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el GRAN libro

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francisco DE torres

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el GRAN libro

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francisco DE torres

Primera Edición: 2004


Segunda Edición: 2013

Título original: El gran libro


© Francisco de Torres
MAGO Editores, Merced 22, Santiago de Chile
editorial@magoeditores.cl
www.magoeditores.cl

Diseño de portada. María Magdalena Domínguez S.


Fotografía: Cerro Polanco, Valparaíso, Chile

Registro de propiedad intelectual Nº 141.015


ISBN 978-956-8249-20-5

Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total


o parcial de esta obra por cualquier medio – mecánico, electrónico y/u
otro – y su distribución mediante alquiler o préstamo públicos, sin la
autorización escrita del autor.

Impreso en España
Printed in Spain

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A mi esposa y mi hija.
Por existir y animarme a reintentar.
A mi padre,
Por seguir aquí.

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lexuar. largohen.
‫پ ڑھ یں‬. ‫دی ں چھوڑ‬.
ler. sair.
kusoma. kuondoka.
đọc. để lại.
read. leave.
olvasni. hagyja.
læse. forlade.
lesen. verlassen.
閱讀。離開。
lire. quitter.
διαβάσετε. φύγει.
Leer. Abandonar.
leggere. lasciare.
読み 去る
legitur. relinquam.
lesa. fara.
читать. оставить.
.‫ ترك‬.‫قراءة‬
läsa. lämna.
. .
llegir. abandonar.
léamh. fhágáil.
lasīt. atvaļinājumu.
sa pagbasa. mobiya.

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PRÓLOGO
Un hombre sin rostro ni figura, duerme recostado
sobre todas las edades de los humanos, desde sus albores
hasta su ocaso. Encima de esta vaga figura, se recorta la
imponente sombra de una inmensa biblioteca que
ennegrece hasta la más lóbrega de las penumbras. Este
hombre que sueña, quizás soñándose así mismo, encierra
un mundo entero. Y no es más ni menos que un poeta. En
sus divagaciones quiméricas, que son como la arcilla entre
manos perentorias, se alzan figuras vivas en medio de los
más diversos escenarios y épocas, cada una con sus
particularidades, sus mitos y sus miedos.

Primero, se alza con presteza en los comienzos de


la civilización Helena, y armado con un bastón a causa de
su ceguera, relata a viva voz delante de la muchedumbre
las vidas de sus creaciones; allá las penurias de un Ulises,
que no sobrepasaba en talle y habilidad a Aquiles o
Hércules, acá Telémaco quien ve con asombro los
designios de la diosa Atenea. Luego se esfuma y aparece
siglos más tarde en Eleusis con el nombre de Esquilo, y
desde las montañas contempla a Prometeo en las alturas
mientras es devorado infinitamente por Zeus, su verdugo.
Risas y risas se alborotan ante la obra de un Aristófanes
que sarcásticamente pone en ridículo a atenienses y
espartanos. Siglos y siglos de guerras, hasta reaparecer en
la imponente Roma de Júpiter, batallando al lado de Bruto,
asesino de Julio César. Simultáneamente comparte su

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existencia bajo el nombre de Virgilio, quien se consagra a


través de los siglos con su Eneida. Un agitador de masas se
alza en contra de un imperio y muere bajo la más horrenda
y tortuosa de las muertes: la dolorosa crucifixión. Cientos
de voces anónimas relatan y registran las desventuras del
profeta osado, mientras un emperador sardónico se hace
llamar cristiano. Siglos y siglos, el poeta se enmascara en
los sacerdocios o se disfraza de juglar, mientras en las
cortes imperiales de la China, durante la dinastía Tang,
aparece Li Po, que deseando morir busca la inmortalidad.
El infierno, el purgatorio y el paraíso es cantado por un
Dante que estremece. Y un español escribe una novela
para burlarse de la caballería. El poeta ahora es una mujer
hermosa envuelta en hábitos, que canta a un dios maya,
mientras la luna mengua en los parajes de la tierra
americana. Los brebajes de la alquimia borran la frente de
los siglos y la sumergen en un vendaval de progreso
ilimitado. Primero Vico, el iluminado de las bibliotecas,
para ser sucedido por los franceses ilustrados; Voltaire,
Rousseau y Diderot. Guerras, quiebre de dinastías y
cosmogonías, revoluciones y reyes decapitados, al son de
las trompetas y las banderas nacionales. Cantan los poetas
románticos a las rosas. Por acá un infatigable Balzac, junto
a un analítico Flaubert. En las yermas tierras de la madre
Rusia, Chejov se quema las manos al acariciar sus osos
polares, mientras Dostöievski sufre la miseria y la
hambruna en el exilio. Unos malditos blasfeman con ironía
cantándole a flores podridas, Verlaine y Rimbaud se besan
en una orgía, para en el alba agarrarse a disparos. La
revolución de las industrias va dejando al pobre más en la
miseria, describe con atención Dickens, en medio de la
Inglaterra tan conservadora. Darío dice basta, con su

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poesía nacida de sus europeas entrañas, a la vez que le


canta a un toqui que muere en la batalla. Poe bebe
empedernido en medio de la nada, y para colmar sus
ansias asesinas juega al detective y a lo arcano. Lovecraft
prosigue sus fantásticas enseñanzas, sumido en medio de
un cosmos alucinador y caótico. Adelantados, todos, se
conforman en movimientos y sociedades; dadaísmo,
futurismo, creacionismo, surrealismo y ultraísmo, por
nombrar algunas. Delante de todos, un impertinente Emar
hace de las suyas, muriendo en el silencio de la noche.
Misiles, bombas, pelotones y hecatombes azotan al
mundo. Algunos se suicidan, otros no aguantan y
enloquecen. Lorca, con su tez despejada muere fusilado,
mientras un Kafka tuberculoso manda a quemar sus
manuscritos en el lecho de su muerte. Unamuno se recrea
a sí mismo en sus sueños, confundiéndolo todo para que
todo se esclarezca. Una trinidad teme al total emanado de
uno; Huxley, Bradbury y Orwell configuran un triste mundo
en el futuro. A la derecha, Pound amante de los clásicos, a
la izquierda, un Neruda del pueblo; ambos cantando a
zares en direcciones opuestas. Un alemán curioso viaja al
oriente, recogiendo enseñanzas sagradas, quizás para
despacharse a la odiada burguesía. El país del sol naciente,
se entrega al vaivén de la modernidad y trastrabilla en sus
tradiciones, llora Mishima, el discípulo de Kabawata,
mientras se practica el ritual hara-kiri. Los latinos se
recrean luego de la Gran Guerra, con un Borges hundido
en las húmedas bibliotecas, y un Cortázar jugando con sus
cronopios y famas (y esperanzas). Sábato se hunde en
túneles, y Benedetti narra la estupidez de la burocracia, a
la par de Vargas Llosa, que destierra a difuntos y los hace
hablar como a perros. Macondo, creación de García

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Márquez, tan dispar a la Tierra Media de Tolkien.


Hemmingway, sale de su despacho y va a vivir la vida.
México querido, Paz, Sabines, Arreola y Rulfo. Un poco
más abajo del mapa, Monterroso rescata la tradición de
Esopo.

Cuántas costumbres, cuántas penas y desamores,


cuántas guerras y miserias, todas relatadas desde un solo
hombre plural; el dirigente de ruinas perdidas, el sibarita
bonachón, el inútil y el mujeriego, el homosexual y la
fatigosa musa, el cariñoso infatigable y el insensible que no
acaricia a nadie, el comediante asesino y el asesino de
comediantes. Cuántas facetas ha tomado el Ser, imposible
saberlo, a veces de hombre, a veces de mujer, como una
Peri Rossi, una Bombal o una Pizarnik, todas batallando en
una injusta sociedad que gobiernan los hombres.

Una mariposa torbellina irrumpe desde alguna


ventana, y en un vuelo inesperado va a dar en los
párpados del Ser durmiente, que abraza desde su arrabal,
un libro, un Gran Libro de todas las edades, que es la
inmanencia de sus sueños infinitos.

Pablo Rumel
Valparaíso, julio de 2004

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CIUDAD DE
MÁRMOL

Hacía años, tal vez seis, que no traspasaba el


umbral de esas puertas. Todo era igual a la última vez: el
aire, los amplios patios con sus eternos árboles incrustados
en los cuerpos, las columnas blancas como en busca de
pureza, y las pisadas de infinitos peregrinos brunos que no
encontraban jamás, por más que gimieran o rogaran al
cielo, a sus escurridizos, santiguados y lapidados
huéspedes. Caminé lánguidos pasos por las calles terrosas,
humedecidas por siglos de lágrimas sin retorno; observé
nuevamente el horizonte jamás observado por quienes
dormían en estas tierras, extraviados en ese sueño
tranquilo (hoy dudo de que sea tan tranquilo) que no
termina. Sentía que cada vestigio de mi rumbo aletargado
dejaba fuera de los muros de la ciudad la desesperanza
que, por tanto tiempo, me había mantenido inerme a
cualquier recuerdo. Mas ya no. Cada escena de su breve
vida, en la que yo participé, aparecía infinita, una tras otra,
hasta derramarse por los poros aún abiertos de la
nostalgia.

Llegué mohíno a sentarme a su lado, sin saludar y


sin saber qué preguntar, otra vez. Sólo veía pasar por mis
ojos su nombre y ese par de fechas que dejaron una vida
inconclusa. No lloré, no podía. Parece extraordinario que
ante tal indiferencia puedan surgir los más tristes

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pensamientos, los más torpes comentarios y tal


comportamiento premioso de tristeza. Crucé un par de
palabras, y nada. Seguías ahí, estéril a cualquier
sentimiento, mientras yo miraba otra vez el horizonte que
tú tampoco conociste. Como postrero recurso, coloqué
sobre su marmórea y rectangular figura la flor que siempre
quiso, que no pidió hasta venir a descansar acá, como
veterano moroso en esperanzas, que acepta cualquier
habitación para descansar... Pero, ¡esta!, la que jamás
pensé que aceptarías, la menos apta para hombres como
tú. Si sólo hubieses luchado contra ti mismo, contra tus
deseos de viajar y ¡tan lejos!...

Entonces comencé a declinar, como el sol al


atardecer, junto a tu tumba. Nada nos separaba en ese
momento, pero nada nos unía en ese lugar. La cuidad de
mármol se erigía sobre mis manos, que escarbando en la
tierra buscaba un lugar, junto al tuyo, para descansar.

¡Qué asco de ciudad! Y que reconfortante es pensar


que, luego, de ella todos seremos habitantes. Salí más
adormecido que antes, dando la espalda, renegando
furtivo de ese oscuro (aunque ceras luminosas sobran) y
macilento lugar. Sin despedirse, sin un apretón de manos
nos dijimos hasta pronto: tú, desde tu pequeño mundo
espiritual y yo, desde mi pequeño mundo terrenal, el que
me entregaste como herencia de vida, para
reencontrarnos, más tarde, en este mismo inhóspito y
ahíto lugar, presto a acompañar, silencioso, a sus
huéspedes eternos.

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TERTULIA
DE LOCOS
Santiago, 05 del X de 2003. 02:35 AM. En una disco – pub
dentro de una iglesia católica. Tema tratado: religión.
Fuente: el alcohol.

“Las vueltas de la noche de sangre sedienta, aspiran mi


cuerpo maldito, tan maldito como la cerveza que bebo.
Oscuros presagios del fin inminente, donde yace la puta
vestida de la muerte, esperándome con una guadaña en la
cama. Preparándome para oír susurros, los gritos de la
noche perdida que asesinan mi esencia fundida en las
tinieblas grumosas del fin... del fin.”
Pablo Rumel

* * *

“Escrúpulos sedientos al decir no creo; palabras obtusas al


negar a un dios; pero... si viviéramos un segundo más que
ahora, negaría para siempre ser lo que soy; y –
aceptémoslo -: sólo un mundo basta para acongojar al
universo; sólo un crepúsculo admite no existir; porque
cuando sentimos oxidarse el tiempo, lo único que
podemos concluir es que, antes del amanecer, del
atardecer y del anochecer, todos estaremos muertos.”

Maurice Chobart

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GENEROSA
REVOLUCIÓN

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EL PUNTO
MÁS BAJO
Hace algún tiempo me enteré de una historia
obscena.

Me encontraba, como ya era costumbre, en una de


esas tertulias de día sábado junto a mi compañero y amigo
Pablo Rumel. Junto a unos vasos de cerveza y un cenicero
colapsado, discutíamos sobre las atrocidades humanas y
cómo cada individuo puede llegar al punto más grotesco,
más vil, más repugnantemente asqueroso de su existencia.
No nos juzgamos individuos idílicos para emitir juicios de
valor, pero el alcohol nos alentó. Continuamos.

Propusimos variados temas: la guerra; no. Ya


estamos demasiado acostumbrados a matar y a ver cómo
otros matan (esto no implica que estemos acostumbrados
a la muerte propia, de ningún modo, concluimos). Tal vez
la pedofilia; pero tampoco. Algo había que nos hacía
pensar en que habría un nivel de perversidad peor, de lo
cual no se pudiera argumentar ambigüedad moral, o
relatividad de opiniones. Algo que fuera para todos, sin
excepción, el acto más miserable al que pudiera acceder
un hombre. ¡Ese era el punto! No debíamos pensar en algo
universal, esta vez, sino en un acto individual, único, que
nadie soportara solo por su repelente existencia. No
llegábamos a ningún punto, sin embargo.

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Pensamos largo rato mientras bebíamos. Entonces


Pablo me miró como si la respuesta le hubiese caído en la
mente desde algún lado, tal vez –pensé – estaba en la
cerveza y yo no la bebí antes. Me contó, tartamudeando
casi, presuroso de entusiasmo, un relato que paso a
transcribir de inmediato:

- Sé de un político – comenzó -, no muy conocido pero de


alta jerarquía, que desde siempre, ha tenido especial
afición a la pornografía; asiste constantemente a cines de
este rubro y paga a directores de tercera categoría para
que montaran películas... especiales, ‘a su gusto’, decía.

Mientras, yo escuchaba apacible, como


acostumbrado a oír asuntos de esta índole y no muy
esperanzado en encontrar ahí la respuesta a nuestra
pregunta. Seguí escuchando:

- Esta vez el hombre aquel había conseguido, con sus


importantes contactos, que le realizaran una película que,
aunque de muy altísimo precio, no le significaría costo
alguno a nuestro sucio personaje (la corrupción, por cierto,
ya había sido borrada de nuestra lista de ‘posibles
respuestas’). Feliz por la importante adquisición, luego de
unas semanas de espera pudo tener en sus manos la
anhelada snaff.

El asunto ya era otro. La cerveza sonó fuerte a


pasar por mi garganta y el cigarro se consumía solo entre
mis dedos. La esperanza parecía aflorar, pero una
esperanza turbia, viscosa, porque la respuesta podría ser
peor a la que hasta entonces imaginaba.

