
sobre su práctica y sus formas, sin hacer por tanto de esas formas el objetivo final del trabajo de escritura. Por lo
tanto, me parece importante hablar de esta literatura en una obra que reflexiona sobre una presentación de la
novela contemporánea. Menos simplemente sintomática de nuestra época que la mencionada antes, esta

75
literatura también se propone sin embargo, según la fórmula de Olivier Rolin, entregar el “diagnóstico” de esta
época. Porque está atravesada por los cuestionamientos que fundan nuestro tiempo y no se contenta con manejar
la espuma. Lejos del comercio y del artesanado, es una literatura que se piensa, explícitamente o no, como
actividad crítica 1.

literatura crítica

En una obra adecuadamente intitulada Critique et Clinique, Gilles Deleuze, retomando la idea de Proust, explica
que el escritor es aquel que “inventa en un idioma un nuevo idioma, de alguna manera, un idioma extranjero”.
No se trata del puro placer de invención ni de la búsqueda de originalidad, sino del esfuerzo por arrancar al
lenguaje la parte no formulada y, tal vez, inefable que todavía guarda. Siempre estamos ya hablados por el
lenguaje, se lamenta Beckett. El lenguaje común es entonces una máscara o una pantalla que disimula más de lo
que revela. Si la obra literaria desconcierta, es porque “lleva al lenguaje fuera de sus caminos trillados”, y con
ello le permite escapar a los significados preconcebidos, al “prêt-à-penser” cultural. Resulta imposible hacer
aparecer nuevos significados de acuerdo con arreglos de verbos antiguos. Para inventar la luz en pintura, los
impresionistas debieron inventar otro arte del toque. Es asimismo un arte de la frase – de la interferencia de las
instancias personales con la insistencia psicológica de las metáforas hiladas – lo que ha necesitado Nathalie
Sarraute para hacer comprender lo que podían ser los “tropismos” y la “subconversación”.

La escritura resulta entonces ser esta crisis provocada en las estabilidades instaladas. Porque si para algunos
sigue siendo una urgencia escribir – mas no entregar un producto “manu-facturado” –, es porque en ello hay
también un malestar en la conciencia de estar en el mundo. Un estado de lo real o de la conciencia, una calidad
de experiencia o una forma de existencia que la cultura todavía no ha dicho, que ponen en crisis al sujeto, y para
los cuales éste no encuentra ningún discurso constituido en el mundo, descubriendo con ello cuanto falsifican al
mundo los discursos constituidos. Se trata, efectivamente, de una crisis, que la literatura no pretende resolver,
pero que tampoco se resigna a dejar pasar en silencio. La literatura desconcertante es también una literatura
desconcertada: le faltan puntos de referencia. Escribe ahí, donde el saber falla, ahí donde no hay palabras, o
donde todavía no las hay. Es por ello que son necesarias otras palabras, combinadas de acuerdo con sintaxis
improbables. Inéditas, en todos los sentidos del término – y para las cuales todavía es válido que los editores no
sean simples mercaderes.

La diferencia contemporánea

El período contemporáneo es fértil en esos libros exigentes con ellos mismos, por supuesto, con más o menos
éxitos por aquí o por allá. Sin duda no lo es más que ciertos otros períodos de nuestra literatura, pero tampoco
menos, contrariamente a lo que alegan algunos nostálgicos: lo es, de manera diferente. Y es a partir de esta
diferencia que puede conocérsele. He hablado antes de cuanto habían transformado prodigiosamente el “paisaje”
literario los años ochenta 2. Por esta razón, sólo contemplaré para esta trayectoria de la novela contemporánea
las dos décadas más recientes, es decir, aquellas que se liberan de cierta concepción “teorizada” de la literatura.
En efecto, las décadas desde los cincuenta y hasta los setenta habían favorecido, especialmente bajo la influencia
del pensamiento estructural y de lo que todavía llamamos, a falta de mejor término, la “nueva novela” (“le
nouveau roman”) y luego la “nueva nueva novela”, una literatura poderosamente intransitiva, liberada de las
“ilusiones” de la representación, de la subjetividad y del realismo. Una ruptura epistemológica planteada entre el
verbo y su referente parecía condenar a estas últimas vanguardias a no poder trabajar sino la forma de las obras.

La lectura retrospectiva que hacemos hoy de los mejores de esos libros – los de Claude Simon, de Marguerite
Duras, de Robert Pinget… – muestra de manera muy evidente que tal postulado era el resultado de la ilusión.
Cierta “teoría de la literatura” desvanecía muchos de los aspectos de esos textos, que ponían en tela de juicio

76
antiguas maneras de pensar y de representar al hombre y al mundo, no para renunciar a ellos sino para intentar
nuevas vías. Dígase lo que se diga, en esa época Sarraute, Simon, Pinget, Duras, Butor, Claude Mauriac... nunca
cesaron de perseguir en la escritura las más precisas manifestaciones de las curvaturas psíquicas. Pero lo hicieron
porque querían liberar a la novela de los códigos y de las convenciones que hasta entonces sólo habían logrado
esclerosar la expresión y la representación; rápidamente se les identificó con una teoría solipsista y con prácticas
más formalistas (Robbe-Grillet, Ricardou…) que no eran de la misma naturaleza. Siguiendo el trabajo de
algunos de sus predecesores – James, Proust, Faulkner, Kafka, Woolf, Jouve… – , de hecho lo que hacían era
poner a prueba en la escritura la fecundidad de los enfoques fenomenológicos o hermenéuticos del sujeto.

escribir con la sospecha

Y a menudo fue, efectivamente, a la luz de sus obras que la literatura de los años ochenta se llenó una vez más
de las preguntas sospechadas o aparentemente eludidas por la literatura que la precedió. No para regresar a la
representación, a la subjetividad o al realismo como si ninguna crítica los hubiese afectado, sino precisamente
para retomar de ellos el cuestionamiento: ¿cómo decir lo real sin caer en las redes de las deformaciones estéticas
e ideológicas del realismo? ¿cómo arrancar el sujeto a las caricaturas de la literatura psicológica sin abandonarlo
a las leyes de la estructura? ¿cómo restituir la Historia colectiva o las existencias singulares sin incurrir en los
pretextos falsos de la línea narrativa? En una palabra, ¿cómo reanudar con una literatura transitiva sin
desconocer la sospecha? Porque la sospecha persiste: planteada poderosamente por la generación anterior,
constituye la herencia de los escritores de hoy. ¿Cómo escribir con la sospecha? Tal es el reto crítico de la
literatura presente, ya sea que se enuncie efectivamente en las obras o que éstas se desplieguen implícitamente a
partir de él.

La novela contemporánea a menudo asocia dos preocupaciones: reflexionar3 en su forma y su función y, al


mismo tiempo, interrogar a su tiempo y su contexto. Profundamente marcada por los adelantos de las ciencias
humanas, la novela se convierte en el lugar en donde esos avances son ofrecidos al debate, confrontados a otras
modalidades del conocimiento. La voz narrativa en sí misma, ya sea que la encarne un personaje o no, es desde
ahora a la vez el objeto y el sujeto de esos cuestionamientos. Sus incertidumbres, su interrogación sobre la
materia misma de lo que ella expresa o reconstituye, ponen en evidencia la “búsqueda cognitiva” de un presente
incierto. El afán de no deformar una sensación o un pensamiento la conduce a reformular con frecuencia su
discurso, en una especie de “escrúpulo narrativo” que sospecha de las falsificaciones inducidas por la narración.
Además, estos cuestionamientos nunca son firmes y todo tipo de fenómenos inconscientes o de mediaciones
culturales son susceptibles de turbarlos. Finalmente, el narrador está marcado por una perplejidad más sorda del
sujeto – su identidad, su historia, la conciencia que él puede tener de sí mismo – en donde se siente su “inquietud
existencial”.

Pruebas de la subjetividad

los desconciertos del sujeto

Desde ese momento, podemos considerar la manera en la que se plantean esos retos, la manera que los novelistas
tienen de abordarlos – o de fingir evitarlos – y las invenciones de forma y de escritura que precisan. El primer
reto que propongo abordar, porque es también el primero que se impone en un período que paradójicamente lo
rechaza, es el de la subjetividad. Roland Barthes, Georges Perec, Michel Leiris y Serge Doubrovsky son aquí los
instigadores de nuevas escrituras del sujeto, liberadas de la ilusoria linealidad narrativa, críticas contra toda

3 Le sens de "réfléchir" dans le français original est peu clair. Il a été compris ici comme "réfléchir à" (à vérifier)

77
lucidez de sí mismo consigo mismo y finalmente más interrogativas y perplejas que seguras de un “yo”
constituido. La multiplicación de las obras autobiográficas no tendría cabida en una presentación de la novela
contemporánea si la mirada crítica que el género posa sobre él mismo no hubiese favorecido, bajo el nombre de
“autoficción”, la emergencia de una forma híbrida, que toma de la novela sus modalidades para capturar mejor
un sujeto en adelante pensado como “línea de ficción” (Jacques Lacan).

No basta con constatar, al principio de los años ochenta, el renovado interés que algunos escritores, en ese
entonces percibidos como formalistas, sienten por la cuestión autobiográfica (Marguerite Duras, L’Amant;
Nathalie Sarraute, Enfance; Alain Robbe-Grillet, Les Romanesques; Claude Simon, L’Acacia… o incluso
Sollers, Femmes, Portrait du joueur) para medir la importancia de ese fenómeno: la mayoría de las veces, esos
textos invitan a releer sus obras anteriores como novelas en las que ya el sujeto se codificaba y se buscaba,
ciertamente bajo formas menos explícitas. “Autoficción” es, sin duda alguna, un concepto poco satisfactorio (ver
Chaos, de Marc Weitzmann), como por lo demás la mayoría de las etiquetas críticas colocadas sobre nuestras
perplejidades genéricas; sin embargo, permite designar a este conjunto más extenso de libros confrontados a la
incertidumbre del sujeto. Incertidumbre en efecto, porque la crítica hecha acerca de la limpidez subjetiva ha
surtido efecto, y la multiplicación de los saberes – analítico, biológico, sociológico… – siempre enturbia un poco
más la misma posibilidad de una conciencia total del yo, singular y coherente.

Un estado sintomático de esos desconciertos, a veces independiente de una verdadera expresión del sujeto, se
notaba en numerosos textos que se sometían a la prueba del encierro, de las obsesiones y de las devastaciones
íntimas. El monólogo interior y sus variantes constituía su forma privilegiada. Samuel Beckett, quien en
L’Innommable escribía: “Hay que decir palabras mientras las haya, hay que decirlas hasta que me encuentren,
hasta que me digan”, llevó muy lejos esta práctica desde sus primeras novelas y hasta sus obras más recientes
(Compagnie). Con ello, ha constituido como un acabado plano del monólogo entregado ya a su fuerza de inercia,
que lo prolonga, lo agota y lo relanza. La palabra permanece en él sin escapadas ni escapatorias, como resignada
a su propia reclusión.

