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Caracas, la ciudad herida, de Martín Caparrós

Se podría decir que es un enclave en guerra, salvo que no hay guerra. Pero esta no es solo la
capital de la Venezuela de Nicolás Maduro, autoproclamado en el poder hasta 2025. Esta es
la Caracas de Usleidi, de Alber y de doña Paca. Esta es su conmovedora historia y el relato
sobre muchos otros habitantes de una urbe que luchan por sobrevivir a los estragos del
modelo chavista. Primer capítulo de una serie en la que el cronista Martín Caparrós toma el
pulso a grandes ciudades de Latinoamérica.
Se dicen el uno al otro al despedirse —jueves, diez de la noche— cinco periodistas
veinteañeros. Con la cena de arepas y cervezas me habían contado historias de sus asaltos y
secuestros y amigos muertos y parientes huidos, así que les pregunto si se quedaron
paranoicos por la conversación, pero me dicen que no, que aquí todos se despiden así.
—Avísame que llegas.
Y que, faltaba más, cuando llegan lo hacen.

—Descuida, yo te aviso.
“En cuanto a la heroica y desdichada Venezuela, sus acontecimientos han sido tan rápidos y
sus devastaciones tales, que casi la han reducido a una absoluta indigencia y a una soledad
espantosa, no obstante que era uno de los más bellos países de cuantos hacían el orgullo de
la América”, escribió, fugitivo en Jamaica, 1815, con prosa tremebunda, el señor Simón
Bolívar, al que ahora llaman su libertador.
—Pero acuérdate, avísame, que si no, no me duermo.
Me había dicho que bajara a las ocho en punto y la esperara del lado de adentro de las rejas,
que ni se me ocurriera esperarla en la calle, y que ella iba a llegar en un carro chiquito y
que se iba a parar justo enfrente de mi puerta y que cuando pusiera la intermitente —dijo la
intermitente— recién entonces abriera la reja, salga, suba rápido. No preparábamos una
operación ultrasecreta: me pasaba a buscar para ir a comer algo.
(Yo llevaba menos de una hora en la ciudad; consiguió impresionarme. Después le pregunté
si no estaba un poco paranoica y me dijo paranoica tu abuela. Entonces le pregunté si no
habría que decir, más bien, paranoica tu ciudad; me miró triste.)
El periodismo siempre —se— engaña cuando cuenta un lugar, porque cuenta del lugar lo
extraordinario. No sabe —no sabríamos— contar los millones de vidas, de cruces, de gestos
menores que arman cualquier espacio. Pensamos Caracas y pensamos —con razón— en
hambre, oscuridad, partidas, la violencia. Pero no pensamos en Usleidi, que hoy se enteró
de que no se había quedado embarazada, ni en Alber, que consiguió trabajo en un quiosco,
ni en doña Paca, que volvió a ver a su hijo después de tanto tiempo.
Nos quedamos con la imagen gruesa —la confusión, la lucha— porque es cierta y, sobre
todo, porque conviene a todos. A los periodistas porque nos deja historias atractivas; a los
políticos porque les sirve decir que lo que pasa en Venezuela es socialismo. Le sirve al
jefecito local porque justifica su desastre —“nos bloquean por socialistas”—, y a las varias
derechas del mundo porque les arma su espantajo —“la izquierda nos va a llevar a
Venezuela”. No es, pero a nadie le importa.
Así que así: Venezuela es el terror contemporáneo, nos lo machacan como tal. Yo, siempre
impresionable, esperaba Berlín 45, Beirut 82, Bagdad 03 y me encontré Caracas, que
tampoco es eso.
Es Caracas a fin del 18.
Caracas es una de las ciudades más violentas del mundo. Cada año, una de cada mil
personas muere asesinada. Hay más asesinatos en Caracas en dos días que en Madrid en un
año
El restorán estaba muy vacío; eran las nueve y cerraba a las diez porque más tarde los
empleados no tenían transporte para volver a casa. Las calles, después, también vacías, muy
oscuras. Son las diez y cuarto de la noche; cualquier sombra que se mueve nos asusta.
—Avísame que llegas.
La civilización es descuidarse. Hay quienes dicen que todo empezó cuando una mujer y un
hombre se sintieron protegidos por el grupo, por la cueva, por todo ese calor alrededor y se
atrevieron a fornicarse cara a cara: a dejar atrás esa postura atenta que les permitía vigilar si
venía algo, alguien, el ataque que fuera. Cuando se permitieron olvidarse del mundo
alrededor, encerrarse en su placer y su deseo: dejar la paranoia, descuidarse.
—Descuida, yo te aviso.
A veces no se puede.
Entonces muchos empiezan a hacerse preguntas. O, mejor: la misma pregunta, repetida,
urgente.
