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212 p. ; 27 cm.
ISBN: 978-956-284-718-6
Chorrillos y Miraflores
Batallas del Ejército de Chile
Crónicas de Eduardo Hempel, corresponsal de guerra
ISBN 978-956-284-718-6
Derechos reservados
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
Contenido
Introducción.............................................................................................................. 11
Nómina de los jefes superiores del ejército expedicionario sobre Lima ...................... 37
La batalla de Chorrillos............................................................................................. 53
Antes de la batalla ............................................................................................. 53
La batalla de Chorrillos ..................................................................................... 65
Después de la batalla ....................................................................................... 111
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Walter Douglas Dollenz
Agradecimientos...................................................................................................... 209
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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
Introducción
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Walter Douglas Dollenz
El autor
N. del A.: Me he permitido incluir en la obra algunos documentos y partes oficiales que
pienso pueden ser de interés del lector. Asimismo cuatro biografías inéditas, casi desconocidas,
de Baquedano, Lynch, Lagos y Juan Martínez, escritas por Benjamín Vicuña Mackenna.
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Consideraciones generales
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la delantera yendo por mar una fuerza conveniente mientras el resto del ejército
vencedor, picaría la retaguardia del vencido por tierra.
Partiendo de esta base fundamental, es evidente que las maniobras del ejérci-
to invasor deben encaminarse a envolver la línea enemiga por su costado izquier-
do, a ocupar la pampa y posición de Lurigancho, que cierra el camino de Pasco,
y a establecerse sobre la línea del ferrocarril de la Oroya, arrojando al enemigo
sobre la campiña que queda entre la costa y Lima y colocándolo entre los fuegos
del ejército y de la escuadra para obligarle a rendirse a discreción.
Es esta operación notablemente difícil, acaso no tanto por los combates que
habrán de darse para realizarla, cuanto por la perspicacia y habilidad que debe-
mos suponer en el enemigo, quien, antes de dejarse cortar estas dos líneas, o a lo
menos una, preferirá abandonar el Callao y la campiña hasta Lima, para conser-
var su último camino de salvación en caso de un desastre.
Dedúcese de aquí que el ejército chileno habrá de desplegar suma habilidad,
pericia, rapidez, energía y precisión en sus movimientos, para alcanzar el resulta-
do que se propone y cuyos detalles pasaremos a exponer.
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Oroya, al frente del cerro San Bartolomé. Pasando la Línea del ferrocarril y el río
Rímac hacia el norte, por el oriente de la ciudad, se encuentra la aldea de Lurigan-
cho, capital del distrito del mismo nombre, situada en el medio de una alta llanura
que domina a Lima y su campiña del poniente.
A poca distancia del río Surco, se acaba la campiña cultivada y se levantan
varios cordones de colinas y cerros que van de norte a sur, hasta el valle de Lurín,
que se encuentra como ocho leguas al sur de la capital, atravesado de oriente a
poniente por el río de aquel nombre, en cuyas riveras se hallan las poblaciones de
San Pedro, Lurín, Buenavista, Pachacámac y Manchai.
Al sur del angosto valle de Lurín vuelven a levantarse otros cordones de ce-
rros que corren hasta el valle de Chilca que dista de cinco a siete leguas de aquél,
y cuya cabecera es el puerto de este nombre.
El territorio de la campiña de Lima se halla bastante poblado de haciendas,
con buenos cierros, caminos de comunicación, muchas plantaciones artificiales,
y también algunos poblados bosques naturales, siendo los más importantes los
que se encuentran alrededor de Chorrillos y los que bordean el río Rímac por el
oriente de la capital.
Desde:
1º El valle de Lurín.
2º La línea del río Surco, desde Chorrillos hasta Salinas.
3º La línea atrincherada del Rímac.
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En esta posición el ejército chileno hará alto, observando el valle, las posi-
ciones y los movimientos del enemigo antes de atacar, y esperando el resultado
del esfuerzo que debe hacerse por el lado de la costa.
Efectivamente la escuadra reunida, que ha seguido los movimientos del
ejército chileno, se acerca al frente del valle de Lurín, lo más posible a la costa,
y rompe un nutrido fuego de cañón sobre la derecha de la posición enemiga.
Este tendrá necesariamente que ceder, y entonces, o se desbandan replegándose
a la segunda línea, o se corren a la izquierda hasta ponerse fuera de tiro de los
cañones de la escuadra, abandonando al enemigo las poblaciones de Lurín y
San Pedro. Este es el momento de principiar el ataque para el ejército chileno.
La 3ª división avanza rápidamente a posesionarse de Lurín, y corriéndose por
la costa hacia el norte, flanquea la derecha del ejército peruano, tratando de
envolverlo por retaguardia para arrojarlo hacia los cerros del oriente, cortán-
dole su retirada sobre la línea del Surco. Al mismo tiempo la artillería de la 1ª
y 2ª divisiones baten violentamente la línea enemiga para obligarla a quebrar,
lo cual sucederá necesariamente una vez que la 3ª división la tome y arrolle de
flanco y por revés, mientras que la reserva ocupa el caserío de Lurín.
Llegada la acción a este punto, las columnas de infantería de la 1ª y 2ª
divisiones, bajan al valle; la 3ª y 4ª divisiones cargan resueltamente el flanco
derecho de la línea peruana y la arrojan sobre el camino Manchai, el cual in-
terceptará rápidamente la caballería acompañada de dos o tres baterías mon-
tadas. Si este resultado se llegara a obtener, el ejército enemigo de la prime-
ra línea se habría perdido por entero y la campaña terminaría aquí, pues las
fuerzas que quedarán en Surco y el Rímac, no serían bastantes para detener la
marcha victoriosa del ejército invasor y su entrada a la capital.
Si esto no sucede, porque el ejército peruano, vencido en su primera po-
sición, consigue retirarse en buen orden sobre la segunda, o bien porque se
decidiera a no defender el valle de Lurín, el ejército chileno pasa a establecerse
en este valle, que será su primera posición, su base de operaciones sobre Lima.
La 1ª división (a la derecha) se establece sobre Manchai. La 2ª división (centro)
sobre Pachacamac. La 3ª (a la izquierda) sobre Lurín. Finalmente la 4ª sobre
Buenavista.
En esta posición, el ejército invasor adelanta la caballería de su 1ª, 2ª, y 3ª
divisiones sobre la campiña de Lurín, en este orden:
Granaderos (1ª división) por el camino de Manchai a Ate, hasta desem-
bocar al valle.
Cazadores (2ª división) por el camino de Pachacamac a Surco.
Carabineros de Yungay (3ª división) por el camino de la playa de Con-
chán hasta Chorrillos.
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Segundo caso: La línea del Surco se halla igualmente defendida desde Ate
a Chorrillos.
Entonces, el ejército chileno, manteniendo su caballería a la vista de la
línea enemiga para encubrir su movimiento, avanza de la misma forma que en
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Conclusión
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Este plan, que apoyaba con entusiasmo el ministro de la guerra, fue re-
chazado de plano por el general Baquedano y el Jefe de la artillería coronel
Velásquez. Las furiosas razones que expusieron en el acalorado debate, fueron
las siguientes:
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San Juan y desde allí al lugarejo de Surco, y otro que orillando las lomas, va
directamente a Lima, por Tebes, penetrando en la capital por la portada de
Cocharcas.
4º Que desde Atacongo se abre también hacia la derecha un camino de
atravieso, que no es carretero, y que oblicuando hacia el norte, va a juntarse
con el camino carretero de Manchai, al desembocar en el valle de Ate.
5º Que el camino de Manchai a Lima por el valle de Ate, es perfectamente
practicable y de suelo firme y parejo, por donde pueden transitar, y transitan
con frecuencia, toda clase de carruajes, presentando por tanto, ventajas in-
apreciables para el transporte de la artillería de campaña, el parque general y
los almacenes de la intendencia del ejército. Desde la hacienda de Manchai, a
orillas del Lurín, hasta las de Rinconada y Melgarejo, que tienen un buen canal
de regadío, con abundante agua, hay una distancia de poco más de dos leguas,
que el ejército puede salvar sin dificultad.
6º Que el camino que conduce desde la hacienda de Cieneguillas, al orien-
te de Manchai hasta Lima, atravesando el valle de Ate, es malo e impracticable
para carruajes, hallándose también fuera de nuestra base de operaciones hacia
la derecha.
7º Que subiendo el valle de Lurín desde la hacienda de Cieneguillas y el
lugarejo de Huaicán, hacia las cabeceras, se puede pasar con infantería y caba-
llería hacia el valle oriental de Lima, cayendo a la estación de Santa Clara del
ferrocarril de la Oroya. El camino es bastante practicable.
8º Que el ejército enemigo apoya fuertemente su derecha en Chorrillos,
teniendo una fuerte vanguardia en los altos de Villa. Se calcula en 10.000 hom-
bres la fuerza peruana de este lado, y es de suponer que una buena parte de
ella se encuentra avanzada en la hacienda de San Juan, formando un triángulo
estratégico con Villa y Chorrillos, para defender el acceso al valle por esta ala y
para impedirnos el desembarco de nuestros elementos por aquel puerto.
9º Que aparecen algunas pequeñas fuerzas en el valle de Ate a retaguardia
del caserío, lo cual indica que el ejército peruano se encuentra tendido sobre
la rivera norte del río Surco, apoyando fuertemente sobre su derecha y débil-
mente a su izquierda. Esto no quiere decir que no tenga fuerzas con que acudir
a la defensa de esta ala, en caso necesario; pues teniendo fuerzas en Lima, que
dista apenas una legua del caserío de Ate, es evidente que podrá en cualquier
momento, salir con ellas a oponerse a la invasión por esta parte.
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III
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He aquí la maniobra:
Una división marchará desde San Pedro por el camino del medio, para ir
a situarse sobre la posición de Atacongo. Esta división no llevará sino artillería
de montaña, y a su frente, por el mismo camino, encubriendo su movimiento,
el regimiento de caballería que le pertenece. Otro regimiento de caballería mar-
chará por el camino de la playa de Conchán, a la altura del que va por arriba,
observando al enemigo por aquel lado, para hacerle creer que todo el ejército
chileno marcha sobre Chorrillos.
Al mismo tiempo, la escuadra avanzará por mar, ceñida a la costa, si-
guiendo los movimientos del ejército chileno, amagando los blindados el puer-
to de Chorrillos; con lo cual el ejército peruano se hará la ilusión completa de
que el objetivo de este primer avance del ejército chileno es exclusivamente
Chorrillos y que allí dirigimos todas nuestras fuerzas.
Es casi seguro que, engañado de este modo, el ejército peruano saldrá
en masa de Lima a sostener la posición y a librar la batalla sobre Surco o su
campo inmediato.
Toda esta maniobra no tiene ningún peligro. La división que marcha,
fuerte a lo menos en 7.000 hombres, tomando posiciones en Atacongo, puede
resistir ventajosamente a una embestida de un ejército doble en número. Las
lomas arenosas y pesadas, el terreno quebrado y lo estrecho de los caminos,
se prestan admirablemente para una defensiva poderosa, invencible para el
ejército peruano.
En cuanto a la caballería, que marcha por la playa, no puede ser acome-
tida, porque irá dándose la mano con las fuerzas que marchan por las lomas,
y porque las tropas peruanas que quisieran atacarla, descubrirían su flanco y
retaguardia a nuestra infantería del alto, y se verían irremediablemente envuel-
tas y perdidas.
No tiene, pues el enemigo, más que hacer que aguantarse a la defensiva
sobre sus posiciones del triángulo y esperar la acometida, que nuestra división
no deberá llevarle, pues el terreno es malo para el ataque, y también porque
conviene aguardar el resultado de las maniobras del grueso del ejército.
Efectivamente, junto con moverse la división que va a Atacongo, se mo-
verá valle arriba el resto del ejército, para ocupar a Manchai, desde donde se
dirigirá al valle de Ate, dando tiempo a que las fuerzas de este valle y de Lima,
engañadas por el movimiento de la costa, se corran a su derecha para ir en
defensa de Chorrillos.
Si el enemigo ejecuta este movimiento con todas sus fuerzas, nuestras dos
divisiones de la derecha bajarán por la rivera sur del Surco hasta Tebes, desde
donde se darán la mano con la división de Atacongo y emprenderán la batalla
decisiva sobre el ejército peruano acorralado en el estrecho valle de Surco.
Si el enemigo no se deja engañar y retira apresuradamente sus fuerzas de
Chorrillos para defender la capital, entonces la división de Atacongo, pose-
sionándose con su izquierda de aquel puerto, para entregarlo al dominio de
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1ª DIVISIÓN
Jefe de esta División, Coronel don Patricio Lynch.
Jefe de Estado Mayor, Coronel don Gregorio Urrutia.
Jefe de la Artillería, don José de la C. Salvo.
Jefe de la Caballería, Teniente Coronel don Tomás Yávar.
1ª Brigada. Comandante en Jefe. Coronel don Juan Martínez.
Jefes de Cuerpo.
Regimiento 2º de Línea: Teniente Coronel Estanislao Del Canto.
Regimiento Atacama: Coronel Juan Martínez.
Regimiento Talca: Teniente Coronel Silvestre Urízar Garfias.
Regimiento Colchagua : Teniente Coronel Manuel J. Soffía.
Batallón Melipilla: Teniente Coronel Vicente Balmaceda.
2ª Brigada. Comandante en Jefe, Coronel José Domingo Amunátegui.
Jefes de Cuerpo.
Regimiento 4º de Línea: Teniente Coronel Luis Solo de Saldívar.
Regimiento Chacabuco: Teniente Coronel Domingo Toro Herrera.
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2ª DIVISIÓN
Jefe de esta División, General de División don Emilio Sotomayor.
Jefe de Estado Mayor, Teniente Coronel don Baldomero Dublé Almeyda.
Jefe de la Artillería, Teniente Coronel Don José 2º Novoa.
Jefe de la Caballería, Teniente Coronel Don Pedro Soto Aguilar.
3ª DIVISIÓN.
Jefe de esta División, Coronel don Pedro Lagos.
Jefe de Estado Mayor, Teniente Coronel don José E. Gorostiaga.
Jefe de la Artillería, Teniente Coronel don Carlos Wood.
Jefe de Caballería, Teniente Coronel don Manuel Bulnes.
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2ª Brigada.
Teniente Coronel, don Francisco Barceló.
Jefes de Cuerpo.
Regimiento Santiago: Teniente Coronel Demófilo Fuenzalida.
Regimiento Concepción: Teniente Coronel José Seguel.
Batallón Valdivia: Teniente Coronel Lucio Martínez.
Batallón Caupolicán: Teniente Coronel José M. Del Canto.
Batallón Bulnes: Teniente Coronel José Echeverría.
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En el teatro de la guerra
(Correspondencia de EL FERROCARRIL)
San Pedro de Lurín, diciembre 29, 1880
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Como a la mitad del camino, que para mí tiene unas seis leguas largas,
el terreno es accidentado y cortado por grandes barrancos y hondonadas en
dirección de la cordillera al mar y que en épocas dadas sirven de cauce a los
torrentes que se desprenden de las cumbres del ramal marítimo.
Con los últimos crepúsculos de la tarde penetramos por un callejón al
pueblo de Lurín, tan sucio, tan feo y aun más fétido que todos los que ha-
bíamos visitado hasta ahora. En todo él no hay una sola casa que merezca el
nombre de tal; y la iglesia, de grandes dimensiones y no fea construcción, está
en ruinas y es nido de sabandijas y gallinazos.
La casi totalidad de sus habitantes son asiáticos, y puede formarse una
idea del aseo del pueblo por lo que se sabe del aseo de los hijos del Celeste
Imperio.
En una mala casa de la plaza del pueblo se instaló el Estado Mayor, acan-
tonándose Cazadores a Caballo en unos potreros a la entrada de Lurín.
El General en Jefe y Cuartel General siguió hasta la hacienda San Pedro de
Lurín, en cuyas casas se ha alojado, pasando todos la noche del 25 al 26 con
sus humanidades recostadas en el duro suelo.
En la mañana del domingo 26 salimos a recorrer el campamento ocupado
por nuestras tropas y del cual trataremos de dar una ligera idea.
Siguiendo al N.O. sale de Lurín un camino en dirección a Lima y que pasa
por Villa y Chorrillos. A ambos lados del camino, hasta el río Lurín, se extien-
den grandes potreros, sembrados en su mayor parte de caña de azúcar, y cerra-
dos con tapias de adobes y cercas de árboles. Por la izquierda, estos potreros
no bien cultivados, terminan en la playa denominada de Conchán, desde el río
Lurín al norte, y por la derecha por cordones de cerros que forman en sus hon-
donadas pequeños valles, encontrándose entre dos de estos cordones el nuevo
pueblo de Pachacamac, adonde se encuentra acampada la brigada Barbosa, y
a poca distancia del cual se encuentra el desfiladero del Mal Paso, donde tuvo
lugar el encuentro de que di cuenta en mi anterior carta.
Pasando el río Lurín por un magnífico puente colgante, todo de fierro y
de una construcción excelente, se sube una suave pendiente y se llega a una al-
tiplanicie de gran extensión, ostentándose a la izquierda las ruinas del antiguo
pueblo de Pachacamac, santuario del dios de este nombre, venerado por los
indígenas antes de que los Incas introdujesen el culto del sol.
Bajando la altiplanicie que termina en la costa por negros y grises fare-
llones de pórfido y granito, se entra a una llanura, que por el lado del mar se
extiende poco accidentada hasta el pueblo de Villa, desde cuyo punto la cierra
por el norte un cordón de lomajes que se avanzan al oriente en dirección
a San Juan. Una cadena de cerros la corta por el este formando como un
semicírculo.
Hecha de una manera sumaria la descripción topográfica del terreno, pa-
semos ahora a fijar los puntos en que se encuentran acampados los diferentes
cuerpos del ejército expedicionario sobre Lima.
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Tienda de campaña del ministro de Guerra y Marina, don José Francisco Vergara,
en el Campamento Lurín. Estado Mayor del Ejército de Chile, durante la Guerra del Pacífico.
Se destaca a José Francisco Vergara (a la izquierda, con dolman y gorro blanco).
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Las posiciones que ocupa nuestro ejército no pueden ser más estratégicas,
evitando además toda comunicación de Lima con el sur.
Digamos ahora algo sobre San Pedro de Lurín y sus alrededores.
A unas doce cuadras del miserable caserío de Lurín en dirección al N.O.,
se encuentran las casas y fábricas de azúcar de San Pedro, antigua propiedad
de los frailes que la vendieron a don Vicente Silva que se halla en Lima y de
quien hablan pestes los infelices chinos que le cultivaban sus tierras y trabaja-
nan en su fábrica de azúcar y no está demás observar aquí que la mayor parte
de las haciendas eran o son propiedad de comunidades religiosas, o más bien
dicho, estaban en poder de manos muertas. Así por ejemplo, el rico valle de
Cañete, uno de los más fértiles de esta comarca, pertenecía a los padres de la
Buena Muerte, quienes lo han cedido al gobierno del Perú.
La hacienda de San Pedro, o si se quiere de los padres de San Pedro, debió
ser en otra época algo como la hacienda de Bucalemu de los padres jesuitas en
Chile: un colegio de sacerdotes, un lugar de recreo, y un negocio lucrativo. El
edificio principal, cuyos antiguos claustros están ahora convertidos en corrales
y sus celdas en profanas habitaciones, es de dos pisos, de una construcción a
prueba de los años y ocupa una gran área de terreno. Anchos corredores cir-
cundan los patios y sirven hoy día de bodegas para la Intendencia del Ejército.
El General en Jefe y sus ayudantes ocupan los altos.
Al lado del edificio principal, se levanta o más bien se cae el antiguo tem-
plo, que en su época debió ser algo notable, a juzgar por dos imágenes de ma-
dera esculpida que aún quedan intactas, por el cornisamiento y la bóveda, de
la cual resta un pedazo. Todo lo demás ha venido al suelo, y estas ruinas lejos
de interesar al viajero, como las de Pachacamac, le causan desagrado y náuseas
a causa de su desaseo. Más que otra cosa, estas ruinas parecen sucios andrajos
de un pordiosero.
No sucede lo mismo con las de Pachacamac, que llenan de admiración y
son fuente de estudio para sabios y distinguidos viajeros, y que en el museo de
Londres ocupan un importante lugar con sus reliquias y curiosidades de todo
género sacadas en las numerosas excavaciones que se han practicado.
Mucho podría decirse sobre estas interesantísimas ruinas de un pueblo
anterior a los Incas, santuario entonces de los naturales del país y tan reveren-
ciado como La Meca por los mahometanos.
Al N.O. del cuartel general y en la dirección del nuevo pueblo de Pachaca-
mac, hay otras ruinas de menor importancia en la cumbre de un morro deno-
minado Buenavista, y que en otro tiempo fueron las casas que en un momento
de fantasía hizo construir para su recreo e imitando a los antiguos señores
feudales de la edad media, un señor Baciniega, dueño de la hacienda a que da
su nombre el morro o peñón ya citado de Buenavista.
Desde que el ejército desembarcó en Curayaco, su alimentación no ha
sido tan abundante como la que recibía en Tacna o Ica, esa imitación de Jauja,
a consecuencia de las dificultades del desembarque de víveres y de acarreo,
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Reconocimiento al valle
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Rodríguez llegó con su gente a poco más de 20 cuadras de una línea ene-
miga, que inmediatamente que vio a los exploradores, desplegó su caballería
en orden disperso, y luego después hacía lujo de despliegues, formando en ba-
talla su infantería y haciendo alarde con su artillería, que descubrió.
