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DE LA AVARICIA

Alfonso Fernández Tresguerres

Podemos entender la avaricia como un afán excesivo de adquirir, poseer y atesorar bienes
materiales y riquezas, o, si preferimos decirlo con Espinosa, «el deseo inmoderado y el amor de
riquezas»; de riquezas entre las que se incluye (es obvio) el dinero, mas no sólo el dinero. Se
equivoca Kant (a quien, por otra parte, debemos uno de los mejores análisis de este vicio, al que
se me permitirá que haga amplia referencia en las notas que siguen); se equivoca, digo, al ligar la
avaricia a la invención del dinero, hasta el extremo de sostener que antes de tal invención no era
posible que hubiera avaros. Más atinado se encuentra Voltaire cuando afirma taxativamente que.
«Existieron avaros antes de que se inventara la moneda». Sin duda. La acumulación de
posesiones es lo que verdaderamente caracteriza al avaro, con independencia de que tales
posesiones puedan traducirse o no en papel moneda.
Aristóteles considera la avaricia el mal por defecto de la liberalidad, como la prodigalidad
(mejor diríamos el derroche) lo es por exceso. En tanto que el pródigo derrocha y malgasta, los
avaros «se esfuerzan por las riquezas más de lo debido». También Kant contrapone (como no
podía ser de otro modo) al avaricioso con el derrochador: «No piensa el avaro –dice– en el placer
que va a disfrutar, sino en cómo será su estado de ánimo después de que lo haya disfrutado. Por el
contrario, el derrochador se representa siempre el placer en el momento de ser gozado y es
incapaz de pensar cómo será su humor una vez que lo haya disfrutado; esto ni siquiera le pasa por
la cabeza». Lo que le sucede al avaro, según Kant, es que busca hacer fortuna con la que más
adelante poder permitirse placeres y disfrutar de ellos, pero mientras busca los medios, se
acostumbra a no satisfacer tales placeres, hasta que termina por renunciar a ellos, porque,
además, mientras dispone del dinero, todos están a su alcance, y puede fantasear con ellos, mas
en el momento en que decide gastar en un objetivo determinado, disminuyen o desaparecen las
posibilidades de hacerlo en otro. Ciertamente (y prosigo con el análisis de Kant), el derrochador
es un imprudente, pero el avaro es un necio, porque: «Mientras el avaro se priva de la vida
presente, el derrochador se despoja de la vida futura». Y aunque, como decimos, esto no deja de
ser una temeridad, «el derrochador ha disfrutado de su vida, mientras que el avaro se ha engañado
a sí mismo, transfiriendo constantemente a la esperanza el disfrute de su vida. Este último
abandona el mundo como un pobre estúpido que ni se ha enterado de haber vivido». Y es que
sólo un estúpido puede hacer tal cosa; o, como dice Kant, solo aquél «que no posee delicadeza de
sentimientos prefiere contentarse con la esperanza de disfrutar el placer y conservar el dinero,
antes que experimentar el placer y gastar el dinero». De manera que el veredicto de Kant es
terminante: «un derrochador es un insensato adorable, en tanto que un avaro se nos antoja un
chiflado detestable».
Por lo demás, el avaricioso, que suele, casi siempre, ser supersticioso y piadoso
(seguramente porque el trato con Dios es gratis), cuenta a su favor (siempre desde la perspectiva
kantiana) con la ventaja de que suele vivir más tiempo, pues la renuncia a múltiples placeres,
favorece la salud.
Que la avaricia es, por otra parte, vicio irracional, ha sido también algo que frecuentemente
se ha señalado. Una especie de delirio, la consideraba Espinosa, porque el avaro «casi no puede
imaginar especie alguna de alegría que no vaya acompañada de la idea de las monedas como
causa». Ahora bien, como de nuevo observa Kant, esto es algo completamente irracional, porque
el dinero sólo tiene sentido y valor como medio, no como fin en sí mismo. Y esa irracionalidad es
la que hace, como dice el filósofo alemán, que no sea posible «hacer desistir a un avaro de su
actitud, aunque esto sí sea factible con cualquier otro vicioso. La avaricia es absurda e
impermeable, por tanto, a cualquier tipo de argumentación racional». También Aristóteles, por su
parte, la consideraba, asimismo, vicio incurable.
