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La medida de lo posible

Elisa Díaz Castelo

Cada mañana es la misma: trastes sucios y pájaros


que se rompen de tanto canto y canto. La misma
hora hueca y sin esquinas. Las cosas siguen iguales,
yo soy otra, totalmente distinta. Olvido
cómo verme al espejo, pero sé de memoria
cómo cambian las sombras sobre los adoquines.
Me lavo las manos veinte veces al día, con reducción
de cloro sanitizo las cosas que toco con frecuencia.
Años en cuarentena, salvándome la vida sin vivir
o casi. Cerraron las fronteras, cerraron las casas,
nos encerramos a piedra y lodo y alcohol,
algunas veces whisky, y nuestros días apestan
a detergente. Cuando nos preguntan cómo estamos
respondemos que bien, en la medida
de lo posible. Ahora existimos en esa salvedad,
a esa altura. ¿Cuánto mide lo posible? ¿Dónde
queda? Por la tarde: estadísticas y horas ruido,
minutos sin manecillas y hambre en soledad.
Hace unos días entrelacé mi mano izquierda
con la derecha por miedo a olvidar cómo se siente
tocar y ser tocada. A veces no tengo sombra.
El sol de la mañana me lastima. Tengo sus cortes.
Los días pasan como cachorros ciegos. Alguien
me llama y vuelvo, no hay nadie.
La noche es una tumba mal sellada. Mientras tanto
en la pared el perfil de mis ancestros ríe
y cada uno corresponde al amor del otro con olvido.
Me equivoco en el recuerdo de lo más importante
y al final confirmo que nadie en ningún sitio, nadie
nunca. Soy un animal que se pudre y sigue.
Cumplí años y pliegues, cumplí noches y noches
de índice categórico. Vivo en la medida de lo posible.
Olvidar

David Huerta

Aquí están los nervios


que envuelven, como un papel fragante,
las melodías obtusas
del rencor.
Y aquí la risa
como un pájaro ebrio.

Escuchar. Olvidar. Dos neblinas.


La espuma del sufrimiento
cala en el encaje náufrago
de mi silbido matinal.

Aquí están los sonidos


olvidadizos, las crepitaciones
que amarillean.
Una vez más,
todo será escuchar
u olvidar.

Olvidaré estos doblados


enigmas, estos relojes
rectilíneos de esperas, este cuerpo
ajeno
en la llama de sándalo.
La luz hierve

Antonio Gamoneda

La luz hierve debajo de mis párpados.

De un ruiseñor absorto en la ceniza, de sus negras entrañas musicales, surge una tempestad.
Desciende el llanto a las antiguas celdas, advierto látigos vivientes

y la mirada inmóvil de las bestias, su aguja fría en mi corazón.

Todo es presagio. La luz es médula de sombra: van a morir los insectos en las bijías del amanecer.
Así
arden en mí los significados.
Silencio

Octavio Paz

Así como del fondo de la música


brota una nota
que mientras vibra crece y se adelgaza
hasta que en otra música enmudece,
brota del fondo del silencio
otro silencio, aguda torre, espada,
y sube y crece y nos suspende
y mientras sube caen
recuerdos, esperanzas,
las pequeñas mentiras y las grandes,
y queremos gritar y en la garganta
se desvanece el grito:
desembocamos al silencio
en donde los silencios enmudecen.
Voz

Elsa Cross

Tu voz contra el atardecer.


El viento empuja
sobre el cristal
las ramas de los altos encinos.

Tu voz llena el espacio.


Y no hay instrumentos
para tu canto.
Tu voz dibuja signos en el viento

La noche
va bordeando en silencio
ese núcleo
donde la luz se detiene todavía
mientras tu voz,
tu voz sola
borra el instante.
Aviso de ocasión

Luis Vicente de Aguinaga

Se vende

cielo de abril
a punto de ser mayo.

Sin parches ni remiendos. Razonablemente


nublado por los bordes.

Le ha tocado servir en años trágicos


y ha sostenido lunas blancas y anaranjadas
en siglos, como él, rebeldes al pronóstico.

No tiene firma
ni certificado. Compárese
con lo mejor de John Constable
o ciertos fotogramas de Carl Dreyer.

No incluye soles de repuesto


pero sí el mundo en ruinas
en que brilló, al final,
sin candor,
sin maldad,
sin esperanza. ~
Escalera del agua

Jorge Ortega

El agua sube a recibirnos


a los vertiginosos balcones del oído
y baja junto a uno
peldaño
a
peldaño
hasta decir adiós
y regresar consigo de nuevo hacia lo alto.

