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Rismo-se alejaba en tal medida del ideal estilístico clásico, que su aprecia- ción y su
comprensión sólo eran posibles por la superación radical de una
Teoría del arte regida por los principios del orden y de la regularidad, de principios la armonía y
economía de los medios de expresión, del racionalismo y realismo en la reproducción de la
realidad.
Así como la aparición del manierismo significa uno de los cortes más abruptos en la historia del
arte, así también su redescubrimiento y el trán- sito a su valoración positiva presuponen una
profunda cisura en el desen- volvimiento artístico. El cambio que ha hecho posible la nueva
actitud Frente al manierismo y su aceptación radical, ha sido, sin duda, mucho Más profundo
que el cambio implícito en la crisis del Renacimiento, cambio
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en el cual tiene sus orígenes el mismo manierismo. La revolución que el manierismo significa
en la historia del arte y que va a crear cánones esti lísticos totalmente nuevos, consiste, en lo
esencial, en que, por primera vez, las rutas del arte van a apartarse consciente e
intencionadamente de las rutas de la naturaleza. Ya antes había existido, desde luego, un arte
no-naturalista y antinaturalista, pero se trataba de un arte que apenas si tenía la conciencia de
apartarse de la naturaleza, y que no se acercaba a ella, en absoluto, con la intención de hacerle
frente. El arte moderno, es decir, el arte expresionista, surrealista y abstracto, que preparó y
trabajó el cam po para la revalorización del manierismo, y sin el cual hubiera sido incom-
prensible, en lo esencial, el espíritu de este estilo, reprodujo la revolución manierista, al
detener un desenvolvimiento naturalista que, al igual que aquel que precedió al manierismo,
se había extendido a lo largo de varios siglos. Sólo una generación que había experimentado un
impacto como el que implicó el origen del arte moderno, estaba en situación de acercarse al
manierismo con un punto de vista adecuado, o lo que es lo mismo, solo del espíritu de una
época que creó los supuestos para un arte semejante, podían surgir también los supuestos
para la revalorización del manierismo. El arte moderno, empero, no sólo reprodujo la
revolución manierista, sino que la superó en intransigencia al independizarse totalmente de la
realidad natural, no sólo deformando ésta, sino sustituyéndola, además, por construcciones
totalmente abstractas o ficticias. En lugar de repro ducir o de interpretar los objetos dados en
la experiencia, en lugar de des cribir o desintegrar sus efectos, sus esfuerzos están dirigidos a
crear nuevos objetos y a enriquecer el mundo de las vivencias con construcciones dota- das de
leyes propias. Por muy inaudita, empero, que fuera esta práctica, y por muy nueva que sea
también, en consecuencia, la situación del arte actual, es indudable la analogía entre la época
del manierismo y nuestra época, y la significación que han adquirido para nosotros las
creaciones de aquel tiempo parece aumentar más bien que disminuir.
Las épocas de arte clásico, de dominio total de la vida por la disciplina de las formas, de plena
penetración de la realidad con principios ordena- dores, de identificación absoluta de la
expresión con el ritmo y la belleza, son épocas de duración relativamente breve. Comparado
con la época del geometrismo y arcaísmo o del helenismo, el clasicismo griego no se afirma
durante largo tiempo, y el clasicismo del Renacimiento no es, en realidad, más que un episodio
fugaz, que ha desaparecido apenas comenzado. Aquellos clasicismos como los de la Roma
imperial y de finales del siglo XVIII que, al contrario del clasicismo, sólo son estilos de segunda
mano, unilateralmente formalistas y rigurosamente hieráticos, duran más tiempo, pero, pese a
su unilateralidad y rigor, no crean formas tan puras como el arte clásico en sí. A causa, por una
parte, de la anarquía o romanti- cismo que los amenaza, y contra la cual se defienden, y a
causa, por otro lado, del carácter imitativo de sus obras, estos clasicismos no presentan
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A comienzos del siglo xvi, y durante un período de poco más de veinte años, se impone en
Italia un espíritu artístico estricto en la forma, idéntico consigo mismo y, al parecer, en armonía
perfecta con el mundo, espíritu al que, por su equilibrio interno y por su carácter de plenitud,
se le suele designar como «clásico». Incluso durante este breve periodo, este espíritu no
domina integra e incontrovertidamente más que las artes plásticas, y ni en la literatura ni en la
música produce obras que puedan equipararse estilísticamente para no hablar del valor
artístico con las creaciones de Leonardo, de Rafael o de Miguel Angel. Sólo en un sentido
limitado puede, por eso, hablarse, en principio, de un «clasicismo» del Renacimiento; más aún,
habría que preguntarse si es posible un clasicismo riguroso en una cultura dinámica, como la
del Renacimiento, que llevaba en sí todos los fermentos del mundo medieval en disolución y de
la crisis del equili- muerte de Rafael.: Y aun cuando no es exacta la afirmación de Heinrich
Brio acabado de alcanzar. Se suele hacer coincidir el fin del arte clásico del Renacimiento con la
Wölfflin, de que, a partir de 1520, no surge ninguna obra clásica, los sintomas de disolución no
se hacen patentes tampoco ahora por primera vez, sino mucho tiempo antes, de tal suerte que
no hay casi ningún maestro del alto Renacimiento en el que no aparezcan ya con anterioridad
tenden- cias anticlásicas. Leonardo, el creador del más puro ejemplo de arte clási- co en Italia,
es, en conjunto, un «romántico». En Rafael y Miguel Angel en absoluto, con la muerte de Rafael
y la independización de su escuela, ni tampoco con el estilo último de Miguel Angel y la
constitución del estilo miguelangelesco. No todos los maestros del alto Renacimiento se
convierten en manieristas, pero casi todos ellos, sin excepción, se ven afectados por la crisis
estilística manierista. Gaudenzio Ferrari y Lorenzo Lotto tienen, lo mismo que Dosso Dossi y
Correggio, su parte en la diso- lución del estilo clásico, y Tiziano atraviesa en su evolución una
fase malos objetivos y cánones clásicos se ven, desplazados, desde su primera juventud, por
tendencias barrocas y manieristas. A Tiziano, y ya a causa De su manera veneciana, sólo con