Mas, ¿por qué esa impermeabilidad? Yo creo que la respuesta de Kant vuelve a resultar
completamente atinada. El avaro no puede avergonzarse de su vicio sencillamente porque ni
siquiera entiende que se trate de un vicio, ya que, después de todo, con su actitud, por lo general,
a nadie hace ningún mal y a nadie más que a él le incumbe su forma de ser: «un avaro –volvemos
a oír a Kant– es aquel que sólo es mezquino e inflexible consigo mismo, así que puede ser
siempre justo con los demás, ya que nunca le quita nada a nadie, aunque tampoco dé nada; por
consiguiente, no puede comprender lo más mínimo porque le desprecian los otros hombres, dado
que él no hace nada malo a nadie y lo que hace consigo mismo tampoco causa perjuicio alguno a
los demás, no debiendo importarle a nadie si él gusta de comer mucho o poco o nada, ni si quiere
vestir lujosamente o de forma modesta y desaliñada: todo ello sólo le incumbe a él y a nadie
más».
Tiene razón Kant. Y tiene razón el avaro: él, y nadie más que él, es el único que resulta
dañado por su carácter; y si es verdad que pone de relieve su ruindad en el no gastar, también lo
es que manifiesta cierta grandeza en el no pedir. Únicamente quien espera algo de él puede
sentirse perjudicado por su conducta. Pero eso no es problema del avaro, sino de quien no ha
comprendido todavía que no tenemos por qué esperar casi nada de casi nadie. A mí me parece
que acierta Voltaire cuando sospecha que: «Los hombres sólo odian al que llaman avaro porque
no les puede proporcionar ninguna ganancia.»
Yo a la avaricia en estado puro, quiero decir, a aquélla conducta que se caracteriza por
acumular sin dar, pero sin tampoco pedir, siempre que esa acumulación (y, hasta si se quiere
decir así, esa codicia) se satisfaga con la utilización de medios lícitos, esto es, que no se alcance
mediante la usurpación o el engaño, no dudaría en exonerarla de ocupar un lugar en el pabellón
de los males, porque, así entendida, la avaricia no es un mal ni un pecado, ni siquiera un vicio,
sino una forma de necedad (una de las muchas, porque la imbecilidad usa de múltiples rostros y
disfraces). El avaro actúa como quien poseyendo un hermoso y lujoso vestido pospone siempre el
momento de lucirlo, no encuentra nunca la ocasión propicia para estrenarlo, y se conforma con
fantasear a todas horas con ese día glorioso en el que tan profunda impresión va a causar cuando,
de una vez, se decida a mostrarse en público ataviado con sus mejores galas. Y ese día llega al
fin: es el de su entierro. Ahora todos podrán admirar por un momento su hermoso talle y la
exquisita factura del traje que lo cubre.
Y si cabe, el avaro es todavía más tonto, porque no existe avaro tan afortunado al que
entierren con sus dineros (ni familiares tan mentecatos que lo hagan). Así que, después de todo,
no es cierto que, como opina Aristóteles, el avaricioso no sea útil ni siquiera a sí mismo: a sí
mismo no lo es, desde luego, pero a sus deudos, sin duda alguna. Puestos a elegir entre el
derrochador y el avaro, mientras viven, como observa Kant, es indudable que resulta más
ventajoso el primero, pero una vez muertos, el avaro es, a todas luces, de mucho más provecho
para los demás, es decir, para aquéllos que habrán de heredarle. Como dice La Bruyère: «El avaro
gasta el día de su muerte más que en diez años de existencia, y su heredero en diez meses más de
lo que él gastó a lo largo de su vida.»
Yo imagino que esa utilidad innegable que supone el tener un avaro (acaudalado, por
supuesto) dentro de la familia, hace factible que en algún momento, desde el ámbito de la
Sociobiología, alguien proponga la hipótesis de que la avaricia puede ser explicada en clave de
selección de parentesco, de la que hablaba Hamilton, es decir, que se trata de un comportamiento
primado por la selección natural porque el avaro, con su conducta, aumenta la eficacia
reproductiva de sus parientes, y, al cabo, como consecuencia, la de sus propios genes. Lo digo
porque ya se sabe que los sociobiólogos son capaces de encontrar explicación a casi todo, aunque
no poca veces tales explicaciones sean tan discutibles como incomprobables.