Ciertos escritores más jóvenes, marcados por ese potente ejemplo, se dieron a la tarea de nutrir la forma del
monólogo de experiencias subjetivas más identificables, como para reencarnar en ellas el verbo. Sin prejuzgar la
menor o mayor fuerza literaria de la escritura de cada uno de ellos, reuniremos así voces solipsistas, como
encerradas en esos márgenes mentales donde alguna locura las aleja de lo real. Jean-Marc Lovay (quien
representa universos similares a los de Faulkner, por ejemplo en Polenta), Jean-Claude Pirotte (quien también
confiesa su admiración por Dhôtel), Hélène Lenoir (en cuya escritura encontramos “fragmentos” con acentos
durasianos), Lorette Nobécourt, Claude Gibert, Christian Gailly, Linda Lê… figuran entre estos muy diversos
escritores que hacen vibrar tales reclusiones verbales, a veces hasta los límites de la ceguera o de una lucidez
enfermiza, amarga y cáustica.

la investigación subjetiva

Por supuesto, otros intentan desenlazar esos nudos de la personalidad. Es entonces la historia insistente y oscura
del sí mismo la que hay que sacar a la luz del día, ya sea que lo hagan en el intercambio lúdico y vindicativo del
sujeto con el psicoanálisis (Serge Doubrovsky), en el diálogo introspectivo con los datos sociológicos (Annie
Ernaux) o antropológicos (Pierre Bergounioux) o incluso con el afán de reinterpretar la Historia y sus silencios,
sus individuos ignorados (Jean Rouaud…). Ciertamente, las variaciones son múltiples, la parte de ficción y de
reflexión más o menos equilibrada: de cualquier forma, el resultado es que esta literatura contemporánea se
preocupa por la identidad subjetiva. Y entonces ya no se contenta con manifestar el malestar del yo en esos
monólogos interiores que ha heredado (Faulkner, Joyce, Woolf, des Forêts… también siguen siendo, para esta
generación, poderosos intercesores), sino que quiere dejarlo claro. El éxito del «stream of consciousness» había
perturbado la composición narrativa del relato novelístico; la cuestión subjetiva, cuando no se contenta con
exhibir un delirio complacientemente satisfecho, experimenta hoy otra mutación más relacionada con la
indagación que con la narración.

Así, se ocupa de los nuevos objetos que la modernidad más reciente le señala: los detalles ignorados cuya
aparente insignificancia se revela rica en sentido, objetos de poco valor que, sin embargo, son un testimonio de

78
lo que fue y conservan algo de quien los ha manipulado; fotografías borrosas, mediocres o movidas, en las que
se imprime la huella de un tiempo precario; torpezas del verbo o recurso a los lugares comunes de las
conversaciones, que dicen mucho de subjetividades ocultas. El psicoanálisis, sobre todo lacaniano, ha hecho que
el texto preste mayor atención a las palabras, ya sea de manera atenta a las expresiones del otro (François Bon
hace la experiencia, restituyendo lo que se ha dicho en el taller de escritura para dejar resonar sus sentidos
oscuros en C’était toute une vie y en Prison) o en el eco lúdico que puede dárseles (Leslie Kaplan, Le
Psychanalyste). Nathalie Sarraute había mostrado cómo las palabras mismas pueden convertirse en objetos de
novela (Disent les imbéciles, Ouvrez, L’Usage de la parole, Tu ne t’aimes pas). Es en una situación específica
cuando revelan su agresiva debilidad, su torpeza solapada (Laurent Mauvignier, Hélène Lenoir, Gisèle
Fournier…).

la prueba del texto

Junto a esos textos bastante accesibles, ya que a menudo optan por una legibilidad reencontrada, otros se
empeñan en no sacrificar en nada los nudos de la oscuridad y de las complejidades del sujeto, incluso con el
riesgo de volver opaco el discurso. Ostinato, el último e inacabable texto de Louis-René des Forêts, que retoma
las meditaciones de una vida en su parte final, nutrida de fugitivas imágenes y de su temblor de incertidumbre,
sería el emblema de ellos. En esta vía, que cada quien inventa a su modo, seguiríamos a Roger Laporte (Une
vie), Jean-Claude Montel (L’Enfant au paysage dévasté), Hélène Cixous, Jean Daive, Hubert Lucot, cuyo Langst
pretende “acarrear todo lo real, incluso la historia del sujeto y su economía subjetiva”, o también, entre los
autores más jóvenes, a Pierre Alferi (Le Cinéma des familles) y Frédéric-Yves Jeannet (Cyclone; Charité). Este
grupo, disímil en cuanto al estilo y a la posición que el autor adopta en su obra, es prueba de una fuerza
exploratoria de la escritura del sujeto, obstinada en buscar en la materia de su idioma la legitimidad de un acto
que desde ahora le parece menos evidente. La forma misma que toma aquí el texto muestra un recelo hacia toda
evidencia del sujeto, como comparada constantemente con marcos explicativos que ya no son actuales. Tratando
a pesar de todo de revelarse, esos narradores se ven obligados a reunir en un mismo impulso la crítica de los
paradigmas novelesco y autobiográfico. Escribir de sí mismo no es tan fácil, y el texto queda tendido entre su
tentación y su imposibilidad.

Porque aquí no hablamos simplemente de contenido: sería desconocer la escritura de libros que saben cuan
limitadas son las palabras para decir esos nudos del sujeto – y a veces los dicen en el reflejo de su sombra, como
una especie de inter-dicción de la palabra. La escritura del sujeto, aún en las ocasiones en que toma la forma de
una escritura del otro, es, antes de todo, una escritura que se busca, como si el sujeto no estuviese nunca
constituido antes de la escritura, sino que se probara en su presente y se buscara en su después. Claude Simon lo
ha subrayado a menudo: nunca escribimos sino en el presente de la escritura, en eso que sucede en el presente de
la escritura. Ninguna duda cabe de que las principales obras de nuestro tiempo se escriben, efectivamente, en
este tipo de conciencia. Por tal razón, la novela ya no responde al proyecto de una intriga previamente elaborada
y que hay que llevar al término de su drama, sino que se convierte en el espacio mismo de una reflexión que
avanza, a veces contradictora o machacona, pero siempre más crítica y más exigente con ella misma, salvo
cuando recurre a otros modos, “impasibles”, paródicos o virtuosos, que trataremos más adelante.

Presencia de la alteridad
las encuestas de filiación

Un aspecto notable persiste en la mayoría de estos libros: la conciencia de que el sujeto no es un ser autónomo,
incólume de toda determinación. Nuevamente aquí, las ciencias humanas han difundido su trabajo, y es este

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trabajo lo que la novela interroga a su vez, acorralando al sujeto en la herencia que lo constituye. Los relatos de
filiación no son simplemente relatos, poco importa en ellos la leyenda familiar; constituyen otra, elaborada de
fragmentos y de ausencias, de objetos inciertos y de recuerdos perdidos; suscitan la indagación, desentierran las
vidas olvidadas o las reinventan (Simon, Cixous, Bergounioux, Michon, Rouaud, Jeannet…). Durante los
últimos años hemos visto multiplicarse estos relatos – más de un centenar, de desigual valor, evidentemente – en
los confines de la novela y de la autobiografía (Clément, Adely, Veinstein, Bassez, Mignard…). Imbricación de
relato(s), de comentarios, de reflexiones críticas (históricas, analíticas, sociológicas...), de meditaciones y de
memoria, estos relatos intervienen sobre una materia biográfica sin plantearse la cuestión del género, cuyas
delimitaciones parecen ya restrictivas y ficticias. A decir verdad, esos libros se instalan en una relación no
genérica de la escritura: en ellos, la ficción es un “rodeo”, en el sentido metódico de la palabra. Recurren a todos
los medios de la escritura, incluso con el riesgo de hacerlos trabajar unos contra – o con – los otros (Yves
Navarre, Biographie, roman, Pierre Pachet, Autobiographie de mon père…).

¿Es necesario decir que los relatos de filiación a menudo también son – si no por excelencia – los relatos del
duelo? Duelo de aquellos que no terminan de morir en sí, dictando todavía su última voluntad (Simon,
Bergounioux, Guibert, Juliet, Vigouroux): raramente se habrá elaborado esta indagación retrospectiva ya no de
un origen que la literatura ha buscado con frecuencia gustosa, sino de una pesadez originada en un pasado
familiar que sigue curvando al sujeto. Simon, reconstruyendo a partir de documentos y relatos inciertos el
destino de un padre demasiado nutrido de los valores de la Tercera República, Bergounioux, cavando sin
descanso el hundimiento psíquico de su padre, huérfano de la Gran Guerra, o las consecuencias socioculturales
de un nacimiento en las remotas profundidades de la provincia... avalan la reflexión de François Vigouroux, que
sólo concibe la existencia en la deuda asumida por los hijos ante frustraciones antiguas.

Son también duelos invertidos que enturbian la lógica generacional: muertes de menores que instalan una
carencia en el corazón de la escritura de las vidas (Forest, Chambaz, Adler). Ciertamente, la experiencia no es
privativa de nuestra época, pero la impresión de seguridad de las sociedades occidentales modernas, el
cientificismo médico del que creemos beneficiarnos, vuelven más escandalosa la prueba, menos aceptable
también para una sociedad desacralizada. Se vislumbra entonces otra experiencia de la precariedad y del
desamparo. No obstante, la escritura no busca ser terapia ni confidencia patética: sólo ausculta en sí la cavadura
de la ausencia. Y al hacerlo, ilumina una nueva conciencia del tiempo – no simplemente dividido entre un antes
y un después, sino roto en sus ritmos, vivencia de una lentitud o de una densidad singulares. Son estas pruebas
de lucidez que se preservan tanto del énfasis como del positivismo. Como el descubrimiento – tanto a través de
la escritura como por la experiencia misma – de los espacios de ignorancia y de deuda a los cuales confronta el
duelo.

las ficciones biográficas

En la inversión de una anterioridad del tiempo, tanto como en la prueba de una pérdida presente, se afirma así la
conciencia de que el sujeto sólo se conoce a la vuelta del otro. Si bien esto favorece esos espacios de
confrontación familiar que Annie Ernaux, Pierre Bergounioux o Jean Rouaud han sabido hacer resonar con
claridad, esta conciencia se aventura también del lado de otras mediaciones. Suscitando finalmente tantas
“ficciones biográficas” como autobiográficas, los relatos de Quignard, de Michon, de Macé, de Louis-Combet,
entre interrogantes y fascinados,… a veces reunidos en colecciones editoriales («L’un et l’autre» en Gallimard),
dibujan – o designan – filiaciones más electivas que biológicas, pero no menos determinantes.

