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Alberto Julián Pérez

LOS CHICOS POBRES


Poemas | Cuentos | Ensayos

Riseñor
Ediciones
Los chicos pobres | Poemas Cuentos Ensayos

Edición: Barker and Jules™


Diseño de Portada: Barker & Jules Books™
Diseño de Interiores: Juan José Hernández Lázaro | Barker & Jules Books™
Riseñor Ediciones

Primera edición - 2021


D. R. © 2021, Alberto Julián Pérez
I.S.B.N. | 978-1-64789-627-0
I.S.B.N. eBook | 978-1-64789-628-7

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ÍNDICE
Crónicas poéticas
Una visita a la Villa 31 9
El partido del domingo 17
La Sibila 25
Muchacha cama adentro 28
El poeta y la peste 40

Cuentos
El pintor del Dock Sud 45
Los chicos de La Boca 55
Los cirujas 68
La carnicería 78
Una visita al zoológico 85
El Mesías de la Villa 31 101
El Gauchito Gil 138

Ensayos
La poesía indígena del Churqui Choque Vilca 159
La palabra viva de Eva Perón 187
Sara Gallardo, Eisejuaz y la Gran Historia Americana. 220
La utopía indigenista de César Aira 237
Fronteras interiores: Mansilla viaja “tierra adentro” 255
La Argentina manuscrita: guerra y mestizaje 281
Conquista espiritual: contradiscurso y resistencia 322
Poemas
Alberto Julián Pérez

Una visita a la Villa 31

La socióloga Catherine Simpson


ha llegado de visita a Buenos Aires
desde Nueva York, esa ciudad de torres
y maravillas, isla o barco que flota
entre el East River y el Hudson
y enseña al mundo las banderas
de su gran paraíso mercante.

Es la ex-esposa de un amigo mío. Sabía


que yo trabajaba para el Ministerio
de Desarrollo y Turismo y me escribió.
Vino a conocer cómo viven nuestros pobres.
Habla bien el castellano. Había leído
mi poesía y me aprecia.

Nuestros « cabecitas » son materia de estudio


en las universidades de los ricos.
Norteamérica se ha cansado de investigar
las condiciones de vida en sus guetos negros,
sus barrios portorriqueños
y sus distritos mexicanos,
y ahora está en proceso de hacer un catálogo
de la miseria universal
y de la barbarie que sumerge al planeta.

—9—
Los chicos pobres

Ni la represión policial,
ni las guerras fratricidas,
han resultado eficientes para detener
esa amenaza en expansión de la pobreza,
y ha decidido mandar a sus doctores
en sociología y en genética
a visitar los guetos de África y Latinoamérica
para buscar soluciones permanentes
a este flagelo de la humanidad.

Yo la recibí en el renovado aeropuerto


de Ezeiza, que pretende (igual que nuestra
oligarquía), parecerse cada vez más al de Miami,
pero en chiquito. Partimos de allí a su hotel
5 estrellas en Puerto Madero, el antiguo muelle
de trasatlánticos de ultramar, hoy barrio boutique
de nuestros empresarios internacionales,
joya preciada de los inversionistas,
cotizada patria de los capitales golondrinas,
donde lavan el dinero nuestros ricos.

Quedamos en recorrer al día siguiente


nuestra villa miseria más famosa,
hermana dolorosa de las favelas de Río,
los pueblos jóvenes de Lima,
y las colonias pobres de México.
La pasé a buscar en una 4 x 4
del Ministerio. Se sorprendió Catherine
de lo tan cerca que estaba la villa
del barrio insigne de nuestra oligarquía.

La Villa 31 se levanta majestuosa


junto a la estación Retiro, entre las vías
de los trenes, la autopista y el puerto,

— 10 —
Alberto Julián Pérez

frente a los Tribunales de Justicia.


Entramos por sus calles de tierra,
surcadas de cloacas a cielo abierto,
flanqueadas de deshechos
y montones de basura maloliente.
Ante nosotros estaban las coloridas
casillas, ordenadas en hileras superpuestas,
apiladas unas sobre otras, como las latas
de conserva en el supermercado.

Unos niños sucios jugaban en un potrero


improvisado con una pelota de trapo.
Al vernos pasar, uno de ellos, enojado,
recogió de una zanja una gallina muerta,
la revoleó con habilidad y la arrojó
contra la camioneta. Cruzó
a escasos centímetros del parabrisas.

Fuimos directamente a la capilla,


donde el cura villero, que se había escrito
con nuestra embajadora gringa,
le dio la bienvenida. Le dijo
que había conocido, durante un viaje,
al Pastor de su Iglesia en el East Side,
(Catherine era profesora
de la Universidad de Nueva York),
un polaco rubio y alto
que hablaba a los gritos,
pesimista y desesperado
como nuestros profetas de la pampa.

Poco después llegaron a la capilla


las madres de los comedores,
casi todas señoras maduras

— 11 —
Los chicos pobres

de aspecto poco cuidado,


que sirven diariamente platos de sopa,
pan y mate a los niños de las familias
que no pueden alimentarlos.

Se fueron con el cura, todos juntos,


a recorrer a pie la villa. Los siguieron
algunos chicos y los perros callejeros.
Los hombres desocupados
que aguardaban un milagro a la puerta
de sus casillas, los observaban.

Yo me sentía mal y no fui con ellos.


Me disculpé. Era como si toda esa miseria
me hubiera golpeado en el estómago.
Regresé a mi casa en el barrio trabajador
y pobre de La Boca, patria del club de fútbol
más famoso, en cuyo estadio, los domingos,
las masas gritan su entusiasmo
y escapan de sus tristezas.

Tuve bastante trabajo en esos días


con las delegaciones: llegaron agentes
del Fondo Monetario y los llevé
a la Embajada Norteamericana
y a la Casa de Gobierno. También arribaron
profesores de la Escuela de Derecho de Yale
para hablar con los jueces
de la Suprema Corte de Justicia.

Parece que nos conocen bien


y vamos recogiendo cierta fama,
o que vivimos en un país
de sirvientes y lacayos,

— 12 —
Alberto Julián Pérez

y recibimos órdenes y consejos


de nuestros amos.
Me pregunté quién podía creer
que la sociedad progresaba
y el mundo era cada vez más justo.
Habría que cuestionarle a Hegel
su optimismo histórico.
Razón tenía Marx cuando afirmaba
que cada día nos podrimos más,
y que la burguesía no planea salvarnos,
sino vendernos por pedazos
en el mercado de carnes.

¡Ay Cristo, haz algo por tus criaturas,


porque así no vamos a ningún lado!

Catherine me llamó por teléfono,


y me dijo que su visita al país
le estaba resultando muy productiva.
Tenía su agenda llena. Hablaría inclusive
con la Ministro del Interior, ¡una mujer!
No la volví a ver hasta varios días
después, en una recepción. Me pidió
que la recogiera el lunes para llevarla
al aeropuerto. Ahí podríamos conversar
y despedirnos.

Pasé por su hotel temprano a la mañana


y nos subimos a la autopista. Estaba contenta.
Todo había salido muy bien. Había recogido
mucha información importante.

Era una mujer de buen corazón,


debo reconocerlo, aunque no estaba yo

— 13 —
Los chicos pobres

de acuerdo con su fe
en la compasión del capitalismo
que, ella creía, salvaría al mundo.
Me dejó como recuerdo un dibujo
hecho por un pintor sin manos
del Barrio Portorriqueño de Nueva York.
Yo, a mi vez, prometí enviarle una copia de este poema.

Me dijo que había corroborado en el terreno


lo que tantas veces había leído en sus libros:
era indispensable frenar la barbarie
de una vez por todas en Latinoamérica.

Tenía todo tipo de sugerencias para civilizarnos.


Recomendaba revivir la Alianza para el Progreso,
e implementar programas médicos estrictos
para evitar los embarazos indeseados
entre los pobres. También necesitábamos,
insistió, mucha más policía,
porque solo la policía
podía combatir profesionalmente a los ladrones
que se ocultaban en sus madrigueras,
y a los narcotraficantes que infestaban
las villas y eran una amenaza
para las áreas residenciales del centro.

Hacían falta escuelas al estilo norteamericano,


que les inculcaran ideas de libertad a los niños,
y planes del arrepentido
para promover el espionaje en las villas
y ayudar a la policía en su misión.

En Ezeiza la aguardaba un pequeño comité


de despedida de la Casa de Gobierno

— 14 —
Alberto Julián Pérez

que le entregó varios regalos: un poncho,


un rebenque, unas espuelas. Le dijeron
que ya los gauchos habían desaparecido,
pero eran el símbolo de nuestra patria criolla.
Se los había llevado el tiempo como un día
el tiempo se llevaría la barbarie villera.

La representante de la civilización yanqui


se tomó el vuelo de American,
y se fue a hacer su informe sobre la Argentina.
Esperemos que la solución propuesta
no sea la misma que ya sufrieron en el continente
los indios, los gauchos y los negros.

Yo creo que los pobres, a su modo,


en nuestra tierra, van resolviendo
el problema de su vivienda, dada
la notoria impiedad de los ricos y del gobierno.
Resisten en sus casillas improvisadas
el paso del tiempo y aguardan
en los pasadizos de fango
que llegue la prometida piqueta
y la orden de desalojo.

Tener una casa es ocupar un lugar


en el mundo. No tener domicilio es como ser
un muerto vivo. La villa, cueva de traficantes
y refugio de abandonados, ese gran escenario,
que visitan ahora, con curiosidad,
las delegaciones extranjeras,
es el teatro popular de nuestra pobreza,
el espacio alegórico de nuestros vicios.
Los argentinos somos creativos y mitómanos,
reverenciamos el melodrama
e inventamos historias.

— 15 —
Los chicos pobres

En la patria de Gardel, el Che y Evita,


dios nos consuela. ¡Ver tanta miseria junta,
quién diría, si dan ganas de fotografiarla!

— 16 —
Alberto Julián Pérez

El partido del domingo

En mi país, los fines de semana,


hombres y mujeres, jóvenes y viejos,
amantes del azar, puesta la fe en el juego,
unidos nos congregamos ante el televisor,
privilegiado escenario de ilusiones y miedos,
a mirar nuestro programa favorito:
“Fútbol para todos”.

Sin ser el más fanático de los hinchas,


o el más fervoroso de los creyentes,
reconozco que este deporte inspirado,
lucha ferviente de pasiones para muchos,
fiesta de colores y banderas para otros,
ha sabido conquistar el corazón del pueblo.

La semana pasada nos juntamos en la Ribera,


cerca de Caminito, en casa de un amigo,
un grupo fraterno de esforzados poetas
para mirar el partido de Independiente y Boca,
ilustres clubes, rivales clásicos del sur bonaerense.
Éramos todos diestros escribas,
amantes de la expresión cuidada, la imagen
artesanal y los tonos prosaicos de la lengua.

— 17 —
Los chicos pobres

Mientras esperábamos que comenzara


el partido, hablábamos del fútbol de hoy
y de su estrella, astro brillante,
y de nuestro mundo, intenso y soñado, la poesía.

Este domingo nos había traído Baco un rico tesoro


y amenizábamos nuestra charla con copas
de vino tinto. Pusimos a calentar en el horno
las empanadas salteñas, dulces y jugosas.

Era un ágape perfecto. Nos sentíamos felices


como poetas griegos en vísperas de una gran
carrera. Tal vez más tarde, imitando a Píndaro,
uno de nosotros compondría una ingeniosa oda
a nuestro equipo favorito.

Los arduos rivales salieron a la cancha.


Sonó el silbato y comenzó el partido.
Los jugadores de Boca se pasaban, precisos,
la pelota y corrían, azules y veloces, por el
campo verde. Los de Independiente, encendidos,
los contenían, y valientes, contraatacaban.

Parecían figuritas de colores sobre un tablero


encantado, animando una contienda
de blasones enemigos. Ágiles,
se desplegaban por el terreno de juego
como en la coreografía de una danza.

Los equipos mostraban su fuerza y su garra.


Aquí, en Argentina, jugamos al pelotazo.
El fútbol nuestro es un arte barroca.
Somos el potrero del mundo.
El estilo criollo se expresa en el amague

— 18 —
Alberto Julián Pérez

y la gambeta, el tiro en profundidad


y el pase sesgado, la corrida espectacular
y la rodada dramática.

Dije a mis amigos que los poetas


en ciertas cosas nos semejábamos a esos
eximios atletas, combatientes también nosotros
en la pugna entre el ego y el mundo,
la realidad y los deseos. Sabíamos,
como esos héroes, vivir con intensidad
nuestro arte,
ser apasionados, darnos sin retaceos,
expresar con valentía los anhelos, levantar
un estandarte y defender nuestros colores.
Casi siempre nos identificábamos con un “club”
o con un grupo; creíamos, para bien o para mal,
en nuestras ideas, y exhibíamos el dolor
y la felicidad en nuestros versos.

Yo quería escribir, les dije, una poesía arriesgada,


sincera; me horrorizaba la poesía domesticada,
segura, impersonal, que cultivaban muchos poetas
para deleitar a los puristas. Buscaba crear
una metáfora inteligente, comprometida,
llena de fuerza plástica, como la gambeta,
que me condujera en su desplazamiento
irresistible al gol.

Les conté el sueño que había tenido


la noche anterior. Carlitos Tévez,
el gran delantero de Boca, jugaba, adolescente,
vestido de blanco, un partido de fútbol
en el potrero de Fuerte Apache.
Pasaba el tiempo y su equipo no lograba

— 19 —
Los chicos pobres

ganar. Bajó del cielo una paloma nívea


envuelta en luz dorada y se detuvo,
aleteando, sobre el campo de juego.
Traía un laurel verde en su pico.
Los muchachos, fascinados, interrumpieron
el partido. El Apache sintió que el ave lo llamaba.
Una fuerza desconocida lo elevó. La paloma
comenzó a volar por encima de las torres
hacinadas de nuestra villa miseria de altura.
Carlitos la siguió por el cielo como si nada.
El público del barrio, sorprendido, le pedía
que bajara, pero él no escuchaba bien.
Les hacía señas de que gritaran más fuerte.
La paloma fue hacia él y lo envolvió
en su luz. Tévez, iluminado, descendió
al terreno de juego. Llevaba una ramita
de laurel en su mano. El Apache corrió
con la pelota, pateó con fuerza e hizo
el gol de oro. El balón entró, fosforescente,
en el arco contrario. Me pareció que ese sueño
era un signo divino premonitorio. El dios
del fútbol trataba de decirnos algo
a nosotros, sus creyentes.

En la poesía, como en el juego, aseguró


convencido alguien, los milagros cuentan.
El nuestro, queridos poetas, es el partido
del espíritu, argumentó otro. Es por eso
que hace falta el ritual, intervine yo:
los oráculos, los rezos, el asado,
y cada tanto un picadito entre amigos.

Terminó el primer tiempo. El partido


iba O a O. Había llegado la hora de comer

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Alberto Julián Pérez

las jugosas empanadas. Las sacamos del horno,


calentitas. Fraternos, nos las repartimos.
Las empanadas de carne son el alimento
consagrado de nuestra patria criolla.
Servimos vino tinto y levantamos las copas.
Brindamos – democráticamente – por
el mejor equipo. Yo aproveché el momento
y pregunté a mis amigos: ¿Para Uds.,
quién es mejor poeta en el juego de la poesía?
¿Darío o Martí?¿Neruda o Vallejo? ¿Cardenal
o Paz? ¿A quién le asignan más puntos
en este campeonato?

(En Argentina la poesía es tan esencial


como el fútbol, y si no…
¡pregúntenle a los hinchas de Boca!)

Cada uno dio su respuesta. A mi turno


yo contesté: prefería Martí a Darío, les dije,
aunque era consciente que el vate nicaragüense
era nuestro poeta más completo; el Apóstol
de Cuba, sin embargo, era el soldado de la poesía
y nos había enseñado a dar la vida por nuestras ideas.
Prefería Vallejo a Neruda, porque el cholo inmortal
había escrito con su alma andina y había puesto
el corazón en el lenguaje balbuciente de la tierra;
Cardenal a Paz, por su compasión cristiana,
y su amor y lealtad a los oprimidos y a los olvidados.

Existe, a mi criterio, una poesía histórica y una poesía


nueva. Debe cada uno pensar para qué equipo juega.
¿Sos neobarroso o coloquial? ¿Exquisito o realista?
¿Burgués o maldito? ¿Colonizado o Revolucionario?

— 21 —
Los chicos pobres

Quisiéramos poder renovar con fervor la poesía


y que el pueblo se reconozca, generoso,
en nuestros versos.

La poesía es el ritual máximo de las letras,


la escalera de oro que nos lleva al cielo.
El premio: la vida eterna del poeta
en el paraíso de los justos de nuestra lengua.

Empezó el segundo tiempo. Volvimos al partido.


Había que desnudar la verdad y demostrar
al enemigo quién merecía estar más cerca
de dios y de sus ángeles en el estadio estelar.
La sed de gol los dominaba. Los jugadores
se esforzaban por controlar el área
del equipo rival y gritar un tanto. Perseguían,
tenaces, al que tenía la pelota. Lo trababan
y rodaban con él por la verde grama.
Veloces, se levantaban y seguían corriendo.
Lanzaban un córner. El balón trazaba
en el aire una curva perfecta y descendía
frente al arco, tentador e inocente.
Los jugadores, bailarines de pies ligeros,
con vehemencia se contorsionaban
para dar el gran salto, cabecear y vencer
al portero. Lo intentaban una y otra vez,
sin resultado. El tiempo, moroso,
transcurría, verdugo de las esperanzas
de la popular y la platea, y de las ilusiones
del público televidente.

Ya empezaban a sentir cansancio nuestros


gladiadores. Mostraban, ante el rival,
su impaciencia y nerviosismo. ¿Quién ganaría

— 22 —
Alberto Julián Pérez

la emblemática contienda de los barrios porteños?


¿Los rojos de Avellaneda o el equipo de la Ribera?
Finalmente, en el último minuto, llegó el esperado
gol de Tévez, Gloria de Fuerte Apache, Heraldo
de la Bombonera, y la mitad más uno del país
se puso de pie (¡pobre Independiente!).
El partido terminó como deseábamos,
con el triunfo de Boca.
¡Qué larga y tortuosa había sido la espera!

Emocionados, nos abrazamos los poetas.


Sentíamos la pasión y el amor de las banderas.
Éramos, también nosotros, parte de esa hinchada
que ovacionaba a Boca (en el barrio los pasantes
hacían sonar las bocinas de sus autos,
se escuchaban los vivas de los vecinos
que estaban en las calles).

El mundo del fútbol, fervor de multitudes,


dije a mis amigos, no estaba hecho de palabras
como la poesía, pero, igual que en nuestros versos,
abundaban en él los símbolos. Tenía su gramática
y sus reglas, sus expresivas gambetas
y sus circunloquios de potrero, sus corridas
líricas y rítmicas intensidades,
sus estilizadas elipsis frente al arco,
sus jugadas preferidas y temas favoritos,
sus creencias, su historia, sus héroes
y sus mitos. Era un deporte que admitía,
como el arte verbal,
lecturas e interpretaciones diversas.

Contentos y exaltados por el triunfo,


los poetas levantamos las copas y brindamos

— 23 —
Los chicos pobres

por Boca Juniors y por César Vallejo.


Había concluido el ágape del domingo.
Dichosos, nos dispusimos a dejar
el hogar amigo donde habíamos compartido
el calor del alimento, el fuego patrio del vino
y el alegórico culto del fútbol, y nos despedimos,
con abrazos y largos apretones de mano.
Se sucedieron las bromas y las expresiones
de deseo, y las burlas a nuestros versos, pobres
frente al universo repleto de sentido.

Fortalecido por la camaradería y la poesía


(y por el triunfo, amigo de los rapsodas),
me alejé del barrio multicolor de chapas
del maestro Quinquela, el viejo puerto,
y por la Avenida Brown regresé
a mi pobre pensión de San Telmo,
en la antigua casa que fuera de Fray Mocho,
por encima del bar “La poesía”,
donde, día a día, monje azul y artífice,
esculpo y cincelo mis versos
y elevo a la memoria de la lengua
una pirámide de palabras y de sueños.

— 24 —
Alberto Julián Pérez

La Sibila

En la esquina de casa vive una indigente.


La pobre está desequilibrada.
Vuelta hacia adentro, habla sola.
Parece tener algo más de treinta años.
Los vecinos pasamos a su lado sin decir nada.

Llegó al barrio hace un año.


Tendió sus mantas en la vereda,
cerca de una alcantarilla.
Ese lugar es su morada.
Allí come, duerme y pasa sus días.

Es una mujer moderna:


tiene una radio y una calculadora rotas.
Mueve o aprieta sus botones
y conversa con ellas.
Quizás la entienden y le responden cosas.

La hemos aceptado
como parte de nuestra realidad.
Los niños la miran con curiosidad.
Ella vive en su propio mundo.

Sucia, cubierta de viejos abrigos, en invierno


y en verano, duerme junto a un perro viejo
— 25 —
Los chicos pobres

que se hizo su amigo


y es el único ser que le brinda
su calor, su cariño.
Cada mediodía le da de comer a las palomas
las sobras de las sobras que recibe.

No nos presta atención,


ignora lo que pasa a su lado.
“Ha perdido la razón”, nos decimos,
pero no sabemos bien qué es la razón.

Parece que oye voces.


Quién sabe qué le dicen.
Para mí es como una sibila
que recibe mensajes del más allá.

Los vecinos procuran no acercarse mucho.


Huele mal y seguramente tiene piojos.
No quieren contagiarse.
¿Qué nos pasaría si atravesáramos,
con ella, la pared invisible
y cruzáramos a ese otro lado,
que no conocemos?
Aprovechamos para hacer nuestra catarsis.
Esta mujer sucia nos sirve para limpiarnos.
Purgamos nuestro miedo
al abandono y al fracaso.

¡Oh indigente, oh inocente sibila,


perdona nuestras deudas!
¡Somos parte de tu miseria!

Tal vez sea esta una prueba


que dios nos envía

— 26 —
Alberto Julián Pérez

y somos nosotros los observados.


En este laberinto sin salida
guardo cierta esperanza de resurrección.

Ella parece habitar


dentro de un sueño recurrente.
Yo creo que las voces que oye
son las mismas que hablan a los poetas.

Hay en ella cierta belleza trágica.


Su vida parece una metáfora
del purgatorio o del infierno.

En su suerte veo reflejado


el destino fatal de muchos artistas,
ante la realidad, impotentes,
prisioneros de sus sueños.

Siento que expresa algo


que va más allá de lo que vemos.
Su silencio es un enigma
preñado de interrogantes.

¡Oh inocente sibila!


¡Concédeme un deseo!
Haz que desaparezca la distancia
entre dios y nosotros.

Mírame por una vez a los ojos.


Toma mis dos manos.
Confíame los secretos de tus voces,
y dime, si puedes, quiénes somos.

— 27 —
Los chicos pobres

Muchacha cama adentro

El domingo, pasado el mediodía,


después de almorzar un buen bife argentino,
asado a punto, y regado
con un vaso de vino ordinario,
en un bodegón de La Boca,
mi barrio, no recomendable
para los espíritus finos,
me tomé el 130 rumbo a un sitio
poco frecuentado por mis vecinos:
el elegante distrito de Recoleta,
cuna de nuestra arrogante clase adinerada,
para visitar el Museo de Bellas Artes.
Hacia allí me llevó la curiosidad, bichito
que me picó por culpa de la crítica de arte
Laura Malosetti, a quien no conozco en persona,
pero a la que ya debo esta crónica,
y no sería injusto dedicársela.

En un artículo en que habla sobre el cuadro


« Le lever de la bonne », « El despertar
de la criada », de Eduardo Sívori, pintor argentino
nacido en 1847 y muerto en 1918, dice,
para intrigar al lector, que fue pintado
para su exhibición en el Salón de París de 1887,
y que la fotografía que se tomó del mismo
en aquel entonces, demuestra que la obra
que hoy conocemos, expuesta en el Museo
— 28 —
Alberto Julián Pérez

de Bellas Artes, como parte de su colección


permanente, « presenta algunas diferencias »
y no es exactamente la misma
que se exhibió en París en 1887.

Motivado por la nota, quería ver la pintura


con mis propios ojos y tratar de entender
qué se escondía detrás de todo esto.
Yo ya admiraba un importantísimo cuadro
de Sívori, que había visto en el Museo
de Quinquela, en La Boca : « La mort
d´un paysan », o « La muerte de un
campesino », de 1888, que Don Benito
compró para su museo en 1938, y rebautizó
« La muerte del marino », integrándolo así
a la problemática del paisaje boquense.
Esa pintura trágica nos presenta a un hombre
pobrísimo en su lecho de muerte,
ante el dolor y el desconsuelo de su mujer
y sus hijas, que lloran, desesperadas
e impotentes. La dura escena golpea
al espectador. Al mirarla me sentí doblegado,
con el corazón grave, cargado de piedad.
Tanto nos intimida hoy el final de la vida
como en aquel pasado. Nuestra alma busca,
sedienta, la inmortalidad.

Llevé para releer en el 130 la novela


de Emile Zola, L´ Assommoir, La taberna,
de 1877. Esta obra célebre del gran francés,
creador del movimiento Naturalista,
fue la primera en denunciar con crudeza
las terribles condiciones de vida
de los trabajadores, bajo el gobierno reaccionario

— 29 —
Los chicos pobres

de Napoleón Tercero. Zola afirmó


que había querido escribir « une oeuvre
de vérité…qui ne mente pas et qui ait
l´ odeur du peuple». Lo dijo para defenderse
de la crítica de sus enemigos, que ayer
como hoy abundan dondequiera, para
atacar a los grandes artistas de su tiempo.
Zola retrató la vida de los obreros
y de las mujeres pobres como nadie.
Sívori, que lo admiraba, vivía en esos años
en París, decidido a ser un pintor de peso,
y regresar victorioso a su país un día,
como efectivamente sucedió.

Bajé del colectivo frente al edificio


de la Facultad de Derecho, nuestro arrogante
Partenón. Al otro lado de la Avenida
estaba Plaza Francia, el corazón de Recoleta,
la privilegiada zona, hogar de nuestra
oligarquía, tantas veces enfrentada a su pueblo.
Allí vive la otra parte del país, en esta, nuestra
Argentina de hoy, dividida e irredenta.
No me gusta ir a territorio enemigo,
pero es que esta gente, que se cree dueña
de todo, se ha apropiado de nuestro arte,
no ha entendido que los artistas pertenecen
a su pueblo, aunque ellos no lo quieran.
Yo estaba allí, entonces, para reclamar,
como poeta, en nombre de los creadores
fervorosos de la plebe, nuestro derecho a ser,
a expresarnos, nuestra libertad,
que tantas veces nos negaron
estos esbirros del infierno.

— 30 —
Alberto Julián Pérez

Caminé hacia el edificio del Museo de Bellas Artes


y atravesé su pórtico de rojas columnas. Ansioso
como estaba por descubrir la verdad, fui
directamente a la sala de los pintores argentinos
del siglo XIX, y allí me detuve frente al soberbio
cuadro. Su título, « El despertar de la criada »,
no develaba el enigma central la obra. Una
sensualidad natural, un estado de erotismo
que sacudía la fibras íntimas del espectador
emanaba del cuerpo de la mujer. Había algo
que el forzado título encubría. ¿Habría sido
una solución de compromiso que tuvo
que adoptar nuestro pintor, falseando
la autenticidad de su arte, para defenderse
de los prejuicios y amenazas de ciertos grupos?
Las críticas destructivas y sus ataques tienen
que haber resultado una presión insostenible
para Sívori. Mucho dependen, por desgracia,
los artistas plásticos de sus patrones…

Sívori, el artista, amaba, como Zola, perderse


en los bajos fondos para observar la vida cautiva
y miserable de los más pobres. Vio desfilar ante él
a las obreras, las sirvientas, las prostitutas,
las madres solteras…seres marginales, sufrientes,
castigados…Una de esas mujeres, creo, aceptó
posar como su modelo. Había reconocido en ella
el espíritu, que necesita el artista para llegar
al alma dolida y buena, tierna y necesitada
de su personaje…La desnudó por fuera
y por dentro, y esa mujer fue todas las mujeres,
y su imagen fue símbolo de los crímenes
de una sociedad contra sus hijas indefensas…

— 31 —
Los chicos pobres

Su cuadro recibió en Francia críticas negativas…


No podía ser de otra manera. La oligarquía
francesa no es mejor que la nuestra. Hermanos
en la explotación y el desprecio a su gente.
La pintura de Sívori muestra a una joven mujer,
sin ropas, en su cuarto. Está sentada sobre
su cama deshecha…Sus formas son abundantes,
sus pechos grandes y generosos. Sus pies
están deformados, son feos. Mira hacia abajo,
con tristeza. Tenemos la sensación de que algo
la avergüenza. Va a vestirse. Junto a la cama
observamos una mesa de luz, con una vela.
Medio rostro queda oculto en la penumbra.

Malosetti argumenta, en su documentado artículo,


que en la foto de la obra, tomada en París
durante la exhibición de 1887, no aparecía
en la mesa de noche el candelabro que vemos hoy.
En su lugar había una jarra grande y una palangana…
En la parte derecha del cuadro, sobre la pared,
en un área ahora oscurecida e invisible, había Sívori
pintado un estante que contenía « potes y artículos
de tocador ». Es evidente que la obra original
no era el retrato de una sirvienta, como declara,
engañosamente, su título contemporáneo, sino
el de una prostituta, o, quizá, como es común
en Buenos Aires, el de una sirvienta prostituida,
para entretenimiento del gorilaje cipayo.
Los que visitaron la exposición, escandalizados
por el tema, que unía la sexualidad con
la explotación y la pobreza, lo criticaron:
la hipócrita burguesía de la República francesa
se sintió descubierta en sus oscuras prácticas
« higiénicas ». Censurado el tema, Sívori

— 32 —
Alberto Julián Pérez

comprendió que recibiría la misma crítica


en Buenos Aires. Se vio ante un difícil dilema.
Enfrentarse a los arrogantes y poderosos
patrones del arte y defender su libertad
de autor, o ceder antes las presiones…
Terminó sacrificando, lamentablemente,
su independencia de artista y lo transformó
en un cuadro pío: el de una triste sirvienta
que despierta en su lecho, temprano
por la mañana... Han quedado, felizmente
para nosotros, evidencias de la intención
original del pintor registradas en la escena.

Habría de reivindicarse de esa situación


humillante, con el cuadro que presentó
en el Salón de París al año siguiente,
« La mort d´ un paysan », « La muerte
del campesino », que hoy albergamos felizmente
en La Boca, la casa del pueblo trabajador,
gracias a la generosidad y altruismo de ese
gran pionero del arte social que fue Don Benito
Quinquela Martín, quien lo compró
con su propio dinero para su museo.
En esa obra pudo expresar Eduardo Sívori
su sincero amor por los pobres y marginados,
y denunciar ante la sociedad
la desprotección de los humildes…

La escena central de «El amanecer de la sirvienta»


tiene lugar en el triste momento de la noche
en que las muchachas pobres ejercen el oficio,
y venden a los hombres pudientes la flor deseada
de su sexo. Tal como sucede hoy en los appart hotel
de Recoleta, barrio selecto, donde los traficantes

— 33 —
Los chicos pobres

de putas ofrecen su mercancía más fina. La actitud


depresiva del personaje denunciaba la humillación
y el mal trato del que son víctimas las muchachas
prostituidas. A la oligarquía le gustaba ocultar
la « ropa sucia ». Expertos son en el oficio indigno
de maquillar, con mala fe, sus atropellos
y justificarlos como parte de sus « sanas
costumbres », encubriendo sus delitos
tras los relatos engañosos de sus crónicas sociales.

Conmovido quedé por el cuadro de Sívori,


nuestro primer gran pintor naturalista,
que no realista, como afirma mucha crítica
tibia y reaccionaria. Siguiendo a su maestro
Zola, buscaba decirnos algo
sobre la desprotección de las mujeres. Aún
en su versión de hoy, modificada y corregida,
víctima de la censura de los sabuesos del sistema,
sentimos la fuerza de su mirada cristiana
y compasiva. Sívori fue un artista comprometido
con su tiempo, al que la oligarquía del Ochenta
le torció la mano para justificar su liberalismo
adocenado. Admiraban a las élites francesas
y su visión racista de la « civilización »,
tan en boga entre nosotros.
En el salón de París de 1887
los burgueses reaccionarios eran mayoría.

Sívori regresó de Francia y su cuadro causó


asombro y generó polémica en Buenos Aires.
Allí está hoy su testimonio en el corazón
de Recoleta. El pintor, resignado,
había modificado la temática de su obra.
A pesar de las alteraciones, el retrato

— 34 —
Alberto Julián Pérez

de la joven mujer había mantenido


la fuerza expresiva de su estilo renovador.
Cuando el arte es auténtico, su espíritu vive;
un aura inmaterial lo envuelve; nace de él
una conciencia nueva (¡cómo duele
la realidad « natural », triste y desoladora,
de la selva darwiniana!).

La sociedad carnívora sigue acosando


a los mismos sujetos: los más frágiles, los más
tiernos, los más débiles y sensibles. Los artistas,
intimidados, disfrazan sus sentimientos
para no ser perseguidos por los perros
del estado policial. Ellos no dejan hablar.
Silencian. Espían, censuran y reprimen.
El pensamiento no se expresa libremente
en un país donde castigan
y mienten al pueblo. Pobreza cero.

Saqué una foto del cuadro con mi teléfono


y me fui del museo. Llevaba conmigo
el testimonio de una sociedad tramposa
e infame. Había que reescribir la historia.
Los políticos de la Generación del Ochenta
se jactaban de ser miembros de una élite
progresista y liberal: mentira, fue una
generación cipaya, oportunista, vendida,
corrupta, tramposa, ladrona. Sívori era
mejor que muchos de sus contemporáneos:
no se dejó comprar por el canto del cisne
simbolista. Prefirió aprender de Zola,
descubrir el París marginal de los humildes,
codearse con sus hermanos anarquistas.
Por eso lo censuraron.

— 35 —
Los chicos pobres

La tarde estaba hermosa. Crucé a Plaza Francia.


Ascendí la barranca hasta llegar a la entrada
del Cementerio, donde descansan grandes héroes
nacionales, como el Almirante Brown, nuestro
irlandés de hierro, y Facundo Quiroga (enterrado
de pie, listo a desenvainar la espada para defender
a su país), junto a muchos reaccionarios
vendepatrias (Sarmiento incluido) y a figuras
políticas luminosas, como la inmortal Evita.
También está allí su detractor, el General Aramburu,
que secuestró y mancilló su figura querida y pagó
con su vida la afrenta hecha al pueblo peronista
(¿podemos, mágicamente, robar un cuerpo
para hacer desaparecer su espíritu?
¡Ah, la ingenua maldad de los gorilas!).

Seguí mi camino. Atravesé la plaza y arribé


a La Biela, uno de los cafés históricos más lindos
de Buenos Aires. Me tenté y entré a tomar algo.
En el amplio salón vi, sentadas, junto a una mesa,
las esculturas de Bioy Casares y Borges, antiguos
clientes. ¿Qué hacían allí? Es cierto que Bioy
era hijo de una familia de oligarcas, y vivió
en el barrio, siempre de rentas, sin trabajar.
Así disfrutan de sus privilegios los descendientes
de nuestra oligarquía vacuna, que desheredó
a los herederos nativos de su tierra,
¡pero Borges, el escritor más destacado
de nuestra literatura nacional, allí, en Recoleta,
en medio del chetaje conservador de viejos
Generales retirados y gerentes de empresas
quebradas por sus dueños! Me pareció injusto…
Me dije que el gran viejo ciego no les pertenecía…
No quiso ser enterrado en su cementerio,

— 36 —
Alberto Julián Pérez

se fue a morir a Suiza, el país que lo acogió


con amor en su adolescencia. Sin embargo…
es cierto que aceptó dádivas de Aramburu,
el tirano golpista que enlutó nuestra Patria,
proscribió de las urnas a los trabajadores y pisoteó
la Constitución a gusto. Hizo nombrar a Borges
Director de la Biblioteca Nacional y profesor
de Literatura Inglesa en la UBA, títulos
que merecía, pero… ¿aceptarlos de manos
de un represor y genocida, asesino
de los obreros de José León Suárez,
sin decir una palabra? Viejo reaccionario…
quizá esté bien en La Biela… El pueblo,
sin embargo, es el verdadero dueño
y heredero de sus lúcidas historias
y de sus versos. Ya ni al mismo Borges
le pertenecen. Los artistas se deben a su gente.
La literatura y el mito viven en el pueblo.
El arte, como el agua, se decanta hacia abajo.

Frente a mí, sentado en una mesa, reconocí


a Juan José Sebrelli, ya muy viejito.
Iba siempre a ese café, me habían dicho.
El talentoso autor de Buenos Aires, vida
cotidiana y alienación, antiguo sartreano,
es hoy escritor pesimista y claudicante,
al servicio de aquellos que saben
cómo premiar a sus sirvientes letrados
(no debe el escritor dejar que le pongan
precio a su pluma; que nos guíe el amor
a nuestro destino, y no la vanidad del aplauso).

Y ahí estaba yo, testigo de las dos Argentinas


enfrentadas, que luchan
por apropiarse de la común memoria.

— 37 —
Los chicos pobres

Está bien, me dije, que Recoleta albergue


en su seno, barrio de falsarios, avergonzados
de nuestra identidad, la pintura adulterada
de la pobre prostituta explotada, transformada
en sirvienta de ellos, siempre de ellos. Así
muestran el desprecio por el trabajo humano,
la arrogancia de su cuna reaccionaria.
Y que La Boca, el antiguo amparo de inmigrantes,
el señero abrigo de conventillos de chapa, guarde
y honre, en la casa de su hijo más dilecto,
la pintura del trabajador, campesino o marino,
abandonado en su lecho de muerte…

La herencia espiritual de la cultura estaba en juego,


y yo había ido a proteger lo que era mío. Que no enloden
la memoria de dolor y verdad de la gente
que valoraba y defendía eso que somos.
Que no alteren y deformen
nuestra historia con sus mentiras.
El arte, como la religión, llega, con su canto
de cisne, por igual, a explotadores y explotados.
Cajita de resonancia de todas las promesas,
es elevado altar de sueños patrios. En un mundo
sin profetas ni redentores, debe cada uno
velar por los que ama: que se levante el pueblo
y dé su vivo testimonio contra la apostasía
y el cinismo de los poderosos.

Salí de La Biela y fui a la Avenida a tomar otra vez el 130.


Quería defenderme de tanta decadencia. La seda
olía mal en Recoleta. Volví a La Boca, mi barrio pobre,
donde los compañeros respiran a sus anchas.
No sólo de pan vive el hombre. La nación es fuerte
en su Bombonera. Aquí me regalo con la generosidad

— 38 —
Alberto Julián Pérez

de los míos, y puedo escuchar los tangos de Filiberto,


reconocerme en los murales de Quinquela, y unir
mi voz a las de los poetas amigos en FM Riachuelo.
Me despido entonces de Laura Malosetti,
que nos ayudó con sus sospechas a despejar
este misterio. Eduardo Sívori retrató la miseria,
que había descripto Emile Zola. No le fue suficiente
la realidad del Realismo: avanzó más allá, buscó
en la experiencia humana una verdad profunda.
Nos mostró el alma del pobre con su dolor,
por dentro. Se vio reflejado en la desventura
del otro, como en un espejo. Él fue, en su corazón
de pintor y poeta, la prostituta despreciada;
él, la sirvienta. Eduardo Sívori, el Naturalista,
es artista nuestro.

Pobre muchacha cama adentro, trabajadora


humillada… Esclavizada a tu lecho, carne fuiste
de suburbio, mancillada. Zola, en sus novelas,
se acercó a vos con compasión de hermano.
Sívori, enamorado de tu cuerpo, te acarició
con su pincel. En mi poema, te imagino, diosa
de hospital, hermana de Baudelaire. Ahora,
en Buenos Aires, eres nuestra,
guardamos tu exquisita carne en el artístico
retrato y con vos comulgamos en la misa
de los desamparados. Le lever de la prostituée.
Le lever de la bonne. Paris y nosotros.
Anarquismo y socialismo. Revolución y libertad.
Quedaste como prenda de nuestros comunes
destinos. Mi mirada descubre y decora
con pasión tu humildad. Que este testimonio
te devuelva a tu verdadera historia
y te haga justicia.

— 39 —
Los chicos pobres

El poeta y la peste

Musa amiga: conoces bien las visiones


que pueblan los sueños de los poetas;
invita, te ruego, a mi cuarto
a esas diosas sublimes
que calmar saben la angustia y la pena.

Ya hay demasiado dolor, demasiada muerte.


Que la esperanza despierte
las canciones azules de los antiguos cantos,
y traiga por igual en la mística nueva
la risa de Darío y los soles de Horacio.

(Del Paraná desciende, indígena y labriego,


el trabajo del hombre y el hambre consumado;
agotados de esfuerzo, de incomprensión heridos,
nos piden su venganza nuestros antepasados.)

Yo, de rodillas, en el Hospital del tiempo,


poso en el Cristo los ojos afiebrados;
atiende, Musa, a este poeta enfermo
o estarán de duelo los ángeles caídos.

(¿Qué hará en este infierno la sacra poesía?


¿Consentirá Erató, en su limbo de nubes,
que regresen al Plata las sirenas del canto?)

— 40 —
Alberto Julián Pérez

Musa, escucha mi ruego. Espejo de todos los seres,


cada uno frente a sí se abisma.
Se asoma al miedo de ser y siente que no es nada.

Amiga milagrosa, toma mi mano;


prométeme, si te parece, el cielo.
(La inmortalidad está cerca.)

Quiero vivir en el Jardín de las Letras,


un país de poetas,
donde la palabra y la música
recreen el amor y el sentido,
y los soñadores, con nuestro don, hagamos
la dulzura del mundo y el goce de la vida.

Buenos Aires, 2021

— 41 —
Cuentos
Alberto Julián Pérez

El pintor del Dock Sud

Carlitos Ballestrini vivía en un conventillo de Espejo y Las Heras, en


el Dock Sud. Iba a la escuela primaria “Jacobo Thomson”, en Valle y
Montaña. Era un chico muy sensible e inquieto. Estaba en sexto grado.
Algunos días, por las tardes, después de las clases, salía a caminar por
la isla Maciel. Observaba todo con interés. Bordeaba el Riachuelo por
Carlos Pellegrini. Le llamaban la atención los galpones y las fábricas.
Se detenía a admirar el viejo puente transbordador, con sus líneas
finas y estilizadas, que se levantaba junto al puente Avellaneda, más
moderno y pesado.
Cuando tenía unas monedas cruzaba a La Boca en el bote que salía
de abajo del puente abandonado. Un día, por curiosidad, entró en el
museo de Quinquela Martín. Vio los grandes cuadros del maestro:
los barcos anclados en el antiguo puerto, el buque incendiado, los
estibadores cruzando por los angostos puentes con las bolsas al
hombro, el flujo espejeante de las aguas contra el fondo humeante de
las fábricas de la Isla Maciel. La experiencia lo afectó profundamente.
El mundo en que vivía parecía fijo, limitado, una especie de cárcel sin
salida. Al ver los cuadros de Quinquela sintió que había otro mundo,
móvil, huidizo, cambiante. Tuvo de improviso la intuición del tiempo,
que hace, deshace y transforma los objetos, forma y quiebra los colores,
difumina a los sujetos en el paisaje, libera al yo y lo deslíe en la obra
de arte. Sintió que era posible vivir dentro de un espacio imaginario
que se renueva constantemente. Comprendió que iba a ser artista.
La realidad se sostenía en el espacio por sus cuatro costados como se
sostiene en el cielo un buque que vuela, y él podría cambiarla a gusto,
con la habilidad de un prestidigitador.
— 45 —
Los chicos pobres

Regresó al conventillo. Su mamá guardaba una resma de papel


en un cajón. Sacó varias hojas y se sentó a la mesa. Tomó un lápiz
y dejó que su mano se deslizara por el papel, en un brote súbito de
inspiración. Dibujó formas, líneas, sintió el placer de ver aparecer ante
sus ojos lo que había vislumbrado antes en su imaginación. Había
encontrado algo nuevo que explorar. Le gustaba aprender. Al rato se
levantó y guardó todo. Su madre, Mariela, llegaría pronto.
Mariela era joven, tenía sólo treinta años. El padre de Carlitos los
había abandonado hacía dos años. Trabajaba como obrera en una
fábrica de plástico. Su novio era Cabo en la Prefectura. Su hijo lo
llamaba el “marinero”. A veces el novio se quedaba a dormir con ellos
en el conventillo. La pieza era grande y tenía los muebles indispensables:
una cama matrimonial para la madre y una cama de una plaza para
Carlitos, una mesa grande rectangular en la que comían y en la que el
hijo hacía las tareas de la escuela, un armario donde la madre ponía
las bolsas y latas de comida y su hijo sus libros y cuadernos, un ropero
donde guardaban la ropa que tenían y los diarios viejos que Carlitos
coleccionaba.
Juan Carlos, el marinero, era simpático y le compraba caramelos y
chocolatines para ganárselo. Al chico no le gustaba que se quedara de
noche, porque hacían el amor. Le molestaban los ruidos del elástico, y
los resuellos que no podían contener y no lo dejaban dormir. También
la situación lo excitaba, y muchas veces se masturbaba mientras ellos
tenían sexo. Al otro día sentía vergüenza y no se animaba a mirar a su
madre a los ojos.
Sus dibujos se fueron acumulando en una carpeta de la escuela.
Dibujaba escenas del conventillo, retratos de sus vecinos, escenas de la
costa del Riachuelo, el perfil de La Boca visto desde el Doque, el puente
transbordador. Su mamá le preguntó que por qué dibujaba tanto, y
él le dijo que se proponía vender sus dibujos en la Vuelta de Rocha,
en el mercado de artesanías, muy pronto. A la mamá no le pareció
mala idea, aunque dudó que alguien fuera a comprárselos. Ese fin de
semana Carlitos seleccionó treinta dibujos, los puso en su carpeta,
cruzó el Riachuelo en el bote y se fue a Caminito. No bien llegó y trató

— 46 —
Alberto Julián Pérez

de exhibir sus dibujos, se le acercó un señor como de treinta años y le


dijo que los puestos estaban todos ocupados, que no se hiciera el vivo.
Allí no podía vender. Si no se las tomaba, la iba a ligar. Carlitos no le
tenía miedo a las palizas. En el Doque, los chicos le habían pegado
muchas veces porque a él no le gustaba jugar al fútbol, y los vecinos
del conventillo le pegaban cuando lo veían distraído, o lo encontraban
haciendo sus tareas de la escuela. Les daba rabia que estudiara, decían
que se creía mejor que los demás. Pero en esos momentos necesitaba
encontrar un lugar para vender sus dibujos, y si allí no se podía, no se
podía.
Recorrió la Vuelta de Rocha. Había puestos de música, de ropa,
de comida, de artesanías de La Boca, de cuadros. Los vendedores
armaban sus tablones y ponían sus carteles para atraer a los visitantes
y turistas que pululaban en la zona. No se animó. Se dio cuenta que en
cuanto exhibiera sus dibujos lo vendrían a sacar. Finalmente se metió
en un mercado de alimentos que funcionaba dentro de un galpón, en
Pedro de Mendoza. Había verdulería, carnicería, almacén. Se sentó
en un costado del almacén, y cuando llegaba un cliente, el abría su
carpeta y le mostraba un dibujo. Al final de la tarde había vendido
tres transbordadores y dos perfiles de La Boca vista desde el Doque, y
había ganado quince pesos. El almacenero, además, le tuvo lástima, le
preguntó si tenía hambre, y le preparó un sánguche de queso y dulce,
y le dio una lata de Coca Cola. El dibujo que más llamó la atención
fue el perfil de La Boca desde el Dock Sud. Los boquenses raramente
cruzaban al Dock, y no se veían a sí mismos. Su dibujo proveía una
perspectiva sorprendente. También gustó mucho su dibujo del edificio
donde había vivido y trabajado el pintor Quinquela Martín. Era
museo y escuela. Parecía un barco. Los clientes del mercado no habían
observado con detenimiento su forma, que su dibujo revelaba.
Durante la semana fue con su carpeta de dibujo a la costa del
Riachuelo, en el Dock, y se puso a dibujar La Boca. Observó con
cuidado los desniveles y colores. Imitando a Quinquela, empezó a
dividir volúmenes y a inclinarlos en el plano. Ese fin de semana cruzó
con el bote y regresó al mercado. Vendió diez perfiles de La Boca y

— 47 —
Los chicos pobres

ganó cuarenta pesos. Y más importante, un señor se puso a mirar


sus dibujos y a hablar con él. Le dijo que era pintor y daba clases. Le
aseguró que tenía talento, pero le faltaba aprender mucho. Lo invitó a
que fuera a su taller, a conocer. Él le explicó que no tenía dinero para
tomar clases. El hombre, Verónico del Bosque, le dijo que le pagaría
cuando lo tuviera.
De ahí en más, todos los martes y jueves por la tarde, después de la
escuela, cruzaba a La Boca e iba a estudiar con el maestro, que vivía
en una casa vieja en Suárez y Martín Rodríguez, donde alquilaba dos
cuartos, uno de vivienda y el otro para su taller y escuela.
Pronto Carlitos se transformó en su estudiante preferido. El
maestro le propuso que se cambiara el nombre, o que se buscara un
nombre artístico de pintor, porque el nombre de Carlitos en Buenos
Aires ya tenía dueño. Si uno decía Carlitos pensaba en Gardel. Era
como la camiseta del 10. Al final eligió llamarse Martín, en homenaje
a Quinquela. También modificó su apellido: en lugar de Ballestrini,
Balestra, más criollo. La Boca había tenido demasiados pintores
italianos, hacían falta pintores criollos. La mayoría de los italianos,
por otro lado, se habían ido de La Boca y del Dock, vivían todos en
Palermo. La Boca y el Dock eran tierra de cabecitas negras del interior,
bolivianos, paraguayos y chinos. Había una nueva Boca y un nuevo
Dock.
Pasaron dos años y Martín evolucionó muchísimo en su arte.
Verónico le daba, además de dibujo, clases de pintura. Le compró una
caja de acuarelas. Martín manejaba el color con gran talento. Decidieron
un día a la semana ir a pintar a la cancha de Boca. Retrataban el
exterior de la Bombonera, desde diversos ángulos. Los fines de semana
Martín volvía al mercado a vender sus dibujos. Cuando había partido
de fútbol, vendía sus acuarelas de la Bombonera. Un día un turista
norteamericano le dio diez dólares por una acuarela. Se sintió rico y
afortunado.
Mariela, su madre, estaba orgullosa de su hijo Carlitos (no aceptó
llamarle Martín). El marinero, que era casado, había dejado a su mujer
y se había ido a vivir con ella. Carlitos los domingos le daba a su madre

— 48 —
Alberto Julián Pérez

casi todo el dinero que ganaba. Sólo guardaba para él una parte, para
cruzar a La Boca, comprar los útiles de dibujo y su merienda. Cuando
cumplió quince años la madre le dijo que iba a tener un hermanito.
Martín ya había pensado en dejar la escuela. Estaba en noveno
grado del EGB, y le parecía que aprendía poco. Su verdadera escuela
eran las clases de Verónico, el pintor. Habló con su maestro, quien
le propuso irse a vivir a su inquilinato. En ese momento tenían un
cuarto desocupado. Le dijo que le prestaría el dinero para el alquiler,
y que le pagaría con los dibujos que vendía en el mercado (su puesto
allí ya era oficial, le decían “el pintor del mercado”). Además, podía
ayudarlo a dar clases de dibujo a los chicos que empezaban. Martín
era un muy buen dibujante. Su uso del color aún no era perfecto, pero
había progresado muchísimo. Aceptó. Su madre aprobó su decisión,
ella también quería hacer cambios en su vida. Su hijo estaría bien en
Capital y, para visitarlo, no tenía más que cruzar el Riachuelo.
Martín agregó a su repertorio escenas del mercado donde vendía
sus trabajos. Dibujaba y pintaba acuarelas de La Boca, la Bombonera
y el mercado. Luego tuvo una idea interesante. Empezó a pintar temas
del Dock Sud: las calles del interior, los conventillos de chapa, la salida
al Puente Avellaneda, las torres del Polo Petroquímico. Incluyó escenas
cotidianas de Villa Inflamable, la villa miseria que estaba al lado de
los depósitos de combustible. Martín había caminado por las calles
del Dock mucho tiempo, pero en ese entonces ya vivía en La Boca,
y no fue a pintar a la calle, como hacía antes. Pintaba en su cuarto,
de memoria. Las imágenes se fueron deformando y estilizando. Sus
interpretaciones tenían aspectos oníricos. No dominaba aún bien el
óleo y el acrílico. Prefería la acuarela. Trabajaba con pinceles muy
finos y colores que él mismo preparaba. Muchas veces terminaba los
cuadros superponiendo figuras humanas, verdaderas miniaturas,
dibujadas con un plumín y tinta china, sobre los volúmenes de color.
Estaba buscando su propio lenguaje, su estilo.
Su maestro tenía en su estudio una enciclopedia ilustrada de la
pintura universal, que había salido en fascículos que vendían en los
quioscos, y él había hecho encuadernar. Abarcaba diez tomos. Martín

— 49 —
Los chicos pobres

pasaba mucho tiempo mirando las reproducciones de obras famosas


y leyendo las explicaciones. También su maestro le hablaba mucho
sobre la pintura y el arte en general. Se había formado en Rosario con
Antonio Berni. Una vez lo llevó al Malba a ver una retrospectiva de
Berni que lo fascinó. Martín, a pesar de su juventud (no era más que
un adolescente), tenía gran sensibilidad social. Le dolía sobre todo la
pobreza, en la que había nacido, y veía siempre alrededor suyo.
Cuando él tenía dieciséis años, su maestro alquiló un cuarto en un
conventillo reciclado cerca de Caminito para hacer una exposición
con sus mejores estudiantes y discípulos. Participaron tres jóvenes.
Martín colgó diez de sus acuarelas. Dio la casualidad que al segundo
día de la muestra fue a Caminito el crítico de arte de Clarín, Eduardo
Carlucci. La Fundación Proa había inaugurado una exposición y la
fue a cubrir. Cuando terminó, salió a dar una vuelta por el barrio,
siempre lleno de visitantes y turistas, y entró de casualidad en el
conventillo reciclado, muy llamativo y colorido, donde Verónico tenía
su exhibición.
Al ver los cuadros de Martín, no pudo evitar una exclamación de
admiración. Se detuvo sobre todo en “Villa inflamable”. En el centro
del cuadro, en primer plano, se veía el rostro de un niño de diez años
con grandes ojos negros (era el rostro de Martín, que había pintado
su autorretrato). Tras el niño, en el fondo, se veían varias casillas de la
villa. En el centro de los ojos, en tinta china, Martín había dibujado una
miniatura. Era una pareja de turistas norteamericanos que miraban
el cuadro. El espectador insolente se reflejaba en los ojos desesperados
del niño. Al otro día sacó una nota especial en Clarín sobre el cuadro,
al que había fotografiado. La tituló: “Un artista del hambre”.
Martín tenía sólo dieciséis años. Su carrera como pintor prometía.
Era un buen comienzo. Durante el resto del año, por consejo de
Verónico, se dedicó a pintar para organizar su primera muestra
personal. El periodista de arte de Clarín, Eduardo Carlucci, volvió a
visitarlo. Habló un rato con él, le preguntó sobre su vida, su formación.
No parecía respetar a su maestro Verónico. Le aconsejó que tratara de
ingresar en una escuela de arte de la ciudad, la más apropiada para su

— 50 —
Alberto Julián Pérez

nivel sería la Escuela Superior de Bellas Artes, necesitaba formarse.


Si presentaba un buen portafolio podía entrar. El estaba dispuesto a
escribirle una carta de recomendación.
Se lo contó a su maestro, que le dijo que ese crítico era un envidioso
y un mal tipo, lo único que le interesaba era el dinero. Estaría buscando
encontrar un pintor nuevo para representarlo y ganar plata. Así era el
mundo de la crítica y los marchand, una porquería.
Martín fue a visitar a su madre. Había tenido una nena. Le llevó
un cuadro suyo enmarcado. Le dijo que lo guardara, que un día iba a
tener mucho valor y le daría buen dinero. Tenía grandes planes. Pensó
que no era mala la idea de entrar a estudiar en la Escuela de Arte, le
gustaba aprender y lo necesitaba.
Pero el destino tenía sus propios planes. A fin de año Verónico del
Bosque se sintió mal y en enero estaba internado en el Argerich. Le
encontraron un tumor en el cerebro. Tenía cincuenta y seis años y
era como un padre para Martín. Tres meses después había fallecido.
Martín pensó que ese desenlace trágico no iba a impactar en su arte,
pero se equivocó.
Martín tenía un gran talento natural, pero era un chico
emocionalmente carenciado. Se había criado en el Dock, había tenido
una relación muy superficial con su padre, que casi nunca estaba en su
casa (después que se fue supieron que tenía otra mujer). El abandono
fue duro para su madre. Martín creció en las calles del Dock y de La
Boca. El dibujo y la pintura lo habían salvado. Verónico había sido
su padre espiritual y quien lo cuidó y lo guió en el mundo del arte.
Sintió un gran vacío y entró en un ciclo depresivo. No pudo salir. La
depresión se agravó. La dueña del inquilinato donde vivía fue a verlo:
no había pagado la renta. Martín se disculpó y le ofreció un cuadro
suyo. La dueña lo rechazó: le dijo que no tenía valor, y que pagara
o se fuera. Durante ese mes logró que su madre le prestara dinero
para pagar el alquiler. Cuando a principios del mes siguiente fueron a
cobrarle otra vez lo encontraron tirado en el piso. Tenía muy mal olor,
hacía muchos días que no se bañaba. A su alrededor se amontonaban
los desperdicios.

— 51 —
Los chicos pobres

Contra la pared, arrinconados, había una gran cantidad de dibujos


y de acuarelas. Había pintado también varios cuadros con acrílico,
en colores muy fuertes. Se había pasado todo el mes trabajando sin
parar. Los cuadros mostraban paisajes expresionistas de La Boca y el
Dock. Su paleta de colores parecía salida de los cuadros de Quinquela
Martín. En el más grande de ellos había pintado una versión del cuadro
“Sin pan y sin trabajo” de Ernesto de la Cárcova, superpuesta a una
imagen de las calles del Dock Sud vistas desde arriba. Era un cuadro
originalísimo, posmoderno, una síntesis nueva. Lo tituló “Nuestra
miseria”.
Otros cuadros mostraban imágenes desgarradas de figuras que
se sostenían en el aire, o fugaban en el espacio, e imágenes grotescas
de seres sufrientes: el Riachuelo y el Puente Transbordador volando
sobre el Obelisco, con un hombre (que era él) colgando, encadenado
al puente; Cristo volando en su cruz cabeza abajo sobre el estadio de
Boca, mientras en el campo de juego le arrancaban el corazón con
un cuchillo a un jugador; una niña de cinco años, en una carnicería,
esperando turno para ser sacrificada, ante la mirada anhelante de una
señora rica, que aguardaba su parte. El horror y la soledad se fundían
con la marginación y el hambre. El último cuadro que llamaba la
atención era sobre Villa Inflamable. Había superpuesto la escena de
unas casillas de la villa a una visión aérea de la Villa 31 de Retiro, que
hacía de fondo de la composición. En el centro del cuadro, sobre la
Villa Inflamable, un ojo, rasgado por una navaja.
La dueña de la pensión no sabía qué hacer. Martín tenía la mirada
perdida y no respondía cuando le hablaba. Encontró en una libreta
un número de teléfono, pensó que era de un familiar, llamó. Era el
crítico de arte de Clarín. Fue de inmediato. Dijo que no se hiciera
problemas, que él se haría cargo de todo. Le pagó el mes de alquiler
a la señora y se puso a limpiar el cuarto. Lo acostó en la cama. Salió
y al rato regresó con varios papeles. Tenía un contrato en que decía
que Carlos Ballestrini, alias Martín Balestra, lo nombraba su único
representante, y le cedía la totalidad de los derechos de sus obras. El
pintor percibiría a cambio el diez por ciento del total de las ventas.

— 52 —
Alberto Julián Pérez

Le hizo escribir su nombre y firmar como pudo. Después llamó a la


unidad psiquiátrica del Argerich y explicó la situación. Al rato llegó
una ambulancia y se lo llevaron para internarlo. El crítico se quedó en
la pieza organizando toda la obra. En el cuarto de al lado, que había
sido el taller de Verónico, encontró varios cientos de dibujos y pinturas
de Martín. Al otro día hizo venir una combi y se llevó todos los dibujos
y pinturas que encontró. Lo único que quedó en el cuarto era la ropa
vieja de Martín.
La unidad psiquiátrica del Argerich evaluó cuidadosamente el caso.
Martín acababa de cumplir diecisiete años. Había tenido un ataque
de esquizofrenia que evolucionó en un brote psicótico. Lo derivaron
al Borda para que continuaran los estudios. Al tiempo emitieron su
evaluación. Martín era irrecuperable. Mantenía su mirada perdida
y se pasaba todo el día sentado, sin moverse. Había enloquecido. Lo
dejaron internado en el Borda, con la intención de pasarlo después
a un asilo para enfermos mentales, donde podría residir de forma
permanente.
El crítico, Eduardo Carlucci, organizó una muestra de la pintura
de Martín en el Centro Cultural Recoleta, con el título “Un artista
del hambre”. La exposición fue un éxito y lo trágico de la historia
del pintor adolescente fue un aliciente para la crítica. Hablaron de la
influencia de Antonio Berni, Quinquela Martín y del expresionista
irlandés Francis Bacon. Carlucci hizo que un tasador profesional
evaluara los cuadros. Consideró que el precio inicial promedio
para una subasta pública debía ser de diez mil dólares por cuadro.
Entusiasmado, Carlucci convenció a las autoridades del MALBA a que
hicieran una retrospectiva, con la promesa de regalarle un cuadro al
Museo. El Gobierno de la Ciudad apoyó la muestra. Todos los diarios
se deshicieron en críticas elogiosas. Más de cien mil persona visitaron
la exposición durante los quince días que duró.
Carlucci preparó una subasta de tres de sus cuadros en un remate
de la Galería Arroyo. Incluyó entre los tres a “Nuestra miseria”. Los
concurrentes se mostraron entusiasmados. El precio de base de cada
cuadro fue de diez mil dólares. El primero de los cuadros fue vendido

— 53 —
Los chicos pobres

en setenta mil dólares. El segundo en cincuenta mil. Dejaron “Nuestra


miseria” para el final. A los cinco minutos de comenzar el remate
el precio había subido a cien mil. Carlucci no podía de contento. Al
concluir el remate el cuadro había alcanzado los trescientos cincuenta
mil dólares. Lo adquirió un marchand local, comisionado por el
Museo de Arte Moderno de New York, donde pasaría a integrar su
colección permanente.
Carlucci dejó su trabajo en el diario y se estableció como marchand
y representante exclusivo de la obra de Martín. Lo trágico de su
destino y la imposibilidad de que siguiera pintando creó toda una
mística sobre el pintor del Dock Sud. El gobierno peronista lo nombró
el “Artista social” del año y la Casa Rosada adquirió uno de los cuadros
de Villa Inflamable para su colección de pintura. Ese año aparecieron
numerosos artículos sobre su obra en revistas especializadas.
Carlucci se presentó en la casa de la madre de Martín, en el Dock, y
le dijo que su hijo había dejado una pequeña fortuna. Dado su estado
mental la madre era la curadora. Le correspondía la administración
del diez por ciento que se recaudaba por la venta de sus cuadros. Un
año después Mariela pudo mudarse a un departamento grande que
compró en Avellaneda.
Un día fueron juntos con Carlucci a visitar a Martín (o Carlitos) al
asilo donde residía. Lo encontraron sentado en un banco, en el parque,
mirando el cielo. No los reconoció. La madre se puso a llorar, pero al
mismo tiempo le agradeció a Dios por la buena fortuna que tenía en la
venta de los cuadros. Carlucci los fotografió y el fin de semana salió un
artículo suyo con la fotografía en la Revista Cultural de Clarín. Martín
Balestra había entrado por la puerta grande de la historia de la pintura
en Argentina. El pintor del Dock Sud había sido capaz de comunicar
de una manera original y única en su arte el horror de la miseria, del
abandono y de la soledad de los pobres en la ciudad moderna.

— 54 —
Alberto Julián Pérez

Los chicos de La Boca

Carlos Delfiore era empleado de una distribuidora de galletitas en La Boca.


Había vivido en el barrio toda su vida. Se había casado con Olga Juárez
en la iglesia San Juan Evangelista, en calle Olavarría, en 1963. Tenían dos
hijos, un varón y una mujer. El año en que ocurrió esta historia, 1998, Don
Carlos, como todos lo llamaban, ya era un hombre mayor. Había cumplido
sesenta años y esperaba jubilarse al cumplir los sesenta y cinco. Vivía con
su mujer en un conventillo en Pinzón y Necochea, cerca de su trabajo.
Don Carlos operaba el montacargas. Iba y venía con la horquilla
mecánica. Por la mañana bajaba las paletas de madera llenas de cajas de
galletitas de los camiones que llegaban y las apilaba en el depósito. Recorría
el galpón acarreando galletitas varias horas al día. Por la tarde, cargaba esas
mismas cajas en furgonetas o pick ups que las distribuían en almacenes
y supermercados de la ciudad. Sus principales proveedores eran Canale y
Terrabusi.
Ese domingo de fines de febrero comieron muy ligero a mediodía. La
noche anterior habían ido a la casa de su hija y la cena había sido abundante.
Su esposa le había prometido preparar un estofado con tuco para la cena,
así que reservaba su apetito para la noche. En el conventillo tenía fama de
buena cocinera y los pibes de las familias vecinas siempre querían meter
el pan en su olla para probar las salsas. Ella se quejaba, porque tenían las
manos sucias.
El barrio estaba tranquilo, no había partido de fútbol. Cuando había
partido, La Boca se llenaba de gente. En las esquinas aparecían las parrillas
improvisadas, vendiendo choripanes, y los trapitos hacían subir los autos a
los terrenos baldíos y a las plazoletas.
— 55 —
Los chicos pobres

Su patrona lo mandó al súper de la calle Olavarría, que estaba abierto


los domingos, a comprar una lata de tomates perita pelados, cebolla y
queso rallado. Aunque no le gustaba demasiado hacer mandados los
domingos, su día de descanso, no dijo nada. Imaginaba lo rico que iba
a estar el estofado con tallarines esa noche. Se llevó la mochila y salió
caminando por Necochea. Llegó a Brandsen y dobló hacia Almirante
Brown.
Don Carlos le tenía cariño a su barrio, aunque reconocía sus
problemas. Las calles estaban sucias, la gente tiraba basura en las
veredas, había muchos perros sueltos que hacían de las suyas y los
vecinos ya no eran los de antes. Aumentaron los robos, la inseguridad.
Había desocupación y desempleo, y en Pedro de Mendoza se había
instalado una villa miseria. Pero para él era su barrio, sería por su
sangre italiana. Sus padres habían llegado allí a fines de la década del
veinte. Como dice el tango, él había crecido en un conventillo de la
calle Olavarría.
Muchos de sus amigos de la infancia y conocidos del barrio se
habían ido de La Boca, pero él quería seguir viviendo allí. El conventillo
era para él su casa. Se conocían todos, vivían siete familias. Ya no
quedaban demasiados conventillos en el barrio. Los pobres preferían
irse a vivir a las villas, donde no pagaban luz. Las villas les resultaban
más seguras que los barrios pobres, la policía no se metía en ellas. En
La Boca la policía era brava y los vecinos le temían.
Quedaban pocos italianos o hijos de italianos viviendo en La Boca.
Los había reemplazado la gente del interior: tucumanos, santiagueños,
jujeños, y los nuevos inmigrantes: paraguayos, peruanos, bolivianos
y chinos. Los chinos eran los dueños de todos los mercaditos nuevos.
Les ponían grandes puertas de rejas para evitar los robos, pero los
ladrones, así y todo, se las ingeniaban.
Don Carlos se fue caminando por Brandsen y cruzó la Avenida
Almirante Brown. Como era goloso se tentó, y enfiló a la panadería de
Brandsen y Martín Rodríguez para comprarse unas facturas. Eran su
debilidad. Escogió tres medialunas de grasa y tres facturas de crema
pastelera. Sacó una medialuna y una de crema del paquete y guardó

— 56 —
Alberto Julián Pérez

el resto en su mochila para el mate de la merienda. Estaba de buen


humor. Siguió caminando por Brandsen con una factura en cada
mano. Le daba un mordisco a cada una alternativamente y disfrutaba
de la generosidad de Dios, que había inventado las facturas.
Pensó que no necesitaba ir directamente al mercadito, era temprano,
su mujer no empezaría a cocinar hasta más tarde. Tenía tiempo,
podía caminar por el barrio, el día estaba lindo. Decidió pasar por la
Bombonera, su club. Boca Juniors era la institución más importante de
La Boca. Su cancha, más que una cancha, era, para los futboleros como
él, una catedral. Llegó al club, pasó frente a la puerta de entrada de la
sede y dobló hacia la derecha. Corrían cerca las vías semiabandonadas
del ferrocarril de carga y se abrían los campitos y potreros donde los
muchachos del barrio jugaban al fútbol.
Allí hacían sus picaditos los pibes y los no tan pibes. Corrían,
pateaban, discutían: las interminables disputas del fútbol jamás
llegaban a un acuerdo. Esa tarde, como a doscientos metros, Don
Carlos vio que estaban jugando un picado. Mucho más cerca, como
a cincuenta metros, vio a dos pibes de unos doce años que parecían
buscar algo en el pasto. Pensó que se les habría caído alguna moneda.
Hablaban y gesticulaban. Don Carlos, curioso, se acercó y les preguntó
qué ocurría. Los chicos le pidieron ayuda. Dijeron que se les había
caído una pelota en un pozo. Don Carlos se preguntó de qué pozo
hablarían. Miró hacia donde estaban parados y entonces lo vio. Era
un orificio como de cincuenta centímetros de diámetro abierto en la
tierra. Un hundimiento, el terreno había cedido.
Uno de los chicos quería meterse para agarrar la pelota. Don
Carlos le dijo que no lo hiciera, podía haber agua, y después… ¿cómo
iba a salir? El chico le explicó que no podía perder la pelota, era
una de cuero que le había regalado su padrino para el día de Reyes.
Además, si la perdía su mamá lo mataba. Y los pibes de su cuadra
iban a pensar que se la habían robado, y que era un maricón. El viejo
se acercó al borde del pozo y miró hacia adentro. No se veía el fondo,
pero se notaba que era profundo. Los dos chicos lo agarraron de los
brazos como para sostenerlo.

— 57 —
Los chicos pobres

- ¿Ud. ve algo, diga? - le preguntó uno de ellos.


No había terminado de preguntar cuando el borde del pozo cedió
y los tres cayeron revueltos en la tierra y el polvo por varios metros.
Cuando por fin tocaron fondo Don Carlos empezó a palparse el
cuerpo. Tenía miedo de haberse lastimado. Pero no sentía ningún dolor
fuerte. Había caído de espalda y la mochila le amortiguó el golpe. Les
preguntó a los pibes si estaban bien. Le respondieron que creían que sí.
Don Carlos miró hacia arriba, era difícil saber cuántos metros habían
caído. Le costaba moverse, a su alrededor la tierra estaba floja y se
hundía. Llegaba poca luz de afuera. No podía ver bien. Bajo su espalda
tocó algo duro, parecían ladrillos sueltos. Empezó a desembarazarse
de la tierra que lo cubría. Los chicos hicieron lo mismo. Al fin se
pusieron de pie.
Estaban dentro de lo que parecía ser un túnel. Seguramente el techo
estaba agrietado y se había abierto. Se produjo un derrumbe y ellos
cayeron. Don Carlos inspeccionó el recinto, alejándose de la zona
del derrumbe. Los chicos lo siguieron. Las paredes del túnel eran de
ladrillo. Vieron que era bastante largo y al fondo había una luz. Era un
foco eléctrico. Ese túnel estaba activo. Había humedad, corrían hilos
de agua por el suelo y se sentía mal olor. A un costado vieron un gato
muerto. Caminaron en dirección a la luz.
El túnel terminaba en una pared. Miraron en dirección opuesta: la
zona del derrumbe parecía ser el otro límite del túnel. A Don Carlos le
pareció todo muy misterioso: era un túnel bien construido y tenía luz.
En el muro del fondo vieron una escalera de hierro adosada a la pared.
Los chicos no decían mucho, se veía que tenían miedo. Esperaban que
Don Carlos propusiera algo. Les señaló en el techo, por encima de la
escalera, una puerta-trampa.
-Podemos subir y abrirla - dijo uno de ellos.
Parecía una salida. No sabían con que podían encontrarse. Era
peligroso. Antes de intentar abrir la puerta-trampa, dijo Don Carlos,
iba a intentar avisar a los de afuera que se habían caído al pozo. Tal
vez alguien los escuchara. Que supieran al menos que había gente
ahí abajo. Volvieron al área del derrumbe. Se pusieron todos a gritar

— 58 —
Alberto Julián Pérez

y a pedir ayuda. Nadie respondió. Se filtraba muy poca luz desde el


exterior. Era una pérdida de tiempo.
Regresaron hacia donde estaba la escalera de hierro. Don Carlos
dudó si subir él o mandar a alguno de los pibes. ¿Qué habría arriba?
¿Adónde daría el túnel? Era una construcción antigua, de muchos años
atrás. Finalmente le pidió a uno de los chicos, Rodrigo, que parecía ser
el más ágil (el otro era bastante gordito), que subiera y tratara de abrir la
trampa. El pibe le hizo caso. Trepó por la escalera de hierro y corrió el
pasador de la puerta, que se abrió sin dificultad. Don Carlos y el gordito
Víctor le preguntaron qué se veía. Dijo que parecían las gradas del
estadio de Boca, vistas desde abajo.
Don Carlos y Víctor subieron y los tres se metieron en el recinto.
Había bastante luz natural. Se filtraba por unas aberturas muy angostas,
alargadas, que había en la parte superior de los muros. Era un sitio
grande. El techo de gradas invertidas descendía lentamente hasta tocar
el suelo. Tenía el ancho de la tribuna. Caminaron a lo largo de las tres
paredes rectas a ver si descubrían una puerta para salir al exterior. Nada.
La luz que se filtraba por las aberturas del muro, que seguramente daba
a la calle, fue disminuyendo de intensidad. Estaba atardeciendo. No
sabían cuánto tiempo había pasado desde el derrumbe, ninguno de los
tres tenía reloj. En esa época no anochecía hasta después de las ocho de
la noche. El piso interior tenía que estar al mismo nivel de la vereda.
Se pusieron a gritar y a pedir ayuda. Nadie pareció escucharlos. Ellos
tampoco podían oír ruidos de afuera. El grosor de los muros y el ancho
mínimo de las aberturas verticales los aislaba del exterior.
Don Carlos volvió a observar el sitio en donde estaban. Debía tener
unos quince metros de ancho por veinte de largo. Le extrañó que no
lo usaran como depósito o para alguna actividad deportiva. No tenía
ninguna puerta visible al exterior. Pensó que allí se podía hacer una
buena cancha para practicar básquetbol. Quizá el club no estuviera
al tanto de la existencia de ese espacio o prefiriera no utilizarlo por
alguna razón. Iban a tener que pasar la noche allí. Don Carlos pensó
en su mujer, que lo estaría buscando. Los chicos dijeron que sus mamás
estarían preocupadas. Estaba cada vez más oscuro.

— 59 —
Los chicos pobres

El gordito Víctor dijo que tenía hambre. Don Carlos se acordó de


las facturas. Las sacó de la mochila. Estaban aplastadas. Le dio una
medialuna de grasa a Rodrigo, una de crema pastelera a Víctor y se
comió la otra. Luego repartió la medialuna que quedaba entre los
tres. Comieron con ganas. No tenían nada para beber. Don Carlos
pensó, al ver la mochila vacía, que no había hecho la compra. Imaginó
lo asustada que estaría Olga, él nunca pasaba tanto tiempo fuera sin
avisarle dónde se encontraba. Lo estaría esperando en la puerta del
conventillo. ¿Habría preparado la salsa para el tuco? Quizá alguna
vecina le hubiera prestado una lata de tomate. Se tanteó el bolsillo
derecho del pantalón. Allí tenía el dinero que le había dado su mujer
para ir al mercado. En esos momentos, pensó, el dinero le servía de
muy poco.
Víctor dijo que su mamá debía estar esperándolo para comer. Él
siempre regresaba a la hora de la cena. Hacía un poco de frío. Rodrigo
se quejó. El piso era de cemento y estaba húmedo. Parecía que estaban
metidos dentro de una tumba. Don Carlos se dijo que a lo mejor todo
eso estaba ocurriendo dentro de una pesadilla y en la realidad estaban
muertos. La única salida de ese sitio parecía ser la puerta-trampa que
daba al túnel. Lo mejor sería volver allí a ver si encontraban alguna
manera de escapar. Don Carlos tanteó en la oscuridad hasta que tocó
la puerta-trampa en el piso. La abrió. Vio que abajo estaba totalmente
oscuro. El foco de luz no estaba encendido. Se había quemado o lo
habían apagado. Cerró la puerta-trampa. No tenían más remedio que
pasar allí la noche. Se tendieron en el suelo frío. Se acurrucaron unos
contra otros. Había bajado la temperatura. Temblaban un poco. Don
Carlos les preguntó donde vivían. Le dijeron que en la villa nueva
de Pedro de Mendoza, cerca de la plaza Solís. Era una villa miseria
en formación. Sus habitantes habían ocupado casas abandonadas
y algunos terrenos baldíos. Don Carlos les contó que él vivía en un
conventillo en Pinzón y Necochea. Dijo que su mujer no tenía trabajo
y se quejó de su situación. Sus hijos eran grandes y ya estaban casados.
No les hacían caso. Les costaba sobrevivir. Se quedaron callados y al
rato se durmieron.

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Alberto Julián Pérez

Varias horas más tarde un fuerte ruido metálico los despertó. En el


techo apareció un haz de luz. Tenía que ser una linterna. Seguramente
había, oculta en las gradas del estadio, una puerta-trampa que daba al
recinto donde estaban ellos, y no la habían visto. Escucharon voces.
El haz de luz iluminaba el centro del lugar, como buscando algo. Se
quedaron quietos, no sabían quiénes podían ser. Víctor iba a hablar y
Don Carlos le tapó la boca. El techo era muy alto, nadie podía bajar
de allí, a menos que introdujera una escalera, o se descolgara en una
cuerda. De pronto la linterna iluminó una soga que bajaba desde la
altura, con un bulto. Era como un gran bolso. Cuando tocó el piso
largaron la soga adentro del recinto. Don Carlos pensó que eran
ladrones y dejaban algo allí con la intención de ocultarlo. No sabía qué
podía ser. Se dio cuenta del peligro. Creían que no había nadie y, si los
veían, les podía costar caro.
La puerta-trampa del techo se cerró. Todo quedó en silencio. Los
chicos estaban temblando. Pasaron varios minutos. Los ojos se fueron
acostumbrando a la oscuridad y empezaron a distinguir los contornos
de las cosas. Los tres se levantaron y caminaron hacia la bolsa. Era
pesada y parecía llena de objetos. Don Carlos la abrió. Tocó algo frío
adentro, lo tomó y lo sacó. Era una pistola. Los chicos la palparon.
Después Don Carlos sacó un objeto más grande y pesado. Era una
ametralladora. Palpó más pistolas. Buscó a ver si había dinero. No,
sólo armas. Regresaron adonde estaban. Se tendieron en el suelo y se
acurrucaron todos juntos otra vez. Tenían frío. Les dijo a los chicos
que se durmieran. Cuando amaneciera verían qué hacer.
El viejo no podía dormir. Pensaba en su esposa. ¿Le habría avisado
a la policía? Si no lo había hecho ella, seguro que las madres de los
chicos habrían ido a la comisaría. Los estarían buscando. Pero…
¿cómo podían saber que se encontraban bajo el mismísimo estadio de
Boca?
Amaneció. Don Carlos ya no podía dormir más. Se puso a pensar
en todo lo que había vivido. Después despertó a los chicos y les dijo que
tenían que salir de allí pronto, antes que los que escondieron las armas
regresaran. No tenían idea de quiénes eran ni qué podían hacerles si

— 61 —
Los chicos pobres

los veían. Víctor supuso que podían ser los de la barra brava de Boca,
que eran todos chorros. Rodrigo dijo que los de la barra eran unos
turros, unos pobres tipos, y los que bajaron las armas tenían que ser
delincuentes de más categoría, narcotraficantes, o ladrones de autos.
En la villa él tenía un vecino narco. Llevaba drogas en una avioneta
a Paraguay. Don Carlos dijo que los paraguayos contrabandeaban
drogas a Europa, era un secreto a voces. Rodrigo le aconsejó a Don
Carlos que se llevara algún fierro, esas armas valían mucha plata. El
gordo Víctor estuvo de acuerdo. Don Carlos le contestó que él prefería
no tener armas, no quería ir preso. Rodrigo aseguró que en la villa él
podía esconder fácilmente una pistola y, si hacía falta, la podía vender.
Fue a la bolsa y agarro una 38. Dijo que con una estaba bien, no quería
llevar más.
- Si tenemos algún problema, yo los defiendo - se jactó.
Abrieron la trampa del piso y bajaron al túnel. Ahora la luz estaba
encendida. No había nadie. Buscaron a ver si encontraban un pasadizo
o puerta disimulada en alguna de las paredes. Nada. Se acercaron al
sitio del derrumbe. Casi no llegaba luz desde el exterior. Alguien debía
haber cubierto el agujero del techo del túnel con ramas y hojas.
Empezaron a gritar y dar voces a ver si alguien de afuera los
escuchaba. Nadie respondió. El tiempo fue pasando. Tenían miedo de
que llegaran los de la banda a buscar las armas. El viejo pensaba en
su mujer. Se sentía culpable. No quería quedarse otra noche allí. Se
empezaron a desesperar. Tenían hambre y sed. Don Carlos volvió a
recorrer el túnel. Encontró tirado en un costado un palo largo. Tuvo
una idea. Lo levantó, fue hacia el sitio donde habían caído e introdujo
el extremo del palo en el agujero del techo. Llegaba bien. Con cuidado
hizo caer parte de la tierra y las ramas que impedían que entrara la
luz de afuera. Los chicos, entusiasmados, lo alentaban y le ayudaron
a sostener el palo, que era algo pesado. Dirigió luego la punta a los
bordes del orificio, a ver si podía agrandarlo. La tierra fue cediendo.
Empezaron a percibir ruidos, voces lejanas, bocinas de autos. Eso los
llenó de esperanzas. Se pusieron a gritar y a pedir auxilio. De pronto
oyeron una voz que les hablaba desde arriba. Había alguien. Gritaron

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Alberto Julián Pérez

que habían caído al pozo y no podían salir. El hombre les respondió


que aguantaran, les iba a tirar una soga. Cayó una soga con una piedra
atada a la punta. Les avisó que los iba sacar de a uno. Tenían que poner
los dos pies sobre la piedra y agarrarse a la soga. Primero salió Rodrigo,
después Víctor y por último el viejo, que se esperó hasta el final, como
un capitán de barco.
Los había salvado un ciruja, que pasaba con su carro por allí.
Llevaba chapas y cartones que había encontrado y recogido en las
calles de La Boca. Se detuvo un momento en el campito para que
descansara su caballo y los escuchó. Tuvo la idea de arrojar la soga
con la piedra y tiró con el carro hasta sacarlos del túnel a todos. Unos
chicos del barrio, que estaban jugando al fútbol en el campito vecino,
curiosos, se acercaron a ver qué pasaba. Vieron que ellos iban saliendo
del pozo y se extrañaron. Les preguntaron qué les había ocurrido. Los
tres se miraron y se dieron cuenta que no les convenía decir la verdad.
Les explicaron que se habían acercado al pozo y la tierra cedió. No
podían salir y ese señor por suerte los ayudó. Les preguntaron cuánto
hacía que se habían caído. Les respondieron que no estaban seguros,
probablemente una hora. El ciruja les dijo que no los molestaran y
siguieran jugando al fútbol. Le dieron las gracias al hombre y se fueron
caminando los tres juntos.
Habían estado todo el segundo día encerrados en el túnel. Faltaba
poco para que oscureciera. Don Carlos se dio cuenta que se había
dejado la mochila abajo. Dejaron atrás el estadio de Boca. El viejo le
dio una última mirada admirativa a la Bombonera. Quién hubiera
dicho que había estado en su mismo vientre, que ahora conocía sus
secretos. Juró que nunca se los iba a revelar a nadie.
Les dijo a los chicos que era tarde y se iba a su casa a ver a su mujer.
Rodrigo, muy serio, le avisó que no se podía ir todavía. Le hizo una
historia que Don Carlos no supo si debía creer. Le pareció exagerada.
Ellos, dijo Rodrigo, no habían ido a los potreros realmente para jugar a
la pelota. Lo habían engañado. Esa tarde habían salido a robar. Tenían
que volver a la casilla donde vivían con plata, sí o sí. Eran medio
hermanos y su madre les pegaba si no traían dinero. Se drogaba y si no

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Los chicos pobres

conseguía nada para tomar o inyectarse le daba un ataque de furia, se


ponía como loca.
Ellos pasaban por allí y vieron el pozo. Les llamó la atención y se
acercaron. Sentían curiosidad. Cuando llegó él, pocos momentos
después, decidieron robarle e inventaron lo de la pelota. Le dijeron que
se les había caído adentro y le pidieron ayuda. Él les creyó y se distrajo.
Miró dentro del pozo. Lo habían tomado ya de los dos brazos para
inmovilizarlo y meterle la mano en los bolsillos y pasó lo que pasó,
un accidente. Terminaron los tres dentro del túnel. Don Carlos quiso
tranquilizarlos y les dijo que le daba lástima que estuvieran en esa, él los
comprendía, también era pobre, pero tenía algo de plata y se las daba.
Como un amigo. Lo que quería era irse y ver a su esposa. Necesitaba
abrazarla. Había estado mucho tiempo fuera, ella se preocupaba. Seguro
que estaba mal. Sacó el dinero de su bolsillo y se lo entregó a Rodrigo.
Los muchachos lo contaron y le dijeron que eso era muy poco,
necesitaban más dinero. Antes de separarse e irse a su casa, tenían que
hacer un robo juntos. Él los tenía que ayudar. Don Carlos les dijo que no
podía, nunca había robado. Él trabajaba. Era empleado de un depósito
de galletitas. Los chicos le dijeron que era fácil, lo iban a hacer entre
los tres. Y que después del robo necesitarse cuidarse. No podía decir
nada. Si hablaba estaba frito. Rodrigo lo miró amenazante y le mostró
el revólver. Don Carlos, intimidado, trató de calmarlos. Les dijo, con
tono paternal, que eran muy chicos y no sabían lo que hacían. Rodrigo,
enojado, le pegó con el costado del revólver un golpe en la cabeza. Don
Carlos cayó al suelo. Lo levantaron entre los dos y siguieron caminando.
Llegaron a la calle Martín Rodríguez y doblaron. En la esquina de
Suárez vieron un supermercado chino. Víctor lo observó con cuidado,
como alguien que entendía. Dijo que era fácil de robar. Cerraba a las
diez de la noche. La mejor hora para robar allí eran las nueve, cuando
la caja tenía más plata. Preguntaron la hora a un señor que pasaba, eran
las siete y media.
Tenían hambre y sed. Decidieron ir a comer algo. Víctor propuso la
pizería Banchero. Pagarían con la plata de Don Carlos. El viejo sufría,
era el dinero para las compras que le había dado su mujer.

— 64 —
Alberto Julián Pérez

Rodrigo se metió el revólver en el cinturón del pantalón, y lo cubrió


bien con la camisa. Tenían la ropa sucia. En la pizería llamaron la
atención. Los hicieron sentar. Era lunes y no había demasiados clientes.
Los turistas, que siempre merodeaban por La Boca, ya se habían ido.
En la calle no se veían policías. A esa hora la mayoría de los negocios
ya habían cerrado, excepto los mercados, los cafés y los restaurantes.
Don Carlos trató de hablar con los pibes y convencerlos de que
no hicieran un disparate. Le dijeron que era un cagón, y que si no se
callaba la iba a ligar. Les preguntó a qué escuela iban y los pibes se le
rieron. Don Carlos pensó en su esposa. Estaba muy ansioso. Les dijo
que iba al teléfono público para llamarla y avisarle que estaba bien. Le
ordenaron que se quedara sentado y no se hiciera el vivo. Don Carlos
trató de calmarse y se dijo que esa noche iba a volver al conventillo e
iba a poder estar tranquilo en su pieza, con su mujer. Le dijo a Víctor
que él seguramente era más grande de lo que parecía. Le respondió
que había cumplido trece años en diciembre. Le preguntaron su edad.
Había cumplido sesenta en septiembre del año pasado.
Hacía calor. Al mes siguiente terminaría el verano y empezaría el
otoño. El mozo trajo una piza de muzarela, que los chicos se dispusieron
a devorar. Les sirvió Coca-cola. Don Carlos dijo que para él piza no.
Tenía sed y necesitaba un vaso de vino. Volvió con una jarrita de tinto
y dos empanadas de carne. Se las veía riquísimas. Víctor le preguntó si
conocía la villa que estaba en Pedro de Mendoza, debajo de la autopista
a La Plata. Ellos vivían ahí. Don Carlos les respondió que había pasado
cerca pero no había entrado. Los pibes se rieron.
- ¡Más te vale - le dijo Rodrigo - porque ahí te culean!
Los pibes le contaron que tenían amigos en el Dock Sud, frente a
La Boca.
- El Doque está lleno de aguantaderos - dijo Víctor.
Don Carlos les preguntó qué les gustaría ser cuando fueran grandes.
Se le burlaron.
- ¿Y a vos qué te gustaría ser? - le dijo Rodrigo.
Lo ofendía que esos mocosos se le rieran en la cara. Pero, a pesar que
eran pequeños, les tenía miedo. Ya lo habían golpeado. Eran decididos.

— 65 —
Los chicos pobres

¿Por qué querían que fuera con ellos? ¿Qué ganaban? Quizá pensaban
que siendo él más grande podía intimidar al chino. O que lo podían
usar de cabeza de turco si los buscaba la policía.
A las nueve pagaron y se fueron. Caminaron hacia el súper chino.
Miraron desde afuera. Ya todos los empleados aparentemente se
habían ido. Había solo un chino como de cincuenta años en la caja,
seguramente el dueño. En las góndolas vieron a dos mujeres mayores
comprando. Rodrigo, sin dudar, entró, sacó el revólver y le apuntó en
la cabeza al chino.
- ¡La plata! - le gritó.
El chino levantó las manos. Víctor se adelantó y abrió la caja. Agarró
una bolsa de plástico y empezó a meter la plata, que era bastante, en
la bolsa. El chino temblaba. Las dos mujeres miraban, sin decir nada.
Don Carlos estaba junto a los chicos, aterrado. Nunca había hecho
nada así. Rodrigo vio que el chino apretaba con la rodilla un botón
rojo bajo la caja. Estaba avisando a la policía. Reaccionó con rabia y
le dio un golpe en la cabeza con el revólver, y otro. El chino se fue
inclinando y cayó al suelo.
- ¡Chino hijo de puta! - gritó Víctor.
Rodrigo le siguió pegando. El chino estaba tirado en el suelo, le
sangraba la cabeza. La culata del revólver estaba llena de sangre.
- Vamos, vamos - dijo Don Carlos.
Salieron despacio los tres. Don Carlos creyó que lo habían matado.
Se pararon en la puerta y miraron hacia los lados. Se fueron caminando
por Suárez hacia Palos. A los pocos metros vieron a una señora que
venía al supermercado. La mujer miró al viejo.
- Hola, Don Carlos, ¿cómo está? - lo saludó.
Don Carlos se quedó frío y no contestó. Siguió andando. La mujer
llegó al supermercado y entró. Pocos segundos después se escucharon
gritos. Los tres empezaron a correr. Los chicos doblaron en dirección
al Riachuelo y se alejaron con rapidez. Víctor llevaba en la mano la
bolsa con el dinero. Don Carlos no los siguió. No podía más. Dobló
por Palos y se ocultó en un zaguán. Pocos minutos después pasó
un patrullero a toda velocidad, con la sirena encendida. Don Carlos

— 66 —
Alberto Julián Pérez

caminó en dirección opuesta, hasta Pinzón y dobló hacia Necochea.


Había logrado escapar.
A medida que se iba acercando al conventillo se empezó a
tranquilizar. Pensó en lo que le iba a decir a su mujer. Llegó y entró.
Había varios vecinos en el patio y lo miraron. Se metió en su pieza. Su
mujer estaba sentada frente al televisor. No sabía qué decirle.
- ¿Qué pasó? - le preguntó - ¿Y la mochila?
- La perdí - le respondió - Me robaron, me caí en un pozo - agregó.
- ¿Y en la cara qué te pasó?
- Me pegaron, tengo un poco hinchado - dijo.
Se tocó la cara.
- ¿No avisaste a la policía? - le preguntó a su mujer.
- No - respondió ella - pensé que me habías dejado, que te habías
ido para siempre.
- ¿Por qué iba a hacerlo? - dijo Don Carlos.
- No sé - respondió ella.
Él le agarró las manos y luego la abrazó. Ella se puso a llorar. Se
quedaron así en silencio, sin decir nada. Al viejo se le vencía el cuerpo
por el cansancio.
Media hora después llegó la policía. Venían con la vecina que lo
había visto frente al supermercado. Se los señaló.
- Acompáñenos - le dijo el Oficial.
Lo esposaron. Todos los vecinos se acercaron a ver qué pasaba.
- ¿Qué hiciste? - le dijo la mujer.
- Nada - respondió Don Carlos - Avisá en el depósito que no puedo
ir a trabajar.
Lo metieron en el patrullero. Su esposa se quedó mirando como
partía. La gente del conventillo estaba toda en el patio.
- Doña Olga - le dijo una señora - Ya va a volver, tómese un vasito
de vino.
Doña Olga se sentó y se quedó mirando el piso, sin saber qué hacer.
Y se bebió de a sorbitos el vaso de vino.

— 67 —
Los chicos pobres

Los cirujas

Armando se puso otro pullover, saludó a su madre y salió de la casilla.