restricciones se le puede calificar de «clá- sico». En el arte de Andrea del Sarto no pueden
desconocerse los indicios Del manierismo, como no pueden desconocerse tampoco los indicios
del barroco en el arte de Correggio. El cambio de estilo no coincide, por eso, Nierista, como la
atraviesa también, por ejemplo, Jacopo Bassano. Sólo Maestros de actitud más o menos
conservadora, como Fra Bartolommeo y Albertinelli, permanecen clásicos en absoluto. A pesar,
por eso, de que la Tradición clásica pervive aún largo tiempo junto a las nuevas tendencias Que
anuncian y, en parte, realizan, unas veces el manierismo y otras el
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A esta generación tiene que haberle acontecido algo inconmensurable que la sacudió en sus
mismos fundamentos y que le hizo dudar de sus más altos valores. La crisis, empero, tuvo que
tener sus causas en la naturalez misma del clasicismo renacentista, ya que los síntomas de la
ruptura con los principios clásicos iban a echarse de ver antes de que pudieran actuar los
momentos de perturbación a los que pudiera atribuirse aquélla. El sen- timiento renacentista
de la armonía, el valor de eternidad que se atribuve a sus creaciones, la normatividad e
idealidad de sus cánones, parecen ser desde un principio pese a la indudable grandeza de sus
creaciones, más un sueño, una esperanza, una utopía, que un patrimonio cierto que puede
transmitirse sin más a las generaciones subsiguientes. Prescindiendo de breves episodios,
nunca, desde la Antigüedad y la Edad Media, se había logrado, de nuevo, la coincidencia
perfecta entre sujeto y objeto, alma y forma, expresión y figura. Obras como La última cena de
Leonardo, la Disputa de Rafael o el primer Descendimiento de Miguel Angel sólo represen tan
el sueño ilusionado de un mundo animizado absoluta y radicalmente, de una existencia en la
que el cuerpo y el alma revisten el mismo valor, ex presando ambos el mismo sentido de dos
maneras diferentes. El momento yhistórico en que surgen estas obras fue el momento de un
gran arte utó pico, no el de un presente armónico. La ficción tenía que derrumbarse más
pronto o más tarde, y mostraba, ya antes de su desmoronamiento, fractu ras, síntomas de
inseguridad, de duda, de debilitación, o en otras palabras, indicios de que el clasicismo, pese a
la aparente facilidad de sus creacio- nes, no era más que una inmensa tour de force, una
realización obtenida en lucha con la época, pero no conseguida como fruto orgánico de la
misma.
La historia de Occidente es, desde finales de la Edad Media, una his toria de crisis. Las breves
fases de tranquilidad llevan siempre en sí los gér menes de la disolución subsiguiente; son sólo
períodos de euforia entre períodos de degradación y de miseria, en los que el hombre sufre
por causa del mundo y por causa de sí mismo. El Renacimiento representa, sin du da, un
período de tranquilidad, pero no un período sin peligros, y por eso puede decirse, que el arte
del manierismo, tan atormentado, tan penetra- do de un sentido de crisis, tan vituperado y
denunciado por su aparente
Insinceridad y amaneramiento, es, sin embargo, una expresión mucho más fiel de la efectiva
realidad, que el clasicismo con su insistente serenidad, armonía y belleza.
Las épocas de crisis suelen definirse como épocas de transición. En rea- lidad, empero, toda
época histórica es una época de transición, ya que toda época histórica es un tránsito, ninguna
posee fronteras fijas, y en todas alienta, no sólo la herencia del pasado, sino también, la
anticipación del futuro y promesas que nunca llegan a cumplirse. la crisis del Renaci- miento,
sin embargo, que denominamos manierismo, es un período de… transición en un sentido
mucho más estricto que la mayoría de las otras épocas históricas. La crisis del Renacimiento se
encuentra apresada entre dos fases relativamente unitarias de la historia occidental: entre la
está- tica Edad Media cristiana y la dinámica Edad Moderna de las ciencias naturales. Es una
crisis que dirige la mirada, unas veces con altanería y otras con nostalgia, a la Edad Media, de la
que se incorpora momentos de inspiración religiosa, así como momentos del pensamiento
escolástico y de la estilización artística, que habían sido abandonados por el Renaci- miento,
mientras que, de otro lado, prepara la visión científico-natural
Del mundo que había de imperar en los siglos siguientes. Lo que nosotros entendemos por
crisis del Renacimiento, puede ex presarse arse también, reducido a una fórmula concisa, como
crisis del humanis- mo. Esta crisis somete a revisión, en último término, la validez de aquella
grandiosa visión sintética del universo que, centrada en el mundo y en sus necesidades
espirituales, trataba de unir la herencia de la Antigüedad clá- sica y la de la Edad Media, y
aspiraba a conciliar tanto sus oposiciones internas como las que le separaban de las exigencias
del presente. Los ideales del humanismo fueron formulados de la manera más pura por Eras-
mo, en cuyos escritos habla tanto el buen cristiano como el discípulo fiel de los autores
clásicos. Cuando se trataba, empero, de la dignidad del hom- bre, Erasmo se sentía como los
mejores humanistas más atraído por la ética estoica que por la moral cristiana. Lo que los
humanistas valoraban más en los autores clásicos, y lo que trataban de encontrar siempre en
ellos, era, en efecto, la restauración de aquella fe en el hombre, que el cristianismo tanto había
hecho descender en la escala de los valores. Los humanistas creían haber alcanzado su más
alto fin con la recuperación de una nueva confianza en la esencia fundamentalmente moral del
hombre, bajo la cual, desde luego, entendían algo distinto de lo que Rousseau predicaba como
la <<bondad natural» humana. En contraposición a toda veleidad romántica, los humanistas
pensaban, más bien, que, tal como lo enseñaba el estoicismo, la verdadera humanidad era el
fruto del saber y de la educación, el resul- tado de una disciplina férrea y una autosuperación
heroica. Ser hombre significaba para ellos un cometido, no un regalo, tal como lo enseñaba
Séneca: «Cuán despreciable es el hombre, cuando no se eleva sobre lo hu- mano». Y en el
mismo sentido se pronunciaba Goethe por el humanismo, cuando escribía en sus Años de viaje
de Wilhelm Meister: «Todo hombre debe pensar a su manera… No debe, sin embargo,
abandonarse, sino que tiene que ejercer control sobre sí; el mero instinto no es cosa de los
hombres».
