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ANTOLOGÍA MÍNIMA DE

TEXTOS FILOSÓFICOS

φ
Seminario de Filosofía II

Instituto Oriente

Profesores:

José Raúl Jara y Peláez


César Alberto Pineda Saldaña
Fernando Velázquez Aportela
1
Presentación

Ni el mejor profesor de filosofía podría sustituir la experiencia de una lectura


directa y personal de los grandes hitos del pensamiento filosófico. Nada como
dejar que el filósofo hable por sí mismo. Pero al mismo tiempo todo apunta a
que nuestra época no es la más fértil para que se desarrollen hábitos de lectura.
A la par, modalidades de la actividad mental como la concentración y la
contemplación pausada, detallada, parecen ser bienes cada vez más escasos. Por
eso ofrecemos pequeños fragmentos de lectura, lo suficientemente breves como
para no ahuyentar al estudiante que no ha tenido la fortuna de trabar amistad
con las letras, pero lo bastante elocuentes y representativos como para ser una
puerta de entrada para aquellos interesados en conocer y pensar más en torno a
la obra de grandes filósofos.

El alumno no debe caer en el error de creer que los siguientes fragmentos


constituyen ya el pensamiento acabado de los autores; son muestras
representativas pero no en el sentido estadístico de la palabra. Si el estudiante lo
desea, puede internarse después por su cuenta en el bosque de ideas de cada
autor; los siguientes fragmentos, junto con el acompañamiento del profesor, son
únicamente guías, señalamientos en medio de los caminos, puestos ahí para
evitar que alguien se pierda en el entramado de razonamientos, problemas y
consecuencias del pensamiento filosófico. Pero no hay, porque tal vez no lo
puede haber, un mapa maestro.

Ofrecemos la referencia bibliográfica de cada fragmento para que el


interesado pueda buscar la obra original posteriormente.

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SUMARIO

El problema del amor

1. Erich Fromm, El arte de amar, p. 4

El problema de la belleza

2. Immanuel Kant, Crítica del juicio, p. 10

El problema de la política y el estado

3. Nicolás Maquiavelo, El príncipe, p. 13


4. Jean-Jaques Rouseau, El contrato social, p. 15

El problema de la ciencia y la tecnología

5. Francis Bacon, Novum Organon, p. 18


6. Thomas Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas, p. 20

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EL PROBLEMA DEL AMOR

Lectura 1: Erich Fromm, El arte de amar, Paidós Barcelona, 2014 [Introducción]

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EL PROBLEMA DE LA BELLEZA

Lectura 2: Immanuel Kant, Crítica del Juicio, Tecnos, Madrid, 2015 [Fragmento
de la primera sección]

§I

El juicio del gusto es estético

Para decidir si una cosa es bella o no lo es, no referimos la representación a un objeto


por medio del entendimiento, sino al sujeto y al sentimiento de placer o de pena por
medio de la imaginación (quizá medio de unión para el entendimiento). El juicio del
gusto no es, pues, un juicio de conocimiento; no es por tanto lógico, sino estético, es
decir, que el principio que lo determina es puramente subjetivo. Las representaciones y
aun las sensaciones, pueden considerarse siempre en una relación con los objetos (y
esta relación es lo que constituye el elemento real de una representación empírica);
mas en este caso no se trata de su relación con el sentimiento de placer o de pena, el
cual no dice nada del objeto, sino simplemente del estado en que se encuentra el
sujeto, cuando es afectado por la representación.

Representarse por medio de la facultad de conocer (de una manera clara o confusa)
un edificio regular bien apropiado a su objeto, no es otra cosa que tener conciencia
del sentimiento de satisfacción que se mezcla en esta representación. En este último
caso la representación se refiere por completo al sujeto, es decir, al sentimiento que
tiene de la vida, y que se designa con el nombre de sentimiento de placer y de pena;
de aquí una facultad de discernir y juzgar, que no lleva nada al conocimiento, y que
se limita a aproximar la representación dada en el sujeto, a toda la facultad
representativa, de lo cual el espíritu tiene conciencia en el sentimiento de su estado.
Las representaciones dadas en un juicio pueden ser empíricas (por consiguiente

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estéticas); pero el juicio mismo que nos formamos por medio de estas
representaciones, es lógico, cuando son referidas únicamente al objeto.
Recíprocamente, aun cuando las representaciones dadas sean racionales, si el juicio
se limita a referirlas al sujeto (a un sentimiento), son estéticas.

