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¿LEER, PARA QUÉ?

A Isabel, compañera de viaje en la lectura y el amor.

A Fabio Jurado, viejo compañero en la lectura, la enseñanza y la lid por una

Colombia en paz, y más justa.

Mario Rey

“¡Eso no sirve para nada!”, decía mi padre, para descalificar mi afición por la lectura, el

arte, la enseñanza y la lucha contra la desigualdad social. Ya que no me interesaba el

ejercicio del comercio, debía dedicarme al derecho, a la medicina, a la ingeniería, o a la

política tradicional. “¡Eso sí da plata!”, insistía, tan intranquilo como los padres del

joven Gabriel García Márquez. “¡Uy, eso se va a quedar ciego, de tanto leer y tanto

escribir!”, protestaba mi madre, angustiada, como la invidente Doña Rosa ante Maqroll

el Gaviero en Un Bel Morir, reproduciendo las palabras de la abuela de Álvaro Mutis,

su creador, con el eco y la memoria de la corriente del agua cristalina tras el mar. “¡De

tanto leer, se va a volver loco!”, refunfuñaba mi abuela, tan preocupada como el ama y

la sobrina de Don Alonso Quijano, o Quezada, que es lo mesmo.

Y nunca tuve un defensor impertinente que les dijera: “Un buen escritor puede

ganar buen dinero (…) Sobre todo si trabaja con el gobierno”… Felizmente, ni nuestro

Gabo ni nuestro Mutis ni nuestro Cervantes tuvieron en el gobierno un empleo tal que

les pudiera cercenar su espíritu libre y creativo y los enredara en el espeso y obscuro

laberinto de las justificaciones y la defensa de la corrupción, el crimen, la desigualdad y

la injusticia oprobiosas. Nuestro Gabo abandonó el derecho y ha dedicado toda su vida a

la lectura y la escritura, con un valor heroico y una fe de carbonero asombrosos. Nuestro

Mutis no mezcló jamás sus dotes de escritor con su trabajo en la empresa privada, y

vivió una vida escindida entre su labor de ventas y relaciones públicas, por un lado y el

mundo de las letras por el otro, pero nunca dejó de pensar ni de tomar notas sobre lo que

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podría vivir Maqroll en cada momento, y recibió jubiloso la llegada del retiro para

dedicarse en plenitud a la escritura. La de Cervantes fue una vida azarosa, en los límites

de la penuria, sostenido siempre por la lectura y la escritura, a tal grado que en las

celdas de la cárcel dio a luz su inmortal Quijote. Franz Kafka trabajaba en una oficina

de seguros y escribía; Tomás Eloy Martínez alterna su vida de escritor con la academia;

Fernando Vallejo investiga, escribe, escandaliza y cuida perros; Héctor Abad, Jorge

Bustamante, Óscar Collazos, William Ospina, Ignacio Ramírez, Juan Manuel Roca y

muchos otros autores nuestros escriben, dictan conferencias, ejercen el periodismo,

imparten clases, traducen, trabajan sin descanso por la transformación de la oprobiosa

situación social y política del país. Y todos ellos han vivido satisfechos, plenos, pues, su

relación con la lectura, la escritura y la literatura le da sentido a su existencia y les

ayuda a soportar el lado difícil y obscuro de la vida, más allá de la manera como se las

hayan arreglado para ganarse el pan, de la mayor o menor cantidad de dinero, fama o

poder. Y yo, lejos de ser un buen escritor como ellos, no me arrepiento de mi elección

de una vida dedicada a la lectura, la escritura y, sobre todo, a su promoción entre los

niños y los jóvenes, a veces entre los adultos, y vivo feliz, compartiendo con ellos las

páginas que me han emocionado y me han ayudado en la lucha por ser un mejor ser

humano.