—¡Nos fajamos, nos fajamos! ¡Vamos, síguelo, síguelo, vamo’ ahí, bien, bien, bien,
síguelo, no lo sueltes!
Los gritos del entrenador ponen el ritmo, y 20 niñas, niños, muchachitos ensayan
puñetazos. Tuncho tiene seis años pero la cara tan resuelta: los ojos fijos, los labios en
trompita, el resoplo que acompaña cada golpe a la bolsa. Mavi, en cambio, nueve, le pega
como si la quisiera, la acaricia. Y alrededor tres bolsas más y el ring en un costado y la
pared descascarada y el resto de los chicos. Se reparten pocos pares de guantes; los que no
tienen hacen sombra, cuerda, abdominales.
—¡Vamos, síguelo, síguelo, vamo’ ahí, bien, bien, bien, síguelo!
La Escuela de Box Jairo Ruza es un cuarto de 10 por 5 en uno de los lugares más violentos
de una de las ciudades más violentas del mundo. Cada año, en Caracas, una de cada mil
personas muere asesinada. O, dicho de otro modo: hay más asesinatos en Caracas en dos
días que en Madrid en un año. La escuela está en un barrio de invasión que cuelga de unos
cerros: escaleras angostas y sinuosas entre casas mal terminadas de ladrillos mezclados,
techos de lata, rejas oxidadas, cables, la basura: por todas partes la basura, y el miedo,
también, por todas partes. Al subir nos cruzamos a un hombre flaco que arrastra a los
tumbos un sofá escalones abajo.
—¿Qué, te botaron de la casa?
Le dijo Danilo, y el hombre sonrió por compromiso. Danilo tiene cuarenta y tantos, el
cuerpo sólido, la barba entrecana; no parece que se ría a menudo.
—Quién sabe si no lo está robando. Este barrio es candela.
Danilo solía manejar una camioneta de pasajeros; ahora es el chofer de un empresario que
se pasó tres años preso bajo Chávez y es, entre otras cosas, el sponsor de la escuela de
boxeo. La escuela está en la mitad de la ladera: miles de ranchos más arriba, miles más
abajo. Danilo me cuenta que ahí enfrente levantó su casa y crio a sus hijos. Le pregunto
cuántos tiene y me dice que varios. Le insisto:
—¿Cuántos?
—Como seis.
Me dice, y otra vez me río: ¿qué, no está muy claro? Imagino descuidos caribeños, pero
Danilo sigue serio y me dice que sí, que tiene seis ahorita, que tenía siete pero ahora tiene
seis.
—A Luis me lo mataron. Lo confundieron con un primo que también se llamaba Luis, que
lo andaban buscando. Así, en la calle, esos malandros lo vieron a mi hijo y lo llamaron,
Luis, Luis, y él se dio vuelta, así me lo mataron.
Luis tenía 19 años; poco antes le había dicho a su papá que quería irse de ese barrio porque
sus primos andaban en problemas. Ya había peleado 52 combates; su entrenador decía que
tenía un futuro.
—Cuando me dieron esa noticia a mí prácticamente como que me arrancaron el alma de
adentro.
—Y no pensó en vengarse…
—Pensé, sí. Claro que pensé. Pero entendí que no hay que hacer eso, que así se arma esta
cadena de que uno mata a otro y entonces lo matan y otro va y lo mata al que lo mató y por
eso ahorita estamos como estamos. Hay que dejarle todo a la ley y a la mano de Dios.
—¿Y funciona?
Danilo me mira sin palabras.
Poco después la policía mató al primo. Al otro año Danilo y su familia intentaron impedir
que una banda impusiera sus reglas en el “barrio”; en caraqueño, barrio significa eso que
cada castellano dice a su manera: villa miseria, población, callampa, cantegril, chabola. El
barrio José Félix Ribas —el José Félix— es, dicen, además, el más denso del continente:
120.000 personas amontonadas en un kilómetro cuadrado de montaña. Danilo y los suyos
emprendieron sin armas esa pelea desigual; varias veces les balearon la casa.
—Ahí me mataron a mi papá. Eran unos muchachos que se criaron con nosotros. Ellos
querían ser dueños de la zona y nosotros, la familia mía, tratamos de pararlos y nos mataron
al papá. Ahora dos están muertos, los demás están presos; no quedó más ninguno.
El problema es que siempre hay otros, me dice Danilo, y que utilizan para sus cosas a los
niños.
