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Escritura y existencia de Carlos Medinaceli

Miguel Pecho Salvador

Carlos Medinaceli es probablemente uno de los autores cuya vida es de las más
interesantes para tratar la relación entre escritura y experiencia. Si partimos de los numerosos
comentarios y notas que hacen referencia a la vida del autor sabemos que fue reconocido como
uno de los escritores más importantes en la literatura boliviana de la primera mitad del siglo XX.
Tanto sus Estudios críticos como su novela, La Chaskañawi, son considerados textos fundacionales
de la literatura nacional. El reconocimiento a la obra de Medinaceli en vida fue mucho por parte
de escritores, sin embargo la publicación de sus libros no siempre ha tenido suerte. Es muy
conocido el caso de las erratas en la primera publicación de sus Estudios críticos, pero además,
muchos de sus textos no tuvieron la fortuna de ser publicados sino hasta después de la muerte
del autor.

Parte de esos trabajos es publicada por Mariano Baptista bajo el título de Atrevámonos a ser
bolivianos. Los documentos que conforman el epistolario abarcan las cartas enviadas por
Medinaceli a distintos colegas y amigos durante los periodos de 1918-1948, de las cuales se
destacan las que sostiene con Alberto Saavedra Nogales [1918 al 1938], José Enrique Viaña [1928
al 1937] y Hugo Bohorquez [1938], debido a que en ellas se muestran aspectos de la vida de
Medinaceli que permiten comprender su nomadismo, su convicción crítica, su proceso escritural
y la carencia económica que sufre constantemente.

La privación económica caracteriza la vida de Carlos Medinaceli. Sus cartas muestran


cómo en numerosas oportunidades él mismo solicita diligencias para el cobro de sus sueldos o
pide préstamos a amigos refiriéndose a su necesidad como la falta inevitable de los “eternos 30
pesitos”. De igual forma, el aislamiento intelectual es algo que aqueja a Medinaceli. El
aislamiento lo tiene en “ayuno de noticias”, con “hambre de mentalidad”, siempre pidiendo el
envío de libros o noticias.

No extraña que las cartas de Medinaceli permitan ver varios aspectos de la vida del autor
centrados fundamentalmente en dos dimensiones: una dimensión humana y otra literaria. En las
cartas escritas por Medinaceli en sus primeros años de residencia en Potosí se expresa la
predilección del autor por las fiestas y los diachacus. A esto no falta el constante comentario sobre
las vicisitudes que genera el “eterno femenino”. Por otro lado, se ve cómo principalmente las
preocupaciones de Medinaceli giran en torno a la crítica contra el medio en el que vive. Sin
embargo, Medinaceli resiste y halla un refugio en la literatura. Parte de esto es la constante
preocupación del autor sobre sus publicaciones y las de otros escritores en revistas y periódicos
(los comentarios que realiza en autor sobre su novela La Chaskañawi revelan incluso el modo en
que fue escrita). Cabe resaltar también la constante remembranza a los buenos tiempos de Gesta
bárbara y su actividad literaria. Medinaceli fue un entregado a las letras. En numerosas
oportunidades se dirige a Hugo Bohorquez o a Raúl Botelho Gosalvez pidiéndoles le ayuden a
completar su colección de la revista Kollasuyo en Sucre:

Por otra parte, querido Raúl, debo decirle que aquí, en Sucre, vivimos como en una tierra
de exilio, no llegan ni periódicos de La Paz y uno vive como en una tierra incógnita, en una aldea
de la precultura. Le ruego, por ello encarecidamente, quiera enviarme los números de Kollasuyo
que hayan salido hasta la fecha, a partir del último que traje de esa, el N° 24, correspondiente a
diciembre del año pasado. (Medinaceli, 331)

Pese a vivir en “una tierra incógnita, una aldea de la precultura”, Medinaceli es un ávido lector.
Es explícita la admiración que siente por Flaubert, Nietzsche, Marx o también por Gabriel René
Moreno, Jaime Mendoza o Demetrio canelas. En numerosos comentarios sobre sus lecturas es
posible ver la fruición con que Medinaceli encara la lectura tanto de la literatura extranjera como
la nacional.