Por fortuna, las ideas sobre los efectos negativos de la lectura han cedido

terreno, y hoy se la promueve no sólo para la comunicación a distancia o para la

información o para dar y recibir instrucciones o para la educación o para cualquiera de

sus funciones prácticas, sino como entretenimiento. Por desgracia, en cambio, campean

las ideas que subvaloran el ejercicio de la escritura y del arte, y de tantos otros oficios

necesarios, indispensables para el hombre, como el magisterio, la carpintería, el

comercio o el cultivo del campo, por ejemplo, acompañadas, por desgracia, de una

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sobrevaloración del dinero, del consumo, de la fama y del poder tal que alcanza niveles

de locura y pone a la humanidad en riesgo de desaparecer, llevándose consigo en su

autodestrucción a la mayoría de las formas vivas del planeta.

Por supuesto, no es necesario escribir o leer para encontrar el sentido de la vida,

el equilibrio, la plenitud o la felicidad; tampoco su ejercicio garantiza que las hallemos,

claro; pero la lectura, más allá de sus aplicaciones prácticas, es una gran puerta de

escape, una inagotable y económica forma de esparcimiento, una herramienta útil para

el conocimiento, el autoconocimiento y el desarrollo individual, y contribuye

significativamente a que entendamos nuestro pequeño lugar en el planeta, nuestro

infinitesimal lugar en el universo, y podamos encontrar y construir un sentido de vida

que nos permita navegar por las tormentosas y asfixiantes aguas del ruidoso imperio de

oropel del consumo, el dinero, la fama y el poder, que acarrean injusticia, desigualdad,

insatisfacción, descomposición social y destrucción del individuo, la especie y la vida

en el planeta. ¡Qué actuales siguen siendo las palabras de Fray Luis de León, aunque

fueron escritas en el siglo XVI!:

VlDA RETIRADA1
¡Qué descansada vida
la del que huye del mundanal rüido,
y sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido!
Que no le enturbia el pecho 2
de los soberbios grandes el estado,
ni d e l dorado techo
se admira, fabricado
del sabio moro, en jaspes sustentado 3.
No cura si la fama*
canta con voz su nombre pregonera 5;
ni cura si encarama
la lengua lisonjera
lo que condena la verdad sincera.
¿Qué presta a mi contento
si soy del vano dedo señalado?
si en busca de este viento
ando desalentado
con ansias vivas y mortal cuidado?

3
¡Oh campo, oh monte, oh río!
¡Oh secreto seguro deleitoso¡
Roto casi el navio, 6
a vuestro almo reposo
huyo de aqueste mar tempestuoso 7.
Un no rompido sueño,
un día puro, alegre, libre quiero;
no quiero ver el ceño
vanamente severo
del que la sangre sube o el dinero.
Despiértenme las aves
con su cantar süave no aprendido;
no los cuidados graves
de que es siempre seguido
quien al ajeno arbitrio está atenido.

Vivir quiero conmigo,


gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanzas, de recelo8

Del monte en la ladera"


por mi mano plantado tengo un huerto,
que con la primavera,
de bella flor cubierto
ya muestra en esperanza el fruto cierto.
Y como codiciosa
de ver y acrecentar su hermosura,
desde la cumbre 1airosa
una fontana pura 0
hasta llegar corriendo se apresura.

Y luego, sosegada,
el paso entre los árboles torciendo,
e1 suelo de pasada
de verdura vistiendo,
y con diversas flores va esparciendo.

El aire el huerto orea,


v ofrece mil olores al sentido,
los árboles menea 1 1
con un manso rüido ,
que del oro y del cetro pone olvido 1 2 .

Ténganse su tesoro
l o s . que de un flaco leño se confían:
no es mío ver el lloro
de los que desconfían
cuando el cierzo y el ábrego porfían 13 .
La combatida antena
cruje, y en ciega noche el claro día
se torna; al cielo suena
confusa vocería,
y la mar enriquecen a porfía.
A mí una pobrecilla

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mesa, de amable paz bien abastada,
me baste; y la vajilla
de fino oro labrada
sea de quien la mar no teme airada.
Y mientras miserable- 14
mente se están los otros abrasando
en sed insaciable
del no durable mando 15 ,
tendido yo a la sombra esté cantando.
A la sombra tendido,
de yedra y lauro eterno coronado,
puesto el atento oído
al son dulce acordado
del plectro sabiamente meneado.

