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Representantes del Renacimiento.

Leonardo da Vinci (1452-1519), el primero de esos famosos maestros, nació en una aldea toscana. Fue
aprendiz en uno de los principales talleres florentinos, el del pintor y escultor Andrea del Verrocchio. La
fama de este último era muy grande, tanto que la ciudad de Venecia le encargó el monumento a
Bartolommeo Colleoni, un general al que debía gratitud por una serie de beneficios. La estatua ecuestre
que hizo Verrocchio muestra que era un digno heredero de la tradición de Donatello. Estudió
minuciosamente la anatomía del caballo, y vemos con qué precisión observó la posición de los músculos y
las venas de la cara y el cuello de Colleoni. Pero lo más admirable de todo es la postura del jinete, que
parece estar cabalgando al frente de sus tropas con expresión de osado desafío. La grandiosidad y sencillez
de su obra estriban en la precisa silueta que ofrece el grupo desde casi todas sus facetas, así como la
concentrada energía que parece animar al jinete armado en su montura.

En un taller capaz de producir tales obras maestras, el joven Leonardo podía, ciertamente, aprender
muchas cosas. Sería iniciado en los secretos técnicos de trabajar y fundir los metales, aprendería a preparar
cuadros y estatuas cuidadosamente, procediendo al estudio de modelos desnudos y vestidos. Aprendería a
estudiar las plantas y los animales curiosos para introducirlos en sus cuadros y recibiría una perfecta
capacitación en las leyes ópticas de la perspectiva y en el empleo del color. En el caso de otro muchacho
cualquiera con alguna vocación, una educación semejante habría sido suficiente para hacer de él un artista
respetable, y muchos buenos pintores y escultores salieron, en efecto, del próspero taller de Verrocchio.
Pero Leonardo era más, era un genio cuya poderosa inteligencia será siempre objeto de admiración y
maravilla para los mortales corrientes. Sabemos algo de la condición y productividad de la mente de
Leonardo, porque sus discípulos y admiradores conservaron cuidadosamente para nosotros sus apuntes y
cuadernos de notas, miles de páginas cubiertas de escritos y dibujos, con extractos de los libros que leía
Leonardo, y proyectos de obras que se propuso escribir. Cuanto más se leen esos papeles, menos puede
comprenderse cómo un ser humano podía sobresalir en todos esos dominios diferentes y realizar
importantes aportaciones en casi todos ellos. Él juzgaba que la misión del artista era explorar el mundo
visible, tal como habían hecho sus predecesores, solo que más cabalmente, con mayor intensidad y
precisión. En una época en que los hombres ilustrados de las universidades se apoyaban en la autoridad de
los admirados escritores antiguos, Leonardo, el pintor, no confiaba más que en lo que examinaba con sus
propios ojos. Ante cualquier problema con el que se enfrentase, no consultaba a las autoridades, sino que
intentaba un experimento para resolverlo por su cuenta. No existía nada en la naturaleza que no
despertase su curiosidad y desafiara su inventiva. Leonardo exploró los secretos del cuerpo humano
haciendo la disección de más de treinta cadáveres. Fue uno de los primeros en sondear los misterios del
desarrollo del niño en el seno materno; investigó las leyes del oleaje y las corrientes marinas; y pasó años
observando el vuelo de los insectos y los pájaros, lo que le ayudó a concebir una máquina voladora que
estaba seguro de que un día se convertiría en realidad. La forma de las peñas y las nubes, las
modificaciones producidas por la atmósfera sobre el color de los objetos distantes, las leyes que gobiernan
el crecimiento de los árboles y las plantas, la armonía de los sonidos… todo eso era objeto de sus incesantes
investigaciones, las cuales habrán de constituir los cimientos de su arte.

Hallamos en sus escritos estas cinco palabras: “El sol no se mueve”, que revelan que Leonardo se anticipó a
las teorías de Copérnico que, posteriormente, pusieron en un compromiso a Galileo.

El segundo gran florentino cuya obra hizo tan famoso el arte italiano del siglo XVI fue Miguel Ángel
Buonarroti (1475-1564). Miguel Ángel era veintitrés años más joven que Leonardo y le sobrevivió cuarenta
y cinco. Cuando tenía trece años inició su aprendizaje, que duraría tres, en el activo taller de uno de los
principales maestros de la Florencia de finales del Quattrocento, el pintor Domenico Ghirlandaio.

