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Por eso, el 1º de mayo de 1845 publica en El Progreso una carta dirigida a los
editores en la que anuncia que dará por entregas, en la sección de folletín del
periódico, un escrito suyo que después publicará en libro con el nombre Civilización y
barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga, también conocido como el Facundo. En este
escrito, Sarmiento ensaya una explicación de la situación que entonces vive la
República Argentina, tomando al caudillo riojano muerto hace diez años como la
figura más representativa del ser nacional, cuyos modos bárbaros utiliza Rosas para
dominar el país.
Introducción.
Sarmiento inicia este capítulo realizando una descripción del territorio argentino y
haciendo foco en su extensión, que para él es el “mal que aqueja a la República
Argentina” (p.23). Construye una imagen romántica de la inmensidad del desierto,
donde el peligro de lo salvaje acecha constantemente al punto de provocar en el
hombre de campo una “resignación estoica para la muerte violenta” (p.24).
El río de la Plata es el más fecundo de todos esos ríos, y Buenos Aires, la única
ciudad de la República que tiene civilización en su contacto con las naciones
europeas. Por no pasarle algo de sus luces a las provincias, estas se vengaron de la
ciudad porteña enviándole a Rosas. No es culpa de Buenos Aires, afirma Sarmiento,
que la pampa sea tan mal conducto de civilización y libertad y, por más que se
intente imponer el federalismo en el país, la organización del suelo determina un
modo de gobierno centralizado y unitario.
Según Sarmiento, el pueblo de las comarcas argentinas está compuesto por dos
etnias: la española y la indígena. Esta fusión ha producido una “raza americana”
propensa a la ociosidad, la falta de industria y la barbarie (p.28). Y si en las ciudades
capitales de cada provincia existen algunos “oasis de civilización”, estos están
circuncidados por una naturaleza salvaje que los cerca y los oprime (p.29).
De la condición poética y musical que se desprende de los hábitos del ser nacional,
surgen cuatro tipos notables que, para el escritor, le dan un “tinte original al drama y
al romance nacional” (p.43). Son cuatro las especialidades notables del ser nacional:
el rastreador, el baqueano, el gaucho malo y el cantor.
Sarmiento afirma que todos los gauchos del interior son rastreadores, por su
capacidad de interpretar, en las señales del suelo, la velocidad del movimiento de un
caballo, las huellas que dejó tras de sí un fugitivo o las pistas que conducen al
hallazgo de un ganado robado. La del rastreador es una “ciencia casera y popular”
respetada por todos en el campo (p.43).
El último tipo, el cantor, es como “el trovador de la Edad Media” que va de pago en
pago cantando sobre hombres como el gaucho malo, “héroes de la pampa” que
viven perseguidos por la justicia (p.48). A falta de historiador, el cantor reemplaza
con sus relatos los documentos y datos que podrían componer la historia del país.
Se asemeja al gaucho malo en no tener residencia fija, y en que, a veces, el gaucho
malo es también cantor, cuando canta sus propias hazañas como maleante.
El Facundo se inicia con una escena en la que Sarmiento se coloca a sí mismo como
personaje principal. Allí, narra su experiencia en primera persona de la violencia
federal, que padece mientras se escapa de su país rumbo a Chile. Como respuesta a
los “cardenales, puntazos y golpes recibidos” (p.5), Sarmiento deja un mensaje en
francés que los federales no pueden descifrar, lo que para el escritor es una
manifestación de su falta de cultura. Es tal la incomprensión que generan esas
palabras en otro idioma –y no cualquier idioma, sino el de la Europa que Sarmiento
quiere tomar como modelo para América– que los federales creen que es un
“jeroglífico”. Este primer relato escenifica por primera vez en el texto el tema de la
lucha entre la civilización y la barbarie, lucha en la que Sarmiento elige como arma
de combate la escritura, mientras su enemigo –el mazorquero, el federal, el bárbaro–
elige la agresión física.