—Por ejemplo, le dicen llévame este paquete a lo de Iris y el niño no sabe que en el paquete
hay droga y se lo lleva. Por eso queremos que no estén en la calle. Lo que pasa es que la
calle es como un vicio, como el alcohol, así: usted quiere dejarlo pero vuelve. Magínese la
tentación: con lo difícil que está ganarse unos reales, y en la calle se hacen fácil, parece
fácil. Por eso mejor si les enseñamos de niñitos…
En la escuela los chicos van terminando la lección: reconcentrados, serios, cada salto es un
compromiso, cada golpe. En el piso de abajo dos mujeres preparan los almuerzos. Hay
arepas, salchichas, unas papas: muchos van por el box, todos por la comida.
—Ahorita estamos más tranquilos. Desde que pusimos la escuela, acá nadie jode porque
están los chicos. Pero además ahora el pran declaró zona de paz, así que estos meses
estamos bien, en calma.
Me explica Danilo. Pran es una palabra casi nueva: dicen que viene de las cárceles, donde
el pran es el jefe de los presos. Y ahora muchas zonas, barrios, pueblos tienen su pran: el
que impone su ley, el capomafia.
—¿Cómo se hace para volverse pran?
—Bueno, es una persona que haya matado gente, que haya estado en la cárcel, que todos lo
sigan. Y entonces mandan en su zona, y al que hace cosas, que roba, que mata sin su orden,
van y lo castigan.
Aquí el pran local es un jovencito despiadado que llaman Wileisi, y la declaración de zona
de paz es un arreglo con la policía: yo les mantengo el barrio en calma, ustedes no me joden
los negocios.
—El pran comanda a mucha gente que anda por ahí poniendo orden. Pongamos que haya
un problema en la cola del gas; entonces llegan ellos con sus pistolas, qué pasa, se acabó la
broma.
Son formas nuevas del poder popular. Hay otras: ella se llama algo así como Wisneidi pero
le dicen Güigüi; tiene siete años, una llave de plástico colgada del cuello y un par de ideas
muy claras:
—A las mujeres también nos gusta el deporte. A veces por ahí por la calle alguno me dice
que por qué estoy metida en esto del boxeo, que es para varones. Y yo le digo que esto no
es pa’ marimachos sino también pa’ las hembras, que aprendan a defenderse.
—Qué bueno. ¿Y de dónde sacaste esas ideas?
—De la mente.
Me dice Güigüi como si no entendiera qué es lo que no entiendo. La sesión se acaba y el
entrenador les dice que ya pueden irse:
—¡Rompan filas!
Les grita Pedri. Pedri tiene 17 años, trabaja seis horas por día en una panadería y le pagan
50 millones de bolívares fuertes —500 soberanos, dólar y medio— por semana.
“Nosotros somos el ejemplo de esa gente que no pierde la esperanza”, me dice Enrique, un
señor sesentón. El partido es un clásico: Leones de Caracas contra Tiburones de La Guaira
—¡De frente al futuro!
Le contestan a coro 20 chicos.
Caracas fue, varias veces, la ciudad más rica de Sudamérica: una donde el dinero brotaba
tan fácil de los pozos que era fácil gastarlo a manos llenas en grandes rascacielos
comerciales, en grandes construcciones sociales, según los tiempos y los vientos. Caracas
sigue siendo la mayor exposición sudaca de arquitectura brutalista de los sesentas y
setentas: mucho cemento crudo, mucho ángulo recto y perfiles feroces. Y después,
compitiendo con ellos por el espacio ciudadano, las torres obvias ñoñas de metal y cristal
de los ochentas y noventas. Y todo alrededor montañas verdes.
No hay capital en el mundo —creo que no hay capital en el mundo— que tenga tanto verde.
La belleza de un valle entre montañas tropicales: el cielo como un rayo, los árboles sin
mengua, el viento suave. Pero esos edificios y parques y autopistas de los años prósperos
que se fueron gastando, comidos por el calor y las tormentas.
En Caracas casi nada funciona: las luces de las calles, por ejemplo. Aquí las noches son
noches de otros tiempos, cuando el sol caía y cada calle era una trampa oscura. Después las
ciudades trataron de simular que el sol nunca se pone, que la luz no depende de esas
tonterías. Aquí, ahora, la noche es otra vez la noche.
Y la cuenta fundamental es simple: en 2013 Venezuela producía tres millones de barriles
por día a 100 dólares el barril; ahora produce poco más de un millón a menos de 60.
Cuando se murió Chávez ingresaba unos 300 millones de petrodólares diarios; ahora, cinco
veces menos.
Noches calladas, quietas de Caracas. Fantasmas en la calle, los silencios: la mezcla de
escasez y miedo es imbatible. Caracas ha cambiado tanto y, en los últimos años, ha
cambiado tanto las vidas de sus habitantes. Caracas, por momentos, se diría una ciudad en
guerra —solo que no hay guerra. Algunos lo escriben Carakistán, otros Caraquistán, otros
incluso Caracastán, pero la idea no cambia: un sitio que se ha vuelto extraño, una manera
del derrumbe.