En este taller, sin duda, el joven Miguel Ángel podía aprender todos los recursos técnicos del oficio y una
sólida técnica para la pintura de frescos, y adiestrarse a la perfección en el arte del dibujo. Pero, Miguel

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Ángel se dedicó a estudiar las obras de los grandes maestros del pasado, y de los escultores griegos y
romanos. Trató de penetrar en los secretos de los escultores antiguos, que supieron respetar la belleza del
cuerpo humano en movimiento, con todos sus músculos y tendones. Al igual que Leonardo, no se
concentraba en aprender las leyes de la anatomía de segunda mano, esto es, a través de la escultura
antigua. Investigó por sí mismo la anatomía humana, diseccionó cuerpos y dibujó, tomando modelos, hasta
que la figura humana no pareciera ocultarle secreto alguno. Pero, a diferencia de Leonardo, para quien el
hombre era solo uno de los muchos fascinantes arcanos de la naturaleza, Miguel Ángel se esforzó con
increíble uniformidad de propósito en dominar este problema humano por completo. Su poder de
concentración y la retentiva de su memoria debieron de ser tan extraordinarios que pronto no hubo actitud
ni movimiento que encontrara difícil de dibujar. De hecho, las dificultades no hacían más que atraerle.
Actitudes y posiciones que muchos grandes artistas podían haber dudado en introducir en sus cuadros, por
temor a fracasar al representarlos, solo estimularon su ambición artística.

En 1506 Miguel Ángel recibió un encargo que debió halagar más aun sus entusiasmos: el papa Julio II
deseaba que erigiera para él en Roma un mausoleo que fuera digno del jefe de la cristiandad. Con la
autorización del Papa, se pudo inmediatamente en camino hacia las famosas canteras de mármol de
Carrara a fin de escoger allí los bloques con que esculpir el gigantesco mausoleo. El joven artista quedó
arrobado ante la vista de todas aquellas rocas de mármol que parecían esperar su cincel para convertirse
en estatuas como el mundo no había visto jamás. Pero, cuando regresó y puso manos a la obra, descubrió
de pronto que el entusiasmo del Papa por la gran empresa se había manifiestamente enfriado. Miguel
Ángel en un rapto de cólera, abandonó Roma por Florencia, y le escribió una carta altanera al Papa
diciéndole que, si quería algo de él, podía ir allí a buscarle.

Lo más notable de este incidente es que el Papa no solo no se ofendió, sino que inició negociaciones
formales con el principal dignatario de la ciudad de Florencia para que persuadiera al joven escultor para
que volviera. El alto dignatario de la ciudad de Florencia convenció por consiguiente a Miguel Ángel de que
volviera al servicio de Julio II. Cuando Miguel Ángel volvió a Roma, el Papa le hizo aceptar otro encargo.
Había una capilla en el Vaticano que, mandada construir Sixto IV, tenía el nombre de Capilla Sixtina. Sus
paredes habían sido decoradas por los pintores más famosos de la generación anterior: Botticelli,
Ghirlandaio y otros, pero la bóveda aún estaba vacía. El Papa sugirió que la pintara Miguel Ángel. Él hizo
cuanto pudo para eludir el encargo, diciendo que no era pintor, sino escultor. Pero, ante la insistencia del
Papa, empezó a realizar un modesto boceto de los doce apóstoles en nichos, y contrató a unos cuantos
ayudantes florentinos. Pero de pronto se encerró en la capilla, no dejó que nadie se le acercara y se puso a
trabajar solo en una obra que ha asombrado al mundo entero desde el instante en que se mostró.

Es muy difícil para un mortal corriente imaginar cómo pudo un ser humano realizar lo que Miguel Ángel
creó en cuatro años de labor solitaria subido a andamios de la capilla papal. El mero esfuerzo físico de
pintar el enorme fresco en el techo de la capilla, de preparar y esbozar con todo detalle las escenas
transferidas a la pared, es fantástico. Miguel Ángel tuvo que pintar echado de espaldas y mirando hacia
arriba. En efecto, llegó a habituarse tanto a esa posición forzada que hasta cuando recibía una carta
durante esta época tenía que ponérsela delante y echar la cabeza hacia atrás para leerla.