Sarmiento nos provee una traducción de las palabras en francés –“a los hombres se
degüella: a las ideas, no”–, pero es una traducción libre, que particulariza en un acto
de violencia, el degüello, que para los antirrosistas es propio del sistema de gobierno
de Rosas. No obstante, la traducción literal –las ideas no se matan– se ha instalado
en el imaginario argentino como una frase propia de Sarmiento. Puede resultar
irónico que Sarmiento denuncie la barbarie del otro y que, en el acto de traducir y de
citar cometa una barbaridad, no solo porque nos ofrece una traducción inexacta,
sino también porque la referencia a la fuente, Fortoul, es errónea: como bien ha
señalado Paul Grossac, la frase en francés –cuya forma completa es on ne tire pas
de coups de fusil aux idées– es en realidad de Diderot. En el Facundo, hay más de
una referencia equívoca o reapropiada, lo que forma parte del modo en que el texto
está compuesto, a través de las diversas lecturas y discursos que el escritor pone a
funcionar en su escritura. Las citas de Sarmiento son una manifestación de su
confianza en el poder de la lectura para comprender la realidad.
“De eso se trata: de ser o no ser salvaje”. En esta disyuntiva, que vuelve a tratar el
tema de la tensión entre civilización y barbarie, la tarea que Sarmiento emprende con
su Facundo es la de utilizar la escritura para combatir a favor de la civilización. Por
eso, el tono que impera en esta parte es beligerante, y se pone de manifiesto en el
uso de recursos de la oratoria como la repetición (“¿Acaso porque la empresa es
ardua, es por eso absurda? ¿Acaso porque el mal principio triunfa, se le ha de
abandonar resignadamente el terreno? ¿Acaso…”), la exclamación y el imperativo:
“¡las dificultades se vencen, las contradicciones se acaban a fuerza de
contradecirlas!” (pp.12, 14).
El tema del telurismo, es decir, la influencia que la tierra tiene sobre las personas, se
introduce aquí a través de la figura de Facundo. En él, Sarmiento ve al mejor
representante del ser nacional, y en este punto recurre al motivo del Grande Hombre,
aquel que mejor encarna, “en dimensiones colosales”, las costumbres, los hábitos y
las necesidades del pueblo argentino. Si bien el objetivo ulterior del Facundo es
descifrar el enigma que le presenta el gobierno de Rosas, solo Facundo es
“expresión fiel de una manera de ser de un pueblo”, porque fue quien fue, “no por un
accidente de su carácter, sino por antecedentes inevitables y ajenos de su voluntad”
(p.16). En este sentido, Sarmiento tiene interés en el caudillo porque en él se ve,
mejor que en nadie, cómo “la fisonomía de la naturaleza grandiosamente salvaje que
prevalece en la inmensa extensión de la República Argentina” interfiere en el
progreso del pueblo hacia la civilización (p.16).
De esta manera, el escritor pasa de las condiciones del terreno a los individuos que
la habitan, que no pueden librarse de los malos atributos que heredaron porque la
barbarie, que acecha en todas partes, limita su acceso a la civilización. La barbarie
obliga a un modo de asociación aislada, que tiene códigos similares a los de la tribu
árabe o la familia feudal de la Edad Media. Esta última comparación, por cierto,
también se relaciona con el anti-hispanismo, porque en los españoles Sarmiento ve
la persistencia de lo medieval en la modernidad. Dichos códigos hacen que el
gaucho posea un estilo de vida muy diferente al del hombre de ciudad,
acostumbrado como está al derramamiento de sangre y a la muerte violenta.
Se comprende por el tema del telurismo que el “fondo de poesía” que surge de la
naturaleza incide sobre sus habitantes, que también tienen condiciones para formar
parte en el “romance nacional” (p.43). Sarmiento reconoce cuatro tipos gauchos a
los que rescata por poseer cualidades extraordinarias, aunque la ciencia “bárbara”
que poseen se sale de los parámetros racionales de la civilización. El rastreador y el
baqueano, por ejemplo, tienen un conocimiento de la pampa tan singular que
parecen sacados de un relato de ficción. Por eso Sarmiento ejemplifica con casos
reales, como el de Calíbar, quien podía rastrear la pista del más hábil de los
prófugos, o de Fructuoso Rivera, baqueano “que conoce cada árbol que hay en toda
la extensión de la República del Uruguay” (p.46).
Se podría establecer una relación entre los cuatro tipos nacionales que caracteriza el
escritor con los “personajes” de esta historia: Facundo, Rosas y el propio Sarmiento.