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- Se dirigió a una pieza especialmente dispuesta para estos


espectáculos y comenzó a ver. En pantalla de 50’ aparecía
el cuerpo de una mujer, casi desnuda si una capucha negra
no te ocultara el rostro. Se veía, más que hermosa,
deseable. Sus carnes un tanto amoratadas contrastaban
con sus senos blancos. Al político le encantó, creyó ver en
eso la más perfecta impresión del claro-oscuro. La mujer,
sofocada bajo el peso de un tipo macizo, entraba en
constantes convulsiones cada vez que el vértice violador
destrozaba su útero. Gemía fuerte, desesperada de no
poder soltarse de las mordazas que ataban sus manos a las
aristas del cuadrilátero de tortura. Nuestro perverso
espectador hubiese aplaudido, sin duda, semejante
brutalidad, si no hubiese tenido las manos ocupadas en
otros asuntos. Pero abrió bien los ojos para ver mejor cada
coágulo que manchaba la sábana sucia que cubría la cama,
y que salía cada vez que el macizo martirizador tomaba
aire para golpear el cuerpo femenino con más fuerza. Su
excitación llegaba a un punto climático. En ese momento,
la cámara hizo un acercamiento, mostrando cómo una
mano, cubierta de sangre, sacaba una daga escondida bajo
la almohada.

Esta vez fue Pablo quien se detuvo. Apagó su


cigarrillo en el suelo y tomó el resto de cerveza que le
quedaba. Yo, impaciente a estas alturas, lo miré fijo, tal
vez para apresurar la vuelta a la narración. Continuó,
tranquilo, después de respirar profundo:

- El tipo, mirando la cámara, o al espectador, dio tres


puñaladas a la mujercita, que dejó de gritar y moverse ipso
facto. Como si aún no fuese suficiente, cortó

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horizontalmente el cuello de la infeliz moribunda, que


alcanzó a dar su alarido final y un hilo de sangre saltó al
cuerpo del violador que, sonriendo...no, riendo a
carcajadas procedió a sacar la capucha a la ya fallecida
hembra. Resultó estar pálida, resultó estar hinchada de tan
golpeada y maltratada, resultó no tener más de 17 ó 18
años, resultó ser la hija del distinguidísimo político que, en
ese mismo momento, eyaculó.

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LA BIBLIOTECA
PERDIDA

Hacia 1988, en las salas más elevadas de la


Biblioteca Nacional, se reunieron, tras numerosas
conversaciones de pasillo, los principales ejecutivos de la
Central de Archivos y Bibliotecas (CAB) con el propósito de
dar solución a un problema que desde hacía varios años
daba más de un dolor de cabeza a quienes tenían como
única misión catalogar y ordenar. El caso no era para nada
simple. Sucedía que 10 años atrás, un ejecutivo
norteamericano, George Northman, había llegado con un
sistema de bibliotecas revolucionario, que prometía
reducir considerablemente el espacio empleado en
archivar, guardar y catalogar.

El procedimiento parecía simple y eficaz: todo lo


que correspondiera a facturas de compra de libros, boletas
por artículos varios, catálogos de antaño, cartas directivas
y semejantes, que en cualquier biblioteca ocupa más del
espacio deseado, y que se acumula por años en montañas
sin ninguna utilidad debía ser tipografiado en un
procesador de última generación que, gracias a un
software especializado, podría ejecutar las operaciones de
ordenar, clasificar, seleccionar y hasta eliminar en caso
que fuese absolutamente necesario. Su costo, aseguraba el
americano, era ínfimo si se pensaba que sólo debía
contratarse a un individuo (que él recomendaría), y no a

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los casi 50 que la biblioteca había costeado hasta ahora.


Las ventajas, como pueden ver, agregaba, son
inimaginables, y los riesgos, nulos.

Así, de un día para otro, la clásica Biblioteca


Nacional comenzó a traspasar, transcribir, archivar
electrónicamente y posteriormente desechar cientos de
folios, carpetas, certificados, boletas de préstamo, de
devoluciones, pérdidas y varios etcéteras a la derecha.
Todo marchaba sobre ruedas, y ya en 1979, el espacio
destinado a libros, enciclopedias, revistas y ejemplares de
“mayor importancia” se había duplicado, y la Biblioteca
contaba ahora con una pequeñita sala de muestras donde
semanalmente se realizaba alguna exposición o
conferencia artística que además, como es de suponer,
entregaba pequeños ingresos extras, los cuales eran
utilizados, entre otras cosas, a la innovación tecnológica,
es decir, compra de mejores equipos archivadores, que a
estas alturas eran, más que nada, limpiadores y
eliminadores.

A inicios de 1980, el director de la Biblioteca


Nacional, comunicó al secretario del CAB que, tomando en
cuenta lo próspero que había resultado el proceso de
documentación electrónica, los modernos equipos con que
se contaba y en pro del desarrollo de la Biblioteca, le
parecía muy apropiado comenzar a transcribir los libros
más antiguos, de modo que éstos pudiesen ser
reemplazados por ejemplares más novedosos y atractivos
para el público en general que asiste a nuestras
exposiciones. Aseguró que, con ello, no se transgredía
ninguna ley de derecho de autor, pues sólo se

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mantendrían como un registro virtual de aquellas obras


pasadas de moda que se estaban convirtiendo en polvo.
Era, por así decirlo, un seguro de vida. De este modo,
libros de principios del s. XIX se dejaron guardaditos en la
parte más baja y oscura, protegidos, desde luego, pero
olvidados.

Las ganancias que todo esto conllevó, no sólo para


los altos mandos sino además para los más simples
empleados era tal, que todos apoyaron y ejecutaros las
órdenes lo mejor posible. Como se esperaba, muy luego
las salitas de muestras fueron dos y, por ende, se agregó
un cero a los cheques de fin de mes. Todos felices. Bueno,
no todos. Los intelectuales del país, que jamás están
conformes, comenzaron a preocuparse por la memoria
nacional, por la cultura universal, por los sobresueldos y
por el estado de la cultura actual: que qué va a pasar más
tarde, se preguntaban; adónde vamos a llegar. Desde
luego, nadie los escuchó. No era mucho lo que pretendían
hacer, tampoco.

En 1981, una nueva entrevista entre el director de


la Biblioteca Nacional y el secretario de CAB terminó con la
destitución de este último, con lo que se vio facilitado
sobremanera el deseo del primero de transformar a
formato electrónico todos los libros publicados antes de
1950. Pero, ¿de qué serviría transcribir, si los libros se
amontonaban y empolvaban, de todas maneras, en las
bodegas del establecimiento? Había que eliminar. Y si lo
quieren saber, así se hizo. No se quemaron, desde luego,
“esto no es la Inquisición”, decía el director. Se decidió,
unánimemente, que los libros serían donados a

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establecimientos de educación pública y vendidos a un


módico precio a bibliotecas menores de la ciudad. Las
salitas ahora eran salas, donde el público en general podía
comprar los últimos bestsellers y pasar a beber un café en
la moderna cafetería con que ya disponía la Biblioteca.
Dividendos enormes y más y mejores softwares.

Con esto, hacia 1982, eran tan pocos los textos


originales que quedaban en vitrina que fue necesario
despedir a gran parte del personal que no cumplía función
alguna. Quedaban nada más que los integrantes del
directorio, sus secretarias, el delegado de transcripción, su
asistente y cinco empleados encargados del aseo de las
“Salas de Comida y Cultura”. Y así comenzaron a llegar de
regalo majestuosos libros empastados a diversos
magistrados y entidades públicas, incluso nuestro señor
presidente tuvo el privilegio de hojear aburridamente la
Poética Aristotélica con traducción y notas de García Yebra
en edición de lujo. Otra vez, todos felices. Casi a finales de
1984, los procesadores contenían todo. Los menos
ortodoxos se conformaron y hasta se contentaron con
revisar los textos sentados frente a una pantalla. Se podía
acceder a cualquier información que hubiese sido
previamente ingresada, con sólo presionar un botón.
¡Revolucionario!, osaron gritar muchos. Pero los más
conservadores se sintieron agredidos con la nueva
tecnología. Además de no entenderla, les parecía absurdo
pretender abarcar el conocimiento y arte humano en un
disco duro. Se sintieron molestos y buscaron, hacia los
márgenes, bibliotecas más tradicionales y sin salas de café.
Uno de los más distinguidos intelectuales en el ámbito
nacional habló cara a cara con el director, pero no

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consiguió más que una frase común de un hombre del s.


XX, que conocía la velocidad a la que cambiaba el mundo y
que se negaba a quedar atrás. Las palabras, en realidad,
fueron un tanto más duras que eso y, antes de que sonara
un portazo frente a la cara del director, se escucharon
palabras alusivas al fascismo y al terrorismo,
respectivamente.

El último día de agosto de 1985, el transcriptor le


comunicó al director, entre espasmos, que uno de los
computadores había comenzado a eliminar
(misteriosamente, dijo), textos importantes, periódicos
antiguos y que ya casi no quedaba registro alguno de las
revistas extranjeras menos pedidas. Era cosa de horas para
que la mitad de las máquinas eliminaran gran parte de lo
que se había guardado. Pero el director, confiado,
tranquilizó al hombre diciendo que eso no era posible, que
el sistema obedecía órdenes y que no podía “limpiarse”
por sí solo...

Sólo no, pero podía. Era el procedimiento común


de los sistemas con historial de datos. Los equipos no
distinguían entre un afiche y un Ulises de Joyce del 22.
Eliminaba todo lo que hubiese sido ingresado con fecha de
publicación anterior a 1950, como se lo habían ordenado.
El director empalideció al comprobar el desastre.
Frenético, preguntó que qué se podía hacer para detener
el proceso. Era simple: apagar los computadores. Pero no
se podía: la biblioteca dependía absolutamente de ellas. Si
el sistema estaba inoperante, nadie podría acceder a la
fabulosa biblioteca virtual, nadie vendría a beber café, el
dinero escasearía otra vez, y la biblioteca se iría a la ruina.

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Así fue. A las pocas semanas eran muy pocos los curiosos
que venían la biblioteca, más que todo a presenciar la
catástrofe y comentarla por la noche con algún amigo en
un bar. Uno o dos, nada más, a beber el buen café de las
salitas y a hojear el periódico comprado en la esquina.
Todo cambió. El director pensó en reimprimir todos los
textos eliminados por los computadores, pero era
demasiado costoso. El asunto fue trágico, se despidió al
transcriptor y el director quedó solo, ocupado, muy
ocupado en salvar los textos depositados a su suerte en
una memoria RAM que prescinde la memoria nacional.

El antiguo empleado del CAB exigió al ministro de


turno que pidiera la renuncia del director, pero, ¿para
qué? Algunos dicen que el director sigue escribiendo a
mano los textos guardados, llamando a George Northman
y esperando, algún día, recuperar la biblioteca perdida.

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LA ONOMATESIS
1
BUSCADA
Grito, grito “muerte” y nada. Pido, imploro
“piedad” mas sigo siendo. Si tan solo la palabra expresara
la realidad de lo nombrado, diría que “todo está acabado”.
Por escribir tras una cortina de ficciones me someto a la
veracidad de la no-existencia. ¿Qué intentaré ahora para
negar mi ser, para otorgar una tregua a mi enemigo, mi
prisionero y mi liberador? Un tipo creyó encontrar la
onomatesis, pero al reír lo partió un rayo. Otro tipo dijo
que la onomatesis nunca había existido: en el acto murió.
Yo sólo quiero saber si esto es cierto, si se puede hacer
real lo que se dice; en ese caso podré dejar de existir en
este mismo instante.

1
Onomatesis: es el ámbito teúrgico en que la acción del lenguaje
modifica la realidad, en la que la realidad es ya lenguaje y escritura.
(Nota del autor)

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CREO
Y Dios dijo:... Y se hizo
Génesis

- ¿Encontraron algo?
- Nada, otra vez. Parece que se hizo humo.
- Sigan buscando. No puede ser perfecto. Siempre queda
algo, por ínfimo que sea. Vamos. ¡A buscar!
- Sí, señor, pero ¿qué buscamos ahora?
- No pregunte idioteces, Pérez.

Hacía tres meses que el sargento Herrera estaba


tras la pista de este sujeto. Había intentado por todos los
escasos medios que estaban a su disposición hallar a ese
maldito hijo de perra que no lo dejaba siquiera dormir.
Cada tres horas una llamada de la comandancia le avisaba
de una nueva catástrofe. Primero fueron asuntos sin
importancia, que no le llamaban mayormente la atención y
no lograban sacarlo del tedio rutinario.

Luego el asunto se puso interesante, aparentes


raptos (sin testigos), millonarios premios en los casinos de
la ciudad, casas desmanteladas sin que los habitantes lo
notaran, o violaciones – hasta seis en un día – que no
parecían haber sido forzadas. Debía ser el mismo tipo. No
dejaba rastro alguno y nadie lo veía jamás. Además no

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seguía las normas de comportamiento comunes en


criminales de mediana categoría. Hacía lo que quería, sin
oposición de los afectados y cometía los más variados
delitos. No tenía una línea, y por lo tanto no era un
especialista. Pero no era un novato ¡Claro que no era un
novato! ¡Cuatro meses tras él y nada! Tampoco podemos
decir que fuera un desquiciado, no, no. Era demasiado
inteligente para eso. Tenía algo más, algo que estaba
siempre a su favor, que impedía que lo localizaran. Pero
dentro de él sabía que lo atraparía, más tarde que
temprano. Herrera había estado tratando de hacer caer a
este desgraciado y siempre se le escurría de las manos
cuando creía tenerlo más cerca (aunque él sabía que
nunca se acercó, en realidad, hasta el último momento).

- Señor, encontramos una huella de zapato.


- ¿Dónde?
- En el jardín. Parece ser de un hombre medio, 75 u 80
kilos. La suela está gastada y casi sin marcas que la
identifiquen.
- Puede ser del dueño de casa.
- No era del dueño de casa. Mide 1,50 m y no pesa más de
60 kilos.
- ¿Sabes qué zapato es?
- No, señor.
- Entonces, estamos donde mismo.
- Sí, señor.
- Sigan buscando - aunque, a estas alturas, sabía que no
encontrarían nada.