Desde otra perspectiva, un poco menos especulativa y más ajustada a la realidad (creo yo),
cabe ver la avaricia como una debilidad nacida del miedo al futuro y de la inseguridad no sólo
con la que se vivencia ese mismo futuro, sino también (y acaso principalmente) de la inseguridad
en uno mismo: valgo sólo lo que tengo, tal parece ser el lema por el que el avaro rige su vida. La
avaricia sería, así, manifestación de un sentimiento de inferioridad. Adler, quien, como no podía
ser menos, está de acuerdo con esta última afirmación, considera, además, que la avaricia se
encuentra «relacionada con la ambición y la vanidad, por una parte, y con la envidia por otra. No
exageramos -concluye- al afirmar que todos esos rasgos de carácter existen siempre
simultáneamente en una misma persona». Probablemente es cierto que el avaro envidia y codicia
siempre los bienes ajenos, y también que su afán de acumular hacen de él un ambicioso. Dudo, en
cambio, que se pueda considerar la avaricia como una forma de vanidad, porque el avaro pocos
elogios y poca admiración obtiene de su actitud. El vanidoso busca, ante todo, llamar la atención,
vive, en ese sentido, pendiente de los demás y volcado hacia ellos; el avaro, por el contrario, es
feliz con poder gozar a solas de sus posesiones y de sus monedas, y los otros son para él poco
más que una potencial fuente de peticiones molestas, así que cuanto más lejos los tenga, tanto
mejor: ni desea sus demandas ni busca su admiración; lo único que busca es gozar (y sufrir) solo
y a solas con la pasión que le carcome.
A mí me parece que se debe vivir libre del afán y la obsesión enfermiza por acumular
dinero. Entre otras cosas porque, como señala Schopenhauer: «La riqueza es como el agua
salada: cuanto más se bebe más sed da.» Pero, además, porque no es ése, ni mucho menos, un
modo de vivir en el que podamos hallar alguna felicidad o algún consuelo. Mas tampoco creo que
debamos seguir el camino del derrochador, y eso principalmente por un hecho elemental:
mientras dispongamos de lo suficiente, de nadie dependeremos más que de nosotros mismos.
Como dice Séneca: «Feliz quien no debe nada a nadie más que a quien puede negárselo con toda
facilidad: a sí mismo.» Pero para lograr tal objetivo, con poco alcanza. Y si es verdad que, como
asimismo afirma Séneca: «Sin austeridad ninguna riqueza es suficiente», seguramente también lo
es la misma proposición en afirmativo, a saber: que con austeridad cualquier riqueza es
suficiente.

Pero no es posible hablar de forma acabada de la avaricia sin tener presente que existen
diversas formas y variedades de la misma. Al menos, dos: la de aquéllos que, como señala
Aristóteles, son deficientes en el dar, y la de quienes se exceden en el tomar. En el primer caso
nos encontramos ante un tacaño; en el segundo, ante un gorrón. «Los que reciben nombre tales
como tacaño, mezquino, ruin –escribe Aristóteles–, todos se quedan cortos en el dar, pero no
codician lo ajeno ni quieren tomarlo (...) pensando que no es fácil que uno tome lo de los otros
sin que los otros tomen de lo de uno; prefieren, pues, ni dar ni tomar. Por otra parte –prosigue
Aristóteles–, los que se exceden en tomar toman de todas partes y todo (...) toman de donde no
deben y cantidades que no deben. Parece que es común a todos la codicia, pues todos soportan el
descrédito por afán de ganancias, por pequeñas que sean.»