Como veremos más adelante, Facundo cumple las condiciones del gaucho malo que
vive sus propias leyes, mientras Rosas se asemeja más a la figura del baqueano,
porque se dice que “conoce, por el gusto, el pasto de cada estancia del sur de
Buenos Aires” (p.46).
La vía bárbara para escalar a esta posición de poder, es decir, la del caudillo, es la de
labrarse una reputación con la cantidad de peleas a cuchillo que terminan en
muerte. Aunque el objetivo del enfrentamiento no es el asesinato –porque,
irónicamente, quien se desgracia según la lógica de la campaña no es el muerto sino
el asesino–, este tipo de asociación desasociada, como la llama Sarmiento
planteando un oxímoron, puede conducir a un aumento del poder que el gaucho
tiene a través del crimen. Estos son los códigos bárbaros con los que se maneja
Rosas, quien cuando era estanciero daba siempre asilo a los homicidas, pero nunca
a los ladrones.
Si la Revolución enfrenta a patriotas contra realistas, una vez que los patriotas
vencen, estos se subdividen entre moderados y exaltados. Pero también surge una
tercera entidad indiferente a cualquiera de los dos bandos, una fuerza heterogénea
que es puesta en movimiento por caudillos como Artigas y Facundo: la montonera.
Es esta fuerza de “los instintos brutales de las masas ignorantes” la que Rosas
plagia para establecer “un sistema mediato y coordinado fríamente”, en el que se
ejecuta degollando en vez de fusilando (p.67).
Son dos las guerras que se libran en la Revolución: la de las ciudades contra los
españoles, y la de los caudillos contra las ciudades. El enigma de la revolución, para
Sarmiento, es que las ciudades vencen contra los españoles, pero los caudillos
triunfan sobre las ciudades, situación que persiste en el momento en que escribe.
Para demostrar el estrago que han hecho los caudillos en las ciudades argentinas,
Sarmiento toma como ejemplo a La Rioja y a San Juan. Ambas provincias tenían
antes figuras eminentes y cultas que habían empezado a asentar las bases para el
progreso de los habitantes, pero en 1845 La Rioja no tiene abogados, ni médicos, ni
escuelas, ni hombres que vistan de frac, y en el pueblo predomina el sentimiento de
terror. En San Juan, que “era uno de los pueblos más cultos del interior”, cerraron
muchos colegios, no hay ni cuatro hombres que sepan hablar inglés o francés y solo
tres estudian fuera de la provincia. Es este “nivel barbarizador”, que pesa sobre todas
las ciudades argentinas, lo que Sarmiento quiere combatir, para que las ciudades
vuelvan a su vida propia (pp.72-74).
Dice Sarmiento que Facundo causaba “una sensación involuntaria de terror” sobre
quienes dirigía su mirada de “ojos negros, llenos de fuego y sombreados por
pobladas cejas”, y que la fisonomía de su cabeza indicaba “la organización
privilegiada de los hombres nacidos para mandar” (p.81). Desde la infancia, Facundo
muestra dotes de caudillo con su actitud desafiante y reacia a toda norma, hasta
conseguir de joven una reputación infame con los primeros regueros de sangre que
empieza a dejar a su paso.
Ya de adulto, Facundo vive siempre perseguido, a veces oculto, otras jugando o
trabajando, siempre “dominando todo lo que se le acerca y distribuyendo puñaladas”
(p.82). Con la Revolución empieza su carrera de las armas, en la que puede emplear
“sus instintos de destrucción y carnicería” para alcanzar una posición de mando
(p.83). No obstante, en vez de convertirse en un héroe de la independencia, Facundo
deserta del ejército para unirse a una montonera, aunque lo atrapan y lo encarcelan
unos meses en San Luis.
En Facundo Sarmiento ve el ejemplo del hombre grande que ha nacido así, y que no
tiene la culpa de ser como es. Es un “tipo de la barbarie primitiva” que revela en
todos sus actos al “hombre bestia”, sin que eso signifique que no tenga “elevación
de miras” (p.87). Como es incapaz de producir admiración o envidia, Facundo logra
mandar y dominar a través del terror, que infunde por igual entre sus enemigos y sus
seres queridos. Es tan amplio el repertorio de anécdotas que hacen a la reputación
infame de Quiroga que algunos hombres le han llegado a atribuir poderes
sobrenaturales.