Esta línea, que por su extensión la forman unos 10.000 hombres de las
tres armas, se extiende desde el pueblo de Villa hasta San Juan, por unos lo-
majes no muy altos, pero en cambio muy estratégicos y apropiados para la
artillería, que podría causar en nuestras filas considerable número de bajas,
atacando el enemigo de frente, no pudiendo funcionar con buen éxito nuestra
artillería por la topografía del terreno.
Rodríguez, viendo que estaba cumplida su misión, regresó tranquilamente
al campamento a dar cuenta de lo ocurrido al general Sotomayor, sin que el
enemigo lo molestara en lo más mínimo.
El pueblo de Villa, que también reconoció el mayor Rodríguez, está defen-
dido por fuerzas enemigas que han abocado cinco cañones sobre las lagunas de
Villa, situadas al pie de la altiplanicie que sirve de asiento al pueblo en direc-
ción S.O. como para defender la aguada.
Se cree que Villa esté defendida por unos 2.000 hombres.
Al mismo tiempo que este, la caballería efectuaba otros reconocimientos
en diversas direcciones, con más o menos éxito, y mañana debe salir otro, a
las órdenes del comandante Jorge Wood, que debe avanzar hasta donde pueda
hacia Lima, por otro camino que el que siguió Rodríguez.
El Corresponsal
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Proclama
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Manuel Baquedano
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Borgoño
SANTO Y SEÑA.
Enero 12 de 1881.
Mano – Fuerte – Muchachos.
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La batalla de Chorrillos
(Correspondencia a EL FERROCARRIL)
Antes de la batalla
El día 11 se disponía por la orden general, que todos los cuerpos del
ejército se encontraran listos para marchar a primera orden. Al mismo tiempo
se ordenaba que el sobrante de armamento y equipo de los diferentes cuerpos
se entregara a la Intendencia General, al capitán agregado al Estado Mayor
don Juan de la C. Saavedra, y se dictaban todas las medidas conducentes para
emprender la marcha en pocas horas más.
A las 4 P. M. tenía lugar en el Cuartel General, una reunión de todos los
Jefes de División, de Brigada y de Cuerpo, presidida por el general Baquedano,
y a la que asistían el señor Ministro de la Guerra en Campaña, el Jefe del Esta-
do Mayor General, y el general Saavedra.
La conferencia duró más de una hora, y en ella se trató el plan de ataque.
Después se celebró otra reunión, a la que concurrieron el señor Ministro de la
Guerra, Jefe de Estado Mayor y Jefes de División, y que se prolongó bastante.
Según mis informes, los altos jefes del ejército chileno, se ocuparon larga-
mente del plan de batalla, discutiendo las ventajas e inconvenientes de atacar
por el lado de Chorrillos o por el punto en que el coronel Barbosa efectuó su
último reconocimiento.
La gran mayoría de los jefes y el señor Ministro de la Guerra, siempre,
según mis informes, opinaban por el ataque por la Rinconada y valles que
siguen en dirección al norte. Pero el General en Jefe y el coronel Pedro Lagos
eran de opinión contraria, sosteniendo el general Baquedano hasta el último
momento la conveniencia de emprender el ataque por el lado de Chorrillos, y
en conformidad al plan que había concebido.
Ya en todo el campamento se sabía que la marcha sobre Lima se iba a
emprender de un momento a otro, reinando en todas partes gran animación,
y retratándose en todos los semblantes cierta sonrisa de satisfacción, al ver
acercarse el anhelado instante de coronar con nuevas glorias y nuevos laureles
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esa gran epopeya que se ha llamado la guerra del Pacífico y que ha permitido
a los hijos de Chile poner tan alta la estrella de su bandera y el nombre santo
de su patria.
La animación que dominaba en los campamentos fue en progresión cre-
ciente desde las 9 A. M. hora en que la Brigada Barbosa desembarcaba por el
camino de Pachacamac a Lurín y pasaba a ocupar su puesto a retaguardia de
la Brigada Gana.
Jefes, oficiales y soldados tenían la conciencia de la próxima marcha, y
si alguna duda hubiera podido existir, ella fue disipada por una proclama del
General en Jefe, a las 11.30 A. M. del 12 se daba la orden general, y era leída
a todo el ejército.
Esta proclama fue recibida en todos los cuerpos con atronadores vivas a
Chile, y hasta en las ambulancias y hospital volante, adonde llegaron los ecos
del patriótico entusiasmo, y donde yacían postrados oficiales y soldados, no
se oyó sino un himno inmenso, entonado por esos nobles y generosos pechos
que se levantaban unísonos para enviar su saludo a la patria ausente, por cuya
honra y por cuyas glorias iban a verter su sangre.
Y todos, jefes y oficiales, clases y soldados, sanos y enfermos, solo tenían
un único pensamiento: Chile.
Y como en Tacna y como en Arica, como en todas partes donde se ha
anunciado a nuestro ejército una próxima campaña, una batalla cercana, todos
sin excepción, olvidaban que el plomo o alevosa celada podían cortar el hilo de
su existencia, que podían morir en extraña tierra, y en todo caso sus cadáveres
ser presa de las aves de rapiña.
Todo lo olvidaban y solo tenían presente a su patria querida, a quien ha-
bían ofrecido su sangre y su vida, y a quien confiaban sus hijos y sus esposas;
Todo lo olvidaban y solo una idea dominaba sus cerebros, hacía palpitar sus
corazones: Chile – y solo una divisa, un canto heroico murmuraban sus labios
«Vencer o morir».
En la misma orden general en que se dio la proclama, se disponía que la
reserva la compusieran los regimientos 3º de línea, Zapadores y Valparaíso, y
la artillería destinada a este objeto, siendo mandada por el comandante Arís-
tides Martínez.
Se ordenaba igualmente que en el cantón de Lurín quedaran dos com-
pañías del Curicó y 50 hombres de caballería para custodiar los depósitos de
víveres y pertrechos, y que 100 Cazadores a caballo, sirvieran de escolta al
General en Jefe.
Las 5 P. M. era la hora fijada para emprender la marcha.
Como es natural suponerlo, los oficiales y soldados a quienes cupo la mala
suerte de quedarse de guarnición, hubieron de resignarse a la orden, cuando
sus deseos eran compartir con sus compañeros los peligros y las glorias de la
próxima batalla. Pero el patriotismo todo lo domina en el corazón del chileno,
y los que en Lurín quedaron para servir de custodia a nuestros enfermos y a
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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
Primera División
1ª Brigada
Regimiento 2º de línea 924 hombres
Regimiento Atacama 1.078 hombres
Artillería de Marina 377 hombres
Batallón Melipilla 400 hombres
Regimiento Talca 1.054 hombres
Regimiento Colchagua 773 hombres
2ª Brigada
Regimiento 4º de línea 882 hombres
Regimiento Chacabuco 923 hombres
Regimiento Coquimbo 891 hombres
Infantería de la 1ª División 7.302 hombres
Artillería 477 hombres
Regimiento de Granaderos 462 hombres
Total de la 1ª División 8. 241 hombres
Segunda División
1ª Brigada
Regimiento Buin 984 hombres
Regimiento Esmeralda 966 hombres
Regimiento Chillán 1.032 hombres
2ª Brigada
Regimiento Lautaro 1.111 hombres
Regimiento Curicó 968 hombres
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Tercera División
1ª Brigada
Batallón Naval 877 hombres
Regimiento Aconcagua 1.064 hombres
2ª Brigada
Regimiento Santiago 972 hombres
Batallón Bulnes 479 hombres
Batallón Valdivia 493 hombres
Batallón Caupolicán 416 hombres
Regimiento Concepción 665 hombres
Infantería de la 3ª División 4.966 hombres
Artillería 519 hombres
Carabineros de Yungay 388 hombres
Total de la 3ª División 5.873 hombres
Reserva
Regimiento 3º de línea 1.079 hombres
Regimiento Valparaíso 823 hombres
Regimiento Zapadores 703 hombres
Total de la Reserva 2.610 hombres
Total de activo de las fuerzas que marcharon sobre Chorrillos era, en nú-
meros redondos, de 24.000 hombres de las tres armas.
La numerosa colonia china que se encontró en Lurín y que fue aumentada
con los asiáticos que seguían a la División Lynch, se había presentado el do-
mingo anterior ofreciendo sus servicios al General en Jefe, como una muestra
de su reconocimiento hacia el ejército chileno que les había devuelto no solo su
perdida libertad, sino que los había alimentado y atendido.
Los chinos comenzaron desde ese día a prestar algunos servicios, entre
otros el de transportar enfermos.
Desde una hora antes de la señalada para emprender la marcha se oían
por todas partes los toques de clarín y tambor, entusiastas y atronadores vivas
a Chile y a los jefes del ejército, y todo aquel mundo se movía como impulsado
por un resorte.
Antes de las 5 P. M. en medio de un contento general, las tres divisiones se
encontraban formadas en sus campamentos y listas para emprender la marcha
sobre las formidables posiciones que ocupaban los enemigos.
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Los relojes de los jefes que habían sido reglados por el General en Jefe,
señalaban las 5 cuando a moverse la 1ª división y a desfilar por el puente de
fierro del río Lurín. El batallón Melipilla, que debía unirse con el Coquimbo,
fue el primero en pasar, siguiendo el 2º de línea, Colchagua, Atacama, Talca, la
Brigada de artillería Gana y la artillería de Marina encargada de protegerla.
Marchaba enseguida el comandante Novoa con una sección de artillería
de campaña que, tomando por el campamento que ocupaba la 1ª División, de-
jaba a la izquierda nuestra el puente para atravesar el río por la caja, un poco
al norte del puente, como a ocho cuadras.
El paso de la artillería no era posible por el puente, que había sufrido algo
con el peso de las primeras cureñas que lo salvaron.
Cerraba la marcha la primera ambulancia a las órdenes del doctor Arce, y
una escuadra de chinos que llevaban la misión de recoger los heridos.
Más o menos en el mismo orden desfilaron la 2ª y 3ª División y la Re-
serva, yendo la 1ª por el camino de la izquierda, que llamaremos de Lurín a
Chorrillos, la 2ª por el centro, y la 3ª por el de la derecha, como puede verse en
el croquis. La Reserva iba en pos de la 1ª División.
El desfile duró hasta entrada la noche, presenciándolo el Estado Mayor y
Cuartel General. Y era un hermoso espectáculo el desfile de ese ejército, cuyas
bayonetas relucían con los últimos rayos del sol.
Y todos esos soldados marchaban arma al brazo y a paso de vencedores.
Y todos esos semblantes tostados por el sol de los desiertos y la pólvora de los
combates, los iluminaba una sonrisa indescriptible.
Y todos, oficiales y soldados, iban como al asalto, y la artillería, arrastra-
da por fogosos caballos, avanzaba casi al trote, deseosos de medirse cuanto
antes con sus eternos enemigos y vencerlos en sus últimos atrincheramientos.
Y nadie, al ver este ejército joven, formado ayer, arrancado a las tranqui-
las labores de la agricultura, de la industria, de las artes, por un enemigo que
en la oscuridad y en las tinieblas había fraguado negra traición, aleve golpe
contra la honra y la dignidad de Chile, nadie, digo, le habría tomado sino por
un ejército de veteranos.
Obra del santo patriotismo que se anida como en un puro nicho en el
corazón de todos los chilenos, del rico y del pobre, del joven que calza guantes
y pisa mullidas alfombras como del hombre que empuña la barreta y riega con
su sudor la tierra que siembra.
Una vez que los cuerpos de la 1ª Brigada de la División Lynch, más arriba
nombrados, pasaron el campamento de la brigada Amunátegui, situado en el
valle que se extiende a la derecha de las ruinas de Pachacamac, se le unieron el
4º de línea y el Chacabuco, continuando todos juntos por el camino de Cho-
rrillos en este orden:
Melipilla y Coquimbo, por el lado de la playa de Conchán. Estos dos cuer-
pos debían seguir por la orilla del mar, dejando a su derecha las casas de Villa,
para caer y sorprender, si era posible, al enemigo por el morro más avanzado a
la izquierda nuestra y en dirección a las lagunas y vegas de Villa.
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La marcha continuó sin novedad hasta las 8 P. M., hora en que se dio un
corto descanso, pues el camino era muy pesado y arenoso.
En esta situación llegó un granadero a caballo enviado por el ayudante
del Estado Mayor General, Sargento mayor Florentino Pantoja, que de orden
de General en Jefe se había avanzado con 50 granaderos para observar los
movimientos de las fuerzas peruanas.
Pantoja anunciaba que no a mucha distancia se distinguía una columna
enemiga, probablemente una avanzada, noticia que repetía con otro propio.
El coronel Urrutia, Jefe de Estado Mayor de la 1ª División, se adelantó
con sus ayudantes en la dirección indicada por los granaderos; pero cuando
llegó al punto señalado, el enemigo se había retirado, sin haber visto de seguro
las postas chilenas.
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eleva más al sur, del lado de Lurín, o más claro el primer cordón de fortalezas
enemigas.
Este elevado cerro, cuya cúspide es una empinada cuchilla, es casi plano,
y que es inaccesible por el sur, y solo puede subirse a él por el lado del mar,
faldeando al principio, no es más que una de las muchas eminencias que for-
man el morro Solar y que miradas desde el punto más culminante, presentan el
aspecto de una altiplanicie cortada por profundas hondonadas u hoyos, pero
que en realidad no son más que un grupo de contrafuertes que rodean el pico
más alto y están encadenados a él.
Este grupo de cerros, que como todos los demás recorrimos en la tarde del
combate con el capitán señor Fontecilla, era donde los peruanos habían aglo-
merado sus elementos de resistencia, colocando cañones y ametralladoras en
los puntos más convenientes, levantando fortines y trincheras que se protegían
sucesivamente, sin dejar de aprovechar ninguna ventaja del terreno.
Es indudable que esas obras de defensa se habían construido después de pro-
lijos estudios, combinando el arte de la guerra con los caprichos de la naturaleza
que había hecho de ese punto una fortaleza verdaderamente inexpugnable.
Unas de las trincheras, la que más se avanzaba al mar por el lado de Vi-
lla, en el cerro a cuyas faldas comienzan los pajonales y valle de este nombre,
partía desde un fortín que miraba al mar y defendido por dos ametralladoras
Nordenfelt, y siguiendo las ondulaciones de la cima llegaba hasta otro cerro en
que se ven las ruinas de una antigua población y un cementerio indígena.
Este último cerro venía a ser una especie de escalón del gran cerro de que
he hablado más arriba y que dominaba las primeras series de fortificaciones en
forma de medialuna.
Descendiendo este escalón, se llegaba a un angosto callejón que conduce
a la población de Chorrillos por los faldeos del morro Solar, y que por el lado
opuesto cierra en toda su extensión una tapia de adobones paralela a un ancho
canal. Esta tapia había sido aprovechada como trinchera, y por Dios que era
una excelente obra de defensa, desde que no era posible tomarla de frente sino
por su flanco izquierdo.
De este canal y tapia se extiende para el N.E. un angosto valle dividido
en potreros y que va a juntarse con las llanuras de San Juan, cerrando todo
esto por el lado de Lurín el semicírculo de los primeros cerros y fortificaciones
ocupadas por el enemigo.
Donde comienza el callejón que conduce a Chorrillos, parte formando un
ángulo, un angosto camino que, faldeando algunos morros conduce a las casas
de Villa.
Para ser más breve y más claro, diré que en pos de la medialuna de cerros,
venía un valle, enseguida otro cordón de alturas y otro y otro, de tal modo que
las abras de la primera serie eran cubiertas por los morros de la segunda y así
sucesivamente hasta entrar al valle de Chorrillos.
Por el lado del mar no había solución de continuidad. La enorme masa del
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morro Solar levantaba sus escarpados farellones, y erguía sus conos formida-
bles asomando las negras bocas de sus cañones.
Lo repetimos, los peruanos habían trabajado con tesón inquebrantable
para convertir todas esas alturas en otras tantas ciudadelas inexpugnables, y a
la verdad que lo habían conseguido y con mucho.
El dictador Piérola, que dirigía personalmente esas obras durante el día y la
noche, ha manifestado que estaba dispuesto a defender a Lima por todos los me-
dios y hacer pagar caro a los chilenos su entrada a la ciudad de los Virreyes.
Nada había omitido, y cuantos han recorrido el campo de batalla y sus
atrincheramientos y fortificaciones no han podido menos que quedar sorpren-
didos del empuje y arrojo que se han necesitado para desalojar a los peruanos
de sus formidables posiciones.
Y razón tenían los peruanos para creerse allí invencibles, como también
lo creían los extranjeros que desde Lima y el Callao habían ido a visitar esas
fortificaciones.
Ahora, para dar una ligera idea de cómo estaban artilladas todas esa cum-
bres, diremos que solo en el morro de Chorrillos, propiamente dicho, es decir el
que domina el pueblo por el lado del mar, se tomaron los siguientes cañones:
2 Parrot de a 70.
1 obús de bronce de 12 cm.
1 Rodman de a 300.
1 Wilwart de acero de los que tenía la Unión, y según entendemos llama-
do el Mal Criado.
1 ametralladora bávara.
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La batalla de Chorrillos
A las 3.30 a.m. del 13, y en medio de la oscuridad que aún hacía más densa
una espesa Camanchaca, el coronel Lynch, conforme a las instrucciones del
General en Jefe, ponía en movimiento su División, desplegando en batalla los
regimientos, en perfecto orden y a marcha forzada para estrechar la distancia
que le separaba de las fortificaciones peruanas, que se destacaban como gran-
des masas negras en el horizonte.
En las filas reinaba un silencio profundo, percibiéndose solo el ruido de
las pisadas cadenciosas de nuestros soldados sobre la pesada arena.
La División marchaba en este orden, principiando por la izquierda nues-
tra o lado del mar:
El 2º batallón del 4º con el 2º del Chacabuco desplegados en guerrilla,
formaban la 1ª línea a poco más de 100 metros a vanguardia de los primeros
batallones de dichos regimientos, que componían la 2ª línea.
El regimiento Atacama, a la derecha de los anteriores, avanzaba en bata-
lla, seguido a 100 metros a retaguardia por el Talca.
El 2º de línea, seguido del Colchagua, formaban el ala derecha de la Divi-
sión Lynch, que al avanzar siguiendo las ondulaciones y quebraduras del terre-
no, semejaba una colosal serpiente cuyos anillos se arrastraban acompasada y
silenciosamente.
Del Coquimbo y Melipilla nada podía distinguirse; pues como debe re-
cordarse, marchaban por la playa y los ocultaban a nuestra vista los cerros y
lomajes de Villa.
La artillería de la 1ª División, al mando del sargento mayor Gana, había
tomado sus posiciones en una pequeña planicie a poco más de 1.500 metros
de las alturas ocupadas por el enemigo. La artillería de campaña de la reserva,
que mandaba el comandante Novoa y a las órdenes inmediatas del coronel
Velásquez, se había colocado a las 4 A.M. en los faldeos de un cerro de donde
podía oblicuar sus magníficos Krupp hacia la derecha.
Por otra parte, y casi a la misma hora, el comandante Wood con su regi-
miento tomaba posiciones convenientes frente a los tres morros que ocultan a
San Juan y que venían a ser la izquierda del enemigo, y las baterías de montaña
Keller y Ferreira, que se habían adelantado a la Brigada Jarpa, ocupaban tam-
bién excelentes posiciones para ofender a los peruanos.
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Disposición de la Primera División en la batalla de Chorrillos.
Lectura: 1. Morro Solar. 2 Línea peruana. 3. Regimiento 4º de Línea. 4. Regimiento Chacabuco. 5. Regimiento Talca. 6. Regimiento Atacama.
7. Regimiento 2º de Línea. 8. Regimiento Zapadores. 9. Regimiento Coquimbo y Melipilla. 10. Jefe de la División.
Dibujo realizado por Ruperto Salcedo, capitán del Regimiento Buin.
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Dibujo del ataque a Chorrillos, realizado por un capitán del Regimiento Buin.
Son las 6 A. M.
Ya se distinguen mejor los objetos.
El 2º de línea y el Colchagua, derecha de la 1ª División, han salvado ya
la falda del tercer morro, y a corta distancia de las trincheras enemigas, tocan
calacuerda y se abalanzan impetuosamente cargando a la bayoneta.
Saltan las trincheras, el soldado José Manuel Oñate, el primero de todos,
y clavan la bandera tricolor al mismo tiempo que se deja sentir un gran estam-
pido y una luz rojiza, como la del primer fuerte, ilumina el espacio como un
fuego de bengala.
Ya tenemos en nuestro poder dos de los principales fuertes del enemigo;
pero este no es sino el prólogo del sangriento drama. Quedaba todavía lo
principal.
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para más adelante la tarea de entrar a referir algunos de los infinitos y glorio-
sos episodios de esta inmortal jornada, que podrían interrumpir el hilo de mi
relación.
El 4º y el Chacabuco se habían apoderado, como he dicho, del primer
fuerte de la derecha enemiga, rompiendo sus fuegos a 100 metros de distan-
cia.
Al mismo tiempo se vio que una eminencia vecina era coronada por un
cordón de tropas a cuyo centro marchaba un jinete llevando en la diestra una
gran bandera, que muy luego al desplegarla el viento, pudo verse que era una
bandera chilena, y que poco después desaparecía de nuestra vista.
No había duda. Debían ser el Coquimbo y el Melipilla los que encimaban
ese cerro, y de quienes nada se sabía hasta entonces, ignorándose qué suerte les
habría cabido en su arriesgada y difícil empresa.
Después supimos que la bandera la hacía flamear el comandante Balma-
ceda del Melipilla.
Como estos cuerpos iban en breve a unirse al resto de la División Lynch
para proseguir en la titánica empresa de arrebatar a la bayoneta las series de
fortificaciones enemigas que formaban lo que llamaremos el grupo del morro,
digamos algo sobre la manera como habían cumplido su difícil comisión.
