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TEXTOS FILOSÓFICOS
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Seminario de Filosofía II
Instituto Oriente
Profesores:
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SUMARIO
El problema de la belleza
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EL PROBLEMA DEL AMOR
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EL PROBLEMA DE LA BELLEZA
Lectura 2: Immanuel Kant, Crítica del Juicio, Tecnos, Madrid, 2015 [Fragmento
de la primera sección]
§I
Representarse por medio de la facultad de conocer (de una manera clara o confusa)
un edificio regular bien apropiado a su objeto, no es otra cosa que tener conciencia
del sentimiento de satisfacción que se mezcla en esta representación. En este último
caso la representación se refiere por completo al sujeto, es decir, al sentimiento que
tiene de la vida, y que se designa con el nombre de sentimiento de placer y de pena;
de aquí una facultad de discernir y juzgar, que no lleva nada al conocimiento, y que
se limita a aproximar la representación dada en el sujeto, a toda la facultad
representativa, de lo cual el espíritu tiene conciencia en el sentimiento de su estado.
Las representaciones dadas en un juicio pueden ser empíricas (por consiguiente
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estéticas); pero el juicio mismo que nos formamos por medio de estas
representaciones, es lógico, cuando son referidas únicamente al objeto.
Recíprocamente, aun cuando las representaciones dadas sean racionales, si el juicio
se limita a referirlas al sujeto (a un sentimiento), son estéticas.
§ II
Puede convenirme y aprobar todo esto; pero no es eso de lo que se trata aquí; lo que
únicamente se quiere saber es, si la simple representación del objeto va en mí
acompañada de la satisfacción, por más indiferente que yo, por otra parte, pueda ser
a la existencia del objeto. Es evidente, pues, que para decir que un objeto es bello y
mostrar que tengo gusto, no me he de ocupar de la relación que pueda haber de la
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existencia del objeto para conmigo, sino de lo que pasa en mí, como sujeto de la
representación que de él tengo. Todos deben reconocer que un juicio sobre la belleza
en el cual se mezcla el más ligero interés, es parcial, y no es un juicio del gusto. No
es necesario tener que inquietarse en lo más mínimo acerca de la existencia de la cosa,
sino permanecer del todo indiferente bajo este respecto, para poder jugar la rueda del
juicio en materia del gusto. Pero nosotros no podemos esclarecer mejor esta verdad
capital, sino oponiendo a la satisfacción pura y desinteresada23 propia del juicio del
gusto, aquella otra que se halla ligada a un interés, principalmente si estamos seguros
que no hay otras especies de interés que las de que nosotros hablamos.
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EL PROBLEMA DE LA POLÍTICA Y EL ESTADO
Descendiendo a las otras prendas de que he hecho mención, digo que todo príncipe
ha de desear que se le repute por clemente y no por cruel. Advertiré, sin embargo, que debe
temer en todo instante hacer mal uso de su clemencia. César Borgia pasaba por cruel, y su
crueldad, no obstante, reparó los males de la Romaña, extinguió sus divisiones, restableció
allí la paz, y consiguió que el país le fuese fiel. Si profundizamos bien su conducta, veremos
que fue mucho más clemente que lo fue el pueblo florentino cuando permitió la ruina de
Pistoya, para evitar la reputación de crueldad en orden a las familias Panciatici y Cancellieri,
que tenían a la ciudad dividida en dos partidos y enteramente asolada con sus contiendas.
Y es que al príncipe no le conviene dejarse llevar por el temor de la infamia inherente a la
crueldad, si necesita de ella para conservar unidos a sus gobernados e impedirles faltar a la
fe que le deben, porque, con poquísimos ejemplos de severidad, será mucho más clemente
que los que por lenidad excesiva toleran la producción de desórdenes, acompañados de
robos y de crímenes, dado que estos horrores ofenden a todos los ciudadanos, mientras que
los castigos que dimanan del jefe de la nación no ofenden más que a un particular. Por lo
demás, a un príncipe nuevo le es dificilísimo evitar la fama de cruel, a causa de que los
Estados nuevos están llenos de peligros. Virgilio disculpa la inhumanidad del reinado de
Dido, observando que su Estado era un Estado naciente, puesto que hace decir a aquella
soberana:
Un tal príncipe no debe, sin embargo, creer con ligereza en el mal de que se le
avisa, sino que debe siempre obrar con gravedad suma y sin él mismo atemorizarse. Su
1 El duro estado y la novedad del reino, a estos modos me fuerzan y, recelando de todos, cuidan las costas.
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obligación es proceder moderadamente, con prudencia y aun con humanidad, sin que mucha
confianza le haga confiado, y mucha desconfianza le convierta en un hombre insufrible. Y
aquí se presenta la cuestión de saber si vale más ser temido que amado. Respondo que
convendría ser una y otra cosa juntamente, pero que, dada la dificultad de este juego
simultáneo, y la necesidad de carecer de uno o de otro de ambos beneficios, el partido más
seguro es ser temido antes que amado.
