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La defensa.

Vladimir Nabokov: El lujo de los detalles


José Luis Alvarado

Mucho antes de que imaginara la


imperecedera historia del sórdido amor de un profesor por una
nínfula, Vladimir Nabokov (1899-1977) había sido un oscuro
escritor en lengua rusa que encontraba dificultades para
publicar sus alambicadas novelas que se caracterizaban, entre
otras cosas, por no parecerse a ninguna otra. El mundo de
Nabokov ya se traslució desde el principio, pero alcanzó su
madurez expresiva en una pequeña obra maestra que pasó
desapercibida en su momento, La defensa (1930).
No estamos hablando quizás del mejor Nabokov, pero en esta
novela ya aparecen todos los elementos característicos de su
estilo, a lo que habría que añadir ese peculiar sentido del humor
tan propio, esta vez volcado en las vicisitudes del exilio ruso.
A primera vista, La defensa es una novela sobre el ajedrez,
o sobre un ajedrecista (su título original en ruso era La Defensa
Luzhin), pero, aun siéndolo, se trata de una novela sobre el
propio Nabokov, sobre sus obsesiones y sus manías, que
mantendría a lo largo de su carrera literaria. De esta forma, La
defensa es una buena manera de adentrarse en el universo de
Nabokov, sin que los intrincados juegos de palabras y las
digresiones continuas de su estilo posterior impidan ver la
calidad de su prosa y el asombro de su inventiva.
En su primera parte, la novela puede parecer el trillado
camino de un joven que conoce el ajedrez por casualidad y que
se queda embelesado con ese juego maravilloso y sorprendente
hasta el punto de dedicar su vida a él. Nada hay más lejos de
esa afirmación: lo importante de esa primera parte es
comprobar cómo se va formando la personalidad del joven,
cómo Nabokov va acumulando detalle tras detalle para que el
resto de la novela, su segunda parte, tenga un sentido y se dirija
hacia el inesperado final.
En La defensa ya estamos ante un Nabokov pleno de
facultades, irónico, divertido, sorprendente y, sobre todo,
detallista. Como la trama, en un principio, se deja leer con
bastante facilidad, merece la pena atender a esos pequeños y
numerosos detalles que Nabokov va dejando en las páginas
como las migas de pan de Pulgarcito. Cuando uno lee por
segunda vez esta novela, y ya no tiene que hacer el esfuerzo de
atención que requiere seguir el -por momentos- concentrado
argumento, se puede recrear en esos detalles que son marca de
la casa y que nunca están de más, nunca son superfluos,
aunque difícilmente puede saberse a qué camino dirigen si no
se sabe la senda que tomará finalmente la trama.
En Nabokov todo es detalle, y aunque en algunas de sus
novelas los árboles impiden ver el bosque, en La defensa ocurre
todo lo contrario. Si se piensa bien, el argumento es angustioso:
un hombre queda tan atrapado en su pasión por el ajedrez que
termina viendo el mundo entero, sus relaciones con los demás y
sus recuerdos, como un inmenso tablero donde tiene que
defenderse, porque, por algún motivo que solo podrá quedar
claro leyendo atentamente la novela, él juega con las piezas
negras. Por supuesto, en esa transformación del mundo ante
sus ojos, hay pasajes que hacen fácilmente comprensible dicho
tránsito: uno de ellos, su obsesión por vencer a su gran
oponente, Turati, mediante una defensa que haga inoperante la
estrategia atacante de su enemigo. Esa obsesión le llevará al
colapso, pero el resultado de ese colapso lo esconde
certeramente Nabokov hasta las últimas páginas, dejando a su
paso solo ciertas pinceladas de inquietud para mantener viva la
atención del lector.
A partir de ese colapso mental, empieza otra partida de
ajedrez para él, cual es mantenerse vivo y lúcido, a lo que le
ayuda la aparición de una chica rusa, exiliada en Berlín, que
frente a la oposición familiar, decide casarse con Luzhin. Son
éstas páginas de una gran calidad, porque ese esfuerzo de su
prometida por mantenerlo al margen del ajedrez y, a la vez,
hacerlo agradable a sus familiares y amistades, se torna en una