El carácter antihumanista de la Reforma, del maquiavelismo y del sentimiento vital del
manierismo, reposa en la destrucción, una vez
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De la fe en el hombre, el cual no aparece ya más que como un pecador caido, más aún, como
un ser caído aun sin el pecado. El optimismo de los humanistas se basaba en la fe en la
coincidencia del orden divino con el humano, de la religión con el Derecho, de la fe religiosa
con la moral Ahora, de pronto, va a afirmarse que la voluntad divina no se encuentra vinculada
a ninguno de estos cánones axiológicos, que Dios decreta h salvación o la condenación con
arbitrio despótico, por encima de lo justo y de lo injusto, de lo bueno y de lo malo, de la razón y
de la sinrazón. Y con los criterios de salvación, también los de la moral, los del valor artístico y
los de la verdad científica escapan a la posibilidad de un juicio cierto A la esfinge de la
predestinación en la esfera religiosa, corresponde el escepticismo en la filosofía, el relativismo
en la ciencia, la «doble» moral en la política y el «je ne sais quoi» en la estética.
El estoico «sequere naturam» contenía la idea central del humanismo. Lutero, Calvino,
Montaigne, Maquiavelo, Copérnico, Marlowe y Sha kespeare, todos contribuyen a destruir el
concepto de naturaleza en el sen tido de algo que puede constituir en todo momento un canon
de conducta. Por muy distintos que sean los intereses y objetivos de estos hombres, su
concepción del carácter del hombre y de la naturaleza de la sociedad su radical nominalismo y
pragmatismo, su relativismo y el sentido por la realidad que en él se expresa, ajeno tanto a la
Edad Media como al Rena cimiento, todo ello muestra el mismo espíritu antihumanista. Con la
Reforma en el horizonte, con el movimiento católico reformista, con la änvasión extranjera, con
el «sacco di Roma» y toda la confusión que le :sigue, con la preparación y el curso del concilio
de Trento en el propio suelo, con la nueva orientación de las rutas comerciales, con la
revolución de la economía en toda Europa y la crisis económica en el ámbito medi terráneo,
comienza y se hace realidad la crisis, y en parte también, la diso lución del humanismo en
Italia. Las buenas relaciones de los humanistas con la Iglesia quedan perturbadas de una vez
para siempre, y en las ideas antiautoritarias y antidogmáticas que se dejan oír cada vez con
menos
Reparos, va imponiéndose una mentalidad, que es, de un lado, extrema- damente racionalista,
y de otro, radicalmente antiintelectualista.
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Cencia, modesta, pero indudable, de la filosofia medieval, a la que ahora se vuelven los ojos
ocasionalmente. A la vez, y en términos generales, se echa de ver una cierta irritabilidad contra
la marea de libros y frases de los humanistas, que empieza a considerarse como algo antivital.
En este sen- tido, el Don Quijote aparece, según se ha dicho, como una acusación contra el
mundo libresco de los humanistas. El antiintelectualismo es, ante todo, una protesta contra el
imperio unilateral de la razón en la filo- sofía, en la ciencia y en la moral, pero, a la vez,
representa una oposición contra los principios de medida, orden y regla, y se expresa como tal
en Jas tendencias anticlásicas del manierismo.