Hablando in genere, puede decirse que los hombres son ingratos, volubles,
disimulados, huidores de peligros y ansiosos de ganancias. Mientras les hacemos bien y
necesitan de nosotros, nos ofrecen sangre, caudal, vida e hijos, pero se rebelan cuando ya
no les somos útiles. El príncipe que ha confiado en ellos, se halla destituido de todos los
apoyos preparatorios, y decae, pues las amistades que se adquieren, no con la nobleza y la
grandeza de alma, sino con el dinero, no son de provecho alguno en los tiempos difíciles y
penosos, por mucho que se las haya merecido. Los hombres se atreven más a ofender al que
se hace amar, que al que se hace temer, porque el afecto no se retiene por el mero vínculo
de la gratitud, que, en atención a la perversidad ingénita de nuestra condición, toda ocasión
de interés personal llega a romper, al paso que el miedo a la autoridad política se mantiene
siempre con el miedo al castigo inmediato, que no abandona nunca a los hombres. No
obstante, el príncipe que se hace temer, sin al propio tiempo hacerse amar, debe evitar que
le aborrezcan, ya que cabe inspirar un temor saludable y exento de odio, cosa que logrará
con sólo abstenerse de poner mano en la hacienda de sus soldados y de sus súbditos, así
como de despojarles de sus mujeres, o de atacar el honor de éstas. Si le es indispensable
derramar la sangre de alguien, no debe determinarse a ello sin suficiente justificación y
patente delito. Pero, en tal caso, ha de procurar, ante todo, no incautarse de los bienes de la
víctima porque los hombres olvidan más pronto la muerte de su padre que la pérdida de su
patrimonio. Si sus inclinaciones le llevasen a raptar la propiedad del prójimo, le sobrarán
ocasiones para ello, pues el que comienza viviendo de rapiñas, encontrará siempre pretextos
para apoderarse de lo que no es suyo, al paso que las ocasiones de derramar la sangre de
sus gobernados son más raras, y le faltan más a menudo.
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Lectura 4: Jean Jaques Rousseau, El contrato social, Espasa Calpe, 1987.
Fragmento: Capítulos V y VI
CAPÍTULO V
Necesidad de retroceder a una convención primitiva
Ni aun concediéndoles todo lo que hasta aquí he refutado, lograrían progresar más los
fautores del despotismo. Habrá siempre una gran diferencia entre someter una multitud y
regir una sociedad., Que hombres dispersos estén sucesivamente sojuzgados a uno solo,
cualquiera que sea el número, yo sólo veo en esa colectividad un señor y esclavos, jamás un
pueblo y su jefe: representarán, si se quiere, una agrupación, mas no una asociación, porque
no hay ni bien público ni cuerpo político. Ese hombre, aun cuando haya sojuzgado a medio
mundo, no es siempre más que un particular; su interés, separado del de los demás,
será siempre un interés privado. Si llega a perecer, su imperio, tras él, se dispersará y
permanecerá sin unión ni adherencia, como un roble se destruye y cae convertido en un
montón de cenizas después que el fuego lo ha consumido.
Un pueblo -dice Grotio- puede darse a un rey. Según Grotio, un pueblo existe, pues
como tal pudo dársele a un rey. Este presente o dádiva constituye, de consiguiente, un acto
civil, puesto que supone una deliberación pública. Antes de examinar el acto por el cual el
pueblo elige un rey, sería conveniente estudiar el acto por el cual un pueblo se constituye en
tal, porque siendo este acto necesariamente anterior al otro, es el verdadero fundamento de
la sociedad. En efecto, si no hubiera una convención anterior, ¿en dónde estaría la obligación,
a menos que la elección fuese unánime, de los menos a someterse al deseo de los más?
Y ¿con qué derecho, ciento que quieren un amo, votan por diez que no lo desean?
La ley de las mayorías en los sufragios es ella misma fruto de una convención que supone,
por lo menos una vez, la unanimidad
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CAPÍTULO VI
Del pacto social
Supongo a los hombres llegados al punto en que los obstáculos que impiden su conservación
en el estado natural superan las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse
en él. Entonces este estado primitivo no puede subsistir, y el género humano perecería
si no cambiaba su manera de ser.
Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino solamente
unir y dirigir las que existen, no tienen otro medio de conservación que el de formar por
agregación una suma de fuerzas capaz de sobrepujar la resistencia, de ponerlas en juego con
un solo fin y de hacerlas obrar unidas y de conformidad.
Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero,
constituyendo la fuerza y la libertad de cada hombre los principales instrumentos para su
conservación, ¿cómo podría comprometerlos sin perjudicarse y sin descuidar las
obligaciones que tiene para consigo mismo? Esta dificultad, concretándola a mi objeto,
puede enunciarse en los siguientes términos:
"Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con la fuerza común la
persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca
sino a sí mismo y permanezca tan libre como antes." Tal es el problema fundamental cuya
solución da el Contrato social.
Las cláusulas de este contrato están de tal suerte determinadas por la naturaleza
del acto, que la menor modificación las haría inútiles y sin efecto; de manera, que, aunque
no hayan sido jamás formalmente enunciadas, son en todas partes las mismas y han sido en
todas partes tácitamente reconocidas y admitidas, hasta tanto que, violado el pacto social,
cada cual recobra sus primitivos derechos y recupera su libertad natural, al perder la
convencional por la cual había renunciado a la primera.
Estas cláusulas, bien estudiadas, se reducen a una sola, a saber: la enajenación total
de cada asociado con todos sus derechos a la comunidad entera, porque, primeramente,
dándose por completo cada uno de los asociados, la condición es igual para todos; y siendo
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igual, ninguno tiene interés en hacerla onerosa para los demás. Además, efectuándose la
enajenación sin reservas, la unión resulta tan perfecta como puede serlo, sin que ningún
asociado tenga nada que reclamar, porque si quedasen algunos derechos a los particulares,
como no habría ningún superior común que pudiese sentenciar entre ellos y el público, cada
cual siendo hasta cierto punto su propio juez, pretendería pronto serlo en todo; en
consecuencia, el estarlo natural subsistiría y la asociación convertiríase necesariamente en
tiránica o inútil.
En fin, dándose cada individuo a todos no se da a nadie, y como no hay un asociado
sobre el cual no se adquiera el mismo derecho que se cede, se gana la equivalencia de todo
lo que se pierde y mayor fuerza para conservar lo que se tiene. Si se descarta, pues, del pacto
social lo que no es de esencia, encontraremos que queda reducido a los términos siguientes:
"Cada uno pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la
voluntad general, y cada miembro considerado como parte indivisible del todo."
Este acto de asociación convierte al instante la persona particular de cada
contratante, en un cuerpo normal y colectivo, compuesto de tantos miembros como votos
tiene la asamblea, la cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su
voluntad. La persona pública que se constituye así, por la unión de todas las demás, tomaba
en otro tiempo el nombre de ciudad y hoy el de república o cuerpo político, el cual es
denominado Estado cuando es activo, Potencia en comparación con sus semejantes. En
cuanto a los asociados, éstos toman colectivamente el nombre de pueblo y particularmente el
de ciudadanos como partícipes de la autoridad soberana, y súbditos por estar
sometidos a las leyes del Estado.
Pero estos términos se confunden a menudo, siendo tomados el uno por el otro;
basta saber distinguirlos cuando son empleados con toda precisión.
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EL PROBLEMA DE LA CIENCIA Y LA TECNOLOGÍA
XXXVIII
Los ídolos y nociones falsas que están ahora en posesión del entendimiento humano y
hondamente afirmados en él, no solamente lo llenan de tal modo que es difícil abrir paso a
la verdad, sino que aun después de haber cedido el paso hacia ella se pondrán delante otra
vez y le servirán de estorbo en la renovación misma de las ciencias a menos que el hombre,
advertido contra ellos, se haga tan fuerte como le sea posible.
XXXIX
Cuatro son las clases de ídolos que tienen posesión del entendimiento humano. Para mejor
distinguirlas les he puesto nombre: a la primera, ídolos de la tribu (idola tribus); a la segunda,
ídolos de la caverna (idola specus); a la tercera, ídolos del foro (idola fori) y a la cuarta, ídolos
del teatro (idola theatri).
XLI
Los ídolos de la tribu tienen su fundamento en la misma naturaleza humana, y en la tribu o
estirpe misma de los hombres, pues se afirma erróneamente que los sentidos del hombre son
la medida de las cosas; más bien al contrario, todas las percepciones tanto de los sentidos
como de la mente están en sintonía con el hombre, no con el universo. El entendimiento
humano es como un espejo desigual respecto a los rayos de los objetos y mezcla su propia
naturaleza con la de aquéllos, contrahaciéndola y deformándola.
XLII
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Los ídolos de la caverna son los del hombre individual, pues cada hombre tiene (además de las
aberraciones comunes a la naturaleza humana en general) un antro o caverna individual
donde se quiebra y desbarata la luz de la naturaleza; o por el temperamento propio y singular
de cada uno, o por la educación y comercio con otros, o a consecuencia de la lectura de libros
o de la autoridad de aquellos que cada uno respeta y admira, o motivado por la diversidad
de impresiones, según que éstas tropiecen con un espíritu predispuesto y dominado por las
preocupaciones o con un espíritu ecuánime y reposado, o cosas por el estilo. De modo que
el espíritu humano (tal como se dispone en cada uno de los hombres), es una cosa variable,
sujeta a toda dase de perturbaciones y casi a merced del momento. Por eso dijo con razón
Heráclito que los hombres buscan las ciencias en sus mundos menores privados y no en el
Mundo mayor y universal.