tela de araña que en la mente de Luzhin tendrá la forma de 64
escaques blancos y negros donde, como digo, él lleva las piezas
negras.
Como no podía ser de otra manera, Nabokov no se
conforma con trazar ese mundo hostil a Luzhin para que veamos
sus extrañas reacciones, sino que acomete otra trama paralela
donde destaca la situación de los exiliados rusos después de la
revolución bolchevique. Las páginas dedicadas a la familia de la
prometida son francamente deliciosas. A los padres no les entra
en la cabeza que su hija se pueda casar con un ser inútil que
solo se dedica a mirar hacia el vacio y a contestar con
monosílabos. Esa lucha entre la hija y los padres, y el
pensamiento de éstos, chapados a la antigua, como si aún
permanecieran cómodamente asentados en una cultura que ya
está caduca, ofrece momentos divertidísimos, necesarios para
atenuar la intensidad de otra parte de la historia.
Para aquellos que disfruten con el ajedrez siento decir que
no se encontrarán una novela que despliegue excesivos
conocimientos técnicos o, dicho de otra manera, no es una
novela para iniciados en el mundo del ajedrez, porque el juego,
aunque es fundamental para entender las reglas que guían el
relato hacia su incierto destino, tampoco ofrece la magia que
cabe esperar de las posibilidades combinatorias a las que son
tan proclives los aficionados a este juego.
En verdad, La defensa es una novela absolutamente
basada en este juego, pero donde las piezas y la posición del
tablero son manejados a su antojo y capricho por Nabokov, sin
dejar en ningún momento al lector compartir o predecir los
movimientos de los personajes. Eso es precisamente lo que
hace tan atractiva esta novela: que, bajo su apariencia
predecible, se oculta el juego que plantea Nabokov al lector,
dejando para el final el temido y sorprendente jaque mate.
En este sentido, hay que advertir una cosa a quien lea por
primera esta novela: en las ediciones en español que yo he
manejado, aparece una introducción del propio Nabokov, con
motivo de la publicación en inglés de la novela, en 1963. Pues
bien: les aconsejo que no la lean bajo ningún concepto, porque
el escritor se dedica sistemáticamente a destripar sin piedad la
novela «para ahorrar tiempo a los críticos poco imaginativos y,
en general, a las personas que mueven los labios mientras
leen», en un ejercicio estúpido de petulancia, tan característico
del Nabokov persona, tipo bastante engreído y soplagaitas, en
oposición al Nabokov escritor, autor genial que tuvo una visión
muy particular de cómo había que narrar una novela y cuyo
primer y mejor ejemplo cronológico es La defensa.
La defensa. Vladimir Nabokov. Anagrama.
Personalmente, mantengo con Vladimir Nabokov una singular
relación de amor-odio que me lleva lo mismo a leer-más bien a
releer- sus novelas una tras otra de modo casi compulsivo a
abandonarlo durante años al polvo de mi biblioteca donde
pienso que está más a gusto que en mis manos. Supongo que mi
actitud bipolar se debe al conflictivo recuerdo de su persona
frente a su obra: tanto una como otra pueden llegar a ser tan
geniales como irritantes.
Pongo como ejemplo una de las pocas entrevistas (subtitulada
en castellano) que concedió a la televisión -en este caso,
francesa-, en concreto al más conocido programa sobre
literatura de toda Europa en aquel momento, Apostrophes.
Como podrán apreciar, la “naturalidad” de Nabokov era
tan propia que contestó a las preguntas del entrevistador
leyendo en unas hojas, vagamente escondidas tras una pila de
sus libros, de la forma más descarada posible. Supongo que
pensó que sus respuestas eran tan interesantes que debían
constar por escrito, con la peculiaridad de que estaban
escritas antes de la entrevista, y no después, como hace el
resto de los mortales. No se pierdan la estúpida y poco
literaria primera pregunta del presentador, Bernard Pivot, y la
no menos inefable respuesta del ilustre escritor ruso. Ustedes
mismos…

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