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Anónimo -como lo llamaremos en este análisis- es un joven apasionado y sensitivo por el

arte, que abandona lo que fuese que haya abandonado para visitar la ciudad, de la que tanto
su amigo, Abell Rosell, le hablaba en sus cartas. B., la ciudad de los tísicos, era el objetivo
de nuestro joven personaje. Antes de arribar a la panacea serrana, se detuvo o se quedó por
mera curiosidad una ciudad antes -sin nombre, por cierto-. La ciudad es creadora de un
vaivén de emociones y recuerdos misteriosos, y construye un viaje dentro de nuestro
personaje, carácter misterioso que se define por su esencia; condensa el relato en esa
actividad recreada por el hombre, con una finalidad estética, un aspecto de la realidad o un
sentimiento en formas bellas valiéndose de la materia, la sustancia, la imagen o el sonido.

Anónimo es un espectador del arte, por esta razón, decide conocer el Salón de pinturas
antes de dirigirse a la ciudad de los tísicos. Conoce aquí o ya conocía -pues, habla de él con
familiaridad- a Ignacio Merino, pintor peruano, pintor olvidado por el insoslayable paso del
tiempo. Respecto a él, nuestro personaje, enuncia que “agonizante, cogió los últimos restos
de la Colonia en busca de color. En sus lienzos no hay sentencias; hay madrigales” (p. 11).
Enigmático, como él mismo, nuestro agudo y primoroso personaje ve en Merino un
trasfondo romántico raro, ve en él la presencia del pasado majestuoso; sin embargo, con la
cantidad de sobriedad adecuada. Sus lienzos se traducen en una obra magnífica y pocas
veces lograda, tal como en la Literatura tenemos a los poetas malditos, en Merino vasta con
apreciar sus pinturas para dar cuenta que algo no se adecúa la regla, para cuestionarnos si es
o no una obra romántica.

Ignacio Merino expone un recuerdo holístico de la Colonia, no se detiene a discriminar ni


elabora juicios de valor y mucho menos idealiza como lo hacen los “románticos”, por el
contrario, refleja la realidad desde “damas e infanzones hasta cuerpo ensangrentados,
santos famélicos, cadáveres insepultos y santos y ladrones” (p. 10). He ahí el matiz y el
factor que convierte la obra de Merino en única.

De este modo, nuestro grácil y mirado personaje nos propone recabar arte en lo impensable,
según él debemos buscar el arte “con vuestros propios ojos” (p. 12). El arte se ubica ahí
donde nadie más cree que está, esa frágil imagen turbada de nubarrón es arte si es que la
interpretamos como tal.
Por ello, nos insta a encontrarlo en los huacos, en sus símbolos, a descifrar sus miradas, a
leer sus relatos aciagos y traducir su expresión. El huaco es un perecedero reciente, es un
símbolo. Significa muerte, desde las idealizaciones de los hijos de Sol, pero no aquella
muerte cristiana, que se traduce en tristeza y lugubricidad, sino en la muerte inca, aquella
muerte triunfal, aquella que se celebra, porque se sabe que hay vida más allá de la muerte y
esta es plena. Por lo que, no es motivo de profunda melancolía la partida de un ser querido,
ya que a él le espera una vida mejor a la que tuvo en esta realidad.

Escrupuloso, remilgado, delicado y suave. El personaje principal de la ciudad de los tísicos


es todo ello, se alimentó y se alimenta de sus experiencias, de sus reflexiones acerca de la
vida, de la muerte y de la forma de morir basados en huacos incaicos.

Después, de ese viaje de meditación y ahondamiento en los aspectos de la vida, nuestro


personaje se encuentra muy cerca de B., y es en esos instantes, a punto de tomar el
ferrocarril que lo llevará a la ciudad de los tísicos, que se presenta ante él la dama
misteriosa, la amante de Linier, para sugerirle que no vaya, ya que esto desvanecería la
misticidad y el enigma de B. La obra acaba con el personaje principal desistiendo de dicha
idea y remplazándola por el disfrute de las cartas, una y otra vez, que Abell Rusel escribió
sobre esa ciudad.

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