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Mientras agonizo.

William Faulkner: Terquedad, obsesión,


egoísmo
José Luis Alvarado

Para el lector atento resulta obvio que en


la literatura no son tan importantes los temas tratados como la
forma de abordarlos y el estilo escogido para exponerlos. Si
esto es una obviedad para los grandes autores, en William
Faulkner (1897-1962) se lleva al extremo tal afirmación.
Tomemos ahora el ejemplo de una de sus grandes
novelas Mientras agonizo (1930), una de mis obras favoritas del
escritor norteamericano; si les cuento la historia que trata, se
nos puede caer el alma a los pies: una familia lleva a la madre
muerta para ser enterrada en una ciudad que está a unos
cuantos kilómetros de su casa. No hay más, y resulta evidente
que el tema no da mucho de sí, pero el vigor narrativo de
Faulkner, su poder imaginativo y, sobre todo, su formidable
estilo, transforman cualquier prejuicio que tengamos acerca de
la trama, la hacen invisible porque en medio están las palabras,
la fuerza de las palabras que convierten una historia anodina en
un tour de force que se va superando a sí mismo conforme
avanzan las páginas, como si a aquello que estuviéramos
leyendo le crecieran gruesas raíces que se van agarrando y
oprimiendo la mente del lector hasta dejarlo sin aliento.
No en vano, el mismo Faulkner aseguraba (pero Faulkner era un
gran mentiroso) que la novela fue escrita en solo 6 semanas,
mientras trabajaba de vigilante nocturno en una central
eléctrica. Cuando se sale de la lectura de Mientras agonizo lo
que nos extraña es que llegara a tardar 40 días en terminarla,
porque parece haber sido escrita de un tirón, en una noche
pesadillesca y monstruosa, donde todos los demonios que son
capaces de concebir el ser humano se le hubieran aparecido al
escritor para terminar exhibiendo este catálogo de horrores y
monstruosidades que constituye esta irracional y fascinante
novela.
Por lo pronto, la forma de presentar la historia ya tiene algo de
descabellado, muy característico de Faulkner: se trata de
muchos capítulos cortos, escritos cada uno desde un punto de
vista diferente, tantos como miembros de la familia (incluida la
propia madre muerta) y algunos vecinos y conocidos, que como
fragmentos de un puzzle, van constituyendo eso que podríamos
llamar argumento, que en Faulkner nunca es algo completo y
definido, para desaliento del lector poco preparado.
Casi sin excepciones, están escritos en presente, relatando
exactamente lo que está ocurriendo en esos momentos (o,
mejor dicho, parte de lo que está ocurriendo, lo que conoce el
personaje que lo relata), y apenas hay referencia al pasado ni
conjeturas sobre el futuro, dejando la narración en un punto
muerto en el que necesariamente habría que saber qué fue de
esta gente anteriormente (dato muy importante dadas sus
extrañas actitudes frente a los sucesos) y que el lector debe
imaginar y reconstruir esforzadamente para entender su forma
de actuar.
De esa curiosa familia que será el centro de la narración solo se
puede decir una cosa: se hallan mortificados por la obsesión. En
realidad, Mientras agonizo es la historia de una obsesión
colosal, una tozudez que llega hasta sus últimas consecuencias:
Addie Brunen se encuentra en su lecho de muerte, y toda la
familia se prepara para enterrarla, aun en vida de ella. Su
marido, Anse, dice (o eso cuenta) que ella le dijo alguna vez que
quería ser enterrada entre su familia materna, en Jefferson, la
capital del estado de Yoknapatapha (por cierto, es la primera
novela donde aparece este territorio mítico de Faulkner), pero
ellos viven en el campo, a 60 kilómetros de la capital, y solo
tiene un par de mulas y una carreta para llevarla.
Mientras esto ocurre, Cash, el hijo mayor, carpintero cojo, está
fabricando el ataúd donde será encerrada su madre, que
escucha a través de la ventana los golpes del martillo y el
sonido de la azuela de la que será su caja mortuoria. Por otra
parte, Darl y Jewel, este último el hijo predilecto de la madre
aunque sea un caso perdido, deciden acercarse a un pueblo con
