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CHORRILLOS Y MIRAFLORES

Batallas del Ejército de Chile


(Crónicas de Eduardo Hempel, corresponsal de guerra)
RIL editores
bibliodiversidad
Chorrillos y Miraflores

Batallas del Ejército de Chile


(Crónicas de Eduardo Hempel, corresponsal de guerra)

Investigación, transcripción y notas de

Walter Douglas Dollenz


983.061 Douglas Dollenz, Walter
D Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
(Crónicas de Eduardo Hempel, corresponsal de guerra) /
Walter Douglas Dollenz. -- 1ª ed. -- Santiago : RIL editores,
2010.

212 p. ; 27 cm.
ISBN: 978-956-284-718-6

1 chile-historia-guerra del pacífico 1879-1884. 2 ba-

talla de chorrillos, 1881. 3 batalla de miraflores,


1881

Chorrillos y Miraflores
Batallas del Ejército de Chile
Crónicas de Eduardo Hempel, corresponsal de guerra

Primera edición: agosto 2010

© Walter Douglas Dollenz, 2010


Registro de Propiedad
Intelectual Nº 193.881

© RIL® editores, 2010


Alférez Real 1464
cp 750-0960, Providencia
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Composición e impresión: RIL® editores

Ilustración de portada: El general Baquedano revistando sus tropas.


Óleo sobre tela del pintor Pedro Subercaseaux Errázuriz (1912).
Pinacoteca del Museo de la Escuela Militar.

“«ÀiÜÊi˜Ê ˆiÊUÊPrinted in Chile

ISBN 978-956-284-718-6

Derechos reservados
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Contenido

Introducción.............................................................................................................. 11

Plan de operaciones sobre Lima del Jefe de Estado Mayor General


del Ejército Chileno ................................................................................................... 13
Consideraciones generales.................................................................................. 13
Elección del punto de desembarco ..................................................................... 14
El plan general de operaciones ........................................................................... 15
Descripción del teatro de operaciones ................................................................ 16
Primera posición del ejército chileno .................................................................. 19
Segunda posición del ejército chileno ................................................................. 22
¿Cuál de las dos alas conviene atacar? ............................................................... 23
Tercera posición del ejército chileno .................................................................. 24
Conclusión......................................................................................................... 27

Plan de operaciones sobre Lima presentado al señor Ministro de la Guerra


en campaña por el general Marcos Maturana, jefe del Estado Mayor General .......... 31
II ........................................................................................................................ 32
III....................................................................................................................... 34
IV ...................................................................................................................... 36

Nómina de los jefes superiores del ejército expedicionario sobre Lima ...................... 37

En el teatro de la guerra (Correspondencia de El Ferrocarril) .................................... 41


Reconocimiento al valle ..................................................................................... 46
Proclama del general Baquedano al Ejército Chileno en víspera de la batalla,
orden del día y santo y seña ............................................................................... 49
Orden del Día .................................................................................................... 51

La batalla de Chorrillos............................................................................................. 53
Antes de la batalla ............................................................................................. 53
La batalla de Chorrillos ..................................................................................... 65
Después de la batalla ....................................................................................... 111

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Walter Douglas Dollenz

La batalla de Miraflores .......................................................................................... 119


Antes de la batalla ........................................................................................... 119
La felonía......................................................................................................... 129
La batalla......................................................................................................... 134
Después de la batalla ....................................................................................... 159

Anexos .................................................................................................................... 169


Estado que manifiesta el número de jefes, oficiales e individuos de tropa
muertos y heridos en las batallas de Chorrillos y Miraflores,
los días 13 y 15 de enero de 1881. ................................................................... 171
Ejército expedicionario del norte en Chorrillos ................................................ 171
Biografía del General en Jefe del Ejército Chileno don Manuel Baquedano...... 173
Biografía del General de Brigada don Pedro Lagos .......................................... 184
Biografía del contraalmirante don Patricio Lynch ............................................ 194
Biografía del comandante del batallón Atacama don Juan Martínez ................ 204

Agradecimientos...................................................................................................... 209

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

General en Jefe del ejército chileno, Manuel Baquedano.

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Introducción

¡A LIMA, A LIMA! era el clamor popular de una nación entera. ¡A Lima!


repetían los periódicos en sus titulares cada día. Ese era el clima que se vivía
en Santiago de Chile en los meses postreros del año 1880… Se emprendieron
negociaciones en Arica destinadas a lograr la paz, y que fracasaron estrepito-
samente porque los gobernantes peruanos, a pesar de estar conscientes de que
sus mejores batallones habían sido aniquilados en las batallas iniciales, y que
ya no podrían contar con Bolivia, confiaban en detener a los chilenos en las
defensas que habían construido alrededor de su capital. «No pasarán –decían–
...Chorrillos y Miraflores serán su tumba...».
Estas razones hicieron comprender al alto mando del ejército chileno y
al ministro Vergara que deberían acelerar los preparativos y atacar la capital
enemiga.
El gobierno desplegaba esfuerzos titánicos para acceder a esas demandas
y poder enviar al norte la increíble cantidad de pertrechos de guerra solicitados
por los jefes militares. Dueño Chile del mar, sus transportes iban y venían con
febril actividad acarreando tropas, caballos, cañones, víveres y municiones que
volcaban sin interrupción en las playas cercanas a Lima. El general Baquedano
mandaba una tras otra sus partidas de exploradores en todas las direcciones
y la escuadra se alineaba con sus barcos más poderosos frente a las costas de
Chorrillos y El Callao. Se iba preparando el escenario para un drama de pro-
porciones inimaginables.
Cuando me decidí a publicar esta obra, tenía claro cuál era el tema a pre-
sentar: «Chorrillos y Miraflores». Batallas clave que significaron la destrucción
total del ejército peruano, la caída de sus últimas defensas, la rendición incon-
dicional de su principal puerto, el Callao, y de Lima, su capital.
Fueron ejemplos de heroísmo sublime por parte de ambos ejércitos. Uno
formado por soldados de línea, artesanos, obreros, empleados e inmigrantes;
ricos, letrados y pobres, defendiendo con sus pechos nobles y generosos su
angustiada capital. El otro, compuesto por soldados aguerridos, vencedores
en cien batallas y reforzados por batallones de reciente formación: juventud
entusiasta, inflamada de patriotismo que desde los campos y las ciudades había
corrido a enrolarse en los centros de reclutamiento.

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Walter Douglas Dollenz

Hurgando archivos de la Guerra del Pacífico, descubrí gran cantidad de


correspondencia enviada desde Perú, a un diario de Santiago de Chile. Me im-
presionó la increíble cantidad de información que estos escritos poseían acerca
de estas batallas colosales y decidí recopilarlas en una obra que también sirvie-
ra como guía didáctica.
Don Eduardo Hempel –el autor de estos informes– ya había sido men-
cionado por don Jorge Inostrosa en su monumental obra Adiós al Séptimo de
Línea. Don Eduardo era por entonces el corresponsal de guerra del diario El
Ferrocarril, el de mayor circulación en Santiago de Chile. Periodista especia-
lizado, fue asimilado al regimiento «Esmeralda» 7º de línea. De él cuenta la
historia que ingresó durante la noche, junto a don Isidoro Errázuriz, secretario
particular del Ministro de Guerra, don José Francisco Vergara, y don Luis
Castro, corresponsal del diario La Época, a la capital del Perú, para poder pre-
senciar los desmanes y saqueos que estaban cometiendo los soldados peruanos
derrotados en Miraflores. Y que cuando al día siguiente el ejército chileno con
el general Saavedra a la cabeza desfilaba por la plaza mayor, ellos ya se encon-
traban allí, esperándoles, llorando abrazados y gritando ¡Bravo, bravo, es la
coronación del triunfo! ¡Viva Chile, hermanos!
También cuenta que, después de la batalla del alto del Campo de la Alian-
za, el coronel Santiago Amengual, Jefe de la 1ª División de Ejército, ocupó la
ciudad de Tacna al frente de 60 Carabineros de Yungay, llevando a su diestra al
comandante Manuel Bulnes, y detrás suyo al mayor Wenceslao Bulnes, al capi-
tán Dinator, y al corresponsal del diario El Ferrocarril don Eduardo Hempel.
Por ser un periodista destacado, minucioso, por haber estado en medio
de los combates observando en detalle el desarrollo de los diversos aconteci-
mientos que luego magistralmente relató a sus lectores, lo elegí a él para que
a usted, señor lector, lo guíe a través de arenales sin fin surcados por miles y
miles de balas, campos sembrados de minas que estallan por doquier, matando
y mutilando; tapias y trincheras aspilleradas rodeadas de fosos profundos y
repletos de enemigos. Si aún sobrevive a esta marcha infernal, mire a lo lejos…
aún debe escalar y conquistar a bayoneta, esos morros altísimos coronados de
fuertes repletos de cañones, ametralladoras, y miles de fusiles que como volca-
nes en erupción vomitan fuego y metralla por todos sus costados sembrando
muerte y destrucción…
Esta obra está dedicada al recuerdo de esos héroes anónimos –soldados
increíbles, por su arrojo y su valor– que cayeron allí, en tierras lejanas, defen-
diendo su patria y su bandera, y a los herederos de aquellas gloriosas tradicio-
nes: al Ejército de Chile: «Siempre vencedor, jamás vencido».

El autor

N. del A.: Me he permitido incluir en la obra algunos documentos y partes oficiales que
pienso pueden ser de interés del lector. Asimismo cuatro biografías inéditas, casi desconocidas,
de Baquedano, Lynch, Lagos y Juan Martínez, escritas por Benjamín Vicuña Mackenna.

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Plan de operaciones sobre Lima


del Jefe de Estado Mayor General
del ejército chileno

Consideraciones generales

El ejército peruano consta de dos porciones: la primera, ejército acti-


vo fuerte de 25 a 30.000 hombres, la segunda del ejército de reserva, fuerte
de 10.000 hombres. Su línea definitiva de defensa, o mejor dicho su base de
operaciones, se encuentra a lo largo de la ribera norte del río Rímac apoyando
la derecha al Callao y la izquierda sobre la hacienda de Salinas al Oriente de
Lima. Provisoriamente, su reserva está en Santa Clara, al Oriente de Salinas,
cubriendo la línea del ferrocarril de la Oroya.
El ejército chileno debe componerse de cuatro divisiones:
1ª División, como está organizada, formará el ala derecha de la línea de
batalla.
La 2ª División, como está organizada, formará el centro de dicha línea.
3ª División, como está organizada formará el ala izquierda de la misma
línea.
4ª División, reserva general, debe componerse como las anteriores, de dos
brigadas; cada brigada de un regimiento de infantería y dos batallones, for-
mando un total de infantería compuesto de dos regimientos y cuatro batallo-
nes. Además la división llevará dos brigadas de artillería de campaña Krupp
del mayor calibre, y el escuadrón de caballería Carabineros de Maipú.
La infantería se puede componer con los regimientos de Zapadores y Cu-
ricó, y los batallones Victoria, Quillota, Concepción y Melipilla u otros equi-
valentes.
Para mantener la ocupación de Iquique y Arica, se emplearán las fuerzas
que hay en el Sur, regimientos Maule y Portales, y batallones Ángeles, Lontué,
Rancagua, Rengo y otros.

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Walter Douglas Dollenz

Respecto de Tacna, no habría inconveniente en desguarnecerlo durante


la campaña de Lima, manteniendo solo a Arica, defendido con infantería y
artillería e inutilizando la línea del ferrocarril.
La reserva general que se propone, es indispensable. No se debe pensar
en formarla tomando algunos cuerpos de las diversas divisiones ya formadas,
porque eso las debilitaría, con gran perjuicio de las operaciones que deben
emprender; sobre todo, conviene aumentar el número de hombres del ejér-
cito invasor, teniendo en cuenta la superioridad numérica actual del ejército
peruano que defiende a Lima, y la mayor suma de esfuerzos que habrá que
hacer sobre aquella capital para rendirla, teniendo allí el Perú, como induda-
blemente tiene, la fuente de todos sus recursos. Es necesario pensar en que es
el último golpe, y el más rudo, que se va a dar sobre el Perú, y que conviene,
por lo tanto, asegurarlo. Si aún fuera posible, que lo es, aumentar en dos regi-
mientos más de infantería la reserva, debiera hacerse a todo trance.
Contra 40.000 hombres a la defensiva, aunque en su mayor parte sean
tropas no bien disciplinadas, no pueden llevarse menos de 30.000 hombres
de buenas tropas, y ojalá fuera posible llevar más, que el número es siempre
uno de los elementos más importantes para el éxito en la guerra.

Elección del punto de desembarco

La posición peruana puede ser atacada por tres partes:

1º Por el norte, desembarcando por Ancón u otra caleta cercana.


2º Por el flanco derecho, desembarcando a viva fuerza en la playa del
Callao.
3º Por el sur, desembarcando en Lurín o Chilca u otra caleta de este lado.
El primer plan obligaría al enemigo a abandonar sus atrincheramien-
tos del Rímac, y a dirigirse al punto de desembarco para oponerse a él con
todas sus fuerzas.
Aun suponiendo vencido por el ejército chileno este primer esfuerzo,
todavía el ejército peruano podría batirse ventajosamente en una segunda
posición, en las gargantas que cierran por aquel lado el camino de Lima, es-
pecialmente en el punto denominado Piedras Gordas, paso inevitable para
un ejército que venga del norte sobre la capital.
Vencido todavía en las gargantas del camino, el ejército peruano se re-
tirará sobre Lima, cubriendo los caminos del Cerro de Pasco y de la Oroya,
para efectuar una retirada al interior, después de probar por tercera vez la
suerte de las armas, bajo los muros de su capital.
En el peor caso, el ejército peruano podría escapar vencido hacia el
interior del país, bien sea por medio de guerrillas, bien replegándose sobre
el Cuzco, adonde concentrará sus fuerzas de Arequipa y Puno.

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

El segundo plan, o sea el desembarco por el Callao, tendría para el


Ejército de Chile la ventaja de que, una vez operado el desembarco, el ejér-
cito de Lima quedaría de hecho vencido, pues obligado a hacer un cambio
de frente demasiado rápido, sobre una línea muy extensa, no podría veri-
ficarlo al frente inmediato del enemigo, sin desordenarse y sin ponerse en
irremediable fuga.
Pero tiene este plan el inconveniente de las dificultades y peligros que
ofrece el desembarco a viva fuerza en una rada artillada y en presencia de un
enemigo numeroso. Y el otro más esencial todavía de que el ejército perua-
no conservaría, como en el primer plan, su retirada franca hacia el interior,
y por consiguiente, la facilidad de continuar la guerra indefinidamente, lo
cual debe tratarse de evitar a toda costa. Bajo este punto de vista, así como
por las mayores facilidades que ofrece en todo sentido, es más aceptable el
tercer plan, o sea el desembarco y ataque por el sur, del cual pasamos a ocu-
parnos, desarrollándolo en sus operaciones generales en cuanto sea posible,
con el conocimiento que se tiene del terreno.

No hay que pensar en combinar dos de estos planes a un tiempo, como


el de un desembarco y ataque simultáneo por el norte, o bien por el Callao
y otro punto a la vez, pues en la escasez de las fuerzas que se llevan para la
marina, no conviene bajo ningún aspecto dividirlas sino llevarlas siempre
unidas en una masa compacta para obrar siempre con fuerzas suficientes,
sobre los puntos que convenga romper, según los casos.
El fraccionamiento sería siempre peligroso y muy ocasionado a de-
sastres, tratándose de invadir un territorio en donde el enemigo tiene, por
completa libertad de acción y de movimientos, recursos de todo género y
gran conocimiento del teatro de operaciones.

El plan general de operaciones

El objetivo de la campaña es la ocupación de Lima y del Callao para


apoderarse de la capital del país enemigo y posesionarse de su centro de
recursos y del poder militar. Pero este resultado no sería aún completamente
decisivo. Si fuerzas organizadas, armadas y en considerable número, pudie-
ran escapar hacia el interior del país en condiciones de poder continuar la
guerra.
Es, por consiguiente, uno de los puntos importantes de la campaña, la
destrucción o rendición total del ejército de Lima, junto con esta capital, y
este objeto solo podrá obtenerse cortando al ejército peruano sus dos únicas
vías de retirada al interior, el camino de Pasco y el ferrocarril de la Oroya.
No importa que tenga abierta la retirada para el norte por la costa, porque
allí no puede vivir ningún ejército organizado, siendo fácil también tomarle

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Walter Douglas Dollenz

la delantera yendo por mar una fuerza conveniente mientras el resto del ejército
vencedor, picaría la retaguardia del vencido por tierra.
Partiendo de esta base fundamental, es evidente que las maniobras del ejérci-
to invasor deben encaminarse a envolver la línea enemiga por su costado izquier-
do, a ocupar la pampa y posición de Lurigancho, que cierra el camino de Pasco,
y a establecerse sobre la línea del ferrocarril de la Oroya, arrojando al enemigo
sobre la campiña que queda entre la costa y Lima y colocándolo entre los fuegos
del ejército y de la escuadra para obligarle a rendirse a discreción.
Es esta operación notablemente difícil, acaso no tanto por los combates que
habrán de darse para realizarla, cuanto por la perspicacia y habilidad que debe-
mos suponer en el enemigo, quien, antes de dejarse cortar estas dos líneas, o a lo
menos una, preferirá abandonar el Callao y la campiña hasta Lima, para conser-
var su último camino de salvación en caso de un desastre.
Dedúcese de aquí que el ejército chileno habrá de desplegar suma habilidad,
pericia, rapidez, energía y precisión en sus movimientos, para alcanzar el resulta-
do que se propone y cuyos detalles pasaremos a exponer.

Descripción del teatro de operaciones

La línea enemiga se encuentra tendida sobre la rivera derecha del Rímac de


oriente a poniente, dando frente al sur, tras de posiciones atrincheradas.

Su centro se encuentra fuertemente defendido: 1º Por el obstáculo natural de


la ciudad de Lima, defendida al sur por los cañones del fuerte Santa Catalina y del
cerro Bartolomé; 2º Por la eminencia de San Cristóbal, que debemos suponer bien
artillado y que es llave de toda la línea, como que la domina a derecha e izquierda,
teniendo igualmente bajo sus cañones a la misma capital.
Al sur del Rímac y de la ciudad de Lima, se extiende la campiña plana, divi-
dida en haciendas de cultivo, en una extensión de ocho hasta doce kilómetros de
la ciudad, teniendo aun en esta campiña diversas eminencias y colinas, entre las
cuales la más notable y aventajada es el cerro de San Bartolomé, que se halla a tiro
de rifle al sur de la ciudad, y que está artillado y defendido.
Como seis kilómetros al sur de Lima, corta de oriente a poniente la campi-
ña, el canal denominado el río Surco, que sale del Rímac en Salinas, al oriente de
Lima, y corre hacia la playa de Chorrillos, distribuyéndose en diversas acequias
de regadío. Este curso de agua puede inundar en gran parte la campiña y dificultar
considerablemente la marcha de las caballerías, de la artillería y de los carros de
bagajes y pertrechos.
Sobre esta línea del río Surco se encuentran varias aldeas y caseríos impor-
tantes, siendo los principales, empezando por el poniente, Chorrillos y Barranco,
que son poblaciones de la playa y puertos de mar; Surco, a poca distancia de
aquéllas, hacia el oriente, y Ate, que se halla cerca de la línea del ferrocarril de la

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Oroya, al frente del cerro San Bartolomé. Pasando la Línea del ferrocarril y el río
Rímac hacia el norte, por el oriente de la ciudad, se encuentra la aldea de Lurigan-
cho, capital del distrito del mismo nombre, situada en el medio de una alta llanura
que domina a Lima y su campiña del poniente.
A poca distancia del río Surco, se acaba la campiña cultivada y se levantan
varios cordones de colinas y cerros que van de norte a sur, hasta el valle de Lurín,
que se encuentra como ocho leguas al sur de la capital, atravesado de oriente a
poniente por el río de aquel nombre, en cuyas riveras se hallan las poblaciones de
San Pedro, Lurín, Buenavista, Pachacámac y Manchai.
Al sur del angosto valle de Lurín vuelven a levantarse otros cordones de ce-
rros que corren hasta el valle de Chilca que dista de cinco a siete leguas de aquél,
y cuya cabecera es el puerto de este nombre.
El territorio de la campiña de Lima se halla bastante poblado de haciendas,
con buenos cierros, caminos de comunicación, muchas plantaciones artificiales,
y también algunos poblados bosques naturales, siendo los más importantes los
que se encuentran alrededor de Chorrillos y los que bordean el río Rímac por el
oriente de la capital.

Desde:
1º El valle de Lurín.
2º La línea del río Surco, desde Chorrillos hasta Salinas.
3º La línea atrincherada del Rímac.

No puede extenderse más al sur, ni siquiera hasta el valle de Chilca, porque


debilitaría considerablemente su capital y su principal base de operaciones, que
dejaría expuestas a un golpe de mano, muy fácil de intentar para un enemigo que
dispone de la vía del mar y que puede rápidamente trasladarse por esta vía desde
un punto a otro.
Si el ejército peruano avanzara hasta Chilca con pocas fuerzas, a fin de no de-
bilitar su base de operaciones, las expondría a perderse inútilmente, pues podrían
ser aplastadas por el número en un desembarco a viva fuerza, o bien tomadas de
revés por un enemigo que desembarcara en Lurín o Chorrillos.
No debemos, por tanto, suponer que el ejército peruano se fraccione de ese
modo. Lo más que hará será establecer su primera línea en el valle de Lurín, en-
seguida en el río Surco, y la tercera en el Rímac, defendiendo así su territorio al
frente y dominando con los flancos de sus tres líneas los puntos de desembarco
cerca de su capital.
Obrando militarmente, el Ejército del Perú se distribuirá sobre aquellas tres
líneas en esta forma:
20.000 hombres sobre el valle de Lurín.
10.000 sobre la línea del Surco, apoyando fuertemente sobre Chorrillos.
10.000, o sea la reserva, sobre el Rímac.

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Walter Douglas Dollenz

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Si el ejército invasor logra forzar su primera línea en el valle de Lurín,


repliega sus fuerzas sobre la segunda, en la ribera norte del Surco hasta Ate, en
donde hará pie firme y defenderá su posición hasta el último extremo.
Vencido nuevamente en esta segunda línea se replegará sobre la tercera en
la rivera norte del Rímac apoyando fuertemente sobre la aldea de Lurigancho
y el cerro de San Cristóbal para mantener asegurada la vía de escape del cerro
de Pasco, en el caso de que, después de ofrecer una batalla a todo trance, fuera
todavía vencido.
Así, dando una serie de batallas sucesivas, en posiciones fuertes y bien elegi-
das, podrá esperar agotar al ejército invasor, para debilitarlo de tal manera, que
no pueda al fin resistir a esa sucesión de esfuerzos continuados, en un país enemi-
go, sin recursos, pues que en su retirada el ejército de defensa arrasaría el campo,
y alejado considerablemente de su centro de refuerzo y aprovisionamiento.
Si el enemigo en vista de aquella disposición, intentara desembarcos por
la playa de Conchán, de Chorrillos, del Callao o más al norte, el ejército pe-
ruano se concentraría fácilmente, para defender la costa en el punto amagado
e impedir el desembarco proyectado; o bien, si este se llevara al norte, llegaría
el caso de defender el acceso a la capital ocupando las gargantas que ofrece el
camino, de cuyo proyecto ya hemos hablado en el primer capítulo.

Primera posición del ejército chileno

Dados los antecedentes expuestos, el ejército chileno ejecuta su desembar-


co en Chilca.
No puede pensar en rodear por el valle de Chilca al interior, para caer
sobre la izquierda de la primera línea enemiga o para desembarcar por la línea
de Oroya; pues, sobre que estas marchas le demandarían largas y fatigosas
jornadas por territorio desconocido, le separarían también de los recursos y
auxilio de su escuadra, que es uno de los elementos más importantes de su
poder y de su fuerza.
Tiene pues, necesariamente, que afrontar la primera línea peruana en el
valle de Lurín, marchando resueltamente sobre ella por el camino carretero de
la costa.
Una fuerte división, la 1ª, marchará coronando las alturas que dominan
la vía, extendiéndose sobre la derecha para bajar al valle frente a Pachacamac
y Manchai, mientras que la 2ª división trepa igualmente las lomas para ir a
asomar frente a Buenavista.
La 3ª división sigue el camino carretero, y detrás de ella la reserva, para
desembarcar en el valle por Lurín, manteniéndose la 3ª durante la marcha a la
altura de la 2ª y 1ª. El ejército peruano no se encuentra en el valle, porque no
se dejaría dominar por el enemigo desde las alturas del sur. Ocupará necesaria-
mente las faldas de las colinas que bordean el valle por su costado norte.

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Walter Douglas Dollenz

En esta posición el ejército chileno hará alto, observando el valle, las posi-
ciones y los movimientos del enemigo antes de atacar, y esperando el resultado
del esfuerzo que debe hacerse por el lado de la costa.
Efectivamente la escuadra reunida, que ha seguido los movimientos del
ejército chileno, se acerca al frente del valle de Lurín, lo más posible a la costa,
y rompe un nutrido fuego de cañón sobre la derecha de la posición enemiga.
Este tendrá necesariamente que ceder, y entonces, o se desbandan replegándose
a la segunda línea, o se corren a la izquierda hasta ponerse fuera de tiro de los
cañones de la escuadra, abandonando al enemigo las poblaciones de Lurín y
San Pedro. Este es el momento de principiar el ataque para el ejército chileno.
La 3ª división avanza rápidamente a posesionarse de Lurín, y corriéndose por
la costa hacia el norte, flanquea la derecha del ejército peruano, tratando de
envolverlo por retaguardia para arrojarlo hacia los cerros del oriente, cortán-
dole su retirada sobre la línea del Surco. Al mismo tiempo la artillería de la 1ª
y 2ª divisiones baten violentamente la línea enemiga para obligarla a quebrar,
lo cual sucederá necesariamente una vez que la 3ª división la tome y arrolle de
flanco y por revés, mientras que la reserva ocupa el caserío de Lurín.
Llegada la acción a este punto, las columnas de infantería de la 1ª y 2ª
divisiones, bajan al valle; la 3ª y 4ª divisiones cargan resueltamente el flanco
derecho de la línea peruana y la arrojan sobre el camino Manchai, el cual in-
terceptará rápidamente la caballería acompañada de dos o tres baterías mon-
tadas. Si este resultado se llegara a obtener, el ejército enemigo de la prime-
ra línea se habría perdido por entero y la campaña terminaría aquí, pues las
fuerzas que quedarán en Surco y el Rímac, no serían bastantes para detener la
marcha victoriosa del ejército invasor y su entrada a la capital.
Si esto no sucede, porque el ejército peruano, vencido en su primera po-
sición, consigue retirarse en buen orden sobre la segunda, o bien porque se
decidiera a no defender el valle de Lurín, el ejército chileno pasa a establecerse
en este valle, que será su primera posición, su base de operaciones sobre Lima.
La 1ª división (a la derecha) se establece sobre Manchai. La 2ª división (centro)
sobre Pachacamac. La 3ª (a la izquierda) sobre Lurín. Finalmente la 4ª sobre
Buenavista.
En esta posición, el ejército invasor adelanta la caballería de su 1ª, 2ª, y 3ª
divisiones sobre la campiña de Lurín, en este orden:
Granaderos (1ª división) por el camino de Manchai a Ate, hasta desem-
bocar al valle.
Cazadores (2ª división) por el camino de Pachacamac a Surco.
Carabineros de Yungay (3ª división) por el camino de la playa de Con-
chán hasta Chorrillos.

Cada regimiento acompañado de una batería divisionaria de campaña de


las de menor calibre montadas.

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

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Walter Douglas Dollenz

Segunda posición del ejército chileno

La Caballería reconoce rápidamente la campiña enemiga sobre la línea


del Surco, en toda su extensión, desde Chorrillos a Ate. Pueden suceder enton-
ces varios casos:

1º Que la línea del Surco se encuentre abandonada, replegándose todo el


grueso del ejército peruano sobre la línea del Rímac.
2º Que la línea del Surco se halle defendida igualmente, en toda su exten-
sión desde Ate a Chorrillos.
3º Que la línea del Surco se halle defendida fuertemente sobre su derecha,
es decir sobre Chorrillos, y débilmente en su ala izquierda.
4º Que suceda a la inversa es decir, que no esté bien defendida a la derecha,
y fuertemente a la izquierda, para cubrir la línea del ferrocarril de la Oroya.
5º Que el ejército peruano abandone por completo a Chorrillos y su playa
para reconcentrarse sobre Ate y la línea del ferrocarril a la Oroya, formando
martillo con las fuerzas que defienden las líneas del Rímac y el Callao.

Primer caso: El ejército chileno, encontrando libre la línea del Surco,


avanza rápidamente a ocuparla, dirigiendo su 1ª y 4ª divisiones por el camino
de Manchai a Ate; la 2ª por el de Pachacamac a Surco, y la 3ª por la playa de
Conchán a Chorrillos.

La 1ª división se establece, entre Ate y la línea del ferrocarril, cubriendo esta.


La 2ª sobre la ribera sur del río Surco, al oriente del lugarejo de Tebes.
La 3ª entre Surco y Barranco; y
La 4ª entre las haciendas de Molina y Pacayar, cubriendo las espaldas de
la 1ª, pronta a marchar en su auxilio.

No consideramos el caso de que en este momento la reserva enemiga se


mantenga todavía en Santa Clara, porque de hecho quedaría perdida. La 1ª
división la envolvería por retaguardia, mientras la 4ª amenazaba el flanco iz-
quierdo de la línea del Rímac, para dar tiempo a que la 1ª división exterminara
a la reserva peruana, sin que pudiera ser socorrida.

Este caso no sucederá, porque el enemigo, una vez resuelto a no defender


la línea del Surco, replegará su reserva de Santa Clara sobre la aldea de Luri-
gancho, para apoyar su ala izquierda.

Segundo caso: La línea del Surco se halla igualmente defendida desde Ate
a Chorrillos.
Entonces, el ejército chileno, manteniendo su caballería a la vista de la
línea enemiga para encubrir su movimiento, avanza de la misma forma que en

22
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

el caso anterior, es decir, 1ª y 4ª divisiones por Manchai, 2ª por Surco y 3ª por


Chorrillos.
Durante la marcha, la caballería de reserva (Carabineros de Maipú) se
encarga de mantener el contacto necesario entre las tres líneas de operaciones,
comunicando de unas a otras las divisiones en movimiento.
El ataque, en este caso, tiene que ir sobre una de las alas de la línea ene-
miga, podría ir simultáneamente sobre las dos, pero no conviene hacerlo, para
no gastar esfuerzos inútiles, desde que basta cargar firme a una de las alas,
para que esta, una vez envuelta, envuelva y arrastre consigo al centro y a la
otra ala.

¿Cuál de las dos alas conviene atacar?

Es cierto que, atacando la derecha, se tendría el auxilio de la escuadra, que


bombardearía al mismo tiempo a Chorrillos, cuyo punto se vería atacado por
mar y tierra, y tendría que ceder o llamar en su auxilio a las fuerzas del resto de
la línea, franqueando así el paso a la 1ª y 4ª divisiones Chilenas, que cortarían
la retirada a las fuerzas vencidas en Chorrillos.
Pero esta operación tiene sus peligros, porque el camino de Conchán ofre-
ce, antes de llegar a Chorrillos, alturas y desfiladeros estrechos que, ocupados
por el enemigo, podrían resistir ventajosamente al ejército asaltante.
Vencida aun la posición, después de que el ejército invasor hubiera experi-
mentado fuertes bajas, las fuerzas peruanas vencidas en esta ala se replegarían
rápidamente hacia su centro y ala izquierda, para cubrir el ferrocarril de la
Oroya, contra la 1ª y 4ª división peruana, tratando a todo trance de envolverla
y arrojar al enemigo sobre su centro y ala derecha.
Si logran repasar el flanco izquierdo de la línea enemiga, y cargarlo sobre
la costa, la campaña queda hecha; pues, cargando entonces con vigor la 2ª y
3ª divisiones, y auxiliando la escuadra con sus cañones, el ejército peruano su-
cumbe allí íntegro, sin alcanzar a replegarse sobre Lima y la línea del Rímac.
Pero esto no sucederá, porque el ejército peruano no se dejará envolver, y
antes preferirá abandonar, después de disputar el campo paso a paso, la línea
del Surco, para replegarse en buen orden sobre la del Rímac.
Verificado esto, el ejército chileno entrará a tomar las posiciones de su
segunda línea, en la misma forma que queda explicado para el primer caso.

Tercer caso: Línea del Surco defendida fuertemente sobre la derecha y


débilmente en la izquierda.
La 1ª y 4ª divisiones, cargan a la izquierda y la arrollan fácilmente sobre
el centro y la derecha, viniendo entonces a suceder lo previsto por la última
parte del caso anterior.

23
Walter Douglas Dollenz

Cuarto caso: La línea del Surco débilmente defendida a la derecha y fuer-


temente a la izquierda, para cambiar al ferrocarril a la Oroya.
La 2ª y 3ª divisiones, con auxilio de la escuadra, si ha lugar, cargan el ala
derecha del enemigo, el que indudablemente tratará de correrse a la izquierda,
replegándose sobre la línea del ferrocarril.
Entonces, mientras la 3ª división carga la derecha del enemigo en su re-
pliegue, la 2ª se corre rápidamente a la derecha, para reunirse a la 1ª y 4ª , y tra-
tar a todo trance de romper la posición enemiga sobre la línea del ferrocarril.
Si esto no fuera posible, se cortará a lo menos el centro y derecha de la lí-
nea enemiga, lo cual debilitará sus fuerzas y permitirá atacar subsiguientemen-
te la línea defensiva del ferrocarril, la cual deberá encontrarse en gran parte
apoyada sobre la orilla derecha del río Rímac, al oriente de Lima.
Pertenece esta operación a los movimientos que deben hacerse sobre la
tercera posición.

Quinto caso: Línea del Surco abandonada, y establecimiento del ejército


peruano sobre el Ate y la línea del ferrocarril de la Oroya, en combinación con
la línea del Rímac entre Lima y el Callao.
Ocurre aquí el caso anterior.
En estos dos últimos casos, la posición de la 1ª división ha variado, pues
no puede ocupar francamente el pueblo de Ate. Entonces se establece sobre las
alturas que dominan las haciendas de la Rinconada y Melgarejo.

Tercera posición del ejército chileno

En el primero, segundo y tercer caso de los explicados en el capítulo an-


terior, el ejército chileno se mueve corriéndose sobre su derecha por divisiones
sucesivas, pasa el Rímac en Salinas con su 1ª, 2ª, y 4ª divisiones, establece la
1ª en la pampa de Lurigancho, entre esta aldea y la hacienda de Palomares, la
apoya con la 2ª situada en Salinas y la 4ª un poco a retaguardia de esta, y colo-
ca su 3ª al poniente de Ate, en observación de Lima y de los movimientos de las
fuerzas peruanas atrincheradas sobre la línea del Rímac entre Lima y Callao.
Si hay resistencia sobre la izquierda peruana, en Salinas y Lurigancho,
como indudablemente la habrá es necesario vencerla, para obtener el resultado
de rechazar esa ala enemiga, arrojándola sobre su centro y derecha; cuya ma-
niobra está comprendida en los movimientos que pasaremos a explicar.

En el cuarto y quinto casos del anterior capítulo, tendrá el ejército chileno


que emprender batalla decisiva sobre Ate y la izquierda del ejército perua-
no, a fin de romper esta ala y rechazarla hacia su centro y derecha, siempre
persiguiendo el objetivo propuesto, de cortar la retirada al enemigo hacia el
interior.

24
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Al efecto, establecida la 1ª división sobre las alturas de Rinconada y Mel-


garejo, la 4ª sobre la hacienda de Molina, la 2ª y 3ª ascenderán rápidamente
por la margen izquierda del río Surco, una en pos de la otra hasta situarse la 2ª
sobre la hacienda de Camacho, y la 3ª atrás. En esta disposición, la 1ª formará
el ala derecha de la línea de batalla, la 4ª el centro y la 2ª la izquierda, sirviendo
la 3ª de reserva.
La caballería de la 2ª y 3ª divisiones, avanzará por el valle entre Lima y la
costa, hasta los caseríos de Magdalena, tanto para observar los movimientos
del enemigo por aquel lado, cuanto para encubrir los del ejército chileno.
Formada así la línea de ataque, el ala derecha chilena bajará al valle de
por Monte Alberna, amagando envolver el flanco izquierdo enemigo. El centro
y la izquierda, inmediatamente apoyados por la reserva, cargarán resueltamen-
te sobre la posición de Ate, de la cual se apoderarán a viva fuerza.
Este es el primer período de la acción.
El enemigo vencido en Ate, se replegará sobre Salinas y la margen derecha
del Rímac, al oriente de Lima.
Entonces la 4ª división (centro) se corre a la derecha para darse la mano
con la 1ª, y juntas pasar el río por arriba para envolver el ala izquierda del ene-
migo, mientras tanto la 2ª apoyada por la 3ª (reserva), lo mantiene en jaque.
Desde la margen izquierda del río, al frente de Salinas, amenazando con
una dirección encaminada a simular el paso a viva fuerza en aquel punto.
Desde que la 1ª y 4ª divisiones han pasado el río, descienden rápidamente
su margen derecha y cargan el flanco izquierdo del enemigo, para facilitar el
paso de la 2ª división en Salinas.
Reunidas las tres sobre aquellas riveras, emprenden el ataque simultáneo
para desalojar al enemigo de la pampa de Lurigancho, y arrojarlo sobre la
costa, cortándole la retirada hacia el interior.
Aquí termina el segundo período de la acción y se prepara el tercero o
acción decisiva.
Situado el ejército chileno sobre su tercera posición, en la forma que in-
dica la carta, el enemigo, envuelto por su izquierda, ha tenido que salir de su
atrincheramiento del Rímac y ejecutar un peligroso y atolondrado cambio de
frente, viniendo a quedar su línea extendida de norte a sur, entre Lima y la
costa.
En esta situación está perdido irremediablemente. El ejército chileno se
apodera de las posiciones de San Cristóbal y San Bartolomé, desde las cuales
domina al ejército peruano, y con muy poco esfuerzo lo obliga a rendirse a dis-
creción. Para el efecto, no tiene más que avanzar en su mismo orden de batalla,
estrechando el cerco de la ciudad hasta apoderarse de ellas y las alturas citadas,
desde cuyo momento el ejército peruano queda completamente vencido y des-
armado, sin que pueda escapar uno solo, so pena de ser cañoneado y batido
impunemente entre los fuegos del ejército y los de la escuadra.

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26
Walter Douglas Dollenz

Regimiento Colchagua, de la 1ª División Lynch, saliendo del puente Lurín.


Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Conclusión

Se notará que no hemos examinado ningún caso de desastre o derrota


parcial o total del ejército chileno. Pero es porque el ejército chileno, con su
excelente organización y magnífico armamento, difícilmente pueda encontrar-
se definitivamente vencido, siempre que libre sus combates con el buen orden,
calma y destrezas previstos por la táctica.
Como regla general, se puede decir: 1º Que la caballería no debe emplear-
se durante el combate, sino en casos extremos y apurados. Debe mantenerse
fuera de tiro del cañón enemigo, cubriendo las alas indefensas, si las hay, o a
retaguardia de la línea de infantería.
Si en un momento dado se quebrare o cediere algunos de los elementos de la
línea de batalla sin que hubiere tiempo de reforzarla oportunamente con infantería
o artillería, se lanzará la caballería de la división en masa sobre el enemigo para
detenerlo un instante y poder restablecer el combate con tropas de refresco.
Cuando el enemigo ceda, también se empleará la carga de caballería para
romperlo definitivamente y aventarlo en todas direcciones, a fin de que no se
pueda rehacer.
2º Que la infantería debe combatir siempre a tres líneas.
La línea de batalla o primera línea, que se compondrá de un regimiento
por cada brigada, desplegada al frente en batalla, haciendo fuego y cubriéndo-
se con sus propios tiradores en guerrilla.
La segunda línea compuesta de un regimiento por brigada, a 200 o 300
pasos a retaguardia de la primera formada en columna por batallones o por
compañías.
La tercera línea compuesta de un regimiento por brigada, 500 pasos a
retaguardia de la segunda, formada en columnas en maza.
La infantería se batirá ordinariamente sentada o tendida en el suelo y
aprovechando todos los accidentes del terreno para ofrecer al enemigo el me-
nor blanco posible. Sobre todo debe sacar todo el partido que pueda de las
alturas, los bosques, cursos de agua, barrancos y otros accidentes. La infantería
es la tropa más movible, y maniobrará en terrenos accidentados.
3º Que la artillería de cada brigada debe siempre apoyar la primera línea
con una batería de cañones, reservando la otra a retaguardia para relevar a
aquella en caso necesario, para concurrir en un momento dado a un golpe de
mano sobre cualquier punto de la línea enemiga, o a detener un avance del
enemigo, ametrallando sus cabezas de columnas cuando la línea enemiga ceda
o flaquee.
Estas son solo reglas generales que la situación del terreno, calidad del
enemigo y otras circunstancias puede modificar de mil maneras.

Tacna, Noviembre 30 de 1880.


Marcos 2º Maturana.

27
Walter Douglas Dollenz

Este plan, que apoyaba con entusiasmo el ministro de la guerra, fue re-
chazado de plano por el general Baquedano y el Jefe de la artillería coronel
Velásquez. Las furiosas razones que expusieron en el acalorado debate, fueron
las siguientes:

1.- La artillería, bagajes, y carros de agua y municiones no podrían pasar


los terribles arenales, así mismo la caballería sería inservible.
2.- Atacando por la costa, estarían protegidos por los cañones de la es-
cuadra, y en caso de un desastre, podrían reembarcarse, reorganizarse y atacar
nuevamente.
3.- Atravesarían territorios terriblemente resecos, en cambio atacando por
la derecha del enemigo, estarían en contacto permanente con el río Lurín y
después con el Surco.
4.- El peligro de hacer desfilar de flanco un ejército, arriesgando ser cor-
tados en cualquier momento mediante un contraataque, produciéndose una
desbandada, pérdida total de la artillería, municiones y bagajes, además de la
mayoría de los soldados.
5.- Que el objetivo principal de la campaña, no era la conquista de Lima,
sino la destrucción total de su ejército.

Se decidió entonces aprobar el plan en que el ataque se realizaría por el


Oeste, apegados a la costa –División Lynch– y por el centro –División Sotoma-
yor– principalmente, al estilo Baquedano: «de frente y a la chilena».

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

29
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Plan de operaciones sobre Lima presentado


al señor Ministro de la Guerra en campaña
por el general Marcos Maturana,
jefe del Estado Mayor General

De los reconocimientos practicados hasta la fecha, desde el valle de Lu-


rín hasta las posiciones enemigas en el valle de Lima, resulta que el ataque debe
hacerse del modo siguiente:
1º Que el camino de la playa llamada de Conchán es sumamente pesado
y arenoso, en un espacio como de tres leguas, hasta llegar a la hacienda de la
Villa. La artillería de campaña no podrá marchar por esta vía, y la infantería
solo podrá hacerlo con bastante trabajo.
2º Que el camino de Pachacamac a Surco y Tebes, atravesando los lomajes
de la costa es mucho menos pesado que el anterior, pero también ofrece trechos
difíciles para la artillería rodante, algunos arenosos, otros de subida, como la
cuesta de la tablada, al oriente de la hacienda de Villa. La artillería de campaña
no podrá viajar por esta vía, y la infantería solo podrá hacerlo con bastante
trabajo.
2º que el camino de Pachacamac a Surco y Tebes, atravesando los loma-
jes de la costa es menos pesado que el anterior, pero también ofrece trechos
difíciles para la artillería rodante, algunos arenosos, otros de subida, como la
cuesta de la Tablada, al oriente de la hacienda de Villa. En este camino, a legua
y media del puente de fierro de San Pedro, se encuentran algunos pequeños
puquios, de buena agua aunque escasa, pero que, según informes de baquea-
nos, se puede aumentar un poco su caudal por medio de ligeras excavaciones,
o bien para acopiar agua para los animales por medio de represas hechas con
algunas horas de anticipación al paso de las tropas. El lugar en que se encuen-
tran estos puquios, se denomina Atacongo, y dista media legua de la Tablada,
que es una alta meseta desde donde se domina a Chorrillos, San Juan y el valle
de Lima.
3º Que partiendo de Atacongo se reparten tres caminos: uno que se dirige
a Chorrillos, por los altos de Villa; el otro del medio se va a la hacienda de

31
Walter Douglas Dollenz

San Juan y desde allí al lugarejo de Surco, y otro que orillando las lomas, va
directamente a Lima, por Tebes, penetrando en la capital por la portada de
Cocharcas.
4º Que desde Atacongo se abre también hacia la derecha un camino de
atravieso, que no es carretero, y que oblicuando hacia el norte, va a juntarse
con el camino carretero de Manchai, al desembocar en el valle de Ate.
5º Que el camino de Manchai a Lima por el valle de Ate, es perfectamente
practicable y de suelo firme y parejo, por donde pueden transitar, y transitan
con frecuencia, toda clase de carruajes, presentando por tanto, ventajas in-
apreciables para el transporte de la artillería de campaña, el parque general y
los almacenes de la intendencia del ejército. Desde la hacienda de Manchai, a
orillas del Lurín, hasta las de Rinconada y Melgarejo, que tienen un buen canal
de regadío, con abundante agua, hay una distancia de poco más de dos leguas,
que el ejército puede salvar sin dificultad.
6º Que el camino que conduce desde la hacienda de Cieneguillas, al orien-
te de Manchai hasta Lima, atravesando el valle de Ate, es malo e impracticable
para carruajes, hallándose también fuera de nuestra base de operaciones hacia
la derecha.
7º Que subiendo el valle de Lurín desde la hacienda de Cieneguillas y el
lugarejo de Huaicán, hacia las cabeceras, se puede pasar con infantería y caba-
llería hacia el valle oriental de Lima, cayendo a la estación de Santa Clara del
ferrocarril de la Oroya. El camino es bastante practicable.
8º Que el ejército enemigo apoya fuertemente su derecha en Chorrillos,
teniendo una fuerte vanguardia en los altos de Villa. Se calcula en 10.000 hom-
bres la fuerza peruana de este lado, y es de suponer que una buena parte de
ella se encuentra avanzada en la hacienda de San Juan, formando un triángulo
estratégico con Villa y Chorrillos, para defender el acceso al valle por esta ala y
para impedirnos el desembarco de nuestros elementos por aquel puerto.
9º Que aparecen algunas pequeñas fuerzas en el valle de Ate a retaguardia
del caserío, lo cual indica que el ejército peruano se encuentra tendido sobre
la rivera norte del río Surco, apoyando fuertemente sobre su derecha y débil-
mente a su izquierda. Esto no quiere decir que no tenga fuerzas con que acudir
a la defensa de esta ala, en caso necesario; pues teniendo fuerzas en Lima, que
dista apenas una legua del caserío de Ate, es evidente que podrá en cualquier
momento, salir con ellas a oponerse a la invasión por esta parte.

II

Tenemos entonces, la facilidad de atacar al ejército peruano por cualquie-


ra de sus dos alas, por la derecha o por la izquierda. En cuanto al centro es,
por ahora inabordable, porque el terreno no se presta ni hay camino que des-
emboque sobre él a no ser el que va de Atacongo a Tebes, en el cual tendríamos

32
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

que hacer una peligrosísima marcha de flanco, al frente y a inmediaciones del


ejército acantonado en Chorrillos y San Juan.
Desde luego, el ataque sobre la derecha peruana, es decir sobre Chorrillos,
no parece aceptable.
Para romper el fuerte triángulo de Chorrillos, Villa y San Juan, tendría-
mos que dar rudas batallas, en las cuales debilitaríamos considerablemente
nuestras fuerzas y acaso nos expondríamos a un fracaso, si después de ven-
cida la posición de San Juan, y cargando sobre la de Chorrillos, el grueso del
ejército de Lima avanzara flanqueando nuestra derecha y amagando nuestra
retaguardia.
Pero aun batido el enemigo en Chorrillos y posesionado nuestro ejército
de este puerto, bien poco habríamos avanzado todavía, teniendo siempre que
marchar sobre la capital.
Desde Chorrillos tendríamos tres líneas de operaciones sobre Lima:
La primera sobre la izquierda, avanzando por la costa, para interponernos
entre el Callao y Lima, tomar el Callao a viva fuerza, y prepararnos para el
ataque a la capital por el lado del oeste, circunvalándola también por el norte,
vía del ferrocarril de Chancai.
La segunda sobre el centro, marchando directamente de Chorrillos a Lima,
por la vía del ferrocarril y la carretera que pasa por Barranco y Miraflores.
La tercera sobre la derecha, subiendo al valle por la rivera sur del río Sur-
co para envolver a Lima por el oriente, apoderándose de la línea del ferrocarril
de la Oroya.
Las tres líneas son inadmisibles.
La primera, porque marchando el ejército chileno por la costa para inter-
ponerse entre Lima y Callao, tiene que ejecutar una marcha de flanco, a tiro de
fusil del ejército enemigo, en cuya marcha sería inevitablemente atacado y tal
vez destruido. Además, al atacar el Callao, tendría que dar la espalda al ejército
de Lima, que caería sobre él indudablemente. Si en lugar de atacar el Callao,
quisiera volver su frente sobre Lima, tendría que dar la espalda al fuerte, cuyos
cañones y guarnición no dejarían de aprovechar la oportunidad de hostilizar
su retaguardia.
La segunda, porque al marchar directamente de Chorrillos a Lima, por
el centro del ángulo que forman la línea del Surco y la playa el ejército chile-
no se vería necesariamente amagado sobre sus dos flancos a la vez: sobre el
izquierdo, por las fuerzas del Callao y la derecha del ejército de Lima; sobre el
derecho, por el ala izquierda enemiga, que desbordaría por las faldas orientales
del cerro de San Bartolomé. Encontrando, como encontraría, el ejército chileno
una seria resistencia sobre su frente por las fuerzas de Lima, que saldrían a
batirse bajo los muros de la ciudad, y por la fuerte posición de Santa Catalina,
amagados sus dos flancos por las alas del ejército peruano que se cerrarían, en
abanico para envolverlo de uno y otro lado, su situación se haría sumamente
crítica y muy ocasionada a un gran desastre.

33
Walter Douglas Dollenz

La tercera línea de operaciones, aunque no tan inmediatamente peligrosa,


no es más aceptable que las otras dos anteriores. Subiendo el ejército chileno
la margen izquierda del río Surco, para apoderarse de la línea del ferrocarril de
la Oroya, tendría que ejercitar una marcha de más de cinco leguas, ofreciendo
constantemente, durante ella, el flanco izquierdo al ejército peruano, el cual,
libre en su movimiento y en su acción, no dejaría de aprovechar las diversas
ocasiones que en esta marcha se le presentarían para cargar con resolución la
izquierda del ejército invasor y arrojarlo en desorden sobre el desierto de are-
na, en donde no le quedaría más recurso que contramarchar a rehacerse en el
valle de Lurín. Sería muy difícil que el ejército chileno pudiera llegar en buen
orden y sin combatir hasta tomar posiciones frente a Ate.
Sobre todas las consideraciones que quedan expuestas, hay otra muy ca-
pital: y es la que el enemigo, desalojado a viva fuerza de Chorrillos y San
Juan, se replegará a Lima, y al mismo tiempo hará cortar arriba las aguas del
Surco y del canal de la Rinconada, que son las que proveen el valle al sur de
Lima, dejando al ejército invasor completamente falto de este elemento de vida
indispensable. Dueños de Chorrillos, quedaríamos siempre en una situación
insostenible.

III

Por consiguiente, es indudable que el ataque debe ir sobre el ala izquierda


del ejército peruano, es decir, sobre el oriente de Lima. A este plan, de todo
punto necesario, responde también la idea primordial de terminar la guerra en
esta campaña, destruyendo por completo el poder militar del Perú, para lo cual
es necesario impedir que su ejército, en el todo o en parte, pueda emprender re-
tirada hacia el interior del país. Es indispensable acorralarlo en Lima, o arrojar
sobre la costa sus restos dispersos, a fin de que no puedan escapar.
Entonces debemos llevar el grueso de nuestro ejército desde Manchai so-
bre la Rinconada y el valle de Ate.
Pero, como siempre conviene engañar al enemigo sobre nuestro verdadero
propósito, debemos al mismo tiempo llamarle fuertemente la atención sobre su
derecha, es decir, sobre el valle de Chorrillos.
Ya que según parece, se ha formado la idea de que nuestro principal ata-
que, debe ir sobre Chorrillos, conviene, no solo mantenerlo en este error, sino
aumentar sus proporciones, llevándole efectivamente por ese lado un ataque
serio que le haga creer que va por allí todo nuestro ejército y le obligue a sacar
sus reservas de Lima para traerlas a la gran batalla que él debe esperar sobre
la línea de Chorrillos a Tebes.
Al mismo tiempo, el grueso de nuestras fuerzas, situado en Manchai,
avanzará rápidamente sobre Lima, para tomar en su valle las disposiciones
que convenga en vista de la situación.

34
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

He aquí la maniobra:
Una división marchará desde San Pedro por el camino del medio, para ir
a situarse sobre la posición de Atacongo. Esta división no llevará sino artillería
de montaña, y a su frente, por el mismo camino, encubriendo su movimiento,
el regimiento de caballería que le pertenece. Otro regimiento de caballería mar-
chará por el camino de la playa de Conchán, a la altura del que va por arriba,
observando al enemigo por aquel lado, para hacerle creer que todo el ejército
chileno marcha sobre Chorrillos.
Al mismo tiempo, la escuadra avanzará por mar, ceñida a la costa, si-
guiendo los movimientos del ejército chileno, amagando los blindados el puer-
to de Chorrillos; con lo cual el ejército peruano se hará la ilusión completa de
que el objetivo de este primer avance del ejército chileno es exclusivamente
Chorrillos y que allí dirigimos todas nuestras fuerzas.
Es casi seguro que, engañado de este modo, el ejército peruano saldrá
en masa de Lima a sostener la posición y a librar la batalla sobre Surco o su
campo inmediato.
Toda esta maniobra no tiene ningún peligro. La división que marcha,
fuerte a lo menos en 7.000 hombres, tomando posiciones en Atacongo, puede
resistir ventajosamente a una embestida de un ejército doble en número. Las
lomas arenosas y pesadas, el terreno quebrado y lo estrecho de los caminos,
se prestan admirablemente para una defensiva poderosa, invencible para el
ejército peruano.
En cuanto a la caballería, que marcha por la playa, no puede ser acome-
tida, porque irá dándose la mano con las fuerzas que marchan por las lomas,
y porque las tropas peruanas que quisieran atacarla, descubrirían su flanco y
retaguardia a nuestra infantería del alto, y se verían irremediablemente envuel-
tas y perdidas.
No tiene, pues el enemigo, más que hacer que aguantarse a la defensiva
sobre sus posiciones del triángulo y esperar la acometida, que nuestra división
no deberá llevarle, pues el terreno es malo para el ataque, y también porque
conviene aguardar el resultado de las maniobras del grueso del ejército.
Efectivamente, junto con moverse la división que va a Atacongo, se mo-
verá valle arriba el resto del ejército, para ocupar a Manchai, desde donde se
dirigirá al valle de Ate, dando tiempo a que las fuerzas de este valle y de Lima,
engañadas por el movimiento de la costa, se corran a su derecha para ir en
defensa de Chorrillos.
Si el enemigo ejecuta este movimiento con todas sus fuerzas, nuestras dos
divisiones de la derecha bajarán por la rivera sur del Surco hasta Tebes, desde
donde se darán la mano con la división de Atacongo y emprenderán la batalla
decisiva sobre el ejército peruano acorralado en el estrecho valle de Surco.
Si el enemigo no se deja engañar y retira apresuradamente sus fuerzas de
Chorrillos para defender la capital, entonces la división de Atacongo, pose-
sionándose con su izquierda de aquel puerto, para entregarlo al dominio de

35
Walter Douglas Dollenz

nuestra escuadra a fin de hacer allí nuestro puerto de aprovisionamientos y re-


cursos, seguirá ascendiendo por la línea del Surco, y picando la retaguardia al
enemigo, hasta establecerse sobre las haciendas de Monterrico y Molina, para
darse la mano con nuestras dos divisiones de arriba, las cuales se correrán a su
turno, sobre su derecha, para colocarse una sobre el ferrocarril de la Oroya,
dominando las aguas del Rímac y la otra a su izquierda, sirviendo de eslabón
entre aquella y la que viene de la costa.

IV

En esta posición se emprenderá el ataque sobre Lima.