Análisis
El tema central del capítulo 4 es el del campo vs. la ciudad, enfrentamiento que para
Sarmiento hace al drama de la Argentina de su tiempo. Este combate surge de lo
que produjo la Revolución de 1810, que, si bien significó un paso adelante hacia la
civilización movilizado por las ciudades, tuvo como consecuencia la aparición de la
montonera, la barbarie como “tercera entidad” liderada por sus Grandes Hombres,
como Artigas y Quiroga.
Las dos provincias que Sarmiento toma como ejemplo para poner en evidencia el
mal que ha hecho la barbarie en las ciudades son significativas: una, La Rioja, es la
provincia de donde sale Facundo; la otra, San Juan, es de donde proviene el propio
Sarmiento. Elige, para su denuncia, algunos elementos que simbolizan la falta de
civilización, como la ausencia de profesionales y personas instruidas, la falta de
trajes europeos como el frac y el cierre de instituciones educativas como los
colegios. En este punto vuelve a aparecer la enunciación en primera persona: “Yo,
que hago profesión, hoy, de la enseñanza primaria […], puedo decir que si alguna vez
se ha realizado en América, algo parecido a las famosas escuelas holandesas
descritas por M. Cousin, es en la de San Juan” (p.73). De esta manera, Sarmiento
demuestra que la cuestión de la educación toca en él una fibra sensible, puesto que
él había fomentado en su provincia el avance en educación siguiendo modelos
europeos, objetivo que tuvo en mente durante toda su vida, hasta convertirse en el
prócer “Padre del aula”.
Además de usar el “yo”, Sarmiento cierra este capítulo con un “nosotros”, que es el
de quienes combaten juntos “para volver a las ciudades su vida propia” (p.74). Con
esto anticipa lo que luego enunciará de forma programática en los capítulos finales,
cuando intente dar una solución al conflicto entre el campo y la ciudad que, para el
escritor, sigue estando vigente al momento en el que publica el Facundo.
Podría llamar la atención del lector que recién en el capítulo 5 aparezca el gran
protagonista del libro, dando comienzo a lo que podría llamarse la biografía de
Quiroga. Como bien nos había anticipado Sarmiento en la introducción, todo lo dicho
anteriormente sobre el territorio argentino y los caracteres que engendra configura el
escenario en el que se envuelve su figura más ejemplar. En este sentido, la
organización del Facundo nos dice algo del tema del telurismo y de cómo el escritor
ve una relación causal entre las condiciones del suelo, sus tipos característicos y el
caso singular del caudillo riojano.
Sarmiento repone varias de las anécdotas con las que Facundo se labró su
reputación sanguinaria. Algunas de ellas, afirma el escritor, son exageradas, como
aquella en la que Facundo fue liberado de prisión por unos españoles a los que
luego asesinó: “Dícese que el arma de que hizo uso fue una bayoneta, y que los
muertos no pasaron de tres. Quiroga, empero, hablaba siempre del macho de los
grillos y de catorce muertos. Acaso es esta una de esas idealizaciones, con que la
imaginación poética del pueblo embellece los tipos de la fuerza brutal, que tanto
admira” (p.85). El renombre del caudillo se configura, de esta forma, a partir de los
relatos que circulan de boca en boca y que son atravesados por un imaginario
popular bárbaro, que idealiza al Grande Hombre haciéndolo más temible de lo que en
verdad fue. Por eso, dice Sarmiento, algunos “hombres groseros” creían que
Facundo tenía “poderes sobrenaturales” (p.88).
Pero el propio escritor también peca de exagerado o hiperbólico cuando afirma que
“es inagotable el repertorio de anécdotas de que está llena la memoria de los
pueblos, con respecto a Quiroga” (p.87). Sarmiento afirma que suprime muchas de
aquellas historias que hacen al anecdotario del terror de Facundo, omitiendo por
decoro o por pretensiones literarias lo que, por acumulación, resulta demasiado
horrible para aparecer en las páginas del Facundo. Es un recurso de su narración que
no se dé a conocer todo lo que Quiroga hizo, porque de esta manera el autor deja
que el lector imagine y se horrorice ante la idea de aquellas atrocidades que
permanecen ocultas. Lo que se omite es también parte de la construcción ominosa
del biografiado.
Pasado el primer año, lleno de celebraciones y festejos, el color colorado pasa a ser
la insignia de adhesión a la causa federal, como también lo es el retrato de Rosas.