§ II

La satisfacción que determina el juicio del gusto es desinteresada

La satisfacción se cambia en interés cuando la unimos a la representación de la


existencia de un objeto. Entonces también se refiere siempre a la facultad de querer,
o como un motivo de ella, o como necesariamente unida a este motivo. Por lo que,
cuando se trata de saber si una cosa es bella, no se busca si existe por sí misma, o si
alguno se halla interesado quizá en su existencia, sino solamente cómo se juzga de
ella en una simple contemplación (intuición o reflexión). Cualquiera me diría que si
encuentro bello el palacio que se presenta a mi vista, y yo muy bien puedo contestar,
que yo no quiero tales cosas hechas únicamente para admirar la vista, o para imitar
ese sagrado iroqués que a nadie agrada en París, mucho más que pueden hacerlo las
pastelerías; yo puedo todavía censurar, a la manera de Rousseau, la vanidad de los
potentados que malgastan el sudor del pueblo en cosas tan frívolas; yo puedo, por
último, persuadirme fácilmente que aunque estuviera en una isla desierta, privado de
la esperanza de volver a ver a los hombres y tuviera el poder mágico de crear sólo
por efecto de mi deseo un palacio semejante, no me tomaría este cuidado, puesto que
tendría una cabaña bastante cómoda.

Puede convenirme y aprobar todo esto; pero no es eso de lo que se trata aquí; lo que
únicamente se quiere saber es, si la simple representación del objeto va en mí
acompañada de la satisfacción, por más indiferente que yo, por otra parte, pueda ser
a la existencia del objeto. Es evidente, pues, que para decir que un objeto es bello y
mostrar que tengo gusto, no me he de ocupar de la relación que pueda haber de la

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existencia del objeto para conmigo, sino de lo que pasa en mí, como sujeto de la
representación que de él tengo. Todos deben reconocer que un juicio sobre la belleza
en el cual se mezcla el más ligero interés, es parcial, y no es un juicio del gusto. No
es necesario tener que inquietarse en lo más mínimo acerca de la existencia de la cosa,
sino permanecer del todo indiferente bajo este respecto, para poder jugar la rueda del
juicio en materia del gusto. Pero nosotros no podemos esclarecer mejor esta verdad
capital, sino oponiendo a la satisfacción pura y desinteresada23 propia del juicio del
gusto, aquella otra que se halla ligada a un interés, principalmente si estamos seguros
que no hay otras especies de interés que las de que nosotros hablamos.

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EL PROBLEMA DE LA POLÍTICA Y EL ESTADO

Lectura 3: Nicolás Maquiavelo, El príncipe, Sarpe, Madrid, 1983.


Fragmento: “Capítulo XVII. De la crueldad y de la clemencia, y si vale más ser
amado que temido”