Los escritores, y entre ellos los más míticos de nuestra literatura – Rimbaud (Pierre Michon, Dominique Noguez,
Alain Borer…), Trakl (Claude Louis-Combet, Marc Froment-Meurice, Sylvie Germain…), y también Baudelaire
(Bernard-Henri Lévy), Hart Crane (Gérard Titus-Camel), Kafka (Bernard Pingaud)… – , los pintores tan
singulares como los primeros (Van Gogh, Goya… para Michon; Frida Khalo para Le Clézio, Le Caravage para
Walter, por ejemplo) son los más solicitados para esas tentativas de restituciones. Sus existencias reinventadas
tanto como auscultadas hablan unánimemente de la fascinación en donde el arte nos retiene en un período que
hubiésemos podido creer “desencantado”. Pero, aún cuando los textos aborden figuras menos destacadas
(Michon, Vies minuscules; Bergounioux, Miette), brindan también la ocasión de que cada uno se mida con su
sueño y de invertir cada vida con una densidad no manifestada por ella. El interés por la biografía y los ensueños

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que suscita consagra el éxito póstumo de esta forma marginal inaugurada por Marcel Schwob al principio del
siglo en Vies imaginaires. Así, es por un camino marginal que la literatura regresa: lejos de las grandes epopeyas
históricas o realistas, busca ahora penetrar en un conocimiento más fino de la experiencia subjetiva.

Interrogando así a las figuras que el sujeto representa, esos textos hablan de la alteridad que lo vincula con él
mismo. Estos textos son coherentes con una preocupación de nuestro tiempo que plantea insistentemente la
cuestión del otro (Lévinas, Ricœur, Todorov…). Su multiplicación, como la de las indagaciones de filiación,
muestra también cierto desafecto por las formas gratuitas de lo imaginario. Más que inventar cada una de las
partes de ficciones improbables, la escritura contemporánea, que se ha vuelto investigadora, construye ficciones
a partir de los datos inciertos e incompletos de su experiencia. Esto me parece ser la marca de un tiempo
interrogador. El sujeto, desde ahora huérfano de los valores que regían su existencia, intenta comprender su
tiempo, que le escapa, y conectarse con su pasado, interrogar sus modelos y sus fundamentos. Finalmente, esos
textos nos hablan de cuanto siguen siendo habitadas por otras experiencias y otras palabras, tanto la existencia
como la lengua, que las constituyen y resuenan en ellas.

la obra en espera

Es necesario sacar a la luz del día esas experiencias y esas voces, silenciosas pero actuantes. Y es éste el
proyecto principal de una esfera de nuestra literatura, tanto más inclinada a aceptar ese reto cuanto que él
responde a un silencio de varios siglos. Se ha hablado del “vigor” francófono: este vigor es sintomático de la
urgencia de tal proyecto. “Marcadores de palabra” iniciando al lector en voces inéditas (Chamoiseau), polifonía
de los mundos y de las razas, experiencias y esperanzas (Glissant): son estos los espacios narrativos, y como
sonoros, que hay que abrir a la novela. Fundadas en una conciencia de la separación, de una palabra no advenida
y como quedada “en espera” (Dominique Chancé), esas escrituras quieren ser empresas de reapropiación y de
síntesis. Es también una de las pocas literaturas actuales que se piensa en el futuro, por lo menos en devenir,
como lo proclaman Chamoiseau y Glissant.

En efecto, esta literatura asume la labor de transformar en Historia el pasado sufrido para volver a crear una
herencia que le fue prohibida durante mucho tiempo – pero también para dar testimonio de ella en historias,
singulares y profusas, para rendir a cada quien el homenaje de su existencia, para “desenredar un sentido
doloroso del tiempo y proyectarlo en nuestro futuro”, como lo escribe soberbiamente Glissant. Junto a ellos,
otros, como René Depestre, Maryse Condé, Daniel Maximin o Raphaël Confiant…, no solamente hablan de una
realidad cultural que no tenía cabida en la lengua narrativa, sino que le inventan un “hablar-lenguaje” que hace
resonar los sentidos desde una interioridad nueva. Un fenómeno a veces parecido, pero menos claro y más
disperso (es decir, menos colectivamente pensado), inspiraba ya la literatura del Maghreb. Sin embargo, su
tradición está constituida con mayor nitidez, tan es así que se le encuentra desde mucho antes empeñada en
establecer (y en discutir) el vínculo entre las dos culturas que la conforman, entre un universo colonial (que, a
veces, porta en sí mismo los valores que condenan la colonización) y una tradición oral que busca las
modalidades de su realización escrita (Tahar Ben Jelloun, Driss Chraïbi, Assia Djebar…).

Si bien el lugar desde donde esos libros nos hablan, determina obviamente una parte de su diferencia intrínseca,
no cabe ninguna duda de que se debaten con las mismas exigencias, los mismos objetos con los cuales deben
medirse. Aquí se trata, una vez más, de la transmisión y del pasaje, de las genealogías y de las filiaciones en las
cuales inscribir las mutaciones culturales de una época nueva (deudas de reconocimiento y voluntad de mantener
el diálogo, como en Le Blanc de l’Algérie, de Assia Djebar). Pero su aguda conciencia de las tensiones entre
desgarramiento y apego, y de las violencias que esto causa, cualquiera que sea la generación a la que se
pertenezca (Boudjedra, La Vie à l’endroit, Bouraoui, La Voyeuse interdite), les confiere una densidad específica,
que no podríamos reducir a cuestionamientos generales.

el idioma del otro

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Desde más allá de los límites tradicionales del área francófona nos llegan obras que han elegido la lengua
francesa para expresarse, a pesar de no ser el idioma materno de las y los novelistas que las escriben. Este
fenómeno tiene la amplitud suficiente para ser considerado: no intentaremos aquí deducir enseñanza alguna
sobre una atracción particular de nuestra lengua, o de una propiedad singular que ésta tendría para acoger una
expresión literaria. Como tampoco olvidaremos que en realidad a veces no es una verdadera elección, dada su
vinculación con los desgarramientos de la Historia, las violencias del exilio y de la derrota. No obstante, es
preciso constatar la importancia – cuantitativa y cualitativa – de esos textos y resaltar el vigor de los
intercambios culturales a que nos invitan. Alexakis, Bianciotti, Del Castillo, Kristof, Kundera, Maalouf, Makine,
Manet, Wiesel... son algunos de los más conocidos de esos novelistas, ciertamente de orígenes muy diversos. No
podríamos comparar la convocatoria a pensar lo irreparable (Wiesel) con un cosmopolitismo más anodino
(Bianciotti). Pero, a su manera, todos reflexionan sobre las cuestiones del exilio y de la memoria, y tejen
conjuntamente las problemáticas de la expresión en un idioma diferente y en un contexto social diferente. A
riesgo de tener que convertirse a veces, como Georges-Arthur Goldschmidt, en elementos vinculadores entre dos
lenguas que la Historia ha estado a punto de volver dolorosamente incompatibles, pero que la obra y el trabajo
no se cansan de conciliar.

Este punto de vista de un allá a menudo cargado de Historia, íntimamente instalado en el corazón activo de
nuestra literatura, es importante. Desplaza el hábito cultural y engendra otras consideraciones de un universo
sociocultural que creíamos conocer demasiado bien. Interroga nuestro mundo desde una exterioridad que se le ha
vuelto lingüísticamente consubstancial. Evidentemente, esas obras no son comparables, cada una interpreta su
propio registro. Pero la fantasía ácida de uno (Kundera), la ambivalencia enunciativa de otro (Kristof), la
reflexión política del tercero (Manet), etc., también irrigan la creación contemporánea. Si bien para muchos de
esos escritores “el francés es un idioma de asombro” (Makine), es también su francés lo que nos asombra, lo que
instala el asombro en nuestra propia relación con la lengua.

Sospecha de los saberes


la rehistorización

Como lo reconoce Pierre-André Taguieff, el porvenir desde ahora depende más del enigma que del voluntarismo
militante. Nuestra época ha roto con el tiempo de las promulgaciones y de los manifiestos. Hoy, ya no sabe lo
que “debe ser” la literatura, excepto en raras excepciones, y no permite preverlo. No solamente a causa de los
grandes cismas de nuestra Historia – “¿cómo escribir después de Auschwitz?”… fórmula recurrente de las
reflexiones sobre la literatura del último medio siglo –, sino también en función de una disgregación más sorda,
más subterránea, de nuestras certezas axiológicas y culturales, en las que, por supuesto, las fracturas históricas
participan a su manera (Jean-François Lyotard). Frente a la incertidumbre y la oscuridad de la materia de este
presente, es hacia el pasado, lo hemos visto, que se torna la interrogación. Sin nostalgia de alguna remota “edad
de oro” sino, más bien, con el propósito de elucidar el movimiento del que procedemos y que ha hecho que
estemos aquí. De eso de lo que sin duda alguna nos hemos liberado, pero también de eso que hemos dejado en el
camino y cuyo olvido nos amenaza.

Así como no puede percibirse fuera de una herencia, el sujeto tampoco puede liberarse de la Historia, sino todo
lo contrario: nuestra época es por ello una época de rehistorización de la conciencia subjetiva. Y esta
reshistorización no carece, en sí misma, de una dimensión crítica. En primer lugar, se propone reexaminar los
discursos recibidos, a menudo para desmentir sus alegatos.
Sucede a veces que esta tarea tome la forma de la novela policíaca (Didier Daeninckx, Sébastien Japrisot, Jean-
François Vilar, Thierry Jonquet…), que tenga que subtender el relato de la memoria con una preocupación por la
pesquisa. Pero aquí la indagación excede la exigencia de una forma novelística particular: se impone a la
escritura. Y desborda la novela policíaca: el narrador de L’Acacia, de Claude Simon, como el de Les Champs

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d’honneur, de Rouaud, quieren saber. El sujeto, el otro, la memoria, la filiación, la Historia, ya no son hoy
objetos de narraciones que los relatan con la facilidad lineal de aquel que sabe de qué se trata y lo que sucederá
después, sino verdaderos actores interrogados en el movimiento mismo de la escritura, que despliega sus
complejos recovecos.

el trabajo de memoria

Más que un “deber de memoria” según la expresión ya consagrada, habría que hablar aquí de un “trabajo de
memoria”. La evolución de las novelas de Modiano, desde la evocación imprecisa de una época incierta hasta la
encuesta de restitución (Dora Bruder), es el signo de esta conciencia que interroga a la obra. La restitución
histórica vuelve a poblar de sujetos efectivos sectores de la Historia durante mucho tiempo dejados a los
discursos generales, permite escuchar los traumatismos que la Historia instala (Lydie Salvayre, La Compagnie
des spectres). Es, ejemplarmente, el caso de Berg et Beck, de Robert Bober, o de J’apprends l’allemand, de
Denis Lachaud, en lo que respecta a las zonas oscuras de la Segunda Guerra mundial, o de Douze Lettres
d’amour au soldat inconnu, de Olivier Barbarant, en lo que toca a la Gran Guerra. Y es, nuevamente, la guerra
de Argelia (Rachid Boudjedra, Rachid Mimouni, Arno Bertina). Lejos de darnos un decorado circunstancial
favorable a cualquier dramatización de lo novelesco, como en el caso de las “novelas históricas” de factura
tradicional, estos textos abren espacios de confrontación y de desmentidos. Desde entonces, la realidad histórica
ya no avala una ficción narrativa: es interrogada como “realidad” constituida por consenso – y el saber que
creíamos poseer es denunciado como ficción discursiva por esta empresa narrativa misma.