Siguiendo las instrucciones del coronel Lynch, ambos cuerpos siguieron su
marcha por la playa de Conchán, a las órdenes del comandante del Coquimbo,
teniente coronel José M. 2º Soto, sin apartarse de las orillas del mar, cuyas olas
se rompían bajo las plantas de esos bravos.
Desde que llegaron a la altura de Villa, cuyas casas dejaron a la derecha y
se internaron por las vegas, marchaban por decir así, en acecho a fin de no ser
sorprendidos por las avanzadas peruanas y tomar de improviso al enemigo por
su flanco izquierdo, y si era posible, por su retaguardia.
Una vez cerca de la bahía de Chira, cuatro compañías de Melipilla y un
batallón del Coquimbo se dirigieron por un angosto sendero hacia una ense-
nada vecina donde se habían percibido dos fortines que por ese camino podían
tomarse por la retaguardia.
Las otras dos compañías del Melipilla, desplegadas en guerrilla sobre la
derecha del resto del Coquimbo por el lado de las vegas de Villa, comenzaron a
subir la agria y empinada falda del primer cerro. La ascensión era penosísima,
teniendo los soldados que hacer uso de sus yataganes, que clavaban en el suelo
y entre los riscos, para no rodar por aquella pendiente cortada a pico.
Inmediatamente que la sección que había marchado a la caleta vecina lle-
gó al punto de su destino, se encontró efectivamente con dos fuertes en forma
de medialuna; pero estos se hallaban abandonados y sin cañones.
Retrocedieron entonces para unirse con el resto y tomar las alturas.
Como a la mitad de la pendiente, el enemigo, que hasta entonces no había
visto a los nuestros, rompió con un nutrido fuego que no consiguió detener a
nuestras guerrillas.
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Nos quedan todavía los tres fuertes del centro, en cuyas cimas, perfecta-
mente atrincheradas y artilladas, los peruanos se baten desesperadamente, sin
flaquear, sin interrumpir ni por un instante el apretado fuego que hacen sobre
los nuestros.
Esmeralda y Chillán, los vencedores de Tacna, y el histórico Buin, cuyo
solo nombre aterraba a los peruanos que en todas partes veían buines, rivali-
zaban en arrojo, en serenidad, en abnegación, y estrechaban cada vez más la
distancia que los separaba de sus enemigos.
Animados por la más noble y santa de las emulaciones, los tres regimien-
tos, dirigidos por el coronel Gana, avanzaban sin inmutarse, como si se tratara
de un simple simulacro, sin embargo de que el enemigo arreciaba sus fuegos a
medida que menor era la distancia y de que las bajas iban en aumento.
Eran las 7.05 A. M., cuando con increíble arrojo, los 3 cuerpos trepaban a
la cima, y 5 minutos después hacían flamear en esas terribles alturas el tricolor
chileno en medio de entusiastas vivas a la patria.
El Lautaro protegido por la artillería Jarpa, se había apoderado a viva
fuerza del encumbrado morro de la extrema izquierda, que momentos antes
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La 2ª División, a las órdenes del general Sotomayor, siguió tras de los fu-
gitivos y descendió al valle, al mismo tiempo que a él entraba la 3ª.
El General en Jefe, que desde los primeros momentos del combate, desde
que se inició el fuego, dirigía con certera mirada las operaciones y enviaba con
sus ayudantes las órdenes convenientes, situándose en puntos culminantes que
le permitían abarcar casi toda la línea, y sin pararse en las balas que silbaban
en torno suyo, ni las bombas que estallaban a sus pies, bajó también con el Es-
tado Mayor y Ministro de la Guerra con dirección al valle, siendo aclamado a
su paso por oficiales y soldados, que marchando hacia San Juan, prorrumpían,
al ver a sus altos jefes, en estruendosos ¡viva Chile!
Arrollado y vencido el enemigo en toda su primera línea a las 7.10 A.
M., se replegó en completo desorden a su segunda línea, protegida a más de
sus atrincheramientos por los fuegos que de las altas cumbres del morro So-
lar dominaban toda la serie de fortificaciones desde el mar hasta el valle de
Chorrillos y San Juan llegando sus proyectiles hasta las casas e iglesia de este
último nombre.
La 2ª División, habiéndose apoderado de todas las alturas de la izquierda
y centro de los peruanos, descendió al valle de San Juan en persecución de los
fugitivos que corrían por los potreros y se ocultaban tras de las tapias, debajo
de los puentes, refugiándose muchos en el interior de la iglesia y casas de San
Juan, desde donde hicieron todavía algunos disparos por las ventanas, atran-
cando las puertas.
Esto obligó a los nuestros, que vieron caer algunos compañeros, a no dar
cuartel a los vencidos que aún hacían resistencia ocultos tras gruesas murallas.
Los regimientos de reserva, Valparaíso, 3º de Línea y Zapadores, entraban
también al valle y acampaban, el último en las casas de San Juan, y los otros
dos en los potreros situados a la espalda del caserío.
Como el fuego continuara por nuestra izquierda y se hiciera de momento
en momento más recio, la División Sotomayor marchó en dirección al morro
por el lado de tierra, para asaltar las fortificaciones y los últimos atrinche-
ramientos de los peruanos, atravesando los potreros en que está dividida la
llanura.
La artillería Wood, la Brigada Jarpa, las baterías de los capitanes Nieto,
Ortúzar, Flores, y Bezoain, recibían igualmente orden de dirigir sus fuegos so-
bre las alturas del morro, que en esos momentos, 9.20, arrojaban un torrente
de plomo sobre las divisiones Lynch y Sotomayor y sobre la artillería que sal-
vando tapias y canales, atravesaba el valle para tomar sus posiciones.
La División Lagos, que una vez en línea la 2ª ocupaba nuestra extrema
derecha, hacía desplegar todas sus guerrillas al mando del sargento mayor
Castillo, del regimiento Santiago, y flanqueando la izquierda enemiga, sin dis-
parar un tiro, pasaba por la retaguardia del gran morro que se había tomado
el Lautaro y seguía por el faldeo de la primera línea de cerros en dirección al
morro Solar.
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Algunos dispersos enemigos, ocultos entre los árboles o detrás de las ta-
pias, hacían fuego sobre las tropas chilenas; pero muy luego la 3ª División dio
cuenta de todos ellos.
El regimiento Carabineros de Yungay y granaderos entraban al mismo
tiempo al valle por nuestra derecha, y Cazadores por el abra del centro, entre la
primera serie de alturas del lado del mar y la que tomó la división Sotomayor.
Cazadores recibió orden de marchar por el valle en dirección a la playa
para cargar sobre el enemigo que pudiera dejarse caer por ese costado; y los
otros dos regimientos avanzaron por nuestra derecha en persecución de los
derrotados que huían hacia Chorrillos.
El ejército chileno formaba entonces un extenso arco que encerrando las
fortificaciones y pueblo de Chorrillos, se hacía adelantar oblicuamente en di-
rección a este último punto.
Los Carabineros que se encontraban en el extremo derecho de ese arco,
clavaron espuelas al distinguir a la caballería peruana, que inmediatamente se
puso en precipitada fuga hacia el interior.
Viendo en esos momentos el señor General en Jefe que una gruesa colum-
na de infantería trataba de flanquear nuestra derecha, ordenó a la caballería
que cargara sobre esas fuerzas.
Granaderos y Carabineros estaban ahí para ejecutar esas órdenes.
El regimiento Carabineros de Yungay, que estaba a la extrema derecha, se
puso en el acto en marcha. Desde el primer momento tropezó con obstáculos
casi insuperables. El terreno estaba cruzado en todas direcciones por canales
de regadío, y las tapias de los potreros que eran otras tantas trincheras para los
peruanos que hacían ocultos un nutrido fuego de fusilería.
Al regimiento Granaderos, que marchaba más a la izquierda y en la mis-
ma dirección, se le presentaban iguales obstáculos, sin contar con las minas
que, como en todo el campo en que operaba nuestro ejército, estallaban de
segundo en segundo.
Pero, buscando pequeños boquerones en las tapias, o saltándolas en las
partes menos altas, o derribándolas a caballazos y sablazos, ambos regimientos
avanzaban paulatinamente.
En el trayecto recorrido por los Carabineros reventaron 18 minas. Una
de ellas envolvió al comandante Bulnes, al mayor García Videla y al capitán
ayudante Soto Salas, y otra arrolló el caballo del 2º comandante Alcérreca.
El comandante Bulnes sin inmutarse, gritó entonces, pues los soldados lo
creyeron por un momento muerto o herido: ¡Adelante, Carabineros de Yun-
gay! ¡Haceos dignos de vuestro nombre! y pasó a tomar la vanguardia del
regimiento.
Pasadas las minas, se cargó en columnas de escuadrones, soportando el
fuego de flanco que hacía el enemigo oculto en las zanjas y tapias, llegando
hasta las mismas trincheras enemigas y cruzándose los sables y los rifles.
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su bautismo de fuego, recibía ahora el de la noble sangre del valiente hijo del
norte que había sucumbido a su sombra para darle inmarcesible gloria.
Aquella fue la señal para que todo el regimiento se abalanzara como una
avalancha, haciendo horribles estragos en los defensores del fuerte, que luego
cubrían con sus cadáveres, centenares de ellos, toda la cima, huyendo solo
unos pocos en dirección a la cumbre vecina, la más alta de todas y que da fren-
te al pueblo y defiende el morro por ese lado.
El 2º de Línea y el Colchagua iban luego a unirse con sus compañeros de
la izquierda, después de apoderarse de una formidable trinchera colocada en la
cumbre de otro cerro, y después de una lucha sangrienta y rabiosa.
Los peruanos se batían como desesperados, tanto más cuanto que conta-
ban con los refuerzos que les llegaban de Miraflores y de Barranco, y que veían
que nuestras tropas estaban agobiadas por tan largo y crudo combate.
El 4º y el Chacabuco se habían apoderado también de una segunda línea
de trincheras, en que los peruanos hacían prodigios de valor; pero todo era
inútil contra el empuje de nuestros oficiales y soldados, que seguían adelante
haciendo fuego en avance.
El coronel Toro Herrera, primer jefe del Chacabuco, recibía una bala de
flanco que lo atravesó más debajo de las caderas. Atendido inmediatamente
por el señor Llausás, subió nuevamente a caballo, a pesar de su herida y con-
tinuó al frente de su atrevido regimiento en dirección a los atrincheramientos
enemigos, hasta que le mataron sucesivamente los dos caballos que montaba y
quedó imposibilitado para marchar a pie por la herida que había recibido.
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El cansancio y la sed habían agotado las fuerzas de nuestra tropa, y solo unos
pocos podían sostener el ataque de los dos últimos refugios del enemigo. Aperci-
bido de esto los peruanos, trataron de sacar partido a la situación. Redoblaron
con furia sus fuegos y comenzaron a avanzar la fuerza que defendía las trincheras
de la falda del cerro, con el propósito de flanquear por la izquierda y recuperar el
último fuerte abandonado y que se encontraba en poder de unos cuantos soldados
nuestros de los diversos cuerpos de la división, animados por sus oficiales.
La artillería mandada por el mayor Gana no cesaba de disparar a fin de
detener al enemigo; pero las municiones comenzaban a agotarse, y poco más
tarde quedaba reducida a la impotencia.
La situación no podía ser más crítica para los nuestros.
Eran las 11 A. M.
Esos valientes llevaban 6 horas de encarnizado y mortal combate.
La escuadra, que al amanecer hizo algunos disparos con los cañones de la
O’Higgins y la ametralladora de la lancha a vapor del Blanco, tuvo que parar
sus fuegos, pues sus proyectiles, aunque perfectamente dirigidos, podían caer
sobre los nuestros, que se hallaban casi confundidos con el enemigo. Los mo-
mentos eran desesperantes, y lo fueron más aún, cuando la artillería, después
de haber agotado sus municiones, y 1 cajón de las del enemigo, y siendo el
blanco de los fuegos del morro, tuvo que retirarse hacia una falda del cerro,
para no ser impunemente fusilada.
Las fuerzas peruanas de las trincheras de la falda habían avanzado para
apoderarse del último fuerte que habían abandonado. El puñado de valientes
que ahí se encontraba, tuvo que abandonarlo, pues no era posible sostenerse,
quedando en el campo la mayor parte de ellos.
En estas circunstancias fue herido de muerte el esforzado y entusiasta
subteniente del Talca, Francisco Wormald.
Cuando el enemigo recuperaba este fuerte, la 2ª División había roto sus
fuegos sobre el morro conjuntamente con la artillería de la 2ª y 3ª División y la
de campaña, y acudían a toda prisa en auxilio de la 1ª, la reserva, y la División
Lagos.
Eran las 11.20.
El comandante Urízar Garfias que avanzaba en esos supremos instantes por
la izquierda de la 1ª división con una pequeña parte del regimiento Talca, recibió
orden de flanquear al enemigo por ese lado en sus últimas fortificaciones.
El fuerte recién recuperado comenzó a hacer un nutrido fuego por ese
costado para evitar el avance en la dirección indicada.
El comandante del Talca, con sus pocos soldados, marchaba con imper-
turbable serenidad bajo esa lluvia de balas que caían a su alrededor. Libró
afortunadamente, recibiendo dos balazos el caballo que montaba.
Esta operación por la izquierda fue infructuosa a causa del corto número
de combatientes, y los que la emprendieron se vieron en inminente peligro de
ser cortados por el enemigo.
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Las fuerzas peruanas que defendían el fuerte no tenían más salida que la
de un camino que baja para el muelle, y toma después la playa y las escarpadas
pendientes de la costa.
Rodeadas casi por todas partes, comenzaban a ceder replegándose todas,
perseguidas de cerca por los nuestros, al último fuerte, el llamado de Chorri-
llos, y que domina la bahía y la población.
Mientras tanto el tiroteo arreciaba en las calles, casas y suburbios de Cho-
rrillos.
En las alturas, el enemigo cedía el terreno palmo a palmo; pero acosados
por los cuerpos de la Brigada Barceló y restos o grupos de diversos regimientos,
principiaron a desbandarse, y muy luego se declaraban en completa derrota,
huyendo por la única salida que les quedaba, hasta que esta les fue igualmente
interceptada.
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Walter Douglas Dollenz
Guardia Peruana Nº 1
Cajamarca Nº 3
Ayacucho Nº 5
Tarma Nº 7
Callao Nº 9
Libres de Trujillo Nº 11
Artillería Volante
Artillería de Campaña
Batería de Chorrillos
Batería del Callao
Sin contar con dispersos de otros cuerpos, como del Huánuco Nº 17, que
fueron a refugiarse en él.
Sus principales jefes y más de 700 soldados cayeron prisioneros en el mo-
mento de la rendición.
Este obstinado combate en los postreros baluartes del morro de Cho-
rrillos, nos hizo dueños de todas las alturas y de la más espléndida de las
victorias. El combate que se había trabado en el pueblo, podía considerarse,
como en efecto lo era, como los últimos estertores de una agonía que se había
prolongado demasiado y que estaba cercana a la muerte; y era más fruto de la
desesperación o de la locura de los peruanos allí refugiados y que se veían per-
didos irremisiblemente, y no del propósito de una resistencia que pudiera tener
siquiera el más remoto viso de ser provechosa o eficaz para las desconcertadas
huestes enemigas.
O quien sabe esos ilusos, confiados en vanas e ilusorias promesas, espera-
ban grandes refuerzos que vinieran en su auxilio.
Algunos cuerpos, los de la 1ª División, que desde el alba habían comba-
tido sin interrupción por espacio de nueve largas y terribles horas, podían al
fin de tantas fatigas, buscar un descanso a la sombra de los árboles y en los
potreros que se extienden a la falda de los cerros hacia el norte.
Mientras tanto el tiroteo seguía en la población, pero ya más débil, más
apagado, con largas interrupciones.
El 3º de Línea que había llegado hasta unas tapias y ruinas de un antiguo
cementerio a la entrada del pueblo, hacía huir bien pronto a algunas fuerzas
peruanas parapetadas tras esas ruinas. El sargento mayor Serrano Montaner,
que recién el día antes había recibido este grado, avanzó con algunos hombres,
para penetrar en la ciudad.
En ese momento, rehechos los peruanos y reforzados, rodean al valiente
jefe, que cae muerto en brazos de sus soldados.
Estos no reconocieron límites, en su furor, y corrieron a vengar la muerte
del mayor Serrano y los capitanes Valenzuela y Riquelme, y teniente Layz, en
las calles de Chorrillos, donde sus enemigos se habían refugiado.
Por todos lados se cercaba a los porfiados vencidos de San Juan y del
morro Solar.
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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
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El comandante Holley con unos 300 hombres del Esmeralda, entró al pue-
blo, batiéndose contra los que se defendían desde el interior del cuartel o Es-
cuela de Cabos, y siguiendo por las calles con su ayudante Federico Maturana,
iba desalojando al enemigo de casa en casa, de encrucijada en encrucijada.
El Bulnes hacía igual operación por otro lado, y el regimiento de Zapa-
dores hacía también su entrada para poner término a esa larga lucha, a todo
trance, que se prolongaba demasiado.
No había casa desde donde no se hiciera fuego.
Un nuevo tren artillado llegaba de Miraflores y rompía sus fuegos contra
la artillería que se había situado dando frente a la línea para impedir la llegada
de todo refuerzo enemigo. Estos trenes se sucedieron sin interrupción desde
que nuestras fuerzas obligaron a los peruanos a concentrarse en el morro.
Eran las 3.40 P.M. y aún venían nuevos trenes, más tal vez para proteger
la retirada de algunos fugitivos y dispersos peruanos, que con el objeto de ata-
car. Pero de todos modos seguían molestando a los nuestros.
De orden del general Sotomayor, se abocaron cuatro piezas en dirección
a la estación, protegida por el batallón Navales, mientras la batería del capitán
Ferreira marchaba con sus cañones de montaña a situarse en el fuerte de Cho-
rrillos, a fin de combinar sus fuegos con la artillería del llano contra las fuerzas
enemigas que pudieran venir de Lima, y tomar también posesión del menciona-
do fuerte que había caído en nuestro poder con todos sus cañones y pertrechos.
A esa misma hora la Brigada del coronel Barbosa, con las baterías de
montaña del capitán Keller y del teniente Artigas, se ponía en marcha redobla-
da con el propósito de cortar la retirada al enemigo que se batía en el pueblo y
formarle así un cordón infranqueable de fuego.
Las cuatro piezas de artillería enviadas por el general Sotomayor, y man-
dadas por los alféreces Armstrong y Benzán, conjuntamente con una de las
baterías de campaña, la del capitán Flores, hacían retroceder precipitadamente
hacia Lima al tren artillado, que disparaba sus cañones y sus rifles sobre los
nuestros.
Una de las granadas enviadas por el capitán Flores, caía casi en la trompa
de la locomotora. Puede decirse sin la menor exageración, que nuestros arti-
lleros, que dieron pruebas espléndidas de valor y serenidad durante toda la
jornada del 13, ponían los proyectiles donde ponían la vista; no podía exigirse
mayor precisión.
No quedaba ya del poderoso ejército organizado por Piérola si no unos
cuantos hombres que continuaban disparando desde el interior de las casas.
Pero ese número fue disminuyendo paulatinamente, y a las 5 P. M. apenas
se oía uno que otro tiro aislado que se confundía con el estruendo de las pare-
des que se desplomaban y el chisporroteo de las llamas de un voraz incendio
que a cada minuto tomaba mayor incremento.
En cuanto al dictador Piérola, que por los prisioneros tomados en el fuerte
de Chorrillos se supo que había estado con su secretario García y García hasta
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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
infame que fuera; habían echado mano de todos los recursos, aún los más ve-
dados, de todas las astucias para concluir con nuestros soldados.
Pero todo ello solo sirvió para acelerar su ruina; pues, exasperados los
chilenos, prendieron fuego a la ciudad, escapando solo uno que otro edificio,
entre ellos los de los ministros o cónsules brasileño y alemán.
El cuadro que en esas horas aciagas para el Perú presentaba la hasta en-
tonces pintoresca Chorrillos, no podía ser más aterrador. El fuego de rifle por
un lado, y por el otro el fuego del incendio que cubría el espacio con negras
columnas de humo y colosales llamas que subían hasta el cielo.
La Brigada Barbosa, mientras tenían lugar en Chorrillos estas escenas,
en justa represalia, llegaba hasta Barranco, que muy luego era otra inmensa
hoguera, y establecía sus avanzadas.
Con excepción del Esmeralda, que tomó por cuartel la Escuela de Cabos,
y el Bulnes, que se alojó en el mercado, los demás cuerpos se acamparon fuera
de ella. La Brigada Amunátegui en el morro Solar, la reserva entre Barrancos y
Chorrillos, la artillería cerca de la estación.
Desde el fuerte de Chorrillos, adonde nos dirigimos a las oraciones con el
coronel Amunátegui, se dominaba el terrible y grandioso cuadro que ofrecía la
población de Chorrillos en llamas, y allá a lo lejos el de Barranco.
Hasta ese momento no teníamos idea de lo inmenso del desastre de los
peruanos, ni de la victoria espléndida del 13 de enero.
Aguardábamos con anhelo que vinieran los primeros albores del día si-
guiente, escuchando a los valientes del 4º de Línea, del Chacabuco y del Co-
quimbo los infinitos hechos de la inmortal jornada.
Y rodeados de cadáveres enemigos, oyendo zumbar el viento que soplaba
con violencia en aquellas alturas, iluminados por los resplandores del incendio
que nos enviaba sus acres olores, recorríamos con la imaginación calenturien-
ta, después de un día entero de las más encontradas impresiones, los mil y
un episodios de la batalla, que en confuso torbellino se agolpaban en nuestra
mente.