Descendiendo a las otras prendas de que he hecho mención, digo que todo príncipe
ha de desear que se le repute por clemente y no por cruel. Advertiré, sin embargo, que debe
temer en todo instante hacer mal uso de su clemencia. César Borgia pasaba por cruel, y su
crueldad, no obstante, reparó los males de la Romaña, extinguió sus divisiones, restableció
allí la paz, y consiguió que el país le fuese fiel. Si profundizamos bien su conducta, veremos
que fue mucho más clemente que lo fue el pueblo florentino cuando permitió la ruina de
Pistoya, para evitar la reputación de crueldad en orden a las familias Panciatici y Cancellieri,
que tenían a la ciudad dividida en dos partidos y enteramente asolada con sus contiendas.
Y es que al príncipe no le conviene dejarse llevar por el temor de la infamia inherente a la
crueldad, si necesita de ella para conservar unidos a sus gobernados e impedirles faltar a la
fe que le deben, porque, con poquísimos ejemplos de severidad, será mucho más clemente
que los que por lenidad excesiva toleran la producción de desórdenes, acompañados de
robos y de crímenes, dado que estos horrores ofenden a todos los ciudadanos, mientras que
los castigos que dimanan del jefe de la nación no ofenden más que a un particular. Por lo
demás, a un príncipe nuevo le es dificilísimo evitar la fama de cruel, a causa de que los
Estados nuevos están llenos de peligros. Virgilio disculpa la inhumanidad del reinado de
Dido, observando que su Estado era un Estado naciente, puesto que hace decir a aquella
soberana:

Res dura et regni novitus me talia cognut


Moliri, et late fines custode tueri1

Un tal príncipe no debe, sin embargo, creer con ligereza en el mal de que se le
avisa, sino que debe siempre obrar con gravedad suma y sin él mismo atemorizarse. Su

1 El duro estado y la novedad del reino, a estos modos me fuerzan y, recelando de todos, cuidan las costas.

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obligación es proceder moderadamente, con prudencia y aun con humanidad, sin que mucha
confianza le haga confiado, y mucha desconfianza le convierta en un hombre insufrible. Y
aquí se presenta la cuestión de saber si vale más ser temido que amado. Respondo que
convendría ser una y otra cosa juntamente, pero que, dada la dificultad de este juego
simultáneo, y la necesidad de carecer de uno o de otro de ambos beneficios, el partido más
seguro es ser temido antes que amado.
Hablando in genere, puede decirse que los hombres son ingratos, volubles,
disimulados, huidores de peligros y ansiosos de ganancias. Mientras les hacemos bien y
necesitan de nosotros, nos ofrecen sangre, caudal, vida e hijos, pero se rebelan cuando ya
no les somos útiles. El príncipe que ha confiado en ellos, se halla destituido de todos los
apoyos preparatorios, y decae, pues las amistades que se adquieren, no con la nobleza y la
grandeza de alma, sino con el dinero, no son de provecho alguno en los tiempos difíciles y
penosos, por mucho que se las haya merecido. Los hombres se atreven más a ofender al que
se hace amar, que al que se hace temer, porque el afecto no se retiene por el mero vínculo
de la gratitud, que, en atención a la perversidad ingénita de nuestra condición, toda ocasión
de interés personal llega a romper, al paso que el miedo a la autoridad política se mantiene
siempre con el miedo al castigo inmediato, que no abandona nunca a los hombres. No
obstante, el príncipe que se hace temer, sin al propio tiempo hacerse amar, debe evitar que
le aborrezcan, ya que cabe inspirar un temor saludable y exento de odio, cosa que logrará
con sólo abstenerse de poner mano en la hacienda de sus soldados y de sus súbditos, así
como de despojarles de sus mujeres, o de atacar el honor de éstas. Si le es indispensable
derramar la sangre de alguien, no debe determinarse a ello sin suficiente justificación y
patente delito. Pero, en tal caso, ha de procurar, ante todo, no incautarse de los bienes de la
víctima porque los hombres olvidan más pronto la muerte de su padre que la pérdida de su
patrimonio. Si sus inclinaciones le llevasen a raptar la propiedad del prójimo, le sobrarán
ocasiones para ello, pues el que comienza viviendo de rapiñas, encontrará siempre pretextos
para apoderarse de lo que no es suyo, al paso que las ocasiones de derramar la sangre de
sus gobernados son más raras, y le faltan más a menudo.