Su hermano menor ya estaba junto al carrito, ajustando el espejo
de bicicleta que había colocado en la tabla del costado. Armando le
revolvió el pelo cariñosamente. Después agarró las varas y empujó.
Las calles de la villa estaban envueltas en una luz opaca. El carrito
se tambaleaba en los desniveles del camino. Juancho corrió hacia la
parte de adelante y se echó en él. Por el espejito retrovisor espiaba a
Armando. Le hizo una morisqueta y se rio. Pasaron por el campito.
Unos chicos estaban jugando un picado. Armando vio como la pelota
se perdía entre los pies de los jugadores en una nube de polvo. Uno de
ellos levantó la mano saludándolos. Armando y Juancho hicieron lo
mismo.
- Es el Cholo - dijo Juancho.
Sin responderle siguió la marcha. Cuando llegaron al asfalto
ya era casi de noche. Armando detuvo el carro un momento. Una
calle de casas bajas se abría frente a ellos. Había varios automóviles
estacionados a lo largo de la cuadra.
Juancho bajó del carrito y se sentó en el cordón de la vereda.
- Vamos pibe, que hay que trabajar - dijo Armando.
Juancho fingió enojo, levantó los puños cerrados a la altura de la
cara y desafió a su hermano. Lo esperó agazapado. Armando le siguió
el juego. Juancho le tiró un golpe y otro. Su hermano le respondía con
las manos abiertas. Poco después se detuvieron. Armando agarró
las varas del carro y volvió a empujar. Las ruedas repiquetearon
con monotonía en las irregularidades del asfalto. De pronto, una
— 68 —
Alberto Julián Pérez

luz amarillenta iluminó la calle. Las ramas desnudas de los árboles


proyectaron un tejido de sombras sobre las casas.
Armando le dio las varas del carro a Juancho y se lanzó en una
carrera entrecortada contra los bultos blanquecinos arrinconados
junto a las puertas de las viviendas. Los levantaba sin dejar de correr.
Cargaba cuatro o cinco paquetes y volvía al carro. Juancho los iba
acomodando. Al rato, Armando, fatigado, se detuvo. Su hermanito
lo reemplazó. Recogía los envoltorios de basura mientras su hermano
mayor empujaba el carro. Armando inspiró profundamente varias
veces. Su respiración se sosegó. Minutos después le hizo señas a
Juancho para que volviera y siguió él con el trabajo de la recolección.
Regresaron a la casilla pasadas las diez de la noche. El cielo
se había despejado y brillaban algunas estrellas. Dejaron el carrito
cargado de paquetes de basura a un costado y entraron. La madre y el
padrastro ya se habían acostado y dormían abrazados en su catre. Ella
escuchó el ruido y se levantó. Saludó a sus dos hijos y los besó.
- ¿Están bien? - preguntó.
Ellos asintieron con la cabeza. La madre encendió el calentador
y preparó mate cocido. Sacó pan de una bolsa. Sobre la mesa había
un plato con milanesas. Los chicos comieron en silencio. Se los veía
cansados. Después de comer se fueron a acostar.
No había amanecido aún cuando el padrastro fue a despertar a
Armando. Se levantó sin hacer ruido. Juancho dormía. La madre ya se
había ido. Campos le tendió un tazón de mate cocido. Armando tiritó
y se limpió la nariz.
- ¿No va a la escuela el Juancho? - preguntó Campos.
- No quiere ir más - respondió él.
Miró a su padrastro con su cara morena de adolescente hecho a
la vida dura. Campos no dijo nada. Los había ayudado desde que al
padre de ellos lo mató la policía. Los quería mucho.
Salieron. Hacía frío. Armando empezó a dar saltitos para
calentarse. Estaba oscuro todavía. Campos enderezó las varas del
carrito y empujó. Pasaron entre las casillas, bordeando la zanja de
aguas servidas. El camino estaba poceado y la marcha era dificultosa.

— 69 —
Los chicos pobres

Anduvieron un rato. A lo lejos se divisaba la masa heterogénea de


chimeneas de la ciudad. El campo abierto traía un olor de pasto
húmedo. El sol ya salía, como trepándose al horizonte. A los costados
del camino fueron apareciendo montones de viruta oxidada sobre la
tierra matizada de pasto. Después, montañas de basura que despedían
un olor fuerte. Sobre ellas, algunos hombres se inclinaban, revolviendo
con laboriosidad. Parecían hormigas.
- ¿Cómo va, Campos? - saludó uno.
- ¿Cómo va a ir? - respondió Campos, con voz ronca.
Dejaron el camino y se metieron por un sendero estrecho bordeado
de pilas de basura. Junto a una de ellas, Campos volcó el contenido del
carrito. Después, entre los dos, fueron abriendo cuidadosamente los
paquetes.
- Hay bastantes latas y plástico - dijo Campos, aprobando.
Armando se sonrió.
- Yo saco el vidrio y las latas, vos el plástico y el cartón - agregó
Campos.
Fueron apareciendo botellas de detergente, platos rotos, latas vacías,
frascos de remedios, envases de desodorante. Los tenían que rescatar
de entre los restos de comida: fideos gomosos, huesos mal descarnados,
cáscaras de fruta. Tiraban lo que no servía en la montaña de basura y
formaban pilas con todo lo útil.
Cuando terminaron, el sol ya estaba alto. Serían como las diez de la
mañana. El olor que despedía la basura era más fuerte ahora. Varios
de los otros también habían terminado. Estaban haciendo fuego al
costado del camino, en una hondonada, protegidos del viento. Campos
y Armando se acercaron al grupo. Uno les pasó una botella de vino y
tomaron un trago. Armando se calentó las manos sucias en el fuego.
- Hoy nos tienen que pagar - dijo el Gallina.
- Vos Chancha, que sos el jefe… - dijo Campos - Hoy nos tienen
que pagar.
La Chancha asintió con su cabeza enorme. Sus pequeños ojos
miraron atentamente desde el fondo de su cara inflada.
- Se lo diré cuando lleguen, a ver qué pasa.

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Alberto Julián Pérez

- Siempre se quejan. Dicen que juntamos pocas botellas y cajas de


cartón. Hacemos lo que podemos. Esto es lo que tiran los de la ciudad
en la basura, no es culpa nuestra si no encontramos más - dijo otro.
- Hay que ponerse firmes hasta que aflojen y paguen lo que nos
deben - agregó el Gallina.
Armando y Campos permanecieron junto al fuego en silencio.
Armando se recostó a un lado sobre la tierra. Contrajo su cuerpo,
como para retener el suave calor de los rayos del sol de invierno. Pensó
en su madre, que a esa hora estaría limpiando los baños de las oficinas
en el centro. Ella era muy buena, les pedía que estudiaran. “Vayan a la
escuela - les decía - Déjenme el trabajo a mí.”
Él a los once años había abandonado la escuela. No le gustaba. La
maestra los trataba mal.
- ¡Todos Uds. son iguales! - les decía - ¡No hacen nada!
Y ahora Juancho no quería ir más. No sabía por qué. Su hermana
mayor, la Julia, tampoco había terminado la escuela primaria. Se había
ido de la casa y decían que hacía su vida por ahí. Tenía dieciocho años
y era linda. Andaba bien vestida, pero no los ayudaba. La veían poco.
Él hacía cuatro años que tiraba del carrito, todas las noches y las
mañanas, si no no se podía, la plata no alcanzaba. Suerte que Campos
estaba con ellos. Hacía ya tres años que vivía con su madre. Un año
después de que a su papá lo matara la policía. Campos había sido
amigo del padre. Siempre les hablaba bien de él. Armando sentía
admiración por Campos. A veces, por la tarde, después de trabajar
juntos en los basurales, salía a ayudarle con las changas: algunos días
tenían que hacer un pozo ciego para una cloaca, otros levantar una
pared o descargar ladrillos.
Como a las diez y media se divisó al final del camino una nube
de tierra. Eran dos camiones, precedidos por un auto blanco, que
se aproximaban. Todos se pusieron de pie. Enseguida llegaron. Los
vehículos frenaron, levantando polvo. Del auto descendió el Rubio.
Armando lo conocía, lo había visto una vez con su hermana. Estaba
vestido con un traje color natural que lo hacía más alto. El viento
agitaba sus cabellos. Saludó con la mano y levantó sus anteojos

— 71 —
Los chicos pobres

ahumados sobre su cabeza para ver mejor. Los hombres lo rodearon.


La Chancha, que era el líder del grupo, fue el primero en hablar.
- Hoy nos tienen que pagar - le dijo.
- No se apuren, muchachos - respondió el Rubio
- Hace quince días que nos tendrían que haber pagado.
- Esa plata ya la tenemos ganada de hace rato - dijo Campos.
- Uds. saben que somos generosos, lo que les pagamos nosotros no
se los paga nadie. Tendrían que estar agradecidos - continuó el Rubio
- ¿Qué hacen Uds.? Juntar basura. Es un trabajo fácil. Lo puede hacer
cualquiera.
- Ud. sabe que somos de pocas palabras. No nos envuelva con tanto
discurso. No podemos esperar más. O nos paga o no se lleva el plástico,
el cartón, y todo lo que recogimos - dijo la Chancha.
Todos se miraron. Eso no lo habían acordado, pero nadie dijo nada.
- Nos tiene que pagar ahora - continuó.
- ¿Yo les dije que no les iba a pagar? - dijo el Rubio.
Permaneció unos segundos callado, como pensando.
- No entienden - agregó - ¿Se creen que nos vamos a quedar con la
plata de Uds.? Hubieran tenido un poco de paciencia.
Se volvió y entró en el auto buscando algo. Los camioneros, atrás,
observaban sin bajar de los vehículos. El Rubio salió con una cajita de
metal azul. La abrió y un fajo de billetes apareció a la vista de todos.
Los tomó y se los dio a la Chancha.
- Para que vean que cumplimos - dijo.
La Chancha los contó rápidamente.
- Esto es menos de la mitá - dijo con desagrado.
- Eso es todo - contestó el Rubio. Se arregló el nudo de la corbata, y
después se puso a jugar con la solapa del saco, manteniendo sus brazos
a la altura del pecho.
- Las entregas anduvieron flojas últimamente, Uds. lo saben. No
podemos pagar más si no recogen la cantidad de cartón, de vidrio, de
plástico que nosotros esperamos - agregó.
Los hombres se miraron, confundidos. La Chancha no sacaba la
vista de los billetes que tenía en la mano. Su gran abdomen se movía

— 72 —
Alberto Julián Pérez

al ritmo de su respiración agitada. Tenía la cara congestionada. Miró


al Rubio.
- Nos tiene que dar todo ahora - dijo con voz pastosa - Queremos
lo que nos debe.
El Rubio se estremeció. La Chancha dio un paso adelante. El Rubio,
con movimiento nervioso, metió la mano dentro del saco y extrajo
una pistola. La Chancha, enceguecido, se le echó encima. El Rubio no
disparó. La Chancha lo tomó por la muñeca.
- ¡Soltá, hijo de puta! - gritó el Rubio.
La Chancha apretó más. Empezaron a forcejear. Los demás los
rodearon. En el centro, el Rubio trataba de zafar su mano armada de
la de la Chancha, firme como tenaza. En un esfuerzo desesperado por
soltarse concentró todo el peso de su cuerpo sobre la mano derecha.
Aún sostenía la pistola. Giró bruscamente el brazo. Sonó un tiro.
Campos dio un paso adelante y se arrodilló lentamente. Se llevó la
mano derecha al pecho como para contener el chorro de sangre que
brotó de él. Fue cayendo hasta tocar el suelo, estiró su cuerpo sobre la
tierra y quedó de espaldas.
La Chancha se acercó al cuerpo de Campos, se agachó con dificultad
y lo dio vuelta. Sus ojos estaban muy abiertos. No podían hacer nada.
La respiración se volvió ronca y entrecortada. Pronto cesó. Estaba
muerto.
- ¡Esto es culpa de Uds.! - gritó el Rubio.
Nadie atinó a moverse. El grito histérico del Rubio no los conmovió.
Parecían absortos en la contemplación de la muerte. A Armando lo
recorrió un temblor. No podían quitar la vista del cadáver. Era un imán
que atraía más y más. El silencio, como un luto, se había apoderado de
todas las gargantas. Ninguno, excepto Armando, atinó a levantar su
corazón por encima de la desgracia. Otra ráfaga nerviosa hizo que
su cuerpo vibrase. Bajó la vista, y vio en el suelo, junto a sus pies, un
trozo de vidrio largo y puntiagudo, como un cuchillo, que brillaba
bajo el sol frío del invierno. Armando se agachó y lo agarró. Llevó
inmediatamente su mano hacia la espalda, para que los otros no se
dieran cuenta. Apretó el trozo de vidrio hasta que un hilo de sangre

— 73 —
Los chicos pobres

tibia le bajó por la mano y continuó hacia el suelo, en forma de gotitas


espaciadas.
Sus ojos se clavaron con odio en la cabeza del Rubio, que le daba la
espalda. La pistola colgaba de su mano derecha. Armando dio un paso
hacia él, levantó su brazo terriblemente armado y descargó un golpe
fulminante. La punta sucia del vidrio filoso se hundió en la cabellera
espesa del Rubio, a la altura de la nuca. La sangre tiñó súbitamente sus
cabellos de oro. Después cayó a tierra con todo el peso de su cuerpo. Era
un hombre muerto. Su cara quedó sumergida con odio en el polvo, como
para comérselo. A su lado, el cadáver sereno de Campos tenía los ojos
abiertos, y parecía contemplar el cielo. La flor abierta de su corazón no
había dejado de disparar efusiones de sangre.
Armando, elevado por su decisión y su valor, parecía crecer junto a
los cadáveres, en su figura de vengador. Arrojó al suelo el arma precaria y
dolorosa que había utilizado. El polvo la cubrió de un fino manto. El ruido
de los camiones, al ser puestos en marcha, hizo reaccionar al grupo.
- ¿Y esos? - preguntó uno, señalando los camiones.
- Los camioneros lo vieron todo - dijo la Chancha - No podemos hacer
nada. Mejor que se vayan.
El conductor del primer camión tenía la cara pegada al parabrisas. Era
un hombre joven, con el pelo muy corto y bigote grueso. La Chancha le
hizo señas de que se fuera. El primer camión giró con dificultad. El otro
lo siguió.
- ¿Y ahora…? - preguntó el Gallina.
- Ahora va a caer la cana - respondió uno.
La Chancha levantó los brazos y se puso en el centro del grupo. Lo
rodearon con impaciencia.
- Muchachos - dijo - que ninguno hable. Aquí nadie sabe nada. Váyase
cada uno a su casa.
No era momento de discutir. La situación no lo permitía. Los
cirujas fueron hacia donde estaban sus carritos, los sacaron por entre
la basura y formaron una lenta columna entre el rechinar de ruedas y
el polvo. Pasaron, en silencio, por delante de la Chancha y Armando y
salieron al camino.

— 74 —
Alberto Julián Pérez

El adolescente, con una expresión de tristeza profunda, miró a


sus compañeros. Sus labios gruesos parecían tallados en piedra. Sus
pómulos querían salirse de su cara. El sol daba de lleno en su piel
morena. La Chancha le entregó una parte del fajo de billetes que
le había dado el Rubio. Armando le agradeció con la cabeza y se lo
metió en el bolsillo.
- Les dije que se callaran, vos viste - le explicó - pero la policía
nos va a buscar. Lo vieron los camioneros. Alguno va a hablar.
Armando lo miró agradecido. Sus ojos reflejaban sorpresa e
incredulidad ante lo que había ocurrido.
- ¿Cuántos años tenés? - le preguntó la Chancha.
- Quince - respondió.
- Él mató a Campos. Vos de rabia lo mataste a él. Sos chico. No
tenés edad para andar escapando. No te pueden dar mucho. Te van
a mandar a una cárcel para jóvenes, seguramente. Entregale la plata
a tu vieja - dijo la Chancha, como para convencerlo y convencerse
de que eso era lo que más convenía.
Armando señaló el cuerpo de su padrastro e interrogó al líder
con la mirada.
- Mejor dejalo donde está - dijo la Chancha - Andate a tu casa y
estate tranquilo. Cuando la policía nos pregunte yo les diré que nos
salvaste. Él estaba armado. Mató a Campos. Era peligroso. Dejá tu
carrito aquí, yo te lo llevo más tarde.
Armando dio medio vuelta y empezó a caminar. Lloraba. Volvió
su cabeza para mirar los cadáveres. Le dieron ganas de regresar
y abrazar a Campos. Se contuvo. Apretó los dientes como para
aguantar la pena de su dolor.
A la distancia el horizonte de chimeneas de las fábricas de
la ciudad exhalaba un humo negro. Parecía una gran usina que
devoraba todo.
Pronto Armando alcanzó las primeras casillas de la villa.
Paredes de madera vieja cubiertas en parte con latas de Motor Oil y
Nestlé. Siempre medio chuecas, como si se quejaran de su miseria.
Vio una canilla y se acercó. Tomó un sorbo de agua y luego lavó su

— 75 —
Los chicos pobres

mano herida. Ya había dejado de sangrar. Llegó a su casa. Entró. Su


madre estaba con Juancho.
- ¿Campos cuándo viene? - le preguntó, al verlo solo.
- Pronto - respondió Armando.
Miró a su madre y a Juancho.
- ¿Querés mate? – dijo ella, extendiéndole un tazón.
Sumergió en el tazón un pedazo de pan. Le gustaba mojarlo. Sentir
el gusto fuerte del mate y el calor que le chorreaba por los labios. La
puerta de la casilla dejaba filtrar un aire frío por las rendijas.
- Hay que arreglar la puerta – dijo, ensimismado.
- Arreglala vos - dijo Juancho.
- Ya la va a arreglar Campos - dijo la madre.
Se recostó en la cama. Sacó del bolsillo el fajo de billetes sin que
lo vieran, levantó la punta del colchón que estaba más cercana a
su cabeza y lo metió debajo. Hundió blandamente la cabeza en la
almohada y estiró el cuerpo. Suspiró y se dejó vencer por el sueño. Al
rato despertó. Se sintió tranquilo, el miedo había pasado. Ahora su
mente estaba clara y pensaba con rapidez. Le parecía mentira lo que
había sucedido. Había matado al Rubio. ¿Qué hacer? ¿Decirle todo a su
madre? Imposible, no le saldrían las palabras. ¿Qué sería de ella ahora
sin él y sin Campos? Juancho era aún muy chico, no podía trabajar
solo con el carrito. Necesitaba ayuda.
La policía vendría pronto a buscarlo. Tal vez fuese mejor escapar.
Pero no. Lo buscarían y después la policía lo mataría como a su padre.
La Chancha le había prometido que lo iba a ayudar. Quizá mandara a
algún chico para que empujara el carrito con Juancho. Había dejado
suficiente dinero bajo el colchón como para que su madre tuviera sus
necesidades cubiertas por un tiempo. La guacha de su hermana a lo
mejor iría a llorar al Rubio. Estaba contento de haberlo matado. Había
vengado a Campos. Se sentía un hombre. El Rubio ya no iba a hacer
más daño a nadie.
Escuchó el ruido del motor de un coche que se acercaba. Una vecina
gritó. Venían a buscarlo seguramente. Lo llevarían preso. La puerta
de la casilla se abrió bruscamente y entró un policía armado con una

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Alberto Julián Pérez

pistola. La madre se llevó la mano a la boca para contener un grito. Él


se incorporó lentamente en la cama sin dejar de mirar al policía.
- ¿Vos sos Armando Larrosa? - preguntó el oficial.
- Soy yo - dijo Armando.
Se hizo un silencio extraño. El policía se llevó la mano izquierda a
la cara para alisarse el grueso bigote negro. Después levantó el brazo
armado, le apuntó a la cabeza e hizo fuego.

— 77 —
Los chicos pobres

La carnicería

A Carlitos Vacareza le fascinaban las carnicerías. Se había criado


en un conventillo de Pinzón y Necochea, en La Boca. Su vecino era
carnicero, y cuando tenía diez años lo llevaba con él a su local, en
Palos y Olavarría. Su madre le dio permiso, pero le encomendó a Don
Emilio que lo cuidara, que no lo dejara agarrar los cuchillos, se podía
cortar. A Carlitos le gustaba el olor de la carne, tocar su frescura. Le
gustaban las tiras de asado, el lomo, el peceto. Él gozaba estando en
la carnicería. Le tenía miedo, eso sí, a la sierra eléctrica. Disfrutaba
viendo como Don Emilio conversaba con las clientas, los chistes que
les hacía, los comentarios groseros, las risas. En una palabra: soñaba
con ser carnicero. Su madre trabajaba de sirvienta, y el novio de su
madre (Carlitos no tenía padre conocido), que algo le ayudaba con el
alquiler del cuarto, era empleado del supermercado Día, en la esquina
de Almirante Brown y Pérez Galdós.
A Carlitos la escuela no le interesaba mucho. Iba a la primaria de
Aráoz de Lamadrid, de jornada completa. Allí le daban el almuerzo,
y eso tenía a la madre contenta. A los doce años le dijo que quería
trabajar en la carnicería de Don Emilio. El carnicero dijo que no, no
podía, era muy peligroso. Tenía que tener quince años por lo menos
para empezar de ayudante. A los trece años terminó la primaria y ya
no quiso estudiar más. La madre lo mandó a trabajar a la panadería
“Las familias”, en Aristóbulo del Valle y Necochea, a la vuelta del
conventillo. Era clienta de la panadería y conocía a la dueña desde
hacía mucho. Carlitos ayudaba, limpiaba el piso de la cuadra, hacía
mandados, llevaba las bandejas de medialunas recién horneadas al
— 78 —
Alberto Julián Pérez

frente del negocio, donde atendían al público. Siempre le regalaban


las facturas y el pan del día anterior para que llevara a la casa. En el
conventillo era bienvenido, porque traía más de lo que él, su madre y
Toño, el novio, podían comer, y se terminaba haciendo una mateada
general con las facturas que le daban. También le traía pan a Don
Emilio, que para él era como un padre.
Finalmente Carlitos cumplió quince años y Don Emilio cumplió su
promesa: lo llevó a trabajar con él a su carnicería. Tuvo que aprender
todas las tareas básicas del carnicero. Le enseñó a destazar la media
res, separando la carne de los huesos; a preparar los cortes: el lomo,
el asado, el bife ancho y el angosto, la palometa, la falda, el osobuco,
el matambre; a picar la carne y rellenar chorizos y morcillas. Todo le
gustaba en la carnicería: la luz, la frescura de la carne, el olor de la
sangre, la textura de las entrañas. Era lo suyo.
En un principio Don Emilio fue muy bueno con él, como un
padre, pero poco a poco se empezó a poner más exigente. Carlitos tenía
que atender el pedido de las clientas, cobrarles, darles el vuelto sin
equivocarse y anotar en un cuaderno todo el dinero que entraba en la
caja. Un día faltaron cien pesos y el patrón, sin vacilar, le echó la culpa
a él. Carlitos pensó que quizá se hubiera equivocado en un vuelto. Don
Emilio le dio una furiosa bofetada con el dorso de la mano, que le sacó
sangre de la nariz, y le dijo que la próxima vez se lo descontaba de su
salario y le iba a ir muy mal.
Don Emilio era un hombre duro. Desconfiaba de todos. Era oriundo
de Corrientes y se había criado en Paraguay. En el conventillo decían
que había sido cuatrero, pero seguro que era una broma. Abajo del
mostrador guardaba un revólver calibre 38. En el último año no le
habían robado. La Boca era un antiguo barrio popular, los residentes
se conocían, pero esto no impedía que hubiese robos frecuentes.
Varios meses después entraron ladrones armados a la carnicería.
Fue a la noche, antes de cerrar. Don Emilio levantó las manos y, cuando
estaban vaciando la caja, se agachó y agarró el revólver que guardaba
bajo el mostrador. Se sucedió un tiroteo y el carnicero hirió a uno de
los ladrones, que lograron escapar. A él no le pasó nada y tampoco a

— 79 —
Los chicos pobres

Carlitos, que se quedó junto a la pared, asustado, sin moverse. Dos


balas picaron junto a su cabeza. Don Emilio le dijo que había sido su
bautismo de fuego, que ya sabía lo que era que alguien le disparara.
Después se rio. “A mí no me roba nadie”, dijo.
Pasó el primer año. La economía del país empezó a andar mal.
Subió el dólar y la crisis se sintió primero en los barrios pobres. La
gente iba menos a la carnicería y compraba los cortes más baratos.
Pedía sobre todo carne picada. La picada la hacían con los requechos
de carne que quedaban, y le agregaban bastante grasa. La ganancia de
la carnicería mermó y, al tiempo, Don Emilio le avisó a Carlitos, que ya
tenía dieciséis años, que si la situación no mejoraba lo iba a tener que
despedir. A Carlitos casi se le cayeron las lágrimas, amaba su trabajo.
Le gustaba mucho hablar con las clientas, hacerles chistes igual que
su patrón, decirles alguno que otro piropo, que le festejaban, y escuchar
sus historias familiares. La carnicería, por momentos, parecía un salón
de peluquería, donde las mujeres se cuentan la vida, o el consultorio
del psicólogo, donde todos se lamentan de sus desgracias.
Don Emilio le dijo que tenía una idea, pero que era medio arriesgada,
y le preguntó si lo quería ayudar. No le podía decir de qué se trataba,
tenía que contestarle sí o no, y confiar en él. Carlitos, con cierto miedo,
le respondió que sí. Don Emilio le dijo que iban a buscar un animal
y lo iban a traer a la carnicería para faenarlo. Dos noches después
salieron en su vieja pick up. Este llevaba sus cuchillos. Contra lo que se
imaginaba Carlitos, Don Emilio fue en dirección a la cancha de Boca
y las instalaciones del club. Pasaron el estadio. Le seguían los potreros,
donde los muchachos jugaban al fútbol. Un poco más allá, se veía la
obra en construcción de las viviendas de Casa Amarilla, que recién
comenzaba. En los potreros se divisaban, pastando, varios caballos.
Eran de los cirujas de la zona, que recogían cartón, plástico y madera
con sus carros. Terminaban su ronda a las diez de la noche y dejaban
allí sus caballos, para que pastaran y durmieran.
Don Emilio subió su pick up a la tierra y se acercó a un caballo
blanco, que estaba atado a una cadena. Carlitos lo reconoció. Era
el caballo de Cosme, el ciruja, que pasaba todas las tardes por los

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Alberto Julián Pérez

mercaditos y los depósitos del barrio, recogiendo cartón y madera.


Su caballo lo obedecía como un chico. Él se apeaba del carro cuando
veía madera o algún objeto en la vereda que le interesaba. Le silbaba y
el caballo se acercaba para que lo cargara. Carlitos no lo podía creer.
“¿Qué vamos a hacer?”, le preguntó a Don Emilio. “Vamos a carnear el
caballo”, le respondió.
El caballo blanco los miraba, curioso. Aproximaron la caja de la
pick up al animal y Don Emilio le bajó la tapa. Después, observando
en distintas direcciones, tratando de asegurarse que no hubiera nadie
cerca que los pudiera ver, sacó los cuchillos de la pick up, se acercó
al caballo y le dio una cuchillada en la yugular. Un gran chorro de
sangre le salió del cuello. Le empezaron a temblar las patas. Antes de
que cayera, lo empujaron hacia la caja de la pick up. Don Emilio, que
era corpulento y tenía mucha fuerza, le quitó la cadena del pescuezo, le
pasó una soga y empezó a tirar. Le pidió a Carlitos que ayudara. Entre
los dos metieron al animal, de costado, sobre la caja. El bicho pataleaba
y seguía perdiendo sangre. Don Emilio cerró la tapa de la caja de la
pick up y salieron hacia la carnicería. De la parte de atrás del vehículo
iba chorreando la sangre.
Carlitos miró al animal por la ventanilla trasera de la pick up. Ya
no se movía. Llegaron a la carnicería y Don Emilio abrió el portón del
galpón de al lado, donde siempre la estacionaba. Metieron la pick up
y cerraron el portón. Don Emilio salió y con un trapo de piso limpió
la sangre que había goteado en la vereda. Carlitos vio que el caballo
estaba muerto. Carlitos nunca había observado el galpón por dentro.
En la parte de atrás tenía una estructura de hierro, de la que pendía
una polea con cadenas. Don Emilio colocó la caja de la pick up bajo el
arco de hierro. “Preparate”, le dijo, “vamos a faenar al bicho”.
Trajo de la carnicería, que se conectaba por una puerta lateral,
varias bandejas grandes. Luego le pasó dos cadenas a las patas traseras
del caballo y lo izó tirando de la polea, hasta que la cabeza del animal
quedó en el aire, por encima del piso de la caja de la pick up. Retiró la
camioneta y la dejó en un costado del galpón. Luego hizo descender
la cabeza del animal hasta unos cincuenta centímetros del suelo y ahí

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Los chicos pobres

comenzó el trabajo. Con un cuchillo, de un tajo, le abrió la panza. Le


sacaron los intestinos y las vísceras y los metieron en las bandejas.
“Esto lo tiramos”, dijo Don Emilio, “no sirve para vender”. Después le
quitaron todo el cuero. “El cuero lo vendo en la curtiembre”, dijo Don
Emilio.
Trajo una sierra eléctrica portátil. Con la sierra el carnicero dividió
al caballo en dos y le cortó la cabeza. Después de eso Carlitos lo ayudó
a cargarse al hombro el medio animal y lo entraron en la carnicería.
Lo colgaron en un gancho en la heladera. Hicieron lo mismo con la
otra mitad. Después Don Emilio metió la cabeza, la cola, los cascos,
las vísceras del caballo en unas bolsas grandes de residuos y las
pusieron en la caja de la pick up. Con una manguera limpió la sangre
de la camioneta. Hizo lo mismo con el piso del galpón. Luego le pidió
que lo acompañara. Se subieron a la pick up y partieron. Cruzaron el
Puente Avellaneda y se internaron en el Dock Sud. Se metieron en la
autopista Buenos Aires-La Plata y anduvieron como veinte minutos.
Salieron y bordearon la autopista por la colectora. A la derecha se
veían las casillas de una villa miseria de varias cuadras de largo. En
una esquina apareció un descampado que tenía montañas de bolsas de
basura. Detuvieron la pick y bajaron las bolsas. Después volvieron a la
Capital. “Mañana destazamos esas medias reses “, le dijo Don Emilio.
“Estate listo, vas a tener mucho trabajo”, y se rio.
Carlitos regresó a su casa pasada la medianoche. Se había lavado
las manos y los brazos antes de salir de la carnicería, pero le quedaron
manchas de sangre en su ropa. Su madre se despertó cuando llegó y
le preguntó por qué venía tan tarde. Le dijo que había trabajado horas
extras. “¿Por la noche?”, preguntó su madre.
Al día siguiente destazaron las dos mitades del animal. Carlitos
pensó que Don Emilio iba a vender cada corte por separado, pero le
dijo que no se podía, había que picar toda la carne del caballo. Carlitos
hizo la mayor parte del trabajo. Tomaba los trozos de carne muy roja
y magra, y los metía en la picadora. Luego, a pedido del carnicero,
agregaba como un veinte por ciento de grasa de vaca. “Es para mejorarle
el gusto”, dijo Don Emilio, “así nadie se va a dar cuenta”. Ponía la carne

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Alberto Julián Pérez

picada en bandejas y las llevaba a la heladera de la carnicería. Sacaron


una gran cantidad de kilos.
Empezaron a vender la carne picada de caballo y nadie se quejó. Por
la noche Carlitos le llevó dos kilos a su madre, regalo de Don Emilio.
Ella preparó albóndigas y hamburguesas. Carlitos no las quiso probar,
le dijo que no tenía hambre. Al ver la carne, se le aparecía la imagen
del caballo blanco, que lo miraba. Veía el momento en que Don Emilio
le clavaba el cuchillo en la yugular. El animal no se quejaba. Por la
noche la imagen le volvió en una pesadilla. Se despertó sollozando,
todo transpirado. Su madre se levantó para abrazarlo y le trajo agua.
Tenían demasiada carne en la carnicería. Don Emilio decidió hacer
chorizos. Pusieron muchos kilos de carne picada en una gran bandeja
de acero inoxidable. El carnicero le echó especias y empezaron la
preparación. Carlitos era el encargado de meter la carne en unos tubos
transparentes. Tenían una máquina especial que empujaba la carne en
los tubos. Hicieron como 300 chorizos. Don Emilio congeló una parte
de la carne de caballo para que no se echara a perder. Vender toda la
carne picada le tomó como dos semanas. Don Emilio le dio a Carlitos
2000 pesos. Dijo que los guardara, eran para él. Le pidió que no se los
entregara a su madre, porque pensaría que había hecho algo raro. Le
guiñó un ojo.
Carlitos, ya con el dinero en sus manos, se empezó a sentir bien. Se
compró unas zapatillas Nike que hacía mucho tiempo miraba en un
negocio. Ya no le parecía un crimen la muerte del caballo. Al tiempo
vio pasar a Cosme, el ciruja, con otro caballo. Era un caballo negro y
fuerte, de gran alzada. Una señora del conventillo le comentó lo que
había pasado. “Le robaron el caballo blanco”, le dijo a Carlitos. “¿Y
ese caballo negro?”, le preguntó. “Se lo regaló la policía”, dijo. “Era un
caballo viejo de la policía montada. Lo iban a mandar a un frigorífico
para hacer mortadela. Él denunció el robo en la comisaría de Pinzón.
El Comisario le tuvo lástima y le consiguió el caballo.”
Otra vez que Cosme pasó con su carro, Carlitos hizo un gesto con
la mano para saludarlo. El ciruja le correspondió el saludo y se detuvo
a recoger cartón en el almacén frente al conventillo. De pronto le silbó

— 83 —
Los chicos pobres

al animal para que se moviera, pero el caballo no obedeció. Cosme


optó por agarrar la rienda y llevarlo él.
Carlitos pensó esa noche que la vida era dura y que quizá se había
equivocado de trabajo. Trató de conciliar el sueño. De pronto escuchó
a su lado las exclamaciones de placer de su madre y de Toño que
se estaban acariciando. Se levantó de la cama y salió al patio. No le
gustaba estar ahí cuando su madre hacía el amor, pero vivían todos en
un mismo cuarto y no tenía un espacio propio. Miró con detenimiento
el patio del conventillo. Era un edificio muy viejo. Fue al baño y vio
que estaba sucio. Sólo había dos baños para todos. Se puso a caminar
por el patio. La luz de la luna iluminaba los macetones de flores. Eran
malvones rojos.
Pensó qué le gustaría hacer en su vida. Quizá fuera el momento de
irse. Se dijo que un buen oficio para él sería el de camionero. Pero era
aún menor, tenía que esperar hasta los dieciocho años. Podría recorrer
el país. Podría tener novias en muchos sitios. Al rato se fue a dormir.
Al otro día tenía que levantarse temprano para ir a trabajar.

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Alberto Julián Pérez

Una visita al zoológico

Robertito Vicuña, o Tito, como le llamaban, vivía en la Villa 31. Tenía


quince años. Sus dos mejores amigos, la Garza y el Rulo, eran algo
menores que él. Andaban siempre juntos. Eran despiertos y los otros
chicos de la Villa los respetaban.
Un puntero de la Villa, de apellido Merlo, fue un día a ver a Tito.
Quería hablarle sobre algo importante. Tenía un trabajo para él y sus
amigos. Se trataba de robar un animal del zoológico de Buenos Aires. Ya
estaba todo arreglado con el director del zoológico, a quien conocía. Era
una operación que traería buena ganancia. El director iba a dejar por
la noche la puerta principal sin llave para que pudiera entrar el camión
jaula. Tito tenía que meterse en el zoo con los otros pibes y maniatar a
los dos serenos. Le iba a dar a él una pistola por cualquier cosa. Después
de maniatarlos, tenían que vigilar por si venía la policía. Se iban a
comunicar con el conductor del camión por celular. Le prometió a
Robertito 5.000 pesos. Era mucha plata. Con eso se podría comprar unas
zapatillas Adidas nuevas y ropa sport de marca. Era un trabajo fácil, le
dijo el puntero. A los otros dos pibes les daría 1.000 pesos a cada uno. Él
iba a ser el jefe. Era también el responsable. No se tenía que equivocar.
Tito le preguntó al puntero qué animal iban a robar. Merlo lo miró a los
ojos con rabia. Lo agarró de la camisa, lo atrajo hacia sí y casi lo levantó
del suelo. Era un hombre alto y gordo. Le dijo que de eso se iba a enterar
a su debido tiempo. Ellos debían mantener la boca bien cerrada. Tenían
que andar derecho, porque a él nadie lo agarraba de gil. Tito lo conocía
bien y no dijo nada. Todo el mundo le tenía miedo a Merlo. Decían que
debía una muerte y había sido en mala ley.
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Los chicos pobres

Habló con sus amigos y estuvieron de acuerdo en hacerlo. La


operación sería el martes por la noche. El día señalado salieron para
el zoológico. Esperaron cerca de la entrada. Era septiembre y hacía
bastante calor. Se sentía muy mal olor. A las diez de la noche se
acercaron a la puerta y probaron de abrirla. Tal como les había dicho
Merlo, estaba sin llave. La empujaron y cedió. Entraron. Tito iba
adelante y el Rulo y la Garza lo seguían. Eran algo más bajos que él.
El Rulo era un pibe de piel oscura y cabello ensortijado. La Garza era
muy delgado y parecía que no pisaba el suelo cuando caminaba. El
zoológico tenía poca iluminación. Las luces molestaban a los animales.
Avanzaron con cuidado, escudándose detrás de los troncos de los
árboles. Pronto llegaron al sector de las jaulas. Hacia un costado, junto
a la jaula del león, vieron a uno de los guardianes. Estaba revisando
la cerradura de la jaula. Tito se acercó despacio por atrás y le pegó un
golpe en la cabeza con la culata de la pistola. El guardián dobló sus
rodillas. El Rulo le puso cinta adhesiva en la boca y la Garza le cubrió
la cabeza con una bolsa de trapo. Después entre los tres le ataron los
pies y las manos, lo arrastraron y lo escondieron tras un árbol.
Rastrearon al otro guardián. Estaba cerca de las jaulas de las víboras.
Tito dijo en broma que podían meterlo dentro de la jaula y los pibes
celebraron la idea. Sería una broma formidable. Tito se acercó por atrás
y le pegó un culatazo. Después repitieron la operación que habían hecho
con el primero: lo amordazaron, le cubrieron la cabeza, lo maniataron
y lo escondieron. Tito sacó el celular y llamó al número que le habían
dicho. El camión llegaba en unos pocos momentos, le avisaron. Fueron
a la puerta de entrada y abrieron los portones. Enseguida apareció el
camión. Entró. Los chicos cerraron los portones. El camión avanzó.
Ellos lo siguieron a pie. Después de 200 metros se detuvo y bajaron el
chofer y su acompañante. Sin decirles nada se acercaron a una jaula. Era
la jaula del tigre blanco, el animal más valioso del zoológico.
Tito enseguida entendió: iban a robar el tigre blanco. “La que se va a
armar cuando se sepa”, pensó. El chofer observaba la jaula con cuidado.
La caja del camión estaba cubierta con lona. El chofer y el acompañante
la destaparon. Apareció una jaula con barrotes de hierro. El chofer

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Alberto Julián Pérez

aproximó la parte de atrás del camión a la puerta de la jaula del tigre.


La idea era abrir la jaula y hacer pasar al tigre a la jaula del camión. El
chofer y su acompañante trajeron un soplete y empezaron a cortar la
cerradura de la puerta de la jaula. La fiera adentro se había acurrucado
en un rincón, estaba preparada para defenderse. Finalmente abrieron
la puerta y el chofer acopló la caja del camión a la puerta de la jaula. El
tigre tenía que pasar de una jaula a la otra. El chofer con una pistolita
eléctrica le largó una descarga. El animal chilló de dolor, se levantó y en
dos zarpazos escapó a la otra jaula. Había sido fácil. El chofer separó el
camión de la jaula del zoológico y su ayudante cerró la puerta con un
gran candado. Cubrieron la jaula con la lona. Toda la operación había
durado media hora.
Los pibes fueron hacia el portón del zoológico, lo abrieron y el
camión salió. Después se fueron ellos caminando, como si no hubiera
pasado nada. En calle Santa Fe se tomaron el 152 y volvieron a la Villa.
El puntero Merlo los estaba esperando. Ya sabía que todo había salido
bien. Les dio el dinero y les dijo que tuvieran cuidado, y se hicieran ver
lo menos posible por varios días. Robertito le devolvió la pistola, guardó
su plata y se fue a dormir. A la mañana siguiente tenía escuela. Estaba
en segundo año del secundario. Iba al Nacional No. 3 de San Telmo. Era
buen estudiante. Quería ser ingeniero y construir puentes. Así decía.
Al otro día el noticiero anunció que habían robado el tigre blanco
del zoológico. Acusaban a una banda de ladrones del Uruguay. No
se sabía dónde podía estar el tigre. Especulaban que el secuestro
podría haber sido ordenado por un conocido narcotraficante, que
coleccionaba animales salvajes y tenía su propio zoológico al aire libre
en una estancia de su propiedad en La Pampa. También había rumores
de que podía haber funcionarios implicados en el robo.
Por la tarde Tito volvió del colegio y se encontró con los otros dos
pibes, que estudiaban en una escuela de educación especial en la Villa.
Fueron al centro a ver ropa deportiva. Tito se compró las zapatillas
que tanto quería y un juego de remera y pantalones Adidas. Después
fueron a los coreanos de 11 para que la Garza y el Rulo se compraran
ropa de imitación, no les alcanzaba para los originales.

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Los chicos pobres

La policía informó todos los días del progreso de la investigación.


Era un escándalo. No podía ser que desapareciera un animal tan
importante. Entrevistaron al director del zoológico por televisión.
Dijo que la investigación avanzaba rápidamente y la policía confiaba
en identificar pronto a los ladrones. A la semana encontraron al tigre
en un circo de Salta. Le habían pintado las franjas blancas del cuerpo
de color amarillo, para disimular. Un trabajador del circo denunció
el fraude. La policía agarró después al camionero que lo había
transportado y lo empezó a apretar. Lo tuvieron dos días a pura paliza
en la Jefatura, por traficar con animales salvajes. Al final cantó. Dio
el nombre de su acompañante, un familiar suyo, a quien detuvieron,
e implicó en el robo al puntero de la Villa 31 y a unos “pibes” que lo
habían ayudado.
Cuando fueron a la Villa a buscar a Merlo ya se había escapado.
Después fue un patrullero a la escuela de la Villa y hablaron con
la maestra. Le preguntaron si había observado algo raro en el
comportamiento de los pibes y si sospechaba de alguien. La maestra
dijo que no, eran sólo chicos. Cuando el patrullero salió de la escuela
unos estudiantes les tiraron piedras y le astillaron el parabrisas. Un
agente se bajó para correrlos, pero se escaparon rápidamente por los
pasadizos de la Villa. Los reputeó y los otros estudiantes de la escuela
empezaron a silbar a la policía y a decirles que se fueran.
Dos semanas después el tigre volvió al zoológico y Tito y sus dos
amigos fueron a verlo. Robertito posó frente a la jaula, y el Rulo le
sacó una foto con un celular que Tito había robado hacía varios días
a una turista norteamericana que se descuidó en La Boca. Después
dieron una vuelta por el zoológico, se detuvieron frente a la fosa de
los elefantes y salieron. No habían hecho más de cien metros por Av.
Santa Fe, cuando vieron venir a un pibe como de catorce años con
unas zapatillas Adidas nuevas rayadas a colores. Fue mirarse los tres y
actuar. Robertito hizo como que le preguntaba algo. El chico se detuvo.
La Garza se le puso atrás en cuclillas y Tito lo empujó. El chico se
cayó de espaldas. Se le abalanzaron. Tito lo apretó contra el suelo para
que no se moviera y el Rulo le sacó las zapatillas. El Rulo y la Garza

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Alberto Julián Pérez

salieron corriendo. Robertito se levantó y le empezó a dar patadas en


la cabeza. El pibe gritaba. “No grités, la concha e´tu madre”, le dijo, y
se fue corriendo por donde se habían ido los otros pibes.
Diez minutos después se encontraron frente al monumento a
Sarmiento. Los tres se pusieron a mirar al gran viejo. Les impresionó la
estatua del maestro Rodin. Se probaron las zapatillas. Eran del número
de la Garza. A Tito le quedaban chicas, y al Rulo grandes. La Garza les
dio veinte pesos a cada uno como compensación. Se fueron caminando
hacia Libertador. La Garza y el Rulo iban adelante agarrados de los
hombros, como hermanos. Doblaron por Libertador hacia el centro.
Tito miraba con interés la fachada de los edificios que daban a la
Avenida. El Rulo encontró un trapo viejo sucio tirado en la banquina.
La Garza vio una lata de durazno vacía dentro de un contenedor de
basura y la agarró. En un bebedero de la Plaza Alemania la llenó de
agua y mojaron el trapo. Se pararon en el semáforo de Scalabrini Ortiz
y Libertador. Allí, cuando cambió la luz y se detuvieron los autos,
Robertito se adelantó a un Mercedes Benz y le empezó a limpiar el
parabrisas con el trapo sucio. El conductor empezó a gritar, diciéndole
que se fuera. La Garza se acercó a la ventanilla y le pidió por favor que
les diera algo. El hombre les tiró un billete de diez pesos, furioso, y Tito
dejó de limpiar. Cambió el semáforo. Los tres se fueron a la vereda y se
empezaron a reír. Hubo otro cambio de luces y repitieron la operación.
Cuando juntaron lo suficiente se metieron en un taxi y le dijeron al
conductor que los llevara a Retiro. El hombre les pidió que se bajaran
y Robertito insistió que los tenía que llevar. Le mostraron el dinero. El
taxista finalmente arrancó. Se sintieron como tres reyes andando por
Avenida Libertador.
Cuando llegaron a Retiro se bajaron. El Rulo y la Garza dijeron que
iban a entrar en la estación de trenes para pedir monedas. Ya eran las
siete y pronto iba a oscurecer. Tito les dijo que él se iba a su casa. Al otro
día tenía una prueba de matemáticas y quería estudiar. “Un día voy a
ser ingeniero”, les dijo. “¿Te vas a dedicar a construir villas miserias?”,
se burló el Rulo. Robertito siguió su camino y entró en la Villa 31. Miró
en el celular su foto junto al tigre blanco. Anduvo por las calles de

— 89 —
Los chicos pobres

tierra hasta llegar a su casilla. Su madre estaba mirando televisión. Era


un nuevo teleteatro que había empezado hacía poco, “El puntero”. Una
parte transcurría en una villa miseria. A Doña Esperanza le encantaba
sentir que ellos también podían ser personajes en los teleteatros. La
gente rica, que siempre los había despreciado, empezaría a verlos tal
cual eran. Le preguntó a su hijo qué quería comer. Robertito le dijo
que milanesa con puré. La madre empezó a preparar la comida. Tito
agarró sus libros, se sentó a la mesa de la cocina y se puso a hacer la
tarea y a estudiar para el examen del día siguiente. Doña Esperanza no
podía ocultar su satisfacción. Estaba orgullosa de su hijo.

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Alberto Julián Pérez

El Angelito milagroso

Doña Argentina Nery Olguín nació en Villa Unión, en la provincia


de La Rioja, el 25 de mayo de 1933. Era la décima hija de su familia. Su
papá trabajaba de peón en los olivares y viñedos de los alrededores.
Argentina aprendió a leer y escribir en la escuelita del pueblo. A los
quince años, en 1948, se casó con su novio Bernabé Gaitán. Ya estaba
embarazada y sabían que se pasarían toda la vida juntos y tendrían
muchos hijos.
Bernabé Gaitán era aprendiz de carpintero. Su papá tenía un
terreno en el barrio de la Virgen de la Peña, y allí Bernabé construyó
una casa de adobe para su familia, con la ayuda de su suegro y sus
hermanos. Era una época de optimismo para la gente de Villa Unión.
El General Perón era generoso con las provincias necesitadas del
Noroeste, y muchos habían recibido préstamos del gobierno para
plantar vid y olivos. Se estaba fomentando el turismo. La zona era de
una belleza paradisíaca. El pueblo estaba rodeado de montañas que
descendían hacia el valle, atravesado por quebradas de greda rojiza.
Hacia la altura iban los senderos que unían la tierra con el cielo azul.
Su aire era puro, y los zorzales y viuditas cantaban en los chañares y
las jojobas.
En 1950 recibieron una noticia que los llenó de alegría. La primera
dama de la República, Evita Perón, recorrería la provincia en una
caravana, acompañada de una comitiva, y se detendría en el pueblo.
Evita deseaba contemplar el paisaje de la zona y conversar con los
lugareños. Para ese entonces Argentina tenía ya dos hijos, un varón

— 91 —
Los chicos pobres

y una nena, y quería que Evita los viera. La caravana llegó y se


instaló en la casa del Intendente. La Primera Dama dio órdenes a sus
guardaespaldas de que dejasen que la gente se acercara a hablar con
ella. Argentina fue cargando un niño en cada brazo. La gente pobre
del pueblo la rodeaba. Eran casi todas mujeres. Evita las abrazaba y
tomaba a los niños en sus brazos. A Argentina le llamó la atención
su sonrisa encantadora y su mirada. Sus ojos observaban con ternura
a los que se aproximaban. Ella le dio a su hijo para que lo tuviera
alzado. Evita se puso a hablar con la joven madre. Le preguntó su
nombre. Ella le respondió con orgullo: “Argentina”. Quiso saber
cuándo era su cumpleaños. Le dijo que el 25 de mayo. “Vos sos la
patria, Chinita”, le dijo Evita. “Cuando te nazca un chico un 9 de julio,
llamalo Ángel. Ese los va a proteger, y yo, desde donde esté, los voy
a estar cuidando.” Argentina se la quedó mirando con incredulidad,
pero tratándose de Evita, tan joven, tan hermosa, todo era posible.
Argentina era muy creyente, iba siempre a misa y desde aquel día
rezaba para que se cumpliera el deseo de Evita.
Pasaron dos años, murió Evita y, pocos años después, cayó Perón.
Los gobiernos militares dictatoriales castigaron a las provincias
pobres del Noroeste, que habían apoyado a Perón, y las condenaron
al abandono. Bernabé y Argentina tenían un hijo cada año. La familia
se extendía. Bernabé agregó más cuartos a su casa de adobe y un
taller. Allí puso su propia carpintería. Era joven y trabajaba muy bien
la madera. El dinero alcanzaba poco y cuando ya los más pequeños
fueron creciendo, Argentina empezó a buscar trabajo de limpieza
en las casas de la gente más pudiente: el médico, el almacenero, el
ferretero.
No había en Villa Unión un buen dispensario médico. Los
peronistas habían prometido abrir una clínica, pero cuando cayó
Perón el proyecto quedó en la nada. El único médico del pueblo,
Rafael Villagra, se encargaba de algunos partos y de curar a los
enfermos ambulatorios. Las comadres del pueblo asistían en los
nacimientos. Argentina había tenido a sus hijos en su mismo rancho
de adobe. A principios de 1965 ya le había nacido el hijo onceavo,

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Alberto Julián Pérez

pero cinco se le habían muerto de pequeños. Casi siempre de fiebre,


de diarrea y de malnutrición. Ella decía que tenía seis hijos vivos
y cinco angelitos. Iba siempre a llevarles flores a sus tumbas en el
cementerio de Villa Unión.
1965 fue un año difícil. Había mucha pobreza. Arturo Illia había
llegado a la presidencia sin verdadero apoyo popular. El pueblo no
era Radical, era Peronista. Los militares ya estaban preparando otro
golpe. Querían destruir al Peronismo definitivamente. Sería una
dictadura cruel, para intentar erradicar al Movimiento. Argentina
volvió a quedar embarazada. Esperaba el bebé a fines de junio o
principios de julio de 1966. Rogó que naciera el 9 de julio, el día de
la Independencia, para dedicárselo a Evita. Se dijo que lo llamaría
Ángel y, si era nena, Angelita. La crisis política se agravó y el 28 de
junio de 1966 los militares derrocaron a Illia. Al día siguiente, el 29
de junio, asumió el poder el General Onganía. Dijo que ese era el
gobierno de la “Revolución Argentina”. “Argentina no será”, se dijo
ella.
El día 1º de julio Argentina tuvo un sueño: vio a Evita en su cocina,
sentada en una de las sillas de algarrobo. Estaba vestida de blanco,
tenía el pelo rubio recogido. “¡Santa Evita!”, exclamó Argentina en
su sueño. Evita la miró con sus ojos oscuros llenos de tristeza, y no
dijo nada. Se levantó, abrió la puerta del rancho y se fue. Argentina
entendió que le había dado la señal. El 9 de julio, a las 10 de la
mañana, en su casa de adobe nació Angelito. Su padre le había hecho
una cunita en su carpintería. Entró al dormitorio donde yacía ella
junto al bebé y se la entregó. “Es para el Ángel”, le dijo.
Era un niño hermoso y lleno de vida. Bernabé dejaba a cada rato
la carpintería para ir a verlo. El cura Zanabria los felicitó, era su
hijo doceavo. Argentina le dijo que lo iba a llamar Ángel. El cura les
sugirió que le pusieran de primer nombre Miguel, como el Arcángel.
Miguel Ángel los protegería de los demonios. Les pareció muy buena
idea. El cura los quería mucho y siempre trataba de ayudarlos, y
llevarles comida y ropita para los niños. Una navidad les había traído
un chivito para que festejaran.

— 93 —
Los chicos pobres

Al mes hicieron la fiesta del bautismo. Cocinaron locro y


empanadas y sirvieron vino patero para todos. Vino un cantor
de Chilecito, que era conocido del cura. Los deleitó con zambas y
cuecas. Disfrutaron mucho.
Las cosas, sin embargo, no iban muy bien para la familia. La
pobreza los perseguía. Don Bernabé tenía dos hijos que lo ayudaban
en la carpintería, pero no ganaban lo suficiente. Eran muchas bocas
para alimentar. Argentina, que trabajaba sin descanso en su casa,
atendiendo a sus hijos, iba por las tardes a ayudar en la casa del doctor
Villagra, para ganarse unos pesos. Cuando salía, Bernabé llevaba
a Angelito a su taller y lo ponía en su cuna. Parecía que le alegraba
escuchar el canto de las garlopas. Le gustaba oler los perfumes de la
madera fresca.
El 24 de diciembre de ese año, Argentina y Bernabé se prepararon
para recibir la navidad. Apenas anocheció acostaron a los niños en
su cuarto, menos a Angelito, que dormía en su cuna junto a ellos.
Lo besaron y fueron a la cama. Al día siguiente todos se levantarían
temprano. Bernabé les había hecho juguetes a los niños en la carpintería
y esperaban la fiesta con alegría. La madre de Argentina había matado
un pavo e irían a comer a casa de ella. Se acostaron e hicieron el amor.
Poco después Argentina se durmió. A la madrugada tuvo una pesadilla
y se despertó boqueando. En su sueño se le había aparecido Evita. Su
cuerpo pequeño y su cabello rubio eran el de siempre, pero su rostro
estaba descarnado y sus ojos vacíos. Temió lo peor. Se levantó y fue a
abrazar a su hijo pequeño. Pensó que era un mal presagio. Su esposo
trató de tranquilizarla. Le dijo que confiara en Dios, él los cuidaría.
Nada malo le ocurrió a la familia. Tuvieron un fin de año normal. La
situación política de la provincia continuó siendo delicada. Se corrían
rumores. Gendarmería vigilaba la zona. Decían que podía haber
guerrilleros ocultos en las montañas, alguna columna desprendida de
las tropas del Che, que estaba en Bolivia. Creían que podía haber un
levantamiento popular en Tucumán y extenderse a todo el Noroeste.
Ese año el invierno prometía ser crudo. La temperatura bajó en
abril. En mayo hizo frío y viento. A fines de ese mes Angelito se empezó

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Alberto Julián Pérez

a sentir mal. Argentina se alarmó. Ya había cumplido 33 años y no


quería perder más hijos. Le costaba parirlos y criarlos. Cada uno era
carne de su carne. Lo llevó al Dr. Villagra, que lo revisó. No era nada
grave. Trabajaba en la casa del doctor, hacía la limpieza y el doctor le
atendía a sus hijos sin cobrarle.
En junio Angelito estaba inapetente. Reía mucho, como siempre,
con una sonrisa grande. Sus ojos eran oscuros, negros, como los de
su madre. Argentina le daba el pecho, tenía muy buena leche, y no
sabía bien qué le pasaba. El 23 de junio se despertó con fiebre. Su
madre le dio una aspirina y lo arropó bien. Por la noche empezó
a llorar. Cuando Argentina lo levantó de la cunita vio que tenía su
cuello rígido, no podía moverlo. Alarmada, se vistió y corrió a lo del
Dr. Villagra. Su esposo la siguió. El doctor se levantó para atender al
niño. Lo revisó y le dijo a la madre que su hijo estaba muy mal, tenía
meningitis. Argentina le pidió que lo salvara. Su hijo era un angelito
inocente. El doctor le dijo que estaba en manos de Dios. Su esposo
le rogó que no lo dejara así, le pidió que lo llevara a una clínica, él
le pagaría. El Dr. Villagra llamó a una ambulancia y se dispusieron
a trasladarlo a Chilecito. A la una de la mañana del 24 llegó la
ambulancia con una enfermera. Argentina tomó a su hijo en brazos
y se metió en la ambulancia, junto con su esposo. Era una noche
fría, de luna. El paisaje de la montaña se tornó espectral. Llegaron a
El Cachiyuyal y Angelito respiraba con dificultad. Al subir la cuesta
de Miranda, la madre se sintió mal. Detuvieron la ambulancia a un
costado del camino. Cuando la enfermera fue a ver al niño comprobó
que estaba muerto. Argentina rompió en un llanto desconsolado. Su
esposo la abrazó.
Lo velaron en su casa de adobe en el barrio de la Virgen de la Peña.
Los vecinos de la pequeña ciudad de Villa Unión llegaron para ver
al angelito. Su madre puso una silla sobre la mesa de la cocina y allí
colocó a su hijo vestidito. Apoyó sobre la silla una pequeña escalera.
Era la escalera que lo conduciría al cielo. Había muerto inocente.
Tenía garantizada la eternidad. Puso sobre la mesa crisantemos. Les
pedía a sus familiares y vecinos que se acercaran para ver al angelito.

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Los chicos pobres

Todos le decían que era muy hermoso, y que ya tenía otro ángel de la
guarda que la protegiera. El 25 lo enterraron en un pequeño féretro
que le hizo su padre, en el cementerio de Villa Unión, cerca de sus
otros hermanitos muertos. Colocaron una cruz con la inscripción:
“Miguel Ángel Gaitán, q.e.p.d. 9.7.1966 – 24.6.1967”.
La vida siguió su curso. Poco tiempo después asesinaron al Che
en Bolivia. La Gendarmería se tranquilizó y dejaron de patrullar la
zona. En las ciudades la Resistencia popular se hacía sentir. En 1969
los trabajadores de Rosario y Córdoba se rebelaron. Doña Argentina
se enteraba de lo que pasaba por la televisión, que veía a veces en la
casa del médico.
En 1970 Doña Argentina hizo celebrar una misa en Villa Unión en
recuerdo de sus hijos muertos. Ya le habían nacido dos más. En 1971
se le murió una niña y volvió a quedar embarazada. En 1972 tuvo a
su hijo número quince. Le pidió a Dios que no le llevara más hijos.
Tenía nueve niños vivos, y no quería que ninguno más se muriera.
Le rezó a su hijo Ángel. Siempre había sido especial para ella. Fue con
el único que se le apareció Evita. No olvidaba sus palabras. Ahora su
hijo estaba junto a la santa. Argentina escuchó que le habían restituido
el cadáver de Evita a Perón. Había sufrido un largo exilio. Su cuerpo
embalsamado estaba intacto. Doña Argentina se dijo que sería lindo
ver a su hijo Ángel otra vez. Recordaba las palabras de Evita: Ángel la
iba a proteger y ella misma la estaría cuidando desde el cielo.
Se hablaba de que Perón volvería al país. Argentina pensó que le
gustaría ir a Buenos Aires a ver al General alguna vez si regresaba.
Le contaría lo que Evita le había dicho en Villa Unión, y le diría
que se le aparecía en sueños por las noches. Pero estaba tan lejos de
Buenos Aires…sería difícil ir y era probable que no pudiera recibirla…
Finalmente anunciaron que Perón regresaría el 20 de junio de 1973.
En el mes de febrero hubo varios días de tormenta en el pueblo.
Era la temporada del viento Zonda. Llovía mucho, el cielo se cubría
de relámpagos. Doña Argentina tuvo una premonición. Esa noche no
pudo dormir. Sintió miedo. Algo especial iba a ocurrir. Finalmente, a la
mañana siguiente salió el sol. Hacía calor. Cerca del mediodía se apareció

— 96 —
Alberto Julián Pérez

en la casa Don Silverio. Era el encargado del cementerio. Dijo que se


había inundado una parte del cementerio y el cajoncito de uno de sus
hijos había aparecido a flor de tierra. Doña Argentina pensó que tenía
que ser el cajón de Angelito. Corrieron con su marido a verlo. Bernabé
levantó la tapa del cajón. Era Miguel Ángel. El bebé estaba intacto.
Parecía que el tiempo no hubiera pasado. Doña Argentina lo levantó y lo
tomó en sus brazos. Era como un muñeco. Lo besó. Pensó que también
Evita sería una muñeca. Le pidió a Don Silverio Vega que por favor le
construyera una bóveda de ladrillo, para que su angelito descansara en
paz. Don Silverio hizo la bóveda y todo volvió a la normalidad.
En el pueblo estaban todos pendientes del regreso de Perón. Ya no
estaba prohibido ser peronista. Ya no golpeaban ni encarcelaban a nadie
por gritar “¡Perón, Perón!”, o cantar la Marcha Peronista. Hasta se podía
tener un retrato de Perón y Evita en la casa. Se acercaba el 20 de junio,
el día del anunciado retorno. Doña Argentina estaba contenta. La noche
del 19 tuvo un sueño. Se presentó una figura amiga, conocida. Vio a
Evita sentada al borde de la tumba de su hijo. Estaba sonriente y abría la
bóveda. Saltaban los ladrillos y aparecía el cajoncito de Angelito. Evita
levantaba la tapa y tomaba al niño en sus brazos.
A mediodía apareció en su casa Don Silverio. Había pasado algo raro.
Durante la noche se había caído la pared de la bóveda de Ángel. El cajón
estaba abierto, tenía la tapa a un costado. El cuerpo del niño no había
sufrido daño. Le dijo que iba a avisar a la policía que en el pueblo había
vándalos. Doña Argentina le pidió que no dijera nada, que todo estaba
bien. Corrió al cementerio a ver a su hijo, lo tomó en sus brazos, lo acunó,
le cantó una canción que le había enseñado su madre. Desparramados
en el suelo estaban los ladrillos de la bóveda, como si alguien los hubiera
arrancado con la mano.
Esa noche escucharon que habían ocurrido graves disturbios en el
aeropuerto de Ezeiza poco antes de la llegada de Perón. Fueron a la casa
del cura para que les dejara ver el noticiero. Se habían agarrado a tiros
los Montoneros con la Guardia de Hierro. Apareció Perón en la pantalla
agitando los brazos y todos se sonrieron tranquilos. El General había
regresado al fin.

— 97 —
Los chicos pobres

Don Silverio reconstruyó la bóveda dos veces más y se volvió a


repetir la escena. El cajoncito amanecía fuera de la bóveda, sin su tapa,
el cuerpecito expuesto a la luz y al aire. Doña Argentina pensó que era
la voluntad de su hijo, que quería ver la luz. Con su familia se pusieron
de acuerdo en construir un cuarto, que se pareciera a la sala de una
casa, en el cementerio y poner el cajón de Ángel allí descubierto. El
cuerpo estaba perfecto, como si hubiera muerto ayer. “No está muerto”,
dijo la madre, “él vive”.
Levantaron la casita para Angelito. Y así llegó 1974. Al fines de junio
se enfermó el hijo más pequeño. Tenía fiebre. Al día siguiente amaneció
con el cuerpecito rígido. Doña Argentina recordó con horror lo que
le había pasado a Angelito. Corrió a lo del Dr. Villagra. El doctor lo
revisó y le dijo que poco se podía hacer, que se preparara para lo peor.
Tenía meningitis, como había tenido Angelito. Doña Argentina tomó
al niño y se fue al cementerio. Puso al niño frente al cuerpo intacto
del Angelito. Le dijo: “Hijo mío, te pido por la vida de tu hermanito,
sálvalo, no dejes que se muera. Te lo pido por mí y por Santa Evita”. El
rostro de Ángel estaba iluminado, como si estuviera vivo. “Te pido un
milagro”, repitió su madre.
Con su hijo enfermo en brazos, se dirigió hacia la puerta de la
rústica cripta de adobe. Salió del cementerio y se fue a su casa. Acostó
a su hijo, que no se movía, en la cunita que había sido de Ángel. Se
durmió en su cama a su lado.
Tiempo después, se despertó. Se dirigió, ansiosa, a la cuna de su
hijo. Temía que estuviera muerto. Al levantar el cuerpecito un llanto la
sorprendió. El niño estaba llorando. Lo besó, lo abrazó. Tenía hambre.
Comprendió que estaba curado. Le dio el pecho. El Angelito había
hecho el milagro. Le comunicó la buena nueva a su esposo, que no
salía de la admiración.
Esa noche, en su sueño, volvió a aparecer Evita. Esta vez estaba
sonriente. Parecía la Madona. Tenía en su regazo a un niño. Cuando
lo miró vio que era su hijo Ángel. “Te dije, Argentina, que te iba a
dar un Ángel de la Guarda que los cuidara: aquí está el Ángel”, le
dijo. “Anuncia la nueva al pueblo. Quiero que hasta el fin de tus

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Alberto Julián Pérez

días cuides su tumba y te encargues de atenderlo. Muchos vendrán


a verlo y hará milagros”.
Al día siguiente salió con su hijo más pequeño en brazos. Se
lo mostró a los vecinos. Les dijo que el Angelito había hecho el
milagro. Lo había salvado. Era un angelito milagroso. Se corrió la
voz en el pueblo. Esa tarde, cuando fue a visitar a Ángel, encontró
que junto a su tumba había juguetes. Alguien de Villa Unión había
estado allí y se los había dejado. Al rato llegó una señora con su
hijo de tres años, Pedrito. “Vengo a pedirle por mi hijo al angelito”,
le dijo a Doña Argentina. “Pídale”, dijo ella, y se fue. La señora
se quedó arrodillada frente al angelito, con su hijo tomado de la
mano.
Pocos días después una vecina vino a buscar a Doña Argentina.
Su hija de nueve años estaba enferma. Le había dado un ataque
raro y no podía caminar. Tenía fiebre. El médico le preguntó si la
habían vacunado. No tenía sensibilidad en las piernas. Podía ser
poliomielitis. Fueron las dos a la casa de la vecina y alzaron a la
niña. La llevaron al cementerio a la cripta de adobe donde yacía
el Angelito. Doña Argentina tomó a su hijo en sus brazos y se lo
acercó a la niña, que lo tocó con sus manitos.
“Angelito, Angelito milagroso”, dijo su madre, “te pido por
mi hija Evangelina. Déjala que camine, ayúdala, sálvala”. Doña
Argentina le dijo: “Pídaselo por Santa Evita”. “Angelito”, repitió la
señora, “te lo pido por Santa Evita”.
Le dijo a la niña que besara al angelito y se regresó a su casa con
su hija en brazos. A la mañana siguiente volvió a visitar a Doña
Argentina. Traía a su hija a su lado, caminando. La abrazó a Doña
Argentina. “¡Señora, señora, se hizo el milagro!”, le dijo. Se fueron
las tres al cementerio. Angelito estaba allí, con los ojos casi abiertos,
parecía que las estaba mirando. Doña Argentina le dijo a la niña
que lo levantara y lo tuviera en sus brazos.
El próximo día, 1º de julio de 1974, murió Perón. Doña Argentina
fue con su esposo a la Iglesia de Villa Unión a rezar. “Señor”, dijo,
“ahora están juntos. Pido por sus almas, que no se separen más.

— 99 —
Los chicos pobres

Tanto que los han torturado en vida al General y a Evita, dales paz
en la muerte.”
El día 2 volvió a visitar al angelito. Llevaba ropa de bebé. Le había
prometido a Evita que iba a cuidarlo. Al llegar vio que varias personas
de la pequeña ciudad la aguardaban frente a la cripta. Traían a sus
niños. Dijeron que venían a visitar al angelito y a pedirle por sus hijos.
Una niña depositó frente al féretro abierto una muñeca. Un niño le
puso un autito de juguete. Doña Argentina les pidió que la ayudaran a
cambiarlo. Una señora lo sostuvo mientras ella le quitaba la ropa. Tenía
su piel intacta, su cuerpecito fresco. “Es un milagro”, dijo la señora.
Doña Argentina le puso la ropita nueva, limpia. Su hijo quedó
precioso. Los visitantes se pusieron de rodillas ante el angelito
milagroso. La madre salió sin decir nada y los dejó rezando.

— 100 —
Alberto Julián Pérez

El Mesías de la Villa 31

Marcos Feinstein fue asesinado. Se encontró su cadáver en Barracas, en


un descampado, cerca de la Villa 21. Le pegaron un tiro en el corazón.
Antes de matarlo lo torturaron: presentaba marcas de quemaduras y
golpes en el cuerpo. Había desaparecido de la Villa 31 de Retiro hacía
más de una semana. Su novia, María Mendiguren, fue la que denunció
su desaparición.
Marcos vivía en la Villa 31 desde hacía más de un año. Se había
criado en Palermo, en una familia de clase media. Era drogadicto. Se
estaba sometiendo a un tratamiento para dejar la adicción.
Los vecinos de la villa miseria aseguran que curaba con palabras,
era un sanador. Acusan a una banda de la Villa 21 de Barracas del
asesinato. Según ellos, lo secuestraron y se lo llevaron allá para que
hiciera milagros. No se ha encontrado ninguna prueba fehaciente
aún que permita determinar lo que pasó. No han aparecido testigos
directos del secuestro. De seguir así no se sabrá la verdad y quedará
todo en el misterio.
Lo llamaban el mesías, el enviado, y, si bien era judío, lo consideran
un santo. Quieren construirle una capilla. Ya muerto, terminará
transformándose, probablemente, en un mito o en un santo popular.
Soy periodista y en mi trabajo me pidieron que reuniera información
sobre el caso. Lo que descubrí no cabía en una simple crónica policial.
Por eso decidí escribir un informe más detallado, desde la múltiple
perspectiva de sus actores. Entrevisté a las personas que lo conocieron y
lo trataron. Mi principal informante fue María, su novia, mujer de gran
sensibilidad y cultura, a pesar de su oficio, demonizado por la prensa
— 101 —
Los chicos pobres

amarilla. María está preparando una biografía de Marcos, a quien no


conocí en vida. Ella me describió detalladamente su personalidad y
me contó todo lo que había pasado. Basado en su testimonio escribí
su historia. Con el padre Armando Santander, cura de la villa miseria,
muy querido por los vecinos, hablamos sobre el judaísmo de Marcos y
sus presuntos milagros. Todos ellos me ayudaron a comprender mejor
este caso complejo.

Marcos, el Mesías

…Y me vine a vivir a la villa miseria. Al poco tiempo de llegar


me enamoré de una chica, María. Era muy linda, se vestía con ropas
buenas y me di cuenta en seguida a qué se dedicaba. No me ocultó la
verdad. Yo, al principio, me consideraba un piola porque andaba con
ella, pero después reconocí que estaba enamorado. No me gustaba que
trabajara de prostituta, pero me la aguantaba.
No es muy difícil explicar por qué me vine a vivir aquí. Me iba mal
en la universidad y abandoné la carrera de Letras. Mi viejo me pidió
que me fuera de casa. Mi vieja se había muerto cuando yo era chico,
de un cáncer, y mi padre cargó con la responsabilidad de criarnos. Me
había encontrado drogado muchas veces y no sabía qué hacer. Creo que
quería proteger a mi hermano menor, que me admiraba. Yo andaba
siempre sucio y no trabajaba. Le robaba cheques, le falsificaba la firma
y los cobraba. También compraba cosas con sus tarjetas de crédito. Mi
viejo me dijo que ya estaba grande, que hiciera mi vida fuera de casa,
que me buscara un trabajo. La casa ya no era lugar para mí. Me pidió
que lo entendiera y lo disculpara. Es un pequeño empresario, muy
moralista, y tenía vergüenza de su hijo. La colectividad me despreciaba,
los paisanos ni me hablaban. Todos ayudaban a sus padres en sus
negocios, lo único que les interesaba era el dinero. La verdad que no
me comprendían.
Me fui a vivir a una pensión y traté de dejar la droga. Yo amo la
literatura y me decía que el que ama la literatura no necesita drogarse.
La poesía es un estimulante poderoso. Me sometí a un tratamiento

— 102 —
Alberto Julián Pérez

para parar la adicción y, por un tiempo, dio resultado, pero después


volví a reincidir. Una vez que uno la probó es difícil dejarla. Nos
vence, es más fuerte que nosotros. Finalmente se me terminó el
dinero y tuve que salir de la pensión. Después de andar varios días
en la calle, terminé en la villa. Aquí es más fácil conseguir drogas y
sobrevivir.
Mi casilla no estaba lejos de la de María. En la villa miseria la
respetaban. Se llevaba bien con el jefe de una banda, el Cholo, y él la
protegía. Me dijo que la había defendido de un tipo que amenazaba
con matarla. Cada tanto se dejaba coger por él. Ella, como yo, había
estudiado en Filosofía y Letras. Fue estudiante de Antropología.
Amaba la literatura y el cine.
Me explicó que su trabajo no era difícil. Le desagradaba si el
cliente era gordo, o estaba sucio. Muchas veces le tocaban tipos que
estaban buenos y se la pasaba bárbaro. Se sentía bien viviendo en la
villa miseria. Yo también. Me sentía protegido. La villa miseria, al
principio, es un lugar intimidante, pero, una vez que estás adentro,
aprendés a manejarte y te sentís seguro. Si uno se quiere ocultar, aquí
nadie te encuentra. Es un laberinto y conocemos todos los pasadizos.
Es un mundo aparte, una ciudad dentro de la ciudad.
Los de la banda del Cholo se dedicaban a robar autos y los vendían
a los desarmaderos clandestinos de Villa Domínico. También
robaban en casas: electrodomésticos, computadoras, y claro, dinero,
pero ocasionalmente. Se especializaban en autos. Los villeros no se
metían con ellos y, a su modo, los protegían. En la villa miseria no se
admiten soplones. Aquí todos odian a la yuta.
Cuando los de la banda supieron que yo andaba con la flaca me
empezaron a fichar. Ella no me daba plata. Los de la banda sentían
envidia de nosotros porque veníamos del mundo de afuera y
teníamos algo que ellos no habían podido tener: educación. Muchos
fingían despreciarla, pero les hubiera gustado haberse educado. Yo y
la flaca éramos una especie de recurso intelectual. El Cholo, el jefe
de la banda, me dijo que él había dejado la escuela a los doce años, y
que no entendía cómo nosotros podíamos haber estudiado pasados

— 103 —
Los chicos pobres

los veinte. No lo imaginaba. Para él éramos como turistas en la villa


miseria. Nosotros nos sentíamos como espíritus viajeros o poetas
malditos.
Yo me adapté a vivir en la villa. La gente era solidaria. Los vecinos
sentían curiosidad y me preguntaban cosas. Se mostraban hospitalarios
a su modo. Me preguntaban por mi familia. Querían saber por qué
estaba ahí. Me convidaban con cerveza y algunos me invitaban con
mariguana. Me confiaban sus problemas, y me contaban cosas que les
pasaban. Algunas mujeres me consultaban cuando tenían problemas
con los hijos en la escuela. Creían en los demás. Uno no tenía que
demostrarles nada. No te juzgaban. Los domingos mis vecinas me
traían empanadas. Empanadas norteñas, con papa, picante y mucho
jugo. Una señora, cuando me veía muy mal, venía y me lavaba la ropa.
Un muchacho guitarrero me pidió algunas letras para sus canciones.
Yo compuse una que se hizo popular en la villa, “La masacre”, la
habrán escuchado. Hablaba de la vida de los pibes chorros. Un grupo
de cumbia después la popularizó. Eso bastó para que me admiraran.
Decidí empezar un taller de poesía. Primero hablé con el cura. Le pedí
que me dejara usar su casa, que estaba junto a la capilla, pero se negó.
Después hablé con las madres del comedor infantil. Les gustó la idea
y me dijeron que sí. Daba mis clases en su galpón los miércoles por
la tarde. Por supuesto que no cobraba nada, mi interés era ayudar a
la gente a entender y gozar la poesía. Para mí es el máximo tesoro de
nuestra cultura. Al principio venían muy pocos. Los hombres tenían
muchos prejuicios. Creían que la poesía era cosa de mujeres, o de
homosexuales. No querían participar. Decían que no la entendían.
Pero después la actitud cambió. Yo me senté con paciencia a trabajar
con ellos y, al tiempito, ya había grandes exégetas, que podían leer
a Vallejo y emocionarse. El libro favorito del taller era Los heraldos
negros. Muchos de los alumnos, que oscilaban entre los quince y los
veinticinco años de edad, se aprendieron poemas de memoria. Los
favoritos eran “Los heraldos negros”, “Dios”, “Ágape” y “Espergesia”.
Yo les enseñé a reconocer la voz presente en el poema. Un día uno
me preguntó cómo hacía el poeta para recibir esa voz. Yo le dije que

— 104 —
Alberto Julián Pérez

no se sabía, ese era el gran misterio de la poesía. Otro me preguntó


si él podía hacer algo para escuchar la voz. Pensaba que era poeta,
escribía, pero aún no había sentido una voz. Le dije que no se podía
hacer nada. El que no recibía la voz era un aprendiz de poeta, el
verdadero era el que la recibía. Esa voz venía de afuera, y era como la
voz de dios, una iluminación. Otro me preguntó si el poeta era como
un profeta. Yo le dije que casi. Después de un mes empezó a venir
al taller el Cholo, el jefe de la banda. Al principio pensé que venía
a espiarme, pero luego comprobé que le interesaba la poesía. Tenía
sensibilidad y leía muy bien. Su voz era grave y serena y transmitía
gran emoción.
No muy lejos de mi casilla, como a doscientos metros, vivía el
Padre Armando. Al lado de su casa estaba la capilla. Era relativamente
grande, podían entrar sesenta personas sentadas. El Padre Armando
había llegado allí hacía varios años. Era un cura villero. Los vecinos
lo querían. Muchos de los que iban a misa y comulgaban eran
malvivientes. El Padre sabía a qué se dedicaban, pero no los juzgaba.
Yo creo que prefería rezar y pedirle a dios por ellos. En un principio
desconfiaba de mí. Sabía que me drogaba y me había criado en una
familia pudiente. Después me fue conociendo y cambió su actitud.
Cuando empecé a curar gente, creyó que todo era una farsa. Yo
mismo no entendía lo que pasaba. Después se fue convenciendo de la
verdad y yo también.
La villa miseria era como un pueblo grande. Sus habitantes la
conocían bien por dentro. El mundo de afuera les parecía inclemente
y en la villa se sentían seguros. Yo venía de ese mundo de afuera,
moderno y pujante. Yo, el cura Armando, María Azucena, o María,
como la llamaban todos, éramos extranjeros en la villa. Éramos como
turistas pasando una temporada, o eso pensaban ellos. Los villeros
auténticos eran los pobres pobres. Muchos llegaban de los pueblos
del interior, y de los países limítrofes. Parecía las Naciones Unidas.
Había chilenos, peruanos, bolivianos, paraguayos. Uruguayos pocos,
se creían mejores que los demás y preferían vivir en las pensiones de
Constitución o San Telmo.

— 105 —
Los chicos pobres

Los otros foráneos que entraban a la villa miseria eran los políticos.
Se apoyaban en algún puntero para ir ganando influencia. Llegaban de
distintos partidos, pero a los que les iba mejor era a los peronistas. Los
pobres quisieron mucho a Perón y lucharon por su vuelta. Los viejos se
acordaban de él, y los jóvenes habían oído las historias de sus padres.
Los peronistas les consiguieron a algunos la escritura del terreno que
ocupaban. También pusieron plata para la ampliación de la capilla y el
equipamiento del dispensario médico. Ese dispensario le salvó la vida
a más de un muchacho. Aquí hay peleas serias a cada rato. La gente es
brava. La policía no entra. Nadie denuncia a otro cuando le roban o le
pegan. Se defiende como puede y se venga, sólo o con amigos. Heridas
de cuchillo o de bala es lo más común. En el dispensario los atienden y
no les hacen preguntas, siempre y cuando la riña haya ocurrido dentro
de la villa miseria. Cuando la persona fue herida afuera es otra cosa,
sobre todo si se trata de heridas de bala. Ahí los del dispensario tienen
obligación de dar parte a la policía. Casi nunca lo hacen, pero los que
pasan por esa situación raramente van allí.
Hay algunos punteros que tienen bastante influencia, y distribuyen
planes de comida. A los muchachos de la pesada los respetan. Tratan
de mantener buenas relaciones con todos y tenerlos de su parte. Cada
banda es como una pequeña empresa y le da de vivir a más de uno. El
Cholo, por ejemplo, siempre le tira unos pesos al padre para la capilla.
Cada vez que un robo va bien, le hace un buen regalo de dinero al curita.
Este lo usa en el comedor de la villa miseria, que manejan las madres.
Hay muchos pibes huérfanos. Así que entre todos nos arreglamos. De
afuera recibimos poco. Si no robaran les iría mucho peor a los otros. El
robo viene a ser como un impuesto. Como un impuesto de los pobres
a los ricos.
Todos los días por la tarde los chicos y los no tan chicos juegan al
fútbol en el potrero de la villa. Muchos sueñan con salir de aquí a algún
club grande. A veces vienen representantes de los clubes, a ver si ven a
algún pibe interesante, con promesa. Los punteros de la villa miseria
crearon una timba alrededor de los partidos de los sábados. Corre
bastante plata y el equipo tiene un buen director técnico. Se juega a

— 106 —
Alberto Julián Pérez

las tres de la tarde. Siempre hay algún equipo de otra villa miseria que
nos desafía, y se apuesta. Sé que muchos se juegan bastante dinero, y el
que no paga, la liga. Hubo muchas peleas por culpas de estas apuestas.
También amenazan a los jugadores. Tienen que cumplir, y defender el
nombre de la villa. Si ganan les dan plata. Aquí hay que bancársela y
ninguno es inocente. Aprendemos a defendernos. Sobrevivimos como
podemos.
En la villa miseria la mayoría de la gente trabaja. Son peones,
albañiles, sirvientas, vendedores callejeros, ayudantes de cocina,
hacen de todo, mucho trabajo manual, mal pago. Por eso hay tanta
pobreza. Aquí viven muchos miles de personas. Trabajan salteado,
hacen changas, se las rebuscan. Las que más trabajan son las mujeres.
Hay señoras con muchos hijos, y no les alcanza para mantenerlos.
Siempre alguien las ayuda. Tratamos de que nadie pase hambre.
A la gente le gusta escuchar historias policiales. Por la noche, cuando
se juntan en los bares de la villa miseria a tomar cerveza, los más bravos
cuentan sus hazañas. Yo he escuchado muchas aventuras interesantes.
Alguna vez las voy a escribir. Las mujeres cuentan historias de amor
muy lindas. En la villa hay una mayoría de gente joven. Muchos niños.
Los callejones están muy sucios, la gente tira basura, pero uno se
adapta. Yo estoy bastante contento. ¿Qué voy a hacer, volver a Palermo,
rogarle a mi viejo que me perdone y me permita ser un buen burgués
arrogante? Imaginate, soy judío, la colectividad se reiría de mí y harían
una campaña para internarme en una clínica de enfermos mentales.
Yo siempre quise ayudar a los demás, salvar a alguien. Tengo complejo
de mesías.
Mis padres eran personas cultas. De chico yo me pasaba las tardes
en la biblioteca y faltaba bastante a la escuela. Me gustaba leer. Siempre
he leído mucho. Aquí en la villa miseria los libros se humedecen y
se arruinan. Yo tengo un lector electrónico donde guardo cientos
de libros que pirateo de internet. Tengo de todo y en varias lenguas,
porque leo bien el inglés y el francés. El inglés me lo enseñó un tutor
que me puso mi viejo, un americano de Boston. El francés lo aprendí
por mi cuenta, leyendo y viendo películas francesas en video.

— 107 —
Los chicos pobres

La Villa 31 ha progresado bastante. Ahora tenemos estación


de radio y un pequeño periódico. A mí los chicos siempre me
entrevistan, recito alguna poesía, a veces les leo cosas que escribo.
Me piden opiniones de política, pero de eso no hablo mucho. Lo mío
es la literatura. La literatura del dolor. Para mí es la más auténtica.
La otra me gusta menos. Me parece falsa. La verdadera literatura
no puede alimentarse de la felicidad. La felicidad es un sentimiento
superficial. De aquí algún día saldrá un Baudelaire o un Rimbaud,
hay mucho talento en bruto por cultivar. Yo con mi taller ayudo.
Tenés que ver como analizan la poesía de Vallejo.
En mis clases de poesía leíamos el poema “Dios”, que comienza:
“Siento a dios que camina tan en mí …”. Vallejo dice que va
caminando por la playa y siente la presencia de Jesús a su lado. Jesús
está triste, sufre “un dulce desdén de enamorado” y por eso, cree el
poeta, “debe dolerle mucho el corazón”. Cuando llegábamos a esa
parte del poema alguno de mis estudiantes siempre se emocionaba,
y se le saltaban las lágrimas. Les llamaba la atención que el poeta
hablara con dios. Empezaron a ver la clase de poesía como una
clase de religión. Yo se lo conté a María, mi amiga, y ella se quedó
intrigada.
Desde que vine a vivir a la villa miseria traté de curarme y
luchar contra la adicción. En el dispensario de la villa me daban
pastillas de metadona para que fuera dejando de a poco las drogas.
Quería ponerme bien y no terminar internado o muerto. Un grupo
de guachos que se drogaban con cualquier cosa me venía a buscar,
pero yo evitaba salir con ellos. Había días que empezaba a temblar
porque no tenía nada para inyectarme, pero me la aguantaba. Mi
relación con María empezó a ir cada vez mejor. Hacíamos el amor
a la hora de la siesta. Ella se acostaba tarde por la noche y nunca
se levantaba antes del mediodía. Yo trataba de no mostrar celos.
No le preguntaba nada sobre su trabajo nocturno. Creo que me
enamoré de ella porque hacía bien el amor, e imaginaba que me
quería. Probablemente le gustaba, pero reconozco que María no
es de las que se enamoran fácilmente de nadie. Es una mujer poco

— 108 —
Alberto Julián Pérez

sentimental, aunque protectora y buena amiga. Me cuidaba. Tenía


más dinero que yo, y me regaló una remera Lacoste celeste que me
envidiaban y otras cosas lindas.
Un día le pegaron un tiro en el estómago a uno de la banda del
Cholo. Era un muchacho flaco y alto, le decían el Lombriz. Me vinieron
a buscar para que los ayudara. Les dije que había que llevarlo a un
hospital para que lo operaran o se moriría. Era grave y en el dispensario
de la villa no tenían los medios para tratar un caso así. No querían ir
a un hospital, en el hospital llamarían a la policía y lo entregarían. Les
sugerí hablar con el cura a ver qué se le ocurría. No les gustó la idea.
En el tiroteo habían herido a un cana y los buscarían. La situación era
desesperada. Yo me acordé de mi primo Sergio, que vive en Belgrano.
Es médico, y el Cholo me dijo que lo llamara. Mi primo se sorprendió
al escuchar mi voz. Le dije que tenía que verlo por algo muy delicado.
A regañadientes aceptó. Fuimos con el herido a su consultorio. Mi
primo es ginecólogo y se asustó al ver a los de la banda. Tenían una
apariencia bastante siniestra. Le dije que no había tiempo que perder,
estábamos jugados. Mi primo hizo poner al herido en una camilla.
Había que sacarle la bala. Necesitaba operar. No podía hacerlo solo.
Hacía falta un anestesista. Ellos se negaron a llamar a nadie. El Cholo
le dijo que lo operara ahí mismo, como pudiera. Sergio, viendo que no
había otra opción, se resignó y se preparó para sacarle la bala. Le trajo
al herido un vaso con coñac y le pidió que se lo bebiera para relajarse.
Después le metió un pañuelo en la boca y le dijo que lo mordiera. Entre
todos lo agarramos y lo sostuvimos para que no se moviera. Cuando
Sergio tocó la zona de la herida se retorció de dolor. Mi primo hizo una
incisión donde había entrado el proyectil, introdujo una pinza como
si nada y empezó a hurgar. El herido se desmayó. Logró localizar la
bala y la sacó. Nos miramos aliviados. Vendó la herida con cuidado.
Todo no duró más de quince minutos. Estaba orgulloso de mi
primo. El muchacho había perdido bastante sangre. El corazón había
aguantado bien, gracias a dios. Mi primo me dijo que estaba muy débil
y podía sobrevenirle una infección. Teníamos que darle antibióticos y
cambiarle el vendaje diariamente, a ver si se salvaba.

— 109 —
Los chicos pobres

Lo llevamos de vuelta a la villa miseria. Volaba de fiebre. El Cholo


y sus hombres lo escondieron en una casilla. Estuvo varios días
delirando. Trataban de alimentarlo con caldo y pollo, pero vomitaba.
Yo ayudaba y pasaba todos los días a cambiarle las vendas. Tenía miedo
de lo que pudiera pasarme si se moría. Finalmente mejoró y se salvó y
me quedé tranquilo.
Seguí con mi taller de poesía los días miércoles. Tenía varios
estudiantes. Dos semanas después apareció en el taller el herido. Se
lo veía débil aún. Ese día hablamos del poema “Dios” de Vallejo. Al
final de la clase el Lombriz se acercó a mí, se arrodilló y me pidió
que le diera la bendición. Le dije que me alegraba verlo bien, pero yo
realmente no había hecho mucho por él, sólo había ayudado, era mi
primo el que lo había salvado. No entendió razones, estaba alterado,
tenía fiebre y le hice caso. Puse mi mano sobre su frente y lo bendije en
nombre de dios. Sentía miedo y lo que menos quería era discutir con
él. El Cholo y sus hombres son peligrosos.
Dos días después vi que en la puerta de mi casilla habían depositado
un ramo de flores blancas. Le pregunté a María si sabía quién había
sido, me dijo que no. En la próxima clase de poesía vi que tenía una
estudiante nueva. Era una señora morena, aindiada, de más de cuarenta
años. Al final de la clase se arrodilló ante mí y me dijo que era la madre
del Lombriz. Aseguró que yo había curado a su hijo, le había salvado
la vida. Le dije que había tratado de ayudar aunque no era médico. La
mujer me dijo que era un santo, y me pidió que la bendijera. Yo le dije
que no podía, no era católico. Igual que su hijo antes, la mujer no se
movía, seguía arrodillada. Finalmente accedí y la bendije en nombre
del padre.
Me estaban haciendo fama de sanador. El cura, que fue el primero
que se dio cuenta de lo que pasaba, reaccionó mal. Les pidió a sus fieles
que no vinieran a mi taller de poesía ni me visitaran, les dijo que yo
no tenía nada que ver con Cristo. Desconfiaba de mí porque sabía que
era judío.
A una vecina se le enfermó un bebé de un año. Vivía casilla por
medio con la nuestra. Siempre hablaba con María, a su modo eran

— 110 —
Alberto Julián Pérez

amigas. La mujer llevó al bebé, que tenía mucha fiebre y diarrea, al


dispensario médico de la villa miseria, y después, por recomendación
de la enfermera, fue al Hospital Argerich de La Boca. El chico
presentaba una enfermedad extraña, los médicos no sabían bien qué
era. La madre pensó que su hijo se le moría. Desesperada se lo dijo a
las vecinas, y le pidió al padre de la criatura que por favor hiciera algo.
El hombre, un albañil paraguayo, no sabía a quién recurrir. Me vino
a hablar a mí. Y yo ¿qué podía hacer? De medicina no sé nada, lo mío
es la literatura, la poesía. El albañil estaba muy nervioso y me pidió
que le rezara. Le dije que sí, que le iba a rezar. Quería calmarlo. Al
día siguiente volvió y me dijo que por qué no le había ido a rezar. Yo
no le entendí bien, le aseguré que había rezado y había pedido por su
hijo, pero el hombre deseaba que yo fuera a su casilla y rezara allí. Yo
le dije que pidiera ayuda a otro, yo no podía hacer más. El hombre fue
y se lo dijo a la mujer, y esta a las vecinas, y al rato vinieron todas las
mujeres a gritar enfrente de mi casilla. Prácticamente me arrastraron.
Me llevaron ante la cuna del bebé, que no se movía y estaba muy
pálido. Yo me arrodillé e improvisé una plegaria, le toqué la frente y
le pedí a dios que le diera salud, lo curara y le dejara la vida. ¡Pido por
su vida!, empecé a gritar, y las mujeres se arrodillaron detrás de mí y
empezaron a gritar a coro.
Fue algo bastante impresionante. Sé que el cura se enteró después
y no me extrañaría que me denunciara como un farsante que trata
de curar sin estar habilitado. Las mujeres gritaban cada vez más.
En medio de esa algarabía el nene abrió los ojos y nos miró con sus
ojitos afiebrados. No sé cómo, pero al otro día el bebé se despertó
bien, parecía que ya no tenía fiebre y empezó a comer. También se
le detuvo la diarrea. Por la tarde empezaron a llegar mujeres frente a
mi puerta, se arrodillaban y encendieron velas. Yo no quería salir, no
sabía qué decirles, y me daba miedo que se produjera un incendio y
nos muriéramos todos quemados. Las mujeres dejaban las velas sobre
el barro del callejón. Se quedaron a rezar, algunas apenas si movían
los labios y otras decían en voz alta el padre nuestro. Al otro día había
pasado todo. Recogí las velas a medio consumir que habían quedado

— 111 —
Los chicos pobres

tiradas enfrente de la casilla. Me habían dejado cosas de regalo: latas


de comida, botellas de cerveza y otros comestibles.
Esa noche me vino a hablar el cura, me dijo que me estaba burlando
de su religión, que yo era judío y me hacía pasar por cristiano. Le
expliqué que lo que ocurrió no era culpa mía, no había sido mi
voluntad, me habían obligado a ir a la casilla donde estaba el chico
enfermo. No había invocado al dios cristiano, sólo había pedido en
voz alta por la vida del bebé. Me dijo que me cuidara, y me preguntó
qué hacía un judío viviendo en la villa, seguro que yo tenía parientes
en buena posición y con dinero. Le respondí que había tenido un
problemita y mi estadía allí era temporal. Al final me entendió. Se
dio cuenta que yo no tenía malas intenciones. Cambió su actitud, y al
tiempo casi nos hicimos amigos. Quería realmente a los pobres, era
un cura villero. Me dijo que en Argentina nadie entendía al pueblo,
excepto algunos peronistas, y que el pueblo estaba en la villa miseria.
- El único que se compadeció de los pobres fue Perón - me dijo -
Algo tenía de santo ese hombre.
Yo asentí, simpatizaba con el viejo. Había leído La hora de los
pueblos, me parecía un muy buen ensayo. Le dije que Perón escribía
bien. El cura me dio la razón y dijo que casi nadie lo leía, que los
supuestos intelectuales ni siquiera sabían que las obras completas de
Perón tenían 35 tomos.
- En este país lo que falta es justicia - dijo.
Durante varios días me dejaron tranquilo, pero a la semana
siguiente se enfermó otro chico y, como los villeros no les tienen
confianza a los del ambulatorio y en el hospital hacen poco y nada
por ellos, otra vez me vinieron a buscar. No era nada grave, sólo
tenía un poco de fiebre. Los vecinos creían que yo podía interceder
ante dios y ayudar a que los escuchara y les concediera favores. Una
señora me dijo que yo era como un santo. Le respondí que era judío
y mi religión no aceptaba la santidad. En todo caso podía ser un
profeta.
- ¿Un profeta? - preguntó la mujer.
- Sí, alguien que anuncia el futuro - respondí.