Todo esto es una muestra de la actividad intelectual del autor. En cierta forma, a través de
sus cartas es posible comprender cómo se configura su pensamiento, siempre crítico con la
sociedad a la que pertenece. La carta enviada a José Enrique Viaña el 10 de diciembre de 1930 da
una muestra que condensa el ambiente que Medinaceli habita:

Las sociedades nuestras, nuestra “aristocracia” (soit disants), en La Paz más que en
Potosí, tiene el culto del dinero, acumulado no se sabe cómo ni le importa; de lo material, del dinero
acumulado; es una sociedad bárbara, cartaginesa, que desprecia el arte, porque es desinteresado,
porque exige “espíritu” y ama la fuerza, lo brutal, lo imbécil, lo yanqui, el sport, el tenis, el fútbol,
los militares, las pianolas, el tango, el jazz, todo lo americano, lo judío, lo inespiritual.
Por eso estas imbéciles (me refiero a las mujeres, que son las causantes de la ruina de
Bolivia, por su fabulosa imbecilidad, las mujeres de sociedad, naturalmente, no a las cholas que es
gente buena, decente, trabajadora, inteligente) logran convertir lo más sagrado en una cosa
material, sanguínea y sanguinaria: piensan con el útero: si, de la religión de Cristo han hecho un
fetichismo de muñecas, una cosa de sociedad, sin sentimiento, sin amor, sin emoción, sin elevación,
sin altura, sin grandeza de alma, sin dolor, sin religión… Eso observaba ayer, en la iglesia de los
jesuitas, con motivo de la celebración de la Concepción Inmaculada. En primer lugar el tal templo,
–que tú lo conoces– es una cosa bonita, bien enmaderada, con imágenes “decentes” donde hasta el
Cristo, en lugar de sangre, parece que le chorreara de sus heridas agua de almíbar o jugo de
bombones; es un “templo rococó”, mundano, perfumado, que más que templo parece una alcoba de
prostíbulo donde las imágenes en vez de inspirar sentimientos profundos, despiertan un falso
sentimentalismo, blando, almibarado, ex profeso para señoritas memas. Y, allá van a confesarse, a
comulgar, a “Quedar bien con Dios”, este pobre hombre a quien ellas en la verdad de sus almas de
“niñas bien”, desprecian olímpicamente; y, una vez que le han hecho unas cuantas zalemas, salen
con sus pololos a andar por las calles felices de tener un imbécil a la mano que, para ellas, no es
más que un criado para los usos íntimos.
Y, lo mismo que de la religión han hecho eso, una alcahuetería, del arte han hecho lo
mismo. A ese pobre de Beethoven lo trajinan, como si fuera un “fifi” de pantalones oxford y saco
entallado y empleado en la Contraloría y de la poesía… De la poesía. Yo no se quién será el
desgraciado que paga el pato. Creo que es Rubén Darío o Amado Nervo. La poesía, para ellas, es
una cosa profundamente aburrida y cursi que, a lo más sirve para que, bajo la capa de ella, haya
motivo de bailar y pretexto para entregarse a los estrujones del macho más o menos
norteamericanizado que tienen a su servicio con el nombre de pololo, novio, marido, amante o
chaufer…
Ante semejante sociedad, ¿qué se puede hacer? Emplearse como José Eduardo Guerra
(acaba de viajar a Bélgica, a encontrarse con la sombra de Rodembach, en los canales de Brujas) o,
confirmarse dentro de nuestra propia soledad, desde la torre del orgullo melancólico-airado, según
los temperamentos. O ir a vivir en el desierto, lejos del mundo, de este mundo… Ese refugio es el
arte. Pero, no hay que mentar a la bestia en la puerta del templo, ¿no te parece?
Yo creo que, si tuviera un poco de carácter, estaría nomás bien en el papel de Isaías, que
azota el rostro de los babilonios con un haz de verdades; o de Yokanaán que, desde el fondo de un
pozo, abomina de la adúltera Herodias; pero no me dejan, hijo, no puedo: el único que se chupa mis
isaiadas, (he creado un término nuevo) eres vos, que no eres del mundo babilonio. Bueno, en fin,
contigo me desahogo. (231)