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Lectura 4: Jean Jaques Rousseau, El contrato social, Espasa Calpe, 1987.
Fragmento: Capítulos V y VI

CAPÍTULO V
Necesidad de retroceder a una convención primitiva

Ni aun concediéndoles todo lo que hasta aquí he refutado, lograrían progresar más los
fautores del despotismo. Habrá siempre una gran diferencia entre someter una multitud y
regir una sociedad., Que hombres dispersos estén sucesivamente sojuzgados a uno solo,
cualquiera que sea el número, yo sólo veo en esa colectividad un señor y esclavos, jamás un
pueblo y su jefe: representarán, si se quiere, una agrupación, mas no una asociación, porque
no hay ni bien público ni cuerpo político. Ese hombre, aun cuando haya sojuzgado a medio
mundo, no es siempre más que un particular; su interés, separado del de los demás,
será siempre un interés privado. Si llega a perecer, su imperio, tras él, se dispersará y
permanecerá sin unión ni adherencia, como un roble se destruye y cae convertido en un
montón de cenizas después que el fuego lo ha consumido.
Un pueblo -dice Grotio- puede darse a un rey. Según Grotio, un pueblo existe, pues
como tal pudo dársele a un rey. Este presente o dádiva constituye, de consiguiente, un acto
civil, puesto que supone una deliberación pública. Antes de examinar el acto por el cual el
pueblo elige un rey, sería conveniente estudiar el acto por el cual un pueblo se constituye en
tal, porque siendo este acto necesariamente anterior al otro, es el verdadero fundamento de
la sociedad. En efecto, si no hubiera una convención anterior, ¿en dónde estaría la obligación,
a menos que la elección fuese unánime, de los menos a someterse al deseo de los más?
Y ¿con qué derecho, ciento que quieren un amo, votan por diez que no lo desean?
La ley de las mayorías en los sufragios es ella misma fruto de una convención que supone,
por lo menos una vez, la unanimidad

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CAPÍTULO VI
Del pacto social

Supongo a los hombres llegados al punto en que los obstáculos que impiden su conservación
en el estado natural superan las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse
en él. Entonces este estado primitivo no puede subsistir, y el género humano perecería
si no cambiaba su manera de ser.
Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino solamente
unir y dirigir las que existen, no tienen otro medio de conservación que el de formar por
agregación una suma de fuerzas capaz de sobrepujar la resistencia, de ponerlas en juego con
un solo fin y de hacerlas obrar unidas y de conformidad.
Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero,
constituyendo la fuerza y la libertad de cada hombre los principales instrumentos para su
conservación, ¿cómo podría comprometerlos sin perjudicarse y sin descuidar las
obligaciones que tiene para consigo mismo? Esta dificultad, concretándola a mi objeto,
puede enunciarse en los siguientes términos:
"Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con la fuerza común la
persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca
sino a sí mismo y permanezca tan libre como antes." Tal es el problema fundamental cuya
solución da el Contrato social.
Las cláusulas de este contrato están de tal suerte determinadas por la naturaleza
del acto, que la menor modificación las haría inútiles y sin efecto; de manera, que, aunque
no hayan sido jamás formalmente enunciadas, son en todas partes las mismas y han sido en
todas partes tácitamente reconocidas y admitidas, hasta tanto que, violado el pacto social,
cada cual recobra sus primitivos derechos y recupera su libertad natural, al perder la
convencional por la cual había renunciado a la primera.
Estas cláusulas, bien estudiadas, se reducen a una sola, a saber: la enajenación total
de cada asociado con todos sus derechos a la comunidad entera, porque, primeramente,
dándose por completo cada uno de los asociados, la condición es igual para todos; y siendo