— 112 —
Alberto Julián Pérez

- Como un mesías - dijo ella.


- Más o menos - respondí yo.
El chico se puso bien en pocos días. Otra vez aparecieron las velas
frente a mi casilla y me empezaron a llamar “el mesías”.
Después le tocó al hijo del Cholo: se enfermó y casi se muere.
La madre no confiaba en mí y no quería que viera a su hijo, pero el
Cholo me lo trajo igual. Recé por él y el pibe se salvó. Después de eso
empezó a llegar cada vez más gente. Un día me trajeron a un señor
que no caminaba y que, según decían, era paralítico. El señor se fue
caminando y se corrió la voz que yo lo había sanado. Muchos querían
darme dinero, pero yo no lo aceptaba. Venían también de otras villas
miserias, mi fama se iba extendiendo. La gente empezó a ponerse
exigente. Creían que era infalible. Empecé a sentir un poco de miedo,
recibí varias amenazas. Me decían que si el enfermo no se curaba yo la
iba a pagar. Pensaban que yo tenía un poder, y en algún momento lo
iba a usar contra ellos.
Traté de convencer a María de que nos fuéramos de la Villa. Yo
quería que ella dejara su vida de prostituta, temía que se contagiara de
sida. Le dije que podíamos empezar juntos en otro lado. Pero ella se
resistía. Decía que yo en la villa miseria tenía una misión que cumplir.
Yo había recibido un don de dios. Era verdad que sanaba. Yo nunca lo
pedí, ni me sentía con méritos. Si dios me dio esa facultad, es porque
él me escogió. ¿Y qué dios, el judío o el cristiano? Para mí no hay
diferencia, dios es uno solo, pero la gente de la villa miseria es cristiana
y tenía una fe impresionante…

María, la novia

Marcos para mí era un genio. Lo admiraba. Yo andaba mal,


hundida, tenía que sobrevivir trabajando de prostituta. Llegué a esa
situación como tantas otras minas en Buenos Aires. Por amor. Me
enganché con un chabón que estaba metido en la falopa. Uno la prueba
y después cagó. No hay manera de pagarla, hacía la calle y ni así.
Marcos me ayudó, para mí fue providencial y yo se lo agradezco a dios.

— 113 —
Los chicos pobres

Encontrarlo fue lo más grande de mi vida. No me enamoré de él como


una mujer se enamora de un hombre. Fue algo distinto. Yo no había
sido una persona religiosa hasta que lo conocí a él. El sufrimiento me
hizo entender la fe. Los pibes de la universidad se burlan de la religión.
Es que somos hijos de la enciclopedia: Voltaire, Rousseau y Diderot
están vivos en los pasillos de Filosofía y Letras. Igual que Marx, que
no entendía nada del mundo del espíritu, de la locura de los poetas y
de los amantes. Cuando una sale a la calle le pasan cosas, y cuando
hace la calle ni te cuento. Ahí la razón no sirve para nada, ahí entendés
que el ser humano está hecho de impulsos y de instintos. La razón
te enseña a separar a la gente en categorías, y eso no sirve para vivir.
Vivir es nadar en la tormenta, mantenerte a flote como sea. Para vivir
hace falta…vida, no razón. Como dirían en la villa, hacen falta huevos.
Coraje, ganas de vivir. En suma, amor. Se reirán porque yo pronuncio
esta palabra. Pero todas las putas que conozco buscan una sola cosa:
amor. Hacen la calle porque no tienen trabajo y la calle paga bastante
bien. Tienen hijos, madres ancianas y les falta un hombre trabajador.
La mayoría de ellas llegaron ahí por falta de amor, son mujeres que
se sienten mal, una porquería y creen que un día alguien va a venir a
rescatarlas de la inmundicia… Casi nunca lo encuentran… Yo, que
soy más afortunada que muchas (tengo a Marcos), empecé a buscar la
salvación en dios… Algunos se reirán…pero me van a entender el día
que anden en la falopa…y se sientan cada vez más hundidos, dentro
de un pozo sin fondo, que te va chupando poco a poco. Sentís que vas
a ahogarte en un agua espesa … y vos querés… ¡vivir! Vivir, ésa es la
piedra de toque, el resto son pavadas, boludeces.
Yo estudié antropología porque me gustaba la gente rara. Desde
piba me interesó viajar. Leía libros de geografía y de viajeros que habían
visitado países de Asia y del África negra. Una vez fui con mi viejo
a Jujuy y eso me cambió la vida. Nos quedamos en Tilcara. Mi viejo
conocía a un filósofo que vivía allí. Era un tipo de lo más original, hijo de
alemanes. Había sido discípulo de Kusch. Le gustaba Heidegger y creía
en la poesía y el espíritu. Yo era una adolescente, y no entendía qué podía
hacer ese hombre en ese pueblo perdido en la Quebrada de Humahuaca.

— 114 —
Alberto Julián Pérez

El paisaje me fascinó y la gente me parecía salida del paisaje. Había una


correspondencia evidente entre la tierra y la gente. Nunca había sentido
algo así antes. De ahí en más empecé a interesarme en lo telúrico, en el
espíritu de la tierra. Sentí que en nosotros estaba presente la tierra, el
paisaje. Los pobres dejaron de darme miedo.
Mi viejo es profesor en la universidad, enseña historia, y los
historiadores siempre están tratando de averiguar lo que pasó. A mí
me interesaba más bien interpretar cómo era la gente, sus sentimientos.
Empecé, a los quince años, a leer libros de antropología. Después entré
en Filosofía y Letras. En la universidad conocí a Héctor, que para mí
era un dios. Era un tipo muy melancólico, y me fascinaba. Se deprimía
y empezaba a tomar pastillas. Cuando las pastillas ya no le hacían nada
se inyectaba, y yo, que lo amaba, hacía todo lo que hacía él. Así nos
hundimos los dos. Yo iba a los bares a levantar tipos para sacar algo
de plata y poder comprar drogas. Era un círculo sin salida. Un día los
padres lo encontraron muerto en su cuarto. Se inyectó de más y tuvo un
paro cardíaco.
Yo me fui de mi casa y me perdí en el mundo de las drogas. Entré a
trabajar tres días por semana en un prostíbulo de la calle Esmeralda. El
resto de la semana estudiaba. Después empecé a trabajar cinco días y dejé
la universidad. En el prostíbulo tenía varias amigas, muy interesantes.
Muchachas del interior, del Uruguay, de Paraguay. Todas muy lindas.
Una de ellas vivía en la 31 y vine a vivir con ella aquí, era cómodo y
céntrico. En la villa era fácil conseguir drogas y me la daban de fiado
cuando no tenía para pagar. Ella después de varios meses se volvió a
Paraguay. Yo la extrañé, me estaba enseñando guaraní.
A los pocos meses llegó Marcos. Era un tipo simpático. No me
resultaba atractivo, pero yo a él sí. Le gustaban las putas. Tenía problemas
para coger. Era solitario y muy tímido. Creo que le daba miedo la gente.
Leía mucho, sobre todo poesía. Le gustaba también el ensayo. Nunca
lo vi leyendo novelas. Su espiritualidad era increíble. Para él la poesía
era como el pan de cada día. La respiraba. Me dijo que era judío y su
papá era muy estricto, y lo había echado de su casa cuando descubrió su
adicción a las drogas. Había estudiado Letras.

— 115 —
Los chicos pobres

Éramos dos almas gemelas. Al principio, creíamos que estábamos


en la villa miseria por un tiempo, unas vacaciones prolongadas, y que
después volveríamos a nuestros barrios y a nuestra buena vida…cuando
estuviéramos bien…pero eso no pasó. Es difícil salir de la villa. No se
puede volver al pasado. Nos fuimos hundiendo y perdimos la voluntad.
En la villa miseria nos sentíamos seguros, nadie nos juzgaba y hasta nos
tenían admiración.
Cuando me vine a vivir aquí me molestaba la suciedad de los
callejones, el barro cuando llueve, pero me la aguantaba. Después me
fui interesando cada vez más en la gente y hasta pensé en escribir un
libro sobre la villa miseria y sus habitantes. Los porteños de clase media
no los conocen, los deprecian, los demonizan, los consideran bárbaros.
Ellos son peores que los villeros, con sus prejuicios y su egoísmo. Sentí
que se estaba repitiendo la vieja historia del siglo diecinueve, cuando los
jóvenes liberales acusaban a los gauchos, a quienes Rosas protegía, de
ser criminales y bárbaros. Después, durante los gobiernos liberales de
Mitre y Sarmiento, los políticos y la policía corrupta perseguían a los
gauchos, que, como Martín Fierro, se iban a refugiar con los indios. No
les quedaba otra. Eran carne barata. Ya habían dado al país todo lo que
éste necesitaba: peones rurales y brazos para la guerra. Para el trabajo ya
no les hacían falta. Trajeron extranjeros a cultivar la tierra. Los echaban
de sus campos como si fueran perros. Les robaban lo poco que tenían,
les destruían las familias. Ni hijos les dejaron.
Yo me fui convirtiendo a la “barbarie”, como las chinas gauchas y las
cautivas. Sentía cada vez más que esta gente era auténtica y nuestra clase
media era cipaya, extranjera. No entendían a los pobres, no los querían
entender, porque se creían superiores. Nosotros nos escondíamos en la
villa miseria porque la sociedad mercantil en la que nos habíamos criado
nos despreciaba, por diferentes, por inadaptados, y ya no teníamos
lugar en ella. Nos escapábamos de la vulgaridad de la clase media,
descansábamos del peso de haber sido criados para repetir la historia de
nuestros padres, y de aquellos que se habían vuelto nuestros enemigos.
Marcos andaba casi siempre drogado y no se daba cuenta de lo que
pasaba alrededor suyo. Había leído mucho, la literatura era su mundo,

— 116 —
Alberto Julián Pérez

no diferenciaba bien la fantasía de la realidad. Él me decía que todos los


poetas estaban un poco locos. Escuchaba voces que le hablaban. Yo le
preguntaba de qué le hablaban, y él me decía que le hablaban de dios.
- ¿Cómo a Vallejo, el poeta? - le pregunté.
- Como a Vallejo - me contestó.
Una vez me contó un sueño que me impresionó mucho. Se le apareció
un hombre joven y risueño que lo miraba con simpatía. Mientras
le hablaba sacó un cuchillo, y con la punta del cuchillo se empezó a
hacer cortes en su mano izquierda. Se hacía cortes prolijos, de forma
geométrica y un centímetro de profundidad. Ponía mucha atención y
cuidado. Parecía no sentir dolor, como si se tratara de la mano de otro.
Marcos lo observó y vio que tenía varias cicatrices en las manos, las
muñecas y la cara, de otros cortes que se había hecho antes. El hombre
estaba calmo y lo miraba sonriendo. Marcos, asustado, le preguntó por
qué se hacía eso. El otro respondió, sin darle mucha importancia, que
era “déjà vu”. Marcos no lo entendió. Le preguntó de nuevo y el otro
repitió la misma frase, siempre sonriendo. Ese fue el final del sueño.
Tratamos de interpretarlo. Marcos hablaba bien el francés. “Déjà vu”
significaba que estaba viendo algo que ya había pasado antes, se trataba
de la repetición de una experiencia anterior. Le dije que la escena que
aparecía en el sueño para mí era una escena de castración. Él estuvo
de acuerdo. Era judío y en su religión el ingreso del niño en la familia
dependía de la castración ritual. Marcos, simbólicamente, había sido
expulsado de su comunidad por su padre, que le pidió que se fuera de
su casa. Sentía culpa y por eso su angustia de castración. Yo creo que
él trató de fundar otra comunidad, fuertemente espiritual, en la villa
miseria, para compensar esa pérdida. Esta nueva sociedad se reunía
alrededor de la poesía. Su libro sagrado era Los heraldos negros. El
sujeto central de ese libro es la relación del ser humano, condenado a
sufrir, con su dios.
No sé donde Marcos esté ahora, en algún lugar en el cielo, lo más
probable es que vele por nosotros, porque nos amaba. Espero que
construyamos pronto la capilla, para que podamos rezarle y tenerlo
siempre aquí presente. A través de Vallejo, Marcos se acercó a Cristo.

— 117 —
Los chicos pobres

Yo conversé esto con el cura, y él también lo cree. Me dijo que Marcos


había entendido el mensaje de Cristo y sabía que era el verdadero dios.
Yo he estudiado mucho las culturas del noroeste, ellos identifican a
dios con la tierra. En la villa miseria igualmente triunfa la tierra con
su gente. Para muchos la villa es la barbarie, pero yo creo que es una
Argentina que contiene su propia verdad. La clase media no puede
entenderla porque es egoísta y no siente caridad. Por eso estigmatiza a
los villeros. Nos han condenado a vivir así. Y si dios mandó a Marcos
para que enseñe y cure, es porque nos amaba y buscaba liberarnos de
nuestra esclavitud.
Yo me quedé a vivir aquí porque me sentí bien entre los pobres. Soy
una rebelde, siempre lo fui, y Marcos también. Pero él sufría más que
yo, entiendo por qué, sufría por los otros. Por eso le gustaba Vallejo, que
es el poeta del dolor. Cristo era un rebelde, que criticó a los sacerdotes
corruptos y a los mercaderes de las sinagogas. Yo soy anticapitalista, y
no creo en la familia, prefiero ganarme la vida como prostituta, es lo
más sincero y honesto que puedo hacer. La familia es una institución
morbosa, esclaviza a los hombres. Ellos vienen a mí para sentirse
reconocidos. Vienen humillados. Yo los escucho.
¿Fue Marcos un santón? Sí, lo fue, porque lo elevó el pueblo. No bajó
de los altares, subió a ellos de la mano del pueblo de la villa miseria. Son
los villeros los que lo bautizaron con su agradecimiento. Son ellos los
que lo reconocieron. Dios lo eligió a él para hacer milagros. Yo, antes
de conocerlo, era una drogadicta autodestructiva que una vez se había
paseado por los pasillos de Filosofía y Letras. Después que él llegó a la
villa empecé a pensar en dios seriamente. Dios no ha muerto: se equivocó
Nietzsche, y también Marx. Al pueblo lo drogan, lo envenenan, pero la
religión no tiene la culpa. Lo envenenan de odio los que lo explotan,
los que lo obligan a vivir de manera subhumana. Por eso vino Perón, él
único político argentino que supo pensar el problema de la barbarie en
el mundo actual. De no haber sido por Perón, en este país hubiéramos
tenido una guerra civil. Es el único que supo acercarse al pueblo.
Cuando él llegó había dos argentinas: las masas pobres y la oligarquía.
La clase media era una clienta de la oligarquía. Él nos enseñó a pensar en

— 118 —
Alberto Julián Pérez

el pueblo. El populismo está salvando a Latinoamérica. Yo en el fondo


vine a la villa miseria para humanizarme, hastiada de la clase media
y la familia fascista. No quise reproducirla. Prefiero ser puta, rebelde e
independiente. ¿Los villeros? Son mis iguales, vamos a salvarnos juntos.

Cholo, el ladrón

Cuando Marcos llegó a la Villa 31 todos se reían de él. Era un tipo


flaco, pálido, de nariz ganchuda. Se lo veía cobarde, apocado, sin
ánimo para nada. Muchos lo miraban mal para provocarlo, querían
demostrarle que eran superiores a él y se hacía el desentendido. No
sabíamos por qué había venido a la villa miseria. Pensamos que era
un infiltrado de la policía, pero después vimos que se drogaba y
comprendimos que no era cana. Entraba y salía de la Villa y andaba
siempre con un libro en la mano. En un primer momento pensamos
que era puto. Una vez un muchacho de mi banda lo paró y le preguntó
que qué libro llevaba. En la villa miseria el único libro que tienen los
adultos es la Biblia, o algún libro que les pasó el cura. Dijo que era
un libro de poesía y empezó a recitar un poema. Nos reímos de él,
pensamos que estaba loco. Después anunció que iba a dar un taller de
poesía. ¿Quién iba a asistir a un taller de poesía en la villa miseria? En
un principio fueron una o dos mujeres. Les gustó y hablaron bien de
él. Invitaron a sus maridos para que las acompañaran. En seguida se
popularizó. Tuvo tanto éxito que se le llenó de gente y hasta yo fui un
día, llevado por la curiosidad, y a mí nadie me puede tratar de flojo
o de cobarde: soy el jefe de una banda reconocida y no le temo a la
muerte, me la jugué muchas veces. Es que teníamos muchos prejuicios
contra la poesía, creíamos que era cosa de maricas y mujeres. Yo nunca
había leído poesía. A mí me gustaba la cumbia villera, que habla de las
luchas de nuestra gente. Aquí todos odiamos a la yuta, no hay quien no
tenga algún pariente muerto por la policía o preso, ellos son nuestros
enemigos.
La primera vez que fui al taller pensaba que nos iba a dar una
charla sobre algún poeta argentino y en lugar de eso se la pasó todo

— 119 —
Los chicos pobres

el tiempo hablando sobre la voz, y dijo que el poeta escuchaba voces,


y que nosotros cuando leíamos poesía teníamos que sentir esa voz en
el poema. A mí me hizo levantar y pasar al centro de la clase, y me
pidió que leyera un poema de un libro que me entregó. Me dio una
vergüenza bárbara, yo soy el jefe, ¿qué hacía ahí entre mujeres leyendo
en voz alta? A Marcos le gustó mi voz, y dijo que leyera pausadamente,
era un poema de Vallejo que después me aprendí de memoria, “Los
heraldos negros”. Lo leí una vez y me preguntó si escuchaba la voz, si
entendía de qué hablaba el poeta cuando decía “hay golpes en la vida,
tan fuertes, yo no sé…”. Yo le dije que sí, que lo entendía, porque sabía
lo que era sufrir. La cuestión que me hizo repetir la lectura en voz alta
dos veces más, y al terminar la última lectura, en la parte que dice
“golpes como del odio de dios, como si antes ellos, la resaca de todo
lo sufrido, se empozara en el alma…yo no sé…” ya no me salía la voz
de la angustia y me empezaron a brotar lágrimas de los ojos y no pude
seguir. Marcos se dio cuenta de lo que me pasaba, vino y me abrazó
fuerte. Todo el grupo del taller estaba transfigurado y tenía un nudo
en la garganta. Después de eso ya nunca más pensé que los poetas eran
maricas; están más allá de nosotros y nos traen sentimientos del otro
mundo; están, creo, cerca de dios, su espíritu nos llega y no podemos
evitarlo. Marcos me dijo que yo lloraba porque era una persona de
fe y había sufrido, que no tuviera vergüenza. No entendí bien lo que
quería decir con “persona de fe” en ese momento, pero después lo fui
comprendiendo. Sé que soy un delincuente, tengo las manos sucias de
sangre. Sin embargo, soy capaz de jugarme por los que quiero, y una
vez le salvé la vida a María.
Yo pasaba frente a la casilla de ella y oí gritos pidiendo ayuda.
Abrí la puerta y vi lo que estaba pasando. Un hombre corpulento, en
calzoncillos, estaba castigando a María con un cinturón que tenía
una hebilla grande. María estaba acurrucada en su cama, desnuda
y tenía todo el cuerpo lastimado y marcado por la hebilla. Gritaba
y se cubría la cara. El hombre se volvió hacia mí y me hizo frente.
No lo conocía, no era de nuestra villa miseria, quizá fuera de la
21, con la que habíamos tenido ya varios encontronazos. Los de la

— 120 —
Alberto Julián Pérez

Villa 21 se creían más bravos que nosotros, nos trataban de villeros


Gucci, porque vivíamos en Retiro. El hombre era mucho más grande
que yo, que soy bajo y no muy fornido. Me dijo que me fuera o que
iba a cobrar. Yo no le tengo miedo a nadie, y los grandotes no me
asustan. Lo insulté y lo desafié. Saqué del bolsillo mi navaja y la abrí.
El grandote había dejado su campera sobre una silla, vi el bulto de
un revolver y pensé que lo iba a agarrar, pero no, era un guapo de
ley y sacó una navaja. Me quería enfrentar de igual a igual. A mí me
hirvió la sangre, pero sé que nunca se pelea, cuando la vida está en
juego, con la cabeza caliente. Soy de los que mantienen la sangre
fría en los peores momentos, y eso me ha salvado la vida muchas
veces. El hombre vio que yo era más joven y más ágil que él y se me
vino encima para probarme. Me hice a un lado con facilidad y le
tire un tajo que le dejó una marca fina de sangre en su costado. El
grandote se la tomó en serio, vio que se la tenía que ver con alguien
experimentado. Fue a la silla donde estaba su campera, le sacó
el revólver del bolsillo interior, lo puso encima de la mesa y se la
envolvió en el brazo izquierdo. Yo seguí las reglas también, no soy
un taimado y me gustan los hombres de coraje. Vi una toalla grande
sobre la mesa y me la envolví en el brazo. Ahora estábamos parejos.
María miraba la escena con horror, no se animaba a moverse
de la cama. Los dos nos balanceábamos en nuestras piernas y nos
movíamos con cuidado. El hombre tiró un puntazo hacia María que
se hizo un ovillo en la cama, y le dijo que en cuanto me arreglara a
mí ya iba a saber quién era. La trató de guacha y de puta y le gritó que
le iba a abrir la panza. Yo no dije nada, para qué. Allí se trataba de
matar o morir. El hombre no era de los que corrían, ni yo tampoco. Se
me vino encima e hizo brillar su navaja frente a mis ojos. Inteligente,
la empuñaba como un cuchillo. Los argentinos no peleamos a la
española, para nosotros la navaja es como un facón pequeño. Han
pasado muchos años desde que los gauchos recorrían Buenos Aires,
pero lo llevamos adentro, en el instinto. El hombre me adelantaba
el antebrazo envuelto en la campera y se preparaba para entrarme
con fuerza. Sus brazos eran más largos que los míos, yo procuraba

— 121 —
Los chicos pobres

mantener la distancia. Como era pesado, vi que si esa situación


continuaba por un rato se cansaría y podía perder la concentración.
Empecé a hablar para distraerlo mientras me movía de un lado
a otro. Pero el hombre sabía pelear y no se descuidaba. Se me vino
al humo y yo retrocedí sin mirar y trastrabillé. Sin saber cómo, de
pronto estábamos los dos en el suelo, el hombre encima de mí. Yo le
sujeté el brazo armado, pero era más fuerte que yo. Él tenía mi brazo
derecho bien agarrado y los dos forcejeábamos. Creí que había llegado
mi momento final, pero algo pasó. María, que estaba aterrada en la
cama mirando todo, se levantó de golpe, agarró la silla, la levantó y
la descargó con fuerza en la espalda del grandote. Sus músculos se
aflojaron, yo me deslicé a un costado y me coloqué encima de él. De un
tajo le hice soltar su arma. Después le acerqué mi navaja a su cuello. El
hombre hacía morisquetas y me mezquinaba el cogote. Con sus manos
quería sacarme el brazo. Yo le empecé el hundir la navaja filosa en la
piel. En seguida llegué a la yugular. Se le revolvían los ojos. Se aflojó
todo y la sangre empezó a salir a borbotones. Lo había degollado, el
hombre estaba muerto. El piso de la casilla era de ladrillo, y le habían
pasado una capa fina de cemento encima. Tenía varios agujeros y por
allí se escapaba la sangre.
Me levanté, todo ensangrentado. María vino a mí, me abrazó y se
puso a llorar. “Me salvaste la vida - me dijo - ese tipo me iba a matar”.
“Y vos la mía - le respondí - si no me lo sacabas de encima soy cadáver
ahora”. Llamé a los muchachos de mi banda y quedamos en tirarlo esa
noche en el Riachuelo, frente a la Villa 21. Así lo hicimos, lo llevamos
en un auto robado. El grandote no tenía documentos. Martín le cortó
el dedo y le quitó un anillo grande de oro que llevaba. Pedro, de un
tajo, le abrió la panza y le sacó los intestinos para que no flotara.
Subimos encima del puente ferroviario y lo dejamos caer. Vimos cómo
se hundía en el Riachuelo.
Después de eso María siempre me venía a ver, o me pedía que fuera
para su casilla. Ahí hacíamos el amor. Estaba agradecida, y me dijo
que si quería podía darme parte de lo que ganaba. Yo le dije que no era
gigoló, robaba autos, no necesitaba sacarle plata a una mujer indefensa

— 122 —
Alberto Julián Pérez

para vivir. Soy criollo le dije. La cuestión que nos veíamos seguido,
pero yo no estaba enamorado de María. Hacía el amor muy bien,
tenía un cuerpazo, pero eso era todo. Al tiempo me empezó a aburrir.
Cuando supe que Marcos estaba enamorado de ella me fui apartando.
Marcos era mi ídolo. Primero, porque me invitó al taller, y yo, que
soy un bruto, empecé a sentir la presencia del espíritu en la poesía. Y
después, por lo que pasó con mi hijo, que casi se muere. Él lo salvó.
Le voy a contar cómo nos dimos cuenta que Marcos podía curar.
Un día en un robo llegó la cana y nos empezaron a tirar. Contestamos
el fuego y herimos a uno. Pudimos escapar porque teníamos un auto
rápido, pero el Lombriz se llevó un balazo en el estómago. Volvimos a
la Villa 31 con el herido y lo mandé llamar a Marcos. No lo queríamos
llevar a ningún hospital porque nos venderían. Le dije a ver qué se
le ocurría para salvarlo. Lo miró bien, estaba mal herido, y propuso
llevarlo a lo de su primo, que era médico. Este lo tuvo que operar en
seco, sin anestesia, le hizo un corte y le sacó la bala. Regresamos con
el herido a la villa miseria y lo escondimos en una casilla. Estuvo con
fiebre y delirando varios días. Marcos lo cuidaba, le daba antibióticos,
lo llamaba a su primo por teléfono y seguía sus indicaciones. El
Lombriz sobrevivió. Marcos se la jugó.
El Lombriz pensó que no se salvaba de esa, y que le debía la vida
a Marcos, más que a su primo. Decía que Marcos tenía un halo
especial y que lo había sanado con su presencia, con su aura. Cuando
le cambiaba las vendas sentía una mejoría inmediata. Yo, al principio,
pensé que divagaba el Lombriz, pero la herida le sanaba rápidamente.
Un día, antes de venir Marcos, yo vi que estaba roja e inflamada. Al
rato llegó él, limpió la herida con alcohol, y cuando se fue la herida
estaba bien, la cicatriz ya casi ni se notaba. Yo no sabía a qué atribuirlo.
El Lombriz era un tipo raro, se la pasaba rezando. En mi banda no
hay gente común, yo los recluté porque les vi condiciones. A lo mejor
el Lombriz tenía un santo que lo protegía, pero él decía que había sido
Marcos. El Lombriz es temerario, se pensaba que no le podían hacer
nada, que era invulnerable a las balas. Para tirar se paraba y exponía el
cuerpo, por eso es que lo hirieron. Es un tipo con fe.

— 123 —
Los chicos pobres

Yo también tengo fe. Le podrá parecer raro. Yo estuve encerrado


dos años. En la cárcel es donde vi más gente creyente. Allí todos rezan
y hablan con dios. El encierro y la miseria enseñan mucho. En la villa
miseria la fe nos mantiene vivos. Aquí no tenemos futuro. Estamos
más cerca de dios que los otros, él es el único que puede protegernos y
perdonar todas las cosas malas que hacemos. Yo no quería ser ladrón,
de chico soñaba con ser cantante. Mi madre siempre me pedía que
anduviera derecho, pero me dejé arrastrar y después fue tarde. Cuando
me pusieron un arma en la mano y gatillé ya estaba de este lado. Me
hice jefe porque tengo talento para eso. Sé mandar, tengo la cabeza
fría y los demás me respetan. Ayudo y me juego por los míos. Jamás
abandono a uno en las malas.
Marcos no se sentía bien. Le habían dado un tratamiento para dejar
la droga, pero la adicción era demasiado fuerte. Tomaba un pastillerío
de anfetaminas baratas y de vez en cuando aspiraba coca. También se
inyectaba ácido. Después de eso le empecé a conseguir coca de calidad
que no le cobraba y él me agradecía. Se quedaba encerrado en su casilla
por días, soñando.
Asistí varias veces a su taller de poesía. Leíamos muchos poemas
sobre el dolor, sobre dios, sobre el amor, y las cosas que decía se me
quedaban en la cabeza. Una vez soñé que se me aparecía Cristo y me
miraba con ojos doloridos. Tenía un rictus especial en su boca, como de
goce o éxtasis, y me extendía sus manos ensangrentadas. Yo sabía que
esa era la sangre que yo había derramado y él me quería salvar. Yo no
decía nada, y comprendía que me había perdonado.
El Lombriz corrió la voz de que Marcos era sanador. La gente
empezó a llevarle sus enfermos. Marcos no entendía bien cómo pasaba
lo que pasaba. Era un hombre lleno de dudas. Yo pienso que Dios estaba
velando por nosotros, y lo eligió para ayudarnos. No sé por qué lo eligió
a él. Creo que no estaba preparado. Yo vi como sanaba. Él quedaba
consternado después de cada sanación. Le llevaban chicos y ancianos
enfermos. Les tocaba la frente, les hablaba, y al día siguiente estaban
bien. Un día llegó un señor rengo con muletas, Marcos pensó que se
había caído, y puso su mano sobre su frente. El hombre apoyó el pie

— 124 —
Alberto Julián Pérez

bien y empezó a caminar. Marcos le preguntó a su acompañante que


qué le había pasado, y le dijo que estaba paralítico desde los diez años.
El hombre se fue caminando, llevando las muletas en la mano. Yo sé
que es cierto porque yo había visto muchas veces a ese hombre en la
villa y conocía a su familia. Siempre pedía limosna en la estación de
trenes.
Los blancos no nos entienden a los villeros. Creen que somos gente sin
corazón. Piensan que porque robamos y andamos en cosas malas (aquí
hay mucha droga, prostitución), somos bárbaros, gente sin fe. Pero no,
somos como ellos o mejores. Tenemos más fe nosotros que ellos. Ellos
no saben lo que es sufrir. Uno puede matar, yo lo he hecho, pero no por
eso soy peor que ellos. Matar no es difícil, y luego de matar uno empieza
a sentir una culpa que lo lastima, y le remuerde la conciencia. Lleva uno
siempre esta culpa, nadie puede estar orgulloso de haber matado.
Yo había tenido un hijo hacía dos años con una piba de la villa
miseria, una piba joven, de 16 años. Parecía más grande, porque estaba
fuerte. Todo el mundo me la envidiaba, tenía unos pechos hermosos, y
caminaba con gracia, moviendo las caderas. No era tan linda de cara,
pero yo la quería bastante. Ella vivía en una casilla con su papá y su
hijo. Yo les pasaba dinero. Cada vez que me iba bien en un robo, les
llevaba algo. Ella me venía a ver seguido a mi casilla con el pibe, y se
quedaba durante la noche. Le puso de nombre Juancito, y tiene mi cara,
no puedo negar que es hijo mío.
Un día Elena, la madre de mi pibe, me dijo que Juancito había
pasado toda la noche con fiebre, vomitando. Tenía miedo que se
muriera. Quería llevarlo al hospital. Le dije que no valía la pena, que
Marcos lo curaría. Ella no quería, le tenía desconfianza. Al final lo llevó
al hospital y le hicieron exámenes. No le encontraron nada, pero la
fiebre no cesaba, no podía comer, tenía diarrea. La verdad que se estaba
muriendo deshidratado. No sé si lo habría agarrado algún parásito.
Aquí en la villa miseria el agua es mala. Las mujeres hacen cola en las
canillas públicas y la llevan a las casillas en baldes. Cuando falta, la
municipalidad la trae en camiones cisternas. Muy pocos tienen agua
corriente en la Villa 31.

— 125 —
Los chicos pobres

Juancito lloraba, le dolía mucho el estómago. Elena estaba desesperada,


y yo también, porque amo a mi pibe. Para mí es lo más grande que hay.
Al otro día lo llevé a lo de Marcos. Me arrodillé frente a la casilla y lo
empecé a llamar en voz alta. No sé por qué lo hice, algo me decía que
estaba bien así. La gente que pasaba me miraba sin acercarse. Me tenían
miedo. La puerta se abrió y apareció Marcos. Enseguida entendió. Le
puso una mano en la frente a Juancito y se puso a rezar. Levantó los ojos
al cielo. Los vecinos se fueron acercando y nos rodearon. Marcos me toco
la cabeza y dijo, llevátelo, está curado. Todos se arrodillaron en silencio.
Yo lo llevé a mi casilla y me quedé todo el día con él. La madre vino a la
tarde y Juancito respiraba con naturalidad. Al día siguiente estaba bien,
se reía, se levantó y se puso a jugar. Fui a la casilla de Marcos, me hinqué
frente a su puerta y le di las gracias a dios. Marcos salió, le dije que mi
hijo estaba salvado y que pidiera lo que quisiera, que yo le debía la vida
de mi hijo. La gente miraba asombrada. Marcos me dijo que no le debía
nada, que no había sido él el que lo había salvado sino dios, y que me
fuera tranquilo. Así lo hice. En la noche los vecinos pusieron velas frente
a la casilla de Marcos. Varias señoras se arrodillaron frente a su puerta
y rezaban en voz alta. Al rato pasó el cura, miró la escena con disgusto,
pero no dijo nada y se fue en dirección a la capilla.
Durante los días siguientes le llevaron enfermos de distintas edades.
Su popularidad se fue extendiendo fuera de la Villa 31. Muchos sabían
que curaba. El milagro más grande que hizo Marcos, como ya dije, fue
sanar a un paralítico. También le trajeron a un bebé muerto para que lo
resucitara, pero no lo logró.
Con la llegada de los extraños empezaron nuestros problemas.
Muchos nos envidiaban y nos deseaban el mal. Los de la 21, sobre
todo. Pensaban que nos creíamos mejores, porque ellos vivían junto
al Riachuelo, en la basura, y nosotros en Retiro. La verdad es que
éramos todos iguales, todos pobres y miserables. El que no nació en
la pobreza, como Marcos, se vuelve pobre aquí. Somos como sub-
hombres, mitad hombres, mitad animales. Solamente dios puede
elevarnos, y por eso creo que nos eligió y nos mandó a Marcos, como
prueba de que nos ama.

— 126 —
Alberto Julián Pérez

Yo algunas veces he pensado en meterme a predicador o hacerme


cura, aunque parezca mentira. Una vez hablé con el padre de la villa
miseria y se lo planteé. Le dije que había cometido muchos delitos, y
le pregunté si Cristo podía perdonarme. Él me respondió que Cristo
perdonaba a los que tenían fe, pero que ser cura era muy complicado,
había que estudiar mucho, y yo había ido muy poco a la escuela. Me
dijo que mejor ayudara a la gente, que diera dinero al comedor para los
chicos cuando pudiera, cosa que siempre hago.
Nosotros sabíamos que los de la villa miseria 21 estaban preparando
algo contra nosotros. Escuchamos rumores de que querían llevarse a
Marcos, esconderlo, para que hiciera milagros para ellos. Al final lo
secuestraron y ahora está muerto. Fueron ellos los que lo mataron,
estoy seguro. Nos la van a pagar. Ya no tendremos otro Marcos. El
padre me dijo que no nos venguemos, que dios no quiere más muertes,
que mejor le construyamos una capilla con su nombre, en su memoria.
Yo no me resigno. Lo secuestraron los de la banda del Alto, me lo
dijo el Lombriz, y por lo menos el jefe la tiene que pagar. La capilla
la vamos a construir, porque la gente de la villa miseria no lo olvida
y será bueno ir a rezarle ahí. Ahora muchas señoras del vecindario
venden estampitas de Marcos vestido de santo, con una túnica blanca.
Juntan dinero para el altar. Dios mandó a un muchacho judío entre
nosotros y nos dio muestra de su grandeza. A nosotros no nos importa
que fuera judío. Era Cristo el que lo guiaba. El padre me dijo que eso
prueba que dios nos ama. Él sabe que Marcos curaba, le consta que
hacía milagros. Cree que Marcos fue el vehículo divino mediante el
cual se manifestó la voluntad de dios.

El cura de la villa

Marcos es un caso raro. Yo hace años que me vine a vivir a la villa


miseria. Tuve que convencer al Obispo, un hombre muy político, para
que aceptara mi pedido de traslado a la capilla de la Villa 31. Me decía
que yo era un cura joven, con talento, y que haría una buena carrera
en la curia, que había muchas posiciones importantes esperando para

— 127 —
Los chicos pobres

un cura como yo. Pero yo lo que quería era estar junto a los pobres en
la villa miseria. Siempre creí que la pobreza redime, y vuelve mejor a la
gente. Era un poco idealista e inocente, debo reconocerlo. Al tiempo de
estar aquí me empecé a horrorizar de las cosas que veía. Al principio yo
no quería tranzar con nadie, pero el que no negocia y se cree mejor que
los demás aquí no sobrevive, ni siquiera siendo cura. Había algunos
hippies que se habían venido a vivir a la villa. Eran jóvenes de clase
media. Yo les llamaba los “exiliados”. Eran marginados, casi todos
drogadictos, gente con problemas mentales, como Marcos. Escapaban
de algo, de la buena sociedad creo. Preferían vivir en la mugre. En el
fondo eran como yo.
Yo buscaba a dios cerca de los pobres. Los exiliados buscaban
otra cosa. ¿Qué? En el caso de Marcos creo que buscaba su salvación
en el arte, en la poesía. Para él la poesía representaba algún tipo de
verdad trascendente. No era un muchacho particularmente religioso.
La poesía era lo único que le interesaba. Creía que el mundo de la
literatura era autónomo y brillaba allá arriba, con una fuerza espiritual
propia. Le gustaba meditar y no hacer nada, era una especie de gurú
perdido en la basura de Sud América. Los que le pusieron “Mesías”
de sobrenombre creo que acertaron. Se engañan los que lo quieren
considerar santo. Sí creo que dios lo eligió para manifestarse entre los
pobres. Aunque al principio me resistí con rabia e incredulidad, que
dios me perdone. Aún me resulta extraño aceptar este caso. Porque
dios lo eligió a él, un muchacho judío bastante común. De no haber
sido por su drogadicción no hubiera venido a la villa miseria. Su
relación con María era enfermiza: María es una prostituta. Yo luché
para que dejara esa vida y saliera de la Villa 31, pero aún no lo logré.
Insisto en que este caso es un gran misterio: Marcos era un muchacho
de clase media, que le gustaba la literatura, como a tantos otros. Ahora
que lo asesinaron los demás le atribuyen virtudes imaginarias. Era uno
de esos jóvenes que se creen superiores porque han leído unos pocos
libros. Me consta sin embargo que sufría, y quizá eso pueda redimirlo.
Quisiera que nos fuéramos olvidando de todo esto y la vida volviera a
lo que era antes.

— 128 —
Alberto Julián Pérez

Marcos se metía en problemas. Lo tuve que defender. Un día me


mandó a llamar el Obispo, y me preguntó cuál era mi relación con el
judío impostor que curaba. Yo le dije que ninguna, que era un pobre
muchacho drogadicto. Me preguntó si le ayudaría a denunciarlo por
mala práctica de la medicina, para que lo llevaran preso. Yo le dije que
sería un gran error hacer eso, porque los villeros lo querían y lo creían
un santo. Le demostré que sólo era un pobre tipo trastornado, y que
no había motivos para preocuparse. No le hacía mal a nadie. El Obispo
me preguntó si realmente curaba, si yo pensaba que curaba. Me quedé
en silencio.
- ¿Ud. lo vio curar? - insistió el Obispo.
Bajé la vista y le respondí que sí.
- ¿Cómo cura? - me dijo.
Le expliqué que decía unas palabras y le ponía la mano en la frente
a los enfermos. Me preguntó si sabía dónde lo había aprendido y si
recibía dinero por lo que hacía. Le dije que no sabía dónde lo había
aprendido, pero que no cobraba, aunque muchos le llevaban cosas,
comida y botellas de cerveza. Le conté lo del paralítico, porque todos
hablaban de eso. El Obispo me dijo que no era posible. Yo le respondí
que el Cholo, amigo de Marcos, lo había visto.

- ¿Y quién es el Cholo? - me preguntó el Obispo.


Le dije que era un ladrón muy conocido en la Villa.
- ¿Y Ud. le cree a los ladrones? - me censuró.
La cuestión que el Obispo se disgustó conmigo, quería que lo
vigilara y consiguiera más información. Pero yo no estaba en la villa
para ser vigilante. No es mi trabajo. Mi misión es ayudar a los pobres,
acercarlos a Cristo.
Para el que nunca vivió en una villa miseria es difícil entender esta
situación. La villa miseria es como un pueblo, como una aldea dentro
de la ciudad. Aquí los pobres se sienten protegidos, la policía no entra
fácilmente. Para los que viven en la villa, la ciudad es un territorio
peligroso. Es el lugar donde se ganan la vida en condiciones penosas.
No es que la villa miseria sea un lugar fácil, pero la gente es bastante

— 129 —
Los chicos pobres

solidaria, gracias a eso sobreviven. Se ayudan todo lo que pueden. Hay


mafiosos que operan dentro de la villa, es cierto, pero son una minoría.
No se puede acusar a todos por los delitos de unos pocos.
Los de la pandilla del Cholo cambiaron mucho después que
conocieron a Marcos, y terminaron reverenciándolo. No quiero decir
que sean buenas personas o que sean inocentes. Son unos delincuentes.
Pero Marcos ayudó a que se acercaran a dios. No puedo negarme a
que construyan una capilla aquí y la nombren San Marcos. María cree
que Marcos verdaderamente amaba a Cristo. Su argumentación no
me resulta muy convincente. Dice que fue Vallejo el que le enseñó el
verdadero sentido del cristianismo. A mí nunca me lo manifestó de
manera directa, aunque hablamos muchas veces.
Yo estoy disgustado con esta situación y si esto no cambia pediré
al Obispo mi traslado. Yo he practicado la caridad cristiana viviendo
entre villeros. No he venido a la villa a hacer política. Reconozco que
Marcos era compasivo como un cristiano y amaba a la gente, pero no
me consta que quisiera convertirse al cristianismo. A la gente de la
villa poco le importa lo que él era o quería, lo vieron curar. María dice
que dios curaba a través de él. Fue un elegido de dios. La verdad que
esto nos crea un verdadero problema doctrinal. Todo hubiera sido más
fácil si hubiera sido católico. Encima lo asesinan, y todos lo consideran
un mártir. Quizá María, que lo conoció mejor, debería testificar
ante el Obispo. Si cree que se había convertido al cristianismo, debe
demostrarlo.

Facundo, el puntero peronista

En un principio no me interesaba la política. En la villa miseria me


hacía respetar y me tenían miedo. Me había hecho fama de guapo. Yo
era el que organizaba los partidos de fútbol. Aquí se juega al fútbol por
plata. Organizamos partidos contra equipos de otras villas miserias.
Se apuesta fuerte. Tenemos muy buenos jugadores, y no permitimos
que los clubes grandes nos los roben. Si se los quieren llevar, tienen
que pagarnos. Tenemos nuestra propia barra brava. Yo soy el jefe. Lo

— 130 —
Alberto Julián Pérez

máximo para nuestros muchachos es entrar un día en Boca. Aquí


somos todos boquenses, igual que los de la Villa 21. Yo soy el que
nombra al director técnico todos los años. Al director técnico se le
paga un buen sueldo y ocupa gratuitamente una casilla de material en
la villa.
Los de la Unidad Básica de Retiro se fijaron en mí y me vinieron
a hablar. Querían que hiciera de puntero y llevara a votar a la gente
en las elecciones. Me dijeron que tenía liderazgo y debía aprovecharlo
para ayudar al pueblo. Lo primero que hice fue recaudar fondos. La
política depende de la plata, y si uno no demuestra que tiene apoyo
local ni siquiera puede abrir la boca. Yo hablé con los jefes de las
bandas de narcotraficantes y de ladrones que tenían a la 31 como “base
de operaciones”. Algunos colaboraron por compromiso y otros, como
el Cholo, que me aprecian y son amigos míos, apoyaron la idea de que
me metiera en política.
La banda del Cholo se dedica al robo de vehículos. Los entregan en
los desarmaderos fantasmas de Villa Domínico y les sacan bastante
plata. Hacen buen negocio. La policía ha agarrado a varios de sus
hombres, que están presos, pero ellos siguen, no tienen miedo. Eso
es típico de esta Villa: los de la 31 somos valientes. A mí me llaman
Facundo, pero mi verdadero nombre es Alberto. El cura me empezó a
llamar Facundo y el nombre me quedó. Dice que me parezco a Facundo
Quiroga, que soy bravo como él. Todo empezó un día que se organizó
una pelea barrial a cinco rounds contra un tipo de la Villa 21 que decía
que era invicto y nunca le habían ganado. Yo peleé por la 31 y lo molí al
otro, le di tantas piñas que lo dejé medio tonto. Me había entrenado mi
vecino, que de joven fue boxeador profesional. En esa pelea se apostó
fuerte, y con lo que gané viví varios meses sin hacer nada. Los de la
Unidad Básica fueron a ver la pelea y fue allí que me conocieron.
En la villa miseria operaban otros partidos, había comunistas y
macristas, pero los peronistas eran mayoría. Los de la Unidad Básica
me eligieron a mí porque necesitaban un buen puntero, ya que el
viejo Núñez, que era el puntero anterior, había caído preso por robar
material para la construcción de un depósito del gobierno. Garabito,

— 131 —
Los chicos pobres

uno de los líderes de la Básica de Retiro, me llamó a su despacho. Lo


había impresionado el respeto que me tenían en la villa miseria, y cómo
me relacionaba con las bandas. Me prometió bastante. Me dijo que me
podían conseguir escrituras de varios terrenos de la villa, y que yo iba
a recibir una parte en su venta. Ya eso era algo serio y tenía futuro.
Me imaginaba propietario de varios terrenos. Hice una reunión con la
gente influyente de la villa miseria. Llamé a los jefes de las bandas y a los
comerciantes que tienen puestos, mercaditos, almacenes, panaderías.
Tuve un apoyo unánime, y enseguida empezó a correr el dinero.
Formé nuestra propia Unidad Básica en la 31. Me nombraron
Presidente. Recaudábamos una cuota de los miembros y repartíamos
planes. Los vecinos que no tenían trabajo nos pedían ayuda. A cambio
yo los llevaba a todas las manifestaciones que hacía el Partido. El jefe
del distrito me llamaba y me decía: hoy cortamos la 9 de Julio, hoy
vamos a la Plaza de Mayo, hoy apoyamos a los camioneros que hacen
un paro y nosotros, siempre solidarios, allí íbamos. Cuando hacíamos
actos en la villa miseria el jefe del distrito de Retiro venía a apoyarnos.
Nos había prometido que iban a pavimentar las calles principales y nos
iban a poner cloacas. Parece que va a tomar un poco de tiempo, pero,
a la larga, lo van a hacer. Los peronistas lo podemos todo. Somos un
partido invencible.
Yo me crié en el Chaco y sé lo que es sufrir, lo que es pasar hambre.
Vine a Buenos Aires de adolescente. Primero viví en un conventillo
con mis viejos en La Boca. Después me escapé de mi casa y me vine
para la villa miseria. Siempre hacía changas. Yo no robaba. Un político
me dio trabajo de guardaespaldas, porque yo no le tenía miedo a nadie.
De chiquito ya me gustaba pelear. Me agarraba a piñas con todos los
pibes en el pueblo. Me tenían miedo y ya ninguno quería pelearme. A
veces les decía que se animaran, que si me ganaban les pagaba. Pero
no se tenían confianza. Mis piñas eran como pedradas, les dejaba toda
la cara arruinada. Para pelear lo más importante no es la fuerza, es la
determinación. El no achicarse. Eso uno lo aprende de los criollos. El
no bajar la cabeza. Aquí en la Villa 31 hay mucha gente así. El Cholo
es uno, ese pibe va a llegar lejos. ¿Ud. Sabe que canta cumbias? Marcos

— 132 —
Alberto Julián Pérez

le enseñó a escribir canciones y poemas. Es un tipo simpático y tiene


alma de romántico. Algún día va a formar su propio grupo musical y
ganará dinero con la música.
Pensé en invitarlo a trabajar conmigo en la Unidad Básica,
proponerlo como concejal, pero no me conviene meter ladrones.
Me pudriría a la gente. Si alguna vez deja de robar, antes de que lo
encierren o lo maten, va a poder hacer carrera en la política. Tiene
voluntad, tiene instinto. Andar en la política no es fácil. Dicen que
los políticos aprendemos, pero no es cierto. Nacemos para esto. Yo
me convencí al poco tiempo de meterme en la política que esto era lo
mío. No lo sabía, pero yo nací político. Me gusta estar con la gente,
dirigir. Antes quería dominar, hoy prefiero ayudar. El cura me aprecia,
y también las mujeres del comedor para chicos. En la villa miseria
somos mucho mejor de lo que se creen, somos solidarios, si no, no
podríamos sobrevivir.
Pero Ud. me preguntaba de Marcos. Perdone que me haya ido por
las ramas. Lo que pasa es que puedo agregar poco. ¿Qué quiere que le
diga? Ya todo el mundo sabe de Marcos. Yo no puedo afirmar ni negar.
Darle mi opinión sí puedo: todo lo que se dice de él es cierto. Vino
aquí por la droga, estaba perdido. Pero después que conoció a María,
cambió. Ella lo salvó. Ella hacía la calle para traerle plata y comprarle
anfetaminas. Ella ponía el cuerpo para que él estuviera ahí tirado. Ella
también se drogaba, pero menos. El tenía un vicio fuerte. Se pasaba los
días perdido, tirado en la puerta de su casilla, todo sucio, sin comer.
Miraba a la gente como si viera pasar fantasmas. María, con la ayuda
del cura, lo metió en un programa de metadona para sacarlo de la
droga. Yo no sé si María lo quería como mujer, ella es mucha mujer
para él, yo creo que se había encariñado porque lo veía débil, era como
su hijo, lo protegía, le tenía lástima. También lo admiraba porque era
poeta.
Cuando empezó a dar clases de poesía se hizo famoso. Le sacaba
la gente al cura, ya nadie quería ir a la capilla a estudiar la Biblia.
Las mujeres preferían ir a la clase de poesía. Decían que sus poesías
siempre hablaban de dios. Yo fui a una, invitado por ser el jefe de la

— 133 —
Los chicos pobres

Unidad Básica. Leyó la poesía de un tal Vallejo, y la verdad que sí me


impresionó. El poema hablaba de un muchacho que se enamoraba de
una chica, y decía que ella se había crucificado a él, se abrazaba a él
como a una cruz. Cuando él leía había gente que lloraba, eso es lo que
más me impresionó. Yo nunca vi llorar a nadie en la capilla, pero en
esa clase de poesía lloraban.
Entonces empezó todo eso de las curaciones. Un día hirieron
gravemente a un hombre del Cholo. Cuando balean a alguien de la
villa miseria nos arreglamos como podemos. A veces las enfermeras
del dispensario médico ayudan. Si los llevamos a un hospital público
fuera de la villa miseria los denuncian y van presos. El Cholo fue a
pedirle ayuda a Marcos y este llevó al herido a lo de un primo de él que
era médico. Le sacó la bala, pero así y todo se estaba muriendo. Parece
que Marcos empezó a rezar y el herido se salvó. Ud. sabe cómo es en
la villa, las noticias corren. Después, una señora llevó a su hijo, muy
enfermo, para que lo curara, y el chico se recuperó. De allí en más fue
como un reguero de pólvora. También curó al hijo del Cholo. Ya la
gente hacía cola para traer sus enfermos, y hasta lisiados. Él no cobraba
nada ni aceptaba dinero, pero le llevaban regalos. Si era comida se
la daba a las madres del comedor. Ahí se armó lío con el cura, que
la verdad le tenía envidia. Después se hizo amigo de él, y lo aceptó,
porque él también empezó a creer en Marcos. El único que no creía
en Marcos era Marcos, en el fondo nunca dejó de ser un drogadicto,
aunque ya no se drogara tanto. Tenía la cabeza medio volada. El poder
a él le venía de afuera. Era como si una mano mágica, un ángel, lo
hubiera tocado. Él no era más que el instrumento. Como era judío al
principio nadie se animaba a decir que era santo. Le decían el mesías.
Pero después que curó al paralítico, que se fue caminando, ya todos
decían que era santo.
Empezó a venir gente de afuera para que los curara, y eso fue lo que
nos perdió. De no haber sido por eso hoy no estaría muerto. Los que no
son de esta villa miseria nos quieren ver sufriendo, cuando estamos en la
mala disfrutan, y si algo bueno nos pasa buscan la manera de jodernos.
Eso es lo que ocurrió con los de la Villa 21 de Barracas. La verdad es que

— 134 —
Alberto Julián Pérez

somos rivales. Un partido de fútbol entre ellos y la villa nuestra es como


una final de Boca y River. Cuando supieron que teníamos un santón
que curaba empezaron a enviar gente a ver si era cierto, y después se
organizaron para robárnoslo. Ya sabe cómo fue, lo secuestraron. A los
pocos días lo encontraron muerto. El Cholo dice que sabe quién lo mató.
Se habrá negado a quedarse a vivir con ellos en la 21, o a lo mejor lo
pusieron a curar y allá no pudo. Quizá sólo podía curar aquí, era un don
que dios le había dado sólo para que sanara en la Villa 31.
El cura me preguntó si yo iba a colaborar para construir una capilla
en la villa, que se va a llamar San Marcos, en honor a él. La gente quiere
enterrarlo allí, para que se lo pueda adorar como se debe. Yo estoy de
acuerdo y le dije que sí. Nos hace falta un santo nuestro. El cura me
aseguró que Marcos había tenido una transformación profunda, un día
hablaron de Cristo y le dijo que creía en él. No sé si será cierto, da lo
mismo, ya nadie va a convencer a los de la Villa 31 que Marcos no es un
representante de Cristo en la tierra.

Sergio, el padre de Marcos

Me mataron a mi hijo mayor. Para mí es el final de todo, ya la vida


no tiene sentido. Fracasé como padre, no me lo voy a perdonar nunca.
Me quedé viudo cuando mis hijos eran chicos, los crie lo mejor que
pude. Marcos era un pibe tranquilo, tímido. Le gustaba mucho ir a la
sinagoga conmigo. Yo nunca fui un individuo muy creyente, soy un
judío liberal, pero siempre respeté mi religión y asistía a los servicios
con mi familia. De joven era sionista. El rabino de mi sinagoga me
aprecia. Tengo casi sesenta años. Mi generación fue muy rebelde,
queríamos hacer la revolución. A los veinte años apoyé a los Montos,
habían unido el nacionalismo al marxismo, pero después que murió
Perón sufrimos una derrota terrible, fue una carnicería. Los dirigentes
no habían entendido bien al pueblo argentino. Yo dejé la política, me
metí en el negocio de mi viejo, soy un buen judío, ayudo a la comunidad.
Mi colectividad ha padecido lo indecible, entendemos el dolor
humano. Yo no condeno a mi hijo. Me dicen que renegó del judaísmo,

— 135 —
Los chicos pobres

pero sé que no es cierto. Que le gustara Cristo no me extraña, ¿a quién


no le gusta? Enseñaba el amor y la compasión, que es lo que todos
necesitamos. Los judíos vivimos esperando que nos liberen. Para mí
Cristo no era el verdadero mesías. Que ahora llamen mesías a mi hijo
me resulta ridículo. La gente de la villa miseria es muy fantasiosa. Y
que lo consideren un santo me parece una barbaridad. Aseguran que
sanaba, no lo sé, ¿no estaremos retrocediendo y volviendo otra vez a
la barbarie?
Este país es algo curioso, siempre nos debatimos entre la
civilización y la barbarie. Yo elijo la civilización, por eso de joven era
revolucionario. Marx sabía que la sociedad iba a seguir evolucionando.
Un día todos seremos libres. En ese mundo, las luces, la razón, la
historia, van a ser más importantes que la religión. María, la novia de
Marcos, asegura que en la villa se hizo muy religioso. María es una
mujer de oficio dudoso, no la considero honesta. ¿Qué hace viviendo
en la villa miseria? Sus padres son ricos. Dicen que está escribiendo
un libro sobre Marcos y que defiende la idea de que era un santo.
Lo único que falta es que mi hijo, un judío que nunca renegó de su
religión, resulte canonizado.
María se contagió de la barbarie de la Villa 31. Ella influyó en
Marcos. Lo fueron cambiando. Sarmiento no decía civilización o
barbarie, él decía civilización y barbarie, en este país conviven las
dos cosas. Yo nunca lo acepté, yo apuesto por la civilización, como
muchos argentinos. Mi hijo descreía de los valores de la sociedad
moderna y se fue a vivir a la villa miseria. ¿No habrá sido la influencia
del populismo peronista? Exaltan al pueblo de manera desmedida,
y… ¿qué es el pueblo? ¿Yo no soy pueblo acaso?
En un principio yo le eché la culpa a la droga por todo lo que le
pasaba a Marcos. Le pedí que se fuera de casa…no podía aceptar
que mi hijo fuera un vago y un drogadicto. Siempre me robaba plata,
compraba cosas con mis tarjetas de crédito falsificando mi firma. Se
la pasaba encerrado en su cuarto. No quería trabajar. Le gustaba leer,
eso sí, es herencia de familia. Siempre hemos sido buenos lectores,
intelectuales, como gran parte de la comunidad judía. Para nosotros

— 136 —
Alberto Julián Pérez

la educación es lo más importante. Por eso no puedo aceptar la


barbarie de la villa miseria, que los peronistas fomentan.
Marcos se fue a vivir allí porque en el fondo me odiaba… Quiso
castigarme porque lo eché de casa. ¿Pero… que iba a pasar con mi
hijo menor si él no se iba? Hice lo que pude para que dejara la droga.
Había sido un buen estudiante de letras. De chico quería ser escritor.
Lo mandé a un sicólogo después que murió la mamá, pero me decía
que no lo entendía. Lo cambié a otro psicólogo de la colectividad.
Tampoco quiso seguir. Nunca encontró un analista que le viniera bien.
El psicoanálisis lo hubiera salvado. Lo interné en una clínica para que
lo desintoxicaran, pero se escapó y volvió a drogarse.
Cuando se fue de casa siempre temí que un día pudieran encontrarlo
muerto. El mundo de la droga es un infierno. Y en la villa miseria se
fue a juntar con María, también drogadicta, un alma gemela a la suya.
Estudiante de antropología. Su familia es de la oligarquía de Barrio
Norte. La han negado completamente. Para ellos María está muerta.
Lo de la droga podría pasar, pero saben que es puta, todo el mundo lo
dice. Y vivir en la villa miseria es lo último que podía hacer.
Me dijeron que María odiaba a su madre. Ese es el origen del
problema para mí. Yo creo que Marcos también me odiaba. No sé por
qué, siempre hice todo lo que pude por mi familia. Se volvieron contra
sus padres, como si fuéramos unos monstruos fascistas. Así somos los
argentinos, nos rebelamos contra la autoridad, no importa cómo sea.
Somos un país adolescente, pero… ¿por qué me tocó a mí pagar este
precio? ¿Por qué a mí? Perder un hijo, es lo peor que podía pasarme.
Que dios me perdone, pero no lo entiendo.

— 137 —
Los chicos pobres

El Gauchito Gil

Antonio Mamerto Gil Núñez nació en la estancia “La Trinidad”, cerca


del pueblo de Mercedes, o Pay Ubre, como él lo llamaba, el 15 de
septiembre de 1844. Su padre, un gaucho oriundo del departamento
de Goya, era peón de la estancia. Su madre, una china hija de madre
paraguaya y padre correntino, había nacido en un pueblo cerca de
la frontera con Paraguay. Era una mujer muy linda, de ojos negros
y pelo lacio y renegrido, que se recogía en dos trenzas. Su padre se la
llevó de su tierra a Pay Ubre, donde tenía trabajo. Era un hombre muy
respetado en la zona. Se lucía en los rodeos, era buen jinete y arreaba
con el silbido y el lazo en los terrenos más difíciles.
Antonio, que tenía la cara linda de su madre y ojos muy negros,
se quedaba con ella en el rancho cuando su padre salía a trabajar. Su
hermano mayor, que le llevaba seis años, lo acompañaba a los rodeos
y las yerras. Su madre le hablaba a Antonio en castellano y en guaraní.
Él podía comprender la lengua indígena, pero no la aprendió a hablar
bien.
1850 fue un año difícil en Corrientes. La guerra civil no terminaba
nunca, se sucedían los combates, y los gauchos seguían a sus caudillos.
No ir era de cobardes y de flojos. Los paisanos se preciaban de su coraje
y no aguantaban una mancha en su reputación.
Su padre se fue a la guerra y no regresó. Les dijeron que lo habían
muerto en un entrevero con los soldados de un comandante entrerriano.
La madre quedó sola con sus hijos en el rancho de adobe. El patrón de
la estancia, Don Indalecio Santamaría, cuando supo que el gaucho Gil
no había vuelto de la patriada contra los entrerrianos, le pidió a su
— 138 —
Alberto Julián Pérez

mujer que los ayudara, como correspondía. Don Indalecio se preciaba


de proteger a su gente en momentos difíciles. Al hijo mayor, que era
fuerte y hábil como lo había sido su padre, aunque joven todavía, le
dio trabajo en su estancia como peón. Su señora, Doña Catalina, llevó
a la china a trabajar a la casa. Ayudaba en la cocina y hacía la limpieza.
Le dieron un cuarto en una vivienda vecina al caserón de la estancia
para que se alojara junto a su hijito, con el personal de servicio. Su
hijo mayor dormía en el galpón de los peones. Antoñito, que era un
niño muy menudito y tranquilo, hacía mandados y ayudaba en lo que
podía. Cuando no tenía tarea, jugaba solo en el corredor de la casa.
El casco de la estancia de “La Trinidad” era grande, trabajaban allí
más de treinta personas, entre peones y sirvientes. Había también tres
esclavos negros, un hombre y dos mujeres, que servían en la casa. La
señora del patrón, que tenía tres hijos, hizo venir a una maestra de
Corrientes para que les enseñara a leer y escribir. Por la mañana, después
del desayuno, la maestra se sentaba con los niños bajo la enramada, y
allí les hacía aprender el alfabeto, y les enseñaba a deletrear y a escribir.
Antoñito miraba con curiosidad e interés. Doña Catalina, viendo esto,
le pidió a la maestra que le enseñara también a él. Antoñito, que era
despierto e inteligente, aprendió a leer y escribir con gran facilidad,
antes que los otros niños. Estos le agarraron envidia y lo acusaban de
todo tipo de cosas para que su madre lo castigara. Le decían que les
robaba los dulces y les pegaba. La señora de la estancia no les creía y
miraba al niño con simpatía.
En el 51 llegaron noticias del pronunciamiento de Urquiza. El dueño
de la estancia era federal y la situación le preocupó sobremanera. Los
unitarios conspiraban contra el país, y Rosas había mantenido a los
franceses y a los ingleses alejados de la frontera, acorralados en la
ciudad vieja de Montevideo, durante muchos años. Don Indalecio era
un estanciero próspero y se había enriquecido con la política de Rosas.
Todos los años arreaba sus animales hacia el sur y los vendía en Buenos
Aires a los saladeros, que preparaban charqui para los mercados de
esclavos del Brasil. También tenía comercio de cueros, que embarcaba
en el puerto de Corrientes. Hacia allá salían sus carretas cada tantos

— 139 —
Los chicos pobres

meses. El hombre se fue con sus peones gauchos a Buenos Aires, a


defender a Rosas, siguiendo a un comandante amigo y no regresó en
muchos meses.
Cuando volvió se supo que había caído mucha gente en la lucha.
Rosas había sido derrotado en Caseros y se había ido del país. El General
Urquiza, de Entre Ríos, había quedado al frente de la Confederación.
Habían llegado al país muchos brasileños y otros extranjeros. Al poco
tiempo, la maestra que les enseñaba a los chicos regresó a Corrientes.
No vinieron más maestros a la estancia. A veces, la esposa del patrón,
por la tarde, se sentaba en la enramada con los niños y les hacía leer la
Biblia en voz alta. Si Antoñito estaba allí le pedía que leyera. El niño
prefería el Génesis y el Evangelio de San Juan. Leía de corrido, con
voz clara. A diferencia de los otros niños, casi nunca se equivocaba.
Pronunciaba con cuidado, dándole a cada frase un énfasis especial.
La madre de Antoñito continuó trabajando en la cocina. Era
una mujer atractiva y los gauchos la cortejaban. Le decían piropos y
cumplidos, que ella no respondía. Finalmente aceptó a un enamorado,
Juan Prieto, un gaucho rumboso que usaba aperos llamativos y se
emborrachaba cada vez que había baile. Al hombre le molestaba que
el niño estuviera siempre entre él y la mujer. Le dijo a la madre que
Antoñito estaba muy apegado a sus polleras y que tenía que hacerse
hombre. Ya había cumplido once años. El tenía un peón amigo
que podía llevarlo al campo, para que aprendiera a trabajar con los
animales y se hiciera gaucho.
Lo mandaron con Pancracio, un gaucho de pelo largo y vincha, que
era famoso por su habilidad con el cuchillo. Pancracio se encariñó con
Antoñito, le enseñó a amansar caballos, a arrear el ganado, a marcar,
a carnear y a cuerear. También le enseñó a vistear. En esos pagos había
que saber defenderse. Lo llamaba Gauchito en lugar de Antoñito.
“¿Gauchito cuánto?”, le preguntó alguien. “Gauchito Gil”, respondió el
muchacho y ya le quedó ese nombre.
Cada tanto el Gauchito regresaba a los pagos a visitar a su madre,
que se fue a vivir a un rancho con el gaucho Juan Prieto. Una vez que
llegó se dio cuenta que estaba embarazada, iba a tener un hermanito.

— 140 —
Alberto Julián Pérez

El niño nació prematuro y murió enseguida. Su madre perdió mucha


sangre en el parto y al poco tiempo moría ella también. El Gauchito
amaba profundamente a su madre y la pérdida le causó un gran dolor.
La enterraron en un camposanto en Pay Ubre. A los dieciséis años se
había quedado huérfano.
Al tiempo el patrón envió a Pancracio con un encargo a Corrientes
y el Gauchito se fue a trabajar como ayudante de un cazador que vivía
en los esteros. Se llamaba Venancio. Cazaba aves y vendía sus plumas
más finas, que eran muy apreciadas. Casi nadie, entre los gauchos, tenía
fusil, que era un arma de los ricos. Cazaban con trampas y con bolas.
El Gauchito adquirió una destreza notable. Podía bolear a los patos en
el aire. En los esteros andaban en canoa. Atravesaban grandes peces
con lanza y los comían asados. Dormían en una choza de junco que se
habían armado. El Gauchito se enamoró del paisaje, de sus sonidos y
de las noches estrelladas. Venancio se había criado en la frontera con
Paraguay y sabía poco castellano. Le hablaba casi siempre en guaraní.
El Gauchito le entendía y le respondía en castellano.
A los dieciocho años el Gauchito decidió volver a la estancia. Le
dijo a Venancio que quería andar por su cuenta y se despidió de él.
Regresó a “La Trinidad”, donde había crecido, y le dijo al patrón que
estaba buscando trabajo. Poco después Don Indalecio lo llamó. Un
amigo suyo había muerto en una batalla grande en el arroyo Pavón,
en Santa Fe, y su esposa, que había quedado sola, necesitaba ayuda
en su campo. Don Indalecio sabía que el Gauchito era un muchacho
listo e inteligente. Le dio una carta y lo envió a “La Estrella”, cerca de
Mercedes.
La viuda lo recibió. Era una mujer de unos treinta años, hermosa,
y de cuerpo algo grueso. Se llamaba Estrella, como la estancia. Su
marido le había puesto ese nombre en honor suyo. Desde un primer
momento el Gauchito le llamó la atención. Era un muchacho bajito,
con cara de niño. Aparentaba menos edad que la que tenía. Después
de hacerle algunas preguntas, le ofreció el trabajo. El capataz lo puso a
cargo de una cantidad de animales. Era buen jinete y sabía seleccionar
y apartar el ganado. Los arreaba a las aguadas y a los pastizales.

— 141 —
Los chicos pobres

Un día, en un fogón, un gaucho grandote se burló de él. Los otros


se rieron y el Gauchito se ofendió. Lo desafió a pelear y desenvainó
su cuchillo. El grandote sacó el suyo y se trenzaron. El capataz se
interpuso y los desarmó. Les dijo que en la estancia, por orden de la
patrona, estaban prohibidas las peleas y los hizo azotar.
Los gauchos arreaban con el rebenque y el lazo. El Gauchito prefería
las boleadoras. Como era bajo, se las ataba alrededor del pecho, en
lugar de la cintura. Decía que le resultaba más cómodo. El capataz lo
mandaba en persecución de las reses que escapaban y las inmovilizaba
con un tiro de bolas. Una vez que estaban en el monte boleó a un
jabalí. Los otros gauchos festejaron su hazaña y comieron el jabalí
asado a las llamas. Lo abrieron en dos, lo clavaron en una cruz de
hierro, hincaron la cruz en la tierra, lo cubrieron con una montaña de
ramas de espinillo que juntaron e hicieron una enorme fogata. Pocos
minutos después extinguieron el fuego. La carne estaba a punto.
A los veinte años se dejó crecer el bigote para parecer más grande.
Tenía un rostro bondadoso y ojos penetrantes. Muchos lo consideraban
afeminado y lo miraban con sorna. Como buen correntino, respetaba
las creencias de su tierra. Se hizo grabar en el esternón un tatuaje de
San La Muerte a punta de cuchillo. San La Muerte lo protegía de las
alimañas peligrosas cuando estaba en el monte y en los esteros. Había
ocelotes, víboras y yacarés. Sus fieles creían que los protegía también
de los peligros de la guerra. Las luchas civiles asolaban la región. Cada
dos por tres venían a buscar gente para alguna refriega. El Gauchito
no había ido a la guerra todavía, pero sabía que en algún momento le
iba a tocar.
Por la noche, si no andaba lejos, en un arreo, regresaba a la estancia.
Dormía en un galpón de techo alto, junto a los otros peones. Las noches
de luna salía a contemplar el campo. A la patrona, Doña Estrella, le
gustaba sentarse en el corredor de la casa. La mujer lo observaba y se
empezó a interesar en él.
Algunas veces, cuando lo veía por las noches, la viuda lo llamaba
para hablar. Le preguntaba por sus cosas. Cuando supo que sabía leer,
le pidió que le leyera la Biblia. Lo hizo pasar a la casa y leyó a la luz de

— 142 —
Alberto Julián Pérez

la lámpara. La escena se repitió con cierta frecuencia. Lo convidaba


con cognac o ginebra. El Gauchito, que era muy tímido, hacía todo lo
que ella le decía. Un día pasó lo inevitable. La señora, que lo deseaba,
lo empezó a acariciar y lo besó. Después se lo llevó al dormitorio e
hicieron el amor. El Gauchito era un muchacho tierno y apasionado.
La mujer se enamoró de él. El Gauchito se dejaba hacer. Al tiempo
ya casi no iba a dormir al galpón. Los demás peones lo empezaron a
celar. Se dieron cuenta que tenía tratos íntimos con la patrona.
Poco después llegaron a la estancia dos hermanos de Doña
Estrella. Durante varios días el Gauchito no se acercó a la casa.
Uno de los hermanos vestía uniforme militar. El otro usaba ropa de
ciudad. Vivían en Corrientes. Días más tarde vino de visita el Capitán
Alvarado. Era pretendiente de Doña Estrella y un hombre influyente,
oficial del Ejército y Jefe de la Policía de Mercedes. Tenía como
cuarenta años, era alto y de porte marcial. Era amigo del Gobernador
y en la región le temían.
El Capitán empezó a venir seguido por las tardes. La señora
le pidió una vez al Gauchito que les cebara mate, y allí pudo ver a
todos de cerca. No sabía por qué los hermanos de Estrella habían
ido a la estancia. Estaba preocupado, pensaba que quizá quisieran
aprovecharse de ella, que era tan rica.
Cuando se fueron los hermanos la situación se normalizó. El
Capitán la visitaba de vez en cuando durante el día y salían a pasear a
caballo, o ella lo invitaba a almorzar. También les gustaba tomar mate
juntos en el corredor de la casa. Pasaban tiempo solos en el interior
de la vivienda, pero el Capitán no se quedaba por las noches en la
estancia.
Doña Estrella estaba infatuada con el muchacho. Lo invitaba por
la noche a la casa. Le gustaba bañarlo en una tina, perfumarlo y luego
llevarlo a la cama y jinetear encima de él. El Gauchito era de piel
blanca, sin bellos, y su cuerpo era más pequeño que el de ella. Doña
Estrella lo acariciaba, jugaba con su bigote y le decía que lo quería.
El Gauchito se fue enamorando de ella. Nunca había estado con una
mujer antes.

— 143 —
Los chicos pobres

Los otros peones miraban con envidia la relación del Gauchito con
la patrona. Alguien hizo llegar al Capitán los rumores sobre las visitas
nocturnas del muchacho a la viuda. Al tiempo regresó a la estancia el
hermano militar de Doña Estrella. Se quedó allí varios días. Venía de la
guerra. Los dos, aparentemente, hablaron de negocios. Después vino el
Capitán. El Capitán lo mandó llamar al Gauchito. Le dijo que se venían
malos tiempos, y que él iba a tener que internarse en el monte con un
rebaño de ganado. Doña Estrella asintió. Había guerra y no querían que
les confiscaran todos los animales.
El Gauchito, junto con otros peones, se llevaron los animales al
monte. Allí vivieron por varios meses. Cuando volvieron a la estancia
los recibió el Capitán Alvarado. No pudo ver a Doña Estrella. El
Capitán le dijo al Gauchito que iba a vivir en un puesto algo alejado de
la casa, y que no abandonara el sitio si él no lo autorizaba. El muchacho,
que extrañaba a su amante, merodeaba por las noches los alrededores
del casco. Intentó acercarse y dos policías que estaban vigilando se le
echaron encima. Se cubrió la cara con el pañuelo, sacó el facón y les hizo
frente. Hirió a uno y logró escapar. Al día siguiente el Capitán lo vino a
buscar con dos policías y se lo llevaron detenido. Lo acusó de tratar de
robar en la casa y de herir a un policía. El Gauchito negó que hubiera
sido él. Lo hizo azotar y estaquear. Lo dejó un día tendido al sol. Doña
Estrella, que se enteró, vino a pedir por él. Dijo que era un buen peón
y que debía perdonarlo. El Capitán no quería entrar a competir con el
muchacho. Le ordenó que se fuera lejos, que no volviera a la estancia.
Era sospechoso de haber herido a un policía y si regresaba podía irle
muy mal.
Estaban reclutando gente para la guerra contra el Paraguay. El
Gauchito lo vio como una oportunidad para probarse. Era 1866, ya
había cumplido veintidós años. Fue a Corrientes y lo destinaron a un
cuerpo de infantería. La guerra se peleaba en los esteros y el Gauchito
conocía ese tipo de terreno. La vida militar no era lo que pensaba. Había
que pasarse mucho tiempo en el campamento, esperando órdenes. Se
aburría. Se hizo de varios amigos. Eran casi todos gauchos como él. Los
oficiales hablaban poco con ellos, venían de las ciudades del litoral.

— 144 —
Alberto Julián Pérez

Había un soldado que era diferente a los demás. Andaba siempre


con una carpeta. La apoyaba donde podía y se ponía a dibujar. Hacía
croquis y dibujos del campamento y los alrededores. También dibujaba
a otros soldados, en diferentes posiciones. Ponía el lápiz delante de la
vista para tomarle el tamaño a las cosas y calcular las distancias. Le
decían Cándido. Peleó junto a él en la batalla de Sauce. En la batalla
de Curupaytí lo hirieron mal y perdió el brazo derecho. El Gauchito
lo vio cuando lo llevaban al hospital de campaña. El otro lo reconoció
también. Le dijo que no iba a poder dibujar más ni pintar. El Gauchito
le respondió que si realmente era pintor, iba a aprender a pintar con la
otra mano. El muchacho lo miró agradecido.
Los porteños se quejaban por los rigores del clima. Hacía calor y
humedad, y había muchos insectos. Los soldados se enfermaban.
Tenían que luchar en las peores condiciones. Curupaytí fue una
verdadera carnicería. Les dieron orden de avanzar por los esteros
contra las posiciones del enemigo, pero no llegaban nunca. Los que
morían quedaban semihundidos en el agua. Durante la batalla el
Gauchito se extravió. Cuando llegó la noche se ocultó en un terreno
más elevado y seco. Agotado se durmió. Lo despertaron ruidos de
hombres que se acercaban. Hablaban en guaraní. Se dio cuenta que
eran soldados paraguayos. Agarró su fusil y preparó la bayoneta para
defenderse. Se quedó quieto. Los otros pasaron a varios metros de él
y no lo vieron. Decían que eran hombres del Capitán Ayala y que los
argentinos estaban casi derrotados. A la mañana pudo regresar a sus
posiciones. La batalla se prolongó varios días más y, tal como decían
los paraguayos, los argentinos perdieron.
Pero eran muchos. Pasaron los meses y la guerra se empezó a
inclinar del lado argentino y sus aliados brasileños y uruguayos.
Llegó a su Regimiento un oficial periodista. Era Capitán. Había
combatido en Sauce y en Curupaytí, donde lo habían herido. Al
Gauchito le llamaba la atención verlo leer y escribir. Un día se
acercó a él para observar lo que escribía. El otro le preguntó si
podía entender lo que decía allí. El Gauchito le dijo que sí, que
sabía leer. El Capitán se sorprendió. Los gauchos eran casi todos

— 145 —
Los chicos pobres

analfabetos. El Gauchito le dijo que había aprendido a leer en la


estancia de sus patrones, donde su madre era la cocinera. El otro
se presentó, era el Capitán Mansilla y trabajaba para un diario de
Buenos Aires, La Tribuna. Cumplía además funciones militares.
Le preguntó si le quería ayudar. El Gauchito le dijo que sí. Le pidió
que pasara en limpio los artículos que escribía. El Gauchito tenía
una letra muy clara y perfilada. Escribía en una mesa de campaña,
junto a la tienda del Capitán. Se pasaba horas trabajando y casi
dibujaba cada letra. Mansilla le preguntó si había leído libros. El
Gauchito le respondió que la Biblia. Mansilla le preguntó si algún
otro. El Gauchito le dijo que no.
Se hizo inseparable del Capitán y lo seguía a todos lados.
Mansilla le pedía que le leyera en voz alta los diarios que le llegaban
de Buenos Aires. Estaba en contra del gobierno, no quería al
Presidente y criticaba la dirección de la guerra. Las crónicas que
escribía analizaban la situación con un tono negativo y pesimista.
Su Regimiento estuvo estacionado varias semanas sin moverse.
Mansilla se aburría de la vida en el campamento. Por fin recibieron
órdenes de adelantar sus posiciones. Todo el Regimiento marchó
y se ubicaron más cerca del enemigo. Hicieron terraplenes para
protegerse de las balas y cavaron trincheras. Mansilla tenía un
gran sentido del humor y le gustaba hacer bromas y contar chistes
a sus soldados. Las horas eran largas y no había mucha acción. Los
paraguayos tenían pocas municiones y casi no disparaban. Era
una guerra de nervios. Estaban siempre observando al enemigo y
esperando.
Mansilla propuso que cargaran a la bayoneta, pero el Mando
superior se opuso. El Capitán regresó a su puesto furioso y se
subió encima de los terraplenes. Empezó a agitar los brazos.
Los paraguayos le gritaban cosas. Los argentinos respondieron.
Algunas balas paraguayas picaron sobre las fortificaciones. Le
pidieron a Mansilla que bajara, antes que lo hirieran. Él empezó
a reírse a carcajadas. Se bajó los pantalones y les mostró el culo a
los paraguayos. Los soldados empezaron todos a reírse. Esa tarde

— 146 —
Alberto Julián Pérez

terminó sin mayores incidentes. Mansilla había sido el héroe del


campamento.
Días después avanzaron y desalojaron a los paraguayos de su
posición. Tuvieron que cargar de frente contra el enemigo. Hubo
muchos muertos. El Gauchito vio como un soldado paraguayo
se le venía encima. Logró hacerse a un lado y lo atravesó con la
bayoneta. Mientras estaba expirando el paraguayo lo miró a los
ojos. Era un muchachito de no más de quince años. El Gauchito le
sostuvo la cabeza y el otro murió en sus brazos. Siguió peleando,
pero esa noche no pudo olvidarse de la mirada del joven soldado
moribundo.
La guerra siguió su curso. A su Regimiento de a poco lo fueron
diezmando. Ya no quedaban ni la mitad de los hombres. Lo hirieron
en un hombro y lo mandaron a la retaguardia. Lo atendieron y
lo vendaron unas mujeres que hacían de enfermeras, hasta que
recuperó las fuerzas. Cuando volvió al frente ya Mansilla no estaba,
lo habían hecho regresar a Buenos Aires.
Al mes siguiente enviaron a su Regimiento a Corrientes y lo
acuartelaron. Su unidad permaneció allí durante varios meses,
hasta que terminó la guerra. Licenciaron a todos y les dieron unos
pocos pesos para que volvieran a sus pagos. Cuando el Gauchito
llegó a Pay Ubre se enteró que Doña Estrella, la patrona, se había
casado con el Capitán Alvarado. Este se había retirado de la policía
y ahora administraba la estancia. El Capitán recibió con desagrado
la noticia del regreso del Gauchito. Sospechaba lo que había pasado
entre él y su mujer.
El Gauchito consiguió trabajo en un campo. Atendía los
animales. Los llevaba a las pasturas y las aguadas. Tenía un buen
caballo y salía a galopar por las tardes después del trabajo. Sintió
tentación de acercarse a la estancia de Doña Estrella, pero no lo
hizo. Le costó mucho adaptarse otra vez a la vida de peón. La guerra
lo había cambiado. Tenía pesadillas por las noches. Veía los ojos del
muchachito que había atravesado con la bayoneta y había muerto
en sus brazos. Se despertaba angustiado.

— 147 —
Los chicos pobres

Un día lo vino a buscar la policía al campo donde trabajaba.


Era el año 1871. Le dijeron que no lo querían en el pago. Las cosas
estaban difíciles, había muchos cuatreros y le convenía irse de allí.
El Gauchito entendió, pero no hizo caso. Al tiempo se enteró de
que en Corrientes se habían levantado contra el gobierno. El Jefe
de la policía se presentó en la estancia y dijo que pronto llegaría
un Comandante a buscar soldados para la guerra civil, y que se
prepararan para luchar. El Gauchito sintió que no tenía nada que
ganar y que realmente no quería pelear en otra guerra. Para él
los hombres eran todos hermanos, aunque vivieran en distintas
provincias o países. Esa noche tuvo un sueño. Se le apareció Cristo,
rodeado de una luz blanca. Tenía un rostro de aspecto adolescente.
Él reconoció los ojos del soldado paraguayo muerto. Dios le habló
en guaraní y le dijo que el hombre no debe derramar la sangre del
hombre. Le pidió que rezara a San La Muerte para que lo protegiera.
Al otro día llegó una partida de soldados. El Comandante explicó
que ellos eran azules liberales y estaban en contra de los autonomistas.
Les ordenó que se alistaran, se los llevaban a todos a pelear. Tuvieron
que seguirlos. Hicieron una gran redada en varias estancias sin
preguntar a los peones de qué parte estaban. Los obligaron a ir con
ellos. Los gauchos eran todos federales y colorados. Siempre habían
visto a los liberales como enemigos. Dos compañeros le vinieron a
hablar. Quedaron en huir esa noche y escapar hacia los esteros. No los
encontrarían. El Gauchito conocía muy bien el terreno y sabía como
vivir allí.
Se fugó con los otros dos. Eran desertores y tendrían que andar
como gauchos fugitivos. Se perdieron en los Esteros del Iberá. En una
isleta hicieron una choza y se quedaron a vivir allí. Uno de los gauchos,
Francisco Gonçalves, era mestizo, hijo de padre brasileño y madre
correntina, y el otro, Ramiro Pardo, criollo. Se pasaron muchos meses
pescando y cazando en los esteros, esperando que terminara la guerra
civil y hubiera paz.
Francisco llevaba en su montura una Biblia. No sabía leer. Cuando
se enteró que el Gauchito sí sabía, le pidió que le leyera los Evangelios.

— 148 —
Alberto Julián Pérez

Todos los días por la tarde leía un rato en voz alta y los otros escuchaban.
Les gustaba sobre todo el relato de la pasión, cuando entregan a Cristo
y lo crucifican. Decían que el mundo estaba lleno de traidores.
Había transcurrido un año por los menos, y el Gauchito se atrevió a
dejar su escondite para buscar noticias. Enfiló hacia una zona poblada
y se detuvo en una pulpería. El dueño le dijo que la guerra había
terminado. Compró yerba y ginebra. Vio encima de unas barricas
unos cuadernos impresos. Tomó uno y lo hojeó. El cuaderno decía El
gaucho Martín Fierro. Estaba en verso. El pulpero le dijo que lo había
escrito un periodista de Buenos Aires y lo vendía por unos pocos
centavos. Se llevó uno. Le dijo al pulpero que era cazador y quería
vender pieles y plumas. Le preguntó si se las compraba. Este mostró
interés. El Gauchito prometió volver con una carga.
Regresó a los esteros. Sus compañeros de aventura quedaron
encantados con la noticia del fin de la guerra. Podían dedicarse
tranquilamente a cazar nutrias y garzas. Les gustó mucho el libro
que trajo el Gauchito. De ahí en más lo preferían a la Biblia. Todas las
tardes les leía unas estrofas del Martín Fierro. Ellos habían escuchado
a los cantores payar en los fogones y en las pulperías. En las estancias
siempre había una guitarra para el que quisiera improvisar. Pero nunca
habían oído versos tan lindos. Le pedían que les leyera las estrofas una y
otra vez. También discutían lo que el libro decía y se hacían preguntas.
Estaban de acuerdo que en el pasado los gauchos habían sido más
felices que en esos momentos. Muchos paisanos tenían su campito, sus
vacas y su tropilla. Trabajaban en las estancias y nadie los molestaba
ni los perseguía. “Eran otras épocas - dijo Francisco - Eran tiempos
de Rosas”. El Gauchito recordó que el Capitán Mansilla siempre le
decía que ya no quedaban criollos, y que por culpa del gobierno iban a
desaparecer los gauchos. Después de la caída de Rosas habían venido
malos tiempos. Francisco dijo que a su padre un Comandante le quitó
la tierra. Al de Ramiro lo habían perseguido para sacarle la mujer. Lo
mandaron a la frontera de Córdoba, a luchar en los fortines. Su madre
se había ido a vivir con un Sargento y a él lo enviaron lejos a trabajar
de boyero. Ya no volvió a ver a su madre.

— 149 —
Los chicos pobres

A todos les gustó que Martín Fierro se defendiera. Era muy


hombre. El ejército era una desgracia. Los oficiales eran unos ladrones
que dejaban al gaucho en la miseria. Cuando el Gauchito les leyó los
versos en que Martín Fierro desertaba todos se identificaron con él.
Celebraron también la parte en que luchaba con la partida y el Sargento
Cruz se ponía de su lado. Para ellos la amistad era algo sagrado, un
gaucho no debía abandonar a otro gaucho, mucho menos si estaba en
peligro.
Se quedaron juntos varios meses más. Cazaban aves acuáticas y
guardaban las plumas; también atrapaban nutrias y otros animales
salvajes y conservaban los cueros. Cada tanto el Gauchito iba a la
pulpería con los tres caballos cargados. Volvía con dinero y con
noticias. Se repartían el dinero y lo guardaban en el cinturón. En
1874 hubo una nueva guerra civil. Las aguas estaban revueltas. Sus
dos compañeros pensaron que era un buen momento para tratar de
regresar, mezclarse con la población y abrirse camino. La policía estaba
entretenida y ocupada con la leva. El Gauchito prefirió quedarse un
poco más y le pidió a Francisco que le dejara la Biblia. El otro accedió.
De todos modos, no sabía leer. Se despidieron. Los dos enfilaron hacia
el sur de la provincia.
Antes que los gauchos Gonçalves y Pardo llegaran a Goya una
partida los detuvo. Los acusaron de ser ladrones y cuatreros. No
los juzgaron. Cuando supieron que eran desertores decidieron
ajusticiarlos. Uno dijo que los llevaran a Goya y los mataran allá. Pero
no quisieron tomarse el trabajo de llevarlos prisioneros. Los fusilaron
al costado del camino. El Gauchito nunca supo que sus amigos habían
muerto. Se quedó viviendo en su isleta, en los esteros. Se sentía bien
solo. Desarrolló una intensa vida espiritual. Leía El gaucho Martín
Fierro y la Biblia. Pasaba mucho tiempo meditando.
Por las tardes, cuando caía el sol y el cielo se teñía de rojo, se tendía
en el suelo y se concentraba en un punto en el centro de su frente.
Empezó a tener visiones. Conversaba con San La Muerte. Se le aparecía
su esqueleto y le decía que lo protegía y velaba por él. El Gauchito
contestaba que no tenía miedo de morir. El quería ver a Dios un día.

— 150 —
Alberto Julián Pérez

Sintió que todo eso que pasaba era una preparación para otra cosa. En
algún momento tenía que volver al pago que había dejado, y para ese
entonces él sería otra persona. También se le apareció el adolescente
paraguayo que había matado en la guerra. El Gauchito le prometió que
ya no iba a derramar más la sangre del hombre. Finalmente, en 1875 se
decidió a dejar su refugio.
Llevaba una cierta cantidad de dinero que había ahorrado con la
venta de plumas y cueros. Iba muy prolijo. Se afeitó la barba con su
facón y se dejó el bigote. Tenía un facón con mango de asta de ciervo,
muy valorado. Iba con sus boleadoras atadas al pecho. Era un cazador
consumado y no moriría de hambre mientras tuviera sus bolas.
Se mantuvo alejado de los lugares en que había vivido o que antes
frecuentaba. Cuando se sentía convencido de que no había pasado
por esos pagos, se animaba a acercarse a los caseríos. Se detenía en
el rancho de algún paisano y le pedía hospitalidad. Encontró que el
campo estaba menos poblado que antes, había muchas taperas. No
eran buenos tiempos para los gauchos. Llevaba con él su poncho rojo
y cuando le preguntaban si era federal no lo desmentía. Decía que era,
como todos los pobres, defensor de los gauchos.
Una vez se paró en un rancho y encontró una situación desoladora.
Vivían en él un gaucho, su china y sus dos hijos. Un hijo estaba muy
enfermo. Tenía una fiebre que lo consumía. Su cuerpo estaba lleno de
llagas y bubones. Hacía días que estaba inconsciente, y esperaban que
muriera esa noche. Movido por la compasión, el Gauchito se arrodilló
frente a su catre y le tocó la frente. Luego dirigió su mano hacia las
llagas y los bubones. Sacó la Biblia y se puso a leer el capítulo 9 del
Evangelio de San Mateo. Cuando llegó a la parte en que Jesús sana a
los enfermos, el niño moribundo abrió los ojos y se incorporó en el
lecho. Los padres retrocedieron con miedo. El niño se puso de pie y
pidió agua. Le trajeron agua, la bebió y dijo que tenía hambre. El padre
carneó un cordero e hicieron un asado. Le pidieron al Gauchito que se
quedara a pasar la noche en el rancho. A la mañana el niño tenía la piel
bien, no quedaban rastros de las llagas y estaba sonriendo. El Gauchito
anunció que seguía viaje. No lo querían dejar ir. No sabían qué darle.

— 151 —
Los chicos pobres

El hombre le dijo que se llevara un caballo ladero. El Gauchito andaba


en un tordillo. Dijo que no le hacía falta, que se sentía contento de que
el chico estuviera bien.
Se fue. No entendía bien lo que había pasado. Dios había intervenido.
Había curado por su intermedio. Lo había aceptado como vehículo
suyo. Le había dado un poder. Quedó obnubilado. Llegó hasta un
bosquecito. Decidió quedarse allí por varios días. No cazó ni comió.
Sólo bebió agua de un arroyo. Hizo ayuno por una semana. Se pasaba
el día tumbado bajo los árboles, meditando. Leía la Biblia. Al atardecer
salía a caminar. Espiritualmente fortalecido decidió seguir viaje. Pidió
trabajo en una estancia. Le dieron una tropilla de potros jóvenes,
algunos redomones y algunos sin domar, para que los amansara. Era
buen domador. Escuchó una voz que le dijo que no los golpeara. Eran
criaturas de dios, le entenderían si les hablaba. Decidió obedecer a
la voz. No castigó a los animales. Les hablaba. Los caballos parecían
entenderle. Les fue quitando las cosquillas y los miedos. Los abrazaba.
Los animales se restregaban contra su pecho. Luego los montaba y los
potrillos se comportaban como caballos mansos que hubieran sufrido
la montura por mucho tiempo. Los hacía andar sin ponerles el freno.
Les aplicaba una presión con las piernas en el costado y los animales
obedecían. Un gaucho le preguntó dónde había aprendido eso, que
si había vivido con los indios. Respondió que no, que él solo había
aprendido. Después les puso el freno y dejó que los montaran otros.
Los animales respondieron bien.
Siguió viaje y fue a otra estancia. Le ofrecieron trabajo de peón.
Aceptó. Volvió a tener visiones. Una vez, junto a una aguada, se le
apareció Cristo. Le dijo al Gauchito que era, como él, un cordero. Le
pidió que no tuviera miedo, que él lo iba a recibir en su reino. El cordero
estaba en el mundo para lavar los pecados y redimir al hombre.
Un día cuando llegó a la casa del patrón vio un carruaje que había
venido de la ciudad. Preguntó a los otros peones qué pasaba. Había
llegado el médico. La mujer del patrón estaba muy enferma, le dolía
el costado. Tenía un ataque de apendicitis. A la mañana la sacaron al
corredor de la casa. Todos se acercaron a verla. Tenía la tez amarilla.