La división de la derecha pasará el Rímac hacia el norte, para dirigirse so-
bre la pampa de Lurigancho. La segunda lo pasará también para darse la mano
con aquella, apoyando su izquierda al río. La tercera, o la izquierda, seguirá el
movimiento para ir a apoyar no donde él quiera, si no donde a nosotros nos
convenga.
Podemos y debemos arrastrarlo adonde queramos. Dueños del agua, por
el movimiento de nuestras fuerzas sobre el oriente de la ciudad, lo dominare-
mos a nuestro antojo y obligaremos siempre al enemigo a salir de sus posi-
ciones para batirlo con ventaja, como indudablemente lo obligaremos al fin a
replegarse sobre la costa, en donde su rendición total será inevitable.
Se notará que solo se deja en este proyecto un regimiento de caballería
para marchar con el grueso del ejército o sea con las divisiones que van por
Manchai. Pero no hay necesidad de más caballería por aquel lado. Un regi-
miento basta para cubrir el movimiento de las dos divisiones que marchan
escalonadas, una en pos de otra.
Mientras tanto la división que va por Atacongo necesita de más caballería
que las otras, tanto para cubrir los dos caminos de la costa y del medio, cuanto
para guardar su flanco izquierdo, y ocultar al enemigo su marcha ascendente
por la rivera sur del río Surco, cuando tenga que emprenderla. La caballería en
esta parte debe ser numerosa para recorrer el rico valle de Lima y descubrir los
movimientos y las posiciones del enemigo, quitarle sus recursos y hostilizarlo
en todas direcciones.

Lurín, enero 9 de 1881.


Marcos 2º Maturana.

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Nómina de los jefes superiores


del ejército expedicionario sobre Lima

Ministro de Guerra y Marina en Campaña, don José Francisco Vergara.


Secretario del Ministro, don Isidoro Errázuriz.
General en Jefe del Ejército, General de División don Manuel Baquedano.
Secretario del General en Jefe, don Máximo R. Lira.
Secretario General del Ejército en campaña, don Eulogio Altamirano.
Jefe de Estado mayor General, General de Brigada don Marcos Maturana.
Secretario del Estado Mayor General, Teniente Coronel don Adolfo Silva Vergara.
Auditor de Guerra del Ejército en operaciones, don Adolfo Guerrero Vergara.
Inspector General Delegado, General de Brigada don Cornelio Saavedra.
Comandante general de Artillería, Coronel don José Velásquez.
Comandante general de Caballería, Teniente Coronel don Emeterio Letelier.
Intendente general de Ejército, don Vicente Dávila Larraín.
Jefe del Servicio Sanitario, doctor don Ramón Allende Padín.

1ª DIVISIÓN
Jefe de esta División, Coronel don Patricio Lynch.
Jefe de Estado Mayor, Coronel don Gregorio Urrutia.
Jefe de la Artillería, don José de la C. Salvo.
Jefe de la Caballería, Teniente Coronel don Tomás Yávar.
1ª Brigada. Comandante en Jefe. Coronel don Juan Martínez.
Jefes de Cuerpo.
Regimiento 2º de Línea: Teniente Coronel Estanislao Del Canto.
Regimiento Atacama: Coronel Juan Martínez.
Regimiento Talca: Teniente Coronel Silvestre Urízar Garfias.
Regimiento Colchagua : Teniente Coronel Manuel J. Soffía.
Batallón Melipilla: Teniente Coronel Vicente Balmaceda.
2ª Brigada. Comandante en Jefe, Coronel José Domingo Amunátegui.
Jefes de Cuerpo.
Regimiento 4º de Línea: Teniente Coronel Luis Solo de Saldívar.
Regimiento Chacabuco: Teniente Coronel Domingo Toro Herrera.

37
Walter Douglas Dollenz

Regimiento Coquimbo: Teniente Coronel José M. 2º Soto.


Batallón Quillota: Teniente Coronel José R. Echeverría (solo en Miraflores)
Regimiento de Artillería de Marina: Teniente Coronel Vidaurre.

2ª DIVISIÓN
Jefe de esta División, General de División don Emilio Sotomayor.
Jefe de Estado Mayor, Teniente Coronel don Baldomero Dublé Almeyda.
Jefe de la Artillería, Teniente Coronel Don José 2º Novoa.
Jefe de la Caballería, Teniente Coronel Don Pedro Soto Aguilar.

1ª Brigada. Comandante en Jefe, Coronel don José Francisco Gana.


Jefes de Cuerpo.
Regimiento Esmeralda: Teniente Coronel Don Adolfo Holley.
Regimiento Buin: Teniente Coronel Juan León García.
Regimiento Chillán: Teniente Coronel Pedro A. Guíñez.

2ª Brigada. Comandante en Jefe, Coronel Don Orozimbo Barbosa.


Jefes de Cuerpo.
Regimiento 3º de Línea: Teniente Coronel José A. Gutiérrez.
Regimiento Lautaro: Teniente Coronel Eulogio Robles.
Regimiento Curicó: Teniente Coronel Joaquín Cortez.
Batallón Victoria: Teniente Coronel Enrique C. Baeza (según partes oficiales,
Mayor Exequiel Soto Aguilar).

3ª DIVISIÓN.
Jefe de esta División, Coronel don Pedro Lagos.
Jefe de Estado Mayor, Teniente Coronel don José E. Gorostiaga.
Jefe de la Artillería, Teniente Coronel don Carlos Wood.
Jefe de Caballería, Teniente Coronel don Manuel Bulnes.

1ª Brigada. Comandante en Jefe, Coronel Don Martiniano Urriola.


Jefes de Cuerpo.
Regimiento Zapadores: Teniente Coronel Arístides Martínez (Jefe de la reser-
va, al mando Teniente Coronel Zilleruelo)
Regimiento Aconcagua: Teniente Coronel Rafael Díaz Muñoz.
Regimiento Valparaíso: Teniente Coronel José M. Marchant.
Batallón Navales: Teniente Coronel Francisco J. Fierro.

38
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

2ª Brigada.
Teniente Coronel, don Francisco Barceló.
Jefes de Cuerpo.
Regimiento Santiago: Teniente Coronel Demófilo Fuenzalida.
Regimiento Concepción: Teniente Coronel José Seguel.
Batallón Valdivia: Teniente Coronel Lucio Martínez.
Batallón Caupolicán: Teniente Coronel José M. Del Canto.
Batallón Bulnes: Teniente Coronel José Echeverría.

39
Walter Douglas Dollenz

Croquis de una chalana,


embarcación utilizada para el desembarco
de tropas en la Caleta de Curayaco.
En M. Le Leon, Recuerdos de una misión
en el ejército chileno. Batallas de Chorrillos
y Miraflores. Con un resumen de la Guerra
del Pacífico y notas.

Desembarco de tropas chilenas en Curayacu, al sur de Lurín, 1880.


En Francisco Antonio Encina, Resumen de la Historia de Chile, tomo III.

40
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

En el teatro de la guerra
(Correspondencia de EL FERROCARRIL)
San Pedro de Lurín, diciembre 29, 1880

A la una menos un cuarto del día veinticinco y cuando ya había terminado


el desembarque de la infantería y caballería y parte de la artillería de montaña,
bajaba a tierra el señor General en Jefe, acompañado del señor Altamirano, del
señor Lira y de su Estado Mayor, siguiéndole poco después el Jefe de Estado
Mayor General y sus ayudantes.
El aspecto de la pequeña caleta de Curayaco era en esos momentos de los
más animados y pintorescos y digno del pincel de un artista. Por sus playas,
sus rocas, en que las olas se estrellan y rompen con estruendo, levantando pe-
nachos de blanca espuma, por lo abrupto de la serranía que la circunda y sus
angostos senderos, por los fuegos que los arrieros habían encendido y a cuyo
rededor se agrupaban para su rancho, por el conjunto, en fin, que presentaba la
ensenada, parecía una caleta de contrabandistas calabreses, después de haber
dado un buen golpe de mano.
Y aquí, haciendo a un lado lo de contrabandistas, el golpe no había sido
malo, pues había desembarcado sin la menor novedad casi todo el ejército chi-
leno a unas cuantas leguas de Lima.
Apenas ensillados los caballos, el General en Jefe y su comitiva se puso en
marcha hacia Lurín, donde se encontraba ya la Infantería, con excepción de la
Brigada Amunátegui y de la sección de la Brigada Lynch que manda el coro-
nel Martínez, la caballería y parte de la artillería de montaña. La de campaña
debía desembarcarse por una caleta más inmediata a Lurín, para cuyo objeto
el coronel Velásquez, Comandante General de Artillería, salía el mismo día a
reconocer el punto más apropiado.
El camino que une a Curayaco con Lurín va costeando el mar y faldeando
un cordón de cerros, o más bien va entre el mar y los cerros, por un terreno me-
danoso y pesado, y en algunos puntos la arena es tan floja que las cabalgaduras
se hunden hasta el tobillo. En grandes trechos se ve el terraplén y trabajos ini-
ciados para una línea férrea que sigue la misma dirección que el alambre tele-
gráfico, línea férrea que no se ha llevado a cabo, ignoramos por qué causa.

41
Walter Douglas Dollenz

Como a la mitad del camino, que para mí tiene unas seis leguas largas,
el terreno es accidentado y cortado por grandes barrancos y hondonadas en
dirección de la cordillera al mar y que en épocas dadas sirven de cauce a los
torrentes que se desprenden de las cumbres del ramal marítimo.
Con los últimos crepúsculos de la tarde penetramos por un callejón al
pueblo de Lurín, tan sucio, tan feo y aun más fétido que todos los que ha-
bíamos visitado hasta ahora. En todo él no hay una sola casa que merezca el
nombre de tal; y la iglesia, de grandes dimensiones y no fea construcción, está
en ruinas y es nido de sabandijas y gallinazos.
La casi totalidad de sus habitantes son asiáticos, y puede formarse una
idea del aseo del pueblo por lo que se sabe del aseo de los hijos del Celeste
Imperio.
En una mala casa de la plaza del pueblo se instaló el Estado Mayor, acan-
tonándose Cazadores a Caballo en unos potreros a la entrada de Lurín.
El General en Jefe y Cuartel General siguió hasta la hacienda San Pedro de
Lurín, en cuyas casas se ha alojado, pasando todos la noche del 25 al 26 con
sus humanidades recostadas en el duro suelo.
En la mañana del domingo 26 salimos a recorrer el campamento ocupado
por nuestras tropas y del cual trataremos de dar una ligera idea.
Siguiendo al N.O. sale de Lurín un camino en dirección a Lima y que pasa
por Villa y Chorrillos. A ambos lados del camino, hasta el río Lurín, se extien-
den grandes potreros, sembrados en su mayor parte de caña de azúcar, y cerra-
dos con tapias de adobes y cercas de árboles. Por la izquierda, estos potreros
no bien cultivados, terminan en la playa denominada de Conchán, desde el río
Lurín al norte, y por la derecha por cordones de cerros que forman en sus hon-
donadas pequeños valles, encontrándose entre dos de estos cordones el nuevo
pueblo de Pachacamac, adonde se encuentra acampada la brigada Barbosa, y
a poca distancia del cual se encuentra el desfiladero del Mal Paso, donde tuvo
lugar el encuentro de que di cuenta en mi anterior carta.
Pasando el río Lurín por un magnífico puente colgante, todo de fierro y
de una construcción excelente, se sube una suave pendiente y se llega a una al-
tiplanicie de gran extensión, ostentándose a la izquierda las ruinas del antiguo
pueblo de Pachacamac, santuario del dios de este nombre, venerado por los
indígenas antes de que los Incas introdujesen el culto del sol.
Bajando la altiplanicie que termina en la costa por negros y grises fare-
llones de pórfido y granito, se entra a una llanura, que por el lado del mar se
extiende poco accidentada hasta el pueblo de Villa, desde cuyo punto la cierra
por el norte un cordón de lomajes que se avanzan al oriente en dirección
a San Juan. Una cadena de cerros la corta por el este formando como un
semicírculo.
Hecha de una manera sumaria la descripción topográfica del terreno, pa-
semos ahora a fijar los puntos en que se encuentran acampados los diferentes
cuerpos del ejército expedicionario sobre Lima.

42
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Campamento de las tropas chilenas de desembarco, al sur de Lurín, 1880.


Francisco Antonio Encina, ob. cit.

En la llanura situada al norte de la altiplanicie que encajona por el N.E. al


río Lurín, entre la playa y la sierra, se encuentra acampada la Brigada Amuná-
tegui –Regimiento 4º de Línea, Chacabuco y Coquimbo– apoyando su derecha
en las ruinas de Pachacamac, dando la espalda al mar y frente al enemigo.
La tropa está alojada en ramadas paralelas a la línea de batalla, y los
oficiales en pequeñas rucas de ramas. El mismo alojamiento tienen los demás
cuerpos que se extienden en líneas sucesivas dando frente al río Lurín, y en
esta forma:
Artillería de Marina, 2º de Línea.
Melipilla, a un lado del camino, y Talca y Atacama al otro.
A retaguardia de esta línea y con frente al Talca, el Colchagua, desplegado
igualmente en batalla, y poco más atrás, hacia el pueblo, el regimiento Zapa-
dores.
Sigue la línea formada por la 1ª Brigada de la 2ª –Regimientos Buin, Es-
meralda y Chillán–; después la 1ª de la 3ª –Navales, Valparaíso y Aconcagua–,
y por último la 2ª de la 3ª –Santiago, Concepción, Bulnes Valdivia y Caupo-
licán–, todos desplegados en batalla y en situación de ponerse en marcha a la
primera señal.

43
Walter Douglas Dollenz

Tienda de campaña del ministro de Guerra y Marina, don José Francisco Vergara,
en el Campamento Lurín. Estado Mayor del Ejército de Chile, durante la Guerra del Pacífico.
Se destaca a José Francisco Vergara (a la izquierda, con dolman y gorro blanco).

La artillería está distribuida en puntos convenientes a los flancos y a re-


taguardia de las divisiones, y una sección cerca del cuartel general, en una
pequeña eminencia.
La caballería, que en estos días se ha ocupado de continuos reconocimien-
tos, se halla también distribuida convenientemente.
Como ya he dicho, la Brigada Barbosa (2ª de la 2ª División,) está acam-
pada en Pachacamac y sus avanzadas llegan hasta las alturas dominantes del
camino de Cieneguillas. Al frente de la primera línea –2ª Brigada de la 1ª Divi-
sión, compuesta del 4º, Chacabuco y Coquimbo– y a una buena distancia, hay
una avanzada que ocupa la cumbre del cordón de cerros que cierra por el sur
y S.E. el valle o llanura que se extiende hasta las alturas de Villa.

44
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Las posiciones que ocupa nuestro ejército no pueden ser más estratégicas,
evitando además toda comunicación de Lima con el sur.
Digamos ahora algo sobre San Pedro de Lurín y sus alrededores.
A unas doce cuadras del miserable caserío de Lurín en dirección al N.O.,
se encuentran las casas y fábricas de azúcar de San Pedro, antigua propiedad
de los frailes que la vendieron a don Vicente Silva que se halla en Lima y de
quien hablan pestes los infelices chinos que le cultivaban sus tierras y trabaja-
nan en su fábrica de azúcar y no está demás observar aquí que la mayor parte
de las haciendas eran o son propiedad de comunidades religiosas, o más bien
dicho, estaban en poder de manos muertas. Así por ejemplo, el rico valle de
Cañete, uno de los más fértiles de esta comarca, pertenecía a los padres de la
Buena Muerte, quienes lo han cedido al gobierno del Perú.
La hacienda de San Pedro, o si se quiere de los padres de San Pedro, debió
ser en otra época algo como la hacienda de Bucalemu de los padres jesuitas en
Chile: un colegio de sacerdotes, un lugar de recreo, y un negocio lucrativo. El
edificio principal, cuyos antiguos claustros están ahora convertidos en corrales
y sus celdas en profanas habitaciones, es de dos pisos, de una construcción a
prueba de los años y ocupa una gran área de terreno. Anchos corredores cir-
cundan los patios y sirven hoy día de bodegas para la Intendencia del Ejército.
El General en Jefe y sus ayudantes ocupan los altos.
Al lado del edificio principal, se levanta o más bien se cae el antiguo tem-
plo, que en su época debió ser algo notable, a juzgar por dos imágenes de ma-
dera esculpida que aún quedan intactas, por el cornisamiento y la bóveda, de
la cual resta un pedazo. Todo lo demás ha venido al suelo, y estas ruinas lejos
de interesar al viajero, como las de Pachacamac, le causan desagrado y náuseas
a causa de su desaseo. Más que otra cosa, estas ruinas parecen sucios andrajos
de un pordiosero.
No sucede lo mismo con las de Pachacamac, que llenan de admiración y
son fuente de estudio para sabios y distinguidos viajeros, y que en el museo de
Londres ocupan un importante lugar con sus reliquias y curiosidades de todo
género sacadas en las numerosas excavaciones que se han practicado.
Mucho podría decirse sobre estas interesantísimas ruinas de un pueblo
anterior a los Incas, santuario entonces de los naturales del país y tan reveren-
ciado como La Meca por los mahometanos.
Al N.O. del cuartel general y en la dirección del nuevo pueblo de Pachaca-
mac, hay otras ruinas de menor importancia en la cumbre de un morro deno-
minado Buenavista, y que en otro tiempo fueron las casas que en un momento
de fantasía hizo construir para su recreo e imitando a los antiguos señores
feudales de la edad media, un señor Baciniega, dueño de la hacienda a que da
su nombre el morro o peñón ya citado de Buenavista.
Desde que el ejército desembarcó en Curayaco, su alimentación no ha
sido tan abundante como la que recibía en Tacna o Ica, esa imitación de Jauja,
a consecuencia de las dificultades del desembarque de víveres y de acarreo,

45
Walter Douglas Dollenz

dificultades aumentadas por la necesidad de atender primordialmente al trans-


porte de municiones.
Pero nuestros soldados han sabido sacar provecho del territorio, comien-
do camotes que es un contento. Esto no quiere decir que haya faltado alimento
a la tropa; muy lejos de eso, pues con excepción de dos o tres días, siempre se
ha repartido carne, harina y frejoles, algunas veces pan fresco y muchas café y
azúcar, no habiendo faltado nunca la grasa.
Por lo demás el señor Alberto Stuven, que sirve aquí gratuitamente el
enojoso puesto de delegado de la intendencia, ha sabido darse trazas para sa-
tisfacer en cuanto es posible, dadas las circunstancias, las necesidades del ejér-
cito, aumentando proporcionalmente aquellos de que existe mayor cantidad,
reemplazando por otros aquellos de que no hay existencia este o aquel día.
En una palabra: si no hay abundancia, lo que no es posible desde que debe
atenderse ante todo a nuestra marcha sobre Lima, lo que no puede efectuarse
sin tener en tierra el parque de artillería e infantería que, como fácil es com-
prenderlo, no hay nada más esencial. Si no hay abundancia, como decía, no
hay tampoco escasez.
Debemos no olvidar por otra parte, que nos hallamos en territorio enemi-
go en que todo nos es hostil, en donde se han retirado todos los recursos de la
tierra, dejando apenas las chacras sembradas de camotes, papas y zapallos.
Lo repito para terminar este asunto: no hay abundancia de víveres, pero
tampoco está el ejército a ración de hambre.
Con fecha 26, se dio la siguiente orden del día, que causó cierta sensación
en el ejército:

El señor General en Jefe del Ejército, con fecha de ayer, ha decretado


lo que sigue:
Nº 2881. Vista la nota precedente del señor Ministro de la Guerra
en Campaña, decreto:
Sepárase del mando de la 1ª División del Ejército de operaciones, al
General don José Antonio Villagrán, quien marchará a Santiago a ponerse
a disposición del Supremo Gobierno.
Anótese y comuníquese, y dése cuenta al Gobierno para su aproba-
ción.

Por la misma orden del día, se nombra provisoriamente Jefe de la 1ª Di-


visión, al Capitán de Navío don Patricio Lynch, y Jefe de la 1ª Brigada de la
misma División, en reemplazo del señor Lynch, al coronel don Juan Martínez.

Reconocimiento al valle

A las 3 A. M. de ayer, el sargento mayor Manuel Rodríguez salió acom-


pañado de 75 Carabineros de Yungay mandados por el capitán Severo Amen-
gual, a reconocer el valle de Lima hasta donde fuera posible.

46
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Rodríguez llegó con su gente a poco más de 20 cuadras de una línea ene-
miga, que inmediatamente que vio a los exploradores, desplegó su caballería
en orden disperso, y luego después hacía lujo de despliegues, formando en ba-
talla su infantería y haciendo alarde con su artillería, que descubrió.
Esta línea, que por su extensión la forman unos 10.000 hombres de las
tres armas, se extiende desde el pueblo de Villa hasta San Juan, por unos lo-
majes no muy altos, pero en cambio muy estratégicos y apropiados para la
artillería, que podría causar en nuestras filas considerable número de bajas,
atacando el enemigo de frente, no pudiendo funcionar con buen éxito nuestra
artillería por la topografía del terreno.
Rodríguez, viendo que estaba cumplida su misión, regresó tranquilamente
al campamento a dar cuenta de lo ocurrido al general Sotomayor, sin que el
enemigo lo molestara en lo más mínimo.
El pueblo de Villa, que también reconoció el mayor Rodríguez, está defen-
dido por fuerzas enemigas que han abocado cinco cañones sobre las lagunas de
Villa, situadas al pie de la altiplanicie que sirve de asiento al pueblo en direc-
ción S.O. como para defender la aguada.
Se cree que Villa esté defendida por unos 2.000 hombres.
Al mismo tiempo que este, la caballería efectuaba otros reconocimientos
en diversas direcciones, con más o menos éxito, y mañana debe salir otro, a
las órdenes del comandante Jorge Wood, que debe avanzar hasta donde pueda
hacia Lima, por otro camino que el que siguió Rodríguez.

El Corresponsal

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Walter Douglas Dollenz

El general Baquedano revistando sus tropas.


Óleo sobre tela del pintor Pedro Subercaseaux Errázuriz (1912).
Pinacoteca del Museo de la Escuela Militar.

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Proclama del general Baquedano


al ejército chileno en víspera de la batalla,
orden del día y santo y seña

Proclama

A los señores jefes, oficiales, clases y soldados del ejército.


Vuestras largas fatigas tocan ya a su fin. En cerca de dos años de guerra
cruda, más contra el desierto que contra los hombres, habéis sabido resignaros
a esperar tranquilamente la hora de los combates, sometidos a la rigurosa dis-
ciplina de los campamentos y a todas sus privaciones.
En los ejercicios diarios y en las penosas marchas a través de arenas que-
madas por el sol, donde os torturaba la sed, os habéis endurecido para la lucha,
y aprendido a vencer.
Por eso habéis podido recorrer con el arma al brazo casi todo el inmenso
territorio de esta república, cuando habéis encontrado ejércitos preparados
para la resistencia detrás de fosos y trincheras, albergados en alturas inaccesi-
bles, protegidos por minas traidoras, habéis marchado al asalto firmes, imper-
turbables y resueltos, con pasos de vencedores.
Ahora el Perú se encuentra reducido a su capital, donde está dando desde
hace meses el triste espectáculo de la agonía de un pueblo.
Y como se ha negado a aceptar en hora oportuna su condición de vencido,
venimos a buscarlo en sus últimos atrincheramientos para darle en la cabeza el
golpe de gracia y matar allí, humillándolo para siempre, el germen de aquella
orgullosa envidia, que ha sido la única pasión de los eternos vencidos por el
valor y la generosidad de Chile.
Pues bien: que se haga lo que ha querido, si no lo han aleccionado bastan-
te sus derrotas sucesivas en el mar y en la tierra, donde quiera que sus soldados
y marinos se han encontrado con los nuestros; que se resigne a su suerte y sufra
el último y supremo castigo.
Vencedores de Pisagua, de San Francisco y de Tarapacá, de Ángeles, de
Tacna y Arica, adelante!

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Walter Douglas Dollenz

El enemigo que os aguarda es el mismo que los hijos de Chile aprendieron


a vencer en 1839, y que vosotros, los herederos de sus grandes tradiciones,
habéis vencido también en tantas gloriosas jornadas.
Adelante ¡A cumplir la sagrada misión que nos ha impuesto la patria; allí
detrás de esas trincheras, débil obstáculo para vuestros brazos armados de ba-
yonetas, os esperan el triunfo y el descanso, y allá, en el suelo querido de Chile,
os aguardan vuestros hogares, donde viviréis perpetuamente protegidos por
vuestra gloria y por el amor y el respeto de vuestros conciudadanos.
Mañana, al aclarar el alba, caeréis sobre el enemigo, y al plantar sobre
sus trincheras el hermoso tricolor chileno, hallaréis a vuestro lado a vuestro
General en Jefe, que os acompañará a enviar a la patria ausente el saludo del
triunfo, diciendo con vosotros: ¡Viva Chile!

Manuel Baquedano

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Orden del Día

Campamento de Lurín, Enero 12 de 1881.

Cada División nombrará respectivamente su jefe de día.


La reserva la compondrán los regimientos 3º de Línea, Zapadores, Valpa-
raíso y la artillería destinada con este objeto.
Nómbrase Comandante en Jefe de la reserva al Tte. Coronel, don Arísti-
des Martínez.
En este centro quedarán dos compañías del regimiento Curicó y 50 hom-
bres de artillería con sus respectivos oficiales.
Cien hombres de Cazadores a caballo formarán la escolta del señor Ge-
neral en Jefe.
Nómbrase capellán de la 1ª y 2ª División al reverendo padre don Marco
A. Herrera.
Las Divisiones se pondrán en marcha, según lo ordenado, a las 5 P.M. de
hoy.
El señor General en Jefe, con esta fecha, ha expedido los siguientes decre-
tos:
El capitán de corbeta don Alejandro Walker M. prestará sus servicios
como agregado en la comandancia general de artillería.
El subteniente agregado al regimiento Aconcagua, don E. Stuven Rojas,
prestará sus servicios como agregado al Estado Mayor General.
El teniente 2º de marina, don Luis Artigas, prestará sus servicios como
agregado al regimiento número 2 de artillería.
Nómbrase aspirantes a subtenientes a los sargentos segundos del mismo
cuerpo don R. Tres, J. Julian, Manuel Manterola y don Rafael Zúñiga.
Nómbrase provisoriamente sargento mayor de ejército, al capitán del 3º
de línea, don Ricardo Serrano.
De orden del Jefe.

Borgoño

SANTO Y SEÑA.
Enero 12 de 1881.
Mano – Fuerte – Muchachos.

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Walter Douglas Dollenz

Regimiento Atacama, de la 1ª División Lynch, atravesando el puente Lurín.


Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

La batalla de Chorrillos
(Correspondencia a EL FERROCARRIL)

Antes de la batalla

El día 11 se disponía por la orden general, que todos los cuerpos del
ejército se encontraran listos para marchar a primera orden. Al mismo tiempo
se ordenaba que el sobrante de armamento y equipo de los diferentes cuerpos
se entregara a la Intendencia General, al capitán agregado al Estado Mayor
don Juan de la C. Saavedra, y se dictaban todas las medidas conducentes para
emprender la marcha en pocas horas más.
A las 4 P. M. tenía lugar en el Cuartel General, una reunión de todos los
Jefes de División, de Brigada y de Cuerpo, presidida por el general Baquedano,
y a la que asistían el señor Ministro de la Guerra en Campaña, el Jefe del Esta-
do Mayor General, y el general Saavedra.
La conferencia duró más de una hora, y en ella se trató el plan de ataque.
Después se celebró otra reunión, a la que concurrieron el señor Ministro de la
Guerra, Jefe de Estado Mayor y Jefes de División, y que se prolongó bastante.
Según mis informes, los altos jefes del ejército chileno, se ocuparon larga-
mente del plan de batalla, discutiendo las ventajas e inconvenientes de atacar
por el lado de Chorrillos o por el punto en que el coronel Barbosa efectuó su
último reconocimiento.
La gran mayoría de los jefes y el señor Ministro de la Guerra, siempre,
según mis informes, opinaban por el ataque por la Rinconada y valles que
siguen en dirección al norte. Pero el General en Jefe y el coronel Pedro Lagos
eran de opinión contraria, sosteniendo el general Baquedano hasta el último
momento la conveniencia de emprender el ataque por el lado de Chorrillos, y
en conformidad al plan que había concebido.
Ya en todo el campamento se sabía que la marcha sobre Lima se iba a
emprender de un momento a otro, reinando en todas partes gran animación,
y retratándose en todos los semblantes cierta sonrisa de satisfacción, al ver
acercarse el anhelado instante de coronar con nuevas glorias y nuevos laureles

53
Walter Douglas Dollenz

esa gran epopeya que se ha llamado la guerra del Pacífico y que ha permitido
a los hijos de Chile poner tan alta la estrella de su bandera y el nombre santo
de su patria.
La animación que dominaba en los campamentos fue en progresión cre-
ciente desde las 9 A. M. hora en que la Brigada Barbosa desembarcaba por el
camino de Pachacamac a Lurín y pasaba a ocupar su puesto a retaguardia de
la Brigada Gana.
Jefes, oficiales y soldados tenían la conciencia de la próxima marcha, y
si alguna duda hubiera podido existir, ella fue disipada por una proclama del
General en Jefe, a las 11.30 A. M. del 12 se daba la orden general, y era leída
a todo el ejército.
Esta proclama fue recibida en todos los cuerpos con atronadores vivas a
Chile, y hasta en las ambulancias y hospital volante, adonde llegaron los ecos
del patriótico entusiasmo, y donde yacían postrados oficiales y soldados, no
se oyó sino un himno inmenso, entonado por esos nobles y generosos pechos
que se levantaban unísonos para enviar su saludo a la patria ausente, por cuya
honra y por cuyas glorias iban a verter su sangre.
Y todos, jefes y oficiales, clases y soldados, sanos y enfermos, solo tenían
un único pensamiento: Chile.
Y como en Tacna y como en Arica, como en todas partes donde se ha
anunciado a nuestro ejército una próxima campaña, una batalla cercana, todos
sin excepción, olvidaban que el plomo o alevosa celada podían cortar el hilo de
su existencia, que podían morir en extraña tierra, y en todo caso sus cadáveres
ser presa de las aves de rapiña.
Todo lo olvidaban y solo tenían presente a su patria querida, a quien ha-
bían ofrecido su sangre y su vida, y a quien confiaban sus hijos y sus esposas;
Todo lo olvidaban y solo una idea dominaba sus cerebros, hacía palpitar sus
corazones: Chile – y solo una divisa, un canto heroico murmuraban sus labios
«Vencer o morir».
En la misma orden general en que se dio la proclama, se disponía que la
reserva la compusieran los regimientos 3º de línea, Zapadores y Valparaíso, y
la artillería destinada a este objeto, siendo mandada por el comandante Arís-
tides Martínez.
Se ordenaba igualmente que en el cantón de Lurín quedaran dos com-
pañías del Curicó y 50 hombres de caballería para custodiar los depósitos de
víveres y pertrechos, y que 100 Cazadores a caballo, sirvieran de escolta al
General en Jefe.
Las 5 P. M. era la hora fijada para emprender la marcha.
Como es natural suponerlo, los oficiales y soldados a quienes cupo la mala
suerte de quedarse de guarnición, hubieron de resignarse a la orden, cuando
sus deseos eran compartir con sus compañeros los peligros y las glorias de la
próxima batalla. Pero el patriotismo todo lo domina en el corazón del chileno,
y los que en Lurín quedaron para servir de custodia a nuestros enfermos y a

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

los depósitos de pertrechos y víveres, se conformaron con su suerte, acallaron


sus aspiraciones de morir por la patria, y miraron partir a sus hermanos de
armas con ojos en que brillaban lágrimas, pero lágrimas del más puro de los
sentimientos y en que se reflejaba el más sagrado de los deseos: la victoria para
Chile.
El total disponible de las fuerzas chilenas que iban a emprender la marcha
sobre Lima era la siguiente el día 12 de enero, según las relaciones pasadas al
Estado Mayor General.

Artillería 1.370 hombres


Infantería 20.508 hombres
Caballería 1.251 hombres
TOTAL 23.129 hombres

Que se descomponen en la forma siguiente:

Primera División
1ª Brigada
Regimiento 2º de línea 924 hombres
Regimiento Atacama 1.078 hombres
Artillería de Marina 377 hombres
Batallón Melipilla 400 hombres
Regimiento Talca 1.054 hombres
Regimiento Colchagua 773 hombres
2ª Brigada
Regimiento 4º de línea 882 hombres
Regimiento Chacabuco 923 hombres
Regimiento Coquimbo 891 hombres
Infantería de la 1ª División 7.302 hombres
Artillería 477 hombres
Regimiento de Granaderos 462 hombres
Total de la 1ª División 8. 241 hombres

Segunda División
1ª Brigada
Regimiento Buin 984 hombres
Regimiento Esmeralda 966 hombres
Regimiento Chillán 1.032 hombres
2ª Brigada
Regimiento Lautaro 1.111 hombres
Regimiento Curicó 968 hombres

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Walter Douglas Dollenz

Batallón Victoria 569 hombres


Infantería de la 2ª División 5.630 hombres
Artillería 374 hombres
Cazadores a Caballo 401 hombres
Total de la 2ª División 6.405 hombres

Tercera División
1ª Brigada
Batallón Naval 877 hombres
Regimiento Aconcagua 1.064 hombres
2ª Brigada
Regimiento Santiago 972 hombres
Batallón Bulnes 479 hombres
Batallón Valdivia 493 hombres
Batallón Caupolicán 416 hombres
Regimiento Concepción 665 hombres
Infantería de la 3ª División 4.966 hombres
Artillería 519 hombres
Carabineros de Yungay 388 hombres
Total de la 3ª División 5.873 hombres
Reserva
Regimiento 3º de línea 1.079 hombres
Regimiento Valparaíso 823 hombres
Regimiento Zapadores 703 hombres
Total de la Reserva 2.610 hombres

Total de activo de las fuerzas que marcharon sobre Chorrillos era, en nú-
meros redondos, de 24.000 hombres de las tres armas.
La numerosa colonia china que se encontró en Lurín y que fue aumentada
con los asiáticos que seguían a la División Lynch, se había presentado el do-
mingo anterior ofreciendo sus servicios al General en Jefe, como una muestra
de su reconocimiento hacia el ejército chileno que les había devuelto no solo su
perdida libertad, sino que los había alimentado y atendido.
Los chinos comenzaron desde ese día a prestar algunos servicios, entre
otros el de transportar enfermos.
Desde una hora antes de la señalada para emprender la marcha se oían
por todas partes los toques de clarín y tambor, entusiastas y atronadores vivas
a Chile y a los jefes del ejército, y todo aquel mundo se movía como impulsado
por un resorte.
Antes de las 5 P. M. en medio de un contento general, las tres divisiones se
encontraban formadas en sus campamentos y listas para emprender la marcha
sobre las formidables posiciones que ocupaban los enemigos.

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Chino esclavizado, con grilletes.

57
Walter Douglas Dollenz

Los relojes de los jefes que habían sido reglados por el General en Jefe,
señalaban las 5 cuando a moverse la 1ª división y a desfilar por el puente de
fierro del río Lurín. El batallón Melipilla, que debía unirse con el Coquimbo,
fue el primero en pasar, siguiendo el 2º de línea, Colchagua, Atacama, Talca, la
Brigada de artillería Gana y la artillería de Marina encargada de protegerla.
Marchaba enseguida el comandante Novoa con una sección de artillería
de campaña que, tomando por el campamento que ocupaba la 1ª División, de-
jaba a la izquierda nuestra el puente para atravesar el río por la caja, un poco
al norte del puente, como a ocho cuadras.
El paso de la artillería no era posible por el puente, que había sufrido algo
con el peso de las primeras cureñas que lo salvaron.
Cerraba la marcha la primera ambulancia a las órdenes del doctor Arce, y
una escuadra de chinos que llevaban la misión de recoger los heridos.
Más o menos en el mismo orden desfilaron la 2ª y 3ª División y la Re-
serva, yendo la 1ª por el camino de la izquierda, que llamaremos de Lurín a
Chorrillos, la 2ª por el centro, y la 3ª por el de la derecha, como puede verse en
el croquis. La Reserva iba en pos de la 1ª División.
El desfile duró hasta entrada la noche, presenciándolo el Estado Mayor y
Cuartel General. Y era un hermoso espectáculo el desfile de ese ejército, cuyas
bayonetas relucían con los últimos rayos del sol.
Y todos esos soldados marchaban arma al brazo y a paso de vencedores.
Y todos esos semblantes tostados por el sol de los desiertos y la pólvora de los
combates, los iluminaba una sonrisa indescriptible.
Y todos, oficiales y soldados, iban como al asalto, y la artillería, arrastra-
da por fogosos caballos, avanzaba casi al trote, deseosos de medirse cuanto
antes con sus eternos enemigos y vencerlos en sus últimos atrincheramientos.
Y nadie, al ver este ejército joven, formado ayer, arrancado a las tranqui-
las labores de la agricultura, de la industria, de las artes, por un enemigo que
en la oscuridad y en las tinieblas había fraguado negra traición, aleve golpe
contra la honra y la dignidad de Chile, nadie, digo, le habría tomado sino por
un ejército de veteranos.
Obra del santo patriotismo que se anida como en un puro nicho en el
corazón de todos los chilenos, del rico y del pobre, del joven que calza guantes
y pisa mullidas alfombras como del hombre que empuña la barreta y riega con
su sudor la tierra que siembra.
Una vez que los cuerpos de la 1ª Brigada de la División Lynch, más arriba
nombrados, pasaron el campamento de la brigada Amunátegui, situado en el
valle que se extiende a la derecha de las ruinas de Pachacamac, se le unieron el
4º de línea y el Chacabuco, continuando todos juntos por el camino de Cho-
rrillos en este orden:
Melipilla y Coquimbo, por el lado de la playa de Conchán. Estos dos cuer-
pos debían seguir por la orilla del mar, dejando a su derecha las casas de Villa,
para caer y sorprender, si era posible, al enemigo por el morro más avanzado a
la izquierda nuestra y en dirección a las lagunas y vegas de Villa.

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Regimientos 4º de línea y Chacabuco, a la derecha de los anteriores. Am-


bos regimientos marchaban en combinación para atacar de frente el morro
grande a la izquierda, más al S.E. del morro Solar, y que el Coquimbo y Meli-
pilla debían flanquear casi por retaguardia.
Regimientos Atacama y Talca, encargados de apoderarse de los dos mo-
rros del centro.
Y por último, regimientos 2º de línea y Colchagua, que tenían a su cargo
las alturas de más a la derecha, donde la cadena de cerros sufre una gran depre-
sión, para continuar, formando una especie de semicírculo, hacia el N.E.

La marcha continuó sin novedad hasta las 8 P. M., hora en que se dio un
corto descanso, pues el camino era muy pesado y arenoso.
En esta situación llegó un granadero a caballo enviado por el ayudante
del Estado Mayor General, Sargento mayor Florentino Pantoja, que de orden
de General en Jefe se había avanzado con 50 granaderos para observar los
movimientos de las fuerzas peruanas.
Pantoja anunciaba que no a mucha distancia se distinguía una columna
enemiga, probablemente una avanzada, noticia que repetía con otro propio.
El coronel Urrutia, Jefe de Estado Mayor de la 1ª División, se adelantó
con sus ayudantes en la dirección indicada por los granaderos; pero cuando
llegó al punto señalado, el enemigo se había retirado, sin haber visto de seguro
las postas chilenas.

Poco después, la 1ª División proseguía adelante sin incidente digno de


anotarse, yendo a 300 metros a vanguardia una guerrilla del 4º, por la izquier-
da, y otra del 2º por la derecha, hasta poco antes de las 12 P. M., acampando
a una distancia de 5.000 metros, más o menos, de los primeros cerros que por
ese lado guarnecen a Chorrillos.
El Melipilla y el Coquimbo ya no eran visibles a la 1 A. M. para el resto de
la división, pues a más de separarlos una regular distancia y las ondulaciones
del terreno, la noche era oscura y el cielo estaba cubierto por espesas nubes.
Ambos cuerpos pasaban las vegas de Villa antes de amanecer, yendo in-
mediata a la playa una guerrilla del Melipilla, y dos compañías apoyando la
derecha del Coquimbo por el lado de Villa.
La División Sotomayor marchaba por el camino del medio o Atacongo,
con dirección al centro de la línea enemiga, donde la cadena de cerros deja un
abra para el valle de San Juan.
La artillería de la división, Brigada Jarpa, compuesta por las baterías San-
fuentes, Ferreira y Keller Banner, seguía una línea paralela con el regimiento Chi-
llán; pero a causa de la oscuridad de la noche, las dos últimas tomaron más a la
izquierda y felizmente por un camino más recto; pues el otro da un gran rodeo.
La División Lagos proseguía adelante por la ruta de la derecha y avan-
zaba sin novedad hasta las 12 P. M. en que hizo alto para dejar que desfilara

59
Walter Douglas Dollenz

la División Sotomayor que encontró en esa dirección, en la junción de los dos


caminos cerca de una cuesta pedregosa y que se levanta en medio de ellos.
La reserva seguía un poco a la derecha de la 1ª División que debía apoyar
por ese costado, uniéndola por decir así, con la 2ª.
Caminó toda la noche hasta las 3 A. M. hora que se hizo alto y acampó
en una pequeña planicie detrás de los cerros que dan frente a las alturas forti-
ficadas de San Juan.
Mientras la 2ª y 3ª marchaban por los senderos del centro y de la derecha,
la 1ª acampaba a unos 5.000 metros de las posiciones enemigas a las 12 P. M.,
el Almirante Riveros se ponía en marcha con el Blanco, Cochrane, O’Higgins
y Pilcomayo en dirección al morro Solar para proteger las operaciones de la
División Lynch, o más bien la izquierda de nuestra extensa línea de batalla,
manteniéndose frente a la caleta de Chira hasta el amanecer.
El señor General en Jefe, Ministro de la Guerra, Generales Maturana y
Saavedra, Estado Mayor y Cuartel General, salieron de San Pedro de Lurín
a las 2 A. M. llevando una escolta de 100 Cazadores a Caballo al mando del
capitán Juvenal Calderón.
Marchando por el camino seguido por la reserva, acampamos en las fal-
das del S.O. de una cadena de cerros que se levanta frente a San Juan.
Dejemos acampadas ya a la 1ª División, a la reserva, Estado Mayor y
Cuartel General, y en marcha todavía la 2ª y 3ª para entrar a dar una idea de
la topografía del terreno que iba a servir de escenario al grande y sangriento
drama que en pocos momentos más iba a desarrollarse, para ser el asombro de
unos y la admiración de otros.
El valle de Chorrillos que se extiende hacia el N.E. y se ensancha al norte
regándolo el río Surco, o más bien anchos canales que nacen de este río, se ha-
lla cerrado al sur por una cadena de cerros arenosos unos y pedregosos otros,
que forman una medialuna, uno de cuyos extremos arranca del morro Solar,
en la costa, y el otro de un elevado cerro al S. E. de San Juan.
A esta cadena de cerros y montículos que se destacan al parecer aislada-
mente, a causa de las depresiones y abras de la cuchilla, siguen otras alturas
sucesivas, en dirección siempre a Chorrillos. Dejando una pampa a la derecha,
otro cordón de cerros más elevados se levanta para cerrar con sus contrafuertes
el valle de Lima, donde se encuentran Tebes, Valverde, Monterrico, La Molina,
Mendoza, y más al interior Pacayar, Mayorazgo, Monterrico Grande y Ate.
En todas estas alturas, los peruanos habían acumulado toda clase de obras
de defensa, fosos, trincheras, parapetos, fortines, artillando todas las eminen-
cias con cañones de diverso calibre y de largo alcance, especialmente Parrot,
Rodman y algunos Wilwart de acero.
Después de la medialuna de cerros que parten del S.E. de la inmensa mole
que se llama morro Solar, se encuentra una angosta faja de terreno dividida en
potreros, y más atrás otra serie más elevada de cerros que arrancan también de
la costa, y que uno de ellos, el más alto, domina por completo la cadena que se

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

eleva más al sur, del lado de Lurín, o más claro el primer cordón de fortalezas
enemigas.
Este elevado cerro, cuya cúspide es una empinada cuchilla, es casi plano,
y que es inaccesible por el sur, y solo puede subirse a él por el lado del mar,
faldeando al principio, no es más que una de las muchas eminencias que for-
man el morro Solar y que miradas desde el punto más culminante, presentan el
aspecto de una altiplanicie cortada por profundas hondonadas u hoyos, pero
que en realidad no son más que un grupo de contrafuertes que rodean el pico
más alto y están encadenados a él.
Este grupo de cerros, que como todos los demás recorrimos en la tarde del
combate con el capitán señor Fontecilla, era donde los peruanos habían aglo-
merado sus elementos de resistencia, colocando cañones y ametralladoras en
los puntos más convenientes, levantando fortines y trincheras que se protegían
sucesivamente, sin dejar de aprovechar ninguna ventaja del terreno.
Es indudable que esas obras de defensa se habían construido después de pro-
lijos estudios, combinando el arte de la guerra con los caprichos de la naturaleza
que había hecho de ese punto una fortaleza verdaderamente inexpugnable.
Unas de las trincheras, la que más se avanzaba al mar por el lado de Vi-
lla, en el cerro a cuyas faldas comienzan los pajonales y valle de este nombre,
partía desde un fortín que miraba al mar y defendido por dos ametralladoras
Nordenfelt, y siguiendo las ondulaciones de la cima llegaba hasta otro cerro en
que se ven las ruinas de una antigua población y un cementerio indígena.
Este último cerro venía a ser una especie de escalón del gran cerro de que
he hablado más arriba y que dominaba las primeras series de fortificaciones en
forma de medialuna.
Descendiendo este escalón, se llegaba a un angosto callejón que conduce
a la población de Chorrillos por los faldeos del morro Solar, y que por el lado
opuesto cierra en toda su extensión una tapia de adobones paralela a un ancho
canal. Esta tapia había sido aprovechada como trinchera, y por Dios que era
una excelente obra de defensa, desde que no era posible tomarla de frente sino
por su flanco izquierdo.
De este canal y tapia se extiende para el N.E. un angosto valle dividido
en potreros y que va a juntarse con las llanuras de San Juan, cerrando todo
esto por el lado de Lurín el semicírculo de los primeros cerros y fortificaciones
ocupadas por el enemigo.
Donde comienza el callejón que conduce a Chorrillos, parte formando un
ángulo, un angosto camino que, faldeando algunos morros conduce a las casas
de Villa.
Para ser más breve y más claro, diré que en pos de la medialuna de cerros,
venía un valle, enseguida otro cordón de alturas y otro y otro, de tal modo que
las abras de la primera serie eran cubiertas por los morros de la segunda y así
sucesivamente hasta entrar al valle de Chorrillos.
Por el lado del mar no había solución de continuidad. La enorme masa del

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Walter Douglas Dollenz

morro Solar levantaba sus escarpados farellones, y erguía sus conos formida-
bles asomando las negras bocas de sus cañones.
Lo repetimos, los peruanos habían trabajado con tesón inquebrantable
para convertir todas esas alturas en otras tantas ciudadelas inexpugnables, y a
la verdad que lo habían conseguido y con mucho.
El dictador Piérola, que dirigía personalmente esas obras durante el día y la
noche, ha manifestado que estaba dispuesto a defender a Lima por todos los me-
dios y hacer pagar caro a los chilenos su entrada a la ciudad de los Virreyes.
Nada había omitido, y cuantos han recorrido el campo de batalla y sus
atrincheramientos y fortificaciones no han podido menos que quedar sorpren-
didos del empuje y arrojo que se han necesitado para desalojar a los peruanos
de sus formidables posiciones.
Y razón tenían los peruanos para creerse allí invencibles, como también
lo creían los extranjeros que desde Lima y el Callao habían ido a visitar esas
fortificaciones.
Ahora, para dar una ligera idea de cómo estaban artilladas todas esa cum-
bres, diremos que solo en el morro de Chorrillos, propiamente dicho, es decir el
que domina el pueblo por el lado del mar, se tomaron los siguientes cañones:

2 Parrot de a 70.
1 obús de bronce de 12 cm.
1 Rodman de a 300.
1 Wilwart de acero de los que tenía la Unión, y según entendemos llama-
do el Mal Criado.
1 ametralladora bávara.

En otro de los fuertes, el más avanzado hacia Villa, se tomaron 2 ametra-


lladoras, 2 cañones ingleses de fierro y 5 cañones de bronce imitación Krupp,
muy bien trabajados en la fundición de Piedra Lisa, y que tenían esta inscrip-
ción: Juan Grieve - Lima - 1880.
Por estas dos muestras puede formarse una idea de cómo estaba defendi-
da esa serie de fortificaciones levantadas a toda costa.
Agréguese a esto las dificultades del terreno en su mayor parte arenoso, lo
escarpado de los cerros, las defensas naturales, las bombas explosivas de que
estaba sembrado todo el campo de batalla y que estallaban a cada segundo
bajo las plantas de nuestros soldados y las patas de nuestros caballos, el fuego
mortífero de artillería, ametralladoras y rifles, que de mampuesto hacía el ene-
migo oculto tras sus fosos y trincheras, y véase si no tenían razón los peruanos
para creerse invencibles.
Con esta ligera idea del terreno en que iban a obrar nuestras fuerzas, de
las posiciones del enemigo, de sus fortificaciones, artillería y obras de defensa,
volvamos ahora al punto en que dejamos a las diversas divisiones del ejército
chileno, listas ya para entrar en la lid.

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

José Francisco Vergara Etchevers (1833-1889)


Ministro de Guerra y Marina desde el 15 de julio de 1880 al 18 de septiembre de 1881.

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Walter Douglas Dollenz

General Andrés Avelino Cáceres Dorregaray (1836-1923).

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

La batalla de Chorrillos

A las 3.30 a.m. del 13, y en medio de la oscuridad que aún hacía más densa
una espesa Camanchaca, el coronel Lynch, conforme a las instrucciones del
General en Jefe, ponía en movimiento su División, desplegando en batalla los
regimientos, en perfecto orden y a marcha forzada para estrechar la distancia
que le separaba de las fortificaciones peruanas, que se destacaban como gran-
des masas negras en el horizonte.
En las filas reinaba un silencio profundo, percibiéndose solo el ruido de
las pisadas cadenciosas de nuestros soldados sobre la pesada arena.
La División marchaba en este orden, principiando por la izquierda nues-
tra o lado del mar:
El 2º batallón del 4º con el 2º del Chacabuco desplegados en guerrilla,
formaban la 1ª línea a poco más de 100 metros a vanguardia de los primeros
batallones de dichos regimientos, que componían la 2ª línea.
El regimiento Atacama, a la derecha de los anteriores, avanzaba en bata-
lla, seguido a 100 metros a retaguardia por el Talca.
El 2º de línea, seguido del Colchagua, formaban el ala derecha de la Divi-
sión Lynch, que al avanzar siguiendo las ondulaciones y quebraduras del terre-
no, semejaba una colosal serpiente cuyos anillos se arrastraban acompasada y
silenciosamente.
Del Coquimbo y Melipilla nada podía distinguirse; pues como debe re-
cordarse, marchaban por la playa y los ocultaban a nuestra vista los cerros y
lomajes de Villa.
La artillería de la 1ª División, al mando del sargento mayor Gana, había
tomado sus posiciones en una pequeña planicie a poco más de 1.500 metros
de las alturas ocupadas por el enemigo. La artillería de campaña de la reserva,
que mandaba el comandante Novoa y a las órdenes inmediatas del coronel
Velásquez, se había colocado a las 4 A.M. en los faldeos de un cerro de donde
podía oblicuar sus magníficos Krupp hacia la derecha.
Por otra parte, y casi a la misma hora, el comandante Wood con su regi-
miento tomaba posiciones convenientes frente a los tres morros que ocultan a
San Juan y que venían a ser la izquierda del enemigo, y las baterías de montaña
Keller y Ferreira, que se habían adelantado a la Brigada Jarpa, ocupaban tam-
bién excelentes posiciones para ofender a los peruanos.

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Walter Douglas Dollenz

Morro Solar. Vista tomada el mismo día del combate.


De izquierda a derecha: O’Higgins, Pilcomayo, Blanco, Cochrane.
Entre los dos primeros buques se encuentra el punto en donde los regimientos Coquimbo y Melipilla
fueron detenidos por el fuego de ametralladoras.

Son las 4.15. A. M. Mientras el Coquimbo y el Melipilla siguen su marcha


por las vegas de Villa, el resto de la división Lynch avanza en medio de la oscu-
ridad, la artillería toma sus posiciones, y la caballería queda lista para acudir
donde sea necesario; la 2ª y la 3ª prosiguen su fatigosa marcha, y la reserva se
pone sobre las armas, formada en columnas, a retaguardia y por el ala derecha
de la 1ª División.
El General en jefe, Estado Mayor, Ministro de la Guerra, Cuartel General
y ayudantes, con sus caballos a la brida, aguardan el momento en que debe
principiar la acción.
Los corazones laten con fuerza. No de miedo, ¡vive Dios! Sino por esa
ansiedad natural en los momentos tan solemnes en que se van a librar a los
azares de una batalla los destinos de la patria. Sin embargo, la fe en el triunfo,
la seguridad en la victoria, por mucha sangre que cueste, es inquebrantable en
todos los ánimos. Uno de los puntos principales del plan de batalla del señor
General en Jefe, era atacar simultáneamente con las 3 divisiones, la línea ene-
miga, sorprendiéndola, si era posible, antes de despertar la aurora. La división
Lynch atacaría el ala derecha de los peruanos, protegida por la reserva, man-
dada por el comandante Martínez que vendría a quedar entre el ala derecha de
la 1ª y la izquierda de la 2ª.
Esta, apoyada en su derecha por una parte de la división Lagos, atacría el
ala izquierda, mientras que el resto de la 3ª obraría por el flanco izquierdo de
los peruanos. De esta manera, una vez forzada la línea enemiga por ese lado,
donde tenía acumuladas menos fuerzas, quedaría flanqueada y envuelta, obli-
gándola a reconcentrarse hacia el mar y cortándole toda retirada por el N.E.
Pero este plan no pudo llevarse a efecto en todas sus partes por varias
circunstancias, siendo la primera de ella la de que no fue posible emprender el
ataque sorprendiendo al enemigo en sus guaridas.

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Disposición de la Primera División en la batalla de Chorrillos.
Lectura: 1. Morro Solar. 2 Línea peruana. 3. Regimiento 4º de Línea. 4. Regimiento Chacabuco. 5. Regimiento Talca. 6. Regimiento Atacama.
7. Regimiento 2º de Línea. 8. Regimiento Zapadores. 9. Regimiento Coquimbo y Melipilla. 10. Jefe de la División.
Dibujo realizado por Ruperto Salcedo, capitán del Regimiento Buin.

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
68
Walter Douglas Dollenz

Disposición de la Segunda y Tercera División en la batalla de Chorrillos.