De manera más ambivalente, y como para probar que la literatura no podría escapar de una parte de leyendas,
algunos escritores recurren a un lirismo épico o mítico para evocar esos períodos sombríos de donde emerge el
presente. Sylvie Germain brinda así a la Historia del siglo la amplitud de los antiguos relatos de fundación.
Richard Millet restituye en una trilogía la negra realidad de las vidas en los confines de las tierras montañosas, a
penas arrancadas a su aislamiento salvaje. Una superación del lenguaje, profuso y mezclado, con ritmos bíblicos
en la escritura de uno, con la brutalidad del habla regional en la del otro, se asemeja a una verdadera
reivindicación literaria. Como si mediante la riqueza de la lengua y la potencia de la imaginación fuese como
pudiera reconquistarse la realidad de un tiempo que la Historia, demasiado racional, no pudiese verdaderamente
expresar.

La escritura se vincula entonces con los humores del cuerpo, con la escucha de los sentidos, más que con el
examen del sentido. Otro de los legados de Claude Simon consiste en no concebir la restitución del pasado
independientemente de una fenomenología sensible. El cuerpo también tiene su historia, como lo vemos aún al
leer las novelas de François Thibaut. Ponerlo en escena permite contrarrestar cierta inflación del pensamiento
conceptual. Habría que hablar aquí de la importancia que el cuerpo ha adquirido en la ficción contemporánea,
ampliamente apoyada desde los años setenta por la escritura femenina (de Hélène Cixous y Chantal Chawaf a
Lorette Nobécourt y otras más) y la literatura gay (de Tony Duvert y Renaud Camus a Hervé Guibert y
Guillaume Dustan). Sería sin embargo un error circunscribirla a ella, dado que desde entonces concierne al más
largo espectro de la producción actual, considerando todas las categorías. Mas es imperativo hacer una
discriminación entre la explotación de un tema “promisorio” que tiene en la mira el éxito de una literatura erótica
o de una “nueva” pornografía y las auténticas dificultades que enfrentan los pocos escritores (Boudjedra,
Cholodenko, Belhaj-Kacem, Noguez en M&R…) que intentan escribir verdaderamente el cuerpo, el sexo y el
deseo, sin caer en la facilidad.

la arqueología de los saberes

La interrogación histórica no se contenta con interrogar un pasado accesible al cual seguimos vinculados por
medio de testigos vivos, sino que se ocupa también de los fundamentos históricos y culturales de nuestra
civilización. Incluso, todo un sector de la literatura narrativa se vuelve hacia épocas más remotas, a las que

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interroga acerca de las costumbres, las culturas, el pensamiento y los descubrimientos intelectuales, los
entusiasmos filosóficos o místicos (Pascal Quignard, Alain Nadaud, Claude Louis-Combet…). En este caso
tampoco podríamos hablar de novela histórica, aún cuando resulta probable que ciertos libros, como L’Œuvre au
noir, de Marguerite Yourcenar, hayan podido contribuir a despertar el interés por la historia. Porque también en
este caso la forma de la indagación está presente. Una conciencia de las incertidumbres y de las carencias del
saber que nos separan de toda intelección cierta de esos períodos antiguos se presenta a menudo en los textos.
Tan es así que esas novelas, que podríamos llamar “cultas” o “eruditas” son, sobre todo, novelas “arqueólogas”
que a veces abordan el pasado a partir de nuestra relativa ignorancia de lo que realmente fue.

La novela contemporánea maneja así, prodigiosamente, las cuestiones del saber. No solamente hace de la
carencia de saber y del cuestionamiento de los saberes uno de los ejercicios de la escritura, sino que asume el
papel de espacio para una crítica de los saberes. Pascal Quignard toma nuestra cultura a contrapelo ofreciéndole
otras bases y otros modelos (Carus, La Raison, Rhétorique spéculative), sustituyendo con autores orientales o
latinos poco conocidos a aquellos que hemos aprendido demasiado bien. Alain Nadaud nos enfrenta a esas partes
de misterio y de incertidumbre que reinan en torno a los fundamentos del Libro, de la Imagen y del Número (Le
Livre des malédictions, L’Iconoclaste, Archéologie du zéro). Plantea, cada vez, una doble interrogación sobre
aquello que sabemos y sobre aquello que reverenciamos, confines del conocimiento y de lo sagrado, prueba de
ignorancia fascinada. La fascinación del enigma original, en búsqueda de otras formas de saberes, ocupa un
lugar primordial en esas, también novelas arqueólogas, que son Dormance, de Jean-Loup Trassard, Onitsha, de
J.M.G. Le Clézio, y Méroé, de un Olivier Rolin en busca de un Sudán siempre perdido de antemano, o más
invadido por un fantasma de oriente, Gandara, de Jean-Marc Moura. Tan es así, que el mundo del saber ya no es
el reverso de la duda ni de lo sagrado. Nuestro tiempo crea interferencias entre las categorías, las pone en
constante fricción. Y ésta es, efectivamente, la mejor manera que tiene para construir y a la vez denunciar las
ficciones que estructuran el pensamiento. Para darlas por probables y jamás verificadas.

Enfoques de lo real
el rechazo del realismo

Entre esas cuestiones que nuestro tiempo examina retrospectivamente, una muy importante es la representación
del mundo. La presencia de lo real, que la literatura de los años setenta parecía ansiosa por convocar en el
espacio de los libros, es suficientemente fuerte para imponerse al mundo literario. Considerado inaccesible al
verbo por la década estructural y confinado al estatuto de “referente”, lo real es, en consecuencia, reconsiderado,
tanto más cuanto que los sistemas de pensamiento que han creído poder dar cuenta de ello han mostrado sus
límites. Es entonces a la resistencia de lo real a lo que las obras se enfrentan, ya sea que se trate de esa realidad
histórica de la que hablábamos antes, o de la realidad social inmediata.

A principios de los años ochenta la literatura empezó a interesarse en ello, primero, utilizando el modo del
testimonio (Robert Linhart, L’Établi) y luego con la preocupación de manifestar lo real y sus intensidades sin
sacrificar nada a la ilusión mimética (François Bon, Sortie d’usine; Leslie Kaplan, L’Excès-L’usine). Así, la
novela de lo real ha cambiado de forma considerablemente. Ahora, no sólo rompe con la estética realista,
doblemente denunciada como “estética”, precisamente, y como ilusión ideológica (la del “realismo proletario” o
del “realismo socialista”), sino que pone en tela de juicio la propia forma narrativa. Por supuesto, aquí y allá se
perpetúa cierta tradición de esa novela que podríamos llamar “populista” (Ragon, Pennac, Vautrin, Izzo…), veta
deliberadamente popular y guasona, a veces bastante fantasiosa y como nacida del encuentro inesperado entre
los herederos de Dabit y los de Queneau. Pero esta clase sigue circunscribiéndose casi exclusivamente a la
novela policíaca y sus subgéneros.

Otra literatura opta por inscribirse en una especie de desrealización para salvar más fácilmente las deformaciones
de la representación. Sin preocuparse por un mimetismo exacto ni por la tradición estética, Marie Redonnet,
Eugène Savitzkaya, Marie NDiaye, Emmanuel Carrère, Éric Chevillard..., desarmonizan el universo familiar

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para hacer resaltar rasgos y defectos desapercibidos, en construcciones ficticias en las que a veces se escucha
como un eco lejano y oscurecido de las ficciones de Boris Vian. En sus obras, en efecto, se manifiesta la misma
fantasía desplazada, la misma inadecuación al mundo, que parece expresar que en realidad es el propio mundo lo
que es inadecuado para los sujetos que lo habitan y que se sienten perturbados por no comprenderlo. Sus
personajes, marionetas manipuladas (Rose Mélie Rose) o encarnaciones de fantasmas (La Femme changée en
bûche), expresan la ingenuidad de una violencia cruda. Desde esos universos cáusticos, algunos lanzan a veces
interpelaciones ácidas (Medhi Belhaj Kacem) y ferozmente críticas (Valère Novarina).

el estado del mundo

Sin embargo, se impone otro enfoque de lo real fuera de todo “modelo literario”, pero renuente a la
desrealización. Para librarse de lo novelesco, este enfoque no duda en adoptar la forma de un inventario, más que
la de la invención, ya sea tratando de presentar el mundo como cantidad - de eventos, de hechos, de fracciones
de historia, tratados por los periódicos – (Olivier Rolin, L’Invention du monde) o como materialidad (Paysage
fer, de François Bon, recapitula todos las construcciones y objetos olvidados, testimonios del fin de la era
industrial). El tiempo ya no es ese espacio donde la literatura pensaba poder capturar y restituir un “estar ahí”,
sino todo lo contrario. Se trata ahora, más bien, de un decir del mundo, que le brinda una amplia posibilidad para
que tome la palabra. Así, el lenguaje hace escuchar y ver el mundo. Ya no es esa pura transparencia a la que
hubiese querido reducirlo una intención mimética. Sus deformaciones, las desfiguraciones que impone a lo real,
lo hacen aparecer con una intensidad particular.

Así como se libera del “realismo”, la novela de lo real no se resigna a ser “novela”. No “novela” nada; se trata
más bien de tomar la palabra. La novela todavía sigue heredando de Faulkner, de Joyce, de Pinget más
recientemente, como lo mencionaba anteriormente acerca de la escritura del sujeto. De hecho, esas
categorizaciones a las que obliga todo trabajo de presentación, llegan aquí a sus límites. No podríamos definir
textos sólo en función de su objeto. Es, ciertamente, la manera en la que la escritura se concibe lo que determina
no solamente períodos estéticos, sin también cierta ética de la escritura. Y, otra vez, desde este punto de vista, la
forma de la indagación, la preocupación de la sospecha, la utilización de voces singulares, caracterizan la novela
contemporánea más allá de sus diversidades temáticas. Asimismo, la novela de lo real no explica nada: lejos de
pretender descodificar las razones del mundo social, persigue las intensidades subjetivas y las fracturas que
algunas condiciones sociales, casi siempre desocializadas, imponen.