La gran victoria del 13 de enero estaba consumada; el ejército chileno
se había cubierto de gloria en esta inmortal jornada que tan alto colocaba la
bandera de nuestra patria.
Como los hechos se habían desarrollado con tanta rapidez, como no era
posible abarcar en todos sus detalles los infinitos episodios que a cada momen-
to tenían lugar, y como para no interrumpir el hilo de nuestra narración hemos
pasado por alto numerosos incidentes, volvamos por un momento atrás mien-
tras nuestras fatigadas y victoriosas tropas descansan de sus fatigas o toman
algún alimento después de 24 horas de forzada abstinencia.
Tomadas ya las posiciones enemigas del lado de San Juan, el señor Ge-
neral en Jefe avanzó por entre los regimientos de la reserva y de las divisiones
Sotomayor y Lagos, que lo vitoreaban a su paso, y fue a situarse con su Estado
Mayor en una pequeña eminencia de terreno desde donde podía dominar la
situación y dirigir el combate.
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Walter Douglas Dollenz
La artillería del morro hacía un nutrido fuego sobre la nuestra que adelan-
taba a tomar posiciones convenientes y que luego contestaba con sus certeros
disparos. Las granadas peruanas pasaban zumbando por sobre nuestras cabezas
o estallaban a poca distancia, pero sin causar serios daños en nuestras filas.
Una de ellas cayó a 20 pasos del General en Jefe produciendo un incendio,
que se propagó con rapidez en dirección a las casas de San Juan.
Y no fue este el único proyectil que vino a caer o pasó cerca del general
Baquedano. La lluvia de plomo era compacta en todas direcciones, sin contar
con que a más de las balas que surcaban el espacio, brotaban puede decirse, del
suelo las bombas automáticas que desparramaban, en medio de un torbellino
de humo, tierra y piedras, los numerosos segmentos que contenían.
Recuerdo que cuando el General enviaba al coronel Valdivieso con orden
de hacer avanzar la reserva en protección del ala derecha de la División Lynch
y unir la línea entre esta y la Brigada Gana, una de las muchas balas de rifles
le pasó rozando de flanco el pecho y rasmilló el muslo derecho del capitán
Juvenal Calderón que se encontraba a su lado, al mando de la escolta y junto
con el señor Altamirano.
Las bombas explosivas pusieron más de una vez en peligro la vida del General,
la del señor Ministro de la Guerra y de los principales jefes del ejército chileno.
El general Sotomayor se encontraba en la falda de un cerro a treinta pa-
sos a la izquierda del grupo formado por el Cuartel General y Estado Mayor,
haciendo avanzar las baterías Keller y Ferreira, cuando de improviso se siente
una fuerte explosión y una nube de humo, tierra y piedras, envuelve al jefe de
la segunda División.
Se le creyó muerto o herido. Disipado el humo, se vio al General que se
levantaba del suelo. Felizmente nada había sufrido, y la traidora mina solo le
inutilizó el caballo. Tomó otro caballo que halló a la mano, y marchó a ponerse
al frente de su División.
Algo parecido ocurrió al señor Ministro de la Guerra y al Estado Mayor
de la 1ª División.
Avanzaba el señor Ministro con sus ayudantes hacia la izquierda nuestra,
cuando estalló otra bomba envolviéndolo en su explosión; pero por fortuna
sin ocasionarle ningún daño. El señor Vergara que durante el combate demos-
tró un valor a toda prueba, corrió muy serios peligros, pues el enemigo parece
que tenía tiradores especiales para los jefes y oficiales chilenos, sobre quienes
caía continuamente una granizada de balas.
El Estado Mayor de la 1ª División anduvo igualmente feliz, porque la
mina que estalló a sus plantas solo inutilizó el caballo que montaba el coronel
Lynch y mató el del coronel Toro Herrera, hermoso corcel de batalla, obsequio
de su señor padre.
Innumerables son los casos análogos a los anteriores, aunque no todos
con la misma suerte, pues muchas de las bombas y minas nos hicieron nume-
rosas bajas de oficiales y soldados.
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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
Cuando el General en Jefe recorría las trincheras tomadas por el Buin, Es-
meralda y Chillán, trincheras en que los cadáveres de los peruanos estaban uno
al lado del otro casi sin interrupción, nos llamó la atención un grupo formado
por un soldado del Buin y dos peruanos del número 67. El cuerpo del soldado
del Buin estaba doblado hacia atrás, con una ancha herida en el pecho. Su rifle
quebrado en la garganta y con la bayoneta encorvada parecía que acababa de
desprenderse de sus crispadas manos. A sus pies yacían los cadáveres de los dos
peruanos, uno de ellos con el cráneo destrozado y el otro con una profunda
herida en la garganta.
El drama de que fueron actores esos tres hombres debió ser terrible. Al
asaltar la trinchera, el soldado del Buin recibió la herida que más tarde le cau-
só la muerte; pero seguramente tuvo tiempo en las ansias de su agonía para
ultimar a sus dos enemigos, rompiendo su rifle en la cabeza de uno de ellos y
degollando salvajemente al otro.
En los momentos en que recorríamos aquella larga hilera de cadáveres,
muestra palpable del arrojo de nuestros soldados, que allí hicieron más uso de
sus bayonetas y culatas de sus rifles que de las cápsulas Comblain o Grass, y
que estaban en la proporción de diez por cada uno de los nuestros, se acercó el
mayor Jarpa conduciendo prisioneros al coronel Fabián Mariño y al sargento
mayor J. Vicente Villarán, ambos del Estado Mayor peruano.
Proseguimos la marcha en dirección a las casas de San Juan por el mismo
camino que había tomado la División Sotomayor.
Al dar vuelta por la falda de un morro elevado y donde ya flameaba una
bandera chilena sobre los cañones peruanos, encontramos bajo una ruca im-
provisada al capitán ayudante del Buin J. Ramón Rivera, gravemente herido un
poco más abajo del hombro izquierdo, asistido por dos soldados de su cuerpo.
El general Baquedano, que había tenido ocasión de conocer en la expedi-
ción a Moquegua y batalla de Los Ángeles al bravo capitán que se había hecho
distinguir en aquellas jornadas inolvidables, se acercó a él y después de feli-
citarlo a nombre de Chile y al suyo propio, agregó: «Siento infinito su herida
capitán, y espero que pronto sanará».
Y le estrechó la mano.
Esto no es nada mi General, contestó incorporándose el valiente Rivera.
Qué importa la vida si podemos dar glorias a nuestra querida patria…
Y estas palabras nacían de lo íntimo del alma, del más acendrado patriotis-
mo. Y yo me pregunto. ¿Cómo no vencer con hombres de este temple? ¿Cómo
no vencer con hombres que al borde de la tumba solo piensan en su patria y han
hecho desde un principio abnegación completa de su vida y de su sangre en aras
de esa misma patria recuerdo y adoración de todos sus momentos?
A corta distancia del capitán Rivera y en una pequeña carpa levantada en
el fondo de un pozo y junto a la trinchera a que con tanto empuje había asal-
tado el Buin, vimos al capitán Donoso, que había caído herido en aquel mismo
sitio y que ya había recibido su primera curación.
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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
coronel Arístides Martínez que avanzara con la reserva, e impartió las órde-
nes convenientes para que se enviaran a toda prisa municiones a la División
Lynch.
Acompañado del capellán señor Fontecilla nos fuimos con el Valparaíso,
que apenas había recobrado alientos y seguía cuan ligero le era posible a apo-
yar a sus hermanos de la 1ª División. Los oficiales animaban a sus soldados, y
estos se animaban entre sí diciéndose: Vamos niños, a ayudar a nuestros her-
manitos. Y marchaban al trote por potreros y pajonales, devolviéndoles el vi-
gor y la agilidad la sola idea de que sus «hermanitos» se hallaban en peligro.
De un pajonal que dejábamos por la izquierda salieron algunos balazos.
Los proyectiles pasaron silbando por la cabeza del capellán Fontecilla, quien
sin inmutarse, me dijo: A nosotros no nos alcanzan las balas; necesitamos con-
solar a los heridos, y auxiliar a los que van a morir…
Y en efecto, este digno ministro de Jesucristo consolaba a su paso a los
heridos y daba la última bendición de la iglesia a los que exhalaban su postrer
suspiro, sin cuidarse de las balas ni de los peligros que corría.
Y sus compañeros de ministerio, el capellán Vivanco, el padre Labra, los
presbíteros Eduardo Fabres, Luis Montes Solar, Javier Valdés Carrera, Marco
A. Herrera, reverendo padre Pacheco (no sé si se me escapa algún nombre),
todos desempeñaban su santa misión de una manera ejemplar y en lo más recio
y crudo de la refriega, exhortando a los soldados a cumplir con su deber como
chilenos y como cristianos y bendiciendo sus armas.
Pero algunos soldados del Valparaíso que habían sentido los disparos y
visto algunos bultos en el pajonal, lo rodearon como por encanto e hicieron
tabla rasa en él en menos tiempo del que gasto para decirlo.
Con el capellán Fontecilla y el comandante Arístides Martínez nos ha-
bíamos adelantado algún trecho a la reserva buscando un paso por entre las
tapias y canales. Dejamos al jefe de la reserva al lado de un boquerón que daba
salida a los lomajes del lado del mar y seguimos por el faldeo de aquellos a
juntarnos con los cuerpos de la Brigada Barceló, que ya empezaban a trepar las
empinadas crestas de los cerros.
El Caupolicán tomaba en esos instantes un corto descanso para organizar
su línea y muy luego emprendía también la ascensión con sus jefes al frente,
entre ellos el bravo Dardignac que poco tiempo antes había sido nombrado 2º
jefe del Caupolicán.
El Bulnes y Valdivia iban adelante.
Dejando a los cuerpos de la Brigada Barceló, cuando ya el Santiago ha-
cía flamear su estandarte en la cima del primer contrafuerte del morro que
teníamos a nuestra derecha, descendimos hacia la playa bordeando el cerro
por donde habían hecho su increíble y penosa ascensión el Coquimbo y el
Melipilla.
En la playa encontramos al comandante Soto, del Coquimbo, que era con-
ducido en una camilla improvisada con rifles, gravemente herido más abajo del
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Walter Douglas Dollenz
hombro. Entre medio de un montón de rocas, guareciéndose del sol estaban los
subtenientes del Melipilla, Daniel Portales y Federico Valdivieso, aguardando
que llegara algún ambulante a hacerles la primera curación.
El señor Fontecilla se bajó de su caballo y dirigiéndoles algunas palabras
de consuelo, les dio a beber agua con cognac que llevaba con este objeto.
Luego vimos desde una altura que un bote de la escuadra atracaba a la
playa, y más tarde supimos que en él venían cirujanos y socorros para los
heridos, enviados por el Almirante Riveros, gracias a los cuales no perecieron
aquellos valientes, pues las ambulancias no llegaron por ese lado.
Este no es un reproche al personal del servicio sanitario, pues individual-
mente cada cual hizo cuanto estuvo a su alcance por atender los heridos, aun
exponiendo su vida, y la línea de batalla era muy extensa además; pero por su
misma organización, este servicio dejó mucho que desear.
Como este asunto del servicio sanitario encierra, a nuestro juicio, una
cuestión muy seria y de gran importancia para nuestro ejército, nos propone-
mos ocuparnos de él por separado y con alguna extensión.
Continuando nuestra excursión a través de los cerros y fuertes que habían
servido de escenario a tan sangriento drama, y que estaban cubiertos de rifles,
cañones, cajas de guerra y prendas de vestuario, descendiendo y ascendiendo,
llegamos al fin al callejón que conduce al pueblo, y que estaba sembrado de
cadáveres de los enemigos, que se habían parapetado detrás de la larga y ancha
tapia que corre en toda la extensión del mencionado camino.
Ya los cuerpos de la 1ª División comenzaban a reunirse cerca del cemen-
terio y en los potreros vecinos, mientras en la población continuaba recio el
tiroteo.
A nuestro paso para la ciudad encontramos al mayor Avelino Villagrán,
del Colchagua, herido en una mano, y tuvimos el sentimiento de saber la muer-
te del sargento mayor del 3º, Serrano Montaner, y otros dignos oficiales de ese
esforzado regimiento.
Por el mayor Villagrán supimos la muerte del intrépido capitán Juan D.
Reyte, del teniente Manuel Carrasco y del subteniente Genaro Molina, que
habían caído como valientes asaltando las trincheras enemigas, y que habían
salido heridos los capitanes Gajardo y Pumarino y varios otros oficiales del
Colchagua, entre otros los subtenientes Palacios, Gómez y Villarreal.
A las 2.30 P. M. entramos a Chorrillos, donde ya estaban los coroneles
Lynch y Urrutia, el comandante Martínez y el comandante Baldomero Dublé,
Jefe del Estado Mayor de la División Sotomayor, con sus ayudantes.
Los peruanos atrincherados en las casas, disparaban sobre nuestros solda-
dos. En una de estas, situada en la calle principal al lado del rancho del general
Pezet, se había hecho fuerte un buen número de enemigos que hacía fuego
contra todo el que pasaba o estaba al alcance de sus rifles. Al frente de la casa
yacían varios cadáveres; era una fortaleza inexpugnable, no podía pasarse por
ahí sin caer bajo el plomo de los que en ella se ocultaban.
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Oficiales chilenos sobre sus cabalgaduras observan los cadáveres de soldados peruanos muertos
luego de la Batalla de Chorrillos o de San Juan el 13 de enero de 1881.
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repetir el grito con que nuestros valientes rompían el fuego, coronaban las al-
turas o clavaban en la cima de los parapetos enemigos la bandera de la patria.
¡Viva Chile!
Después de la batalla
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defender aquella joya tan preciada de los magnates limeños contra los solda-
dos chilenos.
Las lujosas moradas, asilo en que se cobijaban soñadoras y voluptuosas
hadas, y se desarrollaban romancescas leyendas y tiernos idilios de amor, o las
negras tragedias de los juegos de azar, se habían transformado en castillos que
ocultaban dentro de sus murallas a extraviados e insensatos caudillos que no
hacían sino precipitar la ruina y la destrucción de aquella Capua del Pacífico.
En nuestra excursión alcanzamos hasta la cumbre que más se avanza al
S.E. y que no es otra cosa que un elevado y sólido contrafuerte, coronado por
una batería de cañones. En cierta manera viene a ser algo como el fuerte Ciu-
dadela de Arica, pero más escarpado.
Por una de sus empinadas faldas sube un camino o cuesta formando án-
gulos; pero inaccesible para un asalto por estar dominado por dos cañones y
dos ametralladoras prontas a vomitar el plomo y la muerte contra los audaces
que por allí se aventurasen. Sin embargo, el Valparaíso se trepó impávido.
Es imposible, recorriendo esas terribles crestas y quebradas, darse cuen-
ta de cómo nuestro ejército ha podido dominarlas y ahuyentar aterrorizados
a sus defensores. La imaginación, por más esfuerzos que haga, no alcanza a
vislumbrar el valor inquebrantable, la abnegación sin límites, los esfuerzos he-
roicos desplegados por nuestro denodado y patriótico ejército.
Y a medida que visitábamos aquellos sitios, mudos testigos de tan grandes
episodios, pasada ya la fiebre del combate y vuelta la calma a los ánimos, nues-
tra admiración crecía, y desde el fondo de nuestro corazón dábamos gracias al
Dios de las batallas que había hecho resplandecer el derecho y la justicia, y a
los hombres que sin distinción de clases ni edades, habían hecho brillar tan alto
la refulgente estrella de Chile.
Y no sabíamos que admirar más, si la serena y apacible tranquilidad de
los que sobrevivían, o la santidad del sacrificio de los que habían sucumbido
como buenos en la lid.
De regreso de nuestra excursión, y cuando el sol enviaba sus ardientes
rayos sobre aquel campo de desolación y de muerte, los soldados preparaban
su desayuno o se entretenían en la caza de prisioneros, sin hacer el menor
daño a aquellos desgraciados. Por el contrario, compartían con ellos su escaso
alimento.
Como siempre, valientes e implacables durante el furor del combate, ge-
nerosos y compasivos con los caídos y vencidos.
Ya tenían reunidos más de 150 soldados peruanos que habían sacado
de las sinuosidades rocosas de la playa, sin llevar siquiera una bayoneta para
traerlos. Tal vez habrían creído indigno de ellos tomar sus rifles para esa ta-
rea.
Entre los prisioneros recogidos se encontraban algunos oficiales como el
capitán Luis Herrera y teniente Fabricio Elles de la guardia peruana, y Manuel
Céspedes del batallón Tarma número 7.
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Todos ellos fueron enviados a juntarse con sus compañeros que estaban
provisionalmente alojados en el espacioso edificio de la Escuela de Cabos.
Y aquí quiero consignar un incidente que no quiero calificar.
En la tarde del 13, un oficial y unos cuantos soldados del regimiento San-
tiago conducían a los prisioneros tomados en el fuerte de Chorrillos, a cuya
cabeza mandaban entre otros jefes y oficiales el coronel Carlos Piérola, el co-
mandante Juan Fajardo, el mayor Antonio Bernales y los oficiales Eduardo
Grellaud, Alberto Panizo, Ballena, y tantos otros.
Al pasar frente a los coroneles Lynch y Urrutia, comandantes Dublé y Bas-
cuñán y algunos oficiales chilenos que se habían sentado cerca del cuerpo de
guardia que mandaba el subteniente Eduardo Wenzive, los soldados peruanos,
espontáneamente, sin que ninguno de los nuestros les hiciera la menor insinua-
ción, prorrumpieron en vivas a Chile.
De este hecho, que para alguien pudiera parecer inverosímil, fuimos testi-
gos con los jefes antes nombrados.
Poco después de que el coronel Amunátegui envió los prisioneros toma-
dos en la mañana, recibió orden de ponerse en marcha con su Brigada para
acamparse en el camino de Chorrillos a Lima, orden que puso en ejecución tan
pronto como la tropa se hubo desayunado.
Descendimos el ancho camino que serpentea a la falda del morro por el
lado de la población, y que con la cuesta artillada de que hemos hecho men-
ción, son los únicos puntos por donde puede subirse a la cumbre.
Por este camino habían subido los peruanos las pesadas piezas de arti-
llería que defendían sus posiciones, no alcanzando a hacer lo mismo con un
inmenso cañón de a 500, que había quedado en la plazoleta cerca del muelle y
la cureña a la subida del cerro. El acarreo de aquellas máquinas debió costarles
esfuerzos sobrehumanos.
La brigada Amunátegui, atravesando una parte de la población, siguió su
marcha por el camino del ferrocarril de Chorrillos a Lima que corre paralelo
con la vía carretera y fue a acamparse con la otra Brigada de la División en
unos potreros de la izquierda a pocas cuadras de Barranco. Los demás cuerpos
del ejército chileno habían levantado sus campamentos a derecha e izquierda
del citado camino, encontrándose más avanzada la División Lagos y a nuestra
derecha la División Sotomayor.
Parte de la artillería estaba en la estación, parte con las divisiones respec-
tivas y algunas secciones en los fuertes, como la batería Ferreira en el morro.
Detengámonos por algunos momentos en la población de Chorrillos. El
incendio continuaba en su obra de destrucción, propagándose de casa en casa,
de calle en calle.
No hace muchos años, Chorrillos no era sino una miserable caleta de pes-
cadores, contando apenas con unas pocas y miserables cabañas diseminadas en
las faldas de los cerros. Allí acudían en la estación de verano algunas familias
de Lima, atraídas por las limpias y tranquilas aguas de la ensenada.
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La batalla de Miraflores
Antes de la batalla
Tan completo, tan espléndido había sido el triunfo alcanzado por las
armas sobre el poderoso ejército que el Perú había acumulado en las múltiples
líneas de fortificaciones que se extendían desde Villa hasta San Juan y Monte-
rrico, y tan grande, tan inmenso el desastre del enemigo, que si bien se esperaba
tuviera lugar una segunda batalla, no se dudaba por un momento de una nueva
victoria, considerándose como una verdadera locura la resistencia a las puertas
de Lima, pues exponían la ciudad a los rigores que corre toda plaza fortificada
tomada a viva fuerza.
Pero no pensaba indudablemente así el dictador Piérola.
Sabíase que con falaces promesas y mentidas palabras, había conseguido
reunir más de 18.000 hombres. Diez a doce mil de la reserva, que habían acu-
dido al llamado de Piérola «Para concluir con los desalentados y deshechos
batallones chilenos incapaces de sostener un nuevo ataque».
5.000 hombres que se habían replegado de Monterrico a Miraflores, y los
dispersos de la batalla del 13, componían la barrera que se oponía al ejército
vencedor.
Pero antes, siempre con la noble mira de evitar una inútil efusión de san-
gre y las funestas consecuencias que podía traer para la capital del Perú un
combate en semejantes circunstancias, el señor Ministro de la Guerra quiso
tentar el último recurso aconsejado por la humanidad y la civilización.
El señor Isidoro Errázuriz, secretario del señor Vergara, fue enviado en
la mañana del viernes 14, en calidad de parlamentario, a conferenciar con el
dictador y manifestarle la inutilidad de su resistencia y la conveniencia de so-
meterse a las condiciones del vencedor. Acompañábanle en su misión el señor
coronel Miguel Iglesias, Ministro de la Guerra, tomado prisionero el día an-
terior, el capitán Guillermo Carvallo, ayudante del señor Ministro, y el alférez
Eduardo A. Cox y tres soldados del regimiento Granaderos, uno de los cuales
llevaba la bandera blanca de parlamento.
El señor Errázuriz y su comitiva llegaron sin novedad a pocas cuadras de
Miraflores, donde le salió al encuentro el coronel Arias Aragües, según enten-
demos Jefe del Estado Mayor General del ejército peruano.