— 152 —
Alberto Julián Pérez

El médico dijo que no se podía hacer nada. Al llegar la tarde la mujer


no hablaba, no podía tragar. El médico dijo que buscaran a un cura
porque iba a morirse, que le dieran la extremaunción. Mandaron a
buscar al pueblo a un vecino que se hacía pasar por cura y a veces
celebraba misa. Mientras pasaba esto, el Gauchito quiso probar si Dios
le concedía un favor. Se acercó a la mujer y empezó a rezar en silencio.
Los demás no se dieron cuenta. Le pidió a Cristo que la salvara, y a San
La Muerte que no se la llevara. Después de diez minutos la mujer abrió
los ojos. Les dijo que había tenido una visión. Había venido del cielo una
paloma blanca y había depositado gotas de rocío en su boca. Pensaron
que deliraba. La mujer se incorporó en el lecho. Le preguntaron si le
dolía algo. Dijo que no, que estaba bien, que no le dolía nada. Preguntó
que por qué estaban todos reunidos allí y se levantó. El Gauchito se
retiró al galpón donde dormía y le agradeció a Dios. Nadie entendió
lo que había pasado, pero el Gauchito supo que había sido Cristo, que
había intercedido y le había concedido su súplica.
Días después dejó su trabajo y se internó en el monte. Se detuvo bajo
un árbol e hizo ayuno por una semana. Se preguntó qué significaba
todo eso, que qué iba a hacer con su vida. Que por qué lo había elegido
Dios y qué quería de él. Le dijo a Cristo que si él servía para lavar la
sangre de los pecados que se lo llevara, que él estaba en sus manos.
Era 1877 y el gauchito estaba por cumplir treinta y tres años. Había
vivido mucho tiempo escapando. El único amor que había conocido
era el de la viuda. Había ido a algunas fiestas y bailes, pero raramente
se acercaba a una mujer. En cada una veía algo de la que había sido su
amada y retrocedía.
Finalmente decidió que era tiempo de volver a sus pagos. Quería
visitar la tumba de su madre. Sabía que era peligroso, pero rezó, y
pensó que Dios iba a decidir cuando fuera su hora. El 6 de enero de
1878 fue a Mercedes a las celebraciones de Reyes. Se dijo que quería
ver a la gente, pero realmente lo que quería era saber algo de Estrella.
Pensó que ella estaría ya grande, pero él la seguía queriendo. Fue a la
misa, y después a la fiesta. Había empanadas y vino. Al rato empezó la
guitarreada. El pueblo estaba animado.

— 153 —
Los chicos pobres

Al atardecer fue al cementerio a visitar la tumba de su madre.


Por la noche durmió en el camposanto, tapado con su poncho. A
la mañana siguiente regresó al pueblo y se acercó a un almacén a
tomar una caña. Quería enterarse de las novedades. De pronto sintió
una mano que le sostenía el brazo. Se volvió y se encontró con la
mirada del antiguo Jefe de policía y esposo de Estrella. “Sabía que iba
a volver”, le dijo. Le apuntó con una pistola y le ordenó que marchara
con él. Fueron a la comisaría. “Enciérrelo”, le dijo al Comisario. “Es
un ladrón y un desertor”. Pasó la noche en el calabozo. Pensó que
esa quizá era la última noche de su vida.
La mañana del 8 de enero el Comisario lo sacó del calabozo y lo
entregó a una partida que lo esperaba. “Llevenseló - le dijo al Sargento
- Es un ladrón, un cuatrero y un desertor. Ya saben lo que tienen que
hacer”. El Juez de Paz estaba en la Comisaría en esos momentos y quiso
interceder. “Si cometió un delito, hay que juzgarlo – dijo - Debemos
someternos a la ley”. El Comisario lo miró con sorna. “Si se creerá que
es Avellaneda - se burló - Hay demasiado gaucho bandido en esta tierra”.
“Iré al Gobernador - respondió el otro - Basta ya de derramar sangre
inocente. Los delitos hay que probarlos”.
Los policías le ataron las manos y se lo llevaron. Cuando habían
andado dos leguas el Sargento detuvo la partida. Desensillaron junto
a un algarrobo. El Sargento lo hizo bajar y lo paró junto al árbol. Les
dijo a sus hombres que prepararan los fusiles. “¿Por qué me vas a matar,
Sargento? - preguntó el Gauchito - No he cometido delitos. Me persiguen
injustamente. Vas a derramar sangre inocente”. El Sargento le quitó la
camisa y dejó su pecho desnudo. Apareció en su lado izquierdo tatuada
la imagen de San La Muerte. Le apuntaron. El Gauchito los miró. Los
policías bajaron las armas. Dijeron que no podían disparar contra San
La Muerte, porque se condenarían. El Sargento, con rabia, tiró un lazo
por encima de una de las ramas del algarrobo, le ató los pies y lo colgó,
cabeza abajo. “No me mates Sargento, soy inocente - repitió - No le creas
al Comisario. Hazle caso al Juez”.
En ese momento el Gauchito tuvo una visión. Se le apareció un niño
cubierto de vendas, que venía del cielo. Tenía los mismos ojos que el

— 154 —
Alberto Julián Pérez

Sargento. Comprendió que era su hijo. El Sargento sacó el cuchillo de asta


de ciervo que le había quitado al Gauchito Gil y se preparó. El Gauchito
se dio cuenta que había llegado su hora. Pensó en su visión. Dios quería
decirle algo, le había mandado un mensaje. Al fin entendió. “Sargento -
dijo - tu hijo se ha enfermado y se está por morir. Después que me hayas
matado reza por mi alma. La sangre de un inocente sirve para lavar
los pecados. Reza por mí y tu hijo se salvará. Invoca mi nombre y yo lo
curaré. También te perdonaré a vos por derramar mi sangre, porque así
lo quiere Dios. Invoca mi nombre y se hará el milagro”.
El Sargento lo miró con burla y le dijo que no se preocupara, que su
hijo estaba bien. Después de un tajo le abrió la yugular. El Gauchito
se desangró rápidamente y expiró. Lo bajaron del árbol y lo dejaron a
un costado. El Sargento no quiso perder tiempo en enterrarlo. Estaba
preocupado por lo que éste había dicho sobre su hijo. Lo cubrieron
con hojas y ramas. El Sargento ordenó a sus hombres que regresaran
a la comisaría, que él tenía algo importante que hacer. Salió al galope
hacia su rancho. Al llegar ya se olía la tragedia. Su mujer lo recibió
llorando. Su hijo menor, de diez años, estaba muy grave. No podía
respirar. Le dijo que se estaba muriendo. El Sargento comprendió
todo. Se hincó de rodillas ante el lecho donde yacía el niño y se puso
a rezar. Invocó al Gauchito Gil, y le pidió al difunto que le perdonara
su crimen, y que su sangre inocente lavara sus pecados. Cuando se
levantó, su hijo abrió los ojos y empezó a respirar normalmente.
Llamó a la madre y le pidió que le trajera algo de comer. El Sargento
agarró su caballo y volvió al galope hasta el algarrobo donde había
quedado el cuerpo del Gauchito. Quitó las ramas que cubrían su
cadáver y se abrazó a su cuerpo. Tomó el poncho rojo que le había
sacado y cubrió el cadáver. Se arrodilló ante él y le pidió perdón. Con
su facón empezó a cavar una sepultura al pie del algarrobo. Cortó
una rama de espinillo e hizo una cruz. Besó la frente del Gauchito
y depositó su cuerpo en la tumba. Colocó sobre su pecho los dos
libros que había encontrado en su apero: la Biblia y el Martín Fierro,
y cruzó sus manos sobre ellos. Ayudarían a su alma en el viaje. Lo
cubrió de tierra, colocó la cruz y ató el poncho rojo en sus brazos.

— 155 —
Los chicos pobres

Hizo un fuego y con carbón escribió: “Gauchito Gil”. Se persignó,


montó en su caballo y regresó a su rancho.
Al llegar le confesó a su mujer lo que había ocurrido. Le dijo que
había derramado la sangre de un inocente. Que Dios lo había castigado
y enfermado mortalmente a su hijo. Que invocó la sangre del Gauchito
y Dios lo perdonó y lo salvó. El Gauchito había hecho el milagro. La
mujer le creyó. Era muy religiosa. Decidieron hacer una peregrinación
a pie a la tumba del Gauchito. Trescientos metros antes de llegar al
algarrobo, el Sargento empezó a andar sobre sus rodillas y a rezar.
Su mujer caminaba a su lado, agradeciéndole al alma del difunto.
Hicieron una fogata y se quedaron toda la noche junto a la tumba.
El Sargento regresó al día siguiente a su trabajo y les contó a sus
hombres lo sucedido. Era gente de una fe profunda. Pensaron que si
el Gauchito había hecho un milagro, podía hacer otros. Uno de ellos
tenía a su madre enferma con manchas en la piel. Creía que era lepra.
El agente fue con su madre a la tumba del Gauchito y se puso a rezar.
Le pidió que la sanara. Dos meses después habían desaparecido las
manchas. El Gauchito había hecho otro milagro. En Mercedes se
corrió la voz de lo que había pasado.
El 8 de enero del año siguiente, al cumplirse un año de su muerte,
el agente y su esposa decidieron visitar su tumba. No eran los únicos.
Allí estaba también la familia del Sargento. Al rato empezaron a llegar
otros. Se juntaron como unas treinta personas. Llevaban flores rojas
y las depositaron sobre la tumba. El poncho rojo del Gauchito estaba
todo desteñido y deteriorado por el agua y el sol. El Sargento clavó otro
poncho rojo sobre el tronco del algarrobo, frente a la tumba. Después
dirigió las plegarias. Le pidió perdón por haber derramado su sangre, y
le rogó para que los protegiera. Pidió que su sangre inocente lavara sus
pecados. Después de eso comieron y bebieron, y esa noche regresaron
a Mercedes, fortalecidos.

— 156 —
Ensayos
Alberto Julián Pérez

La poesía indígena del Churqui


Choque Vilca

El poeta Germán Walter Choque Vilca nació en Tilcara, Jujuy, en 1940 y


murió en el mismo pueblo en 1987. Lo apodaban el « Churqui » (nombre
que recibe en Jujuy el árbol del espinillo), aludiendo a su cuerpo,
membrudo y flaco. Tilcara es uno de los pueblos más representativos
de la Quebrada de Humahuaca y un importante centro cultural del
Noroeste argentino.
Durante la primera mitad del siglo XX, un grupo de jóvenes escritores,
provenientes de distintas áreas del Noroeste, se propusieron renovar la
vida cultural en esta zona del país. Formaron en la ciudad de Tucumán
el grupo literario La Carpa. Publicaron juntos en 1944 una Muestra
colectiva de poemas, en la que participaron Raúl Galán, Julio Ardiles
Gray, Raúl Aráoz Anzoátegui, Manuel J. Castilla, entre otros (Martínez
Zuccardi 326). Eran admiradores de las corrientes de vanguardia.
Valoraban muy particularmente las ideas del Surrealismo. Raúl
Galán (1913-1963), jujeño, fue uno de sus líderes (Martínez Zuccardi
339-351). A la primera publicación de 1944 le sucedieron otras y el grupo
extendió su influencia. Pocos años después, en San Salvador de Jujuy,
otros jóvenes escritores y artistas, imitando su ejemplo, crearon su propia
revista. Tarja apareció por primera vez en 1955 (Lagmanovich 84-88;
Maíz 88-96). Conformaron este grupo los escritores Jorge Calvetti (1916-
2002), Néstor Groppa (1928-2011), Andrés Fidalgo (1919-2008), Héctor
Tizón (1929-2012) y el pintor Medardo Pantoja (1906-1976) (Poderti 85-
96). La revista publicó 16 números a lo largo de cinco años.
Las publicaciones del grupo La Carpa de Tucumán y la Revista Tarja
de San Salvador de Jujuy familiarizaron a los artistas del Noroeste
— 159 —
Los chicos pobres

con las ideas y conceptos que habían introducido en las artes los
principales movimientos cosmopolitas de la primera mitad del siglo
veinte en Buenos Aires y las grandes ciudades del Litoral argentino.
Sus escritores valoraban las propuestas de las vanguardias artísticas
y el realismo socialista. Defendieron el compromiso del artista con
su medio social, y se distanciaron del realismo costumbrista y el
folklorismo poético. Vieron al Modernismo de principios de siglo, que
había marcado un momento glorioso en nuestra lengua, como a una
poética anticuada y perimida (Pérez 165-75).1
La obra de los escritores y artistas de Tarja tuvo un impacto directo
en la cultura de Tilcara : Néstor Groppa, de origen cordobés, vivió
en el pueblo, y el gran pintor indígena Medardo Pantoja, oriundo
de Tilcara, se mantuvo siempre vinculado a su región y a la ciudad
de Jujuy, donde trabajó. El Churqui lo conoció muy bien. Le dedicó
un admirable poema cuando este murió. Tanto su ejemplo humano
como su pintura influyeron en su personalidad artística y en su obra
(Fantoni 5-28).
La Quebrada es un ámbito geográfico y humano excepcional.
Habitada por pueblos indígenas desde épocas tempranas, integró la
parte sur del Imperio Incaico (García Moritán y Cruz 15-8 ; Nielsen
307-339). Cuando los españoles invadieron, los nativos resistieron
su dominación. Durante la época colonial fue una activa vía de
comunicación entre Lima y el Río de la Plata. Al comenzar en 1810
el proceso revolucionario, los nativos, ciudadanos de un país nuevo,
lucharon valerosamente para independizarse de España (Paz 8-22).
Una vez consolidadas las fronteras, el área mantuvo su identidad
regional.

1
Cuando los poetas de La Carpa comenzaron a publicar en Tucumán, en 1944, el Modernismo era
aún un movimiento valorado dentro de los medios literarios del Noroeste. En 1945 la gran poetisa
modernista chilena Gabriela Mistral recibió el Premio Nobel de literatura. La actividad de los poetas
de La Carpa ayudó a cambiar el gusto poético y difundir y establecer los ideales vanguardistas entre
los jóvenes del Noroeste. La revista Tarja de Jujuy, publicada a partir de 1955, continuó sus ideas y
difundió las poéticas de vanguardia en todo el territorio de la provincia.

— 160 —
Alberto Julián Pérez

La Quebrada es un cerrado entramado de pueblos y caseríos. Los


habitantes comparten sus costumbres y sus creencias, sus modos de
trabajo y hábitos de alimentación, sus rituales religiosos y expresiones
artísticas. Las características del espacio geográfico facilitaron la
comunicación entre sus pueblos. La extensa falla del terreno recorre
150 kilómetros entre dos cadenas de montañas. El Río Grande atraviesa
el valle que se forma. En este espacio las culturas nativas desarrollaron
su agricultura, criaron sus animales y establecieron un estilo de vida
propio.
La vida social de la Quebrada es más dinámica que en otras zonas
rurales del país. En las zonas de llanura y en las pampas la comunicación
es difícil. Los poblados están distantes entre sí y sus habitantes viven
aislados. La Quebrada, en cambio, tiene una vida social y cultural
intensa. En este ámbito privilegiado la cultura nativa pudo madurar,
expandir sus intereses materiales y espirituales, modelar de forma
perdurable su rico imaginario.
Los blancos que habitan en sus pueblos, junto a los nativos, forman
una minoría. No se han integrado a las comunidades indígenas.
Persiguen sus propios intereses. Han llegado a la Quebrada casi todos
con fines prácticos y objetivos económicos. Los indígenas, aunque
hablen español y se eduquen en las escuelas del gobierno, poseen otra
historia, tienen otros intereses y creencias distintas a las de la minoría
blanca. Cuando uno visita la Quebrada siente la fuerza y autenticidad
de la cultura nativa. Ese ámbito ha forjado una experiencia humana
única y ha dado a sus creaciones el carácter que tienen.
La deidad principal de la cultura indígena es la madre tierra, la
naturaleza, y en ella se centra el culto religioso. La Pacha rige el tiempo
de la vida. El ser humano, su hijo, es parte de su ciclo, y le debe tributo.
Los rituales indígenas celebran los ciclos de la naturaleza. Buscan vivir
en equilibrio y armonía con ella.2

2
La cultura moderna occidental, a diferencia de la indígena, imagina que el tiempo es una línea
ascendente que progresa hacia el futuro. Dentro de este tiempo el hombre puede acumular saber
y riqueza, de manera infinita. Compite con dios, al que considera como él, humano, frágil, débil y
sufriente, y le rinde pobre tributo.

— 161 —
Los chicos pobres

Los nativos valoran también la religión cristiana. Desde los inicios


de la invasión española, cuando los religiosos que acompañaban la
ocupación militar les dieron a conocer los Evangelios, nació en ellos un
gran amor por la figura de Cristo y su madre la Virgen y los incorporaron
a sus creencias. Convivieron también con la lengua del conquistador, de
la que se apropiaron sin abandonar la suya, le dieron nuevos matices
y le imprimieron su sensibilidad. Sufrieron, sin embargo, la violencia
que ejerció sobre ellos otra cultura, con intereses diversos a la propia. La
ocupación militar española tenía objetivos geopolíticos y económicos.
Dominaron y sometieron a los pueblos conquistados. Forzaron el
mestizaje, que no fue un proceso feliz. Los nativos defendieron su
mundo y resistieron con orgullo (Vilca 2-13).
Los grandes escritores y artistas nacidos allí y asociados en su
experiencia al ámbito de la Quebrada representan hoy el legado de
su importante cultura. El Churqui Choque Vilca, destacado poeta,
Medardo Pantoja, pintor, los músicos Tukuta Gordillo y Tomás Lipán,
embajadores de la música nativa en los más diversos ámbitos, nos
ayudan a valorar la rica herencia de la sociedad en que nacieron, y dan
testimonio de su particular cosmovisión y poderosa originalidad.3
Germán Walter Choque Vilca, el Churqui, se crió en el pueblo de
Tilcara y vivió las experiencias cotidianas de los niños indígenas de su
comunidad. Acompañaba con frecuencia a su abuelo en los trabajos de
labranza en la Quebrada. Se educó en la escuela primaria y en la secundaria
del pueblo. Una vez concluida la escuela media se trasladó a la capital de la
provincia, San Salvador de Jujuy, donde cursó el Instituto pedagógico y se
recibió de maestro. Trabajó como maestro rural en distintos pueblos de la
provincia. Salió muy pocas veces fuera de ella. Su viaje más significativo
al exterior fue cuando integró el coro de voces del conocido folklorista
Jaime Torres, e hizo con él una gira a Israel y el Oriente.

3
El pintor Medardo Pantoja (1906-1976), oriundo de Tilcara, se formó en Rosario con los grandes
maestros del arte social Berni y Spilimbergo, y regresó luego a Jujuy para crear y vivir con su
gente, tomando como motivos sus paisajes y su vida social, traduciéndolos a un lenguaje realista y
expresionista a la vez. (Fantoni 5-27).

— 162 —
Alberto Julián Pérez

Publicó su poesía en medios locales, y sólo apareció un libro suyo en


vida, Los pasos del viento, en 1984, cuando tenía 44 años de edad, tres años
antes de su muerte temprana. Su obra poética recogida hasta el momento
tiene 180 páginas. Incluye, además de Los pasos del viento, dos colecciones
de poemas que su editor, Héctor José Méndes, reunió póstumamente. Son
en su mayoría composiciones que Méndes logró recuperar de manos de
particulares. Se trata de una obra breve y cuidada.
El Churqui se formó en un medio poético dominado por las poéticas
renovadoras del siglo XX: el expresionismo vanguardista y el realismo
socialista. Los movientos literarios de Tucumán y Jujuy las habían
difundido e impuesto en el ámbito del Noroeste. Sin embargo, en su
poesía no siguió sus ideas. A la hora de elegir un estilo propio, a fines de
la década del cincuenta, recurrió al modelo modernista. El Modernismo,
en esos momentos, era un movimiento poético finisecular artísticamente
concluido. Estaba desprestigiado entre los creadores jóvenes.
El Churqui rehusó aceptar las poéticas consideradas progresistas. Se
rebeló contra el gusto dominante. Esto tiene que sorprender al lector
contemporáneo de poesía. Los poetas jóvenes, por lo general, buscan
asociarse a movimientos renovadores. Valoramos la originalidad en el
arte.4 ¿Por qué habrá actuado así?5 Este poeta, creo yo, consideraba los

4
Otra gran poeta, Gabriela Mistral, tampoco aceptó las ideas de las vanguardias. Una de las autoras
más importantes de nuestra lengua, Mistral no renunció a la poética figurativa ni a los ideales
panamericanistas del Modernismo (Blume 101-17). La estética simbolista le permitía expresar lo que
ella deseaba. No aceptó someter su gusto e interés personal al criterio de otros movimientos poéticos
que buscaban imponer un discurso hegemónico, independientemente de las necesidades expresivas
de su sociedad. Mistral murió en 1957. Pocos años antes, en 1954, publicó su último libro de poemas,
Lagar. Es una obra simbolista.
Mistral se mantuvo fiel a las ideas de forma y de métrica que había aprendido de su maestro Rubén
Darío. No incorporó en su poesía las ideas poéticas de las nuevas tendencias europeas que habían
irrumpido en la escena cultural a partir de los años veinte, como sí lo hizo el poeta peruano César
Vallejo, quién publicó en 1918 su libro simbolista Los heraldo negros, y pocos años después, en 1922,
su obra expresionista Trilce, iniciando un radical movimiento de vanguardia en Latinoamérica.
Las tendencias vanguardistas sostenían la necesidad de innovar y renovar la poesía. Si bien no eran
movimentos iniciados originalmente en América, sino estéticas traídas desde Europa, los movimientos
locales los abrazaron como propios. Los sedujo sobre todo la idea de experimentación constante que les
proponían. Era una forma de libertad artística que no habían conocido antes.

— 163 —
Los chicos pobres

valores poéticos cosmopolitas como ideales que pertenecían a otra


sociedad, con intereses distintos a la suya. Se mostró escéptico y no los
aceptó como valores universales. Aún cuando la revista Tarja, escrita
por escritores locales, los difundiera, sintió reparos frente a ellos.
El Churqui formaba parte de una sociedad indígena y rural. Su
grupo humano creía en su herencia cultural y buscaba afirmarla. Él
trató de expresar su visión del mundo y dar en su poesía un mensaje
sin ambigüedades, en versos en lengua culta, de estilo modernista.
No se sumó al regionalismo ni escribió poesía popular o folklórica.
Escogía con cuidado su vocabulario y trabajaba ricamente la expresión.
Cultivó los aspectos sonoros del lenguaje. Dio gran importancia a la
forma, y escribió, con pocas excepciones, poesía métrica, de versos de
catorce, once y ocho sílabas, agrupados en estrofas de cuatro versos.
Usaba rima asonante en el segundo y el cuarto verso de la estrofa, y
dejaba el primero y el tercero libres. Buscaba, como recomendaban
los grandes poetas simbolistas, la palabra justa. Sus imágenes visuales,
plásticas, nos recuerdan la rica paleta de su maestro : el pintor tilcareño
Medardo Pantoja. Amaba el cromatismo, las gradaciones de color y los
juegos de luz. El color azul era uno de sus preferidos y aparecía con
frecuencia en sus poemas.
Abordó los temas que más le preocuparon: su tierra, su gente, el
amor, la poesía, la patria. En su obra poética el mundo de la Quebrada
se vuelve sobre sí mismo para observarse y rendir testimonio de su
historia. Refleja su medio social. Defiende tanto lo indígena como lo
nacional. Sus versos muestran un acendrado patriotismo y su amor
por la cultura nativa. Fue ante todo un poeta de Tilcara, que no cedió

5
Gabriela se había hecho a sí misma en las condiciones más penosas y no temió desafiar al medio
literario. Como Darío, conocía muy bien la historia de la poesía. Valoraba el género y no quiso liquidar
su legado, remplazando la métrica culta por el verso libre, improvisado. Se destacó desde muy joven
como educadora, si bien no tuvo formación universitaria, y fue invitada a México por el Ministro
Vasconcelos para trabajar en la renovación del sistema escolar, luego de la gran revolución que
conmovió al país. Participó en la Liga de Naciones, fue periodista, defendió la revolución sandinista,
fue diplomática durante veinte años y, si bien no aceptaba hablar de su vida privada, vivía en pareja con
mujeres, desafiando la moral de sus contemporáneos.

— 164 —
Alberto Julián Pérez

a la tentación cosmopolita e hizo de su medio, de su gente, la materia y


el tema de su arte exquisita.
Dio a sus versos una musicalidad melodiosa y acendrada. Para los
modernistas, la música era el arte principal al que debía tender la palabra
escrita. También lo sedujo el poder de la imagen, como a Herrera y
Reissig y a Lugones, y a otros poetas hispanoamericanos admiradores
del parnasianismo francés (Pérez, « El estilo modernista » 103-16). La
imagen plástica y de ricos tonos y colores era capaz de expresar bien el
singular paisaje, único en el mundo, de la Quebrada de Humahuaca.
La cultura indígena atraviesa un momento histórico especial. Ha sido
una cultura vulnerada y subestimada por su entorno blanco durante
generaciones. La cultura del blanco no representa en la Quebrada los
intereses del mundo espiritual indígena. Es una cultura invasora. La
comunidad indígena resistió la transculturación y mantuvo una fuerte
identidad propia. En esta etapa de su historia necesita observarse a sí
misma, reconocer su identidad y aprender a amarse. Ese fue al menos
uno de los objetivos del Churqui en su obra: brindar a su comunidad
una imagen de su valor colectivo.
El indígena de la Quebrada vive en un medio social y culturalmente
rico y trascendente. Posee una espiritualidad única. El Churqui expresa
en su poesía este mundo desde adentro. Su poesía no es folklórica ni
exótica. Lo indígena aparece en su sensibilidad, en su amor por la
naturaleza y en el lugar que esta tiene en su obra. En el imaginario
indígena el mundo natural es el centro, y el hombre una criatura más
dentro de él. Rinde culto a la tierra, al sol, a la luz, a los antepasados. En
su poesía afloran intensos sentimientos religiosos. Muestra amor por
los dioses nativos y por el dios cristiano : la cultura indígena reverencia
a todos ellos, su fe es inclusiva, sin dogmas.
El Churqui comunica en su poesía sus sentimientos patrióticos : ama
a su patria, tanto como ama a su medio nativo. No siente contradicción
entre ambos. Quiere a su patria, a su gente y a sus dioses.
El suyo es un arte sincero, auténtico. No se sometió a las modas ni
a los dictámenes de la poesía urbana de su época. Se apoyó en ideas
estéticas modernistas, que reflejaban sus intereses.

— 165 —
Los chicos pobres

La riqueza de su poesía nos demuestra que leyó mucho y reflexionó


sobre la historia del género. Adoptó una actitud escéptica y su respuesta
fue crear una poesía ecléctica, artesanal, suya. Esta actitud era inusual
en la década de los sesenta, cuando el Churqui se formó como escritor.
La mayoría de los jóvenes poetas escribían en esa época poesía neo-
vanguardista, socialista realista o conversacional (Pérez, « Notas sobre
las tendencias de la poesía postvanguardista en Hispanoamérica »
265-87). La idea de crear una vía poética propia no aparecía como
una actitud posible. Hoy en día, en la primera parte del siglo XXI, su
postura ecléctica sería considerada postmoderna; en los años cincuenta
y sesenta del pasado siglo la poesía argentina solo aceptaba el criterio
poético de la modernidad : innovación constante, búsqueda de formas
futuras, imitación de estilos poéticos europeos o norteamericanos. El
Churqui, como poeta indígena, que sufría desde adentro el destino de
su grupo, necesitaba mostrar su disenso con el medio literario, y con
la otra sociedad, la sociedad blanca, que había silenciado y negado a su
cultura por demasiado tiempo.
En su poesía aparece constantemente el tema de la libertad,
fundamental para el mundo indígena, jamás repuesto del trauma de
la conquista y el sometimiento que sufrió su raza, situación que el
Churqui denuncia reiteradamente en su poesía. Los estados de ánimo
que describe en sus poemas expresan la tristeza y la melancolía de su
grupo humano. Se muestra apesadumbrado y se confiesa parte de una
raza que fue vencida. Sufrió el alcoholismo, al que señaló como una
maldición a la que se sometía su pueblo. Sabía que era una muerte lenta,
pero sentía que su sensibilidad necesitaba el alcohol para expresarse.
Publicó solo un libro en vida. La mayor parte de los poemas que
aparecieron en la segunda y la tercera antología de su poesía, reunidos
póstumamente, estaban en manos de amigos y familiares. El Churqui
escribía para su comunidad y para sus amistades, desconfiaba del lector
impersonal de las ciudades. Fue un hombre de su pueblo, apegado a su
medio.
Su poesía muestra una imagen negativa del mundo urbano.
La ciudad le parecía cruel y opresiva. Prefería vivir en los pueblos

— 166 —
Alberto Julián Pérez

pequeños, cerca de la naturaleza, que para él representaba la libertad y


la realización absoluta de la vida.
Entre las composiciones que seleccionó para publicar en Los pasos
del viento, en 1984, edición de su obra auspiciada por la Dirección
Provincial de Cultura de Jujuy, sobresalen las que dedicara a Tilcara y
al paisaje de la Quebrada : « Tilcara », « El Pucara », « Huasamayo »,
« Garganta del Diablo », « Dos ríos y un solo destino » y « Quebrada
de Humahuaca ». Son poemas descriptivos, que se ciñen a las ideas
compositivas del Modernismo. Emplea en ellos un lenguaje cuidado,
culto, selecto. Trabaja los aspectos sonoros del verso. Busca crear
efectos melódicos con sus frases. Da gran importancia al tema que
desarrolla. Nos comunica su amor por su tierra y su compromiso con
el paisaje.
En varios de los poemas toma como motivo central los ríos de
la Quebrada. El Churqui los transforma en símbolos. Los ríos se
desplazan por el espacio, fluyen en el tiempo, modifican las estaciones
y los climas, son símbolo de libertad y de vida. Resultan esenciales
para el destino de los pueblos indígenas a lo largo de su historia. Él
los personifica, les asigna voluntad propia. Conviven con la gente. El
poeta se siente su hermano. Se identifica con ellos.
El agua tiene movimiento, se expresa. En el poema « Huasamayo »
nos dice que el río, en un principio, fue “una danza voluptuosa/ en el
seno del pantano”, y después “un cálido suspiro/ en las fauces abiertas
del verano” (“Huasamayo” 22).
La naturaleza es sensual, crea formas, colores. El río “amanece
de gris en los carámbanos” de las altas cordilleras, tiene “corazón
en helada estalactita”, avanza por las “soledades del silencio” y lleva
dentro suyo la memoria del tiempo: “un otoño amarillo de paisajes,/
un invierno de río tributario”. Es además río amoroso. Cuando llegó
noviembre, su cauce creció con las lluvias y el río Huasamayo “revolcó
las doncellas de las fuentes/ con la ardiente lujuria de sus brazos”,
para luego regresar a su “antiguo amor”: Tilcara. Al llegar al pueblo
hizo “crujir” con su fuerza el maderamen del puente, para mostrar “el
poder inmenso de la tierra”.

— 167 —
Los chicos pobres

El hombre respeta el poder de la naturaleza y le rinde culto. Al


final del poema le llama “mi río”, y le dice que cuando se encuentra
lejos de su tierra lo extraña, como se extraña a un “hermano” (23).
En el poema “Dos ríos y un solo destino”, el poeta nos describe
cómo el Río Huasamayo se encuentra con el Río Grande, y vierte en
él sus aguas, para recorrer juntos la Quebrada. Estos ríos, nos dice,
“volvían de su origen/ a reclamar su espacio, su lugar en el tiempo”.
Buscaban “la libertad…sin fronteras ni miedo”.
Al unirse los ríos aumentan su poder y su fuerza. Pujan por
realizarse, por tener un destino. Este es un viejo anhelo del pueblo
indígena: vivir sin sujeciones, libre, como lo fue antes de la invasión
española. Al final del poema los dos ríos llegan al océano y van a
“contarle a las playas, a los mares, al hombre,/ que un día fueron
libres y así libres murieron”.
Los ríos son ejemplos de fortaleza para su gente. La naturaleza es
indómita. Le está enseñando algo a su pueblo. Su raza fue sometida
pero debe levantarse de su postración y, siguiendo la lección que le
dan los ríos, luchar.
En el poema “Garganta del diablo” el Churqui evoca uno de los
paisajes más hermosos de la Quebrada. Describe el bello lugar, vecino
a Tilcara, y medita sobre el destino de la cultura indígena. El agua
pasa con fuerza por la garganta. Parece que la tierra, simbólicamente,
se estuviera desangrando y nos contara su historia y su sufrimiento.
Dice el poeta: “Por esta herida abierta se desangra/ el pudor de la
tierra profanado/ por la cruz de Aragón y de Castilla…” Sin embargo,
nos asegura, el indígena no fue definitivamente derrotado. Dice:

¡Ah!, pero el indio de América no ha muerto.


Se ha tendido a dormir un sueño largo…
Sólo espera el llamado de sus dioses
para tensar la fuerza de su brazo
y dejar escapar por su garganta
todo el fuego inmortal del Llullaillaco. (25)

— 168 —
Alberto Julián Pérez

Expande esta idea central en el poema “Quebrada de Humahuaca”. En


él nos explica que el Inti, dios Inca del Sol, creó, con un trazo de su lanza, el
curso montañoso de la Quebrada y, junto con ella, nació su raza. Luego de
habitar centurias en esa tierra, llegó la invasión española. Ellos perdieron
su independencia y comenzó allí el sometimiento y el sufrimiento de su
pueblo. Podemos aún hoy escuchar, nos asegura, “el llanto de América
inmolada”. Describe, con una serie de metáforas, la Quebrada. Dice:
“Largo hachazo, guión de las tormentas,/ reclinatorio de la testa incaica,/
ruta del viento que anuda continentes,/ callejón de la sangre americana”
(28).
Para él la Quebrada es hoy un “féretro azul”. Por allí los invasores
españoles atacaron el “país de Viltipoco”, aquel gobernante indígena
Humahuaca que resistió a la conquista en el siglo XVI y simboliza el
espíritu de lucha de su gente. La Quebrada guarda la historia heroica de
sus hijos, su sacrificio, en sus tumbas “o en la blanca escritura del salitre”
(29).
Luego de esta parte inicial en que exalta a su tierra, el Churqui dedica
los poemas siguientes a evocar a la gente de la región. Sobresalen aquí
dos composiciones destinadas a personas para él entrañables: el pintor
Medardo Pantoja, a quien llama “mi maestro”, y su abuelo Victoriano.
El poema a Pantoja es una elegía fúnebre; el destacado pintor acababa de
morir, y el Churqui lo imaginó en su poema ascendiendo el firmamento
en un carro tirado por vicuñas hasta alcanzar “una patria sin límites” (30).
Pantoja, pintor que supo expresar con realismo y una rica paleta
expresionista el mundo de la Quebrada y de su pueblo, Tilcara, fue un
ejemplo humano y artístico influyente para el Churqui, que, como él,
buscó en sus imágenes visuales realismo, riqueza cromática y fuerza
expresiva.
En el poema dedicado a su abuelo, ya fallecido, el Churqui evoca su
vida de sacrificado agricultor. Era un hombre que amaba su tierra y la
trabajaba con ahínco. Dice:

Aró la tierra virgen desde el alba al ocaso,


el sudor de su frente fertilizó las melgas,

— 169 —
Los chicos pobres

y el pan de cada día, sobre la humilde mesa,


tenía la fragancia del agua y la molienda. (31)

Su abuelo, mansamente, se dejó llevar por el tiempo y se entregó


a la muerte. El Churqui imagina que un día, cuando él esté muerto
también, se van a volver a reunir. Le pide que al llegar al cielo lo
envuelva con su poncho y lo proteja, y le promete que, juntos,
sembrarán trigo. Dice:

Abuelo, cuando el viento nos junte en el espacio,


envuélveme en tu poncho, allá, en tu patria nueva,
y los dos por el cielo cosecharemos trigo
o sembraremos grano sobre un campo de estrellas. (32)

A estos dos poemas les siguen varios otros dedicados a celebrar


a hombres y mujeres de la Quebrada: una pastora, un maestro, una
muchacha del valle, otra de Tilcara. Luego viene una selección de
poemas de amor. Estos últimos tienen un lugar destacadísimo en la
producción del Churqui porque, como poeta lírico, es en los poemas
de amor donde muestra más ricamente la amplitud y excelencia de
sus recursos expresivos. Utiliza, por lo general, estrofas de versos
endecásilabos, a los que dota de exquisita musicalidad. En el poema
“Setiembre” nos habla un poeta labriego. Ha terminado agosto y
está pronto a renacer el ciclo de la vida. Todo el poema celebra
el mundo germinal de los árboles, de las plantas y de las flores,
que estallan en una sinfonía de colores. La mujer, la muchacha a la
que ama el poeta, es parte de ese mundo natural. En su país, nos
dice, “el sol del duraznero” “inundó la espera” y, en el país de ella,
“volvió el ceibo” a encender “las hogueras”, mientras el lapacho
espera, “tálamo entreabierto”, a los amantes (45). La naturaleza
campestre presiente, prepara y celebra el amor. Hay una total
consubstanciación y armonía entre los seres y la naturaleza.
La cultura indígena adora al padre sol y a la madre tierra, y
ama también al dios cristiano, el Cristo y su madre. Se identifican

— 170 —
Alberto Julián Pérez

con la maternidad protectora del culto mariano y el mesianismo


redentor del Cristianismo, que les asegura su valor espiritual y su
trascendencia en una unidad superior y eterna. La fe del indígena
es profunda y se manifiesta en todos sus ritos y procesiones. La
cultura nativa de la Quebrada es auténticamente religiosa.

Dice el Churqui en “Los caballos oscuros de mi reino”:


Los caballos oscuros de mi reino
van hacia Dios, el corazón partido.
Vuelven sangre y espuma, casi muertos,
cruzando en diagonal al infinito. (48)

Los caballos, en esta alegoría, no podían “combatir con palabras


los deseos”, y van hacia Dios en busca de ayuda. Regresan de ese
viaje “sucios de barro y de tragedia”, con el corazón “desnudo sobre
sus pechos”. Están heridos y cada gota de sangre se va a transformar
en un poema. Desean “recoger los sueños que perdieron” y beben,
en las acequias, un agua única que sólo había bebido antes “el
garañón salvaje” del verso del poeta.
El Churqui nos habla de un proceso creativo en el que la
inspiración busca ayuda en un dios que comprende el dolor
humano. Ese dios se asocia a la naturaleza. Reúne así la creencia
indígena y la cristiana. La tierra y el cielo son parte de una unidad.
La fuerza espiritual viene de la tierra, que genera vida con sus ciclos
germinales. El hombre habita en ese ciclo natural.
Si bien el amor a la mujer y a la naturaleza le lleva a escribir
poemas esperanzados, en otros, el Churqui se vuelve un poeta
agónico que presiente su muerte. Es alcohólico y sabe que tendrá
un final temprano. No se escuchaba en la poesía de ascendencia
indígena una voz tan sentida desde los tiempos de César Vallejo, el
gran poeta de Santiago de Chuco, en su libro simbolista Los heraldos
negros, de 1918 (Pérez 165-175). Sus versos resuenan en la poesía del
Churqui, cuando este nos dice, en “Después…será verano”:

— 171 —
Los chicos pobres

Este otoño me está mordiendo el alma


demasiado temprano.
Las hojas de mi sueño van cayendo.
¡Ya no tendré verano!
Me quedaré tan solo con mis cosas,
¡tan solo como un árbol!
Con el silencio azul de mis mañanas,
¡con mis sueños de pájaro!
…Este otoño me sube por las venas
como un sudario amargo,
como un frío puñal -¡quién lo diría! –
que clavaron tus manos. (52)

Este poema nos transmite una tristeza dulce y melancólica. Ese era
el sentimiento que para el gran crítico peruano José Carlos Mariátegui
identificaba y caracterizaba el sentir de la raza indígena (Mariátegui
330-1). Mariátegui creyó que Vallejo había logrado expresar mejor
ese dolor profundo del alma andina en Los heraldos negros que en su
poesía vanguardista.
En otro poema, “Las hojas muertas”, el Churqui nos habla del ciclo
de vida del mundo natural. La muerte es parte de ese ciclo y, aunque la
vida volverá a regenerase, para nosotros la muerte es un hecho trágico.
La vivimos desde nuestra perspectiva individual. Las hojas mueren
en otoño y el poeta, identificado con ellas, quiere darles un entierro
piadoso y “verde”. Dice:

En esta mañana fría,


cuando el otoño llamando está a mi puerta,
quisiera un ataúd de nieblas verdes
para las hojas muertas. (54)

Busca, dice, “un ataúd de primavera”. Ese, felizmente, no es el fin


de todo. La naturaleza es madre. Las plantas volverán a dar hojas. La
Pacha Mama, la gran protectora, vela por todos.

— 172 —
Alberto Julián Pérez

En el poema “Primera lluvia de octubre”, el Churqui compara


los árboles con mujeres: estos tienen “matriz”. Dice:

Rompió su verde corazón octubre


en vellones oscuros de tormenta.
Tenía mujeres de horizontes verdes
la escondida matriz de la arboleda. (55)

Hay perfecta correspondencia y adecuación entre el ser humano


y la naturaleza. El hombre se mira y se reconoce en ella. Por
momentos, la conciencia del destino personal lo vuelve pesimista,
pero luego acepta su voluntad: la jerarquía está establecida. Se
entrega dócilmente a esa madre germinadora. La tormenta de
octubre, en el poema, trae la lluvia y fertiliza los campos. Dice:

El trueno fue una larga dentellada;


el relámpago, los músculos del hombre,
y las manos del hombre una plegaria
con la tarde mural de las almendras. (55)

Lo humano es parte del mundo natural. Ese mundo tiene


además una dimensión espiritual: en él está dios, y está la vida.
Para el poeta Dios es la vida y es la naturaleza. El mundo sagrado
indígena difiere del panteísmo occidental. Se trata de un culto
agrario en que los dioses guardan su propia identidad, y son parte
de la naturaleza. Su espiritualidad está en armonía con el ciclo de
la vida.
El Churqui da a sus imágenes poéticas fuertes efectos cromáticos.
En “Poema azul porque sí”, trabaja un motivo caro a la tradición
simbolista: el juego de matices alrededor de un solo color. Es un
desafío que acepta el poeta para mostrar su virtuosismo. Elige uno
de los colores más presentes en su poesía, el azul, emblema de ese
movimiento que llevara a la poesía hispanoamericana al mayor
reconocimiento continental: el Modernismo. No busca el azul en

— 173 —
Los chicos pobres

un mundo mítico distante ni en lugares exóticos; lo busca y lo


encuentra presente fácilmente en la Quebrada de Humahuaca.
El poeta comienza su poema diciendo que acaba de nacer la luz.
Esta, en su trayectoria, va a recorrer e iluminar el paisaje. El poeta
nos descubre gradualmente la geografía de su tierra. Personifica a
la naturaleza como mujer. Dice:

Nació la luz en círculos de fuego


tras el picacho azul de la Garganta,
como el fulgor vestal de una doncella
desgarrando la púber alborada. (58)

La luz-doncella vuela hacia las nieblas azules que dormitaban “entre


los brazos hercúleos del torrente”, rodeadas de niños que acunaban “las
escarchas”. Atraviesa los altos ventisqueros y se astilla en las “pupilas
del guanaco”. Desciende de las cumbres “por la azul armonía de las
faldas” y se acerca a la morada de los campesinos, para aparecer como
“humareda azul” en las cocinas. Por último, vibra en el campanario,
proyecta sobre el polvo “una sombra de paz crucificada” y concluye su
trayectoria “en el hueco labriego” de la mano del poeta, donde hará
germinar “la semilla de la esperanza”.
Este poema trae al lector varias ideas caras al mundo indígena, en
las que se había detenido antes la poesía modernista del gran mestizo
de América, Rubén Darío: la armonía natural, la paz cristiana, la
esperanza. Nos permite entender y justificar los motivos por los que el
Churqui abrazó la poética del Modernismo. Renegando del concepto
metropolitano de originalidad, experimentación e invención, como
medida del valor poético, el Churqui buscó en la tradición de nuestra
lengua la poética que le ofrecía las formas y temas necesarios para poder
expresar mejor su mundo. Su objetivo no era medirse con los poetas
europeos, o con los arrogantes imitadores e importadores de formas
nuevas de las grandes ciudades de su país, sino cantar al mundo rural
de la Quebrada, a sus ancestros, a la naturaleza, y también a los héroes
de su patria, por los que mostró un amor profundo.

— 174 —
Alberto Julián Pérez

El Churqui no se valió en su poesía de la lengua coloquial ni recurrió


a las tradiciones folklóricas de la poesía popular. Usó un registro culto,
que le exigió un difícil aprendizaje, para revivir todo el lujo de la poesía
modernista: su cuidada musicalidad, su adjetivación brillante, su
barroquismo. Buscó siempre la palabra justa, el adjetivo irremplazable,
la imagen de tonos delicados. Su poética es síntesis de lo mejor que legó
el Modernismo en Hispanoamérica, en su última fase, cuando los poetas
del mundo andino, como Vallejo y Mistral, se acercaron al dramático
paisaje local y a la gente de su entorno, para hacer una poesía personal e
íntima, con fuerza simbólica y valor universal.
La última sección de este único libro publicado en vida, Los pasos
del viento, la dedicó a exaltar los valores de su patria. La primera
composición, “Alba del 23 de agosto”, conmemora uno de los grandes
episodios heroicos de su pueblo: el éxodo jujeño de 1812, cuando la
población quemó sus campos y abandonó sus tierras, y siguió la marcha
del Ejército del Norte comandado por el General Manuel Belgrano,
para obstaculizar el avance del ejército español. El Churqui destaca en
el poema el sacrificio que hizo la gente de Jujuy, que puso el interés de la
patria por delante del interés propio y obedeció sin dudar el pedido de
Belgrano. El pueblo de la Quebrada tiene un fuerte sentido patriótico.
La cultura indígena ama a su país entrañablemente. Defiende una doble
lealtad: amor a su cultura nativa y amor a la Argentina. También su fe
religiosa es doble: fe en la Pacha Mama y fe en Cristo. Su creencia admite
la pluralidad.
En la Quebrada la cultura indígena es la fuerza dominante. Habita
en un territorio que le ha pertenecido históricamente y ha moldeado
su existencia. Se siente dueña de sí, puede expresarse libremente y
mostrar su amor, a sí misma y a los demás. En ese ámbito agrario el yo
del nativo no necesita ocultarse para protegerse, como podría suceder
en las ciudades, donde el indígena del interior es marginado, y sufre el
racismo y la discriminación del blanco. En el entorno urbano crece el
resentimiento del negado y el oprimido. En la Quebrada la población
blanca, aunque tiene gran poder económico, es minoritaria, y el nativo
goza de mayor libertad.

— 175 —
Los chicos pobres

En otro de los poemas, “Ofertorio”, el sujeto poético le hace una


importante ofrenda a su patria. El Churqui escribe este poema después
de la guerra entre Argentina e Inglaterra, cuando ambas naciones
disputaron la posesión de las Islas Malvinas. Dice a su patria que le trae de
Jujuy el canto de América “sobre una suave urdimbre de vicuñas” y que
ese canto es a un tiempo regional y americano. Le ofrece los productos
más valiosos de su tierra: el acero de Zapla, el azúcar de Ledesma, el oro
de Rinconada. También la cultura de su pueblo indígena y la fuerza de
su espíritu bélico. Le pregunta si quiere que despierte de sus tumbas a
sus guerreros muertos, para que la defiendan. Dice:

¡Patria, dime si quieres que convoque


a las tribus que duermen en las tumbas!
¡Traeremos el sol de Purmamarca
en la punta emplumada de las chuzas!
Bajaremos del Zenta a la Quebrada,
desde el Chañi a la ubérrima llanura;
cruzaremos los ríos y las selvas
para lavar el beso de los Judas. (67-8)

Estos guerreros resucitados se beberán la sangre del enemigo y


vengarán a los suyos, para después volver a su destino de muertos.
Dice:

Y aquí donde el Atlántico golpea


con su espalda de azul musculatura
la latitud austral del continente,
beberemos de Albión la sangre rubia
y después, lentamente, cielo arriba,
volveremos al sueño de las tumbas. (68)

Para el indígena, sus antepasados son sus protectores, sus dioses


tutelares; en “Ofertorio” el poeta ofrece la protección de sus mayores a
todos los ciudadanos de la patria.

— 176 —
Alberto Julián Pérez

El poemario se cierra con esta sección. Héctor José Méndez se


ocupó de recopilar póstumamente parte de su obra inédita, que, nos
dice, había quedado en manos de “amigos, turistas y quienquiera”
se le hubiera acercado alguna vez al poeta (13). De esta manera
logró reunir una cantidad de poemas que publicó en dos libros:
Este regreso mío, 1996 y Cuando volví, 1999. En el año 2007, la
editorial Cuadernos del Duende recopiló en un volumen sus Obras
completas. Allí están todas las composiciones que Mendez había
logrado encontrar hasta ese momento, aunque él pensaba que había
más (13).6
En los dos poemarios publicados póstumamente Méndez no
agrupó los poemas con criterio temático, como lo había hecho el
Churqui en su primer libro. En Cuando volví incluye diez “Poemas
sin nombre”, a los que numera del 1 al 10; no indica si fueron así
llamados por el poeta o si fue el editor quien les dio ese título.
La mayoría de los poemas recobrados mantienen los temas de su
primer libro: la tierra, la gente, el poeta, el amor, la patria. Junto
a estos encontramos algunos poemas que introducen motivos
nuevos. “Primavera”, “Jujuy desde la tarde” y “Jujuy a las cuatro”,
son composiciones en que nos comunica sus impresiones sobre
la vida urbana; “Amsterdam”, “Gaviota de Galilea”, “Vuelo 737”,
“Jerusalem a la puesta del sol” y “Poema sobre el Atlántico”, hablan
de los viajes que realizó fuera de su tierra. Escribe varios poemas
especialmente dedicados a personas conocidas o que tienen a una
persona como destinataria, como “Ana Luisa”, “Carta para un
amigo”, “Poema sin nombre No. 9”, “Poema sin nombre No. 10”,
“Encuentro”, “Domingo de Tentación en casa de Doña Rosa”, “Para
Shira”, “Para Raymi y Héctor” y “Poema para Magi”.

6
Resta por hacerse una edición crítica, que investigue y especifique si los poemas que integran la obra
del Churqui fueron publicados en revistas o diarios previamente a la publicación en los libros; que
rastree posibles variantes, e indique datos relevantes de aquellos poemas que estaban en posesión de
personas o dirigidos a ellos.

— 177 —
Los chicos pobres

En varios de los poemas nos habla de su enfermedad. El


Churqui es alcóholico, y su adicción va acabando con su vida. Son
composiciones patéticas que conmueven profundamente al lector.
En el poema “A mi sombra” el poeta le confiesa a su sombra que
se aproxima el final de su vida; está muriendo despacio y triste
bajo un “frío manso”, y siente que las campanas golpean sus sienes
(76). Muere, nos confiesa, sin tener cerca lo que él más necesita: su
guitarra y sus seres queridos. Desearía seguir viviendo y le pregunta
a Dios por qué debe morir. Dice:

Aquí, sobre esta mesa descanso mi agonía.


¡Dios mío! ¿Por qué tengo que morir en invierno?
¡Quiero pisar los verdes taludes de noviembre!
¡Quiero cortar las rosas que se abren en febrero! (76)

Le pregunta a su sombra si va a acompañarlo cuando se vaya, o


si se va a quedar a cuidar sus versos “que no tienen ni siquiera un
buen destinatario”. Su mente se va poblando de fantasmas, siente
frío y se pregunta si todo eso no es un sueño. Su deseo secreto es
que en el otro mundo una mano amiga lo espere para mostrarle
un nuevo universo. Le pide a su sombra que no tarde en seguirlo.
Quiere reunirse con ella, volver a ser uno, y continuar con la
aventura en la que estaban juntos: la de transmutar “los témpanos
de fuego”. Termina el poema:

Si un día, cualquier día, quieras venir conmigo,


yo te estaré esperando. ¡No tardes, te lo ruego!
Otra vez los dos juntos por un mundo infinito
iremos transmutando los témpanos de fuego. (77)

El oxímoron final resume la ambición sobrehumana del poeta:


transformar los témpanos de hielo en fuego, hacer del simple
lenguaje poesía.

— 178 —
Alberto Julián Pérez

Otro poema también patético, doloroso, es “Plegaria”, donde


habla con Dios y le confiesa que su memoria se ha debilitado y su
vida es un constante proceso de pérdida. Dice:

Señor, esta memoria


se me está diluyendo
en mis ojos labriegos
y en mis sueños maestros…
Señor, ya no me quedan
más que manos vacías
y un corazón marchito
donde todo es invierno. (98)

Explica luego que “el horizonte” se le escapa, y está rodeado de


paredes que “vuelcan” en su sangre “sonrisas amarillas/ de labios
cenicientos”. Gradualmente se acerca la muerte.

La mentalidad indígena centra su ser en la tierra. A esta le


dirige el Churqui un conmovedor poema: “Madre nuestra”. La
tierra, que está allí “desde el comienzo”, dice, guarda en sus ojos
el recuerdo del padre Sol.

Yo sé que tienes aún en tus pupilas


el Sol del Inca dorando la ternura
con que vieron partir hacia el paisaje
tus últimos retoños por la última curva. (78)

La madre Tierra y el padre Sol han visto a sus hijos indígenas


crecer y partir. Y también saben que más tarde llegaron a esos
territorios otros hombres y que el mundo ha cambiado. Esos
hombres que llegaron transformaron “el humilde terrón en
metalurgia/ y olvidaron los cielos en las calles/ y sus plantas por
toda la llanura” (78). Los blancos hollaron el territorio y rompieron
el pacto natural entre el hombre y la madre Tierra. Sin embargo,

— 179 —
Los chicos pobres

ella se mantiene fiel a sus hijos, los sigue amando, los guarda en
su memoria. Pero el final se acerca y la madre Tierra sufre por eso:

Tu sabes, Madre Nuestra, que la noche se acerca


porque has sentido frío por toda la cintura,
porque el viento que azota los mollares
hoy tiene olor a cirios y un rumor de ultratumba.
Y estás de pie mirando hacia el comienzo,
y una lágrima fría se duerme en tus arrugas… (78)

Resultan muy originales y distintos en su producción, entre estos


poemas recobrados póstumamente, los que toman por tema el mundo
urbano. El poeta siente a la ciudad como un espacio mezquino y
amenazante, que empobrece y desnaturaliza al ser humano. Dice en
“Jujuy desde la tarde”:

Jujuy se muere verde bajo un volcán de nubes


sobre un muro de pájaros y tejados rojizos
y en las esquinas grises las calles se destrozan
entre frenos, arranques y sucesión de vidrios. (130)

Aparece de pronto un grupo de mujeres en la ciudad desolada. Es el


atardecer y al verlas siente gozo. Compara a esas “muchachas azules”,
que “ondulan sus cinturas”, con los trigales de su “pueblo chico”
cuando el viento de la tarde los acaricia.
El trabajo en la ciudad marca el ritmo de la vida, y “los cansados
talleres” despiden “racimos” de obreros. No son personas blancas
las que salen de ellos, sino indígenas como él, que tienen labios “de
cobre” y ojos “de acero”. Los edificios de la ciudad asfixian al hombre;
la libertad está más allá, lejos de sus calles, en el seno de la naturaleza.
Dice:

Las catedrales blancas han perdido sus cruces


detrás de las antenas de estrechos edificios

— 180 —
Alberto Julián Pérez

y el viento se enarbola más allá del silencio,


más allá de la urdiembre que tejieron los ríos. (130)

En otro de sus poemas, “Primavera”, describe la catedral de


la ciudad de Jujuy. Muestra, con entusiasmo, su amor a la religión.
Está frente al templo, exaltado. Este poema resulta una excepción
en su obra y merece especial atención. En él el Churqui no utiliza su
habitual estrofa simbolista. Recurre al verso libre y crea imágenes
expresionistas. Siente, seguramente, que la estética vanguardista puede
representar mejor la experiencia en el espacio urbano contemporáneo
que la poética simbolista. El poeta indígena ve las poéticas históricas
de las culturas dominantes con un criterio práctico. No representan
totalmente todo su sentir. Elige el estilo que juzga más útil según
las circunstancias. Su objetivo es ser fiel al mundo representado. Su
expresión es más libre en este poema que en sus poemas anteriores,
pero no descuida la forma. Su poética nunca es casual o improvisada,
ni resultado del impulso del momento.

Dice el Churqui en el poema, hablando a la ciudad:

Jujuy, estás tan verde


que el aire te enciende los altares,
los ojos de la tarde son nubes de naranjos
con palomas de cenizas y rosales de sangre. (104)

Luego describe la catedral con imágenes expresionistas. Dice:

Se hizo un oscuro cuadrado


con ojivas de bronce, el alto campanario
y una paloma blanca rompió los sacramentos
de perfil, de costado,
desde afuera hacia adentro…
¡Antigüedad jesuita! Un Cristo de celajes
y mirando la calle un ángel de cemento. (104)

— 181 —
Los chicos pobres

Al final del poema la ciudad reencuentra su vínculo con la madre


tierra, protectora del amor y la fertilidad. La naturaleza consagra la
belleza y la alegría de tres niñas. Dice el poeta:

Jujuy de mi provincia, tan lejos del océano,


tan cerca de la tierra,
en todas las sonrisas de tres niñas hermosas
tejía mil guirnaldas la azul naturaleza. (105)

En sus libros póstumos encontramos varios poemas asociados a


sus viajes. Fiel a los intereses desarrollados a lo largo de su obra, el
Churqui expresa en estos poemas sentimientos religiosos y un gran
amor a su tierra y a la naturaleza.

Durante su viaje al Oriente lo asalta la nostalgia por su tierra. En


Israel compara el paisaje, montañoso y seco, al de la Quebrada. En el
poema “Jerusalén a la puesta del sol”, el poeta contempla el atardecer
y piensa en América; dice: “Como una suave letanía rosada/ muere el
día en oscura lontananza/ y en el regazo de la tierra mustia/ hay un
perfil de estirpe americana”(170). Al final del poema imagina que él
y sus compañeros pueden regresar “a la lejana patria” o quedarse a
vivir en la estrella de Belén (171).
En el poema “Vuelo 737” el poeta habla desde su avión, que parte
de Jujuy hacia el Atlántico. Siente que viaja como representante de
su etnia, y el mundo andino lo acompaña; se interna en “la altitud
magnífica del condor” y va hacia “la luz que el Inti” prodiga a sus
hijos. Él representa, en sus palabras, “la flecha que el arco Americano/
disparó de Jujuy al mediodía.” (148).
En “Poema sobre el Atlántico” el Churqui va de regreso a su
región. Dice que, al llegar, desea hundirse “en las arrugas” de su
tierra, y agrega: “¡Quiero sentir arder sobres mis carnes/ el metálico
sol de Sudamérica!” (177). Cuando esto ocurra, podrá fundirse con el
ser del paisaje, logrará la comunión con el tiempo agrario. Termina
el poema:

— 182 —
Alberto Julián Pérez

Entonces, turbio de greda cenagosa,


derretiré mi sangre en las cosechas
y en la nieve del cerro me haré cuarzo
o una caja en las ruedas de la fiesta. (177)

Encontramos diversos poemas en que medita sobre el tiempo.


Expresa un sentimiento continuo de pérdida. Exhibe una actitud
fatalista y nos comunica su sufrimiento personal. En el poema “La
rueda” crea un símbolo del paso del tiempo. Hay algo milagroso en
nuestro estar en él. Su rueda sostiene con sus rayos y su eje todas las
presiones y el sol de universo. Es una tarea ciclópea y poco a poco la
herrumbre la va desgastando (95).
En el poema “Otoño” asocia la experiencia del tiempo con la
pérdida del amor. El poeta va en busca del Otoño. Imagina lo que le
va a decir. Siente que es su amigo y desea preguntarle por su mundo
familiar. Al encontrarse se van a saludar con un “buen día”, porque
son como “hermanos”. Quiere saber si recuerda a su madre y a Mirta,
una muchacha a la que el Otoño se llevó. El poeta recrea la escena: él
“estibaba la alfalfa” y la muchacha “leía como en sueños un poema de
Nervo”, el modernista esencial de los enamorados. Le dice:

Primero la observaste desde tu estambre de oro.


Después, con toda audacia, le arrebataste un beso.
Ella alzó la cabeza y entrecerró los ojos;
quizá en ese instante te contó su secreto. (102)

Ese secreto era el de su enfermedad, que púdicamente le ocultaba


a todos. Al final del poema, el Otoño regresa a Europa mientras en
la Quebrada de Humahuaca “la primavera sepultaba a sus muertos”
(103).
El Churqui vive el sentimiento de lo temporal con tanta fuerza como
vive el sentimiento amoroso. Los dos son temas centrales en su poesía.
Cuando une ambos, temporalidad y amor, el poeta alcanza momentos
de enorme hondura lírica. Así en el poema “Cuando volví”, en el que

— 183 —
Los chicos pobres

el sujeto lírico nos cuenta que regresó en mayo a su tierra, tratando


de saber qué había ocurrido con un amor adolescente. Buscó a la
muchacha en el paisaje degradado, “en la voz del otoño amarillento/ y
en las viejas paredes destruidas”(130). Luego la buscó por los surcos,
en los frutos, entre las mujeres. Nadie sabía nada de ella. El poeta se
dirigió luego a la altura, guiado por un rayo de luz, y allí la encontró,
en donde “las tumbas de los muertos” aún respiraban “entre cruces
desclavadas”. Y concluye:

Y allí están…su nombre y su memoria


y estoy yo y mi sombra envejecida.
¿Qué plegaria podrían decir mis labios
si yo vine a pedirle una sonrisa?

Mi sombra se alargó como la tarde
y el cielo no era azul sino ceniza. (140)

La poesía del Churqui constituye un importante legado poético


a la poesía contemporánea. Nos encontramos frente a una situación
nueva. Sintió que era su deber como poeta indígena y pueblerino,
perteneciente a una cultura marginada, legitimarse a sí mismo,
expresándose en libertad ante la poesía de su tiempo, tomando
distancia con las poéticas en boga, en momentos en que en las
grandes ciudades del litoral florecían las neovanguardias urbanas,
con poetas como Juan Gelman y Olga Orozco y, en el mundo literario
del Noroeste, descollaban los poetas vanguardistas Raúl Galán y
Jorge Calvetti. El Churqui escogió su propio camino. No cedió a la
tentación de emigrar a la gran ciudad o a un centro urbano destacado.
El gran nivel de su poesía, su erudición poética, nos demuestra que
leyó con avidez la literatura hispanoamericana y llegó a conocer bien
los grandes modelos poéticos. Hizo suya la lección de los grandes
maestros modernistas, sus preferidos. No creyó en la inspiración
del momento, ni en la espontaneidad expresiva, que preconizaban
los vanguardistas; buscó la elaboración pausada del sentimiento, el

— 184 —
Alberto Julián Pérez

trabajo artesanal de la forma, la búsqueda de la palabra justa, que


proponían los simbolistas. Se situó ante la poesía como aquél que
sabe que su cultura no ha sido invitada a su banquete como igual. No
lo sedujo el sencillismo regionalista ni la poesía popular folklórica;
estudió la poesía culta y, siguiendo la matriz modernista, escribió,
desde su pueblo natal, en desacuerdo con las modas e imposiciones
urbanas y centralistas, una de las obras poéticas más sentidas,
preciosistas, difíciles y cultas de nuestra literatura. Se sintió heredero
de toda la poesía de la lengua. Leyó el pasado poético con sentido
crítico. Dio, a la poesía contemporánea, lecciones de independencia y
autonomía creativa. Testimonió los dilemas de la sociedad indígena
y su cultura ante la modernidad. Para mí es una de las grandes voces
líricas de la poesía hispanoamericana de la segunda mitad del siglo
XX.

Bibliografía citada

Blume, Jaime. “Gabriela Mistral: temas y lenguajes constitutivos de


identidad”. Aisthesis No. 34 (2001): 101-117.
Choque Vilca, Germán Walter (Churqui). Churqui Choque Vilca.
Jujuy: Cuadernos del Duende, 2007.
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mutualidad en los 30. Rosario: Fundación Osde, 2014.
García Moritán, Matilde; Cruz, María Beatriz. Comunidades
originarias y grupos étnicos de la provincia de Jujuy. Yerba Buena,
Tucumán: Ediciones del Subtrópico, 2011.
Lagmanovich, David. La literatura del Noroeste argentino. Rosario:
Editorial Biblioteca, 1974.
Maíz, Claudio. “Tarja: Jujuy (1955-1960). La cultura de los bordes”.
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— 185 —
Los chicos pobres

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Humahuaca (Jujuy, Argentina) 700-1521 d. C.” Relaciones de la Sociedad
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Paz, Gustavo. “El orden es el desorden. Guerra y movilización
campesina en la campaña de Jujuy, 1815-1821”. Raúl Fradkin y Jorge
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periférica… 103-116.
----------. “Notas sobre las tendencias de la poesía postvanguardista
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----------. “Jorge Luis Borges: el oficio del lector”. Imaginación
literaria y pensamiento propio. Buenos Aires: Corregidor, 2006. 216-
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— 186 —
Alberto Julián Pérez

La palabra viva de Eva Perón

La emergencia del populismo peronista, liderado por Juan Perón (1895-


1974) y su esposa Eva Duarte de Perón (1919-1952), la carismática y joven
actriz, dividió, a partir de 1945, el campo político y social en la Argentina.7
En mi trabajo me propongo estudiar la “palabra viva” de Eva
Perón, tal como ésta emerge de sus discursos y sus libros.8 Estos, que
fueron escritos total o parcialmente por colaboradores letrados, con su
consentimiento y cooperación, pueden ser considerados una especie de
“guión” al servicio del papel político del personaje histórico. Los libros
7
Perón favoreció con sus decisiones a aquellos que habían sido más marginados de la vida política hasta
ese momento: los trabajadores. Los hombres y mujeres del proletariado ingresaron en la lucha política,
nucleados en organizaciones sindicales, protegidos por las leyes laborales del Peronismo. La elección
de Perón a la presidencia en 1946 dio a las masas trabajadoras una representatividad inesperada en la
vida de la nación. Diversos sectores sociales resistieron y se opusieron al populismo peronista: grupos
conservadores, partidos de clase media y de izquierda, y muchos intelectuales y artistas, que creaban y
producían cultura para las elites.
A la caída del General Perón, en 1955, los sectores educados de la población y los partidos liberales
y de izquierda, prestaron amplio apoyo a los militares golpistas, y su autoproclamada “Revolución
libertadora”. El pueblo peronista, liderado por las organizaciones sindicales clandestinas, resistió
con heroísmo la usurpación del poder popular. Muchos intelectuales, historiadores y artistas se
replantearan el significado histórico del Peronismo (Neyret 3-6). Se destacaron en ese proceso los
ensayistas “revisionistas” Fermín Chávez, José María Rosa y Arturo Jauretche; los intelectuales de
izquierda Jorge Abelardo Ramos, Rodolfo Puiggrós y J. Hernández Arregui; el político peronista
socialista John William Cooke; el periodista y militante Rodolfo Walsh (Operación masacre); el
sociólogo y filósofo Juan José Sebrelli (Eva Perón, aventurera o militante?), y los directores de cine
documental Fernando “Pino” Solanas y Octavio Getino (La hora de los hornos).
8
La historiografía sobre Eva Perón refleja los vaivenes de las luchas partidarias. En 1980 los
historiadores Marysa Navarro y Nicholas Fraser publicaron una biografía basada en investigaciones
cuidadosas y un meticuloso trabajo de campo. El estudio histórico del personaje cambió la imagen que
se tenía de Eva Perón. En un artículo del año 2002 Marysa Navarro pasó revista a la polémica y rica
historiografía del Peronismo, demostrando hasta qué punto los intereses sectoriales habían llevado a
distorsionar la figura de Eva y su sentido histórico en la cultura argentina (“La mujer maravilla ha sido
siempre argentina y su verdadero nombre es Evita” 11- 442).

— 187 —
Los chicos pobres

y discursos buscaban difundir las ideas peronistas y dar cuenta de la


labor política de Eva dentro del Movimiento. Presentaban una visión del
Peronismo desde el campo popular de la mujer. Primero, haré un breve
resumen histórico e ideológico de la trayectoria de Eva en el Peronismo,
y luego comentaré algunas de sus ideas más destacadas, para tratar de
entender mejor su significado histórico y sus aportes al Movimiento
durante su breve y brillante carrera política.9

9
Eva Perón expresó en su testamento político que deseaba ser recordada como una mujer que había
hecho todo por su pueblo, y quería quedar en su memoria, “vivir eternamente” con su pueblo y con
Perón (Mi mensaje 77). Juan Domingo Perón vio la historia de su patria como un drama en el que él
tenía un importante papel que realizar, aleccionando a su pueblo y movilizándolo, para conducirlo
a un nuevo destino. El objetivo era lograr la liberación nacional, luchando contra el colonialismo
interno y el externo, representados por la oligarquía explotadora y el imperialismo internacional. El
Peronismo procuró unir a las masas y apoyó las organizaciones sindicales (Doz 8-16). Sus lemas eran
simples: soberanía política, independencia económica y justicia social. Trató a los trabajadores como
protagonistas, cuando antes habían sido participantes marginados del juego de los intereses de los
partidos políticos en pugna.
A partir de 1930 los sectores militares de la Argentina se habían manifestado contra el sistema político
democrático y se transformaron en árbitros de la política nacional, apelando tanto a golpes de estado
como a la organización de elecciones condicionadas, respondiendo a intereses sectoriales. Perón surgió
a la política como el líder de un grupo de oficiales del Ejército, el GOU, que planificó el golpe que
derrocó en 1943 al gobierno de un presidente constitucional desprestigiado, Ramón Castillo. En esos
momentos los conservadores preparaban un fraude y planeaban manipular los votos populares en
las próximas elecciones (Page, Perón 41-53). El grupo de Coroneles reaccionó contra la política de los
conservadores y buscó imponer su propio proyecto.
Perón, desde la Secretaría de Trabajo y Previsión, dio prioridad a la organización sindical y a la
implementación de programas de asistencia social. Se definió a sí mismo como un líder y conductor, no
se consideraba un político “profesional”: había entrado a la política para salvar al país de los abusos de
los malos políticos (Martínez, “Las memorias de Puerta de Hierro” 51). Tuvo que participar y competir
en el sistema democrático para darle permanencia a sus reformas sociales y laborales. Como Secretario
movilizó y unió a la clase trabajadora. La Confederación de trabajadores fue la columna vertebral de su
Movimiento político. No se apoyó en los partidos políticos tradicionales. Después de la crisis militar
de octubre de 1945 y de los acontecimientos del 17 de octubre, que demostraron su creciente influencia
sobre el pueblo y pusieron en evidencia el efecto que su política social, organizada desde la Secretaría de
Trabajo y Previsión a partir de 1943, había tenido en las masas trabajadoras, Perón logró que se llamara
a elecciones presidenciales y se presentó a las mismas en 1946 con un partido formado al efecto, el
Partido Laborista. El partido (disuelto poco tiempo después), compitió por el poder con los partidos
opuestos a su política, que formaron una amplia coalición, que incluía a conservadores, radicales y
comunistas. Estos fracasaron en las elecciones, que le dieron el mandato popular a Perón por amplia
mayoría (Page, Perón 138-51). Desde el poder Perón organizó a sus seguidores en un Movimiento,
que pasó a llamarse a partir de 1949 Justicialista, e incluía a tres sectores: el sindicalismo, el Partido
Peronista Masculino, y el Partido Peronista Femenino, dirigido este último por Eva Perón.

— 188 —
Alberto Julián Pérez

I. Eva Duarte era, a comienzos de la década del cuarenta, una joven


actriz de radioteatro con una modesta carrera artística.10
Al poco tiempo de conocer a Perón, a principios de 1944, y de
iniciar una relación romántica con el Coronel, Eva, que era artista de
Radio Belgrano, emisora que apoyaba la política del régimen militar

10
Perón lideró en la Argentina un Movimiento que aspiraba a crear una democracia directa, dando
amplia participación a las masas populares. En su concepción la asistencia social tomaba prioridad
sobre la política partidaria. Los partidos políticos tradicionales perdieron poder y representatividad
durante el decenio que estuvo Perón en el gobierno, resistieron su política populista y lo consideraron un
Presidente autoritario. Tuvo amplia mayoría en el Congreso y promovió la reforma de la Constitución
Nacional en 1949, incorporando en ella los derechos de los trabajadores y minorías, y haciendo posible
la reelección presidencial, gracias a lo cual pudo llegar a ocupar la presidencia por segunda vez.
Perón, aprovechando su apoyo popular, trató de hacer una revolución desde el poder, iniciando
vigorosas reformas sociales y económicas, guiado por su lema de defensa de la justicia social, la
soberanía nacional y la igualdad económica (Martínez, “Las memorias de Puerta de Hierro” 44-9).
Siguiendo este ideal igualitario, que él definía como de inspiración cristiana, Perón buscó nivelar las
clases sociales. Luego de organizar al proletariado, para darle un papel protagónico en la vida política
nacional, Perón le quitó al rico para darle al pobre, sentando a capitalistas y empresarios en mesas
paritarias frente a los líderes de los trabajadores, para negociar condiciones más justas de trabajo e
ingresos. Apoyado en sus planes quinquenales, Perón quiso alcanzar una transformación económica
duradera y permanente del país. El golpe militar reaccionario de 1955 interrumpió este proceso.
Dentro de esta nueva modalidad y era política que inauguró Perón en la Argentina adquirió
protagonismo la nueva clase trabajadora urbana, formada por los campesinos pobres desplazados a las
ciudades, y por los inmigrantes e hijos de inmigrantes llegados al país en los últimos 50 años. Perón
agrupó y dio identidad a este sector que respondió activamente a sus consignas políticas, lo apoyó
durante toda su gestión y se organizó contra el régimen militar que lo derrocó en 1955, participando
en el movimiento de resistencia popular que acabó trayendo otra vez a Perón al poder en 1973, como
Presidente de la República por tercera vez.
Durante la primera y segunda presidencia apoyaron a Perón los sindicatos de trabajadores, un sector
del empresariado, grupos moderados nacionalistas de clase media e intelectuales disidentes, como
los militantes de FORJA: Scalabrini Ortiz, Jauretche y Manzi, sectores importantes de la Iglesia, una
gran parte del Ejército, y una mayoría de las mujeres que Evita organizó políticamente y aportaron un
sesenta por ciento del voto femenino en las elecciones de 1952.
El espectro político antiperonista era amplio: los conservadores, el Partido Radical, los socialistas y
comunistas, los democristianos. La clase alta, la clase media, los profesionales e intelectuales liberales,
los artistas, los estudiantes universitarios, en su mayor parte se opusieron al Peronismo, al que vieron
como un movimiento dictatorial, demagógico, autoritario, de tendencia fascista (Buchrucker 3-16).
Esto cambió luego del derrocamiento de Perón, en que se realinearon los campos sociales, después
del fracaso de la política golpista, que proscribió al Peronismo, sus ideas y sus líderes. Los sectores de
izquierda y el Radicalismo modificaron paulatinamente su posición sobre el sentido y el carácter del
Peronismo, y su papel histórico. Fue dentro de este rico contexto histórico que surgió y actuó Evita.

— 189 —
Los chicos pobres

en el poder, trabajó en un ciclo radial de programas pedagógicos


difundiendo las ideas del GOU.
Como recomendada de Perón, la carrera artística de Eva progresó
rápidamente (Sarlo 60-74). Encabezaba su propia compañía de
radioteatro y contaba con la colaboración del joven libretista Muñoz
Azpiri. Protagonizó un ciclo de famosas mujeres de la historia, que
habían influido en la gestión de gobierno de sus esposos o ellas mismas
habían tenido poder político, como Madame Lynch, esposa del
caudillo paraguayo Solano López, la emperatriz Carlota de México,
la última Zarina y la reina Isabel I de Inglaterra (Frazer y Navarro
31). Su hermano Juan Duarte, colaborador y amigo de Eva, era el
representante de la compañía. Posteriormente, éste se convirtió en el
secretario personal de Perón, posición en la que se mantuvo por varios
años, hasta el escándalo de corrupción que lo implicó en graves estafas
y lo llevó a cometer un cuestionado suicidio en 1953, ya desaparecida
Evita. Durante 1944 y 1945 Eva fue una actriz popular, mimada de
las revistas del espectáculo, y actuó en varias películas, entre ellas La
cabalgata del circo, con Hugo del Carril.
La singular relación amorosa entre un militar miembro del
gobierno, con creciente influencia (al puesto de Secretario de Trabajo
y Previsión, sumó luego el de Ministro de Guerra y Vice-Presidente), y
una actriz de radioteatro, en momentos en que la radio era un medio de
difusión y comunicación popular privilegiado, atrajo el interés de los
fotógrafos de la prensa. Perón aparecía en numerosas fotos junto a Eva
y miembros del gobierno, en particular con su amigo y colaborador el
Coronel Mercante. En esos años Perón apoyó a los trabajadores para
que organizaran y consolidaran sus sindicatos, y Eva se convirtió en
Presidente de la recientemente formada Asociación Radial Argentina
(Fraser y Navarro 42).
Los hechos ocurridos el 17 de octubre de 1945 introdujeron en la
escena política a un nuevo actor protagónico: el pueblo trabajador,
los “descamisados”. Los críticos momentos, luego de la detención
de Perón, que llevaron a la espontánea poblada, demostraron el
ascendiente que había logrado entre los trabajadores. Las masas

— 190 —
Alberto Julián Pérez

ocuparon pacíficamente la plaza de Mayo frente a la casa de gobierno y


pidieron por la liberación de su líder. Una vez liberado Perón apareció
en el balcón de la casa de gobierno, habló a la multitud enfervorizada
y anunció que habría elecciones próximas, tras lo cual las masas se
desmovilizaron y regresaron a sus hogares y puestos de trabajo. Eva,
en los momentos más difíciles de esas jornadas, temió por la vida del
Coronel (Frazer y Navarro 59). Perón pasó de ser un miembro líder
del gobierno de facto, a ser el líder de los “descamisados”. En abierto
conflicto con sus colegas militares, y gracias al apoyo del pueblo, forzó
al presidente a dar elecciones en unos pocos meses más: el 26 de febrero
la ciudadanía votaría en los comicios de todo el país.
Ese hecho histórico insólito dio nacimiento a un nuevo movimiento
de masas, liderado por Perón (el conductor, como él gustaba llamarse),
apoyado por Eva, su compañera leal. Se casaron pocos días después
y Eva se convirtió en la esposa del candidato a Presidente del Partido
Laborista. Durante la contienda partidaria Perón formuló un atrayente
programa social y económico. Si bien desconfiaba del sistema
político partidario y las contiendas entre partidos, participó en esa
competencia democrática y entró en el juego político de la sociedad
civil. Su movimiento nacional nucleaba al espectro más amplio posible
de los votantes. Eva, que había demostrado ser una mujer de iniciativa
y no había aceptado quedarse al margen de muchas de las reuniones
políticas de su pareja, apoyó activamente a su marido en su campaña,
acompañándolo en sus discursos proselitistas y viajando con él al
interior del país en tren (Fraser y Navarro 72-4).
Perón desarrolló tempranamente una relación de simpatía, siendo
oficial del Ejército, con la gente sencilla del pueblo trabajador, a la que
aprendió a tratar y respetar, reconociendo el estado de desprotección
en que vivía. Esa experiencia tuvo que haber influido en el desarrollo
de su política social, y en su deseo de dar protagonismo a ese pueblo
en su política. Resulta singular su relación con Eva, la joven actriz,
a la que Perón, un importante funcionario del gobierno, no tomó
a la ligera. Eva era una joven de origen modesto, la hija menor de
una relación ilegítima, entre un hacendado casado y una mujer sin

— 191 —
Los chicos pobres

recursos de un poblado vecino. Criada en un área rural de la provincia


de Buenos Aires, recibió escasa educación (solo había concluido la
escuela primaria). Mujer de férrea voluntad, Eva halló en Perón al
mentor y al amante que le permitiría acercarse al mundo del poder y
conquistar su propio lugar en la historia argentina. Fue el encuentro
de dos personalidades afines y complementarias, en los que se unía
gran sensibilidad y amor por lo popular y por el pueblo, capacidad de
trabajo y tesón, ambición de poder y vocación de servicio social. Perón,
al alcanzar el poder y triunfar en la puja presidencial, arrastró a Eva a
la posición de Primera Dama de la República y esposa del Presidente.11
Evita, al iniciar Perón su presidencia, en un régimen que prometía
introducir grandes cambios desde el poder (Perón había demostrado
su voluntad reformista como Secretario de Trabajo y Previsión
del gobierno anterior), y contaba con un amplio apoyo popular,
evidenciado en el voto masivo que recibiera el Partido Laborista en
las elecciones, tuvo la posibilidad de seleccionar para sí aquellas tareas
que consideraba más trascendentes en relación a la política de su
esposo. Perón, por su parte, dejó a su mujer amplia libertad para elegir
sus ocupaciones y definir el que debería ser el papel de la mujer del
Presidente dentro de su gobierno.12

11
Perón demostró ser un individuo independiente y osado. No era un militar al que le resultara fácil
someterse a la voluntad de los demás. Su elección de Eva, a la que doblaba en edad y sobre la que
pesaba el estigma social con que la alta sociedad mira a las actrices, fue un acto de desafío a la clase
política nacional y al Ejército. También fue provocativa su política populista y su relación pública
simbiótica con las masas populares, en fiestas cívicas que irritaban a los partidos políticos nacionales,
y les recordaban los grandes actos públicos que habían tenido lugar hacía pocos años en Europa, bajo
los regímenes autoritarios de Mussolini y Hitler. La oposición democrática que se enfrentó a Perón
en la campaña presidencial aprovechó el fantasma del totalitarismo, vivo en el recuerdo local ante los
eventos ocurridos en Europa, para acusarlo de filofascista (Page, Perón 139-42).
12
Dijo Perón a T. E. Martínez en 1970: “La acción de Eva fue ante todo social: ésa es la misión de
la mujer. En lo político, se redujo a organizar la rama femenina del Partido Peronista. Dentro del
movimiento, yo tuve la conducción del conjunto; ella, la de los sectores femenino y social. Le dejé
absoluta libertad en ese terreno: era mi conducta con todos los dirigentes” (“Las memorias de Puerta
de Hierro” 52).

— 192 —
Alberto Julián Pérez

Durante los años que siguieron a la inauguración presidencial en 1946


y hasta su muerte en 1952, Evita cumplió tres papeles fundamentales en
el gobierno de Perón: primero, redefinió el sentido de la beneficencia
y ayuda a los necesitados en el gobierno populista, creando la
Fundación Eva Perón y poniéndose al frente de la misma; segundo,
apoyó y promovió la aprobación de la ley a favor del voto de la mujer,
organizando después el Partido Peronista Femenino, y, tercero, actuó
como delegada de su esposo ante los sindicatos y comisiones obreras que
se acercaban al Ministerio de Trabajo y Previsión, donde Perón le dio
una oficina para que trabajara diariamente. Fue en el ejercicio de estas
tres tareas que Eva, que había desarrollado su personalidad profesional
en el ámbito mediático, particularmente la radio, empezó a articular su
discurso político, su palabra viva para llegar al pueblo argentino, ya no
como actriz sino como esposa del Presidente, y representante ante Perón
de los intereses y las demandas de los trabajadores.
Eva definió su personalidad pública en la política y articuló su palabra
viva como representante privilegiada de los intereses del pueblo, abogada
y protectora de los trabajadores y los humildes. Creó un personaje
carismático y espectacular, mostrándose apasionada, fanática defensora
de los intereses del pueblo y de Perón. Hablaba de su marido en sus
discursos como de un líder único, inigualado, situado en las alturas. En
su propuesta dramática la masa oficiaba de coro político al pie del líder,
apoyándolo en su lucha revolucionaria por la liberación nacional. Eva
era la “primera voz” del coro del pueblo, y el puente entre el poder de
Perón y las virtudes de la masa peronista.13 Este papel de mediadora e
intercesora, entre una personalidad carismática y el pueblo, le permitió
compartir el carisma de Perón y la fuerza mágica que lo animaba en su
relación con las masas. Se transformó en una figura tutelar, un “hada
buena”, de un pueblo que la adoraba y la mitificó después de su muerte.
Su agonía pareció un martirio, y el sepelio y el duelo popular forman

13
Dice Perón: “Un conductor debe imitar a la naturaleza, o a Dios…Dios actúa a través de la Providencia.
Ese fue el papel de Eva: el de la Providencia. Primero, el conductor se hace ver: es la base para que lo
conozcan; luego se hace conocer: es la base para que lo obedezcan; finalmente se hace obedecer: es la
base para que llegue a ser hasta infalible” (Martínez, “Las memorias de Puerta de Hierro” 51).

— 193 —
Los chicos pobres

parte de la memoria sagrada del Peronismo. En Eva el pueblo encontró


a la madre joven y vehemente, a la mujer carismática y bella, cuya fe y
fuerza religiosa prometían a las masas la regeneración del poder político
en beneficio de ellos.
Perón dio a Eva gran independencia, y en lugar de colocarla, como
consorte, en un espacio simbólico, a su lado, la situó frente a él, como
interlocutora, junto al pueblo. De esta manera la transformó en una
aliada que reflejaba su política desde las filas del proletariado. Permitió
que Eva ocupara la misma oficina que él había utilizado en el edificio
del Consejo Deliberante, donde funcionaba la Secretaría de Trabajo y
Previsión, transformada en Ministerio, vecina a la oficina del Ministro,
de extracción obrera, el compañero Freire.
Si seguimos la actuación pública de Eva, notamos que sus primeros
discursos registrados, luego que Perón asumiera la presidencia en
1946, estaban dirigidos a asociaciones obreras, o vinculados a actos
de la Secretaría de Trabajo y Previsión Social, o fueron discursos
pronunciados por radio en celebración de fechas destacadas para la vida
de la nación, como el 17 de octubre o las palabras de despedida del año.
Muchos de estos discursos tomaban como destinatarias a las mujeres.
El discurso del 25 de julio de 1946, por ejemplo, transmitido por radio
en cadena por todo el país, fue parte de la campaña gubernamental
contra la especulación y el alto costo de la vida, y Eva solicitó el apoyo
de las amas de casa y les pidió que tuvieran una actitud consciente
y vigilante, y evitaran pagar precios excesivos, obligando a los
comerciantes a respetar el control de precios máximos determinados
para los productos (Eva Perón, Evita Mensajes y discursos Tomo 1: 37-
41).
En cada uno de esos discursos Eva fue creándose un espacio de
enunciación desde el cual hablaba a su público: al principio lo hacía en
nombre de Perón, o con el aval y la autorización de Perón, en muchos
casos enviada por él a un evento, al que no había podido asistir porque
tenía otros compromisos. Con el paso del tiempo notamos en sus
discursos una gradual evolución en la manera que hablaba de Perón y
de sí. Eva buscaba su lugar propio dentro del Peronismo. En el discurso

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Alberto Julián Pérez

del 27 de noviembre de 1946, en el aniversario de la creación de la


Secretaría de Trabajo y Previsión, se definió como “…una descamisada
más…que no cuenta con una gran elocuencia pero sí con un corazón
grande…” (Evita T. I: 57). El día 30 de noviembre, en una concentración
popular en Tucumán (Eva viajaba con frecuencia al interior), se dirigió
en nombre de Perón a los trabajadores “descamisados”, les anunció
que se había aprobado el aguinaldo, y dijo que era “…una embajadora
de la esperanza, el amor y la nueva conciencia” (Evita T 1: 59). Hablaba
como “mujer del pueblo”, ya que había salido “de sus filas” y se ponía
al frente de las mujeres argentinas “…como un soldado más, para
defender el futuro, para que se nos reconozcan nuestros derechos”
(Evita T. I: 60).
Los discursos de Eva, en general, eran breves. Durante la primera
época se los escribía quien fuera su libretista como primera actriz de
radioteatro: Francisco Muñoz Azpiri (Fraser y Navarro 31). Muñoz
Azpiri, que era abogado e historiador, había escrito los guiones teatrales
del ciclo de mujeres de la historia que Eva había transmitido durante
1945 por Radio Belgrano. Había observado el potencial de Eva como
actriz y no le debía resultar difícil encontrar las palabras adecuadas
para su nuevo papel, en las situaciones concretas en que tenía que
dirigir la palabra a su público. Posteriormente, la acompañaría a su
viaje a Europa.
Perón instruyó a Eva mediante pacientes charlas, compartiendo
con ella sus ideas políticas. La adoptó como discípula y le hizo leer
bajo su guía unos pocos libros (Evita T. IV: 57-60). Había sido profesor
de la Escuela Superior de Guerra durante diez años y mostraba una
marcada actitud pedagógica en sus escritos y discursos, especialmente
aquellos dirigidos a correligionarios y obreros. Supervisaba la línea
política de los discursos de Eva, que eran, dadas las circunstancias,
cuestión de Estado, ya que la opinión pública los juzgaba como parte
de la estrategia política peronista.
Los discursos de Evita apoyaban la línea peronista sin
cuestionamientos críticos, e iban estableciendo su propio lugar de
enunciación y espacio político estratégico dentro del Movimiento. En

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Los chicos pobres

el discurso que pronunció durante la primera Navidad en que Perón


estuvo en la presidencia, transmitido por radio en cadena nacional,
dirigido a las mujeres del país, Eva aseguró a su audiencia que los
peronistas habían pasado de las promesas a las realizaciones, gracias a
un Presidente que era como un descamisado más y se quitaba el saco
para estar con el pueblo. El Presidente le había dado a ella misma la
posibilidad “de ayudar al que sufre”: en lugar de asumir un cómodo
papel “oficial” de esposa, había dejado de lado “la postura”, prefirió
“el sentimiento” y se sentía “…una descamisada más de sus masas
heroicas y sinceras” (Evita T. I: 66).
En ese discurso de la navidad de 1946 empleó el “vosotros” y
utilizó un lenguaje relativamente distante para hablar a las masas.
Eso habría de cambiar durante 1947, en que Eva trabajó activamente
en la campaña para lograr el reconocimiento de los derechos civiles
de las mujeres y el sufragio femenino. En esos discursos Eva pedía
a las mujeres que lucharan por sus derechos, mostrando capacidad
de convocatoria y poder persuasivo para dirigirse a las masas. En el
discurso del 27 de enero de ese año, transmitido en cadena por radio,
su lenguaje fue más enfático para definirse a sí misma, y ponerse como
ejemplo ante las otras mujeres. Dijo: “Conozco a mis compañeras, sí.
Yo misma soy pueblo. Los latidos de esa masa que sufre, trabaja y
sueña, son los míos.” (Evita T. I: 74). Cuenta cómo pasó por encima del
protocolo para sumarse a la acción social del Peronismo, y asegura que
su labor en esa área se irá ensanchando. Llama a las mujeres a unirse y
movilizarse y, al hacerlo, colocarse “en un plano social nuevo”, porque
la mujer argentina “ha superado el período de las tutorías civiles” y
posee “madurez social y política” (Evita T. I: 76).
El voto femenino se convertiría en el arma de las mujeres para
demostrar que habían llegado a su mayoría de edad. La campaña a
favor del voto femenino, promovida desde el poder por el Peronismo,
le dio a Eva autoridad política frente a las masas. Esa independencia
política se acrecentó cuando en junio de ese mismo año inició un viaje
oficial por países de Europa durante varios meses sin su marido. La
comitiva que la acompañaba incluía a su hermano, a su confesor y

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Alberto Julián Pérez

amigo, el padre Benítez, a su ex-libretista radial y encargado de sus


discursos, Muñoz Azpiri, a su amiga y colaboradora en el Ministerio
de Trabajo y Previsión, Lilian Guardo y al importante empresario
peronista Alberto Dodero, que financió el viaje (Fraser y Navarro 89).
Eva publicó una serie de notas en el Diario Democracia, vocero
peronista (Perón lo había comprado y puesto a nombre de Eva),
pidiendo apoyo al sufragio femenino. En el discurso que dirigió a los
obreros de la fábrica de Jabón Federal, en su mismo sitio de trabajo,
el 21 de febrero de 1947, exaltó a Perón, que, como Presidente, había
logrado humanizar el capital y el trabajo, y luchaba por la felicidad de
la masa trabajadora. Se colocó a sí misma junto a los trabajadores, en
las filas del pueblo, diciendo: “Nosotros, los que venimos del pueblo…
sabemos valorar en toda su magnitud la obra de dignificación de la
masa trabajadora” que, antes del Peronismo, “…era víctima de toda
clase de explotaciones” (Evita T. I: 97). Aclaró que el General promovía
el voto femenino, y ella era embajadora “de confraternidad, de amor y
de esperanza” y servía de puente entre los trabajadores y Perón. Afirma
su lealtad al Movimiento, insiste en su deseo de sacrificarse por la causa,
y les avisa que deben cuidarse de los detractores y posibles “traidores”
al Peronismo. También explica el compromiso del Peronismo con el
pueblo trabajador, a cuyo servicio está el movimiento, y pide a los
obreros que se sacrifiquen para aumentar la producción y la riqueza,
en apoyo del Plan Quinquenal que es “…el plan de los descamisados, y
como tal, tienen que defenderlo.” (Evita T. I: 98).
En su discurso radial del 12 de marzo de 1947, dirigido a las mujeres,
Eva dice que la revolución peronista había permitido “…el triunfo
de las nuevas formas de la justicia social, y del derecho victorioso
del más débil, del más olvidado en la escala de los seres humanos” y
define al Peronismo como una “…fuerza espontánea que ha renovado
el panorama político de nuestra Patria” (Evita T. I: 109). Argumenta
que la legislación argentina se había olvidado de la mujer como sujeto
político, y que lo acontecido el 17 de octubre de 1945 demostraba la
madurez política de la mujer, que espontáneamente había participado
en la movilización popular que permitió la liberación de Perón y el

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Los chicos pobres

posterior triunfo de su política justicialista. Si bien está de acuerdo que


es indispensable la guía formativa de la mujer en el hogar, en su papel
de madre y esposa, afirma que la mujer “…no es solamente afección,
o la sensibilidad. La mujer es la conducta, y la dinámica. La mujer es
la voluntad” (Evita T. I: 110). Como militante y defensora de su lugar
público y político, Eva es un ejemplo de esta nueva posición de la mujer
en la sociedad. Quiere lograr que les reconozcan a las mujeres, entre
otros derechos, dice, el de “…la expresión de su voluntad cívica, la
expresión de su voluntad política, la negación del vasallaje tradicional
al hombre…” (Evita T. I: 111).
Interrumpió este ciclo de participaciones públicas en defensa de los
derechos civiles de la mujer durante su viaje de tres meses a Europa; lo
continuó a su regreso, intensificando su militancia, hasta la sanción de
la ley del voto femenino en septiembre de ese año. En ese proceso Eva
Perón se estableció como una importante figura política nacional. En un
régimen de gobierno que promovía la relación directa del gobernante
con el pueblo, demostró ser una gran comunicadora. Tenía juventud,
carisma, una fuerza de convicción contagiosa y sabía llegar a las masas.
En su discurso del Día de las Américas, el 14 de abril de 1947, en
que abogó por la paz y la justicia social, pidió que ya no hubiera más
discriminación en el mundo basada en la raza, la nacionalidad, el
sexo, las ideas, la religión y el poder económico, e insistió en que los
trabajadores del continente debían gozar del derecho a una retribución
salarial justa, seguridad social, protección familiar y la posibilidad de
mejoramiento económico (Evita T. I: 127-8).
Antes de viajar a Europa, Eva inauguró el 3 de junio el primer
albergue temporal para mujeres en Buenos Aires. Desde septiembre
del año anterior trabajaba en el Ministerio de Trabajo y Previsión,
recibiendo a los necesitados y promoviendo obras que beneficiaban
a la población más desprotegida. Durante su gira por Europa, varias
veces habló en lugares públicos a los trabajadores. En su discurso del
14 de junio, ante Franco, en una plaza pública, dijo a los trabajadores
españoles que estaba allí para traerles “…un mensaje de amor de todos
los trabajadores argentinos” (Evita T. I: 150).

