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LA ANTIPOLÍTICA, UN FANTASMA QUE RECORRE ARGENTINA

Que los políticos son todos lo mismo, que son todos chorros e inmorales. Las visiones
anti políticas tienen larga data en el país: se gestaron en los setenta, se extendieron
silenciosas en los noventa y estallaron con la crisis del 2001. Durante los primeros años
del kirchnerismo se mantuvieron contenidas, aunque nunca se fueron. Hoy no son
exclusivas de un partido, pero consolidan una sensibilidad a la derecha del debate público.
Y amenazan con ocupar espacios allí donde las nociones del bien común se retraen.
Escribe Nicolás Freibrun.

Por: Nicolás Freibrun Arte: Juan Dellacha

La experiencia sensible

La reciente muerte de Carlos Saúl Menem (1930-2021) activó una serie de


conversaciones públicas sobre su gobierno. Algunas de ellas fueron románticas e
idealizaron al expresidente. Otras, desde lecturas progresistas, demonizaron esa
experiencia sociopolítica. Ambas lecturas tienen un sesgo despolitizador: los noventa
dieron vigor a una cultura política que desde entonces, con sus idas y vueltas, permanece
entre nosotros. Al mismo tiempo, esas miradas ponen en jaque la oportunidad de una
conceptualización crítica.

La emergencia de una sensibilidad antipolítica que se desplegó silenciosa durante la


década del noventa asumió toda su fuerza a comienzos del siglo XXI. Su manifestación
más evidente fue un profundo rechazo hacia “los políticos” anclado en su creciente
pérdida en la capacidad de representación. Como han mostrado Sebastián Carassai en su
libro Los años setenta de la gente común y otros estudios recientes, esa actitud se remite
a los años ’70, donde sectores de la clase media ejercían una crítica moral y antipolítica
como un modo de interpretar los conflictos de entonces. Esas visiones alejadas de la
experiencia militante, del imaginario popular y del lenguaje político de la época, antes
que de una ideología articulada hablan más de una sensibilidad de clase no politizada y
de impronta antiperonista. Con el disciplinamiento político ejercido por la dictadura esos
sentimientos se reforzaron. Y, aunque la vuelta a la democracia en 1983 generó nuevas
esperanzas a partir de una revalorización del sentido de la política, permanecieron en el
debate público.
Con el gobierno de Menem esta sensibilidad cobró una nueva consistencia, en gran parte
posibilitada por el fracaso alfonsinista y el fin de las ilusiones de la transición
democrática. En los años del menemismo la política como actividad capaz de enlistar las
voluntades de distintos actores tras un sentido general y como bien común fue
enajenándose de la sociedad. Su reemplazo por un discurso económico focalizado en el
orden monetario fue el centro gravitacional del éxito de aquel gobierno. La correlación
de fuerzas le era favorable: el disciplinamiento social producido por la inflación de los
últimos tramos de la presidencia de Alfonsín alineó las coordenadas políticas de su
gobierno a la “economía popular de mercado” (así la llamaba), en un giro que debilitaba
aún más las ya deterioradas capacidades estatales. Ese viraje se completó con la alianza
con las clases y sectores del liberalismo conservador. Irónicamente, los enemigos
históricos del peronismo aportaron las dosis suficientes de economía y política para el
despegue del nuevo experimento. Por eso, si una de las marcas más visibles que dejó el
menemismo fue el legado del orden, la otra es la presencia de una sensibilidad antipolítica
que se asentó con el tiempo.

La persistencia de un discurso

Envalentonadas por el clima epocal del “fin de las ideologías” y por el ingreso al proceso
de la globalización las fuerzas menemistas transformaron al peronismo, que viró desde el
movimiento hacia el partido político. Fue más que un cambio institucional: ese momento
inauguró un modo de decir y de hacer lo político alejado de sus modalidades históricas,
y abrió las puertas a una nueva generación de políticos provenientes de las esferas sociales
más diversas y en muchos casos ajenas al habitus político per se. Estas transformaciones
llevaron a un cisma que produjo una reorganización en las lealtades internas, así como
una lucha por los significados sobre la identidad peronista que en cierta medida perduran
imaginariamente hasta hoy. En rigor, se puso en juego lo que Carlos Altamirano observó
como una tensión entre el “peronismo empírico” y el “peronismo verdadero”.

Menem fue un líder popular, pero el menemismo no encarnó un populismo. A principios


de los años ’90 el politólogo Guillermo O’Donnell acuñó el término democracia
delegativa para describir el proceso de degradación de distintas zonas de la vida social,
económica y política, y en el mismo trabajo señaló enfáticamente las diferencias con el
populismo. Este último supone un tipo de interpelación política para conformar y
movilizar al pueblo integrándolo, a diferencia del proceso de atomización social
característico de las democracias delegativas. Hacia finales de la década, la Alianza entre
radicales y frepasistas no fue ajena a ese modo de concebir a la política. El fracaso de su
gobierno se materializó en la consigna ¡“Que se vayan todos”!, que hizo tambalear la
capacidad de representación de los partidos políticos.