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Sea de esto lo que se quiera, lo cierto es que aquel tren con bandera blanca
no traía la rama de olivo, sino a los señores ministros de Francia, Inglaterra y
San Salvador, este último decano del Cuerpo Diplomático de Lima.
Conducidos a presencia del señor General en Jefe, que se hallaba con el
Ministro de la Guerra, y el señor Altamirano, expusieron verbalmente que
venían a pedir protección para los neutrales residentes en Lima y que a la vez
trataban de salvar a la ciudad de los horrores de un ataque.
Se les contestó que el único medio para alcanzar el fin que perseguían, era
la entrega inmediata e incondicional del Callao y sus defensas.
Como agregaron que para conseguir esto pedían las suspensión de hos-
tilidades, y que por otra parte, el gobierno del Perú solicitaba algún plazo
para hacer gestiones oficiosas conducentes a la paz, y que por último, tenían
esperanzas de que Piérola se sometiera a las condiciones impuestas por Chile,
evitando así un nuevo derramamiento de sangre; se prometió después de largas
deliberaciones y maduras reflexiones, no romper la tregua antes de las doce de
la noche.
Esto importaba suspender las hostilidades, o si se quería un verdadero ar-
misticio que se concedía a los peruanos, sin más compromiso por parte nuestra
que el no romper los fuegos sino pasadas las 12 P. M. Así quedó convenido, y
los señores ministros regresaban a las 9.30. horas.
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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
plazo que estos habían solicitado, y que venía muy a propósito para que nues-
tros soldados se repusieran un tanto de las fatigas de la sangrienta y larga
jornada del 13.
El señor General en Jefe, en vista de estas consideraciones, receloso quizás
de algún lazo o emboscada y desconfiando de los mil ardides y conocida alevo-
sía de los peruanos, tomó las medidas oportunas para poner atajo a un golpe
de mano y evitar las funestas consecuencias de una sorpresa.
Hacía que la División Lagos, que en la noche del 14 había alcanzado has-
ta Barranco, donde acampaba, avanzara hacia Miraflores.
Las dos brigadas de la 3ª División y la artillería respectiva, al mando del
comandante Wood, adelantaron por el camino de Lima hasta muy cerca del
enemigo más allá de Barranco y formaban su línea de batalla, apoyando su
izquierda en el mar y extendiéndose de Oriente a Poniente.
Para efectuar esta operación, el coronel Lagos hizo derribar algunas ta-
pias de los potreros a fin de que la línea no quedara interrumpida, dejando en
pie las que estaban al frente y podían servirle de trincheras. La brigada Urriola
tenía nuestra derecha, y la brigada Barceló la izquierda. La línea de la 3ª Divi-
sión quedaba formada antes de las 2 P. M., en este orden de mar a cordillera:
Regimiento Concepción.
Batallón Caupolicán.
Batallón Valdivia.
Regimiento Santiago.
Regimiento Aconcagua.
Batallón Naval.
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Como se puede ver, Piérola había solicitado una suspensión de armas, sin
más propósito, a nuestro juicio, que el de hacerse fuerte en Miraflores y dispu-
tar el paso a los vencedores de Chorrillos y San Juan. Pero la palabra estaba
empeñada, y se aguardaba con anhelo la llegada de los Ministros Diplomáticos
o la expiración del plazo concedido para castigar la perfidia peruana, caso que
el dictador no aceptara nuestras condiciones y se hubiera servido del Cuerpo
Diplomático como de un juguete para alguna artera alevosía.
El camino que va de Chorrillos a Lima atraviesa una extensión de cuatro
leguas por entre potreros y quintas, y corre paralelo con la línea férrea con la
cual en muchos puntos no forman más que una sola vía.
Desde Chorrillos hasta Cuadrado y Barranco, el terreno es una extensa
llanura ligeramente ondulada y dividida en potreros cultivados.
Barranco, distante de Miraflores menos de 20 cuadras, es una pintoresca
aldea con algunas casasquintas de moderna construcción y elegante aspecto, y
un punto de recreo, por sus arboledas y jardines y su cercanía al mar, para las
familias de Lima. La línea férrea atraviesa por el N.E. una de sus calles, donde
se encuentra la estación del ferrocarril, bonito edificio como casi todos los de
su género en el Perú.
De Barranco a Miraflores, la línea férrea forma una ligera curva y se apar-
ta un tanto al Oriente del camino carretero que arranca rectamente en direc-
ción N.O.
El terreno entre estos dos puntos es más quebrado y dividido en pequeños
potreros cerrados por gruesas tapias de adobón como de dos metros de altura,
y a cuyos costados corren generalmente canales de regadío.
A un kilómetro más o menos de Miraflores, o bien sea en el término medio de
la distancia que le separa de Barranco, una profunda hondonada, talvez un antiguo
cauce, corta la planicie de Poniente a Oriente en toda su extensión, inclinándose en
su extremo derecho hacia el norte y formando así una especie de arco.
Los bordes de esta quebrada o cauce, lo componen colinas y cerrillos de
poca elevación, presentando una serie de montículos separados, de una forma-
ción de acarreo y cubiertas de lajas y guijarros.
Todo el borde del lado de Miraflores está coronado en una extensión de
unos 6.000 metros por una tapia no interrumpida y que solo da pasada al ca-
mino férreo y al carretero.
Esta tapia sigue las ondulaciones del terreno, aumentando con su altura la
profundidad del barranco, y formando de este modo una magnífica trinchera
y foso natural.
Partiendo de esta quebrada el camino férreo y el carretero, continúan por
entre altas murallas de tierra a uno y otro lado, quedando entre ambos una
angosta faja de terreno.
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de las trincheras, todos los puntos por donde podían pasar o avanzar nuestras
tropas, y hasta los bordes de las acequias en cuyas aguas podían apagar su sed,
todo estaba sembrado de minas y bombas automáticas.
Y como si los proyectiles de sus largos Peabody y de sus Remington los
encontraran poco mortíferos, recurrieron también a las balas explosivas.
Y esta infamia está perfectamente comprobada y constatada no solo por
varios ejemplares que vimos en manos de los coroneles Lynch, Amunátegui y
Urrutia y de varios jefes y oficiales del ejército, por los segmentos que los ciru-
janos extrajeron a los heridos, sino también por documentos oficiales peruanos
tomados en el cuartel de Santa Catalina, y por los estados de los trabajos dia-
rios de la maestranza.
Y después de tanta infamia, cuando esas gentes han echado mano de to-
dos los medios, por ilícitos e inicuos que fuesen, para concluir con nosotros;
cuando las minas subterráneas, los polvorazos, las traidoras celadas, las bom-
bas infernales, las balas explosivas, constituían sus mejores armas; después de
todo esto, todavía se persiste en que se les mire y considere, no como a deslea-
les y arteros enemigos, sino como a buenos y excelentes amigos, y se cubra de
flores y de sonrisas los albergues en que guardan sus prisioneros, que lloran y
lamentan la ausencia y la desgracia de su pobre patria, en los teatros, en los
cafés y en los paseos públicos.
La felonía
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Artillería peruana en el cerro San Cristóbal. Al fondo se puede apreciar la ciudad de Lima.
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La batalla
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férrea y adelantaban disparando sus piezas de grueso calibre donde quiera que
se veía gente nuestra.
No encuentro palabras para pintar aquel cuadro aterrador. Cada altura
del terreno semejaba un Vesubio de fuego, cada trinchera parecía una inmensa
lava de plomo hirviente que con horrendo estrépito amenazaba envolver a
nuestro ejército.
Las balas de rifle, cual interminable e infinita faja de langostas, oscure-
cían, podemos decir sin hipérbole, el espacio, cayendo en medio de las tropas
que acudían en demanda de sus armas o avanzaban por el angosto callejón.
El bronco estruendo de la artillería se confundía con los agudos toques de
los clarines y cornetas, el estrépito de las herraduras en el pedernal, el sordo
ruido de los carros de municiones y pesados cañones de campaña, el relincho
de los caballos, las voces de mando de los jefes y oficiales.
Y todo aquel cuadro quedó envuelto en el humo de la pólvora, en el espe-
so polvo que levantaban las caballerías, formando un revuelto torbellino.
Apenas se sintió la descarga con que los peruanos iniciaban su traidor ata-
que, el coronel Lagos, que recorría en esos momentos su línea acompañado de
su Jefe de Estado Mayor, comandante Gorostiaga, y de sus ayudantes Martínez
Ramos, Julio Argomedo, E. Salcedo Pozzi e Infante, y a la sazón se hallaba cer-
ca del Aconcagua, dio el grito de: ¡A las armas muchachos! e inmediatamente
impartió a sus ayudantes las órdenes del caso para repeler el ataque. Estos
vuelan a todo escape bajo el nutrido fuego del enemigo.
En los primeros instantes la confusión fue indescriptible, como lo he di-
cho. Los soldados parecían atolondrados; corrían precipitadamente a tomar
sus rifles y miraban a todas partes como buscando al enemigo invisible y sin
darse cuenta de lo que pasaba.
Aquí los jefes y oficiales de la 3ª División tuvieron que recurrir a toda su
serenidad, a todo su valor, a toda su energía para poder organizar la línea, lo
que se consiguió después de no pocos esfuerzos y de largos minutos de terrible
ansiedad, formando compañía por compañía, batallón por batallón, regimien-
to por regimiento.
El coronel Lagos estaba en todas partes. El coronel Urriola y el coman-
dante Barceló parecían multiplicarse y acudían donde quiera que su presencia
era necesaria, desafiando el peligro y las balas.
Sin el valor y enérgica actitud de jefes y oficiales, animados de la más no-
ble emulación, que arengaban a sus tropas indecisas y como intimidadas ante
aquel ataque imprevisto, ante aquel diluvio de plomo, infundiéndoles bríos con
sus palabras y su ejemplo, quien sabe si los peruanos hubieran visto coronados
por el éxito sus aleves planes.
Nuestros jóvenes oficiales revelaron en aquellos momentos supremos que,
si eran noveles en el arte de la guerra saben pelear y hasta ser héroes cuando
está en peligro la honra y la dignidad de su patria. Gracias a ellos, Chile ha
podido escribir en su historia una nueva y brillante página.
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Los batallones de la Brigada Barceló rompen al fin sus fuegos, y muy lue-
go siguen los de la Brigada Urriola situados a su derecha.
El combate se había empeñado entre 4.300 hombres de nuestra parte y
todo el grueso del ejército peruano que no bajaba de 18.000 soldados. Los
cuerpos que habían entrado en pelea eran:
Regimiento Concepción 665
Batallón Caupolicán 416
Batallón Valdivia 493
Regimiento Santiago 872
Regimiento Aconcagua 1.000
Batallón Naval 870
TOTAL 4.316
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el instante en que iba hacerlo, una bala lo hiere y apenas puede afianzar en el
armón el glorioso tricolor al grito de ¡Viva Chile!
Nuestra artillería de campaña, auxiliada por la de la escuadra que con-
centraba sus fuegos especialmente sobre la batería de la costa, se batía en toda
la línea a tiro de rifle del enemigo, que redobla sus furiosos disparos de rifle,
ametralladoras y cañón, al ver que la infantería de la 3ª División comenzaba a
hacer avanzar sus guerrillas, protegidas ahora por la artillería.
La Brigada de montaña del mayor Gana, protegida por el batallón Meli-
pilla, adelantaba mientras tanto con la 1ª División hacia el campo de la acción
donde debía tomar posiciones a la derecha nuestra.
Poco después, de orden del Comandante General de Artillería, coronel Ve-
lásquez, avanzaban igualmente las baterías de los capitanes Keller y Ferreira, al
mando del mayor Jarpa, y a marcha forzada se dirigieron a atacar al enemigo
por el centro. La otra batería de la brigada Jarpa, a las órdenes del teniente
Artigas, se encaminaba con la Brigada Barbosa a situarse en unos lomajes de
la extrema derecha.
Para todas sus órdenes y para todas las operaciones de la artillería, el
Comandante General del arma puso a contribución a sus animosos ayudantes:
sargento mayor Alberto Gormaz, que ya había hecho conocimiento con las
balas en Tacna y Arica; capitanes Roberto Ovalle, el mismo que en la glorio-
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1. Miraflores. 2 Fortificaciones peruanas. 3. Carabineros de Yungay. 4. Regimiento Valparaíso. 5. Regimiento Navales. 6. Regimiento Santiago.
7. Regimiento 3º de Línea. 8. Regimiento 4º de Línea. 9. Regimiento Nº 2 de Artillería. 10. Regimiento Coquimbo. 11. Regimiento Atacama.
12. Jefe de la 3ª División.
Dibujo realizado por Ruperto Salcedo, capitán del Regimiento Buin.
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bolo sagrado de la patria querida, no caerá en poder del enemigo mientras esté
de pie el que habla y todos los demás que tienen el deber de defenderla».
Y el comandante Canto cumplía su promesa, así como su regimiento cum-
plía su deber, siguiéndole luego el Atacama.
Pero, como antes lo he dicho, en esta sangrienta jornada parece que una
fatalidad invisible se ensañaba contra nuestros jefes estimados. Los sargentos
mayores de estos regimientos caían poco después, Rafael Zorraindo, del Ata-
cama, muerto; Miguel Arrate, del 2º, herido; como más tarde lo eran los dos
jefes del Coquimbo, Marcial Pinto Agüero y Luis Larraín Alcalde, y Telasco
Trujillo del Colchagua.
No sin grandes esfuerzos de jefes y oficiales pudo organizarse la línea. Las
tropas asediadas por el fuego compacto que las diezmaba, vacilaban, y con
razón, pues tenían que ir entrando en línea a 100 metros del enemigo que no
contento con los disparos de su infantería, de sus fuertes con cañones y ame-
tralladoras, enviaba desde sus trenes artillados que recorrían la línea férrea un
torrente de granadas.
Solo una frase encuentro, oída a un soldado, que pinte siquiera pálida-
mente lo terrible y espantoso de aquel fuego: «Era una tupición de balas y
granadas que no se veía el sol».
El general Maturana, los jefes de cuerpo, los oficiales, los ayudantes del
Estado Mayor, se esfuerzan y trabajan para organizar la línea y poder empren-
der el avance, animando a las tropas con la voz y el ejemplo.
Por fin, desplegándose por entre los potreros, protegidas contra el fuego
abrumador del enemigo por las baterías de montaña y apoyadas en su derecha
por los Carabineros de Yungay y más allá por la Brigada Barbosa, las tropas
de la 1ª División se formaban en batalla. A continuación del 2º y del Ataca-
ma seguían el Colchagua, el Talca, el 4º, Chacabuco y Coquimbo. El Quillota
entraba también a reforzar al Talca y al 4º que tenían entre sí el punto mejor
atrincherado y defendido del enemigo.
La Artillería de Marina y el Melipilla no tomaron parte en este avance por
cuanto con anterioridad se habían desprendido de la división, por orden del
coronel Lynch, para proteger las brigadas de montaña de Errázuriz y Fontecilla
cerca de Monterrico Chico.
Establecida ya la línea y siempre bajo los fuegos concentrados de los pe-
ruanos, los restos de la División Lynch, recobrando todo su vigor y energía,
emprenden un movimiento de avance general y se disponen a vengar a sus
muertos y hacer pagar cara a los peruanos su infame felonía.
Los peruanos, lejos de ceder ante el empuje de los bravos de la reserva y
de la 1ª división, se batían desesperadamente, como que defendían los últimos
baluartes que se oponían al ejército chileno en su marcha victoriosa sobre la
antigua capital de los incas y de los virreyes.
Allí habían concentrado todos sus recursos, todo lo que les quedaba en
ejército, cuanto podía ser un dique que en algo contuviera la corriente im-
petuosa e irresistible de las huestes vencedoras de San Francisco y Ángeles,
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neros. Pero más tarde se ponía en movimiento al trote, porque alguien había
llegado al hospital diciendo que uno de los trenes artillados se dirigía a todo
escape con numerosas fuerzas sobre la Escuela de Cabos.
El comandante Holley, dejando de guardia una parte del regimiento en el
hospital, desplegó el resto en batalla y marchó por la línea para cortar el paso
a los peruanos y defender el sagrado depósito que se había confiado a su valor
probado.
Que un tren artillado venía a toda máquina todos lo hemos visto, y no
solo uno sino varios. De manera que si no eran perfectamente fundados los te-
mores del oficial que llevó la noticia, la felonía de la mañana autorizaba a creer
que los peruanos cometieran el crimen de ir a cebarse en los heridos.
El comandante Holley con sus esmeraldinos, estaban dispuestos a vender
caras sus vidas antes que permitir aquel acto de barbarie, y probaban una vez
más que sabían cumplir con su deber y que no hay peligro que no afronte para
cumplirlo el militar chileno.
El Buin y el Chillán, con una sección de artillería se dirigieron con el
comandante Jorge Wood, ayudante de campo del General en Jefe, el mismo
que dio la célebre carga de Tarapacá, hacia el ala izquierda enemiga. Pero
viendo que allí no eran indispensables, porque los cuerpos de la 1ª División ya
flanqueaban ese costado, se les hizo contramarchar al trote y avanzar por el
camino del centro, donde los contrarios sostenían porfiada y tenaz resistencia
auxiliados por el San Bartolomé y la batería de Krupp de montaña que habían
colocado en ángulo saliente para defender el mencionado camino.
Los cuerpos de la 1ª División, bien que diezmados en la batalla de Cho-
rrillos, donde habían tenido los honores y soportado lo más sangriento de la
jornada, querían que en esta no fuera pequeña su parte en la victoria.
Cuando el Buin y el Chillán estuvieron cerca, todos avanzaban desalojando
al enemigo de sus posiciones hasta que aunando sus esfuerzos, se abalanzaron con
terrible ímpetu y sin hacer el menor caso de las minas que estallaban a su paso so-
bre los reductos de la izquierda enemiga, de los cuales se apoderaron a la bayoneta.
No hubo piedad ni cuartel; ni uno solo consiguió huir ni quedó con vida.
Dos de estos reductos volaron en parte con horrible estruendo, pero sin
causar mayores bajas entre los nuestros.
Sobre esas fortificaciones y los montones de cadáveres de sus defensores
que patentizaban con la mudez y la frialdad de la muerte lo tremendo del ata-
que y la enérgica resistencia de los contrarios, flameaba ya el tricolor chileno.
En este asalto rivalizaron todos; el 2º como el Atacama, el Talca como el
4º, el Colchagua como el Chacabuco.
Uno de los capitanes del Colchagua, Pedro Antonio Vivar, fue uno de los pri-
meros en poner su planta sobre la trinchera enemiga; pero, como si la muerte solo
esperara el instante en que el denodado capitán se ciñera los laureles de los héroes
y de los mártires de la patria, una bala le penetró en la frente y lo hacía exhalar el
último suspiro bajo la bandera vencedora que lo cobijaba entre sus pliegues.
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capítulo aparte, y la historia justiciera recogerá sus nombres con cariño como
el de sus demás compañeros de heroísmo, muertos, heridos o ilesos, que han
sabido dar a Chile tan esplendentes glorias.
Nuestra infantería había ganado terreno considerablemente e iba estre-
chando al adversario en sus trincheras del centro y en sus últimos reductos.
A su turno se adelantaba la artillería de montaña para poder contestar
con mejor éxito a su rival.
A las 4.45. P. M. cesan en gran parte los fuegos del enemigo por su dere-
cha y se recrudecen en el centro, donde acumulaban los últimos elementos de
su resistencia.
El San Bartolomé seguía tronando, y el combate era reñido en el centro.
El General Saavedra, poniéndose a la cabeza de un escuadrón de caballe-
ría, carga por el lado izquierdo; pero a cada instante se presentan vallas insu-
perables que impiden maniobrar a la caballería, y que nuestra infantería había
salvado a costa de inmensos sacrificios.
Eran las 5.25 P. M. y el fuego del enemigo comenzaba a amainar. Solo los
cañones del San Cristóbal y de Magdalena disparaban, pero a largos interva-
los. Los Krupp del centro funcionaban aún.
Los demás reductos habían caído en poder de nuestros soldados vencedo-
res, cabiendo al Atacama el honor de tomar en uno de ellos el estandarte del
Batallón número 6 de la reserva.
Un empuje más y la artillería del centro era tomada también a la bayoneta
a pesar del fuego que de enfilada recibían nuestras animosas tropas.
Diez minutos más tarde, los restos del ejército peruano emprendían pre-
cipitada fuga.
El señor Ministro de Guerra, poniéndose a la cabeza de Carabineros de
Yungay, cargaba sobre los fugitivos; pero tanto los Carabineros como Caza-
dores y Granaderos tenían que detener sus caballos ante anchos y profundos
fosos o paredes insalvables. Muy a su pesar, nuestra caballería tenía que dejar
a la infantería el encargo de perseguir al enemigo que en completo desorden
huía hacia Lima, la cual recibía aterrorizada a los primeros heridos y dispersos
peruanos, pero alentando todavía esperanzas en el triunfo de sus armas y la
derrota de los chilenos.
Aunque parezca inverosímil, el hecho es efectivo. En los momentos mis-
mos en que nuestros valientes batallones comenzaban su movimiento de avan-
ce y cuando ya habían desalojado a los peruanos de sus primeros atrinchera-
mientos, alimentábanse todavía en Lima esperanzas de una victoria que con
raras excepciones, creían casi segura los moradores de aquella ciudad.
Y en gran parte no carecían de cierto fundamento esas creencias.
De un lado confiaban en las formidables posiciones que consideraban in-
expugnables, en la aglomeración inmensa de elementos de ataque y de defensa,
en la superioridad de sus fuerzas y de su armamento. Esto nos lo han asegura-
do varios jefes prisioneros y personas caracterizadas con quienes hemos habla-
do en Lima sobre el particular.