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igual, ninguno tiene interés en hacerla onerosa para los demás. Además, efectuándose la
enajenación sin reservas, la unión resulta tan perfecta como puede serlo, sin que ningún
asociado tenga nada que reclamar, porque si quedasen algunos derechos a los particulares,
como no habría ningún superior común que pudiese sentenciar entre ellos y el público, cada
cual siendo hasta cierto punto su propio juez, pretendería pronto serlo en todo; en
consecuencia, el estarlo natural subsistiría y la asociación convertiríase necesariamente en
tiránica o inútil.
En fin, dándose cada individuo a todos no se da a nadie, y como no hay un asociado
sobre el cual no se adquiera el mismo derecho que se cede, se gana la equivalencia de todo
lo que se pierde y mayor fuerza para conservar lo que se tiene. Si se descarta, pues, del pacto
social lo que no es de esencia, encontraremos que queda reducido a los términos siguientes:
"Cada uno pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la
voluntad general, y cada miembro considerado como parte indivisible del todo."
Este acto de asociación convierte al instante la persona particular de cada
contratante, en un cuerpo normal y colectivo, compuesto de tantos miembros como votos
tiene la asamblea, la cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su
voluntad. La persona pública que se constituye así, por la unión de todas las demás, tomaba
en otro tiempo el nombre de ciudad y hoy el de república o cuerpo político, el cual es
denominado Estado cuando es activo, Potencia en comparación con sus semejantes. En
cuanto a los asociados, éstos toman colectivamente el nombre de pueblo y particularmente el
de ciudadanos como partícipes de la autoridad soberana, y súbditos por estar
sometidos a las leyes del Estado.
Pero estos términos se confunden a menudo, siendo tomados el uno por el otro;
basta saber distinguirlos cuando son empleados con toda precisión.

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EL PROBLEMA DE LA CIENCIA Y LA TECNOLOGÍA

Lectura 5: Francis Bacon, Novum Organon, Losada, Buenos Aires, 1949.

Fragmento: “Aforismos sobre la interpretación de la naturaleza y el reino del


hombre” (selección)

XXXVIII
Los ídolos y nociones falsas que están ahora en posesión del entendimiento humano y
hondamente afirmados en él, no solamente lo llenan de tal modo que es difícil abrir paso a
la verdad, sino que aun después de haber cedido el paso hacia ella se pondrán delante otra
vez y le servirán de estorbo en la renovación misma de las ciencias a menos que el hombre,
advertido contra ellos, se haga tan fuerte como le sea posible.

XXXIX
Cuatro son las clases de ídolos que tienen posesión del entendimiento humano. Para mejor
distinguirlas les he puesto nombre: a la primera, ídolos de la tribu (idola tribus); a la segunda,
ídolos de la caverna (idola specus); a la tercera, ídolos del foro (idola fori) y a la cuarta, ídolos
del teatro (idola theatri).

XLI
Los ídolos de la tribu tienen su fundamento en la misma naturaleza humana, y en la tribu o
estirpe misma de los hombres, pues se afirma erróneamente que los sentidos del hombre son
la medida de las cosas; más bien al contrario, todas las percepciones tanto de los sentidos
como de la mente están en sintonía con el hombre, no con el universo. El entendimiento
humano es como un espejo desigual respecto a los rayos de los objetos y mezcla su propia
naturaleza con la de aquéllos, contrahaciéndola y deformándola.

XLII

18
Los ídolos de la caverna son los del hombre individual, pues cada hombre tiene (además de las
aberraciones comunes a la naturaleza humana en general) un antro o caverna individual
donde se quiebra y desbarata la luz de la naturaleza; o por el temperamento propio y singular
de cada uno, o por la educación y comercio con otros, o a consecuencia de la lectura de libros
o de la autoridad de aquellos que cada uno respeta y admira, o motivado por la diversidad
de impresiones, según que éstas tropiecen con un espíritu predispuesto y dominado por las
preocupaciones o con un espíritu ecuánime y reposado, o cosas por el estilo. De modo que
el espíritu humano (tal como se dispone en cada uno de los hombres), es una cosa variable,
sujeta a toda dase de perturbaciones y casi a merced del momento. Por eso dijo con razón
Heráclito que los hombres buscan las ciencias en sus mundos menores privados y no en el
Mundo mayor y universal.

