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Del horrible peligro de la lectura

Traducción de Malika Embarek López

Nos, Yúsuf Cheribi, por la gracia de Dios, muftí del santo imperio otomano, luz de las luces, elegido
entre los elegidos, a todos los fieles que la presente vean, necedad y bendición.

Como fuera que Saíd Effendi, antiguo embajador de la Sublime Puerta ante un pequeño Estado
denominado Frankrom, situado entre España e Italia, introdujo entre nosotros el uso pernicioso de
la imprenta, y, habiendo consultado acerca de esta novedad a nuestros venerables hermanos, los
cadíes e imanes de la ciudad imperial de Estanbul, y sobre todo a los alfaquíes conocidos por su
celo contra el ejercicio de la razón, ha parecido oportuno a Mahoma y a Nos condenar, proscribir y
anatemizar el mencionado invento infernal de la imprenta por las causas que a continuación se
enumeran.

1º Esa facilidad para comunicar los pensamientos tiende evidentemente a disipar la ignorancia,
que es custodia y salvaguardia de los Estados civilizados.

2º Es de temer que entre los libros traídos de Occidente se hallen algunos que versen sobre la
agricultura y sobre los medios de perfeccionar las artes mecánicas, obras éstas que a la larga
podrían (Dios nos libre) despertar el genio de nuestros cultivadores y de nuestros manufactureros,
mejorar sus habilidades, aumentar sus riquezas e inspirarles algún día la elevación del alma y cierto
amor por el bien público, sentimientos absolutamente opuestos a la sana doctrina.

3º Ocurriría a la larga que tendríamos unos libros de historia desligados del ámbito de lo
maravilloso, que es lo que mantiene a la nación en una feliz estupidez; esos mismos libros
otorgarían la desvergüenza de impartir justicia sobre las buenas y malas acciones, y aconsejarían la
equidad y el amor por la patria, extremos ambos visiblemente opuestos a los derechos que
imperan en esta nuestra plaza.

4º Podría ocurrir, con la sucesión de los tiempos, que unos miserables filósofos, amparados en el
pretexto seductor, más punible, de iluminar a los hombres y hacerlos mejores, llegasen a
enseñarnos unas virtudes peligrosas de las que el pueblo no debe jamás tener conocimiento.

5º Podrían, al acrecentar el respeto que sienten por Dios e imprimir escandalosamente sobre papel
que Él llena todo con su presencia, disminuir el número de peregrinos a La Meca, con gran
perjuicio de la salvación de las almas.

6º Ocurriría, sin duda, que, de tanto leer a los autores occidentales que trataron en sus escritos de
las enfermedades contagiosas y de la manera de prevenirlas, fuésemos lo suficientemente
desafortunados como para preservarnos de la peste, lo que constituiría un grave atentado a los
designios de la Providencia.

Por estas y otras causas, en nombre de la edificación de los fieles y del bienestar de sus almas, les
prohibimos que lean jamás ningún libro, so pena de condena eterna. Y, por miedo a que la
tentación diabólica les dé por instruirse, prohibimos asimismo a los padres y madres que enseñen
a leer a sus hijos. Y, para evitar cualquier infracción de nuestra ordenanza, les prohibimos
expresamente que piensen, bajo las mismas penas, instando a los verdaderos creyentes a
denunciar ante nuestras autoridades a cualquiera que pronuncie cuatro frases unidas entre sí, de
las que se pueda inferir un sentido claro y preciso.

Ordenamos, pues, que en todas las conversaciones se utilicen términos que no signifiquen nada,
según la antigua usanza de la Sublime Puerta.

Y, para impedir que ingrese de contrabando algún pensamiento en la sagrada ciudad imperial,
encomendamos especialmente esta tarea al primer médico de Su Alteza, nacido en una marisma
del Occidente septentrional, médico que, habiendo ya matado a cuatro personas augustas de la
familia otomana, es el principal interesado en prevenir cualquier entrada de conocimientos en el
país, otorgándole el poder, por la presente, de secuestrar cualquier idea que se presente por
medio de escrito o de boca ante las puertas de la ciudad, y de conducir a dicha idea ante Nos,
atada de pies y manos, para que le inflijamos el castigo que se nos antoje.

Dada en nuestro palacio de la Estulticia, en el séptimo día de la luna de muharram del año 1143 de
la Hégira.

Voltaire

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