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Después de la batalla
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Al amanecer del día 16, el General en Jefe salió con su ayudante de cam-
po, teniente coronel Wenceslao Bulnes, –bizarro jefe que en lo más reñido de
los combates dio siempre prueba de gran serenidad y valor–, a visitar los he-
ridos, hacer recoger a los que aún yacían en el campo y dictar las órdenes
convenientes.
Antes de las 8. A. M. estaba de vuelta, y momentos después llegaba al
Cuartel General el comandante Echeverría con un capitán de la marina italia-
na. Era uno de los mensajeros.
Llevado a presencia del General en Jefe, declaró que venía enviado por
el Cuerpo Diplomático, que pedía una entrevista con el fin de salvar a Lima y
solicitar garantías para los neutrales, pues la ciudad había sido abandonada
por sus gobernantes.
El General Baquedano le entregó entonces un pliego cerrado en el que,
según nuestros informes, notificaba al Cuerpo Diplomático el bombardeo de
la ciudad, agregando que como militar, su deber era obligar a Lima a rendirse
por todos los medios a su alcance, o reducirla a cenizas si pretendía oponer
resistencia, no pudiendo responder en este caso por las consecuencias.
El mensajero, después de saludar al General y personas que lo rodeaban,
tomó el camino de Lima.
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discreción, promesa que más tarde dijo no podía cumplir por cuanto Astete se
negaba a someterse, solicitando entonces que la entrada del ejército chileno a
Lima se efectuase a la mayor brevedad.
Terminada la conferencia, el General dispuso que al otro día, lunes 17,
una fuerza compuesta de tres baterías de artillería, los regimientos Carabineros
de Yungay y Granaderos a caballo, el Buin, Zapadores y Bulnes, a las órdenes
del General Saavedra, nombrado jefe de Lima, saliera a las 2 P.M. para tomar
posesión de la ciudad.
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do por el activo secretario del coronel Lynch, señor Daniel Carrasco Albano, el
cual no deja sombra de duda al más obcecado sobre el acto aleve perpetrado
por los peruanos en Miraflores. Dice así ese telegrama enviado de palacio al
prefecto Astete a la 1 P. M. del 15, momentos apenas antes de la felonía:
Señor Prefecto: Del ferrocarril de Miraflores participan que dentro de po-
cos momentos comenzará combate. La línea tendida solo espera la orden de
hacer fuego. Mucho entusiasmo. Velasco.
¿Qué dirán después de esto los defensores del Perú, los que acusaban a
Chile de vandalismo y a sus ejércitos los llamaban nuevas hordas de Atila?
Y todavía al crimen añadían la burla insultante, audaz, propia solo de
cerebros extraviados o dominados por el vértigo.
El tren que conducía a los señores ministros salió a toda máquina en
dirección a Lima, dejando a los representantes de las naciones neutrales, con
excepción de uno solo que alcanzó a subir al carro, sin tener como regresar, sin
que se pusiera ni un caballo a su disposición.
Los señores ministros tuvieron que emprender la marcha a pie…
Que al servicio del Perú había muchos extranjeros no cabe la menor duda,
y ahí están para probarlo los cadáveres que todos hemos visto, dominando el
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elemento italiano, lo que nada tiene de extraño a nuestro juicio, desde que la
colonia italiana es la más numerosa en Lima y talvez en toda la América.
Se ha dicho que pertenecían a una compañía de bomberos; y repito que
ni en Chorrillos ni en Lima había compañía Garibaldi. La de Lima de llama
Pompa Roma, y la de Chorrillos Pompa Italia.
Por otra parte no hacemos sino constatar un hecho –ese es nuestro papel–
de ninguna manera hacemos un reproche o una censura que está muy lejos de
nuestro ánimo y de nuestro carácter, y que no harían más que despertar odio-
sidades injustas, que no tienen razón de ser.
Esos individuos, creerían así defender sus propiedades, o quien sabe si to-
maron las armas arrastrados por la necesidad, el engaño o falaces medios. De
todos modos, aun suponiendo que lo hicieran por mercenario interés ¿Acaso
toda una nacionalidad es responsable de las acciones de un puñado?
Lo repito: no he hecho más que constatar el hecho. Nada más, nada me-
nos.
Recorriendo el campo, se puede formar una idea de las bajas que sufrie-
ron los peruanos y de las nuestras, y que, uniendo las de ambas batallas, llegan
a la cifra increíble, pero muy aproximada, de 6.000 por parte de los chilenos,
4.600 heridos y 1400 muertos; 9.000 por parte de los peruanos, 6.000 muer-
tos, 3.000 heridos, sin contar más de 3.000 prisioneros.
En cuanto a las fuerzas que entraron en combate, según datos muy aproxi-
mados recogidos entre los jefes peruanos, tenemos en Chorrillos: 26.000 pe-
ruanos.
De los chilenos, sostuvieron el combate por espacio de cerca de dos horas
contra el grueso del ejército enemigo 7.302 hombres de infantería, –la división
Lynch–, 1.370 de artillería, –toda la artillería– formando un total de 8.672
hombres.
Más tarde entró la reserva, 2.610 hombres y la 1ª Brigada de la División
Sotomayor, 2.982 hombres, y sucesivamente el Lautaro, el Curicó, y por últi-
mo dos compañías del Aconcagua, el Santiago y parte de la Brigada Barceló, y
finalmente la caballería, llegando a un total de 17.122 hombres.
En Miraflores: 18.000 peruanos.
De los chilenos se batió sola durante una larga hora la División Lagos,
menos un batallón, en todo, 4.487 hombres, sin disminuir las bajas sufridas el
13; si agregamos toda la artillería, tenemos 5.785 hombres. Más tarde entró
la reserva, que contaría con 2.000 hombres: 7.787. Y por último la diezmada
División Lynch, que a lo sumo llegaba a 5.000; en todo 12.787 hombres.
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Krupp y Grieve (imitación Krupp), fabricados en Piedra Lisa; más 100 cañones
de sitio, Parrot, Voruz, Blakeley, Wilwort, etc. 15.000 rifles Peabody, Reming-
ton y otros sistemas, 8.000.000 de tiros para esos rifles; 100.000 granadas y
balas de cañón de distintos calibres; más de 200 quintales de pólvora y dina-
mita; vestuario y toda clase de pertrechos de guerra.
Y esto era lo que se sabía hasta el 21 de enero; de manera que esas cifras
han aumentado a la fecha.
Sí, el triunfo ha sido espléndido para las armas de Chile. Pero cuantas
nobles víctimas tenemos que llorar, cuanta sangre vertida…
Entre esas víctimas, entre esas nobles existencias, descuella la figura del
coronel Juan Martínez el jefe del legendario Atacama que él formara para los
grandes sacrificios y para la victoria.
Martínez, que en Tacna había dado en holocausto a sus hijos queridos, se
inmola en el altar de la patria y moría en la alborada del 17 de enero, el mismo
día de la entrada triunfal del ejército chileno en Lima, como si solo esperara
esa hora suprema para ir a reunirse con sus dignos hijos que con él han pasado
a la inmortalidad por la puerta de la victoria y por el camino de las austeras y
cívicas virtudes.
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Pero todos esos hechos y todos esos nombres los recogerá cariñosa la his-
toria para inscribirlos en sus mejores páginas. Esos hechos serán la lectura de
nuestros hijos; esos nombres, símbolo de todas las grandes y viriles virtudes;
esos hechos y esos nombres serán enseñanza y admiración para las futuras ge-
neraciones que, si Chile llegara alguna vez a verse en peligro, sabrán inspirarse
en tan altos ejemplos; esos hechos y esos nombres serán enseña de victoria.
Concluyo.
Coquimbo y Talca, Atacama y Concepción, Aconcagua y Chillán, Colcha-
gua y Valparaíso, Curicó y Santiago, Chile entero, de uno a otro confín, debe
estar orgulloso de tales hijos.
¡Salve, ilustres muertos, abnegados mártires, heroicos defensores de la
honra nacional! ¡Salve mil veces, nobles hijos de Chile, que antes de permitir
que la más leve mancha pudiera empañar el esplendor de nuestra estrella, en-
contráis poca vuestra sangre para conservarla inmaculada!
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Walter Douglas Dollenz
Eduardo Hempel
Corresponsal en Campaña
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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
Anexos
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Walter Douglas Dollenz
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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
II
Don Manuel Baquedano y González nació en Santiago en 1826. Tiene, por consi-
guiente, con corta diferencia de días la misma edad de Covarrubias, de Santa María, de
Pinto, de Miguel L. Amunátegui, de A. Reyes, de Emilio Sotomayor, de todos los hom-
bres de la generación dominante, de todos los caudillos del partido liberal. Con don
Federico Errázuriz fue condiscípulo de escuela, y desde allí dató la estrecha amistad de
ambos, a prueba de vicisitudes, a prueba de divergencias y de caídas políticas, a prueba
de la muerte. Divísase todavía, a través de los fornidos barrotes de fierro de Vizcaya del
Palacio de la Moneda, un retrato de pequeñas dimensiones, pero que en lujoso marco
adorna el muro frontal de la Comandancia General de Armas de Santiago; ese retrato
es del ex presidente Errázuriz, la efigie del amigo muerto, la memoria del compañero
para siempre desaparecido.
Por lo general, los retratos de los hombres públicos son viajeros, como su poder.
Ascienden con ellos los peldaños a la más alta sala de honor; pero con ellos bajan
también del artesonado al guarda ropa, o emigran al rústico techo de la estancia o
la provincia. Pero la cualidad moral más antigua, más extensamente conocida, mejor
probada por los vaivenes de la política, de la guerra y de la vida en el alma de Manuel
Baquedano, es la lealtad.
Toda su carrera militar y política es una comprobación de esa virtud, planta rara
y sin raíces en el suelo movedizo de la América del Sur.
Pero recorramos rápidamente esa misma existencia y sus pruebas, que ese solo
fin, más de justicia que de glorificación, es lo que hoy nos pone la pluma en la mano.
III
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Walter Douglas Dollenz
pasó su vida, más en la varonil pero escondida cimarra del cuartel, que en la monótona
banca de la escuela. Pero como fuera naturalmente inteligente, aprendió, más o menos
bien, todo lo que aprendían los demás niños. Empero, lo que aprendió mejor fue el arte
de las cimarras, que requiere una estrategia aparte, ignorada del vulgo estudiantil.
IV
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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
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Walter Douglas Dollenz
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Pero, –noble caso del sometimiento absoluto del hombre a pauta de oro del de-
ber– Cuando en 1859 rugió de nuevo el mal apagado huracán de 1851, y el fantasma
de Loncomilla, evocado a virtud de la mutua intransigente terquedad de los partidos,
volvió a pasearse por los campos del Norte y del Sur de la República, el hacendado de
la Laja descolgó del muro su sable desdeñado, montó el mejor caballo de su hato, y
fue al Maipónvo período de 10 años. Desde 1854 a 1869, el comandante Baquedano
fue solo un huésped de paso en su amplia y deslumbradora ciudad natal. El deber le
había hecho «lleulle», y sin el regalo santiaguino ni el fausto de la escolta presidencial,
aveníase ya con el rudo estambre de su alma aguerrida y de su poncho pehuenche de
trabajo.
Más, en los comienzos del último de aquellos años, el país volvió a necesitar de
su brazo, y como en 1838, como en 1851, como en 1859, el soldado de la ley obedeció
gustoso al país.
XIII
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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
XIV
XV
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Walter Douglas Dollenz
El General en Jefe del ejército, como el general Baquedano, que fue su padre, y el
general Bulnes, que fue su maestro, es un demócrata práctico de primeras aguas.
XVI
Pero fuera de estas sueltas del espíritu soldadesco, genial desde Turena a todos
los hombres de guerra, el general Baquedano cultivaba con culto caballeresco sus altas
relaciones sociales. Generalmente tenía consagrada una tarde en cada día de la semana
para el solaz de la amistad; y en muchas familias, como en la de don Federico Errá-
zuriz, guárdanle los viernes todavía su asiento de recuerdo, aun después de la muerte,
que para todos es el olvido.
El general Baquedano, en el descanso de la ciudad como en la vigilia del campa-
mento, se concede a sí mismo un solo entretenimiento, el honesto de la malilla, en que
nadie es perdidoso. Pero aun en tales ocasiones, el soldado está presente, dominando al
hombre de placer. Apenas oía en sus tertulias de la capital el toque de los clarines que
sonaban el silencio en los cuarteles, exclamaba: «La retreta, señores» e inmediatamen-
te levantaba el campo del sencillo pasatiempo.
El general Baquedano ha dormido siempre en campaña. Una de sus aficiones más
pronunciadas como hijo de afamado jinete, ha sido también el arte hípico, y por esto
ha consagrado siempre un especial esmero al servicio, al cuidado y a la remonta de
las caballerías. Tenía con este objeto en arriendo una chacra en el llano de Maipo, y
allí iba con asidua frecuencia a pasar su revista a esos famosos brutos, que como los
corceles de los Pizarro, han llevado otra vez el espanto a las tímidas masas indígenas y
pedestres de la tierra del sol. El general Baquedano es uno de los más bizarros jinetes
del ejército, y aunque es común decir que estas eternas y largas campañas de los trópi-
cos han menoscabado un tanto su arrogante porte, no hay en los regimientos de Chile
ningún apuesto capitán que le sobrepuje en gallardía, cuando montado en su caballo
Diamante recorría a gran galope las filas en las paradas de honor o en las batallas en
que las balas, espesas como el huracán, formaban cuajo.
XVII
Tal era el Jefe en guarnición. Más, llamado al ejercicio activo de las armas con
motivo de la guerra en que ha cosechado tantas glorias para su patria y para sí mismo,
el General Baquedano, como siempre, partió sin preguntar adonde iba ni a lo que iba.
Conforme al absurdo sistema de los ejércitos españoles en los tiempos de Osorio y
San Martín, le designaron como Jefe del arma de caballería, y aunque este empleo,
ejercitado en el desierto, equivalía a confiarle un puesto en la luna, aceptó aquella ex-
traña misión sin reproche, sin mala voluntad, sin mal humor siquiera. Durante un año
estuvo de esa suerte el que ha mandado más tarde el mejor ejército de la América del
Sur, de caballerizo mayor en Antofagasta, como Caulincourt, duque de Bassano, en la
corte napoleónica; y aunque sus funciones se limitaban a tener en buen orden la tropa
y bien cuidada la caballada, en eso enteró paciente y noblemente su año de noviciado
en la campaña.
El general Baquedano ha tenido siempre como máxima militar «que para saber
mandar es preciso saber obedecer»; y a la verdad, en esa fórmula de la disciplina, des-
cansa toda la sabiduría de las ordenanzas. Por igual motivo, cuando el Ministro de la
Guerra en campaña, don Rafael Sotomayor, le exhortó a que se quedara en Pisagua
cuidando de la producción y la distribución del agua, aceptó sin murmurar aquel hu-
mildísimo encargo, porque sabía que el agua era en aquella crítica ocasión la vida del
ejército.
178
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
XVIII
XIX
Pero donde de una manera casi súbita se reveló el general Baquedano como hom-
bre de mando superior y de resolución propia, fue en el día infausto de Tarapacá.
Ausentes el Ministro de la Guerra y el General en Jefe en Iquique, inmediatamente des-
pués de la rendición de esta plaza, el General Baquedano, dejado por horas a cargo del
ejército, se hallaba a las 6 P. M. de aquel día en el oficina de Ángela, a dos o tres leguas
de Dolores, punto este último en que estaba radicado el Cuartel General. Pero apenas
recibió en una tira de papel, escrito con lápiz por el coronel Vergara, anunciando desde
el borde de la quebrada el fatal conflicto y sus peligros, voló como en alas del viento
al campo desprevenido, y diose tanta prisa en el socorro, que cuando no parpadeaba
todavía la noche, movía todo el ejército en columnas sucesivas hacia Dibujo, punto
forzoso de partida y de reunión para cualquier empresa, encaminado hacia el costa-
do oriental de la pampa del Tamarugal. El general Baquedano marchó toda la noche
alentando a los soldados con su ejemplo; y solo cuando hubo recogido de los jefes que
regresaban del campo de batalla el convencimiento de que no había peligro, se entregó
a un ligero descanso.
En la mañana del 28 de noviembre, reposaba el general Baquedano en el queman-
te caliche, protegido del sol de fuego del estío y de los trópicos por una mala estera,
cuando llegó a decirle que se ponía a sus órdenes el comandante Velásquez, jefe de la
artillería. Encontrábase este distinguido y valiente oficial enfermo a bordo del Amazo-
nas; pero cuando la voz de alarma llegó a la marina, montó a caballo, y marchando
toda la noche sobre la huella del ejército, llegaba a ocupar su puesto sin haber sido
llamado.
El General en Jefe interino tendió en tal ocasión su mano al bizarro jefe, que
había vencido en San Francisco, y comprendiendo toda su patriótica abnegación, se
contentó con decirle: «Gracias, Velásquez, gracias».
Los dos hombres de guerra se habían adivinado el uno al otro, y desde ese mo-
mento han vivido ambos, bajo la lona del campo o la cúpula de la pólvora de la bata-
lla, como bajo la raída estera de la estación de Dibujo.
179
Walter Douglas Dollenz
XX
Llevado en seguida el ejército sin plan, sin estudios suficientes, sin los elementos
de movilidad más indispensables, casi sin propósito, a los médanos de Ilo, después de
dos largas semanas de vacilaciones, acordose hacer algo, y este algo fue encargado al
general Baquedano y su caballería de 800 jinetes, sostenidos por la División Muñoz,
compuesta de 3.000 hombres. El plan era batir una fuerza arequipeña que defendía
a Moquegua, y colocándose enseguida a caballo sobre el nudo montañoso de Torata,
interceptar las comunicaciones entre Tacna y Arequipa, mientras llegaba el momento
de llevar una agresión a fondo contra la primera de esas ciudades, campo atrincherado
de la Alianza.
Todos saben cómo el general Baquedano llevó adelante aquella operación pre-
liminar de la campaña de Tacna. Echando por la primera vez mano de la estrategia,
dispuso un triple ataque por la quebrada circunvalatoria de Tumilaca, por la espalda
de Gamarra y por el frente. Pero pocos conocen un incidente característico de aquel
ataque, que en la vida militar del general Baquedano, es una revelación como la de la
junta de guerra del Amazonas. Cuando el Atacama marchaba a escalar a media noche
el inaccesible muro de piedra que servía de parapeto a los peruanos por el lado N.E,
bajaba simultáneamente una compañía del Batallón Grau por la cuesta de los Ángeles,
y cayendo sobre la caballada de los cazadores, se proponía dispersarla. En esos mo-
mentos el coronel Muñoz estaba internado en los desfiladeros, marchando a ocupar
la retaguardia de la posición enemiga, mientras el General Baquedano esperaba en
vela, en torno a una mesa y rodeado de sus ayudantes, la hora de marchar de frente,
conforme «a lo convenido».
Pero a los disparos inesperados del Grau, introdújose viva perturbación en las
filas del Atacama, tropa heroica pero un tanto bisoña todavía y que marchaba por los
potreros del valle en demanda de su puesto de combate. Perplejo el coronel Martínez y
creyéndose sorprendido y abortado el plan por su base, ordenó al 2º jefe del Atacama,
don Juan Francisco Larraín Gandarillas, volver y consultar el caso al General en Jefe.
Hizo aquella travesía el mayor Larraín, con notoria bizarría, por entre los enemi-
gos, y cuando hubo llegado a la presencia del General y expuesto la vacilación natural
de su jefe, frunció aquel el entrecejo y con voz que no admitía réplica, se contentó en
decir como en Pisagua: «Lo ordenado, lo ordenado, adelante.» Y en seguida, montan-
do a caballo, fue a atropellar la cuesta, durmiendo en la noche de la victoriosa jornada
en la aldea de Yacango, camino de Torata, objetivo militar este último de sus felices
operaciones.
XXI
Aquella misma noche y cerca del amanecer, ocurrió un suceso de otro género que
puso también en saliente evidencia el carácter civil del general Baquedano, dueño de
toda su voluntad en la tranquila ejecución del deber, dueño de su completa serenidad
en el torbellino de las balas.
Atraídos, en efecto, por el grato rumor de la victoria, llegaron aquella misma
noche a Yacango el General en Jefe y el Ministro de la Guerra en campaña a felicitar al
Comandante General de la caballería por su éxito. Eran las 2 A. M. y los recibió este
con su acostumbrada cordialidad. Pero en la revista de las medidas de coerción que
debían tomarse desde el día siguiente en el territorio conquistado, propuso el Ministro
Sotomayor publicar un bando en el que se penaría con la muerte a los que no se pre-
sentasen en cierto término a entregar sus armas. A esta sugestión se opuso de la manera
más resuelta el general Baquedano.
Y no hacía esto ciertamente porque el rigor fuera ajeno a su naturaleza de sol-
dado, sino simplemente porque una vez promulgado el bando, él sabía que bajo su
180
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
responsabilidad no quedaría aquel como cosa muerta en la letra del bando; y por no
verse en la dura situación de cumplirlo le puso óbice.
XXII
La victoria de Los Ángeles y las disidencias del General en Jefe con el Ministro
de la Guerra en Pacocha, hicieron traspaso del mando superior del ejército al general
Baquedano, sin que él en lo menor lo pretendiera, en los primeros días de abril de
1880. Era esa simple cuestión de escalafón, y a él por antigüedad cúpole el alto puesto
de otros codiciado.
En conocimiento de toda la república está la manera como, solo, sin asesores y
sin importunos, que por una orden general alejó del campo, condujo el nuevo General
en Jefe las operaciones antes y después de las gloriosas batallas de Tacna y Arica. La
última sobre todo, fue un modelo de estrategia, y sin embargo en su telegrama del mis-
mo día, desnudándose generosamente de toda idea mezquina de egoísta superioridad,
manifestó como General en Jefe, al gobierno que el honor de la jornada cabía princi-
palmente al coronel Lagos, otro hombre que como Velásquez no sabe en qué columna
del diccionario de la lengua está escrita la palabra Vacilación.