XLIII
Hay también otros ídolos provenientes, por decirlo así, del pacto y asociación del género
humano entre sí, a los cuales llamo yo ídolos del foro a causa del comercio y consorcio de los
hombres. Ahora bien, los hombres se asocian mediante la palabra, y como las palabras están
impuestas según la concepción del vulgo, de ahí que esta falsa e impropia imposición de las
palabras viene a destruir de mil maneras el entendimiento, y las definiciones y explicaciones,
con las que los sabios acostumbran a veces a defenderse y resguardarse, no vuelven las cosas
a su lugar, ni mucho menos. Ahora bien, las palabras fuerzan el entendimiento y lo perturban
todo, y llevan por ende a los hombres a mil controversias y fantasías sin contenido alguno.

XLIV
Hay, en fin, ídolos que han inmigrado en el espíritu de los hombres, partiendo de diversos
dogmas filosóficos y de malas reglas de demostración a los cuales llamo Ídolos del teatro,
porque creo que todos los sistemas filosóficos inventados y propagados hasta ahora son
otras tantas comedias compuestas y representadas que contienen mundos ficticios y
teatrales. Y no hablo solamente de los sistemas hoy en boga ni de los sistemas y sectas
antiguos, pues fábulas por el estilo pueden todavía componerse y producirse en gran
número, dado que errores muy diversos pueden proceder, no obstante, de causas casi
comunes. Por otra parte con esto no me refiero solamente a sistemas universales sino
también a numerosos principios y axiomas de las ciencias que han venido a prevalecer

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gracias a la tradición, la credulidad y la negligencia. Pero de cada una de estas clases de
ídolos tenemos que hablar más detenida y explícitamente para que el espíritu humano esté
prevenido.

Lectura 6: Thomas Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas,


FCE, México, 1971.

EL CAMINO HACIA LACIENCIA NORMAL

EN ESTE ensayo, 'ciencia normal' significa investigación basada firmemente


en una o más realizaciones científicas pasadas, realizaciones que alguna
comunidad científica particular reconoce, durante cierto tiempo, como
fundamento para su práctica posterior. En la actualidad, esas realizaciones son
relatadas, aunque raramente en su forma original, por los libros de texto
científicos, tanto elementales como avanzados. Esos libros de texto exponen el
cuerpo de la teoría aceptada, ilustran muchas o todas sus aplicaciones
apropiadas y comparan éstas con experimentos y observaciones de condición
ejemplar. Antes de que esos libros se popularizaran, a comienzos del siglo XIX
(e incluso en tiempos más recientes, en las ciencias que han madurado
últimamente), muchos de los libros clásicos famosos de ciencia desempeñaban
una función similar. La Física de Aristóteles, el Almagesto de Tolomeo, los
Principios y la óptica de Newton, la Electricidad de Franklin, la Química de
Lavoisier y la Geología de Lyell —estas y muchas otras obras sirvieron
implícitamente, durante cierto tiempo, para definir los problemas y métodos
legítimos de un campo de la investigación para generaciones sucesivas de
científicos.

Estaban en condiciones de hacerlo así, debido a que compartían dos


características esenciales. Su logro carecía suficientemente de precedentes
como para haber podido atraer a un grupo duradero de partidarios, alejándolos
de los aspectos de competencia de la actividad científica. Simultáneamente,
eran lo bastante incompletas para dejar muchos problemas para ser resueltos
por el redelimitado grupo de científicos.

Voy a llamar, de ahora en adelante, a las realizaciones que comparten esas dos
características, 'paradigmas', término que se relaciona estrechamente con
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'ciencia normal'. Al elegirlo, deseo sugerir que algunos ejemplos aceptados de
la práctica científica real —ejemplos que incluyen, al mismo tiempo, ley, teoría,
aplicación e instrumentación— proporcionan modelos de los que surgen
tradiciones particularmente coherentes de investigación científica. Ésas son las
tradiciones que describen los historiadores bajo rubros tales como: 'astronomía
tolemaica' (o 'de Copérnico'), 'dinámica aristotélica' (o 'newtoniana'), 'óptica
corpuscular' (u 'óptica de las ondas'), etc. El estudio de los paradigmas,
incluyendo muchos de los enumerados antes como ilustración, es lo que
prepara principalmente al estudiante para entrar a formar parte como miembro
de la comunidad científica particular con la que trabajará más tarde. Debido a
que se reúne con hombres que aprenden las bases de su campo científico a partir
de los mismos modelos concretos, su práctica subsiguiente raramente
despertará desacuerdos sobre los fundamentos claramente expresados. Los
hombres cuya investigación se basa en paradigmas compartidos están sujetos
a las mismas reglas y normas para la práctica científica. Este compromiso y el
consentimiento aparente que provoca son requisitos previos para la ciencia
normal, es decir, para la génesis y la continuación de una tradición particular
de la investigación científica.