Lectura: 1. Línea peruana. 2 Regimiento Curicó. 3. Comandante del Regimiento Curicó. 4. Regimiento Lautaro. 5. Batallón Victoria. 6. Artillería chilena.
7. Regimiento Santiago. 8. Regimiento Naval. 9. Regimiento Granaderos. 10. Artillería de montaña. 11. Artillería de Campaña.
12. Estado Mayor de la Tercera División. 13. Reserva peruana.
Dibujo realizado por Ruperto Salcedo, capitán del Regimiento Buin.
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

La causa de esto fue lo siguiente:


Un sirviente de las ambulancias y una mujer de origen peruano, que no se
sabe por que razón seguía al ejército, se extraviaron –ignoro si de intento– durante
la marcha y cayeron en poder de una avanzada enemiga. Allí declararon que nues-
tro ejército se aprestaba para atacar a los peruanos antes de rayar el día, dando
detalles sobre nuestras fuerzas, armamento y disposiciones para el combate.
En consecuencia, la sorpresa no era ya posible. El enemigo estaba en
guardia.
El hecho de que los peruanos tomaron a una mujer y a un hombre que
iban con nuestro ejército, es un hecho comprobado, especialmente en lo que
respecta a la mujer, que no se la volvió a ver en ninguno de los campamentos.
A más, varios oficiales peruanos de los prisioneros tomados en Miraflores,
nos dijeron que sabían del avance de nuestras tropas por una mujer y un solda-
do que se habían extraviado en la marcha y caído en poder de una avanzada, y
que desde ese momento esperaban el ataque. En Lima mismo se nos confirmó
esta noticia.
He creído conveniente entrar en este detalle, porque aunque parece pueril
a primera vista, lo considero de importancia no poca.
En cuanto a la simultaneidad en el ataque, causas ajenas a la voluntad
del General en Jefe y jefes de división no permitieron que se llevara a efecto.
La espesa camanchaca que no permitía distinguir el terreno, las dificultades
infinitas del camino, hicieron que la 2ª División se interpolara con la 3ª y que
no llegaran al punto designado en el instante preciso y en conformidad con las
disposiciones del General en Jefe.
Pero si se conjuraron la delación de una mujer, la oscuridad de la noche y
los infernales desfiladeros que debían recorrerse, para hacer abortar esas difi-
cultades, nada fue capaz de enfriar el ardimiento de nuestro ejército. Y mien-
tras mayores dificultades y peligros hubiese que vencer, mayor sería el arrojo, el
ímpetu, el entusiasmo desplegado por los jefes, oficiales y soldados chilenos.
Las tinieblas de la noche cubrían todavía con su negro manto el horizonte
brumoso, destacándose apenas las enormes y prolongadas masas de cerros que
servían de guarida a los peruanos.
Todo el ejército chileno estaba sobre las armas, o haciendo las últimas
etapas de su marcha, o avanzando sigilosamente sobre las fortificaciones que
debían tomar a la bayoneta.
El Blanco y el Cochrane, la O’Higgins y la Pilcomayo aguantaban sobre
sus máquinas en las aguas de Chira, al S. O. del morro Solar, dispuestos para
proteger con sus fuegos las operaciones de nuestra ala izquierda mandada por
el coronel Lynch. La lancha a vapor del buque almirante con su ametralladora
a proa, se había destacado de los costados del Blanco.
Una tenue y blanquecina luz empañada por la neblina había comenzado
a difundirse por el espacio, cuando de improviso se siente una descarga cerra-
da de fusilería, seguida de un nutrido fuego graneado, y comenzó a tronar el
cañón.
69
Walter Douglas Dollenz

El enemigo había roto sus fuegos en toda la línea, concentrándolos contra


la División Lynch que, avanzando en el orden ya indicado, se encontraba en
una ondulación del terreno, pesada y arenosa, y al pie del cordón de cerros que
debía atacar, a una distancia de unos 800 metros de las fortificaciones.
Eran las 5 A. M. en los relojes del cuartel general y Estado Mayor que de
antemano se habían reglado con el del General en Jefe.
La 1ª División continuaba avanzando sin disparar un tiro.
Los cerros ocupados por los peruanos parecían iluminados por un cordón
de luces movidas a impulsos del viento. Era la línea de infantería enemiga que
dirigía a la División Lynch, un compacto fuego graneado con sus Peabody
de largo alcance, cuyos proyectiles atravesaban silbando el espacio en todas
direcciones, mientras los cañones y ametralladoras vomitaban una lluvia de
balas y granadas cuyas explosiones se confundían con las bombas automáticas
que cubrían todo el campo, y reventaban a cada instante bajo las plantas de
los nuestros.
Apenas se dejó oír la primera descarga y una cinta de fuego bordaba la
cima del largo cordón de morros en que se hallaba atrincherado el enemigo; el
General en Jefe, generales Maturana y Saavedra, Ministro de la Guerra, señor
Altamirano, todo el Cuartel General y Estado Mayor avanzaron a todo escape,
situándose en la falda de un cerro, frente a la derecha de la División Lynch, y al
lado de una batería de artillería que en ese mismo momento rompía sus fuegos
contra el fuerte que se destacaba a la derecha del abra que separa la primera
serie de cerros de la izquierda de la que seguía a la derecha nuestra, y desde
cuyo fuerte se enfilaba por el flanco derecho al 2º de línea y al Colchagua, a la
derecha de la línea de batalla de la 1ª División.
Algunas de las granadas enemigas caían también muy cerca del Cuartel
General y de la batería de artillería.
La 1ª División avanzaba trepando las empinadas faldas de los cerros y re-
cibiendo un diluvio de balas y metralla. Nada era capaz de detener el empuje de
los nuestros; ni la barrera de fuego que se interponía a su paso, ni el cansancio
y extenuación consiguiente a una marcha por medanales y quebradas y a una
ascensión abrumadora, ni los estragos que los proyectiles hacían en nuestras filas
que iban dejando atrás, no los rezagados por el miedo o la fatiga, sino los reza-
gados por la muerte que los encontraba arma al brazo y en primera línea. Nada
los detenía; marchaban impávidos y serenos, acortando poco a poco la distancia
que les separaba de sus contendores y aguardando la orden de: ¡Fuego!
Por fin, después de estrechar la distancia que los separaba del enemigo
hasta reducirla a 500 metros, los bravos del 4º y del Chacabuco, que habían
conseguido sobrepasar a sus compañeros de la derecha, y adelantaban, como
ellos, llevando por único baluarte a sus pechos descubiertos contra las balas
enemigas, su valor y su acendrado amor a la patria; por fin las dos grandes
guerrillas de esos cuerpos reciben la orden de fuego! y una descarga cerrada
sirve de preludio a la inmensa y terrible sinfonía del combate.

70
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Tras la descarga, vino un fuego graneado, un redoble nunca interrumpido


de fusilería, trepando esos soldados, no ya al paso sino al trote, con un ímpetu
indescriptible.
Ya no eran dos líneas las que marchaban. Roto el fuego por los peruanos,
la segunda línea del ala izquierda chilena, formada por los primeros batallo-
nes del Chacabuco y 4º de línea no pudo contenerse y formó una sola con la
primera, prorrumpiendo en un solo grito, su solo himno de combate, su sola
divisa: ¡Viva Chile!
Encontrábanse a media falda del morro que asaltaban. Y seguían bajo una
bóveda de balas, ardiente la mirada, sereno el pulso, anhelante la respiración,
haciendo fuego en avance, mientras la metralla enemiga clareaba sus filas.
Pero ¿qué sería capaz de contenerlos? ¿Qué barrera podía ser obstáculo a
su noble y patriótico arranque?
El Atacama, el legendario cuerpo, representante de la rica y trabajadora
provincia de su nombre, a quien tantas glorias ha dado, y su hermano en laure-
les y peligros, el novicio y denodado Talca –hermosa ofrenda de la ciudad rega-
da por la sangre de los Spano y los Gamero, que envió a defender la honra y los
derechos del país a sus hijos predilectos. El Atacama y el Talca, con empeñoso
tesón, subían a su vez por un suelo arenoso en que los soldados perdían los pies
y apenas podían avanzar con desesperante lentitud, recibiendo los fuegos de
flanco de un morro de la izquierda que diezmaba al 2º batallón Atacama, que
inmediatamente contestó sin dejar de marchar.
Aquello era un cuadro que asombraba por su grandeza. Unos cuantos
hombres luchando contra la naturaleza que les era hostil, contra el plomo que
vomitaban mil y mil bocas de fuego, y que nada arredraba, que nada hacía
volver caras. Oficiales y soldados se miraban con ojos centelleantes, como dán-
dose mutuo aliento, y dirigiendo la vista hacia la escarpada cima desde donde
oculto, el enemigo sembraba en sus filas la muerte, jamás el miedo.
Al mismo tiempo que el 2º batallón Atacama hacía su primera descarga a
media falda del cerro, el 2º batallón del Talca marchaba al trote a enfilarse con
aquel para confundir sus fuegos contra el enemigo.
En ese mismo momento, el segundo jefe del Talca, teniente coronel Carlos
Silva Renard que había abandonado su caballo que le servía más bien de obs-
táculo, y marchaba al frente del 2º batallón, cayó mortalmente herido.
Minutos más tarde, rompía también sus fuegos el cerro situado a la de-
recha del Talca, fuegos contestados al punto por el 1er batallón del Atacama,
mientras el 1er batallón del Talca avanzaba para colocarse en línea de batalla
con aquel y emprender juntos la difícil ascensión del morro que les había caído
en suerte, y que era muy superior en elevación al de la izquierda.
Dada la topografía del terreno, sus dificultades y las ensenadas que for-
maban los cerros, no era posible que la línea de batalla avanzara en línea recta;
tenía que seguir las ondulaciones del suelo, atrasarse o adelantarse según las
dificultades que tenía que vencer.

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72
Walter Douglas Dollenz

El general Baquedano junto a su Estado Mayor en la batalla de Chorrillos.


Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

El ala izquierda –4º de línea y Chacabuco– se encontraba a tiro de pistola


del enemigo, cuando el Atacama y el Talca habían pasado la mitad de la dis-
tancia que los separaba de los atrincheramientos enemigos.
El 2º de línea con su estandarte desplegado y bendecido tres días antes, se
encontraba a la misma altura del ala izquierda juntamente con el Colchagua,
frente a las fortificaciones del cerro de que debían apoderarse.
Son las 5.35. El enemigo amaina por un instante sus fuegos que parecen
reconcentrarse hacia el morro Solar, y en seguida hacia la eminencia más en-
cumbrada de ese lado.
Pero muy luego, tal vez cuerpos de refresco, recrudecen el fuego en toda la
línea, y su artillería no cesa de funcionar a la derecha, al centro, a la izquierda,
de todas las cumbres, de todas las alturas.
Ya no es una línea, una cinta de luces la que orla los cerros; son dos fajas
de fuego, una en la cúspide, la otra a poco más de media falda; la una de los
peruanos, la segunda de los chilenos que avanzan y avanzan.
Y la distancia que separa a ambas fajas se acorta, disminuye lentamente,
pero en breve van a confundirse.
Nuestra artillería, colocada en las excelentes posiciones que de antemano
había ocupado, no cesa un momento de funcionar y dirigir sus certeras punte-
rías en todas direcciones contra su rival.
Por un lado el comandante Carlos Wood hacía verdaderos prodigios con
sus cañones contra los fuertes de la izquierda enemiga; las baterías Keller y
Pereira operaban con acierto por el centro; poco más a nuestra izquierda la de
campaña que presidía el Comandante General del arma, coronel Velásquez di-
rigía sus fuegos oblicuos en todas direcciones, especialmente hacia la izquierda,
y la Brigada Gana de la 1ª División colocaba sus proyectiles en las mismas trin-
cheras enemigas, sembrando como sus hermanas la desolación y la muerte.
Hasta aquí solo peleaba con indescriptible arrojo la División Lynch, so-
portando los fuegos del grueso del ejército peruano.

La resistencia del enemigo era tenaz, formidable; sus disparos lejos de


disminuir, arreciaban cada vez más.
Tardaba que la 1ª División coronara las alturas; tardaba que la División
Sotomayor entrara a su turno.
La reserva, que estaba a la vista, se ponía en movimiento desde su posi-
ción primitiva para acudir al primer llamado.
Los ayudantes de campo del Cuartel General y Estado Mayor se cruzan
en diversas direcciones. Era necesario hacer que entrara el resto del ejército.
Nuestros artilleros dejan las alturas que habían tomado y avanzan por los
distintos puntos de la línea a colocarse en nuevas posiciones desde donde po-
der ofender con mayor acierto aún al enemigo, sin inquietarse por la granizada
de balas que hasta ellos llega y hace bajas en sus filas.

73
Walter Douglas Dollenz

Dibujo del ataque a Chorrillos, realizado por un capitán del Regimiento Buin.

Son las 5.50.


La batería de campaña, dirigida por el sargento mayor Abel Gómez y
mandada por el capitán Guillermo 2º Nieto, que había ocupado un cerro al
frente del de San Juan, juntamente con la del capitán José Manuel Ortúzar
(la de los caballos tordillos) seguía haciendo sus disparos que comenzaron 10
minutos después de abiertos los fuegos de fusilería.
La posición ocupada por estas dos baterías estaba sembrada de bombas
explosivas, pero con mayor profusión que las demás, y las explosiones tenían
lugar de segundo en un crescendo formidable.
Una inmensa y roja llamarada iluminó de improviso la cima del morro
que asaltaban el 4º y el Chacabuco.
¿Era acaso uno de esos polvorazos que con tanto arte preparan los pe-
ruanos? ¿Era alguna señal convenida, sea para pedir refuerzos, sea para hacer
volar inmensa mina que sepultara a nuestros arrojados soldados?
Era más que eso; era la señal de que las fuerzas chilenas se habían apode-
rado de aquella fortaleza a sangre y fuego, cubriendo con tapiz de cadáveres
enemigos el piso y las trincheras de ese reducto.
El 4º y el Chacabuco hacían flamear en el primer fuerte de la izquierda,
defendido por ancha trinchera y por ocho cañones Grieve y dos ametrallado-
ras, el victorioso pabellón nacional al grito siempre de: ¡Viva Chile!
El 4º y el Chacabuco habían coronado uno de los fuertes que habían to-
mado a la bayoneta y asaltado sus trincheras que formaban un ángulo hacia
nuestro lado; pero se encontraban al frente de otra línea de reductos que do-
minaban al que ellos ocupaban y desde el cual, el enemigo comenzó a hacerles
un nutrido fuego de artillería y fusilería.
74
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Se empeñaba ahí un nuevo combate, tan terrible, tan sangriento como el


primero.
Atacama y Talca, Colchagua y 2º de línea, apoyados por la Artillería de
Marina, pugnaban a su vez y rivalizaban en ardor para apoderarse de las altu-
ras que tenían a su frente.
Los dos primeros, aguijoneados por su propio valor y estimulados por
sus jefes y oficiales, que eran los primeros en dar grandes ejemplos de arrojo y
denuedo a sus soldados, activaban su avance.
Desalojado el enemigo del morro de la izquierda por los esfuerzos com-
binados del 4º y del Chacabuco, el Atacama y el Talca, animados por sus jefes
respectivos, comandantes Dublé Almeyda y Urízar Garfias, después de un cor-
to descanso para recobrar aliento y reunir el ala izquierda del Talca, a fin de
guiarlo hacia la retaguardia del morro que atacaba la derecha de los segundos
batallones de ambos regimientos, allí, en medio del fuego encontrado de dicho
morro, que defendía su retaguardia, y de las fortificaciones colocadas a la es-
palda del cerro ya tomado, se reunió el ala izquierda para escalar la altura.
En este punto cayó herido por una bala el caballo que montaba el sargen-
to mayor Alejandro Cruz Vergara, y él mismo recibió otra en el brazo derecho,
que felizmente solo le ocasionó una seria contusión. Allí fue también herido,
aunque levemente, el capitán Fernando Parot.
Mientras tanto los primeros batallones del Atacama y Talca continuaban
su difícil ascensión por la vanguardia del referido morro, bajo un diluvio de
balas que producía muchas bajas en nuestra tropa, cayendo herido de grave-
dad en ambas piernas el subteniente Carlos Fernández del Talca, el capitán
Remigio Barrientos y otros oficiales del Atacama.
Los estandartes de ambos regimientos unidos, llevados por sus respectivos
abanderados, subían en primera línea infundiendo extraordinario valor en los
soldados que seguían sus ondulaciones con ávidos ojos.
Pero la empresa de coronar el cerro era empresa erizada de dificultades, de
peligros, era marchar contra un impetuoso torrente de plomo y fuego.

Son las 6 A. M.
Ya se distinguen mejor los objetos.
El 2º de línea y el Colchagua, derecha de la 1ª División, han salvado ya
la falda del tercer morro, y a corta distancia de las trincheras enemigas, tocan
calacuerda y se abalanzan impetuosamente cargando a la bayoneta.
Saltan las trincheras, el soldado José Manuel Oñate, el primero de todos,
y clavan la bandera tricolor al mismo tiempo que se deja sentir un gran estam-
pido y una luz rojiza, como la del primer fuerte, ilumina el espacio como un
fuego de bengala.
Ya tenemos en nuestro poder dos de los principales fuertes del enemigo;
pero este no es sino el prólogo del sangriento drama. Quedaba todavía lo
principal.

75
Walter Douglas Dollenz

Al mismo tiempo que el 2º y el Colchagua son dueños del fuerte, se rompe


por la izquierda del enemigo un nutrido fuego de rifle y cañón.
La 2ª División entraba en combate, que al desembocar en una especie
de portezuelo hacia los tres morros que resguarda a San Juan, había recibido
como saludo una granada que caía en la última mitad del Chillán, obligándola
a dispersarse. Pero, la serenidad y acertadas disposiciones de los jefes hicieron
que todo el cuerpo se dispersara en guerrilla.
La batería mandada por el capitán Eduardo Sanfuentes, la única que en
esos momentos disponía el mayor Jarpa, se desplegaba sobre las primeras altu-
ras. Después de dos tiros (los mismos que se oyeron cuando el 4º y el Chacabu-
co coronaban el primer morro) para medir la distancia, que resultó ser de 1800
metros, se mandó hacer fuego por baterías el que se ejecutó por la compañía
Sanfuentes y la de Keller, que en ese momento se reunía con su compañía, a fin
de proteger el avance de la Brigada Gana, compuesta de los regimientos Buin,
Esmeralda y Chillán, que debían atacar los tres morros que tenían al frente.
Un morro elevadísimo que constituía el último fuerte de la extrema iz-
quierda del enemigo, había sido encomendado al Lautaro y al Curicó, quedan-
do de reserva el Victoria para ir en su auxilio a la primera señal.
En ese momento, 6.10, el fuego era general, sostenido y vivísimo en toda
la extensión de la línea que abarcaba una distancia de más de dos leguas, con-
fundiéndose el estampido del cañón con el estruendo de las bombas explosivas
que no cesaban de estallar a cada segundo.
Se había empeñado la batalla contra toda la primera fila de fortificaciones.
Pero entre la 1ª y 2ª División quedaba como un claro. De llenarlo y reforzar los
extremos centrales de una y otra, se encargó la reserva.
Los regimientos 3º de Línea Zapadores y Valparaíso, que la componen a
las órdenes del comandante Arístides Martínez, se adelantaron arma al bra-
zo, por la angosta llanura que precede por el S.O. Los faldeos de los cerros
ocupados por los peruanos. El 3º marchaba diagonalmente desplegado todo
en guerrilla, por los faldeos de la izquierda, mientras el Valparaíso seguía a la
derecha en columna cerrada por compañía, avanzando luego en batalla al paso
de trote y armas a discreción, y Zapadores ocupaba el centro en orden disperso
y un poco a retaguardia de sus compañeros.
Todos los movimientos de estos tres cuerpos eran ejecutados con tal uni-
dad y sangre fría como si no se encontraran al frente del enemigo que les
menudeaba sus proyectiles Peabody, sino evolucionando en un campo de ma-
niobras.
El ataque emprendido en esta forma y tan extensa línea, no permitía abar-
car con la vista la marcha y proezas de los distintos cuerpos que peleaban con
igual arrojo, con el mismo ímpetu.
Y para hacer que nuestra verídica narración, aunque muy pálida y des-
teñida, tenga mayor hilación y bosqueje mejor esa gran epopeya llamada la
batalla de Chorrillos, seguiremos a los cuerpos a medida que avancen, dejando

76
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

para más adelante la tarea de entrar a referir algunos de los infinitos y glorio-
sos episodios de esta inmortal jornada, que podrían interrumpir el hilo de mi
relación.
El 4º y el Chacabuco se habían apoderado, como he dicho, del primer
fuerte de la derecha enemiga, rompiendo sus fuegos a 100 metros de distan-
cia.
Al mismo tiempo se vio que una eminencia vecina era coronada por un
cordón de tropas a cuyo centro marchaba un jinete llevando en la diestra una
gran bandera, que muy luego al desplegarla el viento, pudo verse que era una
bandera chilena, y que poco después desaparecía de nuestra vista.
No había duda. Debían ser el Coquimbo y el Melipilla los que encimaban
ese cerro, y de quienes nada se sabía hasta entonces, ignorándose qué suerte les
habría cabido en su arriesgada y difícil empresa.
Después supimos que la bandera la hacía flamear el comandante Balma-
ceda del Melipilla.
Como estos cuerpos iban en breve a unirse al resto de la División Lynch
para proseguir en la titánica empresa de arrebatar a la bayoneta las series de
fortificaciones enemigas que formaban lo que llamaremos el grupo del morro,
digamos algo sobre la manera como habían cumplido su difícil comisión.
Siguiendo las instrucciones del coronel Lynch, ambos cuerpos siguieron su
marcha por la playa de Conchán, a las órdenes del comandante del Coquimbo,
teniente coronel José M. 2º Soto, sin apartarse de las orillas del mar, cuyas olas
se rompían bajo las plantas de esos bravos.
Desde que llegaron a la altura de Villa, cuyas casas dejaron a la derecha y
se internaron por las vegas, marchaban por decir así, en acecho a fin de no ser
sorprendidos por las avanzadas peruanas y tomar de improviso al enemigo por
su flanco izquierdo, y si era posible, por su retaguardia.
Una vez cerca de la bahía de Chira, cuatro compañías de Melipilla y un
batallón del Coquimbo se dirigieron por un angosto sendero hacia una ense-
nada vecina donde se habían percibido dos fortines que por ese camino podían
tomarse por la retaguardia.
Las otras dos compañías del Melipilla, desplegadas en guerrilla sobre la
derecha del resto del Coquimbo por el lado de las vegas de Villa, comenzaron a
subir la agria y empinada falda del primer cerro. La ascensión era penosísima,
teniendo los soldados que hacer uso de sus yataganes, que clavaban en el suelo
y entre los riscos, para no rodar por aquella pendiente cortada a pico.
Inmediatamente que la sección que había marchado a la caleta vecina lle-
gó al punto de su destino, se encontró efectivamente con dos fuertes en forma
de medialuna; pero estos se hallaban abandonados y sin cañones.
Retrocedieron entonces para unirse con el resto y tomar las alturas.
Como a la mitad de la pendiente, el enemigo, que hasta entonces no había
visto a los nuestros, rompió con un nutrido fuego que no consiguió detener a
nuestras guerrillas.

77
Walter Douglas Dollenz

El Coquimbo seguía haciendo fuego en avance protegido por el Melipi-


lla, y después de una marcha penosísima llegaban hasta la trinchera enemiga,
ahuyentando a sus defensores, que fueron rechazados sucesivamente hasta un
morro desde donde se hacía un compacto fuego de ametralladora y cañón.
Los valientes del Coquimbo y el Melipilla eran blanco ahí de los disparos
enemigos que diezmaban sus filas. Entonces se replegaron a las primeras trin-
cheras tomadas que les sirvieron de defensa, al mismo tiempo que numerosas
fuerzas aparecían en el cordón del cerro.
Tanto por ser imposible atravesar un desfiladero, único paso para llegar a
otro morro coronado por fuerzas peruanas, como por la inmensa superioridad
del enemigo que tenían al frente, se mantuvieron haciendo fuego en la posición
antes indicada.
El tiroteo era cada vez más recio; los peruanos defendían con porfiada
resistencia y sin cejar ni desmayar un momento sus magníficas fortificaciones.
El 4º de línea y el Chacabuco por la izquierda, el 2º y el Colchagua por
la derecha de la 1ª División, que se había apoderado de los fuertes extremos,
volvían a comenzar la lucha, y por decir así, a principiar de nuevo, pues a su
frente tenían posiciones aun más elevadas y formidables de las que acababan
de tomar a costa de tanto valor y de tanta intrepidez.
El Atacama y el Talca, después de más de una hora de esfuerzos sin cuen-
to, y atacando unidos y mezclados por vanguardia y retaguardia, tuvieron la
satisfacción de darse el abrazo del vencedor y del hermano en la cima del
morro fortificado. Innumerables cadáveres horriblemente destripados eran los
mudos testigos de la lucha sin cuartel que allí se realizó.
Pero como sucedió en la toma de los dos fuertes anteriores, apenas un
¡viva Chile! salía de los pechos de esos bravos y ondeaban desplegados al vien-
to los estandartes, un ronco estampido atronaba el espacio y roja llamarada
reflejaba sobre las bayonetas de los vencedores.
Era la señal convenida por el enemigo para que la segunda línea de forti-
ficaciones rompiera sus fuegos.
La primera había sido tomada en su mitad por los aguerridos cuerpos de
la división Lynch, al mismo tiempo que la División Sotomayor atacaba la otra
mitad o segunda serie de morros de nuestra derecha.
Toda la artillería de campaña y parte de la de montaña avanzó a ocupar
las alturas de que habían sido rechazados los peruanos y que la 1ª División
dejaba atrás para proseguir con el mismo brío y mayor empuje, si era po-
sible, el ataque sobre la segunda serie, más elevada, como he dicho, que la
anterior.
La primera Brigada de la División Sotomayor, formando una extensa línea
cuyo centro lo tenía el Buin, el ala derecha el Chillán e izquierda el Esmeralda,
avanzaba hacia los tres morros fortificados, mientras el Lautaro y el Curicó
emprendían igual tarea en dirección al morro último de la izquierda enemiga.

78
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Coronel Don Emilio Sotomayor Baeza (1826-1894).

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Walter Douglas Dollenz

La 1ª Brigada adelantaba arma al brazo, tranquila, impávida, con sor-


prendente serenidad al compás de la Canción Nacional y de marchas marciales
tocadas por las bandas de música. Era inútil que desde las alturas se les enviara
una granizada de proyectiles. Seguían adelante desplegados en guerrilla, sin
inquietarse, levantada la cabeza, como si estuvieran en terreno amigo, rivali-
zando en pericia y disciplina.
La artillería que obraba a las órdenes del mayor Jarpa, protegía el avance
de la 2ª División con descargas por baterías lanzadas contra los tres morros del
frente, el alto morro de la extrema izquierda del enemigo y a dos eminencias
fortificadas, pegadas casi a este morro.

Siete descargas por baterías, y el arrojo e intrepidez a toda prueba de los


que asaltaban, fue bastante para que en poco más de veinte minutos de un
reñido combate, los oficiales y soldados del Lautaro treparan el encumbrado
cerro, poniendo a sus defensores en la más completa derrota, mientras el Curi-
có ejecutaba iguales proezas y se apoderaba de las dos eminencias fortificadas
que se le había encomendado tomar a viva fuerza, no sin haber visto caer he-
rido a su comandante, el teniente coronel Joaquín Cortés, y que sin embargo,
continuaba exhortando y animando a sus soldados.

En esos momentos, el regimiento Chillán emprendía la ardua y escabrosa


ascensión al cerro, dejando sola a la artillería que hasta entonces había prote-
gido el coronel José Francisco Gana, jefe de la 1ª Brigada de la División Soto-
mayor, haciendo avanzar la Brigada del mayor Jarpa, quien pidió al coronel
Lagos que a la sazón pasaba con su División a tomar la retaguardia del morro
alto y aislado de nuestra derecha, alguna tropa de infantería para proteger sus
baterías, que quedaban aisladas de todo otro cuerpo de ejército.
En el acto, el coronel Lagos le dio dos compañías del regimiento Aconca-
gua, y emprendiose el avance hasta tomar posiciones en una altura desde don-
de se podía dominar las fortificaciones que el Buin, el Esmeralda y el Chillán
trataban de tomar, confiados solo en su bravura e intrepidez.
Antes de llegar a esa altura, las tres baterías del mayor Jarpa tuvieron que
hacer una travesía de más de seis cuadras bajo un crudísimo fuego de rifle y
cañón, cayendo herido a medio camino el capitán Eduardo Sanfuentes, atrave-
sada una pierna por bala de rifle.
Desde esa altura, las tres baterías apoyaron con sus certeros disparos el
asalto que comenzaba el regimiento Buin de una de las principales fortificacio-
nes enemigas, la cual por estar en el centro de la línea, era eficazmente prote-
gida por los fuegos de las fortificaciones laterales que atacaban a su turno los
regimientos Esmeralda y Chillán.
Mientras el Lautaro y Curicó, teniendo de reserva al Victoria, desbanda-
ban al enemigo por nuestra derecha, la División Lynch empeñaba un segundo
y reñido combate en toda su línea, y la Brigada Gana proseguía impertérrita a

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

posesionarse de los tres fuertes del centro, la reserva, llevando al 3º desplegado


en guerrilla, al Valparaíso en batalla más a la derecha, y a los Zapadores en or-
den disperso, entraba a una ondulación del terreno y recibía orden de romper
sus fuegos a unos 500 metros de distancia.
El 3º de línea, siempre en guerrilla, llegó hasta una trinchera de las mu-
chas que en las depresiones de cerro en cerro habían levantado los peruanos y
que defendían con tenacidad increíble.
Los veteranos del 3º se acordaron al momento de cómo se tomaban esas
trincheras en Arica, y empuñando sus rifles por la garganta, calaron bayoneta, a
cuyo empuje los enemigos volvieron caras después de reñida y tenaz resistencia.
La primera línea enemiga iba quedando poco a poco desalojada. Un es-
fuerzo y toda ella, con sus cañones y trincheras, caería en poder de nuestro
ejército.
El Valparaíso, a poco de romper el fuego, tuvo que hacer alto, pues un
ayudante del 2º, si no me equivoco el teniente Gutiérrez (que había abando-
nado el escalpelo del cirujano por la espada del militar), venía a anunciar que
podían causar bajas en su regimiento.
El Valparaíso siguió entonces al trote hasta tomar la línea a la derecha del
2º, que lo recibió con un entusiasta ¡viva el Valparaíso! –grito contestado por
esta con un atronador ¡viva Chile!–, rompió entonces nuevamente sus fuegos
contra las fortificaciones que atacaban el 2º y el Colchagua.
Los Zapadores venían barriendo por su parte con cuanto encontraban
a su paso, sembrando terror pánico en los defensores que caían traspasados
como muñecos; siguiendo su marcha tremenda y arrolladora, se unían en breve
a la División Lynch para apoyarla.

Nos quedan todavía los tres fuertes del centro, en cuyas cimas, perfecta-
mente atrincheradas y artilladas, los peruanos se baten desesperadamente, sin
flaquear, sin interrumpir ni por un instante el apretado fuego que hacen sobre
los nuestros.
Esmeralda y Chillán, los vencedores de Tacna, y el histórico Buin, cuyo
solo nombre aterraba a los peruanos que en todas partes veían buines, rivali-
zaban en arrojo, en serenidad, en abnegación, y estrechaban cada vez más la
distancia que los separaba de sus enemigos.
Animados por la más noble y santa de las emulaciones, los tres regimien-
tos, dirigidos por el coronel Gana, avanzaban sin inmutarse, como si se tratara
de un simple simulacro, sin embargo de que el enemigo arreciaba sus fuegos a
medida que menor era la distancia y de que las bajas iban en aumento.
Eran las 7.05 A. M., cuando con increíble arrojo, los 3 cuerpos trepaban a
la cima, y 5 minutos después hacían flamear en esas terribles alturas el tricolor
chileno en medio de entusiastas vivas a la patria.
El Lautaro protegido por la artillería Jarpa, se había apoderado a viva
fuerza del encumbrado morro de la extrema izquierda, que momentos antes

81
Walter Douglas Dollenz

hacía un fuego continuado y mortífero, enfilando a la brigada Gana. El Curicó


había efectuado la misma obra con las fortificaciones que se le habían desig-
nado, Buin, Esmeralda y Chillán habían tomado los tres morros del centro
defendidos por un doble orden de trincheras y fosos y numerosa artillería,
sembrando el terreno y las zanjas de cadáveres enemigos, hasta el extremo de
que en una trinchera que asaltó el Buin, los cuerpos de los soldados del 67º, del
69º y otro batallón más, yacían unos al lado de otros en terrible confusión.
Si la resistencia había sido tenaz y terrible, terrible y tenaz había sido el
asalto.
Allí sucumbía el teniente Santiagos del Esmeralda, que en la batalla de
Tacna recibiera una herida casi mortal en el estómago, y que apenas repuesto
de ella volaba a ingresar en su regimiento para pelear con nuevos bríos en
defensa de su patria, a la que había consagrado su vida y su sangre, que jamás
olvidará a los abnegados y valientes que por ella han sucumbido.
Allí caía herido el joven capitán Joaquín Pinto Concha, respetado hasta
entonces por las balas peruanas; y era también herido Eduardo Lecaros, va-
liente niño que ganó sus galones de capitán por su digno comportamiento en
la memorable batalla de Tacna, que fue bautismo de fuego para la juventud del
regimiento Esmeralda.
Allí cayeron el capitán ayudante Ramón Rivera, del Buin, atravesado el
pecho por una bala; el capitán Donoso, el teniente Álamos y tantos otros jóve-
nes intrépidos y patriotas para quienes la historia sabrá reservar una hermosa
página.
El enemigo había sido arrollado y
vencido en toda su primera línea de for-
tificaciones y dobles atrincheramientos.
Nuestro ejército –que no había hecho
uso sino de una parte de sus fuerzas– se
había tomado al asalto y a la bayoneta
12 alturas que eran otras tantas forta-
lezas invencibles, defendidas por dobles
cinturas de fuego, por fosos y parapetos,
artillería numerosa y de largo alcance,
por tropas superiores en número a las
nuestras y dispuestas a vender caras sus
vidas, y que a cada momento eran refor-
zadas con gente de refresco.
El enemigo había abandonado esas
magníficas y bien defendidas posiciones,
dejándolas cubiertas de cadáveres de los
suyos, cañones, rifles, cajas de guerra,
banderas y hasta vestuario.
Comandante Tomás Yavar.

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

José Francisco Vergara Etchevers (1833-1889).

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Walter Douglas Dollenz

La 2ª División, a las órdenes del general Sotomayor, siguió tras de los fu-
gitivos y descendió al valle, al mismo tiempo que a él entraba la 3ª.
El General en Jefe, que desde los primeros momentos del combate, desde
que se inició el fuego, dirigía con certera mirada las operaciones y enviaba con
sus ayudantes las órdenes convenientes, situándose en puntos culminantes que
le permitían abarcar casi toda la línea, y sin pararse en las balas que silbaban
en torno suyo, ni las bombas que estallaban a sus pies, bajó también con el Es-
tado Mayor y Ministro de la Guerra con dirección al valle, siendo aclamado a
su paso por oficiales y soldados, que marchando hacia San Juan, prorrumpían,
al ver a sus altos jefes, en estruendosos ¡viva Chile!
Arrollado y vencido el enemigo en toda su primera línea a las 7.10 A.
M., se replegó en completo desorden a su segunda línea, protegida a más de
sus atrincheramientos por los fuegos que de las altas cumbres del morro So-
lar dominaban toda la serie de fortificaciones desde el mar hasta el valle de
Chorrillos y San Juan llegando sus proyectiles hasta las casas e iglesia de este
último nombre.
La 2ª División, habiéndose apoderado de todas las alturas de la izquierda
y centro de los peruanos, descendió al valle de San Juan en persecución de los
fugitivos que corrían por los potreros y se ocultaban tras de las tapias, debajo
de los puentes, refugiándose muchos en el interior de la iglesia y casas de San
Juan, desde donde hicieron todavía algunos disparos por las ventanas, atran-
cando las puertas.
Esto obligó a los nuestros, que vieron caer algunos compañeros, a no dar
cuartel a los vencidos que aún hacían resistencia ocultos tras gruesas murallas.
Los regimientos de reserva, Valparaíso, 3º de Línea y Zapadores, entraban
también al valle y acampaban, el último en las casas de San Juan, y los otros
dos en los potreros situados a la espalda del caserío.
Como el fuego continuara por nuestra izquierda y se hiciera de momento
en momento más recio, la División Sotomayor marchó en dirección al morro
por el lado de tierra, para asaltar las fortificaciones y los últimos atrinche-
ramientos de los peruanos, atravesando los potreros en que está dividida la
llanura.
La artillería Wood, la Brigada Jarpa, las baterías de los capitanes Nieto,
Ortúzar, Flores, y Bezoain, recibían igualmente orden de dirigir sus fuegos so-
bre las alturas del morro, que en esos momentos, 9.20, arrojaban un torrente
de plomo sobre las divisiones Lynch y Sotomayor y sobre la artillería que sal-
vando tapias y canales, atravesaba el valle para tomar sus posiciones.
La División Lagos, que una vez en línea la 2ª ocupaba nuestra extrema
derecha, hacía desplegar todas sus guerrillas al mando del sargento mayor
Castillo, del regimiento Santiago, y flanqueando la izquierda enemiga, sin dis-
parar un tiro, pasaba por la retaguardia del gran morro que se había tomado
el Lautaro y seguía por el faldeo de la primera línea de cerros en dirección al
morro Solar.

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Algunos dispersos enemigos, ocultos entre los árboles o detrás de las ta-
pias, hacían fuego sobre las tropas chilenas; pero muy luego la 3ª División dio
cuenta de todos ellos.
El regimiento Carabineros de Yungay y granaderos entraban al mismo
tiempo al valle por nuestra derecha, y Cazadores por el abra del centro, entre la
primera serie de alturas del lado del mar y la que tomó la división Sotomayor.
Cazadores recibió orden de marchar por el valle en dirección a la playa
para cargar sobre el enemigo que pudiera dejarse caer por ese costado; y los
otros dos regimientos avanzaron por nuestra derecha en persecución de los
derrotados que huían hacia Chorrillos.
El ejército chileno formaba entonces un extenso arco que encerrando las
fortificaciones y pueblo de Chorrillos, se hacía adelantar oblicuamente en di-
rección a este último punto.
Los Carabineros que se encontraban en el extremo derecho de ese arco,
clavaron espuelas al distinguir a la caballería peruana, que inmediatamente se
puso en precipitada fuga hacia el interior.
Viendo en esos momentos el señor General en Jefe que una gruesa colum-
na de infantería trataba de flanquear nuestra derecha, ordenó a la caballería
que cargara sobre esas fuerzas.
Granaderos y Carabineros estaban ahí para ejecutar esas órdenes.
El regimiento Carabineros de Yungay, que estaba a la extrema derecha, se
puso en el acto en marcha. Desde el primer momento tropezó con obstáculos
casi insuperables. El terreno estaba cruzado en todas direcciones por canales
de regadío, y las tapias de los potreros que eran otras tantas trincheras para los
peruanos que hacían ocultos un nutrido fuego de fusilería.
Al regimiento Granaderos, que marchaba más a la izquierda y en la mis-
ma dirección, se le presentaban iguales obstáculos, sin contar con las minas
que, como en todo el campo en que operaba nuestro ejército, estallaban de
segundo en segundo.
Pero, buscando pequeños boquerones en las tapias, o saltándolas en las
partes menos altas, o derribándolas a caballazos y sablazos, ambos regimientos
avanzaban paulatinamente.
En el trayecto recorrido por los Carabineros reventaron 18 minas. Una
de ellas envolvió al comandante Bulnes, al mayor García Videla y al capitán
ayudante Soto Salas, y otra arrolló el caballo del 2º comandante Alcérreca.
El comandante Bulnes sin inmutarse, gritó entonces, pues los soldados lo
creyeron por un momento muerto o herido: ¡Adelante, Carabineros de Yun-
gay! ¡Haceos dignos de vuestro nombre! y pasó a tomar la vanguardia del
regimiento.
Pasadas las minas, se cargó en columnas de escuadrones, soportando el
fuego de flanco que hacía el enemigo oculto en las zanjas y tapias, llegando
hasta las mismas trincheras enemigas y cruzándose los sables y los rifles.

85
Walter Douglas Dollenz

Carga de los Granaderos en la batalla de Chorrillos.


Dibujo de C. Mochi. Grabado de F. Hansfstaengl. München.

Allí cayó muerto el capitán Terán, y heridos o contusos el capitán Severo


Amengual, el alférez Stephan, y 19 individuos de tropa, de estos últimos algu-
nos al saltar las trincheras.
El número de bajas del enemigo pasó de 200, muertos a filo de sable.
Granaderos había avanzado, venciendo los mismos obstáculos, pero al
fin encontraron un boquerón y penetraron al interior del potrero al grito de
¡Viva Chile! La carnicería fue indescriptible; los valientes Granaderos daban
tajos y reveses con sus largos y pesados sables curvos que relampagueaban al
sol, partiendo cráneos, haciendo saltar brazos, o decapitando a los taimados
peruanos. Ninguno escapó con vida; en esa carga terrible, sin cuartel, más de
400 cadáveres enemigos yacían sobre la verde yerba de los potreros.
Y más habría sido la mortandad si más peruanos hubiera habido, porque
los granaderos, al saber que su comandante Yávar había sido mortalmente
herido al llegar a las trincheras, no conocieron límites en su furor, y habrían
concluido con una legión.
El pundoronoso y estimado comandante Yávar, al llegar a las trincheras,
recibió un balazo que atravesándole la mano izquierda, le penetró en el estó-
mago perforándole el pulmón izquierdo.
Este valiente jefe, querido y respetado por los oficiales y soldados de Gra-
naderos como un padre y que gozaba de la estimación de sus compañeros y del
ejército todo, sucumbió a sus heridas a las 2 A. M. del 14.
Con la carga dada con tanto empuje por Granaderos y Carabineros, se
evitó que nuestra derecha fuera flanqueada por tropas de refresco que venían
de Miraflores, y se decidió por ese lado la acción a favor nuestro.

86
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

El tiroteo era nutrido en todo el circuito de las fortificaciones del morro


Solar, amagadas por las fuerzas de la División Lynch que habían ya definido el
ataque de la segunda línea enemiga.
El jefe de la División señor Lynch, envió a sus ayudantes a recorrer la
línea, entre ellos al teniente de marina Silva Palma y al aspirante Carlos E. He-
rrera, puestos a sus órdenes. El mayor Guerrero recibió en esos momentos un
balazo en la pierna, matándole al mismo tiempo al caballo.
Todos los cuerpos de la División trepaban ya las cumbres en que habían
establecido los peruanos su segunda línea de defensa. A pesar del cansancio de
más de cuatro horas de combate, los jefes y oficiales no desmayaban un mo-
mento, y con la voz y el ejemplo infundían nuevos bríos a su extenuada gente
que, sin dormir y sin comer, continuaba batiéndose desde las 5 A. M. y no veía
término a tan ruda y sangrienta jornada, pues tras cada triunfo, después de
esfuerzos heroicos sin cuento, el enemigo se presentaba cada vez con nuevas
fuerzas de refresco atrincheradas en parapetos y sobre alturas inexpugnables.
El Atacama y el Talca, rendidos de fatiga, tomaron un pequeño descan-
so, pues era materialmente imposible avanzar. A la voz de sus jefes, siguieron
otra vez en demanda del enemigo, jadeantes, empapados de sudor, negros de
pólvora, respirando apenas. Los pies se hundían en la arena, la pendiente era
rapidísima; pero adelante iba el tricolor chileno y él les infundía ánimos.
El amor a la patria y a su bandera hacía que esos bravos se sobrepusieran
a la naturaleza misma. El comandante Diego Dublé A. Se adelantó con los es-
tandartes de los dos batallones del Atacama, y esto produjo un efecto mágico
entre los valientes atacameños.
El comandante Urízar Garfias, buscando siempre los puntos más amaga-
dos por el enemigo, guió a los suyos hacia la izquierda, para ir en protección
de los cuerpos de la 2ª Brigada que operaban contra los fuertes que defendían
los valles que se extienden por ese costado.
Una parte del Talca sigue pues, por la izquierda en apoyo del 4º y del
Chacabuco, y la otra por la derecha confundiéndose con el Atacama que ade-
lantaba impertérrito al asalto del segundo morro.
Ya habían caído heridos varios oficiales, entre otros los capitanes Barrien-
tos y Álvarez, los subtenientes Zelaya, Hoppin, Villegas y Patiño y un buen
número de soldados.
Una bala rasmillaba la oreja izquierda del comandante Dublé, y otra pe-
netraba en el morcillón de la silla. El fuego era espantoso. Los nuestros se
encontraban a tiro de pistola del enemigo.
Entonces se vio que el estandarte del segundo batallón del Atacama –una
rica bandera de seda, obsequiada por el intendente señor Guillermo Matta y
llevada por el subteniente Escutti–, se desprendía de las filas llevado por un
grupo de soldados que avanzaron al trote hasta hacerlo flamear en la trinchera
peruana.
Una bala enemiga dio en pecho del atrevido atacameño que empuñaba
la bandera, matándolo en el acto. La hermosa bandera que ya había recibido

87
Walter Douglas Dollenz

La Primera División en la batalla de Chorrillos.


Dibujo de C. Mochi. Grabado de F. Hansfstaengl. München.

su bautismo de fuego, recibía ahora el de la noble sangre del valiente hijo del
norte que había sucumbido a su sombra para darle inmarcesible gloria.
Aquella fue la señal para que todo el regimiento se abalanzara como una
avalancha, haciendo horribles estragos en los defensores del fuerte, que luego
cubrían con sus cadáveres, centenares de ellos, toda la cima, huyendo solo
unos pocos en dirección a la cumbre vecina, la más alta de todas y que da fren-
te al pueblo y defiende el morro por ese lado.
El 2º de Línea y el Colchagua iban luego a unirse con sus compañeros de
la izquierda, después de apoderarse de una formidable trinchera colocada en la
cumbre de otro cerro, y después de una lucha sangrienta y rabiosa.
Los peruanos se batían como desesperados, tanto más cuanto que conta-
ban con los refuerzos que les llegaban de Miraflores y de Barranco, y que veían
que nuestras tropas estaban agobiadas por tan largo y crudo combate.
El 4º y el Chacabuco se habían apoderado también de una segunda línea
de trincheras, en que los peruanos hacían prodigios de valor; pero todo era
inútil contra el empuje de nuestros oficiales y soldados, que seguían adelante
haciendo fuego en avance.
El coronel Toro Herrera, primer jefe del Chacabuco, recibía una bala de
flanco que lo atravesó más debajo de las caderas. Atendido inmediatamente
por el señor Llausás, subió nuevamente a caballo, a pesar de su herida y con-
tinuó al frente de su atrevido regimiento en dirección a los atrincheramientos
enemigos, hasta que le mataron sucesivamente los dos caballos que montaba y
quedó imposibilitado para marchar a pie por la herida que había recibido.

88
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

El valiente y caballeroso comandante Zañartu le sucedió en el mando,


pero por breves instantes. Una bala lo hirió mortalmente en el estómago, en-
tregando a su vez el mando al sargento mayor Pedro J. Quintavalla.
Las bajas de oficiales y soldados comenzaban a ser espantosas.
El 4º de línea había visto caer ya al subteniente Pedro Wenceslao Gana, que
subiendo a la trinchera y animando a sus soldados, fue muerto casi instantánea-
mente; al capitán Casimiro Ibáñez, cuyas últimas palabras fueron: ¡Viva el 4º,
viva Chile! Al subteniente Ángel Custodio Corales, que pasando adelante espada
en mano y mandando a la carga, era levantado por una bomba automática.
Allí también cayeron heridos Manuel Osvaldo Prieto, Juan R. Álamos,
Genaro Alemparte, Salvador Larraín Torres, Julio Paciente de la Sota, Carlos
Aldunate Bascuñán, Miguel Bravo y tantos otros oficiales de esa pléyade de
valientes y generosos jóvenes.
El Chacabuco experimentaba enormes pérdidas en su cuadro de oficiales.
Su primer jefe había sido herido, el segundo yacía casi moribundo; Camilo
Ovalle, Sota Dávila y Lira Errázuriz, esa trinidad formada por la juventud,
el amor patrio y el valor, estaban gravemente heridos. Ignacio Carrera Pinto,
Enrique Prieto Zenteno, Carlos Vergara y siete u ocho oficiales más, tampoco
podían continuar adelante, todos estaban gravemente heridos.
Los dos regimientos, o más bien los restos de esos bizarros cuerpos, se
mantenían en una falda, haciendo frente al enemigo parapetado en las alturas
dominantes. Poco a poco los restos de los demás cuerpos de la División Lynch
se unían a sus compañeros de la izquierda. Pero todos estaban materialmente
extenuados.
Sin embargo, la lucha proseguía con mayor encarnizamiento; el coronel
Lynch, Jefe de la División, los coroneles Amunátegui, Martínez y Urrutia,
Jefe del Estado Mayor, atendían personalmente a todo o por medio de sus
ayudantes.
Haciendo un último esfuerzo, cargaron con ímpetu, desalojando al ene-
migo de sus trincheras, ayudados por los fuegos de la brigada Gana. Pero a
los peruanos les quedaba todavía todo el morro Solar, desde donde fusilaban a
mansalva a las fuerzas de la División Lynch.
Las baterías Errázuriz y Fontecilla se habían colocado en uno de los mo-
rros desalojados por el enemigo, pero tan cerca de las últimas trincheras perua-
nas, que el fuego les hacía numerosas bajas. El capitán del Talca, José Domingo
Urzúa, marchó con 60 hombres de su regimiento y algunos de otros cuerpos en
protección de la artillería, soportando los disparos incesantes que se le dirigían
desde el morro.
El enemigo se encontraba reducido a sus últimos atrincheramientos del
cordón más alto de cerros que cerraba la serie de fortificaciones anteriores, y
un fuerte situado en la falda de dicho cerro.
Llegado a este punto del combate, la situación de los nuestros era bien
difícil.

89
Walter Douglas Dollenz

El cansancio y la sed habían agotado las fuerzas de nuestra tropa, y solo unos
pocos podían sostener el ataque de los dos últimos refugios del enemigo. Aperci-
bido de esto los peruanos, trataron de sacar partido a la situación. Redoblaron
con furia sus fuegos y comenzaron a avanzar la fuerza que defendía las trincheras
de la falda del cerro, con el propósito de flanquear por la izquierda y recuperar el
último fuerte abandonado y que se encontraba en poder de unos cuantos soldados
nuestros de los diversos cuerpos de la división, animados por sus oficiales.
La artillería mandada por el mayor Gana no cesaba de disparar a fin de
detener al enemigo; pero las municiones comenzaban a agotarse, y poco más
tarde quedaba reducida a la impotencia.
La situación no podía ser más crítica para los nuestros.
Eran las 11 A. M.
Esos valientes llevaban 6 horas de encarnizado y mortal combate.
La escuadra, que al amanecer hizo algunos disparos con los cañones de la
O’Higgins y la ametralladora de la lancha a vapor del Blanco, tuvo que parar
sus fuegos, pues sus proyectiles, aunque perfectamente dirigidos, podían caer
sobre los nuestros, que se hallaban casi confundidos con el enemigo. Los mo-
mentos eran desesperantes, y lo fueron más aún, cuando la artillería, después
de haber agotado sus municiones, y 1 cajón de las del enemigo, y siendo el
blanco de los fuegos del morro, tuvo que retirarse hacia una falda del cerro,
para no ser impunemente fusilada.
Las fuerzas peruanas de las trincheras de la falda habían avanzado para
apoderarse del último fuerte que habían abandonado. El puñado de valientes
que ahí se encontraba, tuvo que abandonarlo, pues no era posible sostenerse,
quedando en el campo la mayor parte de ellos.
En estas circunstancias fue herido de muerte el esforzado y entusiasta
subteniente del Talca, Francisco Wormald.
Cuando el enemigo recuperaba este fuerte, la 2ª División había roto sus
fuegos sobre el morro conjuntamente con la artillería de la 2ª y 3ª División y la
de campaña, y acudían a toda prisa en auxilio de la 1ª, la reserva, y la División
Lagos.
Eran las 11.20.
El comandante Urízar Garfias que avanzaba en esos supremos instantes por
la izquierda de la 1ª división con una pequeña parte del regimiento Talca, recibió
orden de flanquear al enemigo por ese lado en sus últimas fortificaciones.
El fuerte recién recuperado comenzó a hacer un nutrido fuego por ese
costado para evitar el avance en la dirección indicada.
El comandante del Talca, con sus pocos soldados, marchaba con imper-
turbable serenidad bajo esa lluvia de balas que caían a su alrededor. Libró
afortunadamente, recibiendo dos balazos el caballo que montaba.
Esta operación por la izquierda fue infructuosa a causa del corto número
de combatientes, y los que la emprendieron se vieron en inminente peligro de
ser cortados por el enemigo.

90
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Los momentos no podían ser más angustiosos. Las tropas de refuerzo


eran esperadas con ansias, pero los pocos hombres en estado de combatir con
que contaba la División Lynch no cejaban y estaban dispuestos a morir.
El coronel Lynch no perdió ni por un momento su serenidad y seguía dic-
tando las medidas convenientes para contener en su avance al enemigo.
El coronel Amunátegui hacía tocar a todos sus tambores y cornetas llama-
da a calacuerda, consiguiendo así reunir un puñado de valientes con los que se
dispuso a sostenerse.
El coronel Urrutia acudía con sus ayudantes a todas partes, ora animando
a los dispersos, ora impartiendo las órdenes del caso para resistir al enemigo.
Las municiones de infantería estaban casi concluidas después de tan lar-
gas horas de combate continuo y pertinaz. Felizmente llegó en esos momen-
tos el señor Benito Álamos, padre de Gabriel Álamos, hoy jefe accidental del
Coquimbo, de Juan R. Álamos, el valiente oficial del 4º de Línea, del bravo
teniente Álamos del Buin, del alférez Álamos, de todos esos valientes mucha-
chos que desde el principio de la guerra corrieron a alistarse bajo las banderas
de su patria.
Felizmente digo, llegó el señor Álamos, quien, sin obligación ninguna y
obedeciendo solo a su patriotismo, conducía algunas mulas cargadas de muni-
ciones, para lo cual había tenido que arrostrar un crudísimo fuego.
Este refuerzo de municiones no podía llegar más a tiempo, y la conducta
del señor Álamos era tanto más digna de encomio cuanto que ya llevaba la
muerte en su corazón, pues dos de sus hijos habían caído como buenos.
Municionada así la tropa y formada la línea después de inauditos esfuer-
zos de los jefes y ayudantes, avanzaron algunos soldados del 4º, del Chacabu-
co, y otros cuerpos al mando del comandante Zaldívar y del capitán Moltke.
Pero tuvieron que retroceder, dejando en el campo algunos muertos y
heridos, entre ellos el capitán Von Moltke que cayó expirante al lado del co-
mandante Zaldívar.
El enemigo no cedía terreno. Pero fueron contenidos en su avance, y muy
luego cedían ante nuestros bravos que, viendo acercarse el deseado refuerzo,
recobraron sus bríos y volvieron al ataque.
Las fuerzas peruanas que amenazaban flanquear la derecha, retrocedieron
hacia Chorrillos o treparon por un camino en zigzag que conducía a la cima
más elevada de los cerros del morro, único punto ya desde donde hacían fuego,
pero un fuego no interrumpido de fusilería y cañón.
Al mismo tiempo coronaban una de las alturas del lado de Chira el regi-
miento Coquimbo y el batallón Melipilla.
Estos cuerpos, detenidos en uno de los fuertes tomados por la imposibi-
lidad absoluta de avanzar, no tanto por la lluvia de balas, como por las difi-
cultades insuperables del terreno, se resolvieron a atacar, aún a costa de todos
los sacrificios, pues al ver que la artillería se retiraba, los comandantes Soto y
Balmaceda creyeron que estaba en peligro. Al emprender este nuevo ataque,

91
Walter Douglas Dollenz

cayó gravemente herido cerca del hombro izquierdo, el comandante Soto. El


capitán Páez estaba muerto, y heridos los capitanes Dinator y Beytía Ramos y
el subteniente Covarrubias.
El comandante Balmaceda tomó entonces el mando y resolvió atacar el
cerro, que habían recuperado los peruanos, por los flancos con guerrillas, y por
el centro con guerrillas sucesivas.
Así se hizo en efecto, yendo por la izquierda el capitán Martínez y por
la derecha el capitán Pérez. Aquí cayó, al lado del comandante Balmaceda, el
capitán Pérez exclamando: ¡Adiós comandante, viva Chile!
El capitán Martínez con una compañía del Melipilla tenía ya flanqueado
al enemigo, y luego avanzaba el Coquimbo al mando de su jefe Pinto Agüero,
que lo conducía con sin igual arrojo en compañía del mayor Larraín Alcalde y
el enemigo corría a refugiarse en el morro de Chorrillos.
Los comandantes Balmaceda y Pinto Agüero los cargaron en medio del fue-
go que se les hacía desde el cerro más alto; pero ya los peruanos estaban lejos.
Los dos cuerpos, una vez en la cumbre, se desplegaron en guerrillas su-
cesivas y trababan encarnizado tiroteo con los peruanos parapetados en las
alturas.
Al mismo tiempo, los mineros del 3º de Línea y el Aconcagua faldeaban el
cerro más elevado por el lado del pueblo, el Valparaíso y Zapadores entraban
a las cuchillas del morro, y varios cuerpos de la División Lagos flanqueaban
al enemigo y trepaban a las primeras cimas del lado de Chira, y rompían sus
fuegos a las 12.15 horas.
Las fortalezas del morro estaban completamente rodeadas, y se empren-
día su asalto por cuerpos de todas las divisiones al grito de guerra y de gloria
de ¡Viva Chile!
Dejemos por un momento a nuestro denodado ejército asaltando las for-
tificaciones del morro por todos sus costados, y retrocedamos a los momentos
en que la División Lynch, abrumada por la superioridad numérica de los pe-
ruanos y por más de 6 horas de una lucha sin tregua por alturas, quebradas
y faldeos medanosos, se batía desesperadamente y resuelta a sucumbir o a
vencer.
Esto sucedía precisamente cuando la División Lagos, después de arrollar
algunas fuerzas enemigas, que encontró a su paso, con solo las guerrillas de
los diversos cuerpos que la componían –Santiago, Bulnes, Caupolicán, Valdivia,
Navales, Aconcagua y Concepción– continuaba su marcha por las faldas de los
cerros de San Juan y valle del mismo nombre; cuando la División Sotomayor
destacaba a la Brigada Gana a posesionarse de las casas de San Juan, y cuando la
brigada de artillería Jarpa y las baterías Flores, Ortúzar y Nieto marchaban por
el valle a colocarse en situación de ofender las fortificaciones de morro Solar.
La 3ª División, continuando su marcha por los faldeos de la primera se-
rie de cerros, recibió la orden del señor General en Jefe de ir en refuerzo de la
División Lynch.