Sin embargo, no ha sido posible dejar de lado otros aspectos centrales que ilustran las
ideas (a veces radicales) de nuestro autor. Por esto es posible considerar el viaje interprovincial
como un método intelectual y a la vez que un acto de resistencia al medio en que Medinaceli
vive y rechaza:

Cada día se me acrecienta en mí –por natural reacción contra la chatura mental del
ambiente boliviano– un anhelo infinito de selección artística, un refugio de aristocracia del
espíritu, que puede ser como la florescencia de una flor de loto en medio del fango: es, por una
parte, tal vez, un gesto de orgullo; pero es también, por otra parte, una venganza contra nuestra
mala estrella de haber nacido en un país indigno de nosotros y es sobre todo el natural refugio que
uno se busca para su espíritu, una isla de ensueño en donde se halla bien porque es así donde se
encuentra a sí mismo, en plena libertad. Es ahí, solamente, donde uno es verdaderamente libre,
porque da expansión a su alma, está en su reino propio, lejos de la vida vulgar de todos los días,
lejos de la cocina y de la despensa y de los universitarios, que lo serán todo, hasta presidentes de la
República, menos nunca jamás artistas. Artistas, creadores de patria, al decir de Keyserling.
Cervantes, que creó un mundo dentro de su Quijote, y en el cual mandó, se refugió precisamente
cuando era más pobre, ha valido, con el tiempo para España, más que todos sus reyes y más que
todas sus conquistas. Este concepto no lo tiene la masa; menos los “intelectuales” envidiosos y
nulos, pero es el que nosotros debemos tener de nosotros mismos. (258)
Cotagaita, Chati, Vichacla, Chirca, Chequeltí, Tupiza, Sapahaqui, Iscayachi, las ciudades
de Sucre, La Paz, Tarija, Potosí (y algunas otras fincas en dicho departamento), son los lugares
que Medinaceli visitó y en los cuales residió. Es interesante ver cómo los viajes interprovinciales
de Carlos Medinaceli surgen como resistencia del autor contra el medio:

Por hoy, la situación está malasa para todos y si no hay posibilidades de que mejore, por lo
mismo hay que pensar en que por lo menos en el campo uno puede vivir con pequeños recursos,
pero tranquilo y libre de la pesadilla de contingencia a que está expuesto en las ciudades de Bolivia.
El ambiente de Potosí, por lo visto, debe estar cada día peor. Aquí no hay nada, todo es
política, lucha salvaje por la vida, formulismo. Esta es una cueva de pillos.
En cuanto a mi situación “práctica”, nada he hecho ni parece que pueda hacer. En
Instrucción no hay “lugar”. Tal vez si cuando vaya a Tarija, al liceo que debe fundarse allá, pero
no es seguro. En fin seguiré bandeándome como pueda. Pero mi pensar actual es, desde luego –y en
ese pensar me acompañan mis hermanos hombres–, conseguir algo de capital para ir a trabajar en
el Parinolque. Es preferible vivir allí de chacarero que de “hombre del interior” en este pueblazo del
diablo. (267)

El medio del que aqueja a Medinaceli está definido por la carencia pero también por la
incomprensión. La sociedad “burguesa” que el autor rechaza gobierna el país y la sociedad en lo
que el mismo Medinaceli identifica como bovarismo. Los que en varias oportunidades él llama
“microcéfalos imbéciles” lo rodean:

Para qué voy a salir a la calle, si después de haber leído a Flaubert y aquello de “sus ojos se
habían detenido un minuto en él, sentía que sus miradas penetraban en su alma, como esos
grandes rayos de sol que descienden al fondo de las aguas”, para que algún idiota de esos me
pregunte: –¿Y qué hay de la crisis de gabinete? ¿Qué pensará Calvo? Yo me pregunto: ¿es que este
tipo no piensa en nada? (265)