Antihumanista es, empero, también la destrucción del equilibrio entre alma y cuerpo, espíritu y
materia. El «sequere naturam» significa biológica- mente el principio del «mens sana in
corpore sano», es decir, de la armonía entre ambos; estéticamente significa el equilibrio de
forma y contenido, labsorción absoluta del contenido espiritual en la conformación sensible. En
el nuevo arte, que rompe con los principios del Renacimiento y del humanismo, lo espiritual se
expresa desfigurando, haciendo saltar, disol- viendo lo material, la forma sensible, la
fenomenalidad inmediata; lo espi- ritual se expresa por la deformación de lo material. Cuando,
al contrario, hay que subrayar lo material, la belleza corporal, la armonía ornamental, la forma
se independiza y es entonces el espíritu el que es violentado, encadenado y esquematizado; el
espíritu, paralizado, se expresa como for- malismo. En este proceso se conserva, sin embargo,
en términos generales, el lenguaje formal del Renacimiento; se mantienen los esquemas de
com- posición, el ritmo linear, la estructura plástica. Monumental y el enorme aparato de los
movimientos, los grandiosos tipos humanos y los requisitos exigentes, pero toda esta pompa
pierde el sentido que había revestido en el clasicismo. Las formas siguen inmutables, pero se
hallan en contraposición con los impulsos anímicos que penetran y mueven a la nueva
generación, y se hacen, por eso, falsas, internamente vacías, hasta que finalmente son
destruidas. La nueva generación consigue así indirectamente lo que, desde un principio, se
proponía: la disolución del estilo clásico. Por medio de un rodeo, logra asi i lo que ya había
alcanzado en parte, directamente por medio de la deformación y desfiguración de las formas
clásicas. Los dos caminos confluyen, como era de esperar, tratándose de un cambio radical de
estilo. La perfección formal lograda por el clasicismo renacentista se hallaba unida a una
simplificación anímica; la radical capacidad expresiva y la perfecta integridad de las formas se
había logrado a costa de una dismi- nución de los contenidos espirituales. Hasta qué punto era
limitada la envergadura espiritual de este arte formal va a ponerse de manifiesto, no más
adelante, ni tampoco en relación con las necesidades espirituales de la generación siguiente:
las obras de Rafael, de Fra Bartolommeo, de Andrea del Sarto, concebidas en los límites de la
belleza ideal formal, no respondían ya en la época en que fueron creadas a los problemas que
in- quietaban a la humanidad occidental. La cadencia imperturbada, la objetivi- dad
contemplativa indiferente al curso del mundo, la armonía y equilibrio del lenguaje formal, que
caracterizan este arte, todo ello estaba anticua-Do, desde un principio, y no poseía una
verdadera relación con la reali-Dad. El clasicismo de la Antigüedad-respondía a un mundo
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Simple, que no conocía aún la vinculación a un más allá, ni el subjetivismo y simbolismo del
cristianismo, ni la oposición de realismo y naturalismo ni el dualismo entre un alma inmortal y
un cuerpo perecedero. El clasi cismo del Renacimiento creía poder retornar a la antigua
objetividad, al culto griego del cuerpo, al estoicismo romano, a la plena serenidad en la finitud,
y creía, a la vez, que podía seguir siendo espiritualizado, interiori zado , diferenciado. Esta
creencia iba a revelarse como una funesta ilusión
Una de las ficciones del Renacimiento es que cuerpo y espíritu, las exi gencias sensibles y
morales del hombre constituyen una unidad armónic o fácilmente armonizable. Aquí alentaba
todavía un resto de la «kaloka- gathia» griega y de la fe estoica en el dominio de las pasiones,
de los senti dos, del cuerpo por medio de la razón. La crisis del Renacimiento comienza con la
duda, de si son realmente compatibles las necesidades espirituales y corporales, el cuidado por
la salvación y la persecución de la dicha. De acuerdo con ello, en el arte manierista y ello es, sin
duda, lo más peculiar y característico de este estilo lo espiritual no es representado como algo
que se agota en las formas materiales, sino como algo tan singular y tan irreducible a figura
material, que sólo en lucha con esta última, sólo por su oposición a todo lo no-espiritual, sólo
por la desfiguración de las formas y por la destrucción de los límites materiales, puede ser
sugerido, y siempre sólo sugerido.
Los siglos de oro son los anhelos soñados por la humanidad. Hay momentos felices, pero no
hay épocas felices en la historia. Los períodos históricos tenidos por felices y carentes de
conflictos se nos muestran, las más de las veces, como períodos en los que también han
imperado la inseguridad y el temor, y en los que los contemporáneos, no sólo vivían
descontentos, sino que, casi nunca tenían motivos para vivir contentos. Si se compara, sin
embargo, el Renacimiento con otras épocas, anteriores o posteriores de la historia, hay que
confesar que, pese a los rasgos negati significan una reacción contra este sentimiento vital
relativamente desvincu lado, animoso, y en cierto sentido, también frívolo. Es una reacción que
socava la alegría vital, el sentimiento de armonía, el alborozo, y que lo hace por medio de la
duda, oculta siempre en el racionalismo del Rena- cimiento, nunca firme ni completamente
seguro. No nos es preciso esperar al Miguel Angel de la senectud, que de manera tan
dramática se aparta de la «afirmación renacentista del mundo», ni al sombrio Tasso, en quien
ya Galileo tanto echaba de menos la alegría, la seguridad y razonabilidad de Ariosto, ni a
explosiones de dolor como las que se contienen en la hermosa estrofa de la Gerusalemme
liberata, hecha célebre por Rousseau:Vos, no pueden dejarse de ver en él signos de
tranquilidad, de afirmación vital y de confianza en sí mismo. A la disciplina medieval y a la
limitación Cristiana de los goces vitales, sigue un período en el que impera una con- cepción
del mundo más libre y despreocupada, que permite que pueda
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En Ronsard, casi siempre tan sereno y equilibrado, se encuentran también versos como éstos:
(Elégie à Belot)
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Conexión cronológica entre los fenómenos religiosos de la época y el es. Pacio de tiempo que
éstos necesitan para ejercer su influencia en el arte en ciertas condiciones.
La determinación de principio quizá más importante sobre la esencia formal del manierismo se
encuentra en la definición de Walter Friedländer que designa a esta dirección como estilo
«anticlásico» 5. Bajo esta denomi nación entiende Friedländer la manifestación de tendencias
artísticas anormativas, irracionales y anaturalistas, contraponiendola al arte del alto
Renacimiento, que él caracteriza como objetivo, sometido a reglas y para digmático, es decir,
como un arte orientado a valores supuestamente su prahistóricos y esencialmente humanos, y
situado por encima de todo lo singular, casual y arbitrario. Aun cuando esta definición es
valiosa como punto de partida para un análisis del manierismo, es completamente insu ficiente
si se aferra uno a su unilateralidad y si se la aplica sin ninguna li mitación. La definición no dice,
en último término, mucho, y es un me noscabo e incluso falsificación de la verdad el decir
simplemente que el manierismo es anticlásico, omitiendo añadir que es, a la vez, clasicista. De
igual manera que es una verdad a medias, describirlo meramente como naturalista y
formalista, o irracional y extravagante. El manierismo no con tiene menos rasgos racionalistas
que irracionalistas, naturalistas que anatu- ralistas. Un concepto utilizable del manierismo sólo
puede extraerse de la tensión entre clasicismo y anticlasicismo, naturalismo y formalismo, racio
nalismo e irracionalismo, sensualismo y espiritualismo, tradicionalismo y afán de novedades,
convencionalismo y protesta contra todo conformis- mo. La esencia del manierismo consiste en
esta tensión, en esta unión de oposiciones aparentemente inconciliables.