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el GRAN libro

II

Salió más temprano que de costumbre. No había


dormido bien hacía días y cada vez pensaba con más
seguridad que era imposible encontrar la solución. Ya no
había salida. Sus hojas sueltas a medio escribir, su
grabadora, su perenne lámpara de estudio, todo, había
dejado de ser lo que fue antes. Lo que le quedaba era su
soledad, y sentía miedo incluso de pensarlo. Pero ¿si lo
dijera? ¿Si la palabra saliera de su reseca boca?
¿Terminaría todo? No podía. Terminar con todo para
salvarse él no era justo. Ni siquiera era imaginable.
Apocalipsis total. Pero, si todo terminaba, de qué salvación
estaba hablando. Quizá podría arreglarlo todo después.
Pero el riesgo era demasiado, más que demasiado, era el
máximo riesgo que un hombre (¿era un hombre aún?)
podía ser capaz de soportar. Ya no podía hacer nada.
Aunque no podrían decir que no lo intentó. Hizo todo lo
posible y lo imposible también: un día dejó que la
economía cayera a nivel mundial. Otro día permitió que
un camión destrozara a una familia completa que viajaba;
luego no evitó asaltos, ni fraudes, ni tráficos, ni nada. Sólo
vio pasar las cosas sin intervenir. Pero poco tiempo
después cambió de táctica. Eliminó países, hizo
desaparecer autoridades, presidentes, secó ríos, exterminó
razas, y hasta a una joven miss universo. Pero nada. La
gente no parecía notar los cambios. Cada ciudad, cada
pueblo, villorrio y cada individuo se adaptaba a ese
mundo desarmado que él creaba y destrozaba a su antojo.
Se dio cuenta de en realidad nada estaba relacionado con
nada, ni las madres con sus hijos. Si algo dejaba de existir,
alguien suplía la ausencia con una mascota, con drogas

33
francisco DE torres

nuevas, políticas renovadas (siempre decían eso) e incluso


automóviles. Nadie lo notaba.

III

Desde pequeño soñó con ser policía. Su padre lo


era y casi por herencia le correspondía portar la insignia.
Las novelas policiales eran su mayor entretención, tal vez
porque eran las únicas que hubo siempre en casa. Las leyó
todas, más de una vez, y siempre sentía que había sido
más listo que el protagonista al resolver antes el enigma.
Pero esos eran cuentos de niños, y ahora se enfrentaba a
un enigma de verdad. Algo que no parecía tener solución.
El asesino, traficante, raptor, violador (y un etcétera de
cargos) no aparecía en ningún lado. Sin embargo le parecía
algo muy raro. El tipo no intentaba escapar, al contrario
parecía que cometía delitos muy cerca de él. Tal vez sólo
era el esquema que el tipo seguía y que él ya había
estudiado por varias noches. De nada le sirvió. Cambiaba
de dirección en menos de tres días. Un día salió con sus
hijos al parque de diversiones y ahí mismo vio cómo se
salía de su eje la gran rueda con más de 100 personas
arriba. Se supo que algunos engranajes y pernos habían
desaparecido sin que nadie pudiera explicar cómo. Tenía
que ser el mismo sujeto. El mismo maldito que actuaba
como persiguiéndolo, que lo enfurecía al extremo. Tal vez
actuaba cerca de él para dejarse atrapar, o para burlarse
de su inoperancia, pensaba Herrera.

34
el GRAN libro

IV

Pero hace unos meses alguien había notado su


presencia, y además lo buscaba. Esa era su salvación,
aunque no estaba seguro si ese tipo lo podría ayudar en
verdad. Ir a prisión le parecía una de las mejores ideas,
pero no era nada seguro. Sabía que de una u otra manera
pasaría algo y el ciclo se iniciaría otra vez. Pero no había
nada más y se debía comenzar por algo. Intentó otra vez
con asuntos pequeños. Detuvo el tiempo un par de veces,
representó breves asaltos y numerosos choques,
desmanes en parques y uno que otro conflicto
gubernamental. Mas todo era vano. Cada vez que
intervenía sentía que toda su energía se concentraba en
ese objeto creado por la palabra, y dejaba de ser lo que
era. Al abrir su boca, la materia entraba en un estado
plasmático. Pasaba a ser parte de ese algo que destruía o
creaba, como si el único referente de la realidad fuese él
mismo, o la materia que lo constituía. Sentía que dejaba
de existir para pasar a un estado en que todo, todo era
pura palabra. Él mismo no era más que un conjunto de
malas frases mal ocupadas. Así no podía llamar la atención
de nadie. Nadie lo veía. Debía pensar algo mejor.
¿Suicidio? Ya no quedaba nada por intentar. Trenes,
caídas, explosivos, puentes, ruleta rusa, pastillas, nada.
Sólo un rasguño, con mucha suerte, que sanaba de
inmediato o un leve dolor de cabeza. No entendía por qué
no podía ocupar ese don (maldición) sobre sí mismo.
Quería gritar “muero”, “desaparezco”, pero no podía dejar
de existir. Estaba condenado a estar ahí, así, para siempre;
o hasta que encontrara el método para dejar de hacer por
la palabra.

35
francisco DE torres

Definitivamente la prisión era la mejor solución.


Mientras estuviese en silencio no correría riesgos. Sabía
que era muy difícil no hablar nunca más, pero sólo el
silencio mantendría su apariencia humana. Dentro de la
cárcel, desaparecer sería muy mal visto, se decía. Pero era
lo único que quedaba por intentar.

Miraba de reojo al tipo que, desde la mesa de


enfrente, lo observaba fijo hacía más de una hora. El café
estaba lleno de policías y notó esa presencia extraña de
inmediato. No lo conocía, estaba seguro, pero sentía la
necesidad de acercarse a él. No lo hizo. Un cliente más,
pensó.

De pronto un coche bomba explota en la esquina, y


todos los policías salen corriendo a ver (más que a saber)
lo que pasó. Menos él. Y el tipo desconocido, ya no estaba.
Es él, estaba seguro, ahora. ¿Por qué se había presentado
ante él?, no lo sabía, era absurdo, pero... qué importaba.
Quería burlarse de él, pero vería quién ríe mejor...

Ahora que lo había visto sería más fácil capturarlo.


Haría una recreación de su rostro y podría buscarlo por
toda la ciudad. Por fin terminaría esa infructuosa
búsqueda, de meses y meses, que lo único que había
logrado era bajarle el perfil ante los superiores. Pero todo
cambiaría: lo atraparía, lo condenaría, pasaría en la cárcel
el tiempo necesario para que se pudriera y él, Inspector
Herrera, sería ascendido o premiado por capturar al mayor

36
el GRAN libro

malhechor de los últimos años, qué años, del siglo.


Bastaba con esperar el próximo movimiento y lo
capturaría.

El movimiento se produjo más pronto de lo que


esperaba. Era un colegio, el de sus hijos, que ardía, y ahí
debía de estar ese sujeto. Se enfrentarían, de seguro, pero
no tenía miedo. No podría hacer nada esta vez (no estaba
tan seguro), pero, si algo sucedía, había más de medio
centenar de policías preparados a disparar a la cabeza y al
corazón. Era él quien debía ingresar a esposar al sujeto.
Quiso entrar solo. Cruzó las llamas de la puerta de
ingreso... y ya no había más fuego.

VI

Por fin llegaba. Lo vio cruzar el umbral de la puerta


y quedarse paralizado. Aún no notaba su presencia. Lo
observó, paso por paso, hasta que ambos cruzaron una
mirada. En sus ojos había ira y no logró comprender. Le
dijo unas palabras duras, sin sentido: tienes derecho...
todo lo que diga podrá ser usado...

No puso resistencia, no tenía para qué, al fin lo


encontraban y podría descansar un tiempo, en prisión y sin
abrir la boca. Miró a Herrera como agradeciendo el favor
concedido. Pero él se detuvo, con cara interrogante y no
terminó de colocar las esposas.

- ¿Eres tú, verdad? ¿Tú eres a quien busco? ¿Por qué te


sonríes, maldito asesino? Pensabas que no te atraparía,

37
francisco DE torres

¿verdad? – sus ojos estaban rojos de ira. Él no contestaba,


sólo lo miraba-. ¿Eres tú, el de la cafetería?

- Yo soy – respondió casi por instinto. Al instante creyó que


todo se desmoronaría, que haber hablado crearía algo que
impediría su arresto, algún monstruo de su imaginación
que vendría a rescatarlo de la pena de la que no quería ser
salvado, que quería sufrir. Pero no, nada pasó. Herrera
apretó las esposas y se lo llevó a prisión. 90 años y un día.
Día imaginario que nunca llegaría.

38
el GRAN libro

NO PASAR,
ENTRADA RESTRINGIDA

Leí el letrero que colgaba de la antigua reja.


Únicamente de curiosidad pensé en entrar. Golpeé una
vez, despacio... Nada. Llamé de nuevo, un poco más fuerte
esta vez... nada.

Busqué entre mis bolsillos algo que pudiese


servirme de ganzúa. Ya tenía alguna experiencia en estos
procedimientos. Encontré un alambrillo. Cuando me
dispuse para realizar la tarea, estando en cuclillas, la
puerta se abrió pesadamente con un ruido ensordecedor
de hierros oxidados por acompañamiento. Miré hacia el
interior y todo lo que advertí fue la inmensa longitud de un
blanquísimo pasillo. Entonces caí en la cuenta de que hacía
ya bastante rato que había perdido la noción de hacia
dónde me dirigía. Me puse en pie.

Crucé el portal de aquella viejísima reja (y repito


que era vieja pues realmente lo era). Parecía demasiado
vieja para sostenerse aún ahí. Al pasar el umbral pensé en
voltearme a cerrar el armazón de fierro que ahora se
encontraba tras de mí. Al hacerlo noté que por este lado,
la reja no se asemejaba absolutamente en nada a su
primera cara: por aquí se distinguía un resplandor
broncíneo que se reflejaba incluso hacia las níveas paredes
que hacia el interior se prolongaban. Sin saber si al cerrarla

39
francisco DE torres

produciría el mismo estrépito que al abrirse, pensé


dejarla tal cual estaba y continuar con mi recorrido. Así lo
hice.

Aunque ya lo comenté, me parece necesario


recalcar que las paredes que por mis lados se disparaban
hasta un punto invisible en el horizonte, eran de un blanco
purísimo, límpido y casi encandilante. En cuanto al techo
no puedo decir nada, ya que nada vi; al menos hasta la
altura que mis ojos lograban distinguir. El piso – no sé si
se le pude llamar de este modo- se encontraba tapizado
por una alfombra también blanca, aunque en algunas
zonas se tornaba grisácea, y de una espesura que no se
podría especificar, pero sin duda era mucha, si se notaba
que al pisar, el pie se perdía casi hasta el tobillo. Luego de
un largo rato de caminata, en que nada más se vio aparte
de lo que ya he explicado, divisé a no más de 10 metros un
nuevo pasillo que se bifurcaba hacia la izquierda. Sin
pensarlo un momento más, y olvidando por completo mi
calidad de intruso en ese sitio, me dirigí presuroso al
nuevo camino que se me mostraba.

Este pasillo no era singularmente diferente al


anterior: las mismas paredes, la misma alfombra, la misma
ausencia de cielo. Pero un elemento llamó particularmente
mi atención: un reloj de arena (bastante mal cuidado por
cierto) dentro de un cubo de vidrio incrustado a la pared.
Su contenido se deslizaba lento y delicado por la diminuta
cintura que permitía su paso a la parte inferior del
anticuario casi lleno. Si había algo más, les aseguro que se
me pasó inadvertido.

40
el GRAN libro

Había llegado al final del pasillo y frente a mí, justo


rozando la punta de mi nariz, sentí la presencia de una
puerta. Con idénticas características a todo lo antes
descrito: en síntesis, muy blanco.

Con la idea de que la puerta podría estar


igualmente abierta que la reja, osé empujarla muy suave
hacia dentro y ésta, en efecto, se abrió. Ahora me
encontré parado casi en medio de un salón de grandes
proporciones pero cuyas paredes dejaban de ser blancas.
Ahora eran de un penetrante color celeste. Perpendicular
a mi vista, es decir, en la pared paralela a la de la puerta,
se hallaba un mesón de madera corroída al punto de
desmantelarse y caer sobre la alfombra esponjosa que, por
cierto, se mantenía blanco grisácea. Y tras este mueble,
tapado casi totalmente por una enorme ruma de papeles,
se encontraba dormitando un anciano de luengas barbas
blancas. Sus manos cruzadas sobre el protuberante
abdomen, los desdeñados pocos pelos canos que aún
cubrían su cabeza y el intermitente cabeceo a causa del
sueño que hacía evidente, le entregaban un aire grotesco,
incluso irrisorio que me resultó imposible de disimular:
una risotada escapó e hizo eco en la habitación.

El anciano despertó. Miró asustado a su alrededor


buscando al inoportuno que interrumpió su sueño, y en
unos segundos su mirada se fijó en mí. No podría decir que
tenía una mirada punzante, ni tierna, ni amable, no. Era
una mirada distinta a cualquier mirada que se me hubiese
dirigido antes. Las gruesas cejas blancas despeinadas
cubrían gran parte de su frente y escondían los ajados
párpados de mi observador.

41
francisco DE torres

Se quedó mirándome un momento y luego, lo que pareció


un intento de hablar, se transformó en un gesto con la
mano pidiendo que me acercara. Así lo hice. El viejo tomó
una pluma, la empapó con tinta y por fin habló.

- ¿Nombre? – dijo preparado para tomar nota. Pensé que


sería lógico presentarme en un lugar en el que no debería
estar, por cortesía al menos, de modo que le di mi
nombre-. ¿Edad?... ¿Estado civil?... ¿Fecha de
nacimiento?... y un sinfín de preguntas que más allá de
causarme curiosidad, me fueron indiferentes y respondí
sin más comentarios.

-Bien – continuó diciéndome -. Eso es todo. Puede tomar


asiento. Espere su turno.

Busqué con la mirada algún sitio donde poder


sentarme para esperar el turno de no sé qué. Encontré una
banca de madera casi podrida pero que resistiría al
menos mi espera, pensé. Empecé a observar mejor el
lugar. No había absolutamente nada que rompiera con la
armonía pegajosa que reinaba en el sitio. Nada de
suciedad, ni un sólo mal olor – en verdad no había ningún
olor -, nada de nada. Ni siquiera una mosca que zumbara
como es común en esta época. Pasó el rato, lento,
inexorable. No noté si fue una hora o diez. El tiempo
parecía cíclico con el constante existir de lo poco que
había. Pensé en volver al pasillo a mirar el reloj de arena
en la pared para hacerme una idea de cuánto tiempo
llevaba esperando, pero luego desistí. No sabía si pararme
y dar vueltas, si buscar algún tema de actualidad para

42
el GRAN libro

conversar con el anciano, silbar o mirar mis pies. Pronto


caí en cuenta de que el viejo de barba se había vuelto a
dormir, lo que me brindaba cierta libertad para conocer
otras partes de esta estancia que por lo visto era algo así
como un hospital, sede de la cruz roja, casa de reposo de
ancianos o un manicomio. Algo me mantenía pegado a ese
sitio, a pesar de poco novedoso que me parecía. Decidí
moverme.

Me puse en pie, sigiloso y encontré otra puerta,


escondida por el “decorado” de la habitación y por la luz
perenne que la camuflaba. Para variar, estaba
entreabierta. Sin más que hacer, lo mejor era vagar un rato
por este sitio. Después de todo ya había decidido entrar y
pensé lógico aprovechar la visita como turista.