92
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

La 2ª Brigada, la del comandante Barceló, apresuró su paso dirigiéndose


al punto en que se hallaba la 1ª División tomando la cumbre.
La División Sotomayor había ya atravesado y roto sus fuegos, despren-
diendo al regimiento Esmeralda que al mando de su comandante Holley, salió
a marcha forzada hacia el pueblo de Chorrillos, por el lado de la vía férrea
que lo une con Miraflores y Lima. La Brigada Barbosa, iba más a la derecha a
cortar el enemigo por el valle de Lima.
Zapadores y 3º de Línea se adelantaban también sobre el pueblo, donde
comenzaban a refugiarse las fuerzas derrotadas de San Juan y de las alturas del
lado del valle, y en cuyo apoyo venían tropas de refresco enviadas de Miraflo-
res, juntamente con trenes armados de cañones que vomitaban metralla sobre
los nuestros.
Los peruanos hacían esfuerzos inauditos para defenderse en sus últimos
baluartes: El morro Solar y el pueblo de Chorrillos, creyendo quizás que su
triunfo sería posible, vista la superioridad numérica de sus tropas que reci-
bían contingentes completamente frescos, lo inexpugnables de sus dos últimos
atrincheramientos, y por otra parte contando con la flojedad de nuestros sol-
dados, a quienes suponían naturalmente debilitados por tantas horas de vigilia,
de marchas y contramarchas, de ayuno y encarnizado combate y operando en
un terreno boscoso y desconocido.
Pero nuestros diezmados regimientos habían reunido sus fuerzas reani-
mándose al ver aproximarse el término de esa gran jornada que tantas glorias
iba a dar a Chile, conquistadas por el arrojo y denuedo de sus hijos.
La artillería chilena situada en el valle enviaba sus proyectiles al morro
y al pueblo, especialmente contra un gran edificio llamado Escuela de Guías
o Cuartel de Cabos, no recuerdo bien, desde donde el enemigo hacía nutrido
fuego de fusilería sobre las tropas nuestras que avanzaban sobre Chorrillos.
Temiendo que nuestras granadas pudieran causar bajas en nuestros pro-
pios soldados, la artillería concentró su atención en el morro, que contestaba
con sus Rodman y Parrot, con el «Mal Criado» y sus ametralladoras Nord-
enfelt, dejando a la batería Ferreira la Escuela de Cabos que la tenía a 300 y
tantos metros.
El regimiento Cazadores había tenido que retroceder por ser impracti-
cable por ese lado la marcha sobre la población, y se dirigía en busca de otra
salida para ir a cortar al enemigo.
Los peruanos, que no perdían coyuntura favorable para tentar sus últimos
esfuerzos, al ver que nuestra caballería se retiraba, avanzaron sobre las bate-
rías, ocultándose detrás de las tapias y murallas, hasta llegar a menos de 100
metros de nuestros cañones.
En tales circunstancias, sin tener infantería suficiente que las protegieran
y soportando las descargas de rifles que recibían de flanco, las baterías ame-
nazadas disparan con metralla y sus sirvientes comenzaron a hacer uso de sus
carabinas.

93
Walter Douglas Dollenz

Dos de los cañones de montaña ya no podían funcionar a causa de haber-


se caldeado una de las piezas principales de la retrocarga.
El enemigo había sido detenido en su atrevido avance; pero como a cada
momento llegaban refuerzos, esas baterías –las de los capitanes Ferreira, Keller y
teniente Artigas– corrían inminente peligro de caer en poder de los peruanos.
Pero el jefe de la 1ª División y el coronel Gana, enviaban muy luego al
regimiento 3º de línea en protección de las baterías y en rechazo del enemigo.
Los peruanos se retiraron en confuso desorden hacia el pueblo, persegui-
dos de cerca por los del 3º, que iban haciendo una carnicería espantosa y que
continuaron por el callejón que corre al pie del morro, por el lado del valle, su
marcha victoriosa hasta los suburbios de la ciudad.
El gran drama se acercaba a sus últimas escenas y tenía ahora por teatro
las quebradas e inaccesibles alturas del morro Solar y la población de Cho-
rrillos, cuyas casas se habían convertido en otros tantos castillos fortificados,
teniendo por almenas sus azoteas y por aspilleras sus ventanas por donde aso-
maban los cañones de centenares de rifles.
Reorganizada ya la 1ª División, volvía a la carga, no sin haber sufrido
dolorosas pérdidas, como la del arrojado capitán del 2º, Reyes Campos, que se
había hecho distinguir en todas las batallas desde el principio de la guerra, y
que caía exánime cuando la victoria enviaba ya sus primeros destellos sobre el
glorioso y mutilado estandarte de su regimiento.
El comandante Souper –noble y abnegado corazón que siempre ha latido
con los latidos de este Chile a quien tanto quiere–, bravo y simpático viejo que
no contento con ofrecer en aras de la patria a sus dos hijos, Roberto y Carlos,
capitán primero del Valdivia y alférez el menor de Cazadores, en cuyas filas
ha ganado las nueve cintas tricolores que adornan su pecho varonil, el mismo
se enrolaba, a pesar de sus años y de sus achaques, en las filas del ejército, el
comandante Souper caía con una pierna atravesada por el plomo enemigo.
Confundidos puede decirse en un solo cuerpo los restos de la 1ª División
y llevando a la cabeza al coronel Lynch que montaba su tercer caballo, a Amu-
nátegui a Martínez y a Urrutia, empeñaban el último ataque y trepaban por las
enhiestas lomas de esa fortaleza erizada de cañones y trincheras que se llama
el morro Solar.
Al mismo tiempo los incansables y feroces Zapadores tomaban la falda
de los cerros, tras el 3º de Línea, para flanquear por la izquierda al enemigo. El
Santiago y demás cuerpos de la Brigada Barceló, con su veterano jefe a la cabe-
za, subía dejando a la izquierda la ensenada de Chira por la empinada cuchilla
que dominaban en su parte culminante cañones de grueso calibre y una nume-
rosa columna de infantería peruana. El Coquimbo y el Melipilla, guiados por
el comandante Balmaceda con una gran bandera chilena en la mano izquierda
y por el comandante Pinto Agüero, seguían por las crestas del lado del mar,
dejando su camino sembrado de cadáveres enemigos tras una bárbara carga a
la bayoneta en la que los nuestros no tenían rival.

94
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Las fuerzas peruanas que defendían el fuerte no tenían más salida que la
de un camino que baja para el muelle, y toma después la playa y las escarpadas
pendientes de la costa.
Rodeadas casi por todas partes, comenzaban a ceder replegándose todas,
perseguidas de cerca por los nuestros, al último fuerte, el llamado de Chorri-
llos, y que domina la bahía y la población.
Mientras tanto el tiroteo arreciaba en las calles, casas y suburbios de Cho-
rrillos.
En las alturas, el enemigo cedía el terreno palmo a palmo; pero acosados
por los cuerpos de la Brigada Barceló y restos o grupos de diversos regimientos,
principiaron a desbandarse, y muy luego se declaraban en completa derrota,
huyendo por la única salida que les quedaba, hasta que esta les fue igualmente
interceptada.

Los que defendían el fuerte hacían todavía porfiada resistencia; pero un


cordón de soldados chilenos del Santiago, del Caupolicán, de todos los cuer-
pos, hizo irrupción atacando a la bayoneta las gruesas trincheras y haciendo
flamear pocos minutos antes de las 2 A. M. la bandera vencedora de Chile en
aquellas alturas que, con sobrada razón los peruanos y cuantos las habían vi-
sitado consideraban inexpugnables.
Pero no contaban con el imponderable arrojo de nuestros soldados, en
quienes la sangre fría, el valor a toda prueba, la incontestable superioridad de
nuestros jefes y oficiales que a cada instante daban los más grandes ejemplos
de cuánto son capaces los hijos de Chile cuando se trata de la honra y de la
gloria de su patria, infundía nuevos bríos, dándoles a su vez cohesión y empuje
a sus filas.
Ahora, nada era capaz de disminuir la impetuosidad de los nuestros. Tre-
pan, se aferran en los duros riscos, y aparecen en la cima de los parapetos,
donde la lucha se traba cuerpo a cuerpo, a bayoneta, a culatazos y recibiendo
bombas de mano. Los artilleros querían clavar sus piezas, pero no tienen tiem-
po para ello y caen al pie de sus cañones.
El desorden en el interior es indescriptible; su aspecto tiene algo de una
pesadilla más bien que de la realidad. Es uno de aquellos cuadros que solo en
el infierno del Dante podía encontrar su parecido.
El piso, las plataformas, la cima de los anchos atrincheramientos está cu-
bierta de cuerpos mutilados por los cascos de las granadas que ahí estallaban.
Charcos de negra y cuajada sangre, troncos sin cabeza, miembros dispersos, y
ennegrecidos por la pólvora, un hacinamiento de restos humanos confundidos
con armas destrozadas y fragmentos de bombas, era lo que a cada paso tenía-
mos ante nuestros ojos.
Nuestra artillería había sido terrible para con los empecinados defensores
del fuerte, que lo eran los batallones:

95
Walter Douglas Dollenz

Guardia Peruana Nº 1
Cajamarca Nº 3
Ayacucho Nº 5
Tarma Nº 7
Callao Nº 9
Libres de Trujillo Nº 11
Artillería Volante
Artillería de Campaña
Batería de Chorrillos
Batería del Callao

Sin contar con dispersos de otros cuerpos, como del Huánuco Nº 17, que
fueron a refugiarse en él.
Sus principales jefes y más de 700 soldados cayeron prisioneros en el mo-
mento de la rendición.
Este obstinado combate en los postreros baluartes del morro de Cho-
rrillos, nos hizo dueños de todas las alturas y de la más espléndida de las
victorias. El combate que se había trabado en el pueblo, podía considerarse,
como en efecto lo era, como los últimos estertores de una agonía que se había
prolongado demasiado y que estaba cercana a la muerte; y era más fruto de la
desesperación o de la locura de los peruanos allí refugiados y que se veían per-
didos irremisiblemente, y no del propósito de una resistencia que pudiera tener
siquiera el más remoto viso de ser provechosa o eficaz para las desconcertadas
huestes enemigas.
O quien sabe esos ilusos, confiados en vanas e ilusorias promesas, espera-
ban grandes refuerzos que vinieran en su auxilio.
Algunos cuerpos, los de la 1ª División, que desde el alba habían comba-
tido sin interrupción por espacio de nueve largas y terribles horas, podían al
fin de tantas fatigas, buscar un descanso a la sombra de los árboles y en los
potreros que se extienden a la falda de los cerros hacia el norte.
Mientras tanto el tiroteo seguía en la población, pero ya más débil, más
apagado, con largas interrupciones.
El 3º de Línea que había llegado hasta unas tapias y ruinas de un antiguo
cementerio a la entrada del pueblo, hacía huir bien pronto a algunas fuerzas
peruanas parapetadas tras esas ruinas. El sargento mayor Serrano Montaner,
que recién el día antes había recibido este grado, avanzó con algunos hombres,
para penetrar en la ciudad.
En ese momento, rehechos los peruanos y reforzados, rodean al valiente
jefe, que cae muerto en brazos de sus soldados.
Estos no reconocieron límites, en su furor, y corrieron a vengar la muerte
del mayor Serrano y los capitanes Valenzuela y Riquelme, y teniente Layz, en
las calles de Chorrillos, donde sus enemigos se habían refugiado.
Por todos lados se cercaba a los porfiados vencidos de San Juan y del
morro Solar.

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

General de Brigada Emilio Sotomayor Baeza.

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98
Walter Douglas Dollenz

Chorrillos después de la batalla, el 17 de enero de 1881. Álbum gráfico militar de Chile.


Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

El comandante Holley con unos 300 hombres del Esmeralda, entró al pue-
blo, batiéndose contra los que se defendían desde el interior del cuartel o Es-
cuela de Cabos, y siguiendo por las calles con su ayudante Federico Maturana,
iba desalojando al enemigo de casa en casa, de encrucijada en encrucijada.
El Bulnes hacía igual operación por otro lado, y el regimiento de Zapa-
dores hacía también su entrada para poner término a esa larga lucha, a todo
trance, que se prolongaba demasiado.
No había casa desde donde no se hiciera fuego.
Un nuevo tren artillado llegaba de Miraflores y rompía sus fuegos contra
la artillería que se había situado dando frente a la línea para impedir la llegada
de todo refuerzo enemigo. Estos trenes se sucedieron sin interrupción desde
que nuestras fuerzas obligaron a los peruanos a concentrarse en el morro.
Eran las 3.40 P.M. y aún venían nuevos trenes, más tal vez para proteger
la retirada de algunos fugitivos y dispersos peruanos, que con el objeto de ata-
car. Pero de todos modos seguían molestando a los nuestros.
De orden del general Sotomayor, se abocaron cuatro piezas en dirección
a la estación, protegida por el batallón Navales, mientras la batería del capitán
Ferreira marchaba con sus cañones de montaña a situarse en el fuerte de Cho-
rrillos, a fin de combinar sus fuegos con la artillería del llano contra las fuerzas
enemigas que pudieran venir de Lima, y tomar también posesión del menciona-
do fuerte que había caído en nuestro poder con todos sus cañones y pertrechos.
A esa misma hora la Brigada del coronel Barbosa, con las baterías de
montaña del capitán Keller y del teniente Artigas, se ponía en marcha redobla-
da con el propósito de cortar la retirada al enemigo que se batía en el pueblo y
formarle así un cordón infranqueable de fuego.
Las cuatro piezas de artillería enviadas por el general Sotomayor, y man-
dadas por los alféreces Armstrong y Benzán, conjuntamente con una de las
baterías de campaña, la del capitán Flores, hacían retroceder precipitadamente
hacia Lima al tren artillado, que disparaba sus cañones y sus rifles sobre los
nuestros.
Una de las granadas enviadas por el capitán Flores, caía casi en la trompa
de la locomotora. Puede decirse sin la menor exageración, que nuestros arti-
lleros, que dieron pruebas espléndidas de valor y serenidad durante toda la
jornada del 13, ponían los proyectiles donde ponían la vista; no podía exigirse
mayor precisión.
No quedaba ya del poderoso ejército organizado por Piérola si no unos
cuantos hombres que continuaban disparando desde el interior de las casas.
Pero ese número fue disminuyendo paulatinamente, y a las 5 P. M. apenas
se oía uno que otro tiro aislado que se confundía con el estruendo de las pare-
des que se desplomaban y el chisporroteo de las llamas de un voraz incendio
que a cada minuto tomaba mayor incremento.
En cuanto al dictador Piérola, que por los prisioneros tomados en el fuerte
de Chorrillos se supo que había estado con su secretario García y García hasta

99
Walter Douglas Dollenz

Vista panorámica del campo de batalla de San Juan.

los últimos momentos del combate, se ignoraba su suerte. Sin embargo, en la


noche supimos que había huido a Miraflores, bajando a todo escape por el ca-
mino que conduce del morro al malecón, y tomando enseguida por la rampla
o escalinata de los baños, se había descolgado a la playa, debiendo el no caer
en manos de nuestros soldados a la bondad de su caballo y lo precipitado de
su fuga.
Fuerzas del Esmeralda, Bulnes y Zapadores, entraron también al pueblo
y grupos de soldados de los otros cuerpos persiguiendo a sus enemigos que no
cesaban de hacer fuego en retirada, envalentonados tal vez por la idea de que
en la ciudad, como efectivamente sucedía, encontraran algunas fuerzas.
Viendo nuestros soldados que los enemigos no se rendían y ocultos tras
las ventanas hacían bajas en sus compañeros, quisieron echar abajo la puerta
de una casa de altos situada en la avenida principal y dando frente a la primera
calle por donde se entraba al pueblo por el lado sur.
Se adelantó un soldado, y al empujar la puerta estalló un torpedo colo-
cado en la chapa y que arrojó exánime al soldado sobre la escalinata. Esto
exasperó a los demás y prendieron fuego a la casa por sus cuatro costados y
ya no dieron cuartel.
Como en esa casa, en muchas otras había también torpedos en las ce-
rraduras de las puertas de calle, lo que causó la muerte de varios soldados
chilenos. Los peruanos no habían omitido ningún medio, ninguna celada, por

100
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

infame que fuera; habían echado mano de todos los recursos, aún los más ve-
dados, de todas las astucias para concluir con nuestros soldados.
Pero todo ello solo sirvió para acelerar su ruina; pues, exasperados los
chilenos, prendieron fuego a la ciudad, escapando solo uno que otro edificio,
entre ellos los de los ministros o cónsules brasileño y alemán.
El cuadro que en esas horas aciagas para el Perú presentaba la hasta en-
tonces pintoresca Chorrillos, no podía ser más aterrador. El fuego de rifle por
un lado, y por el otro el fuego del incendio que cubría el espacio con negras
columnas de humo y colosales llamas que subían hasta el cielo.
La Brigada Barbosa, mientras tenían lugar en Chorrillos estas escenas,
en justa represalia, llegaba hasta Barranco, que muy luego era otra inmensa
hoguera, y establecía sus avanzadas.
Con excepción del Esmeralda, que tomó por cuartel la Escuela de Cabos,
y el Bulnes, que se alojó en el mercado, los demás cuerpos se acamparon fuera
de ella. La Brigada Amunátegui en el morro Solar, la reserva entre Barrancos y
Chorrillos, la artillería cerca de la estación.
Desde el fuerte de Chorrillos, adonde nos dirigimos a las oraciones con el
coronel Amunátegui, se dominaba el terrible y grandioso cuadro que ofrecía la
población de Chorrillos en llamas, y allá a lo lejos el de Barranco.
Hasta ese momento no teníamos idea de lo inmenso del desastre de los
peruanos, ni de la victoria espléndida del 13 de enero.
Aguardábamos con anhelo que vinieran los primeros albores del día si-
guiente, escuchando a los valientes del 4º de Línea, del Chacabuco y del Co-
quimbo los infinitos hechos de la inmortal jornada.
Y rodeados de cadáveres enemigos, oyendo zumbar el viento que soplaba
con violencia en aquellas alturas, iluminados por los resplandores del incendio
que nos enviaba sus acres olores, recorríamos con la imaginación calenturien-
ta, después de un día entero de las más encontradas impresiones, los mil y
un episodios de la batalla, que en confuso torbellino se agolpaban en nuestra
mente.
La gran victoria del 13 de enero estaba consumada; el ejército chileno
se había cubierto de gloria en esta inmortal jornada que tan alto colocaba la
bandera de nuestra patria.
Como los hechos se habían desarrollado con tanta rapidez, como no era
posible abarcar en todos sus detalles los infinitos episodios que a cada momen-
to tenían lugar, y como para no interrumpir el hilo de nuestra narración hemos
pasado por alto numerosos incidentes, volvamos por un momento atrás mien-
tras nuestras fatigadas y victoriosas tropas descansan de sus fatigas o toman
algún alimento después de 24 horas de forzada abstinencia.
Tomadas ya las posiciones enemigas del lado de San Juan, el señor Ge-
neral en Jefe avanzó por entre los regimientos de la reserva y de las divisiones
Sotomayor y Lagos, que lo vitoreaban a su paso, y fue a situarse con su Estado
Mayor en una pequeña eminencia de terreno desde donde podía dominar la
situación y dirigir el combate.

101
Walter Douglas Dollenz

La artillería del morro hacía un nutrido fuego sobre la nuestra que adelan-
taba a tomar posiciones convenientes y que luego contestaba con sus certeros
disparos. Las granadas peruanas pasaban zumbando por sobre nuestras cabezas
o estallaban a poca distancia, pero sin causar serios daños en nuestras filas.
Una de ellas cayó a 20 pasos del General en Jefe produciendo un incendio,
que se propagó con rapidez en dirección a las casas de San Juan.
Y no fue este el único proyectil que vino a caer o pasó cerca del general
Baquedano. La lluvia de plomo era compacta en todas direcciones, sin contar
con que a más de las balas que surcaban el espacio, brotaban puede decirse, del
suelo las bombas automáticas que desparramaban, en medio de un torbellino
de humo, tierra y piedras, los numerosos segmentos que contenían.
Recuerdo que cuando el General enviaba al coronel Valdivieso con orden
de hacer avanzar la reserva en protección del ala derecha de la División Lynch
y unir la línea entre esta y la Brigada Gana, una de las muchas balas de rifles
le pasó rozando de flanco el pecho y rasmilló el muslo derecho del capitán
Juvenal Calderón que se encontraba a su lado, al mando de la escolta y junto
con el señor Altamirano.
Las bombas explosivas pusieron más de una vez en peligro la vida del General,
la del señor Ministro de la Guerra y de los principales jefes del ejército chileno.
El general Sotomayor se encontraba en la falda de un cerro a treinta pa-
sos a la izquierda del grupo formado por el Cuartel General y Estado Mayor,
haciendo avanzar las baterías Keller y Ferreira, cuando de improviso se siente
una fuerte explosión y una nube de humo, tierra y piedras, envuelve al jefe de
la segunda División.
Se le creyó muerto o herido. Disipado el humo, se vio al General que se
levantaba del suelo. Felizmente nada había sufrido, y la traidora mina solo le
inutilizó el caballo. Tomó otro caballo que halló a la mano, y marchó a ponerse
al frente de su División.
Algo parecido ocurrió al señor Ministro de la Guerra y al Estado Mayor
de la 1ª División.
Avanzaba el señor Ministro con sus ayudantes hacia la izquierda nuestra,
cuando estalló otra bomba envolviéndolo en su explosión; pero por fortuna
sin ocasionarle ningún daño. El señor Vergara que durante el combate demos-
tró un valor a toda prueba, corrió muy serios peligros, pues el enemigo parece
que tenía tiradores especiales para los jefes y oficiales chilenos, sobre quienes
caía continuamente una granizada de balas.
El Estado Mayor de la 1ª División anduvo igualmente feliz, porque la
mina que estalló a sus plantas solo inutilizó el caballo que montaba el coronel
Lynch y mató el del coronel Toro Herrera, hermoso corcel de batalla, obsequio
de su señor padre.
Innumerables son los casos análogos a los anteriores, aunque no todos
con la misma suerte, pues muchas de las bombas y minas nos hicieron nume-
rosas bajas de oficiales y soldados.

102
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Cuando el General en Jefe recorría las trincheras tomadas por el Buin, Es-
meralda y Chillán, trincheras en que los cadáveres de los peruanos estaban uno
al lado del otro casi sin interrupción, nos llamó la atención un grupo formado
por un soldado del Buin y dos peruanos del número 67. El cuerpo del soldado
del Buin estaba doblado hacia atrás, con una ancha herida en el pecho. Su rifle
quebrado en la garganta y con la bayoneta encorvada parecía que acababa de
desprenderse de sus crispadas manos. A sus pies yacían los cadáveres de los dos
peruanos, uno de ellos con el cráneo destrozado y el otro con una profunda
herida en la garganta.
El drama de que fueron actores esos tres hombres debió ser terrible. Al
asaltar la trinchera, el soldado del Buin recibió la herida que más tarde le cau-
só la muerte; pero seguramente tuvo tiempo en las ansias de su agonía para
ultimar a sus dos enemigos, rompiendo su rifle en la cabeza de uno de ellos y
degollando salvajemente al otro.
En los momentos en que recorríamos aquella larga hilera de cadáveres,
muestra palpable del arrojo de nuestros soldados, que allí hicieron más uso de
sus bayonetas y culatas de sus rifles que de las cápsulas Comblain o Grass, y
que estaban en la proporción de diez por cada uno de los nuestros, se acercó el
mayor Jarpa conduciendo prisioneros al coronel Fabián Mariño y al sargento
mayor J. Vicente Villarán, ambos del Estado Mayor peruano.
Proseguimos la marcha en dirección a las casas de San Juan por el mismo
camino que había tomado la División Sotomayor.
Al dar vuelta por la falda de un morro elevado y donde ya flameaba una
bandera chilena sobre los cañones peruanos, encontramos bajo una ruca im-
provisada al capitán ayudante del Buin J. Ramón Rivera, gravemente herido un
poco más abajo del hombro izquierdo, asistido por dos soldados de su cuerpo.
El general Baquedano, que había tenido ocasión de conocer en la expedi-
ción a Moquegua y batalla de Los Ángeles al bravo capitán que se había hecho
distinguir en aquellas jornadas inolvidables, se acercó a él y después de feli-
citarlo a nombre de Chile y al suyo propio, agregó: «Siento infinito su herida
capitán, y espero que pronto sanará».
Y le estrechó la mano.
Esto no es nada mi General, contestó incorporándose el valiente Rivera.
Qué importa la vida si podemos dar glorias a nuestra querida patria…
Y estas palabras nacían de lo íntimo del alma, del más acendrado patriotis-
mo. Y yo me pregunto. ¿Cómo no vencer con hombres de este temple? ¿Cómo
no vencer con hombres que al borde de la tumba solo piensan en su patria y han
hecho desde un principio abnegación completa de su vida y de su sangre en aras
de esa misma patria recuerdo y adoración de todos sus momentos?
A corta distancia del capitán Rivera y en una pequeña carpa levantada en
el fondo de un pozo y junto a la trinchera a que con tanto empuje había asal-
tado el Buin, vimos al capitán Donoso, que había caído herido en aquel mismo
sitio y que ya había recibido su primera curación.

103
Walter Douglas Dollenz

Preguntamos a los soldados que lo cuidaban si sabían quién había puesto


la bandera chilena que ondeaba en el morro del lado, y nos respondieron que
había sido el cabo Lizama de la 1ª compañía del 2º Batallón, lo que nos fue
corroborado por varios otros soldados del Buin que encontramos a nuestro
paso.
Después hemos sabido que el sargento Rebolledo había llevado a cabo
igual hazaña, plantando nuestra bandera en la cima de un morro al grito de
¡Viva Chile!
Como no puede haber duda de que el sargento Rebolledo ejecutó su te-
meraria acción cuando, a nombre del señor Ministro de la Guerra, el sargento
mayor Alberto Stuven, ofreció el grado de capitán al primero que clavara ahí
la bandera de Chile, es indudable que son dos los bravos del Buin que acome-
tieron esa empresa.
Y cuántos otros como ellos no habrá en los demás cuerpos, cuyos nom-
bres quedarán ignorados y confundidos con los de esos héroes que alguien ha
llamado anónimos…
Cuando llegamos a las casas de San Juan, el regimiento Zapadores se
encontraba ya en ese lugar, habiendo pasado adelante la 1ª Brigada de la 2ª Di-
visión. El interior de la iglesia, desde donde los peruanos habían hecho fuego,
era un montón de cadáveres y rifles ensangrentados.
A poco andar, el General en Jefe encontró al coronel Gana, y tendiéndole
la mano le dijo con voz conmovida: «Lo felicito coronel, a usted y su Brigada.
Han cumplido con su deber». El señor Vergara, que venía un poco más atrás,
abrazó con efusión al coronel, diciéndole: Lo felicito como amigo y como mi-
nistro.
Felicitaciones análogas recibían los demás jefes que encontrábamos.
Una vez que el General encontró una situación conveniente para dirigir la
batalla, que se creía en esos momentos tocaba a su fin, se bajó de su caballo.
El fuego era más lento y solo de cuando en cuando se oían tronar los ca-
ñones del fuerte que teníamos a nuestra izquierda.
Los señores Vergara, Altamirano y Godoy, acompañados de los ayudantes
del señor Ministro, se dirigieron entonces adonde estaba la primera División.
Pero poco antes de llegar, estalló un polvorazo que envolvió a todo el grupo,
sin causar por fortuna desgracia ninguna, y el fuego recomenzó con nueva
furia.
Ya la 2ª División con su jefe a la cabeza había estrechado la distancia que
por el lado del valle la separaba del enemigo, cuando un ayudante del coronel
Lynch llegó a todo escape pidiendo refuerzos y anunciando que se habían ago-
tado las municiones de la artillería, que escaseaban las de la infantería y que el
enemigo en considerable número, amenazaba por un flanco a la División y se
hacía fuerte en la cumbre alta del morro Solar.
Inmediatamente la 3ª División apresuró su marcha, destacándose la Bri-
gada Barceló para tomar oblicuamente a los peruanos; el General mandó al

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

coronel Arístides Martínez que avanzara con la reserva, e impartió las órde-
nes convenientes para que se enviaran a toda prisa municiones a la División
Lynch.
Acompañado del capellán señor Fontecilla nos fuimos con el Valparaíso,
que apenas había recobrado alientos y seguía cuan ligero le era posible a apo-
yar a sus hermanos de la 1ª División. Los oficiales animaban a sus soldados, y
estos se animaban entre sí diciéndose: Vamos niños, a ayudar a nuestros her-
manitos. Y marchaban al trote por potreros y pajonales, devolviéndoles el vi-
gor y la agilidad la sola idea de que sus «hermanitos» se hallaban en peligro.
De un pajonal que dejábamos por la izquierda salieron algunos balazos.
Los proyectiles pasaron silbando por la cabeza del capellán Fontecilla, quien
sin inmutarse, me dijo: A nosotros no nos alcanzan las balas; necesitamos con-
solar a los heridos, y auxiliar a los que van a morir…
Y en efecto, este digno ministro de Jesucristo consolaba a su paso a los
heridos y daba la última bendición de la iglesia a los que exhalaban su postrer
suspiro, sin cuidarse de las balas ni de los peligros que corría.
Y sus compañeros de ministerio, el capellán Vivanco, el padre Labra, los
presbíteros Eduardo Fabres, Luis Montes Solar, Javier Valdés Carrera, Marco
A. Herrera, reverendo padre Pacheco (no sé si se me escapa algún nombre),
todos desempeñaban su santa misión de una manera ejemplar y en lo más recio
y crudo de la refriega, exhortando a los soldados a cumplir con su deber como
chilenos y como cristianos y bendiciendo sus armas.
Pero algunos soldados del Valparaíso que habían sentido los disparos y
visto algunos bultos en el pajonal, lo rodearon como por encanto e hicieron
tabla rasa en él en menos tiempo del que gasto para decirlo.
Con el capellán Fontecilla y el comandante Arístides Martínez nos ha-
bíamos adelantado algún trecho a la reserva buscando un paso por entre las
tapias y canales. Dejamos al jefe de la reserva al lado de un boquerón que daba
salida a los lomajes del lado del mar y seguimos por el faldeo de aquellos a
juntarnos con los cuerpos de la Brigada Barceló, que ya empezaban a trepar las
empinadas crestas de los cerros.
El Caupolicán tomaba en esos instantes un corto descanso para organizar
su línea y muy luego emprendía también la ascensión con sus jefes al frente,
entre ellos el bravo Dardignac que poco tiempo antes había sido nombrado 2º
jefe del Caupolicán.
El Bulnes y Valdivia iban adelante.
Dejando a los cuerpos de la Brigada Barceló, cuando ya el Santiago ha-
cía flamear su estandarte en la cima del primer contrafuerte del morro que
teníamos a nuestra derecha, descendimos hacia la playa bordeando el cerro
por donde habían hecho su increíble y penosa ascensión el Coquimbo y el
Melipilla.
En la playa encontramos al comandante Soto, del Coquimbo, que era con-
ducido en una camilla improvisada con rifles, gravemente herido más abajo del

105
Walter Douglas Dollenz

hombro. Entre medio de un montón de rocas, guareciéndose del sol estaban los
subtenientes del Melipilla, Daniel Portales y Federico Valdivieso, aguardando
que llegara algún ambulante a hacerles la primera curación.
El señor Fontecilla se bajó de su caballo y dirigiéndoles algunas palabras
de consuelo, les dio a beber agua con cognac que llevaba con este objeto.
Luego vimos desde una altura que un bote de la escuadra atracaba a la
playa, y más tarde supimos que en él venían cirujanos y socorros para los
heridos, enviados por el Almirante Riveros, gracias a los cuales no perecieron
aquellos valientes, pues las ambulancias no llegaron por ese lado.
Este no es un reproche al personal del servicio sanitario, pues individual-
mente cada cual hizo cuanto estuvo a su alcance por atender los heridos, aun
exponiendo su vida, y la línea de batalla era muy extensa además; pero por su
misma organización, este servicio dejó mucho que desear.
Como este asunto del servicio sanitario encierra, a nuestro juicio, una
cuestión muy seria y de gran importancia para nuestro ejército, nos propone-
mos ocuparnos de él por separado y con alguna extensión.
Continuando nuestra excursión a través de los cerros y fuertes que habían
servido de escenario a tan sangriento drama, y que estaban cubiertos de rifles,
cañones, cajas de guerra y prendas de vestuario, descendiendo y ascendiendo,
llegamos al fin al callejón que conduce al pueblo, y que estaba sembrado de
cadáveres de los enemigos, que se habían parapetado detrás de la larga y ancha
tapia que corre en toda la extensión del mencionado camino.
Ya los cuerpos de la 1ª División comenzaban a reunirse cerca del cemen-
terio y en los potreros vecinos, mientras en la población continuaba recio el
tiroteo.
A nuestro paso para la ciudad encontramos al mayor Avelino Villagrán,
del Colchagua, herido en una mano, y tuvimos el sentimiento de saber la muer-
te del sargento mayor del 3º, Serrano Montaner, y otros dignos oficiales de ese
esforzado regimiento.
Por el mayor Villagrán supimos la muerte del intrépido capitán Juan D.
Reyte, del teniente Manuel Carrasco y del subteniente Genaro Molina, que
habían caído como valientes asaltando las trincheras enemigas, y que habían
salido heridos los capitanes Gajardo y Pumarino y varios otros oficiales del
Colchagua, entre otros los subtenientes Palacios, Gómez y Villarreal.
A las 2.30 P. M. entramos a Chorrillos, donde ya estaban los coroneles
Lynch y Urrutia, el comandante Martínez y el comandante Baldomero Dublé,
Jefe del Estado Mayor de la División Sotomayor, con sus ayudantes.
Los peruanos atrincherados en las casas, disparaban sobre nuestros solda-
dos. En una de estas, situada en la calle principal al lado del rancho del general
Pezet, se había hecho fuerte un buen número de enemigos que hacía fuego
contra todo el que pasaba o estaba al alcance de sus rifles. Al frente de la casa
yacían varios cadáveres; era una fortaleza inexpugnable, no podía pasarse por
ahí sin caer bajo el plomo de los que en ella se ocultaban.

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Oficiales chilenos sobre sus cabalgaduras observan los cadáveres de soldados peruanos muertos
luego de la Batalla de Chorrillos o de San Juan el 13 de enero de 1881.

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
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Walter Douglas Dollenz

Chorrillos después de la batalla, el 17 de enero de 1881. Álbum gráfico militar de Chile.


Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

El comandante Dublé se adelantó entonces con el teniente García Valdi-


vieso, el joven oficial que con tanto brillo peleó en San Francisco al lado del
comandante Salvo, y un oficial peruano que llevaba la misión de hacer ver
a sus compañeros lo inútil de su resistencia, y que era más prudente que se
rindieran, tanto más cuando los prisioneros eran tratados con toda conside-
ración.
Aún el oficial peruano no había concluido sus últimas palabras, cuando
del interior se hizo una descarga cerrada, cayendo muerto aquel infeliz que
voluntariamente se había ofrecido a salvar a sus hermanos haciéndoles notar
lo descabellado de su loca empresa.
El comandante Dublé fue al mismo tiempo herido en una pierna, y poco
después lo era el teniente García Valdivieso.
Entonces se atacó la casa por todos lados y se le prendió fuego. Pero
el material del edificio no se prestaba a la propagación del incendio, y solo
después de muchas tentativas se consiguió que la casa ardiera por sus cuatro
costados. Los que no habían tenido reparo en asesinar a mansalva a uno de los
suyos, perecieron dentro de esa hoguera, sirviendo sus cuerpos de combustible
a las llamas.
De entre los que en dicha casa hacían fuego, se notó a uno que llevaba en
la cabeza una gorra como las que usan los marinos, y en lugar de escudo una
placa encarnada.
Probablemente pertenecía a una legión de poco más de 200 hombres que
usaba una gorra igual y en la placa roja, de forma cuadrada, más larga que
ancha, el nombre «Garibaldi» en letras bordadas de oro. De esta legión, com-
puesta en su generalidad de italianos, según nuestros informes, sucumbió un
buen número con las armas en la mano.
Alguien dijo que pertenecían a la compañía de bomberos italianos de
Chorrillos; pero esto no es exacto porque la bomba de Chorrillos se llamaba
«Pompa Italia» y la de Lima «Pompa Roma».
Eran simplemente extranjeros que habían tomado las armas, sea en ser-
vicio del Perú, sea en defensa de sus intereses radicados en aquel suelo, o bien
obligados a ello por las autoridades peruanas.
Y aquí es del caso observar que mientras el Perú se servía de extranjeros
de diversas nacionalidades para sus obras de defensa, para sus minas, para
la fundición de sus cañones, para la dirección y construcción de sus fortifi-
caciones, y que tenía en las filas de su ejército de combate a gran número de
individuos nacidos fuera del territorio peruano; que mientras el Perú echaba
mano de gente extranjera o mercenaria, Chile lo debe todo al esfuerzo, a la
abnegación, al patriotismo, al valor indomable de sus hijos.
Con los dedos de la mano se cuenta el número de los pocos extranjeros
que por amor a este suelo de Chile, donde han encontrado un hogar y una fa-
milia, o movidos por la justicia de nuestra causa, han solicitado un puesto en
nuestro ejército. Ellos son:

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Walter Douglas Dollenz

El comandante Hilario Bouquet.


El capitán Otto von Moltke, muerto en Chorrillos.
El capitán Mac Cutcheon.
El teniente Sullwan.
El subteniente Eduardo Wenzive.
Y no sé que haya ningún otro.

En la tarde de esa memorable jornada, cuando nuestro ejército ya vic-


torioso acampaba a los alrededores de Chorrillos o en las mismas posiciones
enemigas, nos dirigimos al campamento de la Brigada Amunátegui.
Conversando con oficiales y soldados del regimiento 4º de Línea, oímos
de boca de testigos presenciales algunos episodios de la batalla.
En lo más crítico de la refriega y en momentos en que el enemigo hacía
un movimiento de avance sobre un puñado de soldados, se ordenó la retirada
hacia el resto de la División. Un soldado del 4º, que con la mayor sangre fría
seguía disparando, recibió igualmente la orden de retirarse.
Un soldado del 4º no se retira, dijo, ¡muere!
Y casi al mismo instante caía muerto sin abandonar su rifle.
Otro soldado de apellido Espíndola, que fue gravemente herido en el pie
al asaltar la segunda trinchera, se había sentado junto al cadáver de un soldado
peruano y le registraba su cartuchera para sacarle las cápsulas.
Interrogado sobre lo que hacía, contestó con toda flema -¿Qué quiere que
haga, si me han herido, como voy a estar de ocioso?
Pero la epopeya del estandarte del regimiento es algo grande.
Llevaba el antiguo estandarte que victorioso tremoló en Arica el subte-
niente Miguel Bravo, que en Tacna peleó en las filas del regimiento Esmeralda.
Las balas se cruzaban como el granizo impelido por recio vendaval, y la glo-
riosa insignia había sido ya atravesada por cinco balazos. Bravo seguía orgu-
lloso con su regimiento, cuando caía herido en la pierna, siéndole imposible
continuar adelante.
Tomó entonces la bandera el cabo Cirilo Jara, y luego caía también, en-
tregándola al sargento Ortiz, a quien parecía respetaban las balas. El teniente
López se apodera del precioso jirón y lo entrega al subteniente Manuel Osval-
do Prieto, que a los pocos pasos es gravemente herido.
El capitán Ibáñez lo recibe, y a su vez es víctima del plomo enemigo y
muere a la sombra de su bandera.
Sucesivamente pasó por las manos de varios otros soldados de la escolta
y por último el sargento Ortiz lo llevó hasta el fin de la batalla.

Mucho más tendría que agregar sobre la batalla de Chorrillos, para la


mí la más grande y mejor dirigida que haya tenido lugar en la América del
Sur, pero dejo a plumas más hábiles y a la altura de la grandeza de la inmortal
jornada del 13 de enero, la tarea de darle amplitud y desarrollo y me limito a

110
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

repetir el grito con que nuestros valientes rompían el fuego, coronaban las al-
turas o clavaban en la cima de los parapetos enemigos la bandera de la patria.
¡Viva Chile!

Después de la batalla

Apenas las indecisas vislumbres de la nueva aurora rasgaban el plomizo y


opaco manto de neblina que cubría el horizonte y las primeras claridades del
día 14 permitían distinguir los objetos, nos dirigimos a recorrer el morro en
compañía del comandante Pinto Agüero y del capitán Ferreira que estaban de
guarnición en el fuerte.
Todo el piso, todas las entradas e inmediaciones de las trincheras esta-
ban sembradas de bombas automáticas, cuyos delgados estopines sobresalían
como una cerilla de la superficie del suelo, prontas a hacer estallar el picrato
de potasa a la más ligera presión. Para evitar desgracias se habían apostado
centinelas en los puntos más peligrosos, a fin de que los soldados no pasaran
por esos parajes y cometieran alguna imprudencia.
Como ya lo he dicho, todas las cimas y quebradas de esa inmensa mole
de granito estaba tapizada de cadáveres enemigos y algunos nuestros, de rifles
Peabody o Remington, de cañones y ametralladoras de distintos calibres y sis-
temas, de prendas de equipo, de toda clase de arreos militares y pertrechos de
guerra. La confusión en los momentos de la derrota debió ser inmensa entre los
peruanos y grande su pánico, pues arrojaron sus armas como si les quemaran
las manos y ni siquiera pensaron en clavar sus piezas de artillería o inutilizar
sus mortíferas ametralladoras.
Debieron huir despavoridos, desalentados ante el tremendo golpe dado a su
soberbia, presas de un vértigo espantoso ante el insondable abismo que por su
insensatez habían ellos mismos abierto a sus pies, y como si una espada flamíge-
ra cayera iracunda sobre sus cabezas para castigar su presuntuosa vanidad, sus
infamias, sus envidias, sus criminales y negras maquinaciones contra Chile.
El morro Solar, por su configuración, sus escarpas, sus quebradas y desfi-
laderos, tiene mucho del célebre morro de Arica. Cortado a pique por el lado
del mar, donde presenta profundas grietas y rocas que azotan furiosas las olas,
se extiende, como el de Arica, hacia el S.S.E. defendiendo la bahía de Chorrillos
por ese costado.
A sus faldas nace la planicie en que antes se levantaran los suntuosos ran-
chos que componían la renombrada villa de Chorrillos, el edén de los encantos,
y dulces misterios en que las lánguidas y muelles hijas del Rímac pasaban los
calores del estío, mecidas en blandas hamacas o recostadas en ricos y sedosos
divanes, o entregando sus delicados y mórbidos cuerpos a las azuladas ondas
del mar que jugueteaban con sus perfumadas cabelleras.
El cerro que como un centinela custodiaba por el S.O. tanta belleza y
tanta molicie, habíase convertido en una ciudadela erizada de cañones para

111
Walter Douglas Dollenz

defender aquella joya tan preciada de los magnates limeños contra los solda-
dos chilenos.
Las lujosas moradas, asilo en que se cobijaban soñadoras y voluptuosas
hadas, y se desarrollaban romancescas leyendas y tiernos idilios de amor, o las
negras tragedias de los juegos de azar, se habían transformado en castillos que
ocultaban dentro de sus murallas a extraviados e insensatos caudillos que no
hacían sino precipitar la ruina y la destrucción de aquella Capua del Pacífico.
En nuestra excursión alcanzamos hasta la cumbre que más se avanza al
S.E. y que no es otra cosa que un elevado y sólido contrafuerte, coronado por
una batería de cañones. En cierta manera viene a ser algo como el fuerte Ciu-
dadela de Arica, pero más escarpado.
Por una de sus empinadas faldas sube un camino o cuesta formando án-
gulos; pero inaccesible para un asalto por estar dominado por dos cañones y
dos ametralladoras prontas a vomitar el plomo y la muerte contra los audaces
que por allí se aventurasen. Sin embargo, el Valparaíso se trepó impávido.
Es imposible, recorriendo esas terribles crestas y quebradas, darse cuen-
ta de cómo nuestro ejército ha podido dominarlas y ahuyentar aterrorizados
a sus defensores. La imaginación, por más esfuerzos que haga, no alcanza a
vislumbrar el valor inquebrantable, la abnegación sin límites, los esfuerzos he-
roicos desplegados por nuestro denodado y patriótico ejército.
Y a medida que visitábamos aquellos sitios, mudos testigos de tan grandes
episodios, pasada ya la fiebre del combate y vuelta la calma a los ánimos, nues-
tra admiración crecía, y desde el fondo de nuestro corazón dábamos gracias al
Dios de las batallas que había hecho resplandecer el derecho y la justicia, y a
los hombres que sin distinción de clases ni edades, habían hecho brillar tan alto
la refulgente estrella de Chile.
Y no sabíamos que admirar más, si la serena y apacible tranquilidad de
los que sobrevivían, o la santidad del sacrificio de los que habían sucumbido
como buenos en la lid.
De regreso de nuestra excursión, y cuando el sol enviaba sus ardientes
rayos sobre aquel campo de desolación y de muerte, los soldados preparaban
su desayuno o se entretenían en la caza de prisioneros, sin hacer el menor
daño a aquellos desgraciados. Por el contrario, compartían con ellos su escaso
alimento.
Como siempre, valientes e implacables durante el furor del combate, ge-
nerosos y compasivos con los caídos y vencidos.
Ya tenían reunidos más de 150 soldados peruanos que habían sacado
de las sinuosidades rocosas de la playa, sin llevar siquiera una bayoneta para
traerlos. Tal vez habrían creído indigno de ellos tomar sus rifles para esa ta-
rea.
Entre los prisioneros recogidos se encontraban algunos oficiales como el
capitán Luis Herrera y teniente Fabricio Elles de la guardia peruana, y Manuel
Céspedes del batallón Tarma número 7.

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Cazadores a caballo, Chorrillos, 1881.

113
Walter Douglas Dollenz

Todos ellos fueron enviados a juntarse con sus compañeros que estaban
provisionalmente alojados en el espacioso edificio de la Escuela de Cabos.
Y aquí quiero consignar un incidente que no quiero calificar.
En la tarde del 13, un oficial y unos cuantos soldados del regimiento San-
tiago conducían a los prisioneros tomados en el fuerte de Chorrillos, a cuya
cabeza mandaban entre otros jefes y oficiales el coronel Carlos Piérola, el co-
mandante Juan Fajardo, el mayor Antonio Bernales y los oficiales Eduardo
Grellaud, Alberto Panizo, Ballena, y tantos otros.
Al pasar frente a los coroneles Lynch y Urrutia, comandantes Dublé y Bas-
cuñán y algunos oficiales chilenos que se habían sentado cerca del cuerpo de
guardia que mandaba el subteniente Eduardo Wenzive, los soldados peruanos,
espontáneamente, sin que ninguno de los nuestros les hiciera la menor insinua-
ción, prorrumpieron en vivas a Chile.
De este hecho, que para alguien pudiera parecer inverosímil, fuimos testi-
gos con los jefes antes nombrados.
Poco después de que el coronel Amunátegui envió los prisioneros toma-
dos en la mañana, recibió orden de ponerse en marcha con su Brigada para
acamparse en el camino de Chorrillos a Lima, orden que puso en ejecución tan
pronto como la tropa se hubo desayunado.
Descendimos el ancho camino que serpentea a la falda del morro por el
lado de la población, y que con la cuesta artillada de que hemos hecho men-
ción, son los únicos puntos por donde puede subirse a la cumbre.
Por este camino habían subido los peruanos las pesadas piezas de arti-
llería que defendían sus posiciones, no alcanzando a hacer lo mismo con un
inmenso cañón de a 500, que había quedado en la plazoleta cerca del muelle y
la cureña a la subida del cerro. El acarreo de aquellas máquinas debió costarles
esfuerzos sobrehumanos.
La brigada Amunátegui, atravesando una parte de la población, siguió su
marcha por el camino del ferrocarril de Chorrillos a Lima que corre paralelo
con la vía carretera y fue a acamparse con la otra Brigada de la División en
unos potreros de la izquierda a pocas cuadras de Barranco. Los demás cuerpos
del ejército chileno habían levantado sus campamentos a derecha e izquierda
del citado camino, encontrándose más avanzada la División Lagos y a nuestra
derecha la División Sotomayor.
Parte de la artillería estaba en la estación, parte con las divisiones respec-
tivas y algunas secciones en los fuertes, como la batería Ferreira en el morro.
Detengámonos por algunos momentos en la población de Chorrillos. El
incendio continuaba en su obra de destrucción, propagándose de casa en casa,
de calle en calle.
No hace muchos años, Chorrillos no era sino una miserable caleta de pes-
cadores, contando apenas con unas pocas y miserables cabañas diseminadas en
las faldas de los cerros. Allí acudían en la estación de verano algunas familias
de Lima, atraídas por las limpias y tranquilas aguas de la ensenada.

114
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Poco a poco el pobre lugarejo, fue haciéndose de moda y comenzaron a


construirse algunas casas. En esa época vino aquella lluvia de oro, producida
por el guano de las Chinchas y los empréstitos de millones de millones. Como
por encanto, levantáronse hermosos edificios adornados con estatuas, verjas y
jardines y de todos los estilos arquitectónicos, a los que se le dio el nombre de
Ranchos. Arranque de fatuidad, nacido de aquel torrente de oro que a todos
cegaba.
En pocos años Chorrillos fue el punto obligado de reunión de las familias
opulentas del Perú. Todos tenían o querían poseer un rancho más lujoso que el
vecino; y la miserable aldea de pescadores se convirtió en un lugar de placeres,
donde dominaban como señores absolutos la moda, el fausto, la ostentación.
Dos magníficos boulevares corrían paralelos de la estación al mar, bordea-
dos de árboles y ostentando en ambas aceras edificios más o menos recargados
de adornos, más o menos pretensiosos; pero sin la elegancia sin la esbeltez de
las preciosas quintas de Viña del Mar.
Fuera de esas dos avenidas, las demás calles de Chorrillos son angostas y
tortuosas, y como todas las de las ciudades del Perú que hemos visitado, polvo-
rosas y desaseadas, luciendo en cada esquina, en lugar de la escuela o el taller,
la pulpería o la fonda ahumada y sucia de los chinos.
La plaza, aunque pequeña, es bonita y tiene hermosos jardines.
A orillas del mar se levanta un extenso malecón, construido si no nos
equivocamos, durante la administración Balta, adornado con un kiosko, se
baja a los baños por una rampa muy pendiente de madera cubierta por un
techo del mismo material.
El conjunto de Chorrillos no es ni con mucho tan pintoresco como el del
Versalles chileno. Allá domina un lujo pesado, sin gusto, sin elegancia.
Entramos a una de las más renombradas casas, el rancho del General
Pezet, que por su parte exterior es casi igual a las dos o tres casas quintas cons-
truidas hace poco en la calle de la catedral, como una cuadra al Poniente de la
acequia de Negrete.
En el interior se había acumulado cuanto puede hacer las delicias de un
sibarita; pero en medio de ese esplendor se notaba que algo faltaba y ese algo
eran los refinamientos del arte y del buen gusto.
De todas esas riquezas, de todas esas estatuas, de todo ese lujo oriental,
hoy no quedan sino escombros y recuerdos. Todo ha sido devorado por las lla-
mas, menos tres o cuatro edificios, uno de ellos la Escuela o Cuartel de Cabos
que en la tarde del 13 servía de lugar de detención para los prisioneros perua-
nos y de hospital de sangre para los heridos.
Es un edificio de vastas dimensiones y construido con todo costo. Ocupa
un área de terreno de más de una cuadra por cada costado, y consta de dos
pisos dominados por azoteas, como la mayor parte de las casas de Lima.
Anchas escaleras de mármol conducen del primero al segundo piso, y uno
y otro están circundados de galerías y corredores.

115
Walter Douglas Dollenz

La tarde del 13 y todo el día 14 fueron empleados en transportar heridos


y tomar las medidas convenientes a fin de estar listos para un nuevo ataque,
pues se sabía que 5.000 y tantos hombres que había en Monterrico se habían
replegado en Miraflores, donde Piérola había reunido la reserva y los restos de
su ejército.
A pesar del rudo e irreparable golpe que había experimentado, el dictador
hacía concebir todavía a esas gentes ilusas e insensatas, no las posibilidades de
una resistencia ni las probabilidades de un quimérico triunfo, sino una victoria
completa y decisiva.
Y para mejor engañar a los suyos, hacía circular boletines por medio de
sus plumarios, anunciando el grande entusiasmo y la fe en el triunfo que domi-
naba a sus vencidas tropas.
Y mientras tan burdos embustes se hacían propalar, todo el campo de
Chorrillos estaba sembrado de rifles y con los cadáveres de más de 4.000 pe-
ruanos; cerca de 2.000 prisioneros habían caído en nuestro poder; 49 cañones
de diversos sistemas y calibres, 13 ametralladoras, banderas, armas, pertre-
chos, vestuario y 5 estandartes le habían sido arrebatados en sus mismos atrin-
cheramientos y formidables fortificaciones.
Y como decían que los solos batallones Guardia Peruana, Cajamarca y
Ayacucho habían peleado contra todo el ejército chileno, veamos la verdad de
las cosas.
Nuestro ejército fuerte en 23.129 hombres, digamos 24.000, no había
entrado todo en combate, sino una parte de él; mientras el ejército peruano,
constante de 26.000 a 27.000 hombres, según nuestros informes y los obteni-
dos de los mismos jefes prisioneros, entró todo en la pelea.
Y estos 26.000 hombres combatían detrás de trincheras, ocultos en los
fosos, desde alturas inexpugnables para otros que no fueran soldados chilenos,
con una gruesa artillería que dominaba toda la llanura y las subidas; mientras
nuestro ejército no llevaba más baluarte que sus pechos y su denuedo.
Agréguese todavía cuan inmensa es la diferencia que hay entre el que
espera el ataque detrás de sus fortificaciones, defendido por espesas trincheras
dominando las cimas, descansado, con todos los pertrechos a la mano y reci-
biendo refuerzos, y el que ataca a pecho descubierto, fatigado por una penosa
marcha, sin dormir y trepando por pendientes escarpadas, y se verá que ese
número de 26.000 se aumenta a la mitad por lo menos.
Los estandartes tomados, he dicho que eran cinco, y lo fueron:
Uno por el Buin.
Uno por el Esmeralda.
Uno por el 2º de Línea.
Uno por el Santiago.
Y uno por el mayor Stuven.
El tomado por el Esmeralda, tuvimos ocasión de verlo, es una bandera
peruana de riquísima seda. En el centro ostenta un escudo de oro bordado en

116
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

relieve y adornado con piedras preciosas y este nombre bordado también en


letras de oro: «Batallón Manco Cápac Nº 81». En el anverso un sol también
de oro, y en derredor «Columna Voluntarios –Cazadores de Salaberry–» y
debajo del sol: Obsequiado por la señora viuda del bizarro General don Felipe
Santiago Salaberry.
El que tomó el mayor Stuven en compañía de su hermano, pertenecía al
batallón Nº 1 de los Zuavos de Lima, y no es menos rico que el anterior.

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Walter Douglas Dollenz

Cazadores a caballo. Pelotón Chorrillos, 1881.


Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

La batalla de Miraflores

Antes de la batalla

Tan completo, tan espléndido había sido el triunfo alcanzado por las
armas sobre el poderoso ejército que el Perú había acumulado en las múltiples
líneas de fortificaciones que se extendían desde Villa hasta San Juan y Monte-
rrico, y tan grande, tan inmenso el desastre del enemigo, que si bien se esperaba
tuviera lugar una segunda batalla, no se dudaba por un momento de una nueva
victoria, considerándose como una verdadera locura la resistencia a las puertas
de Lima, pues exponían la ciudad a los rigores que corre toda plaza fortificada
tomada a viva fuerza.
Pero no pensaba indudablemente así el dictador Piérola.
Sabíase que con falaces promesas y mentidas palabras, había conseguido
reunir más de 18.000 hombres. Diez a doce mil de la reserva, que habían acu-
dido al llamado de Piérola «Para concluir con los desalentados y deshechos
batallones chilenos incapaces de sostener un nuevo ataque».
5.000 hombres que se habían replegado de Monterrico a Miraflores, y los
dispersos de la batalla del 13, componían la barrera que se oponía al ejército
vencedor.
Pero antes, siempre con la noble mira de evitar una inútil efusión de san-
gre y las funestas consecuencias que podía traer para la capital del Perú un
combate en semejantes circunstancias, el señor Ministro de la Guerra quiso
tentar el último recurso aconsejado por la humanidad y la civilización.
El señor Isidoro Errázuriz, secretario del señor Vergara, fue enviado en
la mañana del viernes 14, en calidad de parlamentario, a conferenciar con el
dictador y manifestarle la inutilidad de su resistencia y la conveniencia de so-
meterse a las condiciones del vencedor. Acompañábanle en su misión el señor
coronel Miguel Iglesias, Ministro de la Guerra, tomado prisionero el día an-
terior, el capitán Guillermo Carvallo, ayudante del señor Ministro, y el alférez
Eduardo A. Cox y tres soldados del regimiento Granaderos, uno de los cuales
llevaba la bandera blanca de parlamento.
El señor Errázuriz y su comitiva llegaron sin novedad a pocas cuadras de
Miraflores, donde le salió al encuentro el coronel Arias Aragües, según enten-
demos Jefe del Estado Mayor General del ejército peruano.