El anticlasicismo de Friedländer se limita, por lo demás, aun prescin diendo de la unilateralidad
y particularidad del concepto, a un rasgo nega- tivo del manierismo. Una definición válida de
este estilo, no sólo tendría que abarcar sus dos facetas opuestas, sino que tendría que consistir
esen- cialmente en una formulación positiva, y aludir más bien a aquello que el manierismo es,
que a aquello que no es. Una definición satisfactoria ten- dría que aludir, sobre todo, a aquella
especie de tensión entre elementos estilísticos, antitéticos, que nos sale al paso de la manera
más pura e intensa en la estructura de formulaciones paradójicas. El concepto de la paradoja
podría, en todo caso, servir de base a una definición válida que abarcase per- fectamente todos
los fenómenos en cuestión y que designara un principio estilístico positivo y original, es decir, a
una definición no obtenida por el mero contraste del manierismo con otros estilos artísticos. En
la paradoja se expresa siempre al exterior un algo más o menos excéntrico y exaltado, que no
falta en ninguna obra manierista por profunda y seria que sea. Una cierta exaltación, una
predilección por lo refinado, extraño y exagerado, por el caso excepcional aunque siempre
incitante, por el gusto insólito estimulante del paladar, por lo atrevido y provocador, caracteriza
el arte del manierismo en todas sus fases; en este rasgo pueden reconocerse los más distintos
representantes de la dirección. Es algo ya propio de los pre- decesores, como Lorenzo Lotto,
Gaudenzio Ferrari y Pordenone, de los discípulos de Rafael y de los sucesores de Miguel Angel,
propio también de los primeros manieristas, como Pontormo, Rosso y Beccafumi y de los
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Artistas posteriores, como Primaticcio y Tibaldi, propio de los grandes maestros, como
Tintoretto y el Greco, y propio aún más intensamente de los últimos representantes, como
Bloemaert y Wtewael. Precisamente esta exaltación una desviación frívola o forzada de lo
normal, un juego afectado o una mueca atormentada es lo que revela, más que nada, el
carácter manierista de una obra. Al carácter exaltado del manierismo contribuye también, a
menudo, el virtuosismo, un rasgo del que este arte hace siempre ostentación. Una obra de arte
manierista es siempre un alarde de habilidad, un logro audaz, un espectáculo ofrecido por un
prestidigitador. Es un castillo de fuegos artificiales del que brotan chispas y colores. Decisivo
para el efecto que se persigue es la oposición contra todo lo meramente instintivo, la protesta
contra todo lo puramente racio- nal e ingenuamente natural, la acentuación de lo oculto,
problemático y ambiguo, uo; la exageración de lo particular, el cual, por medio de esta exage-
ración, alude a su opuesto, a lo que falta en la obra: a la extremosidad de la belleza, la cual,
demasiado bella, se hace irreal, de la fuerza, la cual, demasiado fuerte, se hace acrobática, del
contenido, el cual, sobrecargado, deja de decirnos algo, de la forma que se hace
independiente, y por tanto,
Vacía. Expresado en una fórmula general, paradoja significa la unión de posi- ciones opuestas
inconciliables; y la discordia concors, con la que se suele caracterizar el manierismo,
representa, sin duda, un momento esencial en la estructura de este estilo. Sería, sin embargo,
una idea demasiado super- ficial, ver un mero juego formal en la discrepancia de los elementos
de que se compone una obra manierista. La pugna de las formas expresa aquí la polaridad de
todo el ser y la ambivalencia de todas las actitudes humanas, es decir, aquel principio dialéctico
que penetra todo el sentimiento vital del manierismo. De lo que aquí se trata no es de la
contraposición fáctica de los elementos de la existencia ni del contraste ocasional de las
vivencias, sino de la equivocidad inevitable y de la discordia eterna tanto en lo grande como en
lo pequeño, de la imposibilidad de pronunciarse por algo unívoco. En las creaciones del espíritu
todo debe advertirnos, que nos encontramos en un mundo de tensiones irresolubles, de
contraposiciones inconcilia- bles, y, sin embargo, unidas recíprocamente. Nada, en efecto,
existe en este mundo en su exclusividad, en su determinabilidad unilateral; en todo lo real,
también lo opuesto es real y verdad. Todo se expresa en extremos, los cuales se oponen
polarmente, y sólo en su unión paradójica dicen algo con sentido del ser. Esta paradoja
significa, empero, no sólo que se niega siempre lo que ya se había afirmado, sino que se sabe,
desde un principio, que la verdad tiene dos lados y la realidad dos estratos, y que, si se quiere
ser veraz y fiel a la realidad, es preciso evitar toda simplificación y aprehen- der las cosas en su
complejidad.
Ideas, sensaciones y formulaciones paradójicas son naturalmente po- sibles en todo tiempo, y
pueden encontrarse en el arte y en la literatura de todas las épocas; lo notable del manierismo
en este respecto, es que no acierta a expresar sus problemas más que en forma de paradojas.