El sol se esfuerza y no lo necesita; gritos de vendedores, calor, olor de fritos, personas que
se encuentran: van llegando de a poco, saludan, se acomodan. El partido está por empezar y
un músico famoso toca en su saxo el himno nacional. El micrófono falla, el himno se oye a
trozos. Un ayudante se acerca, lo trata de arreglar, no consigue gran cosa. El público
aplaude como si.
—Nosotros somos el ejemplo de esa gente que no pierde la esperanza.
Me dice Enrique, un señor sesentón con su cara atildada. El partido es un clásico: los
Leones de Caracas contra los Tiburones de La Guaira, vecinos y enemigos. En las tribunas
hay hombres y mujeres: ellos con las camisas de su equipo, ellas con cualquier cosa que se
les pegue al cuerpo, todos con sus gorras. Allá abajo el partido empieza lento; aquí arriba
no parecen tan interesados, discuten con pereza tropical y toman su cerveza: cantidades
industriales de cerveza. De pronto, una vez cada tanto, algo sucede y se distraen, miran el
campo, ven correr a un muchacho, lo corean.
—Mire, llevamos años sin ganar un campeonato. Treinta y tres años, desde antes de todo.
Aquella vez se lo ganamos a estos mismos caraqueños, acá mismo, y acá estábamos, este y
yo, sentados tomando unas cervezas, disfrutando. Y desde entonces.
—¿Siguen disfrutando?

—Bueno, cómo decirle.


El béisbol es un deporte curioso donde el protagonista es un muchacho corpulento con
pijama, uno que se ha levantado un poco tarde: el anti-Cristiano, el auténtico atleta sin
alardes. Un deporte inverso a los demás: aquí el trabajo de los jugadores no consiste en
tener la pelota y hacer algo con ella, sino en alejarla a palazos y correr mientras no vuelva.
A veces puede ser emocionante; muchas, no. En las tribunas las vendedoras de cerveza
saben servir tres botellas en tres vasos con una sola mano al mismo tiempo.
—Esto es un oasis. Acá hay gente de todas las clases, de todas las ideas, y no pasa nada.
—¿Y por qué ahí afuera no es así?
—Bueno, vaya a saber.
Los jugadores juegan, los fans beben y bailan, las tribunas están llenas a medias: antes, me
dicen, un partido como este era un lleno completo. Aquí, en toda conversación, siempre hay
un antes. Ahora la banda de La Guaira —“la Samba”— redobla los tambores y el locutor
pide entusiasmo:
—¡¿Y adónde están los Tiburones?!
Algunos le contestan a los gritos, pero esto es una fiesta, tan lejos de ese drama que es el
fútbol —o la vida. Es, parece, una buena excusa para saltar, gritar, reírse un rato.
Lógicamente, el juego va ganando en intensidad a medida que avanza: no es lo mismo verlo
con dos o tres cervezas que con siete —y además a veces pasan cosas. Entonces, cuando los
Tiburones consiguen su corrida, mis vecinos de silla se chocan las manos y los puños: lo
llaman “un puñito” y es la manera de decir lo conseguimos, broder, lo conseguimos juntos.
Más tarde, cuando los Leones consigan seis o siete y su equipo se arruine, me dirán la frase
acostumbrada:
—Sí, otra vez, qué quiere. Hoy los Tiburones jugaron como nunca y perdieron como
siempre.
Yo quería invitarlos a cervezas pero no tengo plata. O, mejor: tengo pero no puedo usarla.
En estos días en Venezuela no hay billetes: el nuevo bolívar, lanzado en agosto de 2018
para sacarle cinco ceros a la moneda anterior —un “bolívar soberano” equivale a 100.000
“bolívares fuertes”—, ya quedó débil, y su mayor billete es de 500, que hoy es poco más de
un euro. Con una inflación del tres por ciento diaria, dos millones por ciento anual, no hay
billete que aguante: en meses pasan a valer nada. Así que casi no hay efectivo y no puedo
cambiar mis dólares por moneda local; tampoco puedo pagar con mi tarjeta forastera. La
única opción sería usar lo que usan todos los que pueden: una tarjeta bancaria para pagar
por transferencia cualquier compra, una cerveza, medio kilo de pan, la comida de la
semana, un par de calcetines. Pero, por supuesto, no tengo una tarjeta bancaria venezolana,
así que no tengo plata ni forma de tenerla: si quiero tomar un café o un transporte, tengo
que conseguir alguien que me lo pague. He vuelto a ser un niño, y es extraño.
La llaman, por ejemplo, la hipersupermegainflación —y andan buscando más prefijos. Por
suerte tampoco hay mucho que comprar. El muchacho del supermercado es grasiosito:
—¿Mantequilla? Eso no lo vas a ver ni en propagandas.