119
Walter Douglas Dollenz

Impuesto de la misión del parlamentario chileno, contestó que el Jefe Su-


premo del Perú se hallaba en esos momentos recorriendo sus líneas de defensa
y que no regresaría tan pronto.
Convínose entonces en que el señor Iglesias fuera en su búsqueda, dando
antes su palabra de honor de que volvería, y manifestara a Piérola el objeto que
había llevado al señor Errázuriz a parlamentar con él.
El señor Iglesias que estuvo poco después de vuelta, anunciando que el
dictador peruano estaba dispuesto a oír al enviado chileno siempre que este
estuviera investido de plenos poderes para entablar negociaciones.
El señor Errázuriz hizo notar al coronel Arias Aragües, pidiéndole que así
lo comunicara al dictador, que él no había ido con el fin de entrar en negocia-
ciones ni tratados de ninguna especie, cuya iniciación debía partir naturalmen-
te de los vencidos, sino única y exclusivamente con el propósito de hacer ver la
inutilidad de una resistencia y de un nuevo derramamiento de sangre, y salvar
a Lima de los rigores y consecuencias que le traería un combate librado en sus
mismas puertas.
En seguida, el señor Errázuriz y su comitiva regresaron a nuestro campa-
mento a dar cuenta del resultado de su misión al señor Ministro de la Guerra,
que a la sazón se encontraba en la Escuela de Cabos.
De nuestra parte se había hecho cuanto la dignidad permitía para librar a
Lima de los horrores de una batalla, y la sangre que más tarde podía correr a
torrentes caería sobre las cabezas de los obcecados que arrastraban a su país a
la ruina y a la desolación.
Las lágrimas de las madres que llorarían por sus hijos, de las esposas que
lamentarían la pérdida de los compañeros de su vida, de los hijos que queda-
rían huérfanos, pesarían, no, sobre los chilenos que, siguiendo su tradicional
nobleza de sentimientos, trataban de ahorrar tan crueles sinsabores, tantas
amarguras. Pesarían sobre los que en horas tan aciagas para el Perú, habían to-
mado la dirección de sus destinos, sobre los que mintiendo triunfos y victorias
tras de cada desastre, llevaban a su país por sus caprichos o por su ceguedad,
a un insondable abismo.
El día 14 transcurrió sin otra novedad de importancia.
El señor General en Jefe estaba dispuesto a atacar a los peruanos en su
segunda línea de defensa, en sus últimos y desesperados atrincheramientos de
Miraflores avanzando por serranías y desfiladeros. Muchos soldados de un
cuerpo se habían interpolado en las filas de otro durante el fragor del combate
o las marchas en avance, otros, rendidos de cansancio y de fatiga, habían que-
dado dispersos en el campo de la acción.
La mañana del viernes se pasó en la tarea de organizar mejor nuestras
fuerzas, dar su respectiva colocación a cada sección del ejército, y proporcio-
narlas su rancho.
La mayor parte de los soldados, todos los que habían entrado en acción,
estaban sin comer hacía más de 24 horas. Las provisiones que se les habían

120
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

distribuido antes de ponerse en marcha de Lurín y que consistían en dos panes


grandes o teleras y una abundante ración de carne cocida, las habían consumi-
do durante la marcha, o arrojado al suelo en el transcurso de la refriega para
librarse de ese peso y quedar solo con sus rifles y municiones.
Los proveedores de regimiento que habían acompañado a sus cuerpos
en la batalla y corrido todos los riesgos, desplegaron gran actividad y podían
suministrar un regular rancho a las tropas.
A medio día todos los cuerpos del ejército descansaban en sus campamen-
tos a derecha e izquierda del camino que parte de Chorrillos a Lima, y dando
frente a Barranco. El regimiento Esmeralda estaba de guarnición en Chorrillos
y a cargo del Cuartel de Cabos, custodiando a nuestros heridos y a los prisio-
neros peruanos.
Poco después de las 4 P. M. la División Lagos se puso en marcha, con el
regimiento Nº 1 de artillería en dirección a Miraflores para tomar una colo-
cación conveniente a vanguardia del ejército y extender su línea de batalla al
frente del enemigo que debía ser atacado al amanecer.
Todo estaba listo para el próximo combate, cuando, como si Piérola hu-
biera presentido el inminente riesgo que corría, se valía del Cuerpo Diplo-
mático extranjero para retardar la hora fatal de su castigo y el golpe que le
amenazaba tan de cerca.
Quién sabe qué siniestros planes fraguaba el dictador del Perú, al pedir su
intervención a los representantes de las grandes potencias extranjeras…
Pasada la media noche llegaron al Cuartel General Chileno mensajeros
del Cuerpo Diplomático de Lima trayendo una nota colectiva en que se solici-
taba al señor General en Jefe una entrevista, a la que accedió, acordándose que
tuviera lugar a las 7 A. M. del 15.
Ignorando que proposiciones podrían hacerse por parte del Perú, y a fin
de no precipitar los sucesos y que más tarde pudiera decirse que Chile había
sido sordo a las peticiones de los ministros neutrales y a las propuestas de un
arreglo pacífico, el general Baquedano resolvió suspender el ataque hasta des-
pués de la conferencia.
A las 7 A. M. venía de Lima un tren con bandera blanca, el cual atrave-
só nuestro campamento en dirección a Chorrillos. Desde que se anunció su
aparición algunos soldados treparon sobre las tapias y lo saludaron a su paso
quitándose el kepí y dando entusiastas vivas a Chile.
Todos creían que aquel tren conducía las condiciones con que se rendía el
ejército peruano y entregaba a Lima y el Callao.
Aquí debo declarar que no faltaban quienes dudaran de todo arreglo pa-
cífico, y que miraban todas esas gestiones como uno de los muchos ardides
de que se valía Piérola para ganar tiempo y rehacerse mejor a las puertas de
Lima.
Pero la voz de los que así pensaban no tenía eco, y quien sabe también si
sus recelos eran infundados y no pasaban de simples quimeras.

121
Walter Douglas Dollenz

Sea de esto lo que se quiera, lo cierto es que aquel tren con bandera blanca
no traía la rama de olivo, sino a los señores ministros de Francia, Inglaterra y
San Salvador, este último decano del Cuerpo Diplomático de Lima.
Conducidos a presencia del señor General en Jefe, que se hallaba con el
Ministro de la Guerra, y el señor Altamirano, expusieron verbalmente que
venían a pedir protección para los neutrales residentes en Lima y que a la vez
trataban de salvar a la ciudad de los horrores de un ataque.
Se les contestó que el único medio para alcanzar el fin que perseguían, era
la entrega inmediata e incondicional del Callao y sus defensas.
Como agregaron que para conseguir esto pedían las suspensión de hos-
tilidades, y que por otra parte, el gobierno del Perú solicitaba algún plazo
para hacer gestiones oficiosas conducentes a la paz, y que por último, tenían
esperanzas de que Piérola se sometiera a las condiciones impuestas por Chile,
evitando así un nuevo derramamiento de sangre; se prometió después de largas
deliberaciones y maduras reflexiones, no romper la tregua antes de las doce de
la noche.
Esto importaba suspender las hostilidades, o si se quería un verdadero ar-
misticio que se concedía a los peruanos, sin más compromiso por parte nuestra
que el no romper los fuegos sino pasadas las 12 P. M. Así quedó convenido, y
los señores ministros regresaban a las 9.30. horas.

Mientras tenía lugar la conferencia, llegaba al campamento de la División


Lynch, a la cual había sido agregado, el batallón Quillota que había quedado
de guarnición en Pisco. Había salido de ese puerto en la noche del 12 y arriba-
ba a Chorrillos a las 4 P. M. del día 14, donde desembarcó.
El Quillota, que ya había hecho una buena campaña en Pisco e Ica, ardía
en deseos de tomar parte en el próximo combate, ya que no le había sido po-
sible hacerlo en la batalla de Chorrillos, cuyo estruendo alcanzó a oír desde la
caleta de Pescadores.
Nuestra escuadra no se había quedado estacionaria en Chorrillos donde
ya habían fondeado algunos de nuestros transportes.
En la noche del 14, y de orden del Almirante Riveros, el Cochrane salió
para el Callao a relevar a la Pilcomayo que debía unirse con el Huáscar, Blan-
co y O’Higgins, y cuyos cañones de largo alcance era necesario utilizar en el
combate combinado que se preparaba para la madrugada del 15 sobre las
fortificaciones de Miraflores.
En la mañana del sábado los cuatro buques arriba mencionados se aguan-
taban sobre sus máquinas a la altura de Miraflores. Allí esperaban, como el
ejército, el resultado de las gestiones diplomáticas y que terminara la suspen-
sión de armas o más bien el armisticio concedido a los peruanos.
El armisticio concedido al enemigo, como ya lo he dicho y creo necesario
repetirlo, no envolvía para los chilenos más compromiso que el de no romper
sus fuegos hasta expirado el plazo otorgado a los representantes extranjeros,

122
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

plazo que estos habían solicitado, y que venía muy a propósito para que nues-
tros soldados se repusieran un tanto de las fatigas de la sangrienta y larga
jornada del 13.
El señor General en Jefe, en vista de estas consideraciones, receloso quizás
de algún lazo o emboscada y desconfiando de los mil ardides y conocida alevo-
sía de los peruanos, tomó las medidas oportunas para poner atajo a un golpe
de mano y evitar las funestas consecuencias de una sorpresa.
Hacía que la División Lagos, que en la noche del 14 había alcanzado has-
ta Barranco, donde acampaba, avanzara hacia Miraflores.
Las dos brigadas de la 3ª División y la artillería respectiva, al mando del
comandante Wood, adelantaron por el camino de Lima hasta muy cerca del
enemigo más allá de Barranco y formaban su línea de batalla, apoyando su
izquierda en el mar y extendiéndose de Oriente a Poniente.
Para efectuar esta operación, el coronel Lagos hizo derribar algunas ta-
pias de los potreros a fin de que la línea no quedara interrumpida, dejando en
pie las que estaban al frente y podían servirle de trincheras. La brigada Urriola
tenía nuestra derecha, y la brigada Barceló la izquierda. La línea de la 3ª Divi-
sión quedaba formada antes de las 2 P. M., en este orden de mar a cordillera:

Regimiento Concepción.
Batallón Caupolicán.
Batallón Valdivia.
Regimiento Santiago.
Regimiento Aconcagua.
Batallón Naval.

La artillería de la 3ª se había colocado un poco a retaguardia de Navales.


La reserva se ponía en marcha con la misma dirección, a las 12.20 P.M., la
seguía la 1ª División a las 1.15, hora en que avanzaba también por el camino
público la caballería.
El Comandante General de Artillería, coronel Velásquez, había colocado
en lugares convenientes su artillería de campaña, ocupando la batería del capi-
tán Nieto, la derecha, y su gemela, la del capitán Ortúzar, la izquierda.
El enemigo mientras tanto, llevaba con toda velocidad tropas de Lima y el
Callao hacia su línea de batalla, haciendo venir la Guardia Chalaco, Batallón
de Marina y Guardia Urbana.
Los trenes de Lima se sucedían con rapidez acarreando tropas y muni-
ciones.
El capitán Juan Brown, ayudante del coronel Velásquez, se había trepado
a una especie de observatorio desde donde abarcaba una gran extensión de la
vía férrea. Este vigía avanzado, anunciaba a cada momento el arribo a la esta-
ción de Miraflores de un convoy, gritando desde su elevada garita: «Otro tren
coronel, otro tren».

123
Walter Douglas Dollenz

Como se puede ver, Piérola había solicitado una suspensión de armas, sin
más propósito, a nuestro juicio, que el de hacerse fuerte en Miraflores y dispu-
tar el paso a los vencedores de Chorrillos y San Juan. Pero la palabra estaba
empeñada, y se aguardaba con anhelo la llegada de los Ministros Diplomáticos
o la expiración del plazo concedido para castigar la perfidia peruana, caso que
el dictador no aceptara nuestras condiciones y se hubiera servido del Cuerpo
Diplomático como de un juguete para alguna artera alevosía.
El camino que va de Chorrillos a Lima atraviesa una extensión de cuatro
leguas por entre potreros y quintas, y corre paralelo con la línea férrea con la
cual en muchos puntos no forman más que una sola vía.
Desde Chorrillos hasta Cuadrado y Barranco, el terreno es una extensa
llanura ligeramente ondulada y dividida en potreros cultivados.
Barranco, distante de Miraflores menos de 20 cuadras, es una pintoresca
aldea con algunas casasquintas de moderna construcción y elegante aspecto, y
un punto de recreo, por sus arboledas y jardines y su cercanía al mar, para las
familias de Lima. La línea férrea atraviesa por el N.E. una de sus calles, donde
se encuentra la estación del ferrocarril, bonito edificio como casi todos los de
su género en el Perú.
De Barranco a Miraflores, la línea férrea forma una ligera curva y se apar-
ta un tanto al Oriente del camino carretero que arranca rectamente en direc-
ción N.O.
El terreno entre estos dos puntos es más quebrado y dividido en pequeños
potreros cerrados por gruesas tapias de adobón como de dos metros de altura,
y a cuyos costados corren generalmente canales de regadío.
A un kilómetro más o menos de Miraflores, o bien sea en el término medio de
la distancia que le separa de Barranco, una profunda hondonada, talvez un antiguo
cauce, corta la planicie de Poniente a Oriente en toda su extensión, inclinándose en
su extremo derecho hacia el norte y formando así una especie de arco.
Los bordes de esta quebrada o cauce, lo componen colinas y cerrillos de
poca elevación, presentando una serie de montículos separados, de una forma-
ción de acarreo y cubiertas de lajas y guijarros.
Todo el borde del lado de Miraflores está coronado en una extensión de
unos 6.000 metros por una tapia no interrumpida y que solo da pasada al ca-
mino férreo y al carretero.
Esta tapia sigue las ondulaciones del terreno, aumentando con su altura la
profundidad del barranco, y formando de este modo una magnífica trinchera
y foso natural.
Partiendo de esta quebrada el camino férreo y el carretero, continúan por
entre altas murallas de tierra a uno y otro lado, quedando entre ambos una
angosta faja de terreno.

Descrito de la mejor manera que hemos podido el terreno en que se libró


el combate y asalto de Miraflores, tratemos ahora de dar una ligera idea de las

124
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

fortificaciones y atrincheramientos de los peruanos, advirtiendo desde luego, que


los cañones del fuerte de San Bartolomé dominaban toda la línea enemiga.
La segunda línea enemiga de Miraflores se levantaba a lo largo y del lado
norte de la quebrada o barranco de que antes he hablado, y que para mí no
es sino el cauce seco del río Surco, siguiendo las marcadas ondulaciones del
terreno y aprovechando todos los accidentes y alturas dominantes.
Su derecha apoyábala en la batería de Miraflores, fuerte reducto a poca
distancia del mar, y su izquierda en los encumbrados cerros de Vásquez, que
limitan la llanura por el oriente y donde el formidable San Bartolomé asomaba
su cabeza erizada de cañones, cuyo número había sido aumentado poco antes
con excelentes piezas Wilwart sacadas de la Unión.
Toda esta línea formaba un arco de flecha cuyo centro venía a ser en
cierto modo la línea férrea, destacándose entre San Bartolomé y la batería de
Miraflores cinco reductos de forma semi-circular y construidos conforme a los
últimos adelantos de la ciencia de la guerra.
La batería Miraflores, que cerraba la serie de fuertes por el poniente, se
levantaba en una eminencia natural, y dominaba con sus cañones Grieve (imi-
tación Krupp) el lado de la playa y todo su frente en una gran extensión. La
circundaba una alta y ancha muralla de sacos de arena resguardada por un
terraplén de guijarros y tierra que descendía hasta un foso de tres metros de
profundidad por más de cuatro de anchura.
En su interior, y pegados a la muralla, había tres gradas, la última casi al
nivel de la superficie de la trinchera y dispuesta de tal modo que los soldados
peruanos podían apuntar sus Peabody sin presentar ningún blanco.
Al poniente de la batería de Miraflores estaba otro fuerte a poca distancia
del camino carretero, sobre otra altura, y protegido como el anterior por una
gruesa trinchera de sacos de tierra. El terraplén estaba hecho con trozos de
tapia, y desde lejos parecía más bien un castillo desmoronado.
Pasando la vía férrea, siempre en dirección al poniente, se hallaba un tercer
reducto, de mayores dimensiones y mejor defendido, dominando el camino por su
derecha, y por su izquierda y frente a los potreros en que se dividía el valle. Esta
fortaleza, creo no equivocarme, ocupaba la altiplanicie de la Huaca Juliana.
Mil metros a la izquierda se levantaba el cuarto fuerte, y continuando en
la misma línea, y sobre una loma, el quinto de los reductos intermediarios.
Esta serie de fortificaciones, que describían un arco, abarcaba unos 6.000
metros, pasando por la Palma y los cerros y alturas de Huaca Juliana, San Bor-
jas, Mendoza y Piño, para terminar en los morros de Vásquez, teniendo siem-
pre a su frente el cauce del Surco, y las fortificaciones que desde Monterrico se
extendían a Chorrillos y encajonaban con sus cañones los valles de San Juan,
Chorrillos y Lima.
El terreno había sido perfectamente estudiado en sus menores detalles
para impedir la marcha sobre Lima de las tropas chilenas, por cualquier punto
que emprendieran el ataque o por todos a la vez.

125
Walter Douglas Dollenz

Y es de felicitarse, cuando se ha recorrido


y visto las dos series de fortificaciones, que no
se hiciera esto último ni se operara por el valle
de Ate o la Rinconada.
Si nuestro ejército, en lugar de atacar
Chorrillos como lo hizo, lo hubiera hecho
por el Poniente, creo –y ahí están las cartas
geográficas, planos y croquis para corroborar
esta creencia– que se habría visto rodeado por
completo, sin salida posible, sin la protección
de la Escuadra, lejos de todo recurso, sopor-
tando los fuegos del San Cristóbal y San Bar-
tolomé, fusilado por la espalda y el frente por
las formidables líneas de San Juan y Chorri-
llos, Miraflores y Monterrico.
Si la victoria de Chorrillos costó a nues-
tro glorioso ejército muchas y lamentables
bajas, el ataque por el extremo izquierdo del
enemigo nos habría causado pérdidas muy su-
periores y más dolorosas, y… ¡Quién sabe...!
Los hechos, que hablan más alto que
Coronel Pedro Lagos. todo, han venido a probar de una manera in-
contestable, que el general Baquedano y los
jefes que apoyaban su plan de batalla, tuvieron razón para insistir en que el
ataque se efectuara por Chorrillos.
Pero los cinco reductos artillados que se destacaban entre Vásquez y Mi-
raflores, no constituían toda la segunda línea de defensa de los peruanos.
Entre el segundo y tercer reducto, y dominando enteramente el camino
carretero y la línea férrea, se hallaban tres cañones Krupp de montaña, último
modelo, colocados detrás de espesas trincheras que iban a formar un ángulo
en cuyo vértice se percibía por la tronera cada una de esas máquinas de guerra.
Entre el tercero y cuarto reducto había nuevas obras de defensa, constitui-
das con grandes trozos de tapias derribadas con ese objeto y a cuyos pies corría
un canal, artilladas con siete cañones y dos ametralladoras.
Estas dos últimas obras ligaban, por decir así, a los fuertes entre los cuales
habían sido construidos, como para no dejar solución de continuidad en esa
larga cadena de fortificaciones.
Y esto no es todo. Si la artillería disponía de tan excelentes posiciones, la
infantería no se quedaba atrás.
La muralla que coronaba el lado norte del cauce del Surco en toda su
extensión estaba perfectamente aspillerada para que los tiradores pudieran
maniobrar a sus anchas sin ser molestados por el enemigo que no veía más que
los cañones de sus rifles.

126
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

A cincuenta centímetros del suelo, esa muralla-trinchera tenía una pri-


mera serie de aspilleras o agujeros que distaban entre sí poco más de medio
metro. Sobre esta primera serie se abría otra fila de troneras para apuntar de
manpuesto, que venían a quedar entreveradas con las de más abajo.
Se comprendía que la primera serie estaba destinada para hacer fuego
rodilla en tierra y la segunda en la posición de calar, ambos a mansalva y sin
ofrecer blanco alguno al enemigo, pues la muralla tenía en su interior la altura
de un hombre.
La muralla de que hablo, al llegar al camino carretero, doblaba al N.E.
hacia Miraflores, siguiendo un trecho de cinco o seis cuadras y cerrando el
callejón por el poniente.
Continuaba al otro lado del camino en la misma forma e igualmente as-
pillada.
Tras de esa primera trinchera los peruanos habían aprovechado otras se-
ries de tapias de los potreros, agujereándolas también para tirar a mansalva,
y echando abajo las que podían ocultar o servir de parapetos a los chilenos,
que de este modo tenían que avanzar a pecho descubierto desafiando las balas
y granadas de sus contrarios, por un terreno lleno de obstáculos y para ellos
desconocido.
Como se ve por esta pálida descripción de las posiciones de la segunda lí-
nea de los peruanos, sobrada razón tenían cuando cantaban a todos los vientos
que jamás el ejército de Chile entraría a la Ciudad de los Virreyes, y que allí,
donde iba a dar el último golpe, encontraría su tumba.
Tras de esos atrincheramientos, desde donde podían hacer fuego impune-
mente, sin ser vistos y mucho menos heridos, no dudaban un momento que la
victoria les pertenecía y que nuestro ejército quedaría totalmente aniquilado,
tanto más cuando se le anunciaba en los boletines oficiales como deshecho y
desorganizado.
Sin embargo parece que no se creían completamente seguros. ¡Tan rudas
y severas habían sido las enseñanzas de Tacna, Arica y Chorrillos!
Nada de lo que podía favorecerles y entorpecer la marcha de los chilenos
habían desperdiciado, manifestando así que en cuanto a ardides y astucias de
guerra, pocos pueblos podían vencerlos. Las tapias que habían elegido para
sus series de trincheras aspilladas, estaban además defendidas por canales de
regadío que corrían a sus pies, haciendo casi imposible el asalto de frente.
Sabíase que en la línea de Miraflores y en las márgenes del Surco habían
construido obras de defensa. Sabíase esto, pero nada más. Reconocerlas no
habría sido posible.
Tampoco se distinguían desde el mar, porque las ocultaban las ondulaciones
del terreno y la costa que en esa parte es muy elevada. Apenas si nuestros buques
distinguían lo que llamaremos la batería de Miraflores, avanzada al mar.
Pero como si todo aquel lujo de parapetos sucesivos y baluartes sin nú-
mero no fuera suficiente, los terraplenes, las orillas del camino, el piso exterior

127
Walter Douglas Dollenz

de las trincheras, todos los puntos por donde podían pasar o avanzar nuestras
tropas, y hasta los bordes de las acequias en cuyas aguas podían apagar su sed,
todo estaba sembrado de minas y bombas automáticas.
Y como si los proyectiles de sus largos Peabody y de sus Remington los
encontraran poco mortíferos, recurrieron también a las balas explosivas.
Y esta infamia está perfectamente comprobada y constatada no solo por
varios ejemplares que vimos en manos de los coroneles Lynch, Amunátegui y
Urrutia y de varios jefes y oficiales del ejército, por los segmentos que los ciru-
janos extrajeron a los heridos, sino también por documentos oficiales peruanos
tomados en el cuartel de Santa Catalina, y por los estados de los trabajos dia-
rios de la maestranza.
Y después de tanta infamia, cuando esas gentes han echado mano de to-
dos los medios, por ilícitos e inicuos que fuesen, para concluir con nosotros;
cuando las minas subterráneas, los polvorazos, las traidoras celadas, las bom-
bas infernales, las balas explosivas, constituían sus mejores armas; después de
todo esto, todavía se persiste en que se les mire y considere, no como a deslea-
les y arteros enemigos, sino como a buenos y excelentes amigos, y se cubra de
flores y de sonrisas los albergues en que guardan sus prisioneros, que lloran y
lamentan la ausencia y la desgracia de su pobre patria, en los teatros, en los
cafés y en los paseos públicos.

La felonía

Establecida la línea de la División Lagos, como lo requerían las circuns-


tancias, la tropa armó pabellones detrás de una tapia a medio kilómetro del
enemigo.
Fiados en la tregua tan generosamente concedida al enemigo, nadie es-
peraba un combate en ese día; se tenía muy mala idea de los peruanos, pero
jamás pasó por la imaginación que hubieran descendido tanto en la escala de
la abyección y de la alevosía, hasta el punto de violar la fe de un armisticio y
hacer vil instrumento de sus negras maquinaciones a los representantes de las
grandes potencias, fiadores de su palabra.
Los artilleros de la 3ª División se habían alejado de sus piezas y busca-
ban con que acondicionar su comida en un potrerillo vecino sembrado de
legumbres y hortalizas, tarea en que los acompañaban infantes de los diferen-
tes cuerpos de la misma división. Otros dormían bajo los armones o cajas de
municiones.
De los soldados de infantería, mientras unos acarreaban agua y leña o
preparaban el rancho, otros se entregaban al reposo. De algunos cuerpos ha-
bían salido pequeñas partidas a traer los rollos y frazadas que dejaron en el
campamento anterior para abrigarse durante la noche de ese día 15 en que
creían poder disfrutar de un sueño tranquilo.

128
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

En una palabra, los que no se encontraban descansando, andaban en bus-


ca de agua y víveres, preparaban su comida o charlaban en pequeños corros,
y se referían los episodios de la última jornada, amenizándolos con sus chistes
y graciosos dichos.
Los oficiales que no estaban de facción, gozaban de aquel dulce far niente.
Unos se habían recostado sobre la verde hierba o a la sombra de coposo ár-
bol; otros dedicaban aquellos momentos a los gratos y tiernos recuerdos de la
esposa o la prometida amada; aquellos trasladaban al papel sus pensamientos
íntimos y enviaban a sus familias, a sus madres queridas, nuevas de sus hijos o
afectuosos consuelos.
No pocos se habían sentado sobre la parte superior de la tapia que tenían
a vanguardia, y departían alegre y amistosamente, Juan de Dios Prieto Correa,
Daniel León Prado y no recuerdo que más oficiales del Caupolicán, pertene-
cían a estos últimos, y se encontraban sobre la tapia, como si estuvieran des-
cansando en el fundo de algún amigo.
El sargento de la compañía de Prieto se acercó al grupo, y dirigiéndose a
él, como si presintiera alguna traición, le dijo entre serio y risueño:
Mi capitán: bájense de ahí; esos peruanos son tan malvados, que los creo
capaces de hacerles una mala jugada. Los oficiales se rieron de los temores del
buen sargento y continuaron con sus coloquios. ¡Tan lejos estaban de sospe-
char una infamia!

El doctor Absalón Prado, jefe de la 3ª ambulancia, recorría la línea en


busca de un paraje conveniente para situar su personal, a fin de atender a los
heridos desde el primer momento, en caso que hubiera combate al siguiente
día, como podía suponerse desde que ya habían transcurrido cuatro horas des-
de la partida de los ministros extranjeros, y estos no habían regresado con la
menor contestación afirmativa o negativa.
Quien sabe también si aún esperaban convencer a Piérola y llevarlo al
único camino que podía salvarlo.
La artillería de montaña marchaba por el camino carretero con sus piezas
a lomo de mula y desprevenida.
Los cuerpos de la reserva, Valparaíso, Zapadores y 3º de línea, seguían el
mismo camino, armas a discreción, aguardando el término de su jornada para
levantar un nuevo campamento y pasar la noche.
De la División Lynch ya había salido de los potreros en que se había
acampado la Brigada del coronel Martínez y adelantaba por el mismo camino
que la reserva; la Brigada Amunátegui comenzaba a abandonar sus ramadas
que les resguardaban del sol, y los soldados iban pensando en que tenían que
hacer otras nuevas. Nadie soñaba en que ese día fuera posible una refriega.
La caballería adelantaba a su turno por un costado del callejón, y con el
comandante general del arma caminaba al paso de sus cabalgaduras a situarse
en posiciones menos distantes del enemigo y donde se encontrara buen forraje.

129
Walter Douglas Dollenz

La División Sotomayor no se había movido de su campamento cerca


de Chorrillos, y los soldados hacían sus comidas mientras llegaban nuevas
órdenes.
Así, pues, los que no se encontraban en descanso o se buscaban alimento,
marchaban por el angosto callejón a tomar nuevas posiciones en que espera-
ban pasar una tarde y una noche tranquilos.
Algunos chinos acarreaban a los nuevos campamentos los fondos para el
rancho y los utensilios de cocina a lomo de asno, y formaban como un bata-
llón aparte, con las cantineras y pocas mujeres que acompañaban al ejército, a
retaguardia de las fuerzas en movimiento.
Lo repito, se desconfiaba de los peruanos, pero nadie pensaba, ni por aso-
mos, que podría haber combate ese día, sino una vez terminado el armisticio.
Bajo la fe de este armisticio, el General en Jefe salió después de la 1 P. M.
a visitar el campamento de la 3ª División y dar sus órdenes para el caso de
una segunda batalla, si Piérola no se sometía a las condiciones impuestas. Le
acompañaban el general Maturana, Jefe del Estado Mayor, señores Altamirano
y Joaquín Godoy, sus ayudantes de campo y los del Estado Mayor General.
Después de ver la colocación dada a la 3ª División, llegó al extremo dere-
cho de ella y se detuvo un poco a vanguardia a estudiar el terreno y observar
las posiciones enemigas de San Bartolomé.
Eran las 2.25 P. M.
De súbito, como si un espantoso huracán se hubiera desencadenado, atro-
nó el espacio una descarga cerrada de fusilería, ametralladoras y artillería, que
de toda la línea enemiga se hizo sobre nuestras desprevenidas tropas, concen-
trándose una parte de las fuerzas sobre el grupo formado por el General en Jefe
y los que le acompañaban, y cayendo algunas granadas a pocos pasos.
El enemigo había roto los fuegos a menos de dos cuadras de distancia.
Una bala pasó rozando las correas que sujetaban la espuela derecha del
general Baquedano, cayendo esta al suelo; otra vino a morir en el morcillón de
la silla del ayudante Sarratea, y muchas pasaban silbando por entre los oficia-
les que componían la comitiva.
A la descarga cerrada sucedió un mortífero y redoblado fuego de rifles,
ametralladoras y cañones, sobresaliendo la bronca artillería del San Bartolomé.
El General y su comitiva se retiraron al punto; pues, a más de exponerse
a una muerte segura y sin resultados, debía acudir prontamente a dar sus ór-
denes para repeler y castigar a tan alevosos adversarios. Con el estruendo de
aquel estampido interminable, se encabritó y mordía el freno el caballo que
montaba, pudiendo al fin dominarlo al llegar al camino.
Al sentir la descarga, el señor General en Jefe solo pronunció estas pala-
bras:
«Emboscada infame; yo desconfiaba».
Y tras de la felonía, una nueva infamia. Un ayudante del Estado Mayor
peruano corría a todo escape hacia Lima anunciando de orden superior que

130
Artillería peruana en el cerro San Cristóbal. Al fondo se puede apreciar la ciudad de Lima.

131
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile
132
Walter Douglas Dollenz

Posición de artillería capturada en Miraflores.


Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

el general Baquedano había caído prisionero con su Estado Mayor, y luego


salía otro propio enviado por Piérola con el siguiente parte que se publicaba
en boletines:
«General Baquedano prisionero. Todo va espléndidamente».
Esto era una prueba de la doble alevosía de los peruanos: «General Ba-
quedano prisionero». No significaba sino la ruin celada. «Todo va espléndida-
mente», que habían consumado su felonía y esperaban alcanzar los resultados
que se habían prometido.
Mientras tanto ¿Qué era de los ministros extranjeros?
Un crimen más que agregar a la negra página que constituye la historia
del Perú en estos últimos tiempos.

La batalla

La doble felonía cometida por los peruanos, –ruptura de la tregua que se


les había concedido; engaño al Cuerpo Diplomático extranjero que, sin sos-
pecharlo, había servido a Piérola para fraguar sus inicuos planes–, abrió el
combate y el asalto de Miraflores.
Los peruanos, violando pérfidamente el armisticio, infamando el nombre
de su nación con la más negra de las alevosías, ya que no manchaban su honor
que habían arrastrado por el fango y por el lodo; los peruanos se habían ve-
nido en silencio, ocultándose y agazapándose en los accidentes y sinuosidades
del terreno, hasta ocupar sus ventajosísimas posiciones, parapetándose detrás
de la extensa y ancha muralla aspillada del barranco.
Desde ahí habían comenzado a fusilar miserablemente y a mansalva a los
nuestros, asomando apenas el cañón de sus rifles por entre las angostas trone-
ras de la tapia.
Ya que en leal y noble lid jamás pudieran vencer a nuestros denodados
batallones, ni les sirvieran sus formidables e inaccesibles posiciones, ni sus le-
giones numerosas, ni todos los inmensos recursos que tenían acumulados, pro-
baban aquella ruin asechanza.
Al mismo tiempo que rompían aquel mortífero fuego, hacían avanzar
nuevas fuerzas con el propósito de envolver y flanquear nuestra línea, formada
únicamente por la División Lagos.
La confusión fue indescriptible en los primeros momentos, desde que na-
die esperaba un ataque antes de la expiración del armisticio.
Los ayudantes de campo y del Estado Mayor corrían en todas direcciones,
siendo blanco de las balas enemigas, a comunicar las órdenes de sus jefes.
Los proyectiles formaban una nube compacta; de todos los fuertes de la
línea de Miraflores, de la batería de la Magdalena, del San Bartolomé, los ca-
ñones tronaban vomitando metrallas. Trenes artillados recorrían toda la línea

133
Walter Douglas Dollenz

férrea y adelantaban disparando sus piezas de grueso calibre donde quiera que
se veía gente nuestra.
No encuentro palabras para pintar aquel cuadro aterrador. Cada altura
del terreno semejaba un Vesubio de fuego, cada trinchera parecía una inmensa
lava de plomo hirviente que con horrendo estrépito amenazaba envolver a
nuestro ejército.
Las balas de rifle, cual interminable e infinita faja de langostas, oscure-
cían, podemos decir sin hipérbole, el espacio, cayendo en medio de las tropas
que acudían en demanda de sus armas o avanzaban por el angosto callejón.
El bronco estruendo de la artillería se confundía con los agudos toques de
los clarines y cornetas, el estrépito de las herraduras en el pedernal, el sordo
ruido de los carros de municiones y pesados cañones de campaña, el relincho
de los caballos, las voces de mando de los jefes y oficiales.
Y todo aquel cuadro quedó envuelto en el humo de la pólvora, en el espe-
so polvo que levantaban las caballerías, formando un revuelto torbellino.
Apenas se sintió la descarga con que los peruanos iniciaban su traidor ata-
que, el coronel Lagos, que recorría en esos momentos su línea acompañado de
su Jefe de Estado Mayor, comandante Gorostiaga, y de sus ayudantes Martínez
Ramos, Julio Argomedo, E. Salcedo Pozzi e Infante, y a la sazón se hallaba cer-
ca del Aconcagua, dio el grito de: ¡A las armas muchachos! e inmediatamente
impartió a sus ayudantes las órdenes del caso para repeler el ataque. Estos
vuelan a todo escape bajo el nutrido fuego del enemigo.
En los primeros instantes la confusión fue indescriptible, como lo he di-
cho. Los soldados parecían atolondrados; corrían precipitadamente a tomar
sus rifles y miraban a todas partes como buscando al enemigo invisible y sin
darse cuenta de lo que pasaba.
Aquí los jefes y oficiales de la 3ª División tuvieron que recurrir a toda su
serenidad, a todo su valor, a toda su energía para poder organizar la línea, lo
que se consiguió después de no pocos esfuerzos y de largos minutos de terrible
ansiedad, formando compañía por compañía, batallón por batallón, regimien-
to por regimiento.
El coronel Lagos estaba en todas partes. El coronel Urriola y el coman-
dante Barceló parecían multiplicarse y acudían donde quiera que su presencia
era necesaria, desafiando el peligro y las balas.
Sin el valor y enérgica actitud de jefes y oficiales, animados de la más no-
ble emulación, que arengaban a sus tropas indecisas y como intimidadas ante
aquel ataque imprevisto, ante aquel diluvio de plomo, infundiéndoles bríos con
sus palabras y su ejemplo, quien sabe si los peruanos hubieran visto coronados
por el éxito sus aleves planes.
Nuestros jóvenes oficiales revelaron en aquellos momentos supremos que,
si eran noveles en el arte de la guerra saben pelear y hasta ser héroes cuando
está en peligro la honra y la dignidad de su patria. Gracias a ellos, Chile ha
podido escribir en su historia una nueva y brillante página.

134
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Los batallones de la Brigada Barceló rompen al fin sus fuegos, y muy lue-
go siguen los de la Brigada Urriola situados a su derecha.
El combate se había empeñado entre 4.300 hombres de nuestra parte y
todo el grueso del ejército peruano que no bajaba de 18.000 soldados. Los
cuerpos que habían entrado en pelea eran:
Regimiento Concepción 665
Batallón Caupolicán 416
Batallón Valdivia 493
Regimiento Santiago 872
Regimiento Aconcagua 1.000
Batallón Naval 870
TOTAL 4.316

El batallón Bulnes había quedado en Chorrillos de guarnición y no se en-


contraba entre sus compañeros de la 3ª División al iniciarse el combate.
La artillería de montaña del 1er Regimiento hacía entretanto pasar sus
piezas a brazo por encima de las tapias del camino para colocarlas en batería.
En esos momentos cae muerto instantáneamente, atravesado por una bala, el
alférez Rafael Gaete.
La artillería de campaña, al mando del comandante González, se hallaba a
la derecha del camino y rompía sus fuegos, pero sin buen éxito al principio.
Las baterías de campaña de los capitanes Nieto, Ortúzar, Flores, Fonteci-
lla, Besoaín y Montaubán avanzaban derribando tapias a tomar posiciones a
corta distancia del enemigo, quedando la de Nieto a la derecha, y a la izquierda
la de Ortúzar.
El fuego se hizo general en toda la línea formada por la 3ª División, pero
las balas se embotaban en la gruesa muralla de tierra que cubría a los perua-
nos. Viendo el coronel Lagos que aquello no era más que perder municiones
inútilmente, desde que el enemigo, perfectamente oculto detrás de sus trin-
cheras aspilladas, no presentaba el menor blanco y fusilaba impunemente a
nuestra infantería, ordenó parar el fuego y aguardar que la artillería pudiera
funcionar desembarazadamente y derribar aquellos parapetos.
A más de no poder obrar, nuestra artillería avanzada recibía una grani-
zada contínua de balas. Igual cosa sucedía a los regimientos de caballería, que
no tenían por donde cargar y se hallaban como encerrados entre las tapias del
camino. Tanto la caballería como la artillería tuvieron que volver atrás para
tomar posiciones más convenientes.
Esta retirada falsa introdujo cierto desorden en las filas de los cuerpos de
la reserva y de la División Lynch que se dirigían por el camino en apoyo de la
3ª División.
El enemigo no amainaba un segundo: sus fuegos eran cada vez más nutri-
dos, concentrándose especialmente sobre nuestra artillería de campaña, que al
fin se hallaba en situación de funcionar eficazmente.

135
Walter Douglas Dollenz

El mayor Santiago Frías, con la batería Ortúzar, se colocaba a nuestra ex-


trema izquierda, a 1000 metros de distancia de la batería Miraflores, y rompía
con acierto sus fuegos. El mayor Gómez ejecutaba la misma operación en el
extremo derecho de la línea; y las baterías Flores, Besoaín y Montaubán en el
centro.
La escuadra rompe también sus fuegos sobre las fortificaciones de Mira-
flores a las 2.35 P. M, y secunda eficazmente a nuestros bravos artilleros que se
baten a pecho descubierto, y a tiro de rifle del enemigo que les dirige furiosas
y nutridas descargas, causándoles sensibles bajas.
El capitán Flores, el inteligente e intrépido capitán Flores, hacía verdade-
ros prodigios con su batería de campaña.
De repente, al disparar una de sus piezas, aquel artillero modelo, a quien
sus jefes y compañeros tenían en la más alta estima, aquel valiente capitán al
que tantos y hermosos laureles cubrían sus sienes juveniles, laureles conquis-
tados en otras tantas gloriosas batallas, aquel brillante oficial que en la aurora
de la vida era ya una figura distinguida en nuestro ejército, cae derribado por
una bala que le penetra en la sien.
En la batería del mayor Gómez y capitán Nieto, el bizarro teniente Fáez
recibe una bala que le hiere en el pecho y casi instantáneamente otra en el
hombro que lo imposibilita de seguir batiéndose. Una granada que estalló en
la misma batería, causando cinco bajas entre los sirvientes de las piezas, le
quemaba la cara y el brazo al alférez Miguel Luco.
En la batería del mayor Frías y el capitán Ortúzar, son heridos sucesi-
vamente los alféreces Zacarías Torreblanca, hermano del heroico capitán To-
rreblanca del Atacama, en el hombro derecho; Arturo Araya, en la pierna, el
alférez Nicanor Bacarreza recibe un golpe de bala en el pecho, escapando con
una contusión; al alférez Manuel Errázuriz le alcanza igualmente una bala en
la pierna derecha. De los seis oficiales de la batería, cuatro son heridos o con-
tusos.
En la batería del capitán Besoaín cae gravemente herido el alférez Eusebio
2º Lillo, un adolescente, apenas un niño, pero todo un valiente que en su corta
hoja de servicios tenía ya inscritas las campañas de Tacna y Arica.
No son menos sensibles las bajas en el 1er Regimiento mandado por el
comandante Carlos Wood, que impávido y sereno en medio de las balas dirigía
a sus dignos oficiales, donde la batería del mayor Perales se batía al grito de
¡Viva Chile! lanzado a cada momento por el entusiasta alférez Nicolás de la
Sota.
A más del alférez Rafael Gaete, caía muerto el teniente León Caballero
y salía herido el alférez Eduardo Gutiérrez, en circunstancias que, como su
compañero Manuel Francisco López, hacía avanzar sus piezas por encima de
trozos de maderas y murallas.
En lo más nutrido del fuego, el alférez Sota se subía a uno de los carros
de municiones para colocar una bandera chilena que tenía en la mano; pero en

136
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Batallón Cívico de Artillería Naval.

el instante en que iba hacerlo, una bala lo hiere y apenas puede afianzar en el
armón el glorioso tricolor al grito de ¡Viva Chile!
Nuestra artillería de campaña, auxiliada por la de la escuadra que con-
centraba sus fuegos especialmente sobre la batería de la costa, se batía en toda
la línea a tiro de rifle del enemigo, que redobla sus furiosos disparos de rifle,
ametralladoras y cañón, al ver que la infantería de la 3ª División comenzaba a
hacer avanzar sus guerrillas, protegidas ahora por la artillería.
La Brigada de montaña del mayor Gana, protegida por el batallón Meli-
pilla, adelantaba mientras tanto con la 1ª División hacia el campo de la acción
donde debía tomar posiciones a la derecha nuestra.
Poco después, de orden del Comandante General de Artillería, coronel Ve-
lásquez, avanzaban igualmente las baterías de los capitanes Keller y Ferreira, al
mando del mayor Jarpa, y a marcha forzada se dirigieron a atacar al enemigo
por el centro. La otra batería de la brigada Jarpa, a las órdenes del teniente
Artigas, se encaminaba con la Brigada Barbosa a situarse en unos lomajes de
la extrema derecha.
Para todas sus órdenes y para todas las operaciones de la artillería, el
Comandante General del arma puso a contribución a sus animosos ayudantes:
sargento mayor Alberto Gormaz, que ya había hecho conocimiento con las
balas en Tacna y Arica; capitanes Roberto Ovalle, el mismo que en la glorio-

137
Walter Douglas Dollenz

sa jornada de Tarapacá se cubrió de gloria junto con Urriola y Cuevas, Soto


Dávila y demás compañeros del Chacabuco, y que ahora, no pudiendo servir
en la infantería a consecuencia de la grave enfermedad que contrajo en los
insalubres campamentos de la línea de Pisagua y que lo tuvo al borde del se-
pulcro, se hallaba enrolado en la artillería; Salvador Larraín, que no pudiendo
resistir a los impulsos de su patriotismo abandonó las tranquilidades de un
hogar querido por las penalidades de la campaña y una excelente colocación
en el banco por los azares de una batalla; Juan Brown, Salvador Guevara, Elías
Lillo, que había cambiado, como Martínez Ramos y como Gutiérrez, el bisturí
del cirujano por la espada del militar; Ángel C. Baso, ese otro niño, que puede
decirse, huyó de los brazos de su familia para ir a servir a su país; Alonso Toro,
hermano del coronel comandante del Chacabuco.
Todos estos jóvenes volaban en todas direcciones soportando impávidos
y serenos las balas que silbaban a su alrededor, saltando tapias y canales para
llevar órdenes a cada brigada, a cada batería, que tenían que vencer los inter-
minables obstáculos que dificultaban sus movimientos antes de llegar a sus
posiciones y romper sus fuegos con toda presteza y acierto.
El coronel Lagos, contando ya con el eficaz apoyo de la artillería y la
escuadra, emprendía el ataque sobre los atrincheramientos aspillerados de los
peruanos.
Los primeros momentos de excitación y desorden habían pasado, y algo
rehechos de la sorpresa nuestros soldados, los jefes pudieron organizar sus
líneas de batalla, en que los peruanos habían hecho ya inmensas bajas.
Saltando la pared que tenían al frente, las compañías guerrilleras se lan-
zaron intrépidamente bajo un fuego terrible y mortífero y a pecho descubierto,
salvando fosos y tapias.
Las dos cuartas del regimiento Concepción, que tenía nuestra izquierda,
iban a vanguardia de su cuerpo al mando del capitán Gregorio Tejeda, y en la
misma forma seguían a la derecha las compañías guerrilleras del Caupolicán,
del Valdivia y del Santiago.
El Aconcagua y los gallardos Navales se batían furiosamente a la derecha
y a pie firme, a las órdenes del coronel Urriola, que se cubrió de gloria en esa
jornada.
El valiente viejo Barceló parecía rejuvenecido con la inminencia del peli-
gro, y marchaba ágil y activo al centro de su Brigada, teniendo a su derecha
a sus queridos niños del Santiago, a cuya cabeza iba el animoso y esforzado
comandante Fuenzalida.
La Brigada Barceló avanzaba sin disparar un tiro, pues habría sido perder
municiones inútilmente desde que las balas se embotaban en las tapias que
servían de parapetos y de seguro baluarte a sus adversarios.
Había que atravesar el barranco antes de llegar a la primera trinchera, y
para esto se necesitaba de inaudito arrojo, era correr a una muerte segura.

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Las compañías guerrilleras continuaban en su movimiento de avance y


rompían al fin sus fuegos a las 2.55 P. M.
El enemigo había concentrado en esos momentos todos sus esfuerzos en
su ala derecha atacada por la Brigada Barceló y aumentaba bárbaramente sus
fuegos contra las avanzadas chilenas.
En todo el trayecto recorrido hasta esos momentos, el terreno estaba sem-
brado de muertos y heridos nuestros. Pero no había más remedio que seguir
adelante, pasar el maldito barranco y tomar a la bayoneta la primera muralla.
El número de oficiales fuera de combate era crecido; pero esto no arre-
draba a sus compañeros que quedaban en pie; al contrario, animaban a sus
soldados con la voz y el ejemplo para vengar la muerte de los que habían caído
como buenos, como chilenos.
Por fin, descienden el barranco a la voz de: ¡A la carga muchachos! dada
por el comandante Barceló y repetida por los demás jefes y oficiales, y a las
vibraciones del clarín que tocaba el aterrador calacuerda, espanto de los perua-
nos y que a los nuestros da increíbles bríos y audacia.
Y siempre al toque de calacuerda, las compañías de avance comienzan a tre-
par la escarpa del río Surco, confundidos los soldados de una compañía con los
de otra, los de este batallón con los de aquel, a consecuencia de las dificultades
del terreno, y también por los claros que las balas hacían en las primeras filas.
El fuego que desde sus guaridas hacían los peruanos era atroz, mortífero
y recrudecía a cada segundo para evitar el avance que pareció flaquear un
momento.
Pero un poderoso empuje de todas las fuerzas de las primeras líneas, llevó
hasta la cima a las compañías guerrilleras, que se abalanzaron como un impe-
tuoso torrente sobre las trincheras, calando bayoneta, a la voz de sus jefes y
oficiales que les repetían enronquecidos ya: ¡Adelante muchachos, a la carga!
Luego llegaba el grueso de los batallones de la Brigada Barceló, en protec-
ción de las guerrillas, y al grito de ¡Viva Chile! se hacían dueños de la primera y
atronerada muralla que cubría a los peruanos, que se replegaban a parapetarse
detrás de nuevas series de tapias.

El atrevido avance y el asalto de aquella formidable trinchera, no se llevó


a cabo sin dolorosas pérdidas para los cuerpos de la 2ª Brigada.
Principiando por el regimiento Concepción, en este avance fueron muer-
tos los subtenientes Yuseff y Claro, el primero de un balazo en la cabeza, y
Claro en las sienes.
El subteniente Yuseff cayó muerto en circunstancias que, avanzando con
su mitad y animando a sus soldados, emprendía impetuoso el asalto de la trin-
chera al grito, mil veces repetido en toda la línea, de ¡Viva Chile!
A la vez que caían cubiertos de gloria estos dos oficiales, salían heridos los
capitanes Gregorio Tejeda, que mandaba las cuartas guerrillas, y Régulo Fer-
nández, y subteniente Juan B. Espinosa, en la pierna derecha, y algunos otros
oficiales cuyos nombres se me escapan en estos momentos.

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140
Walter Douglas Dollenz

1. Miraflores. 2 Fortificaciones peruanas. 3. Carabineros de Yungay. 4. Regimiento Valparaíso. 5. Regimiento Navales. 6. Regimiento Santiago.
7. Regimiento 3º de Línea. 8. Regimiento 4º de Línea. 9. Regimiento Nº 2 de Artillería. 10. Regimiento Coquimbo. 11. Regimiento Atacama.
12. Jefe de la 3ª División.
Dibujo realizado por Ruperto Salcedo, capitán del Regimiento Buin.
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Siguiendo con el Valdivia, a cuya cabeza iba el comandante Lucio Mar-


tínez, llevando a su lado a Roberto Souper, deseoso de vengar la herida de su
padre, tenemos al teniente Arturo Brieva, teniente Belisario Valenzuela y subte-
nientes Francisco J. Guevara y Rafael Anguita.
El teniente Brieva, al mando de su guerrilla, acometía denodadamente al
enemigo que disparaba a mansalva por las aspilleras de la muralla. Pasado ya
el barranco, hizo calar bayoneta, y al mismo tiempo recibía una bala que le
rompía la caramañola, pero sin causarle más daño que una ligera contusión.
Llegado al frente de la trinchera, desafiando las balas que diezmaban a sus
soldados, tuvo que desplegar un valor y energía extraordinarios para hacer que
su gente, algo indecisa, saltara el parapeto, pues los primeros soldados que lo
habían hecho pagaron con su vida su temeraria acción.
Brieva, que apenas frisa en los 17 años, tomando entonces la banderola
del guía, dio el ejemplo, saltando el primero y gritando a los suyos:
¡Síganme muchachos, la trinchera es nuestra, Viva Chile!
Y agitaba la banderola para que desde la retaguardia se viera que aquella
trinchera estaba en poder de fuerzas chilenas y no hicieran fuego en esa direc-
ción.
Al saltar la trinchera, otra bala le partió la espada que llevaba, y empu-
ñando aquel pedazo de acero que le quedaba, con su mano ensangrentada, se
preparaba para continuar en sus proezas, cuando una bala le atravesó el mus-
lo. Atóse como pudo la herida, y con una sangre fría admirable, se arrancó un
hueso hecho astillas, con el propósito de seguir adelante. Mientras con tanto
estoicismo se vendaba la pierna, no cesaba de gritar a sus soldados, ya que le
era absolutamente imposible marchar con ellos: ¡Adelante hijos, la victoria es
nuestra!
Pero el aguerrido Santiago era el que tenía más bajas entre sus oficiales.
Ahí están para probarlo el comandante Fuenzalida, los capitanes Carlos Gati-
ca y Antonio Silva del Canto, el teniente Manuel R. Escobar y los subtenientes
Luis Alberto González, Francisco Ramírez, Hilarión Calabrán, Domingo Olar-
queaga, Arnaldo Calderón, César León Luco, José Lucero, Desiderio Hurtado
Solís y Belisario López P.
Una vez que los batallones de la Brigada Barceló escalaron y se apodera-
ron de la primera trinchera a punta de bayoneta, siguieron avanzando por ta-
pias y potreros, arrollando la derecha enemiga que se cargaba sobre la derecha
nuestra, sobre Navales y Aconcagua, que tenían que hacer frente no solo a las
fuerzas inmensamente superiores con que se batían, sino a los refuerzos que les
venían de refresco.
Amagada nuestra derecha por fuerzas tan considerables y casi agotadas
sus municiones, comenzó a ceder un poco. Los peruanos redoblaban sus fuegos
cada vez con mayor furia.
Navales y Aconcagua aguantaban hacía cerca de una hora los mortíferos
fuegos de los contrarios que acumulaban nuevas fuerzas. Felizmente, en aque-

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Walter Douglas Dollenz

llos momentos supremos, llega el regimiento Valparaíso con su bravo coman-


dante Marchant, Zapadores, 3º, y los primeros cuerpos de la División Lynch,
con lo que se equilibraban en algo las fuerzas, salvando así a Navales y Acon-
cagua de ser concluidos por el enemigo.
Los gloriosos restos de la División Lynch avanzaban cuan ligero les era
posible a reforzar a los Navales y Aconcagua y siendo el blanco obligado de
los certeros disparos de la artillería enemiga, cuyos proyectiles caían en medio
del camino y de nuestros soldados. Para evitar los estragos que las balas po-
dían causar en las filas de la 1ª División, se ordenó que la tropa marchara por
hileras de a dos apegadas a las tapias del callejón.
Pero aquí había un peligro tal vez mayor; toda la orilla del camino, a uno
y otro costado, estaba sembrada de bombas explosivas. Por una parte tenía-
mos los fuegos de los fuertes y trincheras, por otra las traidoras minas.
A pesar de todo, la División continuó de frente, y muy luego se encontraba
bajo los fuegos enemigos y se desplegaba para entrar en línea, viendo caer conti-
nuamente a oficiales y soldados como espigas al golpe de guadaña del segador.
Una de las muchas granadas cayó a dos pasos del coronel Amunátegui, a
cuyo lado nos encontrábamos en esos momentos con sus ayudantes Beytía y
Evaristo Sanz y doctor Llausás. El proyectil pasó zumbando y fue a enterrarse,
levantando una columna de arena, a dos pasos a la izquierda, felizmente sin
estallar a causa de lo flojo del terreno.
Las balas de rifle menudeaban especialmente en torno de los que iban
a caballo. Para mí, no me cabe la menor duda que los peruanos tenían aquí,
como en Chorrillos y como en Tacna, tiradores especiales para los jefes y ofi-
ciales chilenos, y que concentraban toda su atención sobre los que veían a
caballo, suponiendo, como era natural, que pertenecían a la categoría de jefes
o ayudantes de campo.
Y esto es tanto más exacto cuanto que de ello dan testimonio numerosos
hechos, de los que solo cito uno por haber sido testigo presencial de él.
Aún no se había disipado la nube de polvo que levantó la granada que
había caído al lado del coronel Amunátegui, cuando una granizada de balas
envolvió al grupo que formábamos.
Uno de los proyectiles hirió en el pecho al caballo que montaba el ayu-
dante Sanz, que apenas tuvo tiempo para desprenderse y no ser aplastado por
el animal en su caída; otro iba a herir en una pierna al del ayudante Eduardo
Guerrero, quien se había acercado a transmitir una orden; una tercera bala pa-
saba rozándole el hueso del hombro derecho al mayor Vicente Subercaseaux,
que recién desembarcado, alcanzaba a tomar parte en las glorias y peligros de
esta jornada; el capitán Beytía perdía también su caballo.
No cabía la menor duda de que aquel grupo de jinetes, de los cuales en
un instante habían quedado desmontados cuatro, servía de objetivo a los ti-
radores peruanos, así como les servían todos aquellos a quienes creían jefes u
oficiales.