Durante el kirchnerismo se recuperó la dimensión más movilizante de la práctica política


y también se recompuso un sentido positivo de la acción pública ligada a las instituciones
del Estado. Pero estos cambios tuvieron que convivir con la sensibilidad antipolítica que
lo precedía. Si bien fue resistida y en cierto modo contenida por un proceso económico y
políticamente inclusivo, esa sensibilidad inició un nuevo ciclo expansivo con la llegada
de Mauricio Macri a la presidencia.

En este punto es importante una aclaración. Un discurso que se organiza desde el rechazo
a cierto imaginario de un tipo de práctica política no supone necesariamente una
despolitización. Por el contrario, se trata de otra politización. En efecto, a pesar de una
falta de épica histórica, de significantes “ideológicos densos” y del respaldo de una
tradición popular colectiva (o tal vez precisamente por todo eso), estas modulaciones
discursivas que organizan la mirada de amplios sectores sociales lo hacen desde un ideario
que no se explicita en los discursos de sus referentes, pero que recoge elementos del
liberalismo conservador, pasa por el neoliberalismo y alcanza proclamas libertarias. Esa
sensibilidad que se consolida a la derecha del campo político local ya no habla un solo
lenguaje. Incluso, y a pesar de los referentes y aliados de Juntos por el Cambio, va dando
forma a un discurso ideológico, es decir, a una visión de mundo en la que sus adherentes
se reconocen proyectando una imagen de país.

El legado presente

El interés en el menemismo está en sus efectos políticos presentes y no en una mirada


culturalista del pasado. Con distintas intensidades y contextos, el legado de un
sentimiento adverso hacia la política que se materializó en la acusación a “los políticos”
se mantuvo como un hilo conductor desde la recuperación democrática. Desde entonces,
expresiones como “los políticos son todo lo mismo” o “son todos chorros” han avanzado
y permeado el sentido común de distintas franjas sociales, convirtiéndose en uno de los
rostros del lenguaje político contemporáneo. El efecto performativo ha sido lo bastante
potente para que incluso dirigentes de la autodenominada izquierda local llegaran a
incluirlo en su repertorio de consignas para referirse “como lo mismo” a los dos
candidatos que pujaban por la presidencia en 2015. Cuando los modos de razonar solo
ven identidad allí donde también hay diferencia, dan lugar a elucubraciones retrógadas.
El sociólogo Ignacio Ramírez viene estudiando esas tendencias de la cultura política. En
una reciente nota, señaló:

“Desde 2013 comenzamos a medir el “share social” que tenía el nihilismo político. En
2013 sólo un minoritario 36% suscribió a la idea de que “todos los políticos son iguales”
pero en la última medición ese valor escaló hasta el 45%. Los datos provocan una
tentación interpretativa difícil de resistir: vuelve y crece la “antipolítica”

Si la sensibilidad antipolítica no expresa inevitablemente un pensamiento de derecha, lo


cierto es que los discursos de las fuerzas políticas que ocupan ese lugar la utilizan de un
modo eficiente, generando identificación. Este sentimiento se mueve en un amplio
espacio social que crece frente a las dificultades de la representación y amplifica su
retórica antipolítica sobre el Estado. Una línea de continuidad que va desde Menem hasta
Macri pasando por De la Rúa muestra que tal sensibilidad no se agota en una determinada
pertenencia partidaria. Precisamente, distintos partidos o espacios políticos pueden
movilizar ideas similares incorporando otras demandas y formas de entender la política,
como lo hizo Cambiemos al lograr captar esa sensibilidad extendida.

Consciente de que la efectividad de los conceptos está en sus usos, Juntos por el Cambio
organiza antagónicamente su discurso desde su idea de república contra el populismo,
sinónimo del fracaso y de la decadencia nacional. Aunque se autopercibe por momentos
como una identidad progresista, sus coordenadas y contenidos ideológicos se mueven
velozmente hacia la derecha. Por eso, en el contexto de avance de estas fuerzas el centro
político aparece cada vez más como un espacio a ocupar y un problema a resolver.

La degradación de la política y las ideologías contemporáneas que funcionan como los


soportes de su enunciación florecen allí donde las nociones del bien común se retraen.
Por ejemplo, la vacuna contra el coronavirus es un símbolo de lo común y lo igualitario.
Los errores políticos en la gestión de los usos de un bien escaso horadan la legitimidad
estatal, y en una sociedad cargada de ansiedad, crecen las oportunidades para que esos
sentimientos que hemos venido mencionando ganen espacio en el discurso social.
Vivimos una época donde la capacidad de los argumentos políticos se desvanecen en el
aire, las fronteras entre la verdad y la mentira se diluyen y el fantasma de la antipolítica
acecha. Por eso, la creación de políticas públicas de indudable signo progresivo e
inclusivo que generen identificación con la ciudadanía se hace más urgente que nunca.

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