Como lo dicho puede parecer un tanto abstracto, lejano, retórico, demagógico o

anacrónico para los jóvenes y los portadores de los viejos prejuicios, incluso para los

padres de hoy que no adquirieron el hábito de la lectura, o para los maestros mismos, no

siempre buenos lectores, y generalmente esclavos de los planes, los programas, los

informes y las actividades alternas para complementar sus bajos salarios, quisiera

compartir con ustedes algunas de las maneras como la lectura puede enriquecer la vida,

la forma como ha enriquecido la mía, en particular, y no porque me considere un lector

excepcional, o por egocentrismo, no, sino porque estoy convencido de que la pedagogía

y la didáctica deben sustentarse en el ejemplo, en la experiencia propia y en el hacer.

Todos recordamos, con seguridad, la historia del Rey Schahriar, su hermano

Schahzaman, la princesa Sheherezade y su hermana Doniazada, como la historia de

infidelidad que dio origen a Las mil y una noches, plena de aventuras y sensualidad;

significativa y paradójicamente, no solemos pensar en ella como el ejemplo de amor ni

como la manifestación del poder de la literatura que son sus entretenidos relatos. En

efecto, el Emir Schahriar, al descubrir la infidelidad de su esposa con un ser

monstruoso, les corta la cabeza de inmediato –como debe ser- a los dos pérfidos e

infames y se sumerge en el más obscuro de los aposentos de la incomunicación y la

depresión: adiós baños, afeites, vestidos y responsabilidades -¡qué felicidad!-, adiós

comidas, adiós harem… (¡Eso sí, tampoco, ala!). El califa, preocupado por la suerte del

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reino y del Emir –en ese orden, al menos en mis valores-, lo convenció de que la única

manera de salvarse de la infidelidad era casarse todos los días con una virgen –como

debe ser-, y matarla al día siguiente de la noche de bodas -¡gran sabiduría!-… Y así fue

por mucho tiempo, pero como el mal no puede soportar la paz, un día escaparon las

pocas doncellas sobrevivientes y nos encontramos al blanquibarbado Califa

arrancándose los cabellos y azotando su testa contra el suelo y las paredes, sí, así, como

sacado de una novela de Vallejo. Sheherezade, para salvar a su padre, se propuso para el

deseado ayuntamiento con el gobernante y poderoso de turno… -cosa que sólo sucede

en las ficciones ubicadas en remotísimos tiempos-… Entonces el padre gritó y se mesó

las barbas y dio cabezazos y gritos de dolor; pero nuestra Sheherezade le pidió que

confiara en ella y lo convenció, con una condición: que su joven hermana la

acompañara a los aposentos reales. Después de los exquisitos platos traídos del mundo

entero, de las aceitunas, del kipe y de las hojas de parra; del sancocho, el ajiaco, el mole

de olla y el puchero; de la sobrebarriga a la criolla, el mole negro, los mariscos y el

arroz con coco; de los jugos de lulo, de maracuyá, de curuba y de mango; de las aguas

de horchata, jamaica, chía y limón; del bienmesabe, el dulce de natas y el manjar

blanco; del vino, la cerveza, el aguardiente, el tequila y un aromático café; después de la

cumbia, del son, del rock y de la salsa, el Emir se dirigió a sus aposentos con la joven

esposa y su más joven hermana. Y se sorprendió muchísimo cuando Sheherezade le

solicitó que la dejara entrar con ellos al cuarto nupcial, pero, con una libidinal sonrisa

accedió. Entonces Doniazada le pidió a su hermana que antes de dormirse le contara un

cuento, como todas las noches; y con autorización del ansioso y comprensivo Emir, la

reina por una noche comenzó su narración, que sólo interrumpió cuando la aurora

empezó a cubrir con sus rosáceos velos la obscura faz de la tierra. El Emir, embelesado,

le pedía que continuara, pero Sheherezade le dijo que estaba muy cansada, que si

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quería, continuaba la noche siguiente, y así fue por mil noches y una, al termino de la

cual el Emir decidió perdonarla, y se casaron y vivieron muy felices. Gracias a los

cuentos, Sheherezade salvó su vida, y la de su padre, y la de su hermana, y le devolvió

al joven Schahriar la fe en las mujeres, en el amor y en la vida, y a nosotros nos legó