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

A la vez que los cuerpos de la 1ª División llegaban a menos de tiro de rifle


del adversario, la brigada de artillería del mayor Gana podía tomar posiciones
a nuestra derecha, apoyada por la Artillería de Marina y el Melipilla, prote-
giendo el despliegue de la División.
El mayor Jarpa con las baterías Ferreira y Keller, había salido ya de Cho-
rrillos y juntándose en el camino con el regimiento Carabineros de Yungay, el
cual volvía de nuevo a la línea de combate, sin haber encontrado otro punto
por donde poder maniobrar.
El regimiento Granaderos, mandado ahora por el comandante Muñoz
Bezanilla, había tomado una ruta por la izquierda nuestra, deseoso de vengar
una vez más la muerte de su querido jefe, teniente coronel don Tomás Yávar.
El comandante Pedro Soto Aguilar con sus veteranos cazadores se dirigía
hacia nuestra derecha extrema, por el lado de Monterrico Chico, buscando en
quiénes probar sus afilados sables.
Los cuerpos de la Brigada Barceló seguían saltando tapias y atravesando
potreros para desalojar al enemigo, que comenzaba a flaquear por su derecha
en reñida y porfiada lucha y a costa de numerosas bajas. Los peruanos se
batían detrás de sus tapias sucesivas, defendiendo el terreno palmo a palmo.
Pero a los nuestros, dado el primer empuje, nada era capaz de detenerlos,
tanto más cuando que veían a sus jefes Barceló, Fuenzalida, Lucio Martínez,
Seguel, José María del Canto, que eran los primeros en exponer sus pechos
a las balas.
Navales y Aconcagua hacían prodigios de valor, sosteniendo el combate
en ese punto contra fuerzas inmensamente superiores y parapetadas detrás
de atrincheramientos que las hacían invulnerables. La flor de la oficialidad de
ambos cuerpos había pagado ya su deuda de sangre, y las filas se clareaban
horriblemente.
Navales había visto caer a Dueñas y Simpson, a Escobar y Beytía, a Gue-
rrero y Rengifo, a Valdivieso y a López, y tantos otros jóvenes distinguidos que
todo lo habían sacrificado en aras de su patria.
Pedro Dueñas, uno de los más simpáticos y más patriotas oficiales de ese
cuerpo, hijo predilecto de Valparaíso, se había hallado en las principales accio-
nes de guerra de la campaña del Pacífico.
Después de haber hecho toda la campaña desde Antofagasta hasta Tara-
pacá, y batídose valientemente en Tacna, donde fue herido como sus amigos
Beytía y Carvallo, una bala lo hiere a las puertas de Lima, última etapa del
glorioso camino recorrido por las victoriosas armas de Chile.
El Aconcagua había sufrido no menos que Navales, sosteniéndose estoi-
camente en medio de aquella matanza con su digno comandante Díaz Muñoz
y sus jóvenes e intrépidos oficiales.
De estos ya estaban fuera de combate más de doce, entre ellos los capita-
nes Francisco Caldera, Ahumada y González; los tenientes Torres, Herbage y
Letelier, los subtenientes Ordóñez, Molina y del Canto.

143
Walter Douglas Dollenz

El coronel Urriola perdía en esos momentos su caballo, y montando en


otro animaba a los de su brigada, y con la rabia en el corazón miraba caer a sus
queridos Navales, cuyo mando jamás se ha permitido abandonar.
Aconcagua y Navales rivalizaban en sacrificios.
Viendo el comandante Fierro que el enemigo acercaba más sus tropas
y que su batallón corría peligro de ser deshecho, se dirigió a sus soldados y
en un arranque magnífico les grita: ¡A morir o a vencer. Acordaos que sois
chilenos!
Electrizados por estas palabras, los Navales cargan a la bayoneta y ha-
cen retroceder a sus contrarios, apoderándose con el Aconcagua de la primera
trinchera.
Al saltar esta, el capitán ayudante Augusto Nordenflicht fue ensartado en
el pecho por un yatagán, al mismo tiempo que recibía un balazo en la cabeza
y caía inanimado y ensangrentado sobre aquel escalón de su gloria, colocando
su nombre en nuestra historia al lado de los mártires de la patria.
La situación de la derecha era insostenible. El coronel Lagos, que acudía
donde mayor era el peligro, y que con las escasas fuerzas de su División había
mantenido por más de una hora al enemigo, mandó entonces a sus ayudantes
Argomedo y Salcedo en busca de refuerzos.
Pero ya el Valparaíso estaba ahí y también Zapadores y el 3º de Línea.
Era tiempo.
El regimiento Valparaíso, desplegándose instantáneamente en batalla, en-
tra en línea sin amedrentarse por los claros que el enemigo hacía en sus filas y
emprende el avance con su bravo e impetuoso comandante Marchant.
Este, cerca ya de las trincheras en que los peruanos hacían un espantoso
fuego, se vuelve a sus soldados y señalando con la espada la fortificación, man-
da calar bayoneta. En el mismo instante una bala le da la muerte de los valien-
tes, y exhala su último suspiro envuelto en un ¡Viva Chile! Postreras palabras
con que cerraba su orden de cargar.
La muerte de su jefe no detiene a los arrojados hijos de Valparaíso. El co-
mandante La Rosa sucede al comandante Marchant. Y siguen adelante hasta
formar la línea.
Sucesivamente entran Zapadores y 3º de línea, a las órdenes de sus co-
mandantes Zilleruelo y Gutiérrez. Cada uno de los regimientos tenía que pagar
un doloroso tributo. Zapadores perdía a su comandante Zilleruelo, gravemen-
te herido en los ojos.
Pero estos esfuerzos nada eran contra las legiones peruanas.
El combate es reñidísimo por una y otra parte. De todos los fuertes llueve
la metralla, y al estruendo de los cañones de San Bartolomé y Magdalena se
añade el de las minas, que hacían explosión levantando en el espacio grandes
columnas de humo y tierra, estremeciendo el suelo como si lo sacudiera una
fuerza subterránea.
Los peruanos hacían esfuerzos supremos y concentraban todos sus ele-
mentos, pues veían llegar a la División Lynch a cubrir nuestra derecha, mien-

144
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

tras que la Brigada Barbosa principiaba por el lado de Monterrico un movi-


miento envolvente sobre la extrema izquierda del enemigo y sus reductos.
Al mismo tiempo se ve que una columna enemiga y una fuerza de caballe-
ría como de 100 hombres amenaza flanquear nuestra derecha.
Inmediatamente el coronel Urrutia acude en busca de la caballería chilena,
y encontrándose con el regimiento Carabineros de Yungay, pide al comandante
Bulnes que contenga aquel avance.
Este jefe ordena que la mitad del regimiento se despliegue en tiradores
teniendo que vencer dificultades casi insuperables, y con el resto carga sobre la
izquierda peruana.
La caballería enemiga, apenas se vio amagada, volvió caras y huyó a todo
escape por el valle de Lima.
Los Carabineros no perdieron sin embargo su viaje, porque alcanzaron a
dar caza a algunos infantes que cayeron bajo sus sables.
Despejado el campo, el regimiento de Carabineros quedó formado en co-
lumnas de escuadrones, a fin de dar tiempo y proteger el avance de la 1ª Divi-
sión por ese lado.
Y me parece que no está fuera de lugar aquí citar un pequeño hecho que
patentiza el desprecio con que nuestros soldados miran la muerte.
Cuando el regimiento de Carabineros ejecutaba su animosa embestida,
se descompone la montura del sargento Ibáñez. Este se bajaba de su caballo,
como si estuviera en algún paseo, siendo que las balas caían a más y mejor, aco-
moda tranquilamente su montura, cincha bien a su caballo, y parte enseguida
como un rayo a unirse con sus compañeros y tomar parte en la carga.
La 1ª Brigada de la División Lynch se encontraba como detenida por las
tapias y zanjas que no le permitían desplegarse, recibiendo a mansalva los fue-
gos del enemigo.
Entonces comenzaron su obra los Krupp de montaña. Las baterías de los
capitanes Fontecilla y Errázuriz en la extrema derecha nuestra, rompieron sus
fuegos con plausible acierto. Más acá, al centro, el mayor Jarpa establecía va-
rias piezas en baterías y concentraba sus fuerzas sobre el San Bartolomé, cuyos
disparos con artillería de largo alcance pasaban o caían en nuestras filas.
Despejado el campo por la derecha y protegidos por la artillería de mon-
taña estaban en línea, con grandes sacrificios, los distintos cuerpos de la 1ª
División.
El legendario 2º de línea, el heroico regimiento nunca vencido, que se
había cubierto de gloria en Tarapacá y Tacna, avanzó impávido afrontando la
muerte con su destrozado estandarte al centro.
Razón tenía su comandante del Canto, el digno sucesor de Ramírez y
Vivar, cuando al recibir de manos del General en Jefe la reliquia doblemente
bendecida por la iglesia y bañada en la sangre de sus defensores decía:
«Señor General: El regimiento 2º de línea, que tengo el honor de dirigir,
sabrá en todo caso cumplir con su deber. Y esta bandera que me entregáis, sím-

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Walter Douglas Dollenz

bolo sagrado de la patria querida, no caerá en poder del enemigo mientras esté
de pie el que habla y todos los demás que tienen el deber de defenderla».
Y el comandante Canto cumplía su promesa, así como su regimiento cum-
plía su deber, siguiéndole luego el Atacama.
Pero, como antes lo he dicho, en esta sangrienta jornada parece que una
fatalidad invisible se ensañaba contra nuestros jefes estimados. Los sargentos
mayores de estos regimientos caían poco después, Rafael Zorraindo, del Ata-
cama, muerto; Miguel Arrate, del 2º, herido; como más tarde lo eran los dos
jefes del Coquimbo, Marcial Pinto Agüero y Luis Larraín Alcalde, y Telasco
Trujillo del Colchagua.
No sin grandes esfuerzos de jefes y oficiales pudo organizarse la línea. Las
tropas asediadas por el fuego compacto que las diezmaba, vacilaban, y con
razón, pues tenían que ir entrando en línea a 100 metros del enemigo que no
contento con los disparos de su infantería, de sus fuertes con cañones y ame-
tralladoras, enviaba desde sus trenes artillados que recorrían la línea férrea un
torrente de granadas.
Solo una frase encuentro, oída a un soldado, que pinte siquiera pálida-
mente lo terrible y espantoso de aquel fuego: «Era una tupición de balas y
granadas que no se veía el sol».
El general Maturana, los jefes de cuerpo, los oficiales, los ayudantes del
Estado Mayor, se esfuerzan y trabajan para organizar la línea y poder empren-
der el avance, animando a las tropas con la voz y el ejemplo.
Por fin, desplegándose por entre los potreros, protegidas contra el fuego
abrumador del enemigo por las baterías de montaña y apoyadas en su derecha
por los Carabineros de Yungay y más allá por la Brigada Barbosa, las tropas
de la 1ª División se formaban en batalla. A continuación del 2º y del Ataca-
ma seguían el Colchagua, el Talca, el 4º, Chacabuco y Coquimbo. El Quillota
entraba también a reforzar al Talca y al 4º que tenían entre sí el punto mejor
atrincherado y defendido del enemigo.
La Artillería de Marina y el Melipilla no tomaron parte en este avance por
cuanto con anterioridad se habían desprendido de la división, por orden del
coronel Lynch, para proteger las brigadas de montaña de Errázuriz y Fontecilla
cerca de Monterrico Chico.
Establecida ya la línea y siempre bajo los fuegos concentrados de los pe-
ruanos, los restos de la División Lynch, recobrando todo su vigor y energía,
emprenden un movimiento de avance general y se disponen a vengar a sus
muertos y hacer pagar cara a los peruanos su infame felonía.
Los peruanos, lejos de ceder ante el empuje de los bravos de la reserva y
de la 1ª división, se batían desesperadamente, como que defendían los últimos
baluartes que se oponían al ejército chileno en su marcha victoriosa sobre la
antigua capital de los incas y de los virreyes.
Allí habían concentrado todos sus recursos, todo lo que les quedaba en
ejército, cuanto podía ser un dique que en algo contuviera la corriente im-
petuosa e irresistible de las huestes vencedoras de San Francisco y Ángeles,

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

de Pisagua y Tacna, de Arica y de Chorrillos que avanzaba hacia el corazón


del Perú. Allí no solo peleaba el soldado acostumbrado a los fragores de las
guerras intestinas, los batallones organizados y disciplinados, sino también la
reserva compuesta de obreros, de hombres de la alta sociedad y de jóvenes
ilustrados.
En fin, allí estaba todo el poder material y militar, todas las fuerzas con
que contaba el Perú; allí jugaba su última carta, esgrimía sus últimas armas,
hasta las más vedadas y traidoras.
Cada tapia, cada trinchera, cada reducto era una inmensa fragua de muer-
te y exterminio alimentada por inagotable combustible. Los millares de muni-
ciones que sus Peabody y sus Remington, sus Parrot y sus Grieve, sus Gatling
y sus Nordenfelt vomitaban sin interrupción, eran renovados por los trenes
contínuos que a cada minuto vaciaban increíble cantidad de pertrechos.
Los nuestros avanzaban contestando a pecho descubierto, ora al toque
de diana que les hacía olvidar sus fatigas y arrostrar contentos el peligro, ora
el calacuerda que en los peruanos causaba el efecto de fatídico anuncio de
cercana muerte.
Vino un momento en que comenzaron a agotarse las municiones de la
infantería y que pudo hacerle flaquear, pero fue de corta duración.
La naturaleza misma del terreno hacía más que difícil el acarreo de los
proyectiles hasta las líneas de batalla, no habiendo sino un solo camino practi-
cable. Más los encargados de este servicio y la comandancia de bagajes vencían
esas dificultades, exponiendo a cada momento sus vidas y acudían a llenar las
vacías cananas de los soldados.
Las baterías consumían también sus municiones con gran rapidez. Pero
allí estaba el Parque General de Artillería que se portaba admirablemente.
El mayor Fuentes, secundado por los tenientes Escala y Aníbal Achurra,
llevaban personalmente en sus caballos los proyectiles que necesitaban las dis-
tintas baterías. En esta comisión fue gravemente herido el teniente Achurra.
Municionadas las tropas, nada hubo que paralizara su empuje, y avanzaron
en toda la línea formando un ancho círculo que se estrechaba poco a poco en
sus dos extremos. Las dos alas comenzaban a flanquear al enemigo por derecha
e izquierda, convergiendo sobre el camino férreo y el pueblo de Miraflores.
Mientras los cuerpos de la 3ª División arremetían por la derecha enemiga,
tomándose a la bayoneta tapias y trincheras, los de la 1ª hacían proezas de va-
lor por el costado opuesto, dejando el campo sembrado de muertos y heridos.
El Concepción, al grito de: Hijos, a vencer o morir por la patria, repetido
por su comandante Seguel que, habiendo muerto su caballo, proseguía a pie su
marcha en avance; no cejaba un instante.
El Santiago, que ya había visto caer a su comandante Fuenzalida grave-
mente herido, pero que aún tenía fuerzas para decir a los suyos: ¡Adelante, no
hay que ceder!
Dejaba en cada trinchera sangrientos despojos y heridos a muchos de sus
oficiales.

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Walter Douglas Dollenz

Reforzado por el 3º de línea, llegó hasta un reducto que hacía un fuego


espantoso de ametralladora, y lo tomó a la bayoneta, cubriendo el suelo con
los cadáveres de sus defensores.
Antes de llegar al fuertel del Santiago, Hilario Calabrán, recibía una heri-
da en la mano izquierda al saltar una trinchera; pero eso no bastó, sin embargo
de que la sangre le salía en abundancia, para que abandonara el campo hasta
que vio que el enemigo comenzaba a emprender la fuga, perseguido de cerca
por los nuestros.
Como en el Santiago y en el Concepción, en el Valdivia y el Caupolicán
dominaban igual arrojo, la misma impetuosidad. La Brigada Barceló sabía
cumplir con su deber, más cuanto que su esforzado jefe, herido por una bala en
el cuello, les daba el ejemplo con su enérgica y valerosa actitud.
Aconcagua y Navales, con el coronel Urriola y los comandantes Fierro y
Díaz Muñoz, acometían impetuosamente al enemigo que arrollaban hasta un
reducto de la derecha con las puntas de sus yataganes.
El estandarte del Aconcagua ondeaba en medio del regimiento llevado por
el abanderado Andrés Cabrera, que no lo abandonó hasta que una bala le dio
temprana y gloriosa muerte. La insignia pasó de mano en mano, recibiendo su
bautismo de fuego y el de la sangre de sus defensores.
Junto al abanderado Cabrera caía el teniente González para no volverse
a levantar. Y más allá yacía con cuatro horribles heridas el teniente Benigno
Caldera, que se había batido como un león y que como su hermano el capitán
Francisco Caldera, otro herido de Miraflores, pertenecen al entusiasta contin-
gente que San Felipe envió al teatro de la guerra, escogiéndolo de entre lo más
florido y gallardo de su juventud.
Junto con el Aconcagua avanzaba Zapadores con irresistible coraje, ha-
ciendo honor a la memoria de su comandante Santa Cruz y al renombre que
había sabido conquistarse en los anteriores combates.
El coronel Lagos, ese hombre de acero creado para los campos de bata-
lla, que menosprecia las balas y podría decir como el gran capitán francés:
«Aún no está fundida la bala que ha de matarme». El coronel Lagos a todo
atendía, sea personalmente con su Jefe de Estado Mayor, sea por medio de
sus ayudantes.
Para dar mayor fuerza al ataque de la 1ª y 3ª División apoyadas por
Zapadores, 3º de línea y Valparaíso el General en Jefe hizo avanzar al Buin y
al Chillán, que habían quedado como de reserva y que dos días antes mani-
festaron de cuanto eran capaces en el ataque de San Juan, escribiendo con las
puntas de sus bayonetas y con su sangre una de las más brillantes hojas de la
campaña militar.
El Bulnes, de guarnición en el pueblo de Chorrillos, también recibió igual
orden, y a marcha forzada se dirigió al lugar del combate.
Solo el Esmeralda permanecía en forzada inacción custodiando la Escuela
de Cabos, convertida en hospital para nuestros heridos y en depósito de prisio-

148
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

neros. Pero más tarde se ponía en movimiento al trote, porque alguien había
llegado al hospital diciendo que uno de los trenes artillados se dirigía a todo
escape con numerosas fuerzas sobre la Escuela de Cabos.
El comandante Holley, dejando de guardia una parte del regimiento en el
hospital, desplegó el resto en batalla y marchó por la línea para cortar el paso
a los peruanos y defender el sagrado depósito que se había confiado a su valor
probado.
Que un tren artillado venía a toda máquina todos lo hemos visto, y no
solo uno sino varios. De manera que si no eran perfectamente fundados los te-
mores del oficial que llevó la noticia, la felonía de la mañana autorizaba a creer
que los peruanos cometieran el crimen de ir a cebarse en los heridos.
El comandante Holley con sus esmeraldinos, estaban dispuestos a vender
caras sus vidas antes que permitir aquel acto de barbarie, y probaban una vez
más que sabían cumplir con su deber y que no hay peligro que no afronte para
cumplirlo el militar chileno.
El Buin y el Chillán, con una sección de artillería se dirigieron con el
comandante Jorge Wood, ayudante de campo del General en Jefe, el mismo
que dio la célebre carga de Tarapacá, hacia el ala izquierda enemiga. Pero
viendo que allí no eran indispensables, porque los cuerpos de la 1ª División ya
flanqueaban ese costado, se les hizo contramarchar al trote y avanzar por el
camino del centro, donde los contrarios sostenían porfiada y tenaz resistencia
auxiliados por el San Bartolomé y la batería de Krupp de montaña que habían
colocado en ángulo saliente para defender el mencionado camino.
Los cuerpos de la 1ª División, bien que diezmados en la batalla de Cho-
rrillos, donde habían tenido los honores y soportado lo más sangriento de la
jornada, querían que en esta no fuera pequeña su parte en la victoria.
Cuando el Buin y el Chillán estuvieron cerca, todos avanzaban desalojando
al enemigo de sus posiciones hasta que aunando sus esfuerzos, se abalanzaron con
terrible ímpetu y sin hacer el menor caso de las minas que estallaban a su paso so-
bre los reductos de la izquierda enemiga, de los cuales se apoderaron a la bayoneta.
No hubo piedad ni cuartel; ni uno solo consiguió huir ni quedó con vida.
Dos de estos reductos volaron en parte con horrible estruendo, pero sin
causar mayores bajas entre los nuestros.
Sobre esas fortificaciones y los montones de cadáveres de sus defensores
que patentizaban con la mudez y la frialdad de la muerte lo tremendo del ata-
que y la enérgica resistencia de los contrarios, flameaba ya el tricolor chileno.
En este asalto rivalizaron todos; el 2º como el Atacama, el Talca como el
4º, el Colchagua como el Chacabuco.
Uno de los capitanes del Colchagua, Pedro Antonio Vivar, fue uno de los pri-
meros en poner su planta sobre la trinchera enemiga; pero, como si la muerte solo
esperara el instante en que el denodado capitán se ciñera los laureles de los héroes
y de los mártires de la patria, una bala le penetró en la frente y lo hacía exhalar el
último suspiro bajo la bandera vencedora que lo cobijaba entre sus pliegues.

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Walter Douglas Dollenz

Vista panorámica de Lima, 1881.


Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Pero el Colchagua no solo perdía a ese valiente capitán. A su lado caían


muertos o heridos por el plomo enemigo otros dignos y pundonorosos oficia-
les, como el teniente Manuel Jesús Carrasco, muerto; capitanes Andrés Soto y
Bernardo Latorre; teniente Alfredo Jaramillo, y subtenientes Wenceslao Gómez
y Francisco Iturriaga, heridos graves.
El Coquimbo es otro de los cuerpos en que las balas peruanas hicieron
más estragos en las filas de sus oficiales, sin contar a sus jefes Pinto Agüero y
Luis Larraín Alcalde, que sucesivamente llevaron a los probados e indomables
coquimbanos al triunfo, y que uno en pos de otro cayeron como bravos al fren-
te de su regimiento; ahí están el capitán Marcelino Iribarren, el teniente Rafael
Varela y los subtenientes José Salinas y Daniel 2º Mascareño, muertos; capitán
Julio Caballero, teniente José del C. Sosa, y subtenientes Antonio Urquieta,
Ismael Concha y Carlos Ansieta.
El capitán Marcelino Iribarren, vencedor de San Francisco y de Tacna, se
había batido en Chorrillos con indomable y sereno valor. Según decía el sub-
teniente Covarrubias, sabía que corría a una muerte segura, y este oficial nos
aseguraba a bordo del Paita que Iribarren tenía el presentimiento de que iba a
ser herido en el vientre, como en efecto lo fue al saltar uno de los reductos.
El subteniente Covarrubias, que en Chorrillos había sido herido en un pie,
apenas sintió las primeras descargas que anunciaban la felonía de los peruanos, se
trasladó como pudo al lugar del combate, llegando en los momentos en que caía
su amigo y capitán, en cuyo auxilio acudió con el subteniente Alenk Escala.
Este último, un adolescente, dio a Iribarren el abrazo de despedida, dicién-
dole: ¡Voy a vengarlo, capitán, y a conquistar glorias para la patria! Y espada
en mano se lanzó a lo más reñido del combate. Digno nieto de un valiente
general chileno.
El capitán Iribarren, entonces, dijo a su amigo el subteniente Covarrubias:
«Muero por mi patria,» y abrazándolo agregó: Dad este abrazo a mi madre y
decidle que para ella ha sido mi último recuerdo».
Esta conmovedora escena de un valiente que, después de derramar su san-
gre y al morir por su patria consagra sus últimos recuerdos a la madre querida
que le diera el ser, nos la han referido, enternecidos, el confidente de su postrer
pensamiento, subteniente Covarrrubias, y el digno capellán Labra.
Largo sería referir los detalles que acompañaron a la muerte de otros
oficiales tan patriotas y esforzados, como el teniente Rafael Varela, que aún
cuando estaba gravemente enfermo en Lurín, nada le contuvo contra los im-
pulsos de su corazón, y después de pelear en Chorrillos, moría gloriosamente
en Miraflores; como el subteniente Mascareño, que se enroló en el Coquimbo
de simple soldado y conquistó sus jinetas de cabo y de sargento y su presilla de
oficial en Dolores y en Tacna. En Miraflores una bala lo hirió en el estómago,
y aún así, continuó batiéndose hasta morir.
Cada uno, por su valerosa conducta, por su patriotismo, por las heridas
que han recibido en la más sangrienta de las batallas, cada uno necesitaría un

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Walter Douglas Dollenz

capítulo aparte, y la historia justiciera recogerá sus nombres con cariño como
el de sus demás compañeros de heroísmo, muertos, heridos o ilesos, que han
sabido dar a Chile tan esplendentes glorias.
Nuestra infantería había ganado terreno considerablemente e iba estre-
chando al adversario en sus trincheras del centro y en sus últimos reductos.
A su turno se adelantaba la artillería de montaña para poder contestar
con mejor éxito a su rival.
A las 4.45. P. M. cesan en gran parte los fuegos del enemigo por su dere-
cha y se recrudecen en el centro, donde acumulaban los últimos elementos de
su resistencia.
El San Bartolomé seguía tronando, y el combate era reñido en el centro.
El General Saavedra, poniéndose a la cabeza de un escuadrón de caballe-
ría, carga por el lado izquierdo; pero a cada instante se presentan vallas insu-
perables que impiden maniobrar a la caballería, y que nuestra infantería había
salvado a costa de inmensos sacrificios.
Eran las 5.25 P. M. y el fuego del enemigo comenzaba a amainar. Solo los
cañones del San Cristóbal y de Magdalena disparaban, pero a largos interva-
los. Los Krupp del centro funcionaban aún.
Los demás reductos habían caído en poder de nuestros soldados vencedo-
res, cabiendo al Atacama el honor de tomar en uno de ellos el estandarte del
Batallón número 6 de la reserva.
Un empuje más y la artillería del centro era tomada también a la bayoneta
a pesar del fuego que de enfilada recibían nuestras animosas tropas.
Diez minutos más tarde, los restos del ejército peruano emprendían pre-
cipitada fuga.
El señor Ministro de Guerra, poniéndose a la cabeza de Carabineros de
Yungay, cargaba sobre los fugitivos; pero tanto los Carabineros como Caza-
dores y Granaderos tenían que detener sus caballos ante anchos y profundos
fosos o paredes insalvables. Muy a su pesar, nuestra caballería tenía que dejar
a la infantería el encargo de perseguir al enemigo que en completo desorden
huía hacia Lima, la cual recibía aterrorizada a los primeros heridos y dispersos
peruanos, pero alentando todavía esperanzas en el triunfo de sus armas y la
derrota de los chilenos.
Aunque parezca inverosímil, el hecho es efectivo. En los momentos mis-
mos en que nuestros valientes batallones comenzaban su movimiento de avan-
ce y cuando ya habían desalojado a los peruanos de sus primeros atrinchera-
mientos, alimentábanse todavía en Lima esperanzas de una victoria que con
raras excepciones, creían casi segura los moradores de aquella ciudad.
Y en gran parte no carecían de cierto fundamento esas creencias.
De un lado confiaban en las formidables posiciones que consideraban in-
expugnables, en la aglomeración inmensa de elementos de ataque y de defensa,
en la superioridad de sus fuerzas y de su armamento. Esto nos lo han asegura-
do varios jefes prisioneros y personas caracterizadas con quienes hemos habla-
do en Lima sobre el particular.

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Pero pocos momentos después, la terrible realidad sucedía a la acariciada


ilusión. Lima recibía aterrorizada las primeras noticias de la derrota de su ejér-
cito que creía invulnerable, la formidable línea de Miraflores estaba a aquellas
horas en poder de los chilenos, que venían picando la retaguardia a las desor-
denadas legiones peruanas.
Como decía más arriba, a las 5.35.P.M. del 15, las tropas peruanas em-
prendían despavoridas la fuga ante el irresistible empuje y las temidas bayo-
netas de nuestros valientes soldados, dispersándose por los caminos vecinales,
potreros y fincas del valle de Lima y dejando cubierto el campo de armas y
municiones.
En la desesperación de la derrota, los peruanos llegaron al paroxismo.
Mientras unos, mirando hacia atrás con extraviados ojos las bayonetas que
los picaban, arrojaban al suelo sus armas aterrorizados, otros quemaban sus
últimos cartuchos, quizás creyendo así escapar mejor de la muerte que corría
en pos de ellos.
Sin embargo, en algunos puntos todavía hacían fuego disparando de las
tapias o fosos, haciendo volar a la vez las minas que estaban bajo la planta de
los vencedores.
También avanzaban, hasta más acá de la estación, trenes artillados que
rompían un fuego de artillería y fusilería, con el objeto, sin duda, de detener la
persecución de la infantería chilena sobre los restos del ejército peruano.
En esta persecución, por caminos y potreros en que tropas nuestras lle-
garon hasta los suburbios de Lima, tuvimos que lamentar algunas bajas de
oficiales y soldados. El capitán de Zapadores, Marco Aurelio Valenzuela, fue
herido gravemente en el brazo derecho, cuando con unos cuantos hombres de
su regimiento daba caza a un numeroso grupo de fugitivos, y cuando, después
de haber hecho toda la campaña, veía llegado el momento de entrar victorioso
a la ciudad de los virreyes.
En efecto, Valenzuela había hecho toda la campaña del Perú y era teniente
de la artillería de Marina cuando la declaratoria de guerra al Perú. Con este
regimiento tomó parte en la memorable jornada de Tarapacá. El lamentado
comandante Baldomero Dublé Almeyda, que había tenido ocasión de apreciar
las aptitudes e inteligencia del joven oficial, lo llevó al Cuerpo de Ingenieros,
pasando más tarde a Pontoneros, y por último al regimiento de Zapadores, en
el que era capitán al salir el ejército de Arica. Tomó parte en las acciones de
guerra que vinieron después de Tarapacá, y finalmente en Chorrillos y Miraflo-
res, donde una bala lo hería en los últimos momentos de la batalla.
El subteniente Domingo Olarquiaga, del Santiago, joven de veinte años
fue herido en el muslo. Olarquiaga había peleado en San Francisco y Tacna. En
Chorrillos, a las órdenes del intrépido comandante Fuenzalida, contribuyó a la
toma del Morro. En la jornada del 15, al llegar con su mitad a la línea férrea,
tuvo que soportar los fuegos de un tren artillado que diezmó a sus soldados.
Herido a su vez, tuvo que permanecer ahí hasta que más tarde fue recogido y
llevado a una ambulancia.
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Walter Douglas Dollenz

Vista panorámica de Lima, 1881.


Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

José Salinas, subteniente del Coquimbo e hijo de una distinguida familia


de Combarbalá, después de batirse con ese valor indomable de sus paisanos en
la batalla del 13, saltaba sobre un caballo y poniéndose al frente de algunos
soldados, se fue sobre los enemigos, a los que persiguió hasta que la muerte lo
detuvo en su carrera.
Otro oficial del Coquimbo, el subteniente Antonio Urquieta, cayó tam-
bién herido por segunda vez, habiéndolo sido la primera en la batalla de
Tacna.
Recordamos también al subteniente del Chacabuco Guillermo Rodríguez
Velasco. Cuando el enemigo se declaró en derrota, el subteniente Rodríguez
Velasco marchó a la cabeza de su compañía, en persecución de los peruanos.
En esos momentos estalló una mina que lo hizo volar con varios soldados. La
explosión y el golpe lo dejaron sin sentido, y durante muchas horas se creyó
que no viviría.

A las 6 P.M, los cuerpos de la reserva, de la 1ª y 3ª División eran dueños


de toda la línea y pueblo de Miraflores.
El ruido ensordecedor de las ametralladoras y fusilería había cesado,
oyéndose únicamente lejanos y raros disparos. Solo del San Bartolomé y de la
batería de la Magdalena se continuaba un agonizante fuego con sus piezas de
grueso calibre, al que de cuando en cuando venía a mezclarse algún tiro de los
cañones del San Cristóbal, cuyo ronco estampido parecía en esos momentos el
funerario tañido de fatídica y colosal campana, tocando a difuntos.
A estos disparos contestaba nuestra artillería enviando sus proyectiles al
San Bartolomé y a las fugitivas tropas peruanas, y los cañones de nuestra es-
cuadra por el lado de la costa.

La escuadra, que con sus certeros y bien dirigidos disparos contribuyó


eficazmente a la victoria, tuvo que llorar también la pérdida de uno de sus
buenos oficiales.
En los últimos momentos del combate, una granada del cañón de a 70 del
Blanco hizo explosión al retirarla de la pieza, causando la muerte inmediata de
dos marineros e hiriendo a siete más. El inteligente y estimable teniente 2º Ave-
lino Rodríguez, era también otra de las víctimas. Herido mortalmente, moría
pocas horas después, dando así a la escuadra su parte en el sacrificio común.

El señor General en Jefe, generales Maturana y Saavedra y ayudantes del


Estado Mayor y del Cuartel General, llegaban a las 6.10 a la estación de Mi-
raflores, precisamente en el mismo instante en que desde Lima venía a toda
máquina un tren artillado que a pocas cuadras rompía un fuego violento de
fusilería y de cañón, a la vez que continuaba avanzando.
El General en Jefe y los que le acompañaban se hallaban en la misma vía
en que caían las balas, y no se comprende como no salió herido ninguno de los
que formaban aquel numeroso grupo.

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Walter Douglas Dollenz

Los soldados que estaban más a vanguardia se parapetaban, a la voz de


sus oficiales, detrás de las tapias de ambos lados del camino y disparaban sus
rifles contra aquella máquina infernal que parecía vomitar fuego por todos sus
poros.
Mientras tanto el comandante Stuven, ayudado de algunos soldados de
los diversos cuerpos, trataba de arrancar uno o dos rieles de la estación, al mis-
mo tiempo que hacía avanzar un convoy de carros cargados de municiones y
víveres, que estaba en uno de los cambios, a fin de interceptar la vía.
Los ayudantes Gándara y Santiago Herrera hacían rodar sobre la línea
uno de los cañones Krupp tomados al enemigo, y lo abocaban en dirección al
tren artillado. Más allá los sargentos mayores Aristía Pinto y Manuel Borgoño,
obstruían el camino derribando sobre los rieles los postes telegráficos.
Pero el tren, detenido en su vertiginosa carrera por el fuego de infantería,
regresaba hacia Lima con toda velocidad, siempre disparando sus cañones. Era
esta la postrera tentativa de los peruanos en aquel naufragio sin nombre.

En esos mismos instantes, con los primeros resplandores crepusculares y


al ocultarse los últimos rayos del sol, apareció como por encanto en el firma-
mento un espléndido y brillante arcoiris, cuya aparición se repetía en la tarde
del día siguiente, haciendo exclamar al comandante Echeverría del Quillota:
«Hasta en el cielo está nuestra bandera».
Uno de los extremos de aquel hermoso fenómeno se apoyaba detrás de
los cerros de Vásquez, por el lado de Lima, y el otro en el mar, por el lado de
Miraflores, y abarcaba así todo el campo ocupado por el ejército chileno, for-
mando sobre él el más grandioso arco de triunfo, digno de sus proezas, de sus
sacrificios y de su valor sin par.
El General en Jefe y el General Maturana, después de recorrer la línea y
dictar las disposiciones convenientes para el alojamiento y rancho de la tropa
que no había comido en todo el día, regresaron con su Estado Mayor a unas
carpas abandonadas por las ambulancias peruanas y que servían de Cuartel
General.
En el camino encontró al comandante Holley con una parte del regimien-
to Esmeralda, que había salido de Chorrillos con el propósito de detener al
tren artillado que se decía avanzaba sobre el depósito de heridos.
Pero de una u otra manera, los peruanos no debían dejar infamia por
cometer, y una de las últimas fue el ataque que trataron de emprender sobre el
hospital de San Juan.
Desde el día anterior se hallaba custodiado por una compañía del Esme-
ralda al mando del capitán Florencio Baeza, quien, al ver una fuerza de caballe-
ría enemiga o quien sabe si una montonera venía con el propósito de asaltar la
ambulancia y cebarse talvez en los heridos, hizo desplegar su gente en guerrilla,
dispuesto a defender hasta lo último el sagrado depósito.
Después de un corto tiroteo, los asaltantes huyeron hacia Lima dejando
en el campo muchos de los suyos.

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Poco después de retirarse el General, Miraflores comenzaba a arder por


varios puntos, justo castigo de la doble felonía de que había sido cuna.
Eran las 18.50 horas.
A esas horas el triunfo era completo, la destrucción del ejército enemigo
estaba consumada, pero a costa de cuantos sacrificios, de cuantas preciosas
vidas cortadas en flor y que clamaban tremenda venganza…
Sangriento combate que alevosa mano iniciara en hora aciaga para el
Perú, terminaba con las claridades del día. Y esto quizás salvó a los peruanos
de que Lima no corriera la misma suerte que Chorrillos, Barranco y Miraflo-
res; pues, en su justo enojo y para vengar la sangre de sus hermanos, nuestros
soldados le habrían impuesto castigo.
Nuestro ejército acampaba sobre el teatro mismo de sus nuevas glorias,
a vanguardia de las posiciones arrancadas al enemigo y dominando Lima con
sus cañones.

Tropas chilenas desfilando en la Plaza de Armas de Lima.

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Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Después de la batalla

Una hora después del combate de Miraflores, de ese combate en que la


sangre de tantos nobles soldados regó aquel campo, hoy convertido en campo
santo de santos recuerdos y de santos sacrificios. El dictador peruano, acosa-
do por los lamentos de sus víctimas, tintas las manos en sangre, cual nuevo
Macbeth, desaparecería en medio de las sombras de la noche como una fata-
lidad antigua.
Seguíalo una reducida comitiva de secuaces, entre ellos Buendía, el gene-
ralísimo de San Francisco, y García y García, el de la Unión. Y por otro cami-
no, no menos tortuoso, Montero el de Tacna. Esos hombres funestos, que han
dado a su pobre patria sus horas más amargas y crueles, cuyos nombres están
vinculados a las faenas más dolorosas de la historia contemporánea del Perú,
se unían en las tinieblas y en el caos de la derrota, quien sabe si para fraguar
nuevos y criminales atentados, quien sabe si para sangrar más aún a su desven-
turado país y completar su ruina.
Lima quedaba abandonada a su propia suerte, o más bien a la soldadesca
soez y avinada, a la que Piérola y los suyos se habían adelantado en la fuga. Y
Lima, la orgullosa, la voluptuosa Lima, quien sabe si lloraba sus culpas, nueva
Magdalena, que el cruento bautismo de sangre y las duras enseñanzas de los
últimos tiempos podrán talvez regenerar.

En el campamento de los vencedores, los soldados se habían entregado al


reposo que tanto necesitaban después de las penosas fatigas de las jornadas.
Las grandes guardias y puestos avanzados velaban su sueño.
El señor General en Jefe se había recogido a su improvisada tienda, donde
trabaja con los señores Altamirano, Godoy y Lira hasta muy adelantada la no-
che. El General Baquedano pensaba bombardear Lima al día siguiente, que era
domingo, caso que no se rindiera a discreción o pretendiera hacer resistencia.
El silencio que reinaba en el campamento fue de pronto interrumpido a la
1 A.M. por el ruido de un tren que venía de Lima. ¿Acaso una nueva alevosía
del enemigo, o bien era mensajero de paz que en una mano traía la rama de
olivo y en la otra las llaves de Lima?
Nadie lo sabía. Con el fin de evitar cualquier celada, se le dispararon dos
cañonazos como señal para que se detuviera. Se detuvo en efecto, y luego pudo
verse que traía la bandera blanca de parlamento.

159
Walter Douglas Dollenz

Salieron a su encuentro un oficial y soldados del Bulnes que estaban de


avanzada. Tan pronto como se supo que traía a tres mensajeros del Cuerpo
Diplomático que solicitaban una entrevista con el General en Jefe, el coronel
Lagos, tratándolos con todos los miramientos y consideraciones debidas, los
envió al Cuartel General con su ayudante el sargento mayor Julio Argomedo.
El General en Jefe, que en esos momentos conferenciaba en su tienda con
algunos dignatarios del ejército, hizo saber a los mensajeros que no podía re-
cibirlos hasta las 7 u 8 A. M. Uno de ellos regresó a Lima a dar cuenta de su
cometido, y sus compañeros se alojaron en la Escuela de Cabos.

Al amanecer del día 16, el General en Jefe salió con su ayudante de cam-
po, teniente coronel Wenceslao Bulnes, –bizarro jefe que en lo más reñido de
los combates dio siempre prueba de gran serenidad y valor–, a visitar los he-
ridos, hacer recoger a los que aún yacían en el campo y dictar las órdenes
convenientes.
Antes de las 8. A. M. estaba de vuelta, y momentos después llegaba al
Cuartel General el comandante Echeverría con un capitán de la marina italia-
na. Era uno de los mensajeros.
Llevado a presencia del General en Jefe, declaró que venía enviado por
el Cuerpo Diplomático, que pedía una entrevista con el fin de salvar a Lima y
solicitar garantías para los neutrales, pues la ciudad había sido abandonada
por sus gobernantes.
El General Baquedano le entregó entonces un pliego cerrado en el que,
según nuestros informes, notificaba al Cuerpo Diplomático el bombardeo de
la ciudad, agregando que como militar, su deber era obligar a Lima a rendirse
por todos los medios a su alcance, o reducirla a cenizas si pretendía oponer
resistencia, no pudiendo responder en este caso por las consecuencias.
El mensajero, después de saludar al General y personas que lo rodeaban,
tomó el camino de Lima.

A las doce y minutos un tren con bandera blanca llegaba a Chorrillos.


Conducía al señor Rufino Torrico, alcalde de Lima, a los señores ministros de
Inglaterra y Francia, almirantes francés e inglés y comandante de las fuerzas
navales italianas en el Callao.
El señor Torrico manifestó al General en Jefe que, habiendo sido aban-
donada Lima por Piérola y su gobierno, venía él como única autoridad local,
a pactar la entrega de la ciudad, implorando la clemencia del vencedor. Lima
abría sus puertas, no había fuerza armada ninguna que pudiera oponer resis-
tencia. Los señores ministros lo garantizarían.
El General exigió que Lima y el Callao se entregaran sin condiciones.
Después de largas deliberaciones, se convino en que Lima sería entrega-
da incondicionalmente; y en cuanto al Callao, donde existía alguna fuerza al
mando del señor Astete, el señor Torrico se comprometió a que se rindiera a

160
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

discreción, promesa que más tarde dijo no podía cumplir por cuanto Astete se
negaba a someterse, solicitando entonces que la entrada del ejército chileno a
Lima se efectuase a la mayor brevedad.
Terminada la conferencia, el General dispuso que al otro día, lunes 17,
una fuerza compuesta de tres baterías de artillería, los regimientos Carabineros
de Yungay y Granaderos a caballo, el Buin, Zapadores y Bulnes, a las órdenes
del General Saavedra, nombrado jefe de Lima, saliera a las 2 P.M. para tomar
posesión de la ciudad.

Y aquí nos parece oportuno consignar algunos hechos que se relacionan


con el Cuerpo Diplomático y lo ocurrido en Miraflores en los momentos de la
felonía. Ellos descorren gran parte del velo que ocultaba aquel acto en los pri-
meros momentos, y ponen en claro que Piérola se burló de una manera audaz
y sin precedentes de los respetables representantes de las grandes potencias,
haciéndoles juguete de sus indignas maquinaciones.
Los señores diplomáticos se encontraban tomando un lunch con Piérola
en la residencia que este ocupaba en Miraflores. El dictador peruano había
manifestado la mejor voluntad para entrar en arreglos y estaba dispuesto a
conceder todo.
En medio de la conversación, y cuando menos lo esperaban, los señores
ministros sienten una descarga cerrada seguida de un nutrido fuego de cañón
y rifle. Su sorpresa y su asombro fueron grandes e interrogaban a Piérola con
ojos espantados. ¿Quién había roto el fuego? ¿Quién había violado la tregua?
Piérola manifestaba exteriormente igual sorpresa, atribuyendo a los chile-
nos el rompimiento de las hostilidades, pudiendo suceder también que algunos
de los jefes peruanos hubiera hecho fuego, sin su orden, contra alguna avan-
zada enemiga.
Calumnia tremenda, falsedad inaudita, perfidia sin nombre.
Desde luego los chilenos tenían armados sus pabellones, desprevenidos y
confiados en el armisticio, sin pensar por un momento en un ataque que nunca
podía efectuarse antes de las 12 P. M.
Que alguno de los jefes peruanos hubiera hecho fuego… Pero en ese caso
no habría sido una descarga cerrada en toda la línea, un fuego general de arti-
llería, ametralladoras y rifles de todas las trincheras, de todos los reductos.
Pero si aún no estuviera, y está perfectamente probada la felonía peruana,
hay todavía documentos fehacientes y la confesión de jefes peruanos.
Por nuestra parte, dice un jefe peruano, al comunicar lo ocurrido en Mira-
flores, en este día se trataba de organizar los restos del ejército para presentar
una nueva batalla.
Para reforzar nuestras tropas, a fin de presentar el segundo combate, se
hicieron venir del Callao el batallón Marina, la Guardia Civil y la reserva.
Estas declaraciones constan además en un diario arequipeño. Pero hay un
documento todavía más revelador, y es el siguiente telegrama oficial, encontra-

161
Walter Douglas Dollenz

do por el activo secretario del coronel Lynch, señor Daniel Carrasco Albano, el
cual no deja sombra de duda al más obcecado sobre el acto aleve perpetrado
por los peruanos en Miraflores. Dice así ese telegrama enviado de palacio al
prefecto Astete a la 1 P. M. del 15, momentos apenas antes de la felonía:
Señor Prefecto: Del ferrocarril de Miraflores participan que dentro de po-
cos momentos comenzará combate. La línea tendida solo espera la orden de
hacer fuego. Mucho entusiasmo. Velasco.
¿Qué dirán después de esto los defensores del Perú, los que acusaban a
Chile de vandalismo y a sus ejércitos los llamaban nuevas hordas de Atila?
Y todavía al crimen añadían la burla insultante, audaz, propia solo de
cerebros extraviados o dominados por el vértigo.
El tren que conducía a los señores ministros salió a toda máquina en
dirección a Lima, dejando a los representantes de las naciones neutrales, con
excepción de uno solo que alcanzó a subir al carro, sin tener como regresar, sin
que se pusiera ni un caballo a su disposición.
Los señores ministros tuvieron que emprender la marcha a pie…

Poco antes de que el alcalde señor Torrico y el Cuerpo Diplomático regre-


saran a Lima, habiendo quedado ya acordada la rendición incondicional de la
ciudad, salimos con el teniente de marina Silva Palma a recorrer el campo de
batalla.
El señor Silva Palma, a cargo de una compañía del 2º de línea y un pique-
te de Granaderos, iba comisionado para clavar los cañones de un fuerte que
estaba bajo los fuegos del San Cristóbal. Comisión peligrosa por estar aquella
fortificación cubierta de minas, algunas de ellas automáticas. Para evitar cual-
quiera explosión, dejó la fuerza que llevaba a su cargo afuera del fuerte, cum-
pliendo así su comisión con felicidad y con mucha fortuna, porque instantes
después estallaba un polvorazo.
Me olvidaba decir que también lo acompañaba el grumete Padilla, bravo
muchacho de 14 o 15 años, que salió levemente herido en Miraflores al lado
de su teniente.

En un fuerte inmediato al que el teniente Silva Palma había visitado con


peligro de su vida, había varios cadáveres con el mismo uniforme que usaban
los que en Chorrillos llevaban gorra negra con una placa encarnada y el nom-
bre Garibaldi, bordado en letras de oro. En ese fuerte había peleado la Guardia
Chalaca a las órdenes del coronel Carlos Arrieta, y entre los cadáveres que
rodeaban al de ese jefe peruano, había muchos de extranjeros.
Entre unos papeles que allí encontró el ayudante señor Fraga, había una
lista de oficiales de una de las compañías de la Guardia Chalaca, y de esta lista
tomamos los nombres Salvani, Bosio, Guelfo, y Polo.

Que al servicio del Perú había muchos extranjeros no cabe la menor duda,
y ahí están para probarlo los cadáveres que todos hemos visto, dominando el

162
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

elemento italiano, lo que nada tiene de extraño a nuestro juicio, desde que la
colonia italiana es la más numerosa en Lima y talvez en toda la América.
Se ha dicho que pertenecían a una compañía de bomberos; y repito que
ni en Chorrillos ni en Lima había compañía Garibaldi. La de Lima de llama
Pompa Roma, y la de Chorrillos Pompa Italia.
Por otra parte no hacemos sino constatar un hecho –ese es nuestro papel–
de ninguna manera hacemos un reproche o una censura que está muy lejos de
nuestro ánimo y de nuestro carácter, y que no harían más que despertar odio-
sidades injustas, que no tienen razón de ser.
Esos individuos, creerían así defender sus propiedades, o quien sabe si to-
maron las armas arrastrados por la necesidad, el engaño o falaces medios. De
todos modos, aun suponiendo que lo hicieran por mercenario interés ¿Acaso
toda una nacionalidad es responsable de las acciones de un puñado?
Lo repito: no he hecho más que constatar el hecho. Nada más, nada me-
nos.

Recorriendo el campo, se puede formar una idea de las bajas que sufrie-
ron los peruanos y de las nuestras, y que, uniendo las de ambas batallas, llegan
a la cifra increíble, pero muy aproximada, de 6.000 por parte de los chilenos,
4.600 heridos y 1400 muertos; 9.000 por parte de los peruanos, 6.000 muer-
tos, 3.000 heridos, sin contar más de 3.000 prisioneros.
En cuanto a las fuerzas que entraron en combate, según datos muy aproxi-
mados recogidos entre los jefes peruanos, tenemos en Chorrillos: 26.000 pe-
ruanos.
De los chilenos, sostuvieron el combate por espacio de cerca de dos horas
contra el grueso del ejército enemigo 7.302 hombres de infantería, –la división
Lynch–, 1.370 de artillería, –toda la artillería– formando un total de 8.672
hombres.
Más tarde entró la reserva, 2.610 hombres y la 1ª Brigada de la División
Sotomayor, 2.982 hombres, y sucesivamente el Lautaro, el Curicó, y por últi-
mo dos compañías del Aconcagua, el Santiago y parte de la Brigada Barceló, y
finalmente la caballería, llegando a un total de 17.122 hombres.
En Miraflores: 18.000 peruanos.
De los chilenos se batió sola durante una larga hora la División Lagos,
menos un batallón, en todo, 4.487 hombres, sin disminuir las bajas sufridas el
13; si agregamos toda la artillería, tenemos 5.785 hombres. Más tarde entró
la reserva, que contaría con 2.000 hombres: 7.787. Y por último la diezmada
División Lynch, que a lo sumo llegaba a 5.000; en todo 12.787 hombres.

Sí, el triunfo ha sido grande, completo, fuera de toda ponderación. El ejér-


cito enemigo ha sido completamente deshecho, la destrucción del poder militar
del Perú ha quedado consumada. Han caído en nuestro poder un parque incal-
culable, ciento y tantos cañones de campaña y de montaña, sistema Vavasseur,

163
Walter Douglas Dollenz

Krupp y Grieve (imitación Krupp), fabricados en Piedra Lisa; más 100 cañones
de sitio, Parrot, Voruz, Blakeley, Wilwort, etc. 15.000 rifles Peabody, Reming-
ton y otros sistemas, 8.000.000 de tiros para esos rifles; 100.000 granadas y
balas de cañón de distintos calibres; más de 200 quintales de pólvora y dina-
mita; vestuario y toda clase de pertrechos de guerra.
Y esto era lo que se sabía hasta el 21 de enero; de manera que esas cifras
han aumentado a la fecha.
Sí, el triunfo ha sido espléndido para las armas de Chile. Pero cuantas
nobles víctimas tenemos que llorar, cuanta sangre vertida…
Entre esas víctimas, entre esas nobles existencias, descuella la figura del
coronel Juan Martínez el jefe del legendario Atacama que él formara para los
grandes sacrificios y para la victoria.
Martínez, que en Tacna había dado en holocausto a sus hijos queridos, se
inmola en el altar de la patria y moría en la alborada del 17 de enero, el mismo
día de la entrada triunfal del ejército chileno en Lima, como si solo esperara
esa hora suprema para ir a reunirse con sus dignos hijos que con él han pasado
a la inmortalidad por la puerta de la victoria y por el camino de las austeras y
cívicas virtudes.

El día 16 transcurrió sin más novedad que la venida de los ministros


diplomáticos, oyéndose de cuando en cuando la explosión de una mina o el
lejano estruendo del cañón.
Pero veamos que sucedía entretanto en Lima…
Durante toda la noche del 15 los dispersos no cesaban de llegar por grupos
o aislados, hambrientos, y animados por las más bajas pasiones. Los disparos
de fusil se oían a cada momento, y la colonia extranjera, temiendo ser víctima
del desenfreno de la soldadesca, volvió a prestar su servicio como guardia ur-
bana, a pesar de haber sido disuelta esta asociación siete días antes.
La guardia urbana hizo muy bien en armarse con los mismos fusiles de los
dispersos, pues estos comenzaron muy luego a saquear la ciudad.
A las oraciones del día 16, el desorden era espantoso en Lima, y sin la
guardia extranjera, habría sido reducida a cenizas la capital del Perú. La sol-
dadesca ebria y embrutecida, prendió fuego al mercado, a varias casas de las
calles del Japón, Zavala, en una palabra a todo el barrio chino y a todas las
propiedades chinas. Por todas partes el incendio tomaba cuerpo, y a sus rojizos
resplandores los soldados peruanos se entregaban al pillaje y a la matanza,
gritando con voz enronquecida: ¡Mueran los gringos, mueran los chinos!
Imposible describir el cuadro de confusión, de desorden, de vandalaje que
ofreció la Ciudad de los Virreyes en la noche del 16. Era una población en
donde habían entrado a saco hordas de salvajes.

Mientras una porción de los miembros de la asociación internacional se


consagraba a sofocar el fuego, la otra desarmaba y empeñaba un verdadero

164
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

combate con los soldados peruanos que habían llegado al paroxismo de la


barbarie asesinando a indefensos chinos.
Toda la noche del 16 al 17 se pasó en medio de esas escenas de sangre y de
vértigo, hasta que con los albores del día, y muertos muchos de los revoltosos
y sublevados, desarmados los demás y fugitivos otros, solo se dejaban oír algu-
nos disparos aislados y el chisporroteo del incendio que consumió cuantiosas
mercaderías.
Había sobrevenido una calma relativa; pero se temía que en la noche se
repitieran los mismos actos de vandalaje por los dispersos peruanos que se
encontraban en los contornos de Lima.
La entrada de una parte de nuestras fuerzas devolvió por fin la tranquili-
dad a los acongojados moradores de Lima y a su comercio que, dos días des-
pués, comenzaba a abrir sus puertas; a pesar del valor casi ficticio del billete
peruano, que tácitamente se admitía en la proporción de un sol por diez centa-
vos chilenos, o más claro, un peso papel chileno por diez soles papel peruano,
no circulando el inca, esa moneda imaginada por Piérola y que jamás tuvo un
valor fijo y que a mi salida de Lima, el 21 de enero, se cotizaba a cero.
Algo curioso llamó nuestra atención en Lima. Recorrimos casi todas sus
calles, y en ninguna parte encontramos una casa, que no fuera una propiedad
extranjera. Todos tenían planchas con los colores de la respectiva nación y
estas inscripciones: «Propiedad alemana – Bajo la protección del imperio ale-
mán», «Propiedad inglesa», «Propiedad francesa», «Propiedad portuguesa»,
«Propiedad austríaca – Bajo la protección del imperio austro-húngaro», «Pro-
piedad española», «Propiedad colombiana», etc., con el sello de la legación
respectiva o la firma del ministro diplomático.
Y como sino fuera suficiente, en cada casa flameaba el pabellón alemán,
inglés, francés, etc.
Y no exageramos. Una iglesia ostentaba una bandera inglesa y su co-
rrespondiente placa. Con nosotros lo vio el comandante y el sargento mayor
Stuven.
Como a las 11 A. M. del día 18, nos dirigimos al Callao en la máquina
Favorita de la Empresa del Ferrocarril de la Oroya, de la que ya se había hecho
cargo el señor Federico Stuven, el comandante Campillo, el señor Rafael Orre-
go, el mayor Stuven, el corresponsal y 10 soldados del Bulnes.
Ya en la mañana habíamos recorrido hasta la estación de Monserrat, don-
de encontramos acumulado una inmensa cantidad de granadas de distintos
calibres y toda clase de pertrechos de artillería, como asimismo los cañones
montados sobre carros de plataforma, construidos especialmente para resistir
el retroceso de las piezas, pero sin blindaje ninguno. El número de estos llegaba
a cinco y había, además, varios otros no montados y de diversos sistemas. En
una bodega también había un torpedo.
A las 12 en punto llegamos a la estación del Callao, y como era natural,
nos dirigimos preferentemente al muelle dársena, donde se presentó a nuestra
vista el cuadro de la más completa desolación. Esa magnífica obra de arte

165
Walter Douglas Dollenz

se encontraba hacinada con los restos de la escuadra peruana incendiada oo


echada a pique, con las grúas y máquinas, y en muchos de sus pescantes y
malecones el fuego continuaba haciendo estragos, que felizmente luego fueron
cortados, comenzándose el 20 los trabajos para limpiar y despejar aquella obra
colosal.
Los cascos aún candentes de 11 buques se mecían pesadamente en las
tranquilas aguas y los mástiles y aparejos sembraban la superficie. La destruc-
ción había comenzado a la 1 A. M. del 16, principiando por la Unión que, no
pudiendo escapar, fue varada al norte de la bahía, quemada en parte su popa
y destrozada su maquinaria. Se esperaba, sin embargo, salvarla, o a lo menos
en parte.
El Atahualpa fue echado a pique, lo mismo que la lancha Urcos, cuya ma-
quinaria fue destruida. En seguida se aplicó fuego al Rimac, que está perdido
completamente, al Limeña, al Oroya, al Marañón, al Chalaco. Pero la destruc-
ción no ha sido completa.
En cuanto a los fuertes, han sufrido muy poco, quedando intactos la ma-
yor parte de los cañones, y unos pocos clavados como los de San Cristóbal. Los
edificios públicos nada habían experimentado, y a nuestra salida del Callao, el
21, ya servían a las autoridades chilenas.
Mientras en la dársena se llevaba a cabo esa obra de destrucción, la po-
blación era teatro de las mismas repugnantes escenas que Lima. La soldadesca
saqueaba el comercio y asesinaba a mansalva sus propietarios extranjeros, de
los cuales perecieron diez bajo los golpes de los peruanos. Amenazados como
se veían, los extranjeros no tuvieron más recurso que defender sus vidas y pro-
piedades e hicieron pagar caro a la soldadesca sus depredaciones.
A la hora y minutos llegaba también al Callao la división Lynch, devol-
viendo la perdida tranquilidad a la población, comenzando a regresar desde
entonces los habitantes que habían huido temerosos de caer bajo el cuchillo
del amotinado cholaje.
El señor Ministro Vergara, que llegó al Callao con esta División, regresó
a Lima en la Favorita, para dirigirse a Ancón, lugar de refugio de numerosas
familias de Lima y tranquilizarlas en cuanto fuera posible.
No menos de 3.000 familias se habían cobijado y vivido ahí en malos
alojamientos o en las arenas de la playa, socorridas por los jefes de las naves
neutrales que rivalizaban en atenciones con las atribuladas personas –en su
totalidad señoras y niños– que habían tomado bajo su amparo.
El Ministro Vergara hizo saber a las familias, por conducto del que esto
escribe, que en pocos momentos más vendría un tren especial con el exclusivo
objeto de trasladar a Lima a las personas que desearan regresar a sus aban-
donados hogares, asegurándoles que en la ciudad podían estar perfectamente
tranquilas y seguras en sus vidas y bienes.
Este generoso ofrecimiento fue aceptado al punto, y el tren conducía mo-
mentos después a Lima a más de 500 personas, habiendo necesidad de enviar
al siguiente día varios trenes más con igual objeto.