Cuando abrí la puerta me asombré, por decir lo


menos. Ya no se veían paredes blancas, ni tapizado
blanco, ni grandes cejas blancas, ni nada blanco... Por el
contrario, la habitación - porque eso creo que era-, estaba
dominada por una bruma opaca, espesa, que casi impedía
la visión. Entré sin preguntar, otra vez. Aquí mi ánimo
cambió. Prefería la monotonía blanca a la incertidumbre
gris. Dos pasos más hacia delante y topé con un pie algo
así como un mueble. Miré.

Efectivamente era un mueble, específicamente una


cama, antiquísima pero en excelentes condiciones. El
catre, de bronce brillaba entre la oscuridad de la niebla.
Sentí un ronquido y esperé un segundo. Cada catorce
segundos un nuevo ronquido rompía con el silencio que
hasta ese momento había percibido. Me acerque al foco

43
francisco DE torres

emisor, guiado por el sonido y, a tientas, mi mano chocó


con un rostro que, sin embargo no despertó. Sólo se
removió y siguió con su gutural ronquido. Confieso que me
asusté: sin saber dónde demonios estaba, junto a una
cama ocupada por un desconocido roncador y en calidad
de intruso, no podía no estarlo.

- Ptsss... ptsss- nada -. Hola, ¿hay alguien? – la pregunta


me resultó idiota, pero el interpelado reaccionó-. Buenas
tard... ¿o buenos días?
- ¿Qué? ¿Quién es? ¿Pedro? – las palabras sonaron
ásperas.
- Sí, ¿cómo lo supo? – sentí una extraña impresión: no
creía conocerlo o haberlo visto antes.
- ¡Tú no eres Pedro! – el tipo despertó al fin.
- Tal vez no el que pensaba, pero yo sí soy Pedro. Pedro
Pérez, a sus órdenes.
- ¿Qué haces aquí? No puedes estar aquí.

Lo mejor que podía hacer era retirarme, como si


nada, pero cuando me disponía a hacerlo, una mano fría
me detuvo-. Momento. Ya que estás aquí, dime qué
quieres.
- ¿Yo? Nada. Sólo pasaba...
- ¿No sabes dónde estás?
- La verdad... no. Ni idea. Pero si estoy siendo impertinente
me voy y ya.

Definitivamente era un anciano, muy anciano, y


medio tuberculoso, por la voz que emitía.

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el GRAN libro

- Estás al final del camino – dijo solemnemente, como si


fuera la gran novedad.
- Eso ya lo sé. No encontré más puertas y, por lo que veo,
aquí tampoco las hay, aparte de la de entrada. Así que, sí:
este es el final del camino- sonreí travieso sin saber si el
anciano me veía.
- No me entiendes. Este es tu lugar de descanso.
- Eso no me lo creo. Con la mala infraestructura del lugar
difícilmente alguien podría descansar. Hay muchas cosas
que arreglar. ¿Sabía que el portón de su casa está a punto
de venirse abajo?- me acerqué para ver la cara del anciano
y sólo en ese momento noté que no era anciano, sino que
era “algo” a punto de fosilizarse, casi momificado y no
poco polvoriento.
- Siempre fuiste de difícil entendimiento. Pero ya no
tendrás más problemas.
- Eso me vendría de perilla. Como están las cosas y uno sin
trabajo. ¿Se imagina lo que es tener cuatro bocas que
alimentar? Bueno, la de mi mujer vale por dos, así que
cinco más la mía. No falta, es cierto, algún trabajillo
pequeño, electricidad, carpintería, pinturas... porque yo
hago de todo – Me erguí un poco e hinche otro tanto el
pecho. Siempre me había sentido orgulloso de mi esfuerzo,
aunque no niego que más de una vez intenté hacer las
cosas por el lado fácil -. Y usted, ¿a qué se dedica? Aunque
a su edad, creo, uno debe dedicarse a descansar y a
malcriar nietos. ¿No cree?
- Bien es cierto. Yo me dedico a la humanidad. – su tono se
hizo más grave.
- Filántropo – intenté adivinar.
- No. Un poco más complejo que eso.
- ¿Abogado?

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francisco DE torres

- Ja, ja – la risa hizo eco en la habitación-. Más o menos.


Siempre tan práctico, Pedro. La verdad es que me dedico a
salvar gente.

Pensé en decir seguros de vida, pero me arrepentí.


Pero pareció haber leído mi mente:
- No es un seguro de vida, porque yo los ayudo después de
muertos – Entonces, funeraria no podía ser, pensé. Él
mismo ya estaba más muerto que vivo-. Es más como una
empresa que busca filiales.
- Y, ¿qué hace con ellos después de muertos? – pregunté
un poco aburrido de la conversación.
- Los llevo a la Vida Eterna.
- O yo no entiendo nada o usted ya está que estira la pata.
¿Se cree Dios o algo así?
- Soy Dios. El Único, el Alfa y el Omega.
- Bien. Y yo soy un muerto que vino al cielo por sus buenos
actos. No sea ridículo y hablemos en serio.
- Silencio – eso fue un grito que remeció todo. Me callé al
instante - ¿Cómo pude haber creado una raza tan
incompetente? Bueno, ustedes mismos dicen que “con
errores se aprende”. Te traje hasta aquí para decirte que
no es tu hora. Que lo que pasó fue un accidente... no
estaba en mis planes...

Comencé a recordar. Antes de llegar hasta aquí yo


iba por la Avenida Principal... sí, sí, sí. Visité a mi tía, la
loca, salí como a las cuatro y... Tenía que llegar temprano a
casa y.... ¡Un camión! Empalidecí.

- ¡Así que tú fuiste el infeliz que me atropelló!... Ya sabía


yo que te atraparía y cuando te ...

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el GRAN libro

- Dije silencio – traté de interferir, mas algo me lo impidió.


No pude hablar y el viejo continuó: - En cierta forma sí, yo
te atropellé. Pero fue un descuido, un imprevisto. Vuelve a
casa, ¡ah! Y no sigas leyendo esos libros - me habían
regalado unos libros de Nieche o Nichte o algo así. Eran los
únicos libros que tenía pero jamás los había mirado
siquiera. Traté de decírselo, pero no logré emitir sonido.
- Mira que decir que he muerto – continuó-. Si todavía me
queda un poco de vida. Por poco que sea no me pueden
enterrar estando aún tibio. Lo peor es que quien lo dijo se
arrepintió y aquí está el muy insensato. Ya es hora de que
se cambien algunas reglas.

Yo no entendía ni pelotas lo que hablaba, pero a


todo decía que sí con la cabeza, muy obediente. Todo
porque me dejara salir de ahí. Ya no soportaba a ese
anciano quejumbroso con aires de todopoderoso que no le
sentaba para nada. De pronto, me miró a los ojos y levantó
una mano. No sé si me golpeó o qué, pero de ahí no me
acuerdo más. Sólo sé que aparecí frente a la Casa de
Orates, con dos costillas rotas y un pulmón perforado. De
un portón viejísimo salió un tipo de blanco y llamó a la
ambulancia.

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el GRAN libro

LA TABERNA
DE HERÓDOTO
(A Jorge Peñamedrano)

Aunque pocos lo saben o recuerdan, en aquellos


tiempos todos los filósofos, además del ágora, se sentían
muy inclinados a visitar las tabernas. Todos ellos sabían
que ése era el verdadero espacio de debate y de
democracia aunque, en público, ninguno se atreviera a
admitirlo, por razones de seguridad de la polis, según
decían siempre.

Heródoto, hombre conocido por poseer razones


tan fluidas como cambiantes, en un arrebato de
optimismo, decidió inaugurar su propia taberna. Conocía a
la mayoría de los reflexivos muchachos de la ciudadela y
con ello, desde el comienzo, pensó en el éxito seguro. Y no
se equivocaba. Efectivamente, todos los pensadores, luego
de sus respectivas labores políticas o académicas,
frecuentaban la recién inaugurada taberna. Durante años,
ese espacio fue testigo discreto de pensamientos y
borracheras profundas y fructíferas. Tanto se discutía y
razonaba en la ya afamada taberna, que algunos no
lograban distinguir el humo del tabaco del de emanaba de
las testas trabajosas de los eminentes pensadores. Muchos
jóvenes y neófitos aprendices acudían entusiasmados a la
taberna solo a oír argumentar y contraargumentar a unos
y otros filósofos de prestigio y renombre, aunque, como es

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francisco DE torres

de suponer los sofistas nunca pusieron pie dentro del


lugar. No se puede decir si era una prohibición tácita,
autoimpuesta por orgullo, o más bien un capricho
comercial de Heródoto, siempre selectivo con su audaz
clientela.

Y así pasaron décadas, siglos, y también milenios en


que todos los filósofos acudían a la taberna. Se sumaron
de todos los rincones del globo, de todas las razas y de
todas las lenguas. Esto llevó a algún joven osado a decir a
viva voz que esta era la única taberna en el mundo entero.
Todos rieron, pero más de alguno, en su interior, pensó
que podía resultar cierto. Lo que sí se sabe con seguridad
es que, desde tiempos remotos, la taberna de Heródoto se
conoció, entre los clientes más frecuentes, como La
Taberna de Babel o, simplemente, Babel.

En las barras y mesas de la taberna, repletas hasta


el infinito, se resolvían a diario las preguntas arcanas que
movían al mundo. Política, religión, economía, artes, y
filosofía eran temas que escurrían como la cerveza por las
bocas de todos, y con ello sentían que entregaban su
granito de arena a la humanidad. Eso los llenaba de alegría
y los motivaba a seguir bebiendo y charlando.

Lo que muchos no sabían, era que el elevado tono y


complejo contenido de sus diálogos había mantenido a
distancia a los hombres menos doctos y simples, que no se
atrevían más que a asomarse por las escuetas ventanas de
la taberna a escuchar agazapados a los grandes maestros.
Otros no se tomaban siquiera aquella molestia.
Simplemente pasaban frente a la fachada del lugar
mirando hacia otro lado o agachando la cabeza

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el GRAN libro

murmurando palabras oscuras y maleficios. Por último, los


más orgullosos se paseaban simulando despreocupación o
indiferencia.

Un viernes, terminando su rutinario trabajo, un


hombre enjuto y decrépito, pasó por fuera de la taberna.
Era nuevo en la ciudad, venido desde muy lejos, y había
oído decir que la cerveza de trigo del pueblo era buenísima
aunque desconocía la enorme fama de Babel. Había sido
un duro día de construcción en los extramuros de la
ciudad, y la sed y el cansancio fueron excusas suficientes
para animarle a entrar.

- Una cañita, por favor - pidió cortésmente mientras se


sentaba y dejaba estrepitosamente su bolso de
herramientas entre los pies, como protegiendo algo muy
preciado.

A su alrededor el silencio fue absoluto. Los más


jóvenes filósofos lo miraron con sincera curiosidad, pero
los mayores, que se sentían desde hace mucho dueños y
soberanos de ese espacio ganado, se vieron violentados y
miraron al hombre ofendidos y airados. Heródoto,
boquiabierto, comenzó a llenar una caña del espumoso
brebaje, hasta derramarlo absorto sobre la barra. Como
pasmado, le acercó el vaso al foráneo visitante y sin
quitarle la vista de encima, retrocedió a su sitio habitual. El
ambiente era tenso y todos lo percibían, excepto el
visitante, que ya comenzaba a beber y saborear satisfecho
el primer sorbo, terminando con la típica expresión que
acompaña el verdadero placer y la gozosa frescura. A esas
alturas, desde luego, todos se miraban unos a otros
absortos y nadie se atrevía a decir una sola palabra, hasta

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francisco DE torres

que el propio Heródoto, recuperado de su inicial sorpresa


increpó:

- Discúlpeme - comenzó el encargado con tono seco - ¿a


qué se dedica, buen hombre?
- A la construcción - respondió sonriente el desconocido.
- Ah! - continuó un tanto irónico Heródoto - ¿Y cuál es
vuestra especialidad?
- Picapedrero - afirmó orgulloso, para luego sorber de
nuevo su cerveza.
- Pues me parece que ha cometido un error. Este es una
taberna para pensadores, filósofos, líderes y genios de la
humanidad. No se sentiría usted cómodo entre nosotros,
pues no podrá comprender la mayoría de los asuntos que
aquí se tratan, dada la gravedad y profundidad de su
contenido. - Muchos rieron...
- Pues me parece que es usted el que comete un error,
señor mío - comenzó con calma pero determinación el
picapedrero. Todos contuvieron la respiración. - Si dicen
ser filósofos, políticos, genios y líderes del mundo, me
parece que no lograrán nada, aunque pasen siete vidas
elucubrando, si no son capaces de hacer que un hombre
simple como yo entienda cuál es la forma de mejorar el
mundo. Yo he aprendido que una de las formas de
mejorarlo es compartiendo lo que se tiene. Ustedes tienen
sabiduría y conocimiento, pero ¿de qué sirve si no sale de
esta taberna?

El hombrecito volvió serenamente a su bebida y los


demás bajaron la cabeza. Heródoto le invitó la siguiente
ronda. El extranjero se fue y poco a poco la taberna se fue
vaciando. Heródoto, casi a la medianoche, cerró la puerta

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el GRAN libro

y bajó la cortina. Desde entonces Babel no ha vuelto a


necesitar clientela y los filósofos aprendieron a recorrer las
calles.

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PASAJERA

Ya darían las siete y él la esperaría en la misma


estación. La vería aproximarse puntual a lo lejos. El tren se
acercaría también. Se sentarían uno al lado del otro. Ella
abriría con cuidado su libro; él la observaría tal vez; ella
leería durante todo el viaje; él degustaría su aroma;
pasarían las siete estaciones; ella cerraría su libro y se
pondría de pie; caminaría hacia la puerta; él la seguiría con
la mirada; ella pisaría el andén; ella se vería desde la
ventana; ella caminaría hacia la salida; él la esperaría
mañana; el tren reanudaría su eterna marcha.

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YÊRUSHALAYIM
Ha venido a ser la cabeza
del ángulo;
Y: piedra de tropiezo, y roca que
hace caer.
1 Pedro: 2, 7-8

Y oí una voz que me decía:


Levántate, Pedro, mata y come
Hechos 11, 7

Al llegar, todo le pareció correcto: las coordenadas


parecían las indicadas y el informe meteorológico exacto.
El clima no era mejor de lo esperado con esos 38º, pero
sus entrenamientos permitirían su sobrevivencia. Miró a
su alrededor buscando lo prometido, pero no lo halló. Casi
lo esperaba. Entonces caminó. Sin rumbo, sus pasos
hundíanse en la inexorable arena, lo único que, a
kilómetros, podía percibirse. No dejó de sorprenderse al
mirar por millonésima vez su vestimenta: le parecía
demasiado sofisticada para la ocasión, aunque no tanto
como para que dudasen de él. Sólo bastaría aplicar sus
nueve años de arameo y hebreo antiguo y explicar que
venía “desde lejos” para acallar todo tipo de rumores.