Debido a que en este ensayo el concepto de paradigma reemplazará


frecuentemente a diversas nociones familiares, será preciso añadir algo más
respecto a su introducción. ¿Por qué la realización científica concreta, como
foco de entrega profesional, es anterior a los diversos conceptos, le yes, teorías
y puntos de vista que pueden abstraerse de ella? ¿En qué sentido es el
paradigma compartido una unidad fundamental para el estudiante del
desarrollo científico, una unidad que no puede reducirse plenamente a
componentes atómicos lógicos que pudieran aplicarse en su ayuda? Cuando las
encontremos en la Sección V, las respuestas a esas preguntas y a otras similares
resultarán básicas para la comprensión tanto de la ciencia normal como del
concepto asociado de los paradigmas. Sin embargo, esa discusión más abstracta
dependerá de una exposición previa de ejemplos de la ciencia normal o de los
paradigmas en acción. En particular, aclararemos esos dos conceptos
relacionados, haciendo notar que puede haber cierto tipo de investigación
científica sin paradigmas o, al menos, sin los del tipo tan inequívoco y estrecho
como los citados con anterioridad. La adquisición de un paradigma y del tipo
más esotérico de investigación que dicho paradigma permite es un signo de
madurez en el desarrollo de cualquier campo científico dado.

Si el historiador sigue la pista en el tiempo al conocimiento científico de


cualquier grupo seleccionado de fenómenos relacionados, tendrá
probabilidades de encontrarse con alguna variante menor de un patrón que

21
ilustramos aquí a partir de la historia de la óptica física. Los libros de texto de
física, en la actualidad, indican al estudiante que la luz es fotones, es decir,
entidades mecánico-cuánticas que muestran ciertas características de ondas y
otras de partículas. La investigación se lleva a cabo de acuerdo con ello o, más
bien, según la caracterización más elaborada y matemática de la que se deriva
esa verbalización usual. Sin embargo, esta caracterización de la luz tiene,
apenas, medio siglo de antigüedad. Antes de que fuera desarrollada por Planck,
Einstein y otros, a comienzos de este siglo, los textos de física indicaban que la
luz era un movimiento ondulante transversal, concepción fundada en un
paradigma, derivado, en última instancia, de los escritos sobre óptica de Young
y Fresnel, a comienzos del siglo XIX. Tampoco fue la teoría de las ondas la
primera adoptada por casi todos los profesionales de la ciencia óptica. Durante
el siglo XVIII, el paradigma para ese campo fue proporcionado por la Óptica
de Newton, que enseñaba que la luz era corpúsculos de materia. En aquella
época, los físicos buscaron pruebas, lo cual no hicieron los primeros partidarios
de la teoría de las ondas, de la presión ejercida por las partículas lumínicas al
chocar con cuerpos sólidos.

Estas transformaciones de los paradigmas de la óptica física son revoluciones


científicas y la transición sucesiva de un paradigma a otro por medio de una
revolución es el patrón usual de desarrollo de una ciencia madura. Sin embargo,
no es el patrón característico del periodo anterior a la obra de Newton, y tal es
el contraste, que nos interesa en este caso. No hubo ningún periodo, desde la
antigüedad más remota hasta fines del siglo XVII, en que existiera una opinión
única generalmente aceptada sobre la naturaleza de la luz. En lugar de ello,
había numerosas escuelas y subescuelas competidoras, la mayoría de las cuales
aceptaban una u otra variante de la teoría epicúrea, aristotélica o platónica.

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