Con ello la paradoja deja de ser un mero juego de ideas o de palabras, una forma retórica o un
aperçu ingenioso, aunque no siempre sea algo más que esto. Hasta qué punto el mundo de
ideas de la época hunde sus raíces en la
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Cias paradójicas con su doctrina de la elección irracional para la salvación. Formas paradójicas
nos salen también al paso en la economía, con la alie- nación del obrero del producto de sus
manos, en la política con la «doble moral», una para el príncipe y otra para los súbditos, en la
literatura con el papel predominante de la tragedia, la cual con la falta sin culpa crea un
paralelo del «ser escogido sin mérito»; y finalmente con el descubri miento del humor, que
permite considerar y juzgar a una persona desde dos lados distintos e incluso contrapuestos.
En la cultura de esta época, nada se deja reducir a una fórmula univoca; toda actitud se
encuentra unida a un aspecto contrario. Lo más notable no es, empero, la existencia y
coordinación de las oposiciones, sino su frecuente indistinguibilidad, su fungibilidad, el cambio
de papeles de las actitudes contrapuestas. Una frase muy acertada de Kierkegaard alude a esta
clase de paradoja: «El uno reza a Dios en verdaddice aunque adora en realidad a un ídolo; el
otro adora al verdadero Dios en la mentira, y adora, por eso, en verdad, a unIdolo» “.
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La clave para el entendimiento del mundo mental del manierismo se encuentra, en cierto
modo, en la idea de Kierkegaard -punto de partida y fundamento de la filosofía existencial de
que el pensamiento abstracto y sistemático, tal como lo hizo realidad paradigmáticamente
Hegel, no tiene nada que ver con nuestra existencia real, con los cometodos inme- diatos, con
los problemas específicos y los problemas lógicamente in- aprehensibles de nuestra vida
fáctica. Cuando nos esforzamos en la deter- minación y solución de estos cometidos,
dificultades y problemas, lo ha- cemos de una manera totalmente asistemática y que nada
tiene que ver con las leyes lógicas. El proceso es más un girar en torno a los escollos, un
constante tener presente las dificultades causadas por la razón, que un in- tento de evitar o
salvar los escollos. Los artistas y escritores del manierismo, no sólo tenían conciencia de las
contradicciones insolubles de la vida, sino que las acentuaban, e incluso las agudizaban;
preferían aferrarse a estas contradicciones irritantes, que ocultarlas o silenciarlas. La
fascinación que ejercían en ellos la contradictoriedad y la equivocidad de todas las cosas era
tan intensa, que convirtieron en fórmula fundamental de su arte la paradoja, con la cual
aislaban en una especie de cultivo puro la contradic- ción y trataban de perpetuar su insolt
bilidad.
¿Qué puede pensarse de la mentalidad de una época, cuyas creaciones se desarrollan bajo el
signo de esta forma de pensamiento, extraordinaria- mente sugestiva sin duda, pero, en la
misma medida, coquetona y arro- gante? El irracionalismo, que en la filosofía y en la ciencia
conduce a la «destrucción de la razón y a la bancarrota del pensamiento, no impide de ninguna
manera, naturalmente, la producción de obras artísticas im- portantes, una circunstancia que
desconocen, a menudo, aquellos críticos que subrayan los peligros del irracionalismo en la
teoría. La crítica artís- tica de autores de izquierda cae, en efecto, a menudo, en un error:
partiendo
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De la idea exacta de una relación entre concepción filosófica, pensamiento político y actitud
social, de un lado, y creación artística, de otro, llegan la conclusión de que a los valores
incuestionables en un terreno tienen que corresponder valores semejantes en el otro. La unión
personal de una buena persona y un mal músico, e incluso de un buen músico y una mak
persona, es un fenómeno conocido también en el campo social. La inteli gencia artística es de
una especie completamente distinta que la teórica y lo mismo que el irracionalismo, así
también la paradoja significa algo completamente distinto para el artista y para el filósofo. No
obstante, los manieristas de segunda fila son los que más a menudo caen en la forma de
expresión paradójica estereotipada, rígida y mecánica. No obstante, tan- to los artistas
máximos de esta dirección, para los que la paradoja es una nueva fuente de energía, como los
no tan geniales, para los que signifi ca un peligro, todos ellos se sirven con igual satisfacción de
ella. Rosso, Parmigianino, Tintoretto y el Greco se expresan con igual naturalidad en formas
paradójicas que Spranger y Blomaert o Callot y Bellange; y l las obras de Tasso, Shakespeare y
Cervantes hunden sus raíces en representaciones e imágenes paradójicas tan profundamente
como las de Marino, Góngom o John Donne.
5. LA UNIDAD DEL MANIERISMO
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Sólo se puede encontrar en artistas como Tintoretto y el Greco, sino e, bajo aquella «coraza de
la actitud», tan característica de la forma cor- sana del manierismo, puede encontrarse también
en artistas de actitud terrena como Bronzino y Parmigianino; más aún, es perceptible tanto ael
naturalismo, al parecer tan poco espiritual de Bruegel y Jacopo Bas- ano, como en el
academicismo intelectualista de Vasari y Salviati. El arte los «pintores de campesinos»
manieristas era, en todo caso, más espi- tualizado por ser menos homogéneo, más movido por
un principio material aunque sólo indirectamente perceptible, que el arte de los andes
idealistas del alto Renacimiento. La espiritualidad del manierismo significa, sin más, una
negación ascética del mundo, una trascendencia latónica o cristiana, sino, las más de las veces,
sólo una actitud que no xertaba a satisfacer con ninguna forma objetiva de la realidad, y para la
wal el mundo y el yo, los sentidos y el espíritu aparecían entrelazados siem- pre en una
relatividad recíproca. El mundo tenía que llevar el sello del es- piritu, de la forma configuradora
y, a la vez, deformadora; el mundo no podía ni debía aparecer libre de la resistencia del
espíritu.