Las mil noches y una de fantasía, diversión, sabiduría y amor. Gracias a las historias de

la joven reina, como el Emir, aprendí que es posible el amor, que éste es un ejercicio

cotidiano de comunicación, que es necesario alimentarlo día a día, noche a noche, que

es necesario construir un proyecto común, a largo plazo, si queremos gobernar nuestros

fantasmas, nuestros miedos y nuestros impulsos en un mundo habitado por monstruos,

en un mundo al borde del caos. Tal es el poder de la lectura y la escritura. Tal el poder

de la literatura.

Antes de los veinte años de edad, tuve a mi hija Rosa Jimena, y sentí la

necesidad de compartir con ella y su madre el mundo de los libros y del arte, y, como

Sheherezade, les leía y les contaba cuentos. Un día, cuando apenas sí se podía sostener

sentada, la encontré entretenida, hojeando el libro ilustrado de los cuentos de Perrault,

Grimm y Andersen que yo acostumbraba leerle. Me dio risa, y me enternecí. Con el

tiempo he ido entendiendo qué tan certeros fueron mi impulso y mi intuición. Hoy es

una gran lectora y editora, y cursa una maestría en Bibliotecología; ha vivido las

experiencias de cualquier joven, con sus problemas y satisfacciones, pero siempre ha

estado acompañada de libros, música, cine, arte y museos, y mantenemos un rico

diálogo alrededor de nuestras lecturas y experiencias. Y del amor filial, hemos podido

pasar a una profunda amistad.

Como maestro, he tratado siempre de proyectar la temprana experiencia con mi

hija en mis alumnos, e intento compartir con ellos las historias y los poemas que a mí

me gustan más; lo mismo en el cine, la música y las artes plásticas, y, a través de éstos,

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los valores éticos, estéticos y humanistas que me inculcaron mis mejores maestros; y

con algunos de mis discípulos hemos pasado de la relación profesor-alumno a una

verdadera amistad, como me ha sucedido con unos cuantos excelentes maestros. La

paternidad y la docencia sin afecto ni amistad son muy pobres, pobrísimas.

Asimismo, con mis amigos hemos alimentado el afecto al calor de la

comunicación sobre la literatura y el arte, en general, y la reflexión sobre el mundo y las

circunstancias en que existimos. Felizmente, también, mi novia y yo hemos vivido

alternativamente el lugar de Sheherezade y Schahriar: a veces ella cuenta y yo escucho,

y a veces yo narro mientras la princesa atiende; así, los relatos, la poesía, el cine, la

arquitectura y las artes plásticas enriquecen nuestra charlas y ponen en segundo lugar

los inevitables asuntos cotidianos; sin lugar a dudas, la literatura y el arte alimentan el

amor.

En fin, además de su valor práctico, la lectura contribuye significativamente a la

comunicación con el otro, al conocimiento del otro, al entendimiento con el otro, al

respeto del otro y al amor al otro. También a la comunicación con uno mismo, con el

otro o los múltiples seres que somos.

Gracias al diálogo que alimenta con el otro y con uno mismo, la lectura

enriquece nuestro conocimiento –no sólo con los textos informativos, como es evidente,

también con los literarios- y nuestra capacidad afectiva, a través del reconocimiento de

nuestras experiencias en sus personajes y situaciones, por ejemplo: con Pablo Neruda

aprendí a observar detenidamente y a gozar el paisaje, desde los pinos y encinos hasta

los musgos y los líquenes; en muchas ocasiones no encontré palabras más propias ni

más bellas que las suyas para expresar el amor a la mujer; también fueron ejemplares

sus cantos de amor a las palabras, en el extremo opuesto de la ambigua rabia e

impotencia que Octavio Paz trasmite con su “¡Chillen, putas!”

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Canté con Jorge Isaacs a la belleza del Valle del Cauca, sus montañas, sus ríos y

sus tierras de dos metros de capa vegetal, sus plantas, sus gentes y sus culturas.