Varios días recorrió algunos pequeños poblados,


como Corazín y Magdalá, casi sin soportar la tentación de
filmar al menos una imagen de tan mentado lugar. Mas
sabía que no le era posible. Buscó en su Biblia de bolsillo

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algunos mapas y los observó. Reconoció algunos parajes,


nombrados en las Escrituras, y otros, en cambio, sabía que
no se habían registrado en documento alguno. No toleró
un segundo más su vedada visita y se dispuso a anotar
algunos datos del sector: número de habitantes, ríos o
montes aledaños, nivel cultural, arquitectónico, y otros
garabatos más en arameo que no se podrían reproducir.
Continuó su marcha, apegado ahora al mar de Galilea,
cansado ya, pero ansioso de encontrar aquello por lo que
venía.

II

Una de esas largas jornadas de camino lo llevó a un


pequeño puerto pesquero, Tolemaida, donde pidió, con un
acento tosco, a algunos pescadores que le permitieran
trabajar sólo el tiempo suficiente para sacar algo de
comer. Los hombres, precarios y un tanto escamados ante
la presencia del desconocido, reacios a recibir extranjeros,
aceptaron la propuesta siempre que luego les ayudara a
recoger las redes. El trato se cerró y el caminante, ahora
aficionado recolector, nada pudo extraer del agitado mar.
Compadecidos de la increíble inoperancia del extranjero,
pidieron que recogiese las redes y le aseguraron una
recompensa en alimento. Los peces eran tantos como no
lo habían sido en años. Al atardecer, todos los pescadores
se reunieron ante un minúsculo fogón a beber vino con
agua y a comer algo de pan, festejando la suerte que el
invitado les había dado en la jornada. Se quedó un par de
semanas más y siempre trajo consigo una abundante
pesca, y se ganó con ello la estima de los demás, que cada
vez halagaban más esa mezcla de impericia y feracidad.

60
el GRAN libro

Pero el aludido nada respondía, y se mantenía silencioso.


No quería hacer nada que pudiese revelar su identidad.
Por ello, los hombres lo llamaron Pedro, porque jamás se
inmutó, ni nunca dijo algo para agradecer, como una
piedra. Sólo se bastó de su condición para alimentarse.
Esto duró algún tiempo, hasta que Pedro (ya se
acostumbraba a su nuevo nombre) decidió hacer una
pegunta. Preguntó a los hombres si habían oído hablar de
Jesús de Nazaret. Algunos lo miraron asombrados y
respondieron con alaridos que no logró descifrar;
finalmente uno de ellos dijo que era un
revolucionario, que nada tenía que ver con ellos; que
ellos nada entendían de asuntos de gobierno y de religión:
- Sólo sabemos que Dios nos da de comer si creemos en él
– replicó alguno.

Pocos días más tarde, Pedro vio a un grupo


numeroso de personas que se acercaban al puerto.
Pidieron algo de comida, vino y estuvieron toda la tarde
dialogando entre ellos, si bien parecía haber uno que
dirigía siempre la conversación. Debe ser él, se dijo Pedro,
y sin pensarlo más, se acercó al tumulto que se había
formado. El hombre que parecía el líder, lo miró y lo llamó
a su lado, interrumpiendo su discurso.

- ¿Cómo te llamas? – interrogó.


- Pedro.
- ¿De dónde eres?
- De lejos
- No hay distancias en el Reino del Señor – continuó,
dirigiéndose al grupo y dejando de lado a Pedro -. Sólo los

61
francisco DE torres

cobardes, lo que no sepan enfrentar al Demonio en sus


corazones estarán lejos del amor de Dios...
Pedro escuchó un buen rato. Creyó que podría
reconocer este discurso, pero se sorprendió sobremanera
al constatar lo poco fieles que eran las Escrituras a la
palabra del Señor. Sólo una o dos palabras se asemejaban
en algo a lo que el Mesías iba diciendo. Terminado el
discurso, Pedro se levantó y se dirigió nuevamente a Jesús,
como antes (o después) se lo habían ordenado.

- ¿Sabes quién soy? – preguntó esta vez Pedro.


- ¿Cómo puedo saberlo, hermano? – respondió Jesús.
-¿No te auto proclamas el Mesías? – En este momento
Pedro se arrepintió de la pregunta.
- Lo soy. Pero no profeta, ni adivino, ni vidente, sino el hijo
de Dios, que viene a salvar a los hombres.
- ¿Y cómo piensas salvarnos a todos?
- No a todos. Sólo a quienes deseen ver a Dios. Verlo con
los ojos del amor, de la misericordia, del sufrimiento.
- ¿Por qué sufrir? – reclamó Pedro, con una doble
intención.
- Porque el que sufre, el pobre, el menesteroso, ve el
rostro de Dios: ese es feliz. Recuerda que es más fácil que
un camello pase por el ojo de una aguja...
- ... a que un rico entre en el reino del Señor. ¿Cierto?
- Muy cierto – repuso Jesús sorprendido.
- ¿Puedo acompañarte? – atacó rápidamente Pedro.
- Claro. Ven y sígueme.

62
el GRAN libro

III

Cuando llegaban a los pueblos, Jesús se instalaba


en las plazas y comenzaba a hablar, como intentando
llamar la atención de la gente. Otras veces no era
necesario: el pueblo entero se agolpaba en torno a Jesús
pata escuchar cada palabra. Tal vez no tenían nada mejor
que hacer, pensó Pedro. Ciegos, paralíticos, leprosos y una
sarta de enfermos acudían a pedir ayuda, que Jesús
otorgaba sólo a algunos, a los que besaban sus pies y sus
manos. Parecía sentirse extasiado por otorgar
curaciones que resultaban ser, más que todo, una suerte
de efecto placebo. Pronto todos volvían igual o peor de
cómo habían llegado por primera vez. Así comenzó a
decaer gran parte de la admiración que el pueblo sentía
por Jesús. Pero Él permanecía inamovible en su fuerza
interna, seguro de sí mismo y de sus eventuales, pero
nunca tan reales, influencias espirituales. Luego reprendía
a los que lo acompañaban por dudar, como la mayoría, de
la univocidad de Su palabra. ¿Cómo podían mantenerse
firme en la fe por alguien de no daba pruebas concretas de
su superioridad? Lo único que parecía sobresalir en Jesús,
lo que lo hacía distinto, era el amor. Pero un amor que no
llegaba más allá de sus propios intereses y que, para
Pedro, ya se asemejaba a un eslogan publicitario.

Entonces Pedro decidió hablar, dialogar, como


nunca hasta ahora, con Jesús. Le dijo que cómo era posible
que su actitud fuese tan soberbia; cómo se permitía
engañar a tanta gente con discursos demagógicos que
nada aseguraban en verdad. Jesús, calmo, pero con
muestras de molestia, respondió que su única búsqueda

63
francisco DE torres

era la trascendencia, la inmortalidad. Su arma, por ahora,


era la verbosidad. Y si con ello lograba enardecer los
ánimos de lucha por la guerra que se veía cerca, tanto
mejor.

- La verdad – continuaba Jesús - es que tengo demasiada


influencia como para desperdiciarla en este momento.
Nunca me sentí mejor. El pueblo es un rebaño de corderos
fáciles de guiar por la palabra y yo soy capaz de hacerlo.
Llevarlos hacia mi edicto y hacerlos pelear junto a mí. El
único problema es la gente del Imperio, que se está dando
cuenta de mi presencia y en cualquier momento puede
detener la revolución. Mi revolución. Empecé como
carpintero... y ¡mira dónde estoy! ¿Crees que dejaré todo?
No obligué a nadie a seguirme, todos se acercaron a mí,
como tú, y quisieron pisar mis pasos. Nos une una misma
causa: la liberación del pueblo de Yêrushalayim.

Jesús continuó así, hablando, balbuceando más


bien, un rato. Se notaba en Él algo de enajenación, de
desquiciada violencia, que pululaba en su cuerpo, en sus
ojos, en sus manos astilladas, artesanas de lanzas y
martillos. Pedro empalideció. No podía aceptar el hecho
de haber creído, orado y dirigido a ese Ser Divino desde su
infancia. No logró captar la dimensión, sin embargo, de lo
que ante sus ojos se presentaba. Todo era mentira, la más
enorme falacia de la historia de la humanidad.

- Debes morir – dijo un día a Jesús.


- Todos debemos morir, lo diferente está en el cómo y en
el cuándo – respondió enfadado.

64
el GRAN libro

- Eso es lo menos importante. Ya no sé por qué, para qué


te busqué. Tal vez me tropecé contigo. No era a Ti a
quien buscaba. ¡Tú debes morir como lo dicen las
Escrituras y basta!
- ¿De qué escritura me hablas? Lo único que se escribe son
leyes que eliminan a mi pueblo.
- Eres Tú quien destruirá a tu propio pueblo.

IV

Judas dormía. Pedro se le acercó, lo despertó y le


contó los verdaderos planes de Jesús. Judas actuó de
inmediato. Los romanos también. Un INRI terminó con el
revolucionario.

Pedro sabía que debía hacer que los


acontecimientos fuesen lo más cercano a las Escrituras. De
él dependía, ahora. No podía permitir que todo cambiara,
porque era inseguro. Al menos lo que teníamos, el futuro,
era algo seguro, no importa lo que ello implicara. Sacó
nuevamente su Biblia de bolsillo, unas cuantas hojas en
blanco y comenzó a transcribir. Durante meses escribió,
corrigió y agregó, Hechos, Cartas, casi todo. Una vez
terminada la tarea, hizo leer los textos a diez de los más
maduros hombres de los que acompañaron a Jesús (Judas
ya había muerto). Ninguno preguntó para qué escribía
todo eso, pero a todos le pareció que así todo se vería
menos vergonzoso para la posteridad. Jesús era la única
salida para liberar Jerusalén, al menos eso creía el
pueblo, y lo importante era mantenerlo vivo, martirizarlo,
como a un héroe. Mas algo faltaba para Pedro: tenían que
cumplirse los designios divinos. Todo debía ser como la

65
francisco DE torres

humanidad lo requería, lo necesitaba. La iglesia debía


comenzar a constituirse a partir de él, la primera piedra.
Pedro pidió que lo crucificaran boca abajo. Algunos, casi
todos, lo interpretaron como una grosera rebeldía contra
Jesús.

- ¿Qué sucede? Perdimos contacto, coronel. No veo al


comandante Simón en el radar.
- ¿Cómo es posible? Hace unos minutos estaba junto al
resto. ¿A dónde fue?
- Creo que ha muerto, coronel. El comandante Simón Cefas
ha muerto y la misión... la misión ha fracasado.
- No, la misión San Pedro ha cumplido su objetivo. Todo
será como esperamos. Envía el informe al Vaticano. Apaga
esos equipos, destruye la máquina y volamos de vuelta a
casa. Te veo el lunes.

66
el GRAN libro

SEÑAS PARA
HALLAR A EMAR

Siga siempre el borde del río, en dirección al


molino. Al llegar a la Av. Benedicto, baje en dirección a la
Iglesia. Pase el umbral y pregunte por Gabriela, que trabaja
frente al mercado y ella le indicará cómo encontrar a Juan.
Seguramente estará en su casa intentando acabar el libro.
Dicen que es interminable.
Adjunto mapa de San Agustín de Tango.

67
francisco DE torres

68
el GRAN libro

EL POETA
CON AIRES DE LIBRE

Y el Poeta bajó del escenario, luego de los aplausos


menos que tibios, para dirigirse a casa, pensativo, mirando
siempre la punta de sus zapatos y enclaustrarse en el
polvoriento sótano de libros usados, o alquilados, o comprados,
o robados. Limpió tranquilo, pero enfadado, las viejas gafas y,
mirando a su alrededor, buscó entre las telarañas algún libro,
códice o tratado que lo salvara del nuevo asunto que lo
atormentaba, porque siempre, para el poeta, debe haber uno, al
menos. Pues ahora no era el amor, claro que no; ni la soledad ni
mucho menos: estaba acostumbrado a ambas cosas. Tampoco
el olvido, ni ninguna idiotez mal interpretada, como de
costumbre, por los críticos. Lo aterraba, desde ahora, desde
hacía muy poco (demasiado tarde, pensaba él), su inutilidad.
Escribir sobre ello era casi asumir la culpa pero, al menos, sus
nietos y biznietos lo recordarían alegres junto a la chimenea
como al “viejo que aceptó la derrota” o, en última instancia, no
le reprocharían las faltas de menor grado que durante su
solitaria vida había cometido. De cualquier modo, nadie lo
encontraría jamás ahí, donde se ocultaba. Además se debe
recordar un suceso no menor, y es que nuestro Poeta, no
contento con la sola amargura, echó raíces en las maderas de su
desolada cueva, e incluso se vetó la salida, auto desterrándose
(como comúnmente hacen los buenos poetas) del mundo

69
francisco DE torres

exterior, sumiéndose al único fin de explicar, de encontrar a


estas alturas, el significado de su existencia. Acudió primero a
los grandes: Baudelaire, Novalis, Bukowski, pero fue peor.
Debatió más tarde con Platón en una mano y con los clérigos
más herméticamente desdentados de la retórica tradicional;
incluyó a Vico, a Hegel, y otros. Pero incluso en Marx no
encontraba el sitio, pequeñito tan solo, en donde instalar su
base y estructura. Entonces se dio cuenta muy luego,
demasiado pronto, que no había argumento ni construcción del
Yo poético que lo salvara. Se supo inerte, incapaz,
desmenuzado, encarcelado y, para qué negarlo más,
inexistente. Pensó justo en ese segundo, detenido hasta el
infinito, que debía dejar de escribir, acabar con todo su vasto y
erudito legado, quemarlo, cortarlo en trocitos o cualquier cosa;
pero ¿qué hacer luego? “Cogito, ergo sum”, se repitió, casi
como una pregunta, para sus atormentados adentros. Miró la
entintada punta de su lapicera, obtenida tras un tercer lugar,
tan afilada, luminosa, redentora. Golpeó con ella duro contra el
pecho. Un borbotón de sangre negra se desparramó por el
escritorio y escribió, sin más: “Aquí yace quien no fue nada”.

70
el GRAN libro

MARGEN
DE ERROR

Desde que los antiguos manojos de papeles en


árabe clásico fueron encontrados hacia 1898, cerca de los
márgenes meridionales de At Ta’if, en una de las
excavaciones arqueológicas menos recordadas en medio
oriente (por su enorme importancia), sus páginas se
mantuvieron celosamente resguardadas por orden del
joven wahabita Abdul ibn Saud que ya pensaba en la
formación del reino. Luego de ordenar la muerte del
arqueólogo a cargo de las investigaciones y de pagar por el
silencio de los demás, se aseguró de que el descubrimiento
no llegara a oídos de los menos ortodoxos, considerando
que desvelarlo supondría una debacle política y religiosa.