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Alberto Julián Pérez

El Peronismo practicó un populismo nacional sindicalista, que


buscaba el reconocimiento de los derechos de los trabajadores y dio
poder a actores sociales marginados, como las mujeres. El discurso
de despedida de Eva de Madrid, que se transmitió por radio, fue
dirigido especialmente a las “mujeres de España” (Evita T. I: 152). Sus
discursos en Italia también mencionaban a las mujeres con frecuencia,
e incitaban a los trabajadores a hacer suyo el futuro (Evita T. I: 160). Al
regresar a Argentina, a fines de agosto, anunció que volvía a ocupar su
puesto en su oficina del Ministerio de Trabajo y Previsión. Eva hablaba
de sí como trabajadora, hacía referencia a las jornadas agotadoras de
trabajo de su marido, y se sometía ella misma a días laborales de 14 y
15 horas, dejando debidamente documentado, a visitantes locales y a
extraños, su culto al trabajo y al bienestar social, al que diferenciaba
cuidadosamente de la beneficencia, que había sido la piedra de toque
de la sociedad patricia y elitista, en que las damas ricas daban regalos
a los carenciados (Fraser y Navarro 122-8).
Evita dedicó un artículo a este tema, publicado en el diario
Democracia, el 28 de julio de 1948, titulado “Ayuda Social, sí;
limosna, no”, en el que afirmó que la ayuda social del Peronismo, que
ella misma organizaba desde su Fundación de Ayuda Social, nada
tenía en común con la de antes, a la que caracterizó de “limosna”
accidental y esporádica, dedicada a tranquilizar las conciencias de
los ricos y poderosos. Ella daba ayuda social a aquellos que carecían
de la protección social necesaria, a los “…que por razones de edad,
por causas de enfermedad o por incapacidad física, no son aptos
para el trabajo. Es la habitación, el vestido, el alimento, la medicina
para el enfermo que no está capacitado para el trabajo y que no pudo
adquirirla. No es limosna. Es, simplemente, solidaridad humana”
(Evita T. I: 449). El gobierno peronista organizaba la ayuda social
tratando de reparar injusticias y satisfacer las necesidades sociales de
los sujetos más desprotegidos y marginales. Era su manera de expresar
su amor al necesitado y reconocer su valer.
Una diferencia importante, para Eva, entre la ayuda social y la
limosna, era que a esta última la daba el rico, al que le sobraba, al

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Los chicos pobres

pobre, que no tenía, y era casi una burla de los explotadores hacia los
explotados; la ayuda social, en cambio, en palabras de Eva, “…es la
exteriorización del deber colectivo de los que trabajan, de cualquier
procedencia o clase social, con respecto a los que no pueden trabajar”
(Evita T. I: 450). La ayuda social era más digna porque la brindaba un
trabajador a otro trabajador desvalido. Eva solicitaba preferentemente
apoyo económico de los trabajadores para llevar a cabo su notable obra
en la Fundación de Ayuda Social. Construyó hogares para mujeres, para
ancianos, para niños, hospitales, policlínicos, urbanizaciones obreras.
Mediante su habilidosa intercesión y capacidad de convocatoria,
logró que los sindicatos destinaran parte de los aportes que recibían
de sus miembros a la Fundación. Gracias a estos fondos pudo reunir
importantes capitales, que se transformaron en inmediatas obras
sociales de asistencia a sectores carenciados de la sociedad.
El trabajo con la Fundación la puso en contacto directo con las
necesidades de la población. Ella asumió su labor como un deber casi
religioso, ganándose el afecto del pueblo. Su obra de asistencia social
contribuyó muchísimo a modelar su imagen pública como abanderada
de los humildes, defensora de los pobres y mujer providencial.
A través de la Fundación, Eva practicó un tipo de asistencia social
que, afirmaba ella, no hacía distinción de sexo, raza, religión, origen
y bandería política. La política social del Peronismo había nacido
cuando Perón ocupaba la Secretaría de Trabajo y Previsión, y Evita
continuó su obra desde ese mismo espacio durante su presidencia.
Perón, como Presidente, no podía gobernar sólo para un sector, tenía
que gobernar para todos, aun cuando centrara su base política en el
movimiento obrero organizado, que constituía la columna vertebral
del Peronismo, y sería el sector más combativo durante los años de la
Resistencia, luego de su caída.
Eva ayudó a Perón a mantener relaciones fluidas con el movimiento
obrero, poniéndose en contacto con las agrupaciones gremiales,
y transformándose en intermediaria entre los gremios y Perón,
operando en funciones casi ministeriales. Si el trabajo en la Fundación
le dio prestigio y visibilidad, su labor sindical fue fundamental para el

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Alberto Julián Pérez

Movimiento. Gracias a su simpatía y su carisma, y a su personalidad


enérgica, Eva logró comunicarse con los líderes sindicales y fue
respetada y valorada por ellos.
Eva y Perón fueron cambiando sus funciones en el plano político.
Perón, que había iniciado su carrera en la Secretaría de Trabajo y
Previsión, pasó a ser el líder máximo y Presidente. Clausuró el Partido
Laborista con el que había llegado a la presidencia, y creó su propio
partido. Decía que él no era un político profesional y tradicional
burgués, y no creía en el sistema partidario demoliberal, que, en su
concepto, operaba como una competencia política entre las elites en
el poder, de espalda a los intereses del pueblo; él era un líder, cuyo
mandato venía directamente del pueblo, que lo había habilitado
políticamente al pedir por su liberación a las autoridades militares en
la Plaza de Mayo el 17 de octubre de 1945 (Pavón Pereyra 230-1). Este
mandato popular hacía de Perón un líder elegido y plebiscitado por su
pueblo.
Eva se situó en el ala izquierda del Movimiento, organizando el
trabajo social que el Peronismo reivindicaba como la base de su política
de masas. Era el nexo y representante de Perón ante los sindicatos, la
directora de la Asistencia Social y la líder del movimiento femenino. Esta
última función resultó crucial para el Peronismo: logró que la legislatura
aprobara el voto femenino y reconociera los derechos civiles de la mujer,
y luego creó el Partido Peronista Femenino, separado del Partido
Peronista Masculino, y sobre el cual ostentó un liderazgo indiscutido,
como su fundadora y Presidente. El Partido Femenino recibió más del
sesenta por ciento del voto de las mujeres en las elecciones presidenciales
de 1952, contribuyendo a la segunda presidencia de Perón. Eva favoreció
la participación de la mujer en la vida política argentina, alentando su
conciencia cívica (Fraser y Navarro 107-9).
La militancia de Eva hizo más por la mujer argentina que las prédicas
de los grupos feministas elitistas de esa época, que se movían en una
esfera alejada de la realidad social y las necesidades de las mujeres
del pueblo. Toda esta actividad política de Eva, acompañada por sus
constantes intervenciones públicas (tenía abiertas a su disposición las

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Los chicos pobres

puertas de los medios de comunicación y contaba con múltiples espacios


públicos: la radio y el cine, las plazas, los teatros y sindicatos), dio a su
gestión un extraordinario dinamismo durante el tiempo relativamente
breve en que participó en la política peronista. Sus años claves fueron de
1946 a 1950, cuando, en la cima de su habilidad y energía organizativa,
presentó sus principales batallas políticas e hizo sus aportes mayores
al Movimiento. 1951 fue el año de su renunciamiento político a la
Vice Presidencia del país. La Confederación General del Trabajo la
había propuesto como futura vicepresidente, y en un evento popular
de caracteres dramáticos, en un mitin multitudinario, Eva aceptó el
nombramiento, para luego, ante el conflicto político que generó el
ofrecimiento en el Ejército, renunciar al mismo (Fraser y Navarro 143-
7). Esos momentos la mostraron en la cumbre de su popularidad, dueña
de un estilo propio para dialogar con las masas. Contaba con sus propios
seguidores y seguidoras, que la veían como una apasionada defensora de
los intereses de los trabajadores, y aspiraban a llevarla al gobierno.
El agravamiento de su dolencia fue limitando gradualmente su
actividad, hasta dejarla recluida en su residencia durante sus últimos
meses de vida. En 1951 aparecieron sus libros Historia del peronismo y
La razón de mi vida. En 1952, ante la inminencia de su muerte, minada
su salud por el cáncer, el pueblo peronista inició un doloroso proceso de
duelo. El 26 de julio murió Eva y durante días los hombres y mujeres del
pueblo desfilaron frente a su féretro (Page 24-36).
Eva había demostrado que era una líder carismática, voluntariosa,
dueña de una energía extraordinaria para su trabajo, organizadora
natural que escuchaba y comprendía a las mujeres y a toda la gente
del pueblo, comunicadora persuasiva habituada a tratar a los hombres
que estaban en el poder, ya fuese el mismo Perón u otros militares y
funcionarios políticos. Era capaz, como su marido, de tener un diálogo
enriquecedor con los sectores sindicales y ejercer su liderazgo con
firmeza.
Durante sus años de militancia política su relación con el pueblo
trabajador se volvió apasionada. Eva exaltaba siempre sus valores y
virtudes en sus discursos y en sus escritos. En el diario Democracia

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Alberto Julián Pérez

publicó el 4 de agosto de 1948 un artículo en que definía el sentido social


que el “descamisado” tenía para el Peronismo. Dice que el descamisado
apareció en el escenario político como antes había aparecido el gaucho,
reclamando justicia frente a los enemigos de la nacionalidad (Evita
T. I: 452). El descamisado era “…un factor de progreso, de unidad
nacional, de bienestar colectivo” (Evita T. I: 453). Había cambiado la
política, porque actuaba en defensa de los intereses del pueblo, que era
el depositario de las virtudes de la nacionalidad y creaba la riqueza.
La política de privilegio, creía, había terminado y cobraban valor el
trabajo y la producción. La asistencia social era un acto de solidaridad
del pueblo con el pueblo mismo. El Peronismo luchaba por dignificar al
pueblo, mejorando su situación económica y laboral. Esa era la base de
la prédica de la política justicialista (Evita T. I: 454).
En su biografía, La razón de mi vida, explica por qué prefiere el apelativo
cariñoso de “Evita”, en lugar del de Sra. de Perón. Los descamisados
sólo la conocían por el nombre de Evita, mientras los funcionarios de la
presidencia o personalidades políticas la llamaban Señora. Cuenta que
así se les presentó a los humildes de su tierra, diciéndoles “…que prefería
ser Evita a ser la esposa del presidente, si ese Evita servía para mitigar un
dolor o enjugar una lágrima” (Evita T. IV: 72). Eva confiesa que prefiere
“su nombre de pueblo”: “Reconozco – dice - …que…lo que me gusta
es estar con el pueblo, mezclada en sus formas más puras: los obreros,
los humildes, la mujer…Hablo y siento como ellos, con sencillez y con
franqueza llana y a veces dura, pero siempre leal. Nunca dejamos de
entendernos. En cambio, a veces, “Eva Perón” no suele entenderse con
la gente que asiste a las funciones que debe representar” (Evita T. IV:
74). Ve en sí a dos mujeres: una actúa un personaje oficial como Primera
dama, y otra, la auténtica, es sencilla, llana, parte de su pueblo.
Su relación lírica e idealizada con el pueblo fue en constante progreso
hasta sus últimos días. En su testamento, que leyera Perón el 17 de
octubre de 1952 desde los balcones de la Casa Rosada (formaba parte
de un manuscrito más extenso, nunca publicado por Perón, y dado a la
luz finalmente como Mi mensaje en 1986), Eva aseguró poéticamente
que dejaba su corazón a sus descamisados, sus mujeres, sus obreros, sus

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Los chicos pobres

ancianos, sus niños; su corazón se quedaba con ellos para “ayudarlos a


vivir” con el cariño de su amor, para “ayudarlos a luchar” con el fuego
de su fanatismo, y “para ayudarlos a sufrir” con sus propios dolores (Mi
mensaje 77). Perón, desde “su privilegio militar”, se había encontrado
con el pueblo, “…supo subir hasta su pueblo, rompiendo todas las
cadenas de su casta”, pero ella había nacido en el pueblo y sufrido con
el pueblo, tenía carne y alma y sangre de pueblo (Mi mensaje 78). Eva,
en ese texto, que es el más personal de todos sus escritos, y que parece
tener menos interferencia de correctores ideológicos, designaba como
sus herederos a Perón y al pueblo. Sus palabras finales fueron palabras
de amor, confesando: “Quiero vivir eternamente con Perón y con mi
pueblo. Dios me perdonará que yo prefiera quedarme con ellos porque él
también está con los humildes y yo siempre he visto en cada descamisado
un poco de Dios que me pedía un poco de amor que nunca le negué”
(Mi mensaje 80-1).

II. Eva idealizaba la personalidad de Perón. En sus primeros discursos,


en 1946, se presentaba a su auditorio como “la mujer” de Perón,
persuadiéndolo del amor que éste, “abanderado de la justicia social”,
sentía por su pueblo (Evita T. I: 57). Al año siguiente, en un discurso
pronunciado en Trabajo y Previsión a una delegación de estudiantes,
cambia su tono y en lugar de presentarse simplemente como su esposa
habla como “descamisada”. Eva exalta al General por su idealismo; dice
Eva: “Ustedes los estudiantes…deben ver en el general Perón un idealista
tratando de hacer esta Patria más justa, más soberana y más poderosa.
Mientras el timón de la Patria esté en manos del general Perón, yo, como
una descamisada más, les puedo asegurar que la Patria va segura y firme
hacia un destino más brillante aún” (Evita T. I: 137). En otros discursos
dice ser “modesta colaboradora” de Perón y actúa como abanderada del
pueblo.
En los discursos de los años siguientes Evita deja en claro que Perón
es un Presidente sin rivales, un conductor extraordinario, y se define
como “peronista fanática”. Sostiene un culto de idealización pública de
Perón e indica la línea política a seguir: no debe haber ni segundas figuras

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Alberto Julián Pérez

ni caudillos que interfieran en la relación entre Perón y el pueblo. Los


caudillos son, en la interpretación del Peronismo, causantes de problemas
en los organismos políticos: llevan a la división, y en el Peronismo la
consigna es la unidad (Evita T. IV: 35).
En las conferencias que leyera en la inauguración de la Escuela
Superior Peronista en 1951, publicadas como Historia del Peronismo,
analiza el papel político que debe ocupar el líder. Explica qué significa ser
un líder, qué es el pueblo y como son los pueblos, y muestra el momento
histórico en que el pueblo se encuentra con su líder. Evita aclara que en
esa escuela se enseña a querer, a amar a Perón y si es necesario a dar la
vida por él. Los pueblos no avanzan sin un conductor, éstos son sujetos
providenciales en la vida de los pueblos. Se denomina “mujer sencilla,
de pueblo” y dice que describir a Perón es como tratar de “describir al
sol”: es alguien extraordinario, ilumina y, para conocerlo, hay que verlo
(Evita T. III: 29). El líder es un “genio”, que aparece excepcionalmente,
mientras los caudillos son individuos más limitados y egoístas, sirven
intereses particulares y hacen daño al movimiento político (Evita T. III:
28). Evita se pone junto al pueblo y a buena distancia de Perón, para no ser
un obstáculo, como los caudillos. El Peronismo no es un partido político
demoliberal, sino un Movimiento, y su líder mantiene un contacto directo
con las masas. Ella es una privilegiada, que puede compartir el carisma de
Perón, y eventualmente desarrollar el suyo propio.
Evita en sus discursos presenta la ideología del Peronismo desde la
perspectiva del pueblo. No repite mecánicamente lo que dice Perón.
Abanderada del Movimiento, da una imagen apasionada del militante
peronista. Evita es joven, fanática, y está dispuesta a dar la vida por la
causa, a sacrificarse, como siempre afirma en sus discursos. Sacrificio que
adquiere trágica concreción con su enfermedad, su agonía y su muerte.
El duelo por su desaparición tuvo una enorme fuerza catártica. Era como
despedir al pueblo mismo en la persona de su abanderada, la que va
adelante en la lucha, llevando la bandera del Movimiento, sus ideales, y
que como tal cae.
Evita exaltó la relación fraternal y de mutua adoración que existía entre
Perón y las masas. Perón había triunfado fácilmente en las elecciones

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Los chicos pobres

presidenciales de 1946 porque, a pesar de estar al frente de un partido


político improvisado, había sabido darle espacio al trabajador, y logró
quitarles los votos a los partidos políticos tradicionales. Todos aquellos que
se oponían a su política estaban para Perón al servicio de la oligarquía. Los
peronistas demonizaban a los partidos de la oposición y los consideraban
traidores. La oposición no respetaba la voluntad popular. La virtud que
caracterizaba al peronista era la lealtad, demostrada en la pueblada del
17 de octubre de 1945 para rescatar a su líder encarcelado. Perón luego
transformó la celebración del aniversario del 17 de octubre en la gran fiesta
popular de su Movimiento: el día de la lealtad del pueblo hacia su líder.
La oligarquía era caracterizada como traidora, “vendepatria”. Oligarcas
eran todos aquellos que explotaban y esclavizaban al pueblo. “El espíritu
oligarca – dice Eva en Historia del peronismo - se opone al espíritu del
pueblo”; muestra “afán de privilegio”, ambición ilimitada, soberbia y
vanidad (Evita T. III: 77). Aún dentro del Peronismo podía desarrollarse
ese espíritu oligarca como una deformación, en funcionarios y dirigentes,
si ponían su interés personal por delante del interés del Movimiento. Invita
a los militantes a velar por su pureza, y luchar contra los traidores y los
“vendepatrias” (Evita T. III: 89).
Eva explica en Historia del peronismo, siguiendo las ideas de Perón,
que el Peronismo es distinto al capitalismo, y distinto al comunismo,
pero tiene elementos de los dos: es un capitalismo humanizado, donde el
estado tiene un papel mediador “justiciero”. Recuerda a los trabajadores
que asisten al curso de la Escuela cómo la oposición a Perón se alió con
el imperialismo norteamericano enemigo, representado por Braden, su
embajador, contra el Peronismo en 1945 (Evita T. III: 99). Esto demostraba
que tanto los partidos burgueses, como los comunistas y socialistas, habían
preferido unirse al imperialismo que aliarse al Peronismo. Evita criticaba
a la oligarquía en sus discursos, mientras idealizaba y alababa tanto a
Perón como al pueblo. Perón y el pueblo eran la fuente de toda virtud,
y la oligarquía, el imperialismo y los “vendepatria” representaban el mal.
La oligarquía era la enemiga de la revolución peronista y los peronistas
tenían que vigilar para evitar que la oligarquía y sus fuerzas destruyeran
al Peronismo.

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Alberto Julián Pérez

Diversos sectores de la población se oponían al Peronismo: una


buena parte de la clase media, que apoyaba al Radicalismo; estudiantes
e intelectuales, que preferían el marxismo comunista o socialista, y los
profesionales, que desconfiaban de la política de movilización de masas
que practicaba Perón, y resentían el papel que se daba a los obreros, que
habían pasado de ser los más marginados y despreciados, a ser convocados
e idealizados por Perón y Evita. Los profesionales sentían que el trabajo
intelectual y profesional pequeño burgués había perdido parte de su prestigio
al valorizarse el trabajo manual del obrero, durante la etapa peronista. La
pequeña burguesía derivaba su sentimiento de superioridad social, en gran
medida, de su educación privilegiada, y el cambio irritaba a la clase media
profesional.
El Peronismo alienó a los que habían sido hasta ese momento participantes
privilegiados de la política criolla: era un movimiento nacional y popular con
actores nuevos (Mafud 49-55). Perón promovió la organización de gremios
y sindicatos, creando una base activa para institucionalizar su política. Sus
consignas eran simples: defensa de la economía, de la soberanía nacional y
de la justicia social. Basó la efectividad de su Movimiento en la conducción
y la estrategia (Conducción política, O. C.: XIII: 15-17). Los partidos políticos
democráticos liberales y los comunistas privilegiaban la discusión crítica y
el análisis racional de las ideas; el Peronismo favoreció la aplicación práctica
de sus principios de justicia social por encima de las luchas ideológicas,
evitando enfrentamientos políticos divisivos que lo debilitaran.
El modelo institucional peronista era centralizado y burocrático. La
formación militar de Perón tiene que haber influido en ese modelo. El
Ejército, como institución, limita la crítica y rechaza el disenso, desarrolla
gran capacidad operativa y tiene poder e influencia social. Perón creó un
Movimiento nacional combativo, unido, que respondía a sus órdenes,
y tenía relativa autonomía para operar en conjunto en todo el país. Este
Movimiento, respaldado por las organizaciones gremiales, se transformó
en el gran actor de la política argentina. Después de 1955 el Peronismo
sobrevivió, a pesar de la ausencia y proscripción de su líder. Los partidos
políticos de oposición no pudieron ampliar demasiado su influencia hasta
después de la muerte de Perón en 1974.

— 207 —
Los chicos pobres

III. En un discurso del 1 de junio de 1949, pronunciado ante un


congreso de obreros ferroviarios, Eva les dice que están tratando de
limpiar la nación de “…vendepatrias y entreguistas, adentrándole el
espíritu criollo en lugar de lo foráneo” y los incita a defender la revolución
contra los “disfrazados de obreristas, agitadores, de afuera” (Evita T. II:
60). Explica a los trabajadores que hay que dar “la vida por Perón” y que
ella misma en su lucha “va dejando jirones de su corazón y de su alma”
y no tiene miedo de morir por la causa (Evita T. II: 62). En Mi mensaje,
su último texto, ruega a los descamisados que no se entreguen jamás ni
al imperialismo ni a la oligarquía. “La oligarquía que nos explotó miles
de años en el mundo – dice – tratará de vencernos”, la solución es “…
convertir a todos los oligarcas del mundo: hacerlos pueblo” (Mi mensaje
83).
Los intelectuales liberales, los de izquierda y diversos sectores de
la clase media conspiraron contra Perón y Evita durante los años de la
primera y la segunda presidencia, demonizando la política peronista, y
haciendo imposible un diálogo constructivo (Rosano 91-123). La política
peronista, practicada desde el poder por Perón y Evita, con apoyo de los
sindicatos, las organizaciones peronistas y las masas movilizadas, resultó
desestabilizante y amenazadora para esa clase media acostumbrada a la
política elitista de los partidos políticos liberales: dividió el campo político
y cultural en peronismo y antiperonismo, alienando a grandes sectores
del liberalismo y las izquierdas, y distanciándolos del proletariado y la
clase trabajadora. J. L. Borges, que en su juventud había sido irigoyenista
y desarrolló una línea literaria de tendencia popular, fue ferviente
antiperonista y se hizo cada vez más conservador, al sentir el desprecio
de los peronistas hacia su figura y la falta de comprensión y tolerancia
por su obra (Naipaul 113-7). Los críticos nacionalistas y los forjistas, que
lideraron la lucha antibritánica y antiimperialista, bajo la guía intelectual
de Scalabrini Ortiz y Jauretche, transformaron a Borges posteriormente
en un ejemplo del escritor extranjerizante y ajeno a lo nacional, olvidando
su obra de juventud (Jauretche, Los profetas del odio 71-80).
A la caída de Perón, los historiadores revisionistas profundizaron
esta visión de una argentina dividida entre un campo popular, liderado

— 208 —
Alberto Julián Pérez

por los grandes caudillos históricos: Rosas, Irigoyen y Perón, y un


campo antinacional, dominado por los intereses de los sectores liberales,
aliados al capitalismo internacional (Jauretche, Política nacional y
Revisionismo Histórico 52-60). Las figuras del liberalismo más criticadas
fueron Rivadavia y Sarmiento. La pequeña burguesía liberal mostró el
resentimiento que había acumulado durante los años de gobierno popular.
Se publicaron los libros que los intelectuales liberales y socialistas, como
Martínez Estrada, Sábato y Ghioldi, venían escribiendo durante la última
etapa de la segunda presidencia, en que atacaban con vehemencia al
régimen peronista y denunciaban las humillaciones que habían sufrido
(Svampa 257-68).
Resultó difícil para la cultura pequeño burguesa liberal y marxista
asimilar el Peronismo. Fue recién en la década del 60, durante los años
de la Resistencia peronista, que intelectuales como Puiggrós y Hernández
Arregui llegaron a una síntesis más progresista para interpretarlo, desde
una perspectiva que integraba marxismo y nacionalismo (Hernández
Arregui 346-381; Svampa 274-81). Pocos escritores y artistas pudieron
trasladar lo que había pasado en esos años al imaginario globalizante
burgués elitista del mundo de la literatura y el arte, formado en lenguajes
literarios “internacionales” de origen europeo (Plotnik 29-69). Aquellos
que captaron mejor el fenómeno populista del Peronismo fueron los
periodistas, como Rodolfo Walsh, Tomás Eloy Martínez y Horacio
Verbitsky, y los cineastas, como Fernando Solanas, Octavio Getino y
Jorge Cedrón. Poetas y narradores siguieron, en su mayor parte, hasta
1974, reflejando la problemática de la pequeña burguesía liberal y los
sueños utopistas de los sectores socialistas (Borello 18-32). Tal como había
ocurrido antes con el irigoyenismo y el rosismo, la pequeña burguesía
liberal reaccionó contra el Peronismo y lo acusó de ser un movimiento
demagógico, totalitario y tiránico (Neyret 3). Jauretche afirmaba que la
inteligencia argentina se había divorciado de los intereses populares, y que
cuando ésta iba en una dirección, el pueblo iba en la dirección contraria
(Los profetas del odio y la yapa 71).
La cultura literaria, en los países dependientes neocoloniales o
tercermundistas, es, en su mayor parte, una cultura de grupos exclusivos,

— 209 —
Los chicos pobres

elitistas, bastantes cerrados, de gusto sofisticado. Estos círculos letrados


han creado grandes obras de arte admiradas por los lectores de los
centros neocoloniales y los países desarrollados, que son escasamente
comprendidas en sus propios países, particularmente porque no reflejan
ni traducen los intereses de las mayorías populares. Los grandes escritores
argentinos de su momento dejaron limitado testimonio en su obra de
ficción de los diez años del primer gobierno peronista.14 No encontraron
un modo adecuado de expresarlo, ni de comunicarse con los sectores
populares.15

14
La recopilación de Sergio Olguín, Perón Vuelve. Cuentos sobre el peronismo, es un testimonio involuntario de la
pobreza del corpus, que selecciona obras menores de los autores, como el cuento paródico “La fiesta del monstruo” de
Borges y Bioy Casares, y obras que emplean un lenguaje indirecto y alusivo para hablar del presente, como el cuento
fantástico “Casa tomada” de Cortázar, cuya relación con el mundo político peronista es discutible. En todo caso
“Casa tomada” de Cortázar y “Cabecita negra” de Rosenmacher, pudieran ser ejemplos de los temores y ansiedades
que el populismo provocó en la clase media. El único cuento destacado de la colección que para mí logra reflejar
de forma rica y compleja el efecto que el personaje de Eva Perón tuvo en el Ejército que derrocó a Perón, desatando
consecuencias imprevisibles, es “Esa mujer” de Rodolfo Walsh.
15
La literatura culta ha estado siempre en manos de un sector social determinado. En el caso argentino, desde el
comienzo de nuestra vida independiente, la burguesía urbana monopolizó la producción cultural, y los escritores
en su mayor parte provinieron de sectores sociales identificados con las ideas liberales. La ideología de la burguesía
liberal ha sido universalizante e imperialista: sus intelectuales crearon conceptos como los de civilización y barbarie
para justificar su derecho a invadir, someter y explotar el trabajo y las riquezas de otros pueblos. El Peronismo, siendo
un movimiento político popular y obrero, fue rechazado por la burguesía liberal. Fue marginado por el sector letrado
y quedó sin una representación cultural capaz de crear obras que pudieran competir por sus logros y calidad artística
con las grandes obras de la cultura liberal burguesa.
La literatura hispanoamericana ha defendido a lo largo de su historia sus intereses de clase y ha tenido sus géneros
europeos predilectos. Fueron los colonizadores los que trajeron la literatura a América, que se afincó más en los
centros urbanos blancos y mestizos, y menos en los sectores rurales indígenas. Los colonos poco se interesaron en
el arte indígena, y no procuraron incorporar sus expresiones artísticas al arte colonial. La iglesia procedió de otro
modo, y fue una institución esencial en la integración del indígena y el criollo a América. La iglesia llegó a todos
los sectores sociales, y el indígena y el campesino pudieron entrar en la sociedad colonial a través de la religión. La
iglesia tuvo un papel político y cultural importante desde la colonia, lo cual explica el fervor religioso en los países
y regiones con gran población indígena, como México y Perú, Bolivia, el Noroeste argentino, religiosidad que el
pensamiento liberal erróneamente interpretó como barbarie.
La literatura liberal burguesa no reflejó en sus obras el punto de vista del populismo de Rosas, ni el de Yrigoyen, ni
el de Perón. Escribieron obras contra los caudillos populistas, atacándolos, demonizándolos, y en ellas la burguesía
liberal mostró su odio y su desprecio hacia las clases consideradas inferiores.

— 210 —
Alberto Julián Pérez

El populismo tiene sus propios espectáculos: mítines políticos,


fiestas populares, conciertos de música, competencias deportivas.16
El Peronismo organizó un programa educativo para los trabajadores,
independientemente de la estructura profesional burguesa y de
clase media, creando escuelas para oficios (Plotkin 85-103). Buscó
organizar a las masas, darles personalidad e independencia. Movilizó
a las mujeres y a los sindicatos, siguiendo sus propios intereses. El
Peronismo mostró el abismo que separaba a la clase media culta de los
sectores proletarios.

IV. Con su dedicación al bienestar social y su prédica de unión, paz


y amor al pueblo, Eva dio al Justicialismo un sentido providencial
espiritual y cristiano. Concluyó numerosas obras durante el año 1949.
El 14 de julio de ese año inauguró la Ciudad Infantil. En el discurso
inaugural explicó que su política de ayuda social respondía a las ideas y
a la iniciativa de Perón. Habían ya finalizado hogares-escuelas, hogares
de tránsito, el hogar de la empleada, hogares de ancianos (Evita T. II:

En América fue necesario modificar los géneros literarios europeos más prestigiosos– la poesía, la novela - para
abarcar la experiencia americana. Su literatura acogió géneros extraliterarios – el ensayo interpretativo y la crónica
histórica - que son considerados parte de su literatura, y registraron todo: la conquista, los genocidios, las luchas
coloniales, la gesta de la independencia. Estos géneros extraliterarios se integraron a los géneros literarios europeos
importados a los enclaves coloniales americanos, y nuestras grandes obras literarias de ficción insertaron el ensayo
y la crónica para generar la novela-crónica, la novela-ensayo, la poesía-crónica, y otros géneros derivados de ese
proceso de fusión. También los historiadores, pensadores y periodistas, fascinados por la ficción, se desplazaron
hacia la literatura para crear la crónica novelada, el cine documental, la historia novelada y la biografía. De este
movimiento salieron obras como las de Sarmiento, Mansilla, José Hernández y Rodolfo Walsh, y las obras de Sábato,
Borges y Piglia. Este ha sido el aporte más importante de América a la literatura heredada de los amos imperialistas.
En América ha madurado y sigue madurando una literatura que transforma la literatura europea heredada.
Hay disciplinas de la cultura europea, como la filosofía académica, que no se desarrollaron bien ni arraigaron en
América, pero otras tienen una dinámica nueva. En Argentina son tres: la literatura, la historia y la política. Estas
tres disciplinas forman la matriz de nuestra cultura. En el siglo veinte debemos agregar a estas tres la psicología y la
sociología. Son la base de nuestra cultura nacional que seguirá evolucionando con el tiempo, y a partir de esta matriz
los escritores y artistas crearán grandes obras.
16
La literatura culta ha estado en manos de un sector social y han quedado fuera de la literatura otros sectores,
particularmente los sectores no letrados. Esos sectores se han expresado de otro modo: mediante las artes populares,
la danza, el canto. También con el juego. El pueblo no lee novelas burguesas, pero juega y asiste a los juegos y
espectáculos deportivos, sobre todo al fútbol, pasión popular. En el siglo XIX amaba las carreras de caballos, y en el
XX parte de esa pasión pasó al automovilismo, el amor a los “fierros”.

— 211 —
Los chicos pobres

72). Unos días antes, en un acto del Sindicato de Docentes Particulares,


Eva definió el sentido y carácter de la ayuda social peronista; aclaró
que el General Perón “…no habla, realiza…no promete, da…no es
un teórico, es un práctico” (Evita T. II: 66). Perón buscaba la Patria
grande, se había cansado “…de ver cómo en nuestro país se practicaba
una democracia mal entendida aplicada siempre en perjuicio de las
clases humildes” y estaba tratando de llevar a cabo el sueño de San
Martín. Los críticos que tenía el Peronismo, “…que hoy se levantan
como apóstoles de la democracia y de la soberanía nacional” – dice
Eva - no hicieron absolutamente nada positivo cuando estaban en el
gobierno, por el contrario vendieron todo al extranjero: ferrocarriles,
puertos, seguros, reaseguros y teléfonos, y dejaron a los argentinos un
único derecho: el de “morirse de hambre” (Evita T. II: 68). El General
Perón, en cambio, había nacionalizado esos servicios y promovido la
institución de ayuda social que ella dirigía, honrando al movimiento
peronista.17
Ese año Eva pronunció varios discursos doctrinarios, entre los que
se destacaron el del acto inaugural de la Primera Asamblea Nacional
del Movimiento Peronista Femenino, el 26 de julio, y el discurso
pronunciado en el encuentro organizado por la Comisión Auxiliar
Femenina de la Confederación General del Trabajo en el Teatro
Colón, el 16 de diciembre de 1949. Para ese entonces había logrado
una representatividad considerable dentro del movimiento nacional
peronista, y era la líder indiscutida de la rama femenina del Partido.
Había organizado la campaña dirigida a afiliar a las mujeres al
Partido Peronista Femenino en todo el país, y había creado Unidades
Básicas adecuadas a sus necesidades. La Unidad Básica peronista

17
Eva se refería a sus logros con la Fundación en casi todos sus discursos, aclarando que la ayuda
social era ayuda del pueblo al pueblo, que se ayudaba a sí mismo, liberándose, y ella solo era el puente
que transmitía esa ayuda. Esa Fundación era parte integral de la concepción de justicia social sobre
la que se basaba el Peronismo. Era una ayuda distinta a la beneficencia que practicaban los ricos en el
pasado: no era ayuda de una clase explotadora a otra explotada, sino de asistencia que les daban los que
trabajan a los que no trabajaban, o estaban en un estado calamitoso de necesidad (Evita T. II: 176-83).
Ella no era más que la intermediaria legítima en ese proceso entre Perón y los “descamisados”, por ser
ella misma pueblo y, por lo tanto, estar autorizada a ayudar a sus iguales.

— 212 —
Alberto Julián Pérez

aspiraba a ser mucho más que el comité partidario de los partidos


liberales burgueses: era un club político de asistencia social, educación
partidaria y enseñanza de oficios, que buscaba educar a los trabajadores
y ayudarlos a satisfacer sus necesidades más apremiantes. Los comités
partidarios de los partidos liberales, en cambio, se concentraban
en discusiones partidarias y políticas: buscaban satisfacer intereses
sectoriales egoístas, para acumular poder en beneficio propio, y no se
preocupaban por la necesidad social del pueblo.
En esos discurso Eva Perón pasaba revista a los logros del Peronismo,
incluidos los propios, indicando que, como partido en el poder, el
Peronismo podía dar cuenta de una gran obra realizada, y afirmar
que había llevado a cabo una verdadera revolución. Se enorgullecía en
anunciar que había llegado “la hora de los pueblos”, y que los autores
de esa revolución eran las masas de trabajadores, los “descamisados”
despreciados por la oligarquía, guiados por el General Perón, que era
quien, al frente de éstos, logró cambiar la vida política del país. En
el discurso del 16 de diciembre, dirigido a las mujeres, Eva dijo que
deseaba ser considerada la “dama de la esperanza” y las instigaba a
ocupar su papel dentro del Movimiento; confesaba ser una luchadora
“fanática” que todo lo sacrificaba, y creía que “el fanatismo es la
sabiduría del espíritu”, y que son los mártires y los héroes los que han
cambiado la historia (Evita T. II: 192-3).
El 26 de julio de 1949, en el acto inaugural de la Primera Asamblea
Nacional del Movimiento Peronista Femenino, pronunció su discurso
doctrinario más extenso y completo, haciendo especial hincapié
en el sentido moral del Movimiento, que aspiraba a traer justicia a
la sociedad, y en el valor de la Tercera Posición, que podía combinar
armónicamente las fuerzas del Estado, del capital y del trabajo, y que
reconocía “el carácter moral y el carácter social del trabajo” (Evita
T. II: 90-1). En ese discurso incitó a la mujer a aliarse al hombre, y
comentó los diez derechos básicos del trabajador, que incluían: el
derecho a trabajar, el derecho a una retribución justa, a la capacitación,
a tener condiciones dignas de trabajo, al bienestar y a la seguridad
social, entre otros, aclarando que eran una extraordinaria conquista

— 213 —
Los chicos pobres

del Peronismo para todos los hombres y mujeres. Otro importante


logro fue la sanción de los Derechos de la Ancianidad, reconociendo
a los ancianos el derecho a la seguridad y a la protección del estado.
La incesante obra de Eva en beneficio de los niños, los ancianos,
las mujeres y los trabajadores necesitados, demuestra sus profundos
sentimientos humanitarios. El Peronismo se define como un
movimiento social y político de raíz cristiana, que busca una
redistribución inmediata de la riqueza, haciendo menos ricos a los
ricos y menos pobres a los pobres. En La razón de mi vida Eva dice que
el ideal social del cristianismo aún no se ha logrado, y el Peronismo
busca realizar su doctrina en el mundo del presente y traer justicia y
paz en la tierra (Evita T. IV: 77). Perón afirmaba que su Movimiento
era expresión de la filosofía del cristianismo que, a diferencia del
capitalismo y el comunismo, no tenía una forma política concreta;
él había creado un movimiento político de acuerdo a los fines de la
filosofía cristiana, con la cual se identificaba plenamente (Obras
completas 22: 438-9).
En Mi mensaje Eva previno a Perón y a los trabajadores, a sus
descamisados, del peligro que representaban para el Justicialismo
algunos sectores del Ejército y la Iglesia. Con un lenguaje poético
inspirado y apocalíptico, Eva fustigó tanto a la jerarquía de la Iglesia,
insensible muchas veces ante las necesidades de los pobres, como a
los oficiales oportunistas del Ejército, celosos de los logros obtenidos
por el Peronismo. Eva afirma en esas confesiones que está defendiendo
a su pueblo, al que pertenece, porque nunca lo traicionó, ni se dejó
marear “por las alturas del poder y de la gloria” (Mi mensaje 40).
Dice que se rebela contra todo privilegio, y reconoce la importancia
histórica de la religión y del ejército, pero que, desgraciadamente, las
Fuerzas Armadas, en lugar de servir al pueblo “…son casi siempre
carne de oligarquía”, ya sea… “porque ésta copó los altos círculos
de la oficialidad o porque los oficiales que el pueblo dio a sus fuerzas
armadas se entregaron…olvidándose del pueblo, de sus dolores…” (Mi
mensaje 47). Eva denuncia también a las jerarquías eclesiásticas; dice:

— 214 —
Alberto Julián Pérez

Yo no he visto sino por excepción entre los altos dignatarios del clero
generosidad y amor…En ellos simplemente he visto mezquinos
y egoístas intereses y una sórdida ambición de privilegio…No
les reprocho haberlo combatido sordamente a Perón, desde sus
conciliábulos con la oligarquía…Les reprocho haber abandonado a los
pobres; a los humildes, a los descamisados…a los enfermos…y haber
preferido en cambio la gloria y los honores de la oligarquía. Les
reprocho haber traicionado a Cristo que tuvo misericordia de las turbas…
Yo soy y me siento cristiana…porque soy católica…pero no comprendo
que la religión de Cristo sea compatible con la oligarquía y el privilegio…
El clero de los nuevos tiempos…tiene que convertirse al cristianismo…
viviendo con el pueblo, sufriendo con el pueblo…sintiendo con el pueblo.

Mi mensaje 55-6

Eva afirma que la religión no debe aconsejar la resignación, tiene


que ser “bandera de rebeldía”, y predicar el amor como el único
camino para salvar al hombre (Mi mensaje 58).
La muerte de Eva dejó al Peronismo sin uno de sus pilares. Había
logrado organizar de una manera eficiente y espectacular la ayuda
social, adquiriendo gran visibilidad en el Movimiento, en el que
se la consideraba la Dama de la esperanza, y constituía un eslabón
importantísimo en la relación entre Perón y los gremios. Al frente
de la Fundación, demostró su eficiencia como administradora y
recaudadora de fondos, recibiendo para sus obras grandes sumas
de dinero, no sólo de su esposo y del gobierno, sino también y
fundamentalmente de los sindicatos de trabajadores, que aceptaron
derivar parte de sus fondos a la ayuda social, y de empresarios
que hicieron donaciones considerables. Igualmente demostró su
capacidad y liderazgo político en la organización de la rama femenina
del partido, permitiendo el ingreso de las mujeres en la política. Su
muerte provocó un inmenso y sentido duelo. Desaparecida a una
edad muy joven, después de luchar contra el cáncer, el pueblo elevó
su figura a un nivel religioso y mítico. Eva se transformó en el hada

— 215 —
Los chicos pobres

buena, en la protectora de los humildes, para las clases proletarias


(Taylor 72-85).
La verdad histórica sobre Eva emerge de sus logros y actividades
políticas. Sus discursos y sus escritos nos permiten ver su evolución en
su momento histórico. Su concepción de lo que debe ser la asistencia
social al pueblo, la manera en que ella la llevó a cabo y el ejemplo de
su figura carismática en contacto directo con las masas en los actos
públicos del Peronismo, dejó un legado imborrable, particularmente
para la mujer argentina, contribuyendo a su emancipación política.
El diálogo que inició Perón con el trabajador conoce una modulación
nueva en el discurso de Evita, al dirigirse al pueblo desde el pueblo,
como embajadora de Perón, pero también como intercesora y
peticionante ante él en nombre del pueblo. Su clara ubicación en el
campo popular dio al pueblo una figura emblemática y carismática
poderosa en que podía verse reflejado, con un cuerpo que se
entregaba en la lucha cotidiana, primero joven, brillante y adornado
de joyas; luego adusto, fanático y militante; y por último agónico
y sufriente, satisfaciendo simbólicamente su deseo de participar en
la política de la nación. Esa experiencia histórica fue fundamental
para el desarrollo de la conciencia política de las masas en Argentina,
que vieron materializarse sus aspiraciones de reconocimiento,
representatividad y justicia social.
La experiencia populista del pueblo argentino con Juan Perón y Evita
fue, desde esta perspectiva, iluminadora y trascendente. Demuestra
cómo, en los países del tercer mundo neocolonizados, el populismo
nacionalista adquiere un sentido especial, en muchos aspectos benéfico,
tanto por la conciencia política que crea en los trabajadores, como por
los cambios culturales que esa política trae para las masas y para las
elites intelectuales y artísticas, que se ven obligadas a participar en un
fenómeno social nuevo que resulta crucial para los pueblos en su lucha
por la justicia y la liberación (Taggart 115-118).

— 216 —
Alberto Julián Pérez

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University of Chicago Press, 1979.

— 219 —
Los chicos pobres

Sara Gallardo, Eisejuaz y la Gran


Historia Americana.
La novela Eisejuaz, 1971, de la escritora argentina Sara Gallardo (1931-
1988), cuenta, en primera persona, sucesos de la vida del indio mataco
Eisejuaz, o Lisandro Vega, su nombre cristiano. Es singular que una
escritora porteña haya logrado recrear la voz de un hombre indígena,
distante de su experiencia individual, tanto por su género como por
su mundo socio-cultural. Posesionarse de la voz de un otro, cuando
ese otro no pertenece al mundo social del escritor, y más aún cuando
es radicalmente distinto y difícil de imaginar, como es el caso de un
indio mataco del monte salteño, para una escritora perteneciente a
un grupo social de clase alta de Buenos Aires, es un logro narrativo
excepcional. Tiene la virtud de abrir la conciencia del personaje hacia
los lectores deseosos de saber de ese otro poco conocido. Aquellos
escasos escritores felices que han logrado representar con autenticidad
este tipo de personajes en el mundo de las letras, como José
Hernández en su Martín Fierro, José María Arguedas en Los ríos
profundos y Juan Rulfo en muchos cuentos de El llano en llamas,
tienen grabados sus nombres con letras de oro en la historia de sus
literaturas.
El lector latinoamericano, hospedado por lo general en centros
urbanos, que simulan escapar del subdesarrollo y del atraso y tratan
de remedar la vida europea, siente, como afirma el filósofo Rodolfo
Kusch, que vive en un mundo “inauténtico” (Tomo I: 49-59). En ese
mundo se ignora lo más profundo del ser americano. Ese ser “bárbaro”
americano, “primitivo”, al que le tememos, nos seduce con su carga
ancestral y opera en nosotros como un deseo inconsciente que retorna
con la fuerza de lo negado. Nos recuerda que vivimos en América, y
que América es una pregunta a la que todavía no hemos logrado darle
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Alberto Julián Pérez

respuesta satisfactoria, y que conforma, en la vida intelectual de


los distintos países que componen el continente, uno de los núcleos
o filosofemas más constantes de nuestro discurrir.
Para la escritora Sara Gallardo el estar fuera de sí y el ir hacia
el otro, fue parte de su experiencia vital. En sus otras novelas, Los
galgos, los galgos (1968) y La rosa en el viento (1979), también narran
personajes hombres en primera persona; en la última, aparece un
personaje indio mapuche. Elena Vinelli, en el prólogo a la reciente
reimpresión de Eisejuaz, caracteriza a la autora como “nómada” y
“errática” (Vinelli 5-9). Sara Gallardo vivía viajando, desplazándose
de Buenos Aires a Europa, a América Latina, a Medio Oriente, al norte
de Argentina, y residiendo en esos sitios por períodos prolongados,
como corresponsal y columnista de diarios y revistas, acompañada por
su esposo, Pico Estrada, primero, y luego por el reconocido ensayista
H. A. Murena, su segundo esposo. Su experiencia en el norte argentino
en 1968 tiene que haberla llevado a meditar sobre el mundo de los
matacos. Sara Gallardo ambienta la novela Eisejuaz en la selva de Salta,
cerca de Orán, donde reside un grupo de esa comunidad.
El núcleo de la obra es la relación de su personaje central con su
Dios. Lisandro, o Eisejuaz, habita en un mundo sagrado, y para él
lo más importante en su vida es su vínculo con la divinidad. Rodolfo
Kusch había señalado que el habitante original de América vivía aún
rodeado del sentido de lo sagrado (Tomo III: 264-91). Su relación con
los dioses condicionaba su mundo, lo hacía habitable, y determinaba
su relación con la tierra, con el suelo; le daba su identidad ontológica,
que caracterizaba como una forma del “estar”, más que del “ser”,
que definía al europeo (Tomo III: 353-71). En el mundo de la selva
el indígena mataco habita en este “estar”, asociado a la tierra, a las
divinidades telúricas. Habla su propia lengua: el castellano es una
segunda lengua para él, que sólo utiliza con los que no son miembros
de su comunidad. Puesto que el que cuenta es un indio mataco, su
narración contiene la cosmovisión de ese universo indígena, tal
como lo imagina su autora. Gallardo hace todo lo posible para que
la narración sea creíble; le inventa al indio una forma de hablar que

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Los chicos pobres

supuestamente remeda la forma de hablar de los matacos. Su recreación


lingüística no es puramente gramatical, sino también ideológica.
En el capítulo primero, “El encuentro”, presenta al protagonista,
quien explica en primera persona: “Yo soy Eisejuaz, Este También,
el comprado por el Señor, el del camino largo. Cuando he viajado
en ómnibus a la ciudad de Orán he mirado y he dicho: ‘Aquí
descansamos, aquí paramos’. Allí mi padre, ese hombre bueno, allí
mi madre, esa mujer animosa con el hijo de encargue, allí tantos
kilómetros saliendo del Pilcomayo a pies hicimos por la palabra del
misionero. Allí mis dos hermanos. Allí yo, Eisejuaz, Este También,
el más fuerte de todos. Veo y digo: ‘Aquí descansamos, aquí paramos’.
Los lugares no tenían nombre en aquel tiempo.” (Gallardo 15).
Eisejuaz se da diversos nombres que lo denominan y tienen que ver
con su posición en la cultura mataca y con su singular experiencia
con la divinidad. Constantemente se refiere al estar allí; aún antes que
las cosas tuvieran nombre su pueblo estaba consciente de ese estar que
lo definía. Lo que conoce Eisejuaz del mundo de los blancos (incluida
la lengua), lo aprendió en el proceso de socialización y adaptación
a la comunidad establecida por la misión religiosa, en la que vivió
desde su adolescencia y, luego, en su trabajo en un aserradero. Si bien
habla el castellano con fluidez, Eisejuaz no es bilingüe, y su
castellano tiene marcas de inadecuación gramatical. Para indicar
esto Gallardo recurre al uso excesivo de los gerundios o a formas
inusuales de negación (“Y nada no pasó”).
La autora nos introduce en el mundo mental del indígena, que
escucha múltiples voces: Eisejuaz, que para el mundo blanco es
Lisandro Vega, habla con el Señor, su Dios, habla con los animales,
oye voces en los sueños. En el comienzo de la novela Eisejuaz conoce
al Paqui, el enviado por el Señor, y este acontecimiento motiva el resto
de las peripecias de la trama. El Paqui es un hombre blanco, enfermo,
inválido. Cuando lo encuentra Eisejuaz trabajaba en un aserradero en
el monte. Había estado esperando al enviado del Señor desde aquel
día que su Dios le habló, cuando tenía 16 años. Eisejuaz era lavacopas
en un hotel y se le apareció el Señor en un remolino del agua de la

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Alberto Julián Pérez

pileta, y le pidió las manos. Le dijo: “Lisandro, Eisejuaz, tus manos son
mías, dámelas” (Gallardo 19). La autora no explica qué significa “dar
las manos” a Dios, pero el lector puede imaginar que es entregarse
incondicionalmente a su voluntad, para que ese Dios actúe a través de
él. Eisejuaz preguntó qué era lo que debía hacer, y el Señor le respondió
que antes del “último tramo” le iba a decir.
Más tarde llegó una lagartija con un mensaje, y le dijo: “Te va a
comprar el Señor...le vas a dar las manos...El Señor es único, solo,
nunca nació, no muere nunca” (Gallardo 20). Eisejuaz asintió, él estaba
dispuesto a obedecer e iba a darle las manos cuando llegará el último
tramo de su camino.
El Paqui, el enviado del Señor, aparece mucho tiempo después.
Habían transcurrido casi veinte años desde la primera revelación.
Eisejuaz iba a cumplir 35 años y vivía su vida en total obediencia hacia
su Dios, esperando una señal de este.
El mundo de Eisejuaz era un universo mágico y sagrado, en
armonía con las criaturas de su suelo, con las que aceptaba compartir
la existencia, y consideraba sus iguales. La palabra de su Dios le
llegaba a través de objetos y animales. En momentos determinados,
sin esperarlo, podía recibir su palabra, su revelación. En ese mundo,
el blanco, cuando aparece, es un intruso. Lo que conoce del mundo
Eisejuaz está al servicio de su misión divina. Ese objetivo es lo que da
sentido a su vida. Eisejuaz es un elegido, al que Dios le habló y le pidió
sus manos.
Es un hombre muy fuerte, capaz de levantar con sus brazos pesadas
vigas. Su madre le dijo que él había nacido para jefe. Cuando llegó el
Paqui, Eisejuaz lo aceptó; comprendió que era el enviado de su Dios,
al que había estado aguardando. Paqui es un hombre de la ciudad, y
Eisejuaz, para él, es un indio, un salvaje. No le inspira respeto. Para
Kusch, el blanco, en América, utiliza las instituciones europeas para
protegerse y separarse de lo indígena, de lo no occidental. Tiene hábitos
de vida pulcros, practica un formalismo y aislamiento compulsivos,
que tienen algo de ritual y lo separan del hombre nativo de América.
Importa del exterior la cultura occidental, causalista, moderna, y

— 223 —
Los chicos pobres

vive dentro de ella como en una burbuja, en su “pequeña historia”,


aislado de América, de la “gran historia” de América, de la que sólo es
un episodio reciente. Para el hombre occidentalizado de las ciudades,
el “civilizado”, el hombre americano “hiede”, es parte de la naturaleza,
convive con sus animales. América, decía el filósofo Rodolfo Kusch,
se nos hace presente en su hedor (Tomo II: 248-54). En la novela de
Sara Gallardo, no sólo el indígena huele mal, sino también el blanco, a
quien Eisejuaz lleva a vivir con él a la selva, como si fuera un “salvaje”.
El Paqui es un hombre enfermo, lisiado, que ha sido elegido por el
Dios de Eisejuaz. No tiene conciencia de ello ni entiende. Su Dios le
pide a Eisejuaz que lo cuide, y este comprende que ha empezado para
él “el último tramo de su camino”. Espera que su Dios le diga qué debe
hacer con el Paqui. Mientras aguarda, Mauricia, su amante, hermana
de su esposa muerta, lo viene a buscar. Elle le cuenta que el Reverendo
de la misión lo llama. Eisejuaz le responde que ha empezado el último
tramo de su camino, que como el lector prevee, es el camino de su
entrega total a Dios y su sacrificio. Así termina el primer capítulo,
“El encuentro” y empieza el segundo, “Los trabajos”.
Cada capítulo de la novela tiene un título descriptivo y simbólico,
que le informa al lector la evolución del ciclo religioso de la trama:
siguen, entre otros, “La peregrinación”, “Las tentaciones”, “El desierto”
y, el último, “Las coronas”. El narrador describe lo que ocurre en esos
momentos, intercala escenas del pasado y nos informa de importantes
episodios de la vida de Eisejuaz. Su mundo es muy diferente a ese que
ansía y valora el lector liberal de las ciudades, que cree en la felicidad y
el progreso, y ansía repetir en América la historia europea. Eisejuaz es
un indígena que sigue sumisamente los designios de su Dios ancestral
y se enfrenta al horror de lo sagrado, que lo acecha en todas partes
(Kusch, Tomo III: 64 -71). Es un ser vulnerable al que su Dios eligió,
y le exigía su sacrificio para salvar a su gente. Le había pedido sus
manos y este le obedecía. Eisejuaz había convivido con los blancos
en su pueblo y en el aserradero, sabía que estos no comprendían a los
matacos. Los blancos explotaban su trabajo, abusaban de ellos, y los
insultaban y amenazaban si se negaban a trabajar.

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Alberto Julián Pérez

El Reverendo no entendía a Eisejuaz, lo despreciaba y condenaba;


le dijo: “Sos un falso. Capataz de campamento traidor. Andate ahora
de aquí. Ya irás a la coca, al alcohol, al tabaco, al juego, a enfermarte, a
no tener trabajo. Por infiel, por traidor, por mal cristiano....amigo del
diablo, veneno del alma de los matacos, de los tobas de la misión”
(Gallardo 31).
Una vez que Eisejuaz se supo elegido por el Señor, se entregó al
ayuno, casi se dejó morir, esperando señales de este. Sólo aceptaba
comer después de recibir sus mensajes. No tenía voluntad propia,
obedecía la voluntad de Dios. Le había dado sus manos y este se las
había entregado al Paqui, que ahora podía curar por su intercesión.
Era capaz de sanar a los enfermos y hacer milagros. El pueblo mataco
sufría y vivía en la miseria. No creían que el trabajo pudiera sacarlos de
esa situación, Dios era la única respuesta. El mataco se “dejaba estar”,
su ser se realizaba en ese estar en América, que era estar con y para su
Dios (Kusch, Obras completas, Tomo II: 549-56).
El diablo acechaba a Eisejuaz bajo diferentes formas. Se había
preparado para defenderse de él. Gallardo comenta a través del
personaje principal sobre la situación social de los matacos. Vinieron
de Tartagal varios hombres y los incitaron a rebelarse contra sus
patrones. Trataban de mostrarles el estado de opresión en que vivían,
la deuda creciente que mantenían con el dueño del almacén, que les
vendía el alcohol. Uno de ellos les explicó que “...El paisano era el dueño
de la tierra, todos lo usan. Los gringos lo usan, le enseñan a hablar en
lenguas gringas, a rezar a otro Dios. Todos lo usan. El paisano tiene
que ser el ciudadano de honor de la patria argentina....” (Gallardo
40). Eisejuaz desconfiaba de él, no le creía, le dice que lo único que
quieren es “votos” y está haciendo pura “política”. Comienza una
gresca, quiere castigar a los caciques que los acompañan y termina en
prisión.
La sola preocupación de Eisejuaz era obedecerle a su Dios, no creía
en la política de los hombres blancos. Piensa en buscar a su amigo,
el viejo Ayó, Vicente Aparicio, para pedirle consejo. Va a pie a Orán;
este trabajaba allí, en la YPF. Deja que lo guíen sus sueños. Estos le

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Los chicos pobres

habían anunciado hacía años la muerte de su mujer. El universo era


fatal, los matacos vivían presos de la voluntad de Dios. En Orán visita
a su amigo Ayó; le cuenta que no ha recibido señales divinas. Este hace
una ceremonia, quema semillas, su alma sale de recorridas y canta. El
alma de Eisejuaz sale junto al alma de Ayó. Finalmente, su amigo logra
que vuelvan los mensajeros al corazón de Eisejuaz.
Vino, en una ocasión, un viejo rengo de su comuna y lo increpó. Le
dijo que él lo estaba castigando, que parara. Eisejuaz tenía poderes. La
hija más joven del viejo estaba en el hospital, próxima a la muerte. El
viejo creía que Eisejuaz la había condenado. Este le responde que en
ese momento no tenía poderes, pero el viejo insiste. Eisejuaz realiza
una ceremonia. Toma alcohol puro. Los mensajeros se apoderan de él,
se ahoga. Cuando la ceremonia concluye, la niña está curada. Eisejuaz
siente que algo ha cambiado dentro suyo. Le ha vuelto la fuerza al
cuerpo, con el favor de Dios. Se le aparece un espíritu, “Agua Que
Corre”. Comprende que pronto vendrá un enviado del Señor y él
deberá obedecerle. Se va del aserradero. Vive de changas y espera.
La narración vuelve al momento aquel en que Eisejuaz se había
encontrado con el Paqui, el enviado. Habló con él y le dijo que sabía
quién era: una rata, un miserable que emborrachaba a las mujeres
y les cortaba el pelo para venderlo. Eisejuaz lo alimentaba, pero el
Paqui vomitaba la comida. Eisejuaz lo limpiaba: él era un servidor del
Señor; este le había pedido las manos y también el corazón. El Paqui
le cuenta episodios de su vida de infamias y crueldades. En Rosario
había torturado a una mujer con una vela encendida, en Salta había
vendido el pelo de mujeres. Las explotaba. Le pide que encuentre un
valijín que tenía y, después de mucho buscar, lo halla. En el valijín
había cosas sin importancia. Eisejuaz cuida al Paqui y lo atiende.
La Mauricia, su antigua amante, hermana de su mujer muerta,
aparece. Mantienen relaciones sexuales.
Le pide al Paqui que camine. Es lisiado y no puede. Trata de hacerlo
y cae. Eisejuaz le dice a su Dios que cumplirá con su voluntad. El Señor
lo somete a varias tentaciones. Viene un hombre y le ordena que vuelva
a la misión; él le responde que los mensajeros se habían retirado de él.

— 226 —
Alberto Julián Pérez

El hombre le dice que él era el jefe, y lo necesitaban; Eisejuaz le contesta


que los tobas y matacos quizá no tenían salvación, se había terminado
su tiempo. Luego aparece su amigo Pocho Zavalía, Yadí; lo quiere
llevar con él, pero Eisejuaz le cuenta que el Señor le pidió las manos,
y él comprende. La tercera tentación es una mujer que le recuerda un
hecho horrible de su infancia, cuando unos hombres atacaron su tribu;
apresaron a un hombre y a una mujer, los torturaron, los desollaron
y los mataron. Eisejuaz comprende que es la “Muerte Vengadora” y
la echa.
La cuarta tentación llega por boca del Paqui. Este le pide que lo
limpie y arregle y que lo lleve a un hotel del pueblo. Eisejuaz lo hace.
Llama a los mensajeros, que cree lo han abandonado: baila y les pide
que le expliquen cómo será el “cumplimiento”. Pronto se hacen
presentes “los pueblos chicos de bajo tierra” en forma de viento y lo
tranquilizan.
La quinta tentación es una voz que le habla cuando abre la canilla
del agua: es la voz de la hija del viejo que renguea, a la que él salvó de la
muerte, y le dice que ella viene pronto para ser su mujer y casarse con
él. Eisejuaz le contesta que no puede casarse con ella, porque su vida
ya entró en su último tramo.
En un sueño se ve a sí mismo y al Paqui caminando en el monte;
comprende que ese sueño encierra un pedido de su Dios y obedece.
Lo carga en una carretilla, con pocas provisiones y se internan en el
monte. Después de diez días de peregrinación llegan a un claro antiguo
en la selva. Allí deja al Paqui y, luego de un ritual, se instala en el
sitio, que es el designado por el Señor. Eisejuaz cuida y alimenta
al Paqui con lo que puede, tienen que comer inclusive carne de
serpiente. Encuentra un loro, luego un mono y los trae para alegrar al
Paqui. Una noche se hace presente el Malo, el demonio, y enseguida
se va. Eisejuaz habla constantemente a su Dios. El demonio viene
varias veces más, pero Eisejuaz, gracias a su fe, lo rechaza. El Paqui se
asusta ante lo que él llama “magia”.
Llegan cinco matacos a su pequeño campamento, vienen desde
el río Pilcomayo, a varios días de viaje. Eisejuaz sabe que van a morir.

— 227 —
Los chicos pobres

Le pide a Dios por ellos. Este le devuelve la leche a la mujer, su hijo se


salva. Cuando se van le dejan el perro, para que pueda cazar. El tigre
o jaguar ronda el campamento; él le habla, y el tigre no vuelve.
Eisejuaz prácticamente ha raptado al blanco; este se queja
amargamente de su condición. Un día el Paqui trata de convencerlo de
que lo lleve a la ciudad; podrían trabajar juntos en un circo. Eisejuaz iba
a tener dinero y muchas mujeres. Le dice: “....soy educado, viajé, vendí
jabones...Este Paqui que aquí ves hablaría por vos.Vos no hablás
castellano. No te acuso, pensando que has nacido entre las fieras del
bosque, y que tu idioma se parece a la tos de los enfermos... ¿por
qué razón pensás que tu Dios te obliga, salvajón mataleones que sos, a
cuidar del gran señor, del caballero? Para enseñarte a ser civilizado. Y
para enseñarte a reír, cara de mono. Nunca te reís. Y para buscarte
un trabajo decente, en un circo o en otro lado” (Gallardo, 101-
102). El Paqui en ningún momento comprende las razones místicas que
mueven al indígena. Está preso en la dicotomía colonialista del bárbaro
y el civilizado. Frustrado lo insulta, lo llama “mataco de porquería”;
Eisejuaz contiene la rabia y no reacciona, es fiel a su Dios.
Viene una tormenta y aparece el Malo. Cae un árbol y le quiebra la
pierna a Eisejuaz. Se la entablilla solo. La pierna no sana bien, queda
rengo. Caza como puede. Poco después el mono muere. Sus animales
son espíritus hermanos, los trata como a iguales. Encuentran a un
cazador armado, moribundo: lo había picado una víbora. Eisejuaz
lo salva. Una voz en su corazón lo incita a matarlo. No quiere hacerlo.
Mata a un pájaro y desplaza en el ave el odio que siente hacia el hombre.
Pronto llegan otros cazadores. Eisejuaz se oculta; el Paqui habla con
ellos y lo denuncia: “Me ven robado por un indio que no tiene el
juicio sano...- les dice. Van para tres años que me agarró, no me suelta,
me lleva adonde va ” (Gallardo 106).
Los cazadores matan al jaguar. El cazador al que Eisejuaz había
salvado les dice a los otros su nombre y lo llaman a gritos. Eisejuaz
siente que han roto un tabú: su nombre es sagrado, no puede ser
pronunciado en voz alta. Los cazadores se van y se llevan al Paqui. Le
matan, antes de irse, al loro y al perro, sus amigos.

— 228 —
Alberto Julián Pérez

Aparece un avión en el cielo. Eisejuaz comprende que es una señal


de su Dios: debe ir a buscar a “ese” que le encargaron. Emprende la
vuelta al pueblo. En el camino encuentra al Reverendo, que le muestra
un periódico con la foto del Paqui, afeitado y vestido, declarando a la
prensa que Eisejuaz lo había raptado y era un salvaje. El Reverendo lo
instiga a que deje al demonio. Le dice que pida perdón; Eisejuaz se niega.
El Reverendo se va y en el camino tiene un accidente automovilístico
fatal.
Eisejuaz busca a su amigo, el viejo Yadí. Este le dice que en ese
momento todos lo rechazan y lo odian. Busca trabajo y nadie quiere
dárselo. Finalmente, una vieja, que asiste en el prostíbulo del pueblo,
le ofrece trabajar allí a cambio de la comida. Acepta. Eisejuaz es el
sirviente de las mujeres abyectas. Un día, dos soldados, uno indio y
otro blanco, se pelean. El indio mata al blanco. Eisejuaz lo tranquiliza;
le dice que su espíritu cuidará del suyo y lo desarma.
Atiende a una mujer rubia, hija de gringos; le trae el agua. La vieja
la castiga y la mujer se escapa, pero la agarran al mes. Hay una
prostituta mataca a la que desean dos matacos, que van a matarse por
ella; Gómez, el bolichero, dueño del prostíbulo, le pide a Eisejuaz que
intervenga. Eisejuaz los golpea y la salva: era la misma mujer a la que
había ayudado cuando niña, hija del viejo rengo. La mujer le dice que
está en ese lugar por culpa de él, que no quiso aceptarla y casarse
con ella. Eisejuaz, apesadumbrado, habla con su Dios. Se queja
amargamente, confiesa que todo lo ha dado; le ha obedecido en contra
de sus intereses, para hacer su voluntad. Dice el personaje: “...¿Cómo
es esto? ...Fui fiel. Fui con aquel blanco aborrecido de mi corazón.
Cumplí. No me quejé. Pero me quejo ahora... ¿Cómo aquella que era
como la flor tiene que estar en estas cosas? ¿Cómo, por mi obra?
¿Para esto se le salvó la vida? ¿De qué vale entonces el cumplimiento
de un hombre fiel?...”(Gallardo 121).
La muchacha, en un monólogo, se lamenta de su suerte. Había jurado
entregarse a Eisejuaz, que le había salvado la vida, y este la rechazó. Su
más alto deseo era servirlo como mujer, pero él prefirió irse con el
hombre blanco. Su padre la entregó a la gente del prostíbulo. Ella

— 229 —
Los chicos pobres

tiene 14 años y Eisejuaz 42 en ese momento. Eisejuaz no la justifica,


le dice que podría haber buscado trabajo como sirvienta. Ambos se
saben caídos, ambos lo han dado todo. Eisejuaz le explica que él había
nacido para jefe, para ayudar a su pueblo bruto, pero el Señor le
había hablado y le había pedido las manos. Se había pasado la vida
preparándose para cuando llegara el momento. Concluye: “...Te digo:
es difícil cumplir en este mundo de sombras. Pero no podemos
llorar por lo que somos. Sólo decir: ‘Aquí estoy, y en mi ceguera
digo: bueno’. Así como dice en su ceguera la semilla que nada sabe,
y nace el árbol, que ella no conoce.” (Gallardo 125).
Llevados por la situación, se entregan al amor. Eisejuaz va al hotel
del pueblo, donde se entera que el cazador que él había salvado le
había dejado dinero. Con ese dinero trata de comprar la libertad de
la muchacha mataca, pero Gómez, el propietario del prostíbulo, le
dice que no es suficiente. Piensa en matar a Gómez, pero intercede el
espíritu de su mujer muerta y desiste de hacerlo. Entonces, convence
a la muchacha de que se escape y vaya a Orán, a casa de su compadre
Ayó, donde nadie la encontrará. Él no puede acompañarla, porque
sabe que su Dios lo llamará pronto, y que ese será el fin de sus días
en esta tierra.
En el último capítulo de la novela, “Las coronas”, una mujer
viene a buscar a Eisejuaz al prostíbulo donde trabaja. Está enferma y
quiere que la ayude; necesita ver al hombre de Orán que cura. Llega
luego otra persona para pedirle lo mismo, sabe que él lo conoce.
Eisejuaz comprende que ese hombre es el Paqui, al que llaman
santo, y está en Tartagal en ese momento. Doña Eulalia, una anciana
enferma, dueña del hotel, le dice : “...Sé que conocés a ese hombre
maravilloso, ese santo. Los árboles han ardido en Tartagal por su
palabra. La gente reunida vio aquello, gritó. Se curaron muchos.
Algunos malvados se hicieron buenos...Ese hombre viene al pueblo
mañana. Sólo te pido: abrime paso hasta él...” (Gallardo 135). Cree
que lo trae “la piedad popular”.
Esa noche Eisejuaz ve a los mensajeros y habla con ellos. Al día
siguiente va adonde la gente se amontona para acercarse al santo, que

— 230 —
Alberto Julián Pérez

cura a los enfermos y hace andar a los paralíticos. El Paqui yace entre
mantas encima de un camión. Cuando ve a Eisejuaz se asusta y grita,
dice que este lo quiere matar.
Eisejuaz deja el pueblo y se va al monte. Hace penitencia por
nueve días, habla con el Señor. El río empieza a crecer y la gente tiene
miedo. El agua entra en las casas y llega al cementerio, los cajones
de los muertos flotan por las calles. El Paqui abandona el lugar, se
va a otros pueblos. Llega el frío y muchos mueren, indios y blancos.
Se pierde la cosecha. Aparece la muchacha mataca, enamorada de
Eisejuaz. Trae con ella un niño mellizo que le regalaron. Eisejuaz
construye una casa para ellos.
Tiempo después, al amanecer, llega el Paqui a la puerta de la casa.
Eisejuaz va a un sitio cubierto de barro que dejó la creciente del río
al retirarse y prepara allí un lugar sagrado. Invoca a Ayó y le pide
consejo. Ayó se aparece cubierto por una piel de jabalí y le dice
que vuelva al pueblo, porque los ángeles mensajeros han ido a
buscarlos a los dos. Eisejuaz siente que “el dorado” y “el camión
blanco” lo llaman por su nombre. Vuelve adonde está la muchacha,
junto al niño mellizo. Una mujer le ha traído una pala de regalo.
El Paqui se enferma y grita que se está muriendo. Una vieja de
una tribu enemiga chahuanca les había traído huevos de sapo
rococó envenenado. El Paqui y Eisejuaz los comieron. El Paqui cae
muerto. Eisejuaz comprende que su Dios lo está llamando, ha llegado
su hora. Ve al espíritu de Quiyiye o Lucía Suárez, su compañera
muerta.
Eisejuaz llama a la muchacha mataca, la “Mensajera del Señor”,
le dice que ha visto a aquel que será su marido y que juntos deben
criar al niño mellizo Felix Monte. Cava un pozo con la pala y le pide
que al expirar lo entierre junto al Paqui, y bautiza el lugar,
diciendo: “Este lugar y estas casas se llaman ahora Lo Que Está
y Es...Y sepan que Agua Que Corre es inmortal y los seguirá
siempre”. “Agua Que Corre” es el espíritu de Eisejuaz. Este muere.
Su espíritu se eleva, mientras su carne vuelve al barro. Concluye la
novela: “Agua Que Corre se levantó, y una alegría lo llenó, y lo pintó

— 231 —
Los chicos pobres

de un color que no puede decirse, y estuvo libre...y gritó. Y se fue.


Eisejuaz, Este También, quedó para ser barro y pasto. Y cumplió”
(Gallardo 147).
Al morir Eisejuaz el equilibrio del mundo se restablece. El estar
se une al ser. El niño mellizo, que forma parte de una dualidad divina,
donde el bien compensa al mal, como partes iguales de la misma
unidad, asegura la sobrevivencia del mundo amenazado. Eisejuaz
lo ha salvado. Su Dios ha protegido a su pueblo. Él dedicó su vida a
esperar al enviado de su Dios, a ese extraño hombre blanco, el Paqui,
que nunca entendió su misión, ni supo que era parte de un anuncio
divino del mundo sagrado de los matacos.
Sara Gallardo crea una curiosa cosmología religiosa en esta novela,
que resulta creíble para el lector. No sólo describe la mentalidad del
indio mataco, a su modo, sino que construye una prosa narrativa que
representa el sentir de esa mentalidad, una prosa que manifiesta la
“otredad”, ejemplificada en el discurso místico de un indígena mataco.
En ese discurso se vuelca la subjetividad de la escritora Sara Gallardo,
y no es exagerado afirmar que Eisejuaz es ella. Una mujer enfrentada
al sentimiento de lo sagrado, que buscaba en su peregrinación vital un
punto de equilibrio entre el bien y el mal. Podemos imaginarla
también como una mujer compasiva, identificada con un pueblo
negado y marginado por la cultura blanca, al que ella muestra como el
elegido de Dios. La narración tiene mucho de parábola evangélica,
en la que la autora vierte su imaginación novelística. El mundo
religioso que presenta es fundamentalmente monoteísta, aunque
poblado por “mensajeros” del Señor. La devoción de Eisejuaz hacia
su Dios es semejante al amor de los cristianos a su Dios único
redentor.
El curioso tejido narrativo de la obra acerca la narración al lector.
La novela emociona y logra que uno se identifique con ese terror
a lo sagrado y a lo nefasto que siente el personaje. Eisejuaz es
un personaje singularmente americano. Moviliza lo que hay en
nosotros, los lectores de las urbes modernas hispanomericanas, de
reprimido, en medio de nuestras justificaciones y razones. En nuestras

— 232 —
Alberto Julián Pérez

urbes podemos creernos más allá de lo sagrado, porque el Dios cristiano


es una presencia histórica que ya no mueve las conciencias como hace
algunos siglos atrás, y el mundo indígena americano y sus dioses
forman parte de un pasado lejano. Kusch cree que esta autojusticación
del hombre de las ciudades busca borrar impulsos innombrables de
los que es imposible escapar, y frente a los que nuestro subconsciente
naufraga (Tomo II: 436-57). ¿Cómo eliminar el miedo a la muerte,
el miedo a lo que no controlamos, ni siquiera con nuestra razón?
¿Cómo no temer al desequilibrio del mundo, al mundo nefasto que se
compensa con el fasto, el mal con el bien? El arte, la ficción, recupera
ese vitalismo primitivo.
El mundo de Eisejuaz rebosa de vida y es además un mundo
americano. Gallardo no recurre al pintoresquismo ni a lo folklórico ni a
lo costumbrista ni a lo conceptual filosófico: narra desde adentro del
personaje, seducida por la barbarie americana. Se pone en el lugar del
bárbaro, del salvaje. Gallardo tiene una nueva forma de llegar al otro,
encuentra un modo original de apropiarse de su voz: posee ella misma
una identidad peregrina, que se desplaza en el espacio, entre culturas
y géneros. Su personalidad es fronteriza y también su narrativa.
La acción de Eisejuaz tiene lugar en el monte de la provincia de
Salta, en la frontera norte argentina, donde viven los matacos. Gallardo
se mete en la conciencia del indígena, con la que se identifica: la
fusión es literariamente perfecta y convence al lector. Crea un lenguaje
nuevo, presenta una realidad no idealizada, una visión de un mundo
límite, regido por los dioses, en que el hombre nativo se encuentra
a merced de la divinidad, cumpliendo su voluntad, entregándose a
ella y hablando con esa divinidad, de la que espera una respuesta, un
llamado, un signo. El personaje central, Eisejuaz, es un hombre de su
pueblo; representa el sentir de una comunidad que está más cerca de la
verdad y de Dios que los lectores de clase media de las urbes modernas,
que nos defendemos de lo divino con nuestra conciencia, nuestro yo
adquisitivo y nuestro racionalismo.
Eisejuaz es un personaje desprendido de sí, que sabe que el enviado
de Dios, el Paqui, es un hombre blanco enfermo que no comprende su

— 233 —
Los chicos pobres

papel y, no obstante, su Dios lo ha elegido. El equilibrio llegará a ese


universo dual: el niño mellizo, al que criará la india mataca, que va a
juntarse con un hombre blanco, como le anuncia Eisejuaz. La literatura
de Gallardo es una literatura diaspórica, y sus voces, como dice la
prologuista del libro, tienen algo de “místico” o de “psicótico” (Vinelli
6). Son voces que representan un mundo donde el sujeto consciente no
puede contener al ser: las voces del “estar” americano, que Kusch
reconocía en las culturas aborígenes (Tomo II: 649-61).
Al final de la novela, el indio será enterrado al lado del blanco;
Eisejuaz, Este También, yace con el Paqui; el ser se une al estar, el
blanco se une al indio; ambos son hijos de la misma divinidad y
ciclo cósmico americano, que se llama “Lo Que Está y Es”.
Sara Gallardo, como Kusch, el filósofo y ensayista, ha abandonado
los modos tradicionales del narrar (del filosofar, en el caso de Kusch),
para hacer algo nuevo. Toma distancia de la narrativa urbana y
cosmopolita: todas sus novelas se desplazan de los centros urbanos
al campo. Gallardo se busca en otro lado: en los intersticios, en los
márgenes, en los otros, en la divinidad sin nombre que rige el mundo.
Podemos también pensar que se busca en América, en lo negado de
América, en lo reprimido y denigrado: en el mundo de los indígenas.
Se busca en el otro sexo, en la voz del hombre que mimetiza en sus
novelas con la suya propia, mediante sus narradores hombres, que
cuentan en primera persona. Pone en contacto lo que Kusch llama
“la pequeña historia”, la historia colonial de América, continuada por
los gobiernos independientes en sus enclaves urbanos “modernos”
occidentales, con “la gran historia”, esa que sucede en América desde
su origen como continente, en que la aparición del hombre americano,
negado y olvidado por “la pequeña historia”, se convierte en un
incidente fundamental (Tomo II: 496). Esa gran historia absorbe a la
pequeña historia, una suerte de capítulo suyo, que tuerce el destino
del ser americano y lo “mestiza” con occidente.
El nativo busca su trascendencia en su gran historia. Eisejuaz, el
personaje de la novela, siente que vive en el tiempo mítico de América;
su dios está presente, a pesar de la incomprensión del Paqui, que

— 234 —
Alberto Julián Pérez

no puede entenderlo. La apuesta de Kusch, y parece ser también la


de Gallardo, es que los dioses nativos siempre han estado vivos en
América, aunque los occidentalizados hijos de la pequeña historia
colonial americana no queramos verlos. ¿Por qué habríamos de
necesitar de ellos? Nuestra ignorancia de la gran historia de América,
según Kusch, nos lleva a vivir en un mundo escindido, tratando de
ignorar a la América profunda, a la “barbarie” americana, que
retorna, como todo lo reprimido, para mostrar al americano urbano
que vive en una realidad falsa. Este hombre jamás podrá conquistar
su ser auténtico a menos que responda a la gran pregunta de
América, esa pregunta que obsesivamente guía el pensamiento
americano desde que el europeo puso su pie en este continente:
¿qué es América, quiénes somos, por qué nos pasa lo que nos pasa,
cómo podemos hacer para ser en América?
Eisejuaz es un gran logro literario que todavía no se ha
leído bien. Kusch, particularmente su América profunda, me ha
ayudado a entender esta novela. Y a Kusch tampoco se lo ha leído
bien, porque fue un filósofo diaspórico, un filósofo que desafió la
razón occidental colonial y buscó el ser americano. Nos resulta
difícil a los argentinos acercarnos a lo americano. Este mundo
nuestro es dual y está dividido (como los mellizos de que
habla Gallardo, como Eisejuaz y el Paqui, el indio y el blanco, el
que entrega las manos al Señor y el que sana por el don del Señor)
entre la cultura urbana y el mundo ancestral y americano, que
Sarmiento caracterizó persuasivamente como la civilización y la
barbarie (Facundo 7-23). En lugar de demonizar a la barbarie con
argumentos imperialistas y racistas, como Sarmiento, Kusch prefirió
hablar de su poder de “seducción” (Tomo I: 35-9). Esa seducción nos
llega también en la obra de Sara Gallardo como seducción literaria.
Su narrativa presenta un sujeto inusual, el sujeto bárbaro, el salvaje
visto desde adentro, con simpatía, con amor. Este salvaje se justifica
ante un mundo que no lo comprende, porque el hombre blanco no
conoce a su Dios, lo mueven intereses materiales y adora el dinero.
Para el personaje Eisejuaz hay otra verdad. Esa otra verdad es

— 235 —
Los chicos pobres

América, y se caracteriza por su estar, por su estar-siendo, como


decía Kusch (Tomo III: 407-17).
Kusch y Gallardo, por vías diferentes, llegan a intuir lo mismo: algo
innombrable americano, que contiene el secreto de América. Los dos
entienden que esa verdad estaba en el otro negado, que los atraía y los
seducía. Mientras Kusch creó un mundo de conceptos y explicaciones
filosóficas sui géneris, Gallardo nos sumerge en un universo literario
excepcional. Su prosa sintética, que evita lo adjetivo y lo barroco, y se
concentra en lo nominal, describe ese mundo extraño en que se mueve
Eisejuaz y crea una tensión narrativa que atrapa al lector. La trama
exótica se impone como una historia posible y uno se mete en el mundo
místico del personaje. Gallardo muestra ese lado de América con el que
convivimos hace ya muchos siglos, pero que todavía nos resulta ajeno.
Un mundo, que, como Sarmiento, intuimos nefasto, aunque ineludible
y americano. Aún no hemos madurado como cultura, ni supimos unir
las dos mitades. Lo fasto y lo nefasto de América están separados en
nosotros. Necesitamos entonces, si queremos lograr una cultura
vivible, acercarnos desde nuestra literatura urbana, cosmopolita y
dependiente a ese otro que parece estar acechándonos, del lado de la
barbarie, y sin el cual nunca estaremos completos como cultura.

Bibliografía citada

Gallardo, Sara. Eisejuaz. Barcelona: AGEA, 2000.


Kusch, Rodolfo. Obras completas. Volúmenes I - IV. Rosario:
Editorial Fundación Ross, 2000-2003.
Sarmiento, Domingo F. Facundo o civilización y barbarie. Caracas:
Biblioteca Ayacucho, 1977. Prólogo Noé Jitrik. Notas y cronología:
Nora Dottori y Susana Zanetti.
Vinelli, Elena. “Prólogo”, Sara Gallardo, Eisejuaz. Barcelona:
AGEA, 2000: 5-9.

— 236 —
Alberto Julián Pérez

La utopía indigenista
de César Aira
César Aira (Coronel Pringles 1949 - ) concluyó Ema, la cautiva en
1978 y la publicó tres años más tarde, en 1981. Había terminado su
obra anterior, Moreira, en 1972. A partir de 1978 la producción de Aira
se volvió más prolífica. De 1978 a 1984 escribió cinco novelas. En 1987
terminó cuatro más, entre ellas La liebre, que salió publicada en 1991.
En las novelas Ema, la cautiva y La liebre, Aira nos presentó una visión
utópica de las culturas indígenas. ¿Cómo son estas utopías? ¿Qué ideas
proponen? En mi trabajo responderé a estas preguntas.
Aira nació en 1949 en el pueblo (hoy una pequeña ciudad de algo
más de 20.000 habitantes) de Coronel Pringles, situado a 500 km al
sudeste de la Capital Federal, en la provincia de Buenos Aires, cerca
de las sierras de Pillahuincó. Vivió en el pueblo durante su niñez y
adolescencia y a los diez y ocho años se fue a vivir al barrio de Flores
de la ciudad de Buenos Aires, donde se encuentra aún residiendo.
Jamás olvidó su procedencia pueblerina y el mundo rural donde creció.
Ambientó varias de sus narraciones en Coronel Pringles y en la zona
del sudoeste de la provincia de Buenos Aires.
Se formó como escritor en los años sesenta. Criticó al realismo
y abrazó las ideas de las neo-vanguardias (Contreras 16-9).
Privilegió en sus narraciones la invención, que para él debía ser
radical. En un ensayo de 1988 explicó que centraba su literatura
en el “procedimiento” (“La nueva escritura”). Se valía de recursos
formales originales. Inventaba constantemente. No podía permitir
que su narrativa se “profesionalizara”. Desnaturalizaba la historia
y la sicología de los personajes, proponía una historia otra, ajena,
extraña. Sus relatos, o fábulas, o novelas, crean un mundo con sus
propias reglas y expectativas.
— 237 —
Los chicos pobres

Aira escribió Ema, la cautiva durante los años setenta. En esos


momentos aún se mantenían vigentes en la narrativa hispanoamericana
los modos narrativos y las experimentaciones formales del Realismo
Mágico. Durante su etapa juvenil sus ideas literarias parecen haber
influido en él.
Aira combinó en esta novela realidad y fantasía. La fuerza del
mundo imaginario desnaturaliza el potencial realista de la trama.
En la segunda mitad de la obra utiliza el modo alegórico, que habían
revalorizado en Argentina Borges y Marechal durante las décadas
precedentes.
Concibió y trabajó lentamente Ema, la cautiva, y empleó en ella una
prosa minuciosa y preciosista. Había terminado su novela anterior,
Moreira, seis años antes. Los críticos señalaron que, en las varias décadas
que Aira se ha mantenido activo como escritor, publicó mucho, quizá
demasiado, y resultaba difícil encontrar entre sus novelas una “obra
maestra” (Montaldo 12-6). Ema, la cautiva, sin embargo, cumple con
las expectativas de aquellos lectores que buscan una obra excelente y
bien meditada: su prosa es consciente de sí, artística y elaborada, y su
trama es rica y novedosa.
Aira situó la acción de esta novela en el siglo XIX. Los hechos
transcurren en las inmediaciones de la zona donde él creció: el pueblo
de Coronel Pringles y las serranías del sur de la provincia de Buenos
Aires. Toma de referencia literaria la narrativa de viajes y la literatura
gauchesca. Tanto esta novela como La liebre son parte de lo que Sandra
Contreras llamó su “ciclo pampeano” (Contreras 48).
Sus personajes se desplazan hacia las zonas en que vivían las
comunidades y tribus indígenas que poblaban el sur de la provincia
de Buenos Aires, antes que la campaña militar del General Julio A.
Roca, en 1879, derrotara definitivamente a sus guerreros y dispersara
a su pobladores. El Estado se apropió entonces de esos enormes
territorios del sur Argentino y dispuso de los mismos. El pueblo de
Coronel Pringles se fundó en 1882. Fue parte del proceso de venta
de tierras, distribución y colonización impulsado por el gobierno
argentino durante el gobierno de Roca, que ganó la Presidencia de la

— 238 —
Alberto Julián Pérez

República en 1880, catapultado por el éxito de su campaña militar. El


pasado indígena de esas regiones ha quedado vivamente grabado en el
imaginario de Aira. En Ema, la cautiva escribe el mito fundacional de
Pringles.
Aira en su trama presenta a los blancos conviviendo en paz con
los indios: un encuentro de dos civilizaciones, donde la cultura
indígena es la predominante y la más sofisticada. Es una historia
contrafáctica y reparadora en que la literatura corrige las injusticias
cometidas contra los pueblos indígenas. En esa invención extrema
radica la magia de esta novela.
El escritor nos presenta un mundo paradisíaco. Describe el
espacio natural de la pampa, sus vegetación rica y variada, sus
especies de aves y flores. Incorpora plantas y animales de otros
climas para crear un ambiente exótico. Todos conforman un tapiz
exquisito.
En la interpretación de Domingo F. Sarmiento en el Facundo y
José Hernández en su Martín Fierro, el pasaje de la cultura blanca
a la indígena era un viaje de la civilización a la vida salvaje (Cerdas
Cisneros 36-42). Mansilla cuestionó esta interpretación racionalista
dual. Visitó los territorios indígenas y demostró, en Una excursión
a los indios Ranqueles, la sofisticación del mundo político Ranquel
y la convivencia entre indios y blancos.
Aira creó una fábula fantástica sobre la vida en las pampas. Inclinó
su simpatía hacia las tribus indígenas. Las tribus de la novela vivían en
la edad de la inocencia. El Coronel Espina y la cautiva Ema introducirán
en ese mundo el interés y la perdición: el capitalismo. Espina hizo traer
de Buenos Aires una prensa. El dinero impreso empezó a circular
entre los indígenas. Ema organizará la explotación extrema y racional
del mundo natural al servicio del enriquecimiento: creará una enorme
empresa para la cría comercial de faisanes.
A los indígenas, explica el narrador, no les interesaban las
ganancias materiales. Hacían caso omiso del beneficio propio (129).
Los blancos introdujeron el interés pecuniario. El dinero alterará su
vida y sus costumbres.