—¿Y huevos?
—¿Huevos? ¿Qué quiere decir huevos?
Hay momentos en que el humor es la mejor manera; hay otros en que no.
Deben tener 60, quizá 65; se los ve bien vestidos, bien mantenidos, casi prósperos. Él en su
polo con un logo, ella en sus uñas manicuras y su peinado de peluquería; quizá se quieren
todavía, quizá no se soportan; lo cierto es que ahora se miran con fastidio, se susurran para
no gritar, discuten bajo para que no se note. La cajera del supermercado espera y él resopla,
ella le dice que para no pasarse de 5.000 soberanos tienen que dejar esa botella de vodka y
él que no, que dejen esas papas y ese jabón y esas cebollas que para qué las quieren, y ella
que quiere decirle cosas que no quiere decirle y él que bufa; al final ella le dice que un
momento, rebusca en su cartera, encuentra 300 soberanos en billetes y le dice que menos
mal aparecieron, que se lleven el vodka y el jabón y dejen la verdura, que ya verán qué
hacen con la cena, y él le dice que bueno, que al fin entró en razones y ella lo mira sin saber
qué decir; después me mira a mí, alza las cejas, la vergüenza. Al cambio de hoy, 300
soberanos no llegan a un euro.
Meses atrás su vida era un infierno, dice el señor Tomás. Todas las noches se despertaba a
las dos, se lavaba la cara si había agua, desayunaba si había algo, se sentaba a rezarle a sus
vírgenes
(Pero eso fue a principios de diciembre, cuando estuve allí. El 15 de enero, al cierre de este
artículo, un euro cuesta más de 3.400 soberanos. Es muy difícil dar equivalencias; tanto
más, vivir con esos números cambiantes, fugitivos.)
Hace un par de años el problema de la comida era que no había. Ahora hay, para los que
pueden pagarla a precios dólar; para los otros hay muy poca. El año pasado 6 de cada 10
venezolanos perdieron un promedio de 10 kilos —10 kilos de su carne— por falta de
recursos.
Amanece: huelo a través de mi ventana que alguien fríe unos huevos y me hago todas las
preguntas. Qué fácil llegan la envidia, la sospecha.
—Sí, por desgracia sigo así. Nunca puedo comer todo lo que quiero.
El señor Tomás tiene esos dedos como ramas que se les van haciendo a los más viejos;
tiene los ojos a punto de nublados, un temblor en las manos. Hace unos meses el señor se
hizo famoso, con esa fama breve de los medios. En las pantallas aparecía lloroso, la voz
rota:
—A veces como una vez al día, a veces me acuesto sin comer…
Dijo, y lloraba, y que en los días que le quedaran de vida esperaba no morirse de hambre.
La nota de NTN24 sobre las pensiones insuficientes se volvió viral: el señor Tomás llegó
mucho más lejos que lo que había previsto.
—Empecé a recibir llamadas de todas partes del mundo, gente que me quería ayudar, o por
lo menos felicitarme o saludarme, y hay varios que me siguen llamando, me mandan cosas,
comida, mis remedios. Yo estaba muy decaído y ellos me levantaron el espíritu y el alma.
El señor Tomás tiene 86 años y lo repite con orgullo; también tiene recuerdos de una vida
mejor, su llegada a Caracas jovencito, sus años de comercio exitoso, su familia. Y ahora, su
piso pequeño atiborrado, su batallón de vírgenes, santos, cruces en la pared, sobre su cama
estrecha.
—Yo viví una vida bastante positiva. Muy buena, muy buena; hice dinero, trabajé, atendí a
mi familia. Lo que todos queremos, yo lo hice. Después no sé qué nos pasó.
Su mujer murió joven, sus hijos se esparcieron, su hermano también se fue, la economía
venezolana patinaba: a sus 65 empezó a sobrevivir, y desde entonces.
—Ahora todos los días cuando me levanto me pregunto qué voy a hacer, dónde voy a
conseguir la comida, que ojalá no tenga que ver a ningún médico. Yo ya no tengo fuerza.
Yo no quiero terminar así mi vida.
El señor Tomás cobra una pensión igual al sueldo mínimo: son 1.800 bolívares soberanos,
y un pollo, me dice, está a 600 el kilo y los huevos —“la comida del pobre”— a 800 el
cartón de 30.
—Y para cobrar esa pensión de miseria tengo que tener un carnet de la patria. Eso no lo
puedo permitir yo, como venezolano. Señor Maduro, usted no me está regalando nada; mi
pensión me la gané yo con mi trabajo, mis impuestos. Tampoco quiero que me den sus
cajas CLAP, sus limosnas para que no me muera de hambre.