XXIII
Dijimos antes que el mayor y más acendrado atributo militar del General en Jefe
del ejército, que hoy vuelve a sus lares después de siete victorias campales, es la resolu-
ción en sus actos. Pero debimos señalar antes que esta prenda puramente de soldado,
una harto superior de hombre, porque es condición que acerca el alma a lo inmortal:
¡la justicia!
El general Baquedano no ha tenido en sus procedimientos como subalterno sino
una guía, la lealtad. Pero como Jefe superior responsable de la suerte y de la gloria de
su país, no ha reconocido sino un faro, la justicia: la justicia distributiva pero inexo-
rable con todos, comenzando por la que ha usado consigo mismo, no dándose el me-
nor descanso durante años de incesante batallar; batallas morales y sordas del ánimo
combatido, más crueles que las libradas por el enemigo. Pero nunca, a pesar de todo,
entraron a su tienda ni favoritos ni palaciegos.
El general Baquedano no ha puesto tampoco, en ocal caudillo militar o al consejo
que le ha impuesto la política, la entidad a que incumbe la responsabilidad del rumbo
fatal que se ha impreso a los negocios de la paz, amenazando malograr los frutos de
tan señaladas victorias, adquiridas con tanta y tan generosa sangre de patriotas.
XXIV
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Walter Douglas Dollenz
la víspera de los arcos triunfales, como Andrés Chenier de sí mismo en la víspera del
patíbulo: «Hay algo grande, sin duda, en ese hombre».
XXV
XXVI
Otra de las nobles dotes morales del hombre bueno, que atrae ante sí, en estas ho-
ras, las miradas afectuosas de todo país del orbe, es su modestia. Nunca la prosperidad
le hizo soberbio, ni la desventura quebró hasta la humillación el temple de su alma. La
arrogancia, de ordinario, es la contraseña de todas las nulidades felices o simplemente
insolentes; pero en el General en Jefe del ejército que regresa, sin haber tenido siquiera
el día de Matucana (tan pareja ha sido su gloria), el mérito de los levantados hechos
es igual a la llaneza de su índole. Y ayer todavía, cuando le estrechábamos en caluroso
abrazo sobre el puente del Itata en la solitaria rada de Quinteros, reconocía el último,
sin afectación, que todo era debido al ejército que había mandado.
Una peculiaridad característica del alma en la víspera de la entrada triunfal.
Mientras muchos jóvenes capitanes se preocupaban en Quinteros del ufano bri-
dón que deberían montar en la revista, el General en Jefe venía a pie, y solo nos pedía
un caballo manso y sin lucimiento para hacer su entrada a los pueblos que iban a
aclamarle… En cuanto a su Diamante, su caballo de batalla, lo hacía echar a tierra en
aquella playa amiga para cuidar las dolencias que aquejaban al noble bruto después de
dos años de fatigas y de asaltos.
XXVII
Llegamos al fin de esta apresurada reseña, que es la ovación sencilla y del pa-
triota, la leal Bienvenida del amigo, sin propósito alguno, ni de ardiente actualidad, ni
de solapada política; y no necesitamos diseñar la figura del vencedor de San Juan, de
Chorrillos y de Miraflores en el campo de sus más recientes glorias. Su silueta colosal
está allí, destacándose en medio del fuego, en el perfil de la montaña, en la tela move-
diza de la llanura.
Pero no concluiremos esta grata tarea de exhibir ante sus compatriotas al hom-
bre que no ha cometido jamás una deslealtad personal o política; al hombre que por
marchar por los cómodos caminos del medro, no ha dicho jamás una mentira ni una
lisonja, algo que el bizarro portador oficial de los partes de aquellas inmortales victo-
rias alcanzara a decirnos a su paso: –Cuando sorprendido nuestro ejército en la últi-
ma jornada, arremolinábanse los regimientos sin poderse desenvolver entre las tapias
derribadas adrede por el astuto enemigo, muchos creyeron que una hora suprema de
angustia y de peligro había sonado para la fortuna de Chile.
Pero el General en Jefe no perdió ni por un instante su serenidad ni su confianza
tranquila en la victoria, porque tenía guardado en su pecho el secreto de ella. –Cuan-
182
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
XXVIII
B. Vicuña Mackenna.
Viña del Mar, marzo 10 de 1881
183
Walter Douglas Dollenz
No es solo el plomo en las batallas el insidioso metal que mata a los héroes en
la guerra, ni son únicamente las epidemias las que diezman los ejércitos en las campa-
ñas. Porque trabajados muchas veces los músculos y las entrañas de los combatientes
por duras fatigas o acerbo clima, agonizan muchos lentamente, en ocasiones de una
manera invisible, y al fin pagan el tributo al sacrificio común, mucho antes de la fecha
señalada por poderosa o privilegiada naturaleza.
Y esto ha acontecido de tal manera en nuestras prolongadas campañas tropicales
en el Perú, que durante los tres últimos años hemos estado leyendo la larga lista de
órdenes del día en que se disponía por la Comandancia General de Armas, los últimos
honores acordados por las ordenanzas del ejército a los que sucumbían «a consecuen-
cia de las fatigas y penalidades de la campaña».
Y caso singular, era el general don Pedro Lagos el que en su condición de Co-
mandante de Armas de Santiago, firmaba los boletines de esas tristes, pero honrosas
defunciones.
II
Y en pos de los otros, tocole temprano su turno, siendo el primer General que
desaparece de los que vencieron al Perú y a Bolivia en las memorables batallas campa-
les de la segunda Alianza y tercera guerra púnica del Pacífico.
Suele, en efecto, el propio rayo, que en la medianía del bosque derriba la ramosa
encina y hiende y descuaja al roble activo, cuando fulmínalo el cielo contra las multi-
tudes humanas, escoger para su ira las más altas tallas, las frentes más enhiestas, los
pechos más levantados, y en hora no aguardada tráelos de súbito al suelo.
Y eso precisamente aconteció con el hombre de guerra y de batalla que refulgente
todavía de juventud y de gloria, yace en temprano ataúd, herido por daño aleve, des-
pués de haber pasado ileso por el raudal de fuego de cien fieros combates.
III
El general don Pedro Lagos, muerto a los 52 años de edad y a los 40 de su glo-
riosa carrera de soldado, era la encarnación más viva, más brillante, y a la vez más
popular y más famosa del verdadero tipo del caudillo de guerra, en esta tierra en que
los hombres, a semejanza de las legiones de Pompeyo, nacen armados, del calcaño al
yelmo, a la invocación de la patria o al simple ruido de las cornetas que apellidan la
niñez y a la juventud a los combates.
De aquí la honda impresión que su fin ha causado de un confín a otro de la repú-
blica, y que mañana irá a repercutir como un eco fúnebre, a las puertas de las tiendas
en que todavía velan nuestros soldados.
IV
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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
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Walter Douglas Dollenz
Don Pedro llevó en la pila el nombre de su abuelo, que fue soldado voluntario de
la patria, durante la guerra de independencia, junto con sus hijos.
VI
Cuatro años llevó el General Lagos atada a su manga derecha la jineta de subal-
terno que carga mimbre y fusil, y cuando en 1850 salió destinado al ejército, el joven
cabo ganó uno a uno todos sus grados. Los combates de la revolución de 1851 lo
hicieron teniente. Los de 1859 lo hicieron teniente coronel.
Llamó la atención de sus jefes, por sus tempranos actos de bravura, el subteniente
Lagos durante el porfiado sitio que la ciudad de La Serena, defendida por sus hijos en
armas, sostuvo contras las tropas más aguerridas del gobierno desde octubre de 1851
a Enero de 1852.
Al mando de una mitad del batallón 5º de Línea, sostuvo, en efecto, el juvenil
oficial varios encuentros en las calles de la heroica ciudad, dando siempre pruebas
de un valor sereno y de una generosidad magnánima, con los que, tal vez a su pesar,
combatían en lucha fratricida. El General Lagos, como hombre de guerra, solo sería
terrible e implacable con los enemigos extranjeros de su patria.
VII
Era entonces el general Lagos un esbelto mozo, de 20 años, alto, delgado, hermoso
como la adolescencia, flexible como los empinados robles de su montaña natal; y por
la gallardía de su porte, así como por la franqueza espontánea y varonil de su índole
caballeresca, cautivábase de contínuo, no solo el aprecio de sus jefes sino la simpatía de
sus propios adversarios. En una ocasión en que el capitán de las fuerzas sitiadas, don
Nemesio Vicuña, hizo una salida hacia San Francisco con un destacamento de infantería,
marchando agazapado por dentro de los huertos de las casas, que tenían sus murallas
preparadas, le salió al encuentro con sus tropas el teniente Lagos, y después de cambiarse
algunos balazos, concluyeron por acercarse y darse afectuosamente la mano en la me-
dianía de sus trincheras. El actual bizarro General de División don Emilio Sotomayor, en
aquel tiempo capitán de artillería y que mandaba la contra trinchera de San Francisco,
fue testigo y actor en aquella escena caballeresca, de una guerra entre chilenos. Por esto,
186
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
talvez, tan noble soldado fue el único de su clase que acompañó al antiguo e ilustre ami-
go, haciendo ensanchar bajo sus órdenes la cavidad de la sepultura que debía contener el
abultado ataúd del héroe que había crecido con su fama.
El general Vidaurre, Comandante en Jefe de la división sitiadora de La Serena, y
el Vicealmirante Simpson, que allí se encontró como capitán de la corbeta Esmeralda,
habían adivinado, entretanto al futuro adalid de la República; y en la familia de uno
y otro de aquellos valerosos jefes se ha conservado la tradición del cariñoso recuerdo
que de los hechos del joven oficial, durante el sitio de La Serena, ambos guardaron.
VIII
IX
Diez años después de estos luctuosos sucesos (abril de 1859), un rasgo de alti-
vez de carácter contra las sospechas de la recelosa política de la capital, le arrancó al
ejército de las fronteras, donde mandaba con raro prestigio el batallón 4º de Línea,
arrastrando en su caída a cuatro capitanes que prefirieron seguirle en su desgracia.
Uno de esos capitanes es hoy el coronel Soto, otro el coronel Fuenzalida, otro el coro-
nel Gorostiaga. El comandante Lagos no solo sabía ser soldado sino que sabía también
hacer soldados.
Para ello había sido Cabo.
XI
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Walter Douglas Dollenz
XII
Pero cuando el clarín de Tacna iba a sonar, el brioso soldado montó de nuevo a
caballo, y aceptando el puesto humilde de primer ayudante del General en Jefe, des-
pués de haber sido la segunda personalidad del ejército, se batió bajo esa condición en
Tacna, cubriéndose de gloria por su imponderable denuedo y por su generoso, resigna-
do y sublime sometimiento al deber y a la disciplina.
XIII
Todos saben cuál fue el comportamiento personal del coronel Lagos en aquella
batalla campal. Él le mereció, como un honor conferido en el campo de batalla, la de-
signación que su jefe inmediato hizo de él, para mandar en persona y directamente el
asalto de Arica una semana más tarde.
Pero lo que no todos saben es un episodio de la primera de aquellas batallas que
demuestra cómo sabía pelear el general Lagos, y cómo enseñaba a pelear a los que a
su lado servían.
Atascado un cañón durante lo más recio del conflicto en la pesada arena, el co-
ronel Lagos pidió un lazo a uno de sus asistentes, y amarrándolo el eje de la pieza
entorpecida y atándolo a su cincha, lo condujo a la loma e hizo fuego. Interrogado más
tarde por este hecho verdaderamente heroico y digno de Bueras, negábalo sonriendo, y
lo atribuía a uno de sus ayudantes favoritos, el comandante Julio Argomedo, que a su
vez culpaba de él a su jefe. Lo más cierto es que ambos fueron cómplices en el afortu-
nado lance del pehual. Era lo que había hecho Ibáñez en Rancagua y don José María
Benavente en las pampas argentinas.
XIV
Mostrábase por esos días no lejanos el coronel Lagos como un verdadero titán de
hierro y realizaba, sin la menor ostentación, las proezas de Hércules. No se apeaba ja-
más del caballo. Y por esto su amigo y jefe, el general Baquedano, había encontrado un
dicho tan pintoresco como expresivo para calificar a sus ayudantes petrificados como
él en la silla. La ruda simplicidad del calificativo no nos permite estamparlo aquí, pero
era relativo a las peladuras de la piel, que de seguro llevaban todos los que seguían en
sus excursiones al infatigable centauro, verdadero Argos del ejército, que todo había
de verlo y todo había de vigilarlo.
XV
188
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
ínclito San Martín, surgían rayos de esplendorosa gloria que empapaban con su luz
los colores de Chile, flotando en el mástil del alto Morro, que Chile no soltará jamás,
devolviéndolo ni por plata, ni por sangre, menos por miedo, a sus eternos históricos
enemigos.
XVI
XVII
XVIII
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Walter Douglas Dollenz
XIX
XX
Existe otro rasgo del general Lagos, que es poco conocido y que revela, su terrible
energía y su resolución a toda prueba, en el arte tremendo de la guerra.
Marchando él siempre adelante, llegó con sus ayudantes y su pequeña escolta de
Cazadores a caballo al pueblo de Barranco, al caer la noche en la víspera de Miraflores,
y observando que en todas partes había puestos de vinos y despachos italianos como
en Chorrillos, ordenó a seis cazadores de su escolta que entraran a la pintoresca aldea
y le prendieran fuego por sus cuatro costados.
Una hora después el pueblo mimado de la aristocracia limeña, ardía como una
inmensa hoguera, pero en la batalla del día siguiente no hubo un solo ebrio, y como
consecuencia no hubo una sola cobardía, ni un solo crimen.
Y eso, que es guerra, llámase sencillamente saber hacer la guerra. Si el general
Lagos hubiera inspirado con su alma los soñolientos consejos de la Moneda, la guerra
de los cinco años habría sido una guerra de cinco meses.
XXI
La carrera militar del general Lagos culminó con el mando del ejército chileno
en Lima; pero llamado a Santiago y relegado a la Comandancia General de Armas,
junto con el reposo pasivo de su retiro, comenzó a declinar su salud, y tan aprisa, que
cuando un senador, no hace todavía de ello un mes, solicitaba que se crease un puesto
especial de General de División, significaba que ello sería solo un honor de ultratumba
y apenas una mediana compensación a su joven y abnegada viuda, que queda con una
hija tierna en nobilísima pobreza.
XXII
Pero el general Lagos debía morir como había vivido. Era hombre que ni a la
muerte daba treguas, y cuando su robusta y hercúlea organización le habría permitido
resistir todavía durante largos años al pérfido pero lento mal que se había apoderado
de sus entrañas, un telegrama, súbito como el rayo, anunció al país que quien vivió
incólume 50 años, peleando en 100 batallas, ha muerto ahogado por unos cuantos
litros de agua hidrópica.
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XXIV
XXV
Señora.
El Gobierno se ha impuesto con vivo sentimiento del fallecimiento del señor ge-
neral don Pedro Lagos, digno esposo de Ud., sentimiento de que participa hoy todo el
país, que ve desaparecer con él uno de sus más ilustres servidores.
El general Lagos empeñó más de una vez la gratitud de la nación en su larga y
gloriosa carrera militar, y ha dejado al ejército que veía en él uno de sus jefes más dis-
tinguidos, un ejemplo de valor, disciplina y verdadero espíritu militar, cuyo recuerdo
conservará con cariñoso respeto.
Pueda, señora, mitigar en algo la honda pena que hoy aflige a Ud. el saber con
cuánta sinceridad la Nación entera se asocia a su dolor; y quiera aceptar, al mismo
tiempo, junto con la expresión de la viva condolencia del Gobierno, los sentimientos
de consideración muy distinguida, con que soy, señora, de Ud. su obsecuente servidor.
XXVI
No estará de más agregar aquí, en este apresurado rasgo biográfico, que el pre-
sidente de la república profesaba una estimación personal y especialísima al general
Lagos.
191
Walter Douglas Dollenz
Cuando un año después de la ocupación de Lima resolvió enviar una división sobre
Arequipa, y fue designado el general Lagos para mandarla en Jefe, le llamó el presidente
a su despacho, y habiéndole preguntado cuantos hombres necesitaba para emprender
aquella ruda campaña, diole por única respuesta de soldado esta lacónica cifra:
«Iré con los que S. E. me señale».
XXVII
Los despojos mortales del General que más intensamente representaba la gloria
combatiente del ejército chileno, fueron transportados a Santiago, desde Concepción,
el 20 de enero, aniversario de la batalla de Yungay, escoltados por comisiones cívicas y
militares delegadas por aquella noble ciudad, y en su trayecto a la capital cubrían los
pueblos del tránsito los festones de su duelo, que al día siguiente habrían de trocarse
por las vistosas guirnaldas de las públicas manifestaciones ofrecidas al Presidente de la
República en su paso hacia las inauguraciones del Sur.
Las honras fúnebres del héroe tuvieron lugar esa misma mañana de la partida
presidencial (enero 21 de 1884) en el grandioso templo de la Recolección Dominicana,
en cuya consagración hacía apenas un año el general Lagos había tomado activa parte
como padrino.
XXVIII
XXIX
Señores:
Nos encontramos esta vez bajo la impresión de un gran dolor público.
Acostumbrados nuestros espíritus a simbolizar en una alta personalidad guerrera
toda la fuerza, todo el heroísmo, toda la gloria de los hombres de combate propios de
nuestra tierra; divisando en todos los horizontes de la sangrienta guerra, que aún no
acaba, la figura radiante del adalid que por doquier mostraba con su espada a nuestros
bravos el camino de la victoria; que atropellaba en todas partes con el pecho de su ca-
ballo de batalla las filas enemigas; que en la llanura o en la montaña quitábales con su
fornido brazo sus banderas, y que iba escribiendo, de etapa en etapa, en las más altas
rocas del Perú esta leyenda inmortal: «Chile invencible» …al verle aquí yerto, helado,
inerme en ese ataúd de plomo, sin que haya sido siquiera una bala enemiga la que en
gloriosa lid atravesara su altivo pecho, profunda congoja se apodera del ánimo, y el
luto envuelve como en un sudario todos los corazones.
¡Ah, señores! no parecería que en ese sarcófago que cubren las enlutadas insig-
nias del general don Pedro Lagos, cupiesen juntas su alta talla y su gloria más alta
todavía.
No se creería, a la verdad, que allí duerme el reposo eterno aquel brioso jinete
que arrastró los cañones de Tacna a la cincha de su caballo, ni el heroico caudillo que,
lanzando al trote al asalto del Morro de Arica dos intrépidos regimientos, arrebató al
enemigo su más formidable fortaleza en el espacio de pocos minutos, que él iba acom-
pasando con el paso de su impaciente caballo de combate, ni menos aquel soldado
inmortal que convertido en baluarte de granito tras los muros de adobe de Miraflores,
192
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
dijo a los suyos esa mañana, que ayer cumplió su tercer año: «Aquí está la gloria de
Chile y aquí me quedo».
Ciertamente señores, la muerte del general don Pedro Lagos es la primera y la
única derrota que ha sufrido nuestro glorioso ejército en su marcha ascendente hacia
la historia.
El gobierno no ha decretado, es cierto, el duelo nacional; pero no lo necesitaba.
El ejército entero de Chile viste hoy el luto del invicto caudillo dentro de sus cuar-
teles, dentro de sus tiendas, dentro de sus corazones, aquí mismo donde asoman tantas
generosas lágrimas ofrecidas en su memoria.
Y por otra parte, el país sabe que lo que ha perdido en el general don Pedro Lagos
no es solo una alta categoría del ejército, sino un ejército entero. El país comprende
que donde estaba Lagos sabía el soldado que allí estaba la victoria, y cuando no divi-
saba aquél su alta cimera por entre el polvo de la batalla, preguntaba todavía cual era
el ala en el que él se hallaba, porque por allí debía comenzar la derrota y el exterminio
del enemigo.
Su solo nombre valía por esto un ejército; porque a su solo llamamiento, los mi-
llares de héroes que él enseñó a pelear habrían marchado sonriendo, al oír el toque de
los clarines que los apellidaba bajo su espada, a las banderas.
La muerte, entre tanto señores, se ha interpuesto por hoy entre él y nosotros, entre
el pasado y la historia, entre las glorias fugaces y la eternidad que no halla término.
Pero lo que eres tú general Lagos, no has muerto para siempre en el seno de la
patria inmortal que fue tu madre. Tu nombre sobrevivirá a tus días. Tu fama será trans-
mitida a las generaciones como los astros lejanos transmiten su luz a los espacios. El
lago desbordará en el océano… Y entonces si algún día espadas de conjuración aleve
vuelven a alzarse sobre la frente augusta de tu suelo, en son de amenaza y de peligro,
tu espada, que yace atada a esa faja blanca sobre tu frágil urna, saltará por sí sola de
la vaina; y seguido tú, cual caudillo, de los que antes que tú murieron y que a tu voz,
que solía imitar en las refriegas el ronco grito de las águilas heridas, batirán sus palmas
ensangrentadas dentro de sus ataúdes; San Martín, y Santa Cruz, y Ramírez, y Vivar, y
Martínez y Marchant, formarán tu escolta invisible en las futuras lides que el renom-
bre gana antes que el cañón.
General don Pedro Lagos:
Mientras allá en el remoto océano se alce inmutable, adusto, sombrío el Morro
histórico en cuya cima batióse al viento de los mares la bandera tricolor que tu brazo y el
de los tuyos enarbolara en un día de inmarcesible gloria, tu nombre no perecerá, porque
los siglos y las generaciones, en cada eco del cañón que salude la estrella del pabellón,
deletrearán las letras de tu nombre imperecedero, como la enseña del adalid que dijo a
Chile entre el Pacífico y los Andes: «Esta es por hoy tu frontera y tu baluarte».
