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TEMA 1 – TEOLOGÍA

Psicoanálisis del Ateísmo Moderno

Al hombre religioso le cuesta mucho comprender que los ateos no se planteen


ciertas preguntas metafísicas que a él le parecen imperiosas. Un amigo dominico
(religioso) de vasta cultura y notable amplitud de espíritu, me dijo últimamente: “En
rigor es concebible que alguien no se preocupe por el origen primero de las cosas
y que no se sienta obligado a admitir la existencia de un Dios-creador. Pero, ¿Cómo
un hombre normalmente evolucionado puede no interrogarse sobre su propio
destino, sobre la suerte que le está reservada a su alma después de la muerte?
¡Tan espontáneo es el deseo de supervivencia en el psiquismo humano!” Lo que
pasa es que para mi amigo la existencia de un “alma” es una certeza primordial;
entonces nada más natural que interrogarse sobre su destino. No se piense que yo
nunca utilizaba, en la conversación y tal vez hasta en mis escritos, la palabra “alma”.
Sin embargo, en esta “alma” no veía ninguna “sustancia”. Sólo era un término
cómodo para designar el conjunto de las facultades psíquicas del hombre. Mi
convicción era la de todos los materialistas, a saber: lo psíquico y lo que se llama
espiritual no son de una esencia diferente a la de lo biológico y de lo físico,
representan simplemente el peldaño superior de la evolución de la materia. Verdad
es que yo me hacía una idea terriblemente simplista de la concepción “idealista” (así
llamábamos a toda filosofía no materialista) del alma. Si yo hubiera sido viejo y
enfermo, puede que hubiese sentido alguna angustia íntima ante la perspectiva de
una muerte próxima. Sin embargo, no habría visto en ella sino una más entre las
muchas fatalidades desagradables de la naturaleza, como lo son la tormenta y el
granizo, la caída de las hojas en el otoño, los accidentes de trabajo y de tránsito, las
enfermedades y la vejez. En nada de esto veía la necesidad de suponer la
existencia de un dios, de una providencia, de un paraíso. Incluso esperaba bastante
ingenuamente que los progresos de la ciencia permitirían, después de la revolución
comunista, la abolición de la mayoría, si no de la totalidad, de estas miserias. Sobre
el destino de mi propia alma, creo que jamás me formulé ninguna pregunta. Yo era
joven y sano, la vida me parecía apasionante: ¿Para qué interrogarme sobre un
problema tan ocioso como el de la forma que tendría después de mi muerte este
montoncito de materia que soy? Ni siquiera cuando esperaba que me condenaran
a muerte en las prisiones de Hitler, me hostigaba el problema de la supervivencia.
No tenía miedo a la muerte; en cierto sentido encontraba hermoso tener que morir
a los veinticinco años por lo que me parecía una causa grande y bella, antes que
las enfermedades y la vejez tuvieran tiempo de hacerme la existencia menos
agradable. En algunos raros momentos, sentía sin embargo un poco de tristeza por
haber vivido tan poco, por dejar tan pocas huellas de mí en el mundo. Los creyentes,
en nuestros viejos países cristianos, no tienen ninguna idea del espesor de los
tabiques que los separan del universo mental de los incrédulos. No es éste el lugar
de establecer su parte de responsabilidad en ese estado de cosas. Jamás, en esos
TEMA 1 – TEOLOGÍA

diez años en que profesaba el marxismo, experimenté ninguna “inquietud


metafísica”, la cual sería, según los creyentes, patrimonio común de la humanidad
pensante. Más tarde, me pregunté si mi ignorancia radical de estas cosas no me
había impedido adquirir conciencia de una realidad que de algún modo me
preocupaba. Con toda sinceridad, debo confesar que, ni siquiera
retrospectivamente, me es posible descubrir en aquel muchacho que fui el menor
indicio de preocupaciones metafísicas. Probablemente esta serenidad sea más rara
en quienes el ateísmo no es más que una negación de las creencias religiosas. En
mí, desde el punto de vista psicológico, el comunismo llenaba una función no
demasiado diferente a la que desempeña la religión de los creyentes. Semejante
comparación podrá parecer un escándalo a los ojos del teólogo, y sin duda el
teólogo tiene objetivamente razón contra el psicólogo. ¿No establece la fe religiosa
un vínculo ontológico entre el hombre y Dios? ¿No abre el acceso a la única
Trascendencia verdadera? ¿Cómo entonces compararla con cualquier ideología,
convicción o creencia que no superan su inmanencia? Pero el problema que aquí
nos ocupa es también susceptible de un enfoque distinto al de la teología o de la
metafísica. Situándome en un plano rigurosamente subjetivo y existencial, me
esfuerzo, en el curso de este ensayo, por captar la función psicológica de la fe y de
la incredulidad. Mi incredulidad era, pues, otra cosa diferente que la simple negación
del Dios de los cristianos. No sentía ninguna necesidad de Dios para que la
existencia me pareciera hermosa y digna de ser vivida. Si por acaso hubiese
recibido en aquel tiempo la iluminación interior, una especie de revelación cristiana
inmediata, me hubiera sentido harto perturbado: no había en mí lugar para otra cosa
sino esta “fe comunista” que me abarcaba por entero. Los hombres de Iglesia no
deben olvidar jamás esta antigua verdad: que la aceptación de la revelación divina
presupone en el sujeto el sentimiento de una insuficiencia y de una insatisfacción
en el orden natural. Y en mí no había insuficiencia ni insatisfacción. En un sentido
yo también aspiraba a una “supervivencia” personal, pero a través de la realización
de una tarea particularmente importante en esta obra común. Después de varios
meses de experiencia del “ateísmo negativo”, debía sentir por primera vez esto que,
a falta de un nombre mejor, podría llamarse una inquietud metafísica. A decir
verdad, mi inquietud era muy poco “metafísica”, en el sentido propio del término. No
me preocupaban ni el más allá, ni la inmortalidad de mi alma. Proseguí aún mucho
tiempo sin concebir ninguna otra posibilidad de existencia fuera de la que nos es
ofrecida en el tiempo. Sin embargo, me sentía cada vez más impelido a interrogarme
sobre el sentido y la significación de esta existencia. No era posible que seres
dotados de facultades de pensar, de amar, se viesen lanzados en un universo
absurdo, donde no hay nada en que pensar, nada que amar, nada que esperar. Con
estas disposiciones psicológicas recibí el mensaje cristiano.
Ignace Lepp (1909-1966).

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