En enero de 1998, dos de estos manuscritos fueron


redescubiertos por Yarim Abuabda en uno de los palacios
del antiguo rey, los que fueron traducidos al francés y
publicados como tesis doctoral bajo el título de Hados del
Islam2. El primero, de 35 páginas, trata el problema de la
representación para los musulmanes, en que Abuabda
analiza desde los entresijos formulados por Averroes hasta
2
Hados del Islam, Yarim Abuabda, Ed. Boulang, París, 2000.

71
francisco DE torres

las teorías de identidad oriental de Eduard Said y que


concluye siendo un manifiesto de un nuevo proselitismo
artístico mimético revolucionario. El segundo, de 53 folios,
se remonta a las revelaciones que Muhammad recibió del
arcángel Gabriel y en él Abuabda discute la imposibilidad
de que un ser semidivino, occidental y humanizado
entregara las leyes divinas al profeta. Se agrega un
pequeño apéndice en donde Abuabda reconoce que
ignora el paradero de un tercer manuscrito y que, según
piensa, debió ser quemado por Saud, pues trataba de la
predestinación musulmana y de la inminente unificación
del oriente católico y el oriente islámico. Baraja la teoría
poco convincente de una maquinación de las autoridades
religiosas mundiales en pos de la supresión de todas las
fronteras de fe y del equilibrio moral internacional.

En agosto de 2005, en una de las estanterías


olvidadas del Archivo de Indias, aparecieron en mis manos,
entre polvo y asombro, las primeras páginas de ese tercer
manuscrito olvidado. Por exceso de entusiasmo o por falta
de cautela, pedí al secretario de la mezquita que se me
permitiera traducir los viejos pergaminos, quien, pese a su
inicial inquietud, accedió a concederme en exclusiva dos
meses de privacidad con los legajos. Antes de acabar dicho
período, habiendo trabajado no más de 6 semanas, mi
privilegio fue revocado sin explicación alguna,
prohibiéndoseme ingresar a la Biblioteca de por vida. Mi
responsabilidad profesional, me ha obligado, a un año de

72
el GRAN libro

dicho episodio, a poner en conocimiento general la


transcripción íntegra de la traducción que he realizado con
mi equipo. Lo hago aquí, en este espacio, por la convicción
de que los círculos de poder impedirían la libre circulación
de esta valiosa información. Si bien algunos fragmentos del
códex no resultan legibles, el sentido global del manuscrito
se mantiene intacto. El autor sigue siendo anónimo.

Legajo 3, Folio 238/a

“… Se sabía que el destino de Granada estaba


sellado, y pocos ignoraban que en un par de años sería
finalmente derrotada, obligando a generaciones completas
a exiliarse en el desierto o las montañas. Muchas de las
personas que lo acompañaron por tanto tiempo habían
dejado de existir, por lo que la vida se le había apagado
[desde que se] enteró de la triste pero necesaria huida a
América. Aunque Tariq jamás imaginó que la guerra santa
pudiese tocarlo siendo tan joven, ni a su familia, más bien
neutral, aunque de formación militar, de un día para otro
se vio en medio de un conflicto que lo obligaba a salir
hacia lo desconocido o a convertirse forzosamente al
cristianismo. Esto último no era una opción para él. Su fe y
su destino lo habían puesto en el Islam, y nada cambiaría
eso, ni siquiera la muerte, se decía.

Su inminente huida lo hizo pensar en que aún no


había hecho su peregrinación a la Meca, y sentía una
angustia enorme por el casi imposible retorno a Oriente…

73
francisco DE torres

Sin embargo, [cuando] había llegado al Nuevo Mundo supo


que debía dar gracias a Alá, Misericordioso, por permitirle
comenzar de nuevo, y hacer su voluntad en él, aun cuando
debió dejar atrás a la familia y sus sueños. Sabía, así
mismo, que no podría cumplir con uno de sus más
anhelados deseos, pues la Meca se veía ahora más lejana y
remota que el mismo poniente. Sin embargo, aunque su fe
se mantuvo intacta, por meses, ese pesar casi lo
devastó.*…+”

“Haciéndose pasar por cristiano viejo, y con la


documentación falsificada por uno de sus primos, llegó a
Lima en 1568 identificado como Francisco Jufré. Los
primeros meses en el virreinato fueron duros. Su espíritu
se sentía vacío y resquebrajado por la soledad que siempre
acompaña a la distancia. Pero al iniciar la primavera, y
recibiendo buenas noticias familiares de Alpujarras, volvió
a florecer también su ánimo y su lúcida mente comenzó a
trabajar de nuevo. Tuvo una idea tan descabellada como
necesaria: debía construir una nueva Meca en América, un
centro de peregrinación para todos aquellos que se habían
visto obligados a dejar sus pueblos y sus gentes,
esquivando involuntariamente su paso por el original y
purificador hito devocional.”

“La posibilidad de levantar sospechas era tan alta


justo en medio del proceso de instalación de la Inquisición
peruana, que decidió viajar más hacia el sur, donde nadie
quería ir jamás. En una expedición militar enviada por

74
el GRAN libro

Melchor Bravo de Saravia, a reconquistar los territorios


perdidos ante los araucanos en Nueva Extremadura, se
dispuso a comenzar el largo viaje hacia tierras belicosas y
aún desconocidas por Occidente. Tariq viajó por más de un
año, tiempo en el que llegó a ganarse la confianza de los
militares con los que viajaba. Tanta confianza, que en
enero de 1570 le fue asignado el asalto al fuerte de
Cañete, donde la resistencia indígena causaba estragos. Su
cometido fue tan desprolijo que terminó con el triunfo de
los araucanos y con 88 compañeros de cuadrilla muertos.
Pero oficialmente, los muertos fueron 89. Tariq aprovechó
el caos para huir, razón por la que los españoles lo dieron
por muerto tras dos días de intensa búsqueda. Se informó
a Lima y el asunto quedó cerrado, contando a un mártir
más de la conquista de la América indómita.”

Legajo 3, Folio 276/a

“Tras varios meses sobreviviendo en una


comunidad indígena pacífica que lo reconoció y aceptó
como no-cristiano, Tariq encontró la calma. Lo llamaban
Paillataru y comenzó a aprender la lengua mapudungun
con gran rapidez y destreza. Cuando llegaron los españoles
a invadir la tranquila comunidad, los indígenas se vieron
desprovistos de toda forma de defensa. Pero Tariq los
instruyó, los organizó y se transformó rápidamente en un
estratega prestigioso, aplastando en tres batallas sucesivas

75
francisco DE torres

a los españoles. Su adaptación fue rápida y en 1572 fue


nombrado, entre ceremonias de canelo y cultrunes, Toqui
protector de la Araucanía. Y aunque agradecido, Tariq
seguía deseando cumplir su deseo, el que lo trajo a
América.”

“Así, el poder que ahora poseía lo animó a


convocar a los ancianos guerreros araucanos y les hizo
saber que Ngenechén, similar al Dios supremo para los
araucanos, había enviado a los españoles como castigo por
no haber construido un templo en su honor. Se decidió en
consejo, sin demasiada dilación, que dicho templo debía
levantarse a la brevedad, para acabar así con la
dominación y el exterminio. Animados, pero inexpertos en
construcciones ostentosas, los mapuche comenzaron a
construir lo que se transformaría en algo completamente
exótico. Siguiendo fielmente las indicaciones que Tariq les
entregaba a partir de las mediciones realizadas con
rudimentarios instrumentos de medición, construidos por
él mismo, comenzaron a edificar, sin saberlo, un templo
islámico en dirección a la Meca. Ninguna de sus
cosmovisiones estaba representada allí, en esa mezquita, y
en la medida que avanzaban en la construcción, más
sentían que estaban edificando lo imposible, lo
desconocido y lo arcano.”

“Luego de varios pares de lunas nuevas, el templo


estaba terminado. Tariq invitó a los indígenas a entrar y les
enseñó versos del Corán que él mismo había traducido a la

76
el GRAN libro

lengua mapuche. Con ellos comenzó a cumplir parte de la


misión que se había autoimpuesto, y a generar otra que no
había previsto: la islamización de la Araucanía.”

Legajo 3, folio 299/a –b

“Todo parecía marchar bien. Se había formado en la


Araucanía algo así como la primera comunidad musulmana
en América, aunque los propios creyentes fueran los
últimos en enterarse. Tariq logró el sincretismo perfecto
entre lo que el Islam dictaba y lo que la fe mapuche
requería. El templo había crecido considerablemente, y
aunque lejos del esplendor y belleza del altar que decora el
mar Rojo, podía decirse con orgullo que era la primera
piedra en la edificación de un estado musulmán del Nuevo
Mundo. *…+”

“Pero como es de esperar, ya habían aparecido


unos cuantos comuneros que cuestionaban la religiosidad
implantada, y en el invierno de 1578 se produjo el primer
alzamiento contra Tariq. Pudo contenerlo, pues contaba
con hombres fuertes y fieles, pero su jerarquía se vio
debilitada. Antes de ser colgado, Catrileo, cabecilla de la
revuelta, gritó a su pueblo que la fe que Paillataru era un
mentiroso, y que había venido a dominarlos igual como
pretendían hacer los huincas españoles. Esto produjo el
desconcierto de muchos, y las dudas aumentaban. Tariq,
cegado en su deseo, castigó duramente a todo indígena

77
francisco DE torres

insurrecto, y transformó su ministerio de fe en una cruenta


persecución.”

“Un año más tarde, tras numerosos levantamientos


en su contra, debilitado y casi solo, entró en su templo a
orar a Alá y a buscar respuestas. No entendía cómo se
había escapado todo de sus manos. Estaba seguro de
haber hecho la voluntad del Misericordioso, y no
comprendía el fracaso en el que se estaba sumergiendo.
De pronto, con el rostro en el suelo, tuvo una revelación
que lo dejó pasmado. Se levantó presuroso, tomó los
instrumentos de medición que había diseñado y reconoció
su error. Cuando realizó los cálculos para construir el
templo en dirección a La Meca, no tomó en cuenta el
margen de error. Así, por escasos 12°, su templo no
apuntaba a la Meca, sino a Roma.”

“Solo podía pensar en su destino, en lo que Alá le


había deparado en esas tierras del fin del mundo, y supo
que había comprendido todo mal. Dejó la comunidad,
regresó a Lima, tomó un barco a España y en 1580 se le
podía ver, junto a su familia, construyendo una pequeña
capilla cristiana en el pequeño pueblo de Lopera. Los
mapuche seguían utilizando el templo, recitando en
mapudungún los más profundos versículos de Mahoma.”

“Tariq nunca recordó que Alá significa simplemente


«Dios».”

78
el GRAN libro

MI ALEPH
Ayer vi mi propio Aleph. O más bien me topé con
él. No lo buscaba ni lo encontré. Sólo apareció (quizá él me
encontró a mí) en mi propia casa. El asunto no es algo
complicado, sino más bien extremadamente simple.

Parado en el umbral de la puerta de entrada, a eso


de las 11:45, como casi todos los días hace tres años,
estaba a punto de terminar mi último cigarrillo y
desecharlo. Cuando extendí mi mano derecha en 45º,
fracciones de segundos antes de expulsar la colilla al vacío,
que hasta entonces permanecía firme entre el pulgar y el
medio, noté que el tabaco que aún humeaba en el
extremo no era exactamente igual al de los “casi” 14
cigarros que había fumado durante el día, ni menos aún a
la misma cantidad fumada durante estos tres años. Detuve
ipso facto mi instintiva acción. Observé. Parecía no tener
nada anómalo, nada que corroborara mi reacción. Pero
sólo parecía.

Agucé un poco más la vista y noté que el centro del


poco tabaco liado que aún quedaba, no ardía. Pero, dirán
ustedes, expertos fumadores, ¿no sucede a menudo esto
con cigarros de baja calidad? Verdad. Y mi cigarro no
puede decirse que sea el mejor. Lo increíble no terminaría
ahí. Mientras miraba este punto ignífugo, el resto del
tabaco se consumió, dejando al descubierto la naturaleza
de mi Aleph, que se desplomó con un sonoro clic en el

79
francisco DE torres

suelo húmedo de rocío y rodó un corto trecho. No supe


desde el primer momento, como es de suponer, que
ese era un Aleph, ni menos aún que se trataba del mío
(todos deberían conseguirse el propio). Curioso y
sorprendido aún, me incliné presuroso a tomar la pequeña
esfera (3 mm de diámetro, pude constar hoy, más
tranquilo) y lo deposité en mi palma derecha extendida. La
luz del alumbrado se reflejaba en mi Aleph e impidió que
distinguiera color en él. ¿Peso? Casi no lo sentía estar.
¿Textura?: algo húmedo y resbaladizo, tal vez producto
del rocío. Observé otro instante.

Ahora viene lo que nadie me ha podido creer, y la


razón por la que narro aquí mi descubrimiento: cuando me
disponía a guardar en el bolsillo del olvido mi ignorado
tesoro, la luz eléctrica detuvo su incesante iluminar y todo
se vino a negro: mano, colilla de cigarro, Aleph, todo. Sin
embargo en un instante incalculablemente ínfimo e
infinito a la vez, noté que tres corpúsculos de luz
ingresaron a fecundar mi Aleph, quedando fundidos en el
centro de la esfera en un solo punto, no mayor a un grano
de sal. Entonces sucedió lo que todos supondrán, pero no
así del todo. No vi universos, ni constelaciones, ni tiempos
pasados (qué decir de los lejanos), ni pueblos, ni sujetos
solos, ni una sola letra de ningún alfabeto, ni a mi mujer.
Nada. Nada de lo que por años había soñado ver,
engañado a los 10 años, esperando conocer todo lo que
sabía imposible de alcanzar. Pero vi algo; algo que me
haría saber que, después de todo, valió la pena una vida
completa dedicada a la búsqueda de un Aleph.

80
el GRAN libro

No importaba ya haber perdido familia, dinero,


salud y trabajo por culpa de lo que parecía una búsqueda
infructuosa. Lo que vi fue a mí mismo observando
fijamente mi palma derecha bajo la luz eléctrica en el
umbral de la puerta de entrada. Todo se me había
aclarado. Mi Aleph no reunía ni todos los tiempos ni todos
los espacios, porque era mío. Otros habrán visto otras
cosas en algún Aleph que no les pertenecía, haciendo
colapsar la estructura del todo, del universo. Yo, no. Sólo vi
mi Aleph y sólo me vi a mí. Porque la función de cada
Aleph sólo es la de archivar cada momento que se ha
dejado atrás, como un seguro, un aval que te permite
asegurar al dueño de ese Aleph el sueño de su existencia,
porque hace un instante atrás creías que existías. No es un
punto que reúne a todos los demás puntos, sino un punto
que guarda sólo un instante de la vida de quien lo
encuentra... justo la milésima de segundo anterior al
actual. No poseemos más que el presente, el Aleph; todo
pasado de todo individuo se pierde y sólo vuelve a
aparecer cuando alguien observa un Aleph ajeno. Pero yo
encontré mi Aleph ayer y, si es como creo, sólo ayer
comencé a existir.