Gloria a los hombres que así han vivido y así han muerto.
Gloria a ti, General Lagos, invicto campeón de nuestro ejército.
XXX
Decíamos al comenzar este brevísimo bosquejo, que el general Lagos por su alma,
por su carrera y por su hercúlea estructura había sido uno de los soldados de más alta
talla en la gloriosa falange de los servidores armados del país, y que, por lo mismo, el
rayo, buscando su acero, le había derribado.
Y a la verdad que si de la austera historia fuera lícito llevar los parangones a la
leyenda, habríamos de encontrar solo dos tipos de comparación para el guerrero ilus-
tre que a estas horas yace pálido e inerte dentro de estrecho ataúd.
El general Lagos en Arica fue el Ajax de Troya, y en su suelo patrio y en el de los
enemigos de su patria, fue el terrible Caupolicán de sus batallas.
B. Vicuña Mackenna
193
Walter Douglas Dollenz
«El capitán de navío don Patricio Lynch ha sido ascendido ayer a Contraalmi-
rante por el voto unánime de la Comisión Conservadora» – (Prensa de Santiago, abril,
5 de 1881)
El coronel don Patricio Lynch, tan justamente ascendido ayer por el voto de la
representación del Congreso Nacional, a una alta jerarquía de la Marina de Chile, no
nació a orillas del ancho mar que en varias épocas de su vida ilustrara con sus hazañas
de navegante y de soldado. Vino, por el contrario, al mundo, en la ciudad de Santiago
el 3 de diciembre de 1825.
Pero sus padres habían cruzado dos océanos en demanda de su unión y de esta le-
jana tierra. Don Estanislao Lynch, negociante opulento, natural de Buenos Aires, pero
nieto de irlandés, amigo íntimo de San Martín, había llegado a Chile a la sombra del
Ejército Libertador, estableciéndose con vasto giro de comercio en la capital que era
entonces el puerto de Chile, siendo Valparaíso su caleta y su playa. La aduana existía
en aquella época frente a frente de la compañía, iglesia de los jesuitas.
II
La madre del marino, mujer de encantadora belleza, era gaditana y llegó un poco
más tarde a Chile. Nacida en Cádiz, de padres chilenos, pero partidarios del rey, ricos
y aristócratas, la señora Carmen Solo de Zaldívar tenía en el albor de su juventud esa
hermosura deslumbradora que aplaudieron aun los romanos en la antigua Gadés; y
no fue por esto extraño que cortejada en sus abriles por la flor del ejército y por los
príncipes de la riqueza, diera su mano al que más ricos tapices tendiera a los estribos
de su carroza recién llegada.
Explica todo esto por qué el contraalmirante Lynch naciera en Santiago y por
qué, siendo mestizo de ibero y de celta, tenga el tipo y el alma de un batallador del mar
y de un ilustre capitán de tierra firme.
III
IV
Tenía esto a lugar el 2 de marzo de 1837, «el año de Portales», antes del Barón y
Paucarpata, dos fechas tristes de aquella nebulosa era. Pero trasladados sus padres, por
menoscabo de fortuna, a Valparaíso, y alistada la escuadra que debía llevar a las aguas
del Perú la intimación del rechazo opuesto por el país a los tratados de Arequipa, el
cadete Lynch fue solicitado por la marina y embarcado a bordo de la Libertad, corbeta
194
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
195
Walter Douglas Dollenz
quitada al enemigo y que montaba como jefe de la escuadra el capitán de navío don
Carlos García del Postigo, hijo de Chillán.
Habíamos olvidado decir que antes de ser cadete el contraalmirante Lynch, ha-
bía sido colegial, dos condiciones muy apartes de la niñez de aquellos tiempos. Como
colegial, fue el feliz y regalado condiscípulo en el establecimiento argentino de los her-
manos Zapata, de don Aníbal Pinto, Álvaro Covarrubias, de don Alejandro Reyes, y
del general Baquedano. Como cadete, no había tenido más compañero que el encierro
y el palmetazo, lujo uno y otro castigo del rigor militar en aquellos años en que el lema
único de las aulas era este: «la letra con sangre entra».
VI
VII
VIII
Sus tempranos hechos guerreros hicieron crecer la traviesa bizarría del mimado
aspirante de la Libertad, al punto de que sus días de servicio podían contarse con los de
sus arrestos. Cuando llegaba su buque a Valparaíso con cualquier motivo, su afectuoso
padre acostumbraba a mirar con su anteojo de mar desde el balcón, y divisando a la
distancia algún pequeño bulto en las cofas, exclamaba sin jamás equivocarse: «Gracias
a Dios. Allí viene Patricio»… Los niños en el mar son como los pájaros. Por gusto, más
196
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
que por castigo disciplinario, viven de continuo en lo más alto de los masteleros de su
quilla. La nave es su árbol, la cofa su nido.
IX
Nacido para las aventuras el contraalmirante Lynch, entró por aventura en uno de
sus cruceros por la costa del Pacífico a la marina inglesa bajo el pendón del Almirante
Ross, el 1 de junio de 1840, suceso extraño que tuvo lugar de la manera siguiente:
En un día de pago, después de Yungay, sobrevino gran alboroto en la marinería
de Chile surta en el Callao, porque entre la gente de mar, cuando corre el oro en los
bolsillos, corre este junto con el alcohol por las gargantas. Bajaron en cardúmenes con
aquel motivo los marineros a la playa, y luego estalló en las tabernas la invencible
enemistad del araucano y del cholo.
Guarnecían uno o dos batallones peruanos el Real Felipe, como aliados, o más
bien como ingratos, cuando comenzó a oirse por las estrechas callejuelas del puerto el
grito de ¡A tomarse el castillo! Eran los muchachos de la escuadra chilena que, sin sa-
ber lo que emprendían, se precipitaban al puente levadizo de la fortaleza para castigar
a sus adversarios, amigos solo en la escarapela de sus uniformes. El ataque era a piedra,
y excusado era decir que el aspirante Lynch, hijo del Mapocho, iba con ellos, siendo
el más esforzado en gritar con toda su garganta, pero sin saber lo que decía, como los
demás: ¡A tomarse el castillo! ¡A tomarse el Real Felipe! Y cosa curiosa, 40 años más
tarde sería él el primero, después de Chorrillos y Miraflores, en tomarse el castillo…
mandándolo demoler.
A los gritos y barahunda de tierra, bajaron las guarniciones de los buques y redu-
jeron al orden a los amotinados del patriotismo, llevando el capitán Simpson de una
oreja hasta su bote y enseguida hasta una cofa de la Libertad al caudillejo de la revuel-
ta así vencido. Hoy que la pólvora de Chile vuela en escombros el histórico reducto, la
oreja y la cofa quedan de sobra vengadas.
XI
Pero en la batalla de las piedras contra el muro y el recinto del Real Felipe, llama-
do desde 1821 Independencia, había sucedido que una de aquellas diera en el vientre
al almirante sir Charles Bayde Hodgson Ross, el mismo que desde su cámara del navío
President, de 40 cañones, había tenido estos constantemente apuntados a nuestras
naves por fastidiosas reclamaciones diplomáticas sopladas todas a su rudo oído por la
solapada intriga de Santa Cruz.
El almirante Ross llevaba en esas horas 52 años de agua salada en su epidermis,
porque había comenzado a servir en Terranova en 1788, y era tan viejo marino, que
habiendo asistido a la primera hazaña de Napoleón Bonaparte en Tolón, sirviendo
como guardiamarina en el Tártaro durante la captura de aquella plaza en 1793, fue el
mismo histórico capitán que mandando el famoso navío Nortumberland condujo al
titán del siglo a Santa Elena. El Almirante Ross había sido uno de los más felices apre-
sadores de la marina inglesa, contando entre sus conquistas media docena de buques
con 140 cañones y 1500 tripulantes. Pero su mayor botín fue sin duda, aquel cautivo
inconmensurable como los siglos y tétrico como la gloria del ángel caído en el peñón
de Santa Elena.
197
Walter Douglas Dollenz
XII
Se tendrá por estos datos en cuenta de la ira que debió inundar el alma y la bilis
del almirante inglés al verse derribado por una pedrada chilena a la vista de su orgu-
llosa nave capitana y en los momentos en que paseaba por la playa del brazo con su
esposa, la señora Cockburn, cuñada del almirante de este nombre, su antiguo jefe en
las Antillas.
Más había querido la buena estrella del aspirante Lynch que él fuese el primero
en llegar a su socorro, de modo que recuperado de la emoción del golpe y vuelto a
bordo, mandó el jefe británico un ayudante a la escala de la Libertad a solicitar del
comandante Postigo licencia para el guardiamarina protector, a fin de comer con el
agradecido almirante…
Bajó de la cofa el aspirante para ceñirse su más pulcra chaqueta, y como buen
bisnieto de irlandés en convite británico, tomó un poco más de lo que su tierna ca-
beza podía soportar; y así de la mesa del almirante volvió otra vez aquella noche a
la cofa…
El aspirante Lynch se hacía de esta manera, por un delito o por otro, un verda-
dero pájaro del mar…
XIII
Pero el almirante de S.M.B. no limitó su cortesía a una copa de jerez, sino que
llegando a Valparaíso algunos meses más tarde, hizo una visita a los padres del aspi-
rante chileno y solicitó de ellos el favor de permitir llevárselo a su lado para educarlo
en su escuela.
Consintieron los padres de buen grado, porque su fortuna decaía, y a su turno
otorgó el gobierno con mejor talante la licencia, porque el destino no iba a tener la
gavela de un sueldo, argumento este, que ha sido el talón de Aquiles de toda resolución
de mar y tierra en nuestro angosto suelo.
El aspirante Lynch fue incorporado en el rol de servicio de la corbeta Electra, que
llevaba a la sazón el pendón del almirante, el 1 de junio de 1840, según antes dijimos.
XIV
No fueron felices los estrenos del aprendiz en la rígida, seria, inexorable discipli-
na inglesa, porque teniendo listo el brazo para levantar la mano y la mano para sacar
la espada, acometió una vez sobre cubierta contra un teniente brutal que le diera aleve
golpe en la espalda y harto más fuerte que la pedrada del almirante en el Callao.
En otra ocasión, paseando a caballo en el campo florido de los Amancaes, vecino
a Lima, intentó el ensimismado guardiamarina hacer lo de San Pedro con el centurión,
hiriendo en la cara a un jinete peruano, por lo cual hubo de tenerlo, entre prisionero y
escondido, el general Bulnes en su palacio, que no era el de los Pizarros, sino el de los
arzobispos de Lima.
XV
198
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
XVI
Comandaba la Calliope un bizarro marino irlandés, sir Tomás Herbert, del con-
dado de Kerry, hombre tan rico como bravo, que tenía su cuerpo cubierto de tantas
cicatrices como guarnecidos de millones sus cofres. Tan solo en las campañas del Me-
diterráneo contra los franceses había recibido tres heridas. Era por esto reputado como
uno de los más arrogantes capitanes de la marina inglesa.
Levantó anclas la Calliope el 1 de julio de 1840, dirigiéndose a la China por el
pasaje de San Bernardino, y al aproximarse a la vecindad de las Filipinas, les asaltó tan
furioso tifón, que el buque salió con su quilla destrozada, y gracias a inauditos esfuer-
zos de su oficialidad alcanzó a llegar a puerto.
XVII
La Calliope fue el primer buque inglés que arribó a la boca del río Cantón, la cap-
tura de cuya ciudad era el principal objetivo de aquella campaña, como en la guerra de
1860 lo fuera Pekín, la capital misma del Celeste Imperio.
Estableció el capitán Herbert, el bloqueo de Cantón el 10 de octubre de 1840, y
aunque un mes más tarde llegó de la India el Almirante Elliot a tomar el mando en jefe
de la escuadra, todas las operaciones de guerra quedaron confiadas al bravo capitán
de la Calliope.
XVIII
XIX
199
Walter Douglas Dollenz
XX
Muerto, en efecto, a causa del rigor del clima en la rada de Cantón el Almirante
Senenhouse, que había llegado a tomar el mando de la escuadra, correspondió al vale-
roso capitán Herbert, el verdadero captor de Cantón, el honor de sucederle, y con este
motivo trasladó su insignia de la Calliope al navío Blenhein, de 72 cañones. El como-
doro irlandés, que por aquellos eminentes servicios había sido armado caballero de la
orden del baño, llevó consigo a su nueva capitana un solo tripulante de su barco, y este
fue el oficial de su insignia y de su raza, el guardiamarina Lynch. Los dos irlandeses
habían comenzado a entenderse, porque se habían visto el uno bien cerca del otro, en
medio del estampido del cañón y la metralla.
A bordo del Blenhein, el comodoro Herbert prosiguió durante todo el año 41 y
parte del 42 la campaña de la China, tomando por asaltos, dirigidos por él en persona,
las fortalezas de Amoy, de Chusán y de Chinghae. En este último ataque, el capitán
Herbert, a la cabeza de 700 marinos, penetró la brecha del fuerte y coronó la almena
con la bandera que a su lado llevaba el joven héroe de Whampoo.
XXI
XXII
Los últimos servicios del teniente Lynch en la marina inglesa fueron prestados
a bordo del gran navío inglés The Queen (La Reina) de 110 cañones, el mayor de la
flota de la Reina.
El ancho puente de La Reina fue la postrera quilla inglesa en que valsara el ele-
gante teniente Lynch; pero durante su estadía en Cádiz alcanzó a participar en las fies-
tas reales, ya olvidadas en Chile, celebradas en aquella ciudad con motivo del enlace
de las dos infantas, doña Isabel, con su primo don Francisco, y doña Fernanda con el
de Montpensier.
200
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
XXIII
XXIV
La vida del contraalmirante Lynch desde su regreso a Chile es conocida por to-
dos, y está suficientemente explicada, en cuanto a sus etapas y a sus fechas, por su hoja
de servicios.
Ascendido a Teniente 1º de marina al pisar el suelo patrio el 20 de octubre de
1847 y nombrado comandante del bergantín Cóndor, una nave empajada que hacía
agua por todos los poros, pasó dos años en los frígidos climas de Magallanes, regre-
sando a Valparaíso en Abril de 1849.
Elegido algo más tarde ayudante de campo del Almirante Blanco, a quien había
conocido en París, se encontró a su lado en el levantamiento armado de Valparaíso,
ocurrido el 28 de octubre de 1851, y no obstante ser públicas y conocidas las simpatías
del capitán Lynch (pues lo era de Corbeta desde el 5 de septiembre anterior) se batió
con señalado denuedo en las calles de la valerosa ciudad, notándose entre todos por su
imperturbable serenidad en lo más recio del conflicto, resultando en él herido de bala.
–General, decía el ayudante Lynch en medio del silbido de los proyectiles que cubría lo
que hoy es la calle Prat, poniendo sus manos en forma de bocina para ser mejor oído:
–General, retírese de aquí que hay muchas balas… Y el heroico sordo le respondía:
–No le oigo».
XXV
El capitán Lynch, como marino, no pudo menos de dejarse arrastrar por la co-
rriente subterránea del Mar Pacífico que despobló a Chile hacia los placeres de Califor-
nia en 1848-1849. Con este motivo tomó el mando de la fragata de comercio Diana,
y se dirigió en el invierno de 1849 a San Francisco con una legión de argonautas en
busca del vellocino de oro. Uno de sus pasajeros y habilitadores era el conocido abo-
gado y senador don Juan de Dios Arlegui.
El capitán Lynch regresó de California en el transporte Infatigable que comprado
por el gobierno, voló más tarde, a causa de la explosión casual de su santa-bárbara, en
el centro de la baho de su buque (la Janequeo) a un perseguido político; y la otra por
haberse negado a recibir en calidad de preso en el barco que mandaba al honrado y pa-
triota coquimbano don Vicente Zorrilla. Por el delito de no haber trocado su quilla en
cárcel política, fue enviado el comandante Lynch a Constitución en calidad de capitán
de puerto, y desde allí, y con ese motivo pidió su absoluta separación de la marina.
XXVII
Once años pasó el capitán Lynch en esa condición, viviendo más como un cam-
pesino que como soldado, hasta que la guerra con España le sacó de su retiro, junto a
las turbias riberas del Maipo en el departamento de la Victoria.
Todos recordarán en Chile, y hoy con más razón que en épocas anteriores, el hecho
de haber sido el capitán Lynch el primero en llevar el socorro efectivo a los peruanos,
poniéndose a la cabeza de un puñado de voluntarios que se embarcó en el Dart a media-
dos de 1864, cuando se hablaba de un próximo y vengador asalto a las islas Chinchas,
ocupadas traidoramente por el almirante Pinzón en abril de ese año. Pero en tal empresa
201
Walter Douglas Dollenz
era en lo que menos pensaban los limeños, por lo cual los tripulantes del Dart fueron
mirados como huéspedes inoportunos y abandonados a su destino. Para disimular su
cobardía y su traición, nombró, sin embargo, a Lynch su edecán de honor el presidente
Pezet. Roberto Souper, ayudante de Lynch entonces como en Chorrillos, era uno de los
tripulantes del Dart, y este se quedó algún tiempo en Lima al lado de su jefe.
XXVIII
XXIX
XXX
202
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
Federica Amelia de Oldemburgo y de haber asistido en Cádiz a las bodas de las infan-
tas españolas, lo habría alcanzado por su marcha maravillosa de Pisco a Lurín…
XXXI
B. Vicuña Mackenna
Santiago, abril 5 de 1881
203
Walter Douglas Dollenz
Don Juan Martínez, coronel del regimiento Atacama, era hijo de Chillán, como
San Martín, como Marchant, como Vargas Pinochet, como Jiménez Vargas, como la
mitad de nuestro ejército; y como esos bravos que nombramos al acaso, porque murie-
ron como él, Martínez fue soldado raso.
Nacido en 1827, tenía solo 27 años cuando sentó plaza en su ciudad natal, y
fue durante algunos años asistente de un jefe, hoy bien conocido en el ejército, que le
enseñó a leer.
En junio de 1844, Martínez era cabo; en abril de 1849, era sargento; y fue preciso
que la guerra civil hiciera brillar su figura recia en los campos y ciudades de Chile, para
el que hoy es llamado caudillo de todo un ejército, cambiase la jineta por la espada.
II
III
Se detuvo en este punto su carrera por un desafío, o más bien, por un reto de
rival arrebatado y tan valiente como él, que a su lado se ha batido en todas partes. El
retador fue Jorge Wood; pero sujetos ambos al rigor de la disciplina, sufrieron larga
prisión en San Bernardo.
Eso tenía lugar en 1867.
IV
204
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
Los cachorros del león habían vuelto a la vieja madriguera para dormir su último
sueño, en segura y cariñosa custodia.
VI
VII
Por lo demás, la hoja de servicios del coronel Martínez hasta el momento de salir
a campaña, se hallaba condensada en las siguientes líneas, que acusan una existencia
sobria, quizás oscura, pero eminentemente militar:
Había hecho la campaña al sur de Chile, desde el 27 de septiembre de 1851, has-
ta el 11 de diciembre del mismo año, a las órdenes de Manuel Bulnes. Se halló en la
acción de guerra que tuvo lugar en los Guindos, el 19 de noviembre, y en la batalla de
Loncomilla, el 8 de Diciembre del precipitado año, a las órdenes del mismo general. El
16 de febrero de 1859, marchó con su compañía a reunirse a la división que, bajo las
órdenes del teniente coronel don Tristán Valdés, operaba sobre la ciudad de San Felipe,
encontrándose en la toma de dicha plaza, el 18 del mismo mes y año.
VIII
205
Walter Douglas Dollenz
IX
XI
Del sitio de la eterna demora, del limbo de la guerra, que fue Tacna, silencioso,
pero acerado y resuelto como bien templada hoja dentro de su vaina, el coronel Martí-
nez marchó a Pisco en la 1ª división, y desde Pisco se adelantó por tierra a Lurín a las
órdenes de don Patricio Lynch, este Príncipe Rojo de las campañas de los trópicos.
Martínez, en esa esforzada marcha, fue promovido al mando de la 1ª brigada de
la 1ª división, y por esto hemos dicho, que bien pronto habría sido nombrado general,
aunque era solo un coronel de ayer. Era el bizarro jefe de nuestra vanguardia; y delante
de las hazañas formidables, las fechas del calendario se estrellan como el humo contra
el flanco de rígida montaña.
XII
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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
XIII
Sobrevivió con todo, hasta el próximo día el enérgico soldado, y preocupado solo
de lo que le debía a su país y a su bandera, exigió en varias ocasiones y con voz ya
desfallecida por el estertor de la muerte, que su secretario Gonzalo Matta, ex capitán
del Atacama, redactase a su presencia el último boletín de la última jornada.
Ansiaba el moribundo campeón, inscribir en el registro de la inmortalidad su
postrer victoria.
El coronel Juan Martínez no murió; porque los héroes jamás mueren. Solo fue a
reunirse con sus adorados hijos.
B. Vicuña Mackenna
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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
Agradecimientos
El autor.
209
Walter Douglas Dollenz
RIL® editores
Teléfono: 225-4269 / ril@rileditores.com
Santiago de Chile, agosto de 2010
Se utilizó tecnología de última generación que reduce el
impacto medioambiental, pues ocupa estrictamente el
papel necesario para su producción, y se aplicaron altos
estándares para la gestión y reciclaje de desechos en toda
la cadena de producción.
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Chorrillos y Miraflores
Batallas del Ejército de Chile
Crónicas de Eduardo Hempel, corresponsal de guerra