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El documento describe la evolución del pensamiento del autor sobre la religión y la metafísica. Inicialmente, el autor era un ateo materialista convencido que no sentía ninguna necesidad de Dios ni se interrogaba sobre cuestiones metafísicas como el destino del alma o la vida después de la muerte. Más tarde, el autor empezó a sentir una "inquietud metafísica" sobre el sentido y significado de la existencia humana, aunque sin preocuparse aún por conceptos como la inmortalidad del alma. Fue entonces cuando el autor se mostró más ab
El documento describe la evolución del pensamiento del autor sobre la religión y la metafísica. Inicialmente, el autor era un ateo materialista convencido que no sentía ninguna necesidad de Dios ni se interrogaba sobre cuestiones metafísicas como el destino del alma o la vida después de la muerte. Más tarde, el autor empezó a sentir una "inquietud metafísica" sobre el sentido y significado de la existencia humana, aunque sin preocuparse aún por conceptos como la inmortalidad del alma. Fue entonces cuando el autor se mostró más ab
El documento describe la evolución del pensamiento del autor sobre la religión y la metafísica. Inicialmente, el autor era un ateo materialista convencido que no sentía ninguna necesidad de Dios ni se interrogaba sobre cuestiones metafísicas como el destino del alma o la vida después de la muerte. Más tarde, el autor empezó a sentir una "inquietud metafísica" sobre el sentido y significado de la existencia humana, aunque sin preocuparse aún por conceptos como la inmortalidad del alma. Fue entonces cuando el autor se mostró más ab
Al hombre religioso le cuesta mucho comprender que los ateos no se planteen
ciertas preguntas metafísicas que a él le parecen imperiosas. Un amigo dominico (religioso) de vasta cultura y notable amplitud de espíritu, me dijo últimamente: “En rigor es concebible que alguien no se preocupe por el origen primero de las cosas y que no se sienta obligado a admitir la existencia de un Dios-creador. Pero, ¿Cómo un hombre normalmente evolucionado puede no interrogarse sobre su propio destino, sobre la suerte que le está reservada a su alma después de la muerte? ¡Tan espontáneo es el deseo de supervivencia en el psiquismo humano!” Lo que pasa es que para mi amigo la existencia de un “alma” es una certeza primordial; entonces nada más natural que interrogarse sobre su destino. No se piense que yo nunca utilizaba, en la conversación y tal vez hasta en mis escritos, la palabra “alma”. Sin embargo, en esta “alma” no veía ninguna “sustancia”. Sólo era un término cómodo para designar el conjunto de las facultades psíquicas del hombre. Mi convicción era la de todos los materialistas, a saber: lo psíquico y lo que se llama espiritual no son de una esencia diferente a la de lo biológico y de lo físico, representan simplemente el peldaño superior de la evolución de la materia. Verdad es que yo me hacía una idea terriblemente simplista de la concepción “idealista” (así llamábamos a toda filosofía no materialista) del alma. Si yo hubiera sido viejo y enfermo, puede que hubiese sentido alguna angustia íntima ante la perspectiva de una muerte próxima. Sin embargo, no habría visto en ella sino una más entre las muchas fatalidades desagradables de la naturaleza, como lo son la tormenta y el granizo, la caída de las hojas en el otoño, los accidentes de trabajo y de tránsito, las enfermedades y la vejez. En nada de esto veía la necesidad de suponer la existencia de un dios, de una providencia, de un paraíso. Incluso esperaba bastante ingenuamente que los progresos de la ciencia permitirían, después de la revolución comunista, la abolición de la mayoría, si no de la totalidad, de estas miserias. Sobre el destino de mi propia alma, creo que jamás me formulé ninguna pregunta. Yo era joven y sano, la vida me parecía apasionante: ¿Para qué interrogarme sobre un problema tan ocioso como el de la forma que