Esto revela el problema de una generación que el autor rechaza por provinciana. Expresamente
Medinaceli rechaza de forma radical (como es costumbre en su pensamiento) los deslices y
alienaciones de una sociedad decadente formada a imitación de la sociedad francesa. Así se ve
cómo el medio en que Medinaceli se desenvuelve es contrario a sus convicciones. Tanto el
entorno político como el laboral están impregnados de alienación y bovarismo. De igual forma,
el pensamiento provinciano que rige la sociedad oprime el genio del autor y lo constriñe. Este
ambiente decadente impregna toda la sociedad, de todas las críticas hechas por Medinaceli, de
las más agudas es la que realiza a la mujer burguesa (que no es lo mismo que chola, “gente
buena, decente, trabajadora, inteligente”). Medinaceli expone en una carta a José Enrique Viaña:
En efecto, el tema de las mujeres, lo que un pedante como yo diría “su ética y su
psicología”, ha sido siempre asunto fértil en paradojas, atisbos y necedades en que hemos
abundando los sabios y moralistas que en el mundo han sido. Pero ahora me resultas hablándome
de los “viejos verdes” y “de los jóvenes bien” y con un criterio… que huele un tanto a influencia de
la tía Patrocinio. Dejemos a los primeros con sus prejuicios y su reuma y a los segundos con su
fox-trot y sus pantalones oxford, que es lo único que tienen de Oxford. Sigamos hablando de
“nuestras mujeres”.

Hablándome de la “modernización” de ellas y yo te decía que se ha reducido ello a lo más


exterior: el vestido, el corte de la melena, el uso de afeites y los vestidos por encima de la rodilla,
permaneciendo el alma “a la antigua española” con su básico desprecio por la cultura, la fineza
espiritual y el culto de la higiene. Yo creo que es así: la mujer boliviana de nuestros días, con
algunas brillantes excepciones desde luego, sigue teniendo aquella cerrazón provinciana de criterio
que las caracteriza. La culpa no es tanto de ellas, como del ambiente donde se educan.
Por lo pronto, es cierto aquello que te decía: en el hogar sólo se las educa para que sean
graciosas, seductoras y atractivas; vía buena para que puedan conseguir un buen marido; las
inician precozmente en la artificialidad de la vida mundana o “social” que ellas dicen y las
transforman en unos seres pura fachada, superficialidad y tontera. Los buenos y mansos de los
bolivianos nos casamos con ellas seducidos por las apariencias y al año o dos de matrimonio, si no
estamos profundamente aburridos y nos buscamos una querida de entre las de clase media, es
prueba flagrante de que “hemos nacido para maridos”, que es la manera más zoológica de haber
nacido entre la orden de los primates.
Yo no creo, como la mayoría de los potosinos, que el fin de la existencia hubiera sido nacer
“para ser maridos”, es decir, para vivir esclavizados a los caprichos, vanidades y vehemencias de
lujo y de buen parecer de una mujercita que comulga con todas las ruedas de molino de los
prejuicios mundanos y mide el valor del hombre por el sueldo que gana o el empleo que tiene. Y es
que los padres de tales niñas son también –que perdonen la franqueza– unos zonzos: en lugar de
preocuparse de la educación moral e intelectual de sus hijas, creen haber salvado todo con
comprarles zapatillas finas o hacerles traer vestidos de “La Samaritana”. Cuando “las chicas” se
casan y caen en poder de un marido que tiene el mismo criterio “samaritano” de la existencia de
sus mujeres, creen complacerlas íntegramente vistiéndolas bien y llevándolas a cuanto bailoteo y
faranduleo social hay. La mentalidad de tales padres, de tales esposos y tales mujeres, anda por los
suelos. De aquí se origina que, en nuestras tierras, a nadie se tiene más desprecio y hasta odio que a
la inteligencia, al hombre de mentalidad a la europea que no se da importancia por las zapatillas
que ha comprado para su mujer o el vestido que ha estrenado… No hay remedio, querido
Teodorico: por muy “aristócratas”, o lo que tú quieras llamar que nos creamos, no somos más que
unos pobres “mestizos”, con predominio de sangre india: por ello nos pagamos de apariencias, de
colorines vistosos o de oropeles. Mentalmente, tantos hombres como mujeres, no hemos salido de
nuestro primitivismo, por mucho que nos cortemos melena a “la garzón” o usemos pantalones
“oxford”.
La civilización europea, de tipo caballeresco, al trasfundirse en el servilismo indígena
nuestro, ha dado un producto absurdo, que debemos corregir, pero antes darnos cuenta de esa
aberración.
Ya ves que mis ideas, querido Teodorico, no son del todo ortodoxas. Si mis quehaceres lo
permiten, iré manifestándolas en sucesivas cartas, siempre que tú no las mires con el desprecio
profundo y noble de nuestras gentes. (254)
De ahí que Medinaceli rechace la clase social aristócrata y a la mujer como símbolo vacío
de ésta. No podía menos que denominar a esta condición como bovarismo. El desencanto de
Medinaceli ante un medio “carente de espíritu” lo obliga a posicionarse al margen de dicha
sociedad, lo cual es una condena al aislamiento. Pocos son los amigos con los que Medinaceli
tiene relación y a los que siempre expresa su soledad. En repetidas oportunidades, tanto en sus
cartas como en sus textos críticos, nuestro autor ha señalado cómo el medio determina al sujeto.
Sin embargo, el lugar que Medinaceli se asigna es el de la resistencia. Pese a que también el
campo oprime a Medinaceli, como indica en una carta a Alberto Saavedra Nogales, no permite
que su condición lo limite:

Impertérrito amigo:

Le escribo desde aquestas soledades hondas, desde una vieja casa, situada al pie de una
montaña y teniendo delante de los ojos el remiendo verdoso de un viñedo, que a usted le sentaría de
perlas para escribir una égloga virgiliana y que a mí ya nada me inspira sino tedio. La finca donde
estoy es la de Higinio Michel y mi papá ha tomado en arriendo una parte de ella.

He creído necesario escribirle, para desahogar una emoción que me posee, porque debo
decirle que, en Potosí, es usted uno de los pocos capaz de comprender esta clase de inquietudes. Lo
anterior lo digo casi sin presunción. Le podría encontrar hasta una media docena de almas
inquietas en Potosí que se interesan por lo que voy a decirle. Así lo creo. El resto, son, como diría
Mendoza, de cántaro.

En los inacabables tedios que se padece en el campo, o que yo estoy padeciendo, para
abreviarlos un poco, he ido leyendo una novela que me ha dejado pensativo y emocionado:
Madame Bobary de Flaubert. (239)

Sólo a partir del repudio a los que Medinaceli considera “badulaques imbéciles” se
explica la ironía de que Medinaceli prefiera vivir en el campo pese a su rechazo a la vida
provinciana:

Pero volquemos esta hoja y hablemos de algo menos abstracto y lamentable. Prefiero
narrarte lo que me ha sucedido ayer. Cosa tierna “y lamentable”, pero no felizmente abstracta.
Tú debes saber, Teodorico querido, que “hay momentos en la vida” en los que el hombre se
siente romántico, cuando, hacia el atardecer, se contempla desde un jardín la dulzura del
crepúsculo, o en noche de luna se va por la alameda del brazo de una menegilda, si bien,
modernamente, hay hombres de tan mal gusto, que se romantizan en un cinematógrafo. Yo, quién
lo creyera, me he sentido romántico al ver sembrar una miskgita de papas. No te rías, que la cosa es
muy seria.
Y voy a decirte por qué.
Ayer, durante la mañana, concluí de leer –por fin– el formidable libro de Spengler (ya
apareció aquello: la inevitable decadencia de Occidente). Me dejó sensación de malestar, de
tristeza, de cósmico pesimismo. De el salí como después de haber concurrido al Apocalipsis de San
Juan… (¿Para qué leerá uno esos libros?) Es, como te decía, una lectura acre, acerba. Eso de ver
cómo el hombre es una arcilla en manos del Destino, y que todos sus pasos en este pequeño planeta
que se llama Tierra son tan vanos como el correr de los vientos, o el vuelo de los insectos; y que
todo lo que amamos más y veneramos, serán ya ni recuerdos mañana, me dejó con sensación tal de
inanimidad, que me quedé saudoso, suspirante de mi antigua ignorancia, triste, desencantado,
como la virgen que ha dejado de serlo y comienza a saber que la carne es triste.
Tal vez me habría abandonado al pesimismo, y hasta me habría arrojado al río, que está,
precisamente, en creciente, formidable, seductor, como una Loreley que nos llama desde el fondo de
la vorágine, a no haber encontrado, en mí, apetito tal de vivir, espíritu de contradicción tan
insofrenable, que decidí echar de lado todas las telarañas metafísicas de Spengler, e ir a darme un
baño de salud y de vida.
Vamos a la chacra, me dije. Quédate ahí, tú, Spengler, con tus ciclos culturales; yo me voy
a ver sembrar papas, que es más lindo… Estaban preparando el terreno, y cuando llegué, mi primo
Luis, mocetón alto y robusto, tenía cogido el arado por la mancera; sudoroso y olímpico iba
abriendo los surcos. Encantadora visión pagana y agrícola… Cuando concluyó, después de que