En Manrique, primero, y después en Jaime Sabines, varios siglos en medio, me

identifiqué en el dolor, la rabia, la impotencia y la rebelión por la muerte de un ser

querido; en ellos, el padre, en mí, dos jóvenes hermanos, víctimas de la descomposición

y la violencia que nos corroe. En Manrique, además del sentimiento, hallé la reflexión

sincera sobre la fugacidad de la vida y lo efímero de la riqueza, la belleza física, la fama

y el poder.

Recuerde el alma dormida,


avive el seso y despierte,
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el placer,
cómo después, de acordado,
da dolor;
(…)
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros, medianos
y más chicos,
allegados son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos.
(…)
Decidme, la hermosura,
la gentil frescura y tez
de la cara,
la color y la blancura
cuando viene la vejez,
¿cuál se para?
Las mañas y ligereza
y la fuerza corporal

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de juventud,
todo se torna graveza
cuando llega al arrabal
de senectud.
(…)

En las Conversaciones en la catedral de Vargas Llosa, me vi pintado en mi

juventud, frente a una cerveza, discutiendo con mis camaradas, imberbes la mayoría,

sobre el carácter de la Revolución en Colombia y América Latina, si democrática o

socialista, si por etapas o permanente; redactando, apasionados, ilusos, el programa

obrero y el programa indígena; y separándonos por una coma, un adjetivo o el orden de

las palabras, indignados, casi a punto de esgrimir los puños, unos, y otros las armas,

mientras miles de miles morían por el hambre, la violencia familiar, la violencia por las

tierras, la violencia por los territorios de distribución de las drogas, la violencia por

ideas diferentes o la violencia por el ejercicio del poder y la riqueza…

En el Quijote, que leí por primera vez a los doce años, gracias a una selección de

los pasajes más adecuados para niños, regalo de mi bella y tierna tía y madrina, encontré

el tesoro de los libros y la imaginación, y me vi realizado en mi ser desfacedor de

entuertos, perseguidor de la injusticia y amante de la aventura. Y muchos años después,

y gracias a un ensayo de Fernando Vallejo, encontré otra virtud de Cervantes y sus dos

platicadores camaradas: su canto al diálogo, tan necesario en nuestro país.

Con Schahriar viví el dolor de la infidelidad y el desamor, y con Sheherezade

recuperé la fe en el amor; volé con el caballito de palo y la alfombra mágica; encontré

tesoros; visité otros reinos; sufrí la angustia del encierro y gocé la liberación; aprendí,

como en tantos cuentos de hadas, que al final, si persistes y trabajas y luchas y no

pierdes la fe, saldrás de los callejones sin salida y de los laberintos más tenebrosos y

complejos.

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En Maqroll el Gaviero revivo la desesperanza, y me veo reflejado en su

conciencia de la inutilidad de cualquier empresa, en su inevitable camino al fracaso, y

en su ir hasta el final, a pesar de todo, con el aliciente de la amistad, el eco del canto del

río y la montaña, y la visión de las palmeras reales coronadas del azul del cielo, el verde

de las hojas del cafeto, el rojo del café, y su delicioso aroma al despertar.

Con Badini, de John Fant, el placer de un autor y una lectura obsequiados por mi

hija, la visión de los migrantes construyendo Nueva York, y el niño perdido

descubriendo el mundo y su camino tras la sombra del padre ausente y las peleas de

mamá y papá.

McCuller, con Las cenizas de Ángela, me permitió ver que no estaba solo en las

imágenes sombrías, solitarias, violentas y miserables de mi niñez; incluso, que éstas

podían ser peores, que son mil veces peores e indignantes hoy para muchos en

Colombia, en México, en América, en África y en Oriente, en Europa y Estados Unidos

mismos...

Kafka nos recuerda con “El artista del hambre” cómo podemos acostumbrarnos

al dolor humano, cómo podemos convertirlo en espectáculo, y cómo podemos llegar a

una indiferencia atrozmente inhumana; y cómo nos sentimos cucarachas en ciertas

condiciones familiares, laborales y sociales; y cómo vivimos presos e impotentes en los

miles de laberintos y escritorios obscuros de la más negra y deprimente burocracia; y

cómo algunos de nuestros padres, cual Saturno, nos devoran hasta que nos convertimos

en ellos y, sin darnos cuenta, aplastamos a nuestros hijos y nuestros alumnos.