Aparece la Mazorca, el cuerpo de policía federal que, con sus azotes, lavativas de ají
y aguarrás y degollamientos, es “un instrumento poderoso de conciliación y de paz”.
Se ordena dos años de luto por la muerte de Encarnación Ezcurra, la esposa de
Rosas, obligando a toda la población a ir uniformada con un ridículo ribete colorado
en el sombrero. Cantos de “¡Viva el Restaurador!” y “¡Mueran los salvajes unitarios!”
se oyen constantemente. Así, Rosas consigue crear “la idea de la personalidad del
jefe del Gobierno” (p.208).
Sarmiento argumenta que estas ideas de gobierno pueden verse en la vida anterior
del tirano, que proviene de una familia de viejas costumbres señoriales, cuya
severidad Rosas debe soportar hasta que su padre lo envía a una estancia. Allí,
Rosas se convierte en “el potro salvaje de la Pampa” (p.210), un hombre
desenfrenado que sufre arrebatos causados por su exceso de vida. En sus estancias
introduce una administración severa y una disciplina de hierro; sus peones tienen
prohibido cargar con un puñal, y cuando él se lo deja puesto una vez por
equivocación, ordena que se le den doscientos azotes. Este es el sistema que
después ensaya en la ciudad, para que la población se acostumbre a la agresión
física, a los degüellos y a los gritos de “¡Mueran los salvajes unitarios!”, hasta que ya
no produzcan réplica o escándalo.
Rosas elimina los correos y establece chasques de gobierno, que despachan solo
órdenes suyas, medida que sirve para unificar en desinformación al interior. En la
ciudad, el gobernador consigue que la población afrodescendiente le sirva para
espiar dentro de las familias de la elite criolla, así como para robustecer su ejército.
Con miras a extender su poder por fuera del país, Rosas toma parte en la guerra que
tiene Chile con Santa Cruz; en la República Oriental consigue que el gobierno de
Oribe expulse a unitarios exiliados, como Rivadavia y Varela, y, cuando el doctor
Francia muere, Rosas niega reconocer la independencia del Paraguay. Su propósito,
dice Sarmiento, es reconstruir el “antiguo virreinato de Buenos Aires” (p.218).
Los primeros intereses de este grupo son literarios, no políticos; incluso hubo
quienes creyeron que Rosas encarnaba una verdadera civilización americana, con
sus formas originales. Los ensayos de este movimiento son al principio inexpertos,
pero de allí se desprende un grupo de personas inteligentes que se asocia
secretamente para conformar “las bases de una reacción civilizada contra el
Gobierno bárbaro que había triunfado” (p.227).
En el acta de esta organización, que Sarmiento tiene en su poder, los integrantes
juran llevar a cabo sus principios de igualdad, libertad y fraternidad a través de la
asociación de ideas e intereses que antes han dividido a los unitarios y los federales,
con los que esta nueva generación puede armonizar por su deseo de unión.
“¡Fuimos nosotros!”, dice Sarmiento, y no los viejos unitarios, los que buscaron
apoyo de Francia para salvar a la civilización, con el fin de derrocar al tirano. Antes
había demasiada preocupación por una idea de nacionalidad americana que trajo
consigo la “pasión brutal”, la América “bárbara como el Asia, despótica y sanguinaria
como la Turquía” (p.229). Los viejos unitarios, sin aprender de sus errores,
entorpecieron los planes de derrocamiento al considerar inútil apoderarse de Buenos
Aires y temiendo todavía a los gauchos, si bien tomaban de ellos sus tácticas de
guerra y sus trajes para el ejército.
Mientras tanto, en la República, los hombres que escaparon del horror de Buenos
Aires yendo a la campaña empiezan a fomentar entre los gauchos el odio a Rosas,
creando “una fusión radical entre los hombres del campo y los de la ciudad”. La
campaña deja de pertenecer a Rosas, que ahora solo cuenta con “una horda de
asesinos disciplinados” y un ejército que utiliza las armas de los unitarios: la
infantería y el cañón (p.230).