81
francisco DE torres

82
el GRAN libro

SEOL
Vivo en el bloque 14400 de la Av. Israel, muy a los
márgenes de la ciudadela. Mi departamento es lo menos
cómodo o lujoso que usted se podría imaginar. Exento de
amoblado, salvo por un colchón añejo que utilizo de lecho-
comedor y una cocinilla a gas que pocas veces está
dispuesta a cooperar, nada más puebla la humildad de
estas cuatro paredes. No me quejo, hasta podría decir que
me he acostumbrado a esta soportable incomodidad.
¿Baño? Dos pisos más abajo (nunca he llegado más arriba
de mi piso), junto a la despensa y a una pequeña sala de
lavado que no he osado utilizar. Podría resultar extraño. En
ese mismo piso, cerca de la ventana pequeña que mira al
sur, se puede contemplar el edificio inexorablemente
adjunto, cuyo quinto piso paralelo permite, de vez en
cuando, y con algo de suerte, distraer la mirada en una
señorita de no más de 25 años que gusta de pasear
desnuda por su escueto balcón. Solía bajar esos dos pisos
para fumar un cigarrillo. Pero ahora es invierno. Y dejé de
fumar. Pero confío ciegamente en que no falta la
oportunidad para hacer algo inútil. Nunca se sabe.

Los tres años en este lugar no son menos


interesantes ni más aburridos que los otros 37 restantes.
Conozco a tantas personas como dedos en mi mano
derecha, que son nada más que cuatro. El que completaba
el conjunto lo perdí en una riña callejera sin importancia,
hace unos seis años. De esos cuatro individuos, que en

83
francisco DE torres

realidad no conozco más que por las visitas esporádicas


que suelo efectuar cuando las copas se me han pasado,
uno es, sin duda, el único que me ha dirigido alguna vez la
palabra. No porque sea más sociable que el resto ni
porque tenga algo interesante que decir, sino por la simple
necesidad que ha desarrollado de comentar cada uno de
sus actos diarios con el primer idiota que se le presente a
eso de las ocho. Ese idiota, casi siempre, soy yo. En una de
mis últimas borracheras cometí el error (aunque no podría
decir que me arrepiento por completo) de golpear su
puerta (con un “52” clavado a media altura) para reír con
alguien una anécdota fenomenal de la que no me he
podido acordar. El asunto es que abrió con un pijama azul,
rayado horizontalmente con líneas blancas. Me llamó
curiosamente la atención la manera en que sus ojeras
contrastaban con el atuendo, pero preferí, eso lo recuerdo
como si fuera hoy, no poner tema de conversación.
Comenzó su predecible charla sobre la oficina, me dio a
conocer por enésima vez los motivos de su “terrible
separación”, tarareó un rato algún tema de Sinatra y
terminó llorando en mi hombro por la pérdida reciente de
una tía lejana. Emborrachado y todo, sentí que ese tipo
estaba mal, peor que yo. En un acto de solidaridad, lo dejé
tirado en el piso y escupí tres veces su rostro. Arqueé un
poco la pierna y sus costillas crujieron entre mis zapatos.
Desde ese momento no me ha vuelto a hablar. Los otros
tres individuos que conozco podrían dar fe de lo que digo y
lo que hice, pero no me hablaran. Ya saben el motivo.

Más que esto, no es mucho lo que podría contarles


de mi vida social. Hace un par de años que busco empleo,
pero hoy he pensado que no debería perder el tiempo de

84
el GRAN libro

esa manera. Tal vez deje de hacerlo. Lo único que tal vez
les interese escuchar, ya que por algo deben de haber
llegado hasta este punto de mi relato, es que leo. Pero no
cualquier cosa, no, no, no. Leo “los clásicos” como solía
clasificarlos mi padre. Mi biblioteca se reduce, sin
embargo, a tres libros: uno sin tapas, por lo que
desconozco el título, de Borges; uno, recientemente
adquirido tras una huida de los mil demonios, de Juan
Emar, que contiene diez cuentos; y por último, no menos
importante, las obras completas de Kafka, la herencia
familiar que más aprecio, por ser la única. Pero, dirán
ustedes, ¿eso es todo? Las otras lecturas indispensables
(Baudelaire, Lovecraft, Cervantes, Stendhal, Quevedo,
Shakespeare, Unamuno, Hess, Poe, Apollinaire, García
Lorca, Huidobro, Hugo, Alighieri, Flaubert, Mallarmé,
Homero, Verlain, Balzac y Rimbaud, en orden aleatorio) las
consigo semanalmente en un escape repentino a cualquier
biblioteca, donde paso horas leyendo y memorizando
frases para burlarme a solas. Pero pasemos a algo más
importante...

Últimamente no me he sentido bien. Puede ser el


hambre o el frío, aunque pensé que ya me había
familiarizado con ellos. Nunca se sabe. Me duele
demasiado el pecho y tengo una tos que dejé marcada en
la cara de mi ex amigo –vecino, en nuestra última
entrevista. Decidí pedir ayuda. Anteayer me acerqué al
conserje, que vive encerrado en el subterráneo del
edificio. Su mala fama me hace cuestionar la decisión que
tomé de acercarme precisamente a él, pero ¿a quién más?
Como deben de haber notado, siempre golpeo la puerta

85
francisco DE torres

del lugar a dónde llego, más que por formalidad, por


temor. Nunca se sabe.

El hecho es que esta vez decidí no golpear: la


puerta estaba entreabierta. Pasé buscando al conserje, con
la mirada aguzada por la oscuridad que imperaba en ese
agujero que, más que habitación, asemejaba a una
alcantarilla. El tipo se me presentó durmiendo en un
rincón húmedo (posiblemente de orina) abrazado a un
bidón de vino tinto de muy mala calidad, según comprobé
inmediatamente. Lo desperté con un leve golpe en el
pecho, buscando signos vitales, más que nada. Antes de
preguntarme qué quería, vomitó largo rato sobre su pecho
desnudo. Durante ese lapso de silencio (no tanto: las
arcadas eran profundas) pensé en las veces que había visto
rincones de departamentos con consejeros en plena basca
adornándolos. Sin duda era la primera. Pero no sentí nada
particularmente especial. Entonces el tipo me interrogó.
Había olvidado mi causa. Retrocedí en el tiempo y en el
espacio: me siento mal, dije. Yo también, contestó. En
realidad era él quien podría necesitar ayuda: el hambre y
la tos las podría soportar un tiempo más, pero la
borrachera... la borrachera, no es sano pasarla solo. Lo
acompañé. Bebimos, hasta tarde o muy temprano, y
cuando sin palabras nos habíamos convertido en
confidentes (después de todo o nada lo vi regurgitar
sangre de Cristo, acto sacramental entre hombres)
decidimos visitar a un sujeto médico que vivía en el piso
nueve y que jamás había visto, pero ir al piso nueve
sonaba, desde ya, muy bien. “A falta de ascensor, buenas
son las escaleras” dijo alguien que jamás había sentido la
ausencia de tan necesario artefacto cuando se viaja desde

86
el GRAN libro

el subterráneo al noveno piso de un edificio, sirviendo de


guía a un ebrio semidesconocido y que cada dos pisos
necesita defecar.

Recordé a Dante, que tuvo bastante más


perspicacia al elegir asesor. A esa hora, casi arrepentido de
haber aceptado la invitación a lo desconocido, me alentó
la sola idea de enterarme quién era el vecino incógnito. La
curiosidad mató al gato, decía mi abuela, pero yo de gato
no tengo nada. Me consolé aún más. Llegamos a la puerta
“911” y quedé paralizado por la profética visión: algo malo
pasaría, fuera como fuese, era el piso nueve y, para los que
acostumbramos habitar entre el piso séptimo y el
subterráneo, es algo inédito, casi arriesgado elevarse a tal
altura. Nunca se sabe.

Dejé a mi inconsciente acompañante apoyado en


algún lado y golpeé. Nada. El umbral de la puerta brillaba
desde el interior. No quiero morir, gemía a sollozos el
conserje. Pedí perdón por él. No sabía lo que hacía. La
puerta se abrió en ese momento. Tras ella, un cuerpo
femenino de proporciones majestuosas. La miré. Pasa.
Pasé. ¿Y tu amigo? No es mi amigo. ¿Lo dejas ahí? Él es de
ahí, apesta. Dentro de la casa había de todo3, incluyendo
mujeres de todas las razas imaginables, desnudas y
aparentemente excitadas por mi llegada; el resto poco
importa nombrarlo. Genéricamente sí había de todo,
porque, aunque el único hombre era yo, había por lo
menos uno. Las proporciones de ese departamento eran

3
Todo es, en este caso y para mí, justo lo contrario a lo que es posible
encontrar en mi habitación.

87
francisco DE torres

desproporcionadas al edificio. Baste decir que en el sitio


en que correspondería poner el wc en mi casa, aquí había
una piscina. Sin pensarlo, y olvidando la presencia
femenina, me lancé al agua. Ellas me comprendieron
inmediatamente, y varias se me acercaron, meneando sus
pechos firmes y sus nalgas recién salidas de la cirugía.
Comenzamos a desovar (recuerdo que estábamos en la
piscina). Por un segundo me sentí libre bajo la presión esos
cuerpos. No cabía duda: era el Paraíso. Al despertar estaba
otra vez en mi departamento, en el séptimo piso, desnudo
y borracho, junto al conserje.

88
el GRAN libro

MIENTRAS NO
SEPAS LEER.
(a Amalia)

89
francisco DE torres

90
el GRAN libro

EL OLVIDO
DE MARIO

Hace ya un tiempo que estoy en este hotel. Cuando


la luz del sol me despierta, a eso de las siete, me levanto a
buscar algo de comer en las despensas y siempre
encuentro algo de tocino y fruta fresca. La mezcla no me
agrada demasiado, así que luego de comer el tocino, dejo
las frutas para después de las diez. Entre las siete y media
y las ocho observo por una pequeña ventana pasar a la
gente por la terraza o por la calle que queda un poco más
hacia el este. En ambas diviso con frecuencia a hombres,
mujeres y niños que caminan apurados en una y otra
dirección. Imagino que todos deben estar apurados,
porque han dejado su hotel y no saben qué hacer fuera de
él. Yo al menos, no salgo de aquí. El hotel me parece
demasiado cómodo como para arriesgarme a perderlo
todo otra vez por un capricho aventurero. Mi territorio
está delimitado y no pretendo ocupar un espacio mayor.
La costumbre puede ser incluso más fuerte que mi enorme
curiosidad.

A las nueve comienzo a recorrer los pasillos del


hotel. El piso 25, donde vivo, está distribuido en dos
pasillos paralelos y uno perpendicular que los conecta,
formando una H. En el pasillo izquierdo, hacia la punta
oeste se encuentra mi cubículo. Desde allí recorro primero
todo el pasillo hasta el extremo opuesto, observando que

91
francisco DE torres

los números de las puertas se encuentren en su lugar. Un


niño muy antipático de la habitación 2521 suele
intercambiarlos para que Julio, el jovencito del room
service, pase horas buscando al sujeto que pidió helados, o
champagne o una almohada nueva. Así que entre nueve y
diez me dedico a reordenar la numeración.

Cuando termino, voy por la fruta y me siento cerca


del ascensor a esperar que alguien suba con alguna noticia
de los pisos inferiores. Lo que pase arriba no importa
mucho, porque sólo hay tres pisos superiores. Salvo por
una anciana enferma del 27 que a veces le pide a Irene, la
mucama, que le envíe con el conserje hierbas o
medicamentos, nada más me interesa saber del 26 hacia
arriba. En cambio abajo... abajo pasa de todo. Un día Irene
me contó que un tipo elegante y bonachón le había pedido
que guardara absoluta discreción sobre la dama que lo
acompañaba, porque, aunque no tenía nada que esconder,
no le agradaba que supieran que no viajaba solo. Reímos
largo rato al saber que esa dama era efectivamente su
señora esposa, pero de tan fea apariencia que prefería
llevarla siempre de incógnita. Un día, como hace dos
semanas, supe que una francesa había llegado al hotel, al
14, y que cada mañana pedía que le cambiaran las sábanas
porque tenían mal olor. O cuando un ministro llegó al 7
porque su esposa lo había corrido a la calle. Esa noticia
creo que incluso salió en la portada de algún periódico o
en el noticiero de la televisión.

Casi todos los días, cuando es mediodía, me paro


justo entre el pasillo derecho y el perpendicular para
alcanzar a ver la mayor cantidad de cosas que ocurren en

92
el GRAN libro

el piso. Intento saludar a la jovencita del 2515, al militar


grandote del 2503 y al caballero del 2522, que conozco
más. Ellos llegaron casi juntos, hace seis meses más o
menos, y son los que más tiempo se han alojado en este
piso desde que recuerdo. Una vez, una señora y sus hijos
se quedaron por cuatro meses en el 2520, pero les llegó
una carta de lejos y al día siguiente se fueron todos
vestidos de negro y caras tristes. No logré despedirme de
ellos.

A las tres de la tarde, cuando Irene ya me ha dejado


la comida y se ha marchado, me paro justo al otro lado,
entre el pasillo izquierdo y el pasillo central, aunque es
mucho menos interesante, porque de éste lado hay menos
habitaciones, por las escaleras y el ascensor. Casi tres
veces por semana, sale la señorita del 2530 a realizar las
compras como a las cuatro y quince. Al volver, a eso de las
cinco, me trae de regalo algún panecillo o una revista de
cómic que leo por las noches antes de dormir.

Desde las seis en adelante no me queda mucho por


hacer, así que me dedico a husmear entre las habitaciones
vacías. Esto es lo que más me gusta hacer en el hotel. Hay
varias piezas que no se ocupan hace un año, y las demás
van rotando, de modo que siempre hay alguna habitación
recientemente desocupada que no he visitado. De todos
modos, si noto que no se va mucha gente, voy dejando
una o dos habitaciones de reserva, para visitar en caso de
urgencia o de extremo aburrimiento. Administro
relativamente bien este asunto, y hasta ahora sólo ha
habido tres días en los que no he tenido ninguna

93
francisco DE torres

habitación que visitar, porque están ocupadas o porque ya


las he visto desde que la dejaron sus últimos moradores.

Me llama la atención la cantidad de objetos que se


pueden dejar olvidados en una sola pieza. Incluso cuando
no están por más de dos días, las personas son capaces de
olvidar hasta seis objetos, repartidos, generalmente, entre
el baño y el dormitorio, pero algunas veces dejan cosas en
la terraza o en la cocina o en la sala de estar. Recuerdo que
una vez encontré un lápiz labial, una corbata, un reloj, un
par de pendientes y un zapato viejo en el mismo lugar; y
más tarde unos medicamentos que le entregué e Irene,
para la anciana del 27; además hallé una bolsita cuadrada
y dorada con un globo pegajoso en su interior, que no sé lo
que es y una peineta con pocos dientes en la habitación
2525. En realidad he encontrado de todo, hasta una pistola
con balas en un buró que estaba todavía caliente cuando
llegó la policía.