Comulgamos con El extraño o El extranjero, de Albert Camus, y recorremos el

sinuoso y tortuoso sendero de la soledad, inmersos en valores, ritos y mitos que no son

nuestros, que no compartimos ni entendemos ni aceptamos, y sabiendo que la mayoría

tampoco nos entiende ni nos acepta.

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Somos uno con Rosario Castellanos, cuando llora por la cebolla que se le quemó

o cuando se detiene extasiada ante las lavanderas del Grijalva o nuestros ríos a la vera

del camino.

Gracias a la lectura nos conocemos mejor y aceptamos con mayor facilidad al

otro, a través del reconocimiento en los personajes o las situaciones que hemos querido

o soñado ser o experimentar; por ejemplo, yo hubiera sido feliz viviendo las aventuras

de Tom Sawyer en Huckleberry Finn, donde reforcé mi respeto y mi amor por el otro,

por el ser diferente; o recorriendo las calles, la magia y la locura latentes en las historias

del París de Rayuela y los relatos de Cortázar; o en los teatros, bares, cantinas,

arrabales, mitos y leyendas con los que nos conecta la voz del viejo anacobero en La

importancia de llamarse Daniel Santos, de Luis Rafael Sánchez; o libando mezcal en la

embriaguez eterna del cónsul Bajo el volcán, perdido en un paisaje y una cultura

totalmente diferentes a los suyos; o en la lucha solitaria por la vida y la dignidad de

Santiago, entre el azul marino y el azul del cielo, en El viejo y el mar de Hemingway; o

en la espera sin fin de la carta de jubilación y el triunfo del gallo, arropado por la gente

del pueblo, en El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez; o en el libre

deambular sin esperanza de Maqroll el Gaviero, de Mutis; o en la cascada enorme desde

donde se divisa el Cauca y la Antioquia de Fernando Vallejo… ¡Y cuánto no diera por

escuchar la flor y el canto a la vida y a la naturaleza, envuelto en el dulce arrullo de la

flauta, contemplando el valle de México, surcado por canales y trajineras, inmerso en

las aguas ascendientes y descendientes de la alberca construida por Netzahualcóyotl

mediante vasos comunicantes en la cima de la montaña de Texcoco!; ¡o el Canto

General, de Neruda, en Machu Pichu!; ¡y cuánto no por remontar el Magdalena de

Gabo en El amor en los tiempos del cólera, cual joven enamorado, en los últimos días

de la vida!; ¡o por tocar deslumbrado el transparente y humeante bloque de hielo, o por

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echar a nadar los peces de oro, o por ver de nuevo una película a cielo libre, con la

refrescante brisa del trópico, o por mecerme, montado, una vez más en la hamaca de

Cien años de soledad!; ¡cuánto no, por captar el alma de los colombianos, como

Octavio Paz la de los mexicanos en El laberinto de la soledad!; ¡cuánto gozaría

desentrañando una obra como lo hace Vargas Llosa en Historia de un deicidio o en La

verdad de las mentiras!; ¡y cómo deseo escuchar los cantos de la amada del Cantar de

los cantares del Rey Salomón en la octava rima de Fray Luis de León!; ¡cómo envidio

la fortaleza y el ingenio de Ulises para sobrevivir a Cíclopes y Lestrigones, Escilas y

Caribdis, y arribar, sabio, a mi Itaca Colombia, y derrotar a los infames que la asuelan, y

morir en paz!