Ya sea que se trate de las primeras novelas de François Bon (Limite, Décor ciment), de Leslie Kaplan (Depuis
maintenant), de Jacques Serena (Basse Ville) o de obras muy recientes como la de Laurent Mauvignier (Loin
d’eux), lo real sólo existe entonces verdaderamente en la palabra que instala su conciencia. No es raro que el
escenario del teatro (su “dispositivo negro”, como lo escribe François Bon en Impatience) o del cine (Calvaire
des chiens) se escoja como mediación entre la novela y lo real. En este caso, la literatura es coherente con una
nueva práctica sociológica, por ejemplo con la de Pierre Bourdieu y de su equipo, que entrega la palabra tal
como resulta de las entrevistas (ver La Misère du monde, en cuya sobrecubierta se puede leer la impresión:
“sufrimiento, palabra, habla”) y no se contenta con la síntesis reflexiva a la que dan lugar esas entrevistas. Se
afirma así una “poética de la voz” (Dominique Rabaté) cuyos elementos encontraremos también en las formas
dialogadas que la novela no ha dudado en explorar durante las últimas décadas (Pinget, L’Inquisitoire;
Sallenave, Viol).

la ficción en el banquillo de los acusados

Ese último título, de Danièle Sallenave, me lleva a evocar otro aspecto muy característico de nuestro tiempo: el
pleito que la literatura novelística entabla contra el presente. Una parte de su trabajo y de sus “temas” supone la
denuncia o la puesta en evidencia de trastornos sociales. Esta dimensión crítica se nutre de buen grado de casos
reales, o de manera más general, de casos judiciales. Sin lugar a dudas, el ejemplo más característico es

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L’Adversaire, de Emmanuel Carrère, construida como una encuesta-mediación en torno al caso Romand, ese
hombre que durante años se hizo pasar por médico antes de asesinar padres, esposa e hijos cuando ya no pudo
sostener más su “ficción”. Pero podemos mencionar también Un fait divers, de François Bon, Mariage mixte, de
Marc Weitzmann, y algunas otras. Se instala en estos casos una tensión entre la dimensión excepcional – o
extraordinaria – del suceso común considerado, indudablemente estimulante para nutrir la ficción, y su valor de
síntoma, revelador de un estado social – “ordinario” – que la parte crítica de la ficción toma en cuenta.

Ahora bien, llega a suceder también, y con frecuencia, que la novela sea a su vez objeto de procesos judiciales o
de condenas de la prensa, no por cuestiones de derechos de autor o de eventuales plagios, sino porque la
sociedad se inquieta por las libertades que confiere (o que se confiere) la ficción. Si bien es cierto que hay
condenas morales (o político-religiosas, como en el conocido caso de la “fatwa” contra Salman Rushdie),
actualmente tienden a disminuir, aún cuando algunos libros han sabido aprovechar un efecto de escándalo para
alcanzar una notoriedad poco legítima. En cambio, aumenta el número de procesos que se siguen contra la
literatura por haberse adueñado una parte de la realidad: François Bon, Mathieu Lindon, Marc Weitzmann,
Michel Houellebecq, Didier Daeninckx… entre otros, con sus formas de escritura diferentes, han sido
encausados por haber hablado de lo real, por haber intentado interpretarlo – o haberlo llevado a los confines de
su delirio.

las nuevas formas del compromiso

Tales fenómenos, que para nada hablan de la calidad intrínseca de una escritura, cuestionan en cambio la
concepción que nuestro tiempo tiene de la ficción o, más generalmente, de la literatura, de su función, de sus
retos y de su espacio de realización. Evidentemente, todo ello es prueba también de cierto compromiso de la
literatura, pero habrá que matizar esta aseveración. El tiempo de una novela tributaria de doctrinas ideológicas ha
caducado; hoy en día, ya no encontramos “novelas de tesis” ni de juramento de fidelidad al principio de la
“autoridad ficticia” (Susan Suleiman). Esto no significa que los novelistas se mantengan alejados de las
cuestiones políticas o ideológicas, pero hoy su implicación es de otro tipo: lejos de las fórmulas sartreanas (o
malraucianas o aragonianas…), las nuevas formas del compromiso se parecen más a la escritura crítica que al
discurso ficcionalizado; no dependen ya del espíritu de sistema ni de la ambición didáctica y ponen en evidencia
una realidad que el cuerpo social conoce sin querer reflejarla4.

Sucede así con esos “no-lugares”, evocados por el sociólogo Marc Augé, que encuentran su más clara expresión
en los textos de François Bon o los “márgenes” de Didier Daeninckx et de Jean Rollin; o con el determinismo
social del que Pierre Bergounioux o Annie Ernaux miden las consecuencias en la trayectoria de los individuos.
La manera en que la Historia es revisitada por Claude Simon o hecha ficción política por Rachid Boudjedra son
otros ejemplos de una literatura que no pretende volverse surtidora de discursos y prefiere presentar las
desviaciones de sentidos y las violencias sufridas. Porque, como lo escribe Boudjedra, “la literatura recupera,
desde el interior, las interrogantes, las inquietudes y los malestares de la Historia”. Por lo tanto, el compromiso
ya no es una sumisión del acto literario a una necesidad superior como Sartre podía entenderlo, sino una
comparecencia política – en el sentido más amplio – sobre el escenario de la ficción. Hablaríamos más bien, ya
no de un compromiso de la literatura, sino de un compromiso por la literatura o con la literatura, espacio y
posibilidad de otros discursos. Las resonancias entre novela y teatro son, en este caso, particularmente vivas y
numerosas (Bernard-Marie Koltès, Valère Novarina, Michel Vinaver, Olivier Py…).

Prácticas de la literatura
la reivindicación literaria

4 Le sens de "réfléchir" dans le français original est peu clair. Il a été compris ici comme "refléter" (à vérifier)

86
Sin embargo, siguen existiendo algunas novelas que elaboran su crítica del mundo contemporáneo gracias al
privilegio metafórico de la ficción. Los escritores prolongan en ellas la acción alegórica de Le Procès, de La
Peste o incluso de Rivage des Syrtes. Se trata, de acuerdo con la fórmula de Gracq, de poner en obra un “espíritu
de la Historia”, más que una realidad localizada y fechada con precisión. La trilogía de Lamarche-Vadel
(Vétérinaires; Tout casse; Sa vie, son œuvre), Une peine à vivre, de Rachid Mimouni, La Plage noire, de
François Maspero, o Le Censeur, de Jean-Marie Barnaud, confluyen así en un conjunto, válido a la vez por la
calidad de la escritura y por la mirada crítica que esos libros posan sobre el mundo. Se atribuye aquí una doble
función a la literatura, reflexiva y estética, en donde cada elemento colabora para afirmar el otro: la elección
estética en sí misma constituye la adopción de una posición crítica, que no se contenta con la suerte reservada a
la cultura ni con las nuevas definiciones que de ella se dan aquí o allá. Sin sacrificar en nada una idea exigente
de la literatura, esas obras intentan reservarle un lugar privilegiado en la escala de los valores comunes.

Es decir, que la práctica artística no se priva de reflexionar sobre ella misma, aunque sea de manera implícita. O
simplemente, en el orden de una axiología que el propio libro ostenta. A este respecto, las ficciones que
proponen Jean-Paul Goux, Pascal Quignard o Michel Chaillou son una forma de reivindicación, que no renuncia
a someter al verbo a los matices del mundo tal como éste se entrega a la inteligencia y a la sensibilidad. Estas
obras ofrecen el espacio de sutiles despliegues donde se afirma un gusto marcado por la descripción y la
meditación. La palabra y sus resonancias son en ellas por lo menos tan importantes, tal vez no más, que el objeto
al cual remiten. Así, el lenguaje de Proust o el de Gracq siguen irradiando profundamente una literatura
contemporánea que no habría que considerar solamente como sacudida por Céline o resignada a la “blancura”
del minimalismo literario. Por el contrario, el lenguaje de Goux toma como pretexto algunas reminiscencias para
explorar las intermitencias de la sensibilidad y la posibilidad ofrecida a las palabras de sondear sus variaciones.
El de Chaillou sólo construye historias siempre y cuando haya encontrado previamente las fórmulas y los
impulsos, las imágenes verbales que le darán cuerpo, como si fuesen las palabras, en primer lugar, el elemento
previo a toda invención novelística.

la nostalgia de la literatura

No obstante, esas posiciones no están exentas de una cierta lucidez que socava su seguridad. El mismo Pascal
Quignard nos permite percibirla en sus novelas melancólicas. Como si una nostalgia de lo “continuo” (Jean-Paul
Goux) llegase a combatir la práctica fragmentaria de Les Petits Traités. Una nostalgia que se vincula con
momentos de ascesis y de epifanías cultas y prueba una plenitud desaparecida, que siempre está desapareciendo.
La euforia narrativa de la sensibilidad se ve aquí perturbada por una amenaza de perdición que no contradirían ni
la obra de Lamarche-Vadel ni la de Goux. Las reflexiones de los años sesenta - setenta, acerca del “agotamiento”
de la literatura, han marcado profundamente a las generaciones posteriores, a fortiori a aquellas que han
alcanzado su pleno desarrollo a la sombra de Maurice Blanchot y de Louis-René des Forêts, donde el recluso de
Lamarche-Vadel (Sa vie, son œuvre) adopta la postura recogida y meditativa.

Es por la mediación heteronímica de Benjamin Jordane, el escritor en el que delega literalmente la pluma,
“publicando” y “comentando” sus obras (L’Apprentissage du roman), que Jean-Benoît Puech habla de su
fascinación por ese recogimiento encarnado en su libro por Delancourt, doble de Louis-René des Forêts. La obra
de Pierre Michon, llevada hacia las elegancias del “gran estilo”, pero lúcida en cuanto a su desuso, parece ser el
emblema de esta lucidez e incluso esta presente dificultad de la escritura narrativa. Al emprender a contrario la
restitución de la desmesura de escritores estruendosos (Rimbaud, Balzac, Faulkner), es decir, en los antípodas de
Maurice Blanchot o de Louis-René des Forêts, ¿Michon no está tratando de desprenderse de esta fascinación en
la que la “literatura del agotamiento” limitaba a su generación? Lo que es cierto, es que él realiza una labor
crítica tanto hacia sus propios impulsos (“somos granujas novelescos”) como hacia la modernidad que los inhibe
(“el orgulloso ejido de lo moderno, donde tal vez nada crece, pero es moderno”). La pesada cuestión de la
herencia cultural, de la que nadie puede o quiere desligarse dado las numerosas e importantes obras que ha
generado, es, efectivamente, con lo que la literatura presente no deja de debatirse.

87
las variaciones sobre la novela

Aún cuando nuestro conocimiento de la literatura y de su historia, de sus modos y de sus formas, ya es
demasiado grande para permitir una escritura ingenua, algunos fingen, sin embargo, no darse cuenta de ello. Son
aquellos que militan por un regreso a lo novelesco, dan rienda suelta a la imaginación y reivindican, a contrario
y de manera casi militante, la legitimidad de una escritura incólume de toda perplejidad y consagrada
simplemente a las delicias de la “nueva ficción” (Marc Petit, Frédérik Tristan, François Coupry, Hubert
Haddad…), que no es otra cosa que una ficción sacada del molde de la ficción de los siglos pasados (Stevenson,
Conrad, Dickens…). Pero debemos reconocer que, en lo que respecta a los textos “desconcertantes” que aquí nos
ocupan, la escritura de la novela ya no es tan evidente. Las actitudes divergen entonces, a pesar de estar todas
dedicadas a encontrar cómo continuar, de estar todas animadas por el deseo de hacerlo. Para muchos, es entonces
toda la literatura, no como modelo que puede imitarse sin cesar, sino como práctica y como herencia, la que
ofrece el material para obras nuevas.