arrojaron la semilla, se aproximó gozoso, con una sonrisa de salud brincándole en los labios.
—Cuando recoja la cosecha –me dijo luego–, le mandaré de obsequio una carga de fruta a
mi novia…
Y se tiró a descansar a la sombra del bíblico manzano, abiertos los brazos y perdida la
mirada en el profundo azul de ese cielo ático. Y pensé en la tranquila felicidad de este muchacho, en
su bondad de alma y en su ausencia de complejidades. Cuánto placer ha de sentir cuando, mañana,
al levantar la esperada cosecha, envíe el prometido presente a su novia, fruto de su trabajo, de su
afanosa labor, de su terrígena religiosidad, y su novia le reciba con el ternuroso sentido femenino,
rural y hogareño, que tienen las mujeres, libre de las infecciones del civilizado…
Allí recordaré los geniales atisbos de Spengler.
“El que cava y cultiva la tierra –dice– no pretende saquear la naturaleza, sino cambiarla.
Plantar no significa tomar algo, sino producir algo. Pero al hacer esto el hombre mismo se torna
planta, es decir, aldeano, arraigado en el suelo cultivado. El alma del hombre descubre un alma en
el paisaje que le rodea. Anúnciase, entonces, un nuevo ligamen de la existencia, una sensibilidad
nueva. La hostil naturaleza se convierte en amiga. La tierra es ahora la madre tierra. Anúdase una
relación entre la siembra y la concepción, entre la cosecha y la muerte, entre el niño y el grano”.
Y así es. El hogar perfecto ha de tener sustancias campesinas. Hay un hondo en-canto,
encanto vital, humano, cósmico, metafísico, en este hombre que, durante el día, rotura la tierra; la
ha regado y preparado y, por la noche, va a dormir con su mujer a la sombra de la casa que levantó
su esfuerzo, cuyo techo fue puesto por sus manos. En este hombre que ve crecer sus hijos, a la par
que fructifican sus sementeras, y sabe que cuando mañana se rinda al tributo de la muerte, no
morirá del todo, porque los hijos de su sangre seguirán alentando en esta misma tierra, que fue de
sus mayores, es suya, y mañana será de los de su estirpe.
Si yo –pienso para mi capote– en vez de hombre de ciudad, de parásito del Estado, hombre
de Universidad, un civilizado en suma, pudiera olvidar todo lo aprendido de los libros y de los
hombres, y recobrara aquella simpleza de alma, aquella fe en la gleba, y tuviera mujer a quien
pudiera gozosamente mandarle una carga de papas, sembradas y cosechadas de mi mano, cuán feliz
sería…
Por sólo esto, que es la paz del alma, diera yo toda la inteligencia que dicen que tengo, los
refinamientos todos que la cultura nos da.
Sí; no hay duda que cuando más se aparta el hombre de la naturaleza y más aspira a la
Libertad, es más desgraciado y más esclavo.
Buen Teodorico: siento la nostalgia de una fe que dé sosiego a mi corazón y paz a mi alma,
cansada de preguntar a las estrellas dónde está ese Dios bueno a quien solía rezar de niño, con
aquellas palabras que me enseñó mi madre, y que decían: “El sueño de la inocencia hazme, Señor,
disfrutar…”. Así decía entonces y ahora digo así de veras.
¿Estaremos llegando, después de haber saboreado el acre fruto del racionalismo volteriano
del siglo XVII, y al burdo materialismo del XIX, a la segunda religiosidad de que habla Spengler?
Lo deseo vivamente, mas a condición de que implique el retorno a la fe terrígena de mis mayores, a
la santidad campesina de la vida del hogar, al severo culto hidalgo por la casa, la hacienda, la mujer
y la prole. (251-253)