Todo eso, todo lo que encuentro, lo voy guardando


en una cajita que me regaló Irene hace un año y medio, y
son mis tesoros que voy a vender cuando sea grande para
tener dinero y comprarme todas las habitaciones para mi
solito. Si Irene quiere, la dejo que escoja una y que se
venga a vivir bien cerca de mí, para verla antes de que se
vaya a dormir y justo después de que se levante. Nunca la
he visto en esos momentos y suelo soñar que la encuentro
en el pasillo central con un pijama rosa invitándome a
dormir a su lado, para acariciarme el pelo y jalarme las
orejas como hace cada lunes que sube desde el 3 a verme
como a las 8 de la noche.

94
el GRAN libro

Yo no entiendo cómo se le pueden olvidar las cosas


a la gente. Son tan bonitos los sombreros, los cepillos
dentales, los jabones, los calcetines que no sé por qué no
vuelven a buscar nada. Yo siempre espero que alguien
llegue a reclamar algo, porque se lo devolvería de
inmediato, aunque me dé pena, pero yo sé que robar es
malo, Irene me lo dijo una vez cuando supo que husmeaba
por las piezas. Pero como le dije que sólo eran cosas
pequeñas y que nadie las pedía nunca, no se enojó y me
regaló la cajita si le entregaba las balas de la pistola.

Yo nunca voy a perder nada, no dejaré que ningún


tesoro se quede sobre un sillón o escondido bajo el
armario. Para eso tendré mi cajita. Pero si un día algo se
me pierde, y no lo puedo ir a buscar, esperaré que alguien
bueno lo encuentre y lo cuide, como yo, porque yo sí sé lo
triste que es estar perdido y que aún no me hayan
encontrado o reclamado.

95
francisco DE torres

96
el GRAN libro

SOY UN
GRAN DIOS

Mi poesía es un estornudo
una tos convulsiva,
un efecto viral.
Enfermo, como contagiado
por esa ominosa bacteria
que por mundo
usan denominar.

Mi poesía es el aliento
recuperado después de correr
tras mi propia vida
escapando de la alteridad.
Mi poesía es un poco nada,
una luz supeditada
casi fúnebre, fatal
desparramada por ningún lado
perdida, oculta, innatural.

¡Qué digo poesía!


si ni siquiera aprendo a hablar,
sesgado todo pensamiento
de vida, muerte o libertad.

97
francisco DE torres

Mas escribo,
sin versos, sin palabras,
sino con palomas en el mar,
con eructos de ballenas
con las carnes de animal.

No Canto, Grito:
aterrado y fortuito.
No loo, demuelo:
¡basta de damas en el altar!
que encontraré la forma,
la menos pura,
la más trascendental:
en la cera que forma mi rostro,
en la tierra a la que iré a parar.

No pido silencio,
exijo causalidad.
No caigo a la nada,
porque la nada soy yo.
Soy el Alfa y el Omega
el meridiano a navegar:
el punto cúlmine de mí mismo,
de la existencia y la sonoridad.

Soy el ecuador de mis descansos,


de mis días y mi tronar,
de la oscura solapa que dice:
escribir y fornicar.

98
el GRAN libro

¿Qué más? Casi todo.


Aún quedan banderas que quemar.
Mientras veamos espejos,
mientras muramos de sed,
mientras creamos que sí,
o que no,
quedará algo por deshacer.

Perdonemos al universo,
que no sabe lo que hace,
destrocemos la mejilla
al cobarde que trató de huir.
Colguemos en un eterno árbol
al señor que se pensó capaz,
oriundo, innato y potencial.

Todos somos el esquema


que nos dispusimos dibujar,
nada somos más que un cuerpo,
un par de vellos en el pubis
y un morir (sin resucitar).

Descansemos, ahora,
cuando nos espera el tren.
Cuando las mariposas son capullo
y el manantial, de hiel.
Arrodíllate ante tu imagen,
para orar ante el altar,
que paciente aguarda el día
que te decidas, al fin, matar.

Eso soy, eso seré, y nunca fui.

99
francisco DE torres

Contradictorio por herencia,


ruptural por tradición:
Broche de oro y de papel,
la guinda de la torta agria
que me tocó esta vez crear.

100
el GRAN libro

EL GRAN
LIBRO
“Leer. Abandonar”. Era la línea decimocuarta de la
segunda página. Comprendí la línea anterior, en francés; la
trigésimo primera, en italiano; la última de la tercera
página, en inglés; la tercera de la primera página, en latín;
y supuse que la décima de la misma página, en griego,
decían lo mismo. Lo mismo que toda la larga lista de siete
páginas en los más diversos y extraños idiomas. Todas
contenían estas dos palabras que, más que infinitivos,
funcionaban como imperativos. Eran las instrucciones,
aunque no era del todo un juego. Estaban escritas
ordenadamente, pero por distintas personas; todo era
inteligible aunque las primeras líneas estaban
moderadamente borrosas. Habían sido escritas con pluma,
tinta china, pasta azul, sangre y grafito y en tiempos
distantes, algunas, o más recientes, otras. Comencé a
hojear para saber de qué se trataba. No poseía título, ni
índice ni nada más que indicara cómo estaba organizado
ese cúmulo de hojas gastadas. Una amarra añeja mantenía
los papeles unidos, pequeños y grandes, doblados por la
mitad, roídos, manchados con infinidad de especias y
ungüentos desconocidos.

Luego de las páginas iniciales con las instrucciones,


venía un texto en árabe, que no pude leer, lo seguía un
trozo de papel de arroz con inscripciones orientales... aún

101
francisco DE torres

no entendía nada. Buscando cuidadosamente, tratando de


no ajar ningún pliego, encontré un texto en español,
muy viejo. Por la ortografía deduje que sería del siglo XVI o
inicios del XVII. Leí sin mayores problemas, pero no había
nada más que cuatro párrafos en donde un tipo anónimo
(no todos ponían su nombre, ni la fecha) contaba cómo
había sido su visita al Rey y cómo éste le había negado la
ayuda para realizar un proyecto de remodelación de una
biblioteca. No daba más datos aunque abundaba en
improperios contra el monarca. No me sirvió de mucho.
Hurgué nuevamente hasta hallar un texto en latín. Databa
de 1456. Con alguna dificultad traduje algunos párrafos en
donde se hablaba del levantamiento de un villorrio por la
sentencia a muerte de una viejecilla acusada de brujería.
Algunos muertos y varios condenados adicionales a la
hoguera.

Me dediqué unas horas a revisar, en los textos


fechados, cuál era el más arcaico. Era de fines de 1605 y se
agregaba “España”, sin especificar provincia. Hablaba de la
publicación de El Quijote, aunque se refería sobre todo a
un sujeto que había robado un ejemplar para regalárselo a
un mecenas poco caritativo. Según el escrito, su apellido
era Avellaneda. Me llamó la atención la coincidencia con el
autor apócrifo, pero continué. Había de todo: dibujos de
rostros, cuentas, listas de verduras, esbozos de planos de
casas, talismanes celtas, guiones de teatro, conjuros,
runas, algunas fotografías (dos de familias y una de una
mujer), cartas inconclusas a un tal Stefano Cardone,
recetas de cocina, denuncias, tratados de comercio,
biografías, reseñas de pseudo historiadores, opiniones
políticas, y una gran cantidad de cuentos fantásticos con

102
el GRAN libro

ilustraciones, fábulas, poemas malísimos, proverbios,


hasta alguna novela corta en alemán que no entendí para
nada y una página de códigos binarios que pensé era lo
más actual o, al menos, reciente. Todo amontonado,
revuelto; parecía que alguien hubiese ido juntando
cualquier papel que encontrara, tirado en la basura,
hurtado de algún anuario o simplemente escrito en el
momento.

Pero no era eso: era un libro del que había oído


hablar hace algún tiempo de boca de Pablo Rumel. Me
había comentado la existencia de lago semejante, que
jamás había visto pero que sonaba interesante. Además
propuso hacer lo mismo acá en Santiago y ver qué pasaba,
tal vez recorra todo el mundo. Pero nunca lo sabríamos.
Nunca lo hicimos de todos modos. Primero me sorprendió
que llegara a mis manos en tan fortuitas circunstancias.
Estaba en el mismo café de siempre, tomando lo mismo de
siempre, solo como siempre y cansado como casi todos los
días. Estaba allí, en la mesa que ya me tenían reservada a
eso de las ocho y en la que permanecía hasta casi la media
noche, cuando el mesero me avisaba que ya cerrarían el
local. Fue a él mismo a quien pregunté sobre el manojo de
papeles, quién había estado ahí antes de que llegara yo.
No sabía de dónde podría había aparecido, pero suponía
que una joven que había venido a cenar podía haberlo
olvidado por descuido. No pregunté más. No importaba
tampoco. Pensé que no era tan extraño que ahora ese
“Gran Libro” – así era llamado por quienes conocían su
existencia (no podría asegurar que alguno de ellos lo haya
visto o encontrado) – estuviese en mis manos, pues tarde
o temprano, tenía que llegar.

103
francisco DE torres

Luego de leer lo que podía comprender, pensé en


qué haría yo con ese texto en mi poder. Sólo en ese
momento comprendí lo complicado que era decidir lo que
se debía hacer. Las instrucciones no decían más que leer y
abandonar. No prohibía seguir escribiendo, por lo que
muchos lo habían hecho ya; tampoco especificaba cuánto
tiempo se debía conservar antes de abandonarlo ni dónde
se debía ejecutar esa operación. Ya no resultaban tan
insólitos los mapas, planos, dibujos o poemas amorosos.
Se podía utilizar para cualquier cosa. ¿Pero, para qué lo
usaría yo?

Pasó casi un mes. No podía dormir de la ansiedad


de encontrar mi aporte perfecto para Gran Libro. Tenía
algunos cuentos, otros poemas sueltos en algún lado, pero
nada que valiera la pena mostrarles a los futuros
propietarios. No me decidía por firmarlo o mantenerme
anónimo, fecharlo o inventar una fecha (quizá cuantos lo
habían hecho de ese modo). Cada día que pasaba más
incierto se me presentaba el destino de ese libro. Lo
llevaba a todas partes, oculto en mi desgarrado maletín,
esperando el momento oportuno para comenzar a escribir,
o dibujar, o mentir. Un año y no me deshacía del Gran
Libro. Había dejado de interesarme tanto en él; tenía otros
asuntos de qué preocuparme y relegué el asunto. Pero no
se me había olvidado. Al contrario, me había
acostumbrado a su poco fecunda presencia. De vez en
cuando, por la tarde o en el café lo contemplaba un par de
minutos, leía algo que no había hallado hasta entonces. Si
algo me llamaba la atención más poderosamente que lo
anterior, se me ocurría sacarlo y guardarlo. Nunca lo hice.

104
el GRAN libro

Podría viajar fuera del país y dejarlo en otro lugar, para


asegurar que rote en el mundo, pero nunca salgo de la
ciudad.

Revisando lo anterior que escribí, me decidí a


abandonar el Gran Libro. No sé qué integrar a él, de modo
que lo dejo a su suerte, para que alguien más deje lo que
guste, si puede. Yo no he dejado nada y poco me importa,
de modo que nadie sabrá que lo tuve ni que lo abandoné
sin hacerme parte de él. Pienso dejarlo en la café de
siempre. Pero quizá algún conocido lo tome y luego yo lo
sepa. Da lo mismo. Ahora mismo me deshago de él.

* * *

Pst: Este manuscrito que he transcrito es el último que


encontré en el Gran Libro. No encontré muchos de los
documentos a los que en él se aluden. Seguramente quien
escribió esto sacó algunos, como dijo que deseaba hacerlo.
Tengo razones para suponer esto, ya que dijo que no
escribiría nada y sí lo hizo. Además fechó en Santiago de
Chile, a 21 de junio de 2004. El nombre no lo puso.
Posiblemente, ahora que yo tengo el Gran Libro, agregue
uno o dos cuentos que he escrito, para que lo lean
generaciones venideras. Hace tres meses que lo encontré
en un banco del Albaicín, en Granada, cerca de los
ajedrecistas que se agrupan en la Catedral de San Nicolás.
Seguramente lo dejaré en el mismo lugar, para que alguien
lo vea.

* * *

105
francisco DE torres

Encontré este texto escrito a mano, sin fecha y sin


autor, tirado en el subte de Buenos Aires. Contenía siete u
ocho cuentos junto a una serie
de............................................

106
el GRAN libro

Epílogo

La idea de un libro total, de un registro completo de


la historia literaria de la humanidad es tan antigua como el
gesto mismo de escribir. Del mismo modo, inútiles han
sido los intentos alquímicos de concretarla a través de la
historia, por contradecir las leyes más básicas de universo:
dominar y reunir lo infinito. Al parecer, es solo en el marco
de lo fictivo donde los esfuerzos pueden alcanzar a rozar
un deseo tan pretencioso. Ensayos literarios como Tlön,
Uqbar, Orbis Tertius, El Libro de Arena o Congreso, han
jugado con la peregrina reunión metafísica de todo
conocimiento, de toda imaginación, y de toda posibilidad.

Este Gran Libro, y su ampuloso título, no se


relacionan con el sueño fáustico del conocimiento
absoluto, sino más bien con la convicción platónica de que
la literatura y los saberes no pertenecen a nadie más que a
algún arquitecto universal que juega con nuestros egos,
haciéndonos creer que hemos creado algo.

A casi una década de la primera y juvenil edición de


este libro, quiero insistir en la inocencia de toda
pretensión épica. Mi proyecto fue y sigue siendo la de
mostrar al lector una posibilidad literaria, un artefacto,

107
francisco DE torres

que de paso brinda una revisión a los clásicos y no tan


clásicos que me han servido de vertiente de reflexiones.

El éxito que este novel libro ha tenido entre


jóvenes lectores y entre estudiantes que han desarrollado
un temprano gusto por el intertexto, me animan a
reeditar, con leves variaciones, correcciones, y algunas
inclusiones, este libro. Sin embargo, su ingenuidad
estilística se ha mantenido intacta, pues pretender
cambiarla sería desconocer la belleza de la experiencia que
la originó y transformó en “literatura juvenil” desde todo
punto de vista.

Francisco de Torres
Alicante, 16 de agosto de 2013

108
el GRAN libro

TEXTOS CONSERVADOS Y/O RECUPERADOS

Prólogo 9
Ciudad de mármol 13
Tertulia de locos 15
Generosa revolución 17
El punto más bajo 19
La biblioteca perdida 23
La onomatesis buscada 29
Creo 31
No pasar, entrada restringida 39
La taberna de Heródoto 49
Sin título 55
Pasajera 57
Yêrushalayim 59
Señas para hallar a Emar 67
El Poeta con aires de libre 69
Margen de error 71
Mi Aleph 79
Seol 83
Mientras no sepas leer 89
El olvido de Mario 91
Soy un gran Dios 97
El Gran Libro 101
Epílogo 107

109
francisco DE torres

110
el GRAN libro

111

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