Escribir después es, para estos escritores, escribir con. Así, Claude Ollier intenta una exploración combinada de
las formas narrativas y de lo novelesco, no para continuarlas sino para desviarlas, desplazar sus cursos y sus
acentos. Pues, a pesar de que siempre hay algo interesante en sus relatos: fragmentos de ficciones que tienen
seguimiento, aunque a veces sean invenciones cercanas a la “ciencia”-ficción, siempre existe una confrontación
perturbadora con espacios discordantes y tiempos incomprobables (Feuilleton, Aberration, Préhistoire). En esos
relatos, la ficción corre algunos riesgos en un afán de innovación que toma a contrapelo las expectativas y lleva
siempre más lejos los límites de la novela. Algunos dirán que esos textos constituyen una veta exploratoria, por
sus márgenes de invención irreprimible, que pretenden ser, a veces, como una gran síntesis del mundo (Rolin,
L’Invention du monde; Badiou, Calme bloc ici-bas; Daive, La Condition d’infini). Esas variaciones literarias,
Antoine Volodine las utiliza y las redobla según algunas categorías improbables: “narrats”, textos “post-
exóticos”, “shagas”… que a veces es difícil identificar. Pero en este caso el desafío parece muy diferente. Más
cerca de la ficción política que del juego con lo novelesco, sus novelas optan por un futuro inasignable para
devolver la imagen borrosa del presente (y del pasado reciente) llevada a su extrema desconcertación.

las estéticas del reciclaje

Hemos hablado de reciclaje (Frédéric Briot) a propósito de la obra de Volodine. La noción puede extenderse a
otros novelistas, hábiles para componer con las ruinas de lo novelesco. Escritores irónicos y cultos, Jacques
Roubaud (el ciclo de Hortense, Le Grand Incendie de Londres) o Gilbert Lascault (420 Minutes dans la cité des
ombres) combinan así el talento con el guiño hecho a otros autores, y juegan con la literatura como con un
repertorio de formas y de motivos donde se regala su inventiva “oulipeana” (del grupo Oulipo: Operador de
Literatura Potencial). Una concepción lúdica de lo contemporáneo como revitalización de las culturas yermas
acompaña, e incluso motiva, la escritura, que toma prestado tanto de los novelistas del siglo XIX como de Dante,
Homero, Queneau o Robbe-Grillet. Ciertamente, su apertura de espíritu es más amplia que la de este último,
quien refina su propia producción y recicla sus mismas novelas (la bien llamada La Reprise [La reanudación]).
Al lado de este virtuosismo que algunos llamarían “postmoderno” (se parece, por ejemplo, al de novelas de
Umberto Eco), habría que mencionar también dos novelas que Renaud Camus produjo en los años ochenta:
Roman roi y Roman furieux. Parodias de novelas históricas y sentimentales al mismo tiempo que reflexión
indirecta e irónica sobre la literatura, estos textos no han sido igualados en la producción francesa, ni tampoco,
por lo demás, en la de su autor.

Un juego parecido con la cultura, con un tono más divertido y menos sofisticado, da vida a las novelas de Jean-
Philippe Toussaint (L’Appareil-photo; La Télévision). La fría locuacidad del autor, parecida a la de Woody
Allen, es ejercida a la vez contra el propio narrador y contra las costumbres del mundo que lo rodea, donde
cristalizan las banalidades de la cotidianeidad. Asimismo, Jean Echenoz emprende la revisión, bajo una forma
paródica, de la mayoría de los modelos novelescos: la novela policíaca con Cherokee, la novela de aventuras con
L’Équipée malaise, la novela de ciencia ficción con Nous trois, la novela de espionaje (Lac), la fantástica (Les

88
Grandes Blondes)… La misma variación desplazada, pero más inspirada en el cine esta vez, la encontramos en
los textos de Tanguy Viel (Cinéma; L’Absolue Perfection du crime). Echenoz parece incluso volverse el espejo
irónico de las literaturas presentes cuando se divierte con las escrituras realistas de la marginalidad (Un an) o con
esa novela minimalista o “impasible” que algunos escritores que publican en Les Éditions de Minuit han hecho
su especialidad (Je m’en vais).

Porque otra forma de hacer durar el placer de la narración, aún cuando no haya material para nutrirla, es producir
esas novelas “minimalistas” que desarrollan historias hechas de naderías. Christain Gailly, Christian Oster, Éric
Laurrent… cultivan el tono plácido y desilusionado de los narradores que pone una distancia entre el propósito
de la novela y su realización. Con ello, manifiestan una pulsión narrativa que se adapta mal al agotamiento de lo
literario y prefiere instalarse irónicamente en la insipidez de lo real antes que renunciar. Pero al mismo tiempo
dicen que no se han dejado engañar por su propio trabajo. Tan es así que, aún cuando se niegan a toda densidad,
aún cuando escriben superficialmente, consideran que es otra manera de decir, a falta de una mejor, cuan
imposible es la plenitud literaria desde ahora demasiado facticia.

Una novela paradójica

Pero este recorrido seguramente quedará incompleto. Faltarán algunos libros que no he querido o no he sabido
escoger, o que me han escapado. Otros libros se sumarán a los aquí mencionados, de jóvenes autores que uno
descubre y todavía desea leer... Pero, veinte años después de la gran mutación estética de los años ochenta y
sabiendo que aquí no enunciamos sino unas cuantas verdades provisorias, ¿qué podemos retener de esa novela
que se escribe ahí donde no la esperamos, y de la variedad de sus territorios? De buena gana catalogaría la
novela contemporánea bajo el signo de la paradoja, dando al término todos sus sentidos. En primer lugar, y con
toda certeza, porque aquellas obras que propongo escoger de entre la cantidad de cosas que se publican hoy con
el nombre de novelas, son, en efecto, las más paradójicas: las más alejadas de las expectativas calibradas en
términos de público y de marketing, las menos acordes con esa masa de libros “para todo público”, que aquí no
han sido tratados. Sin duda alguna la novela de la cual hablo aquí, es también la más lejana de la opinión común
en materia de “novela” ya que, salvo unos cuantos ejemplos, su forma y contenido difieren a menudo de lo que
la tradición designa con esa palabra.

En efecto, el contenido se revela bastante poco “novelesco” y prefiere el testimonio, la indagación, la materia
real, histórica o biográfica. Pero no para entregar su exacta expresión, que siempre sabemos deformada por el
acto de escribir, sino para, en el momento mismo de la escritura, proyectar su efímera configuración. Incluso la
misma forma narrativa es revisada, tendida, perpleja, porque ya no se trata simplemente de contar, sino
igualmente de interrogar, de sospechar, de hacer oír. De acometer campos inciertos más que de inventar nuevas
fábulas o reproducir las de la historia literaria. Y, no obstante, hay que reconocer que esas variaciones, esas
extensiones, siempre han constituido la propia vitalidad de la novela, que nunca se ha conformado con una forma
ni una definición previas y ha estado siempre en mutación. Esta novela es también paradójica por su dimensión,
explícita o implícitamente polémica. Desafía tanto el lenguaje como los discursos, se yergue ante las ideas
preconcebidas, las lecciones aprendidas, los pensamientos consensuales – no para oponerles otros igualmente
convencidos de su realidad, sino para instilar sin tregua la sospecha y la duda. Pero hay que aclarar que no son
las novelas más evidentemente “provocadoras” las que realmente desmienten el “listo-para-pensar”, sino
aquellas que a veces parecen lo más alejadas posible del escándalo, las que con frecuencia desconciertan más
íntimamente.

¿Significa esto que, como se le reprocha desde hace décadas, la novela contemporánea carece de envergadura?
Yo no lo creo. Simplemente, la envergadura ha cambiado de sentido: ya no reside en esa ambición totalizadora
todavía ejercida por el realismo épico de principios del siglo pasado, o por la modernidad de las novelas del
exceso cuyo último ejemplo son las obras de Claude Simon (Tiphaine Samoyault). Sin duda alguna, vivimos una
época en la que la novela se libera por completo de su original parentesco con la epopeya y con los fantasmas del
“libro total”. Ya no hay colectividad social que fundar, no más mitos que vehicular, ninguna “gran narración”

89
por ilustrar ni ninguna proliferación caótica que deba ser puesta en obra. La ambición ya no se mide ni por el
impulso lírico ni por la cantidad de mundos abarcados. Hoy, depende de la naturaleza ética de la novela y de su
mayor escrúpulo que, ciertamente – y es lo que algunos le reprochan – impiden el desbordamiento de la
imaginación novelística. Pero sólo podremos medir su valor y su aportación si aceptamos tomar en cuenta la
importante mutación que afecta a la noción misma de ficción. Hoy se trata, tal vez, de las producciones del
sentido crítico exacerbado que nos confronta a nuestras representaciones más que de producciones de un “estado
mental escindido que nos separa de nuestras representaciones” (Jean-Marie Schaeffer, Pourquoi la fiction ?).

1
Debemos reconocer que estas categorías no son totalmente herméticas, aún cuando, de hecho, se trata de tipos de
actividad tan heterogéneos que se ejercen con una común indiferencia recíproca. Sin embargo, suele suceder que
al escribir un libro determinado, un escritor salga de una de esas categorías o vuelva a caer en ella. Por ejemplo,
Les Particules élémentaires, de Michel Houellebecq, que plantea numerosas cuestiones no desdeñables, practica
ciertas síncopas de la escritura que le confieren eficacia y coherencia con el propósito, y organizan el material
crítico en una forma narrativa y discursiva que perturba el enunciado al punto de desestabilizar también las
posiciones ideológicas que el libro parece adoptar. En cambio, la novela siguiente se inscribe en la banalidad
complaciente de una escritura que se conforma con explotar la temática sexual de moda, sin atreverse a nada ni
por el lado de la escritura ni por el de la provocación – excepto que pudiéramos considerar uno o dos de sus
desplantes como ejercicio del pensamiento.

2
« Écrire au présent : l’esthétique contemporaine » in Michèle Touret y Francine Dugast (bajo la dirección de ),
Le Temps des lettres, quelles périodisations pour l’Histoire littéraire du xxe siècle ? , PU de Rennes, 2001.

90
Bibliografía

Advertencia
1. Esta bibliografía incluye ciertas obras para las que la definición de “novela” puede resultar sorprendente:
sucede que el género se diluye en formas de escritura que ahora son más flexibles, más experimentales o más
híbridas.
2. Salvo contadas excepciones, sólo presenta libros publicados a partir 1981, año de inicio de la mutación
estética mencionada en el texto.
3. Después de ésta, se presenta otra breve bibliografía crítica.