— 239 —
Los chicos pobres

En el comienzo de la novela el narrador nos presenta al francés


Duval, el ingeniero que va a Coronel Pringles a instalar la prensa
para imprimir dinero para el Coronel Espina. Viaja desde Buenos
Aires en una tropa de carretas llena de convictos, hombres y mujeres,
custodiados por soldados del ejército. Los llevan a vivir a la frontera, a
purgar allí su condena. Son seres degradados. La vida de esa gente vale
muy poco, y el narrador aclara que morirán rápido, una vez llegados
a su nuevo destino. Por eso traen un contingente de nuevos convictos
cada año. Los tratan de manera brutal. Viajan todos amontonados en
las carretas, encadenados.
Los hombres y los soldados copulan libremente con las mujeres.
Ellas son meras cosas, no les reconocen ninguna voluntad. Entre esas
mujeres va Ema, una adolescente a la que consideran blanca, aunque su
piel tiene pigmentos negroides u oscuros y parece una indígena. Lleva
un bebé en sus brazos. El ingeniero Duval se fija en Ema y el Coronel
Lavalle, que dirige el contingente, se la manda para que copule. Luego
él mismo se acuesta con ella. La conducta de los soldados con los
convictos es cruel, inhumana.
Cuando llegan al fuerte de Azul el escenario cambia. Los oficiales
en el interior viven una vida de lujos y le hablan a Duval en francés. Sus
aposentos son lujosos. Se pasan el día jugando a las cartas. Comparten
manjares, vinos y champán. La vajilla es de plata. Alrededor del fuerte
viven cientos de indígenas con sus familias. Sirven a los soldados.
Luego de descansar, la tropa de carretas con los convictos sigue viaje.
Antes de llegar a Coronel Pringles se detienen en un arroyo a bañarse
y retozar. Finalmente entran en el fuerte de Pringles y la introducción
concluye. Sus personajes, con excepción de Ema, no vuelven a aparecer
en la novela.
El autor hace un corte temporal en la trama. En la parte siguiente
encontramos a Ema ya instalada en Coronel Pringles, casada con el
soldado Gombo y nuevamente embarazada. Durante el resto de la
novela, ella será el centro de la acción, su principal protagonista.
Ema convive con las mujeres de otros soldados y con los indígenas,
que han instalado sus tiendas cerca del fuerte y son mayoría. La tierra

— 240 —
Alberto Julián Pérez

de la zona es de una gran fertilidad. La atraviesa un arroyo. Pueden


pescar todo tipo de peces y encuentran en los alrededores los más finos
animales de caza para alimentarse. Un verdadero paraíso. El narrador
nos cuenta en forma resumida qué le había sucedido a Ema desde su
llegada al fuerte. En un principio había convivido con el Teniente Paz;
fue su amante hasta que este la reemplazó por una querida europea
que llegó a Pringles. Los oficiales tenían aquí la misma vida regalada y
decadente, de placeres y de lujos, que en el fuerte de Azul. Cuando el
Teniente ya no la necesitó más le buscó marido.
El hombre fuerte y la personalidad dominante en Coronel Pringles
es el Coronel Espina. Es un personaje fundamental en la novela. Va a
introducir en la región el dinero, cambiando su historia para siempre.
Los soldados vivían en armonía con los indígenas, buenos e
inocentes, que los servían. Los indígenas eran el pueblo menos
práctico imaginable. Cultivaban el ocio, gozaban de la naturaleza y del
amor. Eran seres contemplativos que amaban la belleza. La inquietud
estética era su preocupación suprema. Eran ceremoniosos. Actuaban
en la vida diaria siguiendo sus convenciones. Los caciques e indígenas
influyentes estaban rodeados de su séquito.
Espina había hecho venir al ingeniero Duval a Pringles para montar
una imprenta. Con ella el mundo natural de la pampa va a salir de
la edad de la inocencia. El objetivo de Espina era imprimir dinero:
el Coronel introduce el capitalismo entre las tribus. La invención del
dinero todo lo transforma. El dinero que imprime no tiene respaldo
monetario alguno, pero poco importa: el intercambio económico va
a dominarlo todo. El dinero viaja, impulsa el comercio, y las tribus se
relacionan entre sí y forjan nuevos vínculos y obligaciones. Gracias
al dinero, Espina se vuelve influyente en la zona. La novela compone
su alegoría, su fábula capitalista. La trama se emancipa totalmente de
toda pretensión realista.
Poco después un malón de indios invade Pringles, y se lleva a Ema
como cautiva. Su existencia cambia. Al llegar al fuerte, Ema había
dejado atrás la “barbarie”, la vida inhumana de esclavitud y violencia
a que la habían sometido los soldados junto a los cautivos durante el

— 241 —
Los chicos pobres

viaje. Su vida en Pringles, en comparación, había sido fácil y regalada,


“civilizada” y por momentos decadente. En la parte siguiente el
narrador nos presenta la vida en la pampa de una tribu indígena.
Aira invierte el orden de los valores de la cultura tal como la había
presentado la narrativa de los escritores del siglo XIX, con la excepción
de Mansilla. Para esos escritores el mundo indígena era el estrato
inferior de la pirámide cultural. Estaba por debajo de la “barbarie”
gaucha. El gaucho, en la versión sarmientina, podía ser “recuperado”
para la civilización; el indio, en cambio, el “salvaje”, era irrecuperable,
un verdadero monstruo (Pérez 105-49). La única solución frente al
indio era la guerra a muerte. En la versión de Aira, inversamente, el
indio representa el sumun de la civilización: la cultura llevada a su
nivel máximo, el estético. Las tribus y sus caciques, verdaderos reyes,
rendían culto a la belleza. Despreciaban los intereses materiales.
Vivían en función del arte. Deseaban traer el arte a la vida. Es el mismo
sueño que tenían los artistas neo-vanguardistas, y es seguramente en
atención a sus ideas que Aira imaginó esta trama.
Ema va a habitar dos años con los indígenas. Es una verdadera
princesa en medio de sus cortes fastuosas. Primero convive con el
príncipe Hual. La naturaleza les daba sus frutos, cazaban animales
exóticos en los ríos, gozaban liberalmente de los placeres sexuales. Un
tiempo después, se despide amigablemente de Hual y con un grupo de
amigos inicia una lenta marcha hacia la tierra del cacique principal,
Catriel.
Allí va a hacer un descubrimiento importante para ella: los
indios eran expertos en la cría de distintas especies de faisanes. Los
admiraban porque eran aves extrañas y bellas. Ve por primera vez al
faisán dorado, que Ema considera “la alegoría de la riqueza” (133).
Ema disfruta de su estadía. Convive con un pueblo de estetas,
que practicaba la política del “laissez faire”. Gracias a esta nueva
experiencia, tiene una idea transformadora. Concibe la posibilidad de
criar faisanes en gran escala y de venderlos entre los indios y a los
blancos de las ciudades, que apreciaban su carne. Planea transformarse
en empresaria. La cautiva se imagina como una verdadera potentada.

— 242 —
Alberto Julián Pérez

Para que este sueño pudiera realizarse necesitaba de un elemento


esencial: el capital financiero. Sin embargo, eso también estaba a su
alcance. Pensó en Espina, el inventor del dinero. Se despide de sus
amados indios y regresa a Coronel Pringles para convencer a Espina,
gestionar su ayuda y llevar a cabo su proyecto. Quiere transformarse
en una capitalista poderosa (Artigas 194-206).
Los indios habían empezado a utilizar el dinero de Espina, pero
no entendían su “lógica”: les resultaba demasiado abundante. En la
cultura blanca, la “barbarie” blanca, el dinero nunca era bastante,
y quien lo poseía tenía poder sobre los demás. Ema llega a Coronel
Pringles y habla con el Coronel, que celebra su idea y su determinación:
él tiene el dinero y necesita de la inteligencia emprendedora de Ema
para extender el poder del capital. Fomentarán en los blancos el deseo
de consumir la preciada carne de faisán. Espina le entrega la elevada
suma que ella le pide. Ema planifica el trabajo. Con ese dinero compra
animales reproductores de calidad y un campo de 20.000 hectáreas
para establecer en él su explotación. Luego, selecciona a sus operarios
y obreros indios. Con ellos inicia la cría de los faisanes, que van a
transformarse pronto en una enorme fuente de riqueza.
Su progreso como empresaria la transforma en una mujer ambiciosa
y fría. Somete a los animales a prácticas crueles de gestación y crianza.
Quiere lograr una especie perfecta. Su gusto se refina, su conocimiento
aumenta. Cuando el Coronel Espina visita su criadero observa el mal
trato que les da a las aves y se lo dice, pero Ema se muestra indiferente.
Ema disfruta de su poder. Su conducta es sensual y libertina.
Queda embarazada otra vez. Terminada la temporada de cría, se siente
cansada, agotada. Ha adquirido hábito compulsivos, obsesivos, de
trabajo. Reúne a su séquito y los invita a ir todos juntos de vacaciones,
a visitar las grutas de Nueva Roma, no muy lejos de donde viven. Allí
culmina la fábula de Aira.
La edad de la inocencia indígena quedó en el pasado. Los blancos
les llevaron su propio infierno: la búsqueda de riqueza y poder. La
“barbarie” capitalista blanca termina por destruir el mundo idílico y
bello de los indígenas de la pampa.

— 243 —
Los chicos pobres

Años después, en 1987, Aira escribe La liebre, tomando nuevamente


como tema la vida de los indígenas del sudoeste de la provincia de
Buenos Aires. En esta nueva novela describe el mundo indígena desde
otra perspectiva utópica.
La vida cultural y social había cambiado sensiblemente en Argentina
entre 1978 y 1987. Aira había escrito Ema, la cautiva entre 1972 y 1978.
Fueron años particularmente intensos y traumáticos en la historia
nacional. En 1973 concluyó el período de dictadura militar que los
Generales Onganía, Levingston y Lanusse habían iniciado con el golpe
de estado de 1966, y retornó al país y fue elegido presidente, el General
Juan Domingo Perón, después de un largo exilio. Desde principios de
la década del setenta las guerrillas armadas se habían organizado bajo
consignas de izquierda. Los jóvenes vivían el sueño de la revolución
posible. En 1976 el General Videla dio un golpe militar, el más cruel y
sangriento de la historia argentina. El Ejército dirigió su poder de fuego
contra la población civil, los militantes sociales y en muchos casos los
artistas. El resultado fue un horrible genocidio que dejó como saldo
miles de muertos y desaparecidos.
Esos años revolucionarios conflictivos transformaron el mundo del
arte. Floreció la literatura política y testimonial y aparecieron artistas
neo-vanguardistas, que buscaban, a su modo, la revolución.
Aira comenzó a escribir en ese ambiente, pero sus novelas no
reflejaron la historia de la época ni sus tensiones políticas o sociales.
Buscaba poner distancia entre él y la historia inmediata. Rechazaba el
realismo. Su literatura progresó hacia un antirrealismo cada vez más
radical. Desarrolló una poética de la prosa neovanguardista y formalista.
Ema, la cautiva presentó una visión poética del mundo de los vencidos.
Su fábula capitalista feminista y neoliberal invertía y corregía la narrativa
de la civilización y la barbarie sarmientina. Mostraba su desacuerdo con
la visión racista de la cultura de Sarmiento y la Generación del 37. En
su novela el orden capitalista empujaba a la sociedad indígena hacia su
propia perdición.
La problemática indígena vuelve a aparecer años después en La
liebre, fechada en 1987 y publicada en 1991, aunque la trata de otra

— 244 —
Alberto Julián Pérez

manera. Su literatura se ha vuelto menos preciosista. Hace uso y abuso


de sus “procedimientos”, obligando al lector a estar consciente del
artificio narrativo.
La prosa de Ema, la cautiva era recargada y barroca. En La liebre
emplea una prosa neutra, informativa. Sorprende y descoloca al
lector con sus juegos literarios. Trata de mostrarle su ingenio, su
originalidad.
La liebre es una novela de suspenso e intriga. Sobre todo de
intriga familiar. Aira sitúa la historia novelesca en los campos de la
zona suroeste de la provincia de Buenos Aires donde habían vivido
los indígenas en la década de 1840. Sus personajes, que habitaban
en dos continentes, eran miembros de una gran familia indígena
extendida y desencontrada, en viaje de autoconocimiento. Varios
de sus miembros no se conocían, eran hijos adoptivos de la cultura
blanca. En el proceso van a encontrarse y reconocerse, y recuperar su
pertenencia a su comunidad de origen. Varios de los miembros de la
familia indígena habían vivido como “blancos” en Inglaterra y otros
en Buenos Aires. Aquellos que vivían en países europeos “civilizados”
llegan a la región atraídos por el mundo indígena. Hay algo en su
naturaleza, en su “sangre”, que los impele a visitar esas regiones. Allí
descubrirán su verdadera identidad y encontrarán su “verdad”.
En la versión eurocéntrica de la Generación del 37 Europa era
el centro de la civilización (Pérez 33-62). Consideraban a la raza
blanca la más “civilizada” y apta para la cultura y el progreso, y a
las razas indígenas, mestizas y negras, como inferiores a la blanca.
Miraban con admiración y benevolencia las guerras imperialistas de
dominación, que Francia e Inglaterra llevaban a cabo en esos años
del siglo XIX en busca de nuevas colonias en continentes poblados
por otras razas en África y Asia y aún en América. En la visión
que presenta Aira en esta novela la raza no determina superioridad
genética ni intelectual alguna. El inteligente naturalista inglés Clarke,
que había sido adoptado por una familia inglesa, era hijo de indígenas.
La extendida creencia de los europeos blancos y sus descendientes en
la superioridad de su raza era una falacia (Garramuño 149-58).

— 245 —
Los chicos pobres

La liebre cuenta la fábula del “chico bien” inglés, naturalista,


viajero y aventurero, que un día se enteró que era indio. Pertenecía a
la élite india, sus familiares eran indios encumbrados: hijos y nietos
del máximo cacique Ranquel, Cafulcurá (el nombre que le da Aira
al cacique, Cafulcurá, difiere ligeramente del nombre del personaje
histórico: Calfucurá). Tal como en Ema, la cautiva, el autor rodea a
sus personajes de privilegios y relativo lujo. No son parte del pueblo
tribal sin fortuna ni poder. Son intelectuales y exquisitos, artistas en
potencia. Presenta una utopía indigenista idealizada y estetizante.
Introduce, en la primera parte de la novela, a un personaje
histórico muy importante de la época, atacado y denostado por la
Generación del 37: el Gobernador de Buenos Aires Juan Manuel de
Rosas. Su interpretación del personaje coincide con la versión histórica
degradada que instaló aquella generación en el imaginario literario. Es
cómica y paródica. Lo describe como a un autócrata gordo y perverso,
que trata a su hija Manuelita como a una idiota.
Rosas apoyaba a la comunidad afroargentina. Creía que la
Argentina iba a ser un día un país negro. Mantenía activas relaciones
diplomáticas con los pueblos indígenas. Conocía y estudiaba las
lenguas nativas. Se trata de un dato histórico real: Rosas escribió un
diccionario castellano-pampa (Pérez 63-78).
El Gobernador le presta a Clarke su caballo Repetido. El caballo
había sido un obsequio del cacique Cafulcurá, y era a su vez hermano
gemelo del caballo que él mismo montaba. La astucia del Gobernador
le ayudará a Clarke a resolver los desencuentros y enredos de su familia.
El animal conocía el camino de regreso al territorio indio y condujo
a su jinete muy fácilmente hacia la tierra donde habitaban las tribus
que dependían de Cafulcurá. Rosas le pidió también que llevara con
él al joven acuarelista de la sociedad porteña Carlos Álzaga Prior, un
joven mestizo que ignoraba su origen. Al final de la historia terminará
siendo hijo del mismo Clarke y de su amada Rossanna, una inglesa
que, luego de conocer al naturalista, se había casado con el cacique
Rondeau y se transformó en su viuda, cuando este murió en combate,
a manos del mismo Cafulcurá.

— 246 —
Alberto Julián Pérez

Clarke, Carlos y el gaucho baqueano Gauna se adentran en la pampa


india. Luego de cabalgar quince días llegan a las Salinas Grandes,
donde estaban los toldos de Cafulcurá y su gente. Las formaciones
salinas de las Salinas Grandes están situadas no muy lejos del pueblo
de Pringles, donde creció Aira. Forman parte de la geografía con la
que se había familiarizado en su infancia, el sudoeste de la Provincia
de Buenos Aires.
Clarke, Cafulcurá, Carlos y el gaucho Gauna, aún cuando el azar
y el destino los había llevado por distintos caminos, comparten una
misma historia de familia. Después de arrivar a las Salinas, el cacique
Cafulcurá invita a Clarke a hablar con él. Conversan sobre Darwin y
sus ideas. Se comunican en Huilliche, lengua que Clarke domina. La
manera de pensar de Cafulcurá, dice el narrador, muestra como está
presente en él el sistema del “continuo”. Cree que lo homogéneo y lo
heterogéneo están ligados (41-2).
Aira introduce, al describir el pensamiento indígena, una idea
central y recurrente en su narrativa: la continuidad. Sandra Contreras
explica que la forma del continuo opera en Aira en “dos sentidos”:
impulsando el relato hacia adelante y provocando un pasaje o salto
entre niveles heterogéneos (Contreras 22-23). El autor, a partir de
esta época, se vuelve un escritor prolífico y compulsivo. Escribía
novela tras novela, corrigiendo lo mínimo. Ese año terminó cuatro.
Atrás quedó el preciosismo de Ema, la cautiva. Se concentraba
particularmente en la intriga, que tenía que ser lo más ingeniosa y
provocadora posible.
En La liebre introdujo un núcleo de misterio, guiando la acción:
la liebre legibreriana. Clarke había escuchado hablar sobre una liebre
voladora y va al sitio donde dicen que levantará vuelo. No logra
verla. Alvarito, hijo de Cafulcurá y hermano suyo, aunque este en ese
momento no lo sabe, le explica que lo de la liebre bien podía ser una
fantasía, ya que los mapuches fundaban su gobierno en fábulas (53).
Gauna, el gaucho baqueano desconfiado, le dice a Clarke que cuando
los indígenas aseguran que una liebre “alzó vuelo”, lo que quieren
decir en realidad es que se han robado o van a robar algo precioso,

— 247 —
Los chicos pobres

una “liebre”. La liebre era una metáfora. Se estaban burlando de ellos,


mintiendo con la verdad (58).
Clarke se entera que Cafulcurá está por cumplir setenta años. Al
día siguiente van todos a una cacería de liebres, pero no ven ninguna.
Durante la cacería un grupo de indios viene hacia ellos blandiendo
las lanzas en forma amenazante. Les dicen que Cafulcurá había
desaparecido. Creen que fue secuestrado. Sospechan de ellos. La
culpan a la Viuda de Rondeau, ya que el cacique había matado a su
esposo. La Viuda era un ser feroz, y se había aliado a los vorogas y
al cacique Coliqueo, sus enemigos, para poder vengarse. Al final de
la novela descubrimos que la feroz Viuda era en realidad una mujer
blanca, medio-hermana de Gauna. Había sido el gran amor de Clarke
y habían tenido un hijo juntos, Carlos, el pintor que los acompaña.
Carlos era por lo tanto descendiente de un padre indio, el “inglés”
Clarke, y una madre inglesa blanca, la Viuda de Rondeau, a la que
todos creían india.
Durante el transcurso de la obra los personajes van develando
progresivamente la historia de sus vidas, llenas de misterios y datos
ocultos. Clarke y Carlos eran hijos adoptivos. Habían sido adoptados
por familias blancas. ¿Qué había sucedido? Aira, con perfecta
imaginación antropológica, concibe un gran tabú que explica esto:
los mapuches creían que la identidad de cada ser era sagrada y única.
Veían el nacimiento de hermanos gemelos como una verdadera
amenaza para sus creencias. Por eso, cuando dentro de una familia
nacían gemelos entregaban a uno en adopción. Cafulcurá había tenido
gemelos y su clan se fragmentó. Clarke fue adoptado por una familia
inglesa. El narrador revelará las circunstancias de esa adopción al
final de la novela, en el momento del reconocimiento y la anagnórisis.
Clarke no conocía su origen.
Los gemelos, al ser padres, pueden a su vez concebir gemelos.
Clarke, sin saberlo, también ha tenido mellizos con Rossanna, la Viuda
de Rondeau; uno de ellos es Carlos, y la otra, Iñuy, una niña criada
por una familia indígena, a la que Carlos conocerá durante el viaje.
La historia de la separación de los gemelos termina felizmente. Aira

— 248 —
Alberto Julián Pérez

resuelve el tabú y reúne a los hermanos restableciendo el continuo,


clave de su narrativa. Los indígenas vuelven a integrarse en una sola
familia.
Después del episodio del supuesto secuestro del jefe indígena,
Clarke parte con sus amigos para buscar a Coliqueo, y averiguar qué
pasó con Cafulcurá. A lo largo de ese viaje, en diversos episodios,
Clarke va a ir conociendo aspectos importantes de las historias de los
otros personajes. Carlos le cuenta quién lo adoptó en Buenos Aires
y por qué, y Gauna le explica que él no es un gaucho sin cultura: es
un hombre educado de familia influyente, un Gauna Alvear. Gauna
está buscando a su media-hermana. Luego descubrirá que su media-
hermana es la Viuda de Rondeau, que había sido la amada de Clarke,
y era madre de sus hijos mellizos: Carlos e Iñuy. El gaucho aristócrata
Gauna y el indio inglés Clarke, sin saberlo, son cuñados.
El machi Mallén les había contado que Cafulcurá había sufrido
un accidente cuando tenía 35 años y estaba por casarse con su
esposa principal, Juana Pitiley (la madre de Clarke y de su hermano
gemelo Namuncurá). Los borogas lo raptaron y no logró consumar
su matrimonio: Juana los siguió y los alcanzó al llegar a la Sierra
de la Ventana. Rescató a Cafulcurá por la noche y consumaron el
matrimonio escondidos en el agujero de la montaña, su “ventana”,
en la cima de la Sierra. Esa misma noche, cree el machi, fue cuando
vieron la liebre legibreriana, aunque era probable que la historia de la
liebre fuese una leyenda.
Durante el viaje en busca de Cafulcurá, Clarke, Carlos y Gauna
conocen a un pueblo que vive en unas cavernas subterráneas,
acaudillado por el cacique Pillén. Pasan un tiempo con ellos. Eran seres
naturales felices: dormían mucho y mantenían relaciones sexuales
promiscuas. Eran muy apasionados y vivían en la molicie (216). Creían
que los puntos de oscuridad del cielo reemplazaban a los puntos de luz.
Progresivamente Clarke y Carlos se van transformando durante el
viaje. Se acerca el momento en que los Vorogas y los Huilliches de
Cafulcurá se enfrentarán en una guerra. Clarke y Carlos se quitan sus
ropas, se dejan el torso desnudo como los guerreros y se engrasan el

— 249 —
Los chicos pobres

cuerpo. Algo dentro de ellos los impele a actuar así. Se unen a las tropas
Huilliches. Sus caciques confían en Clarke y le piden que sea el jefe y
dirija la guerra. Comienza el ataque. Clarke utiliza la táctica de la Gran
Sinusoide, un movimiento envolvente y continuo. Durante la batalla
ejecuta con todos sus guerreros una amplia “maniobra disuasoria”, con
muy pocas víctimas, durante dos días (263). Por la noche, mientras
descansa, tiene una visión: se le aparece su doble, vestido de inglés.
Se duerme. Cuando despierta, la batalla había terminado. Carlos le
dice que el triunfo fue absoluto y él es un héroe. Clarke comprenderá
después que el inglés que había venido a visitarlo por la noche era
en realidad su hermano indígena gemelo Namuncurá. Fue él quien
dirigió la batalla final. Su doble había sido real.
En la última parte de la novela, Clarke y Carlos deciden acompañar
a Gauna a la Sierra de la Ventana. Este buscaba a su media-hermana.
La Viuda de Rondeau iba a recibir allí una supuesta gema de un
desconocido mapuche. Gauna quiere hablar con ella. Allí, en la Sierra
de la Ventana, es donde ocurrirá el encuentro y el reconocimiento
definitivo: cada personaje conocerá su verdadera identidad. Clarke,
el inglés, descubre que es un indígena mapuche, hijo de Cafulcurá;
Carlos es su hijo; Iñuy, que acaba de dar a luz mellizos, es su hija;
la feroz Viuda del cacique Rondeau es Rossanna, media-hermana
de Gauna, que había sido amante de Clarke. Clarke se reúne con
Cafulcurá y Juana Pitiley, su padre y su madre, y con su hermano
gemelo, Namuncurá.
Aira inserta varios relatos en la narración general a lo largo de la
novela: la historia de la liebre legibreriana, la historia de la adopción de
Clarke, la historia de Carlos, la historia de amor de Clarke y Rossanna,
la historia de Cafulcurá y Juana Pitiley. Crea una estructura narrativa
compleja, un “dispositivo” formal. Trata de demostrar al lector que es
un escritor vanguardista que lucha por innovar constantemente. Aira
justifica y explica su propósito en un artículo iluminador suyo sobre
el arte de novelar. Allí dice expresamente que la diferencia entre la
novela comercial y la novela artística moderna vanguardista radica
precisamente en la habilidad y el talento de los artistas para inventar un

— 250 —
Alberto Julián Pérez

procedimiento propio único, un “dispositivo”, original, sorprendente,


en cada nueva narración (“La nueva escritura”).
En su novela Ema, la cautiva, nos había quedado clara su búsqueda
ética al abordar su temática; en La liebre Aira adopta una posición
lúdica frente a los personajes y la historia que cuenta, recurre a
juegos formales. Crea un formidable enredo familiar, exagerado y
por momentos cómico. Ese enredo crece de manera progresiva hasta
apoderarse por completo de la trama. El lector espera con interés
que se resuelva la intriga. Gradualmente Aira va independizando su
literatura de la Historia: el juego siempre se juega en el presente.
Estos relatos, tanto Ema, la cautiva, como La liebre, son contados
desde el espacio indígena. Sus interlocutores blancos, como Ema o
Espina, y Gauna y Rossanna, atraviesan la frontera que separa el mundo
blanco del indígena y se va operando en ellos una transformación
progresiva. Los blancos se mestizan gradualmente con los nativos
y viceversa: las fronteras son espacios dinámicos. La acción y los
personajes en estas novelas están en continuo movimiento. En La
liebre, los personajes logran encontrar al fin su verdadera familia y
reconocen su identidad (Mbaye 205-17).
Ema, la cautiva queda como una obra única en su producción,
diferente. Aira reflexionó en ella sobre la cuestión indígena y el
papel de la mujer en la frontera. Empleó una escritura meditada y
poética, deteniéndose con particular interés en sus bellas y suntuosas
descripciones de la naturaleza. En 1987, cuando escribió La liebre,
además de El bautismo, Los fantasmas y Embalse, su énfasis había
pasado de la temática al “procedimiento” formal : Aira se concentraba
en producir dispositivos narrativos ingeniosos y sorprendentes.
Trabajaba rápidamente. Buscaba temáticas originales o trataba viejos
temas de manera nueva, los desnaturalizaba, rompiendo con cualquier
semblanza de verosimilitud. Introduce en sus historias rasgos
anacrónicos y compone personajes esquemáticos y poco realistas. A
diferencia de lo que observamos en Ema, la cautiva, no encontramos
en La liebre un trasfondo alegórico. El autor no da al reencuentro de
los hijos de Cafulcurá con su padre un valor ejemplar. La familia de

— 251 —
Los chicos pobres

Cafulcurá fue víctima de sus propias creencias. Los mapuches habían


tratado de desterrar lo idéntico, pero lo idéntico regresa. Este regreso
no amenaza el poder del cacique Cafulcurá, solo refuerza el vínculo de
familia. Establece la armonía.
El tabú de la sociedad mapuche había hecho que la familia india
saliera de su entorno, de su clan, para abrirse, paradójicamente,
hacia el mundo. Al dar a los mellizos en adopción, rompieron la
unidad familiar y se abrieron los clanes. Es el principio exogámico,
base de la sociedad plural y multirracial. Clarke y Carlos se
reencuentran con su familia original. Son individuos que fueron
educados en la sociedad blanca inglesa y argentina. Cada sociedad
tiene su propia estructura cultural y moral. Rossanna vive con los
indígenas y se realiza junto a ellos. Las culturas y las razas se han
mestizado.
La utopía indígenista de Aira revisa el tema del descubrimiento
del otro, base de la formación de la literatura hispanoamericana.
Hispanoamérica nace en un encuentro conflictivo de culturas.
Gradualmente los pueblos han ido conquistando y aceptando sus
diferencias, aprendiendo a convivir. Su visión es optimista e idílica.
Busca que su literatura repare una injusticia histórica: la expulsión
de los pueblos nativos de sus propios territorios y la negación de su
humanidad. Su visión del vencido intenta restaurar el valor de su
cultura desde una perspectiva literaria, poética.
Aira desmiente la visión sarmientina sobre la preeminencia de las
razas y las culturas: los indios no son inferiores a los blancos. Clarke
es un indio que vuelve a la pampa creyendo que es inglés y lucha en la
guerra india como comandante indio. Su hermano Namuncurá, que
él cree su doble, se le aparece por la noche vestido de inglés y dirige
la batalla final en su lugar. Aira trasviste intencionalmente los rasgos
culturales. Las identidades son intercambiables (Mandolessi 35-42).
En estas obras podemos ver un cambio progresivo en sus ideas
literarias. Ema, la cautiva evidenciaba el peso que había tenido en
su formación la novelística latinoamericana de la década del sesenta.
La liebre propone una aproximación más formalista a la literatura.

— 252 —
Alberto Julián Pérez

Aira ataca de una manera frontal al realismo y reinstala la idea de la


ruptura constante de la forma, que habían propuesto y defendido las
vanguardias históricas a comienzos del siglo XX, como una manera
vigente de novelar.

Bibliografía citada

Aira, César. Moreira. Buenos Aires: Achával Solo, 1975.


---. Ema, la cautiva. Buenos Aires: Eudeba, 2011.
---. La liebre. Buenos Aires: Emecé, 2011.
---. El bautismo. Buenos Aires: GEL, 1991.
---. Los fantasmas. Buenos Aires: GEL, 1990.
---. Embalse. Buenos Aires: Emecé, 1992.
---. “La nueva escritura”. La Jornada Semanal, 12.4.1988.
Artigas, Emilia. “César Aira, la máquina de contar: una lectura de
Ema, la cautiva”. Telar 23 (2019): 191-207.
Cerdas Cisneros, María A. “Desterritorialización, simulacro de
realidad y espacios virtuales en algunas obras de César Aira”. Gregorio
C. Martin, Ed. Rondas literarias de Pittsburgh 2017 . New Kensington:
Grenlin Press, 2018: 29-50.
Contrera, Sandra. Las vueltas de César Aira. Rosario: Beatriz Viterbo
Editora, 2002.
Garramuño, Florencia. “La liebre de César Aira, o lo que queda de la
campaña del desierto”. Revista de Crítica Literaria Latinoamericana No.
48 (1998): 149-58.
Mandolessi, Silvana. “La liebre, de César Aira o una sesgada sátira de la
nación”. América: Cahiers du Criccal No. 38. La satire en Amérique latine,
formes et fonctions. Vol. 2. Paris: Presses Sorbonne Nouvelle, 2008: 35-42.
Mbaye, Dijbril. “Viaje e identidad en la La liebre de César Aira”.
Cuadernos del Hipogrifo. Revista de Literatura Hispanoamericana y
Comparada No. 4 (2015): 205-17.

— 253 —
Los chicos pobres

Montaldo, Graciela. “Borges, Aira y la literatura para multitudes”.


Boletín 6. Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria (1998): 7-17.
Pérez, Alberto Julián. Los dilemas políticos de la cultura letrada.
Argentina Siglo XIX. Buenos Aires: Corregidor, 2002.

— 254 —
Alberto Julián Pérez

Fronteras interiores: Mansilla


viaja “tierra adentro”
Una excursión a los Indios Ranqueles, 1870, de Lucio V. Mansilla
(1831-1913), es, junto a esos otros “clásicos” de la literatura nacional
decimonónica argentina: el Facundo, 1845, de Domingo F. Sarmiento,
y el Martín Fierro, de José Hernández (cuya primera parte se publicaría
dos años después a Una excursión..., en 1872), una obra difícil de
clasificar, si nos atenemos sólo a los patrones eurocéntricos de la
crítica para definir el hecho literario.18 Son, por su contenido y por
su forma, obras consideradas “extrañas”, “excéntricas”, únicas en su
tipo y encierran muchos secretos de nuestro pasado nacional. Hoy las
valoramos de una manera especial, porque contribuyen a explicar la
cultura argentina y ahondan en ese misterio que es el hombre de todo
pueblo, con su peculiar espiritualidad.19
Mansilla no escribió, durante su larga carrera como escritor
y periodista, libros que respondieran a las convenciones de los
considerados géneros elevados y prestigiosos de la literatura europea,

18
Mansilla no se propuso escribir un libro de viajes convencional, ni una simple
memoria de su misión a los toldos ranqueles. Se sabía escritor, y su excelencia
narrativa queda demostrada en sus «cuentos de fogón» incluidos y todas las historias
de gauchos alzados y de cautivas. Era un hombre de ávidas lecturas, actualizado en
todo lo que se publicaba en Francia, y había viajado por Asia y Europa cuando
sólo contaba diecisiete años. Su decisión de escribir «cartas» sobre su «excursión»
muestra su deseo de emplear un punto de vista personal valiéndose de un género
menor. El término «excursión» significa «paseo’’ y también «entrada con gente
armada en país enemigo», pero va a territorio ranquel prácticamente desarmado
y acompañado de una pequeña comitiva.
19
Estas obras parecen responder a interrogantes inagotables, según las múltiples
lecturas de comentadores y críticos. Una excursión… ha merecido menos atención
de la crítica que las otras dos mencionadas.

— 255 —
Los chicos pobres

como la poesía lírica y la novela.20 El drama fue una excepción, porque


Mansilla era el autor de la tragedia Atar Gull, basada en un texto de
Eugenio Sue, y de una comedia costumbrista, Una tía, estrenadas en
1864, géneros en los que no reincidió. La anécdota costumbrista, el relato
breve y el retrato biográfico fueron las formas narrativas “menores”
preferidas del autor (que amaba las memorias) y constituyeron su
“estilo” visible, conviniendo que para él el estilo estaba en el hombre y
en la vida, más que en la literatura.
Mansilla proponía una literatura nacional criolla y americana a la
vez.21 Sentía simpatía por la antigua cultura federal popular rosista
(recordemos que Juan Manuel de Rosas, el dictador, era tío materno
de Lucio). Sus ideas sobre la cultura popular campesina gauchesca
influyeron en la obra del periodista y poeta José Hernández.22

20
En el género novela ya contábamos en esa época con una gran obra nacional, la novela histórica
Amalia, 1851, de José Mármol. La novela, la poesía lírica y el drama seguían siendo en Europa los géneros
considerados más representativos y renovados y, por lo tanto, era 1ógico pensar que un pueblo como
el argentino, cuyas élites cultas asumían la superioridad del pensamiento europeo (y eurocéntrico) y la
supremacía de la cultura europea, adoptaran esas grandes formas literarias, de notable tradición desde
la antigüedad (con la excepción de la novela, género moderno). Esteban Echeverría y el mismo José
Mármol, buenos poetas románticos, crearon una destacada poesía de temas populares en lengua culta.
El desarrollo del drama se habría de hacer esperar bastante tiempo, y sólo a fines de siglo se forma una
escena nacional autónoma.
Fue en esa dirección que evolucionó nuestra literatura en el siglo XX, con el paulatino logro de obras
“internacionales”, reconocidas dentro de los géneros y las formas apreciadas en el mundo influenciado
por la cultura europea: el cuento, la novela, el teatro, la lírica. Basta nombrar a L. Lugones. J. L. Borges.
J. Cortázar y la prestigiosa cultura teatral de Buenos Aires, para darnos cuenta del reconocimiento
logrado por la literatura Argentina en Latinoamérica y en el mundo.
21
En otro artículo he estudiado el peso de la tradición literaria colonial en las letras argentinas del siglo
XIX (Pérez, “El imaginario de la República en el Río de la Plata” 9-26).
22
Aquí no nos queda sino reflexionar que la vida militar y política de Lucio V. Mansilla hubiera sido
muy distinta si su tío, el dictador Rosas, no hubiera caído del poder en l852, cuando Lucio tenía 20 años
y estaba en condiciones de empezar su propia carrera militar y política. Su padre, el General Mansilla,
era Jefe del Estado Mayor y, seguramente, Lucio, de excepcional preparación e inteligencia, hubiera
ocupado puestos importantes en el entorno rosista y se le hubiera asignado su cuota de poder. Por otro
lado, caído Rosas, la sombra del Dictador proyectó sobre la familia de los Mansilla la desconfianza
política, que persiguió a Lucio a lo largo de su carrera y lo hizo fácil víctima de sus enemigos (Popolizio
127-130). El carácter disipado y juguetón de Lucio, sus excentricidades y su gusto por el escándalo,
hicieron poco por cambiar esa mala imagen familiar.

— 256 —
Alberto Julián Pérez

Caracteriza a los libros mencionados de Sarmiento, Mansilla y


Hernández (y los hace más extraordinarios), su heterogeneidad e
innovación genérica. Estos tenían conciencia que sus obras eran
originales y excéntricas a los modelos canónicos europeos.23 Fueron
trabajos escritos en momentos excepcionales, y proponían una
interpretación política crítica de su realidad social. Sus autores eran
periodistas y/o militares que tenían buena educación literaria y
ambicionaban destacarse y ser reconocidos como escritores.
Conocemos en qué circunstancias Mansilla escribió su obra. El
Ejército le estaba siguiendo un proceso, acusado de haber hecho fusilar
a un desertor sin juicio previo. Al regresar de su exitosa excursión a
los Ranqueles se le informó que el proceso había concluido y él había
sido encontrado culpable. Fue destituido de su cargo militar como
Comandante de la Línea de Fronteras con asiento en Río Cuarto, y
pasado a la Plana Mayor Disponible del Ejército (Popolizio 155-8).
Aparentemente había sido víctima de sus enemigos políticos en el
gobierno. Privado de sus sueldos y ocioso se instaló en Buenos Aires y
empezó inmediatamente a escribir y publicar sus cartas en el periódico
La Tribuna, a partir del 20 de mayo y hasta el 7 de septiembre de 1870 (la
excursión a territorio ranquel se había iniciado el 30 de marzo y había
durado dieciocho días). Estas cartas, dirigidas a su amigo Santiago
Arcos, autor de Cuestión de los indios Las fronteras y los indios, 1860,
y a la sazón en Europa (quien le respondió luego en el mismo diario
con impresiones de viaje: “Sin rumbo ni propósito”), constituyeron, en
opinión de Guglielmini, la “venganza” de Mansilla contra la ingratitud
de Sarmiento, a quien había apoyado en su candidatura a Presidente,
y ahora lo ignoraba y permitía que lo destituyeran (106). Su amigo

23
No debemos olvidar en esta lista la hoy admirada breve narración de Echeverría, “El matadero”
(que condena y demoniza, desde la perspectiva liberal, la política popular de Rosas). No fue publicada
en vida del autor, quizá porque la considerara demasiado desprolija e improvisada, a diferencia de su
poema La cautiva, que tanto nombre le había dado en los círculos cultos. Lo cual no significa que no
estuviera consciente de sus méritos (Ramos 144)
Sarmiento, el autor de Facundo, defensor de los valores de la civilización y de la cultura europea en
Argentina, fue un escritor personal, inventivo y anárquico. Se sabía periodista de raza. Escogía, según
su voluntad, tanto el contenido de sus escritos como la forma.

— 257 —
Los chicos pobres

Héctor Varela, director de La Tribuna, decidió publicarlas como libro


ese mismo año, y Mansilla agregó cuatro cartas finales y un epílogo,
que no habían aparecido previamente en el periódico.
Estas cartas narran su expedición desde la frontera “interior” de
la patria, constituida en esa época por el Río Quinto en la Provincia
de Córdoba, a ese territorio en poder de las indios que llamaban
“tierra adentro”. Mansilla utilizó en gran parte de la obra una prosa
informativa y descriptiva, propia del informe militar, para presentar
ese mundo prácticamente desconocido por el lector.24
Mansilla ya había escrito sobre cuestiones y problemas militares: en
1863 publicó Del ejército argentino y bases para el establecimiento de
una escuela militar nacional, y en 1868, “Bases para la organización del
ejército argentino”. Fue un activo colaborador del diario La Tribuna
durante la contienda con el Paraguay, enviando artículos muy críticos
desde el frente de guerra 25.
La prosa de Una excursión…, explicativa y sucinta en lo que cuenta,
presenta una adecuación notable entre la intriga y el escalonamiento
temporal, y mantiene a su lector en tensión. La narración, dirigida a

24
La prosa informativa y descriptiva, característica del informe militar, contaba con una activa matriz escrituraria
americana, productiva desde los tiempos de la Conquista, que incidió en el desarrollo de la prosa literaria (basta
pensar en las escritos de Cortés, Ulrico Schmidel, etc.). No en vano la Conquista se hizo bajo los signos de la Cruz y
la Espada. La Iglesia, dada la educación de sus miembros y el papel que cumplieron en la enseñanza, también ejerció
un liderazgo cultural excepcional, de gran incidencia en lo escriturario.
Las experiencias de la vida social durante la Independencia y las guerras civiles, cuando sectores mayoritarios
de la población masculina se vieron obligados a participar en empresas militares, fueron muy importantes en la
conformación del imaginario nacional. Participaron en estas guerras tanto el pueblo campesino como las clases
urbanas educadas, de donde saldrían las oficiales y eventualmente los escritores de informes militares y memorias,
así como de historias y novelas. Bastaría sólo mencionar las nombres de Bartolomé Mitre y Lucio V. Mansilla para
comprender la trascendencia que tuvieron estos militares en la cultura periodística, literaria y política del país.
25
Esto marca un momento álgido en su enemistad con el poderoso General Gelly y Obes que lo consideraba un
traidor. El General escribe a su esposa una carta, donde dice: “Dan náuseas ver y leer las cosas que se escriben sobre
el teatro de la guerra como se titulan estas cosas y entre ellas, en primera línea las que escribe Mansilla a quien yo he
dicho por varias veces y en presencia de varios que es un traidor y que si fuese general en jefe, no escribía o dejaba de
mandar cuerpo en el ejército. Todo lo echa a la chacota y a la broma, siguiendo cada vez más insensato en su modo
de apreciar los sucesos y nuestras cosas. Es tal la manía de escribir para la prensa, que para mí es la causa primordial
del desquicio y anarquía en que vivimos” (Popolizio 134).

— 258 —
Alberto Julián Pérez

su amigo, adquiere un carácter desinhibido y coloquial. El Coronel


muestra su afán de aventuras y goza del amplio espacio, de esa pampa
real pero poética, donde tiene lugar la misión. Su humor criollo
encanta al lector.
El camino esta sembrado de sorpresas. Los incidentes de la marcha
conforman una parte importante del libro. Su experiencia militar
(había luchado como oficial, con el grado de Teniente Coronel, en la
Guerra de la Triple Alianza contra Paraguay, y participado en el asalto
a Curupaití, junto a su amigo Dominguito Sarmiento, que murió
en esa acción) condiciona su visión de mundo, pero no la contiene
totalmente 26. Como otros militares de la época (José María Paz,
Estanislao del Campo, Bartolomé Mitre, entre otros), Lucio poseía
una buena formación intelectual y literaria. La vida militar le resultaba
atractiva y hasta romántica, pero la disciplina y la subordinación
exigidas coartaban su iniciativa personal y su libertad de pensamiento.
El viaje a los indios Ranqueles fue una idea de Mansilla que sus
contemporáneos consideraron temeraria. Lucio obtuvo a duras penas
permiso de su superior, el General Arredondo, para realizarla.27 Un
sector de la oficialidad veía con malos ojos la “manía periodística” de
Mansilla. Las columnas que había enviado a La Tribuna durante la
Guerra con el Paraguay, en que criticó la conducción de la Guerra, le
habían ocasionado la enemistad del General Gelly y Obes, Ministro
de Guerra de Mitre (Popolizio 129). Le iniciaron un proceso por no

26
Recordemos que Mansilla, como lo había sido antes su padre - Jefe del Estado Mayor de Rosas y héroe de la Vuelta
de Obligado, donde luchó contra la escuadra Anglo-francesa - era militar de carrera, y había revistado a partir de
1868 como Comandante de la línea de fronteras Córdoba-San Luis-Mendoza, con asiento en Río Cuarto, donde hizo
un tratado con los Ranqueles, que después motivó su excursión a territorio indio. Sarmiento lo ataca, como ya lo
indiqué, al regresar de la misma. Mansilla fue dado de baja del Ejército y se encontraba sin trabajo militar al escribir
estas cartas.
27
En principio, Mansilla había concertado el tratado con los Ranqueles sin el consentimiento del Gobierno Nacional.
El Gobierno lo enmienda y Mansilla propone hacer una excursión pacífica a los indios para negociar con ellos las
reformas. Se le niega el permiso, Mansilla va de todas maneras, y la autorización para ir finalmente arriba cuando ya
la expedición ha salido (Guglielmini 90).

— 259 —
Los chicos pobres

cumplir rigurosamente con las exigencias del reglamento militar


y al regresar de su expedición lo destituyeron de su cargo, con
consentimiento del Presidente, Domingo F. Sarmiento. Los oficiales
que tenían una idea más convencional del deber militar lo veían como
a un aventurero y no toleraban su individualismo.
Mansilla era un experimentado viajero. Durante su adolescencia
su padre lo mandó a la India (en parte para alejarlo del país, puesto
que, además de leer libros políticos “prohibidos” estaba envuelto
en una aventura sentimental que la madre desaprobaba) para hacer
negocios, y comprar mercaderías que venderían luego en Buenos Aires.
Durante el viaje el muchacho se hizo amigo de un joven aventurero
norteamericano. En lugar de cumplir el encargo, como había acordado
con su padre, decidió viajar con su amigo durante dos años por la
India, Egipto, Constantinopla, Roma, París, Londres y Edimburgo. Se
gastó una fortuna, 20.000 libras esterlinas, que era el dinero que le
habían dado para los negocios (Popolizio 57-65). A su regreso publicó
el relato de su viaje, De Adén a Suez, 1854.
El Coronel era un hombre excéntrico. Muchos lo consideraban un
dandy y un snob (Guglielmini 52-64). Jugaba a ser varios sujetos al
mismo tiempo. Su imagen pública resultaba antirromántica. Su estilo
discursivo cambia de forma según la situación, no es homogéneo.
En Una excursión... Mansilla observa la sociedad ranquel con
simpatía y compasión. Varios de los personajes que encuentra le
resultan cómicos. También se ríe de sí mismo. Procura seguir las reglas
de convivencia de los indígenas, sin lograrlo del todo. Su divertido
humor grotesco nos recuerda al de su tío, el General Juan Manuel de
Rosas, famoso por las bromas que dirigía hacia propios y extraños.28

28
De estos episodios uno muy cómico lo cuenta el mismo Mansilla en sus Causeries: al regresar de su largo viaje,
Rosas le fuerza a comer, burlándose y haciéndose el que no entendía, varios platos de arroz con leche (Popolizio
70-72).
Mansilla, durante la Guerra contra el Paraguay, siendo Jefe del 12 de Línea, vestía una capa colorada traída del
África, y se paseaba por encima del parapeto de las trincheras, desafiando a los tiradores enemigos. Dándoles la
espalda, se agachaba exhibiendo su parte posterior y los observaba por debajo de sus piernas, burlándose de ellos,
ante la fascinación y la diversión de sus soldados (Guglielmini 86).

— 260 —
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En su narración el militar se desdobla en aventurero, el aventurero


en antropólogo y amigo de los indios, luego en cuentista de fogón y
amante lírico del desierto, y, finalmente, en un moralista, que saca
sabias lecciones de su experiencia. Nos apostrofa sobre sus desengaños
en lo que toca a la diferencia entre barbarie y civilización, que no es
en absoluto lo que creía que era... Allí la polémica con Sarmiento, que
no lo había apoyado ni comprendido, es evidente. El sanjuanino había
descripto en Facundo un mundo maniqueo, en que la civilización
se oponía irreversiblemente a la barbarie; Mansilla verá, en cambio,
una realidad matizada, donde por momentos ambos conceptos
se confunden. Sus descripciones de los Ranqueles muestran la
singularidad de sus costumbres, y su sofisticación en el manejo del
gobierno propio, probando que poseen un vida pública compleja y
práctica.
Mansilla no niega la realidad histórica: los indios y el gobierno
argentino están en guerra, pero no cree que haya que destruir al indio
para que sobreviva la civilización. Su tío, Juan Manuel de Rosas, en 1833,
había demostrado, en su concepto, cómo proceder con los indígenas,
siendo firmes y abiertos al mismo tiempo: había dirigido una expedición
armada y atacado a los indios enemigos, e hizo alianzas con las tribus
amigas. Incorporó a los indios entre sus tropas y les dio trabajo en sus
estancias como peones. Bautizó a varios de ellos como cristianos. Entre
los indios que apadrinó se encontraba Panguitruz, el hijo de un cacique,
que había sido tomado prisionero durante una invasión. Rosas lo hizo
bautizar y le dio su apellido, como si fuera su hijo. Este indio, Mariano
Rosas, era, en el momento de la Excursión, a dieciocho años de la caída
del caudillo de la Federación, el Jefe principal de las tribus ranquelinas.
Había heredado el poder de su padre, el cacique Paine.
Mariano recordaba con afecto a Juan Manuel, que le había enseñado
a hacer los trabajos del campo. Cuando Mariano huyó para regresar a
sus tolderías, su padrino le hizo enviar un generoso regalo y le prometió
su protección constante y su cariño. Durante la excursión, imitando a su
tío, Mansilla apadrinará a una niña, hija de su amiga, la China Carmen,
a quien dará su nombre. Este, como Rosas, se siente patriarca protector.

— 261 —
Los chicos pobres

Promete a los Ranqueles la paz y el respeto de sus territorios. Mansilla


se extralimita en sus atribuciones, el poder y el crédito político con
que contaba eran muy inferiores a los que creía tener. En los hechos, el
Gobierno muestra muy poco interés en cumplir el tratado de Mansilla.
La guerra contra el indio terminará en 1879, con la denominada
“Expedición al Desierto”, bajo el mando del General Julio A. Roca.
Éste dispuso una gran invasión militar, los reprimió duramente y
ocupó sus tierras. Los Ranqueles ya no podrían invadir más con sus
malones. Habían sido definitivamente derrotados. El estado argentino,
culminando su política colonial, les quitó sus territorios. Las famosas
40.000 leguas conquistadas se abrieron a la explotación agrícola y
ganadera.
El objetivo de Mansilla en este viaje de 1870 a territorio indio era
ratificar el tratado de paz, y demostrar a los Ranqueles que era posible
dialogar y entenderse con el estado argentino. Mansilla había cumplido
previamente funciones diplomático-militares en Chile, en 1864. Sus
pares del Ejército lo veían como a un entrometido y le harán pagar caro
su osadía. En 1898, durante la segunda presidencia de Roca, Mansilla
volvió a cumplir funciones diplomáticas: el gobierno lo envió a Europa
como Ministro Plenipotenciario.
Las tribus que fue a visitar el Coronel estaban en guerra con los
“cristianos” y, durante su viaje, si bien no hubo enfrentamientos
armados, vivieron situaciones de conflicto. Los indios se emborrachaban
y peleaban entre sí. Había rivalidades entre ellos. Las tribus mantenían
una vida política dinámica. El momento culminante del viaje fue la
celebración de la junta de Mariano Rosas (a quien llama “el Talleyrand
del desierto” (8), haciendo alusión a la astucia del famoso hombre de
estado francés) y sus caciques para discutir el tratado de paz. Todas las
tribus ranqueles asistieron al encuentro. Fue un verdadero parlamento
celebrado en medio del desierto entre las tribus venidas de todo el
territorio.
Los Ranqueles argumentaban siguiendo sus fórmulas retóricas,
elaboradas y complejas. Las discusiones se extendieron durante horas.
Mansilla procedió con cautela. Estaba solo. Su astucia era su fuerza.

— 262 —
Alberto Julián Pérez

La fuerza del débil. Competía con los indios empleando sus mismas
armas sicológicas - la desconfianza y la simulación - y en su terreno.
Los padrecitos franciscanos de la expedición hacían lo posible
por acercarse espiritualmente a los indios y comunicarles su fe. Los
Ranqueles también eran débiles, como lo expresaron los caciques
varias veces: eran pobres y no les habían enseñado a trabajar. No
tenía los medios suficientes para defenderse de sus enemigos. Las
tribus estaban en lenta retirada hacia tierras cada vez más secas y más
inhóspitas, por la presión colonizadora del blanco.
Mansilla describe las costumbres y hábitos de vida de la cultura
ranquel. Muchos de éstos resultaban grotescos desde el punto de vista
del blanco. Muestra la actitud responsable que existe en esa sociedad
entre gobernantes y gobernados (igualdad y libertad que, a su juicio,
no existía en la sociedad cristiana, especialmente estando Sarmiento
de Presidente).
La cultura ranquel que presenta Mansilla es limitada e imperfecta.
Describe sus defectos y sus logros. Desde nuestra perspectiva lógica
resulta contradictoria. Los indios son crueles, se emborrachan y se
vuelven violentos bajo el efecto del alcohol, esclavizan a las cautivas,
matan a las ancianas que creen “engualichadas”. Muchas de sus
conductas sociales benefician la convivencia: respetan la autoridad
de los viejos, obedecen al cacique (que asigna enorme importancia
a su función pública, pensando constantemente en sus gobernados
y sufriendo la misma pobreza de medios que ellos), protegen a los
perseguidos políticos de los cristianos (los gauchos federales, que
viven como iguales al refugiarse en un toldo, sin otra obligación que
salir a malón cuando llega el momento, como un indio más). La vida
parlamentaria y política de los Ranqueles es desarrollada y compleja, y
sumamente efectiva: el autor describe el apego a las formas y fórmulas
parlamentarias, y la tradición que respalda la vida política de los
Ranqueles.
La sociedad ranquel ha cambiado sus pautas de comportamiento,
como consecuencia de la proximidad de la civilización cristiana, y de
la guerra. Se encuentra en un avanzado estado de transculturación.

— 263 —
Los chicos pobres

Los indios se han acostumbrado a ciertos gustos y lujos de la cultura


cristiana, como el consumo del alcohol, el tabaco, el mate, y el uso de
artículos de plata labrada. Están en contacto con el idioma español:
muchos lo han aprendido, como el cacique Mariano Rosas y la
China Carmen. Esta última es la “lenguaraz” de Mansilla, es decir,
la traductora oficial, y la que lo introduce en el secreto de la compleja
lengua araucana. El Coronel habla de ella con admiración y le brinda
su amistad (228-29). Varios caciques conviven con cautivas cristianas
y sienten orgullo al mestizarse con el blanco. Los Ranqueles respetan
sus propias costumbres nativas, sus rituales y su lengua: durante las
conferencias públicas con Mansilla se comunican sólo en araucano.
Para hablar con Mansilla usan el servicio de lenguaraces, aunque
sepan el español.
El apego a fórmulas jurídicas, el empleo de una retórica
parlamentaria definida, así como el respeto jerárquico en las maneras
de salutación, muestran lo avanzado de su vida política, sustentada
en una concepción democrática y participativa. El cacique respeta las
opiniones de sus gobernados. Trata de persuadirlos de lo acertado de
sus decisiones y no se impone por la fuerza. La sociedad blanca, en
cambio, recurría con frecuencia a la violencia política y veía como
legítimo el empleo de la coerción y el uso (supuestamente racional) de
la fuerza. En el tratado de paz (que Mansilla quiere hacer ratificar), el
gobierno no les reconoce a los indios la propiedad de la tierra en que
viven, sólo les ofrece un “subsidio” de alimentos y ropas. Los indios
desconfían de semejante propuesta que les niega derechos legítimos
sobre sus tierras y busca asimilarlos a los intereses de la cultura
blanca. La “liberación” de esos territorios, habitados por unos diez
mil ranqueles, según estimaciones del mismo autor, a la explotación
agrícola-ganadera, no la logrará él, sino el General Roca, casi diez años
después.
Mansilla, aunque aclamado por los indios, saldrá mal parado de su
expedición. Sus enemigos políticos lo atacan y hacen que lo expulsen
del Ejército. Su tratado de paz no detiene los malones ni la guerra. Sin
embargo, no fracasa el libro sobre la excursión. Con él Mansilla se

— 264 —
Alberto Julián Pérez

consagra como escritor: se trataba de una aventura real, alejada de la


experiencia de la mayoría. Mansilla describe la vida de un mundo en
agonía, que no podía existir como tal por mucho tiempo más. Para los
lectores que no habían estado en las fronteras y para los europeos la
existencia del indio tenía ribetes imaginarios y fantásticos... El Coronel
había conocido a importantes caciques en persona y había alternado
con ellos, de igual a igual. Era imposible pensar en un testigo mejor.
Mansilla amaba la vida natural. Era un hombre intelectualmente
bien formado.29 Se consideraba mejor educado que Sarmiento, al
que describiría como a “un ser rústico, con un barniz intelectual,
que amaba la civilización y era bárbaro en sus polémicas de sectario
intransigente...” (Guglielmini 95).30 Mansilla era descendiente de la
clase política que había detentado el poder en la sociedad rosista. Había
crecido en una situación de privilegio, acorde con su posición social y
su fortuna. Había tenido tiempo, tranquilidad y medios para realizar
los estudios y lecturas deseadas, y refinó su gusto con extensos viajes
y estadías en París. Fue siempre un lector compulsivo, especialmente
de autores franceses (Guglielmini 83). La suerte política adversa de su
familia, a la caída del tirano, tiene que haber incidido en su desencanto
con el progreso liberal.
Se mostraba como un intelectual realista y poco dogmático. Sus
lecturas reflejaban la diversidad de sus intereses: incluían autores
románticos a los que admiraba, como Hugo y Musset, autores
eclécticos como Cousin y Michelet, y a Comte, el padre del positivismo
científico, que tanta influencia tuvo en el Río de la Plata. Se interesó en
las ciencias de la época: la frenología, el magnetismo, el hipnotismo,
y los conocimientos naturalistas. Durante sus prolongadas estancias

29
Guglielmini lo describe como lector insaciable desde su primera juventud, y atribuye las fuentes principales de su
pensamiento a los moralista clásicos franceses: La Bruyere. La Rochefoucald, Montaigne (83).
30
Sostiene Mansilla que las lecturas de Sarmiento parecían haber sido muchas, pero en realidad no lo eran; que
amaba la educación y era inculto, y lo califica de “adivino de epígrafes” (Guglielmini 95). Aunque se sabe que el
sanjuanino nunca recibió una educación sistemática ni esmerada, el retrato es exagerado: Mansilla tenía sobradas
razones para sentir despecho y resentimiento contra Sarmiento, a quien había apoyado en su candidatura a la
Presidencia, sin que este le retribuyera favor alguno, y aún más aceptara aplicarle duras reprimendas.

— 265 —
Los chicos pobres

en París, además de frecuentar a la aristocracia parisina, trató a los


artistas más famosos de su tiempo. Hacia el fin de siglo conocerá a
Paul Verlaine y a Sara Bernhardt (Guglielmini 32-33). Su dandismo se
adecuará al ambiente finisecular de la belle epoque, hasta hacer de él
una especie de tío decadente de los sobrinos modernistas, que habrían
de revolucionar el ambiente literario en Buenos Aires, sucediendo a los
hombres de la Generación del 80: Miguel Cané, Eduardo Wilde, Lucio
V. López y el mismo Mansilla (Guglielmini 52-53).
Mansilla era un hombre mundano y refinado y, al mismo tiempo,
se sentía apegado a las tradiciones de su tierra. Describe ricamente
en su libro los aspectos más variados de la vida cotidiana de los
indígenas, sus comidas, su vestimenta. Sus descripciones muestran
una actitud narrativa diferente, una nueva conciencia formal.
Mansilla no cree en un arte autocontemplativo, pero, siendo un
buen conocedor de lo literario, nunca pierde conciencia del carácter
verbal y expresivo de su narración. Sobresale el moralismo escéptico
de sus reflexiones, sus observaciones sagaces sobre la naturaleza
humana, que constituyen una crítica, no sólo a la idea sarmientina
de civilización, sino también a la idea moderna de progreso, y a toda
posición dogmática para interpretar la cultura y juzgar al hombre.
No era un “ideólogo” que antepusiera sus ideas sobre el mundo
a su observación de la realidad; para él su experiencia humana era
la base de sus reflexiones: “...el mundo no se aprende en los libros
- afirmaba -, se aprende observando, estudiando los hombres y las
costumbres sociales. Yo he aprendido más de mi tierra yendo a
los indios ranqueles, que en diez años de despestañarme, leyendo
opúsculos, gacetillas, revistas y libros especiales” (162). Tratará en
sus cartas de comunicar al lector ese saber no libresco, derivado de su
experiencia y ponerlo en contacto con la tierra. La tierra y la nación,
deseo americano de constituir la patria. Mansilla narra desprovisto
de fórmulas: el mundo que describe, con afán documental, es
auténticamente nuestro. Esa “tierra adentro” resultaba desconocida,
no sólo para los extranjeros, sino también para aquellos argentinos
que no se habían aventurado más allá de los límites de las ciudades,

— 266 —
Alberto Julián Pérez

que remedaban lo europeo. Era el espacio donde vivía el estanciero,


el gaucho, el indio y el soldado.
La realidad de tierra adentro desmiente la visión romántica (y
sombría) de Echeverría en La cautiva. La pampa que describe Mansilla
(que ajusta su riqueza expresiva a lo que muestra) comunica la fuerza
moral de su verdad. Es un paisaje lleno de vida y de energía espiritual,
amigo del hombre y de su aventura terrestre. Dice: “Los que han hecho
la pintura de la Pampa, suponiéndola en toda su inmensidad una vasta
llanura, ¡en qué errores descriptivos han incurrido! Poetas y hombres
de ciencia, todos se han equivocado. El paisaje ideal de la Pampa, que yo
llamaría, para ser más exacto, pampas, en plural, y el paisaje real, son
dos perspectivas completamente distintas. Vivimos en la ignorancia
hasta de la fisonomía de nuestra Patria”(55). El Coronel sólo cambia su
estilo lacónico y se vuelve brillante cuando contempla un paisaje que lo
emociona: su prosa se llena de color, se enriquece de figuras. La fuerza
expresiva y el poder de sugestión del paisaje, especialmente durante
la noche, le hacen sentir lo que es la belleza, se percibe en posesión
de una poesía natural y primitiva. Entonces confiesa que prefiere ese
paisaje, virgen y agreste, a las más grandes ventajas de la ciudad y de
la civilización. La presencia del fogón, la noche estrellada, el descanso,
después de todo un día de marcha, son placeres únicos para el criollo
que está en contacto con su tierra. Conforman el alma del paisano.
Alimentan su espíritu.
El libro presenta historias intercaladas de paisanos y gauchos:
paisanos buenos y malos, gauchos federales y gauchos ladrones.
También encontramos retratos de indios. Son “historias de vida”: las
breves biografías muestran a los gauchos y a los indios verdaderos,
de carne y hueso, como seres pluridimensionales, llenos de matices.
Eran individuos que sufrían y escapaban de un sino que les había
sido adverso. Mansilla ve ejemplares de periódicos de Buenos Aires,
y comenta con ironía que en las tolderías también se lee La Tribuna,
donde él publica sus cartas sobre la excursión (53). Entre las historias
que cuenta Mansilla sobresalen la de Linconao, hermano del cacique
Ramón, a quien el autor salva de morir de viruelas; la de Mariano

— 267 —
Los chicos pobres

Rosas, el cacique principal de los Ranqueles; la del Cabo Gómez, que


tiene lugar durante la guerra con el Paraguay; la de Crisóstomo; la
de Miguelito; la de Camargo; la de Chañilao; la del Doctor Macías;
la de la cautiva Fermina Zárate. Mansilla cree más que en la Historia
de los grandes hechos heroicos, en los pequeños sucesos de las vidas
entrelazadas, en las «vidas paralelas» de aquellos que se encuentran
por casualidad o fatalidad del destino.
Varias de las “vidas” de Mansilla conforman un repertorio de
historias criollas. La del gaucho Miguelito es una conmovedora
historia de amor romántico entre un joven disipado y una muchacha
de mejor condición social, y una historia de amor filial, en la cual
el hijo se deja condenar a muerte para salvar la vida al padre, el
verdadero asesino de un Juez. Miguelito es valiente, guitarrero, tiene
por amigo y compañero de fiestas a su progenitor, a quien admira.
Finalmente, éste le ayuda a escapar de la cárcel, y los dos gauchos
se separan para huir de la persecución de la justicia. Miguelito se
refugia entre los indios. El Coronel, que deja al propio Miguelito
contar su vida, insiste en que la historia “real” de Miguelito...“mutatis
mutandis, es la de muchos cristianos que han ido a buscar un asilo
entre las indios” (165).
Mansilla aprovecha el momento para disertar sobre el gaucho
argentino, singular producto de la pampa, al que también había
estudiado Sarmiento en su Facundo, 1845. A diferencia de éste,
que advierte sobre los peligros de la barbarie, Mansilla denuncia
las injusticias que padece el gaucho, a quien “... nuestros políticos
han perseguido y estigmatizado, ... nuestros bardos no han tenido el
valor de cantar, sino para hacer su caricatura” (156). Mansilla critica
la concepción sarmientina de la barbarie, que consideraba al gaucho
vehículo del atraso nacional. Para él el gaucho era una víctima de las
maniobras de los políticos. Critica a la poesía gauchesca, que había
hecho del gaucho un personaje cómico (Ascasubi y del Campo, por
ej.). Esta imagen habría de cambiar dos años después con la aparición
del Martín Fierro, 1872: el punto de vista de Hernández, en lo que
respecta al gaucho, se parece al de Mansilla.

— 268 —
Alberto Julián Pérez

Para la generación de Sarmiento y Alberdi, la Generación de 1837,


la creación de un país progresista y liberal requería la europeización de
la cultura y el flujo de inmigrantes; Mansilla, en cambio, que ha visto
los resultados de esos cambios, introducidos en la vida nacional por los
políticos de este grupo, que llegaron al poder después del derrocamiento
de Rosas, afirma: “La monomanía de la imitación quiere despojarnos
de todo: de nuestra fisonomía nacional, de nuestras costumbres, de
nuestra tradición. Nos van haciendo un pueblo de zarzuela. Tenemos
que hacer todos los papeles, menos el que podemos. Se nos arguye con
las instituciones, con las leyes, con los adelantos ajenos. Y es indudable
que avanzamos. Pero ¿no habríamos avanzado más estudiando con
otro criterio los problemas de nuestra organización e inspirándonos
en las necesidades de la tierra?” (156). Argumento bien fundado, que
muestra la creciente frustración y escepticismo de un sector social
culto representativo, con simpatías federalistas (en el que debemos
incluir también a José Hernández), ante el modelo liberal eurocéntrico
implantado.
Mansilla, vinculado a familias de estancieros y oficial del Ejército,
ha convivido con los gauchos en la campaña y en las guerras, y es un
gran conocedor y defensor del espíritu del hombre de nuestro suelo. A
Miguelito lo califica de “alma noble”. Lejos de pensar que el tipo racial
del gaucho, mestizo hispano-americano, sea inferior al europeo, como
creía Sarmiento, sostiene que “ ... nuestro barro nacional empapado
en sangre de hermanos puede servir para amasar sin liga extraña algo
como un pueblo con fisonomía propia, con el santo orgullo de sus
antepasados, de sus mártires, cuyas cenizas descansan por siempre
en frías e ignoradas sepulturas” (157). En otro capítulo dice que: “La
raza de este ser desheredado que se llama gaucho, ... es excelente, y
como blanda cera, puede ser modelada para el bien; pero falta, triste es
decirlo, la protección generosa, el cariño y la benevolencia” (207). Lo
que falta, se entiende, es la protección del Estado.
Si Mansilla es un ardiente defensor del gaucho, también defiende
el derecho de sobrevivencia del indígena. Indirectamente continúa
la diplomacia federal de su tío Juan Manuel de Rosas: cree en la

— 269 —
Los chicos pobres

persuasión y en la negociación, y no en la guerra a muerte. Mansilla se


hace presente en las tolderías desarmado. Además del valor militar y
del coraje físico que esto implica, es una muestra de fe y de confianza,
en sí mismo y en el ser humano, independientemente de su raza.
Comprobamos su sentido humanístico cristiano en los comentarios
sobre las mujeres, a quienes describe con gran cariño y compasión por
el sufrido papel que tienen en la sociedad ranquel, y a las que celebra,
muchas veces, por su belleza. Hay un vínculo afectivo muy profundo
que une a Mansilla con el mundo: con sus soldados, los gauchos, los
indios, las mujeres.
Esta relación afectiva generosa y noble desaparece ante los negros.
Mansilla se muestra agresivo y despreciativo con ellos. Trata muy mal al
negro del acordeón, un antiguo esclavo de Buenos Aires, que había sido
soldado y luego desertara. El negro se había refugiado entre los indios,
y alegraba con su música el toldo del cacique Mariano Rosas. Mansilla
lo consideraba un pésimo ejecutante y pierde totalmente su paciencia
ante este personaje, a quien trata con todo desprecio y lo describe casi
como a un demonio. Su agresividad ante el negro no decae en ningún
momento. Es difícil justificar su actitud, el Coronel había convivido
con los negros en su casa paterna y admiraba la habilidad con que
le habían referido historias fantásticas en su infancia (Popolizio 16).
Quizá se trate de una antipatía personal que no debemos ver como
un sentimiento racista más generalizado. El negro, a quien el Coronel
no llama por su nombre, le cuenta luego la historia de su vida y le dice
que él es “federal” y que cuando cayó “... nuestro padre Rosas, que
nos dio la libertad a los negros, estaba de baja” del Ejército (187). El
negro agrega que no volverá a la civilización hasta que no regrese “... el
Restaurador, que ha de ser pronto”, y le canta una canción rosista: “Que
viva la patria/ libre de cadenas,/ y viva el gran Rosas/ para defenderla”
(187). No obstante el orgullo familiar que le puede haber despertado
esta canción, le prohíbe que cante más y amenaza con golpearlo.
Mansilla narra con interés varias de las ceremonias que presencia
de la vida indígena y diversas escenas que acontecen entre soldados e
indios. Hace detalladas descripciones de la personalidad y costumbres

— 270 —
Alberto Julián Pérez

de los caciques y otros indios principales, entre las que se destaca la


de Ramón, el platero, el indio limpio y trabajador, y la de Mariano
Rosas, el ahijado de su tío. El retrato de Mariano va más allá de la
caracterización individual: analiza la personalidad política del más
alto líder de los Ranqueles, que confía en él y simpatiza con su causa, y
demuestra cómo la buena diplomacia del General Rosas en el trato con
los indios con el paso de los años trajo beneficios al país.
Mariano había aprendido a trabajar en la estancia de Rosas, adonde
lo llevaron después de ser tomado prisionero, siendo un adolescente,
durante un malón. Rosas le enseñó las tareas de la estancia como a un
peón mas, y le pagó sus salarios. Comenta Mansilla: “Mariano Rosas
conserva el más grato recuerdo de veneración por su padrino; hablaba
de él con el mayor respeto, dice que cuanto es y sabe se lo debe a él;
que después de Dios no ha tenido otro padre mejor...” (180). La actitud
de Juan Manuel de Rosas ante el indio cautivo no respondía a la que
se podría haber esperado de un “Dictador”, como irónicamente lo
designa Mansilla. Es un ejemplo de lo que se obtiene cuando se trata
a otro ser humano con reconocimiento y bondad, sin descalificarlo
por su raza u origen. Rosas trató al indio como a un gaucho más y aún
encontró tiempo libre para enseñarle él mismo las labores de la estancia.
Finalmente lo bautizó y le dio su apellido. Una conducta paternal hacia
alguien que estaba muy lejos de llevar su sangre. Obviamente Rosas no
tenía miedo de que su nombre, y su descendencia, real o simbólica, se
contaminara con individuos de otros pueblos, que los liberales como
Sarmiento considerarían “razas inferiores”. La actitud de éste - como
la de Mansilla, su sobrino - contrastaba enormemente con la política
contemporánea de persecución y exterminio, no sólo del indio sino
también del gaucho, que se estaba llevando a cabo. El trato de Rosas
al indígena probó ser buena política, por cuanto Mariano es en ese
momento el jefe principal de los Ranqueles, y su deseo de negociar con
Mansilla, el sobrino de Rosas, había hecho posible el tratado de paz.
Mansilla trata de ser justo en sus juicios y censura muchas de las
conductas que observa en la sociedad ranquel: el abuso del alcohol, el
robo, el mal trato a las cautivas, sus creencias “primitivas”. A medida

— 271 —
Los chicos pobres

que avanza el libro aumenta su simpatía y admiración por ese mundo


que descubre en el desierto, y se agudiza su crítica a la “civilización”
sarmientina. Nota que, entre los indios, el mando es hereditario y tiene
por objetivo servir a la comunidad. A diferencia de las sociedades
cristianas, no parece agitarlos la ambición de poder. Su sociedad es
más democrática que la nuestra, por cuanto se respeta la opinión de
la mayoría, consultada con gran frecuencia, a pesar del inconveniente
que esto acarrea. Mansilla celebra la sensualidad y la belleza de la
mujer india, comparable a la de las cristianas. En ningún momento
oculta su predilección y afecto hacia la China Carmen, su comadre y
“lenguaraz” (traductora e intérprete).
Los Ranqueles se han adaptado a vivir en un medio hostil. La visita
de Mansilla les trae esperanzas. Es un sagaz “diplomático” y asume su
papel. Va a sostener y defender el tratado de paz en territorio ranquel
ante sus autoridades políticas. Los indígenas aceptan su liderazgo,
despierta admiración en muchos. No trata de imponer su propio
criterio; no actúa de manera arrogante; argumenta con ellos de igual
a igual, escuchando sus razones. Acepta sus costumbres, se mimetiza
con ellos, comparte su cultura, su estilo de vida.
Mansilla está dando una respuesta diferente a un debate vigente
en esos momentos: el dilema civilización/barbarie. Al ir en persona
al desierto, es un testigo autorizado para hablar de ese mundo
desde su experiencia. Nos demuestra que no sólo hay buenos y
malos “salvajes”, sino también buenos y malos “civilizados”. Malos
civilizados son los que se niegan a comprender el mundo de otras
culturas distintas y lo demonizan sin conocerlo. Sarmiento ha
actuado como un “mal” civilizado: dogmático, desagradecido hacia
Mansilla, enemigo del gaucho y del indio, eurocentrista a ultranza,
despreciativo de lo hispanoamericano; Mansilla, en cambio, prueba
ser un “buen” civilizado: es abierto, confiable, respetuoso de los tipos
americanos, sean gauchos o indios, tiene fe en el espíritu nacional,
gran sentido de la realidad, es compasivo, de criterio amplio, capaz
de entender la sutil gradación que va de la barbarie a la civilización
y viceversa. Ama lo diferente y no siente su identidad amenazada

— 272 —
Alberto Julián Pérez

ante la presencia del indio o del gaucho (Sarmiento, mientras tanto,


recomendaba el exterminio de ambos y pregonaba que no podría
concretarse la unión nacional hasta que estos no desaparecieran).
En el país de Mansilla caben todos. Es un mundo plural. Opone
al dogmatismo de Sarmiento un sano escepticismo, que lo lleva a ver
el bien en el mal, y el mal en el bien: ambos términos se relativizan.
Dice, reflexionando sobre su viaje: “¡Cuánto he aprendido en esta
correría! Si me hubieran dicho que los indios me iban a enseñar a
conocer la humanidad, una carcajada homérica habría sido mi
contestación. Como Gulliver, en su viaje a Liliput, yo he visto al
mundo tal cual es en mi viaje a los Ranqueles. Somos unos pobres
diablos”(314). Al comparar los vicios de la sociedad ranquel con la
suya, puede entenderla mejor y descubrir en la propia defectos que
antes no había sabido ver.
En uno de los episodios del libro, Mansilla nos describe un sueño
suyo sobre el “imperio Ranquel”. Es una fantasía burlesca sobre el
deseo de poder que agita a los seres humanos, tema que lo preocupaba
en esos momentos.
En el sueño, Mansilla se ve a sí mismo como emperador de los
Ranqueles y otras tribus. El sueño consta de dos partes: en la primera,
él, como conquistador del desierto, preside una floreciente civilización
indígena. Ha evangelizado a los indios, que trabajan la tierra y viven en
paz en sus aldeas. Escucha una voz: le dice que se proclame emperador.
Este tema poseía un antecedente real: el del francés Orélie-Antoine de
Tounens, que pocos años antes, en 1860, se había coronado Rey de
Araucanía, y tuvo que escapar de su presunto reino perseguido por las
autoridades chilenas.
En la segunda parte del sueño, Lucio, caracterizado como un joven
mancebo, marcha en una carreta hacia una gran ciudad, donde dice
que había nacido, en obvia referencia a Buenos Aires, aunque no la
nombra. Lo siguen los indígenas, vestidos de ropas diversas: prendas
gauchas, y trajes a la francesa y a la inglesa. Sus consejeros le advierten
que jamás logrará entrar victorioso en esa ciudad, consejo que él
desoye. Y en ese momento despierta.

— 273 —
Los chicos pobres

El sueño conforma una alegoría, que no sabemos si Mansilla


efectivamente soñó, o inventó, o ambas cosas (puesto que la simbología
de los sueños queda parcialmente falsificada por la construcción
verbal de la vigilia), en la que hace diversas alusiones a episodios y
circunstancias de su vida real. Efectivamente, él se había aventurado
en el desierto para pacificarlo y su diplomacia estaba surtiendo efecto,
los indios lo trataban con gran respeto. La voz le dice que no va a
conquistar la ciudad, tal como sucederá: vuelve exitoso de su misión,
pero poco después el Ejército lo destituye de su mando. Lucio pacifica
y “conquista” a los Ranqueles, pero es vencido por la política de Buenos
Aires. El sueño es una visión grotesca de la suerte que le había tocado:
el Presidente Sarmiento, en vez de reconocerle su servicio, lo castiga. Su
proyecto de celebrar la paz y llevar la civilización a los indios fracasa,
pero no por culpa de él sino por culpa de los intereses y la política de
la ciudad, que resulta así el obstáculo mayor. Impide que los indios
puedan asimilarse a la sociedad blanca.
Mansilla creía en la posibilidad real de pacificar a los indios.
No era necesario continuar la guerra, ni mucho menos pensar en
el exterminio de su raza. Pensaba que la religión podía cumplir un
papel importante en el acercamiento de ambas sociedades e hizo decir
misa en el toldo de Mariano Rosas a los padres franciscanos que lo
acompañaban. Mariano lo nombró padrino de su hija mayor, y los
franciscanos la bautizaron. El cacique le pidió que la educara como
cristiana. Notamos el interés que los indios muestran por la religión de
los blancos. Dedica una carta entera a describir la vida espiritual de los
Ranqueles y concluye que son “uniteístas y antropomorfistas” (224).
Creen en Dios, que tiene forma humana, y en el demonio, que no posee
forma alguna. Respetan y entierran a sus muertos. “Como los hindúes,
los egipcios y los pitagóricos - señala - creen en la metempsicosis, que
el alma abandona la carne después de la muerte, transmigrando ... “
(225).
Mansilla nos presenta una cultura ranquel compleja y relativamente
sofisticada, y nos hace ver que sería un crimen tratar de destruirla. Hacia
el final del libro, en el “Epílogo”, se transforma en abogado defensor de

— 274 —
Alberto Julián Pérez

los indios. Sabe que la cultura blanca busca asimilarlos y someterlos.


Concluye: “Si hay algo imposible de determinar, es el grado de civilización
a que llegará una raza; y si hay alguna teoría calculada para justificar el
despotismo, es la teoría de la fatalidad histórica. Las calamidades que
afligen a la humanidad, nacen de los odios de razas, de las preocupaciones
inveteradas, de la falta de benevolencia y de amor”(392). Una posición
conciliadora y cristiana, que rebate la idea de Sarmiento sobre las razas.
Para Mansilla lo mejor es que las razas se fusionen. Dice que los Ranqueles
son: “... una raza sólida, sana, bien constituida ...”. Y señala: “No hay peor
mal que la civilización sin clemencia” (391).
Comprueba la inventiva y creatividad del cacique Ramón, que
fabrica una fragua con utensilios caseros, y medita sobre la intolerancia
y el falso sentimiento de superioridad de nuestra “civilización”, que
pone su supuesta excelencia por encima de cualquier otra realidad, y
estigmatiza y persigue a todos los que no se someten a sus designios.
Saca la conclusión siguiente: “Tanto que declamamos sobre nuestra
sabiduría, tanto que leemos y estudiamos, ¿y para qué? Para
despreciar a un pobre indio, llamándole bárbaro, salvaje; para pedir
su exterminio, porque su sangre, su raza, sus instintos, sus aptitudes
no son susceptibles de asimilarse con nuestra civilización empírica,
que se dice humanitaria, recta y justiciera, aunque hace morir a hierro
al que a hierro mata, y se ensangrienta por cuestión de amor propio, de
avaricia, de engrandecimiento, de orgullo, que para todo nos presenta
en nombre del derecho el filo de una espada ... “ (373).
Una excursión a los indios Ranqueles tuvo una acogida favorable
del público lector y fue premiado por el Congreso Internacional
Geográfico de París de 1875. Aparte de su mérito como libro de viajes,
intentaba un sincero acercamiento al mundo amenazado del indio
sudamericano. Debate sobre el sentido de la civilización. ¿Cuál era el
mejor proyecto político civilizador - se pregunta, en obvia referencia
a la política sarmientina - un proyecto etnocéntrico e intolerante, que
acepte cometer atropellos en nombre de ideas elevadas, o un proyecto
humanitario y cristiano, que tome en cuenta el componente histórico
de la población y sus necesidades?

— 275 —
Los chicos pobres

La defensa del indio queda asociada en el libro a la defensa del


gaucho, tipo social igualmente amenazado por la política liberal y a
quien el mismo indio muchas veces acoge y protege en sus tolderías,
cuando el gaucho escapa de la persecución de la justicia. Todas las
narraciones de vidas de indios y gauchos brindan un cuadro realista
y costumbrista de los peligros y privaciones propias de la pampa, y
muestran como éstos se sobreponen a las necesidades y las carencias
gracias a dones esenciales de la vida en sociedad: el amor a la familia
(común a los indios y a las cautivas, y al gaucho, como lo vemos
especialmente en la historia de Miguelito) y el respeto a sus creencias
religiosas.
El mundo de Mansilla no es artificioso ni está idealizado: su afán
es documental, testimonial, y presenta con colorido dramático lo que
observa, independientemente de las conclusiones morales que pueda
derivar del hecho. Busca dar un testimonio equilibrado, mostrando lo
bueno y lo malo. Describe la vida de un gaucho generoso y valiente como
Miguelito, pero también cuenta la vida del gaucho de avería Rufino
Pereira, al que logra educar y transforma en un servidor de confianza;
nos muestra la vida responsable de Mariano Rosas, el buen gobernante
ranquel, sensato, astuto y sabio, y luego nos describe el carácter violento
y cruel del cacique Epumer, su hijo mayor, que se transforma cuando
está en familia, y es afable, hospitalario y respetuoso cuando Mansilla
lo visita en su toldo (donde vive con una sola mujer a la que quiere
mucho, a diferencia de los otros indios que practicaban la poligamia).
El ser humano es por naturaleza contradictorio, independientemente
de su raza y su condición social. Sin embargo, todos los hombres son
redimibles, presentan muchos rasgos bondadosos junto a otros crueles,
pueden hacer el bien y el mal, saben arrepentirse, y demuestran,
cuando llega el momento, un interés genuino por el otro. Su visión del
ser humano es optimista y positiva.
Mansilla prueba que la toldería del indio está mejor organizada y
provista, es más civilizada, que el rancho de un gaucho, en el que falta
de todo (194). No hay un sólo tipo de gaucho: diferencia el ‘’paisano
gaucho” del “gaucho’’ propiamente dicho. El “paisano gaucho” es

— 276 —
Alberto Julián Pérez

trabajador, obedece la ley, es buen federal, compone “la masa social


argentina”; el “gaucho”, el cambio, no respeta la autoridad, es un criollo
errante, sólo se conchaba para las yerras y escapa al servicio militar.
El Coronel recrimina su actitud a los hombres de la ciudad, que lo
condenan y no lo conocen. “No lo han visto jamás”, dice, y apostrofa:
“…la libertad, el progreso, la inmigración, la larga y lenta palingenesia
que venimos atravesando hace diez y ocho años lo va haciendo
desaparecer. El día que haya desaparecido del todo será probablemente
aquél en que se comprenda que tenemos una masa de pueblo sin alma,
que en nada, ni en nadie cree ... “ (292).
El Coronel sabe que la naturaleza humana está llena de subterfugios.
Negociar con el indio y tratar con el soldado, implica moverse en
un terreno de engaños e intrigas. El “estilo” político de Mariano
Rosas no es esencialmente distinto al de la política civilizada: todos
engañan, parcial o totalmente, y procuran que sus pueblos crean que
las decisiones que toman son resultado de la voluntad de la mayoría.
El mecanismo legitimador democrático no es perfecto entre los
Ranqueles, aunque es superior al de los cristianos. La sociedad ranquel
es mucho más nivelada e igualitaria que la nuestra. Si bien reconoce
la diferencia entre el indio rico y el pobre, no tiene un concepto de
propiedad de la tierra como los cristianos. Y es ese deseo de posesión
de la tierra lo que lleva al blanco a tratar de expulsar a los indios de
sus territorios.
La intriga política y los grupos de poder existen en ambas
sociedades, como también los mecanismos sicológicos de negociación
de los intereses individuales. Los intrigantes más interesados y crueles,
entre los Ranqueles, eran los cristianos y las mujeres que vivían en
los toldos. Mansilla describe a algunos de los cristianos como gente
de muy baja calaña, moralmente inferiores a los indios. Las mujeres
de los toldos, cuando son esposas de un cacique, intrigan entre sí
para vengarse de la preferida. Los cristianos tratan de lograr ciertas
ventajas y seguridad. Mansilla cuenta el caso del Doctor Macías, el
médico que había sido enviado como Embajador plenipotenciario a
los indios en 1867 y, víctima de las intrigas de los cristianos blancos,

— 277 —
Los chicos pobres

se había transformado en prisionero. Lo describe como a un hombre


débil y dependiente, verdadero chivo expiatorio de los odios y los
celos de todos. El desierto tiene sus propias reglas darwinianas de
sobrevivencia. El educado doctor no resiste la agresión sicológica. El
Coronel pide su libertad a Mariano Rosas y la consigue.
Por fin, Mansilla y su comitiva regresan hacia el Río Quinto. Se
separan en dos grupos y él irá por el camino desconocido de la Laguna
del Bagual, mostrando un firme espíritu de aventuras. Durante la
marcha reflexiona sobre lo que había vivido y aprendido. La experiencia
le ha dejado una enseñanza profunda. Está convencido que la realidad
es un don y una bendición: “La miseria del hombre - dice - consiste en
ver frustradas sus miras y en vivir de conjeturas; porque la realidad es
el supremo bien y la belleza suprema” (388).
Mansilla incluye un epígrafe con una cita de Comte en el “Epílogo”,
en el que hace un informe etnográfico de los indios: su lugar de
residencia, su tipo físico, su número, y recomienda la conquista pacífica
de los mismos (392). El epígrafe dice: “¿No nos ordenan la religión y
la humanidad aliviar a los pacientes? ¿No son hermanos todos los
hombres? ¿No deben compartirse los bienes y los males que deben a su
autor común? ¿Es lícito mostrarse inexorable y sin piedad con alguno
de sus semejantes?”(388). La cita del fundador de la filosofía positiva
refuerza la posición humanitaria de Mansilla.
Las ideas positivistas, cuando eran tomadas con otro criterio por un
pensador como Sarmiento, podían servir para justificar la expoliación
de los grupos que no respondían, en su concepto, a los intereses de la
civilización y el progreso social. Sarmiento argumentaba que las razas
que él consideraba inferiores eran ineducables; Mansilla demuestra
que los Ranqueles componían una cultura compleja, que basa su saber
en su necesidad y experiencia, y merecía ser rescatada.31

31
Sarmiento, en Educación popular, 1849, dice: ‘’ ... es un hecho fatal que los hijos sigan las tradiciones de los padres,
y que el cambio de civilización, de instintos y de ideas no se haga sino por el cambio de razas. ¿Qué porvenir aguarda
a Méjico, a Perú, Bolivia y otros Estados sudamericanos que tienen aún vivas en sus entrañas como no digerido
alimento, las razas salvajes o bárbaras indígenas que absorbió la colonización...?” (lbarra 54).

— 278 —
Alberto Julián Pérez

Sintiéndose víctima de la política sarmientina, y sabiéndose, en


muchos aspectos, por encima de las ideas dogmáticas del plebeyo
Sarmiento sobre la civilización, muestra un espíritu conciliatorio y
caritativo. Su deseo era defender el derecho de todos los habitantes
del suelo - incluidos los gauchos y los indios - a ocupar el espacio
nacional, y tener su lugar en la nueva nación. Como escritor, además,
quiere comunicar al lector el placer de sus aventuras, compartir con
él el descubrimiento de aspectos ignorados del país y el goce de la
naturaleza libre americana.
Su actitud ante su público es muy distinta a la de Sarmiento.
El sanjuanino despreciaba a las masas y mostraba en sus escritos
un sentimiento de superioridad arrogante. Mansilla critica
el europeísmo y el liberalismo utópico de los miembros de la
Generación del 37 (en ese momento en pleno apogeo político)
y propone, en cambio, un liberalismo americano, tolerante y
nacionalista, sensible a las necesidades del país real, humanitario
y cristiano, que tenga fe en el hombre que habita en su suelo,
cualquiera sea su raza y su condición social. 32

Bibliografía citada

Guglielmini, Homero. Mansilla. Buenos Aires: Ediciones Culturales


Argentinas, 1961.
Hernández, José. Martín Fierro. Buenos Aires: RAI/Cátedra, 1980.
Edición de Luis Sáinz de Medrano.
Ibarra, Ana Carolina. Doce textos sobre educación. México:
Secretaría de Educación Pública, 1985.

32
Uno de los argumentos que Mansilla utiliza en la asamblea con los Ranqueles para convencerlos de su buena fe es
que él no puede engañarlos porque es igual a ellos y son todos argentinos (305).

— 279 —
Los chicos pobres

Mansilla, Lucio V. Una excursión a los indios Ranqueles. Caracas:


Biblioteca Ayacucho, 1984. Edición y prólogo de Saúl Sosnowski.
Popolizio, Enrique. Vida de Lucio V. Mansilla. Buenos Aires:
Editorial Pomaire, 1985.
Sarmiento, Domingo F. Facundo. Civilización y barbarie. Madrid:
Cátedra, 1990. Edición de Roberto Yahni.

— 280 —
Alberto Julián Pérez

La Argentina manuscrita: guerra


y mestizaje
Ruy Díaz de Guzmán (Asunción c. 1558 – 1629) terminó de escribir
sus Anales del descubrimiento, población y conquista de las Provincias
del Río de la Plata en la ciudad de La Plata, hoy Sucre, en 1612. La
obra, conocida como La Argentina manuscrita, fue publicada recién
en 1836, gracias a la labor del filólogo y editor napolitano, establecido
en Buenos Aires, Pietro de Angelis, en su notable Colección de obras y
documentos relativos a la historia antigua y moderna de las provincias
del Rio de la Plata (Perrone 322). Es el primer trabajo historiográfico
sobre la conquista del Río de la Plata escrito por un mestizo.
Fueron esenciales en su preparación sus memorias personales y sus
experiencias como soldado. Ruy Díaz era descendiente en tercera
generación de una familia de conquistadores, fundada por su célebre
abuelo Domingo Martínez de Irala, Gobernador del Río de la Plata
y del Paraguay (De Granda 138-47). Había viajado extensamente
por todo el territorio y conocido en persona a muchos de los actores
históricos que incluye en su obra. Estaba vinculado por lazos de
familia a varios de ellos. Tenía acceso a los documentos e informes
enviados por los militares a sus superiores, que se guardaban en
Asunción, en Ciudad Real y en los archivos de la ciudad de La Plata,
en Charcas.
Ruy Díaz se formó como oficial, y sirvió en el ejército. Ocupó
diversos cargos a lo largo de su vida. La Monarquía absoluta española
dio al ejército un papel central en la conquista y gobierno de los
nuevos territorios. Los militares, además de las tareas específicas
de su institución, cumplieron funciones políticas y administrativas.
La corona organizó la conquista como un todo racional, según sus
intereses estratégicos. (El Jaber 77-85).
— 281 —
Los chicos pobres

La Monarquía dio a la Conquista de América un amplio marco


legal. El emperador Carlos I de España y Carlos V del Imperio
Romano-Germánico, sobre el que recayó un momento crítico de la
misma, entre 1520 y 1556, confió al ejército la fundación de ciudades,
la organización social de los pueblos sometidos y la ocupación y
explotación de los territorios conquistados. Tuvieron injerencia directa
en la administración de la justicia. La Iglesia acompañó y apoyó al
Ejército. El Monarca envió a representantes del clero en todas las
expediciones. Las órdenes religiosas, dado el encuentro de culturas y
los conflictos emergentes, procuraron mantener una política misionera
independiente.
La Corona reconoció al ejército el derecho de conquista. Los
españoles hicieron la guerra a los nativos y, una vez derrotados,
tomaron posesión de sus pueblos, territorios y riquezas, y procedieron
a organizarlos y gobernarlos en nombre de España, exigiendo de
estos vasallaje. La situación resultó irreversible para los nativos, tanto
para los pueblos menos organizados y militarmente más vulnerables,
como para los mejores organizados y más fuertes, en particular los
imperios Azteca e Inca, cuya resistencia fue igualmente limitada.
Los pueblos nativos dejaron de ser pueblos libres e independientes,
su historia llegó a su fin y perdieron control de su soberanía, su vida
política y su cultura. Esta hecatombe histórica fue celebrada en Europa
como prueba de la superioridad de su cultura frente a otros pueblos
considerados sus inferiores.
La conquista estuvo supeditada a una legislación compleja y detallada
y a una supervisión constante. Los militares debían rendir informes de
sus actividades a sus superiores y aguardar los nombramientos con
paciencia.
Los Anales de Ruy Díaz son un informe militar extendido. Si
leemos el documento que escribió en 1618 sobre la guerra que lideró
contra los indios Chiriguanos, dirigido al Virrey y a la Real Audiencia
de la ciudad de La Plata, Charcas, comprobamos que empleó el mismo
“estilo” que en sus Anales (Relación de la entrada a los Chiriguanos 71-
80). Escribe su libro teniendo en mente a una persona de autoridad a

— 282 —
Alberto Julián Pérez

la que hay que satisfacer y de cuyo favor dependemos (Aliverti 117-22).