Pese a esto, la resistencia que Medinaceli ejerció mediante la “vida bucólica” en


ocasiones se ha visto interrumpida por sus viajes a las ciudades de La Paz, Sucre y Potosí.
Siempre el motivo de estos viajes ha sido la necesidad económica de ejercer el periodismo o la
enseñanza. En una carta a Alberto Saavedra Nogales, escribe:

En cuanto a mí, me tiene usted en La Paz más de fuerza, que grado. En el Instituto, las
clases cansadas. Mi vida, no sale del pasito que Dios le ha dado. En resumen, más feliz estuviera en
Cotagaita, al lado de mi papá y mirando cada día el agua que corre, el ave que canta y la flor que
florece, que dejando las innovaciones gramaticales (¡) de don José Eduardo o mirando los bajos
tozudos de las paceñas. (240)

Así vemos cómo las necesidades “espirituales” de Medinaceli se ven reprimidas por el
medio. A todo esto, Medinaceli antepone el orgullo, principal característica de un tipo de
libertad, que siguiendo a Nietzsche, puede considerarse trágica. Igual que en su ensayo “Chaupi
punchipi tutayarka” Medinaceli reseña la vida de Claudio Peñaranda y dice “murió en sus
propios términos”, de igual forma es aplicable este razonamiento para la vida del mismo
Medinaceli.

La condena que sufrieron muchos de sus escritos en vida, la mala fortuna de sus
publicaciones, “los eternos 30 pesitos”, las deudas luego de la muerte de la esposa, hacen de la
vida de Medinaceli una tragedia. “Yo no creo que hasta hoy se haya dado un boliviano, uno solo, que
amara la Libertad; porque si amar la Libertad es trágico, más trágico es poseerla sin merecerla”.
Medinaceli buscó su libertad en el aislamiento, amó la libertad, y la mereció cabalmente. ”Al
Diablo las leyes, viva la libertad…”. Sólo así se comprende el destino trágico que el autor forja para
sí (A Viaña le dice):
Lo principal debe ser el “orgullo”, pero el orgullo de nuestra parte, de lo que es uno, de lo
que ama. Hay que poner eso por encima de todas las demás cosas. Y, a eso, sacrificarse, ofrendarle
el culto más sagrado de nuestra alma, el incienso más cálido de nuestro espíritu: es en ese sentido
que te decía que me parecía mal que tú –siendo, como eres, “un poeta”, y no un politiquero o un
hombre de sociedad– pongas tu arte, lo mejor que tienes, en servicio de esas malditas veladitas del
Círculo de Bellas Artes o de la Fiesta de la Raza, o de cualquier alcahuetería de esas: porque a la
larga resulta una cosa si los demás, la burguesía idiota de Potosí, empezando por la Blanca
Segurola, ven que el rato que quieren te tienen a su servicio, “para que se los hagas un versito” o
“tomes parte” en tal velada, les has entregado lo mejor que tienes, es decir, lo único valioso que
tienes, tu alma, y si esas gentes –cerdos– se han adueñado de tu reino interior, de tu lámpara de
Aladino, ¿qué te va a quedar a ti?
Bien comprendo que mis palabras son duras: que te han de indignar; que me has de
encontrar tal vez un “enemigo de la sociedad”; como cualquier Chacón o Dougén que tiene lo que
Max Scheller llama “la moral del resentimiento”, pero no es eso, hermano: yo no odio a la sociedad
porque hubiese nacido cholo, para servir de estropajo a la aristocracia, sino que la desprecio porque
la encuentro tan falta de “espíritu”, de solidaridad humana, de aspiración a la grandeza, la
grandeza trágica, doliente, desgarrada, desesperada: no la grandeza de la politiquería chola de
nuestro pueblo, estilo Montes o Saavedra. (259)