Podría acaso pensarse que tacaño y avaro son, en realidad, uno sólo (el que se queda corto
en dar), y, en efecto, en nuestra lengua tales términos pueden ser usados como sinónimos. Sin
embargo, yo creo que alguna diferencia puede señalarse entre ambos. La cortedad del avaro en
dar es absoluta, quiero decir que se halla referida incluso a él mismo, en tanto que no es ése,
necesariamente, el caso del tacaño, quien, no dando a los demás, sí puede ser, no obstante, que se
dé a sí mismo, y hasta que se dé regaladamente y con holgura. El tacaño lo es, ante todo, con los
demás; el avaro, en cambio, es tacaño también consigo mismo. Y esto tal vez nos permita la
conclusión de que si bien todo avaro es, obviamente, tacaño, no todo tacaño ha de ser por fuerza
avaro, y acaso no tenga mayores dificultades ni inconvenientes en regalarse a sí mismo aquello
que escatima y niega a los otros. Con lo que, al cabo, nos obligaría a considerarlo, en un sentido,
menos estúpido que el avaro puro, pero, en otro, infinitamente más mezquino y más ruin, porque,
después de todo, el avaro es enfermo de una pasión de la que él resulta ser la primera víctima,
mientras que el tacaño no padece la enfermedad del dinero, sino la ruindad de no compartirlo, de
no saber ser generoso en la cantidad y en las circunstancias adecuadas exigidas por las diversas
situaciones. Y es que, en efecto, la tacañería puede ser vista como directamente opuesta a la
generosidad, tal como hace, por ejemplo, Teofrasto, al definirla como «una ausencia de
generosidad en lo que atañe al gasto»; pero es preciso insistir en que se trata del gasto ocasionado
por lo otros; de lo contrario, es decir, cuando se refiere al gasto ocasionado también por uno
mismo, con lo que en realidad nos encontramos no es con la tacañería, sino con la avaricia. Y,
por eso (es decir, teniendo presente esa misma matización) no hay inconveniente en calificar al
tacaño de mezquino, entendiendo por tal aquél que, como señala Aristóteles, «en todo lo que hace
pensará y considerará gastar los menos posible, y aun así lo lamentará, creyendo que ha gastado
más de lo debido». Ahora bien, cuando el tacaño comienza también a considerar excesivo y a
lamentar todo gasto que le tiene a él mismo como beneficiario, entonces se ha trocado en avaro.
Y es muy probable que con frecuencia acabe por dar ese paso. Seguramente ésa es la razón por la
que «avaricia» y «tacañería» habitualmente son considerados términos sinónimos, pero conviene
reparar en que, por principio, no lo son en absoluto.
A favor del tacaño podemos quizá aducir que es factible que se encuentre libre de dos de
los vicios que parecen ser inseparables de la avaricia, a saber: la envidia y la codicia de los bienes
ajenos. El avaro quiere todo y lo de todos, aunque para nadie en realidad, porque ni siquiera lo
quiere para sí, a no ser más que en la forma de la pura y simple posesión; el tacaño, en cambio,
quiere lo suyo para sí, pero no siempre necesariamente codicia ni quiere lo ajeno. Y, como en el
caso del avaro, cabe decir que a nadie perjudica con su actitud. Le asiste toda la razón al
considerar que lo suyo es suyo, de manera que sólo puede decepcionar a quien, sin motivo
alguno, espere algo de él. Lo que sucede es que en tanto que el avaro es útil al menos para sus
herederos, la tacañería no es útil ni siquiera para el tacaño mismo; no es, podríamos decir con
Maynard Smith, una estrategia evolutivamente estable (EEE), ni aun desde premisas
radicalmente egoístas. El dilema del prisionero, tan estudiado en la Teoría de juegos, ha venido a
enseñarnos que la estrategia adecuada es colaborar si el otro lo hace, en tanto que la no
colaboración sistemática redunda en perjuicio del propio egoísta. Traducido al asunto que nos
ocupa, parece que se hace obligado concluir que la estrategia correcta es dar si el otro da,
mientras que el no dar por principio, esto es, la tacañería, acaba cosechando resultados negativos
para el propio tacaño. De donde cabe extraer una conclusión tan obvia como evidente: sólo quien
tenga la completa certeza de no llegar a necesitar nunca nada del prójimo puede incurrir en el
vicio de la tacañería. O lo que es lo mismo: quien no posea demasiado, a poco listo que sea,
comprenderá de inmediato que no puede permitirse el lujo de ser tacaño; e incluso habría que
añadir que puede permitírselo tanto menos cuanto menos tiene. Y, después de todo, ¿no es eso lo
que sucede muchas veces?
Mas no se trata únicamente de plantear el asunto en términos de un juego de interés. Sucede
que la tacañería es en sí misma vicio miserable y ruin, y acaso el más antiestético de todos lo
vicios, porque pone de relieve una falta absoluta de elegancia y de decoro, además de una nula
capacidad de interacción con el prójimo y un deficiente desarrollo de las más simples habilidades
sociales. Es, en suma, vicio sucio, porque la tacañería es una forma de desaseo y suciedad
espiritual. No es casual que en nuestra lengua al tacaño le llamemos también roñoso,
identificándolo, así, con la mierda antigua y enquistada, es decir, con la roña: el tacaño tiene, en
efecto, las paredes de su espíritu pintadas de roña.