La caja CLAP —Comité Local de Abastecimiento y Producción— es un paquete de comida
que el Gobierno entrega a los necesitados. Una que vi tenía harina y leche en polvo
importados de México, frijoles y aceite de Argentina, arroz de Brasil, kétchup del Perú y
fideos de algún lugar indescifrable: la caja CLAP es un canto a la unidad latinoamericana o
un testimonio bruto de la incapacidad de Venezuela para producir sus propios alimentos, el
castigo de un país que creyó que le alcanzaba con cosechar petróleo. El testimonio de un
fracaso o de un fraude: dicen que hay amigos del Gobierno que han hecho fortunas con las
importaciones de esas comidas de socorro.
—A mí esas dádivas me ofenden. Yo trabajé toda mi vida; no quiero vivir así, a merced del
Estado. Y ese carnet es otro abuso. Te dicen o estás conmigo o te mueres. Yo no quiero
ninguna de las dos.
El carnet de la patria es una tarjeta de identidad —su foto, sus datos, su código QR— que
lanzó el Gobierno en 2017 y que sirve, en principio, para acceder a los repartos oficiales:
cajas CLAP, remedios, las pensiones.
—No señor, no los quiero. Pero lo peor es que todos se van. Todos, los mejores. La
juventud nuestra se nos va, en cuanto pueden se nos van. Así no va a quedar más nada.
Meses atrás su vida era un infierno, dice: que de verdad desesperaba. Todas las noches se
despertaba a las dos, se lavaba la cara si había agua, desayunaba si había algo, se sentaba a
rezarle a sus vírgenes durante tres o cuatro horas. Hasta que la santa madre de Dios, me
explica, oyó sus ruegos:
—Esa entrevista que me hizo ese canal no vino sola; vino por la ayuda de ella, que nunca
deja de cuidarme. Viendo las condiciones críticas que yo tenía me dio esta luz para que siga
viviendo. Y yo le doy las gracias, y si ustedes están aquí ahora es por su santa intercesión.
Me dice y se persigna. Yo nunca, hasta ahora, había sido un milagro: intento disfrutarlo, no
sé si lo consigo.
—Todos los días le pido a la Virgen que se vayan estos directores, que se vaya Maduro,
que se vaya Cabello, y no me cansaré de pedírselo, ya tienen que llegar. Dios no nos puede
fallar a los venezolanos. ¿O será que tanto lo ofendimos?
Somos privilegiados: abrir un grifo y tener agua, apretar un botón y tener luz, entrar a una
farmacia y obtener un remedio, salir a la calle y llegar a algún sitio. La humanidad tardó
milenios en lograrlo —y ahora, tan breves de memoria, nos parece la vida natural.
(Vivo, estos días, en un apartamento de un barrio acomodado del Este de Caracas, así que
tengo, en el lavadero, un tanque de agua. O sea que durante la media hora al día en que mi
edificio debería recibir agua mi tanque la recoge —si llega— y yo puedo usarla cuando
quiero. Es un privilegio: muchos, sin tanque, deben organizar sus vidas alrededor de los
horarios —siempre inciertos— del agua. Entonces para lavarme las manos debo subir al
lavadero, encender la bomba del tanque, esperar que cargue, bajar al baño, abrir el grifo,
esperar que llegue el agua, lavarme, cerrarlo, subir al lavadero, apagar la bomba: una
operación de unos cinco minutos para hacer eso que, en nuestras casas, tarda medio.)
El lujo más antiguo es manejar tu tiempo —y lo olvidamos. Siempre fue: durante milenios
los que podían pagaban o poseían personas que lo hacían por ellos. Después construimos
infraestructuras y máquinas que lo hacen por nosotros: desde una conducción de agua que
nos evita ir hasta el pozo hasta una conexión rápida a Internet que nos evita pasarnos un
minuto esperando que baje una foto. En los países pobres, en los países en crisis, esos
esfuerzos y esas esperas vuelven, y recuerdas que tu vida es puro lujo.
(Pero ya conseguí tener plata. La solución fue casi simple, retorcida: le di dólares a una
amiga —llamémosla Valeria Zapata— y ella se los dio a su dealer y su dealer le transfirió
bolívares a su cuenta de banco y ella, entonces, me prestó su tarjeta de débito cargada con
los bolívares provenientes de mis dólares. Así que podré pagar mis propios cafés, mis taxis,
mis comidas, siempre que nadie quiera saber por qué me llamo Valeria. No lo harán, por
supuesto: no pregunte, no cuente, no deje que le cuenten —decían los cubanos en sus
tiempos.)