Además de divertirnos, gracias a la lectura nos conocemos mejor y aceptamos

con mayor facilidad al otro y al otro interior, a través de la identificación con los

personajes y las situaciones que no nos hemos atrevido a ser o experimentar, o hemos

temido ser o vivir, consciente o inconscientemente; por ejemplo, matar a uno de los

padres y quedarnos con el otro, como en Edipo Rey o Electra, de Sófocles y Eurípides;

o agarrar un arma e ir asesinando a todos los que no nos gustan o nos llevan la contraria,

como en La Virgen de los Sicarios, de Fernando Vallejo; o dar salida a nuestros celos,

quitándole la vida al ser amado, como en Otelo, de Shakespeare; o dejar de aferrarnos a

nuestra casa y nuestras cosas, los seres que la habitan, nuestra forma de vida, y

lanzarnos a nuestros sueños, como el Quijote…

La lectura nos enriquece, al permitirnos vivir otras épocas, otros espacios y otras

culturas, como la Revolución Mexicana, en Los de abajo, de Mariano Azuela o El llano

en llamas y Pedro Páramo, de Juan Rulfo; o los mediados del siglo XX en México, con

La región más transparente, de Carlos Fuentes; o la Francia revolucionaria y

posrevolucionaria pintada por Balzac en su Comedia Humana; o el mundo de los

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clásicos griegos en la Iliada, la Odisea de Homero, o las tragedias y comedias de

Esquilo Sófocles y Eurípides; o el mundo árabe, en Las mil noches y una; o las

múltiples vidas y épocas de Stefan Zwig: Fouché, María Antonieta, Balzac, Stendhal…;

o el lado sombrío de México y la izquierda, con Los errores o El apando, de José

Revueltas; o la gesta de Cien años de soledad; o el mundo pleno y sensual de Doña

Flor y sus dos maridos, Gabriela, clavo y canela, Viejos marineros y el maravilloso

entierro de La muerte y la muerte de Quinca vera da aguas, de Jorge Amado…

Hasta ahora sólo he hablado de libros tradicionalmente destinados a los adultos,

aunque los cuentos de “Simbad el Marino”, “Aladino y la Lámpara Maravillosa” o “El

caballito de ébano”, de las Mil y una noches, entre otros, bien pueden ser leídos o

escuchados por cualquier niño, cualquier joven o cualquier adulto –para mí, no existe tal

división, pero ese es un tema que abordaremos más adelante-; pero no puedo olvidar

que con Hanzel y Gretel, de los hermanos Grimm, cuando me siento perdido, solo y

desprotegido, sé, siento, como cuando era niño y lo escuchaba o leía, que al final

encontraré el camino; cuando fracaso en una empresa, recuerdo Las tres manzanas de

naranja, de Ulalume González de León, o casi casi cualquier cuento de hadas, y sé que,

aunque falle una y otra vez, pronto llegará la tercera, “la tercera es la vencida”, dicen en

México, y lo lograré y me sentiré feliz; cómo no recordar que con El patito feo, de

Cristian Andersen, cuando me siento diferente, cuando me siento feo o extraño o

rechazado, sé, siento en lo más profundo de mi ser, que un día, tarde o temprano, me

encontraré con alguien, o con un grupo de personas que me reconocerán igual a ellos, y,

entonces, me verán hermoso; cuando leo o veo las noticias sobre los padres y los

maestros golpeadores -física o mentalmente-, o sobre la violencia y la barbarie que

padecemos, recuerdo de inmediato a La peor señora del mundo, de Francisco Hinojosa,

todo un clásico, a pesar de haber sido editado no hace más de quince años, donde los

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niños y los adultos de un pueblo sometido por una señora muy fea que les daba

puntapiés en las espinillas y en el trasero, y coscorrones y escupitajos, y los dejaba sin

trabajo y sin comida, lograron transformarla haciéndole sentir que lo malo era bueno y

lo bueno malo: si le ponía zancadilla a una viejita, ésta le decía, después de pararse:

“¡Hazme caer otra vez, es tan divertido!”…; o cuando leo que día a día desaparece una

y otra especie, o que la tierra se está recalentando y ponemos en peligro nuestra propia

existencia y la del planeta todo, pienso en la ingenuidad, la bondad y la belleza de El