166
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Los jefes, oficiales y tripulación de las naves extranjeras terminaban así


su noble y humanitaria misión, y todas esas familias regresaban a sus casas,
donde hoy viven tranquilas bajo el amparo de las armas chilenas.
En Ancón se dejó después una guarnición de 200 hombres.

Como me he anticipado a decirlo, el 17, a las 6 de la tarde hacía su en-


trada triunfal en Lima una parte del ejército chileno, y los que presenciaban
aquel acto solemne no sabían qué admirar más: si el valor indomable de esos
soldados que con la punta de sus bayonetas habían escalado las formidables
posiciones de Chorrillos y Miraflores, consideradas como inexpugnables, o la
compostura, el caballeroso y digno porte de esos mismos soldados tan vilmen-
te calumniados por los hombres públicos y escritores del Perú.
Por fin, el 20 de enero, fecha memorable, aniversario de la batalla de Yun-
gay, el pabellón chileno se ostentaba vencedor sobre el palacio de los virreyes
y edificios públicos de Lima.

Creo aquí terminada mi relación sobre las gloriosas batallas de Chorri-


llos y Miraflores. Mucho he omitido sin duda, muchos y hermosos episodios,
muchas acciones sublimes, muchos actos de abnegación y heroismo de nuestro
valiente ejército, muchos nombres gloriosos para mí, ignorados en la vorágine
de los sucesos.
Pero ya que mi pluma no ha estado al nivel de mis anhelos, séanme siquie-
ra en abono mío mis fervientes deseos, mi ardiente aspiración de haber querido
narrar en todos sus detalles esas brillantes epopeyas, a la vez que glorificar,
hasta donde mi torpe pluma ha alcanzado, a ese ejército cuyo patriotismo,
cuya abnegación, cuyo valor, cuya resignación he tenido ocasión de admirar en
la vida de los campamentos y en los campos de batalla.

Pero todos esos hechos y todos esos nombres los recogerá cariñosa la his-
toria para inscribirlos en sus mejores páginas. Esos hechos serán la lectura de
nuestros hijos; esos nombres, símbolo de todas las grandes y viriles virtudes;
esos hechos y esos nombres serán enseñanza y admiración para las futuras ge-
neraciones que, si Chile llegara alguna vez a verse en peligro, sabrán inspirarse
en tan altos ejemplos; esos hechos y esos nombres serán enseña de victoria.

Concluyo.
Coquimbo y Talca, Atacama y Concepción, Aconcagua y Chillán, Colcha-
gua y Valparaíso, Curicó y Santiago, Chile entero, de uno a otro confín, debe
estar orgulloso de tales hijos.
¡Salve, ilustres muertos, abnegados mártires, heroicos defensores de la
honra nacional! ¡Salve mil veces, nobles hijos de Chile, que antes de permitir
que la más leve mancha pudiera empañar el esplendor de nuestra estrella, en-
contráis poca vuestra sangre para conservarla inmaculada!

167
Walter Douglas Dollenz

Y si yo no he sabido o no he podido narrar vuestras hazañas, Chile agra-


decido tejerá coronas de siempre vivas para los que murieron, derramará lágri-
mas de eterno reconocimiento sobre sus tumbas y será madre cariñosa para sus
huérfanos; Chile agradecido, cubrirá de flores la senda que falta por recorrer a
los que han quedado en pie, y en su suelo serán protegidos por su gloria, por el
amor y respeto de sus conciudadanos.

Eduardo Hempel
Corresponsal en Campaña

168
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Anexos

169
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Estado que manifiesta el número de jefes, oficiales e individuos


de tropa muertos y heridos en las batallas de Chorrillos y Miraflores,
los días 13 y 15 de enero de 1881. (Transcripción.)

Ejército expedicionario del norte en Chorrillos:


1ª División, muertos 442
Id. Heridos 1.401
2ª División, muertos 187
Id. Heridos 610
3ª División, muertos 67
Id. Heridos 130
Reserva General, muertos 83
Id. Heridos 313
Artillería y parque, muertos 4
Id. Heridos 25
Caballería, muertos 14
Id. Heridos 43
Estado Mayor General, muertos 1
Total de bajas 3.310
En Miraflores:
1ª División, muertos 146
Id. Heridos 540
3ª División, muertos 287
Id. Heridos 772
Reserva General, muertos 62
Id. Heridos 262
Artillería, muertos 3
Id. Heridos 30
Caballería muerto 4
Id. heridos 18
Estado Mayor General, heridos 1
Total de bajas. 2124
Total de muertos. 1299
Total de heridos. 4144
Total General. 5443
Vº Bº- Maturana Adolfo Silva V.

Lima, enero 31 de 1881

171
Walter Douglas Dollenz

Benjamín Vicuña Mackenna junto al general Manuel Baquedano.

172
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Biografía del General en Jefe del Ejército chileno


don Manuel Baquedano

El General de División don Manuel Baquedano, General en Jefe del Ejército de


Chile en el Perú, no es, en las presentes horas, una gloria chilena únicamente: es una
nombradía americana, como la de San Martín, como la de Bulnes, sus predecesores en
el sendero de las grandes campañas emprendidas para dominar a Lima, centro geográ-
fico y ciudadela armada de la América española.
Por eso vamos a seguirle rápidamente en su carrera, completando algunos epi-
sodios que de su vida de soldado hemos publicado cuando su nombre era solo una
esperanza para la República. Hoy, que vuelve a ella, ceñida las sienes de gloriosos
lauros, los augures de su fama en la oscuridad tienen derecho para consagrar su fama
en la plenitud de su esplendor, rindiendo así triple homenaje a la gloria, a la justicia y
a la bienvenida.

II

Don Manuel Baquedano y González nació en Santiago en 1826. Tiene, por consi-
guiente, con corta diferencia de días la misma edad de Covarrubias, de Santa María, de
Pinto, de Miguel L. Amunátegui, de A. Reyes, de Emilio Sotomayor, de todos los hom-
bres de la generación dominante, de todos los caudillos del partido liberal. Con don
Federico Errázuriz fue condiscípulo de escuela, y desde allí dató la estrecha amistad de
ambos, a prueba de vicisitudes, a prueba de divergencias y de caídas políticas, a prueba
de la muerte. Divísase todavía, a través de los fornidos barrotes de fierro de Vizcaya del
Palacio de la Moneda, un retrato de pequeñas dimensiones, pero que en lujoso marco
adorna el muro frontal de la Comandancia General de Armas de Santiago; ese retrato
es del ex presidente Errázuriz, la efigie del amigo muerto, la memoria del compañero
para siempre desaparecido.
Por lo general, los retratos de los hombres públicos son viajeros, como su poder.
Ascienden con ellos los peldaños a la más alta sala de honor; pero con ellos bajan
también del artesonado al guarda ropa, o emigran al rústico techo de la estancia o
la provincia. Pero la cualidad moral más antigua, más extensamente conocida, mejor
probada por los vaivenes de la política, de la guerra y de la vida en el alma de Manuel
Baquedano, es la lealtad.
Toda su carrera militar y política es una comprobación de esa virtud, planta rara
y sin raíces en el suelo movedizo de la América del Sur.
Pero recorramos rápidamente esa misma existencia y sus pruebas, que ese solo
fin, más de justicia que de glorificación, es lo que hoy nos pone la pluma en la mano.

III

Cuando Manuel Baquedano vino al mundo, su padre, el General de Brigada don


Fernando Baquedano, soldado rígido como su espada, era teniente coronel del regi-
miento de Cazadores a Caballo, el mismo cuerpo que aquel ha mandado con afición
tan calurosa durante los últimos 10 años que precedieron a la guerra contra Bolivia y
el Perú.
Por manera que pudiera decirse que Manuel Baquedano nació soldado, jinete y
Cazador. Su madre fue la señora Teresa González, mujer de grandes merecimientos por
su virtud, y natural de Santiago.
Acariciado, como todos los niños de los jefes que mandan cuerpos, por sus ofi-
ciales y especialmente por sus asistentes y caballerizos, el hijo del coronel de cazadores

173
Walter Douglas Dollenz

pasó su vida, más en la varonil pero escondida cimarra del cuartel, que en la monótona
banca de la escuela. Pero como fuera naturalmente inteligente, aprendió, más o menos
bien, todo lo que aprendían los demás niños. Empero, lo que aprendió mejor fue el arte
de las cimarras, que requiere una estrategia aparte, ignorada del vulgo estudiantil.

IV

En otra ocasión, hace ya cerca de un año, contamos minuciosamente como Ma-


nuel Baquedano, niño entonces de 12 años, había logrado embarcarse furtivamente en
el buque que condujo a su padre, en junio de 1838, a las playas del Perú; y ese episo-
dio, primero de su carrera de soldado, síntoma de su estrategia usual, cuando debiera
comandar los ejércitos más numerosos y aguerridos de Chile y de la América, no era
sino uno de los recursos de su arte de prisionero de las aulas. La primera campaña de
Manuel Baquedano fue solo una heroica cimarra naval.
Y a ese ardid, que le hizo llegar incógnito a la batalla y que revela toda su existen-
cia, debió el tierno y valeroso niño el privilegio de penetrar por la primera vez a Lima,
voluntario escondido al enojo paterno y a la gloria, montado en caballo ajeno, porque
el que le sirviera en el combate, prestado también, se lo mataron junto a la portada de
Guía, en el pedregal del Rímac (agosto 21 de 1838).

Desde el día siguiente, el niño, fugado patrióticamente de la escuela y del hogar,


pasaba a ser el alférez más joven del ejército chileno vencedor en Guías y Yungay, y
así era preciso que aconteciese para que en la lozanía de la vida en que hoy se halla le
fuera dado aparecerse otra vez, a la cabeza de 25.000 hombres, por las mismas puertas
que ayudara a descerrajar con su sable de recluta 42 años hacía. El general Baquedano
tiene solo 54 años y ha entrado dos veces vencedor a Lima y el Callao. Su primer des-
pacho militar tiene la fecha de 28 de agosto de 1838 y fue firmado en Lima por el ge-
neral don Manuel Bulnes, una semana después de Guías; pero como no había vacante
de subteniente en Cazadores, le designaron este cuerpo a título de agregado.
El último despacho del general Baquedano fue votado el 9 de junio de 1880; y de
esa manera, hasta la fecha en que escribimos, este General de División, el más joven
talvez que se ha ceñido la faja blanca en el escalafón de nuestro ejército, lleva prestados
a su patria, en el día en que escribimos, 44 años 9 meses y 9 días de nobles servicios.

VI

El alférez Baquedano se batió en Yungay al lado de su padre, como en Guías se


había batido a escondidas y a su espalda; y por aquella bizarra carga del Punyán, en
la cual los Cazadores no fueron dueños de sujetar el ímpetu de sus caballos sino en la
plaza misma del pueblo de Yungay, donde estaba, junto a la iglesia, el cuartel general
de Santa Cruz, promoviéronle el 28 de marzo de 1839 a teniente del arma de caballe-
ría. Manuel Baquedano era teniente de ejército a los 13 años de edad, y no ciertamente
por favor palaciego, porque cada galón le había costado una batalla.

VII

De regreso a Chile, pasaba en ese mismo grado efectivo a Granaderos a caballo,


el 8 de diciembre de 1845, y cinco años más tarde, el 22 de enero de 1850, era nom-
brado capitán de ese valeroso regimiento.
El mes de enero ha sido siempre de buena estrella para el general Baquedano.
Todavía en un día memorable de ese mes, el 12 de enero de 1852, le ascendieron a

174
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

sargento mayor de caballería, por su noble y bizarro comportamiento en Loncomilla,


día de inolvidable memoria para Chile.

VIII

Conocida de todo el país fue en aquel tiempo de sangrientos azares, la digna y


leal conducta del capitán Baquedano. En otra ocasión referimos como, habiéndole
cabido la guardia de palacio en la noche que precedió al 20 de abril de 1851, protestó,
después de dar pruebas de acrisolada lealtad, a la mañana siguiente, contra el brutal
acorralamiento del pueblo, vencido y amarrado a lazo por su propio regimiento. Y con
ese motivo contamos como, en medio del universal desborde de la victoria fratricida,
se ocupó solo de salvar a sus amigos, haciendo escapar en medio del tumulto a Eusebio
Lillo.
Queda también referido en otra página como, después de haber peleado como
ayudante del general Bulnes en Monte de Urra y en Loncomilla, apenas hubo envaina-
do como soldado la espada del deber en la lealtad, fue a ponerse, como hijo cariñoso,
al lado del valeroso padre que cayera destrozado por la metralla en el campo de los
adversarios.
No en vano dijimos por esto que la lealtad, lealtad de la divisa, lealtad del co-
razón, lealtad inquebrantable de la conducta, ha sido la más alta cualidad moral del
hombre que hoy manda las armas de Chile en el Pacífico.

IX

Y a ese mismo sentimiento debió el general Baquedano su primera caída, porque,


ajeno a pasiones rencorosas con lo vencidos y reñido por naturaleza con los artificios
del adulo entre los que triunfaban, envolviéronle en un chisme político de cuartel,
durante el primer período de la administración Montt, y en fecha 22 de abril de 1854
fue separado del cuerpo en que servía como 2º jefe de la escolta, y confinado al Estado
Mayor de plaza, en una de las ciudades fronterizas.
Aquella ingratitud, de la que no hacemos inculpación personal a nadie sino a
nuestro enfermizo régimen político, en que la desconfianza cobarde forma liga con la
saliva pestilente del denuncio, trabajó intensamente el alma del joven capitán, adicto
tan de veras al deber y al honor de su carrera. Lo había probado dos veces con su
propio padre, siguiéndolo a las armas, a pesar de su mandato, salvándole enseguida
en el torbellino de los sables y de las pasiones, más aceradas que estos en las guerras
civiles.

El mayor Baquedano, mozo a la sazón de 28 años, se retiró del servicio activo y


se hizo campesino en las fronteras. Con sus ahorros, que no eran largos, compró un
fundo eriazo en la fértil isla de la Laja, no lejos de Los Ángeles, y de aquel yermo in-
culto, con la consagración asidua de cinco años, logró formar uno de los fundos mejor
ordenados y más productivos de la provincia del Bío Bío.
El mayor Baquedano aplicó a la labranza el régimen militar en que se había
educado casi desde las andaderas en el patio de un cuartel de caballería, y merced a su
dedicación, obtuvo de la tierra y del arado lo que no le habrían rendido, en el medio
siglo de sus servicios militares, ni su carrera ni su espada, una fortuna. Uno de sus ve-
cinos y admiradores más sinceros, don David Maza, hacendado como él, en la isla de
la Laja, nos escribió hace algunos meses una larga e interesante carta, que dio a luz El
Mercurio, y en la cual, completando ciertos datos domésticos suministrados por noso-
tros en esa época a aquel diario, refería minuciosamente la vida pastoril del que es hoy

175
Walter Douglas Dollenz

un gran caudillo. Nadie, en 20 leguas a la redonda, dejaba el ocio de la cama más de


madrugada que el mayor Baquedano para rodear personalmente sus bueyes y uncirlos
al yugo; nadie hacía ordeñar con más cuidado su rebaño de vacas mansas; nadie tenía
mejor regimentados sus inquilinos, por el ejemplo en el trabajo y la fidelidad recíproca
de los servicios. Y fuera de esto, así como pagó con puntualidad todos los plazos de su
deuda de hacendado al fiado, no tuvo jamás una sola riña ni enfado con sus vecinos
fronterizos, siendo que en esas tierras el malón anda por lo general adelante o a la
grupera de la ley.
La rústica propiedad del comandante Baquedano, que media varios miles de cua-
dras de extensión, había recibido de su dueño y creador el nombre de los imperecede-
ros cariños, el nombre de su madre. Se llamaba Santa Teresa.
Y este culto del corazón del hijo, nobilísima manifestación de todas las gratitu-
des, encerrado en una sola, no quedó cifrado solo en un nombre. Los fieles que visitan
la iglesia de la Merced, en Santiago, habrán podido notar más de una vez el sencillo
epitafio y el modesto mármol que cubre la cavidad del muro en que el hijo ha encerra-
do, una en pos de otra, las dos santas cenizas de que arrancó su ser.

XI

Pero, –noble caso del sometimiento absoluto del hombre a pauta de oro del de-
ber– Cuando en 1859 rugió de nuevo el mal apagado huracán de 1851, y el fantasma
de Loncomilla, evocado a virtud de la mutua intransigente terquedad de los partidos,
volvió a pasearse por los campos del Norte y del Sur de la República, el hacendado de
la Laja descolgó del muro su sable desdeñado, montó el mejor caballo de su hato, y
fue al Maipónvo período de 10 años. Desde 1854 a 1869, el comandante Baquedano
fue solo un huésped de paso en su amplia y deslumbradora ciudad natal. El deber le
había hecho «lleulle», y sin el regalo santiaguino ni el fausto de la escolta presidencial,
aveníase ya con el rudo estambre de su alma aguerrida y de su poncho pehuenche de
trabajo.
Más, en los comienzos del último de aquellos años, el país volvió a necesitar de
su brazo, y como en 1838, como en 1851, como en 1859, el soldado de la ley obedeció
gustoso al país.

XIII

Según debe existir en la memoria de todos, a fines de 1868 ocurrió un alzamien-


to general de los araucanos, y estos acometieron con un verdadero ejército de lanzas
la nueva línea del Malleco, la atravesaron en la memorable noche del 5 de enero de
1869, destruyendo en una hora lo que había sido el afán y el logro de ocho años de
fructuosas empresas.
A tal nueva, como soldado, como vecino y como lleulle fronterizo, el comandante
Baquedano volvió a montar a caballo y marchó a Angol a ofrecer sus servicios al digno
general don José Manuel Pinto, comandante de la alta frontera, que se hallaba en tal
coyuntura rodeado de alarmas y de conflictos.
Apreciando el último con clara vista el mérito del jefe que venía voluntariamente
a su socorro, le confió la operación de defensa y de vigilancia más importante de la
azarosa situación que atravesaba, nombrándole con apremio, el 11 de enero de 1869,
después del asalto general sobre el Malleco, Comandante en Jefe de una división vo-
lante de las tres armas, compuesta de 480 soldados, y destinada a guardar entre las
dos cordilleras, la de los Andes y la de Nahuelbuta, las líneas de los ríos fronterizos
amagados por los bárbaros en sus atrevidas excursiones.
A la cabeza de esa tropa ligera, que era la flor del ejército de las fronteras, defen-
dió el comandante Baquedano la línea del Renaico durante todo el mes de enero de

176
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

1869; y en el próximo de febrero, incorporado en Mulchén a la división del coronel


San Martín, marchó hasta el Cautín.
En marzo y abril tocole otra vez cubrir y defender la fatigosa línea del Malleco,
entre Curaco y Angol, espacio más o menos abierto de nueve leguas, que solo podía
custodiar medianamente con 450 hombres, haciendo prodigios de actividad y vigi-
lancia personal. En abril se adelantó por la ceja de la montaña hacia la cordillera de
Pidenco y dio la vuelta por los llanos de Cángulo, famosos desde la proclamación de
Antonio I, rey de la Araucanía. Y trayendo prisionero al inquieto cacique de aquel lu-
gar, tomó otra vez, durante el mes de mayo, sus posiciones defensivas en el Malleco.
Por esta campaña activísima e incesante, que duró cinco meses sin apearse del
caballo, el comandante Baquedano recibió una expresión especial de gracias del Ge-
neral Comandante en Jefe del ejército de las fronteras, y en seguida (septiembre 25 de
1869) la señalada distinción, por parte del gobierno, de confiarle el mando de aquellos
queridos Cazadores que habían sido, hacía 20 años, sus rudos maestros en el arte de
pelear.

XIV

Con este motivo el comandante Baquedano se trasladó a Santiago, y el presidente


don José Joaquín Pérez, al nombrarle jefe de su escolta en época de azares políticos, le
confirió el grado de coronel el 30 de julio de 1870.
Ascendido en seguida, durante la administración Errázuriz, a coronel efectivo
(abril 5 de 1872), a General de Brigada (mayo 10 de 1876) y nombrado desde septiem-
bre anterior Comandante de Armas de Santiago, a consecuencia del súbito fallecimien-
to del General Salamanca, el jefe de los Cazadores no los abandonó por esto.
Los Cazadores a Caballo o los Cazadores de Chile, como se les llamaba antes
en oposición a los Granaderos a Caballo o de los Andes, y cuyos sables estrenó Freire
sobre el compacto e inquebrantable cuadro del Burgos el día de Maipo, eran para el
general Baquedano no solo sus hijos, porque eran también la memoria de su invicto
padre. De aquí su afecto cariñoso por este cuerpo de bravos hulanos de nuestras gue-
rras, que le han escoltado en todas partes, rodeándole con sus fornidos pechos y sus
relumbrantes aceros en las últimas y carniceras batallas en torno a Lima.

XV

Durante los 10 años de su residencia en Santiago, el general Baquedano no hizo


vida de poltrón ni de magnate rodeado de favores. Todo lo contrario. Hizo siempre
vida de soldado, vida de cuartel, vida de ordenanza y de deber. Suficientemente rico
para disfrutar holgados placeres, ha conservado su lecho de campaña en su austera
celda de jefe, y ha vivido en la capital como habría vivido en Curaco o en Lolenco.
Conservando sus hábitos de campesino madrugador, el general Baquedano se
despertaba siempre con la diana de su tropa, y de ordinario se dirigía al Mercado
Central, para hacer allí franco y militar desayuno entre la gente popular, que se sentía
orgullosa de la visita de quien mandaba tan gallarda y lucida gente como la suya. En la
tarde, lo contrario, el coronel de Cazadores era un asiduo visitante del solitario Santa
Lucía en cuya vecindad tenía su hogar amigo de hombre civil; y en su casi diario paseo,
ascendía precisamente hasta el kiosko o más propiamente hasta el cañón de las 12, que
era una especie de súbdito suyo, en su calidad de Comandante General de Armas de
la plaza.
En todas estas ocasiones de la vida cotidiana, el coronel de Cazadores, severo
solo con el soldado, se mostraba llano y familiar con el hombre del pueblo, y de aquí
lo espontáneo y lo universal de su prestigio en la masa de la Nación que trabaja y que
pelea.

177
Walter Douglas Dollenz

El General en Jefe del ejército, como el general Baquedano, que fue su padre, y el
general Bulnes, que fue su maestro, es un demócrata práctico de primeras aguas.

XVI

Pero fuera de estas sueltas del espíritu soldadesco, genial desde Turena a todos
los hombres de guerra, el general Baquedano cultivaba con culto caballeresco sus altas
relaciones sociales. Generalmente tenía consagrada una tarde en cada día de la semana
para el solaz de la amistad; y en muchas familias, como en la de don Federico Errá-
zuriz, guárdanle los viernes todavía su asiento de recuerdo, aun después de la muerte,
que para todos es el olvido.
El general Baquedano, en el descanso de la ciudad como en la vigilia del campa-
mento, se concede a sí mismo un solo entretenimiento, el honesto de la malilla, en que
nadie es perdidoso. Pero aun en tales ocasiones, el soldado está presente, dominando al
hombre de placer. Apenas oía en sus tertulias de la capital el toque de los clarines que
sonaban el silencio en los cuarteles, exclamaba: «La retreta, señores» e inmediatamen-
te levantaba el campo del sencillo pasatiempo.
El general Baquedano ha dormido siempre en campaña. Una de sus aficiones más
pronunciadas como hijo de afamado jinete, ha sido también el arte hípico, y por esto
ha consagrado siempre un especial esmero al servicio, al cuidado y a la remonta de
las caballerías. Tenía con este objeto en arriendo una chacra en el llano de Maipo, y
allí iba con asidua frecuencia a pasar su revista a esos famosos brutos, que como los
corceles de los Pizarro, han llevado otra vez el espanto a las tímidas masas indígenas y
pedestres de la tierra del sol. El general Baquedano es uno de los más bizarros jinetes
del ejército, y aunque es común decir que estas eternas y largas campañas de los trópi-
cos han menoscabado un tanto su arrogante porte, no hay en los regimientos de Chile
ningún apuesto capitán que le sobrepuje en gallardía, cuando montado en su caballo
Diamante recorría a gran galope las filas en las paradas de honor o en las batallas en
que las balas, espesas como el huracán, formaban cuajo.

XVII

Tal era el Jefe en guarnición. Más, llamado al ejercicio activo de las armas con
motivo de la guerra en que ha cosechado tantas glorias para su patria y para sí mismo,
el General Baquedano, como siempre, partió sin preguntar adonde iba ni a lo que iba.
Conforme al absurdo sistema de los ejércitos españoles en los tiempos de Osorio y
San Martín, le designaron como Jefe del arma de caballería, y aunque este empleo,
ejercitado en el desierto, equivalía a confiarle un puesto en la luna, aceptó aquella ex-
traña misión sin reproche, sin mala voluntad, sin mal humor siquiera. Durante un año
estuvo de esa suerte el que ha mandado más tarde el mejor ejército de la América del
Sur, de caballerizo mayor en Antofagasta, como Caulincourt, duque de Bassano, en la
corte napoleónica; y aunque sus funciones se limitaban a tener en buen orden la tropa
y bien cuidada la caballada, en eso enteró paciente y noblemente su año de noviciado
en la campaña.
El general Baquedano ha tenido siempre como máxima militar «que para saber
mandar es preciso saber obedecer»; y a la verdad, en esa fórmula de la disciplina, des-
cansa toda la sabiduría de las ordenanzas. Por igual motivo, cuando el Ministro de la
Guerra en campaña, don Rafael Sotomayor, le exhortó a que se quedara en Pisagua
cuidando de la producción y la distribución del agua, aceptó sin murmurar aquel hu-
mildísimo encargo, porque sabía que el agua era en aquella crítica ocasión la vida del
ejército.

178
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

XVIII

Pero al mismo tiempo y desde el primer lance de la guerra, el general Baquedano


se reveló lo que había sido toda su vida y lo que no había dejado de ser un solo mo-
mento en sus adentros –un gran soldado.
Todos saben en Chile las vacilaciones supremas que reinaron a bordo del Amazo-
nas, nave capitana, en la solemne noche que precedió al desembarco de Pisagua.
Eran las 2 A.M. y el Ministro de la Guerra, que había favorecido siempre la idea
del desembarco en Patillos, fluctuaba como el General en Jefe, quien, en vista de lo
tardío de la hora y del desorden del convoy, insinuó la idea de ir a desembarcar a Ilo.
Pero despertado el General Baquedano a esas horas y de sobresalto en su cama-
rote para acudir al consejo, se limitó a decir, con su peculiar lenguaje, modulado en
palabras concisas como la voluntad y templadas como el acero: –¡Lo convenido, lo
convenido! ¡Pisagua, Pisagua! –¡Adelante Erasmo, adelante!
Esta fue la síntesis de la victoria que precedió a la ocupación de Tarapacá y es la
misma que ha prevalecido en todas las victorias posteriores. La resolución, resolución
tardía si se quiere, pero una vez tomada, inquebrantable, es la primera dote militar del
general Baquedano y ese era el don victorioso de su antiguo jefe. Yungay fue un acto
de resolución. Loncomilla otro. Solo las vacilaciones producen en la guerra los Cancha
Rayada y los Sedán.

XIX

Pero donde de una manera casi súbita se reveló el general Baquedano como hom-
bre de mando superior y de resolución propia, fue en el día infausto de Tarapacá.
Ausentes el Ministro de la Guerra y el General en Jefe en Iquique, inmediatamente des-
pués de la rendición de esta plaza, el General Baquedano, dejado por horas a cargo del
ejército, se hallaba a las 6 P. M. de aquel día en el oficina de Ángela, a dos o tres leguas
de Dolores, punto este último en que estaba radicado el Cuartel General. Pero apenas
recibió en una tira de papel, escrito con lápiz por el coronel Vergara, anunciando desde
el borde de la quebrada el fatal conflicto y sus peligros, voló como en alas del viento
al campo desprevenido, y diose tanta prisa en el socorro, que cuando no parpadeaba
todavía la noche, movía todo el ejército en columnas sucesivas hacia Dibujo, punto
forzoso de partida y de reunión para cualquier empresa, encaminado hacia el costa-
do oriental de la pampa del Tamarugal. El general Baquedano marchó toda la noche
alentando a los soldados con su ejemplo; y solo cuando hubo recogido de los jefes que
regresaban del campo de batalla el convencimiento de que no había peligro, se entregó
a un ligero descanso.
En la mañana del 28 de noviembre, reposaba el general Baquedano en el queman-
te caliche, protegido del sol de fuego del estío y de los trópicos por una mala estera,
cuando llegó a decirle que se ponía a sus órdenes el comandante Velásquez, jefe de la
artillería. Encontrábase este distinguido y valiente oficial enfermo a bordo del Amazo-
nas; pero cuando la voz de alarma llegó a la marina, montó a caballo, y marchando
toda la noche sobre la huella del ejército, llegaba a ocupar su puesto sin haber sido
llamado.
El General en Jefe interino tendió en tal ocasión su mano al bizarro jefe, que
había vencido en San Francisco, y comprendiendo toda su patriótica abnegación, se
contentó con decirle: «Gracias, Velásquez, gracias».
Los dos hombres de guerra se habían adivinado el uno al otro, y desde ese mo-
mento han vivido ambos, bajo la lona del campo o la cúpula de la pólvora de la bata-
lla, como bajo la raída estera de la estación de Dibujo.

179
Walter Douglas Dollenz

XX

Llevado en seguida el ejército sin plan, sin estudios suficientes, sin los elementos
de movilidad más indispensables, casi sin propósito, a los médanos de Ilo, después de
dos largas semanas de vacilaciones, acordose hacer algo, y este algo fue encargado al
general Baquedano y su caballería de 800 jinetes, sostenidos por la División Muñoz,
compuesta de 3.000 hombres. El plan era batir una fuerza arequipeña que defendía
a Moquegua, y colocándose enseguida a caballo sobre el nudo montañoso de Torata,
interceptar las comunicaciones entre Tacna y Arequipa, mientras llegaba el momento
de llevar una agresión a fondo contra la primera de esas ciudades, campo atrincherado
de la Alianza.
Todos saben cómo el general Baquedano llevó adelante aquella operación pre-
liminar de la campaña de Tacna. Echando por la primera vez mano de la estrategia,
dispuso un triple ataque por la quebrada circunvalatoria de Tumilaca, por la espalda
de Gamarra y por el frente. Pero pocos conocen un incidente característico de aquel
ataque, que en la vida militar del general Baquedano, es una revelación como la de la
junta de guerra del Amazonas. Cuando el Atacama marchaba a escalar a media noche
el inaccesible muro de piedra que servía de parapeto a los peruanos por el lado N.E,
bajaba simultáneamente una compañía del Batallón Grau por la cuesta de los Ángeles,
y cayendo sobre la caballada de los cazadores, se proponía dispersarla. En esos mo-
mentos el coronel Muñoz estaba internado en los desfiladeros, marchando a ocupar
la retaguardia de la posición enemiga, mientras el General Baquedano esperaba en
vela, en torno a una mesa y rodeado de sus ayudantes, la hora de marchar de frente,
conforme «a lo convenido».
Pero a los disparos inesperados del Grau, introdújose viva perturbación en las
filas del Atacama, tropa heroica pero un tanto bisoña todavía y que marchaba por los
potreros del valle en demanda de su puesto de combate. Perplejo el coronel Martínez y
creyéndose sorprendido y abortado el plan por su base, ordenó al 2º jefe del Atacama,
don Juan Francisco Larraín Gandarillas, volver y consultar el caso al General en Jefe.
Hizo aquella travesía el mayor Larraín, con notoria bizarría, por entre los enemi-
gos, y cuando hubo llegado a la presencia del General y expuesto la vacilación natural
de su jefe, frunció aquel el entrecejo y con voz que no admitía réplica, se contentó en
decir como en Pisagua: «Lo ordenado, lo ordenado, adelante.» Y en seguida, montan-
do a caballo, fue a atropellar la cuesta, durmiendo en la noche de la victoriosa jornada
en la aldea de Yacango, camino de Torata, objetivo militar este último de sus felices
operaciones.

XXI

Aquella misma noche y cerca del amanecer, ocurrió un suceso de otro género que
puso también en saliente evidencia el carácter civil del general Baquedano, dueño de
toda su voluntad en la tranquila ejecución del deber, dueño de su completa serenidad
en el torbellino de las balas.
Atraídos, en efecto, por el grato rumor de la victoria, llegaron aquella misma
noche a Yacango el General en Jefe y el Ministro de la Guerra en campaña a felicitar al
Comandante General de la caballería por su éxito. Eran las 2 A. M. y los recibió este
con su acostumbrada cordialidad. Pero en la revista de las medidas de coerción que
debían tomarse desde el día siguiente en el territorio conquistado, propuso el Ministro
Sotomayor publicar un bando en el que se penaría con la muerte a los que no se pre-
sentasen en cierto término a entregar sus armas. A esta sugestión se opuso de la manera
más resuelta el general Baquedano.
Y no hacía esto ciertamente porque el rigor fuera ajeno a su naturaleza de sol-
dado, sino simplemente porque una vez promulgado el bando, él sabía que bajo su

180
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

responsabilidad no quedaría aquel como cosa muerta en la letra del bando; y por no
verse en la dura situación de cumplirlo le puso óbice.

XXII

La victoria de Los Ángeles y las disidencias del General en Jefe con el Ministro
de la Guerra en Pacocha, hicieron traspaso del mando superior del ejército al general
Baquedano, sin que él en lo menor lo pretendiera, en los primeros días de abril de
1880. Era esa simple cuestión de escalafón, y a él por antigüedad cúpole el alto puesto
de otros codiciado.
En conocimiento de toda la república está la manera como, solo, sin asesores y
sin importunos, que por una orden general alejó del campo, condujo el nuevo General
en Jefe las operaciones antes y después de las gloriosas batallas de Tacna y Arica. La
última sobre todo, fue un modelo de estrategia, y sin embargo en su telegrama del mis-
mo día, desnudándose generosamente de toda idea mezquina de egoísta superioridad,
manifestó como General en Jefe, al gobierno que el honor de la jornada cabía princi-
palmente al coronel Lagos, otro hombre que como Velásquez no sabe en qué columna
del diccionario de la lengua está escrita la palabra Vacilación.

XXIII

Dijimos antes que el mayor y más acendrado atributo militar del General en Jefe
del ejército, que hoy vuelve a sus lares después de siete victorias campales, es la resolu-
ción en sus actos. Pero debimos señalar antes que esta prenda puramente de soldado,
una harto superior de hombre, porque es condición que acerca el alma a lo inmortal:
¡la justicia!
El general Baquedano no ha tenido en sus procedimientos como subalterno sino
una guía, la lealtad. Pero como Jefe superior responsable de la suerte y de la gloria de
su país, no ha reconocido sino un faro, la justicia: la justicia distributiva pero inexo-
rable con todos, comenzando por la que ha usado consigo mismo, no dándose el me-
nor descanso durante años de incesante batallar; batallas morales y sordas del ánimo
combatido, más crueles que las libradas por el enemigo. Pero nunca, a pesar de todo,
entraron a su tienda ni favoritos ni palaciegos.
El general Baquedano no ha puesto tampoco, en ocal caudillo militar o al consejo
que le ha impuesto la política, la entidad a que incumbe la responsabilidad del rumbo
fatal que se ha impreso a los negocios de la paz, amenazando malograr los frutos de
tan señaladas victorias, adquiridas con tanta y tan generosa sangre de patriotas.

XXIV

Y todavía es digno de tenerse en cuenta que el general Baquedano, sin perderse


en los detalles, distribuye su espíritu de equidad y su inagotable apego a la ley hasta en
las cosas más triviales. Dos veces le escribimos durante la campaña para pedirle en dos
años dos servicios sencillos, como presidente de la Protectora de Santiago. En ambos
casos, y a pesar de los fueros de amistad tan antigua como los primeros recuerdos de
la vida, se negó absolutamente. Tratábase en una ocasión de licenciar a un músico en-
fermo: «No se puede (fue la lacónica respuesta) porque hay un decreto supremo que lo
prohíbe hasta que los músicos cumplan el tiempo de su enganche».
Otra vez se trataba de la licencia solicitada por un joven subteniente, uno de los
tres bravos Fuller de Valparaíso: «No se puede, volvió a repetir el eco. La ordenanza
señala los casos en que debe otorgarse la licencia, y tu recomendado no se halla en
ninguno de esos casos, aunque es un excelente oficial».
Y bien, cuando así se practican sin excepción los grandes principios fundamenta-
les de la moral humana y de la milicia en campaña, es preciso decir de ese caudillo, en

181
Walter Douglas Dollenz

la víspera de los arcos triunfales, como Andrés Chenier de sí mismo en la víspera del
patíbulo: «Hay algo grande, sin duda, en ese hombre».

XXV

Y a este propósito, un último rasgo de disciplina militar, nimio, pero caracterís-


tico, como todos los precedentes en la vida del vencedor de Tacna y Miraflores. La
mayor parte de los oficiales del bizarro regimiento 2º de Línea llegaron a Lurín después
de esforzada marcha, resguardados del sol abrasador del desierto con sombreros de
paja, que habían comprado a los chinos de Pisco.
El General en Jefe, después de felicitar al coronel Lynch por aquella marcha
asombrosa, le ordenó que impusiera a cada uno de los culpables ocho días de arresto
por haber olvidado sus kepíes, estando en campaña y mandando soldados al frente del
enemigo. El general Baquedano no ha sido un caudillo militar ante la ordenanza: ha
sido su esclavo.

XXVI

Otra de las nobles dotes morales del hombre bueno, que atrae ante sí, en estas ho-
ras, las miradas afectuosas de todo país del orbe, es su modestia. Nunca la prosperidad
le hizo soberbio, ni la desventura quebró hasta la humillación el temple de su alma. La
arrogancia, de ordinario, es la contraseña de todas las nulidades felices o simplemente
insolentes; pero en el General en Jefe del ejército que regresa, sin haber tenido siquiera
el día de Matucana (tan pareja ha sido su gloria), el mérito de los levantados hechos
es igual a la llaneza de su índole. Y ayer todavía, cuando le estrechábamos en caluroso
abrazo sobre el puente del Itata en la solitaria rada de Quinteros, reconocía el último,
sin afectación, que todo era debido al ejército que había mandado.
Una peculiaridad característica del alma en la víspera de la entrada triunfal.
Mientras muchos jóvenes capitanes se preocupaban en Quinteros del ufano bri-
dón que deberían montar en la revista, el General en Jefe venía a pie, y solo nos pedía
un caballo manso y sin lucimiento para hacer su entrada a los pueblos que iban a
aclamarle… En cuanto a su Diamante, su caballo de batalla, lo hacía echar a tierra en
aquella playa amiga para cuidar las dolencias que aquejaban al noble bruto después de
dos años de fatigas y de asaltos.

XXVII

Llegamos al fin de esta apresurada reseña, que es la ovación sencilla y del pa-
triota, la leal Bienvenida del amigo, sin propósito alguno, ni de ardiente actualidad, ni
de solapada política; y no necesitamos diseñar la figura del vencedor de San Juan, de
Chorrillos y de Miraflores en el campo de sus más recientes glorias. Su silueta colosal
está allí, destacándose en medio del fuego, en el perfil de la montaña, en la tela move-
diza de la llanura.
Pero no concluiremos esta grata tarea de exhibir ante sus compatriotas al hom-
bre que no ha cometido jamás una deslealtad personal o política; al hombre que por
marchar por los cómodos caminos del medro, no ha dicho jamás una mentira ni una
lisonja, algo que el bizarro portador oficial de los partes de aquellas inmortales victo-
rias alcanzara a decirnos a su paso: –Cuando sorprendido nuestro ejército en la últi-
ma jornada, arremolinábanse los regimientos sin poderse desenvolver entre las tapias
derribadas adrede por el astuto enemigo, muchos creyeron que una hora suprema de
angustia y de peligro había sonado para la fortuna de Chile.
Pero el General en Jefe no perdió ni por un instante su serenidad ni su confianza
tranquila en la victoria, porque tenía guardado en su pecho el secreto de ella. –Cuan-

182
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

do regresé –decíanos el intrépido ayudante de campo don Wenceslao Bulnes– con la


noticia de que la Brigada Barbosa iba envolviendo a los peruanos por su izquierda,
y comuniqué esta noticia al General en medio del más horroroso fuego, clamábanle
todos los jefes que lo rodeaban, incluso el Ministro de la Guerra, porque se retirase
de allí. Más el General me llamó aparte y me dijo estas palabras: «Ahora no importa
que me maten. Que sostengan a Miraflores por el frente hasta el último cartucho, y así
cuando el enemigo crea haber vencido, se encontrará tomado por la espalda. Barbosa
Barbosa. Barbosa por retaguardia. Esto es todo lo que queda por hacer… Ahora no
importa que me maten…».

XXVIII

El brillante y justiciero parte de las jornadas de Lima, verdadero boletín de la


magnanimidad, decía todo eso y mucho más para pintar al General en Jefe del ejército
de Chile, como supremo conductor de sus legiones.
Pero esa sencilla confidencia de su primer ayudante en el campo de batalla, pinta
de lleno al héroe de Chile.
Honor durable séale, por tanto tributado en la justicia, en la posteridad y en la
gloria, porque estas son, en la hora presente, tan solo una simple devolución de la
gratitud de todo un pueblo.

B. Vicuña Mackenna.
Viña del Mar, marzo 10 de 1881

183
Walter Douglas Dollenz

Biografía del General de Brigada don Pedro Lagos

No es solo el plomo en las batallas el insidioso metal que mata a los héroes en
la guerra, ni son únicamente las epidemias las que diezman los ejércitos en las campa-
ñas. Porque trabajados muchas veces los músculos y las entrañas de los combatientes
por duras fatigas o acerbo clima, agonizan muchos lentamente, en ocasiones de una
manera invisible, y al fin pagan el tributo al sacrificio común, mucho antes de la fecha
señalada por poderosa o privilegiada naturaleza.
Y esto ha acontecido de tal manera en nuestras prolongadas campañas tropicales
en el Perú, que durante los tres últimos años hemos estado leyendo la larga lista de
órdenes del día en que se disponía por la Comandancia General de Armas, los últimos
honores acordados por las ordenanzas del ejército a los que sucumbían «a consecuen-
cia de las fatigas y penalidades de la campaña».
Y caso singular, era el general don Pedro Lagos el que en su condición de Co-
mandante de Armas de Santiago, firmaba los boletines de esas tristes, pero honrosas
defunciones.

II

Y en pos de los otros, tocole temprano su turno, siendo el primer General que
desaparece de los que vencieron al Perú y a Bolivia en las memorables batallas campa-
les de la segunda Alianza y tercera guerra púnica del Pacífico.
Suele, en efecto, el propio rayo, que en la medianía del bosque derriba la ramosa
encina y hiende y descuaja al roble activo, cuando fulmínalo el cielo contra las multi-
tudes humanas, escoger para su ira las más altas tallas, las frentes más enhiestas, los
pechos más levantados, y en hora no aguardada tráelos de súbito al suelo.
Y eso precisamente aconteció con el hombre de guerra y de batalla que refulgente
todavía de juventud y de gloria, yace en temprano ataúd, herido por daño aleve, des-
pués de haber pasado ileso por el raudal de fuego de cien fieros combates.

III

El general don Pedro Lagos, muerto a los 52 años de edad y a los 40 de su glo-
riosa carrera de soldado, era la encarnación más viva, más brillante, y a la vez más
popular y más famosa del verdadero tipo del caudillo de guerra, en esta tierra en que
los hombres, a semejanza de las legiones de Pompeyo, nacen armados, del calcaño al
yelmo, a la invocación de la patria o al simple ruido de las cornetas que apellidan la
niñez y a la juventud a los combates.
De aquí la honda impresión que su fin ha causado de un confín a otro de la repú-
blica, y que mañana irá a repercutir como un eco fúnebre, a las puertas de las tiendas
en que todavía velan nuestros soldados.

IV

Nació el general Lagos en la ciudad de Chillán, o más probablemente en la estan-


cia de Mengol, donde su padre trabajaba con cortedad de recursos y sobra de hijos, en
1832; y de los últimos, que eran 15, nacidos de dos matrimonios, cuatro abrazaron la
carrera de las armas. Su padre llamábase don Manuel Lagos, su madre doña Rosario
Marchant, y sus hermanos soldados, don Gabriel que murió de cadete, don José Ma-
ría, mayor retirado, y don Anacleto, que milita todavía en el ejército con el grado de
teniente coronel.

184
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Coronel Pedro Lagos Marchant (1832-1884).

185
Walter Douglas Dollenz

Don Pedro llevó en la pila el nombre de su abuelo, que fue soldado voluntario de
la patria, durante la guerra de independencia, junto con sus hijos.

Desvalida la familia por el abultado crecimiento de la prole, uno de los hermanos


mayores del futuro General se hizo clérigo –don Antonino– y este lo trajo consigo a
Santiago en uno de sus viajes que fuera de su diócesis solía emprender.
Comenzó el brillante caudillo que el país acaba de perder, su primer aprendizaje
militar en la esfera más humilde de su escalafón. Nacido en la comarca de Chillán,
como el coronel Juan Martínez, de atacameño renombre, como Vargas Pinochet, como
San Martín, como Jiménez Vargas, como Marchant y tantos otros que murieron en el
campo de batalla o después del campo de batalla, entró a la escuela de cabos en 1846,
cuando no había cumplido 16 años, y allí se formó su alma intrépida, bajo la caballe-
resca vigilancia del General Aldunate, tipo antiguo del honor militar que rige todavía
por fortuna nuestro joven ejército y lo enaltece.
Tuvo allí el cabo 2º don Pedro Lagos, dos compañeros que le precedieron en el
sendero de la inmortalidad y fueron dignos de su consorcio en el aula y en el comba-
te: el cabo Vivar, muerto gloriosamente en Tarapacá, y el cabo Marchant, su primo
hermano, inmolado más gloriosamente al frente del heroico regimiento Valparaíso,
en Miraflores. En esos tres cabos de 1846, el país ha visto desaparecer tres de sus más
nobles adalides, dignos todos de ceñir la faja azul de su primera categoría militar.

VI

Cuatro años llevó el General Lagos atada a su manga derecha la jineta de subal-
terno que carga mimbre y fusil, y cuando en 1850 salió destinado al ejército, el joven
cabo ganó uno a uno todos sus grados. Los combates de la revolución de 1851 lo
hicieron teniente. Los de 1859 lo hicieron teniente coronel.
Llamó la atención de sus jefes, por sus tempranos actos de bravura, el subteniente
Lagos durante el porfiado sitio que la ciudad de La Serena, defendida por sus hijos en
armas, sostuvo contras las tropas más aguerridas del gobierno desde octubre de 1851
a Enero de 1852.
Al mando de una mitad del batallón 5º de Línea, sostuvo, en efecto, el juvenil
oficial varios encuentros en las calles de la heroica ciudad, dando siempre pruebas
de un valor sereno y de una generosidad magnánima, con los que, tal vez a su pesar,
combatían en lucha fratricida. El General Lagos, como hombre de guerra, solo sería
terrible e implacable con los enemigos extranjeros de su patria.

VII

Era entonces el general Lagos un esbelto mozo, de 20 años, alto, delgado, hermoso
como la adolescencia, flexible como los empinados robles de su montaña natal; y por
la gallardía de su porte, así como por la franqueza espontánea y varonil de su índole
caballeresca, cautivábase de contínuo, no solo el aprecio de sus jefes sino la simpatía de
sus propios adversarios. En una ocasión en que el capitán de las fuerzas sitiadas, don
Nemesio Vicuña, hizo una salida hacia San Francisco con un destacamento de infantería,
marchando agazapado por dentro de los huertos de las casas, que tenían sus murallas
preparadas, le salió al encuentro con sus tropas el teniente Lagos, y después de cambiarse
algunos balazos, concluyeron por acercarse y darse afectuosamente la mano en la me-
dianía de sus trincheras. El actual bizarro General de División don Emilio Sotomayor, en
aquel tiempo capitán de artillería y que mandaba la contra trinchera de San Francisco,
fue testigo y actor en aquella escena caballeresca, de una guerra entre chilenos. Por esto,

186
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

talvez, tan noble soldado fue el único de su clase que acompañó al antiguo e ilustre ami-
go, haciendo ensanchar bajo sus órdenes la cavidad de la sepultura que debía contener el
abultado ataúd del héroe que había crecido con su fama.
El general Vidaurre, Comandante en Jefe de la división sitiadora de La Serena, y
el Vicealmirante Simpson, que allí se encontró como capitán de la corbeta Esmeralda,
habían adivinado, entretanto al futuro adalid de la República; y en la familia de uno
y otro de aquellos valerosos jefes se ha conservado la tradición del cariñoso recuerdo
que de los hechos del joven oficial, durante el sitio de La Serena, ambos guardaron.

VIII

Ascendido tres años después de terminada la revolución de 1851 (febrero de


1854), a capitán del batallón 4º de Línea, el teniente Lagos hizo de este bizarro cuerpo
su legión sagrada, y lo prefirió por esto a los otros regimientos del ejército en el asalto
de Arica, un cuarto de siglo más tarde. Hallábase al mando accidental de ese cuerpo
como sargento mayor, el año memorable de 1869, y todavía se recuerda en la línea
militar del Ñuble sus proezas de soldado y de su generosa conducta de jefe con los que,
habiendo sido en la víspera sus camaradas, combatían ahora de nuevo con las armas
en la mano la misma política que habían combatido sin éxito en 1851.

IX

Diez años después de estos luctuosos sucesos (abril de 1859), un rasgo de alti-
vez de carácter contra las sospechas de la recelosa política de la capital, le arrancó al
ejército de las fronteras, donde mandaba con raro prestigio el batallón 4º de Línea,
arrastrando en su caída a cuatro capitanes que prefirieron seguirle en su desgracia.
Uno de esos capitanes es hoy el coronel Soto, otro el coronel Fuenzalida, otro el coro-
nel Gorostiaga. El comandante Lagos no solo sabía ser soldado sino que sabía también
hacer soldados.
Para ello había sido Cabo.

Retirado desde entonces el comandante Lagos, a causa de los afanes medrosos de


los partidos, a su ciudad natal, donde vivía como empobrecido cultivador, los azares de
la política volvieron a llamarle al servicio activo; porque desconfiando el gobierno de la
actitud del pueblo de Chillán en la campaña presidencial de 1875, quiso contentarle co-
locando otra vez bajo las banderas a su más prestigioso y más popular caudillo militar.
En esta situación un tanto pasiva, le halló la guerra, y en el acto tomó servicio,
siendo nombrado en abril de 1879 comandante del regimiento Santiago, que él mismo
debía reclutar de entre la gente bravía de los arrabales de la capital.

XI

Eligió el activo jefe para compañeros de campaña a dos soldados de su mismo


metal, y que acribillados de balas, le han sobrevivido para glorificarle con incontras-
table amistad. Aludimos a los coroneles don Demófilo Fuenzalida, y don Francisco
Barceló; y con ayuda de estos dos disciplinarios, entraba el comandante Lagos en
campaña pocos meses más tarde, a la cabeza del más formidable regimiento de línea de
nueva creación que he paseado su bandera por los médanos y las montañas del Perú.
Promovido a coronel y a Jefe del Estado Mayor del ejército de operaciones pocos
meses más tarde (enero de 1880), otro rasgo de su genial arrogancia le hizo abandonar
su alto puesto y regresar desazonado a su retiro favorito de Chillán.

187
Walter Douglas Dollenz

XII

Pero cuando el clarín de Tacna iba a sonar, el brioso soldado montó de nuevo a
caballo, y aceptando el puesto humilde de primer ayudante del General en Jefe, des-
pués de haber sido la segunda personalidad del ejército, se batió bajo esa condición en
Tacna, cubriéndose de gloria por su imponderable denuedo y por su generoso, resigna-
do y sublime sometimiento al deber y a la disciplina.

XIII

Todos saben cuál fue el comportamiento personal del coronel Lagos en aquella
batalla campal. Él le mereció, como un honor conferido en el campo de batalla, la de-
signación que su jefe inmediato hizo de él, para mandar en persona y directamente el
asalto de Arica una semana más tarde.
Pero lo que no todos saben es un episodio de la primera de aquellas batallas que
demuestra cómo sabía pelear el general Lagos, y cómo enseñaba a pelear a los que a
su lado servían.
Atascado un cañón durante lo más recio del conflicto en la pesada arena, el co-
ronel Lagos pidió un lazo a uno de sus asistentes, y amarrándolo el eje de la pieza
entorpecida y atándolo a su cincha, lo condujo a la loma e hizo fuego. Interrogado más
tarde por este hecho verdaderamente heroico y digno de Bueras, negábalo sonriendo, y
lo atribuía a uno de sus ayudantes favoritos, el comandante Julio Argomedo, que a su
vez culpaba de él a su jefe. Lo más cierto es que ambos fueron cómplices en el afortu-
nado lance del pehual. Era lo que había hecho Ibáñez en Rancagua y don José María
Benavente en las pampas argentinas.

XIV

Mostrábase por esos días no lejanos el coronel Lagos como un verdadero titán de
hierro y realizaba, sin la menor ostentación, las proezas de Hércules. No se apeaba ja-
más del caballo. Y por esto su amigo y jefe, el general Baquedano, había encontrado un
dicho tan pintoresco como expresivo para calificar a sus ayudantes petrificados como
él en la silla. La ruda simplicidad del calificativo no nos permite estamparlo aquí, pero
era relativo a las peladuras de la piel, que de seguro llevaban todos los que seguían en
sus excursiones al infatigable centauro, verdadero Argos del ejército, que todo había
de verlo y todo había de vigilarlo.

XV

No sabemos a este propósito si los lectores de esta leve memoria lo recordarán


todavía; pero nosotros haremos mención por ellos de un hecho extraordinario de lo-
comoción y de actividad militar, que precedió de parte del coronel Lagos, a la batalla
de Tacna.
El día en que desdichadamente sucumbió el ministro de la guerra en campaña,
en el campamento de Yaras, el coronel Lagos practicaba un reconocimiento sobre las
líneas de batalla. El coronel Lagos había galopado 100 leguas por la inerte arena del
desierto en los últimos tres días. ¿Y cómo no era posible que la victoria no siguiese los
pasos de semejantes hombres?
La historia ha contado ya la página más gloriosa de la vida militar y heroica ( que
es una sola cosa) del coronel Lagos, y de tal suerte, que para su fama eterna bastaría
esculpir el nombre de esa página en su losa: ARICA.
Diéronle los peruanos por apodo de horror en ese tremendo hecho de armas,
el nombre de «Lago de sangre», pero de esa onda roja en que flotaba el cadáver del

188
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

ínclito San Martín, surgían rayos de esplendorosa gloria que empapaban con su luz
los colores de Chile, flotando en el mástil del alto Morro, que Chile no soltará jamás,
devolviéndolo ni por plata, ni por sangre, menos por miedo, a sus eternos históricos
enemigos.