Elisabeth tiene 54 años, un marido, seis hijos, varios nietos. Aquella noche, hace ya tanto,
se despertó sobresaltada. En la calle había ruidos, voces, pasos; miró, con miedo: vio
soldados con la cara pintada, las armas en la mano. Salió al zaguán; uno de ellos le dijo que
estaban peleando por el pueblo y ella les preparó café. Las dos tazas pasaron de mano en
mano hasta llegar al muchachón que los mandaba; él las probó antes de dejar que ellos las
tomaran, por si acaso. Más tarde, por la tele, la señora sabría que se llamaba Chávez, que
era teniente coronel, que su motín había fallado. Pero ella no lo olvidaría, dice: que esa
noche le cambió la vida para siempre.
—Yo ahí comencé a seguir sus campañas, todo lo que hacía. Yo tengo la dicha de tener un
nieto que nació el 28 de julio…
La miro, no entiendo, me explica que es el día del cumpleaños del comandante y que el
chico nació con problemas, pero que Chávez le mandó todo lo que necesitaba: operaciones,
remedios, leches, fórmulas.
—Entonces, ¿cómo olvidar a ese gigante, a ese hombre tan hermoso, tan dado con su
pueblo como fue mi comandante Hugo Chávez?
Dice, y se emociona y llora. Elisabeth tiene una camiseta de colores, un bluyín muy lavado
un poco roto, algunos dientes, y se ocupa de la capilla Santo Hugo Chávez. La capilla es un
quiosco de cemento pintado de azul, techo de chapa, sus retratos del comandante y muchas
vírgenes, cristos, angelitos diversos. Pasa un chico y la saluda y le pide su bendición: su
bendición, por favor, Abuela Golda.
—¿Y ustedes le pueden pedir cosas?
—Sí, uno habla con mi comandante y le pide, porque podemos estar cien por ciento seguros
que él se encuentra a la diestra de Dios Padre. Uno por ejemplo le pide que ayude a alguien,
como a esta muchacha…
Dice, y me cuenta la historia de una enfermera que tuvo un accidente de tránsito y le
dijeron que no volvería a caminar y le rezó mucho y le decía Chávez ayúdame yo quiero
caminar yo cómo hago esta revolución desde la cama, y que ella se aferró tanto al
comandante que un día se levantó y empezó a caminar y después se lo agradeció con una
placa en la capilla, me dice Elisabeth. Después me muestra la imagen del Cristo de la
Grieta: es el Cristo al que Chávez en sus últimos días le pidió unos días más: “Dame tu
corona Cristo, dámela, que yo sangro, dame tu cruz, cien cruces, pero dame vida, porque
todavía me quedan cosas por hacer por este pueblo y por esta patria, no me lleves
todavía…”, dijo Chávez entonces, llorando, conmovido, y ahora Elisabeth llora al
recordarlo, retoma la plegaria, dice que ahora son ellos los que deben cumplir con su
legado.
—¿Qué es lo mejor que hizo Chávez por su pueblo?
—Dar su vida. Dar su vida por su pueblo. Pasarán más de mil años, muchos más, para que
tengamos otra vez otro Chávez.
Dice, abolerada, y me da un gajito de una planta de incienso del santuario. Cien metros más
allá está el Cuartel de la Montaña, donde lo enterraron.
—Cuando el comandante parte físicamente le construyeron este monumento en unos días,
aunque todavía estamos trabajando en su reposo.
Me explica una mujer con uniforme, guía del cuartel. Los restos de Hugo Chávez están en
un patio cuartelero recubierto de mármol; alrededor de su catafalco hay cuatro soldados
vestidos de soldados de Bolívar, inmóviles, marmóreos, y más alrededor hay banderas y
escudos, caras de próceres, vírgenes y santos; más allá, la ciudad y los cerros. La guía habla
de su partida, de su cuerpo sembrado, de su sacrificio inolvidable por su pueblo; en media
hora de cháchara no pronuncia ninguna variante de la palabra muerte.
Lo que no se puede decir, dijo el vienés, hay que callarlo.
—¿Ves que aquí es fácil ser feliz?
Me dice Andrea, la fotógrafa, porque acabo de pagar, por primera vez, un café con mi
tarjeta de débito y me siento todopoderoso.
—Uno aprende a disfrutar de esos pequeños triunfos. O, por lo menos, a darles importancia.
Caracas me sume en una especie de austeridad ecololó monástica: recuperar la noción del
valor de las cosas. Usar, digamos, menos papel higiénico porque cada hojita importa y
quién sabe cuándo voy a tener más; usar, por supuesto, menos agua porque hay tan poca
agua; usar, faltaba más, de otra manera el tiempo. Entender que realmente despilfarramos
tanto; entender que no lo precisamos; entender que muchos otros sí, desesperadamente.