la carreta porque podrán ganar con ello tres míseros dólares.
Junto al lecho de muerte, abanicando a la moribunda, se
encuentra Dewey Dell, la hija que, en plena adolescencia, ya
lleva en su vientre el fruto del pecado del que quiere
deshacerse de cualquier forma; y revoloteando entre la familia
aparece el menor de los hijos, Vardaman, un niño imaginativo
cuyos capítulos parecen escritos por alguien que no se
encuentra en el mundo de los seres racionales.
Este es el punto de partida de la narración, y a partir de la
muerte de la madre, se desarrollará una historia alucinante y
obsesiva protagonizada por la familia, que, cuando la madre
lleva tres días muerta dentro de la caja, deciden emprender
camino hacia Jefferson, a pesar de que tienen que cruzar un río
que se ha desbordado por las lluvias y ha destrozado todos los
puentes que encontró a su paso.
El relato del cruce del río por un vado se encuentra entre lo
mejor que ha escrito Faulkner: podríamos decir que lo
consiguieron porque no sabían que era imposible. La escena es
digna de una descripción del infierno: las mulas ahogadas,
enseñando sus patas muertas entre la vorágine de las aguas; el
hijo, Cash, rompiéndose la misma pierna de la que quedó cojo
en su empeño de salvar de las aguas el ataúd, que aparece
flotando sin rumbo alguno; sus hermanos, buscando en la
profundidad todas las herramientas de carpintero de Cash, que
le costaron una fortuna y que es lo único que les da de comer; el
padre, Anse, hombre vago, huraño y tozudo, sin apenas mojarse,
dejando a la Divina Providencia que haga con ellos lo que esté
designado por los Cielos, y sobre todo, el espíritu de cada uno
de ellos, inasequible al desaliento, obstinados en cruzar ese rio
a toda costa, desviándose kilómetros y kilómetros para
encontrar un camino que les lleve a Jefferson, los días pasando
lentamente mientras que el cadáver se va descomponiendo y
los buitres circulan con apetito alrededor de la carreta; la
compra de un nuevo par de mulas que es un ejemplo del
egoísmo atroz del padre, que es capaz de hipotecar cualquier
cosa de valor de sus hijos por tal de seguir teniendo dinero para
ponerse una dentadura en Jefferson en cuanto entierren a su
mujer; el dolor de Cash con la pierna rota, tumbado encima del
pestilente ataúd de su madre y que los hermanos tratan de
calmar cubriéndola con cemento hasta que, con el curso de los
días, esa pierna se va gangrenando poco a poco, pero no hay
tiempo que perder antes de enterrar a la madre, porque cuando
se paran en los pueblos los echan de allí porque el olor ya no se
puede soportar y cuando llegan a Jefferson ni siquiera tienen
una pala para cavar el hoyo, tienen que pedirla prestada como
vienen pidiendo prestado todo lo que necesitan desde tiempos
inmemoriales, porque Anse piensa que los demás están para
servirle a él y a su familia, y quizás la madre murió de pena por
haberse casado con ese hombre estúpido y perezoso que le dio
la peor vida que se puede tener y por eso prefiere yacer muerta
entre unos familiares a los que apenas conoció nunca pero que
no pertenecen a esa familia propia que ha sido el tormento de
su vida, esos hijos, a excepción de Jewel, que fueron producto
del demonio.
Apenas he descrito qué ocurre en la novela, porque sus páginas
son un pozo sin fondo donde aflora toda la inmundicia de la
mente humana, miserable y corrupta, egoísta, solitaria a fuerza
de no comprender las razones de los demás. Mientras
agonizo es la mejor forma de acercarse al mundo alucinante de
Faulkner, de comprender qué entendía él sobre el
comportamiento humano, y cuando uno termina la novela,
piensa que quizás el monstruo era el propio Faulkner, que fue
capaz de concebir novelas así, igual que ésta y muchas más, de
las que se sale con un cierto olor a suciedad y, a la vez, con la
sensación de que no se puede escribir mejor, que nadie en el
siglo XX fue capaz de extraer de la mezquindad tanta sabiduría,
tanto fulgor, tanta mala sangre.

Mientras agonizo. William Faulkner. Alianza Editorial.

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