En una recensión de la teoría del manierismo de Dvorák, se pregunta Rudolf Kautzsch qué
tienen, en realidad, de común las direcciones «in- ductiva» y «deductiva» del manierismo,
representadas, la una, por Bruegel los naturalistas, y la otra, por el Greco y quizá también por
Bronzino, es decir, si hay algo efectivamente que una a ambas tendencias desde el punto de
vista del estilo. Kautzsch duda que puedan ser tenidos en absolu- to por manieristas artistas
como Bruegel o el Greco, o incluso Shakespeare Cervantes, y querría limitar este concepto a
obras que «mostraran real- mente ‘manera en algún sentido». En su opinión, la calificación de
manie- rismo no debería, en ningún caso, aplicarse al arte de todo el período que se cree poder
abarcar con esta denominación. Kautzsch alaba la agudeza de Dvorák, que le hizo ver que
Miguel Angel y Tintoretto se hallaban con su espiritualismo en una oposición característica y
decisiva respecto al Renacimiento, pero censura, a la vez, que Dvorák trate este espiritualismo
y el naturalismo o bien el formalismo de la maniera como dos direcciones de la misma
importancia dentro del estilo en cuestión. Kautzsch afirma asimismo, que la oposición entre las
direcciones que Dvorák llama «deduc- tiva» e «inductiva» es una oposición que ha existido
siempre, y que si ésta reviste en el manierismo una forma más radical, corresponde a Dvorák
decirnos por qué ocurre así. Ahora bien, es inexacto que la oposición mencionada haya existido
siempre, como Kautzsch afirma, y que en el ma- nierismo se trata simplemente de un matiz
más intenso de este fenómeno conocido desde siempre. La oposición de los elementos
estilísticos en el manierismo es una oposición muy específica nunca en el mismo período
estilístico se unieron antes tan intimamente sensibilidad y suprasensibili- dad, naturalismo y
formalismo y el haberlo descubierto y acentuado es y sigue siendo el mérito de Dvorák.
Kautzsch tiene razón en el hecho de que el mero planteamiento de la antítesis que Dvorák veía
entre entrega al mundo y apartamiento de él, no es de por sí una explicación. La cuestión, sin
embargo, no se puede tampoco responder con el método histórico estilístico esgrimido contra
Dvorák.El más importante de los problemas discutibles y resolubles histórica-
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mente entre los rozados por Kautzsch, es el de la unitariedad del manie rismo en su
desenvolvimiento histórico. ¿Es el manierismo un estilo esen cialmente homogéneo, propio de
toda la época tratada por Dvorák y de terminante de todo el período histórico? Más aún, ¿se
trata en el manierismo como podría uno preguntarse con más fidelidad a su punto de vista que
el mismo Dvorák, de un estilo que abarca en las artes plásticas desde el se gundo decenio del
cinquecento hasta finales del siglo, y en la literatura e período que va desde Tasso hasta el
ocaso del conceptismo y del precio sismo? ¿Deben ser tenidos como «manieristas» todos los
artistas que han recibido incitaciones decisivas del manierismo? ¿Pueden ser considerados
como representantes de estilo también aquellos grandes maestros, cuyo artè es evidente que
no se agota en el manierismo, y en cuyo desarrollo artístico el manierismo sólo constituye uno
de varios componentes? ¿Puede designarse como «manierista» todo un período en el que, sin
duda, existió y floreció un arte manierista, pero en el que éste по dominó exclusivamen te?
¿Puede hablarse con sentido univoco de un manierismo, pese a la rami ficación del
desenvolvimiento en diferentes direcciones manieristas? Para decirlo con una palabra: ¿es el
manierismo el concepto sintético de una época o simplemente una denominación sumaria
para ciertos fenómenos artís ticos sin conexión estricta, que se dan entre el Renacimiento y el
barroco? Si hay que lamentar, con razón, que no haya una definición unívoca y exhaustiva del
manierismo, hay que conceder también, de otra parte
Que una definición de esta especie no la hay tampoco para los otros estilos, ni, en realidad,
puede haberla. El concepto de estilo se halla siempre unido a una tendencia centrífuga más o
menos intensa y a una variedad de fenó menos nunca reducibles a homogeneidad. Todo estilo
se expresa en las distintas obras en distinta medida y con distinta intensidad y claridad, y hay
pocas obras si es que hay alguna que expresen perfectamente su ideal estilístico. Precisamente
esta circunstancia, es decir, el hecho de que haya una estructura formal que sólo se manifiesta
en las obras artís ticas singulares con integridad y claridad aproximadas, es lo que hace ne
cesaria la formación de conceptos estilísticos, ya que, en otro caso, ni sería posible poner las
obras artísticas en relación unas con otras, ni tendría mos una medida para juzgar de su
significación desde el punto de vista de la historia del arte; una significación que no coincide en
absoluto con su valor artístico cualitativo. La importancia del papel histórico de una obra se
expresa en su relación con el estilo que aparentemente trata de hacer realidad. Progreso y
atraso, ejemplaridad e imitación, son conceptos que sólo así alcanzan expresión. Ahora bien, el
estilo mismo no se da más que en las diferentes aproximaciones y en su realización. Reales son
siempre sólo los diversos fenómenos artísticos conceptualmente divergentes; el concepto
unívoco de estilo es siempre una construcción, un tipo ideal
Si se tiene presente la diversidad de los hechos en cada caso, no hay duda de que el barroco o
el quattrocento, o incluso conceptos estilísticos tan esquemáticamente usados como el gótico o
el románico, nos aparecerán tan contradictorios, tan poco reducibles a una voluntad artística
unitaria como el manierismo; no obstante lo cual, nadie pondrá en tela de juicio que es útil y
tiene sentido reunir los fenómenos en cuestión bajo tales conceptos. En tanto que movimiento,
el manierismo es incluso más uni-
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Tario y más conexo en su evolución que el barroco e incomparablemente más homogéneo que
el románico, tan extraordinariamente vario nacional localmente. Caravaggio, los Carraci,
Bernini, Rubens, Rembrandt, Pous- sin y Velázquez son tan poco «barrocos» en un único
sentido, como Pon- torno, Vasari, Tintoretto, Bruegel, el Greco y Spranger son uniformemente
pintores «manieristas». La resistencia, empero, desde un principio, a reducir un denominador
unitario las distintas direcciones y personalidades, bien sean del barroco o del manierismo,
equivale a caer en un nominalismo in- genuo que hace imposible en absoluto la formación de
un concepto esti- listico y la constitución de una historia del arte en sentido propio; un no-
minalismo de esta especie no dispone, en efecto, ni de las presuposiciones para una síntesis ni
de un principio para distinguir entre conexiones ar- bitrarias y conexiones realmente fundadas.