La Toussaint,
Adely,Emmanuel Barthes, Roland Gallimard, 1994
Jeanne, Jeanne, Jeanne, Roland Barthes 2-07-073612-1
Stock, 2000 par Roland Barthes,
2-234-05256-4 Seuil, 1975 Miette,
2-02-026092-1 Gallimard, 1995
Adler, Laure Bassez, Daniel 2-07-040078-6
À ce soir, Tombeau,
Gallimard, 2001 Cheyne éditeur, 1992 Bertina, Arno
2-07-076265-3 2-903705-60-7 Le Dehors
ou la Migration
Alexakis, Vassili Beckett, Samuel des truites,
La Langue maternelle, Fayard, Compagnie, Actes Sud, 2001
1995 Minuit, 1980 2-7427-3404-X
2-213-59530-5 2-7073-0296-1
Bianciotti, Hector
Alferi, Pierre Mal vu mal dit, Sans la miséricorde
Le Cinéma des familles, POL, Minuit, 1981 du Christ,
1999 2-7073-0330-5 Gallimard, 1985
2-86744-713-5 Belhaj, 2-07-070472-6
Kacem Medhi,
Asso, Françoise Cancer, Bober, Robert
Reprises, Tristram, 1994 Berg et Beck,
Verdier, 1989 2-907681-07-9 POL, 1999
2-864-32082-7 2-86744-714-3
Belletto, René
Badiou, Alain L’Enfer, Bobin, Christian
Calme bloc ici-bas, POL, 1986 Le Très-Bas,
POL, 1997 2-86744-052-1 Gallimard, 1992
2-86744-547-7 2-07-072715-7
La Machine,
Bailly, POL, 1990 Bon, François
Jean-Christophe 2-86744-163-3 Sortie d’usine,
Basse continue, Minuit, 1982
Seuil, 2000 Ben Jelloun, Tahar 2-7073-0630-4
2-02-039281-X L’Enfant de sable, Limite,
Seuil, 1985 Minuit, 1985
Barbarant, Olivier 2-02-008893-2 2-7073-1039-5
Douze Lettres d’amour La Nuit sacrée,
au soldat inconnu, Seuil, 1987 Décor ciment,
Champ Vallon, 1996 2-02-009716-8 Minuit, 1988
2-87673-164-9 2-7073-1179-0
Bergounioux, Pierre Un fait divers,
Barnaud, Jean-Marie L’Orphelin, Minuit, 1994
Le Censeur, Gallimard, 1992 2-7073-1471-4
Gallimard, 1992 2-07-072712-2
2-07-072541-3 Prison,

91
Verdier, 1997 La Moustache,
2-86432-282-X POL, 1986 Condé, Maryse
2-86744-057-2 La Vie scélérate,
Impatience, Robert Laffont, 1988
Minuit, 1998 L’Adversaire, 2-221-05251-X
2-7073-1625-3 POL, 2000
2-86744-682-1 Désirade,
Borer, Alain Robert Laffont, 1997
Rimbaud en Abyssinie, Seuil, Chaillou, Michel 2-221-08466-7
1984 Domestique
2-02-006991-1 chez Montaigne, Confiant, Raphaël
Gallimard, 1983 Eau de café,
Boudjedra, Rachid 2-07-023775-3 Grasset, 1991
Le Désordre des choses, 2-246-43881-0
Denoël, 1990 La Croyance des voleurs,
2-207-23839-3 Seuil, 1989 Daeninckx, Didier
2-02-050578-9 Meurtres pour mémoire,
La Vie à l’endroit, Indigne Indigo, Gallimard, 1984
Grasset, 1997 Seuil, 2000 2-07-049620-1
2-246-53521-2 2-02-034937-X
Le Der des ders,
Bouraoui, Nina Chambaz, Bernard Gallimard, 1985
La Voyeuse interdite, Martin cet été, 2-07-040806-X
Gallimard, 1991 Julliard, 1994
2-07-038730-5 2-260-00111-4 En marge,
Denoël, 1994
Boutry, François Chamoiseau, Patrick 2-207-24147-5
Faire part, Texaco,
Minuit, 1986 Gallimard, 1992 Daive, Jean
2-7073-1101-4 2-07-072750-5 La Condition d’infini,
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Boyer, Frédéric L’Esclave vieil homme POL, 1995-1998
Des choses idiotes et le Molosse, Un trouble
et douces, Gallimard, 1997 2-86744-451-9
POL, 1993 2-07-074095-1
2-86744-337-7 La Condition d’infini 2,3,4
Chevillard, Éric 2-86744-488-8
Braudeau, Michel Mourir m’enrhume, Minuit,
Mon Ami Pierrot, 1987 La Condition d’infini 5,
Seuil, 1993 2-7073-1141-3 2-86744-538-8
2-020775-3 Chraïbi, Driss
Un enquète au pays, Seuil, Américana,
Calle-Gruber, Mireille 1981 un délinquant
La division 2-02-037433-1 impeccable,
de l’intérieur, 2-86744-583-3,
L’Hexagone, 1996 Cixous, Hélène Del Castillo, Michel
2-89006-528-6 Illa, Le Crime des pères,
Des Femmes, 1980 Seuil, 1993
Camus, Renaud, 2-7210-0180-9 2-02-013551-5
Roman roi,
POL, 1983 Déluge, De père français,
2-86744-005-X Des Femmes, 1980 Fayard, 1998
2-7210-0431-X 2-213-60101-1
Roman furieux,
POL, 1986 Clément, Catherine Depestre, René
2-86744-076-9 Cherche-midi, Hadriana
Stock, 2000 dans tous mes rêves,
Carrère, Emmanuel 2-234-05287-4 Gallimard, 1988

92
2-07-071255-9 Cherokee, Gallimard, 1988
Minuit, 1983 2-07-071655-4
Des Forêts, Louis-René 2-7073-0653-3
Les Mendiants, Gallimard, Gibert, Bruno
édition définitive, 1986 L’Équipée malaise, Claude,
2-07-070681-8 Minuit, 1987 Stock, 2000
2-7073-1111-1 2-234-05259-9
Ostinato,
Mercure de France, 1998 Un an, Glissant, Édouard
2-7152-2012-X Minuit, 1997 Tout-monde,
2-7073-1587-7 Gallimard, 1993
Pas à pas 2-07-073681-4
jusqu’au dernier, Ernaux, Annie
Mercure de France, 2001 La Place, Goldschmidt,
2-7152-2295-5 Gallimard, 1983 Georges-Arthur
2-07-070048-8 La Traversée des fleuves,
Djebar, Assia Seuil, 1999
Loin de Médine, Une femme, 2-02-020991-8
Albin Michel, 1991 Gallimard, 1988
2-226-05259-3 2-07-071200-1 Goux, Jean-Paul
La Fable des jours,
Le Blanc de l’Algérie, Albin La Honte, Flammarion, 1980
Michel, 1996 Gallimard, 1997 2-08-062515-2
2-226-08457-6 2-07-074787-5 La Commémoration,
Actes Sud, 1995
Doubrovsky, Serge Forest, Philippe 2-7427-0466-3
Fils, L’Enfant éternel,
Gallimard, 2001 Gallimard, 1997 La Maison forte,
2-07-041945-2 2-07-074796-4 Actes Sud, 1999
Un amour de soi, 2-7427-2342-0
Grasset, 1982 Toute la nuit,
2-07-041951-7 Gallimard, 1999 Guibert, Hervé
Le Livre brisé, 2-07-075506-1 Voyage avec deux enfants,
Grasset, 1989 Minuit, 1982
2-246-38631-4 Fournier, Gisèle 2-7073-0624-X
Non-dits,
Duras, Marguerite Minuit, 2000 Mes parents,
La Maladie de la mort, 2-7073-1716-0 Gallimard, 1986
Minuit, 1982 2-07-070657-5
2-7073-0639-8 Froment-Meurice, Marc
Tombeau de Trakl, Hocquard, Emmanuel
L’Amant, Belin, 1992 Aerea dans
Gallimard, 1984 2-7011-1433-x les forêts de Manhattan,
2-07-072379-8 POL, 1985
Gailly, Christian 2-86744-034-3
Écrire, Dit-il,
Gallimard, 1993 Minuit, 1987 Houellebecq, Michel
2-07-073638-5 2-7073-1146-4 Extension
Be-Bop, du domaine de la lutte,
Echenoz, Jean Minuit, 1995 Maurice Nadeau, 1994
Le Méridien 2-7073-1514-1 2-86231-124-3
de Greenwich,
Minuit, 1979 Germain, Sylvie Les Particules
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Lac, 1985 Flammarion, 1998
Minuit, 1989 2-07-070474-2 2-08-067472-2
2-7073-1304-1
Jours de colère, Japrisot, Sébastien

93
Un long dimanche La Preuve, Gallimard, 1992
de fiançailles, Seuil, 1988 2-07-072230-9
Denoël, 1991 2-02-023927-2
2-207-23610-2 Le Troisième Mensonge, Seuil, Lenoir, Hélène
1991 La Brisure,
Jeannet, 2-02-025781-5 Minuit, 1994
Frédéric-Yves 2-7073-1475-7
Cyclone, Kundera, Milan
Castor astral, 1997 La Lenteur, Son nom d’avant,
2-85920-328-1; Gallimard, 1995 Minuit, 1998
Charité, 2-07-074135-4 2-7073-1648-2
Flammarion, 2000
2-85920-328-1 Lachaud, Denis Lévy, Bernard-Henri
J’apprends l’allemand, Les Derniers Jours
Jonquet, Thierry Actes Sud, 1999 de Baudelaire,
Les Orpailleurs, 2-7427-2528-8 Grasset, 1988
Gallimard, 1993 2-246-40171-2
2-07-040638-5 Lamarche-Vadel
Du passé faisons table rase, Bernard, Linhart, Robert
Actes Sud, 1994 Vétérinaires, L’Établi,
2-7427-1766-8 Gallimard, 1993 Minuit, 1978
2-07-072908-7 2-7073-0329-1
Juliet, Charles
L’Inattendu, Sa vie, son œuvre, Louis-Combet, Claude
POL, 1992 Gallimard, 1997 Marinus et Marina,
2-86744-176-5 2-07-074499-X Flammarion, 1979
Beatabeata,
Lambeaux, Laporte, Roger Flammarion, 1985
POL, 1995 Une vie, 2-08-064630-3
2-86744-478-0 POL, 1986
2-86744-050-5 Blesse, ronce noire,
Kaplan, Leslie Corti, 1995
L’Excès-L’usine, Lascault, Gilbert 2-7143-0533-4
POL, 1987 420 Minutes
2-86744-078-5 dans la cité des ombres, Lovay, Jean-Marc
Depuis maintenant, Ramsay, 1987 Polenta,
POL, 1996 2-85956-613-9 Gallimard, 1980
2-86744-506-X 2-88182-340-8
Laurrent, Éric
Les Prostituées Dehors, Aucun de mes os
philosophes, Minuit, 2000 ne sera troué pour servir de
POL, 1997 2-7073-1702-0 flûte enchantée,
2-86744-560-4 Verticales, 1998
Le Psychanalyste, Lê, Linda 2-84335-006-9
POL, 1999 Voix,
2-86744-681-3 Bourgois, 1998 Lucot, Hubert
2-267-01468-8 Langst,
Koltès, POL, 1984
Bernard-Marie Lettre morte, 2-86744-025-4
Prologue, Bourgois, 1999
Minuit, 1991 2-267-01479-3 Maalouf, Amin
2-7073-1346-7 Les Échelles du Levant,
Le Clézio, J.M.G. Grasset, 1996
Kristof, Agota Désert, 2-246-49771-X
Le Grand Cahier, Gallimard, 1980
Seuil, 1986 2-07-020712-9 Macé, Gérard
2-02-009079-1 Le Dernier
Onitsha, des Égyptiens,