Se lo dedica a un noble de la península, a quien su padre había servido,
el Conde de Niebla Don Alonso Pérez de Guzmán (La Argentina 51).
Vive en una sociedad estamental.
La conquista generó una sociedad dividida, formada por una casta
militar, que ostentaba el monopolio de la fuerza, el poder político,
administrativo y judicial, y una sociedad de vasallos, de individuos
sometidos en diverso grado, cuyos derechos eran limitados o
inexistentes. Este último grupo incluía las concubinas indígenas de
los señores, los hijos mestizos no reconocidos, las indias sirvientas, los
indios encomendados. Estos individuos formaban parte de la ciudad
y la comunidad indiana. Más allá de la zona de influencia de la ciudad
colonial y sus alrededores, estaban los pueblos indígenas distantes,
algunos “pacificados”, otros rebeldes y por momentos en pie de guerra.
Todos juntos componían una sociedad en formación e inestable.
Los soldados españoles habían arribado solos. Muy pocas
mujeres viajaron a América. La convivencia con los nativos en el
área del Río de la Plata fue inmediata. Una vez que el Adelantado o
la autoridad máxima del ejército elegía un sitio adecuado, procedían
a fundar una ciudad. Los españoles habían tomado como modelo el
sistema de conquista romana. La ciudad no era más que un fuerte
o un poblado, pero nacía desde un primer momento con todas las
instituciones que la componían. Quedaba todo asentado en un acta
escrita. Era un hecho jurídico complejo, predeterminado. Obedecía a
la lógica colonial ideada por la corona.
La conquista tenía un objetivo económico fundamental. Sus
soldados buscaban, en primer lugar, metales preciosos. Solo en unas
pocas regiones pudieron encontrarlos. El Río de la Plata era parte del
Virreinato del Perú. Los hombres que llegaron pronto entendieron que
esta región no disponía ni de oro ni de plata. La comparación con la
suerte de aquellos que habían conquistado la zona andina y la región de
los Incas era constante. Se sentían pobres y poco afortunados (Candela,
“Marginalidad, precariedad, indianización…” 13-37). Además de los
metales, la fuente de ingreso más notable era el trabajo humano. Los

— 283 —
Los chicos pobres

pueblos indígenas del litoral rioplatense no tenían una organización


social comparable a los pueblos del imperio Inca. Se trataba de
poblaciones de cazadores y pescadores, y sólo algunos practicaban la
agricultura. No contaban con una organización social ni laboral que
permitiera, según el criterio europeo, una fácil explotación del trabajo
(Caballero Cáceres 35-44).
Esta problemática aparece como tópico reiterado en los Anales que
escribe Ruy Díaz. Era hijo y nieto de conquistadores y se identificaba
con los intereses del sector más encumbrado de la sociedad que se estaba
formando. Su historia forma parte de un discurso que se pretende oficial
y definitivo. Es una visión dogmática de una sociedad monárquica
absolutista. Está escrito desde la perspectiva de la institución que
representa: el ejército. No encontraremos en su ensayo histórico un
contradiscurso que pueda representar los intereses de otra institución
que no sea la suya. La Iglesia en un primer momento acompaña la
conquista en un rol pasivo. En el Río de la Plata, a diferencia de lo que
había ocurrido en el Caribe con el Padre Las Casas y su libro Brevísima
relación de la destrucción de las Indias, 1553, el discurso eclesiástico
se desarrolla lentamente. La llegada de los jesuitas a Asunción en
1587 cambiaría esto. Emprenderán una gran tarea misionera. Como
resultado de esta experiencia, aparecerá en 1639, tres décadas después
de escritos los Anales de Ruy Díaz, la Conquista espiritual del padre
Antonio Ruiz de Montoya, un poderoso testimonio escrito por un
jesuita criollo nacido en Lima y que pasó largos años en el Río de la
Plata (Pezzuto 99-122).
El discurso religioso, una vez instalado creará un fuerte
contradiscurso que se enfrentará al discurso del poder desnudo oficial
de la corona, representado por el informe militar. Si bien se tratará de
un discurso dogmático, ya que representa la forma de pensar de una
institución centralizada y absolutista, la Iglesia Católica, su orientación
será totalmente distinta a la del discurso del poder militar. Los jesuitas
se transformarán en grandes lingüistas, antropólogos y etnólogos que
abogarán por la independencia de las culturas indígenas y terminarán
ideológicamente y aún militarmente enfrentados con los militares. La

— 284 —
Alberto Julián Pérez

monarquía absoluta, que será condescendiente con el poder militar, y


fingirá no ver sus atropellos a los derechos de sus vasallos indígenas,
ignorando el virtual genocidio que los militares, dada la concentración
del poder, llevaban a cabo con los pueblos dominados, será drástica con
los jesuitas y procederá en el siglo XVIII a confiscar sus propiedades,
cerrar sus misiones, expulsarlos de sus territorios y aún perseguir a
la orden en Europa, hasta lograr que el Vaticano la disuelva y la haga
desaparecer (Pérez 143-58).
Estas dos formaciones discursivas, una generada por el discurso
del poder desnudo, representado por la institución militar, y la otra
por el contradiscurso religioso, resultado de la labor de las órdenes
religiosas en el Río de la Plata, en particular los Jesuitas, jugarán un
importante papel en la constitución de una visión de mundo y una
cultura discursiva que se prolongará en el tiempo, y cuya evolución
llega a nuestros días. Ambos serán discursos dogmáticos, monológicos,
pero representando intereses enfrentados. En su dialéctica crearán un
discurso intelectual típico de América, que será el primer elemento
dinamizador de nuestra cultura.
En esta primera etapa de la colonización, que Ruy Díaz reporta como
un período de 80 años desde el inicio de la misma, cuando termina
su libro en 1612, el discurso del poder real se establece como absoluto.
Constata, en primer lugar, la debilidad militar de los pueblos indígenas,
incapaces de oponerse al avance arrollador de la monarquía española y
sus agentes, los oficiales y soldados. Estos últimos conformarán un sector
social privilegiado, recibirán encomiendas de tierra, se transformarán en
propietarios y terratenientes, y emplearán gratuitamente la labor de sus
vasallos indígenas, que serán rigurosamente maltratados y abusados. En
el proceso el indígena será testigo de la destrucción gradual de su cultura
madre y su forma de vida, perderá su libertad y su independencia, se
transformará en un sirviente despreciado y racialmente discriminado.
La corona española considera que tiene el pleno derecho de conquistar
estas tierras. El ejército hace la guerra a los pueblos nativos y los derrota.
Estos no tienen ni la solidez institucional para oponerse a las instituciones
europeas, ni la cultura militar para resistir a sus ejércitos: serán

— 285 —
Los chicos pobres

asimilados como pueblos vasallos dominados. Ruy Díaz está convencido


de la superioridad de su causa frente a culturas que considera inferiores
y desprecia. Su historia describe las campañas militares que se llevaron
a cabo en la región desde la llegada de los primeros colonizadores. Nos
informa sobre la resistencia de los indígenas, las guerras que llevaron a
cabo contra ellos, la fundación de ciudades, el control y “pacificación”
gradual de cada región. En ocasiones, describe masacres cometidas y
las justifica como una táctica necesaria. En ningún momento cuestiona
ni al ejército ni a la monarquía: es un soldado obediente. Se reclama un
servidor fiel de la corona y el Rey de España.
Critica el comportamiento de los nativos, a los que acusa de crueldad,
canibalismo, traición, falta de amor a los españoles. Los pueblos
originarios son sus enemigos: no reconoce en ellos ninguna humanidad.
Esto es llamativo, ya que Ruy Díaz era mestizo hispano-guaraní. Es
probable que orientara ideológicamente su discurso para demostrar a
sus superiores su fidelidad a la corona.
Su madre era hija del Conquistador Domingo Martínez de Irala y la
india Leonor, una de sus concubinas indígenas. La primera generación
de españoles establecida en Asunción compartió las costumbres de las
tribus del lugar, que eran polígamas: atrajeron a la ciudad a muchos
indígenas como vasallos, mujeres y hombres, y escogieron gran cantidad
de concubinas como parte de su casa, tal como lo hacían los caciques
indígenas. Domingo Martínez de Irala informó en su testamento sobre
un elevado número de hijos que tuvo con sus numerosas concubinas (De
Granda 141). El Gobernador trató de regularizar su situación y casó a sus
hijas en uniones monógamas, de acuerdo a lo establecido por la iglesia
católica. Ruy Díaz fue fruto de los amores de esa segunda generación
de españoles llegados a la ciudad: su padre, el Capitán Alonso Riquelme
de Guzmán, se casó con su madre, la mestiza Doña Úrsula Martínez de
Irala, cuando esta era aún una adolescente.
En la ciudad en que creció Ruy Díaz los españoles eran un
sector minoritario: los indígenas que vivían en la zona vecina a
Asunción los excedían varias veces en número. Los peninsulares
llegaban probablemente a los mil cuando él nació en 1558. En

— 286 —
Alberto Julián Pérez

la ciudad la lengua castellana convivía con la lengua guaraní: era


una naciente sociedad bilingüe (Candela y Melià 57-76). Su madre,
hija de una indígena, hablaba seguramente castellano y guaraní.
Ruy Díaz, criado entre jóvenes mestizos e indígenas y unos pocos
criollos, como su contemporáneo y luego rival Hernandarias, si no
hablaba fluidamente el guaraní, llevado por sus prejuicios raciales,
seguramente lo entendía.
Las órdenes religiosas y su labor pastoral ayudarán a extender el
uso del guaraní entre los españoles y mestizos. Hoy en día Paraguay es
una sociedad bilingüe, donde todos los sectores sociales comprenden
y hablan el guaraní. Es el único país de la zona del antiguo Virreinato
del Perú donde esto sucede, ya que en la región aimara hablante y
quechua hablante, los prejuicios raciales son tan extremos que la
sociedad blanca nunca aceptó hablar la lengua indígena.
Además de informar a sus lectores del progreso de la conquista de
los pueblos indígenas de la región, Ruy Díaz da crucial importancia
en su narración a la descripción de los enfrentamientos y luchas de
poder entre los españoles. Los jefes militares adquirieron rápidamente
poder político. El derecho a tener tierra e indígenas encomendados
los transformó en pequeños señores. La sociedad colonial remedaba
a su modo las cortes renacentistas, las luchas por el poder eran
intensas y muchas veces violentas. Ruy Díaz da a estos conflictos
un papel central en su narración, tiene mucha información sobre
ellos. Su familia fue parte activa en ese proceso, y salió en algunos
casos ganadora y, en otros, resultó víctima. Pone como protagonista
principal de su historia al fundador de su familia, el jefe del clan
militar, su abuelo Domingo Martínez de Irala. Irala representa en
su historia al gobernante justo, el hombre prudente y probo amado
por su “pueblo”. En esa parte del libro Ruy Díaz llega a hablar de
“República” y aún de “patria” (143). Dice que su abuelo fue elegido
por sus pares para el gobierno y era un hombre amado y respetado
por todos, los españoles y los nativos, que lo querían como a un
“padre”. Busca presentar a su familia de una manera positiva, como
respetuosa de los intereses de la corona, virtuosa, ejemplar.

— 287 —
Los chicos pobres

En el momento que escribe su historia en la ciudad de La Plata, en


1612, está prácticamente expatriado: ha sido expulsado de su Asunción
natal por su enemigo, Hernandarias, un soldado criollo que resulta un
político brillante, Gobernador tres veces de Asunción y más tarde de
Buenos Aires (De Granda 144). Comunica a su público su frustración:
considera que ni él ni su familia han sido justamente compensados
por sus sacrificios, después de tanto dar a su ciudad y a la corona (55).
En el primer capítulo del Libro I describe los viajes de los
conquistadores que llegaron a la región. Ubica el comienzo de la
conquista del Río de la Plata en el año 1512, cuando Solís descubre
la boca del río (60). En el segundo capítulo realiza una detallada
exposición geopolítica sobre la costas marítimas del sur del continente
que, como jefe militar, conocía muy bien. En el tercer capítulo describe
el extenso sistema de ríos de esa zona: el Río de la Plata, el río Uruguay,
el río Paraná, el río Iguazú y, finalmente, su muy amado río Paraguay,
en cuyas orillas fue fundada Asunción, su ciudad natal. En el capítulo
cuarto se adentra en el territorio e informa sobre los ríos tributarios,
habla del Bermejo y el Tarija. Describe los pueblos nativos que se
encuentran a sus orillas a medida que uno avanza en la navegación,
su forma de sustento, su conducta amigable o agresiva para con ellos.
Ruy Díaz ha viajado por esta región toda su vida y la conoce al detalle.
Tiene una clara idea de todo el territorio, sus características y su gente
y la comunica el lector. En esta sección incluye un detallado mapa del
sistema de ríos (El Jaber 282-312) .
El Río de la Plata y sus extensos ríos tributarios forman una enorme
red fluvial que cubre toda la zona este y sur del continente. En ese
tiempo una multitud de pueblos indígenas, integrado cada uno por
miles de individuos, vivían a sus orillas muy cerca unos de otros. Eran
en su mayoría pescadores y cazadores, y realizaban cultivos básicos,
que incluían el maíz y la mandioca. Era agricultura de subsistencia.
Convivían de manera relativamente pacífica entre ellos. Las guerras
que pudieran tener eran de baja intensidad. Competían por las tierras
de caza y buscaban mostrarse fuertes ante sus vecinos y rivales. Tenían
armas toscas, de madera, poco letales. Algunos de ellos practicaban

— 288 —
Alberto Julián Pérez

la antropofagia ritual, comían un número selecto de prisioneros en


banquetes de celebración religiosa. Los españoles se apoyaron en
este hecho para negarle valor a su cultura y considerarla bárbara e
inhumana. Los pueblos nativos tenían una base económica estable.
Viajaban por el río en cientos de canoa. Podían intercambiar productos
y comunicarse fácilmente entre ellos. Las lenguas guaraníticas
compartían una misma raíz. La tierra en que habitaban era muy fértil
y contaban con alimentos abundantes todo el año.
En el área en que fue fundada Asunción habitaban en la época de
su fundación 24.000 indígenas, que el abuelo de Ruy Díaz, Domingo
Martínez de Irala, “encomendó” a sus soldados. Los indígenas
encomendados estaban obligados a trabajar gratuitamente para su
encomendero o patrón, cuya única obligación era “cristianizarlos”,
algo que estos difícilmente realizaban (Candela, “Reflexiones de
clérigos y frailes…” 331-339) . Los separaban de sus comunidades,
tanto a hombres como a mujeres, y los forzaban a servir durante
extensas temporadas. El valle en los alrededores de Asunción se había
transformado, gracias a su trabajo, en una zona productiva y fértil, con
plantaciones de frutales, vid y caña de azúcar (79).
Los españoles entendían que la conquista militar les daba derecho
a la posesión de la tierra y al vasallaje de su gente. De esta manera
tanto los oficiales y capitanes, como un buen número de soldados,
se transformaron en pequeños señores. Era una sociedad semi-
pacificada, donde los españoles convivían con un pueblo nativo
oprimido y explotado. Los conquistadores crearon un sistema social
policial de vigilancia constante, reprimiendo cualquier posible
insurrección, con brutal saña. Ocuparon militarmente las ciudades y
las sometieron a sus leyes.
Entre el capítulo cinco y el décimo Ruy Díaz narra una de las partes
más interesantes de sus Anales. Si bien es un escritor metódico, y sigue
en su narración un orden cronológico, en estos capítulos se toma
importantes libertades. Nos cuenta varias historias que él seguramente
escuchó en las comunidades en las que creció, en Asunción y Ciudad
Real, o en los campamentos militares, durante sus campañas, donde

— 289 —
Los chicos pobres

convivían soldados españoles, mestizos e indios “amigos”. Podemos


pensar que son “leyendas”, relecturas de situaciones históricas hechas
desde una perspectiva mitologizante, literaria, “cuentos” a los que él
contribuyó con su propia imaginación. Los relatos expresan los deseos
del grupo humano de resolver favorablemente situaciones injustas.
En el capítulo cinco narra las aventuras del navegante y soldado
portugués Alejo García. Según su historia, el Capitán Alfonso de
Sosa en 1526 envió a García con varios portugueses e indios amigos
en una excursión de reconocimiento hacia el Poniente. Salieron del
fuerte de San Vicente y llegaron al río Paraná. Siguieron el curso
del Paraná hasta el río Paraguay. Alejo García invitó a los indios
guaraníes que vivían a orilla del río Paraguay a ir con ellos en una
gran expedición hacia el oeste, donde él sabía que había muy grandes
riquezas. Por el camino lucharon contra los indios hostiles que
encontraban a su paso. Llegaron finalmente al Perú. La expedición
entró en una ciudad en Charcas, donde vivían indios ricos, vasallos
del Inca. Los portugueses los atacaron, les robaron todo el oro y la
plata y mataron a muchos. Luego huyeron con los tesoros. Los indios
los persiguieron. Llegaron al Paraguay y marcharon a la región
donde vivían sus indios amigos. Allí se quedaron en compañía de
los guaraníes. Enviaron a varios hombres a la costa portuguesa a
informar de su situación y aguardaron las órdenes del Capitán Sosa.
Los guaraníes vieron los fabulosos tesoros que habían traído y los
quisieron para sí. Mataron a Alejo García y se apoderaron de los
tesoros. Poco después arribaron los hombres que habían ido a ver al
Capitán Sosa, los engañaron y los mataron también. Los guaraníes
decidieron después invadir el Perú y apropiarse de toda su riqueza.
Le hicieron una guerra cruel, inhumana, a los indios peruanos.
Cometieron grandes masacres, y se comían a los prisioneros.
Transformaron a muchos indígenas en esclavos, se apoderaron de
sus mujeres, las forzaron y tuvieron hijos con ellas. Poblaron toda la
zona de la frontera. Los llamaron Chiriguanos.
Los Chiriguanos le hicieron la guerra a los indios de todas las
regiones vecinas y mataron a más de 100.000 hombres. Vendían los

— 290 —
Alberto Julián Pérez

cautivos a los españoles y se hicieron inmensamente ricos. Consiguieron


ropas de paño fino, comían con vajilla de plata, utilizaban espadas y
lanzas, tenían caballos ensillados. Eran muy poderosos. Nadie podía
vencerlos. Atacaban a los pueblos indígenas y mataban a todos los
vasallos de los españoles que encontraban.
Esta historia fabulosa de Alejo García y los indios chiriguanos
reproduce, de manera invertida y grotesca, las campañas de conquista,
sometimiento y saqueo que llevaron adelante los españoles contra los
pueblos indígenas. Sus actores, sin embargo, no son españoles, son
indios. Los españoles y mestizos temían que los indígenas en algún
momento pudieran atacarlos, quitarles el poder y comportarse como
ellos lo habían hecho. No querían transformarse en sus víctimas.
Esta fábula de dominación invertida era una manera de exorcizar sus
fantasmas. Los indios Chiriguanos, que habitaban en la frontera de
Charcas, eran en efecto guerreros temidos, y los españoles no habían
logrado dominarlos totalmente. Pocos años después de terminados sus
Anales, en 1614, Ruy Díaz fue a la región de los Chiriguanos, enviado
por sus superiores, para dominarlos y pacificarlos (De Granda 10). Fue
su última campaña militar importante, era ya un hombre de casi 60
años. Luchó en la región durante varios años sin lograr su objetivo y
regresó a Asunción. Las historias de resistencia y lucha de los guerreros
Chiriguanos eran parte del imaginario activo de los soldados en la
época.
La segunda historia que cuenta Ruy Díaz, en el capítulo siete, la
historia de Siripó y Mangoré, es la más conocida y comentada. La
historia vuelve a remontarse a la expedición de Alejo García, que había
supuestamente llegado a la región antes del arribo de los españoles.
Según el relato de Ruy Díaz, Sebastián Gaboto encontró los tesoros de
Alejo García y fue a España a mostrárselos al Rey. Dejó en el Fuerte
Santi-Espíritu al Capitán Nuño de Lara con 110 soldados. La zona estaba
pacificada y contaba con muchos indios amigos. Pero un drama de
celos, digno de la pluma de su contemporáneo, William Shakespeare,
se desarrolló. El cacique Mangoré se enamoró perdidamente de Lucía
Miranda, mujer del soldado Sebastián Hurtado. Cuando este se va

— 291 —
Los chicos pobres

en una expedición en busca de alimentos, Mangoré convence a su


hermano Siripó de atacar el fuerte. Quiere apoderarse de Lucía. Entre
los dos, al frente de sus guerreros, atacan a los españoles. Durante la
batalla el Capitán Nuño de Lara lucha con Mangoré y lo mata, y él a su
vez es muerto por los otros indios. Estos asesinan a todos los españoles
y dejan viva a Lucía y a las otras mujeres (Langa Pizarro 109-22).
Siripó, enamorado de Lucía, como lo había estado su hermano,
le declara su pasión y la hace su concubina. Poco después regresa al
fuerte el esposo de Lucía en la expedición que había salido en busca de
alimentos. Los indios atacan a los soldados y matan a la mayoría. Lucía
le pide a Siripó por la vida de su esposo. Este consiente, con la condición
de que no se acerque a él ni lo vea a solas jamás. Ella era ahora su
mujer, y le debía fidelidad. Ella acepta. Poco después una india, celosa
de Lucía, le dice a Siripó que ha visto cuando Lucía se encontraba con
su esposo a escondidas. Siripó, furioso, acusa a Lucía de engañarlo y la
condena a morir en la hoguera. Lucía muere encomendando su alma a
Dios. Luego el cacique hace flechar y matar a su esposo.
La historia de amor de Lucía Miranda, su esposo Esteban y Siripó
es la historia de la amante mártir. Nos recuerda muchos relatos del
antiguo martirologio cristiano. Lucía se sacrifica por amor, y su esposo
muere flechado. Siripó es el bárbaro que se venga de ella y la condena
a morir. En este relato la mujer blanca es objeto del deseo carnal del
indígena; era exactamente lo contrario de lo pasaba en las relaciones
entre blancos e indígenas, donde los españoles se apropiaban de las
mujeres indígenas, las forzaban y convivían con ellas como concubinas.
Eran los blancos los que deseaban a las indias y no los indios a sus
mujeres. La historia de Siripó y Mangoré proyecta en un espejo el
temor que sentían los españoles de que los indígenas les arrebataran el
poder, les quitaran sus mujeres y se vengaran de ellos.
La tercera historia incluida es la historia de la ciudad de los
Césares. Este relato, explica, se lo refirió un Capitán amigo, González
Sánchez Garzón (107). Cuenta que Sebastián Gaboto envió al Capitán
Francisco César con un grupo de soldados a descubrir una ciudad
llena de riquezas y oro, de cuya existencia le habían informado. César

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Alberto Julián Pérez

navegó con sus hombres por el río Paraná aguas arriba, luego siguieron
por el río Paraguay. Finalmente desembarcaron y atravesaron valles y
montañas hasta llegar al Perú. Allí llegaron a una ciudad y los recibió
un gran señor rico y poderoso. El Capitán les dijo que iban en nombre
de un rey muy generoso. El señor los colmó de plata y oro y les dio
una escolta de indios para que los acompañaran de regreso. Cuando
llegaron a Santi Espíritu lo encontraron destruido. Regresaron hacia el
oeste con su tesoro y arribaron a la cordillera, desde la cual divisaron
los dos mares y el Estrecho de Magallanes. Ruy Díaz especula que
uno de los mares que vieron era seguramente un lago (107). En este
relato el Capitán César busca y encuentra un tesoro fabuloso, que
era lo que todos deseaban. Los indígenas lo reciben con grandes
honores, lo colman de oro y le dan una escolta para acompañarlo a
su regreso como a un príncipe. Este era el sueño secreto de cada uno
de los soldados: enriquecerse rápidamente y regresar como un señor
poderoso. La realidad a la que se enfrentaban, sin embargo, era muy
distinta. Debían luchar constantemente y afrontaban todo tipo de
peligros. Vivían en el Río de la Plata, donde no había oro ni podían
amasar fácilmente grandes fortunas.
El último relato, el de la Maldonada, aparece en los capítulos doce
y trece de la primera parte. Cuenta la historia de una mujer española
que estaba en Buenos Aires en momentos en que se desató una gran
hambruna, y pasaron todos tanta necesidad que se comían entre ellos.
Ante esa situación la mujer decidió salir del fuerte sola e irse de allí.
Anduvo durante varias horas. Cuando se acercaba la noche vio una
cueva y se metió en ella para dormir. Dentro encontró a una leona que
estaba próxima a parir. La leona se abalanzó hacia ella para atacarla
pero, al verla sola e indefensa, el animal retrocedió. Durante el parto la
mujer la ayudó a que nacieran sus dos cachorros. La leona, agradecida,
compartía con ella la carne que traía de la caza. Un tiempo después
los indios de la zona encontraron a la mujer y se la llevaron. Uno de
ellos la tomó como concubina. Tiempo más tarde apareció en el área
de Buenos Aires una plaga de leones. Un capitán salió a recorrer la
zona y reconoció bajo un árbol a la Maldonada. La llevo al fuerte

— 293 —
Los chicos pobres

donde la mujer contó su historia. El Capitán Francisco Ruiz Galán,


hombre muy cruel, cuando supo que la Maldonada había convivido
con los indios y tenido relaciones sexuales con uno de ellos la condenó
a muerte. La sentenció a ser comida por las fieras. La llevaron a un
bosque y la ataron a un árbol. Por la noche, los leones husmearon la
presa y la rodearon, listos a devorarla. Venía entre ellos, sin embargo,
la leona a quien la Maldonada había asistido en el parto. El animal
la reconoció, la defendió de los otros leones y la cuidó para que no
la atacaran. Poco después, los soldados del fuerte la encontraron y la
liberaron. Ruy Díaz, que dice haberla conocido, saca sus conclusiones,
y comenta que la leona mostró hacia ella la “…gratitud y la humanidad
que no tuvieron los hombres” (129).
El “cuento” de la Maldonada es una historia de redención y de
maternidad. El Capitán, cruel y tiránico, la condena a ser devorada por
los leones por haber tenido sexo con un hombre indígena y convivido
con ellos. La considera “impura”. La fiera, sin embargo, llevada por
su instinto maternal, se compadece de ella. En Asunción, Ruy había
crecido junto a cientos de niños mestizos, procreados por los soldados
con mujeres guaraníes. El tema de las relaciones interétnicas lo tocaba
a él de muy cerca. “La Maldonada” cuenta en forma invertida lo que
ocurría en la ciudad, en que los soldados tenían hijos con las indias.
Los niños nacían “impuros”, mestizos. A diferencia de la Maldonada,
los soldados no eran castigados por esto. Pero los niños nacidos de
esas uniones sufrían la mirada discriminadora de una nueva sociedad
estamental que separaba a los individuos según su raza y su origen.
Estas historias de Ruy Díaz, que presentan situaciones
parcialmente históricas desde una perspectiva mitologizante,
muestran la aparición de un imaginario local.
Cuando termina de narrar estas historias, Ruy se avoca a lo que él
reputa su tarea más seria: la de contar la vida de los conquistadores
y soldados que llegaron al Río de la Plata, sus campañas y sus
luchas. El Adelantado Pedro de Mendoza, nos dice, partió para
la región en 1535. El rey lo había nombrado Gobernador de las
tierras que descubriese y poblase. Venía con 2200 hombres (110).

— 294 —
Alberto Julián Pérez

Lo acompañaban importantes oficiales reales y hombres de guerra,


entre ellos el Capitán Domingo Martínez de Irala, su abuelo.
Mendoza estaba gravemente enfermo, sufría de sífilis. Su
enfermedad atacaba su sistema nervioso y lo volvía inestable (109).
Numerosos conflictos aparecen en las relaciones entre los soldados
durante el viaje. Los enemigos del Maestro de Campo Juan de Osorio
intrigan contra él y al llegar a Río de Janeiro le dicen al Gobernador
que lo quiere suplantar y quitarle el poder. Mendoza los escucha
preocupado, hace apresar a Osorio y, creyendo que estaba planeando
una conspiración peligrosa, lo condena a muerte. Ruy Díaz está
convencido de que Osorio era inocente y había sido víctima de la
envidia de sus enemigos (113). Esta guerra de personalidades y luchas
de poder entre los oficiales será constante. Los impulsa la ambición y
ven a los demás como rivales.
Arriban al Río de la Plata y el Adelantado elige el sitio para
fundar la ciudad de Santa María, a la que luego llamarían Buenos
Aires. Construyen un fuerte en el lugar. Viven indios en la cercanía
y estos matan a varios españoles. Mendoza envía a su hermano
Don Diego con 300 soldados para que los ataque y los castigue. Los
indígenas lo enfrentan con un ejército de miles de hombres. Matan
a su hermano Diego de Mendoza y a muchos soldados. La noticia
entristece al Gobernador. Envía al Capitán Juan de Ayolas por el
río Paraná a reconocer la región. Tiempo después regresa a Santa
María con buenas nuevas. Mendoza decide partir con él para ver las
tierras sobre el río Paraná. Deja el fuerte a cargo del Capitán Ruíz
Galán. Los soldados que quedan en él sufren un hambre espantosa,
terminan por comerse entre ellos.
Pedro de Mendoza remonta el río con el Capitán Irala y con Ayolas,
junto a 300 soldados. Llegan al fuerte de Corpus Christi. El Adelantado
se queda allí y Ayolas continúa río arriba. Al llegar a la confluencia
de los ríos Paraná y Paraguay tiene una confrontación con los indios
Agaces. Los indios Guaraníes, por su parte, son amistosos con ellos.
Mendoza, enfermo, decide regresar a España y deja a Ayolas como
su Teniente General. Se cruza en el camino con su pariente Gonzalo

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Los chicos pobres

de Mendoza, que venía del Brasil. Le pide que junto a Salazar vaya a
explorar el río Paraná y el Paraguay. Continúa su viaje, pero muere en
el mar antes de llegar.
Gonzalo de Mendoza y Salazar navegan por el Paraná. Llegan a la
confluencia de los ríos, donde los indígenas los hostigan. Siguen por
el río Paraguay, arriban a un paraje que parece ser un buen puerto
y el Capitán Juan de Salazar decide construir allí un fuerte, base de
lo que luego sería la ciudad de Asunción. Salazar deja allí a Gonzalo
de Mendoza y regresa a Buenos Aires. Una vez en la ciudad invita a
una cantidad importante de funcionarios a ir a Asunción. Encuentra a
Domingo Martínez de Irala, que regresaba de una excursión río arriba
por el Paraguay. Irala tenía problemas con el cruel Capitán Francisco
Ruiz, el personaje del episodio de la Maldonada; Ruiz lo hace apresar,
pero luego lo libera. Lo acusa de tratar de ocupar su lugar. Se desarrolla
entre los dos una guerra de intrigas en la que vence Irala.
Ruy Díaz denuncia los crímenes que comete Ruiz. Después de su
regreso a Buenos Aires, este, por sospechas infundadas, mandó atacar
y matar a una gran cantidad de indios. Les robó sus mujeres y niños,
que repartió como botín entre sus soldados. Esta acción arbitraria
del Capitán Ruiz desató una guerra con los nativos de la zona, que
atacaron el fuerte en tal cantidad que los españoles estuvieron a punto
de perecer. Durante la batalla, sin embargo, una aparición celestial
salvó la situación: vieron a San Blas, patrono de la conquista, vestido
de blanco y armado con una espada. Estimulados por la visión, los
soldados reaccionaron y contraatacaron, matando a una gran cantidad
de indios (133).
Durante el resto del primer libro, Ruy Díaz relata las luchas
entre soldados e indígenas con todo el detalle que puede. El General
Juan de Ayolas que, a la muerte del Adelantado Mendoza, como su
Teniente, había recibido el mando, va en una excursión al fuerte de
La Candelaria, con la misión de explorar las islas. Ayolas no regresa
en el tiempo esperado y el Capitán Irala, que lo seguía en la sucesión
de mando, parte a su vez para averiguar qué había pasado. Durante
el viaje los indígenas atacan a Irala. Se entabla una ruda batalla, con

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Alberto Julián Pérez

muchos muertos por ambas partes. Sus hombres encuentran a un


indio que hablaba castellano. Este les cuenta que los Payaguaes habían
matado a Ayolas y a todos los españoles que lo acompañaban. Irala
regresa a Buenos Aires y se entabla una lucha por el poder. Transcribe
una cédula del Monarca que establece que, muerto el Adelantado,
el poder le correspondía a quien este hubiese nombrado como su
lugarteniente y, si no lo hubiese hecho, correspondía a los oficiales
principales designar al que fuese más capaz de entre ellos e investirlo
con el poder (140-1). Los capitanes y oficiales reales procedieron a
realizar la elección y eligieron a Irala como Capitán General. Este se
transforma en un representante legítimo del Monarca, elegido por
sus pares. Ruy Díaz se ufana de la popularidad de su abuelo entre los
oficiales. Había demostrado que tenía liderazgo. Era un gobernante
democrático.
La primera decisión de peso que tomó Irala fue abandonar el fuerte
de Buenos Aires y trasladar a todos sus pobladores a Asunción. Basó
su decisión en la dificultad para defenderlo de los constantes ataques
de los indios. Esta decisión, que le sería reprochada, le permitió hacer
de Asunción la ciudad principal. Tomó importantes medidas de
gobierno. La ciudad contaba ya con una población de 600 españoles.
Los indios de la zona eran pacíficos y el Capitán General tenía buenas
relaciones con ellos.
En el año 1539 un grupo de indios rebeldes conspiró contra los
españoles. Planeaban atacar el fuerte mientras se celebraba Semana
Santa. Irala descubrió sus planes antes de que pudieran llevarlos a
cabo y apresó a los caciques principales. Los condenó a muerte y los
hizo descuartizar. Perdonó al resto de los indígenas conspiradores.
Ruy Díaz en su historia celebra la sabiduría de su abuelo: gracias a este
acto de sagacidad política, dice, quedaron “…los unos castigados, y los
otros escarmentados y gratos con el indulto, y los españoles temidos y
respetados para lo sucesivo, llevando el General el merecido lauro de
gran valor y rectitud …” (145).
Ruy Díaz presenta a su abuelo como un buen “Príncipe”, un
gobernante ejemplar que gobierna de manera justa y sabia. Actuaba de

— 297 —
Los chicos pobres

manera responsable y humana. Esto lo diferenciaba de otros oficiales,


como el Capitán Francisco Ruiz, malvado y cruel, que había condenado
a muerte a la Maldonado porque esta había tenido relaciones carnales
con un indio. Su abuelo aceptaba la convivencia carnal con los
guaraníes como algo conveniente y necesario. Él mismo tenía varias
mujeres indias. Era un hombre práctico, su castigo a los caciques logró
el resultado deseado: los miembros de sus tribus se sometieron a su
poder y se declararon amigos.
Ruy nos cuenta cómo se inició el mestizaje que dio por resultado
el crecimiento rápido de la población de Asunción. Dice: “…
voluntariamente los caciques le ofrecieron a él, y a los demás capitanes
sus hijas y hermanas, para que les sirviesen, estimando por este
medio tener con ellos dependencia y afinidad, llamándolos a todos
cuñados…y en efecto sucedió que los españoles tuvieron en las indias
que les dieron, muchos hijos e hijas, que criaron en buena doctrina
y educación, tanto que S. M. ha sido servido honrarlos con oficios
y cargos, y aun con encomiendas de aquella provincia, y ellos han
servido a S. M. con mucha fidelidad en sus personas y haciendas…”
(145-6).
Los guaraníes eras polígamos y los españoles aceptaron unirse a sus
mujeres, adoptando esta costumbre. Los caciques llegaban a tener más
de treinta esposas. Los españoles a su vez tomaron una elevada cantidad
de concubinas, al menos esa primera generación. Luego, con la llegada
de más religiosos a la ciudad, la situación fue cambiando.
Los mestizos que nacieron de esas uniones resultaron ser muchos
más numerosos que los españoles que vivían allí. Irala confesó en su
testamento el haber tenido nueve hijos con diferentes indias (De Granda
141). Reconoció a estos hijos mestizos y los nombró sus herederos. Una
de sus hijas era Úrsula de Irala, madre de Ruy Díaz. Él asegura que estos
niños mestizos nacidos de uniones polígamas fuera del matrimonio
cristiano habían sido cristianizados y educados y se transformaron en
buenos servidores del Rey. Su abuelo tuvo numerosas concubinas, pero
buscó que esta situación no se extendiera a sus descendientes: casó a sus
hijas mestizas por la Iglesia en matrimonio monógamo con españoles.

— 298 —
Alberto Julián Pérez

Su hija Úrsula contrajo matrimonio con el Capitán español Alonso


Riquelme de Guzmán, padre de Ruy Díaz. Irala logró que sus hijas no
se casaran con indios ni con otros mestizos. Quería “blanquear” su
sangre. Las uniones con las mujeres nativas habían sido resultado de
la necesidad, ya que los soldados viajaron solos, sin familia. Conocían
muy bien la política de limpieza de sangre que existía en la realeza
española y los oficiales aspiraban a recibir títulos nobiliarios de la
corona y aumentar su poder.
Ruy Díaz dice que estas uniones irregulares aumentaron
enormemente la población de la ciudad. Explica que: “…ha llegado a
tanto el multiplico, que han salido de esta ciudad para las demás que
se han fundado en aquella gobernación ocho colonias de pobladores...
Son comúnmente buenos soldados y de gran valor y ánimo, inclinados
a la guerra, diestros en el manejo de toda especie de armas…” (146).
Son buenos jinetes y, asegura, muy obedientes y leales servidores de la
corona.
Alaba a las mujeres mestizas, dice que son de “nobles y honrados
pensamientos, virtuosas, hermosas, y bien dispuestas: dotadas de
discreción, laboriosidad y expeditas en todo labrado de aguja, en que
comúnmente se ejercitan…” (146). Indirectamente nos está hablando
de su madre, hija de Irala.
El segundo libro narra una parte de la historia que para él no es fácil
de contar: el conflicto entre su abuelo y el Adelantado Alvar Núñez, y
el arribo al Río de la Plata de quien sería su padre, el Capitán Alonso
Riquelme de Guzmán. Guzmán llegó a América con la expedición
del Adelantado, que era su tío. La confrontación de Irala y Alvar
Núñez deriva en un enfrentamiento de familia. El casamiento de su
padre con su madre, debemos aclararlo, no fue producto del amor:
fue resultado de un acuerdo de su abuelo con un grupo de oficiales
Alvaristas que participaron en un complot contra él, cuando ya su tío,
Alvar Núñez, había sido enviado preso a España para ser juzgado por
la corona. Irala condenó a muerte al cabecilla de ese complot, Diego
de Abreu, y perdonó la vida de los oficiales implicados…a cambio de
que se casaran con cuatro de sus hijas mestizas… La situación mostró

— 299 —
Los chicos pobres

una vez más la sabiduría salomónica de su abuelo, que se las ingenió


para conseguirles maridos españoles a sus hijas. Las casó según los
ritos de la iglesia católica, limpiando el mal nombre que tenía como
polígamo.
Alvar Núñez Cabeza de Vaca había sido designado Adelantado
para la región en reemplazo del fallecido Pedro de Mendoza. Llegó al
Río de la Plata en 1540. Irala, obligado a reconocer el nombramiento,
lo recibió como a su superior, entregándole el poder que él ostentaba
hasta ese momento. Contrariado por la situación, Irala conspiró contra
el Adelantado. Ruy Díaz hace todo lo posible para minimizar este
hecho. Procura demostrar que su abuelo no participó de las intrigas
que se gestaron contra Álvar Núñez, y que este tuvo conflictos con los
oficiales reales y los capitanes por sus propios errores. No quiere que
vean a su abuelo como un intrigante ambicioso.
Ruy Díaz no podía tampoco criticar abiertamente al Adelantado,
ya que este era tío de su padre, y tío segundo suyo. Las simpatías
políticas de Ruy, sin embargo, se inclinan más hacia la familia de su
abuelo que hacia la familia de su padre. Alvar Núñez era un hombre
talentoso, buen escritor, como él, pero carecía, desgraciadamente, de
liderazgo político. Quedó opacado por la figura de su abuelo Domingo
de Irala, que ya tenía formado su círculo de poder al llegar este.
El Adelantado arribó al Río de la Plata con setecientos hombres.
Además de su padre, llegaron con él muchos soldados ambiciosos,
como Ruy Díaz Melgarejo, Francisco de Vergara y numerosos
“caballeros hijosdalgo” (150). Desembarcó en Santa Catalina, en la
costa atlántica y, fiel a su estilo de caminante y aventurero, fue con
todos sus hombres desde allí hasta Asunción por tierra. Llegaron a la
ciudad varios meses después y el Capitán Irala los recibió con “amor
y aplauso” (154). Al poco tiempo, el Adelantado ordenó hacer una
incursión en los territorios de los pueblos indígenas. Unos indios se
habían rebelado y le pidió a su sobrino, el Capitán Alonso Riquelme,
luego padre de Ruy, en su primera misión militar, que los castigue.
Riquelme armó una expedición de 300 soldados y más de 1.000
indios “amigos”.

— 300 —
Alberto Julián Pérez

La táctica militar que empleaban los españoles, en cada nueva zona


que ocupaban, era, en primer lugar, “pacificar” a las tribus vecinas,
someterlas, pedirles tributo y demandar que los sirvieran en el
trabajo en los campos y les entregaran soldados en caso de guerra.
Empleando a los indígenas para luchar en sus guerras contra otras
tribus, creaban conflictos entre ellos, ponían a unas tribus contra otras
y los mantenían en una situación constante de enemistad. Esto evitaba
que los indígenas se aliaran entre ellos contra los españoles. En este
caso Riquelme llevaba como soldados, además de su tropa española,
a 1000 indios para que luchasen contra los otros indios. Ruy, que era
miembro integrante de una familia castrense, ya que tanto su abuelo
como su padre habían sido soldados, y él mismo era militar de carrera,
aprovecha la ocasión para hacer encomio de los méritos de su padre y
señalar los servicios que presta a su Majestad.
Al salir al campo se encontraron con 8000 indios que los atacaban.
El padre lideró la batalla y mostró, dice Ruy, “su valor y pericia”
(156). Describe minuciosamente el encuentro, en el que lograron una
“victoria completa”, que terminó con una matanza indiscriminada
de enemigos. Responsabiliza de esto a los indios amigos. Dice:”…
los indios amigos no dejaban cosa que saquear, ni mujer o niño con
vida, que más parecía exceso de fieras que venganza de hombres de
razón, sin moverlos a clemencia los grandes clamores de tantos como
mataban” (158). Los españoles, sin embargo, no se quedaban atrás y
“no daban cuartel a nadie”. Concluida la batalla quedaron en el campo
4000 indios muertos. Además, se apoderaron de 8.000 mujeres y
niños, que el Adelantado repartió luego a los oficiales en encomiendas,
para el servicio y el trabajo en los campos. En la batalla los españoles
perdieron 6 soldados y murieron 150 indios amigos. Dada la cantidad
de muertos en ambos bandos es evidente que la batalla terminó con
una masacre de los vencidos. Ruy celebra la victoria, que dice se debió
al Apóstol Santiago. Gracias al buen servicio de su padre, concluye,
“…los demás pueblos vinieron a dar la obediencia al Rey…pidiendo
perdón de la pasada rebeldía…y quedaron sujetos al real servicio, y
escarmentados con este castigo” (158).

— 301 —
Los chicos pobres

Mientras “pacificaban” a los indígenas de la zona, los oficiales


libraban simultáneamente “otra” guerra entre sí para acrecentar su
poder. Competían entre ellos y se valían de todo tipo de intrigas. Ruy
Díaz nos advierte que el Adelantado no se llevaba bien con los Oficiales
Reales, que lo criticaban. Los conflictos latentes en los altos mandos
estallarán en momentos claves.
Alvar Núñez decidió armar una excursión de conquista navegando
por el río Paraguay hacia el oeste. El objetivo era acercarse a las tierras
ricas del Perú. Dejó en Asunción a Irala como Maestre de Campo,
en reemplazo suyo. La expedición partió. Durante la navegación
lucharon contra varios pueblos indígenas, que intentaban obstaculizar
su marcha. Los españoles conocían su superioridad militar. Su método
de guerra y sus armas resultaban invencibles. Los indios tribales no
podían oponerle una resistencia sólida, aunque formaran ejércitos
numerosos.
Llegaron hasta el puerto de los Reyes. Siguieron el viaje por tierra.
Los oficiales comenzaron a mostrar su disenso con el Adelantado. A
Alvar Núñez le gustaba entrar en los pueblos. Sentía curiosidad por
la cultura nativa y deseaba conocerla mejor. Había convivido muchos
años con los indios de Norteamérica. Era un antropólogo vocacional
incipiente. Sus oficiales no tomaron a bien su actitud. No les parecía
compatible con los objetivos militares. Las tribus para ellos eran pueblos
que se habían sometido. La institución militar no se compadece de los
vencidos.
Los oficiales eran arrogantes, creían en los privilegios de casta. Eran
racistas y el viaje por tierra entre pueblos de indios los desanimaba.
Querían volver a Asunción. Alvar Núñez trataba a los indígenas con
mucha moderación, y eso no les gustaba. La filosofía de la guerra en
la época era sangrienta. No había compasión hacia el enemigo, los
encuentros no concluían felizmente hasta que no se pasaba por las
armas y destruía totalmente a los contrarios (Tieffemberg 131-46).
Llegaron a un pueblo desierto, los indígenas temerosos habían
ido a refugiarse en la selva. Encontraron tejidos preciosos, mantas de
algodón, aves y animales domésticos, una plaza con una pirámide, en

— 302 —
Alberto Julián Pérez

la cima de la cual descubrieron una enorme serpiente viva, a la que los


indios adoraban como a un dios. Alvar Núñez quedó fascinado. Para
sus oficiales era demasiado, le exigieron regresar. A su pesar Alvar
Núñez consintió. Llevaron con ellos, como botín, 3.000 indios cautivos,
que serían luego repartidos entre los españoles, que los utilizaban en
sus campos como labradores y como sirvientes.
El repartimiento era una institución reglamentada por la corona.
Los propietarios de indios debían comportarse cristianamente
con ellos y enseñarles religión. Los encomenderos, sin embargo,
los trataban con crueldad; los indígenas, para ellos, no eran mucho
más que esclavos. Los soldados buscaban este beneficio, que los
transformaba en propietarios y virtuales señores. La posibilidad de
tener sirvientes y encomendados a su cargo los hacía sentir poderosos
y fuertes, superiores a los indígenas. Se iba formando rápidamente
un medio social “aristocrático” de señores y vasallos que remedaba
y reproducía a su modo en la colonia la sociedad estamental de la
monarquía en la península. Los “nobles” eran soldados, pseudo-
aristócratas, encumbrados por la suerte de la guerra y el derecho de
conquista.
El derecho de conquista, que los españoles se arrogaban, era
un derecho de rapiña. El conquistador se apropiaba de los bienes
conquistados en la guerra. Esto incluía el derecho al trabajo de sus
cautivos. Esa posibilidad excitaba la ambición de los soldados, y hacía
más feroz la competencia entre ellos. El ambiente de la conquista
reproducía de una manera deformada y seguramente grotesca la lucha
de poder de los sectores monárquicos en la península. Sus actores
trataban de parecerse a los señores e imitarlos, siendo en la realidad
“hijosdalgo” que venían de familias campesinas y empobrecidas la
mayoría de las veces.
En la Monarquía absoluta era el Rey quien otorgaba títulos
señoriales y privilegios y hacía los nombramientos. La Monarquía
controlaba el ascenso social. Todos luchaban por conseguir algún
tipo de reconocimiento. La corte, o su remedo colonial, era un
ambiente de luchas de poder e intrigas interminables. Las alianzas,

— 303 —
Los chicos pobres

la difamación de los opositores y las persecuciones alimentaban ese


ambiente de traiciones y venganzas. Esta es la realidad más vívida
que nos transmite Ruy Díaz en sus Anales. Contar la historia para él
era describir estas luchas, que eran en gran parte enfrentamientos de
familia. La monarquía absoluta era un sistema político incestuoso. En
los estratos más elevados del poder eran los hermanos, los familiares
y sus allegados los que se enfrentaban y luchaban por acceder a los
privilegios.
Los oficiales veían a Alvar Núñez como a un hombre diferente,
sentimental, débil. No le tendrán piedad. Sobre todo Irala, que quería
sacarlo del medio y recuperar el poder político que ya tenía a su llegada.
Estos oficiales no se preocupaban realmente por sus “vasallos”
indígenas. Para ellos el indígena no contaba, excepto como mano de
obra gratuita cautiva. Destruían y asesinaban a quien los enfrentara.
Durante los primeros ochenta años de la conquista, que es precisamente
el momento que describe en sus Anales Ruy Díaz, la población nativa del
Río de la Plata disminuyó drásticamente. No solamente las masacres y
las guerras contribuyeron a ello. También las encomiendas, el régimen
de trabajo forzado, que erradicaba a los indígenas de sus comunidades
y los obligaba a servir sin compensación alguna a su señor durante
un tiempo indefinido. Sus familias quedaban abandonadas. A esto se
sumaba la captura de mujeres, que eran forzadas a ir a vivir a Asunción,
para transformarse en sirvientas, agricultoras y, las más jóvenes y
hermosas, concubinas de los señores. Todo esto dislocó y destruyó el
tejido social de la sociedad guaraní (Candela, “Reflexiones de clérigos
y frailes sobre las deportaciones indígenas...” 331-9). Transformó
a una comunidad libre, que tenía autonomía y había encontrado su
manera de generar su sustento para miles de habitantes, en un pueblo
virtualmente esclavo.
El proceso de mestizaje, que llenó la ciudad de miles de niños
hispano-guaraníes, no llevó a que las familias indígenas fuesen
reconocidas ni integradas como iguales en la vida social. Ruy Díaz
no habla de su abuela india ni de su madre mestiza. Se ve que se
avergonzaba de ellas. Cuando habla de los indígenas los degrada,

— 304 —
Alberto Julián Pérez

los trata de traidores, de licenciosos y caníbales. Los desprecia.


El pueblo mestizo, aprisionado entre dos identidades, elige, con
pocas excepciones, el lado del vencedor, del fuerte. Ruy Díaz no
escapa a esto. Tiene mentalidad de vasallo y quiere ser señor. Es
un militar mestizo que se ha ganado su lugar “luchando contra el
enemigo”, es decir, asesinando a los de su misma sangre. No puede
respetarlos, ni considerarlos seres humanos.
Gran parte del pueblo mestizo se vuelve un traidor a su origen:
desprecia a sus ascendientes indios. Al mismo tiempo, guarda
resentimiento hacia los señores blancos, que lo miran con duda y
con desprecio. Ruy Díaz cree que sus superiores no le reconocieron
sus servicios a la corona como él se merecía. Jamás pudo visitar
la península. En Asunción se va creando una sociedad de tres
“pisos”: indios, mestizos y señores. En su historia, el indígena
no aparece sino como un enemigo peligroso y despreciable. Del
mestizo habla poco, porque no quiere reconocerse como tal. En su
historia Ruy Díaz está “saldando cuentas” con la sociedad colonial.
Escribe en un momento en que se siente marginado, víctima de las
intrigas y el poder de su rival de generación y enemigo: el criollo
Hernandarias, tres veces Gobernador de Asunción, un privilegio
al que él no pudo acceder. Hernandarias le exigió que se fuera
de Asunción, le hizo un juicio de residencia y lo obligó a vivir
fuera de su ciudad natal. No lo quiere cerca. Los desconformes
y los envidiosos eran siempre peligrosos, enemigos potenciales.
Los detalles de esta farsa no lo conoceremos por ahora, porque el
cuarto libro, en que Ruy Díaz hablaba de esta última etapa de la
conquista, en que tanto él como Hernandarias eran protagonistas,
misteriosamente desapareció y nunca (aún) se ha encontrado.
Se presume que fueron sus mismos familiares y deudos los que
la hicieron “desaparecer”, quizá para evitar represalias, o quizá
esta parte fuera víctima de la “censura” de algún lector celoso. La
crítica y el espionaje tenían que ser feroz en la colonia. Ojalá se le
encuentre en algún momento, oculto en un archivo de la época, y
podamos enterarnos del final de su historia.

— 305 —
Los chicos pobres

Los oficiales y soldados habían pedido a Alvar Núñez regresar a


Asunción. El Adelantado consintió y la expedición volvió a la ciudad.
Al poco tiempo de llegar, el Capitán Irala salió en una excursión de
unos pocos días a “pacificar” indios y, mientras tanto (qué casualidad),
se desenvolvió en Asunción una intriga contra Alvar Núñez que
terminaría expulsándolo del poder. Los Oficiales Reales y los
Capitanes se conjuraron contra el Adelantado y lo apresaron. Cuando
retornó a la ciudad poco después su Maestre de Campo, Domingo
de Irala, de vuelta de la excursión “pacificadora”, se encontró con la
nueva situación. Tuvo, “a su pesar”, que aceptar los hechos. Todos,
“unánimemente”, le pidieron que por favor asumiera el poder y se
desempeñara como Gobernador, hasta tanto su Majestad mandara otra
cosa. Irala, “contra su voluntad”, asumió el mando (168). Mantuvieron
al Adelantado prisionero durante trece meses. Se pusieron todos de
acuerdo y decidieron enviarlo a España. Lo acusaron de arbitrariedad
y mal desempeño de su función. Le pidieron al Rey que lo juzgue. En
España lo sometieron a un largo y humillante proceso.
En la historia de Ruy Díaz el origen político del complot se hace
evidente. Se habían formado dos bandos opositores: los “leales” a Alvar
Núñez y los “tumultuarios” (170). Su abuelo era el líder “no oficial” de
los tumultuarios, y su padre, sobrino de Alvar Núñez, un miembro de
los leales. La disputa por el poder se vuelve una cuestión de familia. Ruy
Díaz trata de mostrar al lector que él no toma partido por ninguno de
ellos, aunque su simpatía hacia su abuelo es más que evidente. Después
de todo fue él quien se quedó con el puesto de Gobernador y, dada la
mentalidad militar del autor, el poder desnudo es lo único que cuenta.
Su libro es una historia de la conquista del poder, y no la historia de la
resistencia a ese poder. Esa aparecerá más tarde, como contradiscurso,
en la literatura del Río de la Plata, con otros actores.
Desaparecido Alvar Núñez del espacio político, Domingo de Irala
asumió el gobierno. Tomó la decisión de “hacer una entrada”, es decir
una excursión armada de conquista, hacia el norte, en dirección al
Chaco Boreal, en busca de riquezas. Partió con 300 soldados y 300
indios amigos, y dejó en Asunción, como su lugarteniente, al Capitán

— 306 —
Alberto Julián Pérez

Francisco de Mendoza. La excursión encontró a su paso numerosos


pueblos de indios. Durante la marcha, Irala se enteró de los conflictos
que habían ocurrido en el Perú, la cabeza del Virreinato, entre el
Gobernador Gonzalo Pizarro y la corona española. Gonzalo Pizarro
había liderado la rebelión de los Encomenderos. Estos se oponían a
que se aplicasen en sus territorios las Leyes Nuevas de la monarquía,
que buscaban mejorar la atroz condición en que vivían los indios
encomendados. El Rey envió al virreinato, como Presidente, en
nombre suyo, al sacerdote y militar Pedro La Gasca. La Gasca les pidió
a los insurrectos que se sometieran a la voluntad del Rey. Pizarro se
vio obligado a elegir: tenía que aceptar las Leyes Nuevas o enfrentar
al Presidente en el campo de batalla. Decidió mantener su rebeldía. La
Gasca derrotó a Gonzalo Pizarro en la batalla de Jaquijahuana en 1848
y lo apresó. Pizarro fue juzgado, condenado a muerte y ejecutado.
Martínez de Irala quería ir a la ciudad de los Reyes, Lima, pero,
dada la situación, no podía entrar en la misma sin recibir antes la
autorización de su Presidente. Mientras aguardaba el visto bueno de La
Gasca, sus soldados, impacientes, le pidieron continuar o regresar a la
ciudad de Asunción. Después de un año de viaje, finalmente, regresaron
todos a Asunción. Al llegar Irala descubrió que, durante la excursión,
habían tenido lugar allí graves luchas y conflictos. Los oficiales, dada
la larga ausencia del Gobernador, temían que este hubiera muerto, y
le exigieron a su lugarteniente, el Capitán Francisco de Mendoza, que
hiciera una elección de Gobernador interino. Durante la votación, el
bando político opuesto a Irala, liderado por los antiguos partidarios
de Alvar Núñez, entre los que estaba su sobrino, el Capitán Alonso
Riquelme, impuso su candidato, que ganó las elecciones. Nombraron
Capitán General y Justicia Mayor al Capitán Diego de Abreu.
El Capitán Mendoza, lugarteniente de Irala, cuestionó la legitimidad
de la elección de Abreu y no la reconoció. Sus enemigos lo hicieron
apresar, lo enjuiciaron, lo condenaron a muerte y lo ejecutaron. Cuando
escucharon, tiempo después, que Martínez de Irala estaba vivo y
pronto llegaba a Asunción, todos sus partidarios, felices, decidieron
salir a recibirle. Abreu, temeroso de la situación y del poder político

— 307 —
Los chicos pobres

del Gobernador, se fue de Asunción y se ocultó en la selva. Irala llegó y


retomó el poder. Poco después hizo apresar a sus opositores, condenó
a muerte a varios de ellos y ahorcó a unos pocos. Los religiosos querían
que volviera la paz y le pidieron que perdonara la vida a los otros
conspiradores, para pacificar definitivamente la ciudad. Domingo de
Irala, siempre político, ofreció a cuatro oficiales perdonarles la vida si
se casaban con sus hijas mestizas. Los oficiales no dudaron en aceptar
la oferta del poderoso Gobernador. Se arreglaron cuatro casamientos:
Francisco Ortiz de Vergara se casó con Doña Marina, Alonso Riquelme
con Doña Úrsula, futura madre de Ruy Díaz, y Pedro Segura y Gonzalo
de Mendoza con otras hijas de Irala. Se casaron según los ritos de la
iglesia católica. Irala creó así una alianza de familia al mejor estilo de
las monarquías de Europa.
En la monarquía, los contendientes luchaban por ocupar la
totalidad del poder, desplazando a quien lo ostentara. Las cortes eran
centros de intrigas permanentes entre distintos grupos e intereses
políticos. Lo novedoso en las colonias es que quienes luchaban por
el poder no eran miembros de la nobleza sino oficiales del ejército.
El poder y la representatividad que lograron los militares durante la
conquista se prolongaría en el tiempo. El gobierno colonial mantuvo
un carácter represivo y violento, tiránico y oportunista. Produjo una
sociedad disfuncional, arbitraria, cuyos intereses eran ajenos a los de
sus gobernados. Estaba asentada sobre la explotación inhumana del
trabajo de los pueblos sometidos, a los que se les negaba todo derecho
y se los discriminaba racialmente.
Irala celebró su nuevo poder de familia organizando una excursión
de conquista, dejando al Contador Felipe de Cáceres como su
Lugarteniente en Asunción. Durante su ausencia, Felipe de Cáceres
descubrió donde se ocultaba el díscolo y rebelde Capitán Diego de
Abreu, que había pretendido suplantar al Gobernador. Envió a un
grupo de soldados a buscarlo. Estos lo hallaron y lo mataron.
El General Irala no encontró riquezas, sino grupos de indios
hostiles en su camino. Llegaron hasta los contrafuertes de las sierras
del Perú. Después de grandes padecimientos, frustrados, decidieron

— 308 —
Alberto Julián Pérez

volver a Asunción. En 1552 Irala mandó al Capitán Romero a hacer


una excursión al paraje de Buenos Aires. El Capitán subió por el
río Uruguay y fundó una ciudad, San Juan. Los indios lo atacaron y
Romero pidió ayuda al General. Este mandó a su yerno, el Capitán
Alonso Riquelme, padre de Ruy, a “pacificar” la zona.
Poco después llegaron a Asunción varios caciques principales de
la provincia del Guairá, al este de Asunción. Le pidieron ayuda para
luchar contra los indios Tupíes que los atacaban. Estos vivían en la
costa del Brasil y los portugueses los ayudaban. Esta tensión entre
portugueses y españoles era constante. Los brasileños enviaban a los
Tupíes en busca de indios de otras tribus de las zonas españolas para
venderlos como esclavos en Brasil. La corona portuguesa aceptaba
la esclavitud de los nativos. España no: en las zonas bajo dominio
de la corona española los indígenas eran sometidos al régimen de
encomienda y servicio real, pero formalmente no eran esclavos.
Irala decidió en 1554 enviar a su yerno el Capitán Vergara a fundar
una ciudad en el Guairá para detener el avance portugués. Vergara
fundó la Villa de Ontiveros. Luego envió a otro de sus yernos, el
Capitán Pedro de Segura, a luchar contra los indios de la zona para
“pacificarla”.
Ruy Díaz aprovecha la oportunidad para hacer una apología de su
abuelo y de su familia. Sus decisiones mostraban su sabiduría política
y su buen criterio como conquistador y gobernante. La prosperidad
de la zona, dice él, aumentaba constantemente. Los indios vivían en
paz en las cercanías de Asunción. El General mandó a construir una
gran iglesia, que sería tiempo después la Catedral. Todos lo obedecían
y querían, según él. Sabía mandar, era buen cristiano, justo, un modelo
de gobernante sabio renacentista. Gracias a él “…estaba la República
tan aumentada, abastecida y acrecentada en su población, abundancia y
comodidad que desde entonces hasta hoy no se ha visto en tal estado…”
(205). Ruy contrasta la administración de su abuelo con todas las que le
siguieron, incluida la presente, en 1612. En esos momentos gobernaba
Asunción el criollo Hernando Arias de Saavedra, “Hernandarias”.
Ruy estaba enfrentado con Hernandarias, contemporáneo suyo, que

— 309 —
Los chicos pobres

lo había hecho expulsar de la ciudad. Este se había apropiado del poder


en 1598 y gobernó Asunción ininterrumpidamente hasta 1618. Ruy no
pudo volver a establecerse en la ciudad hasta después de esa fecha.
Ruy describe con orgullo a Asunción. Dice: “Está fundada sobre
el mismo río Paraguay al naciente en tierra alta y llana, hermoseada
de arboledas, y compuesta de buenos y entendidos campos. Ocupaba
antiguamente la población más de una legua de largo, y de más de una
milla de ancho, aunque el día de hoy ha venido a mucha disminución”
(205). Describe todas las iglesias que fundó su abuelo, comenta sobre
el clima y los animales que poblaban la región.
Muestra gran amor por su tierra y habla de sí mismo como un
asunceño; dice: “Es la tierra muy agradable en su perspectiva, y de
mucha cantidad de aves hermosas y canoras, que lisonjean la vista y
el oído…muy abundante de todo lo necesario para la vida y sustento
de los hombres, que por ser la primera fundación que se hizo en esta
provincia, he tenido a bien tratar de ella en este capítulo, por ser madre
de todos los que en ella hemos nacido...” (206).
Otro hecho relevante que ocurrió durante el gobierno de su abuelo
fue la llegada a Asunción del primer Obispo de la provincia, Fray Pedro
de la Torre, un hombre controversial y político que alineó a la Iglesia
con los objetivos e intereses económicos y militares de la conquista.
Vino acompañado de varios sacerdotes y portando importantes
y caros ornamentos para el culto. Tiempo después, ya muerto su
abuelo, el Obispo terminaría participando de lleno en las intrigas y
luchas políticas de Asunción. Se enfrentó al General Cáceres, a quien
excomulgó e hizo poner en prisión (265). Ruy Díaz alaba y exalta al
Obispo, a quien la ciudad recibe con “mucha alegría”. Dice Ruy Díaz:
“El buen Pastor con paternal amor y cariño tomó a chicos y grandes
bajo su protección y amparo con sumo contento de ver tan ennoblecida
aquella ciudad con tantos caballeros y nobles, de modo que dijo que no
debía cosa alguna a la mejor España” (213).
Sigue a continuación el libro tercero, el último que conocemos,
ya que desapareció el libro cuarto. En esta parte Ruy cubre los
eventos que suceden de 1555 a 1573. Comienza la narración en el

— 310 —
Alberto Julián Pérez

momento en que su abuelo, Domingo Martínez de Irala, recibía del


Rey la importante cédula que confirmaba su nombramiento como
Gobernador del Río de la Plata, dando legitimidad y permanencia
a su cargo. El General reunió a los Oficiales Reales y Capitanes de
Asunción para anunciarles a todos la noticia, que fue recibida “con
aplauso universal” (216). Les informó además que el Rey le había
pedido que procediera a encomendar a los indios a los trabajos a que
los tenían destinados, para lo cual debía él repartirlos como vasallos
a los militares conquistadores. Salieron para esto a empadronar a los
indios de la región. Contaron 27.000 indios en una zona de 50 leguas
a la redonda. Díaz explica que dado ese número de indios no era
posible gratificar a todos. El Gobernador escogió a los 400 oficiales
más meritorios, y les dio entre 30 y 40 indios a cada uno. El resto
debía esperar a que pudieran someter a otros pueblos y forzar a sus
habitantes a servirlos.
Según Ruy Díaz, el “régimen y buen gobierno” de su abuelo
hicieron de Asunción una sociedad feliz. Se contrataron a dos
maestros para la escuela. Dice que asistían a las clases 2.000 niños, lo
cual nos da una idea de la población que había alcanzado la ciudad
hacia 1555. Las prácticas poligámicas que el Gobernador había
aceptado hicieron posible el nacimiento de gran cantidad de niños
mestizos, producto de las uniones entre los soldados y las mujeres
indígenas. Esto llevó a una verdadera explosión demográfica. Irala
había también promovido y favorecido el culto religioso. El Obispo
y los sacerdotes se encargaban, del “común beneficio espiritual de
los españoles e indios de toda la provincia, de modo que con grande
uniformidad, general aplauso y aplicación se dedicaron al culto
divino…” (217).
Este cuadro idealizado del poder de su abuelo y su servicio a la
monarquía procuraba demostrar la excelencia de su familia y lo mucho
que se le debía. Presenta la ocupación militar y el sometimiento de
los pueblos indígenas como un acto virtuoso y cristiano de gobierno.
Habían defendido el poder Imperial español y dado a la corona lo
mejor de sí. Era un argumento a favor del poder desnudo. Busca

— 311 —
Los chicos pobres

mostrar a sus lectores monárquicos e imperialistas que, en tanto la


institución militar y la institución eclesiástica actuaran de acuerdo y
estuviera todo pacificado, el poder absoluto del Rey no tenía límites.
En 1557 Domingo de Irala dispuso enviar al Capitán Ruy Díaz
Melgarejo a la provincia del Guairá, lindera con el Brasil, para
empadronar más indios. Quería entregárselos como encomendados a
los conquistadores que aún no tenían encomiendas, y acrecentar así la
riqueza de su gente. Los indios no aceptaron servir a los españoles y
resistieron. Melgarejo los atacó y derrotó, y logró someterlos.
Porque toda historia hermosa y brillante en algún momento
termina, le tocó al Gobernador llegar al fin de su vida, en momentos
de mayor esplendor y gloria. Murió víctima de la fiebre, y Ruy Díaz
aprovecha este momento para tratar de inmortalizar a su abuelo. Dice:
“…así españoles, como indios gritaban: - Ya murió nuestro padre,
ahora quedamos huérfanos” (225). Tanto lo querían, sostiene, que
hasta “los que eran contrarios” estaban apenados. El Gobernador,
antes de morir, nombró como reemplazante suyo a su yerno, el Capitán
Gonzalo de Mendoza, con el título de Teniente General. El poder
colonial replicaba en su modo de operar el comportamiento político
de la península: había que mantener, en la medida de lo posible, el
poder dentro de la familia.
Gonzalo de Mendoza solo duró un año en el poder. Murió al año
siguiente. Se volvió a abrir la elección de gobernador. Con la ayuda
y apoyo del Obispo Fray Pedro Fernández de la Torre, lograron que
otro tío de Ruy Díaz, yerno del difunto Irala: Francisco Ortiz de
Vergara, recibiera el poder. Según Ruy Díaz, el gobernador Vergara
trajo gran prosperidad a Asunción, los encomenderos estaban muy
contentos con él. Desgraciadamente, los indígenas no pensaban
lo mismo que ellos y se rebelaron contra el gobierno. Vergara, fiel
a la tradición militar, inició una campaña de represión general.
Los indios contraatacaron. En 1560 un pelotón de 16.000 indios
marchó contra Asunción. Iba a iniciarse una gran batalla. Vergara
nombró al frente del ejército a sus dos cuñados: el Capitán Pedro de
Segura y el Capitán Alonso Riquelme, padre de Ruy Díaz. Llevaban

— 312 —
Alberto Julián Pérez

una compañía de arcabuces, tropa de infantería y caballería. Los


acompañaban además varios miles de indios “amigos”, integrantes
de un pueblo indígena que odiaba a los indios que los atacaban.
Ruy, como militar experimentado y profesional que era, describe
minuciosamente la batalla. Esta culmina, como casi todas ellas,
con una masacre reglamentaria de indígenas: matan a 3.000 indios.
Pero la batalla para ellos no fue fácil. Sufrieron la pérdida de…
¡cuatro soldados! Maravillosa máquina de guerra la española.
El Gobernador Vergara decidió que era tiempo de visitar el
Perú, y presentar sus respetos al Virrey en persona. Fueron con
él el Obispo, sus capitanes más destacados y los Oficiales Reales.
Era una visita política y quería que su superior, el Virrey, los viera
unidos y animosos. Partieron en 1564. Entre ellos fue el Capitán
Nuflo de Chaves, que en su momento había estado enfrentado
al Gobernador Irala, y era un hombre ambicioso. Chaves iba por
tierra y sus hombres no estaban contentos con él. Llegaron a Santa
Cruz. Chaves decidió apoderarse del mando de la expedición y
desconocer a Vergara.
El Gobernador y su gente, que iban por otro camino, llegaron
a la ciudad de La Plata, sitio de la Real Audiencia. Allí, Francisco
de Vergara y el Obispo se enteraron de los múltiples conflictos de
poder que existían entre los conquistadores en Charcas. La política
en la ciudad de La Plata era de alto vuelo. Las intrigas abundaban.
En la Real Audiencia criticaron al Gobernador Vergara por el
excesivo costo que tenía la marcha de tanta gente desde Asunción
para visitar al Virrey. Les parecía un derroche.
El Gobernador Vergara, el Obispo y su comitiva continuaron hacia
Lima. A llegar allí se enteraron que el Virrey había decidido nombrar
un nuevo Adelantado para el Río de la Plata. El Virrey, pasando por
alto las aspiraciones de los familiares de Irala, eligió a Juan Ortiz de
Zárate, que lo había servido fielmente en las guerras civiles del Perú.
Ortiz de Zárate partió para España para pedir su aprobación al Rey
y nombró como su Teniente General, para gobernar en su nombre, a
Felipe de Cáceres. Vergara cesó en sus funciones como Gobernador.

— 313 —
Los chicos pobres

Mientras tanto, las cosas para el Capitán Nuflo de Chaves, que se


había apoderado del mando de la expedición al llegar a Santa Cruz, no
iban bien. Los indios guaraníes obstaculizaban su marcha y Chaves se
vio forzado a combatirlos. Se adelantó a su tropa y llegó a un pueblo
de indios que fingieron ser sus amigos. Estos querían vengarse de él,
le tendieron una celada y lo mataron junto con su escolta. La noticia
causó estupor. No podían tolerar que los indios mataran a un oficial. El
Capitán Diego de Mendoza ordenó un gran “escarmiento”. Atacaron
a los indios, hicieron una gran matanza de enemigos y llevaron
presos a sus cabecillas. Mendoza hizo asesinar a los jefes, cortaron sus
cadáveres en pedazos y los repartieron por los caminos como ejemplo
para los otros indios (252). No conformes con esto, entraron al pueblo
donde vivían las familias de los indios, y le prendieron fuego a las
chozas con las mujeres y los niños adentro, masacrando a la totalidad
de la comunidad. Ruy Díaz dice que los soldados “…no perdonaron
ni edad ni sexo, en que no ensangrentaron sus armas, ejecutando
con la muerte de todos un tan cruel castigo, que hasta entonces no
se vio igual en el Reino, pues los inocentes pagaron con su muerte...
la de Nuflo. Consiguiose con este desmedido castigo, atajar la malicia
de aquellos bárbaros…” (252-3). En su concepto la masacre había sido
necesaria para intimidar a futuros rebeldes y forzarlos a someterse a su
voluntad. Era importante dar el ejemplo.
Durante el camino de regreso de la expedición los indios Payaguaes
atacaron al grupo en el que iba Felipe de Cáceres. Durante la batalla, el
“Obispo y demás religiosos exhortan a los soldados” y los estimulan en
la lucha (256). En medio del combate aparece un caballero de blanco,
el Apóstol Santiago en persona, que pone a más de 10.000 indios en
fuga (Page 92-121). Dios velaba por sus soldados. Finalmente llegan a
Asunción.
En 1570 el General Felipe de Cáceres nombró al padre de Ruy,
Alonso Riquelme, Gobernador de la provincia del Guairá. Riquelme
marchó a Ciudad Real a presentar su nombramiento al Capitán Ruy
Díaz Melgarejo, que era su concuñado. Melgarejo, poco feliz con la
decisión de Cáceres, convocó a sus amigos y se hizo nombrar Capitán

— 314 —
Alberto Julián Pérez

General y Justicia Mayor, en nombre de su hermano, Francisco Ortiz


de Vergara, el antiguo Gobernador, que era su vez cuñado de Riquelme.
En las mejores familias hay disensiones. Cuando llegó Riquelme a la
ciudad, Melgarejo lo hizo detener y lo puso en prisión. Riquelme le
pidió al hermano de su cuñado que le permitiera traer a su mujer e
hijos de Asunción para que vivieran allí. Este, mostrándose humano
y conciliador, consintió…lo permitió traer a su familia y luego…lo
encerró en prisión durante dos años.
Al tiempo que ocurrían estas coloridas intrigas en Ciudad Real del
Guairá, en Asunción el General Felipe de Cáceres se había enfrentado
al poderoso y muy político Obispo Torres. El Obispo le puso a toda la
ciudad en su contra, valiéndose de “censuras y excomuniones” (263).
Cáceres, tratando de reducir la tensión, se fue en una expedición
militar a la boca del Río de la Plata. A su regreso se encontró con una
situación mucho más grave que antes de su partida. Su rival controlaba
la política de la ciudad. El domingo, cuando el General Cáceres fue a
misa, el Obispo, al grito de “Viva la Fe de Jesu-Cristo”, alertó a un
grupo de soldados, que lo atacaron y desarmaron. Luego lo llevaron a
una celda que el Obispo le tenía preparada en su misma casa, donde
lo ató “con una gruesa cadena, que atravesaba la pared”. El extremo
de la cadena iba al cuarto del Obispo, donde este podía vigilar sus
movimientos (265). El prelado le hizo confiscar todos sus bienes y lo
mantuvo encerrado durante un año.
Ya preso el Teniente Gobernador Felipe de Cáceres, el Obispo hizo
elegir como Capitán y Justicia Mayor a un partidario suyo, Martín
Suárez de Toledo. Cuando más tarde llegó a Asunción el Adelantado y
Gobernador de la región Juan Ortiz de Zárate, las intrigas del Obispo
no le gustaron y acusó a Toledo de usurpar el poder. Había desplazado
arbitrariamente del mando a Felipe de Cáceres y había repartido
indios entre “sus íntimos amigos y parciales en sus negocios” (266).
El Adelantado declaró nulos sus actos de gobierno y obligó a los
beneficiados por Toledo a devolver todas las propiedades que se les
habían entregado. El Obispo insistió en acusar a Cáceres de graves
irregularidades, y el Adelantado, que no quería tener al poderoso

— 315 —
Los chicos pobres

Obispo de enemigo, consintió enviarlo a España para que se lo juzgara.


Le pidió al Obispo además que fuera él también en la carabela para
acompañarlo, y tenerlo así alejado por un tiempo de Asunción.
Buscando descomprimir la situación en Ciudad Real, el Adelantado
pidió a Melgarejo que se hiciera cargo, junto con el Obispo, de llevar a
España a Felipe de Cáceres. Cuando Melgarejo partió, los vecinos de
Ciudad Real hicieron liberar al Capitán Martín Riquelme, padre de
Ruy, de su prisión. Riquelme regresó a la ciudad y lo recibieron como
Teniente de Gobernador y Justicia Mayor de aquel distrito, con todos
los honores.
El Adelantado Ortiz de Zárate envió a Juan de Garay a poblar el área
de Santi Espíritu. Garay llegó al río Paraná y fundó la ciudad de Santa
Fe, en 1573. Luego, mandó a sus soldados a empadronar a todos los
indios de la región y se los entregó en propiedad a sus encomenderos
amigos, para que explotasen su trabajo en beneficio propio y de la
Corona. La fundación de Santa Fe es el último hecho importante que
nos comunica Ruy Díaz. La continuación de la historia pasaba al libro
cuarto, que no llegó hasta ahora a nuestras manos.
Los Anales de Ruy Díaz de Guzmán retratan de una manera
persuasiva los acontecimientos que ocurrieron en las primeras décadas
de la colonización del Río de la Plata durante el siglo XVI, desde la
perspectiva de uno de sus Capitanes protagonistas de la conquista.
Ruy Díaz se vale de su conocimiento de primera mano tanto del
espacio como de los hombres que participaron en esa etapa. Había
frecuentado a importantes personalidades militares, convivido con
indígenas amigos y luchado contra los indios rebeldes .
Sus Anales son un informe militar extendido. Nos comunica
un detallado conocimiento geográfico de la zona, que él recorrió
numerosas veces a lo largo de su vida. Describe las luchas políticas
y las intrigas que tuvieron lugar entre los conquistadores. Nos da
una imagen de la manera de operar de la Monarquía española en los
territorios del Río de la Plata.
Era un hombre de América, nieto de indígenas e hijo de mujer
mestiza, que aparentemente se avergonzaba de su origen. Lo ocultaba,

— 316 —
Alberto Julián Pérez

y disimulaba su condición de mestizo. No evidenció ningún respeto ni


amor por sus ancestros nativos. Trató de mostrar absoluta fidelidad a
la corona. Se alineó incondicionalmente con la política predatoria de
la monarquía.
Ruy Díaz creía en el poder desnudo, y temía a los poderosos.
Repetidamente a lo largo de su historia habla con desprecio de los
indígenas. Trata de distanciarse de cualquier duda que pudieran tener
de él por su origen étnico. Es un mestizo incómodo con su condición,
que es consciente que vive y opera para una monarquía constituida
por una nobleza hereditaria, basada en la pureza de sangre.
Durante su vida disfrutó de limitados privilegios, gracias al legado
de su abuelo, el Gobernador Domingo Martínez de Irala. Escribió su
libro en medio del calor de las luchas políticas, en una sociedad en
que los militares se encumbraban fácilmente, y en que la lucha contra
los pueblos nativos les permitía acceder a la posesión de la tierra y a
encomiendas, que obligaban a los indígenas a trabajar para ellos sin
compensación alguna. Ruy Díaz nos deja entrever en su narración ese
mundo de aventureros y ambiciosos, que no se compadecían de las
comunidades que destruían y las vidas que segaban, convencidos de su
superioridad étnica, llevados por el aliciente de la ganancia y el deseo
de poder.
Nuestro autor asume en su narración el punto de vista dogmático
y absolutista de la institución que representa: el ejército. No hace
preguntas éticas. No aparece en su historia el punto de vista de la
sociedad civil, preocupada por la vida. En Asunción y en Ciudad Real
se estaba formando una nueva sociedad mestiza. Nuestro historiador
sólo menciona esto cuando describe Asunción, para exaltar el gobierno
de su abuelo. La preocupación fundamental de Ruy Díaz era el poder,
en particular el poder de su familia. Se siente heredero del prestigio de
su abuelo. Lo ve como jefe de un clan militar. Él hizo su carrera militar
y política bajo la sombra de su familia. En la política monárquica el
poder residía en los lazos y los vínculos ancestrales. Era un poder
centralizado e incestuoso, que hacía de las luchas intestinas contiendas
de familia. Para ese poder el otro importaba muy poco.

— 317 —
Los chicos pobres

La posibilidad del otro aparece sólo fugazmente en su historia,


como amenaza y como “fantasma”, en los “cuentos” de la primera
parte. El otro, el indígena, su abuela, su madre, no cuentan para él.
Para él cuentan su abuelo conquistador, su padre, él mismo, el Rey y el
Obispo. Está al servicio incondicional del poder. No quiere que nadie
piense que es un mestizo revoltoso e inconforme, ni mucho menos un
conspirador. Es un soldado que no se compadece del vencido, y sabe
muy bien a quien le debe obediencia.
Esta es la historia del poder real desnudo y del orden militar que
llega a América para imponerse y cambiar la historia para siempre.
Los Anales de Ruy Díaz son un testimonio de ese momento traumático
de la historia en que el orden militar de una potencia dominante
se impone sobre un enemigo militarmente inferior, al que avasalla,
sojuzga y esclaviza, para negarle su derecho a continuar su historia
propia como cultura independiente. En la tradición militar de Europa,
y siguiendo la antigua ley romana, de la que España fue fruto, la
conquista militar da derechos, vuelve al conquistador amo de los
vencidos, le permite tratar a los nativos como cautivos y sirvientes. Sus
Anales son expresión de esa ideología que se impone en América como
la única legítima.
El discurso histórico de Ruy Díaz no acepta crítica ni conoce
fisuras. Para que la historia continúe y se humanice, será
necesario que aparezca otro discurso, capaz de competir con el
discurso militar de la tiranía. Ese discurso será el contradiscurso
del negado y del vencido, del indígena. El indígena es el otro. El
indígena como sujeto de derecho no aparece en su libro. Los indios
son o sirvientes o enemigos; si son sirvientes equivalen a cosas, y
si enemigos, son salvajes inhumanos, monstruos a los que hay que
destruir.
El nuevo contradiscurso de la conquista de América tendrá que
hacerse cargo de la visión del otro, del mundo y la problemática
del vencido. La visión del vencedor y del tirano que nos brinda Ruy
Díaz es parcial e incompleta. Sin el otro no hay historia. No hay
amo sin esclavo. El contradiscurso, que eventualmente aparecerá

— 318 —
Alberto Julián Pérez

en el Río de la Plata, será el discurso que represente el punto de


vista de los pueblos esclavizados en su lucha por la vida, y será un
contradiscurso a favor del vencido y contra el poder militar. La
primera gran obra escrita representando esa posibilidad será la
Conquista espiritual, 1639, del padre jesuita, misionero y escritor
criollo, Antonio Ruiz de Montoya (1585-1652).
La historia del poder sin un contrapoder fáctico que se le
oponga, más allá de las luchas internas dentro del mismo grupo
poderoso, es una pseudo-historia, una historia falsa, que se asienta
en la ilusión dogmática y absoluta de la omnipotencia del poder
real y su perennidad. El tiempo conspira contra esta historia. El
tiempo trae siempre a la historia al otro negado, al otro suprimido
y silenciado.
La historia del otro es la historia del esclavo que lucha por
su libertad. La historia social de los pueblos no la escriben los
vencedores sino los vencidos. Será el punto de vista del indígena,
su lengua, su cultura y sus dioses, su ética y su humanidad, la que
traerá a jugar, dentro de la historia dogmática de la conquista, el
poder del otro. El poder del otro ampliará nuestro punto de vista,
incluyendo a ese excluido que está en todos lados, para dejar ver
que el mundo americano era un mundo dialéctico, en movimiento,
en conflicto, y en ese conflicto y confrontación estaba la verdadera
historia: la lucha por la vida.

Bibliografía citada

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Los chicos pobres

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Montoya: el texto y sus voces.” Lexis XLII (1) (2018): 99-122.

— 320 —
Alberto Julián Pérez

Ruiz de Montoya, Antonio. Conquista espiritual hecha por los


religiosos de la Compañía de Jesús en las Provincias de Paraguay,
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— 321 —
Los chicos pobres

Conquista espiritual:
contradiscurso y resistencia
El padre Antonio Ruiz de Montoya (Lima 1585-1652) publicó su
Conquista espiritual hecha por los religiosos de la Compañía de Jesús en
las provincias del Paraguay, Paraná, Uruguay y Tape en Madrid en 1639.
Además de escribir su Conquista espiritual, como hoy se conoce a esta
obra, durante su estadía en esa ciudad pudo revisar y publicar su Tesoro
de la lengua guaraní (1639), su Arte y vocabulario de la lengua guaraní
(1640) y su Catecismo de la lengua guaraní (1640), fruto de sus estudios
sobre la lengua indígena y su trabajo misionero, realizados durante los
más de veinticinco años en que había vivido con ellos (Melià 266-67). El
padre jesuita Antonio Ruiz había llegado a Madrid en 1638 y se quedaría
en la península hasta 1643. Fue allá con el objetivo de defender la labor
de su orden religiosa en las misiones y peticionar ante la Corte.
El proceso de evangelización de los guaraníes en el Paraguay había
comenzado durante el provincialato del padre Diego de Torres en
1607. El joven Antonio Ruiz, ordenado sacerdote en 1611, fue parte de
la primera camada de misioneros reclutados por el padre Torres para
realizar su tarea evangélica en la selva entre los nativos. El Gobernador
de Paraguay, Hernandarias, los apoyó. Entre 1615 y 1630 se fundaron
en el área del Guairá más de quince reducciones. Sus líderes principales
fueron el sacerdote paraguayo Roque González de Santa Cruz y el padre
Montoya (Maeder 10-2).
A partir de 1628 los sacerdotes jesuitas comenzaron a tener conflictos
con los bandeirantes portugueses, que invadían la zona en busca de
esclavos y atacaban sus misiones. En 1631 el padre Montoya protagonizó
un importante éxodo de las poblaciones indígenas hacia el sur, al actual
territorio argentino de Corrientes y Misiones, donde refundaron sus
pueblos, para poner a los guaraníes a salvo del ataque de los soldados
— 322 —
Alberto Julián Pérez

mercenarios portugueses. En 1637 Antonio Ruiz fue nombrado Superior


de todas las reducciones. Ese año su congregación le encomendó ir a
la Corte para hacerle importantes demandas al Rey. Necesitaban su
apoyo para defender las misiones de las invasiones de los bandeirantes
portugueses.
Las coronas de Portugal y España se habían unificado bajo un
mismo soberano a partir de 1580. El rey de España pasó a ser también
rey de Portugal. Esa alianza, sin embargo, estaba en crisis. En 1640
se produjo un alzamiento que puso fin al reinado de Felipe IV en
Portugal, concluyendo la unión de hecho entre ambos imperios.
El padre Montoya escribió la Conquista espiritual para ayudar la
causa de los pueblos guaraníticos ante la monarquía. Fue el Obispo
Juan de Palafox quien le pidió escribiese un libro sobre la provincia
del Paraguay para darla a conocer mejor. Los jesuitas redactaban
regularmente sus Cartas Anuas, donde resumían su labor misionera
en las reducciones. La idea era que pudiese escribir un relato más
extendido y completo, y en un estilo más cuidado, que el de esos
informes prácticos. Así es como llevó adelante el padre Montoya su
labor de escritura, mientras iba revisando y preparando sus libros de
lingüística y gramática guaraní para darlos a la imprenta.
El padre Montoya se propuso mostrar cómo había sido la “conquista
espiritual” que ellos habían realizado con los nativos. La acción misionera
de los padres jesuitas había sido el reverso de la conquista militar,
destructiva y poco cristiana (Pezzuto 107). Fue una conquista pacífica
cuyo objetivo era la educación religiosa del nativo y su conversión al
catolicismo.
La conquista espiritual buscaba integrar al indígena al mundo
cristiano. Para lograr esto lo primero que necesitaron fue ir ellos
al mundo indígena, habitar en él, hablar su lengua, conocerlo. Esta
experiencia humana hizo posible la “conquista espiritual”. Trataron con
su ejemplo de convencer a los nativos de la excelencia del amor cristiano
como filosofía de vida.
La conquista militar española, a diferencia de la conquista espiritual
pacífica, había tenido como objetivo la dominación armada de los

— 323 —
Los chicos pobres

territorios indígenas, de los que la corona se apropió. El Reino contaba


con una extensa experiencia militar adquirida durante los cientos de
años que duró el difícil proceso de la Reconquista de su propio territorio
de la dominación árabe. El estado de preparación de los ejércitos se
mostró en su disciplina y empuje militar. Concibieron un método de
invasión efectivo. Al encontrarse con ejércitos nativos en un grado muy
inferior de preparación y tecnología militar la conquista armada resultó
rápida y relativamente sencilla para los españoles.
Encontraron en el Río de la Plata un gigantesco sistema de ríos
navegables. La región tenía clima subtropical y templado, y poseía
territorios fértiles, poblados por cientos de miles de indios, agrupados en
pequeños pueblos y caseríos. Después de derrotar a los ejércitos nativos,
el gran desafío de España fue organizar sus territorios, para iniciar la
explotación económica en beneficio de los conquistadores y de la corona.
Esto suponía la utilización del trabajo humano, que se organizó a lo largo
de todo el territorio conquistado por España con mano de obra esclava
o servil, dominando compulsivamente a las poblaciones, y forzándolos
a trabajar. Este proceso afectó el modo de vida de las comunidades
indígenas, condicionando su sobrevivencia. El servicio personal se
transformó en una forma moderada de esclavitud informal. Los
encomenderos no podían vender legalmente a los indios como esclavos,
pero los hacían trabajar hasta el agotamiento sin compensación alguna.
Este plan económico terminó diezmando a las comunidades indígenas,
ya que los hombres no podían servir todo el día a los señores y tener el
tiempo libre necesario para regresar a sus poblados y cultivar alimentos
para sus familias. Los indígenas dependían de la caza y la agricultura
primitiva de roza. Esto llevó a la destrucción gradual y constante de sus
comunidades, producto de la desnutrición y las enfermedades.
Los militares, concluidas sus campañas de conquista y dominación,
se transformaron en propietarios y en señores. Los conquistadores
y gobernadores asignaron a sus oficiales tierras para la explotación
agrícolas y les encomendaron cantidades de indios, que estaban
obligados a trabajar gratuitamente para ellos en sus campos. En el caso del
Paraguay, el gobernador Irala entregó entre 40 y 50 indios a sus oficiales

— 324 —
Alberto Julián Pérez

y soldados más destacados (Díaz de Guzmán 216). El mundo colonial se


fue organizando como un mundo dividido entre señores propietarios,
que provenían del orden militar, y actuaban en nombre de la corona, y la
fuerza nativa de trabajo, en condiciones de virtual esclavitud y máxima
explotación. Esta situación predatoria fue la base de la formación de la
nueva sociedad. Eran condiciones de vida que impedían el desarrollo
de las comunidades de trabajadores. La separación de razas, injusta y
violenta, lejos de ser un accidente, fue la base sobre la que se instituyó
el sistema de explotación. El sistema colonial discriminó a los sujetos y
engendró el racismo.
La corona de España hizo lo posible por encontrar metales y
explotarlos en América, pero los metales no eran una fuente permanente
de riqueza. Eran escasos y las minas se agotaban. La verdadera riqueza
radicó en ese infinito recurso renovable que da ganancias crecientes: el
trabajo humano. Se encontraron con enormes extensiones de tierra fértil.
Para que diera frutos y pudieran enriquecerse tenían que trabajarla con
miles de operarios. El trabajo humano fue el verdadero oro del Río de
la Plata. La zona estaba poblada por cientos de miles de indígenas que
hablaban la misma lengua y contaba con un sistema de comunicación
natural perfecto: una extensa red interconectada de ríos navegables.
El poder institucional militar y el sistema de propiedad implementado
por la corona entró en conflicto con la cultura y el modo de vida de los
habitantes de los pueblos guaraníes y otros grupos indígenas. La mano
de obra indígena era para los conquistadores una fuerza de trabajo
indispensable para producir la riqueza. Los militares, transformados en
jefes políticos y en autoridades judiciales, emplearon la fuerza contra los
pueblos dominados para que estos obedecieran y trabajaran en las tareas
que ellos les exigían. Crearon un orden policial, compulsivo y represivo.
Los jesuitas iniciaron un nuevo tipo de socialización con los
nativos.33 Los organizaron en núcleos urbanos independientes: las

33
Las órdenes religiosas participaron activamente en el proceso de colonización del continente. Los dominicos
comenzaron a llegar a América a partir de 1510. El padre Bartolomé de la Casas fue uno de los más fervientes defensores
de los derechos de los indios, y el primero en denunciar la crueldad y las masacres que los españoles cometían contra
los nativos (Mora Rodríguez 223-36). En el Río de la Plata tuvo un papel eminente la orden jesuita. Los primeros padres
llegaron a la zona en 1589.

— 325 —
Los chicos pobres

misiones. Realizaron una exitosa campaña de conversión y asimilaron


a los nativos al estilo de vida y trabajo de las sociedades cristianas. En
cada una de las misiones vivían miles de indios. Estaban ubicadas en
territorios distantes de las ciudades y áreas dominadas por el ejército.
Los jesuitas propusieron a los guaraníes un tipo de convivencia basada
en la religión. Crearon auténticas “ciudades de dios” (Dejo I: 143-50).
El ideal de los jesuitas terminó entrando en conflicto con los
intereses y métodos de dominación del Ejército. Los padres fundaron
misiones en territorios que no habían sido conquistados previamente
por el ejército. Su único modo de persuasión fue la doctrina religiosa.
Una vez establecidas las misiones, enseñaron a los indios los métodos
de agricultura europeos, sus oficios y formas de trabajo. Los jesuitas
aprendieron la lengua guaraní, y se comunicaban con ellos en su propio
idioma. El padre Montoya fue el primero en transcribir fonéticamente
su lengua y estudiar su gramática y vocabulario. Escribió un catecismo
guaraní para educar a las comunidades indígenas y enseñar la doctrina
cristiana en su propia lengua nativa (Melià 266-7).
Los indios se transformaron en trabajadores organizados,
productivos, buenos cristianos, haciendo de las misiones ciudades
modelo. Esto irritó terriblemente a la clase militar y a los propietarios
rurales de Asunción y Ciudad Real, las ciudades más cercanas, que
miraban con envidia el florecimiento de las misiones y a su vez
resentían que los padres jesuitas tuvieran el control de todo ese “botín”
de trabajadores. Los españoles de Paraguay veían a los jesuitas más
como rivales que como aliados.
La zona estaba habitada por cientos de miles de indios. Los
encomenderos, que juzgaban el trabajo indígena con criterio europeo,
creían que eran poco organizados y eficientes. Los trataban con rigor
y violencia. Los trabajadores estaban obligados, bajo pena de muerte,
de abandonar a sus familias, incapaces de sustentarse sin su ayuda, y
trabajar sin descanso en los campos y en los yerbatales. Esto terminó
diezmando rápidamente a las poblaciones. Los indígenas huían y
se internaban con los suyos en la selva para poder sobrevivir. Los
encomenderos respondieron organizando verdaderas “cacerías” de

— 326 —
Alberto Julián Pérez

indios. Los capturaban y los forzaban a servir. Cualquier resistencia


de su parte ocasionaba castigos y su rebelión la muerte.
Los terratenientes brasileños, por su parte, en el área de San Pablo,
necesitaban mucha mano de obra: el cultivo de la caña era intensivo.
No encontraban suficientes trabajadores. Capturaban a los indígenas
locales y los forzaban a trabajar en sus campos. Las leyes portuguesas
permitían esclavizar a los indios. La voracidad de los propietarios
paulistas decimó rápidamente las comunidades nativas de la zona.
Empezaron a importar mano de obra esclava de África. Los esclavos
negros eran aún escasos y caros. Encontraron otra opción: robar indios
en las zonas españolas. Las reducciones jesuitas resultaron verdaderos
botines de guerra. Podían encontrar en ellas entre 5000 y 6000
indígenas en cada una. Dado que las coronas de España y Portugal
estaban unidas bajo un mismo monarca, no podían enviar ejércitos
oficiales a capturar indígenas. Resolvieron el problema recurriendo
a la “empresa privada”: contrataron ejércitos mercenarios, bandas
de aventureros y asesinos, lideradas por jefes experimentados en la
guerra, las “bandeiras”. Para estas bandas de asesinos pagados por los
terratenientes paulistas atacar las misiones era muy fácil. Las misiones
no tenían armamento. Los indígenas usaban arco y flecha y armas
de madera con punta de piedra para la caza, era toda su defensa. Los
bandeirantes invadían con armas de fuego, cañones, armas blancas,
y después de masacrar fácilmente a toda la población que resistiese,
rodeaban y encadenaban al resto y los llevaban a San Pablo, donde los
vendían como esclavos. Los padres jesuitas vieron como a partir de
1628 los bandeirantes fueron atacando misión tras misión, y el trabajo
social y humano que ellos habían hecho con los pueblos indígenas fue
rápidamente destruido por estos mercenarios esclavistas al servicio de
los propietarios paulistas.
Los jesuitas no estaban autorizados a crear un sistema defensivo
armado para proteger las misiones. En 1631, solamente dos misiones,
de las más de veinte que los padres habían fundado, conservaban su
población y no habían sido atacadas por los portugueses. Sabían, sin
embargo, que muy pronto los invadirían. El padre Montoya decidió

— 327 —
Los chicos pobres

llevar a cabo una gesta heroica: con los 12.000 nativos que vivían en
estas misiones inició un largo éxodo de más de mil kilómetros hacia
el sur, para escapar de los bandeirantes. Se establecieron en el actual
territorio argentino de Corrientes y Misiones, entre los ríos Paraná
y Uruguay, y volvieron a fundar y organizar sus comunidades. Pero
la amenaza bandeirante no se detuvo y su orden decidió enviar al
padre Montoya a Madrid para peticionar al Rey el derecho a defender
sus comunidades, armando a sus habitantes. Luego de difíciles
negociaciones, el padre Montoya logró que el rey firmara un decreto, en
1640, autorizando a las misiones a tener armas de guerra e instruir a los
indios en su uso para su defensa. Debían, no obstante, pedir permiso
a la autoridad americana, el Virrey, y ponerse de acuerdo con él para
su implementación. Este hecho marcó un momento importantísimo
en el mundo social y laboral americano: significó el reconocimiento
del derecho de los indígenas a defender su libertad por medio de las
armas, a luchar, si era necesario, en una “guerra de liberación”, contra
quienes quisieran privarlos de su libertad.
El padre Montoya explica en el inicio de su Conquista espiritual a
sus lectores que él y sus compañeros fueron a vivir entre los indios y
fundaron trece misiones en medio de la mayor pobreza. Se internaron
en la selva e invitaron a los indígenas, que vivían repartidos por el
territorio en pueblos de no más de seis casas cada uno, a ir a vivir
junto a ellos. Fundaron verdaderas ciudades, en cada una de las cuales
habitaban varios miles de indios. Muy pronto los padres pudieron
expresarse con soltura en la lengua de los nativos y predicar entre
ellos y cristianizarlos. Consumían los mismos alimentos simples que
los indígenas, compuestos en su mayoría de raíces y vegetales. Los
“vecinos y moradores de las villas de San Pablo, Santos, San Vicente
y otras”, desgraciadamente, atacaron once de sus misiones e iglesias,
matando a muchos indios y llevándose a otros prisioneros. En Brasil
vendían a los cautivos como esclavos. Esto había obligado a su orden a
ir a la Corte a peticionar ante el Rey (47).
Describe cómo era el mundo paraguayo: su territorio era muy fértil,
surcado de ríos, tenía un clima tropical admirable. Los españoles

— 328 —
Alberto Julián Pérez

cultivaban la famosa yerba del Paraguay y recogían todo tipo de frutos.