La existencia de Medinaceli fue siempre contrariada por el medio pues sus virtudes,
propias del sujeto “nietszchiano” que Medinaceli deseaba ser, jamás estuvieron acordes con la
realidad social. Zavaleta Mercado dijo sobre Medinaceli en alguna parte que es un caso de cómo
cuando el yo personal fracasa es porque el yo nacional ha fracasado también.

Medinaceli fue consciente de esto: “Balance doloroso. Quiebra de toda una generación. La
bancarrota de la vida boliviana reflejándose en sus mejores hijos. Tengo miedo de continuar
analizando, porque a nosotros también –compañeros de la generación del dieciocho– parece que
nos aguarda la fatídica sentencia: Lasciate ogni speranza, voi centrate.” (Medinaceli, 37). Este
fragmento del ensayo “Chaupi punchaipi tutayarka” condensa todo lo dicho. Las metáforas
económicas de carencia y la fatídica sentencia se cumplieron pese a la resistencia del autor al
medio. Ya hacia el final de sus días Medinaceli escribe a Viaña:

Y esto ha resultado un testamento. Ojalá me contestes una tan larga e informativa,


espiritualmente, como la mía. Tú no me cuentas nada de tu vida, de tus fascinerosidades; es
necesario que estalles: hay que hacer la revolución en los espíritus, dice Barbusse; pero antes hay
que tener un espíritu revolucionario. Yo, en Potosí, lo tenía: era un inquieto, un descontento, un
carajo, especialmente para los burgueses sebosos de vulgaridad como Alba, pero estallaba, golpes
daba y golpes recibía; pero aquí en La Paz, hijo mío, toda esa energía satánica se me ha convertido
en tristeza, en resignación. Es que estoy descentrado y no me atrevo a pelear contra el ambiente
porque es demasiado grande: si aquí me atreviera a decir una verdad, como las decía en Potosí, con
un chiste de Última Hora me revientan, porque me cogerían por el estómago; soy pues un hombre
prudente y como todos los prudentes, tengo un quintal de malas pasiones bajo el pecho. (261-262)
En las cartas de Medinaceli tanto la dimensión humana como la dimensión literaria se
unifican. En ellas, pese a las vicisitudes del autor, se muestra el pensamiento vital, radical y
crítico, que aun en sus últimos días conservó la lucidez. De alguna forma, el epistolario permite
ver el laboratorio ideológico, intelectual, artístico y político de este gran autor (no tanto por sus
ficciones, así como por sus ideas). De alguna forma, estos documentos son también un registro
de toda una generación. Medinaceli expresa con claridad en sus cartas sus conflictos éticos
propios de la libertad y la condición dramática de un pensamiento contestatario, crítico frente a
la decadencia. A Medinaceli no le quedó más que aceptar su sentencia:

La verdad es que, sobre nuestra generación, este es el momento en que debemos escribir ya
no aquella sentencia esquiliana del “Chaupi punchaipi tutayarkja”, sino este otro que es más
dantesco:
“Aquí se jodió una esperanza”.
Comunícale al compañero Alba, al doctor filisteo Saavedra Pérez y al resto de circulares
para que hagan poner esta sentencia en las puertas de calle de las casas donde ellos viven de
alquiler… ¿entiendes…? (270)

Bibliografía

Baptista Gumucio, Mariano. Atrevámonos a ser bolivianos. Vida y epistolario de Carlos


Medinaceli. Plural editores: La Paz, 2012.

Medinaceli, Carlos. Chaupi punchaipi tutayarka. Editorial los amigos del libro:
Cochabamba, 1978.

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