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Gallimard, 1988 Gallimard, 1991 2-207-22978-5
2-07-071470-5 2-07-071740-2
L’Envers du temps
Vies antérieures, Trois Auteurs, Denoël, 1985
Gallimard, 1991 Verdier, 1997 2-207-23161-5
2-07-072234-1 2-86432-263-3
L’Iconoclaste,
Makine, Andreï Mignard, Annie Quai Voltaire, 1989
Le Testament français, Le Père, 2-87653-034-1
Mercure de France, Seghers, 1991
1995 2-232-10285-8 Le Livre
2-7152-1936-9 des malédictions,
Millet, Richard Grasset, 1995
Manchette, La Gloire des Pythre, 2-246-51191-7
Jean-Patrick POL, 1995
La Position 2-86744-481-0 Navarre, Yves
du tireur couché, Biographie, roman,
Gallimard, 1985 L’Amour Flammarion, 1981
2-07-040640-7 des trois sœurs Piale, 2-08-064384-3
POL, 1997
Manet, Eduardo 2-86744-574-4 NDiaye, Marie
D’amour et d’exil, En famille,
Grasset, 1999 Lauve le pur, Minuit, 1990
2-246-55211-7 POL, 2000 2-7073-1367-X
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La Sagesse du singe, La Femme
Grasset, 2001 Mimouni, Rachid changée en bûche,
2-246-57421-8 L’Honneur de la tribu, Minuit, 1989
Robert Laffont, 1989 2-7073-1285-1
Maspero, François 2-221-06402-X
La Plage noire, Rosie Carpe,
Seuil, 1995 Une peine à vivre Minuit, 2001
2-02-030028-1 Robert Laffont, 1991 2-7073-1740-3
2-234-02407-2
Mauvignier, Laurent Nobécourt, Lorette
Loin d’eux, Modiano, Patrick La Démangeaison,
Minuit, 1999 Dora Bruder, Sortilège, 1994
2-7073-1671-7 Gallimard, 1998 2-251-49105-8
2-07-074898-7
Apprendre à finir, La Conversation,
Minuit, 2000 Montel, Jean Claude Grasset, 1998
2-7073-1721-7 L’Enfant 2-246-55681-3
au paysage dévasté,
Maximin, Daniel Flammarion, 1985 Noël, Bernard
L’isolé Soleil, 2-08-064827-6 La Maladie de la chair,
Seuil, 1981 Ombres, 1995
2-02-048158-8 Relances à pagaille, 2-84142-013-2
Le Rocher, 1997
Michon, Pierre 2-268-02450-4 La Langue d’Anna,
Vies minuscules, Gallimard, POL, 1998
1984 Moura, Jean-Marc 2-86744-597-3
2-07-070038-0 Gandara,
Phébus, 2000 Noguez, Dominique
Maîtres et Serviteurs, 2-85940-618-2 Les Trois Rimbaud,
Verdier, 1990 Minuit, 1986
2-86432-110-6 Nadaud, Alain 2-7073-1078-6
L’Archéologie du zéro,
Rimbaud le fils, Denoël, 1984 M&R,

95
Le Rocher, 1999 Seuil, 1982
2-268-03397-X Pingaud, Bernard 2-02-032078-9
Adieu Kafka,
Nothomb, Amélie Gallimard, 1989 Robbe-Grillet, Alain
Hygiène de l’assassin, 2-07-071737-2 Les Romanesques,
Albin Michel, 1992 3 volumes,
2-226-05964-4 Pinget, Robert Minuit, 1984-1994
Monsieur Songe, Le miroir qui revient,
Novarina, Valère Minuit, 1982 2-7073-1007-7
Le Discours 2-7073-0612-6
aux animaux, Angélique
POL, 1987 L’Ennemi, ou l’Enchantement,
2-86744-080-7 Minuit, 1987 2-7073-1159-6
2-7073-1126-X
Ollier, Claude Les Derniers Jours
Aberration, Pirotte, Jean-Claude de Corinthe,
POL, 1997 La Pluie à Rethel, 2-7073-1479-X,
2-86744-499-3 La Table ronde, 1981 La Reprise,
2-7103-2472-5 Minuit, 2001
Missing, 2-7073-1756-X
POL, 1998 Un été dans la combe,
2-86744-638-4 La Table ronde, 1993 Rolin, Jean
2-7103-0575-5 La Clôture,
Préhistoire, POL, 2002
POL, 2001 Puech, Jean-Benoît 2-86744-858-1
2-86744-821-2 L’Apprentissage
du roman, Rolin, Olivier
Oster, Christian Champ Vallon, 1993 L’Invention du monde,
L’Aventure, Quignard, Pascal Seuil, 1993
Minuit, 1993 Les Tablettes de buis 2-02-012862-4
2-7073-1446-3 d’Apronenia Avitia,
Gallimard, 1984 Port Soudan,
Mon grand 2-07-070095-X Seuil, 1994
appartement, 2-02-028132-5
Minuit, 1999 Le Salon du Wurtemberg,
2-7073-1682-2 Gallimard, 1986 Méroé,
2-07-070710-5 Seuil, 1998
Pachet, Pierre 2-02-039563-0
Autobiographie Les Escaliers
de mon père, de Chambord, Rouaud, Jean
Autrement, 1987 Gallimard, 1989 Les Champs d’honneur,
2-86260-491-7 2-07-071694-5 Minuit, 1990
2-7073-1347-5
Pennac, Daniel La Raison,
Au bonheur des ogres, Le Promeneur, 1990 Des hommes illustres,
Gallimard, 1985 2-87653-092-9 Minuit, 1993
2-07-040369-6 2-7073-1452-8
Rhétorique spéculative,
Perec, Georges Calmann-Lévy, 1995 Sur la scène
W ou le Souvenir 2-7021-2398-8 comme au ciel,
d’enfance, Minuit, 1999
Denoël, 1975 Redonnet, Marie 2-7073-1685-7
2-207-23491-6 Rose Mélie Rose
Minuit, 1987 Roubaud, Jacques
(avec Robert Bober) 2-7073-1133-2 Hortense, 3 volumes
Récits d’Ellis Island, Ramsay-Seghers,
POL, 1980 Rio, Michel La Belle Hortense,
2-86744-482-9 Mélancolie Nord, 2-232-10322-6

96
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L’Enlèvement d’Hortense, Minuit, 1992
2-232-10374-9 2-7073-1408-0 Trassard, Jean-Loup
Dormance,
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Ramsay-Seghers, Les Géorgiques, 2-07-075982-2
2-232-10282-3, Minuit, 1981
Le Grand Incendie 2-7073-0520-0 Veinstein, Alain
de Londres, L’Accordeur,
Seuil, 1989 Discours de Stockholm, Calmann-Lévy, 1996
2-02-010472-5 Minuit-Fondation Nobel, 1986 2-7021-2577-8
2-7073-1073-5
Sallenave, Danièle Viel, Tanguy
Les Portes de Gubbio, L’Acacia, Cinéma,
Gallimard, 1980 Minuit, 1989 Minuit, 1999
2-07-039378-X 2-7073-1296-7 2-7073-1670-9

Adieu, Le Jardin des plantes, L’Absolue


POL, 1988 Minuit, 1997 Perfection du crime,
2-86744-111-0 2-7073-1609-1 Minuit, 2001
2-7073-1765-9
Viol, Le Tramway,
Gallimard, 1997 Minuit, 2001 Vigouroux, François
2-07-074498-1 2-7073-1732-2 Grand père décédé-
stop-viens en uniforme,
Salvayre, Lydie Sollers, Philippe PUF, 2000
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des spectres, Seuil, 1981
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2-02-035285-0 Nous cheminons
Femmes, entourés de fantômes
Sarraute, Nathalie Gallimard, 1983 aux fronts troués,
Enfance, 2-07-024881-X Seuil, 1993
Gallimard, 1983 2-02-019571-2
2-07-025979-X Portrait du joueur,
Gallimard, 1984 Volodine, Antoine
Tu ne t’aimes pas, 2-07-070317-7 Lisbonne,
Gallimard, 1989 dernière marge,
2-07-071695-3 Thibaux, François Minuit, 1990
La Vallée des vertiges, 2-7073-1339-4
Ici, Lattès, 1988
Gallimard, 1995 Titus-Carmel, Gérard Le Nom des singes,
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Seuil, 1998 2-7073-1483-8
Savitzkaya, Eugène 2-02-034024-0
Mentir, Vue sur l’ossuaire,
Minuit, 1977 Toussaint, Gallimard, 1998
2-7073-0150-7 Jean-Philippe 2-07-075043-4
La Salle de bain,
Marin mon coeur, Minuit, 1985 Des Anges mineurs,
Minuit, 1992 2-7073-1028-X Seuil, 1999
2-7073-1416-1 2-02-037478-1
L’Appareil-photo,
En vie, Minuit, 1989 Walter, Guy
Minuit, 1995 2-7073-1197-9 Le Caravage, peintre,
2-7073-1498-6 Verticales/Seuil, 2001
La Télévision, 2-84335-116-2
Serena, Jacques Minuit, 1997

97
Weitzmann, Marc Champ Vallon, 1993
Chaos, 2-87673-181-9 Salgas, Jean-Pierre ,
Grasset, 1997 Nadaud, Alain
2-246-55251-6 Nadaud, Alain (dir) et Schmidt, Joel
«Où en est Roman français
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2-234-05263-7 Noguez, Dominique Samoyault, Tiphaine
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Seuil, 1985 2-07-075780-3
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«Écrivains non PU de Rennes, 2001
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2-85939-613-6 Rabaté, Dominique au xxe siècle,
Vers une littérature Hachette, 1999
Brunel, Pierre de l’épuisement, 2-01-145097-7
La Littérature Corti, 1991
française aujourd’hui, 2-7143-0407-9 Écritures
Vuibert, 1997 contemporaines,
2-7117-8481-9 Le Roman depuis 1900, vol. 1,
PUF, 1998 Mémoires du récit,
Chancé, Dominique 2-13-049473-0 Minard
L’Auteur en souffrance, Lettres modernes, 1998
PUF, 2000 Poétique de la voix, 2-256-90972-7
2-13-050151-6 Corti, 1999
2-7143-0704-3 Écritures
Deleuze, Gilles contemporaines
Critique et Clinique, Raczymow, Henri vol. 2,
Minuit, 1993 La Mort du grand États du roman contemporain,
2-7073-1453-6 écrivain, Minard
Stock, 1994 Lettres modernes, 1999
Domenach, Jean-Marie 2-234-04376-X 2-256-90986-7
Le Crépuscule
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Plon, 1995 L’État des choses L’Atelier du roman,
2-259-00214-5 Gallimard, 1990 «France, le roman
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postmoderne, Gallimard, 1996 «L’extrême
Minuit, 1979 2-07-074495-7 contemporain»,
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Essais de Et plus largement: Écritures
Nadaud, Alain critique buissonière, (Liège),
Malaise Gallimard, 1999 Le Matricule
dans la littérature, 2-07-075638-6 des Anges,

98
Prétexte, Scherzo

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