Principito y el universo, y sonrío y recupero la esperanza…

Ahora bien, cuando decimos leer también estamos diciendo escribir: los textos

sólo logran su función comunicativa si ese conjunto de trazos sobre el papel o en la

pantalla son desentrañados, cuando el lector recorre el mismo camino de palabras,

imágenes, ideas y sentimientos que el escritor, cuando el círculo emisor-mensaje-

receptor se cierra una y otra vez, en espiral interminable… Quien lee, escribe; cada

lector es un escritor que reconstruye el sentido único de las palabras cotidianas, los

textos informativos o los discursos técnicos y científicos; cada lector es un escritor que

deconstruye y estructura de nuevo, pétalo a pétalo, la rosa pletórica de sentidos de los

escritos literarios, plenos de ambigüedad y sugerencias. Así, todo lector es un escritor, y

todo escritor es un lector; al promover la lectura, impulsamos la escritura, pues la

lectura implica y genera la escritura, como ésta, la lectura; leyendo, aprendemos a ser

escritores, somos escritores en un sentido amplio; y, sobre todo, la lectura nos ayuda a

ser mejores seres humanos.

Es muy importante, pues, que ayudemos a formar lectores, y escritores; para ello

tenemos que formarnos como lectores, pues no es posible transmitir el amor a la lectura

si no lo sentimos, pues no es posible estimular en nuestros hijos y alumnos la práctica

de la lectura si no la vivimos. No podemos ser escritores sin leer, no podemos ser

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escritores sin conocer nuestra lengua; no podemos estimular la escritura entre los niños

y los jóvenes si nosotros no leemos ni escribimos. Nadie puede dar o transmitir lo que

no tiene, y si nosotros mismos, padres de familia y maestros, no leemos, no amamos la

lectura, no amamos al hombre y sus expresiones, no amamos la naturaleza, no podremos

formar ni lectores ni escritores ni científicos ni humanistas ni mejores seres humanos,

que es, en última instancia, de lo que se trata.

Si hacemos bien nuestra labor, si nos formamos como lectores y transmitimos el

amor por la lectura, el amor a los libros, el amor a la literatura, el amor a las artesanías,

el amor a los distintos oficios, el amor al arte: a la arquitectura, a la música, a la danza, a

las artes plásticas, así como el amor al conocimiento y a la ciencia, y, en especial, el

amor al planeta, a los seres vivos, al hombre y sus labores, estaremos formando buenos

escritores, buenos poetas, buenos artistas, buenos artesanos, buenos investigadores,

buenos científicos, buenos profesionales, buenos trabajadores, buenos deportistas…

Simplemente: mejores seres humanos.

Ahora bien, la escritura obedece a una necesidad, una urgencia imperiosa de

contar, de cantar, de reflexionar, de comunicar, para uno y para los demás, como el

músico tiene una necesidad enorme de emitir sus mensajes mediante sonidos, como el

bailarín necesita imperiosamente del movimiento de su cuerpo, como el artista plástico

requiere crear imágenes; si no sentimos en lo más profundo de nuestro ser esa

necesidad, podremos recibir los mejores estímulos, y podremos desear, en abstracto, ser

escritores, o músicos o bailarines o pintores o fotógrafos, pero no podremos serlo nunca,

y menos transmitir esa necesidad y esa opción vital.

Nuestra labor como pedagogos, sea cual sea la disciplina que impartamos, es

ayudar a formar a los niños y a los jóvenes como mejores seres humanos, ayudarles a

encontrar su camino, ayudarles a encontrar un sentido de vida: el suyo, su propio

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sentido de vida, sea cual sea: es tan importante ser escritor como ser cocinero, médico,

científico, artesano, bombero, tendero, pintor de arte o pintor de brocha gorda, policía o

conductor –y no digo político, porque para mí la política es algo que nos atañe a todos,

y no debe ser una especialidad de nadie, los políticos profesionales son una aberración

de la época…- Y para esta labor, los libros, las revistas, las páginas de Internet, el arte,

el cine y la televisión, la lectura, en sentido estricto y en sentido amplio, son una

herramienta fundamental, indispensable.

En fin, la lectura, la literatura, como el arte, en general, como las flores, como el

paisaje, como los atardeceres y los crepúsculos, como la gente, como los animales,

como la naturaleza, son bellos porque sí, no importa si sirven o no para algo práctico,

están allí para el deleite, para soñar, para amar, y sin ellos no podríamos vivir.

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