XLIII
Hay también otros ídolos provenientes, por decirlo así, del pacto y asociación del género
humano entre sí, a los cuales llamo yo ídolos del foro a causa del comercio y consorcio de los
hombres. Ahora bien, los hombres se asocian mediante la palabra, y como las palabras están
impuestas según la concepción del vulgo, de ahí que esta falsa e impropia imposición de las
palabras viene a destruir de mil maneras el entendimiento, y las definiciones y explicaciones,
con las que los sabios acostumbran a veces a defenderse y resguardarse, no vuelven las cosas
a su lugar, ni mucho menos. Ahora bien, las palabras fuerzan el entendimiento y lo perturban
todo, y llevan por ende a los hombres a mil controversias y fantasías sin contenido alguno.
XLIV
Hay, en fin, ídolos que han inmigrado en el espíritu de los hombres, partiendo de diversos
dogmas filosóficos y de malas reglas de demostración a los cuales llamo Ídolos del teatro,
porque creo que todos los sistemas filosóficos inventados y propagados hasta ahora son
otras tantas comedias compuestas y representadas que contienen mundos ficticios y
teatrales. Y no hablo solamente de los sistemas hoy en boga ni de los sistemas y sectas
antiguos, pues fábulas por el estilo pueden todavía componerse y producirse en gran
número, dado que errores muy diversos pueden proceder, no obstante, de causas casi
comunes. Por otra parte con esto no me refiero solamente a sistemas universales sino
también a numerosos principios y axiomas de las ciencias que han venido a prevalecer
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gracias a la tradición, la credulidad y la negligencia. Pero de cada una de estas clases de
ídolos tenemos que hablar más detenida y explícitamente para que el espíritu humano esté
prevenido.
Voy a llamar, de ahora en adelante, a las realizaciones que comparten esas dos
características, 'paradigmas', término que se relaciona estrechamente con
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'ciencia normal'. Al elegirlo, deseo sugerir que algunos ejemplos aceptados de
la práctica científica real —ejemplos que incluyen, al mismo tiempo, ley, teoría,
aplicación e instrumentación— proporcionan modelos de los que surgen
tradiciones particularmente coherentes de investigación científica. Ésas son las
tradiciones que describen los historiadores bajo rubros tales como: 'astronomía
tolemaica' (o 'de Copérnico'), 'dinámica aristotélica' (o 'newtoniana'), 'óptica
corpuscular' (u 'óptica de las ondas'), etc. El estudio de los paradigmas,
incluyendo muchos de los enumerados antes como ilustración, es lo que
prepara principalmente al estudiante para entrar a formar parte como miembro
de la comunidad científica particular con la que trabajará más tarde. Debido a
que se reúne con hombres que aprenden las bases de su campo científico a partir
de los mismos modelos concretos, su práctica subsiguiente raramente
despertará desacuerdos sobre los fundamentos claramente expresados. Los
hombres cuya investigación se basa en paradigmas compartidos están sujetos
a las mismas reglas y normas para la práctica científica. Este compromiso y el
consentimiento aparente que provoca son requisitos previos para la ciencia
normal, es decir, para la génesis y la continuación de una tradición particular
de la investigación científica.
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ilustramos aquí a partir de la historia de la óptica física. Los libros de texto de
física, en la actualidad, indican al estudiante que la luz es fotones, es decir,
entidades mecánico-cuánticas que muestran ciertas características de ondas y
otras de partículas. La investigación se lleva a cabo de acuerdo con ello o, más
bien, según la caracterización más elaborada y matemática de la que se deriva
esa verbalización usual. Sin embargo, esta caracterización de la luz tiene,
apenas, medio siglo de antigüedad. Antes de que fuera desarrollada por Planck,
Einstein y otros, a comienzos de este siglo, los textos de física indicaban que la
luz era un movimiento ondulante transversal, concepción fundada en un
paradigma, derivado, en última instancia, de los escritos sobre óptica de Young
y Fresnel, a comienzos del siglo XIX. Tampoco fue la teoría de las ondas la
primera adoptada por casi todos los profesionales de la ciencia óptica. Durante
el siglo XVIII, el paradigma para ese campo fue proporcionado por la Óptica
de Newton, que enseñaba que la luz era corpúsculos de materia. En aquella
época, los físicos buscaron pruebas, lo cual no hicieron los primeros partidarios
de la teoría de las ondas, de la presión ejercida por las partículas lumínicas al
chocar con cuerpos sólidos.
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