tendría después de mi muerte este montoncito de materia que soy? Ni siquiera cuando esperaba que me condenaran a muerte en las prisiones de Hitler, me hostigaba el problema de la supervivencia. No tenía miedo a la muerte; en cierto sentido encontraba hermoso tener que morir a los veinticinco años por lo que me parecía una causa grande y bella, antes que las enfermedades y la vejez tuvieran tiempo de hacerme la existencia menos agradable. En algunos raros momentos, sentía sin embargo un poco de tristeza por haber vivido tan poco, por dejar tan pocas huellas de mí en el mundo. Los creyentes, en nuestros viejos países cristianos, no tienen ninguna idea del espesor de los tabiques que los separan del universo mental de los incrédulos. No es éste el lugar de establecer su parte de responsabilidad en ese estado de cosas. Jamás, en esos TEMA 1 – TEOLOGÍA
diez años en que profesaba el marxismo, experimenté ninguna “inquietud
metafísica”, la cual sería, según los creyentes, patrimonio común de la humanidad pensante. Más tarde, me pregunté si mi ignorancia radical de estas cosas no me había impedido adquirir conciencia de una realidad que de algún modo me preocupaba. Con toda sinceridad, debo confesar que, ni siquiera retrospectivamente, me es posible descubrir en aquel muchacho que fui el menor indicio de preocupaciones metafísicas. Probablemente esta serenidad sea más rara en quienes el ateísmo no es más que una negación de las creencias religiosas. En mí, desde el punto de vista psicológico, el comunismo llenaba una función no demasiado diferente a la que desempeña la religión de los creyentes. Semejante comparación podrá parecer un escándalo a los ojos del teólogo, y sin duda el teólogo tiene objetivamente razón contra el psicólogo. ¿No establece la fe religiosa un vínculo ontológico entre el hombre y Dios? ¿No abre el acceso a la única Trascendencia verdadera? ¿Cómo entonces compararla con cualquier ideología, convicción o creencia que no superan su inmanencia? Pero el problema que aquí nos ocupa es también susceptible de un enfoque distinto al de la teología o de la metafísica. Situándome en un plano rigurosamente subjetivo y existencial, me esfuerzo, en el curso de este ensayo, por captar la función psicológica de la fe y de la incredulidad. Mi incredulidad era, pues, otra cosa diferente que la simple negación del Dios de los cristianos. No sentía ninguna necesidad de Dios para que la existencia me pareciera hermosa y digna de ser vivida. Si por acaso hubiese recibido en aquel tiempo la iluminación interior, una especie de revelación cristiana inmediata, me hubiera sentido harto perturbado: no había en mí lugar para otra cosa sino esta “fe comunista” que me abarcaba por entero. Los hombres de Iglesia no deben olvidar jamás esta antigua verdad: que la aceptación de la revelación divina presupone en el sujeto el sentimiento de una insuficiencia y de una insatisfacción en el orden natural. Y en mí no había insuficiencia ni insatisfacción. En un sentido yo también aspiraba a una “supervivencia” personal, pero a través de la realización de una tarea particularmente importante en esta obra común. Después de varios meses de experiencia del “ateísmo negativo”, debía sentir por primera vez esto que, a falta de un nombre mejor, podría llamarse una inquietud metafísica. A decir verdad, mi inquietud era muy poco “metafísica”, en el sentido propio del término. No me preocupaban ni el más allá, ni la inmortalidad de mi alma. Proseguí aún mucho tiempo sin concebir ninguna otra posibilidad de existencia fuera de la que nos es ofrecida en el tiempo. Sin embargo, me sentía cada vez más impelido a interrogarme sobre el sentido y la significación de esta existencia. No era posible que seres dotados de facultades de pensar, de amar, se viesen lanzados en un universo absurdo, donde no hay nada en que pensar, nada que amar, nada que esperar. Con estas disposiciones psicológicas recibí el mensaje cristiano. Ignace Lepp (1909-1966).