Sabemos de la minuciosidad con que Miguel Ángel estudiaba cada detalle, y del cuidado con que preparaba
el dibujo de cada figura. Una página de su cuaderno de apuntes contiene el estudio de las formas de un
modelo para una de las sibilas. Vemos el juego de los músculos, tal como nadie los vio ni representó desde
los maestros griegos. Pero, si con esos famosos desnudos demostró ser un virtuoso inigualable, con la
ilustración de los temas bíblicos que forman parte del centro de la composición acreditó algo infinitamente
superior. Allí vemos a Dios haciendo surgir, con poderosos ademanes, las plantas, los cuerpos celestes, la
vida animal y al hombre. Quizá la más famosa y sorprendente sea la creación de Adán, en uno de los
grandes recuadros. Adán está tumbado en tierra con todo el vigor y la belleza que corresponden al primer
hombre; por otro lado se acerca Dios Padre, llevado y sostenido por sus ángeles, envuelto en un manto

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majestuoso hinchado como una vela y sugiriendo la facilidad con que flota en el vacío. Cuando extiende la
mano, no solo toca el dedo de Adán, sino que casi podemos ver al primer hombre despertando de un sueño
profundo para contemplar a su hacedor. Uno de los mayores milagros del arte es este de cómo llegó Miguel
Ángel a hacer del toque de la mano divina el centro y punto culminante de la pintura, y cómo nos hizo ver
la idea de omnipotencia mediante la facilidad y el poder de su ademán creador.

Apenas había concluido Miguel Ángel su gran obra en la Capilla Sixtina, en 1512, cuando afanosamente se
volvió a sus bloques de mármol para proseguir con el mausoleo de Julio II. Se propuso adornarlo con
estatuas de cautivos, tal como había observado en los monumentos funerarios romanos, aunque es posible
que pensara dar a sus figuras un sentido simbólico. Una de ellas El esclavo moribundo. Mientras que en
Adán Miguel Ángel representó el momento en que la vida entra en el hermoso cuerpo de un joven lleno de
vigor, ahora, en El esclavo moribundo, escogió el instante en que la vida huye y el cuerpo es entregado a las
leyes de la materia inerte. Hay una indecible belleza en este último momento de distención total y de
descanso de la lucha por la vida, en esta actitud de laxitud y resignación. Es difícil darse cuenta de que esta
obra es una estatua de piedra fría y sin vida cuando nos hallamos frente a ella. Tal efecto es, sin duda, el
que Miguel Ángel se propuso conseguir. Uno de los secretos de su arte que más ha maravillado siempre es
que cuanto más agita y contorsiona a sus figuras en violentos movimientos, más firme, sólido y sencillo
resulta su contorno.

Si Miguel Ángel era ya famoso cuando Julio II le hizo ir a Roma, su fama al terminar estas obras fue tal que
jamás gozó de otra semejante ningún artista.

Texto extraído del libro: Gombrich, E. (2016) La historia del arte. Londres: Phaindon Press Limited.

Leonardo Da Vinci
Toda la curiosidad intelectual del Renacimiento, su entusiasmo por la belleza y la ciencia, la poseyó
Leonardo. Nacido en Vinci en 1452, muerto cerca de Amboise en 1519, pasó su juventud en Florencia, su
edad madura en Milán y los tres últimos años de su vida en Francia. Laborioso como pocos, tanto en la
ciencia como en el arte le movió siempre la pasión por inventar y abrir nuevos senderos. Gran teórico, dejó
expuestas sus doctrinas en su Tratado de la pintura. A diferencia de los grandes florentinos del siglo XV,
busca la fluidez y rompe con la manera seca y angulosa de los primitivos, sin caer en el defecto de dar a sus
figuras un aspecto de blandura o falta de consistencia. En él la exactitud del dibujo y el impecable
refinamiento de la línea se completan por el arte de envolverlas con el fundido del modelado y el
claroscuro, lo que los italianos llaman lo sfumato; la precisión de los contornos en sólo una primera etapa
para elevarse a una precisión más sutil y más difícil de conseguir, la de los planos.

Durante su estancia en Florencia trabaja en el taller de Verrocchio y parece que Leonardo es el autor de
uno de los ángeles del Bautismo. Obra importante de su época florentina es su magnífica Asunción.

En 1841 comienza en Florencia la Adoración de los Magos, que deja sin terminar y en la que se percibe una
estudiada y perfecta composición.