El gobierno francés quiere ayudar firmando un tratado que deja a Lavalle a cargo de
vencer a Rosas, plan que, para Sarmiento, produce un desencantamiento con
Francia, a la que siempre se admiró por su civilización. El autor cuestiona también a
Inglaterra, que durante 20 años abandona a la República Argentina a su suerte, más
por ignorancia que por determinación, “coadyuvando en secreto, a la aniquilación de
todo principio civilizador en las orillas del Plata” (p.232). No obstante, solo del viejo
continente se adquirirá ese gusto por la navegación que tanto se necesita para
movilizar la industria en el país.
Análisis.
En el capítulo 14, Sarmiento pretende revelar el rédito político que le da a Rosas la
muerte de Quiroga, gracias a la cual consigue dominar el interior del país,
instaurando aquel sistema de gobierno unitario que emana de su despotismo.
Arguye que los otros gobernadores son los bajáes de Rosas, es decir, los
funcionarios dentro de su imperio musulmán, recurriendo nuevamente a la analogía
orientalista para denunciar el autoritarismo de quien ostenta títulos de tirano, como
“Restaurador de las Leyes” o “Héroe del desierto”. Eliminando a Facundo, a quien
Rosas pretende vengar –aunque Sarmiento da a entender que fue él quien ordenó su
muerte– el gobernador de Buenos Aires puede construir, sin un rival que le dispute el
poder, el sistema de adhesión personalista con el que consigue consenso popular.
Dicho sistema es el que Sarmiento analiza en este capítulo, el primero del Facundo
que se dedica exclusivamente a su oculto protagonista, Juan Manuel de Rosas.
Podemos destacar, en primer lugar, que Rosas encarna la suma del poder público,
incluyendo “tradiciones, costumbres, formas, garantías, leyes, culto, ideas,
conciencia, vidas, haciendas, preocupaciones; […] todo lo que tiene poder sobre la
sociedad” (p.204). Con esto, Rosas está habilitado para instaurar una dictadura
temporal que pasa a convertirse en una dictadura permanente, lo que se manifiesta
en el hecho de que Rosas sigue en el poder diez años después de su elección.
En segundo lugar, está el uso de símbolos visuales, como la divisa punzó, el retrato
del Restaurador o el luto impuesto por la muerte de su esposa, elementos con los
que Rosas busca fanatizar a sus aliados y humillar a sus enemigos, al forzarlos a
vestir insignias que mancillan su civilización. De la cinta colorada dice Sarmiento
que es “una materialización del terror que os acompaña a todas partes, en la calle,
en el seno de la familia; es preciso pensar en ella al vestirse, al desnudarse, y las
ideas se nos graban siempre por asociación” (pp.207-208). Con el mismo fin de
afianzar hasta el hartazgo el partidismo político, el rosismo emplea un lenguaje de
odio dirigido a sus oponentes unitarios, a quienes se los llama "impíos", "inmundos"
y "salvajes". Para Sarmiento, en el vocabulario rosista “el epíteto unitario deja de ser
el distintivo de un partido, y pasa a expresar todo lo que es execrado” (p.215).
Aunque en el inicio del Facundo Sarmiento asegura que no escribirá, en sus páginas,
la biografía de Rosas, en un fragmento del capítulo 14 se dedica brevemente a los
antecedentes personales de su enemigo que explican sus ideas de gobierno. En el
modo en que lo describe, Rosas es la conjunción perfecta entre civilización y
barbarie: por un lado, lo caracteriza como un potro salvaje, que tiene arrebatos
pasionales como los que sufrían otros grandes hombres, como Napoleón y Lord
Byron. Pero, por otro lado, de su familia de ascendencia hispánica aprende la
disciplina severa que aplica en la campaña y que después traslada a la gobernación
de Buenos Aires.
En una seguidilla de párrafos que empiezan con las palabras “Porque él”, haciendo
referencia a Rosas, Sarmiento vuelve a utilizar el recurso oratorio de la repetición
para enfatizar todas las cosas que ha hecho Rosas y que lo perjudican sin que él lo
sepa. Según el escritor, Rosas ha establecido las bases para su propia aniquilación.
En contraste con lo que ha hecho su terrible enemigo, el escritor utiliza verbos en
futuro que indican lo que hará el Nuevo Gobierno, conducido por su generación, para
resolver el problema de la navegación, de la distribución de la población del país, y
otras tantas medidas que forman parte del proyecto que Sarmiento comparte con
sus contemporáneos antirrosistas.