No te preguntan cuánto vas a poner; a nadie se le ocurriría contestar 10 litros, 20, 30. Te
llenan el tanque sin decirte nada, porque un litro de gasolina cuesta un bolívar fuerte, o sea:
50 litros cuestan 50 bolívares fuertes, o sea: 0,00005 bolívares soberanos. Es decir que con
un soberano se podrían llenar 2.000 tanques; con un dólar —que hoy, aquí, vale 400
soberanos— se podrían llenar los tanques de 800.000 coches. Va de nuevo: con un dólar se
podrían colmar de gasolina 800.000 coches.
El problema es pagarlo. Ahora Andrea le da al bombero —el empleado de la gasolinera—
tres soberanos: son el equivalente de 300.000 bolívares fuertes para pagar un gasto de 50.
La propina sería generosa si no fuera otra entelequia: esos tres soberanos tampoco sirven
para nada.
—Yo ayer cuando cargué le dí un bolígrafo. El bombero estaba contento, me lo agradeció.
Me contó después un amigo.
—Bueno, yo cuando lleno la moto a veces le doy un cigarro, dos.
Me explicó otro. Como quien dice que las cosas no tienen valor, solo tienen un precio.
Son las lecciones de Caracas. Y que los grandes servicios públicos a los que estamos
acostumbrados tienen, entre otros, un efecto igualador: todos acceden a esos suministros
básicos. O, mejor: la penuria es injusta —y aquí se ve muy claro. No hay agua, pero los
ricos pueden instalar un tanque en sus casas y recogerla cuando llega y usarla cuando
quieren; no hay luz, pero los ricos pueden comprar y alimentar grupos electrógenos; no hay
comida a los precios controlados, pero los ricos pueden comprarla en los supermercados
donde se vende a cualquier precio. O, incluso, en otros sitios.
La señora Marisol no compra casi nada en Venezuela; todo lo que no sea fresco lo encarga
por Internet en Estados Unidos: leche, azúcar, harina, mermeladas, arroz, fideos, bombillos,
detergentes, mangueras, clavos, trapos. Y para el resto usa su huerto, sus gallinas y sus
bachaqueros —o proveedores informales. En el medio de su jardín hay una casita, modelo a
escala de la principal:
—Era una casa de muñecas que les hicimos a las niñas, se pasaban las horas y las horas
jugando ahí adentro.
—¿Y ahora?
—No, ahora la usamos para almacenar comida.
La señora Marisol está a punto de cumplir 80 años y se mueve con soltura y elegancia, la
sonrisa en los labios muy de rojo; desde las grandes galerías de su casa en lo alto se ve todo
Caracas, casi todo su cielo. La señora viene de una familia que viene, a su vez, de la
Colonia. Su padre fue ministro y tuvo que irse de Venezuela varias veces, vaivén de los
Gobiernos: la familia pasó unos años en Los Ángeles, otros en Madrid.
—Nos llevábamos los carros en el barco, los perros, los equipajes… Antes todo era como
cómodo.
Antes la señora viajó mucho, y todavía: en los salones de su casa hay muebles chinos,
indios, coreanos, españoles, keniatas, japoneses.
—Yo conozco el mundo entero. Antes lo hacíamos con mi marido, ahora lo sigo haciendo
con mis hijos. Ahora nos vamos a Corea y Japón a celebrar mis 80 años…
—¿Su vida cotidiana cambió, estos últimos años?
—Sí. Yo soy una viuda de las de antes, yo no brinco. Pero igual me habría gustado seguir
yendo al club, al cine, y no salgo porque me da miedo. Yo no tengo chofer. Tengo un carro
blindado, pero… mientras esté adentro. Me da miedo salir, ya no salgo. Voy a las casas de
mis hijas, que están aquí mismo, en la urbanización.
Su otra hija está en Nueva York; de sus nueve nietos, siete viven en Estados Unidos, y el
octavo está a punto de irse. Le quedará, por algún tiempo, uno.
—Casi todos tienen pasaporte americano. Para irte bien tienes que tener otra nacionalidad;
si no, vas a tener que ir para Sudamérica, donde vas a estar como un paria. Si quieres ir a
Estados Unidos, a Europa, necesitas tener un pasaporte.
La señora, además, convirtió su piscina en un tanque de agua: lo han hecho en muchas
casas ricas. Y ahora varios de sus vecinos son miembros enriquecidos del Gobierno o sus
parientes o sus socios.
—Mientras ellos sigan gobernando no se va a arreglar nada. Algunos dicen que hay que
castigarlos; yo digo que no. Yo me ofrezco a llevarlos con mi carro al aeropuerto, les
hacemos una despedida, los mandamos en primera y que se lleven todos sus reales, pero
que se vayan. Así podemos arrancar a componer este país.
Las guacamayas van llegando con el atardecer, se anuncian a los gritos, se instalan en el
jardín exuberante. El sol se pone sobre las montañas y la belleza es despiadada.

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