El manierismo es el estilo dominante en el arte. Y aun cuando durante este período hay
fenómenos artísticos que tienen poco o nada que ver con el manierismo, no son, sin embargo,
muy numerosos. Hablar del manierismo como del estilo artístico predominante en la época es
tanto más justifica- do, cuanto que no hay en ella casi ningún artista importante o progresivo
que no sufra el influjo del movimiento manierista, de su problema cul- tural o del cambio de
gusto implícito en él. Los distintos artistas de la época son, desde luego, manieristas en muy
diversa medida, de igual manera que, desde finales de la Edad Media y del Renacimiento, los
artistas participan en muy diversa medida en los diferentes estilos, y de igual manera que tam-
poco los clasicistas, románicos, naturalistas, etc., lo son en la misma me- dida. Miguel Angel,
para citar el ejemplo más discutido, puede ser desig- rado, sin duda, como manierista en
ciertas fases de su desenvolvimiento, aun cuando en ninguna época de su vida fue
exclusivamente manierista, y aun cuando los rasgos no manieristas de su arte fueron siempre
más im- portantes que aquellos que pudieran calificarse de manieristas. Este punto de vista
puede mantenerse incluso, si los rasgos manieristas se tienen por los más importantes en otros
artistas, como, por ejemplo, Tintoretto o el Greco. Todo gran artista, y en realidad también los
menos grandes, más aún, incluso un artista mediocre, sólo con ciertas limitaciones puede ser
ordenado en la categoría de un estilo, sea éste el manierismo, el barroco o d Renacimiento,
Miguel Angel se escapa del marco del manierismo, no
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Por ser un genio único e incomparable, ni tampoco porque el manierismo como un arte
imitativo y decadente, no le fuera adecuado, sino porqu ningún individuo, importante o
insignificante, complicado o sencillo pued ser subsumido bajo una categoría abstracta, como lo
es todo estilo arti tico, y conservar, a la vez, su carácter como personalidad creadora esponta
nea. Esta relación entre estilo y personalidad es, desde luego, una cuestio que afecta más bien
a la psicología del artista que a la historia de los estilo Lo decisivo para esta última, en el caso
presente, es que, a partir del terce decenio del cinquecento, aparecen ciertas peculiaridades
estilísticas comune a las obras de los artistas más distintos, y que de este hecho se deduce
concepto de una voluntad artística específica, distinguible tanto del Ren cimiento como del
barroco. Frente a este hecho carece de importancia que alguna obra de Miguel Angel o de otro
maestro muestre más o meno los rasgos manieristas en cuestión, o el que el maestro de que se
trate sig la dirección señalada por estos rasgos durante períodos más cortos o m largos de su
desenvolvimiento. La época del manierismo comienza con una notable falta de unidade
Tilística. Tendencias que se hallan todavía en la línea del alto Renacimient se encuentran, a
menudo, indisolublemente entrelazadas con tendencia del manierismo, y con tendencias del
barroco. Impulsos manieristas barrocos se encuentran tan íntimamente ligados a comienzos de
este períod como a finales del mismo. Las dos direcciones son apenas separables en las últimas
obras de Rafael y de Miguel Angel. Ya aquí compiten expresionismo apasionado del barroco
con el refinamiento intelectualis del manierismo. Los dos estilos postclásicos tienen su origen
en la crisi espiritual de los primeros decenios del siglo: el manierismo como expre sión del
antagonismo entre las tendencias espiritualistas y sensualistas de la época, y el barroco como
una conciliación de esta contradicción sobre la base del sentimiento; una conciliación que, es
verdad, se muestra, pos de pronto, insostenible, pero que, tras los setenta u ochenta años de
pre dominio del manierismo que siguen, alcanza, al fin, una prevalencia indis cutible. Algunos
investigadores consideran al manierismo como una reac ción contra el barroco primitivo, y al
barroco en su fase de esplendor come al movimiento que hace desaparecer después el
manierismo 10. La histor del arte del siglo XVI se reduciría, según esto, a un choque repetido
entre barroco y el manierismo, con un triunfo, al principio, de la dirección m nierista, y un
triunfo definitivo de la dirección barroca; aquí se trata, em pero, de una construcción que, sin
fundamento alguno, hace comenza el barroco primitivo con anterioridad al manierismo, y que
no ve en ést más que un estilo de transición 11.
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Y el ritmo de la historia general de los estilos tiene sus propias presup siciones condicionadas
por su técnica especial, por su pasado y por su fur ción social; las distintas artes participan,
bajo distintas presuposicions en el mismo proceso histórico-social. Las distintas fases histórico-
estill ticas divergirán, por eso, entre sí; y así, por ejemplo, en vano se buscan en la literatura o
en la música del barroco ese «impresionismo» que conoce mos de Velázquez, Frans Hals y
Rembrandt. Un fenómeno de la comple jidad del manierismo se encontrará captado con
distinta intensidad en diferentes artes y su entrelazamiento con el Renacimiento y el barroco
expresará, según los casos, de distinta manera.