En 1483 ofrece sus servicios a Ludovico Sforza, en Milán, como inventor de máquinas de guerra e ingeniero.
Recién llegado a Milán pinta su magnífica Virgen de las rocas, en la que quedan ya definidos sus modelos
femeninos y su peculiar forma de componer un triángulo, acentuando el modelado de las figuras y de las
lejanías un mágico claroscuro que otorga a toda la pintura una misteriosa sintonía.

A esta etapa milanesa corresponden sus más famosas obras. Entre ellas se halla La Cena, en la que el
pintor, por primera vez, coloca a los apóstoles tras la mesa. Muestra con qué cuidado agrupa a los
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comensales y las reacciones psicológicas de cada uno de ellos. Es un magnífico estudio de caracteres,
sentimientos y mímica. Fue pintado antes de su marcha de Milán (1495-1497), para el testero del refectorio
de Santa María delle Grazie.

El retrato de La Gioconda (1505) refleja todas las posibilidades de reacción del retratado frente al mundo
exterior. Una contenida vida interior, ocultas e insaciadas aspiraciones parecen agazaparse tras el antifaz
de la sonrisa de esta bella mujer, y todo ello subrayado por el sutil claroscuro del modelado y el vaporoso
paisaje del fondo.

En 1502, al servicio de César Borgia ejecuta el tema más movido de su paleta: la Batalla de Anghiari. En
1513 parte para Roma llamado por Julián de Médicis, hermano de León X, y en 1515, cuando entra
Francisco I de Francia en Milán, Leonardo marcha a la corte francesa. Obra de vejez es el Baco, muy influido
por las referencias platonianas, para las que lo andrógino simboliza la unidad original que todo hombre
debe tratar de reconquistar. Baco aparece sentado en medio de la naturaleza lujuriante, indicando con un
dedo la voz de la ciencia.

Miguel Ángel
Nació cerca de Florencia en 1475, y murió en 1564.

Poeta, arquitecto, escultor y pintor, Miguel Ángel Buonarroti se sentía exclusivamente escultor;
efectivamente, llevó a la pintura un genio completamente escultural y plástico. El claroscuro, el paisaje y el
color local le son indiferentes. Sólo una cosa le interesa, la representación del cuerpo humano, con sus
gestos elocuentes y sus actitudes bruscas y atormentadas, con una tensión formidable de sus músculos.
Discípulo de Ghirlandaio y de un escultor formado en la escuela de Donatello, muy influido por las obras
poderosas de Jacopo della Quercia, se inspiró también, en su primer período florentino, en los mármoles
antiguos de la colección de los Médicis. Pero el genio de Miguel Ángel no tenía de común con el arte
antiguo más que el gusto por los tipos generales. La serenidad le era desconocida y toda tradición le pesaba
como una gran losa. De su período florentino es la Sagrada Familia, ejecutada en 1503. Se trata de una
composición circular, un tondo, pintada al temple sobre tabla; es el único cuadro de caballete que se
conserva de él. La Virgen aparece arrodillada y levantando los brazos para recoger por encima de su
hombro derecho al Niño que le ofrece San José, situado detrás de ella. En segundo término, hacia la
derecha, el pequeño Juan contempla la escena, con la sonrisa de un sereno y sosegado sátiro niño.

En 1508, el papa Julio II le encargó la decoración del techo de la Capilla Sixtina en el Vaticano. Mientras
llevaba a cabo la obra, se quejaba de las dificultades del trabajo que, además, le obligaba a renunciar a su
verdadera profesión de escultor. Miguel Ángel culminó en cuatro años esta ingente tarea; las escenas del
Antiguo Testamento, los profetas, las sibilas, los esclavos, todo ello no se parecía a nada de lo que el mundo
había visto hasta entonces. Figuras escultóricas, desmesuradas, radiantes de fuerza muscular en tensión, en
posiciones de un atrevimiento y de una novedad desconcertantes, parecen ser las representantes de una
raza a la vez humana y sobrehumana, en la Miguel Ángel exteriorizó su sueño de energía salvaje y de
grandeza.

En 1537, a petición del pontífice Paulo III, comenzó a pintar El juicio final sobre la pared del fondo de la
Sixtina. Este fresco colosal, en el que trabajó cuatro años, es la expresión más completa de su genio. En él
agotó todas las posibilidades del movimiento y de la línea, creando un mundo de gigantes, victoriosos unos,
otros vencidos, todos desnudos y musculosos como atletas, y en donde el sentimiento cristiano está
ausente.

Texto extraído del libro: Espasa (2011). Historia del arte. España: Espasa Libros.

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