Pasajeros en tránsito,
somos nosotros, no ella,
los que sin más pasamos.

Suba hasta el pensamiento


o moje la baldosa
el agua siempre está
o no termina
de irse.

No asciende ni desciende
ni principia ni acaba: permanece
abstraída en su cauce
como el tictac oculto de las piedras
que nunca hemos notado
y sin embargo se mueve.

Y nosotros que venimos


y vamos, que entramos y salimos
extinguiendo fuegos, apagando candelas, cediendo a la camilla
en cada latido
que nos despluma por dentro.

Paremos un rato.
Bajemos más despacio
a nuestra tumba.

Entre palabra y palabra,


entre un paso
y otro
hay jardines sonoros que prolongan la vida.
Los heraldos negros

César Vallejo

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!


Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... ¡Yo no sé!

Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras


en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma


de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre... Pobre... ¡pobre! Vuelve los ojos, como


cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!


La Ventana

Vicente Aleixandre

Cuánta tristeza en una hoja del otoño,


dudosa siempre en último extremo si presentarse como cuchillo.
Cuánta vacilación en el color de los ojos
antes de quedar frío como una gota amarilla.
Tu tristeza, minutos antes de morirte,
sólo comparable con la lentitud de una rosa cuando acaba,
esa sed con espinas que suplica a lo que no puede,
gesto de un cuello, dulce carne que tiembla.
Eras hermosa como la dificultad de respirar en un cuarto cerrado.
Transparente como la repugnancia a un sol ubérrimo,
tibia como ese suelo donde nadie ha pisado,
lenta como el cansancio que rinde al aire quieto.
Tu mano, bajo la cual se veían las cosas,
cristal finísimo que no acarició nunca otra mano,
flor o vidrio que, nunca deshojado,
era verde al reflejo de una luna de hierro.
Tu carne, en que la sangre detenida apenas consentía
una triste burbuja rompiendo entre los dientes,
como la débil palabra que casi ya es redonda
detenida en la lengua dulcemente de noche.
Tu sangre, en que ese limo donde no entra la luz
es como el beso falso de unos polvos o un talco,
un rostro en que destella tenuemente la muerte,
beso dulce que da una cera enfriada.
Oh tú, amoroso poniente que te despides como dos brazos largos
cuando por una ventana ahora abierta a ese frío
una fresca mariposa penetra,
alas, nombre o dolor, pena contra la vida
que se marcha volando con el último rayo.
Oh tú, calor, rubí o ardiente pluma,
pájaros encendidos que son nuncio de la noche,
plumaje con forma de corazón colorado
que en lo negro se extiende como dos alas grandes.
Barcos lejanos, silbo amoroso, velas que no suenan,
silencio como mano que acaricia lo quieto,
beso inmenso del mundo como una boca sola,
como dos bocas fijas que nunca se separan.
¡Oh verdad, oh morir una noche de otoño,
cuerpo largo que viaja hacia la luz del fondo,
agua dulce que sostienes un cuerpo concedido,
verde o frío palor que vistes un desnudo!
El célebre océano

Vicente Huidobro

El mar decía a sus olas


Hijas mías volved pronto
Yo veo desde aquí las esfinges en equilibrio sobre el alambre
Veo una calle perdida en el ojo del muerto
Hijas mías llevad vuestras cartas y no tardéis
Cada vez más rápidos los árboles crecen
Cada vez más rápidas las olas mueren
Los récord de la cabeza son batidos por los brazos
Los ojos son batidos por las orejas
Sólo las voces luchan todavía contra el día
Creéis que oye nuestras voces
El día tan maltratado por el océano
Creéis que comprende la plegaria inmensa de esta agua que cruje
Sobre sus huesos
Mirad el cielo muriente y las virutas del mar
Mirad la luz vacía como aquel que abandonó su casa
El océano se fatiga de cepillar las playas
De mirar con un ojo los bajos relieves del cielo
Con un ojo tan casto como la muerte que lo aduerme
Y se aduerme en su vientre
El océano ha crecido de algunas olas
El seca su barba
Estruja su casaca confortable
Saluda al sol en el mismo idioma
Ha crecido de cien olas
Esto se debe a su inclinación natural
Tan natural como su verde
Más verde que los ojos que miran la hierba
La hierba de conducta ejemplar
El mar ríe y bate la cola
Ha crecido de mil olas

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