Hasta aquí he tratado de dibujar el carácter del avaro y del tacaño en estado puro,
podríamos decir, esto es, intentando subrayar aquello que los distingue y aquello que los
diferencia entre sí, con el objeto de no incurrir, como suele hacerse a menudo, en la inmediata
identificación entre ambos. He reconocido, no obstante, que con cierta frecuencia los dos se
funden en un único tipo humano. Y a ello hay que añadir ahora que con frecuencia también, uno
y otro (avaro y tacaño), acaban por dar el paso a la forma más miserable de avaricia: la
gorronería. Espinosa fue plenamente consciente de ese paso cuando afirma que «el avaro ansía
casi siempre atracarse de la comida y la bebida ajenas». Y también Kant, quien observa con
cuánta frecuencia los avaros «pueden comer y beber a discreción cuando es a costa de la bolsa de
un extraño, dado que su estómago se encuentra en perfecto estado».
El gorrón, aquél que se excede en tomar, como no sin cierta benevolencia lo define
Aristóteles, es, ciertamente, un ser despreciable. La avaricia y la tacañería no están reñidas, pese
a todo, con una cierta dignidad: aquélla que se pone de manifiesto en el no pedir; pero la
gorronería supone, entre otras cosas, y acaso principalmente, una pérdida completa de la
dignidad. Creo que, con toda agudeza, Teofrasto fue capaz de ver en ese aspecto la nota más
distintiva y características del gorrón, hasta el punto de hacer de ella el elemento esencial sobre el
que construir su retrato de este carácter: «La gorronería –escribe– es, en términos de definición,
un menosprecio de la opinión ajena por mor de una ganancia deshonrosa.» Indudablemente, al
gorrón le trae absolutamente sin cuidado lo que piensen o digan de él siempre que obtenga algún
beneficio. «Llámame gorrión y échame alpiste», así reza uno de nuestros refranes que, hasta
fonéticamente, parece haber sido creado pensando en nuestro personaje: «Llámame gorrón y
échame alpiste», tal es la leyenda que reza en el escudo de armas de uno de los tipos más
miserables de la variada caracterología humana.
La estrategia parasitaria del gorrón la encontramos asimismo representada en el mundo
animal. Es la misma, en efecto, que la del cuco: poner los huevos en nido ajeno. Y que esto sea
así, apunta hacia cuestiones de una enorme importancia.
Por una parte, el gorrón necesita y depende del prójimo para serlo. Avaricia y tacañería son
vicios solitarios. Ni avaro ni tacaño tienen necesidad de los demás para ejercer como tales; más
bien al contrario: sólo de espaldas a ellos se puede ejercer de avaro o de tacaño, por eso ambos
buscan alejarse de los otros La segregación del otro es condición esencial para la constitución de
ambos vicios. Se puede ser avaro o tacaño a solas (e incluso cabría añadir que no se puede ser
más que a solas), pero únicamente se puede ser gorrón con los demás.
Y esto nos obliga, por otro lado, a reparar en las peculiaridades de la relación que dicho
individuo mantiene con sus víctimas. Interesada o aprovechada son, desde luego, calificativos que
la definen; también aduladora o servil. Podríamos decir que con frecuencia la gorronería consiste
en el despliegue de redes de adulación y servidumbre al servicio del interés y del provecho. Pero
además de de todos esos rasgos, creo que hay uno igualmente distintivo y característico de este
vicio, y al que me parece a mí que no se le ha prestado toda la atención que merece. Me refiero el
profundo menosprecio hacia los demás que la gorronería implica. El gorrón se cree un tipo listo
rodeado de estúpidos. Se considera a sí mismo agente del sublime descubrimiento de cómo vivir
a costa del prójimo. Se ve, justamente, como un cuco, un ser dotado de una astucia natural para
este negocio del sobrevivir y el medrar, o por lo menos del comer y el beber a gastos pagos. El
desprecio hacia el sableado cae por su propio peso. Es tan difícil encontrar un gorrón agradecido
como un tacaño dadivoso. Lo que le provoca quien le favorece no es aprecio ni agradecimiento,
sino burla y menosprecio. Y a hasta es posible que si no se avergüenza de lo vil y rastrero de su
conducta es porque en su fuero interno piense que los demás son tan necios que ni siquiera se
percatan de ello. Y aunque es verdad que muchas veces con eso no hace sino poner de manifiesto
su propia estupidez (porque ni él tan listo ni los demás tan tontos), lo cierto es que si logra
sobrevivir es porque siempre encuentra algún nido donde instalarse, es decir, porque siempre hay
algún pájaro bobo que no conoce ni sus propios huevos.

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