XVI

De Arica partió el coronel Lagos hacia Lima a la cabeza de la 3ª División, cuyo


núcleo era ya el aguerrido Santiago, comandado por Fuenzalida y por Barceló, y nadie
habrá olvidado que desde el día en que el ejército tomó posesión de Lurín, valle ameno,
imbécilmente abandonado a nuestro paso por el general Piérola, el coronel Lagos usó
prácticamente todos los caballos de su división en reconocer personalmente y a todas
horas las posiciones enemigas, como en Tacna. Solo un Jefe alcanzó a igualarlo en vigi-
lancia, y ese Jefe era un hijo de Chillán, como lo era él y como lo fue O’Higgins.
El coronel Lagos mandó en persona el gran reconocimiento de Villa. Pero el
coronel Orozimbo Barbosa mandó también en persona los reconocimientos del Man-
zano y Ate. ¡Y ese coronel que mandaba desde Tacna una Brigada no es todavía sino
coronel!…

XVII

No cupo en el día de Chorrillos una parte destacada en la repartición de la gloria


común a la 3ª División, que cerraba nuestra extrema derecha. Pero en Miraflores sus
valientes cuerpos, el Concepción, el Aconcagua, el Caupolicán, y especialmente el Na-
val y el Santiago, rescataron de sobra a la esquiva fortuna, manteniéndose como una
muralla de cal y canto contra todo el ejército peruano y la sorpresa. El coronel Lagos,
su comandante general, se mantuvo de pie durante tres horas a la sombra de verdosa
higuera, cubriéndole a cada paso el kepí, el pecho y los hombros los ganchos que el
plomo y la metralla tronchaban sobre su erguida cabeza.
¿Por qué ese árbol no fue un laurel? Preguntaba alguien comentando más tarde
la impertérrita serenidad del coronel chileno.
Un escritor nacional, tan brillante como espiritual, llamó desde aquel tiempo la
batalla de Miraflores «La batalla de los tres compadres», porque los que no recularon
ni el ancho de la suela de sus zapatos, fueron Lagos, Fuenzalida y Barceló, que eran en
efecto tres compadres de pila, de valor y de afecto.
No venía ciertamente mal aquella denominación familiar al Jefe de la 3ª División,
porque siendo un rígido disciplinario, no vivía reñido en el campamento ni con el buen
humor ni con las fáciles alegrías del soldado.
En Lurín dormía con sus ayudantes (si es que él y ellos alguna vez durmieron)
en el ángulo de un rústico potrero bajo los árboles; pero ahí nunca faltaba sabroso
alimento como en Jazpampa, viejo cuartel del Santiago, medio a medio del desierto de
Tarapacá; y así, mientras en otras mesas los jefes comían burros asados, en el mantel
del compadre Lagos, tendido sobre la grama, sobraba el pavo.

XVIII

Era el coronel Lagos, en campaña, sumamente llano, festivo y decidor en el cír-


culo de sus amigos de intimidad y de sus jóvenes ayudantes, que le miraban como a
padre. Pero no perdonaba en ellos la más ligera falta o desliz en el servicio. Habiéndole
llevado uno de estos una orden en la noche que precedió a la batalla de Chorrillos,
manteniéndose a caballo mientras él velara a pie, le contestó secamente que no le co-
nocía.
–¿Cómo señor? Soy su ayudante tal.

189
Walter Douglas Dollenz

–No, señor; no lo conozco y no sé lo que me dice…


Comprendió entonces su bisoñada el joven oficial, y bajándose del caballo repitió
la orden.
–Ahora sí, le replicó el rudo Jefe.
Y la orden fue en el acto cumplida.

XIX

Sóbrales de contínuo la chispa a nuestros soldados, y no hace mucho, habien-


do sido nombrado padrino de la inauguración de un templo de Santiago el general
Lagos, en su calidad de Comandante de Armas, junto con un escritor amigo suyo,
en la hora grave de la colecta de los padrinos y madrinas opulentas, inclinándose al
oído del último, le dijo: «Lo que es nosotros, compañero, damos lo que tenemos; Ud.
probablemente les dará un poco de tinta, y yo ya les he dado un poco de pólvora…».
Y en efecto, muy luego se oyó el ruido de las descargas que solemnizaban la pomposa
fiesta…

XX

Existe otro rasgo del general Lagos, que es poco conocido y que revela, su terrible
energía y su resolución a toda prueba, en el arte tremendo de la guerra.
Marchando él siempre adelante, llegó con sus ayudantes y su pequeña escolta de
Cazadores a caballo al pueblo de Barranco, al caer la noche en la víspera de Miraflores,
y observando que en todas partes había puestos de vinos y despachos italianos como
en Chorrillos, ordenó a seis cazadores de su escolta que entraran a la pintoresca aldea
y le prendieran fuego por sus cuatro costados.
Una hora después el pueblo mimado de la aristocracia limeña, ardía como una
inmensa hoguera, pero en la batalla del día siguiente no hubo un solo ebrio, y como
consecuencia no hubo una sola cobardía, ni un solo crimen.
Y eso, que es guerra, llámase sencillamente saber hacer la guerra. Si el general
Lagos hubiera inspirado con su alma los soñolientos consejos de la Moneda, la guerra
de los cinco años habría sido una guerra de cinco meses.

XXI

La carrera militar del general Lagos culminó con el mando del ejército chileno
en Lima; pero llamado a Santiago y relegado a la Comandancia General de Armas,
junto con el reposo pasivo de su retiro, comenzó a declinar su salud, y tan aprisa, que
cuando un senador, no hace todavía de ello un mes, solicitaba que se crease un puesto
especial de General de División, significaba que ello sería solo un honor de ultratumba
y apenas una mediana compensación a su joven y abnegada viuda, que queda con una
hija tierna en nobilísima pobreza.

XXII

Pero el general Lagos debía morir como había vivido. Era hombre que ni a la
muerte daba treguas, y cuando su robusta y hercúlea organización le habría permitido
resistir todavía durante largos años al pérfido pero lento mal que se había apoderado
de sus entrañas, un telegrama, súbito como el rayo, anunció al país que quien vivió
incólume 50 años, peleando en 100 batallas, ha muerto ahogado por unos cuantos
litros de agua hidrópica.

190
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

XXIII

La vitalidad poderosa del general Lagos había comenzado a desfallecer desde el


último verano, minada por una afección rápida al hígado. Aconsejado por los médicos,
buscó primero, como lenitivo, el clima de Viña del mar, y después el de Valdivia, de
cuya provincia se dijo iba a ser nombrado Intendente. Pero en su viaje a esa región,
se detuvo por cansancio o por afecto en Concepción, y allí su incurable mal se agra-
vó aceleradamente. Resistiendo este no obstante con férrea voluntad a los continuos
asaltos de incurable hidropesía, escribía todavía el 1 de enero afectuosas salutaciones
a aquellos amigos que había probado como leales. Más por desdicha, la enfermedad
arreció desde ese día; y en la noche del 18 de enero, cuando acababan de cumplirse tres
años de la entrada triunfante de nuestro ejército a la ciudad de Lima, entregó su alma
a su creador, aquel titán de la victoria que habría merecido morir como Epaminondas
en un lecho de laureles.

XXIV

Tomó honrosamente a su cargo, desde el primer momento el Gobierno, los fune-


rales del héroe que moría talvéz con el último peso de su escaso sueldo. «Ha muerto el
general Lagos, ha muerto ese General que a su salida de Lima en el año 81, pidió a un
amigo un poco de dinero prestado para saldar una deuda en el comercio y para poder lle-
gar a Chile con algunos pesos en el bolsillo; muere pobre: era la lógica de su vida» (Carta
del subintendente de ejército don G. Redón, hacienda de Bureo, febrero 7 de 1884).
Y mientras se disponía la traslación de sus restos a la capital, el Presidente de la
República dirigía a su desolada viuda la siguiente noble carta de condolencia, honra
especialísima, porque aun en señalados casos anteriores, ese último deber había sido
cumplido por los ministros respectivos, a nombre del Jefe de la nación:

XXV

Santiago, enero 19 de 1884

Señora.

El Gobierno se ha impuesto con vivo sentimiento del fallecimiento del señor ge-
neral don Pedro Lagos, digno esposo de Ud., sentimiento de que participa hoy todo el
país, que ve desaparecer con él uno de sus más ilustres servidores.
El general Lagos empeñó más de una vez la gratitud de la nación en su larga y
gloriosa carrera militar, y ha dejado al ejército que veía en él uno de sus jefes más dis-
tinguidos, un ejemplo de valor, disciplina y verdadero espíritu militar, cuyo recuerdo
conservará con cariñoso respeto.
Pueda, señora, mitigar en algo la honda pena que hoy aflige a Ud. el saber con
cuánta sinceridad la Nación entera se asocia a su dolor; y quiera aceptar, al mismo
tiempo, junto con la expresión de la viva condolencia del Gobierno, los sentimientos
de consideración muy distinguida, con que soy, señora, de Ud. su obsecuente servidor.

Domingo Santa María.


«A la señora Juana L. Viuda de Lagos».

XXVI

No estará de más agregar aquí, en este apresurado rasgo biográfico, que el pre-
sidente de la república profesaba una estimación personal y especialísima al general
Lagos.

191
Walter Douglas Dollenz

Cuando un año después de la ocupación de Lima resolvió enviar una división sobre
Arequipa, y fue designado el general Lagos para mandarla en Jefe, le llamó el presidente
a su despacho, y habiéndole preguntado cuantos hombres necesitaba para emprender
aquella ruda campaña, diole por única respuesta de soldado esta lacónica cifra:
«Iré con los que S. E. me señale».

XXVII

Los despojos mortales del General que más intensamente representaba la gloria
combatiente del ejército chileno, fueron transportados a Santiago, desde Concepción,
el 20 de enero, aniversario de la batalla de Yungay, escoltados por comisiones cívicas y
militares delegadas por aquella noble ciudad, y en su trayecto a la capital cubrían los
pueblos del tránsito los festones de su duelo, que al día siguiente habrían de trocarse
por las vistosas guirnaldas de las públicas manifestaciones ofrecidas al Presidente de la
República en su paso hacia las inauguraciones del Sur.
Las honras fúnebres del héroe tuvieron lugar esa misma mañana de la partida
presidencial (enero 21 de 1884) en el grandioso templo de la Recolección Dominicana,
en cuya consagración hacía apenas un año el general Lagos había tomado activa parte
como padrino.

XXVIII

Conducido su féretro inmediatamente al Cementerio General, en hombros de


doce coroneles y seguido de un pueblo inmenso que rodeaba todas las fuerzas de la
guarnición de Santiago, oyéndose al borde de la fosa los últimos adioses de sus amigos,
expresó uno de ellos (el autor de esta biografía) los sentimientos que en aquel instante
agitaban todos los corazones, en la siguiente alocución, inspirada allí mismo por el
afecto y por la admiración.

XXIX

Señores:
Nos encontramos esta vez bajo la impresión de un gran dolor público.
Acostumbrados nuestros espíritus a simbolizar en una alta personalidad guerrera
toda la fuerza, todo el heroísmo, toda la gloria de los hombres de combate propios de
nuestra tierra; divisando en todos los horizontes de la sangrienta guerra, que aún no
acaba, la figura radiante del adalid que por doquier mostraba con su espada a nuestros
bravos el camino de la victoria; que atropellaba en todas partes con el pecho de su ca-
ballo de batalla las filas enemigas; que en la llanura o en la montaña quitábales con su
fornido brazo sus banderas, y que iba escribiendo, de etapa en etapa, en las más altas
rocas del Perú esta leyenda inmortal: «Chile invencible» …al verle aquí yerto, helado,
inerme en ese ataúd de plomo, sin que haya sido siquiera una bala enemiga la que en
gloriosa lid atravesara su altivo pecho, profunda congoja se apodera del ánimo, y el
luto envuelve como en un sudario todos los corazones.
¡Ah, señores! no parecería que en ese sarcófago que cubren las enlutadas insig-
nias del general don Pedro Lagos, cupiesen juntas su alta talla y su gloria más alta
todavía.
No se creería, a la verdad, que allí duerme el reposo eterno aquel brioso jinete
que arrastró los cañones de Tacna a la cincha de su caballo, ni el heroico caudillo que,
lanzando al trote al asalto del Morro de Arica dos intrépidos regimientos, arrebató al
enemigo su más formidable fortaleza en el espacio de pocos minutos, que él iba acom-
pasando con el paso de su impaciente caballo de combate, ni menos aquel soldado
inmortal que convertido en baluarte de granito tras los muros de adobe de Miraflores,

192
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

dijo a los suyos esa mañana, que ayer cumplió su tercer año: «Aquí está la gloria de
Chile y aquí me quedo».
Ciertamente señores, la muerte del general don Pedro Lagos es la primera y la
única derrota que ha sufrido nuestro glorioso ejército en su marcha ascendente hacia
la historia.
El gobierno no ha decretado, es cierto, el duelo nacional; pero no lo necesitaba.
El ejército entero de Chile viste hoy el luto del invicto caudillo dentro de sus cuar-
teles, dentro de sus tiendas, dentro de sus corazones, aquí mismo donde asoman tantas
generosas lágrimas ofrecidas en su memoria.
Y por otra parte, el país sabe que lo que ha perdido en el general don Pedro Lagos
no es solo una alta categoría del ejército, sino un ejército entero. El país comprende
que donde estaba Lagos sabía el soldado que allí estaba la victoria, y cuando no divi-
saba aquél su alta cimera por entre el polvo de la batalla, preguntaba todavía cual era
el ala en el que él se hallaba, porque por allí debía comenzar la derrota y el exterminio
del enemigo.
Su solo nombre valía por esto un ejército; porque a su solo llamamiento, los mi-
llares de héroes que él enseñó a pelear habrían marchado sonriendo, al oír el toque de
los clarines que los apellidaba bajo su espada, a las banderas.
La muerte, entre tanto señores, se ha interpuesto por hoy entre él y nosotros, entre
el pasado y la historia, entre las glorias fugaces y la eternidad que no halla término.
Pero lo que eres tú general Lagos, no has muerto para siempre en el seno de la
patria inmortal que fue tu madre. Tu nombre sobrevivirá a tus días. Tu fama será trans-
mitida a las generaciones como los astros lejanos transmiten su luz a los espacios. El
lago desbordará en el océano… Y entonces si algún día espadas de conjuración aleve
vuelven a alzarse sobre la frente augusta de tu suelo, en son de amenaza y de peligro,
tu espada, que yace atada a esa faja blanca sobre tu frágil urna, saltará por sí sola de
la vaina; y seguido tú, cual caudillo, de los que antes que tú murieron y que a tu voz,
que solía imitar en las refriegas el ronco grito de las águilas heridas, batirán sus palmas
ensangrentadas dentro de sus ataúdes; San Martín, y Santa Cruz, y Ramírez, y Vivar, y
Martínez y Marchant, formarán tu escolta invisible en las futuras lides que el renom-
bre gana antes que el cañón.
General don Pedro Lagos:
Mientras allá en el remoto océano se alce inmutable, adusto, sombrío el Morro
histórico en cuya cima batióse al viento de los mares la bandera tricolor que tu brazo y el
de los tuyos enarbolara en un día de inmarcesible gloria, tu nombre no perecerá, porque
los siglos y las generaciones, en cada eco del cañón que salude la estrella del pabellón,
deletrearán las letras de tu nombre imperecedero, como la enseña del adalid que dijo a
Chile entre el Pacífico y los Andes: «Esta es por hoy tu frontera y tu baluarte».
Gloria a los hombres que así han vivido y así han muerto.
Gloria a ti, General Lagos, invicto campeón de nuestro ejército.

XXX

Decíamos al comenzar este brevísimo bosquejo, que el general Lagos por su alma,
por su carrera y por su hercúlea estructura había sido uno de los soldados de más alta
talla en la gloriosa falange de los servidores armados del país, y que, por lo mismo, el
rayo, buscando su acero, le había derribado.
Y a la verdad que si de la austera historia fuera lícito llevar los parangones a la
leyenda, habríamos de encontrar solo dos tipos de comparación para el guerrero ilus-
tre que a estas horas yace pálido e inerte dentro de estrecho ataúd.
El general Lagos en Arica fue el Ajax de Troya, y en su suelo patrio y en el de los
enemigos de su patria, fue el terrible Caupolicán de sus batallas.

B. Vicuña Mackenna

193
Walter Douglas Dollenz

Biografía del contraalmirante don Patricio Lynch

El contraalmirante don Patricio Lynch, el Príncipe Rojo de la Guerra del Pacífico.

«El capitán de navío don Patricio Lynch ha sido ascendido ayer a Contraalmi-
rante por el voto unánime de la Comisión Conservadora» – (Prensa de Santiago, abril,
5 de 1881)

El coronel don Patricio Lynch, tan justamente ascendido ayer por el voto de la
representación del Congreso Nacional, a una alta jerarquía de la Marina de Chile, no
nació a orillas del ancho mar que en varias épocas de su vida ilustrara con sus hazañas
de navegante y de soldado. Vino, por el contrario, al mundo, en la ciudad de Santiago
el 3 de diciembre de 1825.
Pero sus padres habían cruzado dos océanos en demanda de su unión y de esta le-
jana tierra. Don Estanislao Lynch, negociante opulento, natural de Buenos Aires, pero
nieto de irlandés, amigo íntimo de San Martín, había llegado a Chile a la sombra del
Ejército Libertador, estableciéndose con vasto giro de comercio en la capital que era
entonces el puerto de Chile, siendo Valparaíso su caleta y su playa. La aduana existía
en aquella época frente a frente de la compañía, iglesia de los jesuitas.

II

La madre del marino, mujer de encantadora belleza, era gaditana y llegó un poco
más tarde a Chile. Nacida en Cádiz, de padres chilenos, pero partidarios del rey, ricos
y aristócratas, la señora Carmen Solo de Zaldívar tenía en el albor de su juventud esa
hermosura deslumbradora que aplaudieron aun los romanos en la antigua Gadés; y
no fue por esto extraño que cortejada en sus abriles por la flor del ejército y por los
príncipes de la riqueza, diera su mano al que más ricos tapices tendiera a los estribos
de su carroza recién llegada.
Explica todo esto por qué el contraalmirante Lynch naciera en Santiago y por
qué, siendo mestizo de ibero y de celta, tenga el tipo y el alma de un batallador del mar
y de un ilustre capitán de tierra firme.

III

Se crió el primogénito de aquel fastuoso matrimonio en el doble regalo del amor


materno y de las escuelas femeninas de Santiago, hasta la edad de once años. Era por
ese tiempo «el Príncipe Rojo del Pacífico» un niño hermosísimo, mimado, travieso,
voluntarioso, temerario en los juegos que tenían por teatro la copa de los árboles o el
alto de los tejados, poseyendo en una palabra y en una sola voluntad todas las ínfulas
del niño diablo, rico e impune, hasta que su buen padre, por cortar a tiempo el hilo
tenue, pero peligroso del mimo maternal, le colocó en la academia militar.

IV

Tenía esto a lugar el 2 de marzo de 1837, «el año de Portales», antes del Barón y
Paucarpata, dos fechas tristes de aquella nebulosa era. Pero trasladados sus padres, por
menoscabo de fortuna, a Valparaíso, y alistada la escuadra que debía llevar a las aguas
del Perú la intimación del rechazo opuesto por el país a los tratados de Arequipa, el
cadete Lynch fue solicitado por la marina y embarcado a bordo de la Libertad, corbeta

194
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Patricio Lynch, jefe militar, designado por el general Baquedano


como comandante de la 1ª División, en la campaña de Lima.

195
Walter Douglas Dollenz

quitada al enemigo y que montaba como jefe de la escuadra el capitán de navío don
Carlos García del Postigo, hijo de Chillán.

Habíamos olvidado decir que antes de ser cadete el contraalmirante Lynch, ha-
bía sido colegial, dos condiciones muy apartes de la niñez de aquellos tiempos. Como
colegial, fue el feliz y regalado condiscípulo en el establecimiento argentino de los her-
manos Zapata, de don Aníbal Pinto, Álvaro Covarrubias, de don Alejandro Reyes, y
del general Baquedano. Como cadete, no había tenido más compañero que el encierro
y el palmetazo, lujo uno y otro castigo del rigor militar en aquellos años en que el lema
único de las aulas era este: «la letra con sangre entra».

VI

Embarcado ahora en una nave capitana (21 de febrero de 1838), y enteramente


a su gusto, el cadete Lynch hizo su primera campaña del Pacífico, 43 años hace ya, en
calidad de aspirante, y aunque los buques no andaban en aquel tiempo solos, como
hoy, sino a merced de caprichosas olas, se tuvo la acertada idea de dividir la escuadra
armada de Chile en dos secciones: la una al mando del bravo y pundonoroso Simpson
para recorrer la costa enemiga, y la otra a las órdenes del tenaz Postigo, para establecer
el bloqueo del Callao y sus puertos anexos.
Este doble sistema, que estaba indicando en las recientes operaciones de Chile,
como una doble estela de luz en las aguas y en la historia, dio por resultado para la
flotilla volante la victoria de Casma y para la escuadrilla sedentaria el bloqueo efectivo
de Lima y la captura de la fragata Socabaya dentro de su propio fondeadero.
Chile no perdió en los bloqueos de 1838 un solo buque y ganó una escuadra.

VII

El asalto dado a medianoche a la fragata ya nombrada fue un heroico remedo de


la conquista de la Esmeralda en la noche del 5 de noviembre de 1820. Señoret y Bynon
hicieron lo que en esa jornada ejecutaron Cochrane y Guise, saltando a un tiempo por
las amuras encontradas de la nave, en la confusión y el arrojo de un ataque nocturno,
hasta que el pesado buque enemigo fue sacado a remolque, con su guarnición cautiva,
e incorporado a la escuadra.
Fue ese el primer ensayo de guerra del aspirante Lynch, niño entonces de tan
corta edad y endeble estatura, que no alcanzando con sus brazos a la borda, el capitán
Señoret lo cogió «de los fundillos» y lo tiró a la cubierta, más como proyectil que como
combatiente. La Socabaya montaba 18 cañones, y su mando fue confiado al inteligente
teniente, hoy Capitán de Navío, don Ramón Cabieses, único sobreviviente con Lynch,
y el venerable Bynon, de aquella hazaña chilena. El bergantín Congreso, que Orbegoso
mantenía desmantelado y sujeto por amarras al muelle, fue también echado a pique
aquella noche.

VIII

Sus tempranos hechos guerreros hicieron crecer la traviesa bizarría del mimado
aspirante de la Libertad, al punto de que sus días de servicio podían contarse con los de
sus arrestos. Cuando llegaba su buque a Valparaíso con cualquier motivo, su afectuoso
padre acostumbraba a mirar con su anteojo de mar desde el balcón, y divisando a la
distancia algún pequeño bulto en las cofas, exclamaba sin jamás equivocarse: «Gracias
a Dios. Allí viene Patricio»… Los niños en el mar son como los pájaros. Por gusto, más

196
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

que por castigo disciplinario, viven de continuo en lo más alto de los masteleros de su
quilla. La nave es su árbol, la cofa su nido.

IX

Nacido para las aventuras el contraalmirante Lynch, entró por aventura en uno de
sus cruceros por la costa del Pacífico a la marina inglesa bajo el pendón del Almirante
Ross, el 1 de junio de 1840, suceso extraño que tuvo lugar de la manera siguiente:
En un día de pago, después de Yungay, sobrevino gran alboroto en la marinería
de Chile surta en el Callao, porque entre la gente de mar, cuando corre el oro en los
bolsillos, corre este junto con el alcohol por las gargantas. Bajaron en cardúmenes con
aquel motivo los marineros a la playa, y luego estalló en las tabernas la invencible
enemistad del araucano y del cholo.
Guarnecían uno o dos batallones peruanos el Real Felipe, como aliados, o más
bien como ingratos, cuando comenzó a oirse por las estrechas callejuelas del puerto el
grito de ¡A tomarse el castillo! Eran los muchachos de la escuadra chilena que, sin sa-
ber lo que emprendían, se precipitaban al puente levadizo de la fortaleza para castigar
a sus adversarios, amigos solo en la escarapela de sus uniformes. El ataque era a piedra,
y excusado era decir que el aspirante Lynch, hijo del Mapocho, iba con ellos, siendo
el más esforzado en gritar con toda su garganta, pero sin saber lo que decía, como los
demás: ¡A tomarse el castillo! ¡A tomarse el Real Felipe! Y cosa curiosa, 40 años más
tarde sería él el primero, después de Chorrillos y Miraflores, en tomarse el castillo…
mandándolo demoler.

A los gritos y barahunda de tierra, bajaron las guarniciones de los buques y redu-
jeron al orden a los amotinados del patriotismo, llevando el capitán Simpson de una
oreja hasta su bote y enseguida hasta una cofa de la Libertad al caudillejo de la revuel-
ta así vencido. Hoy que la pólvora de Chile vuela en escombros el histórico reducto, la
oreja y la cofa quedan de sobra vengadas.

XI

Pero en la batalla de las piedras contra el muro y el recinto del Real Felipe, llama-
do desde 1821 Independencia, había sucedido que una de aquellas diera en el vientre
al almirante sir Charles Bayde Hodgson Ross, el mismo que desde su cámara del navío
President, de 40 cañones, había tenido estos constantemente apuntados a nuestras
naves por fastidiosas reclamaciones diplomáticas sopladas todas a su rudo oído por la
solapada intriga de Santa Cruz.
El almirante Ross llevaba en esas horas 52 años de agua salada en su epidermis,
porque había comenzado a servir en Terranova en 1788, y era tan viejo marino, que
habiendo asistido a la primera hazaña de Napoleón Bonaparte en Tolón, sirviendo
como guardiamarina en el Tártaro durante la captura de aquella plaza en 1793, fue el
mismo histórico capitán que mandando el famoso navío Nortumberland condujo al
titán del siglo a Santa Elena. El Almirante Ross había sido uno de los más felices apre-
sadores de la marina inglesa, contando entre sus conquistas media docena de buques
con 140 cañones y 1500 tripulantes. Pero su mayor botín fue sin duda, aquel cautivo
inconmensurable como los siglos y tétrico como la gloria del ángel caído en el peñón
de Santa Elena.

197
Walter Douglas Dollenz

XII

Se tendrá por estos datos en cuenta de la ira que debió inundar el alma y la bilis
del almirante inglés al verse derribado por una pedrada chilena a la vista de su orgu-
llosa nave capitana y en los momentos en que paseaba por la playa del brazo con su
esposa, la señora Cockburn, cuñada del almirante de este nombre, su antiguo jefe en
las Antillas.
Más había querido la buena estrella del aspirante Lynch que él fuese el primero
en llegar a su socorro, de modo que recuperado de la emoción del golpe y vuelto a
bordo, mandó el jefe británico un ayudante a la escala de la Libertad a solicitar del
comandante Postigo licencia para el guardiamarina protector, a fin de comer con el
agradecido almirante…
Bajó de la cofa el aspirante para ceñirse su más pulcra chaqueta, y como buen
bisnieto de irlandés en convite británico, tomó un poco más de lo que su tierna ca-
beza podía soportar; y así de la mesa del almirante volvió otra vez aquella noche a
la cofa…
El aspirante Lynch se hacía de esta manera, por un delito o por otro, un verda-
dero pájaro del mar…

XIII

Pero el almirante de S.M.B. no limitó su cortesía a una copa de jerez, sino que
llegando a Valparaíso algunos meses más tarde, hizo una visita a los padres del aspi-
rante chileno y solicitó de ellos el favor de permitir llevárselo a su lado para educarlo
en su escuela.
Consintieron los padres de buen grado, porque su fortuna decaía, y a su turno
otorgó el gobierno con mejor talante la licencia, porque el destino no iba a tener la
gavela de un sueldo, argumento este, que ha sido el talón de Aquiles de toda resolución
de mar y tierra en nuestro angosto suelo.
El aspirante Lynch fue incorporado en el rol de servicio de la corbeta Electra, que
llevaba a la sazón el pendón del almirante, el 1 de junio de 1840, según antes dijimos.

XIV

No fueron felices los estrenos del aprendiz en la rígida, seria, inexorable discipli-
na inglesa, porque teniendo listo el brazo para levantar la mano y la mano para sacar
la espada, acometió una vez sobre cubierta contra un teniente brutal que le diera aleve
golpe en la espalda y harto más fuerte que la pedrada del almirante en el Callao.
En otra ocasión, paseando a caballo en el campo florido de los Amancaes, vecino
a Lima, intentó el ensimismado guardiamarina hacer lo de San Pedro con el centurión,
hiriendo en la cara a un jinete peruano, por lo cual hubo de tenerlo, entre prisionero y
escondido, el general Bulnes en su palacio, que no era el de los Pizarros, sino el de los
arzobispos de Lima.

XV

Puesto el aspirante de la Electra entre un consejo de guerra y la pedrada del Almi-


rante, predominó la gratitud sobre la ley marcial, y para salvarlo de esta, lo embarcó
al final de todos, en la fragata Calliope, de 26 cañones, que acababa de llegar a Valpa-
raíso desde La Plata y se dirigía a la China, a tomar parte en la guerra recién declarada
por el emperador a los ingleses traficantes de opio.

198
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

XVI

Comandaba la Calliope un bizarro marino irlandés, sir Tomás Herbert, del con-
dado de Kerry, hombre tan rico como bravo, que tenía su cuerpo cubierto de tantas
cicatrices como guarnecidos de millones sus cofres. Tan solo en las campañas del Me-
diterráneo contra los franceses había recibido tres heridas. Era por esto reputado como
uno de los más arrogantes capitanes de la marina inglesa.
Levantó anclas la Calliope el 1 de julio de 1840, dirigiéndose a la China por el
pasaje de San Bernardino, y al aproximarse a la vecindad de las Filipinas, les asaltó tan
furioso tifón, que el buque salió con su quilla destrozada, y gracias a inauditos esfuer-
zos de su oficialidad alcanzó a llegar a puerto.

XVII

La Calliope fue el primer buque inglés que arribó a la boca del río Cantón, la cap-
tura de cuya ciudad era el principal objetivo de aquella campaña, como en la guerra de
1860 lo fuera Pekín, la capital misma del Celeste Imperio.
Estableció el capitán Herbert, el bloqueo de Cantón el 10 de octubre de 1840, y
aunque un mes más tarde llegó de la India el Almirante Elliot a tomar el mando en jefe
de la escuadra, todas las operaciones de guerra quedaron confiadas al bravo capitán
de la Calliope.

XVIII

El 7 de enero de 1841 atacó en efecto, el comandante Herbert, las célebres forti-


ficaciones de la boca del río Cantón, y el 23 de febrero las del fuerte Amunhoy, silen-
ciando 20 cañones que los chinos servían como los peruanos, con malas punterías y
pésima pólvora.
En el ataque de la Boca del Tigre, los ingleses hicieron un desembarco en la isla
que obstruía en su centro el curso del río con una cadena y pasaron a cuchillo a los
4.000 chinos que la guarnecían.
El 26 de febrero, el capitán Herbert atacó en seguida, con cuatro fragatas y los
vapores Nemesis y Madagascar, las fortalezas de Whampoo, defendidas por 98 caño-
nes, y por último, el 13 de marzo, entrando atrevidamente hasta el ancladero de los
yunges de guerra de los defensores de Cantón, destruyó por completo su flotilla.
Poco después fue ocupado Cantón, defendido por 80.000 chinos, con solo 13.000
soldados y marinos de desembarco que mandaba en Jefe el general Cough.

XIX

En todos esos ataques encontrose el aspirante Lynch como abanderado de la Ca-


lliope, llevando la insignia de su jefe al frente de la marinería de desembarco, y fue tan
notoria su bizarría en el ataque del fuerte Whampoo, en que los asaltantes fueron dos
veces rechazados, que su nombre fue puesto en la orden del día y nombrado guardia-
marina de la armada de guerra de S.M.B. en el campo de batalla.
El plomo había ejercido una influencia saludable en el turbulento aspirante chile-
no. Equilibrando su sangre, le había quitado como por encanto su afición a las infanti-
les locuras, y en medio de los chinos del río Cantón, predecesores de los chinos del río
de la Chira y de Lurín, el contraalmirante Lynch comenzó a sentirse hombre de guerra,
capitán y aun Contraalmirante y General en Jefe.

199
Walter Douglas Dollenz

XX

Muerto, en efecto, a causa del rigor del clima en la rada de Cantón el Almirante
Senenhouse, que había llegado a tomar el mando de la escuadra, correspondió al vale-
roso capitán Herbert, el verdadero captor de Cantón, el honor de sucederle, y con este
motivo trasladó su insignia de la Calliope al navío Blenhein, de 72 cañones. El como-
doro irlandés, que por aquellos eminentes servicios había sido armado caballero de la
orden del baño, llevó consigo a su nueva capitana un solo tripulante de su barco, y este
fue el oficial de su insignia y de su raza, el guardiamarina Lynch. Los dos irlandeses
habían comenzado a entenderse, porque se habían visto el uno bien cerca del otro, en
medio del estampido del cañón y la metralla.
A bordo del Blenhein, el comodoro Herbert prosiguió durante todo el año 41 y
parte del 42 la campaña de la China, tomando por asaltos, dirigidos por él en persona,
las fortalezas de Amoy, de Chusán y de Chinghae. En este último ataque, el capitán
Herbert, a la cabeza de 700 marinos, penetró la brecha del fuerte y coronó la almena
con la bandera que a su lado llevaba el joven héroe de Whampoo.

XXI

Regresó en seguida el capitán Herbert en el Blenhein al río de Cantón, donde


volvió a tomar el mando en jefe de la escuadra en febrero de 1842; y poco más tarde,
ajustadas las paces por el tratado de Nankin, en julio de ese mismo año, dio la vuelta
a Inglaterra por el cabo de Buena Esperanza, visitando a su paso a Singapore, Batavia,
Calcuta y la isla de Santa Elena. El Blenhein llegaba a Portsmouth en marzo de 1843,
e inmediatamente su valiente tripulación era licenciada.
El guardiamarina Lynch no fue por esto dejado en tierra, sino que inmediatamen-
te pasó a la corbeta Tyne, de 26 cañones, capitán Guillermo Nugent Glascock, que
en esos días –marzo de 1843– se dirigía al Mediterráneo. El capitán Glascock había
servido bajo Nelson mandando una lancha cañonera en el traicionero ataque de Co-
penhague hecho por aquel almirante en 1801.
El Tyne sirvió en la estación del Mediterráneo desde marzo de 1843 a enero de
1847, y esos cuatro años fueron la edad de oro del joven teniente inglés.
Viajando de puerto en puerto en aquel inmenso lago de la civilización de Oriente;
visitando ya Damasco, ya Jerusalén; bailando vals en Atenas con la joven reina esposa
de Otón I, que escogía como su invariable compañero al esbelto y ágil criollo en todas
las soirées de palacio; viviendo ya entre las islas del archipiélago griego, en una de las
cuales encontrara el marino con asombro un compatriota suyo (don Manuel A. Tocor-
nal); ya en Nápoles y Mesina; ya en Alejandría y el Cairo, el contraalmirante Lynch
completó ampliamente sus estudios, se recibió de guardiamarina examinado y obtuvo
por último el título de teniente de la marina inglesa, meta de su ambición y límite fi-
jado de antemano por el permiso paterno y la licencia del gobierno de Chile para su
educación extranjera de marino.

XXII

Los últimos servicios del teniente Lynch en la marina inglesa fueron prestados
a bordo del gran navío inglés The Queen (La Reina) de 110 cañones, el mayor de la
flota de la Reina.
El ancho puente de La Reina fue la postrera quilla inglesa en que valsara el ele-
gante teniente Lynch; pero durante su estadía en Cádiz alcanzó a participar en las fies-
tas reales, ya olvidadas en Chile, celebradas en aquella ciudad con motivo del enlace
de las dos infantas, doña Isabel, con su primo don Francisco, y doña Fernanda con el
de Montpensier.

200
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

XXIII

En consecuencia, y después de haber visitado los principales arsenales ingleses y


de haber vivido en París algunos meses en la legación de Chile, el teniente Lynch regre-
só a Valparaíso en un buque mercante en los primeros días de octubre de 1847. De esto
hace ya 34 años, y entonces el contraalmirante de hoy tenía solo 22…

XXIV

La vida del contraalmirante Lynch desde su regreso a Chile es conocida por to-
dos, y está suficientemente explicada, en cuanto a sus etapas y a sus fechas, por su hoja
de servicios.
Ascendido a Teniente 1º de marina al pisar el suelo patrio el 20 de octubre de
1847 y nombrado comandante del bergantín Cóndor, una nave empajada que hacía
agua por todos los poros, pasó dos años en los frígidos climas de Magallanes, regre-
sando a Valparaíso en Abril de 1849.
Elegido algo más tarde ayudante de campo del Almirante Blanco, a quien había
conocido en París, se encontró a su lado en el levantamiento armado de Valparaíso,
ocurrido el 28 de octubre de 1851, y no obstante ser públicas y conocidas las simpatías
del capitán Lynch (pues lo era de Corbeta desde el 5 de septiembre anterior) se batió
con señalado denuedo en las calles de la valerosa ciudad, notándose entre todos por su
imperturbable serenidad en lo más recio del conflicto, resultando en él herido de bala.
–General, decía el ayudante Lynch en medio del silbido de los proyectiles que cubría lo
que hoy es la calle Prat, poniendo sus manos en forma de bocina para ser mejor oído:
–General, retírese de aquí que hay muchas balas… Y el heroico sordo le respondía:
–No le oigo».

XXV

El capitán Lynch, como marino, no pudo menos de dejarse arrastrar por la co-
rriente subterránea del Mar Pacífico que despobló a Chile hacia los placeres de Califor-
nia en 1848-1849. Con este motivo tomó el mando de la fragata de comercio Diana,
y se dirigió en el invierno de 1849 a San Francisco con una legión de argonautas en
busca del vellocino de oro. Uno de sus pasajeros y habilitadores era el conocido abo-
gado y senador don Juan de Dios Arlegui.
El capitán Lynch regresó de California en el transporte Infatigable que comprado
por el gobierno, voló más tarde, a causa de la explosión casual de su santa-bárbara, en
el centro de la baho de su buque (la Janequeo) a un perseguido político; y la otra por
haberse negado a recibir en calidad de preso en el barco que mandaba al honrado y pa-
triota coquimbano don Vicente Zorrilla. Por el delito de no haber trocado su quilla en
cárcel política, fue enviado el comandante Lynch a Constitución en calidad de capitán
de puerto, y desde allí, y con ese motivo pidió su absoluta separación de la marina.

XXVII

Once años pasó el capitán Lynch en esa condición, viviendo más como un cam-
pesino que como soldado, hasta que la guerra con España le sacó de su retiro, junto a
las turbias riberas del Maipo en el departamento de la Victoria.
Todos recordarán en Chile, y hoy con más razón que en épocas anteriores, el hecho
de haber sido el capitán Lynch el primero en llevar el socorro efectivo a los peruanos,
poniéndose a la cabeza de un puñado de voluntarios que se embarcó en el Dart a media-
dos de 1864, cuando se hablaba de un próximo y vengador asalto a las islas Chinchas,
ocupadas traidoramente por el almirante Pinzón en abril de ese año. Pero en tal empresa

201
Walter Douglas Dollenz

era en lo que menos pensaban los limeños, por lo cual los tripulantes del Dart fueron
mirados como huéspedes inoportunos y abandonados a su destino. Para disimular su
cobardía y su traición, nombró, sin embargo, a Lynch su edecán de honor el presidente
Pezet. Roberto Souper, ayudante de Lynch entonces como en Chorrillos, era uno de los
tripulantes del Dart, y este se quedó algún tiempo en Lima al lado de su jefe.

XXVIII

De regreso a Chile en 1865, el capitán Lynch recibió la curiosa misión de primer


torpedista de aquellos torpedos que según una expresión famosa «Se chingaron» como
se chingó la guerra…
Sin embargo bajo la influencia de don Federico Errázuriz como ministro de gue-
rra y como presidente, alcanzó el comandante Lynch honores y distinciones señala-
das, siendo nombrado sucesivamente gobernador marítimo de Valparaíso, coronel del
cuerpo nacional de Navales, y por último, capitán de navío graduado el 22 de octubre
de 1869. En junio de 1872, siendo presidente aquel hombre de Estado, le trajo a La
Moneda como agregado honorario al Ministerio de Marina.

XXIX

Se hallaba en esta condición un tanto precaria, oscura e indefinida el comandante


Lynch, cuando sobrevino la guerra con el Perú, que tanto ha levantado su fama de
patriota y de soldado, porque ha ejercitado juntas esas dos condiciones de su carrera
únicas, cuya firme unión forma a los verdaderos capitanes e improvisa los héroes más
ilustres.
El contraalmirante Lynch ha tenido de común con su antiguo condiscípulo y
amigo el general Baquedano el no haber rehusado jamás lo que se le ha exigido por el
bien de la patria, por humilde que fuera la designación del puesto. Y así, mientras el
último estuvo a cargo de las condensadoras de agua en el muelle de Pisagua para evitar
que el ejército pereciera de sed, el antiguo héroe del mar de la China y el Mediterráneo,
remolcaba lanchas en Antofagasta, o hacía el servicio de correo en el Loa, sirviendo de
ayudante a los que habían sido sus subalternos.
En esta posición militar, verdaderamente gloriosa por su sometimiento a la pa-
tria, el contraalmirante Lynch prestó excelentes servicios a la guerra como jefe de
transportes y como gobernador civil y militar de Iquique.

XXX

Ascendido, como digna recompensa de aquellos servicios, a capitán de navío


efectivo, el 17 de julio de 1880, se confió enseguida al comandante Lynch el mando de
la expedición que zarpó de Arica hacia los puertos azucareros del Perú, a fin de pro-
pender al éxito de las desatinadas negociaciones de paz, entabladas en aquel puerto,
por medio de apremios efectivos de guerra y de botín.
Nuestro juicio sobre esa expedición y sus resultados negativos es harto conocido,
porque evidentemente el gobierno, ofuscado entre la paz y la guerra, no supo elegir el
momento, ni los medios, ni el objetivo. Pero atinó en el hombre, y esto salvó a la repú-
blica de una serie de conflictos que pudieron convertirse en serios embarazos para la
continuación de la campaña. La actividad, la firmeza, la habilidad diplomática, y sobre
todo su terrible, implacable energía para con el enemigo y sus auxiliares del campo
neutral, valió con justicia al coronel Lynch el título de «El Príncipe Rojo de la guerra
del Pacífico».
Y a la verdad que si el Contraalmirante no hubiese tenido merecido ese brillante
renombre de guerra a título de haber sido en Grecia el caballero obligado de la Reina

202
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Federica Amelia de Oldemburgo y de haber asistido en Cádiz a las bodas de las infan-
tas españolas, lo habría alcanzado por su marcha maravillosa de Pisco a Lurín…

XXXI

En cuanto a su actitud en las batallas decisivas de Chorrillos y Miraflores, el parte


oficial del General en Jefe ya lo ha dicho.
Dos veces vi a Lynch, dice un testigo de vista, hablando de la primera de aquellas
dos terribles jornadas, en el campo de batalla, frío, sereno, imperturbable. Era impo-
sible aguantarse a su lado. Su gallardete de Jefe, su bandera de insignia, que en todos
los instantes la mantuvo bien alta y que la llevaba a todas partes, era el cebo de los
proyectiles enemigos. Ningún otro jefe usaba distintivo tan peligroso en los momentos
de la lucha.
«Él dirigió el combate de los suyos, arrojando a los peruanos de sus posiciones
una por una».
Por nuestra parte, hemos oído también a uno de sus ayudantes una versión íntima
que es característica del hombre que es todo manual por fuera y del soldado que el
fuego quema sin inmutarse como Scévola.
Notando el coronel Lynch que nadie acudía en defensa de su comprometida divi-
sión después de tres cuartos de hora mortales para su legítima impaciencia, se reprimió
visiblemente, contentándose con repetir, volviendo tranquilamente el rostro en todas
direcciones, en la parda alborada: ¿Que pensarán dejarme solo?… Pero cuando uno
de sus ayudantes, Souper o Walker, que allí quedaron mortalmente heridos, gritó de
improviso: –Coronel; fuego a la derecha!… el rostro inmutable del caudillo se iluminó
como si lo hubiese herido un rayo del sol naciente en esa hora, y mandó cargar con
nuevos bríos toda su heroica línea hacia la altura.
Era aquel ¡fuego por la derecha! la brigada Gana que rompía su victorioso desfile
sobre la línea de San Juan.
La victoria brillaba junto con el sol por encima de los médanos, y el día de Cho-
rrillos, como siempre, fue de Chile.
Y por esto el ascenso acordado por el gobierno y otorgado ayer por la Comisión
Conservadora será recibido con los aplausos del país entero como un merecido ascen-
so de victoria.

B. Vicuña Mackenna
Santiago, abril 5 de 1881

203
Walter Douglas Dollenz

Biografía del Comandante del batallón Atacama don Juan Martínez

Don Juan Martínez, coronel del regimiento Atacama, era hijo de Chillán, como
San Martín, como Marchant, como Vargas Pinochet, como Jiménez Vargas, como la
mitad de nuestro ejército; y como esos bravos que nombramos al acaso, porque murie-
ron como él, Martínez fue soldado raso.
Nacido en 1827, tenía solo 27 años cuando sentó plaza en su ciudad natal, y
fue durante algunos años asistente de un jefe, hoy bien conocido en el ejército, que le
enseñó a leer.
En junio de 1844, Martínez era cabo; en abril de 1849, era sargento; y fue preciso
que la guerra civil hiciera brillar su figura recia en los campos y ciudades de Chile, para
el que hoy es llamado caudillo de todo un ejército, cambiase la jineta por la espada.

II

El coronel Martínez, que al día siguiente de su última espléndida victoria, a las


puertas de Lima, habría sido nombrado con justicia general, había sentado plaza en
el batallón Yungay, pero entró de subteniente al batallón Chillán en octubre de 1851,
cuando ese aguerrido cuerpo se replegó de aquella ciudad, hacia el Maule, para entre-
garse al general Bulnes, antes de Loncomilla.
En 1852, el subteniente Martínez pasó al 4º de línea; y en 1853 al Buin.
Solo en los comienzos del año 58, recibió sus despachos de capitán.
Un año más tarde era ascendido a sargento mayor.

III

Se detuvo en este punto su carrera por un desafío, o más bien, por un reto de
rival arrebatado y tan valiente como él, que a su lado se ha batido en todas partes. El
retador fue Jorge Wood; pero sujetos ambos al rigor de la disciplina, sufrieron larga
prisión en San Bernardo.
Eso tenía lugar en 1867.

IV

Llamado a calificar el mayor Martínez en ese tiempo, a consecuencia de la aven-


tura de cuartel que acabamos de recordar, fue enviado al año siguiente a la asamblea
de Valdivia como instructor de milicias.
Y desde entonces comenzó para él una era de peregrinaciones con su pobre hogar
y con sus hijos a cuestas.
En 1876, le encontramos en la asamblea de Atacama; en 1877, en la Valparaíso;
en 1878, en la de Arauco, y otra vez en ese mismo año en la de Atacama nuevamente.
El coronel Martínez no era un favorito, no era siquiera una hechura. Había naci-
do para levantarse sobre sus propios pies, sin báculo de nadie; excepto quizás el hom-
bro de sus hijos. Y por eso las tres nobles vidas fueron una sola. Uno de los últimos, el
primogénito, Melitón Martínez, había obtenido un empleo en la policía de Copiapó;
el otro, Walterio, era conductor subalterno de trenes. Pero ambos, al lado de su padre,
crecieron de cien codos, como soldados de Chile, en la mañana de Tacna.
Se sabe que en la víspera del sangriento encuentro, el Atacama, que se había ba-
tido ya con alto renombre en Pisagua y en los Angeles, estaba de guardia; y el coman-
dante Martínez pudo velar así en su postrera noche, la tienda de sus hijos.

204
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Los cachorros del león habían vuelto a la vieja madriguera para dormir su último
sueño, en segura y cariñosa custodia.

Conocidos son los numerosos y tiernos testimonios de simpatía que tributó al


acongojado padre, después de su duelo, el pueblo atacameño, y en general toda la re-
pública, por aquella doble pérdida ocurrida en el campo de la inmortal victoria.
«Al bravo comandante Martínez, –decía a este respecto la prensa de Copiapó–,
le mandó el pésame todo el Estado Mayor, por la pérdida de sus dos hijos en el campo
de batalla de Tacna; y el señor Martínez contestó con estas palabras, dignas de figurar
en boca del viejo Horacio:
«Como padre, lloro la pérdida de mis hijos; como chileno me siento feliz de que
hayan caído en defensa de su patria. Siento que el único hijo que me queda, no esté
por su edad en estado de venir a reemplazar a los que han rendido su vida al pie de la
gloriosa bandera nacional».
¿No era esta, en todas sus partes, una respuesta digna de la Antigüedad?

VI

De igual manera, cuando en el campamento de Antofagasta fue puesto en sus ca-


llosas manos el estandarte que delicadas obreras de Copiapó habían bordado maravillo-
samente como insignia de su cuerpo, el héroe atacameño había pronunciado estas pala-
bras, que arrancaban del fondo de su alma fiera, y que él supo impertérrito cumplir.
«Señores oficiales y soldados: el estandarte que en este momento se os entrega,
simboliza y representa el honor de Chile, y sobre todo, el honor de la noble provincia
de Atacama que nos lo ha enviado.
Espero que moriremos todos, antes que permitir que esta enseña sagrada caiga en
manos de los enemigos y la profanen.
Ayudado por vosotros, juro defender con mi sangre y la vuestra, este noble peda-
zo de nuestro querido tricolor».

VII

Por lo demás, la hoja de servicios del coronel Martínez hasta el momento de salir
a campaña, se hallaba condensada en las siguientes líneas, que acusan una existencia
sobria, quizás oscura, pero eminentemente militar:
Había hecho la campaña al sur de Chile, desde el 27 de septiembre de 1851, has-
ta el 11 de diciembre del mismo año, a las órdenes de Manuel Bulnes. Se halló en la
acción de guerra que tuvo lugar en los Guindos, el 19 de noviembre, y en la batalla de
Loncomilla, el 8 de Diciembre del precipitado año, a las órdenes del mismo general. El
16 de febrero de 1859, marchó con su compañía a reunirse a la división que, bajo las
órdenes del teniente coronel don Tristán Valdés, operaba sobre la ciudad de San Felipe,
encontrándose en la toma de dicha plaza, el 18 del mismo mes y año.

VIII

Hizo la campaña al Norte de la República, a las órdenes del general de brigada


don Juan Vidaurre Leal, desde el 30 de marzo hasta el 7 de mayo de 1859, encontrán-
dose en la batalla de Cerro Grande, el 29 de abril del mismo año, por cuya campaña el
gobierno, por decreto del 8 de Junio, le confirió el grado de sargento mayor.
Se encontró en el bloqueo que la escuadra española puso al puerto de Valparaíso,
desde el 24 de septiembre de 1865, hasta el 14 de abril del año 66, siendo 2º jefe del

205
Walter Douglas Dollenz

batallón Buin 1º de línea, y en el bombardeo de dicho puerto, el 31 de mayo del citado


año, en la división del centro, que mandaba el teniente coronel don Víctor Borgoño.
Las comisiones que ha desempeñado son las siguientes:
Por decreto supremo de fecha 8 de julio de 1868, fue nombrado mayor en comi-
sión del batallón cívico de Parral.
Por decreto supremo del 13 de octubre del mismo año, fue nombrado gobernador
interino de ese departamento, cargo que desempeñó hasta el 1 de febrero de 1869.
Por decreto supremo del 1 de octubre del año dicho, fue nombrado mayor en
comisión del batallón cívico Copiapó.
Por decreto supremo del 1 de octubre del año 1873, fue nombrado mayor en
comisión del batallón cívico de Artillería Naval de Valparaíso.
Por decreto supremo del 12 de diciembre de 1876 y con motivo de haberse disuel-
to el cuerpo de asamblea, fue nombrado nuevamente mayor en comisión del mismo
batallón cívico de Artillería Naval de Valparaíso.
El 9 de enero del año 1877, fue nombrado, por decreto supremo, ayudante de la
Comandancia General de Armas de la provincia de Atacama.
Y por último, al comenzar la guerra, comandante del batallón movilizado Ata-
cama.

IX

Después de la batalla de Tacna, el comandante del Atacama fue llamado por el


generoso pueblo copiapino para aclamarlo y para consolarlo.
Pero el viejo custodio del honor de Chile, se quedó inmóvil, como el centinela
del campamento que guardaba la puerta de Pompeya en la llamada avenida de las
tumbas.

El senado le nombró entonces Coronel por unanimidad de votos; más todavía,


porque delante de la fosa de los muertos ilustres, puede descorrerse el velo de reservas
rutinarias que no envuelven compromisos, la sala hubiera querido nombrar al caudi-
llo del Norte por aclamación, porque alguien lo propuso así, como una excepción de
honra.

XI

Del sitio de la eterna demora, del limbo de la guerra, que fue Tacna, silencioso,
pero acerado y resuelto como bien templada hoja dentro de su vaina, el coronel Martí-
nez marchó a Pisco en la 1ª división, y desde Pisco se adelantó por tierra a Lurín a las
órdenes de don Patricio Lynch, este Príncipe Rojo de las campañas de los trópicos.
Martínez, en esa esforzada marcha, fue promovido al mando de la 1ª brigada de
la 1ª división, y por esto hemos dicho, que bien pronto habría sido nombrado general,
aunque era solo un coronel de ayer. Era el bizarro jefe de nuestra vanguardia; y delante
de las hazañas formidables, las fechas del calendario se estrellan como el humo contra
el flanco de rígida montaña.

XII

Más el coronel Martínez fue glorificado solo para morir.


No tenía ya a sus hijos. El añoso tronco, privado del ramaje protector, iba a ser
tronchado en la mitad de la colina por el furioso vendaval de plomo que soplaba desde
la cima.

206
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Después de haber conducido al fuego y a la victoria su valerosa brigada en las


alturas de Chorrillos, entró el coronel Martínez a formarla hallándose un tanto avan-
zada la sangrienta jornada subsiguiente de Miraflores; y en los momentos en que ha-
biendo descendido del caballo, junto a unas tapias derribadas, para observar con su
anteojo de campaña el movimiento retrógrado del enemigo, (que era su fuga), una bala
perdida, lanzada por un prófugo, vino a perforarle el estómago con mortal herida.

XIII

Sobrevivió con todo, hasta el próximo día el enérgico soldado, y preocupado solo
de lo que le debía a su país y a su bandera, exigió en varias ocasiones y con voz ya
desfallecida por el estertor de la muerte, que su secretario Gonzalo Matta, ex capitán
del Atacama, redactase a su presencia el último boletín de la última jornada.
Ansiaba el moribundo campeón, inscribir en el registro de la inmortalidad su
postrer victoria.
El coronel Juan Martínez no murió; porque los héroes jamás mueren. Solo fue a
reunirse con sus adorados hijos.

B. Vicuña Mackenna

207
Chorrillos y Miraflores: batallas del Ejército de Chile

Agradecimientos

Este libro no habría sido posible sin la colaboración de


tres amigos, muy especiales y queridos para mí:
Don Enrique Cáceres Cuadra, Mayor (R) y actual
curador del Museo Naval de Iquique, una eminencia en
temas de la Guerra del Pacífico, quien fue mi guía de con-
sulta y me proporcionó las fotografías necesarias.
Don Milton Luco Muñoz, coleccionista, apasio-
nado de estos temas, quien me impulsó a investigar y
escribir esta obra.
Don Daniel Ibáñez Gandolfo, abogado, el hom-
bre clave que hizo posible la difícil parte legal en una
forma completamente desinteresada, y que con una
paciencia a toda prueba me apoyó siempre.
A todos ellos mis eternos agradecimientos.

El autor.

209
Walter Douglas Dollenz

Este libro se terminó de imprimir


en los talleres digitales de

RIL® editores
Teléfono: 225-4269 / ril@rileditores.com
Santiago de Chile, agosto de 2010
Se utilizó tecnología de última generación que reduce el
impacto medioambiental, pues ocupa estrictamente el
papel necesario para su producción, y se aplicaron altos
estándares para la gestión y reciclaje de desechos en toda
la cadena de producción.

212
Chorrillos y Miraflores
Batallas del Ejército de Chile
Crónicas de Eduardo Hempel, corresponsal de guerra

L as batallas de Chorrillos y Miraflores representan uno de los mo-


mentos más cruentos de la Guerra del Pacífico. En ellas se enfren-
taron el grueso de los ejércitos en pugna, definiendo en gran medida
el futuro del conflicto.
Constituyen un hito de relevancia no solo por sus múltiples hechos
heroicos, sino también por el despliegue de todas las tácticas militares
conocidas hasta entonces, incluyendo el apoyo de la artillería naval a
las operaciones terrestres.
Sin embargo, son prácticamente desconocidos los relatos de pri-
mera fuente de los hechos. Así, el testimonio de Eduardo Hempel es
un aporte sustancial a nuestra historiografía militar.
En los artículos que escribió para El Ferrocarril quedaron plas-
mados aquellos nombres y lugares que luego fueron reseñados por
los historiadores y también múltiples aspectos cotidianos, anónimos,
desconocidos hasta ahora, que ofrecen nuevos aspectos de estos acon-
tecimientos.

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