La base de la dieta de la región era una raíz que llamaban mandioca.
En la villa de Asunción vivían cuatrocientos españoles. Habitaban allá
también muchos indígenas, en particular mujeres, en proporción de
diez por cada hombre. En esa villa no había plata ni oro. Sus residentes
eran capaces de realizar los más variados oficios, pero la mayoría lo
negaba, creían que el trabajo manual era infamante: tenían prejuicios
de señores (49).
Comenta a los lectores sobre la fauna de la región. Le llamaron la
atención algunos animales por su comportamiento y sus características.
Tenían serpientes de gran tamaño, como la de cascabel. Había un
pequeño pajarito que era capaz de enfrentarse con una serpiente
venenosa y matarla. A pesar de ser pequeño, conocía una planta cuyas
hojas servían de antídoto contra su veneno y, en la lucha, cada vez que la
serpiente lo mordía, iba hacia la planta, comía de sus hojas, dejaba que
el antídoto hiciera efecto y volvía a la contienda. Finalmente lograba,
con su pequeño pico, derrotar al enorme animal (52). La lucha entre
el pajarito y la serpiente era, para el padre Antonio, un símbolo de la
batalla entre la astucia y la fuerza. La determinación, el saber, el coraje
y la paciencia del pajarito pudieron derrotar a la fuerza bruta poderosa
de la serpiente. El padre se identificaba con el valeroso pajarito, porque
ellos, los sacerdotes, se habían comportado como el animalito durante
su conquista espiritual. Habían entrado en los territorios selváticos, en
grupos de dos religiosos, para encontrar a miles de nativos “bárbaros”,
“gentiles”, a los que se proponían convertir y, siendo tan pocos, con
paciencia, sabiduría y determinación, habían podido cristianizar
a miles y miles de indios, derrotando a sus magos y sus brujos, y
luchando incluso contra los demonios.
Los padres jesuitas, con enorme sacrificio personal y sin considerar
el riesgo que corrían y el peligro de perder la vida, como les ocurrió
a muchos, fueron a conquistar almas a las geografías más alejadas y
hostiles a la forma de vida del hombre europeo (Rodríguez 239-63). En
el Paraguay se encontraron con grupos nativos que, por su evolución
cultural, presentaban un desarrollo semejante al de los pueblos

— 329 —
Los chicos pobres

neolíticos. Los guaraníes vivían en pequeños grupos, utilizaban


herramientas y armas de madera y piedra, y adoraban “ídolos”, aunque
no tenían dioses permanentes a los que rindieran culto. Sus religiosos
eran los “hechiceros” y “magos”, con los que los padres jesuitas se
enfrentaron, en una batalla religiosa, para establecer qué divinidad era
la verdadera: el dios cristiano o los ídolos que ellos adoraban.
Antonio Ruiz nos cuenta en tercera persona cómo se manifestó en
él la vocación religiosa y cómo decidió entrar en la orden jesuita. Hizo
los Ejercicios espirituales, que proponía Ignacio de Loyola, y logró
fijar su pensamiento en Dios (55). En su lucha interior se enfrentó
al demonio. Tuvo una visión que anticipó su camino futuro. Vio a
unos indígenas y a “…algunos hombres que con armas en las manos
corrían tras ellos, y dándoles alcance los aporreaban con palos, herían
y maltrataban, y cogiendo y cautivando a muchos, los ponían en
muy grandes trabajos” (55). Llegaron otros hombres a socorrerlos,
“…unos varones más resplandecientes que el sol, adornados de unas
vestiduras cándidas. Conoció ser de la Compañía de Jesús…” (55).
Antonio sintió que tenía deseos de ser compañero de esos religiosos.
Durante los ejercicios vio que “…Cristo nuestro Señor bajaba de lo
alto vestido de una ropa rozagante y celestial…y acercándose a él, que
estaba de rodillas, le echó el brazo sobre sus hombros y llegándole el
rostro a la llaga del costado le puso la boca sobre ella, donde por un
buen rato bebió de un suavísimo vapor que por ella salía, deleitando
el gusto y el olfato sobre todo lo imaginable” (56). Antonio se decidió
a abrazar la orden. Ese impulso poético y místico inicial lo acompañó
siempre. También tuvo sentido práctico. Observaba con agudeza su
medio social. Se había propuesto actuar en el mundo. Sintió que lo
sobrenatural y lo natural formaban una unidad de sentido.
Conquista espiritual es la historia de un proceso religioso. Narra
la conversión de sí primero y de los otros luego. Es un viaje físico y
espiritual hacia el indígena, el “bárbaro”. Los padres de la compañía
convivirán con ellos, aprenderán a hablar su lengua, y comprenderán
y comunicarán su sentido humano. Entenderán su cultura, los
convertirán a su religión, les enseñarán el valor del amor cristiano.

— 330 —
Alberto Julián Pérez

Antonio interpretó en esa visión que Cristo lo estaba llamando


para que fuera a predicar al Paraguay. Dice: “…entendió que Cristo
Jesús, regalo de las almas que por medio de la gracia se unen con Él,
le escogía para la provincia del Paraguay, en donde había gran suma
de gentiles que solo esperaban oír las dichosas nuevas de las bodas del
Cordero…” (56).
Si bien el padre Montoya no buscaba presentarse, por mera “vanidad
mundana”, como escritor, a medida que avanza el relato emerge la
excelencia de su prosa. Es un notable estilista. La elegancia de sus
metáforas, la riqueza de su expresión, el colorido de sus imágenes, lo
muestran como a un escritor dotado.
Su experiencia de vida con los indios le dio la oportunidad de
estudiar su lengua y transformarse en el primer gran lingüista y
gramático de la lengua guaraní. Trabajaba siempre en función del
otro, no era un escritor laico. Fue un hombre inspirado, un poeta, un
místico. Su escritura estaba al servicio de su misión religiosa.
Antonio Ruiz de Montoya era además un hombre de acción, como
lo había sido el fundador de su orden, Ignacio de Loyola. Emprendió,
junto a los otros padres jesuitas, una misión temeraria y casi suicida:
marcharon, portando una cruz, a convertir a los indígenas en medio
de la selva. Se internaron en territorios desconocidos, donde habitaban
pueblos nativos cuya lengua aún ignoraban. Muchos de ellos pagaron
la osadía con su vida. En la historia de las misiones hubo varios
mártires, como el padre Roque González, que el padre Montoya
presentará en su libro. Los misioneros iban desarmados, y las pocas
veces que los indígenas los atacaron no opusieron a la violencia más
violencia. Creían en la misión de Cristo, que aceptó ser sacrificado.
Cuando llegó el momento del martirio lo aceptaron con valentía y
entereza. Si el padre Montoya había ido a Madrid a pedir al Rey armas,
no era para defender a los jesuitas de posibles agresiones indígenas,
sino para defender a los indígenas de los ataques bandeirantes. Lo que
pedían era que se les concediera el derecho a luchar por la libertad de
los indígenas, en una guerra de liberación, que eventualmente ellos
dirigirían, tal como ocurrió poco después: en 1641 el ejército guaraní

— 331 —
Los chicos pobres

de las misiones, comandado por los padres jesuitas y los caciques


indígenas, se enfrentó al ejército mercenario bandeirante, enviado por
los terratenientes esclavistas de San Pablo, en la batalla de Mbororé, a
orillas del río Uruguay (Gianola Otamendi 229).
El padre Montoya nos cuenta su experiencia personal como
misionero desde el momento en que partió con sus compañeros a
la selva. El padre Diego de Torres, el primer Provincial de la orden,
envío a treinta religiosos a distintos puntos de la provincia. Fueron
en grupos de dos. Marcharon por agua y por tierra, atravesando a pie
selvas y montañas. Iban en busca de pueblos nativos, para presentarse
ante ellos, y comenzar con su ayuda a construir las misiones. Tenían
que invitarlos a vivir junto a ellos dentro un gran espacio urbano.
Él venía de la ciudad de Córdoba, en la actual Argentina, donde
cursó sus estudios de sacerdote de la Orden. Había sido ordenado
recientemente (Saldivia y Caro 399-414). Fue primero a la ciudad de
Asunción y de allí partió con el padre Antonio de Muranta hacia el
territorio donde habitaban los pueblos indígenas. Caminaron cuarenta
días. Su única provisión era tasajo y harina de palo. La pobreza, y
algunas veces el hambre, fue una compañera constante de su travesía
y su aventura espiritual.
Durante el viaje la salud del padre Muranta se resquebrajó y fueron
al puerto de Maracayu, para que allí embarcara y regresara a Asunción.
Vivían en la pequeña ciudad 170 familias indígenas, una población
que iría en constante descenso, nos dice, por las exigencias abusivas
y el maltrato de los encomenderos (62). Allí comenzó a aprender y
practicar la lengua guaraní, que, dadas sus dotes naturales, le resultó
relativamente fácil. Dice: “Quedéme en aquel pueblo algunos días
administrándoles los Sacramentos, y con el continuo curso de hablar
y oír la lengua, vine a alcanzar facilidad en ella” (63).
En este pueblo tuvo la ocasión de conocer uno de los principales
cultivos de la zona, que producía a los españoles gran riqueza: la
“yerba del Paraguay”, la yerba mate, que para él era algo totalmente
nuevo. Describe la planta, y explica como se tuesta y se muele la hoja.
Las bebidas hechas con esta hoja eran estimulantes. Refiere el trato

— 332 —
Alberto Julián Pérez

que daban a los indios. Dice que apenas trataban de descansar de su


agobiadora labor, los insultaban y los golpeaban para que siguieran.
Casi no les daban de comer, los pobres se procuraban en la selva
por sí mismos algunas raíces, que resultaban insuficientes para su
alimentación. Les hacían beber constantemente una infusión que
preparaban con la yerba. Se les hinchaban los pies y mostraban una
palidez y una delgadez estremecedoras (63). Los hacían transportar
pesadas cargas de seis arrobas (60 kg) por veinte leguas (120 km),
cuando el peso corporal de la mayoría de ellos era inferior a la carga.
Muchos morían durante el viaje, y sentía más “…el español no tener
quien se la lleve, que la muerte del pobre indio” (63-4).
El Rey había aprobado las Ordenanzas del oidor Francisco de
Alfaro, prohibiendo se forzara a los indios “al beneficio de la yerba”,
pero no se cumplían. Los propietarios de los yerbatales iniciaron
acciones ante la Corte para que se les restableciera el privilegio (65).
El monarca había ordenado se reemplazara el “servicio personal” por
un tributo en dinero, y los propietarios lo multiplicaban a un punto tal
que los indios no terminaban nunca de pagarlo y estaban obligados a
seguir sirviendo sin poder regresar a sus aldeas. Debían abandonar sus
familias, condenándolas al hambre, la enfermedad y la muerte. Dice
el padre Montoya: “Soy testigo que en la provincia de Guaira el más
ajustado encomendero se servía los seis meses de cada año de todos
los indios que tenía encomendados, sin paga alguna, y los que no se
ajustaban tanto los detenía 10 y 12 meses. Y si esto es así, como es
verdad, ¿qué tiempo le queda a este desdichado para sustentar su mujer
y criar sus hijos?” (66). El uso de esta yerba, que él no había probado,
era una verdadera maldición para los indios. Los naturales decían que
si la bebían con moderación era remedio para muchas enfermedades,
pero su consumo en demasía los llevaba a tener vómitos y les hacía
daño. La yerba se vendía a un precio elevadísimo.
En este punto del relato, el padre Montoya hace una breve digresión.
Estaban ocurriendo en esos momentos problemas sobre los que él
quiere comentar especialmente. El servicio personal abusivo había
llevado a que muchos pueblos se rebelaran. Varios de estos poblados

— 333 —
Los chicos pobres

despidieron a los padres jesuitas que se encontraban entre ellos


predicándoles el Evangelio, y que nada tenían con ver con ese servicio.
Los españoles, lejos de lamentarse de la situación, la usaban como
pretexto para enviar tropas y atacar a los indios. Dice que eso era algo
injusto: los guaraníes no eran sus enemigos. Los pueblos indígenas
siempre pedían que fueran sacerdotes, y si se habían rebelado había sido
por la conducta inhumana de los encomenderos. La evangelización
de los indios les había costado mártires a los padres jesuitas, y no se
lamentaba por eso, ya que el tributo brindado les había permitido
conquistar muchas almas para su Dios. Dice que en la provincia del
Uruguay “…donde el Evangelio entró desnudo de armas, derramaron
su sangre cinco sacerdotes de la Compañía con insignes martirios”, lo
cual era un honor para España “…pues tan dichoso riego ha producido
el fruto copiosísimo de veinticinco poblaciones o reducciones que la
Compañía tiene hoy firmes en la fe y la obediencia de Su Majestad”
(71).
Aclarado esto, el padre continúa el relato de su primer viaje a las
misiones. Pudo llegar finalmente a la reducción Nuestra Señora de
Loreto, donde lo recibieron los padres José Cataldino y Simón Masseta,
jesuitas italianos. Se sintió muy feliz de verlos. Comprobó que vivían
en la pobreza. Era una prueba de la riqueza de su vocación y su misión
apostólica. Visitaron juntos los pueblos indígenas cercanos. Describe
las costumbres de estos indígenas y sus creencias. Sus poblaciones eran
pequeñas, pero tenían un gobierno bien estructurado. Lo presidía un
cacique. Los jefes se esmeraban en su discurso, ya que la cultura valoraba
mucho la elocuencia (Colazo 129-42). Los plebeyos trabajaban para los
caciques, les hacían casa y cultivaban la tierra. Cuando estos querían
les entregaban sus hijas. Eran polígamos y tenían entre veinte y treinta
mujeres. Respetaban los vínculos de sangre y no tenían relaciones
sexuales con miembros de su familia. Los caciques se casaban con
mujeres principales (76).
Su cultura aceptaba la existencia de Dios, al que llamaban Tupá. No
tuvieron ídolos. Adoraban los huesos de algunos difuntos, en particular
de aquellos que habían sido Magos. No hacían sacrificios a Dios. El padre

— 334 —
Alberto Julián Pérez

Montoya pensaba que concebían a Dios como una unidad, lo cual acercaba
su creencia a la idea monoteísta cristiana. Sospechaba que esto se debía a
que el apóstol Santo Tomás había llegado a América hacía mucho tiempo
y dado a conocer su doctrina (Page 92-121). Más adelante en su libro
investigará esta hipótesis a fondo. Contaban solo hasta cuatro, y creían
que en el cielo vivían animales que podían comer los astros y producir
eclipses.
Tenían diversos rituales asociados a la alimentación. Cuando la mujer
paría el hombre ayunaba y se aislaba por 15 días, creyendo que esto protegía
al infante. En las guerras con otras tribus tomaban cautivos. Preparaban
después un gran banquete para bautizar a los niños del grupo. Elegían a
un individuo prisionero y lo engordaban. Le daban libertad para comer
lo que quisiera y podía tener relaciones sexuales con todas las mujeres
de la tribu que le gustaran. Llegado el momento lo sacrificaban en una
ceremonia muy solemne. Repartían trozos de su cuerpo, los cocinaban
de manera especial y comían todos juntos en una gran celebración. Les
ponían a los niños que se bautizaban el nombre del enemigo vencido.
Cuando regresaba alguno de ellos de un largo viaje, o arribaba un
huésped, lo recibían con gran llanto y muestras de dolor. Relataban las
hazañas de todos los miembros de la familia del que llegaba. Luego se
enjugaban las lágrimas y comenzaban los gritos de bienvenida.
Creían que en la muerte el alma acompañaba al cuerpo. Ponían objetos
en las sepulturas para que el alma se acomodase y estuviera a gusto. La
mujer tenía prohibido acercarse a los hombres antes de haber tenido su
primera menstruación. Cuando esta ocurría, la amortajaban, cosiéndola
en una hamaca, y luego de tres días se la entregaban a una mujer para
que la hiciera trabajar en las tareas más cansadoras. Luego de ocho días
le cortaban el pelo, le ponían cuentas de colores y le daban libertad para
estar con los hombres.
El padre Montoya pensaba que habían llegado a ellos noticias
del diluvio bíblico, al que llamaban Yporú, que quería decir gran
inundación. Los magos interpretaban el significado de los cantos
de las aves, y enterraban sapos atravesados por espinas para curar
enfermedades (80).

— 335 —
Los chicos pobres

Llegó a la misión otro sacerdote, el padre Urtazum, y se dividieron


las tareas para trabajar en dos pueblos, Loreto y San Ignacio. Abrieron
una escuela para enseñar a leer y escribir a los niños; a los adultos les
daban clase sobre doctrina cristiana, una hora a la mañana y otra a
la tarde. Hablaban de todos los misterios divinos, salvo el sexto, que
prohibía el adulterio, ya que los guaraníes eran polígamos, y no querían
ofenderlos. Esto lo mantuvieron durante dos años. Al comienzo del
día visitaban a los enfermos, luego decían misa y daban un sermón.
Más tarde les enseñaban la doctrina para poderlos bautizar. Cada
día bautizaban entre trescientos y cuatrocientos indios. Además de
trabajar en las dos misiones, iban a los pueblos cercanos para predicar
y bautizar a los que vivían allí.
Su relación con los guaraníes tuvo sus altibajos. Algunos indios
resentían el poder que iban adquiriendo sobre la población con sus
ceremonias religiosas. En una aldea cercana había un cacique, Miguel
Artiguaye, que, enamorado de una manceba, había desterrado a
su mujer legítima a otro pueblo y, para darse importancia con sus
súbditos, se fingía sacerdote. Ponía sobre una mesa un mantel y hacía
como que decía misa. Ofrendaba un vaso de vino de maíz y comía una
torta de mandioca delante de todos. Tenía numerosísimas mujeres, y
ese año tan solo los padres habían bautizado a ocho de sus nuevos
hijos. Resentía que los jesuitas hablaran a los indios en contra de sus
costumbres y les pidieran que dejaran a sus mujeres. El padre Antonio
cuenta que Miguel le dijo a sus vasallos: “Los demonios nos han traído
a estos hombres, pues quieren con nuevas doctrinas sacarnos del
antiguo y buen modo de vivir de nuestros pasados, los cuales tuvieron
muchas mujeres…y ahora quieren que nos atemos a una sola…No es
razón que esto pase adelante, sino que los desterremos de nuestras
tierras, o les quitemos las vidas” (83).
Muchos no estaban de acuerdo con este cacique y apreciaban a los
padres jesuitas. Uno de ellos le pidió al cacique Miguel que antes de
hacer nada lo consultara con el prestigioso cacique Roque Maracaná.
A día siguiente, al amanecer, con trescientos de sus hombres armados,
Miguel marchó a la aldea de Roque para hablar con él y preguntarle qué

— 336 —
Alberto Julián Pérez

hacer con los padres. Los padres estaban al tanto de lo que pasaba: unos
indios les habían avisado que querían matarlos. Otro cacique, Araraá,
que estaba en desacuerdo con Miguel, envió a varios de sus hombres
en canoas para llevarlos a su poblado, donde su gente los defendería.
Los padres se consultaron y creyeron que no debían mostrar cobardía.
Agradecieron el ofrecimiento, pero no lo aceptaron. Se confesaron y se
dispusieron a morir si llegaba el momento, poniendo su vida en manos
de dios.
El cacique Roque no estaba de acuerdo con Miguel, él quería a los
padres y los respetaba. Cuando Miguel se presentó con sus hombres
de guerra, el cacique se adelantó hacia él, lo tomó entre sus brazos, lo
levantó, lo tiró al suelo y lo humilló. Miguel regresó con sus indios a su
aldea y fue a la misión, donde se presentó ante los padres, desarmado.
Entró en la iglesia, se puso de rodillas y les pidió perdón. El padre José
lo abrazó y lo consoló.
Durante los más de veinticinco años que el padre Antonio vivió
entre los guaraníes ocurrieron numerosas confrontaciones de este tipo.
La labor de los misioneros no fue fácil. Se enfrentaban dos mundos
distintos. Los padres llevaron a los nativos su doctrina y les presentaron
su verdad religiosa. Los guaraníes resistieron. Debían conquistarlos.
Ese proceso ocurrió la mayor parte de las veces sin violencia, pero
hubo situaciones, como la referida, en que los indios recurrieron a las
armas. En esa ocasión todo terminó bien. Ellos siempre procuraron
demostrar su determinación heroica, como soldados de Cristo. Su
única arma era la fe.
Los padres tenían una relación muy difícil con los encomenderos,
que criticaban su trabajo con los indios. En Villa Rica empezaron
una campaña de difamación contra ellos. Buscaban que se fueran
de la zona. El padre Antonio estaba consciente de cuáles eran sus
verdaderas razones, deseaban, dice, “…que desamparásemos aquel
rebaño para entrar a la parte del esquilmo” (88). Los encomenderos
querían quitarles los indios de las misiones para obligarlos a servirlos,
y trabajar en sus campos sin compensación alguna. Argumentaban
que los religiosos les sacaban su fuerza de trabajo.

— 337 —
Los chicos pobres

El padre Antonio fue a Asunción a hablar con los superiores de


su orden. Las comunicaciones eran difíciles y no recibían suficientes
noticias de ellos. Recorrió a pie más de ciento cincuenta quilómetros
hasta llegar al puerto de Maracayu. Luego, por el río, fue a Asunción.
Ahí visitó a sus superiores y les pidió que les enviaran más religiosos,
ya que los que había no eran suficientes para atender a tantos miles
de indígenas. Sus superiores le explicaron que les resultaba imposible
satisfacer su pedido. Pasó varios días con ellos y luego regresó a las
misiones. Al llegar habló con sus compañeros y les explicó la situación.
No se desanimaron. Decidieron redoblar el esfuerzo y continuar con
su trabajo. Hicieron muchísimas conversiones y bautismos.
Poco tiempo después enfermó de gravedad el joven padre Martín
Urtazum. La alimentación pobre e insuficiente que tenían resultaba
inadecuada para un enfermo. Su salud debilitada no resistió.
Comprendiendo que estaba cerca de la muerte, les decía que su vida
era fácil y regalada comparada a la de los mártires. Le confesó al padre
Antonio: “Gran flojedad es la mía, pues como regalón muero en la
cama” (91). Le pidió que cuando muriera dijera por él veinte misas. El
padre le dio la Extremaunción y poco después falleció.
El padre Montoya describe varias conversiones particulares que
realizaron y resultaron difíciles. Ellos querían enseñar a los indios la
palabra de su Dios. Estos resistían. Algunos se rebelaron y empezaron
a imitar sus rituales fuera de la iglesia. Trataban de ocupar su lugar
y reemplazarlos. Actuaban tal como habían visto que lo hacían los
sacerdotes cristianos, realizando entre los suyos ceremonias que
remedaban la misa. Querían quitarles los fieles. El mundo religioso
indígena era limitado.
El cristianismo les proponía participar de rituales colectivos
persuasivos y les mostraba un mundo espiritual misterioso y rico. La
nueva forma de vida los alejaba del modo de vida pasado, pero tenía
muchas cosas positivas que ofrecerles.
Los sacerdotes integraron a los indígenas dispersos en grupos
numerosos de varios miles de individuos. Estos experimentaron una
vida social nueva. Los padres introdujeron en las misiones instrumentos

— 338 —
Alberto Julián Pérez

de trabajo que los indígenas desconocían, como el arado de hierro y


el hacha, que transformaron la forma en que trabajaban y producían
alimentos. Podían sembrar de manera más eficiente. La alimentación
del grupo mejoró. Los misioneros les enseñaron a trabajar de manera
mancomunada y ahorrar. Los nativos experimentaron la sensación
totalmente nueva de estar menos atados a las necesidades materiales y
disponer de cierta libertad individual, un concepto que ellos, atados a
los rigores y limitaciones de la vida tribal, no conocían.
Los padres introdujeron en las misiones grandes animales, como
caballos y vacas, modificando su vida cotidiana y enriqueciendo
su alimentación. Les enseñaron oficios y el concepto de trabajo
productivo. Gracias a sus habilidades lingüísticas y el conocimiento
del guaraní, los padres pudieron enseñar a los niños a leer y escribir en
su propia lengua.
Los jesuitas predicaban su doctrina y enseñaban el catecismo en
guaraní. Esto posibilitó una verdadera comunión entre los sacerdotes
y los nativos. Llegaron a quererse entrañablemente. Los guaraníes eran
para ellos su rebaño, trabajaron a su servicio por décadas. Por eso el
padre Montoya estaba en esos momentos en Madrid. Pedía a la Corona
armas de guerra para defender a su pueblo nativo de los bandeirantes.
Los padres habían visto cómo estos criminales atacaban las misiones,
asesinaban a los indios que resistían y se llevaban prisioneros a los
otros, encadenados como animales, para venderlos en los mercados
de esclavos de San Pablo. Más de 60.000 indios de sus misiones habían
terminado en esos mercados y no podían permitir que eso siguiera
ocurriendo.
Los padres les explicaban a los indígenas la doctrina cristiana y
les ayudaban a seguir sus reglas y enfrentarse a las tentaciones y los
demonios. Los indios vivían la religión cristiana desde la perspectiva
de su mundo natural espiritual. El mundo material había sido siempre
para ellos un espacio lleno de riesgos y peligros. El padre Antonio cuenta
sobre la lucha que emprendieron contra los demonios para defender a
su rebaño. Estos le disputaban a Cristo el alma de los creyentes. Refiere
la historia de un indio que era buen cristiano. Enfermó y, luego de

— 339 —
Los chicos pobres

confesarse y recibir los sacramentos, murió. Lo sepultaron, y al poco


tiempo, vinieron a avisarle que había resucitado (97-8). El padre fue a
verlo, y el indio le contó que después de muerto se le había aparecido
un fiero demonio que le dijo que él era suyo, porque en la confesión
no había contado sobre sus borracheras, y el sacramento no valía. El
indio le respondió al demonio que lo había hecho sin intención. Este
quería llevárselo. En ese momento apareció San Pedro con dos ángeles
y lo ahuyentaron.
El indio nunca había visto imágenes de San Pedro, sin embargo lo
describió tal como lo pintaban en los cuadros los artistas de acuerdo a
las descripciones de quienes lo conocieron en vida. San Pedro lo llevó
con él y juntos se elevaron. Desde el aire vio una ciudad amurallada.
El santo le dijo que era la ciudad de Dios, pero que él no podía entrar
en ella en ese momento. Debía regresar a la tierra durante tres días, y
después volvería allí, para vivir junto a Dios. En ese instante regresó a
su cuerpo y se encontró rodeado de sus parientes. Les dijo que había
vuelto de la muerte para decirles que tuvieran fe, que creyeran en las
enseñanzas que les daban los padres y se confesasen con regularidad.
Durante tres días la pasó muy bien rodeado de su comunidad. El
domingo, luego de haberse confesado, murió otra vez.
La fe cristiana se impuso y derrotó al demonio. El indio salvó su
alma y pudo gozar de la vida eterna. Pero el diablo no quedó conforme.
Poco tiempo después fueron a la reducción de San Ignacio cinco
demonios. Se presentaron vestidos como sacerdotes y les dijeron a los
indios que eran ángeles del cielo. Les pidieron que se fueran con ellos.
Los indios desconfiaron y les dijeron que los acompañaran a ver a los
padres jesuitas, y estos desaparecieron (99-100).
Los demonios asumían figuras diferentes. Otra vez, yendo un indio
al monte a rezar, vio a un hombre vestido de cazador. El intruso hacía
que disparaba, pero de su arma no salía sonido alguno. Vinieron otros
demonios que les decían a los indios que matasen a los religiosos. Los
padres en sus sermones advertían sobre esto a los nativos y les decían
que no los escuchasen. Practicaron varios exorcismos para que les
demonios se fueran.

— 340 —
Alberto Julián Pérez

El padre Montoya refiere un caso en que aparecieron figuras


salvadoras, que fortalecieron la fe de los nativos. En Loreto estaban
dedicando un nuevo templo a la Virgen. Sesenta fieles habían ido a la
ceremonia, era ya de noche. De la iglesia vieja salieron tres mujeres
vestidas de blanco, tenían el cabello largo y rubio. Se subieron a la cruz
que estaba en frente de la iglesia en un pedestal. La gente las miraba con
atención. Parecían vírgenes luminosas. Unos niños se acercaron para
tocarlas. Las figuras retrocedieron a la iglesia vieja y desaparecieron.
El padre Montoya sintió que esa aparición milagrosa era un signo de
aprobación que les daba la Virgen. Los padres habían hecho muchas
conversiones. La Virgen de Loreto siempre les había mostrado mucho
amor.
La labor de conversión y cristianización era central en el proyecto
jesuita. El trabajo religioso ponía en contacto el mundo natural con
el sobrenatural, ambos se fundían en la experiencia religiosa. Los
religiosos compartían este sentimiento con los indígenas. Para los
guaraníes la selva era un espacio animado y lleno de vida. Los curas
enriquecían la imaginación impresionable de los nativos con las
historias de aparecidos. El imaginario cristiano se integraba al mundo
espiritual indígena. Los padres se comunicaban con ellos en su lengua.
El conocimiento del idioma guaraní les permitía comprender las
sutilezas de sus costumbres y rituales y avanzar en una interpretación
integral de su cultura. El banquete ritual antropofágico de bautismo,
del que habla el padre Montoya, y que describe también en detalle Alvar
Núñez en sus Comentarios, tenía elementos en común con las comidas
rituales cristianas, en las que se sacrifica un animal simbólico, un
cordero (Cabeza de Vaca 192-4). Cristo se presentaba como el cordero
sacrificial. En el banquete antropofágico guaraní se sacrificaba a un
enemigo y los bautizados asumían su nombre. Se apropiaban de su
identidad.
Escogían a un enemigo prisionero y lo preparaban para la
ceremonia. Lo trataban como a miembro de la familia. El individuo
compartía las costumbres, las comidas y las mujeres del clan según su
voluntad y su deseo, para luego ser sacrificado. Repartían pedazos de

— 341 —
Los chicos pobres

su cuerpo entre los miembros de la familia, lo cocinaban y lo comían


con solemnidad. La comunidad daba su nombre a los bautizados. En la
ceremonia seguían un orden estricto, como en todo ritual.
Los jesuitas buscaron interpretarlo y entenderlo. Los militares, a
diferencia de ellos, habían tomado este banquete antropofágico como
una prueba de la barbarie indígena y lo usaron como justificación para
tratar de destruir su cultura. Los padres explicaron a los indígenas
el valor que tenía la vida humana para los cristianos. Daban a los
indios convertidos el bautismo cristiano y les pedían que renunciaran
definitivamente a esta práctica.
Los padres tuvieron que enfrentar numerosas situaciones límites.
Se disponían, en una ocasión, a evangelizar una región donde vivían
indios “gentiles”. Poco tiempo antes de partir enviaron a dos indios
cristianos precediéndolos para avisar a los gentiles que llegarían pronto
e informarles que su intención era hablarles de su religión. Cuando
llegaron los indios cristianos al pueblo sus jefes no los escucharon
y mandaron prenderlos. Les dijeron que querían hacer con ellos
una fiesta de bautismo y que también matarían a los padres cuando
llegaran. Les ofrecieron bellas mancebas para que gozaran de ellas. El
más joven les dijo que su religión prohibía el adulterio y él tenía mujer.
Les explicó que no pecaría ni aunque lo mataran, porque si moría sin
pecado su alma iría a gozar eternamente de Dios. El padre de una
moza rechazada lo apuñaló y lo mató. El otro aceptó la propuesta y
durante varios días gozó de mujeres y placeres, y después, con mucha
solemnidad, los indios hicieron la fiesta de bautismo, y se lo comieron.
Cuando se enteraron los padres, consideraron que el joven había
muerto como mártir, un don preciado en la iglesia, y como tal lo
celebraron. Luego, lejos de dejarse intimidar, los jesuitas se dispusieron
a ir ellos mismo al pueblo de indios gentiles a enfrentar la situación.
Rezaron a San Ignacio mártir antes de partir. Un cacique de la zona,
que los apreciaba, fue en persona al pueblo a hablar con los rebeldes
que querían matarlos. Los convenció de que los religiosos iban allí a
levantar una iglesia y no a hacerles mal. Estos, finalmente, terminaron
por aceptar. Los padres levantaron en ese lugar la reducción de San

— 342 —
Alberto Julián Pérez

Francisco Javier (112). Los rebeldes que habían matado a los indios
se integraron a la iglesia, aceptaron el bautismo y se convirtieron en
buenos cristianos.
Los jesuitas supieron transformarse en líderes religiosos de la
comunidad guaraní, a la que hicieron importantes aportes. La
interrelación de culturas fue fructífera y generosa. Se desarrolló entre la
cultura cristiana europea y la indígena un vínculo espiritual y cultural
profundo permanente que permanece hasta hoy y es evidente en las
regiones de habla guaraní, en Paraguay y el noreste de Argentina.
El padre Montoya hace una larga digresión en su narración para
contarnos la historia del apóstol Santo Tomé o Tomás en América.
Cuando ellos viajaban por la provincia para evangelizar a los indios,
siempre a pie y llevando cada uno una cruz alta como insignia, estos
los recibían con mucho amor. Les ofrecían sus alimentos, que eran
raíces y frutos de la tierra. El padre Montoya cree que esto sucedía
porque su venida no les era del todo inesperada: el apóstol había estado
ya en América y había predicado su doctrina antes que lo hicieran
ellos.
Las costumbres guaraníes y las cristianas tenían diferencias y
similitudes. Pensaba que el apóstol les había pedido que se unieran
a una mujer sola, pero que luego lo olvidaron. Por eso, cuando ellos
les solicitaban a los indios que abandonaran las uniones polígamas,
estos comprendían su importancia y lo hacían (115). El padre Antonio
suponía que el apóstol había llegado a Brasil, y de allí se había
desplazado a Paraguay y a Perú en peregrinación. Habla de diferentes
pruebas que los creyentes encontraron de ese viaje, como un camino
por el que había pasado y que quedó marcado en la selva de manera
indeleble, y una piedra donde Santo Tomás apoyó su sandalia y dejo
impresa la huella de su pie.
Varios nativos del pueblo de Carabuco en Perú decían que allí había
hecho milagros. Unos indígenas lo apresaron, lo ataron a un árbol y lo
azotaron, pero bajaban ángeles del cielo y lo desataban (118). Nativos
de distintas regiones contaban anécdotas sobre la visita del Apóstol. El
padre Montoya pensaba que había llegado a América volando desde la

— 343 —
Los chicos pobres

India o había atravesado el mar en una barca romana. La llegada de los


padres de la Compañía había refrescado seguramente la memoria de
su paso. Dice que la cruz que plantó Santo Tomás en Carabuco había
alejado a los demonios. Los gentiles quisieron destruirla y la hundieron
en una laguna, pero no la pudieron hacer desaparecer. La cruz volvía
a flotar al día siguiente. Cree que el Apóstol hizo muchos milagros en
la región. Él había asegurado a la gente que “cuando viniesen unos
sucesores suyos que trajesen cruces como él traía, volverían a oír la
doctrina que él les enseñaba” (126).
Santo Tomás y la Virgen los protegían. Los demonios acosaban a
los indios y los padres se mantenían vigilantes. Dice el narrador: “En
todas partes procura el demonio remedar el culto divino con ficciones
y embustes, y aunque la nación guaraní ha sido limpia de ídolos y
adoraciones…halló el demonio embustes con que entronizar a sus
ministros, los magos y hechiceros, para que sean peste y ruina de las
almas” (131). Había una reducción en que sus habitantes no asistían a
la misa y al sermón del domingo como lo hacían antes, y los padres se
preguntaron qué sucedía. Un mozo les dijo que en los cerros vecinos
había tres cuerpos de muertos que hablaban y les habían dicho a los
indígenas que no asistiesen a los sermones y las prédicas de los padres.
Se corrían rumores de que los muertos habían resucitado. Se reunieron
los cinco padres que trabajaban en esas misiones y decidieron ir por
la noche a los sitios donde tenían ocultos los cadáveres. Al llegar dos
de los padres a un monte hallaron un templo y, dentro de él, en una
hamaca, cubierto de mantas y adornado con plumas, encontraron un
cuerpo. En el templo había bancos, como en una iglesia. La gente iba allí
y le hacía preguntas, era una especie de oráculo. El cuerpo respondía.
Había en el suelo muchas ofrendas, de las cuales comía el sacerdote,
y lo que sobraba lo repartía entre los labradores, prometiéndoles una
cosecha abundante. Los padres recogieron los huesos, las mantas y las
plumas, y se los llevaron.
El padre Mendoza y el padre Antonio, por su parte, fueron a otro
sitio, donde hallaron un templo. El cuerpo del difunto ya no estaba allí.
Un sacristán gentil del templo les dijo que el muerto daba voces y pedía

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Alberto Julián Pérez

que lo sacaran de allí. Entre varios se lo llevaron. Ellos fueron tras el


grupo y luego de varias horas los alcanzaron. Los indios dejaron su
carga y escaparon. El gran envoltorio contenía unos huesos humanos
hediondos. Eran los restos de un gran mago, que había muerto muy
viejo.
Los padres prohibieron a los indios cristianos que comieran de
las ofrendas que le habían hecho al demonio. Muchos decían que
los magos habían resucitado. Juntaron a toda la gente en la iglesia y
dieron un sermón, pidiéndoles que no creyesen en esas tonterías. Les
mostraron los restos, que eran huesos fríos, y los quemaron. La gente
del pueblo se convenció y venían todos a pedir el bautismo.
Las creencias indígenas luchaban contra las cristianas en una
guerra de valores religiosos. Los padres querían conquistar a los
gentiles, a los no creyentes, y convertirlos a la “verdadera religión”. El
padre Montoya relata varios viajes que hicieron en busca de gentiles
para convertir. Durante los viajes se enfrentaron a la desconfianza
de los indígenas. Sus hechiceros decían que los padres venían para
hacerle mal a la comunidad y que eran peligrosos. Cuando fueron a la
provincia de Tayaoba la vida de los padres peligró. Les dijeron que los
hechiceros les habían pedido a los indígenas que mataran a los padres
y se los comieran. Los hechiceros se valían de su notable elocuencia
para persuadir a los indios.
Los padres se detuvieron en una aldea de sesenta vecinos y les regalaron
pequeños objetos que ellos apreciaban mucho, como anzuelos, agujas y
cuchillos (137). Los utensilios de los indios eran de madera, hueso y piedra,
y los objetos de metal les resultaban extraordinarios. Un hechicero agredió
verbalmente al padre Montoya. Este le explicó que ellos no iban en busca
de oro y plata, sino de almas a las que querían bautizar y enseñarles a creer
en su Dios, creador del Universo. El hechicero lo trató de mentiroso y
pidió a los indios que los mataran. Tuvieron que escapar. Los persiguieron
y les arrojaron flechas. Mataron a siete de los indios cristianos que los
acompañaban. Sin embargo, los padres no se arredraron. Estimularon
a los indios cristianos, compañeros de viaje, felicitándolos por su valor.
Les explicaron que los indios muertos habían firmado con su sangre la

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Los chicos pobres

fe que los animaba. Les llegó un mensaje del gran Cacique Tayaoba. Este
les contaba que los hechiceros habían dicho que ellos eran monstruos y
comían carne humana, pero que él sabía que no era verdad. Les dice que
él ira a verlos. La visita del gran Cacique hizo que los indios cambiaran su
actitud, tan grande era el respeto que infundía.
Los indígenas que seguían a los hechiceros se prepararon para atacarlos.
Tayaoba se dispuso a defenderlos. Les dijo a los padres que aprovecharan
la noche para escapar. Muchos de los indios los habían apoyado, y
lamentaron tener que irse. Salieron y anduvieron hasta la ciudad de
Villa Rica. Cuando los españoles de la ciudad se enteraron de lo que
había pasado, utilizaron la situación como pretexto para organizar una
gran excursión militar, y atacar y reprimir a todos los indios del pueblo.
El padre Montoya, que entendió cuál era la intención de estos, insistió
en acompañarlos en su excursión armada. Salieron setenta españoles
con quinientos indios amigos. Llegaron al lugar. Los indios los atacaron.
Los españoles hicieron un palenque, un cerco de palos, para defenderse.
Disparaban sus arcabuces y los indios amigos sus flechas contra los indios
gentiles. Los otros les respondían y la situación se sostenía sin solución. El
padre Montoya tuvo una idea: les dijo que dejaran ya de arrojar flechas.
Había notado que los enemigos no tenían flechas suficientes y tomaban
del suelo las flechas que les tiraban y se las volvían a arrojar. Los indios
amigos le hicieron caso. Los sitiadores tiraron tres rondas de flechas y se
quedaron sin municiones. Cesó el ataque.
Muchos de los indios que habían apoyado a los padres cambiaron
de bando y vinieron hacia ellos para unirse al grupo. Los españoles,
que no querían regresar sin un botín de hombres que les trabajaran
los campos como mano de obra cautiva, dijeron que iban a apresarlos.
Querían desquitarse de su frustración agrediendo a los indios pacíficos.
Argumentaban que antes de cambiar de bando los habían atacado. Se
proponían acusarlos, juzgar y matar a los caciques, y luego llevarse a
los indios que los seguían para que sirvieran en sus campos. Dice el
narrador: “Los españoles juzgando por caso de deshonra volver a sus
casas cargados de heridas y huyendo y sin ninguna presa, pusieron
la mira en hacerla en aquellas ovejuelas, que fiadas de nosotros nos

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Alberto Julián Pérez

seguían. Tratan de hacer proceso cómo aquellos indios me habían


querido matar dos veces, y convenía proceder a castigo, hízose así, y
dan sentencia que dos de ellos que eran los caciques sean ahorcados”
(148). El padre Montoya, esa noche, ayudó a los prisioneros a escapar. A
la mañana, cuando los españoles se disponían a ejecutar su sentencia,
el padre Antonio les dijo la verdad: él los había liberado. Los españoles
lo agredieron verbalmente y lo amenazaron. Finalmente, partieron.
Los padres se quedaron allí y, días más tarde, regresaron los indios que
habían escapado y los ayudaron a levantar sus casas y una iglesia en
el lugar. Tiempo después los bautizaron y los hicieron cristianos. Su
empeño finalmente triunfó, a pesar de los peligros.
Poco a poco lograron reducir a los indios rebeldes. Integraron
a su reducción a todos aquellos que habían querido matarlos y los
convirtieron. Cuenta el padre Montoya: “Allí se redujeron todos aquellos
que la primera vez me quisieron matar y mataron los siete indios…aquel
sitio poblaron los que la segunda vez me desterraron…allí mostraron
su sentimiento de los agravios que me habían hecho, allí confesaban su
culpa lavándose con el Sacramento del Bautismo, que les di” (150).
Con gran esfuerzo y trabajo los padres lograron levantar trece
poblaciones en la región, en las que predicaban. Los indios que habitaban
en ellas renunciaron a la poligamia, iban a misa y comulgaban todos los
domingos.
El éxito de los jesuitas en las misiones no pasó inadvertido. En cada
una de ellas vivían miles de indios. Cristianizados, bien organizados,
representaban un capital humano valiosísimo. El trabajo era el oro de la
riqueza. Los conquistadores-empresarios eran ambiciosos y necesitaban
trabajadores para labrar los campos.34

34
En la primera etapa de la Conquista se había forzado a los indios a trabajar en las condiciones más inhumanas. Las
ideas del padre Bartolomé de las Casas, que denunció el genocidio al que se sometía a la población nativa, habían
llevado a que el Rey aprobara leyes reconociendo la humanidad de los indígenas y prohibiendo se los tratara como
esclavos y se los comprara y vendiera. Las áreas portuguesas, sin embargo, mantuvieron la esclavitud. En las zonas
del Caribe y tierra firme donde el cultivo de la caña requería mucha mano de obra importaron negros de África para
ser esclavos y traficaron con ellos. Aún así, la mano de obra era insuficiente (Mora Rodríguez 223-36).

— 347 —
Los chicos pobres

En la provincia del Paraguay los encomenderos exigían a los indios el


servicio personal. Según el mismo, los indios debían trabajar para ellos
una parte del año a cambio de una compensación, pero los propietarios
encontraban la manera de hacer que ese tiempo se extendiera y jamás
pagaban el salario, porque los indios siempre les “debían” por la comida
y otras cosas que les daban. La alimentación era deficiente y los indios
encomendados morían de hambre y de enfermedad. Al ser obligados
a trabajar para el terrateniente y no poder cultivar sus parcelas para
sustentar a sus familias, estas terminaron disgregándose. El sistema
terminó siento tan cruel como la esclavitud. La ocupación española, la
conquista “civilizatoria”, se transformó en un genocidio prolongado,
una manera inhumana y brutal de oprimir y explotar el trabajo de los
nativos. Tanto las autoridades como los soldados vueltos terratenientes
tenían interés en silenciar y encubrir las condiciones de vida a que
sometían a los naturales.
Los jesuitas, que conocían la situación, comprendieron que la
presencia predatoria de los encomenderos y de los militares en la región
haría difícil el trabajo misionero y fundaron sus misiones en zonas
distantes de las ciudades, para poder organizar la vida comunitaria
de acuerdo a sus fines religiosos. Esto llevó a tensiones con el ejército
y los encomenderos. Las autoridades políticas sintieron que los jesuitas
controlaban todo un “capital humano”, una fuerza de trabajo, para sus
propios intereses.
Los indios que vivían en las misiones eran dóciles y capaces. Se
adaptaron fácilmente a la vida cristiana en comunidad y se beneficiaron
con las innovaciones que aportaron los padres: utensilios de trabajo,
animales domésticos, enseñanza de oficios, desarrollo de la agricultura,
además del universo religioso propio del mundo judeo-cristiano.
Los encomenderos sintieron que los jesuitas estaban en contra de
sus intereses y comenzaron a conspirar contra los padres. Cada una
de las misiones tenía entre cinco y seis mil indios viviendo en ella,
pacíficos, entrenados en el trabajo, obedientes, disciplinados. El deseo
de apoderarse de ellos para forzarlos a trabajar en sus tierras, en un
servicio que era virtualmente esclavitud, creció.

— 348 —
Alberto Julián Pérez

La corona española prohibía esclavizar a los indios. Si querían


esclavos, debían comprar negros, que era caros. Buenos Aires era
un gran mercado al que llegaban los barcos negreros del África. Los
traficantes revendían la carga humana en el interior del continente.
En Brasil, tanto la esclavitud de los negros africanos como la de los
indígenas era legal. La mayoría de los indios que podían esclavizar
habían escapado al interior. Los propietarios de San Pablo necesitaban
muchos brazos para trabajar en los cultivos de caña, y no querían
pagar el costo de los esclavos negros. Encontraron una solución a
su problema: con la complicidad de los encomenderos paraguayos
contrataron bandas armadas de mercenarios para invadir las misiones,
apropiarse de los indios y traerlos prisioneros al Brasil. Allí, “territorio
liberado”, podían venderlos como esclavos. Estas bandas agrupaban a
aguerridos mercenarios portugueses y holandeses: más que soldados,
eran asesinos que tenían frente a sí una tarea bastante fácil. Las
misiones estaban lejos de las ciudades, el ejército real no podía ni tenía
interés en defenderlas. Los religiosos no poseían armas de fuego ni
armas blancas. Las armas que usaban los indígenas para cazar eran
poco letales: arcos y flechas de madera, con toscas puntas de piedra.
Los ejércitos bandeirantes contaban con el apoyo de miles de indios
“amigos”, que eran rivales y enemigos de los guaraníes. La “bandeira”
era un ejército, mas que de soldados, de criminales mercenarios, y
desplegaban enorme crueldad durante sus ataques. Nunca se había
visto en el Paraguay una tal cacería de esclavos. Los misioneros
tuvieron que sufrir esto.
Los propietarios de San Pablo mandaron a estos ejércitos a
atacar las misiones. Los indios resistían como podían con sus armas
rudimentarias, con poco éxito. Los bandeirantes traían armas de fuego
y armas blancas afiladas, y usaban corazas rústicas que les resultaban
efectivas para luchar contra las armas de madera de los indígenas. La
resistencia indígena no hacía más que excitar su codicia y aumentar su
crueldad. Los bandeirantes fueron atacando a todas las misiones, una
tras otra. En unos pocos años se llevaron prisioneros a 60.000 indios
y los vendieron como esclavos en San Pablo. Este tráfico humano

— 349 —
Los chicos pobres

beneficiaba a los empresarios brasileños. Los encomenderos españoles


recibían seguramente un porcentaje por su apoyo y su silencio. No
hicieron nada por defender las misiones de los ataques. La corona
española hacía caso omiso de la situación. En esos momentos y hasta
1640 los reinos de Portugal y España estuvieron unidos. Felipe IV era
rey de España y Portugal. España respetaba la autonomía jurisdiccional
y las leyes de cada territorio y reino que integraba su imperio.
Los encomenderos paraguayos obligaban a los indios a trabajar
hasta el agotamiento, sin retribución, mal alimentados. Bajo el mal
trato continuo morían de hambre y enfermedades. Ese fue el comienzo,
la fundación, a partir del cual se desarrolló el mundo del trabajo en
el Paraguay y el Río de la Plata. Explotación ilimitada de los pueblos
nativos, servicio forzado, esclavitud disimulada, genocidio. Al trabajo
indígena se agregaba el trabajo de los esclavos africanos importados.
Las relaciones entre capital y trabajo, a partir de este inicio, irían
transformándose lentamente con el paso de los años.
En este contexto la labor de los jesuitas ayudó mucho a los pueblos
nativos. Los padres reconocieron la humanidad y la sensibilidad del
indio y aprendieron su lengua. El padre Montoya fue el primer gran
lingüista de la lengua guaraní. Escribió un diccionario y un tesoro de
sus expresiones, y un libro de catecismo en guaraní. Los padres daban
sus sermones y enseñaban la doctrina cristiana en la lengua indígena.
Supieron descubrir al otro, reconocerle su humanidad. Trataron a los
nativos como iguales. Los hicieron cristianos, los integraron en una
misma familia religiosa, se volvieron parte de su comunidad. Esta
verdadera comunión espiritual con el pueblo guaraní daría con el paso
de los años frutos extraordinarios.
El padre Montoya describe cómo actuaron los bandeirantes en
las misiones cuando los invadieron. Dice: “Entró esta gente peores
que alarbes por nuestras reducciones, cautivando, matando y
despojando altares…Acudieron los pobres indios a guarecerse en la
iglesia, en donde (como en el matadero de vacas) los mataban” (154).
Los mercenarios insultaban a los padres, destruían los altares y los
amenazaban con las armas. Muchos de los mercenarios, fingiéndose

— 350 —
Alberto Julián Pérez

creyentes, se burlaban de ellos y “…mientras los demás andan robando


y despojando las iglesias, y atando indios, matando y despedazando
niños” les mostraban sus rosarios y les pedían confesión (155). Ataban
a los indios adultos, hombres y mujeres, para llevarlos y venderlos
como esclavos, y mataban a los niños y a los viejos, para que los indios
no trataran más tarde de escapar de sus dueños y regresar a su tierra
para reunirse con su familia.
Dos de los padres siguieron a los bandeirantes a San Pablo, luego que
estos salieron con su cargamento humano. Una vez allá denunciaron
el crimen y pidieron ayuda a las autoridades, pero no los escucharon.
Muchos se burlaban de ellos, los insultaban y hasta los golpearon.
Dice el narrador: “…la misma justicia de San Pablo salió a ellos, y sus
moradores llamándoles perros, herejes, infames…pusieron manos
violentas en el P. Simón Masseta sin respeto de su edad y venerables
canas” (157).
El padre Montoya dice que de 1628 en adelante los mercenarios
portugueses no cesaron de invadir las misiones y llevarse a sus indios
cristianos para venderlos como esclavos. En 1631, estando ellos en la
reducción de San Francisco Javier, les avisaron los de la zona que
venían los bandeirantes a atacar la misión. Los padres, sabiendo que
no podían defenderse, se llevaron a los indios que pudieron a las
misiones de Loreto y San Ignacio, a varios kilómetros de allí. Eran
las únicas que aún quedaban, de los trece pueblos que habían sido.
Una vez en Loreto consultaron con el Provincial de la orden. Este,
el padre Vázquez Trujillo, les pidió que trasladaran las misiones que
restaban con toda su gente más hacia el sur, sobre el río Paraná; él se
encargaría de gestionar en La Plata la aprobación de la Real Audiencia
de Chuquisaca. Los Bandeirantes se acercaban. Los vecinos de la
ciudad de la Guaira les avisaron que no podían defenderlos.
El padre Montoya fue el encargado de organizar el gran éxodo.
Sería una marcha épica de más de mil kilómetros hacia el sur, con doce
mil indios, por agua y por tierra. Se organizaron todos para llevar lo
que podían de Loreto y San Ignacio. Hicieron balsas y se prepararon
a partir rápidamente, antes de que llegaran los mercenarios asesinos.

— 351 —
Los chicos pobres

Juntaron canoas o maderos y armaron sobre ellos chozas techadas.


Los sacerdotes, con gran pesar, retiraron el Santísimo Sacramento y
todas las imágenes de las iglesias, y desenterraron los cuerpos de tres
compañeros misioneros muertos, para llevarlos con ellos. Finalmente
se embarcaron todos sobre 700 balsas río abajo. Mientras iban por el
río les avisaron que los bandeirantes ya habían llegado a las misiones
y, al encontrarlas vacías, destruyeron y desacralizaron las iglesias en
venganza, y usaron las mismas celdas de los padres para copular con
unas indias que habían hurtado de las reducciones (163).
Las balsas iban por el río en dirección a la Guaira. Les llegó una
noticia que les costaba creer: tenían nuevos enemigos. No se trataba
esta vez de los portugueses, sino de los mismos vecinos de la Guaira.
Se habían posicionado junto al gran salto del río, donde ellos estaban
obligados a desembarcar, y allí los esperaban, para impedir que
continuaran la marcha. Estaban armados. Los padres se adelantaron
en una canoa para hablar con ellos y pedirles que los dejaran pasar.
No querían, estaban furiosos. Los religiosos se estaban llevando
lejos de allí algo que creían les pertenecía: el trabajo servil indígena.
Los amenazaron con sus espadas, pero el padre Montoya no se dejó
intimidar: les dijo que los indios estaban dispuesto a defenderse y
vender cara su libertad, y eran muchos más que sus hombres. Ellos
matarían a gran cantidad de los naturales seguramente, pero al final
los vencerían e iban a perder la vida. Los encomenderos, vecinos y
propietarios recapacitaron y retrocedieron.
Superado el obstáculo ensayaron de enviar las canoas sin gente
por los saltos del río. Llegaban abajo destruidas. Tuvieron que
cargar a mano todo lo que llevaban. Siguieron el viaje por tierra.
El padre Montoya envió a la provincia de los Itatines a tres de los
padres con las campanas, los sacramentos y los objetos del culto. Se
llevaron también todos los instrumentos musicales. El grueso del
grupo continuó su marcha por la selva. Anduvieron durante ocho
días. Encontraron a unos padres que los estaban aguardando con
embarcaciones. No era fácil viajar con 12.000 personas, hombres,
mujeres, niños, ancianos.

— 352 —
Alberto Julián Pérez

Las embarcaciones no eran suficientes, tuvieron que hacer balsas.


Sufrieron accidentes en la navegación, varias balsas volcaron. Se
ayudaban entre ellos lo mejor que podían. Llegaron finalmente a un
sitio que les pareció bueno para establecerse, sobre un arroyo que daba
al río Paraná. No muy lejos se encontraban unas antiguas reducciones
jesuitas. Levantaron algunas chozas y enfrentaron los nuevos retos. El
principal fue alimentar a una tan gran cantidad de personas. Los padres
mandaron a buscar semillas para plantar en Asunción y vendieron
todo lo que podían para pagarlas. Un vecino de Corrientes los ayudó
y les dio una buena cantidad de vacas de su rodeo para alimentar a la
gente. La carne resultó insuficiente para tan gran cantidad de personas,
y muy pronto los atacó la peste.
Los padres se dedicaron a cuidar a los enfermos, y suministrarles
los sacramentos a los que morían. Fallecieron como consecuencia
2.000 personas. Empezaron a plantar. El hambre hacía que todos
se pelearan y se robaran la comida. Trataron de poner disciplina lo
mejor que pudieron y pidieron ayuda a Dios. Descubrieron una hierba
comestible que crecía en el agua cerca de la orilla del arroyo. Los
indios acudieron a sacarla y con eso saciaron un poco el hambre. Esta
hierba y algo de carne que consiguieron hizo que mejorara la salud de
todos. Pronto las sementeras empezaron a dar sus frutos: cosecharon
maíz, mandioca y legumbres. Criaron patos y gallinas. Compraron
ovejas para poder tener lana y hacerse vestidos. Construyeron iglesias
y fabricaron instrumentos de música. Pusieron los altares y celebraban
misa diariamente. Agradecieron el don a Dios, que los había salvado
de los traficantes de esclavos.
Durante tres años tuvieron que luchar duramente para establecerse
en el nuevo lugar. Los padres se pusieron en contacto con los indígenas
de la zona que se acercaban a las misiones. La conquista espiritual
volvió a ser lo que había sido en un comienzo: un enfrentamiento
entre la concepción del mundo cristiana y las ideas religiosas de los
nativos del lugar. Había un indio de cuerpo contrahecho que era un
consumado hechicero y tenía numerosos seguidores. Fingía traer las
lluvias y hacer crecer los cultivos. Los indios decían que le harían un

— 353 —
Los chicos pobres

templo para brindarle culto cuando muriese. Los padres idearon una
manera, no exenta de crueldad, para que los indios le perdieran el
respeto y vieran que no tenía poderes sobrenaturales: lo invitaron a la
misión durante la Pascua de Navidad, en que se hacían celebraciones y
juegos. Se pusieron de acuerdo con unos mozos para que lo invitaran
a jugar, y él, por vanidad, aunque era contrahecho y se movía con
dificultad, aceptó. Jugaron al gallo ciego y lo pusieron en ridículo.
Resultó víctima de las bromas de los niños. Los padres lo invitaron
a que se quedase en la misión y los ayudara a mantener y limpiar la
casa. Lo bautizaron con el nombre de Juan, y asistía todos los días a
oír Misa. Tiempo después enfermó. Antes de morir llamó a los padres
y les confesó que estaba feliz de morir en Dios y esperaba disfrutar de
la vida eterna (175-6).
El padre Montoya dice que hubo muchos casos edificantes de
conversión como este: eran individuos que se consideraban ajenos o
enemigos de la religión cristiana y terminaron aceptando a Cristo.
Los padres, para reforzar la fe, organizaron entre los creyentes una
Congregación dedicada al culto de la Virgen madre. Seleccionaron
a doce indios muy devotos. Estos seguían una disciplina religiosa
más estricta que el resto y el ejemplo de esta Congregación aumentó
muchísimo la devoción entre los creyentes.
Cuenta la historia milagrosa de una hermosa india, a la que los
bandeirantes habían llevado como esclava a San Pablo y allá la habían
vendido. En Brasil se casó con un indio y convenció a su esposo de
que escaparan de sus amos. Atravesaron con sus dos hijos la selva a
pie, en medio de muchos peligros. Después de haber caminado 1.500
kilómetros llegaron a la misión de Loreto, donde los jesuitas los
protegieron. Se hizo devota de la Virgen, se confesaba y comulgaba
regularmente. Entró en la Congregación de la Virgen y tiempo después
murió. La amortajaron y cuando fueron a velarla vieron que el cuerpo
se movía. Le quitaron la mortaja y comprobaron que estaba viva. Pidió
que llamaran al padre Agustín. Cuando corrió la voz de que había
resucitado, fue todo el pueblo a verla. Ella le dijo al Padre que había
muerto y dios le había dado cinco días más de vida. Le había pedido

— 354 —
Alberto Julián Pérez

que contara a los de la Congregación lo que había visto. Dice que la


habían llevado al Cielo, donde contempló a la Virgen resplandeciente,
muy hermosa, rodeada de numerosos Santos. Allá todo era tan bello
que, en comparación, lo que había en la tierra era muy feo. Exhortó
a las mujeres a ser castas y caritativas, y les pidió que siguieran los
mandamientos. Cumplidos los cinco días de su plazo se despidió de
la gente y, con el crucifijo entre sus manos, volvió a morir. Después
de estar enterrada nueve meses la desenterraron y encontraron que su
cuerpo estaba intacto. Un religioso se quedó con su rosario, con el que
ella rezaba. Poco después hubo una peste, que trajo gran mortandad.
El padre le dio el Rosario de la difunta a un niño ya moribundo, y poco
después este sanó (181-2).
Los padres buscaban conquistar las almas de los indios y vencer a
los demonios. Estos trataban de quitarles a los fieles, y muchas veces
se aparecían disfrazados para confundirlos y amedrentarlos. Dios, sin
embargo, velaba por ellos, los protegía y defendía. Numerosos indios,
en momentos difíciles, aguijoneados por la duda, recibieron la visita de
los ángeles. Estas apariciones milagrosas reafirmaban su fe. Cuando
tenían visiones, los indios llamaban a los otros para dar testimonio.
La vida en la selva era frágil, y numerosas enfermedades se llevaban a
los niños en su más temprana edad. Los adultos enfermos se curaban con
yerbas, y los padres, apelando a las nociones médicas que tenían, hacían
sangrías para aliviar la fiebre. A pesar de eso, una gran cantidad de
personas morían durante su juventud. El promedio de vida, nos damos
cuenta, era bajo. Cuando una enfermedad grave los atacaba, raramente
lograban recuperarse. Los padres asistían con los sacramentos. Les daban
confianza y les hablaban de la vida eterna, animando y consolando a los
que agonizaban.
Los padres tenían una relación muy buena con los indígenas de las
misiones y estos apreciaban su dedicación a servirlos. Su éxito les creo
enemigos. Los encomenderos los envidiaban. Muchos de ellos, que
simpatizaban con los terratenientes de San Pablo, los difamaban, diciendo
que en el viaje de traslado de las misiones y en la larga marcha por la
selva habían muerto muchos indios y que eso era culpa de los padres.

— 355 —
Los chicos pobres

Empezaron a recibir cartas de Obispos y oidores que los culpaban por


lo que había ocurrido durante la peste. El padre Montoya les respondió,
en defensa de su Orden, que la Real Audiencia de Chuquisaca les había
dado licencia para mudar a las poblaciones de indios y escapar de los
ataques de los bandeirantes. Sospechosamente, ninguno de los que los
acusaban decían nada en defensa de los 60.000 indios, que los de San
Pablo se habían llevado cautivos de las misiones para venderlos como
esclavos. En esos momentos la mayoría de estos estaban ya muertos,
como resultado del mal trato, el exceso de trabajo, la mala alimentación
y los castigos brutales a que los sometían. Explica que los indios de las
misiones estaban dispuestos a pagar tributo a la corona como cualquier
otro vasallo. Los padres habían pedido a las autoridades de San Pablo
que dieran libertad a los cautivos, algo que nunca hicieron (193). Sin
embargo, esos que los acusaban, eran ahora cómplices y callaban esos
crímenes. Le pide protección al Rey para que se conozca la verdad.
Se apresta a hacer un resumen de las principales actividades
misioneras que los padres habían desarrollado en cada una de las
misiones de las provincias del Paraguay y el Río de la Plata. Quiere,
en primer lugar, explicar cómo era la convivencia de los padres con el
pueblo indígena, y qué desafíos enfrentaron en su labor. Trabajaban en
cada misión casi siempre dos padres. Aprendieron al llegar la lengua
guaraní, y acudían a hablantes nativos para entender las variantes que
existían según las regiones. Todos los padres tenían conocimiento de
lenguas, hablaban el latín y por lo general alguna otra lengua extranjera.
Entregaron a las comunidades indígenas herramientas de trabajo que
resultaron revolucionarias para ellos, como la cuña o hacha de hierro y el
arado, ya que cuando ellos llegaron los indios usaban hachas de piedra y
plantaban practicando la “roza”, raspando la tierra en forma superficial.
Otros artículos que los indios apreciaban mucho y les resultaban muy
útiles eran los anzuelos de metal para la pesca y las agujas de coser, que
reemplazaron los anzuelos y agujas de hueso que los nativos usaban
antes.
Estos indígenas eran todos labradores y los muchachos, a llegar a
los once años, ya tenían su propia labranza. No conocían el dinero, y

— 356 —
Alberto Julián Pérez

entre ellos todo se hacía por trueque. Eran muy religiosos y, luego de
convertidos al cristianismo, oían misa todos los días. Se confesaban
regularmente y hacían ayuno. Durante los días de la Pasión se
emocionaban visiblemente y lloraban. Los padres les enseñaron como
usar las nuevas herramientas y los instruyeron en diversos oficios. Eran
artesanos habilísimos. Había entre ellos, en esos momentos, excelentes
carpinteros, herreros, sastres, tejedores y zapateros. Araban muy bien
la tierra y sabían construir casas. Les habían enseñado a leer y escribir
en su propia lengua guaraní, y a ejecutar instrumentos de música, que
se fabricaban en las misiones, como arpas, cítaras, vihuelas, cornetas,
fagotes, y otros. Eran muy aficionados a la música y habían formado
excelentes coros para las misas. Dice que el deseo del aprendizaje había
motivado a muchas familias guaraníes a venir a vivir en las misiones,
porque deseaban que sus hijos se instruyeran.
No se embriagaban, porque sus bebidas contenían poquísimo
alcohol. Los padres jesuitas no permitían el amancebamiento dentro
de las misiones, solo aceptaban las uniones entre aquellos que
estaban casados y eran monógamos. Habían levantado hospitales, y
les enseñaron a hacer sangrías. Sus enfermeros atendían a todos. En
sus misiones no vivían españoles, y era mejor así, porque estos en
las ciudades no les daban buenos ejemplos a los indios. Presionaban
siempre a los padres para que les entregaran los guaraníes de las
misiones para el servicio personal, que era una forma disimulada de
esclavitud. El servicio personal había provocado gran mortandad entre
los indios, y para él era algo diabólico. Muchos habían difamado a los
padres, diciendo que hacían trabajar a los indios en beneficio propio
(200). Dice que pone por testigo al oidor Alfaro, de que no era así, y que
el dinero que obtenían lo gastaban en herramientas para los indios,
y que los religiosos habían llegado a vender hasta los ornamentos en
situaciones de necesidad para poder ayudarlos.
Los padres vivían en la más absoluta pobreza, y comían lo mismo
que los indígenas. Cuando los padres Masseta y Mansilla fueron
a San Pablo, para defender, sin mayor suerte, a los cautivos que los
bandeirantes se habían llevado para vender allá, el prelado de Río de

— 357 —
Los chicos pobres

Janeiro, que los vio, comentó a los otros sobre la pobreza evidente que
mostraban en sus ropas. Nadie podía acusarlos por haber tratado de
dignificar a los guaraníes, educarlos y enseñarles a hacer ropa para
cubrirse; era su obligación como sacerdotes. Le pide al Rey que no
permita más el servicio personal de los indios (202).
A continuación inicia el padre un sumario de la vida en cada una
de las 25 misiones que habían fundado en la provincia del Paraguay.
Resume el esfuerzo que fue en un principio establecer esas misiones,
vencer la resistencia de los naturales y sus hechiceros. Explica los
cambios que introdujeron en sus costumbres, cómo lograron que
los bautizados dejaran la poligamia. El ejemplo de la Virgen fue entre
ellos muy constructivo. Fueron ganándose el corazón de los aborígenes
poco a poco, gracias al trabajo incesante que hacían. Bautizaban a
muchísimos niños y atendían a todos durante las enfermedades.
Uno de los momentos más difíciles que tuvieron que enfrentar fue
el del martirio del padre Roque González, junto a otros dos sacerdotes.
Dice que su muerte solo reafirmó la fe y el compromiso del grupo de
misioneros. Hace una semblanza biográfica encomiable de los padres
y explica la situación que llevó a su muerte. Había en la región un
cacique, Nezú, que no los quería. El padre Roque hizo lo posible por
congraciarse con él, pero el cacique se mostraba desdeñoso. Decía
que por culpa de ellos su pueblo había perdido su antigua libertad.
Ya no podían tener muchas mujeres, como lo habían hecho siempre y
estaban sujetos a una autoridad extranjera. Nezú decidió dar muerte
a los tres padres durante una celebración. Sus indios mataron al padre
Roque y al padre Alonso a golpes de porra, y cortaron sus cuerpos
en pedazos. Destruyeron los ornamentos y la imagen de la Virgen
y fueron a buscar al padre Castillo. Lo ataron y le dijeron que iban
a matarlo, como a los otros. Le arrojaron flechas y le clavaron palos
agudos. El padre les contestó que iban a matar su cuerpo, pero no su
alma. Lo arrastraron luego por unos pedregales y él repetía que moría
de buena gana. Lo remataron tirándole a la cabeza una enorme piedra.
Luego fueron a buscar a los otros padres que vivían en las misiones de
la zona.

— 358 —
Alberto Julián Pérez

Cuando los indios cristianos se enteraron que habían matado al


padre Roque y querían matar a todos los otros, salieron a defenderlos.
Los indios decían que del corazón del padre Roque salía una voz que
hablaba y decía que sus hijos castigarían a los que habían maltratado
la imagen de la Virgen. Sus matadores quemaron los cuerpos de los
padres, pero el corazón del padre Roque se conservó intacto. Un indio,
en venganza, lo atravesó con una flecha. Así, atravesado por la flecha, se
lo ha guardado, en Roma (229-30). Los indios cristianos persiguieron
a Nezú, que tuvo que refugiarse en la selva para escapar al castigo.
Los otros padres no se dieron por vencidos: abrieron la iglesia a los
cómplices del asesinato, y los convirtieron, y vivían en esos momentos
arrepentidos y avergonzados de su crimen.
Estos no fueron los últimos religiosos martirizados. Tiempo
después, en la reducción de Jesús María, sufriría el martirio el padre
Cristóbal de Mendoza. Había salido a bautizar, acompañado de varios
indios cristianos. Unos magos le tendieron una celada para matarlo
y los atacaron. El padre montó sobre un caballo y animó a los que lo
acompañaban. Les pidió que escaparan al monte. Había llovido, y su
caballo cayó en el barro. Él tomó un escudo de madera para protegerse.
Le dieron varios flechazos, uno en la sien, y dos golpes de maza. Se
levantó y lo apalearon. Un mago le cortó una oreja. Volvió a llover.
Dejaron el cuerpo en el barro, para quemarlo al otro día. Iban a abrirle
el vientre, ya que creían los indios que si el muerto se hinchaba, el
matador moría. El padre, a pesar de sus heridas, no estaba muerto aún.
Agonizó toda la noche. Dice el narrador: “Volvió en sí bien tarde de la
noche oscura, hallóse desamparado de los suyos, desnudo y metido en
un pantano, la cabeza rota por dos partes, la sien herida, las espaldas
atravesadas de saetas, y su cuerpo todo ensangrentado. Levantóse el
invicto mártir, y medio arrastrando se apartó algún trecho buscando
algún abrigo…” (259). Al día siguiente los indios regresaron a buscar
el cadáver; al verlo vivo, prorrumpieron en insultos. Le preguntaron
en guaraní dónde estaba su dios, que lo había abandonado; el padre les
respondió que abrazasen la ley de los cristianos; lo mandaron callar
y de un machetazo le rompieron los dientes. Él siguió predicando,

— 359 —
Los chicos pobres

le dieron golpes, le cortaron la otra oreja y la nariz. Lo tiraron a un


costado para que allí muriese, y él “…como si su boca estuviese muy
entera les dijo el gusto con que moría, y el amor que tenía a sus almas,
deseando lavarlas en las aguas puras del bautismo: La mía (decía) irá
a gozar de Dios, mi cuerpo solo matareis. ¡Oh si conociésedes el bien
que os anuncio, y vuestro desagradecimiento no merece!” (259). Le
abrieron la garganta y le arrancaron la lengua. Luego le desollaron todo
el pecho. Mientras lo torturaban tuvo sus ojos fijos en el cielo. Dice el
padre Montoya: “Abriéronle el pecho, y aquel corazón que ardía en su
amor se le sacaron, y atravesándole de saetas decían los obstinados
hechiceros: veamos si su alma muere ahora. Dio, finalmente, fin a su
apostólica predicación con tan ilustre martirio” (260).
El martirio es la coronación del misionero, su ingreso a la santidad.
En ningún momento el padre Mendoza se defiende ni ataca a sus
asesinos: acepta lo que su Dios le tiene reservado, como una prueba
de su fe. En la versión del padre Montoya, el mártir bendice a sus
agresores. Esta era una determinación que habían tomado previamente
a su misión los hermanos de la orden: ninguno tomó armas para
defenderse, ni, en momentos de dificultad, trataron de escapar de la
muerte. Se mostraron valientes y determinados. Si en esos momentos
el padre Montoya estaba en la Corte pidiendo armas al Rey, no era para
atacar a los indios, sino para defenderlos de los encomenderos y los
portugueses, que buscaban esclavizarlos. Querían defender la libertad
del otro y no protegerse ellos mismos. En aquellas circunstancias
en que los nativos mataron a algún padre compañero, no buscaron
venganza ni denunciaron a los agresores; en lugar de eso, trataron
de mostrarles a los agresores el error y convertirlos. Casi siempre lo
consiguieron y ese era su máximo orgullo. Así interpretaban ellos el
mandato cristiano y lo practicaban.
Poco tiempo después recibieron un nuevo ataque bandeirante
y decidieron viajar a España para pedir al Rey que resolviera esa
situación. En esos momentos las coronas de Portugal y España estaban
unidas, pero el Rey respetaba las leyes interiores de ambos reinos. Los
portugueses aceptaban esclavizar a los indios.

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Alberto Julián Pérez

La primera relación laboral estable que se estableció en América fue


el servicio personal semi-esclavo y el trabajo negro esclavo. Este hecho
histórico legitimó el abuso del trabajo humano. La relación de poder
establecida entre los propietarios y encomenderos blancos, los indios
sirvientes y los negros esclavos hizo que la discriminación racial y el
racismo se afianzaran en América.
La parte final del libro la dedica el padre Montoya a contar cómo
había sido la última invasión de bandeirantes que sufrieron. Ellos
habían trasladado las misiones hacia el sur, y las habían vuelto a
fundar en lo que hoy son las provincias de Corrientes y Misiones
en Argentina, pero los esclavistas de San Pablo no se dieron por
vencidos: organizaron un nuevo ejército mercenario para invadirlos,
apresar a los indios cristianos y esclavizarlos. El trabajo de estos indios
pacificados, educados, que sabían como arar la tierra y realizar oficios,
era para los paulistas, un recurso humano extraordinario del que se
querían apoderar. Los explotaban sin darles pago alguno, no tenían
derechos; los esclavos eran considerados bienes que podían venderse y
comprarse, y no seres humanos; se los podía matar sin cometer crimen
alguno. Esos crueles propietarios destruían vidas para aumentar su
ganancia. Dios, en algún momento, dice el padre Montoya, iba a
castigarlos.
Estaban celebrando misa en Jesús María cuando llegaron los
bandeirantes: 150 portugueses con 150 indios tupis “amigos”, todos
muy bien armados, con escopetas y armaduras. Entraron disparando
sus armas. Los indios de la misión se defendieron como pudieron,
con sus armas rudimentarias de madera. Los enemigos arrojaron
flechas encendidas para quemar la iglesia. El fuego obligó a los que se
resguardaban en su interior a salir. Los portugueses aprovecharon la
situación para hacer una matanza; dice: “…con espadas, machetes y
alfanjes derribaban cabezas, tronchaban brazos, dejarretaban piernas,
atravesaban cuerpos, matando con la más bárbara fiereza que el
mundo vio jamás…Probaban los aceros de sus alfanjes en hender los
niños en dos partes, en abrirles las cabezas y despedazar sus delicados
miembros” (270). Cuando los bandeirantes vieron a los padres jesuitas,

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Los chicos pobres

los injuriaron y les rasgaron sus ropas. Por la noche violaron a las
indias.
Luego atacaron una misión cercana: San Cristóbal. Los padres
decidieron mudar a todos los indios que pudieron reunir hacia la
misión de Natividad. El padre Provincial de la orden, Diego de
Boroa, fue a hablar, junto a otros padres, con los bandeirantes a Jesús
María, a ver si podía convencerlos para que se retiraran y se fueran.
Cuando llegaron el hedor de los muertos era insoportable. Dice el
padre Montoya que los bandeirantes habían asado vivos a muchos
niños, mujeres y viejos que no querían llevar con ellos. Igualmente
habían matado a los enfermos. Esto era algo que hacían en todas
sus invasiones: seleccionaban a los indios e indias que querían para
vender en San Pablo, y al resto, niños, viejos y enfermos, los mataban,
para que los que se llevaban e iban a ser esclavos, no escaparan luego
para buscar a sus familias. Los padres se pusieron a enterrar a los
muertos. Los bandeirantes finalmente se fueron pero se llevaron una
gran cantidad de indios cautivos. El padre Montoya dice que esta
realidad era la que lo determinó a venir a la Corte a pedir justicia.
Los indios eran vasallos del Rey, y tenían derecho a gozar de la
misma libertad que todos sus súbditos. Aceptaban pagar el tributo
que el Rey les exigiera.
En la parte final del libro, Antonio Ruiz aporta varios documentos
de importantes funcionarios, que hablan del problema desde
su propia perspectiva. El Obispo de Tucumán había escrito un
exhortatorio, donde reconocía que la Congregación había bautizado
cerca de 100.000 indígenas y le pedía al Rey les enviara al Tucumán
40 religiosos, ya que los que había eran insuficientes. Dice que en
Paraguay muchos españoles odiaban a los misioneros por el amparo
que daban a los indios. Los misioneros: “…están padeciendo el odio
doméstico de los mismos castellanos de aquel obispado, por el amparo
que dan a los indios de aquellas reducciones… doctrinándolos en el
Evangelio”, y sufren las agresiones de “…los moradores de San Pablo
del Brasil, ayudados por los tupis”, que causan “…estragos, muertes y
cautiverios en los indios recién convertidos…asaltando…los pueblos

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Alberto Julián Pérez

de los ya cristianos, matando muchos inocentes, llevándose muchos


cautivos al Brasil, profanando los templos” (281).
Siguen a la carta del Obispo dos cartas del gobernador de Buenos
Aires, Pedro Dávila, denunciando igualmente las invasiones de los
mercenarios portugueses y las matanzas que hacían entre los indios
(284). Por último, el padre Montoya transcribe una Cédula Real del
mismo Rey Felipe IV, en que este dice que se le había informado que
los encomenderos seguían exigiendo a los indios servicio personal,
que se había prohibido, y “…los tienen y tratan como esclavos, y aún
peor, y no los dejan gozar de su libertad, ni acudir a sus sementeras,
labranzas y granjerías, trayéndolos siempre ocupados en las suyas,
con codicia desordenada, por cuya causa los dichos indios se huyen,
enferman y mueren, y han venido en gran disminución, y se acabarán
del todo muy presto si en ello no se provee de breve y eficaz remedio”
(286-7). El Rey prohibía el servicio personal, y aseguraba que castigaría
a quien obligara a los nativos a servir de esa manera. Los guaraníes
estaban autorizados, en lugar de trabajar, a pagar un tributo a los
encomenderos en frutos o en dinero, tal como lo hacían los indios en
Perú y en Nueva España (México).
El documento del monarca reforzaba el argumento del padre
Montoya. El servicio personal debía terminar. El padre pedía que
la corte autorizara a las misiones a tener armamento moderno para
defenderse de posibles ataques, particularmente de las bandeiras. El
objetivo era proteger la libertad de los indios y sus derechos como
cristianos y vasallos del rey. Luego de varios años de negociaciones, el
padre Montoya consiguió que el Rey consintiera armar a los indios de
las misiones. El próximo paso, ya con la aprobación del Rey, era llevar
la cuestión al Virrey de Lima, y solicitarle su acuerdo y su permiso.
Al terminar su misión en la Corte, el padre Montoya fue a Lima,
para pedir su apoyo al Virrey. Allí pasó sus últimos años de vida. No
volvió a vivir en las Misiones, donde había pasado más de 25 años de
su vida. Pidió sin embargo que, luego de muerto, llevaran sus restos a
reposar entre sus amados indios. En Lima escribió su último libro, una
obra mística, el Sílex del divino amor. El libro estuvo perdido durante

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Los chicos pobres

varios siglos. En 1981 se encontró una copia y se la pudo publicar


(González 29-73).
El padre Montoya era, en su interior, un místico y un poeta. Sabía
además conducirse bien en la vida práctica. Durante su vida misionera
se destacó por su liderazgo. Fue el más importante lingüista de la
lengua guaraní de su tiempo. Su Vocabulario y su Tesoro de la lengua
son trabajos ejemplares de investigación, en los cuales demuestra
que llegó a un conocimiento lingüístico elevadísimo. Su Conquista
Espiritual, así como el Sílex, lo confirman como uno de los mayores
prosistas del siglo XVII en Hispanoamérica.
Los ataques bandeirantes continuaron, con la complicidad de los
encomenderos españoles. Luego que el Rey aceptó armar a los indígenas,
los misioneros gestionaron el apoyo del Gobernador de Buenos Aires
para que les enviara armas e instructores militares. Poco después los
jesuitas recibieron informes de que los de San Pablo preparaban una
gran invasión. Reunieron en las misiones a varios miles de indios listos
para la defensa. Los bandeirantes marchaban hacia las misiones con un
ejército de 500 portugueses y 2.700 tupis, comandados por Jerónimo
Pedrozo de Barros y Manuel Pires. Traían todo tipo de armas. Los
padres formaron un ejército de 4.000 indios. Las milicias de las
misiones estaban comandadas por los padres Pedro Romero, Claudio
Ruyer y Cristóbal Altamirano, y por el cacique Nicolás Ñeenguirú . El
11 de marzo de 1641 comenzó la batalla de Mbororé, que se prolongó
por varios días. Tuvo lugar en las cercanías del cerro Mbororé, sobre el
río Uruguay, en la actual provincia de Misiones. La batalla terminó con
la total derrota de los bandeirantes y la destrucción de la mayor parte
de su ejército. Fue una victoria indiscutible de los padres misioneros
y sus soldados guaraníes (Gianola Otamendi 230-7). Los bandeirantes
ya no regresaron más a atacar estas misiones.
La batalla ayudó a España a contener los avances territoriales
portugueses. Los reinos de España y Portugal se habían separado en
1640. El Rey, en reconocimiento, libró a los indios de las misiones del
Paraguay y el Río de la Plata de pagar tributo durante diez años. La
batalla, además, demostró la capacidad y habilidad de los indígenas,

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Alberto Julián Pérez

que enfrentaron un ejército enemigo con armas modernas y lo


derrotaron. Les permitió tomar su defensa en sus propias manos de
manera efectiva y recuperar su dignidad.
Los padres jesuitas supieron reconocer al otro y participar de su
modo de vida. Compartieron con los guaraníes la religión cristiana, e
introdujeron los oficios, la agricultura europea y las herramientas de
hierro. Lucharon con ellos para defender su libertad, reconociendo su
derecho de levantarse contra cualquiera que quisiera esclavizarlos o
privarlos de sus derechos.
La lucha de los indígenas contra los bandeirantes fue una guerra
de liberación. Los jesuitas lograron también que el Rey reconociera
sus derechos, al tasarlos con tributos, aceptándolos como vasallos de
la corona.
La Conquista espiritual denuncia los abusos e injusticias que se
cometieron contra los indios guaraníes. Los militares y los soldados
vueltos encomenderos encubrieron sus abusos y sus crímenes, para
poder aumentar y mejorar sus ganancias. Se transformaron en una
clase propietaria abusiva, explotadora y aún criminal. Los indígenas
fueron sus primeros trabajadores y obreros, a los que negaron sus
derechos. Esta relación injusta y predatoria entre propietarios y
trabajadores marcó la historia de América Latina. Creó una matriz
social basada en la explotación y el abuso.
La literatura del Paraguay y el Río de la Plata se desarrolló a partir de
esta experiencia social, de la que emergieron formas de expresión que
son específicas y la caracterizan. Fueron resultado de las luchas por el
poder que pautaron y dieron identidad a nuestra historia. Las formas
históricas europeas y sus géneros, como la poesía épica española,
resultaban externas a los intereses discursivos americanos en esos
momentos. Participaron de la literatura americana más por motivos
ideológicos y de clase, para legitimar a un determinado sector, que como
resultado de una dinámica cultural propia. Las obras determinantes
de esa literatura no fueron aquellas que procuraban darle a escritores
aspirantes un lugar en la corte, como individuos serviles a los intereses
del poder, sino aquellas que trataron de testimoniar un nuevo orden

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Los chicos pobres

de cosas desde una perspectiva social humana, comprometida con la


supervivencia de la comunidad.
Los jesuitas lucharon junto a los guaraníes en defensa de su vida
y su libertad. El padre Montoya demuestra en su libro que si existía
un poder capaz de comprometer la sobrevivencia y reconocimiento
del más débil, podía y debía establecerse un contrapoder que lo
limitara, y que si había un discurso que representaba los intereses de
ese poder, debía establecerse un contradiscurso que lo condicionara,
demostrando las intenciones que encubría. Ese contradiscurso debía
representar al oprimido, al otro, que el discurso cómplice del poder
intentaba negar. Quienes articularon ese contradiscurso no fueron los
oprimidos mismos, los indígenas, que no podían en esos momentos
expresarse por sí mismos en la lengua escrita, sino aquellos que se
identificaron con su causa y se propusieron ser sus defensores, como
fue el caso de los padres jesuitas.
Los padres se volvieron abogados de los guaraníes y crearon un
sentido indigenista de la justicia. El contradiscurso religioso indigenista
defendió al oprimido, al otro, y demostró su humanidad. No solamente
probó que la cultura indígena tenía derechos sino también que tenía
una lengua valiosa y rica. El padre Montoya transcribió esa lengua a
la escritura fonética latina, compuso un diccionario y un tesoro de su
uso, dándoles a los mismos guaraníes un precioso instrumento para
su liberación: la escritura.
Una vez establecido el discurso del otro, el contradiscurso
del oprimido en el Río de la Plata, el sentido de su cultura cambió
radicalmente: pasó de ser un discurso de apología del poder, a ser
una lucha entre discursos y poderes por establecer un sentido y
demostrar una verdad. Mostró además que en Hispanoamérica
había un enfrentamiento irreductible entre sectores con intereses
contrapuestos. Este enfrentamiento era además violento, brutal: era la
lucha desigual de soldados veteranos españoles, vueltos propietarios y
terratenientes, que se habían apoderado de tierras conquistadas por las
armas, haciendo un uso indiscriminado de la violencia militar, con los
pueblos indios nativos de América, en situación de inferioridad militar

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Alberto Julián Pérez

y tecnológica, a los que los invasores querían quitarles sus riquezas, y


transformar en sus sirvientes, explotando su trabajo sin compensación
alguna.
Los encomenderos los forzaban a trabajar en su beneficio sin
reconocer a esos trabajadores siquiera el derecho a la vida: los
esclavizaron y los sometieron al más brutal servilismo. Los segregaron
racialmente, generando una situación permanente de racismo. El
racismo en Hispanoamérica no fue un episodio histórico aislado
y circunstancial, fue un hecho central fundacional, a partir del
cual nacieron múltiples desigualdades y desequilibrios que son hoy
constitutivos de la sociedad hispanoamericana.
La colonización se estableció en América sobre el trabajo servil y
esclavo, de indígenas y de negros africanos. Los discursos escritos en
nuestra cultura nacieron a partir de esta experiencia, para encubrir,
justificar y legitimar a sus autores, o para denunciarlos, condenarlos
y exigir justicia y reconocimiento del otro. De la misma nacieron dos
sujetos enfrentados, uno, agente del poder imperial, y otro, en abierta
rebelión contra sus objetivos e intereses. El padre Montoya caracteriza
con su obra uno de los momentos más dramáticos de la conquista en
el Paraguay y el Río de la Plata. También muestra que en América la
labor intelectual y artística estaba indisolublemente unida a la cuestión
moral y la lucha por el poder: no había escritores inocentes, cuando lo
que estaba en juego era la vida del otro.
Si con la experiencia jesuita aparece un contradiscurso que aspira
a limitar el discurso del poder del encomendero, emerge también
otro elemento permanente de la cultura y la literatura Paraguaya y
Rioplatense: el derecho a la resistencia. La resistencia, como esa
característica espiritual de los pueblos amenazados que sobreviven aún
reducidos a la mayor miseria. La resistencia es el derecho del oprimido
a no aceptar la opresión ni transformarse pasivamente en víctima
del patrón. Tampoco en su aliado y en su cómplice. Es el derecho del
débil a mantener su dignidad y no ser obsecuente. Esa capacidad de
resistencia se establece como una de las características espirituales de
estos pueblos. La conquista espiritual fue un proceso de resistencia

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Los chicos pobres

contra la conquista armada. La conquista armada buscaba destruir


al otro, obliterarlo, someterlo, esclavizarlo, anularlo como persona,
matarlo; la conquista espiritual se manifestó como reconocimiento y
comunión con el otro, con quien se compartió la lengua, sus alimentos,
su modo de vida, el trabajo, y se lo comprendió e interpretó en sus
creencias. Contenía en sí toda una doctrina social, de la que emergerían
con el transcurso del tiempo, más allá de la literatura, otras doctrinas
sociales que caracterizarían las búsquedas de derechos de los pobres
y los oprimidos en el Paraguay y el Río de la Plata. El derecho a la
resistencia valorizó la vida y estableció la responsabilidad social del
que tenía un poder frente al que no lo tenía: los jesuitas utilizaron su
saber al servicio del otro, ayudaron y defendieron al indígena, fueron
indigenistas.
La historia de la cultura de América se nutrió de esa relación entre
el conocimiento y la vida social: siempre fue, desde sus orígenes,
una cultura pública. El enfrentamiento entre vida privada y vida
pública y política, típico de las literaturas europeas, no existió en
la literatura hispanoamericana: su literatura fue, desde un primer
momento, literatura pública, política. Así lo han sido todas sus obras
más representativas. Las luchas por el poder, el enfrentamiento
entre señores y sirvientes, entre propietarios y esclavos, sacaron a
la literatura de su encierro cortesano europeo. La vida en América
siempre fue otra cosa y su literatura se le parece. El discurso y el
contradiscurso literario en el Río de la Plata muestra que la literatura
emerge de un enfrentamiento, de una lucha desigual. La historia de
esa cultura es el proceso por el cual el otro negado y las minorías
oprimidas van gradualmente aprendiendo a resistir y defenderse
para emerger como sujetos activos de la historia que luchan por su
libertad.
La cultura hispanoamericana nace de un enfrentamiento violento.
Esa violencia, que desestabiliza internamente las sociedades,
permanece en su cultura como un hecho constante. Las sociedades
hispanoamericanas han sido y siguen siendo sociedades inestables
y conflictivas. Pesa sobre ellas la herencia colonial y neo-colonial,

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la desigualdad económica y el racismo. Los países han tenido


relativamente pocas guerras entre sí. La lucha interior violenta entre
sectores sociales, enfrentados por intereses contrapuestos, se ha
mantenido como un hecho determinante a lo largo de su historia.
Son sociedades que están en un estado latente de guerra interna. Sus
primeros actores institucionales, el Ejército y la Iglesia, han retenido
gran parte de su poder y representatividad.
La Conquista fue un proceso político que se articuló y extendió
a lo largo de todo un continente. Los actores y grupos de poder que
participaron fueron cambiando, y la cultura y la literatura con ellos.
Las formas y particularidades de la literatura hispanoamericana
en el Paraguay y el Río de la Plata son resultado de esta historia y
consecuencia de las distintas luchas que, con el paso del tiempo, han
ido animando sus actores, para ganarse un lugar en su sociedad, y
condicionar con sus sueños y sus utopías el porvenir.

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