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Área comunicación.

Formador: Arnaldo Lizana Padilla

QUEHACER EDUCATIVO
Mg. Arnaldo Lizana Padilla
Educador - Capacitador - Tutor Virtual -
Líder Pedagógico - Coach Educativo- Escritor.

LA BALA DEL VAQUERO

Prof. Arnaldo Lizana Padilla

Cuatro de la tarde. Una expresión tenebrosa y vacilante recorría el pueblo. No


hay los carros seguros han asaltado. ¡Quién caería primero! – Hoy vienen las
hermanas de la parroquia ¡Dios mío! –Dijo doña Perpetua.

Las unidades móviles regresaban tintineando su claxon. Risas, chistes,


decoradas anécdotas convidaban los viajeros. Llegaron al cruce. La ruta,
como una serpiente inmóvil adquiere otro sentido, otra característica. Los
pasajeros, bautizados y sin bautizar suben y bajan – aquí asaltaron al director
del colegio tres veces, en el mismo año, en el mismo carro y con el mismo
chofer, se comentaban; sin presagiar a que vivirían otra de las experiencias
más dramáticas de sus vidas.

Allí están ellos. Ellos. ¡Alto, conca madre! ¡Abajo! ¡Abajo! – Tú, apaga el carro.

Ustedes acá. Ellas allá, ¡Rápido! ¡Rápido! - ¡Busca carajo, busca!

¡Ya viene el otro! – alertó Cashpiro, el líder de la banda. La primera movilidad


fue atracada en la parte más arqueada de la inerte serpiente carrozable.
Igualmente cayeron los demás.

Todos estaban boca abajo. Jadeando. En complicidad se tragaban sorbos de


saliva con sabor a impotencia, bronca y venganza. Habían perdido el habla. El
pedregal era abrigado por el calor de los cuerpos y por los rayos del sol que
no hacía nada por atacar a los delincuentes.

- ¡Te he dicho que no te muevas, conca madre!, se oyó de nuevo.


Buscaban de todo. ¡Quítate eso!, todas se van a quitar. No querían que nada se
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les escapara, de ahí, de la parte íntima salía cien, trescientos, quinientos soles.
A los varones ya les habían desvalijado todo. Ni la hermana María se salvó.

¡Viene otro, otro! Previno, Coca Cola, el lugarteniente de la banda. Era él. Sí,
él, el que nunca dejó de hablar, quería avanzar como si no hubiera encontrado
nada ni a nadie. Llegó sin hacer ruido, en su autito como lo llamaba él. Autito
que no necesitaba combustible, a veces lo llevaba a hombros. Lo encañonaron.
Fue al único al que golpearon. – De rodillas, desafiaba préstame un ratito para
enseñarles, no sean cobardes. – Repetía una y otra vez, atado con un cable.
¡Dame tu fierro! ¡Dame tu fierro! – Sólo son seis levantémonos, decía el recién
llegado. Se acercaron dos, uno era Cashpiro; le propinaron todo lo que le
hubieran dado a los demás. – Te conozco. Te conozco. Luego me van a
conocer, terminó amenazando el chofer del autito.

Pasaron las semanas, en Santa Lucía, lugar de donde eran los viajeros,
esporádicamente aún abordaban las remembranzas del atraco.

Llegó un domingo 07. Doce y treinta del medio día los coterráneos de Santa
Lucía deambulaban, como de costumbre, por la plaza, por las calles; en las
tiendas los productos se despachaban de mano en mano. Era un día caluroso,
el sol enviaba los mismos rayos que cayeron en el día de aquel asalto. El dueño
del autito, al que golpearon, se le veía caminar con rareza, parecía foráneo,
aún caminaba mordiéndose la ira de haber sido asaltado, golpeado,

arrastrado. Parecía que buscaba un lugar, no cualquier lugar donde eructar


los golpes y amenazas del tal Cashpiro y Coca Cola.

Nuevamente se le vio, ahora acompañado. Daba la impresión que uno de ellos


tramaba un plan. Llegaron a la esquina de la plaza, giraron a la derecha, una
cuadra arriba; y allí era el lugar, al parecer, elegido horas antes.

- Te conocí amigo. Lo vi en la tienda. A ti no. A tu dedo. Al meñique. A ese


imputadito.

- Efectivamente era él. No pudo como esconderlo, ya era tarde, era él: el
alias “Treinta y ocho”. De niño había perdido parte del dedo. – Estás loco, atinó
a decir, entrecortado, sudando, mirando el espacio para huir; como se te
ocurre pensar que… Cuando sintió el frio y el calibre del revolver a la altura de
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la sien. Sintió empozado en ese corto cañón toda la venganza de todos los
asaltados. Su cuerpo se resignaba a soportar la ejecución. Ni siquiera se
acordó de Dios. “Treinta y ocho” fue delatado por su dedo meñique. Estuvo en
el asaltado, formaba parte de la banda delictiva de “Cashpiro”.

- ¿Cuántos son?, ¿quiénes son? – Somos ocho y son de allá - fue su última
expresión de vida. Van a conocer quién es el vaquero. Y salió el certero
disparo que ni siquiera vaciló en esquivarse. Fue fulminante. Quédate
saboreando la bala del vaquero y esta arma es treinta y ocho por si acaso. Le
propinó dos disparos más.

El cuerpo yacía tendido abalanzándose en la vereda. Discurría sangre en todas


direcciones. Esta vez “treinta y ocho” en vez de tener máscara negra quedó
puesta una máscara de color roja.

Al “vaquero” ya en el día, ya en la noche, lo ven pasar de pueblo en pueblo, sin


avisar a nadie para llegar, mucho menos para partir. Va en busca de los siete.

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